El Gallito Ulises

José Zahonero


Cuento



I

No se crea que nació en un corral cualquiera. Nació en el parque del marqués de las Doce Crestas, y fué hijo de un hermoso gallo y de una corpulenta gallina; aves de distinción, pues el padre era soberbio como un príncipe y la madre muy honrada madre de miles de polluelos.

Hubiera, seguramente, pasado una existencia feliz, esperando con el tiempo llegar á heredar la jefatura, pues á ello le hacían acreedor su gallardía y su marcial continente; pero la suerte le reservaba para otra existencia más azarosa.

Sucedió que Tadeo, el guarda del corral y de todo el parque, penetró una mañana, un poquito antes de servirles el desayuno, armado de un formidable cuchillo. Los gansos, gente descontentadiza, que piensa que el mundo todo pende de su voz, hablaron á un tiempo: brac, brac, brac. La población del corral acudió al encuentro de Tadeo á darle cortesmente los buenos días, y á colocarse, los mejor educados y los jóvenes, á cierta distancia para aguardar los granos de trigo que esparciese la mano del guarda lejos de sí, y los más glotones y los viejos muy cerca para engullir mucho y pronto. El pollito de nuestro cuento se paseaba no lejos de la multitud, afectando cierta indiferencia propia sólo de personas distinguidas.

—Muy señores míos, —dijo Tadeo al pueblo de pavos, gansos, faisanes y gallinas, que, con la cabeza en alto y el pico abierto, aguardaban otra cosa de más sustancia que un discurso:— es triste la comisión que me trae á ustedes; pero como quiera que todos nos debemos á la patria en que nacimos, vengo á advertir que, herido en su amor propio el mayordomo del señor marqués de las Doce Crestas, nuestro amo, porque la honra es…

La multitud, impaciente, prorumpió en gritos diversos, que querían decir:

—¡Al grano! ¡Al grano!

—En suma; al grano voy, pero no al que pensáis, sino á otro, y es que el señor marqués ha reñido al mayordomo y éste al cocinero y éste á mí… porque parece que el señor duque de no sé qué, ha ofrecido á nuestro amo una fritada de pollos mejor que las que acostumbra á comer en nuestra casa. El señor marqués dice que esto consiste en que el mayordomo no tiene buen cocinero, el señor mayordomo cree que se debe á que el cocinero no ha sabido trabajar, y por último, el señor cocinero echa la culpa sobre mí diciendo que como yo no cuido bien de ustedes, cuando llega la ocasión no se ofrecen sino aves enjutas y flacas. Esto no es cierto, ¡vive Dios! y ustedes pueden confirmarlo. A morir, pues, por mí que soy un hombre de bien, por el señor cocinero que es un buen artista, por el señor mayordomo que es un excelente administrador, por el señor marqués que es un excelente amo, y en fin, por la honra del parque en que habéis nacido.

Esta última parte del discurso produjo general consternación; todos bajaron la cabeza y partieron por diversos lados; los patos y los gansos con ese paso desigual que acostumbran, echando torpemente un pié á un lado y otro al otro, balanceando á este compás su cuerpo y estirando el cuello de un modo grotesco.

El gallo volvióse desdeñoso y prosiguió con majestad su marcha de vigilante policía.

¡Una ley de muerte!

Una sentencia así, conmueve las más varoniles Repúblicas, y nada hay como un decreto de muerte, una quinta ó una leva, para consternar á las madres. La de nuestro pollito tembló por su hijo; era el más hermoso del corral, donde por ser frecuentes las matanzas, no había muchos pollos, y según aseguraban unos conejos, que todo lo comentaban entre sí con gestos y secretas conversaciones, podía llegar la cosa hasta poner en grave riesgo la vida del gallo, virey de aquel pueblo de corral.

Mucho antes de que Tadeo se resolviese á la matanza, la madre del pollito intentaba convencer á éste para que siguiera á la letra un plan de salvación.

El pollito, aunque nada cobarde, amaba la vida; se hallaba en la primavera de la suya; le dolía morir de un modo tan poco digno; morir él, que había soñado con ser, andando el tiempo, el gallo de aquel corral.

¡Oh sueños de ambición desvanecidos!

