Capítulo I
—¡Kaspar! ¡Makan!
La voz familiar y penetrante sacó a Almayer de su sueño de grandezas futuras, restituyéndole a las desagradables realidades de la hora presente. También la voz era desagradable. La había oído durante muchos años, y cada vez le gustaba menos. No importaba: todo aquello tendría un próximo fin.
Mostró su irritación con un gesto, pero no hizo caso del llamamiento. Apoyándose con ambos codos en el antepecho de la veranda, continuó mirando de hito en hito al gran río que corría —indiferente y rápido— ante sus ojos. Le gustaba contemplarlo durante el ocaso, quizá porque a aquella hora el sol poniente teñía de oro encendido las aguas del Pantai: el oro que tan a menudo ocupaba los pensamientos de Almayer; el oro que él no había logrado adquirir; el oro que otros habían ganado —por medios infames desde luego—, pero que él pensaba alcanzar aún, con su honrado trabajo, para sí mismo y para Nina. Almayer se abismaba en su sueno de riqueza y poder, lejos de esta costa donde había pasado tantos años, olvidando las amarguras de las fatigas sufridas, con la visión de una grande y espléndida recompensa. Se establecerían en Europa él y su hija. Serían ricos y respetados. Al verla a ella nadie se detendría a pensar en la sangre mestiza de la joven ante su extraordinaria hermosura y su inmensa riqueza. Testigo de sus triunfos, él se rejuvenecería, y olvidaría los veinticinco años de acongojado esfuerzo en esta costa donde se sentía como prisionero.
Todo esto estaba próximo a llegar. Bastaba que regresara Dain. Y regresaría pronto, por su propio interés. ¡Más de una semana de retraso llevaba ya! ¿No volvería tal vez aquella misma noche?
Tales eran los pensamientos de Almayer, mientras de pie en la veranda de su nueva, pero ya ruinosa, casa —el último fracaso de su vida— paseaba distraído la mirada por el ancho río. Aquella tarde no brillaba con reflejos de oro; antes al contrario, hinchado por las lluvias, se mostraba, ante los ojos abstraídos de Almayer, encrespado por olas violentas y cenagosas, arrastrando pequeños montones de maderas, enormes troncos muertos, y árboles enteros desarraigados con ramas y follaje, entre los cuales el agua formaba remolinos y rugía con furia.
Uno de aquellos árboles flotantes encalló en la suave pendiente de la orilla, precisamente junto a la casa, y Almayer, olvidando su sueño, se puso a observarlo con lánguido interés. El árbol osciló con lentitud entre la rumorosa espuma del agua, y quedando en breve libre de la obstrucción, empezó a navegar otra vez despacio corriente abajo, elevando hacia arriba una larga y desnuda rama, semejante a una mano levantada en muda súplica y apelación al cielo contra la brutal e inútil violencia del río. El interés de Almayer por el destino de aquel árbol creció vivamente. Inclinado sobre el pretil, lo siguió con la vista; ¿lograría salvar un banco de arena que había algo más allá? Sí; entonces se retiró, pensando que ya su curso estaba libre hasta el mar, y envidió la suerte de aquel cuerpo inanimado que avanzaba ahora, pequeño y casi invisible en la creciente oscuridad.
Así que lo perdió totalmente de vista, empezó a pensar hasta qué infinitas lejanías lo arrastraría el mar. ¿Lo llevaría la corriente hacia el norte o hacia el sur? Al sur, probablemente, hasta llegar a la vista de las Célebes, ¡a Macassar quizás!
¡Macassar! La viva fantasía de Almayer se adelantó al árbol en su imaginario viaje, y su memoria, retrocediendo unos veinte años o más, vio a un joven y delgado Almayer, vestido completamente de blanco, de modesta apariencia, que desembarcando del vapor-correo holandés en el polvoriento muelle de Macassar, iba a probar fortuna en los almacenes de depósito del viejo Hudig. Aquélla fue una fecha importante de su vida, el principio de una nueva existencia para él.
Su padre, funcionario subalterno, empleado en los Jardines Botánicos de Buitenzorg, quedó sin duda satisfecho de colocar a su hijo en casa tan importante. Al mismo joven no le disgustó abandonar las insalubres playas de Java, y el escaso confort del bungalow de su familia, donde el padre se quejaba de la estupidez de los jardineros indígenas, y la madre, hundida en su «perezosa», deploraba la pérdida de los esplendores de Amsterdam, donde se había criado, y añoraba la posición que allí había tenido como hija de un traficante de cigarros.
Almayer había dejado su casa con ligero corazón y bolsillo más ligero aún, hablando bien el inglés y fuerte en aritmética, dispuesto a conquistar el mundo y seguro de que podría conseguirlo.
Al cabo de los veinte años, soportando el sofocante calor de una tarde de Borneo, recordó con dulce melancolía la imagen de los altos y frescos almacenes de Hudig con sus largos y estrechos pasillos de cajas de ginebra y balas de géneros de Manchester; la gran puerta moviéndose silenciosamente; la escasa luz de aquel sitio, tan deliciosa después del resplandor de las calles; los escasos espacios cercados entre montones de mercancías donde los dependientes chinos, pulcros, fríos y de mirada triste, escribían rápidamente, y en silencio, en medio del ruido de las cuadrillas de obreros que rodaban los barriles y transportaban las cajas con un canturreo gruñón que terminaba en un aullido salvaje.
Allá en el fondo, frente a la gran puerta, había un gran espacio bien iluminado, protegido por verjas; en aquel recinto el ruido se amortiguaba con la distancia, y por encima de éste se elevaba el blando y continuo sonido de los florines de plata contados por otros discretos chinos, y apilados bajo la inspección de Mr. Vinck, el cajero —el genio ordenador de aquel lugar—, el brazo derecho del patrono.
En aquel claro espacio, Almayer trabajaba en su mesa, no lejos de una pequeña puerta pintada de verde, eternamente atendida por un malayo, que usaba faja de seda roja y turbante. Con regularidad maquinal su brazo rígido tiraba de un cordón colgado de lo alto, que ponía en movimiento un punkah situado al otro lado de la puerta verde, donde estaba la llamada oficina particular, y donde el viejo Hudig —el dueño— presidía ruidosas recepciones.
Algunas veces la pequeña puerta verde se abría de repente, y a través de la azulada bruma del humo del tabaco podía verse una larga mesa cargada de botellas de varias formas, y altos cántaros de agua; y junto a ella perezosas de junco ocupadas por hombres alborotadores en actitudes yacentes. En ocasiones el amo asomaba su cabeza y gruñía confidencialmente a Vinck y enviaba una orden que atronaba el almacén, o si advertía la presencia de algún extraño le saludaba, aun sin conocerle, con un amistoso grito: «¡Pien tenido, gapitán! ¿De dónde pueno? ¿De Bali, eh? ¿Compró gosas puenas? Yo necesito gosas puenas. Necesito todo que tiene, ¡ja!, ¡ja!, ¡ja! ¡Pase!» Después que el extranjero había sido atraído —con una tempestad de gritos— la puerta se cerraba, y volvían a oírse los acostumbrados ruidos: el canturreo de los trabajadores, el rodar de los barriles, el rasgueo de las rápidas plumas; y, por encima de todo, el musical tintineo de las piezas de plata pasando sin cesar por los amarillos dedos de los atentos chinos.
En aquel tiempo, Macassar hervía de vida y movimiento comercial. Era el lugar de las islas adonde se encaminaban todos los hombres arriesgados que, habiéndose provisto de goletas en la costa de Australia, invadían el Archipiélago Malayo en busca de dinero y aventuras.
Audaces, temerarios, agudos negociantes, siempre dispuestos a asaltar a los piratas que entonces, como ahora, frecuentaban aquellas costas, ganando dinero rápidamente, acostumbraban a tener un rendez-vous general en la bahía, con fines comerciales o de disipación. Los traficantes holandeses los llamaban «buhoneros-ingleses»; algunos de ellos eran indudablemente caballeros, para quienes aquella clase de vida tenía un cierto encanto; la mayor parte eran marinos; el rey reconocido de todos ellos era Tom Lingard, al cual los malayos, honrados o no, tranquilos pescadores o desesperados asesinos, reconocían como «el Rajá-Laut» —el Rey del Mar.
Almayer había oído hablar de él antes de pasar tres días en Macassar; habíanle contado sus brillantes transacciones mercantiles, sus amores, y también sus combates a muerte con los piratas sulu, junto con la romántica historia de una criatura —una niña— hallada en una embarcación pirata por el victorioso Lingard, cuando, después de una larga lucha, abordó la nave, arrojando a la tripulación por la borda. Esta muchacha, según contaba todo el mundo, había sido adoptada por Lingard, que la había mandado a educar a un convento en Java, y hablaba de ella como de «su hija». Había jurado —con juramento solemne— casarla con un hombre blanco antes de retirarse, y dejarle toda su fortuna. «Y el capitán Lingard tenía montones de dinero», solía decir Mr. Vinck con solemne gravedad, volviendo la cabeza de lado, «montones de dinero; ¡más que Hudig!» Y después de una pausa —la necesaria para dejar a sus oyentes recobrarse de su asombro ante tan increíble aserto— añadía en un explicatorio cuchicheo: «Ha descubierto un río. ¿Sabe usted?»
¡Así era, en efecto! ¡Había descubierto un río! Tal hecho colocaba al viejo Lingard muy por encima de la vulgar muchedumbre de aventureros del mar que traficaban con Hudig durante el día, y bebían champaña, jugaban, vociferaban y hacían el amor a jóvenes mestizas bajo la ancha veranda del Hotel-Sunda, durante la noche.
Internándose por aquel río, cuyas entradas solamente él conocía, Lingard acostumbraba a encaminar su acomodada carga de mercancías de Manchester, gongs de bronce, rifles y pólvora. Su bergantín Flash, que mandaba él mismo, solía en aquellas ocasiones desaparecer silenciosamente de la rada por la noche, mientras sus compañeros estaban durmiendo los efectos de la orgía nocturna. Lingard cuidaba de dejarlos a todos borrachos debajo de la mesa, antes de volver él a bordo con la cabeza despejada, cualquiera que fuera la cantidad de alcohol ingerida. Muchos intentaron seguirle hasta aquella región de abundancia donde había gutapercha y cañas de bambú, conchas perleras y nidos de pájaros, cera y goma-damar, pero el pequeño Flash era más velero que todas las demás embarcaciones de aquellos mares.
Algunos fueron a embarrancar en desconocidos bancos de arena y escollos de coral, perdiéndolo todo y escapando a duras penas con vida de las crueles garras de aquel claro y sonriente mar; otros se desanimaron; y durante muchos años las verdes y apacibles islas que guardaban las entradas a la tierra de promisión conservaron su secreto con toda la despiadada serenidad de la naturaleza tropical. Y así Lingard fue y vino en sus secretas o francas expediciones, llegando a ser un héroe a los ojos de Almayer por la intrepidez y enormes beneficios de sus aventuras. Para él, Lingard tenía todo el porte de un gran hombre cuando le veía atravesar el almacén mascullando un «¿Cómo está usted?» a Vinck, o saludando a Hudig, el amo, con un impetuoso: «¡Hola, viejo pirata! ¿Vives todavía?», preliminar obligado para hablar de negocios al otro lado de la puertecita verde.
Frecuentemente, al anochecer, en el silencio del entonces desierto almacén, recogiendo Almayer sus papeles antes de retirarse con Mr. Vinck, en cuya casa vivía, se detenía a escuchar el ruido de una fuerte discusión mantenida en la oficina particular, y oía el cavernoso y monótono gruñido del amo, y las estruendosas interrupciones de Lingard —dos mastines peleándose por un hueso. Pero a los oídos de Almayer sonaba igual que una disputa de Titanes— una batalla de dioses. Al año aproximadamente de mantener frecuente contacto con Almayer en el curso de los negocios, Lingard empezó a sentir un repentino y al parecer inexplicable afecto al joven. En las últimas horas de la noche, y alzando alegre el vaso, entonaba sus alabanzas ante sus amigotes del Hotel-Sunda; y una buena mañana maravilló a Vinck declarándole que él necesitaba a «aquel muchacho para sobrecargo; una especie de amanuense del capitán y encargado de mis negocios que lo dirija todo, en mi nombre». Hudig consintió. Almayer, con el ardiente deseo de aventuras propio de su edad juvenil, no tuvo nada que objetar, y empaquetando sus escasos bártulos, se embarcó en el Flash para uno de aquellos largos cruceros en que el viejo marino acostumbraba a visitar casi todas las islas del Archipiélago.
Pasaron los meses, y la amistad de Lingard pareció aumentar. A menudo, paseando por el puente con Almayer, cuando la débil brisa nocturna, cargada con las aromáticas exhalaciones de las islas, impelía al bergantín dulcemente bajo el apacible y centelleante cielo, abría su corazón el viejo marino a su extasiado oyente. Le hablaba de su vida pasada, de peligros salvados, de las grandes ganancias realizadas en su tráfico, de nuevas combinaciones que le reportarían en el futuro beneficios aún mayores. Muchas veces mencionaba a su hija, la muchacha encontrada en el prao pirata, hablando de ella con una extraña presunción de ternura paternal.
—Debe estar ahora muy crecida —solía decir—. Hace cerca de cuatro años que no la he visto. ¡Que el diablo me lleve, Almayer, si no es mi propósito llegar a Surabaya en este viaje!
Y después de tal declaración, siempre se zambullía en su camarote refunfuñando:
—Hay que hacer algo, es preciso hacer algo.
Más de una vez debió asombrar a Almayer, al encaminarse hacia él rápidamente, mondando su garganta con un enérgico «Hem» como si fuera a decir algo, y volverse después de pronto para apoyarse sobre la borda en silencio y permanecer inmóvil durante horas contemplando el brillo y resplandor del fosforescente mar a lo largo del barco.
La noche antes de arribar a Surabaya fue cuando, durante una de aquellas tentativas de confidencial comunicación, rompió al fin su reserva. Después de aclarar su garganta, habló. Habló con determinado propósito. Deseaba que Almayer se casase con su hija adoptiva.
—¡Y no protestes porque eres blanco! —exclamó repentinamente, no dándole tiempo al sorprendido joven a decir una palabra—. ¡Nada de eso me importa! Nadie reparará en el color de la piel de tu mujer. ¡Tendrá sobrados dólares para taparlo, te lo aseguro! Y piensa que esos dólares serán aún más antes de que yo muera. ¡Serán millones, Kaspar! ¡Millones, te digo! Y todo para ella y para ti, si haces lo que te he dicho.
Sobrecogido por la inesperada propuesta, Almayer dudaba, y permaneció en silencio durante un minuto. Estaba dotado de poderosa y viva imaginación, y en ese corto espacio de tiempo vio, como en un relampagueo de deslumbrante luz, grandes pilas de relucientes florines y conseguidas todas las realidades de una vida opulenta. El respeto de los demás, la indolente facilidad de la vida —para la cual se sentía él tan bien dispuesto—, sus barcos, sus almacenes, sus mercancías (el viejo Lingard no viviría siempre), y coronándolo todo, en el lejano futuro resplandecía como un palacio encantado la magnífica mansión en Amsterdam, el paraíso terrenal de sus sueños, donde, hecho rey entre los hombres por el dinero del viejo Lingard, pasaría el atardecer de sus días en inefable esplendor.
Había que mirar el reverso de la medalla y era: la compañía por toda la vida de una mujer malaya, legado de un barco de piratas. Almayer sintió un confuso sentimiento de vergüenza; ¡él, un hombre blanco, casarse con una malaya!… Sí, pero ¡tenía una educación conventual de cuatro años! Y además, su muerte podría librarle misericordiosamente de tal ignominia. ¡Él siempre había tenido suerte, y el dinero es poderoso! ¡Adelante! ¿Por qué no probar fortuna? Tenía una vaga idea de poderla guardar en algún sitio, en cualquier parte, al margen de su espléndido porvenir. Para su espíritu oriental era bastante fácil deshacerse de una mujer malaya, una esclava en resumidas cuentas, con convento o sin convento, con o sin ceremonia.
Levantó la cabeza y miró de frente al ansioso y hosco marino.
—Yo, naturalmente, haré lo que usted desee, capitán Lingard.
—Llámame padre, hijo mío. Así me llama ella —dijo el enternecido viejo aventurero—. Dios me condene si no pensé que ibas a negarte. Observa, Kaspar, que yo siempre sigo mi camino, así que de nada te habría servido. Pero tú no eres tonto.
Recordaba bien la escena; la mirada, el acento, las palabras, el efecto que produjo en él cuanto le rodeaba. Recordaba el estrecho e inclinado puente del bergantín, la silenciosa y adormecida costa, la tersa negrura de la superficie del mar con una gran barra de oro que al elevarse dejó en él la luna. Recordaba todo esto, y también sus sentimientos de loca exaltación al pensar en aquella fortuna caída en sus manos.
No fue tonto entonces, ni lo era ahora. Las circunstancias le habían sido adversas; la fortuna había huido; pero se arraigaron las esperanzas.
El aire nocturno le hizo estremecerse, y repentinamente echó de ver la intensa oscuridad que desde la puesta del sol había cerrado sobre el río, borrando los contornos de la opuesta orilla. Tan sólo la hoguera de ramas secas que ardía delante de la empalizada del rajá iluminaba espasmódicamente los rugosos troncos de los árboles de alrededor, poniendo una mancha de rojo oscuro en la mitad del río, en el sitio donde los montones de leños flotantes resbalaban veloces hacia el mar a través de la oscuridad impenetrable. Tenía una confusa idea de haber sido llamado hacia algún tiempo, durante la tarde, por su mujer. Probablemente para cenar. Pero un hombre ocupado en contemplar la ruina de su pasado en el amanecer de nuevas esperanzas, no debe tener hambre, aunque su arroz esté a punto. No obstante, era hora de volver a entrar; se hacia tarde.
Subió con precaución por los removidos tablones hacia la escalera. Un lagarto, asustado por el ruido, emitió una dolorida nota y se escurrió entre las altas hierbas que crecían en la ribera. Almayer descendió por la escala con cuidado, despertando ásperamente a las realidades de la vida por la precaución necesaria para evitar una caída en el quebrado piso donde piedras, tablones podridos y vigas toscas aparecían amontonados en revuelta confusión. Al volverse hacia la casa en que vivía —«mi vieja casa», como la llamaba—, le pareció oír, allá en la oscuridad del río, el chapoteo de unos remos. Se detuvo en la senda, sorprendido de que alguien estuviese en el río tan tarde y con una crecida tan fuerte. Entonces pudo oír los remos indistintamente, un breve y apagado cuchicheo y el acezar de hombres forcejeando con la corriente, que parecían acercarse a la orilla en que él estaba. Los presentía muy cerca, casi junto a él, pero la oscuridad le impedía distinguir nada bajo los salientes arbustos.
—Árabes sin duda —musitó Almayer para sí mismo, mirando a través de aquella espesa negrura—. ¿Quiénes serán a estas horas? ¡Alguno de los negocios de Abdul-lá, maldito sea!
El bote estaba ya allí mismo.
—¡Ah del bote! —gritó Almayer.
El cuchicheo cesó, pero los remos siguieron batiendo el agua tan furiosamente como antes. Entonces alguien cogió la rama que pendía frente a Almayer, y el ruido seco de los remos al caer dentro de la canoa resonó en el silencio de la noche. Alguien se agarraba a los arbustos; pero Almayer apenas pudo descubrir en la orilla la oscura forma de la cabeza y los hombros de un hombre.
—¿Eres tú, Abdul-lá? —dijo Almayer en tono de duda.
Una voz grave contestó:
—Tuan Almayer está hablando con un amigo. Aquí no hay árabes.
El corazón de Almayer dio un brinco.
—¡Dain! —exclamó—. ¡Al fin! ¡Al fin! Te he estado esperando día y noche; ya te daba por perdido.
—Nada en el mundo me hubiera impedido regresar —dijo el otro con vehemencia—. Ni aún la muerte —musitó para sí mismo.
—Así habla un amigo, y está bien —dijo Almayer animosamente—. Pero estás lejos. Acércate al desembarcadero y di a tus hombres que vengan a cocinar su arroz en mi campong mientras nosotros hablamos en casa.
No obtuvo contestación.
—¿Qué es eso? —preguntó Almayer, ansioso—. Supongo que no le habrá pasado nada al bergantín.
—El bergantín está donde los Orang Blanda (los holandeses) no podrán poner sus manos en él —dijo Dain con un tono enigmático, que Almayer en su excitación no advirtió.
—Bien —dijo—. Pero ¿dónde están tus hombres? No veo más que a dos contigo.
—Escucha, Tuan Almayer —dijo Dain—. El sol de mañana me verá a mí en tu casa, y entonces hablaremos. Ahora es necesario que vaya a ver al rajá.
—¡A ver al rajá! ¿Por qué? ¿Qué necesitas tú de Lakamba?
—Tuan, mañana hablaremos como amigos. Necesito ver a Lakamba esta noche.
—Dain, tú no puedes abandonarme ahora, cuando todo está dispuesto —replicó Almayer en tono suplicante.
—¿No he regresado? Pero es preciso que vea a Lakamba primero, por tu bien y el mío.
La cabeza que hablaba en la oscuridad desapareció bruscamente. El arbusto, soltado por el que lo sostenía, retrocedió de pronto, esparciendo una lluvia de agua turbia sobre Almayer, que se había inclinado para mirar hacia la orilla.
En breve, la canoa atravesó el espacio alumbrado por la gran hoguera de la orilla opuesta, y pudieron verse en ella las siluetas de dos remeros inclinados, y de una tercera persona que en la popa manejaba un remo a modo de timón, cubierta la cabeza con un enorme sombrero y semejante a un gigantesco hongo fantástico.
Almayer siguió con la vista la canoa hasta que salió fuera del espacio alumbrado. Poco después llegó hasta él, a través del río, el murmullo de muchas voces. Vio una hilera de antorchas alzarse bruscamente de la ardiente hoguera e iluminar durante un momento la puerta de la empalizada, rodeada de gente. Al parecer, penetraron por ella, porque las antorchas desaparecieron, y la ya mortecina hoguera sólo alumbró con un débil y vacilante resplandor.
Almayer entró en su casa a grandes pasos, con el ánimo inquieto. Seguramente Dain no pensaba jugarle una mala pasada. Esto era absurdo. Tanto Dain como Lakamba estaban demasiado interesados en el éxito de sus proyectos. Confiar en los malayos era una candidez, pero los malayos tenían sentido común y comprenderían su propio interés. Todo saldría bien, debía salir bien. En este punto de su meditación se encontró al pie de la escalera que conducía a la veranda de su casa.
Desde este sitio podía descubrir los dos brazos del río Pantai. El principal se perdía en las tinieblas espesas, porque la hoguera del establecimiento del rajá se había extinguido del todo; pero hacia la parte alta de Sambir su vista podía alcanzar la larga fila de casas malayas que poblaban la ribera con algunas luces que centelleaban por entre las paredes de bambú, o alguna humeante antorcha ardiendo en las plataformas construidas sobre el río. Más allá, donde la isla terminaba en una baja roca escarpada, se elevaba una oscura masa de edificaciones, sobresaliendo por encima de las de los malayos. Cimentados sólidamente en tierra verdaderamente firme, con un gran espacio tachonado por multitud de luces que ardían con gran claridad, como de lámparas de petróleo, se levantaban la casa y los almacenes de Abdul-lá-bin-Selim, el gran traficante de Sambir, rival de Almayer. La vista de aquello le era al último muy desagradable, y amenazó con el puño a los edificios que en su evidente prosperidad le contemplaban a él fríos e insolentes, y como satisfechos de su mala fortuna.
Subió las escaleras de su casa con paso lento.
En el centro de la galería o veranda se hallaba una mesa redonda, y en ésta una lámpara de petróleo sin pantalla esparcía una fuerte claridad en los tres lados interiores. El cuarto lado, descubierto daba al río. Entre los toscos soportes de la elevada techumbre se mantenían mamparas de junco. Estas divisiones no tenían techo, y el áspero brillo de la lámpara se atenuaba en una suave penumbra que se perdía en la oscuridad, entre las vigas. La pared del fondo se hallaba dividida en dos por la puerta de un pasillo central, cerrado por una cortina encarnada. La habitación de las mujeres daba a dicho pasillo, que conducía al patio trasero y al cobertizo de la cocina. En uno de los lados de la pared se abría una puerta. Las palabras medio borradas. «Despacho: Lingard y Compañía» eran aún legibles en su carcomida madera, y tenía aspecto de no haber sido abierta durante largo tiempo. Arrimada al otro lado de la pared había una mecedora, y junto a la mesa y por la galería hasta cuatro sillones de madera, abandonados, como si se avergonzaran de la pobreza que les rodeaba. En un rincón se veía un montón de esteras ordinarias y una vieja hamaca suspendida diagonalmente. En el otro rincón, envuelta la cabeza en tela de algodón encarnado, y arrebujado formando un bulto informe, dormía un malayo, uno de los criados esclavos de Almayer, «mi gente», como él acostumbraba a llamarles. Una numerosa y representativa asamblea de mariposas revoloteaba alrededor de la luz, acompañada de la briosa música de un enjambre de mosquitos. Bajo la techumbre de hoja de palmera corrían lagartos por las vigas. Un mono, encadenado a uno de los soportes de la galería —retirado durante la noche bajo el alero—, miraba y hacía muecas a Almayer, balanceándose en uno de los palos del techo de bambú, produciendo una verdadera lluvia de polvo y pedacitos de hojas secas, que caía en la pobre mesa. El suelo era desigual y estaba cubierto de plantas lacias y tierra seca esparcida.
Un aspecto general de suciedad y negligencia dominaba en el recinto. Grandes manchas rojas en el suelo y las paredes atestiguaban la frecuente e inconfundible masticación de la nuez de betel. La ligera brisa del río empujaba los andrajosos biombos, trayendo de los opuestos bosques un débil y enfermizo perfume de flores marchitas.
La presión de los recios pasos de Almayer hacia crujir ásperamente las tablas de la galería; el individuo que dormía en el rincón se movió inquieto, musitando palabras ininteligibles; y detrás de la puerta encortinada una dulce voz preguntó en malayo:
—¿Es usted, padre?
—Sí, Nina, y estoy hambriento. ¿Duermen todos en la casa?
Almayer hablaba jovialmente y se dejó caer con aparente alegría en el sillón más próximo a la mesa. Nina Almayer apareció en el dintel de la puerta, seguida de una vieja malaya, que se ocupó en colocar sobre la mesa un plato de arroz y pescado, un jarro de agua y una media botella de ginebra. Después de colocar cuidadosamente ante su amo un rajado vaso de vidrio y una cuchara de estaño, se retiró en silencio. Nina permaneció de pie junto a la mesa, apoyada una mano ligeramente en su borde, y la otra caída con negligencia. Volvió el rostro hacia la oscuridad exterior, a través de la cual sus soñadores ojos parecían ver alguna cosa con una mirada de impaciente expectación.
Era de elevada estatura para ser mestiza, y tenía el correcto perfil del padre, modificado y fortalecido por la cuadratura de la parte inferior del rostro heredada de sus maternales antepasados, los piratas sulu. Su firme boca, de labios ligeramente partidos, que dejaban ver el brillo de los blancos dientes, daba un aire vago de ferocidad a la inquieta expresión de sus facciones. Con todo, sus negros y admirables ojos tenían toda la tierna suavidad de expresión común a la mujer malaya, con un brillo de superior inteligencia. Abiertos del todo y fijos, miraban gravemente a lo lejos, como si contemplasen alguna cosa, invisible a todos los demás ojos. Y así, vestida de blanco, permanecía allí, erguida, flexible, inconsciente de sí misma, con su baja, pero ancha, frente coronada de una resplandeciente masa de largos cabellos negros que caían en pesadas trenzas sobre sus hombros, y por el contraste daban más palidez a su cutis de oliva.
