Las Estatuas Vivas

José Zahonero


Cuento


I
II
III
IV
V

I

Cuadra tan bien que á ciertos días se les llame tristes, que triste llamaremos aquel en que comienza el primer suceso de nuestro relato. Amontonáronse por el Oriente nubes parduzcas que velaron, al extenderse, entoldando el espacio, la luz del sol, y tan débil hubo de ser el calor, que rara vez descendió por las grietas de nubes en pálidos rayos, que no pudo servir sino para hacer más viva la ingrata sensación producida por el cierzo frío.

Parecían grises las blancas tapias de las casitas diseminadas acá y acullá, entre Madrid y el pueblecillo de la Guindalera; oscuros todos los campos, lo mismo aquellos en que verdeaban ya las puntitas del trigo, primicias de la siembra, como los otros en que aún amarilleaban las últimas huellas ó rastrojos de la pasada recolección; así las tierras aradas recientemente, como las alzadas para dejarlas de barbecho; el terreno rojizo arcilloso, que aquellos en los que pudiera encontrar el ganado el pasto otoñal; manchas negras eran las alamedas y bosquecillos, y borrosos los montes lejanos, como la gran masa de edificios en que se mostraba á los ojos el extenso Madrid. Todo se daba en un monótono claro-oscuro, y á todo faltaba la magia del color.

De una de las casas más apartadas del citado pueblecillo salía, dirigiéndose á este, un chicuelo sucio, pobremente vestido, peor calzado, royendo con los dientes un mendrugo, que, por lo duro, era difícil roer. Pendiente de un cordón cruzado á pecho y espalda, llevaba una bolsa en forma de cartera. La tal bolsa-taleguillo había sido hecha de dos pedazos de alfombra vieja; en ella guardaba algunos librejos medio deshechos, que tenía rajados y destrozados los cartones de la pasta, arrolladas y sucias las puntas de las hojas, y la mayor parte desprendidas del cosido y rotas. El chicuelo iba á la escuela.

A lo lejos, veíanse dos hombres con el cuerpo doblado á la tierra, trabajando en ella; multitud de manchas cenicientas se divisaban más allá, en medio de un campo; era un rebaño. Del pueblo venían uno tras otro por el sendero, en dirección contraria á la que el niño llevaba, una mujer cargada con un gran canasto de verduras, sin duda, y un obrero, con su chaquetón sobre la blusa y en la mano derecha una bolsita, en la que llevaría sin duda su pobre almuerzo.

El niño tenía el rostro amoratado por el frío, y en sus ojos había una marcada expresión de atontamiento. No se hubiera esperado de él, al verle, gran despejo de inteligencia, seguía automáticamente su camino.

El hombre y la mujer pasaron. Tras el hombre iba un perrillo; esto fué lo único á que prestó atención el niño.

El perro se le había acercado como para reconocerle olfateando; había tenido el atrevimiento de aplicar el hociquillo á los calzones del chico, y produciendo un ruido semejante á leve estornudo, lanzóse á todo correr tras el obrero.

El niño había puesto en resguardo su pedazo de pan, temiendo una acometida de aquel animalejo, que podía ser un perrillo hambriento y ratero.

Tal vez, si aquel día hubiese sido un día de cielo despejado á sol descubierto, el niño no habría ido á la escuela; las novilladas eran aún tentadoras; vivían algunos insectos que perseguir, y todavía se podían cazar, además, algunos pajarillos como en la primavera; pero en día como aquél, ofrecíase la escuela cual un lugar de abrigo, aun á riesgo de pasar largas horas en la monotonía y el martirio de un encierro.

¡Oh, si la escuela tuviera atractivo para esas pequeñas almas ávidas de luz y de alegría!

De pronto el niño se detuvo; en medio del sendero había un papel casi totalmente blanco y muy bien encuadrado; acercóse, lo tomó, y vió que era un sobre cerrado; era una carta; leyó con gran dificultad el sobre:

«Al Sr. D. Plácido Marcial.» —¡Es para el Oso! —exclamó; entonces cayó en la cuenta de que la mujer que había pasado junto á él debía de ser la criada de D. Plácido; un señor que habitaba uno de los hotelitos más próximos al pueblo. La criada volvía de hacer su compra en este y de recoger el correo de su señor, que el peatón cartero solía dejar en el estanco: la pobre vieja había perdido una carta, por lo menos.

El chico entonces pensó dar alcance á la anciana; pero ya había desaparecido, había entrado en la casa…

El niño pareció meditar un momento, al cabo del cual se dijo:

—Me dará el Oso algunos cuartos —y echó á correr con la carta en dirección al hotel de D. Plácido, á quien todo el mundo llamaba el Oso, sin duda por el retraimiento en que vivía.

