El Nido de Luz

José Zahonero


Cuento



Á Enriqueta.

I

Frente por frente de mi casa vive un joven escritor.

Es pobre, me consta, y es feliz, lo infiero.

Me consta que es pobre, porque le veo volver á su casa con el rollo de papeles que sacó al salir, y vuelve triste; además, su nombre no es muy conocido. Debe ser dichoso mi vecino, porque… porque lo infiero así por cierto estudio que desde mi ventana hice mirando indiscretamente; mejor dicho, acechando su vida y costumbres.

Su casa es original, todos cantan en ella; la mujer canta, canta su hija, canta su criada, y él á veces atruena la vecindad con su voz áspera, con pretensiones de sentimental.

Veo por las noches su lámpara encendida, el montón de libros que coloca sobre su mesa de trabajo y la multitud de blancas cuartillas que aparecen esparcidas en desorden sobre la mesa y los libros.

Le veo ir y venir; unas veces se sienta y escribe, luego vuelve á su paseo, se detiene, piensa; abre este, el otro libro, mira al techo, se muerde las yemas de los dedos, emprende de nuevo su faena con la pluma, y en muchas ocasiones rasga en menudos pedacitos las cuartillas escritas.

En casos tales, su tristeza es profunda, tal vez duda de sí mismo, recuerda al empresario que no paga justamente el trabajo, al lector indiferente, que ni sabe ni quiere saber tal vez lo que lee, al crítico petulante que injuria y escarnece al autor. Sin duda este pobre literato, sin duda mi vecino se halla en la impotencia y teme no hallar carne ni hueso á que infundir un alma, palabras apropiadas en las que guardar encendidas ideas, ó en que ocultar candentes sentimientos generosos; lucha el escritor con la obra que resiste á la inspiración y al tenaz empeño del obrero, como la piedra al mazo y al cincel.

Pero en ciertos momentos sonríe, toma su pluma y nerviosamente la arrastra sobre el papel con eléctrico rasguear. Puede ser que se halle elaborando un libro, entablando contra sí mismo ese proceso, al fin del cual se da el sonrojo á veces, á veces la gloria, pero siempre la fatiga y la pobreza; puede que más audaz, intente abordar la alta tribuna del teatro, para esperar allí como el gladiador en los antiguos circos, á que la multitud se ensañe, no ya en su vida, sino en su alma.

Parece que en la solemne oscuridad de la noche, nada hay vivo sino aquella lucecilla; nadie trabaja, sino aquel hombre, y solo se agita en el universal reposo la fuerza de aquel pensamiento.

De tiempo en tiempo el escritor desaparece del cuartito y vuelve; creo que entonces va á escuchar la dulce respiración de su mujer y de su hija, que duermen dulcísimamente.

Pero aquel hombre trabaja con entusiasmo, como si oyese la voz del profeta titán Ezequiel:

«Llena el hueco de tu mano de brasas encendidas y espárcelas por la ciudad.»

II

La veo en el lugar en que trabaja… Su cara es de una indecible dulzura, la serenidad de sus ojos impone tanto respeto cuanto deleitosa admiración su casta y juvenil belleza.

Es una niña por la ligereza de sus movimientos, la vivacidad de sus resoluciones, el no sé qué infantil de aquella carita asombrada y estática unas veces, risueña y franca otras; basta que se ajuste un vestido cualquiera á la graciosa delineación de su cuerpo, para que aparezca como elegantemente ataviada; prende sus cabellos en un sencillo trenzado, y no hubiera el grave Fray Luís de León, en su severo juicio, rechazado por impropios sus galanos pañuelitos bordados, ni una modista parisiense, por vulgar y humilde, su delantal de trabajo, orlado de trencilla y ribeteado por ondas de encaje.

Al misterio de la luz artificial, al triste trabajo del hombre, sucede en casa de mi vecino la aparición de aquella linda criatura alegre, dispuesta á otra actividad y á otro trabajo; el día llega, y el cuarto de estudio se transforma. Los libros y los papeles desaparecieron, llénase el cuarto de un ambiente más perfumado, más caluroso, más grato. Aquella niña, que es esposa y madre, entra de lleno en su trabajo casero.

Siéntase á coser, oyendo el lejano estruendo rumoroso de los carruajes de la ciudad, y mezcla sus canciones á las inesperadas y vivaces sonatas de los pianos portátiles que alegran las calles.

Se la oye amonestar á la sencilla moza que le sirve, reprende, abraza, besa, juega con su linda hijita, que más que andar, parece rodar de una á otra parte, según son de imperceptibles sus piececillos; y puntada á puntada, aquella señora de su casa, aquella madre, crea el supremo bien de la limpieza; borda hilo á hilo las galas del decoro, componiendo el roto, cegando el girón, y tal vez, cuando queda pensativa, es porque une su alma al trabajo del escritor; ella, sin duda, le ofrecerá ese caudal de ideas brillantes, de una delicadeza femenil que dan á la obra de arte todo el encanto seductor de la ternura.