Almayer se entregó al arroz vorazmente, pero después de unos cuantos bocados se detuvo, cuchara en mano, y miró a su hija con atención.
—¿Has oído pasar un bote hace una media hora, Nina? —le preguntó.
Su hija le echó una rápida mirada, y apartándose de la luz, se volvió de espaldas a la mesa.
—No —respondió con acento reposado.
—Pues ha pasado un bote. ¡Por fin! El propio Dain; ha ido a ver a Lakamba. Lo sé porque él mismo me lo ha dicho. Le he hablado, pero no ha querido detenerse aquí esta noche. Vendrá mañana, según me dijo.
Tragó otra cucharada y añadió:
—Soy casi feliz esta noche. Nina. Veo el final de un largo camino que nos conduce fuera de este miserable pantano: Pronto saldremos de aquí tú y yo, mi querida niñita, y entonces…
Se levantó de la mesa y se quedó mirando fijamente ante él, como si contemplase alguna encantadora visión.
—Y entonces —repitió— ¡seremos felices tú y yo! Viviremos ricos y respetados lejos de aquí, y olvidaremos esta vida, y toda esta lucha, y toda esta miseria.
Se acercó a su hija y le pasó la mano por el cabello, acariciándola.
—Es una desgracia tener que confiar en un malayo —dijo—, pero entiendo que este Dain es un perfecto caballero, un perfecto caballero —repitió.
—¿Le has dicho que venga aquí, padre? —preguntó Nina sin mirarle.
—Claro, naturalmente. Debemos ponernos en marcha pasado mañana —contestó Almayer gozosamente—. No debemos perder tiempo. ¿Estas contenta, pequeña?
Ella le igualaba casi en estatura, pero a él le agradaba recordar el tiempo en que era pequeña y vivían enteramente el uno para el otro.
—Estoy contenta —dijo ella en voz muy baja.
—¡Ya lo creo! —replicó Almayer—. No puedes imaginarte lo que te espera. Yo mismo no he estado en Europa, pero he oído hablar a mi madre tan frecuentemente, que me parece conocerla. Llevaremos una vida espléndida. Ya verás.
Volvió a quedarse silencioso al lado de su hija, contemplando la encantadora visión. Después de un rato dirigió su cerrado puño hacia el establecimiento dormido.
—¡Ay, amigo Abdul-lá! —exclamó—, ¡ya veremos quién gana la partida al cabo de tantos años!
Miró hacia la parte superior del río y observó con cachaza:
—Otra tormenta. ¡Bien! ¡No habrá trueno que me despierte esta noche, estoy seguro! ¡Buenas noches, niña! —dijo, besándola cariñosamente en la mejilla—. No pareces estar muy alegre esta noche, pero mañana tendrás mejor cara, ¿eh?
Nina escuchó a su padre con semblante impasible, adentrando aún más su mirada en la noche, ahora intensamente cerrada por una pesada nube tormentosa que había descendido de las colmas borrando las estrellas, sumergiendo el cielo, la selva y el río en una masa de negrura casi palpable. Se había dormido la brisa; pero el distante rugir del trueno y los pálidos resplandores de los rayos advertían la proximidad de la tormenta.
La joven se volvió hacia la mesa, dando un suspiro.
Almayer estaba en su hamaca, medio dormido ya.
—Apaga la luz. Nina —musitó somnoliento—. Esto está lleno de mosquitos. Vete a dormir, hija.
Pero Nina apagó la lámpara y se encaminó de nuevo hacia la balaustrada de la galería, donde permaneció apoyada en la columna de madera y mirando ansiosamente hacia la corriente del Pantai. E inmóvil allí, en la opresiva calma de la noche tropical, podía ver a cada relámpago la mancha de la selva formada por ambas márgenes del río, abatiéndose bajo el furioso nublado de la cercana tempestad, la parte superior del río azotada por la blanca espuma que levantaba el viento, y las negras nubes convertidas en fantásticas figuras que avanzaban, desgarradas por los inclinados árboles. Alrededor de ella, todo estaba en completa calma, pero ya se oía allá, a lo lejos, el bramido del viento, el silbido de la fuerte lluvia y el chocar de las olas en el alborotado río. La tormenta se aproximaba con ruidoso estrépito de truenos y largos relampagueos de vividas exhalaciones, seguidos por cortos intervalos de aterradora negrura. Cuando la tempestad alcanzó la parte en que se dividía el río, el viento pareció sacudir la casa, y la lluvia golpeó fuertemente sobre la hoja de palma que formaba el techo, el trueno retumbó con prolongado fragor, y los incesantes relámpagos descubrieron un torbellino de agitadas aguas, en las que flotaban los grandes árboles tronchados por fuerza arrasadora y cruel.
Sin que le perturbara el nocturno acontecimiento del lluvioso temporal, el padre dormía tranquilo, olvidado de sus esperanzas como de sus desgracias, de sus amigos y de sus enemigos; y la hija permanecía inmóvil, escudriñando con avidez el ancho río, a cada relampagueo, con tenaz y ansiosa mirada.
Capítulo II
Cuando, sometiéndose a la brusca petición de Lingard, Almayer consintió en casarse con la joven malaya, nadie sabía que el día en que la interesante joven conversa había perdido a todos sus parientes naturales y encontrado un padre blanco, había estado luchando desesperadamente como el resto de los que iban a bordo del prao, y que tan sólo le impidió saltar por encima de la borda, al igual que los demás supervivientes, una grave herida que había sufrido en una pierna. Allí, en la proa del prao, el viejo Lingard la encontró sobre un montón de piratas muertos o moribundos, y se la llevó a la toldilla del Flash antes de prenderle fuego a la embarcación malaya y ser ésta abandonada.
La cautiva estaba con todo el conocimiento, y en la gran paz y calma de la tarde tropical en que se dio la batalla, vio cómo todo lo que con su cariño salvaje más quería sobre la tierra era abandonado a merced de las olas en medio de la negrura del dolor y entre un crepitar de llamas y de humo. No hizo caso alguno de las cuidadosas manos que vendaban su herida, silenciosa y absorta en contemplar la ardiente pira fúnebre de aquellos valientes a quienes tanto había admirado y tan bien había ayudado en su lucha con el temible «Rajá-Laut».
La ligera brisa nocturna impulsó el bergantín dulcemente hacia el sur, y la gran llamarada fue haciéndose cada vez más pequeña hasta que centelleó solamente en el horizonte a semejanza de un astro que se apaga. Se extinguió también éste; el espeso pabellón de humo reflejó el resplandor de escondidas llamas durante cortos momentos y desapareció por fin.
La prisionera pensó que con aquel desvanecido resplandor su vida anterior había concluido. Desde entonces sería esclava en lejanos países, entre extranjeros, en circunstancias desconocidas y quizá terribles. Tenía ya catorce años cumplidos; examinó su situación y vino a concluir que eso era lo único que le cabía esperar a una joven malaya, precozmente desarrollada bajo el sol tropical y no ignorante de sus personales encantos, acerca de los que había oído muchas veces a un joven y bravo guerrero de la tripulación de su padre expresarse con extraordinaria admiración.
Existía en ella el miedo a lo desconocido; por otra parte, había aceptado su situación con calma, al uso de su gente, y aun lo consideraba del todo natural; ¿no era hija de guerreros conquistada en batalla, y no pertenecía realmente en justicia al victorioso rajá? No obstante, la evidente benevolencia de este hombre terrible debía provenir, según pensaba ella, de admiración a su cautiva; y su halagada vanidad suavizó las angustias de tan funesta desgracia.
Quizá si hubiese conocido los altos muros, los tranquilos jardines, y a las silenciosas monjas del convento de Samarang, donde su destino la conducía, habría pensado en la muerte y sentido odio a semejante retiro. Pero en su imaginación se le representaba la vida usual de una joven malaya, la acostumbrada sucesión de duro trabajo y fiero amor, de intrigas, de joyas de oro, de faenas domésticas, y de esa grande, pero oculta, influencia, que es uno de los pocos derechos de la mujer semisalvaje. Pero su destino en las rudas manos del viejo lobo marino, actuando bajo los extraños impulsos de su corazón, tomó una extraña y para ella terrible forma. Lo sobrellevó todo —el encierro y la enseñanza de la nueva fe— con tranquila sumisión, ocultando su odio y desprecio a la nueva vida. Aprendió el holandés con gran facilidad, pero comprendió muy poco de la nueva fe que las buenas hermanas le enseñaban, asimilando rápidamente tan sólo los elementos supersticiosos de la religión. Llamaba a Lingard padre, sencilla, y cariñosamente, en cada una de sus cortas y ruidosas visitas, bajo la clara impresión de que era un grande y peligroso poder y que era bueno tenerlo propicio. ¿No era él ahora su amo? Y durante aquellos largos cuatro años alimentó la esperanza de alcanzar gracia en sus ojos y llegar a ser por fin su esposa, consejera y guía.
Estos sueños de lo por venir fueron disipados por la repentina decisión del rajá Laut, que hacia la fortuna de Almayer, según el joven fundadamente esperaba. Y vestida con el odioso refinamiento de Europa, convertida en objeto de curiosidad para un circulo de la sociedad de Batavia, la joven conversa se arrodilló ante el altar al lado de un desconocido y al parecer descontento hombre blanco. Para Almayer fue molesto, le disgustó, y estuvo tentado de echar a correr. Un circunspecto temor al suegro adoptivo y una justa consideración hacia su propia prosperidad le impidieron dar un escándalo; aunque mientras juraba fidelidad, imaginaba ya planes para desembarazarse de la linda malaya en un futuro más o menos próximo. Ella, sin embargo, había retenido bastante de la enseñanza conventual, para comprender bien que, según las leyes de los hombres blancos, iba a ser la compañera de Almayer y no su esclava, y se prometió a sí misma obrar en consecuencia.
Así, cuando el Flash, cargado con materiales para construir una nueva casa, abandonó el puerto de Batavia, conduciendo a la joven pareja hacia el desconocido Borneo, no llevaba sobre su cubierta tanto amor y felicidad como el viejo Lingard había pensado mostrar ante sus eventuales amigos en las verandas de varios hoteles. Por su parte, el viejo marino era perfectamente feliz. Ya había cumplido con su deber para con la joven. «Ya sabéis que yo la hice huérfana», acostumbraba a decir solemnemente cuando hablaba acerca de sus propios asuntos a la astrosa audiencia de ganapanes ribereños. Y las exclamaciones de aprobación de sus medio ebrios oyentes llenaban su alma sencilla de deleite y orgullo. «Yo llevo las cosas debidamente a su término» era otro de sus dichos o sentencias, y siguiendo este principio, alentó la construcción de la casa y almacenes en el río Pantai con prisa febril. La casa para la joven pareja; los almacenes para el gran comercio que Almayer iría desarrollando mientras él (Lingard) se entregaría a una empresa misteriosa de la que sólo hablaba con insinuaciones, pero que parecía referirse a oro y diamantes, en el interior de la isla. Almayer estaba también impaciente. Si hubiera sabido lo que le esperaba, no se habría sentido tan ansioso y lleno de esperanzas al ver desaparecer en el recodo del río la última canoa de la expedición de Lingard. Cuando, volviéndose, contempló la linda casita, los hermosos almacenes construidos con pulcritud por un ejército de carpinteros chinos y el nuevo muelle en que estaban agrupadas las canoas del tráfico, sintió el repentino orgullo de que el mundo era suyo.
Pero al mundo había que conquistarlo primero, y su conquista no era tan fácil como él había pensado. Bien pronto se le hizo comprender que su presencia no era deseada en aquel rincón en que el viejo Lingard y su propia debilidad le habían colocado, en medio de poco escrupulosas intrigas y de una fiera competencia comercial. Los árabes no tardaron en descubrir el río, establecieron una factoría en Sambir, y donde ellos comerciaban eran los amos y no sufrían rival. Lingard regresó sin haber alcanzado éxito en esta primera expedición, y partió nuevamente gastando todos los beneficios de su legítimo comercio en aquellos misteriosos viajes. Almayer luchó con las dificultades de su situación y desamparo y, sin contar con más ayuda que la que le prestó, en atención a Lingard, el viejo rajá, predecesor de Lakamba. El propio Lakamba, que entonces vivía, como ciudadano particular, en una plantación de arroz, siete millas río abajo, ejerció toda su influencia en ayuda de los enemigos del hombre blanco, conspirando contra el viejo rajá y contra Almayer, con la indudable intención de enterarse de sus más secretos asuntos. Fingía una buena amistad; su corpulenta figura aparecía frecuentemente en la veranda de Almayer; su verde turbante y su chaqueta bordada en oro brillaban al frente del decente tropel de malayos que llegaban a saludar a Lingard a su regreso del interior; y para dar la bienvenida al viejo traficante usaba las más bajas zalemas y los más efusivos apretones de mano. Pero sus pequeños ojos observaban los signos de los tiempos, y partía de aquellas entrevistas con una satisfecha y furtiva sonrisa para celebrar largas conferencias con su amigo y aliado Said Abdul-lá, el jefe de la factoría árabe, hombre de gran riqueza y de gran influencia en las islas.
Era cosa corriente por aquella época en el establecimiento creer que las visitas de Lakamba a la casa de Almayer no estaban limitadas a aquellas entrevistas oficiales. Frecuentemente, en las noches de luna, los pescadores trasnochadores de Sambira vieron una pequeña canoa salir disparada de la estrecha caleta situada a espaldas de la casa del hombre blanco, y al solitario ocupante remar cuidadosamente río abajo siguiendo la sombra más profunda de la orilla; y estos acontecimientos, debidamente reseñados, eran discutidos alrededor de los lejanos fuegos nocturnos, durante la noche, con el cinismo de expresión peculiar de los aristocráticos malayos, y con cierto malicioso placer por las desgracias domésticas del Orang-Blanda— el odiado holandés. Almayer luchaba desesperadamente, pero con una blandura fatal, contra hombres tan poco escrupulosos y tan resueltos como sus rivales los árabes. El comercio huyó de los grandes almacenes, y los almacenes mismos se pudrieron hechos pedazos. El viejo banquero Hudig, de Macassar, quebró, y con esto desapareció todo el capital disponible. Los beneficios de los pasados años habían desaparecido en las locas exploraciones de Lingard. Éste se hallaba en el interior —quizá muerto— o, por lo menos, no daba señales de vida Almayer quedó solo en medio de aquellas adversas circunstancias, hallando únicamente un pequeño consuelo en la compañía de su hijita, nacida dos años después del matrimonio, y a la sazón de unos seis años de edad. Su mujer había empezado pronto a tratarle con desdeñosa hurañía expresada por un malhumorado silencio, interrumpido sólo ocasionalmente por una rociada de iracundas invectivas.
Comprendió que le detestaba y sorprendió sus ojos celosos observándole a él y a la niña con expresión de odio. Tenía celos de las evidentes preferencias de la niña por el padre. Almayer llegó al extremo de pensar que no estaba seguro con aquella mujer en la casa. Mientras tanto, ella iba quemando los muebles y desgarrando los bonitos cortinajes, en su insensato odio a aquellos signos de civilización. Almayer, asustado de estos desahogos salvajes, empezó a meditar en silencio el mejor medio de deshacerse de ella.
Pensó en todo, hasta en asesinarla, aunque de un modo indeciso y débil; pero no se atrevió a hacer nada, esperando cada día al regreso de Lingard con noticias de alguna inmensa buena fortuna.
Regresó, en efecto, pero avejentado, enfermo, fantasma de sí mismo, con el fuego de ardiente fiebre en sus hundidos ojos, siendo casi el único superviviente de la numerosa expedición. ¡Pero había triunfado al fin! Indecibles riquezas estaban a su alcance; necesitaba más dinero, tan sólo un poco más, para realizar el sueño de una fabulosa fortuna. ¡Y Hudig había quebrado!
Almayer reunió todo lo que pudo, pero el viejo quería más. Si Almayer no lo podía lograr, él iría a Singapur, a Europa quizá, pero ante todo a Singapur; y se llevaría a la pequeña Nina con él. La niña debía ser educada decentemente. Él tenía buenos amigos en Singapur que cuidarían de ella y la educarían de una manera apropiada. Todo iría bien, y aquella niña, a la cual parecía haber trasladado el viejo marino su primer afecto por la madre, sería la mujer más rica del Oriente, del mundo quizás. Así lo aseguró a voces el viejo Lingard, cruzando la veranda con sus pesados pasos marineros, gesticulando con una tagarnina encendida; andrajoso, desgreñado, entusiasmado; y Almayer, confuso y sentado sobre un montón de esteras, pensaba con terror en la separación del único ser humano a quien amaba, y quizá, con mayor terror aún, en la escena con su mujer, la salvaje tigre privada de su cría. Me envenenará, pensó el pobre infeliz, temeroso de esa fácil y final manera de solventar los problemas sociales, políticos o familiares de la vida malaya.
Con gran sorpresa suya, ella aceptó la noticia muy tranquila, limitándose a echarles a él y a Lingard una furtiva mirada, y no pronunciando ni una palabra. Esto, empero, no le impidió al siguiente día lanzarse al río y nadar detrás del bote en que Lingard se llevaba a la nodriza con la niña, que lloraba a gritos. Almayer tuvo que darle caza con su ballenera y arrastrarla cogida por los cabellos, mientras ella profería gritos y maldiciones capaces de hundir el firmamento. Sin embargo, después de dos días que se pasó dando gemidos, volvió a sus antiguos hábitos de vida, dedicándose a mascar nuez de betel, y pasándose el día sentada entre sus mujeres, en letárgica pereza. Envejeció muy rápidamente, y sólo abandonaba su apatía para saludar con un chaparrón de groserías o un insulto la accidental presencia de su marido.
Éste había construido para ella una caseta a la orilla del río, donde vivía en perfecto aislamiento.
Las visitas de Lakamba habían cesado cuando, por un oportuno decreto de la Providencia —y merced a una pequeña manipulación científica—, el viejo rajá de Sambir abandonó esta vida. Lakamba reinó entonces en aquel lugar, habiéndole ayudado sus amigos los árabes cerca de las autoridades holandesas. Said-Abdul-lá era el hombre influyente y el máximo traficante del Pantai. Almayer, arruinado y sin ayuda, preso en las apretadas mallas de la red de las intrigas árabes, debía su vida tan sólo al supuesto conocimiento del valioso secreto de Lingard. Éste había desaparecido. Escribió una vez desde Singapur diciendo que la niña estaba bien, y confiada al cuidado de la señora de Vinck, y que él se iba a Europa a recoger dinero para la gran empresa. «Regresaría pronto.» «No habría dificultades», añadía; «la gente se precipitaría a entregarle su dinero». Evidentemente, no sucedió así, porque ya no volvió a escribir más que una carta diciendo que estaba enfermo, y que no había hallado pariente alguno con vida. Después siguió un completo silencio. Europa se había tragado, por lo visto, al Rajá-Laut; y Almayer miraba en vano hacia poniente esperando que un rayo de luz le sacara de la negrura de sus rotas esperanzas. Los años pasaron: y las raras cartas de la señora de Vinck, y últimamente de su propia hija, eran la única cosa que le hacían llevadera la vida en medio del triunfante salvajismo de aquella región. Almayer vivía ahora solo, y ni siquiera visitaba a sus deudores, que, seguros de la protección de Lakamba, no querían pagarle. El fiel sumatrés Alí condimentaba su arroz y hacia su cate, porque no se atrevía a confiar en nadie más, y menos que en nadie en su mujer. Mataba el tiempo vagando por las veredas, medio cubiertas de vegetación, que rodeaban la casa, visitando los arruinados almacenes, donde tenía algunas armas de fuego —de bronce— cubiertas de cardenillo, y unas cuantas cajas, roías, de enmohecidas mercaderías de Manchester que le restaban de los buenos tiempos en que todo estaba lleno de vida y mercancías, y desde donde en aquella época vigilaba el trajín de la orilla del río, acompañado de su hijita.
Ahora las canoas de la parte alta de la comarca se deslizaban por delante del podrido y pequeño muelle de Lingard y Compañía, para remontar el brazo del río Pantai, y agruparse alrededor del nuevo muelle perteneciente a Abdul-lá. Nadie quería a Abdul-lá, pero no se atrevían a traficar con el hombre cuya estrella se había puesto. El que lo hiciera sabía que ningún favor podía esperar de los árabes o del rajá; no se le daría arroz a crédito en los tiempos de escasez; y Almayer no hubiera podido ayudarle, puesto que muchas veces disponía escasamente de lo indispensable para él. Almayer, en su aislamiento y desesperación, envidió con frecuencia a su vecino más próximo, el chino Jim-Eng, a quien podía ver tumbado sobre un montón de frías esteras, una almohada de madera bajo su cabeza, y una pipa de opio entre sus enervados dedos. Sin embargo, no buscó consuelo en el opio, quizá por ser demasiado costoso, quizá porque su orgullo de hombre blanco le salvó de aquella degradación; o antes bien porque le sostuvo el pensar en la vida de su hijita en las lejanas factorías del estrecho. Sabía de ella más a menudo desde que Abdul-lá compró un vapor, que hacia la expedición entre Singapur y el establecimiento del Pantai cada tres meses o cosa así. Almayer se sentía más cerca de su hija. Anhelaba verla, y proyectó un viaje a Singapur, pero demoró su partida de año en año, esperando siempre algún favorable cambio de fortuna. No quería reunirse con ella con las manos vacías y sin llevarle en los labios palabras de esperanza. No quería volverla a la vida salvaje a que él estaba condenado. Le temía también un poco. ¿Qué pensaría de él? Contaba los años. Sería toda una mujer. Una mujer civilizada, joven y llena de ilusiones; mientras él se sentía viejo y sin esperanza alguna, y muy parecido a los salvajes que le rodeaban. Se preguntaba cuál sería la suerte futura de su Nina. No podía contestar a esta pregunta ni se atrevía a afrontarla. Y aunque anhelaba reunirse con su hija, dudó años enteros.
Puso término a su duda la inesperada aparición de Nina en Sambir. Llegó en el vapor, al cuidado del capitán. Almayer la contempló con sorpresa y no sin admiración. Durante aquellos diez años la niña se había transformado en mujer. Pelo negro, cutis oliveño, esbelta estatura y notable belleza; grandes ojos tristes en los que la sobresaltada expresión común a la mujer malaya se había modificado por un tinte pensativo heredado de sus antepasados europeos. Almayer pensó con terror en el choque entre su mujer y su hija, y en lo que esta seria mujercita, vestida a la europea, pensaría de su madre, masticadora de nuez de betel, acurrucada en la oscura caseta, desordenada, medio desnuda, y huraña. Temía también una explosión de cólera de parte de aquella peste de mujer a la que había logrado hasta entonces mantener tolerablemente tranquila, salvando así el resto de sus dilapidados muebles. Y de pie ante la cerrada puerta de la caseta, bajo los inflamados rayos solares, permaneció escuchando el murmullo de sus voces, curioso de saber lo que pasaba en el interior. Las sirvientas habían recibido orden de retirarse al comenzar la entrevista, y ahora aparecían agrupadas en la empalizada, con los rostros medio cubiertos, en un cuchicheo de curiosa expectación. Se olvidó de sí mismo tratando de alcanzar alguna perdida palabra al través de las paredes de bambú, hasta que el capitán del barco, que había traído a la joven, temiendo una insolación, le cogió por un brazo y se lo llevó a la sombra de su propia galería, donde estaban ya los baúles de Nina, que habían sido traídos a tierra por los marineros. Tan pronto como el capitán Ford tuvo un vaso ante sí y su cigarro encendido. Almayer solicitó la explicación de la inesperada llegada de su hija Ford dijo poco, fuera de expresar en términos vagos, pero violentos, lugares comunes sobre la tontería de las mujeres en general, y de la señora de Vinck en particular.
—Ya ve usted. Kaspar —díjole en conclusión al excitado Almayer—, era fastidioso tener una joven mestiza en la casa. En todas partes abundan los tontos. Había un joven que no hacía más que pasar por la casa de la señora de Vinck, mañana y tarde. La anciana señora pensó que era por su Emma. Mas, cuando supo exactamente lo que deseaba, se armó un escándalo de mil demonios. No quiso tener a Nina —ni una hora más— en la casa. El hecho es que yo oí hablar de este asunto, y llevé a la niña con mi mujer. Mi mujer es una encantadora mujer —para lo que se usa— y aseguro por quien soy que hubiéramos tenido gustosamente a la joven, pero ella no quiso aceptar. ¡Qué se le va a hacer! Tranquilícese. Kaspar. Siéntese. ¿Qué puede usted hacer? Es mejor así. Déjela vivir con usted. Ella allí no podía ser feliz. Las dos hijas de la señora de Vinck son dos monas vestidas, pero la despreciaban. Usted no puede volverla blanca. Esto no es posible, aunque me lo jure. No puede usted. Sin embargo, es una excelente muchacha: pero no quiso decir a mi mujer ni una sola palabra. Si desea usted enterarse mejor, pregúntele a ella misma; pero, si yo fuese usted, la dejaría tranquila. Está usted dispensado de pagar su pasaje, querido amigo, si anda escaso ahora.
Y. tirando su cigarro, se marchó a «echar un vistazo a bordo», según dijo.
Almayer esperó en vano oír de labios de su hija la causa de su regreso. Ni aquel día ni ningún otro, aludió a su vida en Singapur. Él no se atrevió a preguntar, atemorizado por la impasible calma de su semblante, por aquellos graves ojos que miraban detrás de él la gran selva durmiente en majestuoso reposo, arrullada por el murmullo del ancho río. Aceptó la situación, feliz con el sencillo y protector afecto que su hija le demostraba, teniendo que aguantar de cuando en cuando sus caprichos, porque ella tenía, según decía, sus malos días cuando visitaba a su madre y permanecía largas horas en la caseta de la orilla del río, reapareciendo inescrutable como nunca, con desdeñosa mirada y réplica pronta a saltar a la menor indicación de su padre. Él se acostumbró a ello, y en aquellos días guardaba silencio, aunque grandemente alarmado por la influencia de su mujer sobre Nina.
Por otra parte, ésta se adaptaba maravillosamente a las condiciones de aquella miserable vida semisalvaje. Aceptaba sin preguntar y sin aparente disgusto el descuido, ruina y pobreza de la casa, la ausencia de muebles, y la alarmante y creciente dieta de arroz en la mesa.
Vivía con Almayer en la casita (ahora en triste decadencia) construida primitivamente por Lingard para la joven pareja. Los malayos discutían acaloradamente su llegada. Hubo al principio un gentío enorme, compuesto de mujeres malayas con sus chicos, a pedir con instancias el Ubat —panacea— para todas las enfermedades del cuerpo a la joven Mem Putih.
Con la frescura del crepúsculo, los graves árabes, vistiendo largas camisas blancas y chaquetas amarillas sin mangas, se encaminaban lentamente por la polvorienta vereda de la orilla del río en dirección a la puerta de la casa de Almayer, y hacían solemnes visitas a éste. Acudían con fútiles pretextos de negocios, tan sólo por echar a la joven una mirada con aire de gran dignidad.
Hasta Lakamba salió de sus dominios con gran pompa de canoas de guerra y sombrillas encarnadas, y desembarcó en el pequeño y carcomido muelle de Lingard y Compañía. Iba, dijo, a comprar un par de cañones de bronce para regalárselos a su amigo el jefe de los dayaks de Sambir; y mientras Almayer, escamado, pero cortés, se ocupaba en desenterrar él mismo dos viejas cerbatanas en los almacenes, el rajá se sentó en una poltrona de la veranda, rodeado de su respetable acompañamiento, esperando en vano la aparición de Nina. Ésta se hallaba en uno de sus malos días, y permaneció en la caseta de su madre observando con ella las ceremonias que tenían lugar en la galería.
