La Camita Nueva

José Zahonero


Cuento



Á la distinguida Srta. D.ª Consuelo Rojo Arias.

I

Seis duros y medio nos costó, bien lo recuerdo, y la pobre María se acuerda cual si hoy mismo la hubiéramos pagado; como que hubimos de abonar seis reales todas las semanas durante más de cinco meses… gota á gota.

—Pedro, por Dios, no te olvides de los seis reales de la cama, me decía mi mujer todos los sábados al llevarme la comida á la obra. María pensaba en la hora de cobrar los jornales y me echaba aquel lazo para que no pudiese entrar en la taberna; porque la camita era para nuestra chiquitína.

El día que fuimos á comprarla al almacén, era domingo, llovía á hilos finísimos; por nuestro barrio que es de los más apartados y estaba entonces cuasi desnudo de casas se tendió una neblina espesa que impedía ver á más allá de dos pasos. María iba del brazete conmigo ni más ni menos que una duquesa con su duque; la pobre estaba para salir del grave aprieto, y darme un hijo más que ya pesaba en su vientre y pesaría siempre sobre nuestros corazones; habíamos dejado á Luisilla en casa del Sr. Claudio el carpintero y su mujer, gente de ley y buenos vecinos, no era cosa de que su madre la llevase á cuestas, tenía ya cuatro años y pesaba más que un ternero, era rolliza y sanota como yo.

De la cuna pasaría á la camita nueva dejando aquella al huésped que Dios nos mandaba.

En el almacén hallamos con su pluma á la oreja á un dependiente, miren si lo tengo todo bien en la memoria, muy parlero y solícito, nos daba voces y nos hablaba como si María y yo hubiéramos sido dos patanes recien llegados á Madrid, sin miaja de conocimiento, ni gusto para comprender lo que valían las cosas, dimos de fiador al maestro… y cainita nuestra, es decir de Luisilla.

—Oye Luisilla, le dije á la chiquitína, ¿á que no sabes lo que madre te va hacer hoy?

La muy tunantuela abrió los ojos casi tan grandes como el duro que tuve que dejar de señal para que nos trajesen la camita á casa.

—Pues á quitarte la cuna para el otro nene. La dije.

—¡Calla hombre! no la hagas rabiar, añadió María consolando á besos y caricias á la chiquitína que lloraba á más y mejor. No, hermosa mía, no hagas caso á padre, di que esta mañana hemos salido á mercarte…

—La atajé entonces, á la verdad, deseando dar yo la noticia á la Luisilla.

—Pues hemos ido madre y yo á mercarte…

—Una cosa muy linda que ya verás, me interrumpió la envidiosa de la madre añadiendo que no debíamos faltar á lo convenido, esto es, no decir palabra á la niña sacrificando el placer que nos produjera decírselo por el grande que ella tendría al ver su camita nueva, así de golpe y porrazo.

Llegó por fin el mozo cargado con la camita. Y como esperábamos, Luisilla muy afanada se hallaba jugando en un rincón del patio, hacia de albañila por remedarme, construía una obrita de arena, astillas y pedazos de ladrillo; nos dejaba tiempo á su madre y á mí para que armásemos la cama y la pusiésemos el jergoncillo, el colchón y las ropas… así haría mejor efecto.

Cuando todo estuvo dispuesto llamamos á la chiquitina.

La camita nueva. ¡Figúrense ustedes que grata sorpresa para Luisilla! entró en el cuartito, miró la cama, se hecho á reir, batiendo las palmas, y después de haber tocado y retocado jos hierros, desde los remates hasta las rodajitas de las patas, quiso besar una virgen que había lindamente pintada á los piés, y un San José que con su niño Jesús se hallaba á la cabecera; sobre todo el niño Jesús, rubito como ella, chiquitín, gordinfloncillo; aquel era su niño, su niño, con él dormiría y según mi mujer debiera besarle todas las noches y todas las mañanas… Digo si lo haría hasta que á fuerza de besos le descolorease y borrase.