Debía aceptarse un plan de salvación, á ello obligaban poderosas razones; si él se quedaba, podrían matar al padre, con la esperanza de hallar en el hijo una sustitución muy conveniente, ó podrían matar al hijo, toda vez que el padre, aunque viejo, serviría aún por mucho tiempo, y pensaba la prudente gallina, y pensaba bien, que si á ambos no los habían de matar, la fuga del uno aseguraba la vida del otro. ¿Iba á huir el gallo? Esto, sobre ser poco prudente, era expuesto; no viaja seguro un personaje de distinción; por donde quiera que va, todo el mundo conoce su cola, su corona, sus armas, su gesto, su voz, su paso. Y pensar en que había de fingir el gallo, era pensar una tontería; además, él por nada abandonaría el gallinero.

El pollito, pues, luego de recibir las caricias de su madre y de oir un «caracas, caracoles» con que el gallo reprimió su emoción, por no perder su majestad, escapó por un agujero abierto en la tapia del corral para dar salida al agua de un pilón, y comenzó á caminar en la oscuridad, alejándose cada vez más de la amada patria; cuando se halló á gran distancia, oyó la voz de su padre que le decía desde lejos: ¡Nadie te vió!

El pollito respiró con libertad.

II

No podía caminar mucho tiempo á la ventura; así es que antes de aparecer el sol ya había tomado su resolución el joven viajero.

El pueblo donde se hallaba el parque del marqués de las Doce Crestas, era formado por un grupo de pocas, pero bien avenidas casas; y digo bien avenidas, porque unas se apoyaban en otras, todas eran bajas y en todas había lo que podríamos llamar aire de familia, el mismo color, casi la misma altura, los mismos tejados y cuasi el mismo número de ventanas; en medio de estas casas se alzaba la iglesia, cuya torre tenía una montera cónica y sobre ésta una cruz.

Ya comenzaba á enrojecerse el cielo y se extendía por él esa claridad tan hermosa, anuncio de la aurora; oíase el ruido de las hojas de un bosque no lejano, el ladrido de los perros y el canto de diana, entonado á porfía por todos los gallos de los corrales de la aldea. Las estrellas iban desapareciendo y la luz matinal dilatándose, de modo que bien pronto aparecieron, no sólo bien perceptibles las formas de lo que fuera sombras en la noche y bultos al crepúsculo, sino que hasta el color de las cosas.

Próximo se hallaba á la cerca de una pobre casita nuestro prófugo cuando oyó tras de sí pisar á un pollito de esos que á porfía quieren esconderse bajo la madre.

Frío, frío, frío, frío, decía.

El desertor se coló en el corral. Era un pobre corral, donde no había sino dos gallinas y un mal gallo de facha no muy noble, pues estaba desplumado, y además, era tuerto y cojo; comparó á este miserable soberano con su padre, y esto le entristeció, como es natural. No fué mal recibido, especialmente por las dos gallinas, que desde luego admiraron su gentileza, y aun por el gallo, que desde luego comprendió que se vería obligado á transigir con el huésped. Pasó algunas horas prometiéndose vivir muy sosegado en aquella república donde no debiera haber peligro sino de boda á boda.

Más hé aquí que pasado este tiempo presentáronse en el corral dos ancianos, una mujer y un hombre; pusieron en el suelo una cazuela de salvado, y ambos dijeron con acento bondadoso y alegre:

—Pitas, Pitas, Pitas.

El gallo se apresuró, la otra gallina igualmente, y, por último, la madre acudió también calmando la impaciencia de los hijuelos que, como niños mimados y golosos, corrían diciendo á la vez:

—Mío, mío, mío.

—Ya habrá, ya habrá —decía la clueca.

En esto, el pollo, á quien el viaje había dado apetito, se decidió á presentarse.

—¡Calla! Un pollo más —dijo el viejo.

—¡Qué hermoso! —exclamó la buena mujer.

—Mira, un excelente gallo, consérvale.

—Pero si no es nuestro; debe ser de nuestro vecino el pollero. Aquí tenemos la de todos los días. Mira, mujer, llévasele en seguida, antes de que salga á la ciudad y le eche de menos.

