El Contramaestre

José Zahonero


Cuento



Á vuela pluma.

I

Tenía un humor de mil diablos «debe estar podrido todo el cordelaje de mi cuerpo» decía. Cuando su rostro se hallaba sereno se veían en él rayas, quebraduras y patas de gallo, estaba estrellado, con aquella red que formaba de gestos huraños, el emperrado carácter del viejo marino.

Tosía «como una carraca vieja», su habla era oscura y torpe, fumaba mucho, juraba más, de aquella boca de negros dientes no salían sino humo y palabrotas.

Y sin embargo era un ángel.

El reuma le mortificaba y estaba siempre triste «por dentro» según acostumbraba á decir.

Cuando ya nadie le quería ajustar, ni ya podía servir á bordo sino para cuidar las gallinas ó hacer de perro ratonero; cuando no le restaba otro consuelo que el de contemplar desde la costa la mar y los barcos que entraban y salían del puerto, ó el de darse el placer de contar á los boquiabiertos pilludos de playa que le escuchaban, su vida de marinero, una señora de la ciudad le proporcionó la plaza de maestro de maniobras en un Barco Asilo, escuela flotante de marineros.

La chiquillería le alegraba, en el discordante tumulto de vocecillas infantiles, en la inquieta movilidad de los niños hallaba él los ruidos, las gracias, las incesantes ondulaciones, el espectáculo mismo que siempre había tenido ante sí, algo muy semejante á la mar, y que como esta sujetaba el ánimo en un encanto, y en un asombro constante.

Á veces se aburría también, «los muñecos» eran buenos para nietos, pero demasiado poco para marineros; además, no hay cosa más terrible para un hombre de mar que estar á bordo de un buque siempre anclado; esto produce efectos de pesadilla; hallarse un marino preso en tierra es mejor que verse condenado á permanecer en un barco paralítico.

Y el Barco Asilo no podía moverse.

—Aquello no es un barco, es una pajarera —decía á sus camaradas cuando por acaso iba al puerto y se detenía en la «Cantina catalana» á echar un trago.

No había nacido para maestro; le costaba mucho vencer su rudeza, no podía emplear con los niños aquel vigor áspero que siempre había empleado mandando á verdaderos marineros; á veces quería coger un rebenque é imponer leyes de patrón absoluto… pero solo por no complacer al melifluo maestro de escuela y al mosquita muerta del capellán, se dominaba.

Un día vió al maestro de escuela tirar de las orejas á un pequeñuelo, y sorprendió al capellán otra vez dando á otro capones en la cabeza.

—¡Qué entrañas tienen esos hojaldres! —dijo.

Los niños le temían, siempre le hallaban con cara de judío, siempre le oían hablar enojado; debía de tener sangre más negra que la misma brea; y lo cierto era que en las maniobras no perdonaba una falta, quería además que las cosas se hicieran pronto y bien.

Los muchachos erán todos hijos de marineros; niños con voz hombruna, músculos recios, más animosos en los ejercicios de maniobra que aplicados en el estudio; morenos, graves, ceñudos, con caritas en las que se revelaba firmeza de corazón; amigos de hombrear, fumadores furtivos y nadadores audaces, larvas de marineros, niños hombres, candorosos y terribles querubes del mar.

El contramaestre Juan, miraba por igual á todos, no prefería á ninguno; quizá les amaba; pero tal vez temiera fijar su cariño en un favorito.

Llamaba al barco además de la pajarera, canasto de sardinas, grillera, hospicio de mar.

El contramaestre no había conocido á sus padres, ni había tenido familia, «Ni padre, ni madre, ni perrito que me ladre, he sido como un caracol», decía, y esto le llenaba de contento y por esto lanzaba á lo mejor risotadas estruendosas.

II

Lucianillo estaba entre los niños, pero no vestía aún el uniforme, acababa de llegar á La Velera, nombre del Barco Asilo; vestía unos pantalones de color de pasa, una chaqueta negra con botones de plata y unos borceguíes desudados, con grietas y bocas.

Era un niño delgadito, pálido, diáfana la piel dejaba ver el ramaje de azuladas venas; sus ojos eran grandes, sombreados y tristes.

—¿Para qué va á servirme este renacuajo? —decía el viejo contramaestre mirándole con una expresión indecible en la que no se sabía si se mostraba compasión ó desprecio.

La menuda gente de La Velera reía, burlándose de aquel niño alfeñique.

—Es un señoritingo —decía un asilado á otro.

—El hijo de un levitillas —añadía groseramente otro.

—Más quebradizo que un barquillo.

—Si sopla barlovento le pone en el tope de gallardete.

El contramaestre le dirigió varias preguntas y al responder el niño, como le chocase al viejo aquella voz delgada y tímida, exclamó:

—Tienes voz de flautín.

Una explosión de risas acogió aquella gracia, toda la tripulación celebró la ocurrencia.

Lucianillo bajó los ojos.

—Anda, anda á cambiar de trapos.

El contramaestre fué á la cámara del maestro de escuela que era el jefe del asilo; quería preguntar quién era aquel monito de porcelana que le habían entregado. El maestro de escuela le enseñó el libro de registros.

