Los Reyes Magos

José Zahonero


Cuento


I
II
III

I

Eran los días de Eduardo; rebosaba la cazoleta de ébano del torneado tarjetero de cartitas y billetes de cortesía; durante el día había estado en continuo estremecimiento la campanilla de la puerta; los amigos íntimos habían ido á visitarle; todo eran sonrisas, palabras afables, apretones de manos, plácemes y satisfacciones.

Había recibido un hermoso plato de confitura, un soberbio castillo almenado, con foso relleno de huevos hilados y riscos de mazapán y peritas en dulce. Margarita y Toñito sintieron vivos deseos de arremeter con sus dientecillos de ratón, de alacena aquel monumento feudal, ostentoso y formidable.

Hay épocas de una felicidad sin término. Para aquellos dos golosillos, de bocas como capullos de rosa, el día era de grandes dichas; oían el continuo platear del comedor y el batir de la cocinera, muy afanosa, y á la noche siguiente habrían de venir los Reyes…

Los buenos Reyes, que repletos de juguetes y cajitas de dulces, volando por las densas nubes, no bien atisbaban un balcón ó el agujero de una chimenea de las casas en que había niños, cuando muy bonitamente dejaban caer en aquel ó por esta sus preciosos regalillos.

¡Reyes magnánimos, que así se portaban con los niños, solo porque rabiara Herodes en los infiernos!

En esto llegó á la casa D. Pascual, dejando chasqueados á los niños que, al oir llamar, pensaban que el que llamaba era tío Luís, un hermano de Eduardo, que debía mantener muy estrechas relaciones con SS. MM. los Reyes Magos, pues él anunciaba á los niños cuándo los generosos monarcas habían de pasar, y hasta les daba seguridades acerca de su esplendidez y buen gusto.

—¡Es D. Pascual! —exclamó Margarita con acento dulce, en el que apenas se dejaba percibir su notita de descontento.

—¡Bah, es D. Pascual! —dijo con rudo despecho el franco Toñito.

Era D. Pascual, que venía estremeciéndose de frío y dando resoplidos para moderar la agitación que le había producido la subida por la escalera, un buen viejo de bigotes grises, con rostro saludable, y sonrisa de hombre dispuesto á complacer á todo el mundo. Zarandeó su paraguas en la antesala, se quitó su capa de color verde botella y su alto sombrero de copa, lustroso y cepillado.

Era un dependiente de las oficinas de Eduardo; los niños estaban acostumbrados á verle todos los días; pero en aquel presentábase muy elegante, con un largo levitón negro y pantalón del mismo color; traía un envoltorio debajo del brazo: eran unos libros raros, que ofrecería á su principal como obsequioso recuerdo.

Una hermosa señora, con cara llena de bondad y unos ojos tan afectuosos, tan dulces, que quien los viera daríase por premiado de toda atención de amistad y de todo oficioso celo, acogió á D. Pascual cuando este llamaba á los niños para besarlos, y los niños, sin duda para provocarle el jugueteo, se negaban con alborozo incitador.

—¡Don Pascual… le estábamos esperando á V.! ¿Cómo no habrá venido D. Pascual? —decíamos hace un momento Eduardo y yo; son las cinco y aún no ha venido.

—¿Había de faltar siendo los días de D. Eduardo?… ¿Comprende la señora que podría yo faltar?

—Pase V. —dijo Luisa, alzando un pesado portier y dejando ver la entrada del magnífico despacho de Eduardo.

Manifestó el anciano que deseaba besar á los niños, y estos hubieron de acercarse á D. Pascual, no bien notaron en la madre un leve gesto de mandato.

Cuando con él hubieron cumplido, la niña y el niño se acercaron á la mamá, y con la voz mimosa llena de acento pedigüeño, que es la graciosa gazmoñería de los niños, la dijeron:

—Mamá, ¿no viene tío Luis? —¿Vendrá tío Luís?

—Sí, hijos míos, sí; vendrá tío Luís á comer; comerá con nosotros…

Los niños la interrumpieron regocijados, y saltando repetían: ¡Vendrá á comer!, ¡vendrá á comer!

—Y D. Pascual también se queda.

Hasta celebraron la noticia; no cabía mayor felicidad; podían celebrarlo todo, saltar por todo; iban á ser extraordinariamente dichosos.

Toñito tenía una cabecita rizosa, una carilla de querubín con leves perfilamientos picarescos, como si á uno de los ángeles de Murillo se le hubiera dado por gracia la malicia de un pilluelo; y Margarita, que tendría unos seis años, un año más que su hermano, era casi tan hermosa como su madre; tenía sus mismos ojos rasgados y negros; sus cabellos rubios; sus bucles, tan graciosos como si hubieran sido sacados de planchas de oro por un trabajo de cepillado semejante al que se emplea para dejar tersa la madera; su esbeltez, su aire gracioso, su distinción, su elegancia… era á su madre lo que esas esculturitas de rinconera son á las grandes estatuas que copian; igual, pero pequeñita…

Toñito era resuelto, glotoncillo, alborotador é inquieto; Margarita, más reposada, más dulce, pero tan franca y alegre como su hermano.