El rajá partió, confundido, pero cortés, y pronto empezó Almayer a recoger el beneficio de estas mejoradas relaciones con el gobernadorcillo, en forma de recobrar algunas deudas, que se le pagaron, con grandes excusas y profundas zalemas, por los deudores que hasta entonces había considerado como del todo insolventes. En estas condiciones empezó a reanimarse un poco. Quizá no estuviera todo perdido. Aquellos árabes y malayos habían visto al fin —pensó— que él era un hombre de cierta habilidad. Y comenzó, según su modo de ser, a planear grandes cosas, y a soñar con grandes fortunas para él y Nina. ¡Especialmente para Nina! Entusiasmado con tan vivificantes impulsos, pidió al capitán Ford que escribiera a sus amigos de Inglaterra para hacer averiguaciones sobre Lingard. ¿Estaba vivo o muerto? Si estaba muerto, ¿había dejado algunos papeles, documentos, cualquier indicación o señas acerca de su gran empresa? Al mismo tiempo él había hallado entre los escombros en una de las habitaciones vacías un cuaderno perteneciente al viejo aventurero. Estudió la garabateada escritura de sus páginas y con frecuencia se quedó pensativo sobre ellas. Otros asuntos le sacaron también de su apatía.
El revuelo levantado en toda la isla por el establecimiento de la Compañía Británica de Borneo afectó hasta el perezoso flujo de la vida del Pantai. Se esperaban grandes cambios; se habló de anexión; los árabes se mostraban amigos. Almayer empezó a construir su nueva casa para hospedaje de los futuros ingenieros, agentes, o colonos de la nueva Compañía. Gastó todos los florines disponibles con confiado corazón. Una sola cosa vino a perturbar su felicidad: su mujer salió de la reclusión en que estaba, con su chaqueta verde, sus cortas y viejas faldillas, chillona voz y la apariencia de bruja, e irrumpió en su tranquila vida en el pequeño bungalow. Y su hija pareció aceptar esta intrusión salvaje en su diaria existencia con maravillosa ecuanimidad. A él no le agradaba, pero no se atrevió a protestar.
Capítulo III
Las discusiones sostenidas en Londres tuvieron una importancia de lejano alcance; y la decisión tomada en las oficinas, veladas por la niebla, de la Compañía de Borneo obscurecieron para Almayer el brillante resplandor de los trópicos y añadieron otra gota de amargura a la copa de sus desencantos.
La demanda de aquella parte de la costa oriental fue abandonada, dejando el río Pantai bajo del poder nominal de Holanda. En Sambir hubo alegría y excitación. Los esclavos tenían prisa por verse en el monte, y las banderas fueron izadas a lo alto de las astas del cercado del rajá en espera de la visita de los botes del barco de guerra holandés.
La fragata permaneció anclada fuera de la boca del río y los botes vinieron a remolque de la lancha de vapor, avanzando con precaución entre las innumerables canoas llenas de malayos ataviados vistosamente. El oficial en jefe escuchó gravemente las protestas de fidelidad de Lakamba, correspondió a las zalemas de Abdul-lá, y aseguró a aquellos caballeros escogidos por el gran rajá de los malayos —allá en Batavia— los sentimientos de amistad y benevolencia que alimentaba para con el gobernador y habitantes de este estado modelo de Sambir.
Almayer desde su galería vio desplegarse en el otro lado del río la festiva ceremonia, oyó los cañonazos de saludo a la nueva bandera regalada a Lakamba, y el profundo murmullo de la muchedumbre de espectadores apiñados alrededor de la empalizada. Al ver cómo el humo de los cañonazos se elevaba en blancas nubes tras la verdura de la selva, no pudo menos de comparar sus perdidas esperanzas con la rapidez con que las nubecillas desaparecían. No tenía motivos para estar patrióticamente engreído por el acontecimiento y aun tuvo que violentarse para proceder amablemente durante el recibimiento oficial de los marinos de la Comisión, que cruzaron el río para hacer una visita al solitario hombre blanco de que habían oído hablar, deseando indudablemente echar también una mirada a su hija. En esto se llevaron chasco porque Nina no quiso presentarse; pero parecieron consolarse fácilmente con la ginebra y cigarros con que les obsequió el hospitalario Almayer; y hundiéndose cómodamente en los desvencijados sillones a la sombra de la galería, mientras el inflamado fuego solar parecía incendiar el río, llenaron el pequeño bungalow de extraños sonidos de idiomas europeos, con rumores, risas y jocundas cuchufletas, a costa del gordo Lakamba a quien tanto habían cumplimentado aquella mañana. Los más jóvenes, en un acceso de buen humor, hicieron hablar a su huésped; y Almayer, excitado por la vista de caras europeas y por el sonido de sus voces, abrió su corazón a los simpáticos extranjeros y, sin advertir que se estaban divirtiendo, hizo la relación de todas sus desdichas a aquellos futuros almirantes. Ellos bebieron a su salud, deseándole muchos y grandes diamantes y una montaña de oro, expresándole su envidia por los altos destinos que le esperaban. Animado por tal cordialidad, el encanecido y loco soñador invitó a sus huéspedes a visitar su nueva casa.
Fueron allí en desparramada procesión a través de las altas hierbas, mientras sus botes se preparaban para el regreso río abajo con la frescura de la tarde. Y en las grandes habitaciones vacías donde el tibio viento penetraba por las ventanas sin cristales, formando remolinos de hojas secas y del polvo de muchos días de abandono, Almayer con su americana blanca y floreado sarong, rodeado por un círculo de brillantes uniformes, golpeó con el pie para demostrar la solidez de los bien dispuestos pisos y se extendió sobre las bellezas y conveniencia de la edificación. Ellos le escuchaban y asentían, sorprendidos de la asombrosa simplicidad e insensatos sueños de aquel hombre, hasta que Almayer, impulsado por su excitación, reveló la contrariedad que le causaba el que no se establecieran los ingleses, «que conocen el modo de desenvolver la riqueza de un país», según dijo.
Esto hizo estallar en una carcajada general a los oficiales holandeses, y se inició un movimiento hacia los botes; pero cuando Almayer, andando con precaución sobre las podridas tablas del muelle de Lingard, se aproximó al jefe de la Comisión ensayando algunas tímidas insinuaciones respecto de la protección requerida por el súbdito holandés contra los asuntos árabes, aquel diplomático de agua salada le dijo de una manera significativa que los árabes eran mejores súbditos que los holandeses que traficaban ilegalmente en pólvora con los malayos. El inocente Almayer reconoció desde luego en esta recriminación la untuosa lengua de Abdul-lá y la solemnemente persuasiva influencia de Lakamba; pero antes de que tuviese tiempo de formular una indignada protesta, la lancha de vapor y la hilera de botes, deslizándose rápidamente río abajo, le dejaron en el muelle, con la boca abierta de sorpresa y rabia.
Hay treinta millas de navegación a las islas de esmeralda del estuario, donde la fragata aguardaba el regreso de los botes. La luna se elevó bastante antes de que los botes hubieran atravesado la mitad de la distancia y la negra selva, durmiendo sosegadamente bajo sus fríos rayos, despertó aquella noche a las sonoras risas de la pequeña flotilla, provocadas por el recuerdo de las lamentables narraciones de Almayer.
Las chanzas propias de la gente de mar a expensas del pobre hombre pasaron de bote en bote, la no aparición de su hija fue comentada con severo desagrado, y la medio terminada casa destinada a la recepción de los ingleses recibió en aquella alegre noche el nombre de «La locura de Almayer» por el voto unánime de los joviales marinos.
Durante muchas semanas después de esta visita la vida en Sambir volvió a seguir su curso monótono y tranquilo.
Todos los días el sol, lanzando sus matutinos rayos por encima de las copas de los árboles, alumbraba la habitual escena de diaria actividad. Nina, paseando por el sendero que constituía la única calle del establecimiento, veía las acostumbradas escenas de hombres recostados a la sombra de las casas, en las altas plataformas; de mujeres atareadas en descascarillar el cotidiano arroz; o de atezados chicos desnudos correteando a lo largo de los estrechos y sombreados senderos que conducían a los descampados. Jim-Eng, que paseaba ocioso ante su casa, la saludaba con una amistosa inclinación antes de subir a las habitaciones superiores en busca de la amada pipa de opio.
Los chicos mayores se apiñaban alrededor de ella, permitiéndose excesivas familiaridades, tirándole de las faldas de su blanco vestido con sus dedos negros, y mostrando sus brillantes dientes en espera de que les echase cuentas de cristal. Ella los saludaba con una sonrisa, y siempre tenía algunas amistosas palabras que dirigir a una muchacha siamesa, esclava de la propiedad de Bulangi, cuyas numerosas mujeres, según se decía, tenían mal genio. Muy fundados rumores referían también que todas las querellas domésticas de dicho laborioso cultivador terminaban generalmente en un combinado asalto de todas sus mujeres contra la esclava siamesa. Esta muchacha jamás se quejó —quizá por dictados de prudencia, o más bien por la resignada apatía de su estado semisalvaje.
Desde las primeras horas de la mañana se la veía por los senderos que corrían entre las casas, por los muelles de la orilla del río, con la batea de pasteles que era su misión vender, diestramente llevada sobre su cabeza. Durante el gran calor del día acostumbraba a buscar refugio en el campong de Almayer, donde con frecuencia se sentaba a la sombra, en un rincón de la galería, cuando era invitada por Nina. Para «Mem-Putih» siempre tenía ella una sonrisa, pero la presencia de la señora de Almayer con su chillona voz era la señal de su apresurada partida.
A esta muchacha le hablaba Nina con frecuencia; los demás habitantes de Sambir rara vez o nunca oían el sonido de su voz. Con el tiempo se acostumbraron a considerar a esta silenciosa figura moviéndose en su sombría calma, y vestida de blanco, como un ser del otro mundo, incomprensible para ellos.
Sin embargo, la vida de Nina, a pesar de su aparente indiferencia por todo lo que la rodeaba, estaba lejos de ser tranquila, a causa de la excesiva irritabilidad de la señora de Almayer, poco propicia a la felicidad y aun a la seguridad de la familia.
Había reanudado la comunicación con Lakamba, no personalmente, esto era verdad —por la dignidad que este potentado guardaba en el interior de su estacada—, sino por medio de su agente, que era a la vez su primer ministro, jefe del puerto, consejero financiero y factótum general. Este personaje —de origen sulu— estaba en verdad dotado de cualidades de estadista, pero totalmente desprovisto de encantos personales. Era perfectamente repulsivo, tuerto, picado de viruelas, que le habían desfigurado horriblemente la nariz y los labios. En sus horas desocupadas, que eran casi todas las del día, se paseaba a menudo por el jardín de Almayer en un traje no oficial, compuesto de una pieza de percal color rosa alrededor de su cintura. Allí, a la espalda de la casa, en cuclillas sobre los esparcidos rescoldos, en estrecha proximidad a la gran olla de hierro, donde se cocinaba el diario arroz familiar por las mujeres bajo la inspección de la señora de Almayer, mantenía con ésta aquel astuto negociador largas conversaciones en idioma sulu.
Los temas de estos diálogos se podían fácilmente conjeturar por las subsiguientes escenas desarrolladas en el hogar de Almayer.
Últimamente, Almayer había tomado la costumbre de hacer excursiones río arriba. En una pequeña canoa con dos remeros y el fiel Alí de timonel, desaparecía de vez en cuando durante algunos días. Todos sus movimientos eran, sin duda alguna, observados por Lakamba y Abdul-lá, porque se le suponía hombre de confianza del Rajá-Laut y en posesión de sus valiosos secretos.
Las gentes de la costa de Borneo creían implícitamente en la existencia de diamantes de fabuloso valor y de minas de oro de enorme riqueza en el interior. Y todas aquellas imaginaciones estaban exaltadas por la dificultad de adentrarse a gran distancia por el interior de la isla, y muy especialmente por el lado de la costa nordeste, donde los malayos y las tribus ribereñas de dayaks o cazadores de cabezas están eternamente en guerra.
Era también verdad que algún oro llegaba a la costa por mano de esos mismos dayaks, cuando, durante cortos períodos de tregua en el constante guerrear, visitaban los establecimientos malayos del exterior. Y así crecían las exageraciones más absurdas sobre las ligeras bases de aquel hecho tan insignificante.
Almayer, en su calidad de hombre blanco —como Lingard antes que él—, tenía relaciones algo mejores con las tribus de la parte alta del río. Sin embargo, sus excursiones no estaban exentas de peligro, y su regreso era siempre ansiosamente esperado por el impaciente Lakamba. Mas siempre se veía chasqueado el rajá.
Vanas eran las conferencias sostenidas junto al pote de arroz por su ayudante Babalatchi con la mujer del hombre blanco. Éste permanecía impenetrable. Impenetrable a la persuasión, a los halagos y a los insultos; a las dulces palabras y a los agudos ultrajes; a los desesperados ruegos y a las amenazas de muerte; porque la señora de Almayer, en su deseo ilimitado de persuadir a su marido a aliarse con Lakamba, ponía en ello toda la gama de su pasión. Con el sucio vestido arrollado apretadamente bajo los sobacos, sobre su enjuto pecho, el escaso pelo entrecano caído en desorden sobre los abultados pómulos, en actitud suplicante, pintaba con estridente volubilidad las ventajas de una estrecha alianza con un hombre tan bueno y de tan provechoso y extendido comercio.
—¿Por qué no vas a ver al rajá? —le gritaba—. ¿Por qué vuelves a buscar a esos dayaks de la gran selva? Hay que acabar con ellos. ¡Tú no puedes matarles, no puedes; pero los hombres del rajá son bravos! Dile al rajá dónde está el tesoro del viejo hombre blanco. ¡Nuestro rajá es bueno! ¡Es nuestro verdadero padre, Datu Besar! Matará a esos perversos dayaks, y tú tendrás la mitad del tesoro. ¡Oh, Kaspar, di dónde está el tesoro! ¡Dímelo a mí! ¡Enséñame ese papel del viejo que tú lees a menudo por las noches!
En tales ocasiones, Almayer permanecía sentado, inclinándose ante la explosión de estas domésticas tempestades, interrumpiendo tan sólo durante las pausas la torrencial elocuencia de su mujer con un colérico gruñido:
—¡No hay tal tesoro! ¡Márchate, mujer!
Exasperada ante la vista de su paciente espalda encorvada, daba vueltas ante él alrededor de la mesa, y agarrando su vestido con una mano, extendía el otro enflaquecido brazo y mano de garra, en un arrebato de rabia y desprecio, para dar más fuerza a las frases violentas y terribles maldiciones que lanzaba a granel sobre la cabeza de aquel hombre, indigno de asociarse con los valerosos jefes malayos.
La escena terminaba generalmente levantándose Almayer con lentitud, con su gran pipa en la mano, revelando en la tristeza de su mirada la pena que sentía, mientras se alejaba en silencio. Descendía los escalones y se sumergía entre las altas hierbas, encaminándose a rastras a su solitaria casa nueva, con muestras de cansancio físico, de disgusto y temor ante aquella furia.
Ella le seguía hasta lo alto de las escaleras, y le disparaba los últimos dardos de sus improperios al batirse en retirada. Y cada una de aquellas reyertas terminaba en un penetrante chillido que le seguía hasta lo lejos:
—¡Ya sabes, Kaspar, que yo soy tu mujer! ¡Tu propia mujer cristiana, según vuestras leyes!
Pues comprendía que esto era para él lo más amargo de todo; el dolor supremo en la vida de aquel hombre.
A todas aquellas escenas asistía Nina inmóvil, sin revelar el mínimo sentimiento ni la más leve sensación, como si fuese sordomuda. No obstante, con frecuencia, cuando su padre había buscado refugio en las grandes y polvorientas habitaciones de «La locura de Almayer», y su madre, agotada por sus retóricos esfuerzos, se acurrucaba fatigada sobre sus talones con la espalda apoyada contra la pata de la mesa, Nina se aproximaba a ella con curiosidad, defendiendo sus faldas del jugo del betel con que su madre regaba el suelo, y la contemplaba como pudiera haber mirado el cráter de un volcán después de una devastadora erupción. Los pensamientos de la señora de Almayer, después de estas escenas, retornaban al canal de reminiscencias de la infancia, y ella les daba expresión en forma de un monótono recitado —sin conexión—, describiendo las glorias del sultán de Sulu, su gran esplendor, su poder y sus grandes proezas; y el temor que paralizaba el corazón de los hombres blancos a la vista de sus veloces praos piratas. Y estos relatos, pronunciados en un sordo canturreo, referentes a su abuelo, iban mezclados con trozos de fecha más reciente, en los que los recuerdos del gran combate con el bergantín del «Demonio blanco», y de su vida en el convento de Samarang, ocupaban el principal lugar.
En tal punto solía perder el hilo de su narración, y sacando la crucecita de bronce que llevaba siempre prendida de su cuello, la contemplaba con supersticioso temor. Este sentimiento, unido a la vaga idea de algunas talismánicas propiedades de aquel pedacito de metal, y la aún más nebulosa, pero terrible, noción de los malos Djinns, y pavorosos tormentos inventados, según creía, para su especial castigo por la buena madre superiora, en caso de pérdida del talismán, eran el único bagaje teológico de la señora de Almayer para el tormentoso camino de la vida.
La madre de Nina tenía, por lo menos, algo tangible a que adherirse; pero la joven, educada conforme al credo protestante que profesaba la señora de Vinck, no tenía siquiera una pequeña pieza de metal que le recordara sus pasadas enseñanzas. Y escuchando el recitado de aquellas salvajes glorias, de aquellos bárbaros combates y selváticos festines, las historias de acciones valerosas, aunque algo sanguinarias, donde los hombres de la raza de su madre brillaban por encima de los holandeses, se sintió ella misma irresistiblemente fascinada y vio con vaga sorpresa que el superficial barniz de civilizada moralidad con que las gentes de buena voluntad habían envuelto su alma joven, desaparecía y la dejaba temblorosa y desamparada como si estuviera al borde de algún profundo y desconocido abismo.
Por extraño que parezca, este abismo no la asustaba cuando se hallaba bajo de la influencia de la alocada bruja, a quien llamaba su madre. Parecía haber olvidado en los lugares civilizados su vida anterior a la época en que Lingard la había secuestrado, por decirlo así, sacándola de Brow. Desde entonces había tenido enseñanza cristiana, educación social, y un buen reflejo de vida civilizada. Por desgracia, sus maestros no entendieron su naturaleza y la educación terminó en una escena de humillación, en una explosión de menosprecio de la gente blanca por razón de su sangre mestiza. Había experimentado toda la amargura de esto, y recordaba perfectamente que la indignación de la virtuosa señora de Vinck no se dirigió tanto contra el joven causante, como contra la inocente víctima de la ciega pasión del enamorado.
Y no existía duda alguna para ella de que la principal causa de la indignación de la señora de Vinck era el pensamiento de que tal cosa hubiera acaecido en un nido blanco, donde ella tenía dos níveas palomas, las dos señoritas Vinck, que acababan de regresar de Europa para encontrar abrigo bajo el ala materna y esperar allí la llegada de los hombres irreprochables que les deparase el destino. Ni aun el pensamiento del dinero —tan afanosamente reunido por Almayer, y tan puntualmente enviado para pagar los gastos— pudo disuadir a la señora de Vinck de poner en práctica su virtuosa resolución. Nina fue despedida, y en verdad que deseaba marcharse, aunque le asustase el cambio. Y desde entonces había vivido en el río durante tres años con una madre salvaje y un padre atenazado por la intriga, con la cabeza llena de sueños locos, débil, irresoluto y desgraciado. Había llevado una vida, privada de todos los beneficios de la civilización, en miserables condiciones domésticas; había respirado una atmósfera de sórdidas conspiraciones para obtener ganancias, o de no menos desagradables intrigas inspiradas por la codicia; y estas cosas, unidas a las domésticas querellas, fueron los únicos acontecimientos de su existencia durante un trienio. No había muerto de desesperación y disgusto el primer mes, como esperaba y casi deseaba. Por el contrario, transcurrido que hubo medio año, le parecía que no había conocido otra vida. Su joven inteligencia, a la que tan torpemente se había permitido vislumbrar mejores cosas, y a la que se había vuelto a sepultar en un desesperado cenagal de barbarie, ofuscada por fuertes e irresistibles pasiones, había perdido la facultad de discernir. Le parecía a Nina que no se había operado cambio ni —diferencia alguna. Que se traficase en almacenes de ladrillo a la orilla del cenagoso río; que se ganase poco o mucho; que los hombres hiciesen el amor a la sombra de los grandes árboles o de la Catedral, en el paseo de Singapur; que los hombres urdieran intrigas para hacer triunfar sus propios menesteres al amparo de las leyes y de acuerdo con las reglas de cristiana conducta, o que lograsen la satisfacción de sus deseos con la astucia salvaje y la inquieta ferocidad propias de naturalezas tan huérfanas de cultura como sus propias inmensas y sombrías selvas; en todo ello a Nina le pareció ver solamente las mismas manifestaciones de amor y de odio, y el sórdido apasionamiento por la caza del incierto dólar en todas sus variadas y múltiples formas.
Sin embargo, su naturaleza, impetuosa, al cabo de todos aquellos años, llegó a preferir la salvaje e irreconciliable sinceridad de propósito mostrada por sus afines malayos, a la pulida hipocresía, a los disfraces corteses y a las virtuosas pretensiones de las gentes blancas con quienes ella había tenido la desgracia de estar en contacto. Al fin y al cabo, ésta era su vida, y así pensando cayó más y más bajo la influencia de su madre. Buscando en su ignorancia un aspecto mejor a aquella vida, escuchó con avidez las historias de las fenecidas glorias de los rajás, a cuya raza pertenecía, y así cobró gradualmente más indiferencia y más desprecio hacia la raza blanca de que descendía, representada por un padre débil y sin tradición.
Las dificultades económicas de Almayer no disminuyeron con la presencia de su hija en Sambir. La agitación producida por su llegada había cesado, es verdad, y Lakamba no había renovado sus visitas; pero un año después de la partida de los botes del barco de guerra, el sobrino de Abdul-lá, Said Reshid, regresó de su peregrinación a la Meca, muy envanecido con su chaqueta verde y el orgulloso título de hadji. Hubo gran entusiasmo para recibirle a bordo del vapor que le trajo, y grandes redobles de tambores durante toda la noche en el campong de Abdul-lá, prolongándose los festejos de la bienvenida hasta las primeras horas de la mañana. Reshid era el sobrino favorito y heredero de Abdul-lá, y este amoroso tío, habiéndose encontrado a Almayer un día por la ribera, le paró cortésmente para cambiar sus saludos y pedirle con toda solemnidad una entrevista. Almayer sospechó algún intento de estafa, o cualquier otra cosa desagradable, pero naturalmente consintió, con grandes muestras de regocijo. De acuerdo con esto, a la tarde siguiente, después de la puesta del sol. Abdul-lá llegó acompañado por otros varios árabes respetables y por su sobrino. Este joven —de aspecto libertino— afectó con estudiada actitud la mayor indiferencia.
Cuando los portadores de las antorchas se hubieron agrupado bajo las escaleras y los visitantes estuvieron sentados en varias sillas desvencijadas, Reshid permaneció apartado en la sombra contemplando sus pequeñas y aristocráticas manos con gran atención. Almayer, sorprendido por la gran solemnidad de sus visitantes, se sentó en un ángulo de la mesa con su característica falta de dignidad, rápidamente observada por los árabes Con gran disgusto. Pero, no obstante, habló Abdul-lá, dirigiendo su mirada, por encima de Almayer, a la roja cortina colgada de la puerta y cuyos ligeros movimientos revelaban la presencia de las mujeres, sentadas detrás. Empezó cumplimentando a Almayer con toda cortesía por los largos años que habían habitado juntos en cordial vecindad, y pidió a Alá le concediera muchos años más para alegrar los ojos de sus amigos con su agradable presencia. Hizo una cortés alusión a la gran consideración que le habían demostrado a él (Almayer) los «comisionados» holandeses, y sacó de aquí la aduladora consecuencia de la gran importancia de Almayer entre su propia gente. Él —Abdul-lá— era también importante entre todos los árabes, y su sobrino Reshid sería el heredero de su posición social y grandes riquezas. Ahora Reshid era ya un hadji. Poseía diversas mujeres malayas, pero ya era hora de que tuviese una esposa favorita, la primera de las cuatro permitidas por el Profeta. Y hablando con toda cortesía, explicó también al estupefacto Almayer, que si consentía en la alianza de su linaje con el de este verdadero creyente y virtuoso Reshid, ella sería la dueña de todos los esplendores de la casa de Reshid, y la primera mujer del primer árabe del archipiélago, cuando él —Abdul-lá— fuese llamado a gozar del paraíso por Alá, todo misericordioso.
—Hazte cargo, Tuan —le dijo en conclusión—, las otras mujeres serian sus esclavas, y la casa de Reshid es grande. Ha traído de Bombay grandes divanes y costosos tapices, y también muebles europeos. Tiene además un gran espejo en un marco que brilla como el oro. ¿Qué más puede desear una mujer?
Y mientras Almayer le miraba con silencioso abatimiento. Abdul-lá habló en un tono más confidencial, dejando suspensos a sus oyentes, y terminó su discurso señalando las ventajas materiales de tal alianza, y ofreciendo entregarle tres mil dólares en señal de sincera amistad y como precio por la joven.
Por poco le da un ataque al pobre Almayer. Aunque ardía en deseos de agarrar a Abdul-lá por la garganta, le bastó pensar en lo critico de su situación en medio de aquellos salvajes para comprender la necesidad de una solución diplomática. Dominó sus impulsos y habló fría y cortésmente, diciendo que la muchacha era muy joven y que era además como la niña de sus ojos. Tuan Reshid, un creyente y un hadji, no debía tener a una mujer infiel en su harén; pero viendo la escéptica sonrisa de Abdul-lá a esta última objeción, permaneció silencioso, no atreviéndose a hablar más, ni a rehusar abiertamente, ni a decir ninguna otra cosa que pudiera comprometerle.
Abdul-lá comprendió el significado de tal silencio y, levantándose, le hizo una profunda zalema. Deseó a su amigo Almayer que «viviese mil años», y descendió las escaleras ayudado respetuosamente por Reshid. Los portadores de las antorchas sacudieron éstas, esparciendo una lluvia de chispas en el río, y el cortejo se puso en movimiento dejando a Almayer agitado, pero grandemente satisfecho de su partida. Se dejó caer en una silla y contempló el brillo de las antorchas entre los troncos de los árboles hasta que desaparecieron y un completo silencio sucedió al ruido de las pisadas y al murmullo de las voces.
No se movió hasta que sonó el descorrer de la cortina y salió Nina a la galería, sentándose en una mecedora, donde acostumbraba a permanecer horas enteras todos los días. Imprimió un ligero balanceo a su asiento, inclinándose hacia atrás con los ojos entornados, medio ocultos por su largo cabello, que la defendía de la humeante luz de la lámpara situada sobre la mesa.
Almayer la miró furtivamente, pero el rostro de la joven estaba más impasible que nunca. Volvió su cabeza ligeramente hacia su padre, y hablándole, con gran sorpresa de éste, en inglés, le preguntó:
—¿Ha estado aquí Abdul-lá?
—Sí —contestó Almayer—, acaba de irse.
—¿Y qué quería, padre?
—Quería comprarte para Reshid —satisfizo Almayer brutalmente, por la rabia de que estaba poseído, y mirando a la joven como en espera de alguna explosión de su dignidad herida.
Pero Nina permaneció aparentemente inmóvil, mirando como entre sueños la negrura exterior de la noche.
—Ten cuidado. Nina —dijo Almayer, después de un corto silencio, levantándose—, ten cuidado cuando vayas por ahí sola remando por esos arroyos en tu canoa. Ese Reshid es un granuja brutal, y no se puede decir lo que será capaz de hacer. ¿Me oyes?
Ella se había levantado para irse y tenía cogida con una mano la cortina de la puerta. Se volvió rápidamente, echando atrás sus espesas trenzas con un repentino gesto.
—¿Crees que se atrevería? —le preguntó vivamente, y entonces, volviéndose otra vez para irse, añadió a media voz—: No se atrevería. Los árabes son todos unos cobardes.