«Luciano de San José, natural de Madrid, expósito.»

Leyó el contramaestre y quedó un momento pensativo, después dio un puñetazo en la mesa y lanzando un taco, dijo:

—Bueno, ya se falta al reglamento del Asilo, aquí no deben venir sino hijos de marineros, hijos de náufragos sería mejor… ¡Que repare el mar los males que causa, que apadrine á los que ha dejado huérfanos, pero á nadie más, recascos!

—Es que ese niño es náufrago de nacimiento —replicó el maestro.

El contramaestre no entendió bien la frase estrambótica y sentimental del maestro.

—En fin, le han recomendado, ya lo sé; pero no es un huérfano.

—¿Cómo?

—Se llama Luciano Cordobés, yo le apadrino —replicó el contramaestre.

III

No había que decirle al muchacho ni una palabra; había entrado allí porque la benéfica Sociedad de Navieros concedía al hospicio de la ciudad una pensión en el Asilo, y Lucianillo había sido designado por el director del Hospicio para ocupar una de las plazas concedidas.

—Yo le haré á ese chicuelo recio; ha de ser un marinero de primera: voto á Baco que no han de burlarse de mi chirriquipitín —se decía el contramaestre.

Ya tenía este su favorito, y solía decirle:

—Vamos, Uspa, Chirri (le llamaba así por abreviar el nombre que la había dado de chirriquipitín), sube como una ardilla; tú el primero siempre, ya sabes, te nombro cabo.

Al principio nada sintió sino una profunda compasión, una simpatía íntima hacia aquella criatura endeble y temerosa, luego tomó su defensa, castigando vigorosamente á los que se mofaban del niño; este afecto convirtióse en porfía, por la cual se empeñaba en hacerle el más vigoroso, el más hábil de la marinería infantil; por último, la pasión llegó á punto de hacerle ver lo que no era, de hacerle creer que en realidad el Chirri, era el mejor de todos, no siendo así desgraciadamente.

—Es delgado porque es nervioso —decía— está blanco no porque no tenga sangre, sino porque es fino, y no como los otros zoquetes que están curtidos de negro como cangrejos, Chirri tiene coraje, ¡tiene! —exclamaba.

Si en las maniobras ó en las regatas quedaba rezagado, consistía en que, ó había comenzado después que los otros ó en que trabajaba en peores condiciones ó, en fin, en que no estaba de suerte. Cuando le preguntaban quién era el mejor de la clase, contestaba siempre:— El Chirri.

Y la verdad era que el pobre niño no tenía organización apropiada para los ejercicios físicos.

Un día el contramaestre halló á Lucianillo compungido y llorando.

Esto exasperó al marinero. Fué la única vez que se enfadó con el niño:

—¿Llorar? ¡Qué me quedaba por ver! Llorar el Chirri; lloran las mujeres, los marineros nunca (en la palabra mujeres iban comprendidos todos los hombres que no eran marineros). Yo no he llorado jamás (así era verdad), cuando murió Calmejo (un camarada suyo), me di de puñetazos.

Un día hizo el contramaestre un terrible descubrimiento, sintió el dardo de los celos, el niño estaba más contento al lado del maestro de escuela que á su lado; en realidad, á Lucianillo le gustaba más el estudio que el trabajo corporal, más la dulzura mujeril del pedagogo, que el apasionamiento rudo del contramaestre.

—¡Mal rayo! siempre hará del chico un monaguillo, ese sábelo todo —murmuraba rabiando, y añadía— por eso el Chirri lloriquea.

IV

El contramaestre tenía ahorros que pensaba entregar al pequeñuelo; á veces trazaba en su imaginación la carrera del niño, le haría piloto; el chico era á propósito para mandar; tenía mucho en la cabeza.

Un día acaeció un suceso inesperado: el capellán del Asilo y otro señor cura llegaron al barco, y al poco tiempo fué llamado Lucianillo por el maestro; estuvo el niño en la cámara un instante con los sacerdotes y el maestro y después salió; fué á su litera, recogió su ropa y se dirigió á la cámara. En tanto el maestro anunció al contramaestre que uno de los señorones de la ciudad, muerto hacía dos ó tres días, había reconocido como hijo suyo á un expósito, y por no ir al infierno quiso dejarle heredero de todos sus bienes, recomendándole en el testamento que abrazase la carrera del sacerdocio.

—Bien ¿y qué? —preguntó el contramaestre.

—Que esos señores han preguntado á Lucianillo si quería ser cura y el chico ha dicho que sí.

Al contramaestre se le subió toda la sangre á la cabeza, había comprendido lo que acababa de pasar, y tambaleándose y sin saber lo que sentía se dirigió á su camarote.

Cuando Lucianillo entró á despedirse del viejo creyó que no había nadie en el camarote; reinaba allí un silencio profundo, pero al fin halló al contramaestre acurrucado en un rincón; el anciano al ver al niño levantó la cabeza y dijo con voz rugiente y dolorida:

—Hijo mío, sé dichoso.

El viejo lobo lloraba, ¡lloraba como una madre!


Publicado el 17 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
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