—¡Mi camita, mi camita! ¡Oh que gusto, miren mi camita! exclamó con tan potente y dulce vocecilla que siguió siempre resonándome acá en mis adentros y todos los sábados después de cobrar el jornalito… oía tal y como á veces se diría que repentinamente nos vienen á tocar un cornetín en los oídos y quedamos oyendo por algún tiempo un prolongado hii hiii oía, digo, aquel grito gozoso de mi Luisilla.

—¡Mi camita! ¡Mi camita!

Y nada, no había medio de que entrase en la taberna á beber ó á jugar un rato á la brisca.

Los domingos por la mañana ya se sabía, llegaba el cobrador, le pagábamos, mi mujer le ofrecía un trago de vino y se marchaba dejándonos un papelito de color de rosa… ya teníamos que contar papelitos como aquel hasta que la cama fuera nuestra…; pero era de nuestra hija, la poseía, la amaba, cantando y en alborozo infantil todas las mañanas despertaba en aquella jaulita de blancas colgaduras y aun creo que muchas veces debió charlar en voz baja con su niñito Jesús… hasta que el sol entrando por la ventana hacía más fuertes los colores de las florecillas, los rebordes dorados, los enlaces, los adornos de la camita, que la pequeñuela dejaba tibia aún con ese calorcillo que deben dejar los pajaritos en el fondo del nido cuando ya pueden abandonarle para revolotear por el aire á las primeras luces del día.

II

¡Pues miren lo que son las cosas, casi daba razón á mi mujer, la camita había entrado con buena sombra en mi casa!

Ni la chiquitina se vió mala un solo día, gracias á Dios, ni fuera por el ó por el diablo me hallé ni una sola semana sin trabajo: no por esto dejé de pasarlas y bien malas… pero á qué viene ahora contar desgracias que nadie supo ó quiso remediar.

Mi Pedro esta casi tan alto como yo, y no ha cumplido catorce años; es tan albañil como yo, y tiene unas fuerzas que me vence al pulso y por poco me tumba el domingo pasado cuando nos dio por bracear, es algo larguirucho y moreno y me dice todas las mañanas con su vozarrona de hombre…

—¡Uspa! Vamos, padre, que ya amanece.

Luisilla se ha casado no hace aún dos años con Melitón el oficial de fragua, un muchacho más recio y duro que la vigornia, callado, no muy experto á la verdad, pero guapote y bueno; todas las noches se queda adormilado sobre el silabario que le quiere hacer entrar en la cabeza mi hija, que es de lo más listo que hay en el mundo con ser tan grande y darse en él gentes despiertas y listas á montones.

El pobre Melitón no gana mucho que se diga, y andarían los chicos apuradillos, sino fuera por María que cree que tengo los ojos cerrados y nada veo y se figura, cosas de las mujeres, que si viera había de enojarme. Apuesto á que porque soy callado me toma por roñoso.

Cuando la armé de verdad, fué hace poco días. ¡Recorcho! Y Dios me perdone, ¡y con razón la armé!

Al darnos por la madrugada nuestras libretas con la tajadilla y nuestras bolsitas á Pedro y á mí me pareció ver á María de mal gesto… tanto fué así que al salir de casa y conforme íbamos á la obra le dije á mi chico.

—¿Que tiene tu madre? ¡Apostaría que ha llorado!

—Yo qué sé padre, replicó Pedro, puede que la Luisa y Melitón se vean como de costumbre sin un céntimo… y como la Luisa está para salir de un chico cuidado.

Yo me sonreí, y bien sabía por qué, como es natural, pero no dije palabra, tenía un secreto.

No nos llevan ahora la comida á la obra y tenemos que aprovechar hasta el tiempo de la siesta para venir á comer y largarnos. Cuando entramos en casa, María no se hallaba en ella; Pedro vació en la fuente la puchera, de amarillas patatas, rojos garbanzos, carne, tocino y piquillo de chorizo de la tierra de mi mujer vaheando un tufillo delicioso. Una vecina nos dijo que la señora María había dejado dicho que comiésemos, que ella comería con los hijos; á verlos pensaba ir yo aquella noche.

De pronto, al ver cerrado el cuartito le abrí y miré y me dió un vuelco el corazón; creo que lo mismo que si hubiese visto á mi Pedro tambalearse amagando caer del andamio… el cuartito aparecía vacío… faltaba la camita nueva, que así se la había seguido llamando desde el día que la compramos.