Estuvieron una hora en el mirador, después de la llegada de D. Pascual, mirando unas veces al extremo de la calle por si descubrían á tío Luís, y al cielo nuboso, pálido y triste, tal vez esperando ver llegar á los amables Reyes, impalpables como la luz, leves como las nubes, alegres como la misma aurora de los hermosos primeros días de la vida.

II

El comedor era una estancia elegante: cortinajes de cretona color tórtola y sillería antigua. Un ancho aparador, construido por dibujo del insigne Vidal, ofrecía á la vista sobre el mármol las ricas frutas, las botellas de vinos generosos, el servicio de menudas y anchas tazas y la dorada cafetera. Sobre todo aquel material de guerra de banquete, se alzaba el tremendo castillo que pronto confirmaría, á pesar de su pomposa apariencia, el dicho del poeta, de que: «las torres que desprecio al aire fueron», al fin y á la postre se rindieron á su gran pesadumbre.

La mesa estaba admirablemente puesta; blanca como una paloma, con las brillantes copas, los lustrosos platos, los relucientes cubiertos, en medio los obligados entremeses, las aceitunillas verdosas de sabor suavemente amargo y salado, las rajitas de salchichón, los pepinillos ácidos, ostras y anchoas.

Humeaba la sopa bajo la gran luz de una lámpara de campanuda pantalla y chisporroteaba y flameaba la lumbre en la chimenea.

Clara y el mozo de comedor daban los últimos toques al decorado, doblando en forma de pájaro, de bonete ó de embudo las servilletas, y Margarita y Toñito revoloteaban alrededor, gozosos como gorriones ante un canastillo de fruta.

Cada vez que llamaba alguien á la puerta, corrían locos de contento; pero hubieron de volverse apesadumbrados: tío Luís no venía.

Ya no esperaba nadie á Luís; los papás y una señora amiga de Luisa, y el bueno de D. Pascual, entraron en el comedor.

—¡Se conoce que mi hermano habrá tenido que hacer! —exclamó Eduardo.— Comiendo le aguardaremos. Quizá no venga sino á los postres.

—¡Ea, á la mesa! —Todo el mundo ocupó su puesto: sirvióse la sopa, resonaron las cucharas, se habló poco en un principio; la modesta señora se hallaba muy satisfecha de tener reunidos á tan buenos amigos, muy preocupada con obligar á que se mantuvieran en razonable libertad los inquietos pequeñuelos, y triste por la ausencia de Luís.

También se hallaban apesadumbrados los niños, sin saber por qué; temían que si su tío Luís no se presentaba, quizá se olvidasen de ellos los Reyes Magos.

—¿Por qué no vendrá Luís? ¡Oh, es una mala cabeza! Apostaré —dijo Eduardo— á que se ha puesto á estudiar á las cuatro en sus tremendos librotes, y á estas horas, ni se acuerda de que existo, ni tiene en el pensamiento otro propósito sino el de devorar toda la ciencia que pueda, de aquí hasta los ejercicios. Un joven preparándose para unas oposiciones, engulle y engulle ciencia como se ceba un pavo para la matanza. Es feroz esa batalla de las oposiciones. Luego, todo lo espera, todo lo espera Luís de esta lucha… ¡Pobrecillo, yo le perdono que, pensando en su porvenir, se olvide de mi día presente!

—¿Y quién no espera algo en esta vida? —dijo filosóficamente D. Pascual, atacando con verdadero placer una patita de ave, de carne blanda, suavísima, mantecosa y de sabor aromatizado por las especias de la salsa.

—Razón tiene D. Pascual; todos esperamos —añadió Luisa.— Aquí me tiene V. esperando que mi marido compre una casita de campo cerca de Santander, para pasar en ella los veranos con mis niños.

—Y yo á mi vez, queridísima Luisa —dijo Eduardo— espero el término de mi gran empresa fabril.

—Y yo á mi vez —dijo D. Pascual, presentando la copita de cristal á Luisa que se había brindado á servirle del rico vino de mesa, ligero, fresco y de un color granate trasparente— y yo á mi vez, que acabe D. Eduardo su negocio, para que me deje de administrador de alguna finca hasta el término de mis días.

—Don Quijote y Sancho Panza —añadió con bondadoso acento la señora amiga de Luisa, indicando á Eduardo y á D. Pascual —bebió agua en un sorbito de pájaro y continuó— Eduardo espera ser millonario, y nuestro amigo D. Pascual espera la Insula Barataría de una administración.