Almayer la miró atónito. No buscó el reposo en su hamaca. Se paseó absorto, deteniéndose algunas veces ante la balaustrada para pensar. La lámpara se apagó. La primera raya del amanecer rompió sobre la selva; Almayer se estremeció con el aire húmedo.
—Me doy por vencido —musitó para sí mismo tumbándose fatigadamente—. ¡Condenadas mujeres! ¡Bien! ¡Cualquiera diría que desea ser robada!
Y sintió nacer en su corazón un anónimo temor que le estremeció de nuevo.
Capítulo IV
Aquel año, hacia el final de la época del monzón del sudoeste, llegaron a Sambir inquietantes rumores. El capitán Ford, que fue a pasar la velada a casa de Almayer, llevó los últimos números del Straits Times con las noticias de la guerra de Atyeh y de la desgraciada expedición holandesa. Los nakhodas, que a bordo de ligeros praos comerciales remontaron el río y visitaron a Lakamba, discutieron con este potentado la precaria situación de los negocios, mostrando con graves cabeceos su desagrado por las exacciones de los holandeses, su severidad y general tiranía, que paralizaba en todas partes el tráfico de pólvora y sometía a rigurosas visitas a todas las embarcaciones sospechosas que comerciaban en aguas de Macassar. Hasta el leal espíritu de Lakamba se conturbó y puso en un estado de sordo descontento por la retirada de su licencia para vender pólvora y por la inesperada y brusca confiscación de ciento cincuenta barriles de este producto, que cayó en poder del cañonero Princesa Amelia cuándo, después de un azaroso viaje, había casi llegado a la boca del río.
Estas desagradables nuevas le fueron comunicadas por Reshid, el cual, después del fracaso de sus proyectos matrimoniales y durante un largo viaje comercial por el Archipiélago, había comprado la pólvora para su amigo, pero fue registrado y privado de ella a su regreso cuando estaba congratulándose de su astucia y habilidad en evitar la detención. La ira de Reshid se dirigía principalmente contra Almayer, del que sospechaba había notificado a las autoridades holandeses la guerra de sorpresas y escaramuzas sostenida por los árabes y el rajá contra la tribus dayaks de la parte superior del río.
Con gran sorpresa de Reshid, el rajá recibió sus quejas muy fríamente, y no dio señales de resentimiento contra el hombre blanco. Lakamba, en verdad, sabía muy bien que Almayer era absolutamente inocente de toda intervención en este asunto; y, por otra parte, su estado de ánimo para con aquél tan perseguido individuo había cambiado totalmente a consecuencia de la reconciliación efectuada entre él y su viejo enemigo por el nuevo amigo de éste, Dain Marula.
Almayer tenía ahora un amigo. Poco después de la partida de Reshid para su viaje comercial. Nina, que navegaba lentamente en la canoa a la deriva con la marea, de regreso a casa después de una de sus solitarias excursiones, oyó en una de las pequeñas ensenadas un chapoteo, como de pesadas cuerdas golpeando en el agua, y el prolongado canto con que los hombres de mar malayos acompañan algún trabajo pesado. A través de la espesa franja de arbustos que ocultaba la entrada de la caleta, vio la alta arboladura de un velero europeo sobresaliendo por encima de un grupo de nipas. El ruido provenía de que estaban halando un bergantín desde la pequeña ensenada al brazo principal del río. El sol se había puesto y, durante los cortos momentos del crepúsculo. Nina vio el bergantín que, ayudado por la brisa de la tarde y el flujo de la marea, bajaba hacia Sambir con viento en el trinquete.
La joven sacó su canoa de la corriente principal a uno de los estrechos canales que corrían entre las isletas de arbolado y remó vigorosamente sobre las oscuras y durmientes aguas hacia Sambir. La canoa rozó las palmeras acuáticas que orillaban los cortos espacios de la ribera, cenagosa, donde reposados caimanes la contemplaban con perezosa indiferencia y, justamente cuando la oscuridad se echaba encima, llegó a la ancha confluencia de las dos ramas principales del río, donde el bergantín estaba ya anclado con las velas plegadas, las vergas en caja y los puentes desiertos. Nina tenía que cruzar el río y pasar muy cerca del bergantín con objeto de atracar junto a su casa en el bajo promontorio entre los dos brazos principales del Pantai.
A lo largo de ambos brazos del río, frente a las casas edificadas en las orillas y sobre el agua, las luces parpadeaban ya, reflejadas en la corriente. El zumbido de voces, tal cual grito de un niño, el rápido y bruscamente interrumpido redoble de un tambor de madera, junto con algún distante saludo lanzado a gritos en la oscuridad por los pescadores de regreso, llegaba hasta ella sobre la ancha extensión del río. Dudó un poco antes de cruzar. La presencia de un navío aparejado a la europea le produjo alguna inquietud, pero el río en esta zona estaba lo bastante oscuro como para hacer casi invisible una canoa. Aceleró su pequeña embarcación con rápidos golpes de pagaya, arrodillándose en el fondo e inclinándose hacia adelante para apagar cualquier sonido sospechoso mientras dirigía su esquife al pequeño muelle de Lingard y Compañía. La fuerte luz de la lámpara de parafina brillando en la blanqueada galería de la casa de Almayer servía como de oportuno faro. El muelle, bajo la sombra de la espesa vegetación y arbustos de la orilla, yacía oculto en la oscuridad. Pero antes de que pudiera verlo, oyó el ruido que producía una chalupa contra las podridas estacas, y percibió también el murmullo o cuchicheo de conversación en aquella barca pintada de blanco, débilmente visible al aproximarse, que, según pudo adivinar, pertenecía al bergantín allí anclado. Deteniendo el curso de su bote con un rápido movimiento de su remo, con otro vigoroso golpe lo alejó del muelle, virando velozmente, y lo llevó por un pequeño ramal hasta atracar en la parte trasera del corral de la casa. Echó pie a tierra en la cenagosa caleta y se encaminó a la casa hollando la hierba del corral. A la izquierda, desde el cobertizo de la cocina, brillaba una rojiza claridad por entre los troncos de plataneros que lo orillaban; y el ruido de risas femeninas llegaba hasta ella en el silencio de la noche. Al punto coligió que su madre no estaba allí: la risa y la señora de Almayer no eran buenas vecinas. Pensando que debía estar en la casa. Nina corrió por el inclinado plano de agrietados tablones que conducían a la puerta trasera del estrecho pasaje que dividía la casa en dos. En el oscuro umbral de la puerta se hallaba el fiel Alí.
—¿Quién está ahí? —preguntó Nina.
—Un gran malayo ha venido —contestó Ali en un tono de gran excitación—. Es un hombre muy rico. Ahí hay seis hombres con lanzas. Un hombre de guerra, ¿sabéis? Y su vestido es muy lujoso. Yo he visto su vestido. ¡Cómo brilla! ¡Qué joyas! No vayáis allí, Mem Nina. Tuan dijo que no fuera nadie; pero la anciana Mem ha ido. Tuan estará furioso. ¡Misericordioso Alá! ¡Qué de joyas tiene ese hombre!
Nina se deslizó por detrás de la extendida mano del esclavo en el oscuro pasillo, donde, pegada al inflamado carmesí de la cortina pendiente que cerraba el otro extremo, pudo ver una forma oscura agazapada junto a la pared. Su madre estaba solazando sus ojos y oídos con la escena que se representaba en el frente de la galería exterior; y Nina se aproximó para tomar su parte en el raro placer de aquella novedad. Pero se vio detenida por el brazo extendido de su madre, que en voz baja le encargó no hacer ruido.
—¿Les has visto, madre? —preguntó Nina, con un leve susurro.
La señora de Almayer volvió su rostro hacia la joven; y sus hundidos ojos brillaron de extraña manera en la rojiza media luz del pasillo.
—Sí, le he visto —respondió en tono casi ininteligible, apretando la mano de Nina con sus huesudos dedos.
—Un gran rajá ha venido a Sambir… un hijo del cielo —musitó la madre para sí misma—. ¡Vete, hija!
Las dos mujeres se disputaron el desgarrón de la cortina, Nina deseando aproximarse a la abertura tapada por su madre, y ésta defendiendo la posición con rabiosa tozudez. Al otro lado había cesado la conversación, pero la respiración de varios hombres, el accidental tintineo de un collar, el resonar del metal de las espadas o el ruido producido por los vasos de bronce pasados de mano en mano, se oyeron con perfecta claridad durante esta corta pausa. Las mujeres bregaban silenciosamente, cuando de pronto se oyó up confuso ruido y la sombra enorme de Almayer se dibujó en la cortina.
Las mujeres cesaron de luchar y permanecieron inmóviles. Almayer se había levantado para contestar a su huésped, volviendo la espalda a la puerta sin percatarse de lo que pasaba al otro lado. Habló en un tono de secreta irritación:
—Has venido equivocado a esta casa, Dain Marula, si deseas negociar como dices. Yo he sido comerciante antes; no ahora, según te habrán dicho en Macassar. Y si deseas algo, no será aquí donde lo encontrarás: yo no tengo nada que vender, ni necesito nada para mí. Debes ir a tratar con el rajá; desde aquí pueden verse durante el día sus casas del otro lado del río, allá donde arden aquellas hogueras de la orilla. Él te ayudará y comerciará contigo. O, mejor aún, podrás ver a los árabes que están allí —añadió con amargura, señalando con su mano hacia las casas de Sambir—. Abdul-lá es el hombre que necesitas. No hay nada que él no compre, ni tampoco hay nada que no venda; créeme, yo le conozco bien.
Esperó la respuesta durante un corto tiempo, y después añadió:
—Todo lo que he dicho es la verdad, y no hay nada más.
Nina, retenida por su madre detrás de ella, oyó una suave voz replicar con la dulce entonación peculiar de las clases más distinguidas de los malayos:
—¿Quién va a dudar de las palabras de un Tuan blanco? Un hombre busca su amigo donde su corazón le dicta. ¿No es esto también verdad? Yo he venido, aunque tan tarde, por tener algo que decirte y que tal vez te sea grato. Mañana iré a ver al sultán; un comerciante necesita la amistad de los grandes. Después regresaré aquí para hablar seriamente, si el Tuan lo permite. No iré a ver a los árabes: ¡sus mentiras son muy grandes! ¿Qué son ellos? ¡Chelakka!
—Bien, como quieras. Yo te atenderé mañana a cualquier hora si tienes algo que decirme. Pero, después que hayas visto al sultán Lakamba, no necesitarás volver aquí, Inchi Dain. Recuerda tan sólo que no quiero tener nada que ver con Lakamba. Puedes decírselo así. ¿Qué negocios quieres realizar conmigo, en resumidas cuentas?
—Mañana hablaremos, Tuan, puesto que ya te conozco —contestó el malayo—. Yo hablo un poco de inglés, así que podremos conversar sin que nadie nos entienda, y entonces…
Se interrumpió repentinamente, preguntando sorprendido:
—¿Qué ruido es ése, Tuan?
Almayer había oído también el creciente alboroto de la contienda en que se habían vuelto a empeñar las mujeres al otro lado de la cortina. Evidentemente, la gran curiosidad de Nina había llegado a exaltar a su madre hasta un extremo muy alejado de lo que permiten las reglas sociales. El rumor de la lucha era perfectamente perceptible, así como los tirones de la cortina durante la disputa, que era principalmente física; aunque también se oyó la voz airada de la señora de Almayer increpando a su hija con reproches tan desprovistos de lógica como ricos de injuria.
—¡Mujer sin vergüenza! ¿Eres una esclava? —le gritó chillonamente la airada matrona—. ¡Vélate el rostro, desventurada! ¡Cómo se te conocen tus mañas de blanca! ¡Serpiente! ¡No te dejo!
El rostro de Almayer expresaba desasosiego y duda acerca de la oportunidad de intervenir entre madre e hija. Dirigió una mirada a su visitante, que estaba esperando silencioso el fin del alboroto con aire de regocijada expectación y que, moviendo su mano desdeñosamente, dijo:
—No es nada. ¡Mujeres!
El malayo balanceó su cabeza gravemente; y su rostro reflejó la más absoluta indiferencia, como la etiqueta requería después de tal explicación.
La contienda se terminó detrás de la cortina, y evidentemente la joven había logrado lo que quería, porque se oyó el golpeteo de las sandalias de la señora de Almayer en rápida evasión. El dueño de la casa, tranquilizado, iba a reanudar la conversación, cuando, sorprendido por el repentino cambio en la expresión del rostro de su huésped, volvió su cabeza y vio a Nina que estaba en la puerta.
Después de retirarse la señora de Almayer del campo de batalla. Nina, pronunciando la desdeñosa exclamación de: «¡Es un comerciante!», había levantado la conquistada cortina y ahora se mostraba a plena luz, encuadrada por el oscuro fondo del pasillo, con los labios ligeramente abiertos, el cabello en desorden y un relampagueo de ira brillando aún en sus ojos.
Se hizo cargo, con una mirada, del grupo de los guerreros armados de lanzas, vestidos de blanco, que se hallaban inmóviles en la sombra de un extremo de la galería, y después miró reposada y curiosamente al jefe de aquel imponente cortejo.
Estaba de pie casi enfrente de ella, hacia un lado; y, sorprendido por la belleza de la inesperada aparición, se había inclinado profundamente, elevando las manos por encima de su cabeza según la señal de respeto reservada por los malayos tan sólo para los grandes de la tierra. La cruda luz de la lámpara resplandecía sobre los bordados de oro de su chaqueta de seda negra, quebrándose en un millar de chispeantes rayos al caer en las joyas con que estaba adornado el puño de su cris, que aparecía entre los numerosos pliegues del rojo sarong, reunidos bajo la faja de seda que rodeaba su cintura, jugando también en las piedras preciosas de los muchos anillos que cubrían casi del todo sus morenos dedos. Se enderezó rápidamente después de la profunda inclinación, poniendo su mano con graciosa facilidad en el puño de su pesada y corta espada, adornado con flecos, brillantemente coloreados, de crines de caballo. Nina, perpleja en el umbral, vio una erguida y flexible figura de talla media con una anchura de hombros que denotaba gran vigor. Bajo los pliegues de un turbante azul, cuyos extremos terminados por guarniciones caían graciosamente sobre el hombro izquierdo, se mostraba un rostro lleno de audacia y buen humor, sin carecer por eso de cierta dignidad. El perfil cuadrado de su mandíbula, sus rojos y llenos labios, las móviles aberturas de su nariz, y el orgulloso porte de su cabeza, causaban la impresión de que era un ser medio salvaje, indómito, cruel quizá, dando un mentís a la ternura de los casi femeninos ojos, característica de la raza. Pasada la primera sorpresa. Nina vio los ojos del personaje fijos en ella con tan irreprimida expresión de admiración y deseo, que sintió invadido todo su ser por un hasta entonces desconocido sentimiento, mezcla de timidez, alarma y deleite. Confundida por aquellas insólitas sensaciones, se paró en la puerta e instintivamente se tapó el rostro con la parte inferior de la cortina, dejando solamente al descubierto media mejilla, una tranza extraviada y un ojo con que contemplar al hombre magnifico e intrépido, tan poco parecido en su apariencia a los traficantes que había visto anteriormente en aquella misma galería.
Dain Marula, deslumbrado por la inesperada visión, olvidó al desconcertado Almayer; olvidó su bergantín y su escolta, que contemplaba fijamente a Nina con la boca abierta de admiración; olvidó el objeto de su visita y todas las demás cosas, en su predominante deseo de prolongar la contemplación de la encantadora aparición, tan repentina e impropia de aquel lugar.
—Es mi hija —dijo Almayer, con aire azorado—. Esto carece de importancia. Las mujeres blancas tienen sus costumbres, como tú sabes, Tuan, habiendo viajado tanto como dices. Sin embargo, es tarde; si te parece terminaremos nuestra conversación mañana.
Dain hizo una inclinación profunda, mientras procuraba dirigir una última mirada a la joven expresando su rendida admiración. Inmediatamente dio la mano a Almayer con grave cortesía, tomando su rostro un aire indiferente a toda presencia femenina. Sus hombres desfilaron y él los siguió rápidamente, acompañado por un rechoncho sumatrés de aspecto salvaje a quien había presentado como el capitán de su bergantín. Nina se encaminó a la balaustrada de la galería y vio rielar la luz de la luna en los aceros de las lanzas y oyó el rítmico resonar de las tobilleras de bronce de aquellos hombres que avanzaban en fila hacia el muelle.
El bote se alejó después de una pequeña espera, apareciendo a la plena luz de la luna como una gran masa negra informe en la ligera neblina que flotaba sobre el agua. Nina se imaginó que podría distinguir la elegante figura del traficante y se mantuvo erguida en las últimas tablas, pero en un momento todos los contornos se esfumaron, diluyéndose poco después entre los pliegues del vapor blanco que ocultaba la mitad del río.
Almayer se había aproximado a su hija y, apoyándose con ambos brazos sobre la baranda, fijó su mirada melancólica en un montón de escombros y botellas rotas que había al pie de la galería.
—¿Qué era todo ese ruido que hacíais? —Gruñó de mal humor sin mirarla—. ¡Tú y tu madre! ¿Qué quería? ¿Por qué has salido tú?
—No quería dejarme salir —replicó Nina—. Está enojadísima. Dice que ese que se acaba de ir es algún rajá. Ahora creo que tiene razón.
—Lo que yo creo es que todas las mujeres estáis locas —rezongó Almayer—. ¿Qué te importa a ti, no a ella, ni a nadie? Ese hombre busca tripang y nidos de aves del Archipiélago. Eso me dijo vuestro rajá. Vendrá mañana. Deseo que ambas estéis fuera de casa y que me dejéis atender en paz mis asuntos.
Dain Marula volvió al día siguiente y tuvo una larga conversación con Almayer. Éste fue el comienzo de un estrecho y amistoso trato que al principio llamó mucho la atención en Sambir hasta que la gente se acostumbró a la vista de las hogueras que ardían en el campamento de Almayer, donde los hombres de Marula se calentaban durante las frías noches en que soplaba el monzón del nordeste, mientras su amo tenía largas conferencias con el Tuan Putih (el Señor Blanco), como llamaban a Almayer entre ellos. Grande fue la curiosidad despertada en Sambir por el nuevo traficante. ¿Había visto al sultán? ¿Qué decía el sultán? ¿Le había traído regalos? ¿Qué vendía? ¿Qué quería comprar? Ésas eran las preguntas que se hacían ansiosamente unos a otros los habitantes de las casas de bambú construidas sobre el río. Pero aun en lugares más importantes, como en casa de Abdul-lá y en las residencias de los principales comerciantes, árabes, chinos y bugis, la curiosidad fue grande y duró muchos días. Su natural desconfiado les impedía creer las sencillas noticias que el joven traficante daba de sí mismo constantemente, aunque tuviesen todas las apariencias de la verdad. Contaba que era un traficante y que vendía arroz. Que no necesitaba gutapercha ni cera de abejas, y que intentaba emplear a toda su numerosa tripulación en pescar tripang en los escollos de coral que abundaban en el estuario del río, y también en la busca de nidos de aves en el interior. Estos dos artículos estaba dispuesto a comprarlos si hubiera alguien que se los pudiese procurar. Decíase natural de Bali, y que era un brahmín, confirmando esto último con la negativa a aceptar cuantas comidas se le ofrecieron durante sus frecuentes y repetidas visitas a las casas de la Lakamba y Almayer. A la de Lakamba iba generalmente de noche y allí celebraba largas conferencias. Babalatchi, que estaba siempre presente en aquellas reuniones del potentado y el traficante, sabía muy bien resistir a todos los intentos de los curiosos por averiguar el asunto de tantas y tan prolongadas conversaciones. Cuando era preguntado con lánguida cortesía por el grave Abdul-lá, buscaba refugio en la vaga mirada fija de su único ojo, y en la afectación de un candor extremo.
—Yo soy tan sólo el esclavo de mi amo —murmuraba Babalatchi con acento inseguro. Y luego, como si se le escapara una confidencia, informaba a Abdul-lá de alguna transacción de arroz, diciéndole—: ¡El sultán ha comprado cien sacos; cien sacos, Tuan! —repetía con misteriosa solemnidad.
Abdul-lá, firmemente persuadido de la existencia de tratos de alguna mayor importancia, recibía, sin embargo, la información con todas las señales de respetuoso asombro. Y se separaban; el árabe maldiciendo interiormente al astuto perro, mientras Babalatchi continuaba su camino por el polvoriento sendero, balanceando su cuerpo, y echando hacia adelante la raquítica perilla gris, a modo de cabra inquieta que invade el cercado ajeno. Pero ojos vigilantes espiaban sus movimientos: Jim-Eng, en cuanto divisaba de lejos a Babalatchi, salía del estupor habitual del fumador de opio y, vacilante, en medio del camino, esperaba se acercase tan importante persona para hacerte una hospitalaria invitación. Con todo, la discreción de Babalatchi estaba a prueba de los combinados asaltos aun de la buena camaradería y de la fuerte ginebra generosamente administrada por el liberal corazón del chino. Jim-Eng, sintiéndose vencido, se quedaba con la botella vacía y sin saber a qué atenerse, mirándola tristemente, mientras el ministro de Sambir, prosiguiendo con vacilante andar su tortuosa ruta, se encaminaba, como de costumbre, al campong de Almayer. A pesar de la reconciliación entre el rajá y su amigo, el blanco, el diplomático tuerto había vuelto a ser un huésped asiduo de la casa del holandés. Con gran disgusto de Almayer se le veía allí a todas horas, vagando como abstraído por la galería, acurrucado en el pasillo central o apareciendo de sopetón en cualquiera de los rincones, siempre procurando trabar conversación confidencial con la señora de Almayer. Andaba receloso del amo, como si sospechara que los sentimientos del hombre blanco respecto de su persona pudiesen ser expresados repentinamente por un vigoroso puntapié. Pero su sitio favorito era el cobertizo de la cocina, de la que llegó a ser un huésped habitual, pasándose en cuclillas horas enteras entre las atareadas mujeres, con la barba descansando en las rodillas, los brazos recogidos sujetándose las piernas y su único ojo vagando intranquilo, convertido en verdadera imagen de la fealdad vigilante. Almayer estuvo más de una vez a punto de quejarse a Lakamba de las intrusiones de su primer ministro, pero Dain Manila le disuadió.
—No podemos pronunciar aquí una sola palabra sin que se entere —gruñía Almayer.
—Entonces, venga usted a hablar a bordo del bergantín —replicaba Dain con tranquila sonrisa—. Es conveniente dejar a ese hombre venir aquí. Lakamba cree que sabe mucho. Quizá piensa el sultán que yo me voy a marchar. Es mejor, Tuan, dejar al cocodrilo tuerto que se asolee en vuestro cercado.
Y Almayer asentía de mala gana, murmurando vagas amenazas de personal violencia, mientras miraba rencorosamente al viejo estadista sentado con paciente obstinación junto al doméstico caldero de arroz.
Capítulo V
Al fin la curiosidad se había extinguido en Sambir. Los moradores del lugar se acostumbraron a ver las idas y venidas de gente entre la casa de Almayer y el bergantín, amarrado ahora en la orilla opuesta; las mujeres no interrumpían sus quehaceres domésticos para contemplar la febril actividad desplegada por los boteros de Almayer reparando las viejas canoas, y hasta el chasqueado Jim-Eng dejó de atormentar su enturbiado cerebro con los secretos comerciales y volvió a caer, con ayuda de su pipa de opio, en un estado de estupefacta felicidad, dejando a Babalatchi seguir su camino por delante de su casa sin invitarle, y aparentando no prestarle atención.
Así, en aquella calurosa tarde en que el desierto río centelleaba bajo el sol que caía a plomo, pudo el diplomático de Sambir, sin el estorbo de amistosas investigaciones, sacar su pequeña canoa de la umbría de los arbustos, donde acostumbraba a ocultarla durante sus visitas al campamento de Almayer.
Lenta y lánguidamente remaba Babalatchi, agazapado en el bote, haciéndose un ovillo bajo su enorme sombrero para escapar al abrasador reverbero del río. No tenía prisa; su amo, Lakamba, a estas horas estaba seguramente reposando. Disponía de tiempo suficiente para saludarle en su despertar con importantes noticias. ¿Se disgustaría? ¿Golpearía el piso rabiosamente con su báculo de madera de ébano, asustándole con la incoherente violencia de sus exclamaciones? ¿O permanecería acurrucado con su sonrisa burlona, restregándose las manos sobre el abdomen con su gesto familiar, expectorando copiosamente en la broncínea escupidera y exhalando por lo bajo aprobadores murmullos?
Tales eran los pensamientos de Babalatchi mientras manejaba diestramente el remo y cruzaba el río en dirección al cercado del rajá, cuyas empalizadas dejaban ver sus remates detrás del denso follaje de la orilla opuesta, precisamente enfrente del bungalow de Almayer.
Tenía, ciertamente, de qué informarle. Algo exacto que por fin confirmaba la diaria historia de sus sospechas, sus cotidianas insinuaciones sobre la intimidad y las furtivas miradas que él había sorprendido, así como las cortas y ardientes palabras que había cogido al vuelo cambiadas entre Dain Marula y la hija de Almayer.
Lakamba hasta entonces había escuchado todo esto con toda calma y con evidente desconfianza; ahora iba a quedar convencido, porque Babalatchi tenía la prueba; la había obtenido aquella misma mañana, mientras pescaba, al romper el día, en la ensenada fronteriza a la casa de Bulangi. Allí, desde su esquife, había visto deslizarse la canoa larga de Nina con su dueña, sentada en la popa, inclinada sobre Dain, que estaba tumbado en el fondo, con la cabeza descansando en las rodillas de la joven. De esta escena fue testigo; sus ojos pudieron contemplarla a su gusto. Los siguió, pero poco después tomaron los remos y escaparon a sus acechadoras miradas. A los pocos minutos vio a la esclava de Bulangi remando en su pequeña piragua en dirección al pueblo con sus pasteles para la venta. Ella también los había visto en el gris amanecer. Y Babalatchi se sonrió con malicia para sí al observar lo descompuesto del rostro de dicha esclava, la dura mirada de sus ojos y lo tembloroso de su voz al contestar a sus preguntas.
«Aquella pequeña Taminah estaba evidentemente enamorada de Dain Marula. ¡Ésta si que era buena!» Y Babalatchi rió a carcajadas al imaginarlo; después, poniéndose de pronto serio, empezó por una extraña asociación de ideas a pensar en el precio en que Bulangi pudiera quizá vender la joven esclava. Sacudió la cabeza con aire triste al recordar que Bulangi era hombre avaro, y que había rehusado un centenar de dólares por aquella misma Taminah hacía unas pocas semanas. Entonces vio repentinamente cómo la canoa se había deslizado a la deriva demasiado lejos durante su meditación. Sacudió el desaliento producido por la certidumbre de la insaciable avaricia de Bulangi y, tomando su remo, en pocos golpes llegó junto al desembarcadero de la casa del rajá.
Aquella misma tarde, Almayer, según acostumbraba últimamente, se trasladó a la orilla del río para vigilar las reparaciones de sus botes. Al fin se había decidido. Guiado por los fragmentos de información contenidos en el cuaderno del viejo Lingard, iba a ir en busca de la rica mina de oro, a un sitio donde sólo era menester agacharse para amontonar una inmensa fortuna y realizar así el sueño de sus primeros tiempos. Para obtener la necesaria ayuda, había hecho partícipe de su secreto a Dain Manila y consentido en reconciliarse con Lakamba, que prestaba su apoyo a la empresa, a condición de participar en los beneficios. Había sacrificado su orgullo, su honor y su lealtad, en vista del enorme riesgo del empeño, deslumbrado por la grandeza de los resultados que podrían obtenerse por medio de esta alianza tan desagradable como necesaria. Los peligros eran grandes, pero Marula era valiente; sus hombres parecían ser tan audaces como su jefe y, con la ayuda de Lakamba, el éxito parecía asegurado.