—Está disparatada esa mujer, dije á la verdad en tono bastante abrutado, pero cuando uno se incomoda, se le alborotan los pelos y la voz y salen locas de ira las palabras. Tu madre digo… ya se ha deshecho de la cama y sin decirme palabra. Nada, como lo oyes, se la ha llevado… se ha llevado la camita nueva…

No tiene sentido esa mujer, añadí sin reparar que hablaba delante de nuestro hijo, pase lo que pase, ¡Zipota! ¿quién la manda á ella quitar de ahí la cama? Con que no quise dársela á mi hija cuando se casó… y va tu madre á venderla ó á empeñarla.

—Padre, la habrá llevado para lo que nazca… dijo Pedro.

Para lo que nazca, como Pedro decía, ya se habían llevado la camita de madera; que es á propósito para mecer y dormir á un mamoncillo… y no la cama; además que yo recordaba haberla oido decir que había demasiados trastos en la casa y que el Sr. Antonio el prendero tal vez la comprará alguno, pero jamás la perdonaría que se hubiese desprendido de la camita nueva. ¡Era mi gozo verla, me recordaba á mi hijita cuando pequeña, y ya que Luisa nos había dejado, al menos que no me arrebatasen su camita de niña y de muchacha soltera! No, pues, María no me la juega esta vez, me dije para mi capote, y sin comer apenas salí de casa con Pedro dirigiéndonos á la de mi yerno.

Vaya un cuadro que se me ofreció á la vista: Luisa, era ya madre; y nosotros, María y yo, abuelos; mi Pedro contaba con un sobrino, y al punto y por algún tiempo se lo olvidé todo, mirando al nietecillo que hacía mil graciosos gestos retorciendo sus bracitos de recién nacido; Melitón estaba como aplanado en un banquejo, tenía ese aire sombrío que nos abruma á los hombres cuando nos vemos sin trabajo.

—Levanta la cabeza, hombre; no te amilanes, que para todo hay remedio, hasta para que yo recobre la camita nueva que ha empeñado ó malvendido la grandísima picara de su abuela.

¡Pobre María, rompió á llorar como una Magdalena; en efecto, había dejado en prenda la cama y otras cosas por ocho duros para nuestra hija! ¡no había querido decirme palabra por no desesperarme! ¡que tontas son las mujeres!

Pero al fin llegó la mía.

—¿Y todo por qué? hube de exclamar. Vaya una salida, cuando á mí no me faltan dos mil reales si se me antoja…

—No vengas con bromas, Pedro, no vengas con bromas que no estamos para fiestas; mira que estos pobres no tienen ni quien les dé para dar una almendra el día del bautizo.

—¿Que no? Yo, que soy el padrino ¡Canastos! venirse ahora á lloriquear cuando tengo yo más de tres mil reales guardados, ¿por qué no hablasteis?

—¿Más de tres mil reales?

—Y que lo digas… claro que no somos millonarios, pero de esta saldremos á Dios gracias, exclamé: con que anda, anda, ves y saca la camita nueva que vale más de lo que te piensas, dije á mi mujer que me miraba con asombro.

—Sí, mujer, sí, hablo de formalidad tengo ciento setenta y tres duros ahorros de los seis reales guardados todas las semanas desde que concluímos de pagar la cainita nueva hasta hoy día de la fecha… Perdí la costumbre de beber y de jugar á la brisca en la taberna.

Ni más ni menos y como lo he contado… y ya está compuesta y repintada la camita nueva en el lugar de siempre hasta que pueda brincar y dormir en ella mi nietezuelo. ¡Si la tal camita nueva enseña más que un libro! Cosas que pudieran escribirse, caso de que las gentes sabihondonas que leen no se enojasen con tales pequeñeces del corazón. No, pues, como yo supiera de letras, no les valdría el enfado y habría de escribir para que lo publicasen los papeles públicos el milagro de la camita nueva, más grande que esos patrañosos que por las calles canturrean los ciegos.


Publicado el 17 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
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