II

—¿Quién diablos ha dejado entrar á este muñeco aquí? ¿Qué te duele, pillete? Has visto la puerta entornada, empujaste, y aquí me cuelo. ¡Si vieras lo que me gustan á mí los nenes! ¡Largo!

Esto decía con aire imperioso al niño, un hombre de barba corrida, blusa oscura, fisonomía enérgica, cabello un tanto encanecido y voz llena de bajo profundo.

El niño estaba temblando de espanto. Razón tenía para llamar el Oso á aquel señor, que le miraba con ojos tan fieros y parecía que iba á solfearle con una disparada de mojicones.

—¿Quién eres tú, bigardo?

—Soy —y el niño dijo una palabra tan fundida en un aliento, mejor dicho, tan mezclada á un temeroso quejido, que no pudo el hombre oirlo… ni oyera el cuello de la camisa del pequeño.

El hombre se dulcificó cuanto era posible, dado su genio brusco y su natural aspereza. Aquellos ojuelos, que le miraban demandando piedad, aquella carita estirada por el miedo, aquel pobre atavío… le impresionaron, y en tono menos fuerte, y así como con un acento que daba á su pregunta una inflexión de tolerancia, volvió á preguntarle:

—Vamos, di: ¿quién eres, rapazuelo?

—Mariano.

—¿Mariano qué?

—Mariano… y traigo una carta de V.

—¿Cómo? ¿Que traes una carta mía, ó una carta para mí? ¿Qué diablos dices? ¿A ver?

—Eso…

—¿Eso qué?… ¡Eres un leño de torpe!…

—El niño, temblando aún más, sacó de su pecho la carta y alargósela á D. Plácido. Tan violento fué el ademán que este hiciera para tomarla, que Marianillo retrocedió por un vivo movimiento de espanto, ¡creyó que sobre él iba á descargar un golpe el feroz caballero!… Este, al notarlo, se echó á reir sin poderlo remediar. Después, su rostro, medio oscurecido por el cabello, que caía en desorden sobre la frente y por la pobladísima barba, marcáronse rápidas las más contrarias expresiones: primero, extrañeza; no llegó á dibujarse bien esta, cuando tal vez al inferir rápidamente que el niño había encontrado perdida la carta, se manifestó la cólera; luégo trocóse la cólera en viva curiosidad al comenzar á leer los primeros renglones, marcándose, por último, de un modo exagerado, el ceño más oscuro y adusto.

Marianillo miraba con espanto aquel rostro de tantos cambiantes, punto donde parecían haberse dado cita todos los gestos posibles.

Mas pronto le distrajo el sitio donde se hallaba; ¡qué lugar tan extraordinario aquel! Por lo alto parecía una iglesia, por lo destartalado un almacén; y lo que más excitaba el asombro del niño, era una multitud de grandes estatuas de mármol de gran talla y en terribles actitudes, desnudas como gimnastas, con los brazos levantados en ademanes amenazadores unas, otras tendidas como hombres moribundos y mortalmente heridos. Luego notó que en el suelo reinaba atroz desbarajuste: objetos de hierro, mazos, redules de madera, pedazos de piedra, un gran montón de barro, cosas todas nunca vistas en un salón tan hermoso… El niño comprendió que aquello debiera ser un taller de marmolista. Tal sería el oficio del caballero; lo que más provocó la atención del niño fué una gran piedra, en la cual había escultado un pie formidable; parecía que en ella había un gigante hundido, que no había logrado sacar del duro peñasco sino el enorme pie.

Para el niño un escultor era un marmolista, y no cabía duda, D. Plácido era un marmolista. El escultor, en tanto, volvió á dar miedo al muchacho; paseando desatentado y furioso, estrujaba la carta, hablaba en alta voz, tiraba al suelo cuanto cogía un momento en sus manos; vociferaba contra la anciana, descuidada y torpe, que perdía las cartas á lo mejor, y luego hablaba de multitud de cosas á la vez.

—¡Envidiosos! —exclamó…— ¡Dichosa exposición!… ¡Necios! —Sin duda se refería á lo que en la carta había leído; mas luego encaróse con el muchacho, el cual, temeroso, deseaba escapar de allí; miró fijamente al niño, como pensando en hacer con él alguna maldad, que no otra cosa creía el pobre Marianillo:

—Mira —le dijo— ¿ves esta mano? Pues tela sentaré si no… ¡Vaya, bestia!… ¿ahora te me echas á llorar? Borrico, ¿tú crees que voy á pegarte?… ¡Bueno va!… Te digo que si no le das esto á tu madre, si lo pierdes, te solfearé: ¿lo entiendes? —y alargó al chico una moneda de dos pesetas.

—Sí señor —murmuró entre lágrimas el niño.

—¿Tienes madre?… ¿Qué es tu madre?

—Lavandera, señorito.

