Naita

José Zahonero


Cuento


I
II
III

I

En la playa llamada del Orzán, en la Coruña, hacía sus correrías el pilluelo Naita. No era coruñés, no era gallego, y casi se hubiera podido decir que no era español: era vascongado. Entre los diablillos audaces y desarrapados que pululaban por el puerto y vagaban por las playas, tenía como segundo apodo el pez, logrado por su valentía en nadar; pero generalmente le llamaban Naita.

Naita era un diminutivo, corrupción de la palabra nada. El verdadero nombre era desconocido. Le llamaban Naita, porque no se dedicaba á ninguna de las aficiones ó pequeñas industrias de los niños del mar: ni acolchaba, ni calafateaba, ni remaba, ni servía en la incesante carga y descarga del puerto, ni era capaz de echarse un maletín ó una sombrerera al brazo ó al hombro, ¿qué menos? ni hablaba, ó si hablaba, ninguno le entendía.

Vivía aislado, y si por acaso alguna vez se reunía á los chicuelos de diez ó doce años, es decir, á los de su edad, permanecía callado ó lanzaba gritos ásperos y palabras que nadie comprendía.

En una ocasión vió una gaviota lanzarse sobre el agua, y exclamó:

—¡Urollua! (Vascuence; ave acuática.)

Sus compañeros se echaron á reir.

—Chilla como la gaviota —dijeron.

Siempre se hallaba sólo y siempre triste.

El mutismo á que condena vivir entre gentes que no hablan nuestro idioma, el forzoso aislamiento que tal desgracia trae consigo y el dolor, que causa hallarse lejos del país en que se ha nacido, mantenían á Naita en constante gravedad, impropia de sus años tal vez, pero muy en armonía con el fondo de su alma, donde gravitaba un pesar hondo y oscuro; un dolor inmenso: la orfandad.

No se sabe cómo ni porque aquel niño se hallaba en la Coruña.

Había llegado con una pobre mujer, tía suya en realidad; pero para los que conocían á Naita era un misterio el parentesco.

¿Era su madre? ¿su tía? ¿su abuela?

Era una pobre mujer, muy pobre, muy tierna; casi una madre por lo amorosa y dulce.

Naita pescaba algo; pero casi siempre permanecía echado ó sentado y oculto entre las rocas. Llevaba una camisilla marinera, un poco sucia y algo raída, abierta desde el cuello á la cintura, unos pantaloncillos que le llegaban cuasi á media pierna, y una boina azul echada á la frente.

Era un lindo chiquillo en cuya cara se pintaba una seriedad de hombre encantadora. Todo él revelaba ligereza y fuerza: los dos secretos del obrero del mar. A la carrera no le hubiera aventajado un gamo; en el agua era ágil como un pez, y á tener alas hubiera volado más que un pájaro.

Pero ni esta fuerza ni esta ligereza se revelaban en trabajos útiles. Naita permanecía, como hemos dicho, la mayor parte del tiempo triste, mirando al mar.

En esos días en que el cielo se presenta de un azul trasparente, y alegra la luz del sol, y como entre ilusión y realidad á través de una diafanidad cristalina se percibe el fondo de las aguas, y os adormece un tibio calor, y os embriaga un ambiente marino tonificante, y oís en arrullo el oleaje, y miráis encantados sucederse unas tras otras las ondas espumosas, Naita quedaba horas y horas como adormecido ante el mar, en un sitio donde se quebraban las olas chocando en una fila de pequeñas rocas; y de las cuales partía siempre otra ola corta y repetida, que los marinos llaman de chapullete, producidas por la particular disposición del fondo: la ola grande se quebraba con estruendo, y luego se sucedía en menor ruido, en ruido así como el que produce la resaca, la ola pequeña. Esto daba origen á sonidos simétricos, constantes, á una especie de tic-tac, en el cual se mecía el pensamiento ó el sueño del pobre Naita, hasta que del grupo de miserables casitas que había cerca del Orzan partía una voz en grito:

Chancha chula, decía.