En efecto, al poco rato entró el pollero, que aseguró con la mayor desvergüenza que el pollo era suyo. Tomóle por las patas, y se lo llevó.

—¡Maldita suerte; cuando en este corral hubiera podido vivir nuestro pollito, crecer y llegar á gallo sin el menor cuidado!

Pocos días después se hallaba en la ciudad embanastado con otros pollos y gallinas y picoteando el engrudo de un papel donde se leía: «Santander. Gran velocidad.» ¿Adonde dirán ustedes que iba? Pues á embarcarse en el vapor Liverpool, que partía para Londres.

III

Han pasado algunos meses. Nuestro pollo es un hermoso gallo que no niega su nacionalidad. Aquella arrogancia española, aquella gravedad castellana, aquella apostura de D. Quijote, dejan á las mil maravillas bien sentado el pabellón nacional. Su cresta es roja, y en la cola muestra algunas plumas gualdas.

Cacarea con cierta graciosa aspereza militar. Hállase enjaulado como el hidalgo manchego allá cuando aquello del encantamiento, y sobre su jaula se lee: «Ulises, gallo español.»

¡Quién, por fortuna, tuviera la entonación de Ercilla, ó aquella ardiente y sublime palabra del épico portugués, que para todo deben ser apropiados los términos de que haya de valerse un cronista, y no han de ser las glorias presentadas en villanesco lenguaje, sino antes bien, en el pomposo y soberbio!

Pero ello es que allí se hallaba mi gallo envalentonado con sus victorias, pues ya habréis comprendido que era gallo de pelea; y aquí me encuentro yo, perplejo ante mi torpeza, que me impide contar como se debe la heroica historia del gallito. Pero ya metido en ello, no he de pasar en silencio su última victoria. Cruzábanse apuestas, y estaban en ellas interesadas las primeras bolsazas y los primeros hombres de la aristocracia inglesa.

Su enemigo era un hercúleo gallo irlandés; el día señalado, si días pueden llamarse los de aquella nebulosa isla, un día de gran fiesta.

Lánzase mi paladín á la batalla, arrójase con el denuedo de un Cid, opone destreza á la fuerza, valor á la ferocidad, pierde sangre y plumas, pero ni un punto de su bizarría, ni una coma de su valor. ¡Espantoso combate, que mi lengua no puede relatar! Ello es que en menos de lo que cantan otros, mi gallo, aunque herido y destrozado, vence á su rival, gozando sobre el campo, no sólo las primicias, sino todas las demás fortunas de la gloria. ¡Quién había de decirle en un tiempo que había de verter su sangre por el honor, no sólo de su corral natal, sino de todos los corrales de la península española!

—Mira —decía un inglés, raro como lo son todos,— ve ahí cuánto ha hecho por la gloria un animalejo; él se propuso llegar á este momento y con buena voluntad lo ha conseguido.

Mas el gallo siente que el circo da vueltas á su alrededor, que flaquean sus piernas, quiere cantar y no puede y cae desfallecido al lado del cuerpo de su enemigo. «¡Ave, Cesar. Morituri te salutant» creyeron oirle decir.

—Miren, repetía el inglés— por sí mismo ha caminado siempre hasta lograr muerte tan gloriosa.

—Por mí mismo —pensaba el moribundo gallo— esto no es cierto, una causa me sacó del lado de mis padres, otra me llevó al pollero, otra me trajo á Inglaterra y otras á la muerte: maldito si en esto he tenido arte ni parte.

Y dando una pataleta, murió gloriosamente Ulises el invencible gallo español.

IV

Tuvo él término trágico y glorioso y no le tiene muy corto este larguísimo y mal llamado cuento pequeñito; pero si á meditar vais, el agua baja por la pendiente y toma la forma de la capacidad en que cae y la capacidad contiene toda el agua que le viene por caminos diversos y siempre la cuestión de si los héroes lo son porque quieren, ó de si las circunstancias son acciones misteriosas encaminadas á formar héroes. ¡Vaya usted á saber!

Yo por mí, sólo he de decir que la pluma con que escribo me la prestó un ganso del corral del marqués de las Doce Crestas… de modo que escribí esto con pluma de ganso.


Publicado el 17 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
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