La Envoltura

José Zahonero


Cuento



I. Mariano ríe

Los mineros del «Pozo Margarita» cobraban el sábado su exiguo jornal á razón de dos pesetas diarias, una para vivir ellos durante la semana y otra para sus familias que habitaban en las aldeas de los alrededores de la mina y en los arrabales pobres de la ciudad.

Eran hombres de manos ásperas y fisonomías rudas; vestían mal y se alimentaban con miserables ranchos de patatas y bacalao y algunos con puchero tan repleto de garbanzos cuanto escaso de carne; no obstante, aquellos hombres trabajaban gastando sus fuerzas en buscar la riqueza oculta bajo la tierra, se hundían en los pozos como en una fosa, para ellos no alumbraba el sol, pasaban el día en la oscuridad ó á la débil luz de una lámpara; el aire puro del campo, impregnado de aromas, no vivificaba sus pulmones constantemente obligados á una asfixiante atmósfera y exponían su vida bajando por las gargantas del pozo y caminando por galerías profundas con peligro de ser aplastados por un desprendimiento ó un hundimiento. Su deber era penetrar todos los días en una sepultura, que tal vez se cerrara para ellos; ésto que para nosotros es suelo que pisamos fijando los ojos en el espacio azul, era para ellos un cielo.

Llegar á lo alto, donde crecen las menudas briznas de hierba, costábales verificar un escalamiento fatigador y peligroso. Miraban á la región de las flores, en la que todos vivimos indiferentes, con la consoladora ilusión con que miramos nosotros á la región de las estrellas.

El sábado había llegado, pero dióse aquel sábado una novedad que llamó la atención de todos los trabajadores.

—¿No sabes, Mariano, que ha venido á la mina el señor Midel con su hija? —dijo un minero á otro.

—El Sr. Midel, Pedro, es el amo principal.

—Es un señor gordo y colorado y viene con dos niños, una niña de ocho años y un niño de tres. La niña trae en brazos á su hermanito. Les he visto. Al pasar junto al señor, me dijo el capataz: «este es el amo», y yo sentí que se me trababan los piés; por poco me caigo de narices contra el suelo. Me quité el sombrero. Y el amo dijo «adiós» como si toda la vida me hubiera conocido.

—¡Bah! bueno, ¿en tu vida habrás visto personas de categoría? Hoy nos darán propina.

Pronto llegaron los mineros á la casilla. Sobre una mesa de pino había apiladas y en hijera muchas monedas de á diez y de á cinco céntimos de peseta. Cada columnita estaba formada por veinte de las unas y cuarenta de las otras; el capataz estaba sentado junto á la mesa y tenía una lista en la mano. Detrás de la mesa se hallaba el señor Midel hablando con el ingeniero, y cerca de ellos una niña delgada y pálida, con esa delgadez y quebrantado color de los niños que están en la edad crítica del desarrollo y el crecimiento. Cubría su cabeza con un sombrero de paja, cuya copa estaba ceñida por una cinta de color de fuego que luego le caía por la espalda; bajo el sombrero ostentaba una hermosa melena de negros cabellos; su vestido era lujoso; un vestido azul-claro con encajes vistosísimos. Fijaba sus ojos con cierto espanto en aquellos hombres terribles, feos y sucios que en compacto grupo aguardaban descubiertos y silenciosos las órdenes del capataz.

En los brazos de la niña había un niño al parecer dormido y cubierto con un traje aun más lujoso casi que el de la niña. No se le veía la cara, pero sí sus rizos rubios como el oro y sus piernecillas, las medias y las botitas.

La niña movió al niño en un momento, no sin dificultad, pues parecía increible que se sostuviese en sus brazos según era de grande. Entonces se vió la cara del niño. Una cara redonda y sin expresión.

Una carcajada resonó insolentemente. La había lanzado Mariano al ver la cara del niño; risa producida por la sorpresa que le había causado ver que aquello no era un niño como Pedro había pensado, sino un tremendo muñeco.

—¿De qué te ríes tan neciamente Mariano? —Preguntó el capataz fijando sus ojos en el obrero.

Este quedóse un tanto confuso; pero explicó la causa.

—Me río —dijo— porque este tonto de Pedro había creído que el muñeco de la señorita era un niño: su hermano, decía.

Todos los trabajadores se echaron á reir y la niña fué á ocultarse enojada tras su padre el Sr. Midel.

—Vaya, vaya. Basta de juego —dijo el capataz.

—¡Antonio!… —gritó después, y fué leyendo uno por uno los nombres de los obreros y pagando á todos.

El Sr. Midel y su hija, acompañados del señor ingeniero y del capataz, entraron en el carruaje del señor y marcharon hacia una quinta de este, situada un poco más allá de la mina.

Los obreros ya pagados, salieron de la caseta dirigiéndose cada una hacia su aldea á pasar el domingo con sus familias.

—No has hecho pocas burlas porque me he equivocado —dijo Pedro á Mariano— pues mira, mejor va ese mono de palo que mis hijos y que irá el que vais á tener ahora. Cuéntaselo á tu mujer, verás cómo se te quitan las ganas de reir. ¿Sabes lo que vale ese muñeco? lo he oido, doscientas pesetas. Cien días de jornal. Ríete Mariano. —En efecto tornóse grave y alejóse triste; llevaba en el corazón un dolor que le impedía respirar bien. Le parecía que aún se hallaba en el fondo de la mina.