El niño volaba á la casa. ¿Qué pensaba Naita en su soledad? Pensaba en llegar pronto á ser algo; ser pescador ó grumete no le satisfacía. En la ley de las categorías de mar cada ascensión es un heroísmo, de remero del puerto á grumete; de grumete á marinero; de marinero á timonel; de timonel á contramaestre, á piloto, á capitán… es cosa de desvanecerse soñar como sueñan á las orillas del mar esos pequeños héroes desconocidos y abandonados.

Pero Naita nada podía esperar; de la escuela pública le había despedido el maestro diciendo «habla en salvaje;» en ninguna barca podían necesitar muchacho; la decadencia á que ha llegado la navegación en buque de vela, ha perdido tanto la carrera del piloto como la del grumete. En Naita se daba la inquietud de los grandes corazones, la impulsión irresistible al trabajo y á la gloria; de aquí el mayor acrecentamiento de su constante pena. ¿Qué quería ser Naita? Todo. ¿Qué era? Naita. Ni siquiera pescador de pulpos.

Sobre aquel niño se fijaba el punzante dolor que origina la inacción forzosa que es la más amarga esclavitud, y por esto nublaba su alma la tristeza; la tristeza tiene dos causas, la soledad y la ignorancia: es decir, el vacío. Por eso la tristeza tiene algo de asfixia.

II

El vapor Vigilante salía á media tarde de la ría del Ferrol y pasaba, á eso de las cinco, frente á la terrible Marola. Vigilante era un vapor de trasbordo, de la compañía inglesa, cuyo consignatario era el Sr. Greppi.

La Marola es una roca que goza de muy mala reputación; los buques cruzan delante de ella como si hubiera tras la roca algún invisible enemigo en acecho.

En la gran masa oscura de las aguas se alzaban por erizamiento miles de puntitos blancos espumosos; el horizonte tomaba un tinte morado y aparecía lejano un celaje gris oscuro, que los meteorólogos llaman nimbus y es pronóstico de lluvia. Oíase el estruendo del oleaje del Orzan como un mugido prolongado y aterrador.

Naita se hallaba del otro lado del Orzan, viendo pescar en unas rocas situadas casi bajo el Jardín del Recreo. El Jardín Recreo es el parterre de la Coruña; es un jardín cercado, lleno de flores, defendido de los vientos por una tapia que tiene balcones con vistas al mar. En su circuito vuelan las mariposas y los niños; es un aparte puesto al margen del severo Océano; los niños corretean alborozados por entre los pequeños y lindos cuadros de flores, y luego, si por acaso se asoman al mirador, la inmensa y majestuosa extensión del mar produce en sus almas un efecto imponente. Por uno de los balcones asomaban aquella tarde dos mujeres con cofias blancas y rizadas en la cabeza. Una de estas mujeres tenía en sus brazos un niño de carita graciosamente ovalada, mejillas sonrosadas, hermosos ojos de inteligente atención é inefable candor y aéreos cabellos rubios, leves, rizosos y dorados.

Naita miró aquella cabecita encantadora.

Una de las mujeres dijo, dirigiéndose á la que tenía el niño en sus brazos:

—Hoy viene Beti.

La otra, extendiendo su índice hácia el punto más lejano del mar, añadió sonriendo y mirando al niño:

—Julito, por allí viene Beti; por allí vienen mamá y Beti, tu hermanita Beti.

Y el niño, conmovido por un alborozo infantil, por un sobresalto de alegría, se agitó en los brazos de la niñera extendiendo sus manecitas hácia el mar y agitándolas con ese movimiento propio de los niños y que parece un movimiento de alas.

Naita, al oir al niño, miró hacia el punto indicado por la niñera y quedóse pensativo con su vista fija en la extensa línea azul oscura del Océano.

El vapor Vigilante venía más acá de la Marola á entrar en el puerto antes de la postura del sol. Los mirones desocupados le habían conocido y apreciaban la fuerza de su marcha. El buque cabeceaba. Primero notaron que el vapor caminaba con dificultad, á pesar de la gran potencia de su máquina y las buenas condiciones de su vaso, y de que la mar no oponía gran resistencia; luego les extrañó la forma de la columna de humo, que no parecía salir de la chimenea, sino de cubierta, y no ascendía derecha, sino esparciéndose como la humareda de una fogata. Pasó más de un cuarto de hora, y los curiosos notaron que el buque apenas avanzaba. El sol se había puesto, el cañonazo de ordenanza había sonado; de pronto, entre los que miraban el vapor, hubo quien hizo notar que desde el barco se hacían señales.