Durante la última quincena, Almayer estuvo atareadísimo con los preparativos, vagando entre sus trabajadores y esclavos, en una especie de éxtasis permanente, en el que los detalles prácticos de la disposición de los botes se mezclaban con absurdos sueños de indecibles riquezas, y la calamidad presente de un sol abrasador y de la fangosa y maloliente orilla del río desaparecía borrada por la maravillosa visión de una espléndida existencia futura para él y para Nina. Apenas la veía durante estos últimos días, aunque su amada hija estaba siempre presente en sus pensamientos. Tampoco sabía apenas de Dain, cuya constante presencia en su casa había llegado a ser una cosa natural para él, ahora que estaban unidos por la comunidad de intereses. Cuando se encontraba con el joven jefe malayo, le hacía un distraído saludo y pasaba delante con muestras de querer esquivar su conversación, y olvidando la odiosa realidad del presente se absorbía en su trabajo, o bien dejaba a su imaginación remontarse por encima de las copas de los árboles y más allá de las grandes nubes blancas hacia el Oeste, donde el paraíso de Europa estaba esperando al futuro millonario oriental. Y Marula, ahora que el contrato estaba hecho y no había más negocios de que hablar, no se preocupaba evidentemente de la compañía del hombre blanco.
Aunque Dain estaba siempre cerca de la casa, rara vez se quedaba junto a la ribera. En sus diarias visitas al hombre blanco, el jefe malayo prefería hacer su camino tranquilamente, atravesando la casa por el pasillo central y saliendo al jardín por lamparte trasera, donde el fuego ardía en el cobertizo de la cocina, con el caldero del arroz balanceándose sobre él bajo la vigilante inspección de la señora de Almayer.
Evitando dicho cobertizo, con su negro humo y el mosconeo de las voces femeninas, Dain torcía hacia la izquierda. Allí, al borde de una plantación de plataneros, un grupo de palmeras y mangos formaba un nido de sombra, en cuyo secreto aislamiento, aumentado por algunos esparcidos arbustos, tan sólo el ruido de la charla de las mujeres de la servidumbre o alguna risa fortuita podía penetrar. Cuando entraba allí, Dain desaparecía totalmente, y apoyado contra el liso tronco de alguna palmera, esperaba con ojos brillantes y cierta sonrisa vencedora oír los débiles crujidos de la hierba seca bajo de las ligeras pisadas de Nina.
Desde el primer momento en que sus ojos vieron en ella el prototipo de la belleza, sintió en el fondo de su corazón la certeza de que sería suya. Percibió el sutil aliento de mutua inteligencia y compenetración de sus dos naturalezas salvajes, y no necesitó que las sonrisas de la señora de Almayer le alentaran a aprovechar toda oportunidad de aproximarse a la joven; y cada vez que le hablaba, cada vez que se miraba en sus ojos. Nina, aunque desviaba su rostro, sentía como si este hombre audaz que pronunciaba ardientes palabras en su oído propicio fuese la encarnación de su destino, el héroe de sus sueños, intrépido, feroz, guerrero de centelleante cris, amador de apasionados abrazos…, el jefe malayo ideal de la tradición materna.
Reconocía, con un estremecimiento de delicioso temor, el misterioso convencimiento de su identidad con él. Escuchando sus palabras, le parecía que nacía en aquel instante al conocimiento de una nueva existencia; que su vida se completaba tan sólo cuando estaba cerca de él; y se abandonaba al pensamiento de una felicidad de ensueño, mientras con su rostro semivelado y en silencio —como corresponde a una joven malaya— escuchaba las palabras de Dain, que le entregaba el tesoro entero de amor y pasión de que su naturaleza era capaz, con todo el desenfrenado entusiasmo de un hombre absolutamente desprendido de la influencia de una civilizada disciplina.
Y acostumbraban a pasar muchas, deliciosas, rápidas y fugitivas horas, bajo los mangos, tras la amistosa cortina de arbustos, hasta que la aguda y chillona voz de la señora de Almayer daba la señal de la inevitable separación.
La señora de Almayer había tomado sobre si la fácil tarea de observar a su marido para que no pudiera interrumpir el límpido curso de este amoroso asunto de su hija, en el que tomaba tan grande y benigno interés. Se sentía feliz y orgullosa del amartelamiento de Dain, creyéndole un grande y poderoso jefe, y hallaba también una recompensa a sus mercenarios instintos en la generosa y siempre abierta mano de Dain.
En la víspera del día en que las sospechas de Babalatchi fueron confirmadas por la ocular demostración, Dain y Nina habían permanecido más de lo acostumbrado en su sombrío retiro. Tan sólo los pesados pasos de Almayer sobre la galería y su quejumbroso llamamiento para que le sirvieran la comida decidieron a la señora de Almayer a lanzar un grito de aviso. Marula saltó ágilmente por encima de la cerca de bambú, y siguió su camino furtivo por la plantación de plataneros abajo, hasta la fangosa orilla de la parte posterior de la ensenada, mientras Nina caminaba lentamente hacia la casa para servir a su padre, como era su costumbre.
Almayer se sentía bastante feliz aquella noche; los preparativos estaban casi terminados; al día siguiente lanzaría sus botes al agua. En su pensamiento veía el valioso premio en su poder; y, con la cuchara en la mano, olvidaba el plato lleno de arroz que se hallaba ante él, soñando en la caprichosa colocación de su dinero y en un espléndido banquete que tendría lugar a su llegada a Amsterdam. Nina, reclinada en un sillón, escuchaba distraída las pocas palabras sin hilación que escapaban de los labios de su padre. ¡Expedición! ¡Oro! ¿Qué le importaba a ella todo aquello? Pero al nombre de Marula, mencionado por su padre, se hizo toda oídos. Dain iba a descender el río con su bergantín al día siguiente para permanecer fuera unos pocos días, dijo Almayer. Era muy fastidioso este retraso. Tan pronto como Dain regresase, se pondrían en marcha sin perder tiempo, pues el río estaba creciendo. No le sorprendería que llegase una gran riada. Y empujó su plato con gesto impaciente, levantándose de la mesa. Pero Nina no le oía. ¡Dain se iba! Por esto era por lo que él le había ordenado, con esa tranquila autoridad que a ella la deleitaba obedecer, encontrarle al romper el día en la ensenada de Bulangi. ¿Tenía el remo en su canoa?, pensaba. ¿Estaba preparada? Tendría que ponerse en marcha temprano —a las cuatro de la mañana—, dentro de unas pocas horas.
Se levantó del sillón pensando que era necesario descansar antes del largo paseo de la madrugada. La lámpara ardía débilmente, y su padre, fatigado con el trabajo del día, estaba ya en su hamaca. Nina sacó la lámpara y pasó a una habitación grande que compartía con su madre, a la izquierda del pasillo central.
Al entrar vio que su madre había abandonado la pila de esterillas que la servían de lecho en un rincón de la habitación y que se inclinaba sobre la abierta tapa de su arcón de madera.
Media cáscara de coco llena de aceite, en la que un trapo de algodón retorcido servía de mecha, reposaba en el suelo, esparciendo alrededor de ella un rojizo resplandor a través del negro y pestilente humo. Estaba inclinada y con la cabeza y los hombros hundidos en el arca. Sus manos revolvían en el interior, donde sonaba un agradable sonido como de monedas de plata. No se percató al principio de que se acercaba su hija, y ésta permaneció silenciosa a su lado, mirando la serie de saquitos de cáñamo colocados en el fondo del arca, de los que su madre extraía puñados de relucientes florines y duros mexicanos, dejándolos caer otra vez lentamente entre sus dedos de garfio. La música metálica de la plata parecía deleitarla, y sus ojos relucían con el brillo reflejado de las monedas recién acuñadas. Y entre tanto murmuraba para sí: «¡Y esto, y esto, y aun esto otro! ¡Pronto dará más, tanto como le pida! ¡Es un gran rajá…, un hijo del cielo!… ¡Y ella será una ranée! ¡Ha dado todo esto por ella! ¿Qué dio nadie por mí? ¡Yo soy una esclava! ¿Lo soy? ¡Yo soy la madre de una gran ranée!» De pronto advirtió la presencia de su hija y cesó en su mosconeo, cerrando la tapa violentamente; y entonces, sin levantarse del suelo, miró a la joven que estaba a su lado con una vaga sonrisa en su rostro, bañado de ensueño.
—¿Has visto, di? —exclamó chillonamente—. Todo esto es mío y para ti. Pero no es bastante. Él dará más antes de llevarte hacia las islas del sur, donde su padre es rey. ¿Me oyes? ¡Tú vales mucho más, nieta de rajás! ¡Más! ¡Más!
Se oyó la somnolienta voz de Almayer recomendando silencio desde la galería. La mujer apagó la luz y se deslizó a su rincón. Nina se echó de espaldas sobre un montón de blandos petates, con las manos entrelazadas bajo la cabeza, mirando, por el agujero semicerrado que servía de ventana, a las estrellas que parpadeaban en el oscuro cielo. Estaba esperando la hora de ponerse en marcha en dirección al lugar señalado para el encuentro. Con tranquila delectación pensaba en aquella entrevista en medio de la gran selva, lejos de todos los ojos y sonidos humanos. Su alma, deslizándose otra vez hacia su natural salvaje, que el genio de la civilización, obrando por medio de la señora de Vinck, no había podido destruir, experimentaba un sentimiento de orgullo y una ligera turbación ante el alto precio que su experta y prudente madre había puesto a su persona; y, recordando las expresivas miradas y palabras de Dain, tranquilizada, cerraba los ojos en un estremecimiento de goce anticipado.
Hay situaciones en las que el bárbaro y el hombre que se llama civilizado se encuentran en el mismo plano. Puede suponerse que Dain Marula no había de estar excepcionalmente entusiasmado con su futura suegra, y también es de creer que no aprobara el ansia de esta mujer por los relucientes dólares. Con todo, en aquella brumosa mañana en que Babalatchi, abandonando sus ocupaciones de estadista, fue a visitar sus redes en la ensenada de Bulangi, Manila no alimentaba recelo alguno; no experimentaba más sentimientos que los de impaciencia y ansiedad, mientras remaba en dirección al lado oriental de la pequeña isla en que estaban citados. Ocultó su canoa entre los arbustos y cruzó rápidamente la isleta, empujando los flexibles tallos de los espesos arbustos que se interponían en su camino. Por motivos de prudencia no quiso llevar su canoa al sitio del encuentro, como Nina había hecho, y la dejó en el brazo principal del río hasta regresar del otro lado de la isla. La pesada y cálida bruma fue cerrando rápidamente alrededor de él, pero llegó a descubrir una luz lejana a la izquierda, en la casa de Bulangi. Después no pudo ver nada por entre la densa niebla y permaneció en aquél sitio sólo por la misma especie de instinto que después le condujo al punto de la orilla opuesta, objeto de su expedición. Un gran tronco había encallado allí, junto a la orilla, formando una especie de muelle contra el que el rápido flujo de la corriente rompía en fuerte oleaje. Trepó a él con rápido y seguro avance, y en dos zancadas se encontró en el otro extremo, donde el ímpetu y la rapidez de la corriente formaban espuma a sus pies.
Solo allí, como si estuviese separado del mundo, del cielo y de la tierra, con el agua rugiendo bajo de él, oculto por el espeso velo de la brumosa mañana, musitó el nombre de Nina ante el aparentemente ilimitado espacio, seguro de ser oído, e instintivamente seguro de la proximidad de la deliciosa criatura, con plena conciencia de que ella conocía su cercana presencia como él adivinaba la de su amada.
La proa de la canoa de Nina asomó junto al tronco, elevándose sobre el agua por el peso del asiento en la popa. Marula puso su mano en la borda y saltó ágil a ella, dando un vigoroso empujón de arranque. La ligera embarcación, obedeciendo el nuevo impulso, se separó del tronco, y el río, en obediente complicidad, la arrastró de costado hacia la corriente y se la llevó con silenciosa rapidez por entre las invisibles márgenes. Y una vez más Dain, a los pies de Nina, olvidó el mundo, se sintió transportado irresistiblemente por una gran ola de suprema emoción, por un arrebato de alegría, orgullo y deseo; comprendiendo nuevamente con predominante certidumbre que la vida ya no le era posible sin aquel ser que él mantenía estrechamente entre sus brazos, con apasionado vigor, en un prolongado abrazo.
Nina se desprendió suavemente con una risa ahogada.
—Vais a volcar el bote —musitó.
Él la miró ansiosamente al fondo de los ojos durante un minuto, soltándola con un suspiro, y, tumbándose en la canoa, puso su cabeza en las rodillas de Nina, mirando hacia arriba y extendiendo sus brazos hacia atrás, hasta que sus manos rodearon la cintura de la joven. Ella se inclinó sobre él y, sacudiendo su cabeza, encuadró ambos rostros entre los rizos de sus largos cabellos negros.
Y así se deslizaron a la deriva, hablando él con toda la ruda elocuencia de su naturaleza salvaje, entregándose sin reservas a su arrolladora pasión, e inclinándose ella para recoger el murmullo de palabras más dulces a su corazón que la vida misma. Para ambos no existía en aquel momento nada fuera de las regalas de la estrecha y frágil embarcación. Éste era su mundo, lleno de intenso y absorbente amor. No se cuidaban de la densidad de la niebla, ni de la agonizante brisa que expiraba con la salida del sol; olvidaron la existencia de las grandes selvas que les rodeaban, de todo el despertar de la naturaleza tropical ante la presencia del astro del día en aquel silencio solemne e impresionante.
Sobre la baja bruma del río que ocultaba el bote con su preciosa carga de joven y apasionada vida y de felicidad olvidada de todo, las estrellas palidecieron y un tinte entre argentado y gris apareció en el cielo hacia el oriente.
No se percibía ni un hálito de viento, ni el más leve ruido de las hojas, ni el salpicar del salto de un pez que perturbase el sereno reposo de todos los seres vivientes en las orillas del Pantai. La tierra, el río y el cielo quedaron envueltos en un profundo sueño, en apariencia eterno. Toda la hirviente vida y movimiento de la naturaleza tropical parecían concentrados en los ardientes ojos, en el tumultuoso latir de los corazones de los dos seres arrastrados por la canoa bajo el blanco dosel de la niebla, sobre la tersa superficie del río.
De repente, un gran haz de amarillos rayos resplandeció detrás de la negra cortina de árboles que alineaban las orillas del Pantai. Las estrellas desaparecieron; las nubecillas negras del cenit se tiñeron un momento con encendidos matices de escarlata, y la espesa niebla, removida por la suave brisa, que surgió como el suspiro de la naturaleza al despertar, formó remolinos y se dividió en jirones fantásticamente contorneados, descubriendo la rizada superficie del río, resplandeciente a la clara luz del día. Grandes bandadas de aves blancas volaron en círculo, chillando, por encima de las oscilantes copas de los árboles. El sol mostraba su brillante disco en la costa oriental.
Dain fue el primero en volver a la realidad. Se levantó y miró rápidamente río abajo y río arriba. Su vista descubrió el bote de Babalatchi del lado de popa, y otra pequeña mancha negra en el agua resplandeciente, que era la canoa de Taminah. Bogó con precaución hacia delante, y, arrodillándose, tomó un remo; Nina, en la popa, llevaba el suyo. Se pusieron a remar vigorosamente, cortando el agua; y la pequeña embarcación avanzó velozmente, dejando atrás un estrecho surco de blanca y brillante espuma. Sin volver la cabeza, dijo Dain:
—Alguien viene detrás de nosotros. Nina. No debemos dejar que nos alcance. Creo que está demasiado lejos para reconocernos.
—Hay alguien también adelante —dijo Nina, jadeante, sin dejar de remar.
—Creo saber quién es —replicó Dain—. El sol deslumbra por allí, pero me imagino que es la joven Taminah. Va todas las mañanas a mi bergantín a vender bollos, y allí se está a menudo todo el día. Pero no importa; gobierna más hacia la orilla; debemos ir por debajo de los arbustos. Mi canoa está escondida no lejos de aquí.
Según hablaba, sus ojos observaban las ñipas de anchas hojas que les rozaban en su rápida y silenciosa navegación.
—Mira allí. Nina —dijo por último—, allí donde las palmeras acuáticas terminan y el delgado ramaje pende del árbol inclinado. Pon la proa hacia aquella gran rama verde.
Él se puso de pie, alerta, y el bote atracó lentamente en la orilla, dirigido por un hábil y suave movimiento del remo de Nina. Cuando estuvieron bastante cerca, Dain se agarró a la gruesa rama y, apoyándose en ella, empujó la canoa por debajo de un verde arco de espesas lianas y enredaderas que daba acceso a una bahía en miniatura formada por la excavación de la orilla durante la última gran riada. Su bote estaba en aquel sitio, anclado con una piedra, y pasó a él manteniendo su mano en la borda de la canoa de Nina. En un momento las dos pequeñas cáscaras de nuez, con sus ocupantes, flotaron tranquilas una junto a otra, reflejadas por la negra agua en la oscura luz que a duras penas atravesaba el alto dosel de denso follaje; mientras encima, afuera, a la plena luz del día, llameaban inmensas floraciones rojas derramando sobre sus cabezas una lluvia de gotas de rocío y pétalos que descendían girando lentamente en continua y fragante llovizna; y encima, debajo, en la durmiente agua y todo alrededor en un círculo de lujuriosa vegetación, bañada en el tibio aire, cargado de fuertes y penetrantes aromas, hervía el intenso trabajo de la naturaleza tropical; las plantas lanzaban sus tallos a lo alto, se retorcían en parejas y entrelazaban en inextricable confusión, trepando loca y brutalmente unas sobre otras en el terrible silencio de una desesperada lucha hacia el vivificante resplandor del sol que encima brillaba, como si huyeran con horror de la masa fermentativa de podredumbre y de muerte y decaimiento de que brotaban.
—Debemos separarnos ahora —dijo Dain, después de un largo silencio—. Debes regresar. Nina. Yo esperaré hasta que el bergantín pase por aquí, e iré a bordo entonces.
—¿Y estarás mucho tiempo fuera, Dain? —preguntó Nina con voz desmayada.
—¡Mucho! —exclamó Dain—. ¿Puede un hombre voluntariamente permanecer largo tiempo en un oscuro lugar? ¡Cuándo no me hallo cerca de ti, Nina, parece que estoy ciego! ¿Qué es la vida para mí sin luz?
Nina se inclinó sobre él, y con una sonrisa orgullosa y feliz cogió el rostro de Dain entre sus manos, mirándole a los ojos con una apasionada y a la vez interrogadora mirada. Al parecer encontró en ellos la confirmación de las palabras que Dain acababa de pronunciar, porque un sentimiento de grata seguridad mitigó su pena de la hora de partida. Era cierto: el descendiente de muchos grandes rajás, el hijo de un gran jefe, el amo de vida y muerte, saboreaba la luz de la vida tan sólo en su presencia. Una inmensa ola de gratitud y amor a Dain brotó pujante de su corazón. ¿Cómo podría ella dar visible señal de todo lo que sentía por el hombre que había inundado su alma de alegría y orgullo? Y en el gran tumulto de pasión fulguró como un relámpago en su mente la reminiscencia de aquella desdeñada y casi olvidada civilización que únicamente había conocido en sus días de sujeción, de pena y rabia. Entre las frías cenizas de aquel odioso y miserable pasado iba a encontrar el signo de amor, la conveniente expresión de la ilimitada felicidad de lo presente, la promesa de un claro y espléndido futuro. Echó sus brazos alrededor del cuello de Dain y oprimió sus labios contra los de su amante en un largo y ardiente beso. Él cerró los ojos, sorprendido y asustado de la tempestad levantada en su pecho por el extraño y para él hasta entonces desconocido contacto, y mucho después de haber Nina lanzado su canoa hacia el centro del río, permaneció inmóvil, sin atreverse a abrir los ojos, temeroso de perder la sensación de intoxicante deleite que había probado por vez primera.
¡Ahora necesitaba la inmortalidad —pensó—; ser igual a los dioses! La criatura que así le abría las puertas del Paraíso debía ser suya. ¡Pronto seria suya para siempre!
Abrió los ojos a tiempo de ver a través de la arcada de enredaderas la proa de su bergantín, que avanzaba lentamente, derivando en su ruta río abajo. Ahora era preciso ir a bordo, pensó; pero le disgustaba abandonar el sitio donde había aprendido a conocer lo que significa la felicidad. «Aún hay tiempo. Dejémosle seguir», murmuró para sí; y cerró sus ojos nuevamente bajo de la roja lluvia de perfumados pétalos, tratando de renovar la escena con todo su deleite y todo su temor.
A pesar de ello, debió alcanzar su bergantín oportunamente y encontrar gran ocupación fuera, porque Almayer esperó en vano el rápido regreso de su amigo. La parte baja del río, a donde con tanta frecuencia e inquietud dirigía sus miradas, permanecía desierta, salvo el rápido paso de alguna canoa pesquera; pero de la parte alta llegaban negras nubes y fuertes aguaceros, heraldos de la estación lluviosa con sus tormentas y grandes avenidas, haciendo el río casi imposible de ascender para las canoas indígenas.
Almayer, vagando a lo largo de la fangosa orilla entre sus casas, observaba intranquilo el crecimiento del río, pulgada por pulgada, acercándose lentamente hacia los botes, ya listos y dispuestos en hilera bajo el cobertizo de grasientas esteras de Kajang. La fortuna parecía eludir su alcance, y en sus fatigosas idas y venidas recibiendo la incesante lluvia que caía de las nubes bajas, una especie de desesperada indiferencia se apoderó de él. ¿Qué importaba? ¡Éste era su sino! Aquellos dos infernales salvajes, Lakamba y Dain, le habían inducido, con sus promesas de ayuda, a gastar hasta el último dólar en el arreglo de sus botes; y ahora uno de ellos se había ido sin saber a dónde, y el otro, encerrado en su estacada, no daba señales de vida. No, ni aun el tunante de Babalatchi, pensó Almayer, vendría a verle ahora que le habían vendido todo el arroz, los gongs de bronce y las telas necesarias para la expedición. Le habían dejado sin un céntimo, y no les importaba que se fuese o que se quedase. Y con un gesto de abandonado desaliento Almayer trepaba lentamente a la galería de su nueva casa huyendo de la lluvia, y se recostaba en la balaustrada del frente con la cabeza hundida entre los hombros, abandonándose a la corriente de amargos pensamientos, olvidado de la huida del tiempo y de la angustia del hambre, sordo a los agudos gritos con que su mujer le llamaba para cenar.
Cuando, arrancado de sus tristes meditaciones por el primer trueno de la tormenta nocturna, enderezó torpe y lentamente sus pasos hacia la indecisa luz de su antigua casa, su moribunda esperanza aguzaba sus oídos extraordinariamente para percibir cualquier rumor del río. Varias noches sucesivas había oído el ruido de remos y visto la indistinta forma de un bote, pero cuando saludaba la aparición del sombrío objeto, palpitándole el corazón con la súbita esperanza de oír la voz de Dain, se veía chasqueado siempre por la enojada contestación que llevaba a su convencimiento la seguridad de que los árabes estaban en el río para hacer una visita a Lakamba. Esto le procuraba muchas noches de insomnio, gastadas en imaginarse la clase de villanía que aquellos estimables personajes estarían tramando. Por último, cuando todas sus esperanzas parecían muertas, se llenó de júbilo al oír la voz de Dain; pero Dain también parecía muy ansioso de ver a Lakamba, y Almayer se sintió inquieto a causa de su profunda e inexplicable desconfianza en cuanto a las disposiciones del gobernador con respecto a él. Con todo, Dain había regresado al fin. Evidentemente, pensaba cumplir su contrato. Las esperanzas renacieron y aquella noche Almayer durmió profundamente, mientras Nina observaba la embravecida corriente del Pantai, sacudida por los aletazos de la tormenta barriéndola hacia el mar.
Capítulo VI
Dain no tardó mucho en cruzar el río después de dejar a Almayer. Desembarcó a la puerta de la estacada, junto a la residencia del rajá de Sambir. Evidentemente, allí esperaban a alguien, porque la puerta se abrió y hombres con antorchas estaban preparados para preceder al visitante por el inclinado plano de tablones que conducía a la casa mayor, donde residía de hecho Lakamba y donde eran tratados todos los negocios de estado. Los demás edificios del recinto formado por la empalizada servían solamente para acomodar a la numerosa familia y a las mujeres del gobernador.
La casa particular de Lakamba era una sólida construcción de fuertes tablones, elevados sobre altas estacas, con una veranda de listones de bambú que la rodeaba por todos lados. El edificio entero estaba cubierto por un techo de altísimo caballete formado por hojas de palmeras, que descansaba sobre vigas ennegrecidas por el humo de las numerosas antorchas.
Este edificio estaba situado paralelamente a una de las márgenes del río, dando una de sus largas fachadas frente al desembarcadero de la estacada. Allí había una puerta en el costado que miraba al río y empezaban el camino de tablas en plano inclinado, que conducía directamente a la puerta de la casa. A la incierta luz de las humeantes antorchas, Dain observó el vago contorno de un grupo de gente armada, en la oscura sombra, a la derecha. De aquel grupo se adelantó Babalatchi hacia la puerta abierta y Dain entró en la cámara de audiencias de la residencia del rajá. Casi una tercera parte de la casa estaba recubierta con pesadas colgaduras de fabricación europea, destinadas a tal fin; junto a la cortina había un sillón de madera negra, tallada, y delante de él una tosca mesa de madera de pino. En lo restante, la habitación estaba sólo provista de esterillas en gran profusión. A la izquierda de la entrada una tosca panoplia sostenía tres rifles con la bayoneta calada. Junto al muro, en la sombra, estaba el cuerpo de guardia de Lakamba —todos amigos o parientes— durmiendo en confuso montón de brazos y piernas morenos y vestiduras multicolores, de donde salía algún accidental ronquido o el gruñir de algún durmiente intranquilo. Una lámpara europea con pantalla verde, que estaba sobre la mesa, hacía todo esto indistintamente visible para Dain.
—Sé bienvenido a descansar aquí —dijo Babalatchi mirando a Dain interrogativamente.
—Necesito hablar al rajá al punto —contestó Dain.
Babalatchi hizo un gesto de asentimiento y, volviéndose hacia el gong de bronce suspendido debajo de la panoplia, dio dos golpes secos.
El retumbante ruido despertó a la guardia. Los ronquidos enmudecieron; las encogidas piernas se estiraron; todo aquel montón de carne humana se movió y lentamente fue resolviéndose en formas individuales, con grandes bostezos y parpadeos de adormecidos ojos, oyéndose detrás de la cortina una explosión de femenina charla; después se dejó oír la ronca voz de Lakamba:
—¿Es el traficante árabe?
—No, Tuan —contestó Babalatchi—. Es Dain, que por fin ha regresado. Está aquí para celebrar contigo una importante conferencia, si misericordiosamente quieres concedérsela.
Evidentemente, la misericordia de Lakamba fue grande, porque en su corto espacio de tiempo apareció saliendo de detrás de la cortina, pero no llegó a inducirle a hacer un prolongado atavío. Un corto sarong rojo, atado ligeramente a la cintura, era su única vestidura. El misericordioso gobernador de Sambir parecía adormecido y un tanto de mal humor. Se sentó en el sillón con las rodillas bien separadas, los codos descansando sobre los brazos de aquél, la barbilla sobre el pecho, respirando con fuerza y aguardando malévolamente a que Dain iniciase la importante conferencia.
Pero Dain no parecía tener prisa. Dirigió su mirada a Babalatchi, acurrucado confortablemente a los pies de su amo, y permaneció silencioso, con la cabeza ligeramente inclinada, como en espera de que le iluminasen palabras de sabiduría.
