Los Tres Obreros

José Zahonero


Cuento


I
II
III

I

Vivía en un pueblecito, formado por casitas blancas como palomas, sobre la meseta de un monte todo erizado de rocas, por entre las cuales crecían muchas zarzas, una pobre abuela que se moría de hambre; hallábase casi desnuda y no podía dormir tranquila.

—¡Ay! —exclamó un día la anciana;— si cualquiera de mis nietos se compadeciera de mí, podría comer; no sentiría ni la vergüenza ni el frío, y dormiría toda la noche de un sueño.

Oyéronla sus nietos, que eran tres muchachos sanos, colorados y fuertes.

—Buscaremos fortuna, —dijeron con acento resuelto y ánimo de consolar á la abuela infortunada.

—Pero, ¿adonde iremos? —preguntó uno de los tres hermanos.

—Marcharemos reunidos —contestó otro.

—No, —replicó el menor de ellos;— pudiéramos reñir. Si acaso uno encuentra un tesoro le querrá para él, y los demás habremos perdido el tiempo. Además, cada uno de nosotros tiene su carácter y sus aficiones distintas; así que el trabajo ha de ser diverso, y diversa la ganancia. Unidos podemos ser desgraciados ó felices; pero separados, muy malas han de ir las cosas que no alcance á ninguno la fortuna. Así, pues, separémonos, buscando cada cual consejo de quien juzgare oportuno.

Á la mañana siguiente, la campanita de la iglesia del pueblo decía, al ver marchar á los obreros del campo que salían á sus tareas de labranza:


Ya se van, ya se van
En montón
A por pan.
¡Dilón, dilón!
¡Dalán, dalán!


—¡Pan! —decía la abuelita;— ¡quién tuviera un mendruguito, aunque, por lo duro, hubiera que meterle en agua para que se ablandara y poder comerlo!

Dicho se está que no pudieron oir con tranquilidad los nietos tan dolorosa exclamación, y salieron resueltamente de casa de la anciana con ánimo de buscar fortuna.

—Marchemos; vaya cada uno á buscar un prudente consejo de quien espere que pueda darlos, y separámonos; —exclamó el menor de los hermanos.

—Sea, — dijeron los otros.

Y cada cual tomó diverso camino.

El mayor, preocupado y triste, ántes de salir del pueblo, subióse á meditar al oscuro rincón del desván de una casa medio derruida, y por lo cual deshabitada.

El segundo, muy al contrario, salió desde luego de prisa, de prisa, bajando precipitadamente por el caminito del pueblo, desde lo alto del monte hasta un hermoso valle cubierto de flores, y allí dio en ir de un lado á otro, acelerando cada vez más su paso, como si caminara sin reflexión.

Y el más pequeño, pensando, y á la vez andando, perdióse en el fondo de un bosque.

II

Pasaron días tras días y no se supo de los nietos.

Pasaron meses, y la abuelita, que durante este tiempo vivió de la caridad de sus vecinos, había cansado ésta y hallábase cada vez más necesitada, cada vez más desnudita, cada vez más triste.

Mas llegó la primavera siguiente, al año justo de haberse ausentado los tres aventureros, y la abuelita, que había perdido la esperanza de volverlos á ver, sintió una profunda melancolía, y quedábase horas largas mirando al término del camino, que se perdía serpenteando por el valle; mirando allá, á lo lejos del campo, donde el azul del cielo y el verdor de la tierra se juntan, y donde los ápices de las montañas recortan el espacio.

—Quizá vengan, —se decía;— no deben haber muerto. El Dios bueno y misericordioso los habrá favorecido.

Una tarde vio á las golondrinas que por la primavera llegan de lejanos países.

—Los vi, los vi, los vi, —decían una á una al pasar en recto, bajo y tendido vuelo junto á la anciana.

III

—¡Ah de casa! —gritaba pocos días después un hombre golpeando al mismo tiempo en la puerta.

—¿Quién llamará? —se preguntó, no sin sobresalto, la abuela.

Y vio delante de sí un mozo vestido por una larga blusa y con la cabeza cubierta por una gorra de hule. Era el mayor de los nietos. ¡Qué alegría!

—¡Oh, Virgen santísima! —exclamó la anciana.— ¿Ya estás aquí tú? ¡Gracias al Dios de las misericordias que tiene compasión de los pobres! ¿Vendrás rico?

—No, abuela, —contestó el joven.— Fuíme á la ciudad y entré en un telar; aprendí á tejer, y os traigo no más que un vestido para el invierno y algunos escasos ahorrillos.

—Menos mal; no ha de ser muy próspero nuestro destino. ¿Qué habrá sido de tus hermanos? ¿Habrán logrado fortuna? ¿Habrán muerto? No sé qué pensar. Tú, al fin, me podrás mantener.