—Bien, hombre… ¡No me llores más! ¿No le dará vergüenza de llorar al muy?… ¿Tienes hermanos?

—Sí, señorito, una hermana más pequeña. Madre no quiere que vaya á la escuela cuando hace frío…

—¿Y padre?

—Murió, cayó allá del andamio de una obra… hace no sé cuánto; el año este no, ni el otro; el otro.

La vocecilla dulce del niño ejercía, sin duda, gran influjo en la salvaje naturaleza de D. Plácido: sin abandonar este su tono acostumbrado, fué haciendo al niño preguntas acerca de la madre, de cómo y cuándo había el pequeño encontrado la carta… hasta le preguntó algo referente á la escuela y á lo que en ella aprendía; el niño se vió obligado á contestar pronto y bien, por temor de irritar al caballero si no lo hacía con acierto. D. Plácido, al fijarse en la ropa pobrísima del niño, pareció encolerizarse de nuevo contra él, como si fuera culpable de su pobreza; luego le encargó que fuese á llamar á su madre; lavaría la ropa de la casa y ayudaría á su criada, «que cada día era más sorda y más bestia,» según el escultor repetía mil veces; y por último, llamó á la anciana, la mandó traer pantalones, chalecos, casacas, ropas viejas, pero en buen estado y de magnífico paño; hizo un lío y se le dió al muchacho para que su madre hiciese algo de todo aquello, y luego dióle un duro, y luego un empellón, y un «anda vete, cernícalo!»

Más contento que unas pascuas largóse con su dinerillo y su carga el muchacho, en tanto el furibundo y ceñudo artista decía con acento terrible á su criada:

—Por ser V. tan animal, ya se me cuela gente en casa…

—No haya miedo que vuelva, señor… No volverá á entrar.

—¡Otra barbaridad!… ¡Siempre toman ustedes las cosas por el forro!… ¡Bestias, más que bestias! ¡Estoy desesperado!

III

No era la placidez la cualidad de D. Plácido; más bien como castigo por dón, era tempestuoso; ya entrado en años, de vida laboriosa y temperamento ardiente para el trabajo, no se había ocupado de otra cosa sino de trabajar constantemente; muy joven aún perdió á su padre, cuando ya comenzaba á lograr como escultor fama y dinero; perdió á su madre, que fué seguramente el sér adorado por él; se casó, no tuvo hijos y vio morir á su esposa, á quien amó extraordinariamente. Duro para ejecutar, osado en concebir, franco hasta ser áspero, impresionable y apasionado á punto de que era impetuoso é impaciente; bebedor y fumador. Parecía malo, y por tal pasaba. Había ganado mucho dinero, y vivía retraído, oscuro y huraño; la mayor parte de los hombres eran para él autómatas, por lo adocenados é insensibles; ¡si hubiera podido hacer de sus formidables y miguelangelescas estatuas una nueva raza!… Como artista, había ido perdiendo la grandiosidad y haciendo que esta se trocase en extravagancia; daba excesiva robustez á las formas, y sobre todo, exagerado alarde á la aparente movilidad que determinaban las actitudes de sus estatuas.

Por esto le había enojado la carta que le entregara Marianillo; en ella un amigo tenía la franqueza de señalar los defectos de la obra presentada por D. Plácido en la Exposición de París…

No le comprendían; él quería marcar en sus estatuas aquel punto que en el sér vivo se da; el movimiento cuando se inicia y antes que á la vista se cumpla; quería fijar la primera imperceptible vibración de la fuerza vital á impulso de la voluntad… Deseaba hacer las estatuas, no solo plásticamente reales… sino vivas.

¿Quiénes ignoran que los más extremados delirios del pensamiento suelen tener raíces en lo más hondo del corazón? Aquel pobre escultor hubiera dado glorias y triunfos, sus obras todas por un hijo; trocóse en delirio su pena, y tomaba á sus creaciones, á las piedras que labraba, un afecto paternal; dábales forma, luego expresión… y luego ¡si les hubiera podido dar vida! No paraba en su camino tras lo perfecto, al buen diseño, á la cumplida forma, á la actitud académica, la movilidad, y luego la sensibilidad, y luego una suprema perfección, aun á ser posible… ¡el pensamiento!

¡Á bien que la forma resulta artificiosa sin la actitud, esta fría sin la expresión!… Hallábase loco, pero de las manías más dignas de compasión; era que se mostraba deforme por el exagerado y constante esfuerzo de una facultad, la fantasía, elemento poderoso de las artes; era que como la vejez agranda las promesas y empequeñece los medios para el logro, le engañaba la última mirada en el camino de la vida… engaño que origina el despecho ó el arrepentimiento! El hombre no emplea sino parcialmente su actividad; el todo verdad, bien y belleza, son la armonía, la perfección, la meta imposible para el arte, la producción constante de la naturaleza.

