El Palacio Encantado

José Zahonero


Cuento


I
II
III

I

En la casa más pobre de una ciudad de Castilla la Vieja vivían una anciana señora y un pequeño huérfano, nieto suyo.

Por su modesta y honrada vida estas dos personas se veían rodeadas de la consideración y del respeto de sus convecinos; y es que nada hay más venerable que una anciana, ni nada más respetable que un niño.

El niño servía á la anciana, y esta deleitaba el ánimo del niño refiriéndole multitud de hechos maravillosos, de aventuras extraordinarias, de asombrosos sucesos.

El niño se condolía de que todo cuanto la anciana le relataba fuera inverosímil.

¡Qué lástima —exclamaba— que no existan esos palacios de cristal, esas fuentes de licor y de leche, esa suculenta ciudad de Jauja, en cuyas murallas puede uno encontrar grandes trozos de mazapán!

Pero como el huerfanito no era goloso, llamaban más que esto su atención los aparecidos, las luces misteriosas, las voces de los trasgos y fantasmas, los palacios encantados y toda esa multitud de bellas locuras que refieren los cuentos de encantamiento.

Oía con atención. Ora se trataba del encuentro de una varita mágica, con la cual aparecían inmensos tesoros, ora de un pez sobre el cual, y en breve tiempo, cruzaba los mares algún personaje; ora de un caballo capaz de caminar en tan vertiginosa carrera que á pocas horas atravesaba el mundo.

Algunas veces oía hablar de un pájaro que escuchando aquí un secreto volaba á referirlo á grandes distancias, otras de una caja en la que un encantador se encerraba y desde ella veía el mundo todo.

Portentosos hechos, raros sucesos, maravillas sin cuento referíale en sus historietas la bondadosa abuelita.

Tantos prodigios escuchó, tales y tan asombrosas relaciones, que un día, dominado por la más íntima tristeza, dijo á la anciana:

—Señora, ¿no es cierto que da pena considerar que cosas tan asombrosas no sean verdad?

¿Y cuál no sería la admiración del niño al oir la siguiente respuesta de la anciana:

—¡Oh! pues son verdad y posibles; ya las verás algún día.

El niño quedó pensativo y casi dudando de lo que escuchaba.

II

La preocupación de Emiliano, fué grande durante mucho tiempo. Siempre esperaba ver llegar por el espacio al pájaro revelador, pero ninguno de los que á su vista aparecían tenía los bellos colores del que había oído hablar á su anciana protectora.

Esperaba ver por la noche luces de una intensidad superior á la llama del hogar y á la del triste candil que alumbraba la cocina. Algunas veces quería abandonar la ciudad é ir en busca del palacio encantado, y hubiéralo hecho si la gratitud y el cariño que la anciana le inspiraba no le detuvieran.

Hallándose un día meditando su resolución oyó hablar á su espalda: eran el maestro de su escuela y un rico hacendado de la ciudad.

—Señor maestro —le decía éste— ¿sabe V. que ayer fui paseando hasta Mingorría? Pues bien, supe allí que mi hermano, de quien ayer tuve buenas noticias, se había puesto repentinamente enfermo.

—¿Y cómo lo ha sabido V. estando él en Madrid?

—¡Hombre, por el telégrafo, que llega á la ciudad!

Emiliano se asombró.

—¡Telégrafo! —pensaba:— este debe ser el pájaro de mi cuento.

Y se retiró pensativo.

Pasaron algunos años; Emiliano ya había cumplido 14.

Cuando este sabía leer bien y escribir correctamente, y no sólo esto sino algo de contabilidad, pensó recorrer el mundo en busca de fortuna adquirida y lograda por su trabajo.

Abrió una cajita que sus padres al morir habían entregado á la anciana, y entre otros documentos de suma importancia halló una carta dirigida á su madre por un tío del niño, en la que participaba éste su llegada á América, esperando allí con sus relaciones y su carrera de ingeniero labrarse una fortuna para protegerles después.

No se sabe si hubo alguien que le diera noticias de su tío ó que le auxiliara en la realización de su intento, lo cierto es que pocos meses después partía para Nueva-Orleans nuestro amiguito Emiliano.

III

Emiliano halló reales los prodigios que su anciana protectora le refería.

¿Qué era para el ignorante aldeano el ferrocarril sino el caballo alado de los cuentos? ¿Qué el barco de vapor sino el monstruo de la fábula?

Pero su asombro subió de punto cuando al llegar á Nueva-Orleans é informarse por qué parte de la ciudad se hallaba la casa de su tío, cuyas señas é indicaciones llevaba escritas en un papel, oyó decir:

—¡Ah! esa casa porque preguntáis es la casa encantada del ingeniero X.

—Casa encantada, ¿es posible?

—Id y lo veréis —le contestaron.

Y Emiliano emprendió su camino fuera de la ciudad, montado en unos cómodos coches que le condujeron en breve tiempo ante un palacio magnífico rodeado por un hermoso jardín.

—Este es, caballero, —le dijo un empleado que iba en el carruaje— el palacio encantado del ingeniero X.

Bajó Emiliano, y penetrando en la quinta siguió el camino que bajo una arboleda conducía á la entrada del palacio.

¡Qué ameno lugar! ¡qué variedad y multitud de flores! Antes de llegar al palacio contempló varias fuentes lujosas de mármol labrado, muchos y caprichosos cenadores y un número prodigioso de estatuas.

En el portal del palacio suplicó á un criado dijese al señor X que su sobrino Emiliano deseaba verle.

Al poco rato fué conducido á un elegante gabinete. Dicha habitación estaba casi á oscuras; gran cortinaje impedía que penetrara luz por las maderas casi cerradas de los balcones.