Babalatchi tosió discretamente e, inclinándose hacia adelante, empujó unas cuantas esterillas en dirección a Dain invitándole a sentarse; después, elevando su cascada voz, le aseguró de la alegría general causada por su tan anhelado regreso. El ministro añadió que su corazón suspiraba por gozar de la vista del rostro de Dain y sus oídos se secaban por no recibir el refrescante sonido de la voz del recién llegado. Todos los corazones y oídos estaban en la misma triste ansia, de acuerdo con Babalatchi —según indicó con arrebatado gesto, señalando al otro lado del río, donde el poblado dormitaba en paz, inconsciente de la gran alegría que le esperaba a la mañana siguiente cuando la presencia de Dain fuese revelada.
—Porque —añadió Babalatchi— ¿qué alegría puede sentir un pobre, si no le ayuda la abierta mano de un generoso traficante o de un grande?
Aquí se interrumpió bruscamente, con calculada y artificiosa perplejidad, y su errante mirada se fijó en el suelo, mientras una sonrisa humilde dilataba por un momento sus deformados labios. Una o dos veces durante este discurso se reflejó en el semblante de Dain una regocijada expresión, dando lugar prontamente, sin embargo, a una apariencia de seria preocupación. Lakamba había fruncido el entrecejo y sus labios se movían coléricos escuchando la oratoria de su primer ministro. En el silencio que reinó en la habitación cuando Babalatchi cesó de hablar se oía un coro de variados ronquidos, procedentes del rincón en donde el cuerpo de guardia había vuelto a reanudar su interrumpido sueño; pero el distante rugido del trueno que llenaba de aprensión el corazón de Nina por la seguridad de su amado, pasó inadvertido para aquellos tres hombres preocupados con sus propios pensamientos de vida o muerte.
Después de un corto silencio, Babalatchi, suprimiendo ya de su cortés elocuencia las flores, habló otra vez, pero en cortas y rápidas sentencias y en voz baja. Habían estado muy intranquilos. ¿Por qué permanecía Dain tan largo tiempo ausente? Los hombres que vivían en la parte baja del río oyeron los disparos de grandes cañones y vieron un barco de guerra holandés entre las islas de la desembocadura. Por eso ellos estaban impacientes. Hacía días que habían llegado a Abdul-lá los rumores de un desastre, y desde entonces habían estado esperando el regreso de Dain con el presentimiento de alguna desgracia. Durante algunos días había cerrado sus ojos con temor, despertando con alarma y permaneciendo temblorosos como cuando se está ante el enemigo. Y todo por causa de Dain. Ya que no por la de ellos, ¿por qué no miraba por su propia seguridad? Por lo demás, permanecían tranquilos y fieles, y devotos al gran rajá de Batavia —¡que el destino le condujera a la victoria para alegría y provecho de sus servidores!
—Y aquí —añadió Babalatchi— Lakamba, mi señor, iba adelgazando en su ansiedad por el traficante que había tomado bajo su protección; y así estaba Abdul-lá, porque sus malvadas gentes no decían si quizás…
—¡Cállate, estúpido! —exclamó Lakamba irritado.
Babalatchi quedó silencioso con satisfecha sonrisa, mientras Dain, que le había estado oyendo como fascinado, se volvía hacia el gobernador de Sambir exhalando un suspiro de alivio. Lakamba no se movió y, sin levantar la cabeza, miró a Dain arqueando las cejas, respirando fuertemente, con fruncidos labios y un aire general de descontento.
—¡Habla, Dain! —dijo por fin—. Hemos oído muchos rumores. Durante varias noches sucesivas ha venido aquí mi amigo Reshid con malas nuevas. Las noticias se propagan rápidamente a lo largo de la costa. Pero puede no ser verdad; hay más mentiras en las bocas de los hombres estos días que cuando yo era joven, pero a mí no se me engaña fácilmente.
—Todas mis palabras son verdad —dijo Dain negligentemente—. Si deseas saber lo que le aconteció a mi bergantín, te participo que está en manos de los holandeses. Créeme, rajá —añadió con súbita energía—. ¡Los holandeses tienen buenos amigos en Sambir! De otro modo, ¿cómo hubieran sabido que yo iba a salir de aquí?
Lakamba dirigió a Dain una mirada rápida y hostil. Babalatchi se levantó silencioso y, llegándose a la panoplia, golpeó el gong violentamente.
Se oyó fuera un rumor de pies descalzos; dentro, los hombres de la guardia se despertaron y se sentaron, clavando la vista en ellos con amodorrada sorpresa.
—Sí, fiel amigo del rajá blanco —añadió Dain desdeñosamente, volviéndose a Babalatchi, que había regresado a su sitio—. He escapado y estoy aquí para alegrar tu corazón. Cuando vi el barco holandés, dirigí el bergantín contra los escollos y lo encallé. Ellos no se atrevieron a seguirme con el barco, pero lanzaron los botes al agua. Nosotros tomamos los nuestros y tratamos de escapar, pero el barco nos ametralló y mató a muchos de mis hombres. Mas yo he quedado ¡oh Babalatchi! Los holandeses vienen hacia aquí. Me buscan. Vendrán a preguntar a su fiel amigo Lakamba y a su esclavo Babalatchi. ¡Regocijaos!
Mas ninguno de sus oyentes pareció regocijarse mucho. Lakamba había puesto una pierna sobre la otra y se rascaba con aire meditabundo, mientras Babalatchi, sentado con las piernas cruzadas, parecía haberse empequeñecido repentinamente y, aplanado, miraba al espacio. La guardia demostró cierto interés, tumbándose a lo largo de las esteras para estar cerca del orador. Uno de ellos se levantó y fue a recostarse junto a la panoplia, jugando distraídamente con los cordones del puño de su sable.
Dain, antes de continuar, esperó a que el estallido del trueno se debilitase entre los murmullos.
—¿Eres mudo, oh gobernador de Sambir, o es indigno de tu atención el hijo de un gran rajá? Yo he venido aquí a buscar refugio y a prevenirte, y deseo saber qué vas a hacer.
—Vienes aquí a causa de la hija del hombre blanco —exclamó Lakamba rápidamente—. Tu refugio estaba junto a tu padre, el rajá de Bali, el Hijo del Cielo, el propio Anak Agong. ¿Quién soy yo para proteger a grandes príncipes? Aún ayer mismo estuve plantando arroz; hoy dices que tu vida está en mis manos.
Babalatchi miró a su amo.
—Nadie puede escapar a su destino —murmuró piadosamente—. Cuando el amor entra en el corazón de un hombre, éste se hace igual a un niño, sin entendimiento. Sé misericordioso, Lakamba —añadió, tirando del extremo del sarong del rajá como amonestándole.
Lakamba le arrebató el borde de su sarong rabiosamente. Al influjo de la incipiente comprensión de las complicaciones intolerables producidas por el regreso de Dain a Sambir, empezó a perder la compostura que había sido hasta entonces capaz de guardar; y ahora elevaba su voz ruidosamente por encima del silbido del viento y el batir de la lluvia en el techo, que producía el aguacero que estaba cayendo sobre la casa.
—Viniste aquí en un principio como comerciante, con dulces palabras y grandes promesas, pidiéndome que cerrara los ojos mientras hacías negocio con el hombre blanco de enfrente. Yo lo hice. ¿Qué quieres ahora? Cuando yo era joven, guerreaba. Ahora soy viejo y deseo la paz. Me es más fácil a mí matarte que pelear con los holandeses. Es mejor para mí.
El aguacero había pasado y, en la naciente y breve calma, Lakamba repitió lentamente, como para sí: «Mucho más fácil, mucho mejor».
Dain no parecía demasiado atemorizado por las amenazadoras palabras del rajá. Mientras Lakamba hablaba, miró rápidamente por encima de su hombro para asegurarse de que no había nadie detrás de él, y tranquilizado a este respecto, sacó su caja de betel de entre los pliegues del vestido y envolvió cuidadosamente el pequeño trozo de nuez de aquel nombre junto con un poco de cal en la verde hoja que le había sido ofrecida cortésmente por el atento Babalatchi. La acepto como un ofrecimiento de paz del silencioso estadista, como una especie de muda protesta contra la poco diplomática violencia de su amo y presagio de una posible avenencia. En cuanto a lo demás, Dain no estaba intranquilo. Reconocía la Justicia de la sospecha de Lakamba de que había regresado a Sambir tan sólo a causa de la hija del hombre blanco, pero no creía ser un chicuelo falto de juicio, como insinuara Babalatchi. En efecto, Dain sabía con toda certeza que Lakamba estaba muy comprometido en el contrabando de pólvora y trataría de evitar una investigación de las autoridades holandesas sobre este asunto. Cuando, por orden de su padre, el rajá independiente de Bali, realizó su primer viaje debido a que las hostilidades entre holandeses y malayos amenazaban extenderse desde Sumatra a todo el archipiélago. Dain había hallado a todos los grandes traficantes sordos a sus reservadas proposiciones e insensibles a las grandes ofertas de precios que estaba dispuesto a dar por la pólvora. Fue a Sambir como acudiendo a un último y casi desesperado recurso por haber oído hablar en Macassar del hombre blanco que había allí y del comercio regular que hacía con Singapur, alucinado, además, por el hecho de no haber un residente holandés en el río, lo que sin duda alguna lo facilitaba todo. Sus esperanzas quedaron casi destruidas, estrellándose contra la obstinada lealtad de Lakamba motivada por el cuidado del propio interés; pero, por último, la generosidad del joven, su persuasivo entusiasmo, el prestigio del gran nombre de su padre, se sobrepusieron a la prudente vacilación del gobernador de Sambir. Lakamba no quiso hacer nada por si mismo en aquél tráfico ilegal. Se opuso también a que interviniesen árabes en el asunto; pero designó a Almayer, diciendo que era un hombre débil, fácil de persuadir, y que su amigo el capitán inglés del vapor le sería muy útil, especialmente si le interesaba en el negocio de contrabando de pólvora sin que lo supiese Abdul-lá. Dain se encontró también con la inesperada resistencia de Almayer; Lakamba tuvo que enviar a Babalatchi con la solemne promesa, por su parte, de que sus ojos permanecerían cerrados por amistad al hombre blanco, pagándole Dain por esta promesa y amistad en buenos florines de plata de los odiados holandeses. Almayer finalmente consintió, diciendo que la pólvora podría ser obtenida, pero que Dain tenía que darle los dólares para enviar a Singapur por ella y pagarla. Él induciría a Ford a comprarla y pasarla de contrabando en el vapor para trasladarla después al bergantín. Dijo que no quería dinero alguno para él por esta transacción, pero que sería preciso que Dain le ayudase en su gran empresa después de enviar fuera el bergantín. Almayer había explicado a Dain que no podía fiarse únicamente de Lakamba en ese asunto; temía perder su tesoro y su vida a causa de la avaricia del rajá; pero, al mismo tiempo, había que decírselo al rajá e insistir en que tomara parte en aquella operación, pues, de lo contrario, sus ojos no harían la vista gorda por más tiempo. Ésa es la razón de que al fin se sometiera Almayer. Si Dain no hubiera visto a Nina, probablemente habría rehusado comprometerse con sus hombres en la proyectada expedición a Gunong Mas —la montaña de oro. Pero, al prendarse de ella, quedó en regresar con la mitad de sus hombres tan pronto como el bergantín se viera libre con las velas desplegadas. Ahora bien, la obstinada persecución de la fragata holandesa le obligó a desplazarse hacia el sur y últimamente a encallar y destruir su barco con el fin de conservar la libertad y quizá su vida. Sí; había regresado a Sambir por Nina, aunque temeroso de que los holandeses le buscasen allí; pero también había calculado las probabilidades de salvarse en poder de Lakamba. A pesar de la violencia de sus discursos, el misericordioso gobernador no le mataría, porque hacía largo tiempo estaba impresionado con la idea de que Dain poseía el secreto del tesoro del hombre blanco; y que no le entregaría a los holandeses por temor al fatal descubrimiento de complicidad en el ilícito comercio. Por esto Dain se sentía relativamente seguro mientras meditaba su contestación al truculento discurso del rajá. Le pintaría su situación si él— Dain— caía en manos de los holandeses y decía la verdad. No tendría entonces nada que perder y la diría. Y si su regreso a Sambir había perturbado la paz de Lakamba, ¿qué le importaba? Él venía en busca de su propiedad. ¿No había vertido un arroyo de plata en el ávido regazo de la señora de Almayer? Había pagado por la joven un valioso precio de gran príncipe, aunque indigno de aquella deliciosa y enloquecedora criatura por quien su indómita alma sentía un intenso deseo, más torturador que la más aguda pena. Anhelaba su felicidad. Tenía derecho a estar en Sambir.
Se levantó y, acercándose a la mesa, apoyó ambos codos en ella; la responsabilidad que le cabía a Lakamba le indujo también a éste a aproximarse, mientras Babalatchi, que estaba a sus pies, metía su inquisitiva cabeza entre ambos. Cambiaron sus ideas rápidamente, hablando o, más bien, cuchicheando entre sí con los rostros casi juntos: Dain sugiriendo ideas, Lakamba contradiciéndolas y Babalatchi conciliándolas en su ardiente deseo y viva afición de vencer dificultades. El último habló más que ninguno, expresándose ansiosamente y volviendo su cabeza con lentitud de un lado para el otro para dirigir su solitario ojo por turno a cada uno de los interlocutores. ¿Por qué habían de disputar?, decía él. Dejad a Tuan Dain, a quien él quería casi tanto como a su amo, que vaya tranquilamente a ocultarse. Había muchos sitios para ello. La casa de Bulangi allá, en el remanso, era la mejor. Bulangi era persona de fiar. En la red de tortuosos canales no habría hombre blanco capaz de encontrarle. Los blancos eran fuertes, pero muy tontos. No era apetecible pelear con ellos, pero era fácil engañarles. Eran tan imbéciles como las mujeres: «no conocían el uso de la razón, y era sencillísimo vencerles», añadió Babalatchi, con toda la confianza de su falta de experiencia. Probablemente los holandeses buscarían a Almayer. Pudiera ser que se llevasen a su compatriota, si sospechaban de él. Eso sería magnífico. Después que los holandeses se marchasen, Lakamba y Dain podrían coger el tesoro sin ninguna molestia, y habría una persona menos con quien repartir. ¿No hablaba cuerdamente? ¿Quería Tuan Dain irse a casa de Bulangi hasta que el peligro pasase e irse al punto?
Dain aceptó esta idea de ir a ocultarse como haciéndoles un favor a Lakamba y al ansioso estadista, pero a la propuesta de irse al instante contestó con un decidido no, guiñando el ojo significativamente a Babalatchi. El estadista suspiró como hombre que acepta lo inevitable y señaló silenciosamente la otra orilla del río. Dain inclinó su cabeza lentamente.
—Sí, yo voy allí —dijo.
—¿Antes que llegue el día? —preguntó Babalatchi.
—Ahora —contestó Dain con decisión—. Los holandeses no llegarán aquí antes de mañana por la noche, si acaso; y yo tengo que hablarle a Almayer de nuestros convenios.
—No, Tuan. No digas nada —exclamó Babalatchi—. Yo iré al amanecer y se lo haré saber.
—Ya veremos —contestó Dain, preparándose a marchar.
La tormenta había vuelto a desencadenarse, y parecían cercanas las pesadas y bajas nubes. Era un constante retumbar de los distantes truenos, reforzado por los cercanos estallidos; y en el continuo juego de azulados relámpagos los bosques y el río se mostraban espasmódicamente con la profusión de todos sus detalles. Ello daba carácter a la escena. Dain y Babalatchi estaban en la trepidante galería, como deslumbrados y aturdidos por la violencia de la tormenta. Permanecían allí, entre las acurrucadas formas del séquito y esclavos del rajá, buscando refugio contra la lluvia y llamando Dain a gritos a sus boteros, que contestaron con un unánime «¡Ada, Tuan!», mientras miraban intranquilamente al río.
—¡Hay una gran crecida! —dijo Babalatchi al oído de Dain—. ¡El río está furioso! ¡Mira esos montones de maderos! ¿Vas a irte?
Dain miró, dudando, la lívida extensión de las revueltas aguas, contorneadas, allá lejos, por la estrecha línea negra de la selva. Repentinamente, el resplandor de una viva llamarada blanca, la parte baja de la tierra con los inclinados árboles y la casa de Almayer saltaron a la vista, fluctuaron y desaparecieron. Dain echó a un lado a Babalatchi y corrió hacia el embarcadero seguido por sus temblorosos boteros. Babalatchi retrocedió despacio hacia el interior, cerró la puerta y, volviéndose, miró silenciosamente a Lakamba. El rajá estaba sentado todavía, con los ojos clavados en la mesa, y Babalatchi le contempló curiosamente de una manera perpleja, propia del hombre que había servido durante tantos años entre las alternativas de la buena y la mala fortuna. Sin duda el tuerto estadista experimentaba en su salvaje pecho traicionero insólitos sentimientos de simpatía, y aun quizá de piedad, por la persona a quien llamaba su amo. Desde la segura posición de consejero confidencial, podía, en la turbia perspectiva de los pasados años, verse a sí mismo —asesino de ocasión— hallando refugio bajo el techo de aquel hombre, en el modesto arrozal de sus comienzos. Después llegó un período de ininterrumpidos éxitos, de sabios consejos, de grandes conspiraciones llevadas adelante por el temerario Lakamba, hasta que toda la costa oriental desde Poulo Laut hasta Tanjong Batu oyó hablar de la sabiduría de Babalatchi por boca del gobernador de Sambir. Durante aquellos largos años, ¡cuántos peligros evitados, cuántos enemigos combatidos valerosamente, cuántos hombres blancos embaucados con éxito! Y ¿cuál era el resultado de tantos años de paciente trabajo? A la vista lo tenía: el intrépido Lakamba acobardándose ante la sombra de un amenazador conflicto. El gobernador se iba haciendo viejo, y Babalatchi, sintiendo un penoso malestar en la boca de su estómago, se llevó allí las manos con la repentina, viva y triste percepción de que él también envejecía, de que los tiempos de intrépida audacia habían pasado para ambos, y de que tenían que buscar refugio en la prudente astucia. Deseaban la paz; estaban dispuestos a enmendarse, a refrenarse, con tal de tener con qué sobrellevar los malos días, si podían ser sobrellevados. Babalatchi suspiró por segunda vez aquella noche, acurrucándose nuevamente a los pies de su amo y tendiéndole su caja de nuez de betel en ademán de muda simpatía. Y allí permanecieron sentados en estrecha y silenciosa comunión de masticadores de betel, moviendo sus mandíbulas lentamente, expectorando en la escupidera de bronce que se pasaban el uno al otro, y escuchando el horroroso y violento ruido de los elementos desatados en el exterior.
—Hay una gran crecida —hizo observar Babalatchi tristemente.
—Sí —dijo Lakamba—. ¿Se ha ido Dain?
—Se marchó, Tuan. Salió corriendo hacia el río, como hombre poseído por todos los diablos.
Hubo otra larga pausa.
—Corre peligro de ahogarse —añadió Lakamba, con expresión en la que latía cierto interés.
—Hay muchos troncos flotantes —contestó Babalatchi—, pero es un buen nadador —agregó con desmayo.
—Conviene que se salve —dijo Lakamba—; sabe dónde está el tesoro.
Babalatchi asintió con un gruñido de mal humor. Su fracaso en el intento de arrancar al hombre blanco el secreto del sitio en que estaba el tesoro era una llaga para el estadista de Sambir, porque constituía el único fracaso notable en su hasta entonces brillante carrera.
Una gran paz había sucedido ahora al fragor de la tormenta. Tan sólo las tardías nubes, que rápidamente pasaban por encima de sus cabezas para reunirse con la principal del ya lejano cúmulus que relampagueaba silenciosamente a distancia, enviaban cortos aguaceros, que golpeaban blandamente con lento silbido en el techo de hoja de palmera. Lakamba salió de su apatía con apariencia de haber hallado, por fin, la solución.
—¡Babalatchi! —dijo alegremente, dándole un ligero puntapié.
—¡Ada Tuan, te escucho!
—Si vienen los holandeses, Babalatchi, y se llevan a Almayer a Batavia para castigarle por el contrabando de pólvora, ¿qué crees que hará él?
—No lo sé, Tuan.
—Eres un asno —dijo Lakamba regocijadamente—. Les dirá dónde está el tesoro, para alcanzar el perdón. Lo hará.
Babalatchi miró a su amo y movió la cabeza para significar desagradable sorpresa. No había pensado en esto; era una nueva complicación.
—Almayer debe morir —dijo Lakamba de una manera decidida—, para asegurar nuestro secreto. Debe morir tranquilamente, Babalatchi. Tú cuidarás de esto.
Babalatchi asintió, y se puso en pie.
—¿Mañana? —preguntó.
—Sí, antes de que vengan los holandeses. Ya sabes que bebe mucho café —añadió Lakamba con gran sarcasmo.
Babalatchi se desperezó bostezando; pero Lakamba, en su satisfacción por haber resuelto un dificultoso problema sin ayuda de nadie, por su solo esfuerzo intelectual, se sintió repentinamente desvelado.
—Babalatchi —dijo al agotado estadista—: tráeme la caja de música que me regaló el capitán blanco. No puedo dormir.
Ante esta orden, una profunda sombra de melancolía asomó a las facciones de Babalatchi. Salió con repugnancia y reapareció prontamente llevando en sus brazos un pequeño organillo de manubrio, que puso sobre la mesa con aire de profunda aflicción. Lakamba se arrellanó cómodamente en su sitial.
—Dale vueltas, Babalatchi, dale vueltas —murmuró con los ojos cerrados.
Babalatchi agarró la manivela con la energía de la desesperación y, mientras la hacía girar, la profunda tristeza de su rostro fuese tornando en una expresión de resignación sin esperanza. Al través del abierto postigo de la ventana, las notas de la música de Verdi flotaron, en el gran silencio, sobre el río y la selva. Lakamba escuchaba con los ojos cerrados y deliciosa sonrisa; Babalatchi daba vueltas al manubrio, inclinándose a veces soñoliento sobre el aparato, enderezándose a continuación asustado, y dándole después unas cuantas rápidas vueltas a la manivela. La naturaleza dormía en exhausto reposo después del fiero disturbio, mientras, al impulso de las inseguras manos del estadista de Sambir, el Trovador se lamentaba, gemía y decía adiós a su Eleonora, una y otra vez, en un triste repetir de lacrimosas e interminables reiteraciones.
Capítulo VII
El claro resplandor de la despejada mañana que siguió a tan tormentosa noche iluminó el sendero principal del caserío, que conducía desde la baja orilla del brazo del río Pantai hasta la puerta del establecimiento de Abdul-lá. El sendero estaba desierto aquella mañana; su amarillenta superficie se extendía, duramente batida por las pisadas de muchos pies descalzos, entre los grupos de palmeras, cuyos altos troncos lo oscurecían con sus espesas y negras líneas a irregulares intervalos, mientras el nuevo sol arrojaba las sombras de sus frondosas copas allá lejos sobre los techos de los edificios que se alineaban en el río, y aun sobre el mismo río, como si fluyeran rápida y silenciosamente de las desiertas casas. Porque las casas estaban también desiertas. En las estrechas veredas de pisoteada hierba, existentes entre sus abiertas puertas y el camino, las hogueras matinales se consumían desatendidas, enviando sutiles y rizadas columnas de humo al frío ambiente, y esparcían el tenue velo de la azulada y misteriosa neblina sobre la solitaria luz solar del caserío. Almayer, recién levantado de su hamaca, contemplaba adormecido la extraña perspectiva de Sambir, maravillándole vagamente su ausencia de vida. Su propia casa permanecía silenciosa; no oía la voz de su mujer, ni el sonido de los pasos de Nina en la habitación grande que daba a la galería, y que él llamaba «su salón» siempre que, estando en compañía de hombres blancos, quería hacer constar que disfrutaba de las ordinarias conveniencias de la civilización. Nadie se sentaba allí nunca; ni había donde sentarse, porque su mujer, con sus salvajes caprichos, cuando se hallaba excitada por el recuerdo de aquel periodo pirático de su vida, había arrancado las cortinas para hacer sarongs a las esclavas, y había quemado los lujosos muebles hechos pedazos para cocinar el arroz familiar. Pero Almayer no pensaba ahora en dichos muebles. Estaba pensando en el regreso de Dain, en la entrevista nocturna de Dain con Lakamba, en la posible influencia de la misma sobre sus largamente madurados planes, ahora próximos a ser ejecutados. Estaba también intranquilo por no haber aparecido Dain a hacerle la temprana visita que le había prometido. «El amigo tenía tiempo suficiente para haber cruzado el río», pensó, y había mucho que hacer durante el día: la terminación de los detalles para la pronta partida del día siguiente; el lanzamiento de los botes; las mil y una menudencias que había que terminar. Porque la expedición debía ponerse en marcha, completa; nada debía ser olvidado, nada debía…
La sensación de su extraña soledad invadió repentinamente su ánimo, y en aquel insólito silencio anheló oír aun el desagradable sonido de la voz de su mujer interrumpiendo la opresiva calma que parecía a su atemorizada imaginación pronosticar el acaecimiento de alguna nueva desgracia. «¿Qué ha ocurrido?» exclamó casi en alta voz, encaminándose sobresaltado, con sus zapatillas en chancleta, a la balaustrada de la galería. «¿Está todo el mundo dormido, o muerto?»
Sin embargo, la gente de la casa estaba viva y bien despierta. Estaba despierta casi desde el amanecer, cuando Mahmat Banjer, en un ataque de inaudita energía, se levantó y, cogiendo su hacha, saltó por encima de las dormidas formas de sus dos mujeres y fue tiritando hacia el borde del agua para asegurarse de que la nueva casa que estaba construyendo no había sido llevada por el río durante la noche.
La estaba construyendo Mahmat sobre una gran balsa, y la había amarrado con seguridad precisamente en la pantanosa punta de tierra formada por la confluencia de las dos ramas o brazos del Pantai, de modo que estuviese fuera de la ruta de los troncos que no dejarían de encallar en aquel punto durante la riada. Caminó Mahmat a través de las húmedas hierbas, maldiciendo las duras necesidades de la vida que le sacaban del tibio lecho para meterle en el frío de la mañana. Pudo comprobar que su casa estaba aún allí y se congratuló de su previsión en haberla sacado de los brazos del río, porque la creciente luz le mostró una verdadera ruina de troncos de árboles arrastrados en confuso montón, medio encallados en el aplanado y fangoso escollo, y entremezclados por sus ramas en deforme balsa, chocando unos con otros en continuo vaivén y oprimiéndose todos juntos en el remolino producido por el encuentro de las corrientes de los dos brazos del río. Mahmat se llegó al borde del agua para examinar los amarres de su casa, cuando ya el sol empezaba a iluminar los árboles de la opuesta orilla del río. Al inclinarse sobre las amarraduras, miró otra vez detenidamente la revuelta confusión de troncos y vio allí algo que le hizo soltar el hacha y detenerse, preservando con la mano sus ojos de los rayos del naciente sol. Había visto un bulto encarnado, que los troncos balanceaban, estrujándolo en ocasiones, y ocultándolo otras. Le pareció al principio como una tira de tela roja. Pero, al intentar cogerlo, lanzó un gran grito.
—¡Eh, aquí! —aulló Mahmat—. ¡Aquí hay un hombre entre los troncos!
Hizo bocina con sus manos y siguió gritando, anunciándolo claramente con la cara vuelta hacia el establecimiento:
—¡En el río hay el cuerpo de un hombre! ¡Venid a verlo! ¡Un muerto! ¡Un extranjero!
Las mujeres de la casa más cercana estaban fuera encendiendo sus hogueras y descascarillando el arroz matinal. Repitieron el anuncio con agudos chillidos y lo lanzaron de casa en casa, hasta que se fue perdiendo en la lejanía. Los hombres salieron excitados, pero silenciosos, y corrieron hacia el pantanoso punto donde los brutales maderos sacudían, estregaban y golpeaban el cadáver del extranjero y rodaban sobre él con la estúpida persistencia de las cosas inanimadas Las mujeres les siguieron abandonando sus obligaciones domésticas y a pesar de la posibilidad de un ulterior disgusto, mientras grupos de chiquillos se precipitaban tras ellas, charloteando alegremente, con el deleite de un acontecimiento inesperado.