Otro exclamó:

—¿Véis ésa luz que suben en el palo mesana?

—Sí.

—¡Fuego á bordo!

Se oyó un silbido de la máquina, estridente y continuado, como grito de angustia y desesperación, y la campana, á golpes vivos, tocó rebato con celeridad febril. Fuego á bordo, en efecto; y en tanto en el puerto se aprestaban al auxilio, cerró la noche. No había ningún remolcador disponible; la escampavía y la falúa del resguardo no podían arriesgarse á aquella hora. Un hombre en el puerto se agitaba de un lado á otro, acelerando la marcha de una gamarra pescadora que se aprestaba al socorro.

Aquel hombre era el anciano Sr. Greppi, cuya hija y cuya nieta venían en el Vigilante.

La barca partió, por fin, llevando el viento á la popa; al pasar junto al castillo de San Antón, las gentes de la barca oyeron un grito que partía de la costa.

—¡Chancha chuba, chancha chuba!

La dulce modulación dada á las dos primeras sílabas de esta última palabra y la acentuación prestada á la u, comunicaban al grito una melancolía extraña y una ternura conmovedora. Era lúgubre y amoroso. Semejaba á ese silbar del viento, que llega de las profundidades. Aquel grito era lanzado por la pobre tía de Naita.

III

Con viento á la popa llegó en menos de quince minutos la barca al Vigilante. Se habían embarcado unas cuantas bombas; todo se había dispuesto con la presteza propia solamente del activo hombre de mar. El Vigilante no llevaba sino dos hombres de tripulación y el maquinista y tres pasajeros; la señora Greppi, viuda de Mendía, una niña de cuatro años de edad hija suya, y una criada. Cuando se declaró el fuego á popa, la señora Greppi se hallaba enferma de mareo, recibiendo el aire sentada en la proa; la niña Beti dormía en el camarote. Había estallado el incendio en los tambores, pero se había extinguido, si bien la máquina quedó inutilizada. Al poco tiempo el incendio reapareció á popa. No se sabía cómo ni por qué; lo inesperado es el aspecto primero que ofrecen las grandes fortunas y los grandes desastres. El fuego esta vez era irremediable. Veinte grandes serones de carbón que había entre la máquina y el castillo de popa obstruían el paso á la cámara, que sólo con gran tiempo y muchos brazos hubiera podido despejarse.

Ninguno de los tripulantes pensó que la niña estaba en el camarote; cuando esto se supo por los gritos desgarradores de la madre y el llanto de la criada, el peligro era irremediable. A la proa había una cámara para la tripulación; la máquina estaba casi al descubierto y la cámara de popa no tenía otra entrada que la obstruida por el carbón de los serones.

A popa había una cámara que servía de comedor y sala de descanso, dos retretes á cada banda, dos estrechos camarotes á continuación, y á babor un camarote y una alacena para las luces, y otros objetos á estribor. En el fondo y bajo cuatro portas de luz, había un banco en forma de herradura que indicaba la curva posterior de popa, forrado de guta-percha y relleno de estopa y cerda.

Al llegar la barca, la situación era terrible; nadie pensaba sino en la pobre niña. ¿Cómo salvarla? Era imposible ó difícil abrirse paso antes que el incendio. El vaivén espantoso con que el mar agitaba el buque y la barca; el humo, las voces, las imprecaciones, todo irritaba y sobrecogía el ánimo. Por las portas de luz no se podía penetrar; cierto que había á popa otra porta mayor que una porta luz y menor que una porta de carga: por ella se podía entrar arriesgando la vida; pero ¿quién podría hacerlo? Sólo un muchacho. Entonces uno de los marineros recordó que había venido en la barca un chicuelo del puerto.