Luisa, notando la inquietud de los niños redoblada porque creyeron haber oído sonar la campanilla, exclamó:

—Y mi gente menuda, esperando á su tío Luís con impaciencia inmoderada; ¡señores, qué Luís tan deseado!

¡Ah! por fin la puerta del comedor se abrió, y Clara dijo, con voz entre alegre y respetuosa:

—El señorito.

¡Luís, Luís! Hay momentos en los que el más leve accidente produce desbordes de expresión. El tumulto pequeño que acogía al recién llegado, llenaba su alma de saludable contento.

Era un joven bien vestido, de rostro simpático; tenía ese aspecto dulce y grave que caracteriza á todos los que como él y á su edad se hallan entregados al rudo trabajo del estudio; los niños rodearon con sus brazos el cuello de Luís y le besaron con loco entusiasmo.

Traía un tremendo envoltorio de papel, que suscitó desde luego la curiosidad de los niños.

Era el roscón de Reyes; no se partía aquella noche; abriríase al día siguiente; Luís ofrecía venir; le había sido imposible llegar antes; esperaba…

—¿Esperabas? De eso estábamos hablando, de esperanzas —dijo Eduardo.

Sobre aquella familia batía sus alas la más bella deidad de la imaginación, la seductora esperanza; flotaba en aquel templado ambiente, invisible á la clara luz de la lámpara, presentida por todos á la energía fantaseadora que engendraran el calorcillo de los vinos, la creciente animación de las conversaciones, el estímulo de los ricos manjares de la cena…

Hubo un momento en que los ojos de Luisa parecían contemplar la blanca casita de persianas verdes, el jardinillo de hermosos cuadros y la mágica perspectiva del mar, de azul oscuro y olas plateadas y tumultuosas, rompiendo en las peñas y deshaciéndose sobre la arena de la playa.

Hasta oía el rumor del oleaje y sentía el aroma de las flores del jardín y el salitroso olorcillo del Océano.

Eduardo veía su gran fábrica abierta, y ante sus ojos el libro mayor acusando, bajo la raya de las cantidades de entrada… la esplendidez de la suma total de ganancias.

Mirando al gran castillo de dulce D. Pascual, soñaba que era ya administrador y vivía á sus anchas, ocupando un palacio, rara vez visitado por D. Eduardo.

Todos esperaban… Pero ninguna más cierta esperanza que la de Margarita y Toñito, que oían á su tío; en tanto, su padre, con aire distraído, acometía, cuchillo en mano, al asalto, el castillo de dulce, para repartir los despojos de la victoria entre los convidados, como germano rapaz dividiera las conquistas entre los de su tribu guerrera,

—Vendrán —decía tío Luís— vendrán mañana, montados en sus caballos negros como el azabache; han de pasar por aquí… dejad vuestros canastillos en la chimenea… y ¡ya verás, Tónico, ya verás, Margarita, qué sorpresa!

En esto, á Toñito dióle, con el exaltado regocijo, un violento golpe de tos…

—¡Qué es eso!… ¡Bah, nada! Que ríe comiendo; es un loco —replicaba su madre— ya pasó.

La tos cesó, y el niño siguió riendo y en alegre batir de palmas.

Don Pascual, que estaba un tanto melancólico y preocupado, fué indiscreto en aquel momento de alegría; tomó de la tos pretexto para suscitar un recuerdo triste y sacar á plaza una fúnebre filosofía.

—Lo que suele venir cuando menos se espera, es lo malo —dijo.— Recuerdo que estaba una tarde con mi sobrinillo Mariano, y dióle un golpe de tos; tos fué, que á las cuatro horas nos quedamos sin niño. El crupp

—¡Vaya, qué cosas tiene D. Pascual!

La madre hizo un gesto de disgusto; se estremeció de espanto; el padre frunció el entrecejo, y hubo como un segundo de suspensión en el contento de todos; fué como un leve temblor de tierra, que á unos hace tambalearse y otros no se aperciben de él, y todo pasó.

Don Pascual había profanado eso tan puro, tan quebradizo, tan sagrado: la dicha… Pero renació.

—Ninguna gente —dijo Luís, sirviéndose una de las almenas del castillo— ninguna gente, repito en voz más alta para que se me oiga, espera como se debe esperar, á la manera que Margarita y Toñito. ¿Verdad? ¿A que no espero yo que de la noche á la mañana me halle con la credencial de catedrático en la chimenea? Ni ustedes con 20.000 duros en una cartera… Pero mis sobrinos esperan mañana el paso de unos seres sobrehumanos, unos Reyes que, lejos de cobrar contribuciones, hacen regalos, y vienen nadie sabe de dónde, y traen nadie sabe qué, y se van, todo el mundo ignora cómo… Esperar lo desconocido… y de lo misterioso: tal es el encanto.