Almayer llamó a gritos a su mujer y a su hija y, no recibiendo respuesta, se puso a escuchar con atención. El murmullo de la gente le llegó débilmente, llevando con él la seguridad de algún acontecimiento extraordinario. Miró hacia el río precisamente cuando iba a dejar la galería y se detuvo a la vista de una pequeña canoa que lo cruzaba viniendo de la residencia del rajá. El solitario ocupante —en el que Almayer prontamente reconoció a Babalatchi— realizaba la travesía un poco más abajo de la casa y remaba hacia el muelle de Lingard en el agua muerta, junto a la orilla. Babalatchi trepó a él lentamente, y aseguró su canoa con fastidiosa calma, como si no tuviese prisa por reunirse con Almayer, a quien vio en la galería de cara hacia él. Este retraso dio tiempo a Almayer para advertir que Babalatchi venía en traje oficial, de lo que se maravilló grandemente. El estadista de Sambir venía cubierto con un vestido acomodado a su alto rango. Un sarong a grandes cuadros rodeaba su cintura y entre sus muchos pliegues asomaba el puño de plata de su sable, que veía la luz solamente en los grandes festivales y durante las recepciones oficiales. Sobre el hombro izquierdo y atravesando la otra parte del desnudo pecho del anciano diplomático, resplandecía una banda de cuero que llevaba una placa de bronce con las armas de los holandeses y la inscripción: «Sultán de Sambir». La cabeza de Babalatchi estaba cubierta por un turbante rojo, cuyos flecos caían sobre la mejilla izquierda y hombro, dando a su envejecido rostro una cómica expresión de festiva temeridad. Cuando la canoa estuvo finalmente asegurada a su satisfacción, se enderezó, sacudiendo los pliegues de su sarong, y caminó a grandes zancadas hacia la casa de Almayer, balanceando con regularidad su alto báculo de ébano, cuyo puño de oro adornado con piedras preciosas relucía con el sol matinal. Almayer agitó su mano señalando hacia la derecha al punto para él invisible, pero perfectamente visible desde el muelle.
—¡Eh, Babalatchi, eh! —le gritó—. ¿Qué pasa allí? ¿Puedes verlo?
Babalatchi se detuvo y miró detenidamente a la gente de la orilla del río, y un momento después le vio el atónito Almayer dejar el sendero, recogerse su sarong con una mano, y salir trotando a campo traviesa hacia el pantanoso lugar.
Almayer ahora, grandemente intrigado, bajó corriendo las escaleras de la galería. El murmullo de las voces de los hombres y los agudos gritos de las mujeres llegaban ya a su oído con toda claridad y, tan pronto como dio la vuelta a la esquina de su casa, se ofreció a su vista una verdadera multitud en el bajo promontorio agitándose y empujándole alrededor de algún objeto de interés. Oyó indistintamente la voz de Babalatchi, y al instante vio a la gente abrir paso al anciano estadista y agruparse después que hubo pasado, con un excitado murmullo que terminó en una gran gritería.
Al aproximarse Almayer hacia la multitud, pasó un hombre junto a él corriendo impetuosamente hacia el establecimiento, desatendiendo su llamada y su ruego de que se parase y le explicara la causa de todo aquello. Al llegar junto a la muchedumbre, Almayer se vio detenido por una impenetrable masa de carne humana, indiferente a sus ruegos para que le dejaran pasar, e insensible a sus esfuerzos para abrirse camino a través de ella hacia la orilla del río.
No obstante, iba progresando en su propósito, aunque lentamente, cuando creyó oír la voz de su mujer entre aquella muchedumbre. No podía menos de reconocer el bien conocido desafinado diapasón de su señora, aunque no logró comprender claramente las palabras. Se paró en su intento de abrirse paso por entre los que le rodeaban, procurando enterarse, cuando un largo y penetrante chillido rasgó el aire, apagando los murmullos de la multitud y las voces de sus informadores. Durante un momento Almayer permaneció como petrificado de asombro y horror, porque ahora estaba seguro de haber oído el llanto de su mujer por el muerto. Se acordó de la desacostumbrada ausencia de Nina y, enloquecido por el temor de que le hubiese ocurrido algo, empujó ciega y violentamente hacia adelante, derribando a la gente, que lanzaba gritos de sorpresa y de queja ante su frenético avance.
En el extremo del istmo, en un pequeño espacio claro, estaba tendido el cuerpo del extranjero recién sacado de entre los troncos. A un lado estaba Babalatchi, descansando su barba en el puño de su báculo y con su único ojo mirando fijamente la informe masa de miembros despedazados, carne retorcida y sangrientos jirones. En cuanto Almayer irrumpió a través del círculo de horrorizados espectadores, su mujer echó su propio velo sobre el rostro del ahogado y, agachándose junto a él, con otro triste lamento, estremeció a la ahora silenciosa multitud. Mahmat, chorreando agua, se volvió hacia Almayer, ansiosamente, para contarle la historia.
Durante el primer momento de reacción contra la angustia de su temor, el brillo del sol pareció oscilar a los ojos de Almayer, que oía las palabras que se pronunciaban a su alrededor sin comprender lo que significaban. Cuando, mediante un gran esfuerzo de su voluntad, volvió a la normalidad de sus sentidos, estaba diciendo Mahmat:
—El hecho debió ocurrir así, Tuan. Su sarong fue enganchado por las ramas rotas y quedó colgando con la cabeza debajo del agua. Cuando vi lo que era, habría deseado no estar aquí. Yo quería desengancharlo y empujarlo hacia fuera. ¿Por qué ha de enterrarse a un extranjero en medio de nuestras casas, para que su espíritu asuste a nuestras mujeres y a los chicos? ¿Es que no tenemos aquí bastantes fantasmas?
Un murmullo de aprobación le interrumpió. Mahmat echó a Babalatchi una mirada de recriminación.
—Pero Tuan Babalatchi me ordenó sacar el cuerpo a la orilla —añadió mirando alrededor, aunque hablando solamente a Almayer— y yo lo extraje por los pies; a través del fango lo he sacado, pero mi corazón anhelaba verle flotar río abajo para que encallase quizás en el terreno de Bulangi —¡que la tumba de su padre sea profanada!
Ante esta salida, apenas pudo el auditorio contener la risa, porque la enemistad de Mahmat y Bulangi era asunto de común notoriedad y de ningún interés para los habitantes de Sambir. En medio de tal algazara la señora de Almayer lanzó un nuevo lamento.
—¡Por Alá! ¿Qué lamentos son los de esa mujer? —exclamó Mahmat colérico—. Yo he tocado su cadáver que no se sabe de quién es, y me he contaminado antes de comer mi arroz. Por orden de Tuan Babalatchi lo he hecho para servir al hombre blanco. ¿Estáis complacido, oh Tuan Almayer? ¿Y cuál será mi recompensa? Tuan Babalatchi me dijo que me recompensaríais. Ahora consideradlo. Yo he sido contaminado y, si no contaminado, tal vez sometido a la influencia de un hechizo. ¡Mirad sus tobillos! ¿Quién ha oído jamás que un cadáver aparezca durante la noche entre los troncos, con aros de oro en las piernas? ¡Aquí hay brujería! Sin embargo —añadió Mahmat, después de una reflexiva pausa— tomaré las ajorcas si se me permite, porque yo tengo un encanto contra los aparecidos y no me asusto ¡Dios es grande!
Un nuevo estallido de la ruidosa pena de la señora Almayer reprimió el flujo de la elocuencia de Mahmat. Almayer, turbado, miraba alternativamente a su mujer, a Mahmat y a Babalatchi, y últimamente detuvo su fascinada vista en el cuerpo tendido sobre el lodo, con el rostro tapado y con una grotesca y rara contorsión de mutilados y rotos miembros, un brazo lacerado y retorcido cuyos huesos asomaban por muchos sitios a través de la carne desgarrada; y una mano con los dedos estirados casi tocando un pie.
—¿Sabe usted quién es? —preguntó a Babalatchi en voz baja.
Babalatchi, clavando la vista en él, apenas movió los labios, mientras las persistentes lamentaciones de la señora Almayer ahogaban el murmullo de su respuesta, musitada y dirigida solamente al oído de Almayer.
—El destino lo ha querido. Mira a tus pies hombre blanco. Yo veo un anillo en esos dedos retorcidos que conozco muy bien.
Diciendo esto, Babalatchi se adelantó descuidadamente, poniendo un pie como por casualidad sobre la mano del cadáver y hundiéndola en el blando lodo. Blandió su báculo amenazadoramente hacia la multitud, que retrocedió un poco.
—¡Largo de aquí! —exclamó severamente—, y mandad a vuestras mujeres a que cuiden sus fuegos y sus guisos, que no debieran haber abandonado para correr a ver un extranjero muerto. Este trabajo es sólo para hombres. ¡Yo le recojo en nombre del rajá! ¡No tienen que quedar aquí más hombres que los esclavos de Tuan Almayer! ¡Marchaos!
La gente empezó a dispersarse de mala gana. Las mujeres se fueron primero, llevándose a rastras a los chicos, que se colgaban con todo su peso de las manos de sus madres. Los hombres después, lentamente, formando grupos que gradualmente iban disolviéndose al paso que se acercaban a los caseríos en que se hallaban sus hogares respectivos, apresurando el paso por el apetito con que anhelaban el arroz matinal. Tan sólo en la pequeña elevación desde donde el terreno empezaba a descender hacia aquel pantanoso lugar, unos pocos hombres, ya amigos o enemigos de Mahmat, se detuvieron mirando curiosamente durante algún tiempo más al pequeño grupo que permanecía alrededor del cadáver, en la orilla del río.
—No entiendo qué es lo que quieres decir, Babalatchi —dijo Almayer—. ¿De qué anillo estás hablando? Quienquiera que sea, estás pisando su mano derecha e introduciéndola en el fango. Descúbrele el rostro —añadió, dirigiéndose a su mujer, que, acurrucada junto a la cabeza del cadáver, se movía hacia atrás y hacia adelante, sacudiendo de vez en cuando sus desgreñados cabellos grises y murmurando lamentaciones.
—¡Ay! —exclamó Mahmat, que se había quedado rezagado junto a ellos—. Mira, Tuan; los maderos se juntaron unos con otros así (y apretó una contra otra las palmas de sus manos), y su cabeza ha debido ser cogida entre ellos y ahora no existe la cara que quieres ver. Ahí están su carne y sus huesos, la nariz y los labios y, quizá, los ojos, pero nadie podría distinguirlos. Estaba escrito el día en que nació que nadie sería capaz de decir, viéndole muerto: «Éste es el rostro de mi amigo».
—¡Silencio, Mahmat! ¡Basta! —dijo Babalatchi—, y aparta tus ojos de sus anillos, comedor de carne de cerdo. Tuan Almayer —añadió después, bajando su voz—, ¿has visto a Dain esta mañana?
Almayer abrió sus ojos enormemente y pareció sobresaltarse.
—No —contestó al punto—. ¿Le has visto tú? ¿No está con el rajá? Yo le estoy esperando. ¿Por qué no viene?
Babalatchi movió su cabeza tristemente.
—Ha venido, Tuan. Nos abandonó la noche pasada cuando la tormenta era grande y el río rugía furioso. La noche estaba muy oscura, pero él llevaba consigo una luz que le mostraba el camino de vuestra casa, tan terso como un estrecho remanso, y los grandes troncos no mayores que pequeños trocitos de paja. Así, pues, se marchó; y ahora yace aquí.
Y Babalatchi movió su cabeza señalando al cadáver.
—¿Cómo puedes asegurar eso? —increpó Almayer excitadísimo, apartando a su mujer a un lado.
Le quitó el velo que le cubría y miró a la informe masa de carne, pelo y fango seco, donde debió estar la cara del ahogado.
—Nadie puede decirlo —añadió, retirándose tembloroso.
Babalatchi se arrodilló, limpiando de lodo, los yertos dedos de la alargada mano. Se levantó e hizo brillar ante los ojos de Almayer un anillo de oro con una gran piedra verde.
—Tú conoces bien este anillo —dijo—. No abandonaba nunca la mano de Dain. He tenido que rasgar la carne para sacarlo. ¿Lo crees ahora?
Almayer se llevó las manos a la cabeza y las dejó caer negligentemente, en el total abandono de su desesperación. Babalatchi, que le contemplaba con curiosidad, se maravilló de verle sonreír. Un extraño desvarío había tomado posesión del cerebro de Almayer, perturbado por esta nueva desgracia. Le pareció que durante muchos años había estado cayendo en un profundo precipicio. Día tras día, mes tras mes y año tras año, había estado cayendo, cayendo, cayendo por un sitio liso, circular, negro, y las negras paredes se habían ido precipitando hacia arriba con monótona rapidez. Veía una gran presa, el ruido de la cual se imaginaba oír aún; y después, con una horrorosa conmoción, había llegado al fondo y, ¡he aquí que estaba vivo y entero, y Dain estaba muerto con todos sus huesos rotos! Esto le pareció gracioso. Un malayo muerto; él había visto muchos malayos muertos sin ninguna emoción; y ahora se sentía dispuesto a llorar, pero la causa de su duelo era el destino de un hombre blanco que él conocía, un hombre que había caído en un profundo precipicio y no había muerto. Se parecía algo a él y estaba a su lado, un poco separado, contemplando a un cierto Almayer que se hallaba muy inquieto. ¡Pobre, pobre amigo! ¿Por qué no se cortaba el cuello? Él quería animarle, estaba verdaderamente ansioso de verle tendido muerto sobre el otro cadáver. ¿Por qué no se moría y acababa de sufrir?
Se lamentaba inconscientemente a grandes voces y le sobrecogía con espanto el sonido de su propia voz. ¿Se iba a volver loco? Aterrorizado por este pensamiento, echó a correr hacia su casa repitiéndose a sí mismo: «¡No me voy a volver loco; claro que no, no, no, no!» Trató de mantener fijamente la idea. «Loco, no; loco, no». Tropezaba según iba corriendo ciegamente, escalera arriba, repitiendo cada vez más deprisa aquellas palabras en las que parecía cifrar su salvación. Vio a Nina que estaba allí, y quiso decirle algo, pero no pudo acordarse de lo que era, dominado por el ansia de ratificarse en que no iba a volverse loco, repitiéndose este pensamiento, mientras daba vueltas a la mesa, hasta que tropezó con un sillón y se arrojó en él, exhausto. Sentado, clavó la vista extraviada en Nina, sin dejar de asegurarse a sí mismo su buen estado mental, maravillándose de que la joven retrocediese alarmada. ¿Qué le pasaba? Esto era una tontería. Golpeó violentamente la mesa con el puño cerrado y gritó roncamente: «¡Dame ginebra! ¡Corre!» Después, mientras Nina salía corriendo, permaneció en su sillón, muy silencioso y tranquilo, espantado del ruido que había hecho.
Nina volvió con medio vaso de ginebra y encontró a su padre con aire distraído y la mirada errante. Almayer se sentía muy cansado, como si hubiese acabado de llegar de un largo viaje. Se sentía como si hubiese caminado millas y millas aquella mañana y con deseos de descansar largamente. Cogió el vaso con mano temblorosa y se lo bebió, chocando sus dientes contra el cristal, vaciándolo y dejándolo de golpe sobre la mesa. Volvió sus ojos lentamente hacia Nina, que estaba a su lado, y aseveró con firmeza:
—Ahora todo se ha acabado. Nina. Él ha muerto, y yo puedo quemar todos mis botes.
Le invadió un sentimiento de orgullo por haber sido capaz de hablar con tanta calma. Decididamente no iba a volverse loco. Esta certidumbre le confortó mucho, y siguió hablando acerca del hallazgo del cadáver, escuchando su propia voz muy complacido. Nina permanecía tranquila, con la mano apoyada ligeramente sobre el hombro de su padre y el rostro inmóvil; pero cada línea de su rostro, y la actitud de todo su ser, expresaban la más viva y ansiosa atención.
—De manera que Dain ha muerto —dijo fríamente, cuando su padre cesó de hablar.
La calma que Almayer había logrado tan trabajosamente aparentar desapareció en un momento con un estallido de violenta indignación.
—Estás ahí como una estatua semianimada —exclamó con ira— y me hablas como si éste fuese un asunto sin importancia. ¡Sí, ha muerto! ¿Lo entiendes? ¡Ha muerto! ¿Qué te importa a ti? ¡A ti no te importa nada!; ves mi lucha, mi trabajo, mi esfuerzo, indiferente; y no ves nunca mi sufrimiento. No, jamás. No tienes corazón, ni tienes alma; si los tuvieras, habrías comprendido que todo esto era por ti; que sólo me afano por tu felicidad. Deseo ser rico; deseo irme de aquí. Quiero ver a los hombres blancos inclinándose ante el poder de tu beldad y tu riqueza. Viejo como soy, deseo buscar una tierra extraña, una civilización en la que yo seré un extraño, para hallar así una nueva vida en la contemplación de tu gran fortuna, de tus triunfos, de tu felicidad. Por eso llevo pacientemente la carga del trabajo, el desagrado, la humillación de estar entre estos salvajes. Y todo aquello lo he tenido al alcance de mi mano.
Miró al atento rostro de su hija y, poniéndose bruscamente de pie, tiró el sillón.
—¿Me oyes? Lo he tenido todo; así, al alcance de mi mano.
Se detuvo, procurando reprimir su cólera, pero no pudo.
—¿No tienes corazón? —añadió—. ¿Has vivido sin esperanzas?
El silencio de Nina le exasperó; y elevó su voz aunque procurando dominarse:
—¿Estás contenta de vivir en esta miseria y morir en este miserable agujero? Di algo. Nina; ¿no me tienes cariño? ¿No tienes una palabra con que consolarme? ¡A mí que tanto te he querido!
Esperó un momento la respuesta y, no recibiéndola, blandió el puño con furor ante la cara de su hija.
—¡Creo que eres una idiota! —exclamó.
Buscó la silla, la recogió, y se sentó. Se extinguió su cólera y sintió vergüenza de haberla dejado estallar y, a la vez, satisfacción de haber aclarado ante su hija el secreto sentido de su vida. Lo pensó así de buena fe, engañado por la apreciación emocional de sus móviles, incapaz de comprender lo torcido de su camino, la falta de realidad de sus pretensiones, la vanidad de sus pesadumbres. Y su corazón se llenó de una gran ternura y amor a su hija. Deseaba verla desgraciada y participar con ella de su desesperación; pero lo deseaba tan sólo como desean los débiles verse acompañados en el infortunio por seres inocentes del mismo. Si Nina sufriera, le comprendería y tendría piedad de él; pero como ella nada sentía, no quería o no podía encontrar ni siquiera una palabra de consuelo para él en tan terrible trance. La conciencia de su absoluto aislamiento se adueñó de su corazón con una fuerza que le hizo estremecerse. Vaciló y cayó de bruces, dando con su rostro en la mesa, quedando con los brazos extendidos y rígidos. Nina llegó rápidamente hasta su padre y permaneció contemplando aquella cabeza gris sobre sus anchos hombros sacudidos convulsivamente por la violencia de sus sentimientos, que hallaron por fin alivio en sollozos y lágrimas.
Nina suspiró profundamente y se separó de la mesa. Sus facciones perdieron el aspecto de pétrea indiferencia que había exasperado a su padre hasta llevarle a un arrebato de rabia y dolor. La expresión de su rostro, ahora que lo veía su padre, había experimentado un rápido cambio. Había escuchado la suplica de Almayer pidiendo cariño, una palabra de consuelo, y la había oído, al parecer, con indiferencia, pero en realidad con el pecho desgarrado por el conflicto de impulsos suscitados inesperadamente por acontecimientos no previstos o que, por lo menos, no esperaba ocurriesen tan pronto. Con el corazón profundamente conmovido a la vista del miserable estado de su padre, consciente de que estaba en su mano el dar fin a dicho estado con una sola palabra y anhelando llevar la paz a aquel turbado corazón, oía con terror la voz de su predominante amor imperando silencio. Y se sometió después de una corta y fiera lucha de su antiguo ser contra el nuevo principio de su vida. Se envolvió en un absoluto silencio, única salvaguardia contra cualquier fatal concesión. No podía decidirse a hacer un signo ni a murmurar una palabra por temor a decir demasiado; y la gran violencia de sentimientos que agitaba el íntimo retiro de su alma parecía convertir su persona en una piedra. La dilatación de sus orificios nasales y el brillo de sus ojos eran las únicas señales de la tormenta desencadenada en su interior, y esas señales de la emoción de su hija no podía Almayer verlas, porque su vista estaba ofuscada por la pena de su propia desgracia, por su rabia y por la desesperación.
Si hubiese Almayer mirado a su hija al apoyarse ésta en la balaustrada frontal de la galería, habría notado que la expresión de indiferencia se había trocado en la del dolor, y que ésta se había desvanecido a su vez dejando la gloriosa belleza de su rostro marcada por profundas huellas de viva ansiedad.
Las altas hierbas del descuidado patio se erguían ante sus ojos al calor del mediodía. De la orilla del río llegaban voces y un desordenado rumor de pataleo de pies desnudos que se acercaban a la casa; oíase a Babalatchi dando instrucciones a la gente de Almayer, y los ahogados gemidos de la señora de éste resonaron con toda claridad, al tiempo que la pequeña procesión que conducía el cadáver del ahogado, llevando a la cabeza a la lastimera matrona, daba la vuelta a la esquina de la casa. Babalatchi había quitado de la pierna de aquel hombre el aro roto y lo llevaba en su mano, yendo al lado de los portadores del cadáver, mientras Mahmat seguía detrás tímidamente, con la esperanza de la prometida recompensa.
—Dejadle ahí —dijo Babalatchi a los hombres de Almayer, señalando un montón de secos tablones frente a la galería—. Dejadle ahí. Era un kaffir e hijo de un perro, amigo además del hombre blanco. Bebía el agua fuerte del hombre blanco —añadió con afectado horror—. Lo he visto yo mismo. Los hombres dejaron los rotos miembros en los tablones que habían puesto a nivel, mientras la señora de Almayer cubría aquel cuerpo con una tela de algodón blanco, y después de cuchichear algún tiempo con Babalatchi, se alejó para ocuparse de sus faenas domésticas. Los hombres de Almayer, después de soltar su carga, se dispersaron en busca de algún sitio sombrío donde pasar el día perezosamente tumbados. Babalatchi se quedó solo junto al cadáver que yacía rígidamente tendido bajo el paño blanco, bañado por el claro resplandor del sol.
Nina descendió las escaleras y se unió a Babalatchi, que se llevó la mano a la frente y se inclinó con gran deferencia.
—Tiene usted ahí un brazalete —dijo Nina, mirando al levantado rostro de Babalatchi y a su solitario ojo.
—Lo tengo, Mem Putih —contestó el cortés estadista. Y después, volviéndose hacia Mahmat, le indicó que se acercara, llamándole—: ¡Ven aquí!
Mahmat se acercó con alguna indecisión, evitando mirar a Nina y con los ojos fijos en Babalatchi.
—Ahora escucha —dijo Babalatchi con aspereza—. El anillo y el brazalete que has visto y conoces pertenecían a Dain el traficante, y no a otro. Dain regresó la noche pasada en una canoa. Habló con el rajá y a media noche le dejó para cruzar a esta casa del hombre blanco. Había una gran riada, y esta mañana tú lo has encontrado en el río.
—Por sus pies lo he sacado —murmuró Mahmat por lo bajo, y luego añadió en voz alta—: ¡Tuan Babalatchi, habrá recompensa!
Babalatchi mostró ante los ojos de Mahmat el brazalete de oro, y contestó:
—Lo que te he dicho, Mahmat, es para todos los oídos. Lo que te doy ahora es para tus ojos solamente. Toma.
Mahmat cogió el brazalete ansiosamente y lo ocultó entre los pliegues de su faja.
—¿Soy acaso un tonto para enseñar esto en una casa en que hay tres mujeres? —musitó—. Pero diré lo relativo a Dain el traficante, y será bien repetido.
Dio la vuelta y se fue, creciendo su tranquilidad tan pronto como estuvo fuera del establecimiento de Almayer.
Babalatchi le siguió con la vista hasta que hubo desaparecido detrás de los arbustos.
—¿He hecho bien, Mem Putih? —preguntó humildemente, dirigiéndose a Nina.
—Sí, habéis hecho bien —contestó Nina—. El anillo podéis guardároslo.
Babalatchi se llevó la mano a los labios y a la frente y se puso en pie. Miró a Nina, como si esperase de ella que dijese algo más, pero Nina se encaminó a la casa y subió los escalones, diciéndole adiós con su mano.
Babalatchi recogió su báculo y se preparó a marchar. Hacía mucho calor, pero no le importó nada el largo camino que tenía que recorrer hasta la casa del rajá. Debía decirle al rajá lo acaecido; el cambio de sus planes; hablarle de todas sus sospechas. Llegó al muelle y empezó a soltar la amarra de roten de su canoa.
La ancha extensión de la parte inferior del río, con su estremecida superficie salpicada por las manchas negras de las canoas pescadoras, se presentaba ante su vista. Los pescadores parecían estar de regatas. Babalatchi se detuvo, y les miró con repentino interés. El pescador de la primera canoa que se hallaba a la altura de las primeras casas de Sambir, dejó su remo y, puesto de pie, empezó a gritar:
—¡Los botes, los botes! ¡Los botes del barco de guerra se acercan! ¡Ya están aquí!
En un momento el caserío despertó nuevamente, lanzándose la gente hacia la orilla del río. Los hombres comenzaron a desamarrar sus botes; las mujeres formaron grupos mirando hacia la curva inferior del río. Por encima de la línea de los árboles asomó una tenue nubecilla de humo, semejante a una mancha negra en el brillante azul del cielo sin nubes.
Babalatchi se detuvo perplejo, el bichero en sus manos. Miró hacia abajo, hasta donde alcanzaba su vista; después hacia arriba, a la casa de Almayer, y otra vez hacia atrás, al río, como si no supiera qué hacer. Por último manejó otra vez la canoa rápidamente, y corrió hacia la casa y subió los escalones de la galería.
—¡Tuan, Tuan! —le gritó ansiosamente—. Los botes están llegando. Los botes del barco de guerra. Harás bien en prepararte. Los oficiales vendrán aquí, yo lo sé.
Almayer levantó lentamente su cabeza de la mesa, y le miró estúpidamente.
—¡Mem Putih! —dijo Babalatchi a Nina—, mírele. Parece que no oye. Debéis tener cuidado —añadió significativamente.
Nina movió su cabeza con insegura sonrisa, e iba a hablar cuando un fuerte estampido del cañón montado en la popa de la lancha de vapor que acababa de aparecer a la vista detuvo sus palabras en sus labios entreabiertos.
La sonrisa feneció, y fue reemplazada por la anterior mirada de ansiosa atención.
De las lejanas colinas retornó el eco, semejante a un triste suspiro largamente exhalado y como si la tierra lo hubiese enviado en contestación a la voz de sus amos.
Capítulo VIII
Las noticias relativas a la identidad del cadáver abandonado en el campong de Almayer se esparcieron rápidamente por todo el caserío. Durante la mañana la mayor parte de los habitantes permanecieron en la luenga calle discutiendo el misterioso regreso y la inesperada muerte del hombre conocido por ellos como traficante. Su llegada durante la época del monzón del nordeste, su larga estancia entre ellos, su repentina partida con el bergantín, y, sobre todo, la misteriosa aparición del cadáver, que se decía ser suyo, entre los troncos, eran asuntos para maravillar y para hablar sobre ello una y otra vez con inextinguible interés. Mahmat fue de casa en casa y de grupo en grupo, repitiendo siempre la misma historia: cómo había visto el cadáver enganchado por el sarong en un madero ahorquillado; cómo la señora de Almayer, que llegó una de las primeras, acudiendo a sus gritos, lo reconoció aún antes de que él lo hubiera sacado a la orilla; y cómo Babalatchi le ordenó extraerle fuera del agua.