Era Naita, que pudo entender, más por los preparativos que miraba que por las palabras de un idioma apenas de él comprendido, que aquella barca salía del puerto á una aventura marinera, á un verdadero trabajo de hombres, y su corazón le impulsó á hundirse en aquella barca, que su vez iba á hundirse en las sombras y hendir el mar.

—¡Un muchacho! ¡Un muchacho! —gritaban.

Naita lo entendió, le habían dejado en la barca, manteniendo un cabo en la mano, y con habilidad de marinero amarró á la barca el cabo con un nudo de vuelta de braza y saltó á cubierta; todos le esperaban, todos le recibieron, todos le dirigían palabras que no comprendía; era la primera vez que veía tanta gente dirigirse á él; se sentía desvanecido por aquella atención. Se le estimulaba á ejecutar algo: ¿qué? no podía adivinarlo.

Pronto, por señas más que por las palabras, comprendió de lo que se trataba; le indicaron la porta abierta, y ágil como un gato se introdujo por ella, enardecido de entusiasmo ante el peligro.

Cuentan los que presenciaron el hecho, que el niño había vacilado; quizá no entendía, ó quizá, como dijo un testigo cuando luego relató el suceso, pensó que se trataba de salvar algo y no á alguien.

Lo cierto es que el niño desapareció por la porta y cayó en el camarote. Hacía un calor sofocante. Un farolito allí encendido le mostró la división que existía entre los camarotes de babor; aquella división no llegaba al techo de la cámara. En el camarote en que había caído no había nadie; subió y se introdujo por el espacio abierto entre la división y el techo de la cámara, y al caer en el otro camarote se le reveló el misterio. Una hermosísima niña dormía en la litera; Naita quedó sorprendido; él había visto aquella cara no hacía muchas horas, entonces recordó que había una gran semejanza entre la cara de la niña y la del niño del balcón del Jardín, hasta el punto de confundirlas. Murmuró enternecido:

Beti —y sonrió.

La niña contestó abriendo sus ojos; había despertado como á la influencia de aquella sonrisa.

Se oían los chasquidos de la madera encendida, y un humo espeso penetraba en el camarote. Naita tomó en sus brazos á la niña y vió que le era imposible volver por donde había entrado. Abrió resueltamente la puerta del camarote y penetró en el comedor.

Allí se hallaba el foco del incendio.

La niña lanzó un grito de espanto y rompió á llorar. ¿Cómo llegó Naita al semicírculo que formaba la banqueta? Fuera imposible decirlo; ello es que se halló frente á otra abertura y sobre el banco. Oyó voces fuera; era la gente del bote que le indicaba la salida; entonces chocó con una dificultad: si introducía la niña por la porta, ¿quién la recibía? Si él se lanzaba, ¿cómo salvar la niña? Asomó la cabeza por la porta, llamó á los hombres de la barca, se acercó, y entonces, su alma heroica, comprendió toda la grandeza de la situación; el incendio acrecía; no había sino un instante supremo, un solo momento, el tiempo bastante quizás para salvar la niña y perecer él; tomó la niña, y en aquel niño se dio en un segundo una vida entera, una precocidad asombrosa; sintió una emoción paternal, sintió la abnegación viril y potente del más fuerte por el más débil, y besando á la niña murmuró:

—¡Egusquija! (Sol).

La introdujo cuidadosamente por la porta, donde fué recibida en brazos de los marineros.

El incendio no le dio tiempo para salvarse.

La estopa y la cerda de la banqueta ardían, lanzando un humo espeso y un olor insoportable.

En vano esperaron los de la barca al muchacho… cayó desvanecido por la asfixia.

El fuego había llegado á la alacena de las luces, y el fuego había apagado aquella heroica existencia; aquel niño, ambicioso de la grandeza de los hechos heroicos, aquel hombre de doce años, aquel Naita, cuyo corazón sentía los impulsos de la más sublime grandeza y tierna abnegación.

—¿Quién lo supo?

El Océano se abrió para recibir su cuerpo.

¡Tal vez el cielo se abriera para recibir su alma!

La pobre mujer á quien nadie entendía, siguió gritando por todas partes:

¡Chancha chuba! ¡Chancha chuba!


Publicado el 17 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
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