—Difícilmente, por ahora; —replicó el joven,— porque mi trabajo apenas da para mal comer yo, molestándome mucho. ¡Si supiera dirigir la gran máquina de la fábrica, otra cosa sería; pero no sé! ¡Es bien triste que aquella gran masa de hierro valga más que cincuenta hombres!

—¿De nada más que de esto te han servido los consejos del consejero que buscabas?

—Yo, abuela, como era el más torpe y el más viejo de los tres, quedéme triste pensando en un desván, pues me avergonzaba pedir consejo á mis años. Allí descubrí en un rincón una pobre araña tejiendo su tela. ¡Bah! dije, este miserable insecto sabe más que yo; bien me aconseja; no he de hacer sino imitarle. ¿Qué otra ambición cabe en mí?

En esto estaban el nieto y la abuela, cuando oyeron agudísimos lamentos; corrieron, guiados por ellos, y encontráronse á la puerta de la casa con un hombre, pálido, con los vestidos desgarrados por miles de girones y la piel por multitud de heridas que le inundaban de sangre.

—¿No me reconocéis? —dijo con apagada voz aquel desgraciado;— soy tu hermano, soy vuestro nieto.

Era, en efecto, el segundo de los hermanos, aquel que tan precipitadamente había salido de la aldea.

—¡Cómo! ¿Tú así? ¿Tú en tan desgraciada situación y estado tan lastimoso, cuando de ti esperaba yo la mejor fortuna? —dijo con aflicción la abuela.

Socorrieron al pobre herido, vendáronle, y luego que hubo reposado, habló el infeliz con débil voz.

—Abuela, hermano mío, salí, como visteis, lleno de energía; no me detuve á pensar en el objeto de mi viaje, creíame bien informado de todo, y di en correr desatinadamente tras una soñada y fantástica prosperidad. Llegué á un gran pueblo; era tiempo de ferias, y en una barraca de madera, adornada de miles de banderolas y gallardetes, vi unos cómicos. ¡Qué trajes llevaban de reyes y de grandes señores! ¡Qué manjares tan ricos y suculentos se servían allí á nuestra vista! Túveles envidia, y más cuando supe que iban de pueblo en pueblo y de fiesta en fiesta; solicité que me admitieran en su compañía, diciendo para mí: no tendrán suerte igual mis hermanos, ni llevarán vida tan alegre. Con cualquiera de esos diamantes que los cómicos llevan, remediaré yo la suerte de todos. Admitido, comencé mi nueva y errante vida, y bien pronto recibí un terrible desengaño; los manjares que habían despertado mi golosina eran de madera y servían tan solo para remedar banquetes en las comedias, que muchas veces trabajábamos con el estómago vacío; las joyas y los trajes aquellos valían menos que mi garrote, y, por fin, el hambre y el cansancio de aquella existencia tan miserable y agitada hicieron de mí el hombre más desgraciado de la tierra. Esta vida cesó para emprender, solicitado por ilusiones no menores, otra más azarosa y terrible: la de soldado. ¡Quién sabe lo que este estado ha sido para mí de vil y degradante! Por una necia soberbia del rey, á quien servía, dióse, no lejos de este país, una terrible batalla, en la que he sido herido, como veis, y de la que escapé á merced de la noche, hasta llegar á vuestros brazos.

—¡Pobre nieto mío! —dijo la anciana, llorando amargamente;— tú has sido más desgraciado aún que tu hermano mayor. ¿Fueron estos los consejos que te dió tu consejero?

—Señora, —contestó el joven,— yo, como he dicho, verdaderamente no he pedido consejo; guiábame por las quimeras de la imaginación; pero al salir de la aldea vi volar por el valle á una linda mariposa con tal agilidad, deteniéndose tan poco sobre las flores, ascendiendo tan alegre hasta la cima del monte, que tomé esta aparición por revelación misteriosa. Hé aquí, me dije, la imagen de la verdadera actividad: tal debo hacer, brillar, bullir, no dedicarme á un recio trabajo que pueda agotar mis fuerzas, sino cruzar de aquí para allá. Cierto que la mariposa cayó en la manga de red que disparó contra ella una niña. Pero á no ser por este percance, ¿adonde no hubiera llegado aquel alegre insecto con su vuelo?

—Vaya por Dios, —replicó la anciana;— nuestra situación ha empeorado. ¿Cómo vivir los tres del jornal de tu hermano? Como el menor no haya logrado mejor suerte, imposible nos será vivir.

Quedáronse tristes los dos hermanos; el mayor, apenado por no haber hecho sino remediar algo la desnudez de la abuela, el segundo angustiado por haber perdido fútilmente un hermoso tiempo.