Nada más alegre que la hora de las doce del día; entonces se sirve la frugal comida, sabrosa, aromatizada, dispuesta por aquella buena mamita y amante y sencilla señora.

No sé por qué pienso en la madre de Wasingthon, de que nos habla Souvestre, y creo que la gran señora aventurera, la dama no comprendida y caprichosa, la neurótica, son tipos de la decadencia, algo semejante á las torpes esclavas y á los brutales tiranos, Odaliscas y Lucrecias Borgia, frívolas, sensuales, viciosas é imbéciles. Cuando se recuerda que la madre del libertador de los Estados de la Unión era modesta y laboriosa, pensamos que mujeres como mi vecina, hacen que los hombres alcancen honrosos resultados en su trabajo, y sean en la vida pública ciudadanos modestos, sin otra ambición que lá de figurar dignamente entre los que viven en un país laborioso y libre… Crean ese hogar que es tanto para el amor como para el trabajo. Un templo-taller.

III

Pero lo que más seduce es la casita de mi vecino, vista por dé fuera y desde donde yo la miro.

Así como los poderosos revisten las fachadas de sus palacios con signos de magnificencia, los felices decoran de flores sus ventanas.

Se halla la habitación colocada en lo más alto de una gran casa de muchos pisos; desde aquel cuartito han de descubrir los que le habitan, esa extensión alegre y magnífica de un hermoso cielo, que en las grandes poblaciones solo miramos las personas muy elevadas.

Se oye desde allí una armonía deliciosa, agita el aire los ruidos del rozar y batir de alas, arrullos dulces, piar alegre, gorjeos bulliciosos.

Vienen al tejadillo que hay bajo el corredor de la casa de mi vecino, parejas de palomas que lucen sus plumas tornasoladas y plateadas; á la intensa luz del sol del Mediodía, picotean los paj arillos aventureros el grano que cae de la jaula de un canario cautivo, que canta con entusiasmo febril moviendo á un lado y á otro su cabecita y fijando en el cielo sus ojos de granate, como si mirara en lo azul los signos de su música y el tema de su alborozada inspiración.

El aseo interior, la limpieza y el correcto decorado, se debe al cuidado continuo y celoso de la esposa; pero ella además, coloca en el corredor muchos tiestos de anchos geráneos de esteladas hojas, vividos claveles, largas espirales de enredaderas, blancas campanillas y diversidad de plantas; por entre los tiestos asoma en ocasiones la cómica y grave cara de Chiquitín, gato de largos bigotes y ojos azafranados, y por entre las flores la linda carita de la niña, como si por encanto, de cualquiera de aquellos capullos hubiera brotado repentinamente la cabecita de un querube.

Todo lo que decora aquella fachada es superior á las labores de piedra; nada más hermoso, nada más risueño; el tiesto da grecas, columnas y chapiteles inimitables, agujas y calados; en aquella viva coloración, en aquella ornamentación graciosa se ve un escudo de flores y se lee por mote la palabra «felicidad».

Pertenece al Blasón de los artistas.

Algunas veces aparecen el padre y la madre y me saludan con afable sonrisa, y la niña, apiñando sus deditos de rosa sobre sus labios de clavel coralino y fresco, me envía en besos algo de su aliento perfumado, algo de su inocencia.

La claridad del alba, los destellos del sol de la mitad del día, el rojo fulgor de la tarde envuelven en aureolas brillantes de aspectos variados aquella habitación; la abeja y la mariposa revolotean allí; se halla el cuartito en una casa de cinco pisos, como se descubren los nidos pendientes de las últimas ramas, luminosos, perfumados, llenos de misterios y ricos de belleza y armonía.

Basta el amor para hacer de un montoncito de barro, no tan grande como un puño, algo tan ideal y tan deseado como el Edén del profeta y el paraíso de Dios.

A esta claridad se debe mi trabajo, todo esto que os dedico, queridos niños, los que seréis pronto hombres sin dejar de ser niños, todo lo que os dedico es un pálido reflejo de la casa de mi vecino y compañero… El hogar que dirige y embellece la niña-esposa, la madre joven, la hormiguita de la casa; inspiró estos mis pobres cuentos pequeñitos que os ofrecí al escribirlos con todo mi corazón.

El ideal del artista es esa mujer, que nos recuerda á nuestra madre y nos anuncia lo que ha de ser nuestra hija… En un capullo de rosa, un rayo de luz… Tal es la casa-taller de mi vecino.

Nosotros no hemos puesto en los cuentos sino pluma, tintero y una lluvia de papeles.


Publicado el 17 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
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