IV

La madre de Marianillo era una mujer de treinta años, aviejada por el trabajo; siempre mostraba en su cara humilde y atractiva sonrisa; de esta había hecho una constante expresión, por la cual parecía pedir y esperar de todos el bien para sus hijos; en aquella fisonomía vulgar había aquel luciente rasgo de belleza, como si la máscara deforme que le habían dado los años y los dolores hubiese sido hermoseada por la maternidad con la gracia más conmovedora. Hacía un mes que se hallaba aquella mujer en casa del escultor; había conquistado el afecto de la vieja y celosa criada; lavaba, fregaba los suelos y prestaba multitud de servicios rudos y útiles.

Se había acostumbrado á los constantes reproches, al malísimo humor del señor, como esas aves de los trópicos que viven en regiones tempestuosas y entre los terribles estruendos de las tempestades prosigen tranquilas su canto dulce, entonado en lo más escondido de los bosques.

Guardóse muy bien la madre de llevar allí sus hijos; pero el fiero D. Plácido una mañana comenzó á regañar. La buena mujer hacía las cosas demasiado deprisa, sin duda inquietada por la impaciencia de ver á sus hijos; para evitar esto, llegó el señor á permitir que fueran allí; poco después los dos pequeñuelos se hallaban en el jardín, pero tímidos y recelosos; no se movían del punto donde su madre lavaba en una ancha tina. Un día, con unas pajuelas, tomaban del jabonado gris del agua sorbos que luego despedían en esferas diáfanas irisadas, leves globos lindísimos que elevándose se rompían en lo alto. La niña, con sus ojillos azules, seguía encantada las bolas de jabón; echaba atrás su cabeza, cayendo sus rizos blondos á la espalda, mostraba su graciosa frentecilla, entreabierta su boca de carmín… era un rostro alegre y encantador… el escultor la miraba desde sus ventanas; sintió un movimiento de ternura y una complacencia inexplicable; tiró vivamente su pipa al suelo, y exclamó:

—¡Que suban los pequeños! ¡No parece sino que yo me como los chicos crudos! ¡Qué gentes más bestias!

Estaba vencido. Desde entonces fué para ellos un gran amigo; guardaba para el pequeño su aspereza habitual, pero la niña llegó á ser su idolatría; bien pronto el niño dominó también. Pensó en vestirlos, dió habitación á la madre y á los niños; luego, de servidores pasaron á ser casi los dueños… D. Plácido sentíase alegre, á veces cantaba en su taller, corría con los chicuelos en el jardín. Pensó seriamente en darlos educación. La niña sería una señorita: ¿por qué no? él había querido dar vida á los mármoles: ¿por qué no dársela á aquellas criaturas incultas, tan torpes como topos si la educación no les dotaba de la energía vital del pensamiento y de la fuerza divina del corazón?

Dos años después, el pobre escultor fué víctima del mayor infortunio; había comenzado por sentir dolores en todas sus articulaciones, y un día quedó sin poderse mover; una parálisis le dejó inmóvil, casi inanimado como sus estatuas; no podía darse peor tormento al que siempre había querido trasmitir la movilidad á lo inerte… En un gran sillón de ruedas conducíanle de una á otra habitación, le bajaban al jardín á las horas de sol; Marianillo, ya fuerte como un hombre, impulsaba el carricoche; Gloria le daba de comer, como un pájaro á sus hijuelos, según decía tartamudeando el pobre enfermo. Miraba extasiado á los dos jóvenes: ¡qué vida, qué gratitud, qué risas tan dulces le prodigaban, qué miradas tan tiernas!… No záfios, como cuando entraron, ni recelosos, sino entrañables, confiados, dotados de la vida más rica y vigorosa… ¡Eran las estatuas vivas que él había animado… su última obra!

¡Ay, tarde de hermoso cielo, teñido de fulgores rojo vivo, rosa brillante, oro lucentísimo, en los que fijos quedaron los ojos del escultor; brisas que con sus perfumes arrebataron el último suspiro del artista… no será olvidada!

V

Los jóvenes Srta. Doña Gloria y D. Mariano Martín, habían conquistado por oposición las plazas de maestros de párvulos de una escuela sistema Frœbel… De una parte, multitud de niños, llenando de rumores el jardín, bullían alegres; de otra, los ancianos senadores de grave aspecto abrían aquel paraíso de luz á las inteligencias de los niños en nombre de nuestra madre España.

—¡Oh, si nos viera D. Plácido! —se decían los hermanos— ¡si nos viera madre!…

—Al lado del busto de Frœbel pondremos el de nuestro protector. ¡Estas sí que son estatuas vivas para nosotros: escultamos las inteligencias que han de hacer hombres ilustres, cuyas almas darán vida eterna á los mármoles!


Publicado el 17 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
Leído 2 veces.