II. El nieto de cartón

Como si los hubiesen barnizado brillaban el verdor de los árboles, el enmarañado boscaje y la menuda hierbecilla de la tierra. Como á través de un velo, veíase todo á través de la lluvia continuada y abundante que caía en finísimos, muy juntos y largos hilos de agua. Densas nubes oscurecían gran parte del espacio, y en lo demás del cielo otras grises amenguaban la claridad del día.

Era un lunes, á los dos días de acaecer lo que antes hemos referido. La mujer de Mariano volvía ya de la ciudad y aún no eran las diez de la mañana. Arrastraba al caminar sus zuecos de madera del color de la tierra mojada y embarrados en los charcos; llevaba empapados de agua sus vestidos y cubría su cabeza con la mitad del refajo echado sobre ella á manera de manto. Iba chorreando y marchaba por la carretera penosamente. La pobre mujer sentía la humedad en las carnes, por entre los piés y los zuecos había penetrado el agua; hallábase febril por el cansancio, yerta y aterida.

Sentía el pecho fatigado y debilitadas las piernas, llevaba en el brazo un lio de tela y se apoyaba en un tosco bastón de pastor. Era joven, mas no lo parecía. El tinte pálido del rostro y la languidez de su vidriosa y triste mirada la envejecían, parecía hallarse enferma: aquella mujer estaba en cinta.

La carretera serpea por cerros vestidos de verdor; y en cuencas y recodos, alturas y hondonadas, se divisan á uno y otro lado bosquecillos, y por entre los árboles ó encajadas entre dos cerros, ó bien en lo empinado de las lomas y laderas, asomaban casitas de humilde apariencia. El paisaje que allí se ofrece es uno de esos lindos paisajes del Norte de España que sirven de modelo para fabricar los países en miniatura, con rocas y castilletes de corcho, y se ofrecen en Navidad para poblarlos de figurillas de Nacimiento y circundarlos de velitas de altar. Pero entonces nada más triste que aquellos lugares oscurecidos por un cielo nebuloso.

El viento frío agarrotaba los dedos y entumecía los piés de la pobre mujer; deteníase esta de tiempo en tiempo para cobrar alientos, y sentía un fortísimo dolor en las caderas. La caminata había sido larga, tres leguas, una y media de ida y otro tanto de vuelta, sin encontrar ni carro ni caballería; porque si hubiese hallado algún arriero ó algún carretero, tal vez por caridad la hubieran permitido subir al carro ó montar en alguna acémila.

Tiritaban sus carnes con estremecimientos bruscos del frío comunicado por un soplo de hielo. Por fin, después de seis horas de camino, pues no empleó un cuarto de hora de estancia en la ciudad, descubrió su casa, formada por tejas, adobes y leñoso techado, ofreciéndole con su baja puerta y estrechas ventanas esa impresión alegre que produce al descubrir la fachada de la casa en que uno habita, impresión semejante á la que nos causa hallarnos con un rostro amigo. ¡Cuántas veces en su marcha había pedido al cielo que se aumentasen sus fuerzas ó que se acortase el camino! Pero, ¡ya está en casa! Una inmensa alegría animó su rostro.

Hallóse pronto dentro de su humilde casita; se descalzó los zuecos y se puso unos zapatos; se quitó el refajo y una saya; los puso á escurrir pendientes de una soga, y llegando al hogar, avivó á soplos unas amortecidas brasas que, medio ocultas en la ceniza, prendieron el fuego en unos troncos y chisporroteando brotó una llama al encenderse las ramas leñosas y secas; entonces la pobre mujer, descubriendo el lio que había traído de la ciudad, sacó de él algunas varas de lienzo de franela y de percal y puso todo frente á la lumbre para que pudiera secarse. Esto lo hizo con una alegría tal, que nadie hubiera creído que pocos momentos antes la desgraciada se había hallado en el más angustioso tormento.

Aquel lienzo, aquel percal, todo aquello había sido causa de su terrible viaje. Frente á la cocina miraba con deleite su compra, y fijos después los ojos en el fuego, pasó uno á uno los dedos de la mano derecha, tomándolos con el índice y el pulgar de la izquierda y murmurando, como si rezara:

Cuatro varas á 2 rs., son 8. Una vara de franela 12, y 3 rs. de percal 15; 2 rs. de tela para camisitas son 17, y 3 rs. para gorros y fajas… 20. ¡Hijito de mi alma!

Al marcharse Mariano el día anterior á la mina, había dejado junto al montón de cuartos que daba á su mujer para el gasto diario un duro en plata. ¡Ah! se dijo María, su mujer, ¡esto es para la envoltura! ¡Mariano había podido ahorrar aquello durante quince días!

María, llena de vigor, resolvió comprar cuanto necesitaba. Llegaría á la ciudad, y volvería á cortar y coser. Salió al clarear el alba, con un tiempo desigual que anunciaba un día frío y lluvioso… pero nada la arredró; emprendió su camino… y ya todo estaba… la pobre, la miserable envoltura que tantas privaciones había costado al padre y un terrible esfuerzo á la madre, no faltaría.

Aquellos 20 rs. habían sido arrancados del fondo de una mina, que enriquecía pródigamente á los amos.

En tanto María echaba sus cuentas, pasaba por la carretera el Sr. Midel en su carruaje, con su niña y su nieto de cartón, cuyos vestidos valían cien veces toda la envoltura del hijo de María y de Mariano.


Publicado el 17 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
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