—¡Ah! Pero lo inesperado hiere con golpe rudo á veces —pensó Luisa— y ella, que se reiría de la Cándida fe de sus hijos en los Reyes, tal vez creía que un monstruo desconocido podía aparecer y arrebatarle sus niños.

La alegría renació al café; los niños juguetearon con su tío; D. Pascual terminó bonachonamente, con esa complacencia de los golosos, la cena; Eduardo fumó con delicia; Luisa y su amiga charlaron muy apacible y gozosamente… y á la hora, los niños, dejando sus cestitos al borde de la chimenea y el encargo de que, cuando esta se apagase, los colocara su tío en el fondo, se fueron á la cama esperando ver lucir el nuevo día y descubrir el donativo de los Reyes. Sin sentir el beso que su madre depositara en sus frentes, siguieron dormidos, respirando con ese reposado compás que extasía á las madres, y mostrando sus caritas de rosa, sus labios puros y sus ojos cerrados.

III

Luisa se acostó. Durmióse contenta, sintiendo el ruido del viento que soplaba recio y tenaz; sonreía con delicioso contento; aquel rumor le recordaba el paso de los Reyes… ¡Qué edad más feliz la de sus hijos!…

El día había sido venturoso; solo un pequeño puntito de tristeza le había empañado: D. Pascual, con su imprudente recuerdo; pero el pobre viejo lo había dicho sin saber lo que decía; y después de todo, aquello no tenía importancia… solo tanta felicidad como la disfrutada, pudo hacer sensible la imprudente reflexión de D. Pascual. ¡Cuánto gozarán mañana mis hijos!… —se dijo, y quedóse dormida.— Y al dulce tic-tac, siguió algunas horas en su dulce reposo.

De pronto se alzó sobresaltada.

¿Qué había ocurrido? Ante sí estaba su esposo á medio vestir, con la faz demudada, trémulo de espanto.

—¡Ven, ven, ven por Dios! Toñito se ahoga.

¡Ah, el ángel exterminador, el terrible emisario de la muerte, que tiñe de rojo las puertas de los que señala á su crueldad el misterioso genio del mal, había batido sus negras alas sobre aquel hogar momentos antes primoroso, lleno de encanto, iluminado por la felicidad.

El crupp… No era la sorpresa preparada para divertir el santo candor de los niños; era la realidad de un terrible desconocido que mataba repentina é inesperadamente, y en vez de verter juguetes en la cesta de los niños, robaba los niños de los brazos de sus madres.

Era Toñito, Toñito que se ahogaba, abría los ojos como un sediento que mira al agua, y extendía hacia su madre los brazos; era lo contrario de una argolla lo que le martirizaba; una argolla la hubiera roto la madre con sus manos, con sus dientes… Estaba el dardo dentro de la garganta; el niño se moría… pronto no podría respirar…

¿Qué aconteció? ¿Quién veía á la madre, quién la hablaba? ¿Quiénes la rodeaban? ¿Cuánto tiempo había pasado? La madre no podía decirlo… Estuvo abrazada al cadáver de su hijo, y alguien se lo debió arrancar de sus brazos…

Poco después se asomó por una ventana y creyó ver ese escarnio del sentimiento; un coche alto, blanco, con adornos rojo y oro, caballos empenachados, y un cochero que reía estúpidamente… llevaban su hijo…

Había seres horribles y desconocidos, los había; la supersticion estaba justificada; pero la madre gritó é iba á lanzarse por la ventana…

—¡Luisa, Luisa! —dijo una voz con dulce acento…— ¡Luisa… hija mía… despierta… despierta!

¡Ah!, ¿Qué? Mi hijo Toñito… —exclamó despertando la pobre madre— ¡mi hijo… mi hijo querido! —y rompió á llorar.

Luisa comprendió en un momento lo que había ocurrido; pero aún con el ahogo de la pesadilla, y como á merced de la horrible agitación, echóse precipitadamente una bata, explicó trémula y en breves palabras á su esposo el horrible sueño, y lanzóse al comedor, en cuya alcoba había dejado la noche anterior á sus niños.

La luz de la mañana penetraba por los balcones; en mitad de la habitación y á medio vestir se hallaban Toñito y Margarita estáticos, llenos de loca alegría; la madre se arrojó á ellos, los besó, los abrazó frenéticamente… —¡Mira, mamita, mira lo que nos han traído los Reyes… —la dijeron, mostrándola los canastillos repletos, uno de cacerolitas, pucheros, acericos y una soberbia muñeca, y el otro de un ejército de soldados de plomo, de todas las armas…

Los Reyes habían sido espléndidos… más aún con Luisa que gozó de un bien inesperado y que creía, como sus hijos, que alguien, al venir la aurora, le había dado la suprema dicha de gozar como hallazgo unos hijos… que no había perdido.

¡Oh, qué hermoso amanecer del día de los Reyes!


Publicado el 17 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
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