Emiliano, al poco de ser introducido en la habitación, notó que, á pesar de la semi-oscuridad, hacíase perfectamente visible un magnífico cuadro que representaba los alrededores de la quinta, los sitios mismos por él recorridos poco tiempo antes.

El cuadro se hallaba iluminado, parecía como que la luz partía del lienzo mismo.

¡Qué perfección y verdad en el dibujo! ¡qué brillantez de color!

Bien hubiera podido afirmarse, sin temor de un engaño, que tan acabada pintura era obra de algún gran maestro.

Tal era de perfecto su dibujo y de maravilloso su colorido.

Pero aún había algo más asombroso; hacía algún tiempo que Emiliano contemplaba el precioso paisaje, cuando del fondo del bosque, que á un lado del cuadro se veía sale una figura, anda por la vereda, penetra en los cuadros de flores, va, viene y se mueve, determinando diversas actitudes y movimientos.

No salía de su estupor Emiliano creyendo tener delante de sí, más que un cuadro, alguna ventana abierta, desde la cual contemplaba todo aquello.

De pronto abrieron uno de los balcones y penetró un torrente de luz.

Era el tío de Emiliano que llegaba.

Este le saludó con respeto y le dijo el motivo de su visita.

Preocupado el niño con el efecto que le había producido el cuadro, miró á éste involuntariamente y no vio sino un lienzo blanco y un marco. El cuadro había desaparecido.

No sabía cómo explicarse aquello: trémulo, asustado, apenas se daba cuenta de lo que le acontecía; contemplaba con respeto, mezclado de temor, á su tío, hombre de pelo y barba blancos, frente despejada, continente grave y tranquilo, y creía ver en él al encantador, al mago de los cuentos.

Acogióle con bondad el tío y preguntóle la causa de su temor.

Emiliano, lleno de miedo, le refirió su asombro.

—¡Ah! —dijo el ingeniero— nada te extrañe; el pintor de ese cuadro que has admirado es el sol; ya te explicaré esto, así como otros tantos prodigios que admirarás.

En aquel palacio vio Emiliano verdaderos muchos de los sucesos extraordinarios.

En una caja de caoba, alta y cuadrada, y dispuesta de modo que podía aplicarse la vista, guardaba su tío todas las perspectivas más notables del mundo, que aparecían á la vista de Emiliano con sólo mover éste un pequeño cilindro.

Vió las ruinas de Roma, las de Grecia, los palacios afiligranados de los árabes, las soledades del Asia, las montañas de Suiza, los ríos, los volcanes, los mares del mundo.

Todo esto apareció ante sus ojos en breves momentos. El tío de Emiliano llamaba á aquella caja un estereóscopo.

Por la noche, á la luz de una pequeña linterna, hacíale ver fantasmas y visiones que no le causaban terror porque aseguraba su tío que todo aquello llegaría á comprenderlo.

En aquella casa, cuando se necesitaba algo, no había necesidad de gritar para llamar á ningún criado; bastaba apretar un botón que había en todas las habitaciones, y entonces el criado aparecía.

Contar, por último, las cosas asombrosas que Emiliano vió en el palacio sería cuento de nunca acabar, y estos deben acabarse, porque si no se hacen pesados.

Una tarde en que Emiliano paseaba por una extensa galería pensando que su tío era un mago, un encantador, pero de los buenos, no de los crueles, llamó su atención una puerta entreabierta que siempre la había visto cerrada.

Sabido es que en todos los palacios encantados hay algún lugar reservado y oculto para todos donde no es dado penetrar; su tío le había encargado que no entrara allí donde él no le hubiera permitido, ni tocara objeto alguno sin que él se lo consintiera. Pero pudo tanto la curiosidad en Emiliano, que primero entreabrió la puerta, después introdujo la cabeza, y por último penetró.

Y aquí recibió la más profunda y aterradora de las sorpresas.

Apenas había entrado Emiliano en el salón, la puerta se cerró.

En grandes armarios de cristal vió pájaros de lindos y variados colores, inmóviles, sin vida.

Sin duda, pensó Emiliano, son príncipes encantados.

Pero su terror aumentó al ver en grandes tablas cabezas humanas, manos y piernas cortadas.

¡Oh realidad espantosa! ¡estaba en el fondo del secreto taller de infamias y crímenes de un encantador, de un brujo maldito, de un mago infame!

¿Cuál sería la suerte del pobre Emiliano?

Aterrado, pensaba todo esto, cuando se abrió la puerta del salón y penetró el ingeniero.

Emiliano le miró despavorido.

—Comprendo tu terror, —dijo el mago;— te figuras que todo cuanto aquí ves es verdadero; me tomas por algún ogro cruel, y yo me alegro, porque para eso hice este palacio encantado, para en él hacer ver á los ignorantes todos los prodigios de la ciencia reunidos. Lo que te decía tu abuela es verdad; el comercio y la industria hacen ciudades como Jauja, el caballo alado es el ferrocarril, el pájaro revelador el telégrafo: por el estereóscopo aparecen á tu vista lejanos países; por el teléfono hablas á largas distancias; por el fonógrafo perpetúas tu voz, por la fotografía tu sombra. Aquel cuadro que admiraste el primer día, es una aplicación que yo hago de la cámara oscura.

Y este salón que tanto te aterra es un museo de anatomía é historia natural.

Existe, querido Emiliano, una varita mágica que realiza todo esto.

—¿Dónde se halla? —preguntó Emiliano.

—En la ciencia —contestó el ingeniero.


Publicado el 17 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
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