¡Ah! pero el menor no volvía: perdióse toda esperanza. «Quizá habrá muerto, decía la abuela; le habrán hecho soldado, decía el segundo; le habrá arrollado el correaje ó le habrá triturado la rueda dentada de alguna fábrica, añadía el mayor».

La abuela, vestida pobremente y mal alimentada, soportaba su desgracia con paciencia; pero no podía conciliar el sueño.

—¿Qué será de mis nietos? —pensaba;— el menor no ha regresado; tal vez sea el peor de los tres; tal vez sea el ingrato; siquiera estos dos, aunque miserables, han vuelto al hogar; pero aquel no vuelve… ¡Ah! ¡qué ingratitud!

Curóse en tanto el herido y se halló pronto dispuesto para trabajar; mas ¿en qué?

No tardó en hallar su buen deseo una ocupación para sus brazos; volviendo el tejedor de la ciudad, halló una tarde en el prado cercano de la aldea un gran número de albañiles, que, dirigidos por un arquitecto, sentaban los cimientos de un gran edificio.

Aquí habrá trabajo para mi hermano, —se dijo;— poner ladrillo sobre ladrillo no es cosa difícil.

Habló con el maestro de albañiles, y quedó concertado que al día siguiente sería recibido el nuevo obrero en el trabajo.

Mas no duró mucho este medio salvador; al terminar la semana, el albañil fué despedido; habíase cansado de poner ladrillo, y quiso preparar la cal; cansóse de esto, y quiso serrar madera, y como también de esto último se cansó, fué despedido.

En vano rogó el hermano mayor al maestro; por toda contestación, después de mil súplicas para que fuera admitido, el maestro dijo:

—Dejadme en paz; ahí viene el amo, decírselo á él; yo no puedo por mí admitir obreros inútiles.

No tardó mucho tiempo en aparecer el dueño de aquella obra, montado en un hermoso caballo; era un hombre joven, vestido con holgura elegante; enteróse de la cuestión, preguntó á los hermanos quiénes eran, y apenas los hubo oído ¡oh sorpresa! descendió vivamente del caballo y se arrojó en los brazos del mayor.

—¡Cómo! —dijo.— ¿No me habéis reconocido? Soy vuestro hermano.

Volvía del extranjero sabio y rico; iba á construir una fábrica cerca de su pueblo para socorrer á sus paisanos proporcionándoles trabajo justamente retribuido. Hubiera antes abrazado á su abuela y á sus hermanos; pero había esperado la conclusión del edificio que miraban levantar; había deseado hacer más grande la sorpresa de su llegada. Locos dé contento fueron los tres hermanos á sorprender á la abuela; enloqueció ésta de alegría, pasada la cual la anciana dirigió al recién llegado la pregunta misma que á los demás.

—¿De quién has recibido consejo? pues muy sabio y muy bueno será el consejero cuando por él llegaste á tales resultados. ¿Quien te aconsejó, hijo mío?

—La abeja, —contestó el joven.— Fuíme al bosque andando, pero á la vez meditando, y distrájome el murmullo sordo de una abeja que pasó á mi lado; parecíame que me había dicho algo, y seguíla atento á su murmullo y á su vuelo. Víla libar las flores dirigiéndose derechamente á aquellas que le eran de utilidad, no volando de acá para allá, como la mariposa, sino que, guiada por su instinto sutil, como si conociera y distinguiera las flores, no perdía inútilmente su tiempo, antes bien recogía las esencias y volvíase á elaborarlas á su taller, donde con ellas hace miel exquisita para su alimento y para regalo del hombre. Comprendí que la actividad y la inteligencia forman la armonía más provechosa. Híceme ingeniero en la escuela-taller de una gran ciudad, y no solo produzco para mí, sino que me sobra para repartirlo entre todos.

—Ya puedo dormir tranquilamente, —exclamó la anciana,— porque cuando muera, ni quedaréis en la miseria ni en el vicio.

Bien pronto se levantó la fábrica. Del pueblo bajaban los obreros al trabajo, y después subían de la fábrica al pueblo á reposar. El alegre sonar de las campanitas charlatanas anunciaba este ir y venir.

—Vengan ya, vengan ya, —decía la campana de la fábrica.

—Allá van, allá van, —contestaba la de la aldea.

Y veíase por la mañana, al medio día y por la tardecita, una columna de gente que, como las hormigas, iba del hogar al trabajo y del trabajo volvía al hogar.

Desdichados los que no pueden realizar la armonía, la provechosa unión de la fuerza de los brazos con la energía del pensamiento; sólo así es verdaderamente productivo el trabajo al hombre y á la sociedad.

¡Inteligencia y fuerza, secreto del progreso!


Publicado el 17 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
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