—Por los pies lo saqué, y aquello no era cabeza —exclamó Mahmat—. ¿Y cómo habría podido la mujer del hombre blanco conocer quién era? Bien es verdad que era una bruja, según todos sabían. ¿Y visteis cómo corría el hombre blanco al ver el cadáver? ¡Corría como un ciervo!
Y aquí Mahmat imitaba las largas zancadas de Almayer con gran regocijo de los espectadores. Y por todas sus molestias no le habían dado nada. El anillo con la piedra verde se lo había guardado Tuan Babalatchi.
—¡Nada!, ¡nada! —Pataleaba en señal de disgusto, y dejaba aquel grupo para buscar más allá nuevo auditorio.
Las noticias llegaron hasta los más lejanos rincones del caserío y encontraron a Abdul-lá en el fresco retiro de su almacén, donde estaba sentado vigilando a sus empleados árabes y la carga y descarga de las canoas procedentes de la parte alta de la comarca. Reshid, que estaba ocupado en el muelle, fue llamado a la presencia de su tío y le encontró, como de costumbre, muy tranquilo y hasta risueño, pero muy sorprendido. El rumor de la captura o destrucción del bergantín de Dain había llegado a oídos de los árabes tres días antes por mediación de los pescadores del mar y de los habitantes de la parte baja del río. Se había corrido río arriba de vecino en vecino hasta llegar a Bulangi, cuya casa era la más próxima al establecimiento, y él mismo llevó tales noticias a Abdul-lá, cuyo favor deseaba alcanzar. Pero el rumor también hablaba de un combate y de la muerte de Dain a bordo de su propio navío. Y ahora todo el poblado hablaba de la visita de Dain al rajá y de su muerte cuando cruzaba el río en la oscuridad para ir a ver a Almayer. No podían entenderlo. Reshid pensaba que todo esto era muy raro. Se sentía intranquilo e incrédulo. Pero Abdul-lá, después de la primera impresión de sorpresa, con la repugnancia propia de su edad para descifrar enigmas, mostró la resignación que convenía. Hizo notar que el sujeto en cuestión estaba ahora muerto en resumidas cuentas y que, en consecuencia, ya no era peligroso. ¿Por qué habían de meterse a indagar los decretos del destino, especialmente si eran propicios a los verdaderos creyentes? Y con una piadosa jaculatoria dirigida a Alá, el Misericordioso, el Compasivo, Abdul-lá pareció considerar el incidente como terminado por el momento.
No así Reshid, que, nervioso por la manera de ser de su tío, se tiraba de la bien cuidada barba.
—Se dicen muchas mentiras —murmuró—. Ha muerto ya una vez y ha vuelto a la vida para morir otra vez ahora. Los holandeses estarán aquí antes de muchos días a buscar a ese hombre. ¿No creeré mejor a mis ojos que a tas lenguas de las mujeres o de los ociosos?
—Cuentan que el cadáver ha sido llevado a la residencia de Almayer —dijo Abdul-lá—. Si deseas ir allí, debes hacerlo antes de que lleguen los holandeses. Ve tarde. Que no pueda decirse que nos han visto estos días en el cercado de ese hombre.
Reshid asintió ante la prudencia de esta última observación y se separó de su tío. Se apoyó contra el dintel de la gran puerta, y miró perezosamente más allá del patio por la puerta abierta a la vía principal del caserío. Aparecía solitaria, recta, y amarilleando anegada en luz. En el caluroso mediodía los lisos troncos de las palmeras, los contornos de las casas y, más allá, al otro extremo del camino, el techo de la mansión de Almayer, visible sobre los arbustos del oscuro fondo de la selva, parecían temblar en la ardiente radiación de la humeante tierra. Enjambres de amarillas mariposas se elevaban y posaban alternativamente para elevarse otra vez en cortos vuelos ante los entornados ojos de Reshid. Bajo sus pies se elevaba el persistente zumbido de los insectos entre las altas hierbas del patio. Reshid los contemplaba somnoliento.
Por uno de los senderos trazados entre las casas, una mujer llegó al camino, una delicada figura juvenil, con el rostro sombreado por una gran batea que se balanceaba sobre su cabeza. La sensación de algo interesante desveló al alterado Reshid. Reconoció a Taminah, la esclava de Bulangi, con su batea de bollos para la venta, aparición casi diaria y sin importancia al parecer. Iba hacia la casa de Almayer. Pensó que pudiera serle útil. Se levantó y se encaminó a la puerta, llamándola:
—¡Eh! ¡Taminah!
La muchacha se paró, dudó, y retrocedió lentamente. Reshid le hizo impacientes señas de que se aproximase. Cuando Taminah estuvo cerca de Reshid, permaneció con los ojos bajos. Reshid la contempló un momento antes de preguntarle:
—¿Vas a casa de Almayer? Se dice en el poblado que Dain, el mercader, ese que fue encontrado ahogado esta mañana, está tendido en la residencia del hombre blanco.
—Ya lo he oído —contestó Taminah—; y esta mañana vi el cadáver a la orilla del río. Dónde está ahora, no lo sé.
—¿De modo que lo has visto? —preguntó Reshid ansiosamente—. ¿Es Dain? Tú le has visto muchas veces. Tú debes conocerle.
Los labios de la joven se estremecieron, y permaneció silenciosa durante un momento, respirando anhelante.
—Le he visto no hace mucho —dijo por último—. Lo que se dice es verdad; está muerto. ¿Qué quiere usted de mí, Tuan? Tengo que marcharme.
Se oyó en aquel momento la detonación del cañonazo disparado a bordo de la lancha de vapor, interrumpiendo la respuesta de Reshid. Éste, dejando a la muchacha, corrió a la casa, y encontró en el patio a Abdul-lá, que avanzaba hacia la puerta.
—Llegan los holandeses —dijo Reshid—; ahora tendremos nuestra recompensa.
Abdul-lá movió la cabeza, dudando.
—Las recompensas de los blancos son tardías en llegar —dijo—. Los blancos son rápidos para el enojo, y lentos para la gratitud. Ya veremos.
Se quedó a la puerta acariciándose la barba gris y escuchando los lejanos gritos de salutación del otro extremo del caserío. Como Taminah se volviese para marcharse, la llamó de nuevo.
—Escucha, muchacha —le dijo—: habrá muchos hombres blancos en casa de Almayer. Debes ir allí a vender tus bollos a los marineros. Todo lo que veas y todo lo que oigas has de venir a contármelo. Vuelve aquí antes de la puesta del sol y te daré un pañuelo azul con pintas rojas. Ahora, vete y no te olvides de volver.
Cuando la muchacha se alejaba, la empujó con el extremo de su largo báculo y la hizo tropezar.
—Esta esclava es poco despierta —dijo a su sobrino, observando a la joven con gran disgusto.
Taminah siguió su camino con su bandeja en la cabeza y los ojos fijos en el suelo. Por las abiertas puertas de la casa oía, al pasar, amistosas llamadas invitándola a venderles su mercancía, pero no las atendía, descuidando sus ventas con la preocupación de sus pensamientos. Desde primera hora de la mañana había oído muchas cosas, había visto también otras que llenaban su corazón de alegría mezclada con gran sufrimiento y temor. Antes de amanecer, y, por tanto, antes de dejar ella la casa de Bulangi para remar río arriba hacia Sambir, había oído voces fuera de la casa cuando todos dormían. Y ahora, con conocimiento de lo que se había hablado en la oscuridad, tenía una vida en sus manos y llevaba en su corazón un gran pesar. Al ver su ligero paso, su erguida figura y velado rostro, con la acostumbrada mirada de apática indiferencia, nadie hubiera podido adivinar el doble peso que llevaba bajo la visible carga de la batea con los bollos hechos por las hacendosas manos de las mujeres de Bulangi. En aquella flexible figura, enhiesta como una flecha, graciosa y libre al andar, y cuyos dulces ojos no hablaban de nada más que de inconsciente resignación, dormían ocultos todos los sentimientos y todas las pasiones, todas las esperanzas y todos los temores, el curso de la vida y el consuelo de la muerte. Y ella no conocía nada de todo esto. Vivía como las altas palmeras entre las que ahora pasaba, buscando la luz, deseando el brillo del sol, temiendo la tormenta, inconsciente de todo. El esclavo no tiene esperanzas y no sabe lo que es cambiar de modo de vivir. No conocía otro cielo ni otra agua ni otra selva, ni otro mundo ni otra vida. No tenía deseos ni esperanzas ni amor ni miedo, como no fuera de un golpe, ni más vivos sentimientos que el mordisco eventual del hambre, contingencia rara porque Bulangi era rico y el arroz abundaba en la solitaria casa de sus dominios. La ausencia de dolor y de hambre constituía su felicidad, y cuando se creía desgraciada era que estaba simplemente cansada, más que de costumbre, después del trabajo del día. Entonces, en las cálidas noches en que soplaba el monzón del sudoeste, dormía sin soñar bajo las claras estrellas en la plataforma construida fuera de la casa, sobre el río. Dentro dormían también: Bulangi junto a la puerta; sus mujeres, más adentro; los niños con sus madres. Ella oía su respiración; la somnolienta voz de Bulangi; los agudos chillidos de un pequeñuelo, pronto apaciguado con tiernas palabras. Y cerraba sus ojos al murmullo del agua que pasaba por debajo de ella y al susurro del cálido viento que soplaba por encima, ignorante del eterno jadeo de la vida de aquella naturaleza tropical que le hablaba en vano con miles de débiles voces de la cercana selva, con el hálito de la tibia brisa; con los pesados aromas que flotaban alrededor de su cabeza; con los blancos fantasmas de la bruma matinal que estaban suspendidos sobre ella en la solemne calma de toda la creación, al venir la aurora.
Tal había sido su existencia antes de la llegada del bergantín con los extranjeros. Se acordaba muy bien de aquel momento; el alboroto en el establecimiento, el no terminar de maravillarse, los días y noches de charla y nerviosismo. Se acordaba de su propia timidez para con los extranjeros hasta que el bergantín fue amarrado a la orilla, llegando en cierto modo a constituir como una parte del poblado, y el temor se disipó en la familiaridad del constante trato. La visita a bordo llegó a formar parte de su ronda diaria. Se aventuraba dudando sobre los inclinados tablones del portalón, en medio de las alentadoras exclamaciones y más o menos decentes bromas de aquellos advenedizos ociosos, apoyados sobre la baranda de la obra muerta. Allí vendía su mercancía a los extraños hombres que hablaban tan alto y que se conducían tan libremente. Aquello era un tropel, un constante ir y venir; cambiándose llamadas, dando órdenes y ejecutándolas a gritos; con ruido de obstáculos y barahúnda de cables y cuerdas. Se sentaba fuera del paso, bajo la sombra de la toldilla, con su batea delante de ella, el velo bien echado sobre su rostro, sintiéndose tímida entre tantos hombres. Sonreía a todos los compradores, pero no hablaba a ninguno, y dejaba pasar sus bromas con estólida indiferencia. Oía muchas historias de lejanos países, de extrañas costumbres, de acontecimientos aún más extraños. Aquellos extranjeros eran valientes; pero el más atrevido de ellos hablaba de su jefe con temor. Frecuentemente el hombre a quien ellos llamaban su amo pasaba ante ella caminando erguido e indiferente, con el orgullo de su juventud, con el brillo de su rico traje, con el tintineo de sus adornos de oro, mientras todos los demás estaban a un lado esperando ansiosamente un movimiento de sus labios, preparados para ejecutar sus mandatos. Entonces toda su vida parecía reconcentrarse en sus ojos, y bajo su velo le miraba encantada, aunque temerosa de atraer su atención. Un día advirtió él su presencia, y preguntó:
—¿Quién es esa muchacha?
—¡Una esclava, Tuan! Una muchacha que vende bollos —contestaron una docena de voces a un tiempo.
Ella se levantó con terror, corriendo hacia la orilla, pero él la hizo regresar; y como ella temblara, con la cabeza baja ante él, le habló con cariñosas palabras, alzando su barbilla con su mano y mirándola a los ojos con una sonrisa.
—No te asustes —le dijo.
No le volvió a hablar más. Alguien le llamó desde la orilla del río; él se volvió y se olvidó de la vendedora de pasteles. Taminah vio a Almayer, que estaba en la orilla con Nina del brazo. Ella oyó la voz de Nina llamándole alegremente y vio la faz de Dain brillar con alegría mientras saltaba en la orilla. Taminah odió desde entonces el sonido de aquella voz.
De allí en adelante dejó de visitar la residencia de Almayer, y pasaba las horas del mediodía a la sombra de la toldilla del bergantín. Esperaba la llegada de Dain; y, al verle llegar, su corazón palpitaba cada vez más acelerado en medio de un violento tumulto de desconocidos sentimientos de alegría, de esperanza y temor, que fenecían al retirarse Dain, y la dejaban fatigada como después de una lucha. Durante un largo rato se abismaba en somnolienta languidez. Después remaba hacia la casa lentamente durante la tarde, dejando a menudo la canoa flotando a merced de la perezosa corriente en el tranquilo remanso del río. Sentada en la popa, abandonado en el agua el remo, sujetándose la barbilla con una mano, los ojos muy abiertos, escuchaba tenazmente los latidos de su corazón, que parecía inflamarse en un canto de infinita dulzura. Escuchando aquel canto descascarillaba el arroz en la casa; esto adormecía sus oídos para las agudas pendencias de las mujeres y Bulangi, y los coléricos reproches que le dirigían. Y al acercarse la puesta del sol, enderezaba sus pasos al lugar del baño y seguía oyendo aquel canto, mientras de pie sobre el blando césped de la baja orilla, derribado el vestido a sus pies, contemplaba su figura reflejada en la superficie de la ensenada, tersa y límpida como un espejo. Escuchándolo, caminaba de nuevo con paso lento hacia la casa, el pelo húmedo desatado sobre los hombros; tendíase a descansar bajo las claras estrellas y cerraba sus ojos para oír el rumor del agua abajo, el del viento tibio encima; la voz de la naturaleza que le hablaba por medio de los débiles ruidos de la gran selva, y el canto de su propio corazón.
Oía aquel canto, pero no lo entendía, y se embriagaba en el somnoliento goce de su nueva existencia, sin inquietarse ni por su significado, ni por su fin, hasta que la total conciencia de su vida le fue revelada a través del dolor y la rabia. Y así sufrió horriblemente la primera vez que vio la larga canoa de Nina deslizarse silenciosa ante la dormida casa de Bulangi, llevando a los dos amantes en medio de la blanca bruma del gran río. Sus celos y su ira culminaron en un paroxismo de dolor físico, que la dejó tendida y palpitante en la ribera, en la muda agonía de un animal herido. No obstante, siguió girando pacientemente en el encantado círculo de su esclavitud, desempeñando su tarea días tras día, con el patético dolor, que no podía expresar ni aun a sí misma, encerrado dentro de su pecho. Esquivaba la vista de Nina como hubiera esquivado la afilada hoja de un cuchillo que se le clavara en la carne, pero no dejaba de visitar el bergantín, nutriendo su alma muda e ignorante con su propia desesperación. Vio a Dain muchas veces. Él no le habló nunca, nunca la miró. ¿Podían ver sus ojos algo que no fuera la imagen de una sola mujer? ¿Podían sus oídos oír otra cosa que la voz de una sola mujer? Él no advirtió su presencia, ni siquiera una vez.
Y después se marchó. Ella les vio a él y a Nina por última vez en aquella mañana en que Babalatchi, mientras inspeccionaba sus cestas de pescar, halló confirmadas sus sospechas respecto de los amores de la hija del hombre blanco con Dain.
Dain desapareció, y el corazón de Taminah, donde yacían inútiles y estériles los gérmenes de todo amor y de todo odio, las posibilidades de todas las pasiones y de todos los sacrificios, olvidó sus goces y sus sufrimientos, privado de la ayuda de sus sentidos. Su inteligencia, apenas despierta e inculta, esclava de su cuerpo —como su cuerpo era esclavo del querer de otro—, olvidó la débil y vaga imagen del ideal que había hallado su principio en la física sugestión de su naturaleza salvaje. Se volvió a sumergir en el sopor de su primera vida y halló consuelo —y hasta cierta felicidad— en el pensamiento de que ahora Nina y Dain estaban separados, probablemente para siempre. Él la olvidaría. Este pensamiento dulcificó las últimas congojas de sus agonizantes celos, que no tenían ahora de qué nutrirse, y Taminah halló la paz. Ésta era igual a la espantosa tranquilidad de un desierto, donde existe la paz porque no hay vida.
Y ahora él había regresado. Reconoció su voz, que llamó durante la noche a Bulangi. Salió detrás de su amo para escuchar de cerca el timbre embriagador de aquella voz. Dain estaba allí, en un bote, hablando a Bulangi. Taminah, que escuchaba sin respirar, oyó otra voz. Desapareció la insensata alegría que un segundo antes se sentía incapaz de contener dentro de su alterado corazón y, al desaparecer, la dejó estremeciéndose con la anterior angustia de dolor físico que había sufrido otra vez a la vista de Dain y de Nina. Nina hablaba ahora, mandando y rogando alternativamente, y Bulangi, que rehusaba y suplicaba, consintió al fin. Éste entró a tomar un remo del montón que había detrás de la puerta. Fuera se oía el murmullo de dos voces, y le llegaban palabras sueltas. Comprendió que Dain andaba huyendo de los hombres blancos y que buscaba un lugar donde ocultarse por estar en peligro. Pero también oyó palabras que despertaron la furia de sus celos, que habían dormido durante tantos días en su seno. Acurrucada en el lodo entre las estacas, en la negra oscuridad, oyó, en los cuchicheos del bote, que él daba por bien empleados sus afanes, privaciones, peligros y aun la vida misma, si a cambio de esto disponía de un corto momento para abrazarla, mirarla a los ojos, sentir su aliento, tocar sus dulces labios. Así hablaba Dain, sentado en la canoa, teniendo cogidas las manos de Nina, mientras esperaban el regreso de Bulangi; y Taminah, que se había apoyado en un pilote cubierto de lodo, sintió como si un gran peso la aplastara, sumergiéndola en las negras y untuosas aguas que tenía a sus pies. Quiso gritar, lanzarse sobre ellos y desgarrar sus sombras imprecisas; arrojar a Nina al agua, hundirla fuertemente y sujetarla contra el fondo, donde aquel hombre no pudiera encontrarla. No pudo gritar ni pudo moverse. Se oyeron pasos sobre la plataforma de bambú que estaba sobre su cabeza; vio a Bulangi pasar a bordo de su pequeña canoa y tomar la delantera, mientras el otro bote le seguía, remando Dain y Nina. Con un leve chapoteo de las paletas al hundirse sigilosamente en el agua, las indistintas formas pasaron ante sus doloridos ojos y se desvanecieron en la oscuridad de la ensenada.
Allí permaneció sin poderse mover, en aquel frío y húmedo lugar, respirando penosamente bajo el peso aplastante que la misteriosa mano del destino había echado tan de improviso sobre sus débiles hombros, y, estremeciéndose, sintió un fuego ardiente que parecía alimentarse de su misma vida. Cuando la aurora hubo tendido una franja de oro pálido sobre el negro contorno de la selva, cogió su batea y partió hacia el poblado, acudiendo a su trabajo puramente por la fuerza de la costumbre. Al aproximarse a Sambir pudo observar la excitación reinante y oír con momentánea sorpresa hablar del hallazgo del cadáver de Dain. Esto no era verdad, claro está. Ella lo sabía bien. Lamentó que no hubiera muerto, a trueque de verle separado de aquella mujer…, de todas las mujeres. Sintió un fuerte deseo de ver a Nina, pero sin un determinado objeto. La odiaba y le temía, y sentía que un irresistible impulso la empujaba hacia la casa de Almayer para ver el rostro de la mujer blanca, para mirar de cerca aquellos ojos, para oír otra vez su voz, por el sonido de la cual Dain estaba dispuesto a arriesgar su libertad y hasta su vida. Ella la había visto con frecuencia; había oído su voz diariamente muchas veces. ¿Qué había en ella? ¿Qué tenía aquel ser para hacer a un hombre hablar como Dain había hablado, para volverle ciego a todos los demás rostros, sordo a todas las demás voces?
Dejó a la muchedumbre de la ribera y vagó a la ventura entre las casas vacías, resistiendo al impulso que la empujaba hacia el cercado de Almayer para buscar allí en los ojos de Nina el secreto de su propio dolor.
El sol se iba elevando, acortando las sombras y derramando sobre ella torrentes de luz y de sofocante calor, mientras Taminah pasaba de la sombra a la luz y de la luz a la sombra por entre las casas, los arbustos y los altos árboles, en su inconsciente huida del dolor de su propio corazón. En el extremo de su aflicción, no hallaba palabras para pedir alivio, no sabía a qué cielo dirigir sus preces, y erraba con sus cansados pies, con la muda sorpresa y terror de la injusticia del sufrimiento que le infligían sin causa y sin esperanza de consuelo.
La breve conversación con Reshid y la propuesta de Abdul-lá la reanimaron un poco e imprimieron otro rumbo a sus pensamientos. Dain estaba en peligro. Se ocultaba de los hombres blancos. Así lo había oído la última noche. Todos le creían muerto. Ella sabía que estaba vivo y conocía el lugar en que se ocultaba. ¿Qué es lo que los árabes querían saber acerca de los hombres blancos? ¿Qué querían los hombres blancos con Dain? ¿Deseaban matarle? Ella podía decírselo todo. No; ella no diría nada y durante la noche iría a verle a él y venderle su vida por una palabra, por una sonrisa, por un gesto, para ser su esclava en apartados países, lejos de Nina. Pero existían peligros. El tuerto Babalatchi lo sabía todo; la mujer del hombre blanco era una bruja. Quizás ellos lo dijeran. Y además, estaba allí Nina. Se daría prisa y vería.
En su impaciencia, dejó el sendero y corrió hacia la morada de Almayer a través del boscaje, entre las palmeras. Llegó a la parte posterior de la casa, donde un estrecho foso, lleno de agua estancada que fluía del río, separaba la casa y dependencias de Almayer del resto del poblado. Los espesos arbustos que crecían en la orilla ocultaban a su vista el gran corral con el cobertizo de la cocina. Por encima de él se elevaban varias delgadas columnas de humo; y el sonido de voces extranjeras que salían del otro lado hizo saber a Taminah que los hombres de mar, pertenecientes al barco de guerra, habían desembarcado ya y estaban acampados entre el foso y la casa. Hacia la izquierda, una de las esclavas de Almayer descendió hasta la zanja y se inclinó sobre el agua lustrosa para lavar una caldera. Hacia la derecha, las puntas de los plátanos, visibles por encima de los arbustos, se hallaban inclinadas y sacudidas por el contacto de invisibles manos que recogían su fruto. En el agua tranquila, varias canoas amarradas a una fuerte estaca aparecían unidas, formando casi un puente en el sitio mismo en que se hallaba Taminah. Las voces del corral se elevaban, de cuando en cuando, en llamadas, réplicas y risas, y morían en un silencio que era prontamente de nuevo interrumpido por un nuevo alboroto. Una y otra vez el ligero humo azul se alzaba, convertido en espeso y negro, y se esparcía en olorosas masas sobre la caleta, envolviéndola a ella durante un momento en un sofocante velo; después, cuando la madera fresca estaba ya bien encendida, se desvanecía el humo en la clara luz del sol y solamente el olor de la leña aromática se esparcía a lo lejos, a sotavento de las crepitantes hogueras.
Taminah colocó su bandeja sobre el tocón de un árbol y se quedó allí con los ojos vueltos hacia la casa de Almayer, cuyo tejado y parte de las blanqueadas paredes eran visibles por encima de los arbustos. La joven esclava, terminado su trabajo, miró un momento curiosamente a Taminah y siguió su camino a través de la densa y negra humareda del corral. Alrededor de Taminah reinaba ahora soledad completa. Se echó al suelo y ocultó el rostro entre las manos. Ahora que estaba tan cerca no tenía valor para ver a Nina. A cada explosión de gritos en el cercado, se estremecía con el temor de escuchar la voz de Nina. Llegó a tomar la resolución de esperar en aquel sitio hasta que oscureciese, y entonces encaminarse directamente al lugar en que se ocultaba Dain. Desde donde estaba podía observar los movimientos de los hombres blancos, de Nina, de los amigos de Dain y de todos sus enemigos. Unos y otros le eran igualmente odiosos; de unos y otros hubiera querido separarle. Se ocultó entre las altas hierbas para esperar anhelante la puesta del sol, que parecía no querer llegar.
Al otro lado del foso, detrás de los arbustos, junto a las brillantes hogueras, los marinos de la fragata habían acampado, aceptando la hospitalaria invitación de Almayer. Éste había salido de su apatía por los ruegos e insistencia de Nina, que se había ingeniado para hacerle llegar al muelle a tiempo de recibir a los oficiales al desembarcar. El teniente jefe de la expedición aceptó la invitación a ir a su casa con la observación de que, en cualquier caso, era con Almayer con quien tenían que tratar el asunto, «quizá no muy agradable», añadió. Almayer apenas le entendió. Les estrechó la mano distraídamente y les guió a la casa. Apenas se percató de las corteses palabras de bienvenida con que saludó a los extranjeros y después las repitió varias veces nuevamente en sus esfuerzos por parecer tranquilo. Su agitación no escapó a los ojos de los oficiales, tanto que el jefe habló a su subordinado en voz baja acerca de sus dudas respecto de la sobriedad de Almayer. El joven subteniente se rió y expresó su esperanza de que el hombre blanco no estuviese lo suficientemente embriagado para olvidarse de ofrecerles algún refresco.
—No parece muy peligroso —añadió, mientras seguían a Almayer por las escaleras de la galería.
—No, antes parece un tonto que un bribón; he oído hablar de él —contestó el de más edad.
Se sentaron alrededor de la mesa. Almayer, con nuevos apretones de mano, hizo cocktails de ginebra, ofreciéndolos y bebiendo él, sintiéndose más fuerte a cada trago, más seguro y más dispuesto a hacer frente a las dificultades de su situación. Ignorante de la suerte del bergantín, no sospechaba el verdadero objeto de la visita de los oficiales. Tenía la idea de que sería algo relativo al tráfico de pólvora, pero no temía que pudiera tener más importancia que alguna molestia pasajera. Después de vaciar su vaso empezó a charlar con desparpajo, repantigándose en su silla con una de las piernas cruzadas negligentemente sobre el brazo del asiento. El teniente, a horcajadas en su asiento y con un cigarro encendido en el ángulo de la boca, le observaba con astuta sonrisa a través de las espesas columnas de humo que salían de sus apretados labios. El joven subteniente, recostándose con ambos codos en la mesa y la cabeza entre las manos, miraba adormecido, con el sopor producido por el cansancio y la ginebra. Almayer habló:
—Es para mi un gran placer ver por aquí rostros blancos. Yo llevo viviendo aquí muchos años en gran soledad. Los malayos, saben ustedes, no son compañía apropiada para un hombre blanco; además, son poco amistosos; no comprenden nuestro modo de ser. Son unos grandes canallas. Creo que soy el único hombre blanco que hay en la costa oriental, establecido como residente. Algunas veces recibimos visitantes de Macassar o Singapur, traficantes, agentes comerciales o exploradores, pero son raras. Hace un año o más llegó aquí un hombre de ciencia, explorador. Vivió en mi casa: bebía de la mañana a la noche. Vivió alegremente unos cuantos meses, y cuando se le acabaron los licores que había traído, regresó a Batavia con un informe sobre la riqueza mineral del interior. ¡Ja, ja, ja! ¿Está bien, verdad?
Se calló de repente y miró a sus huéspedes con fija e inexpresiva mirada. Mientras ellos reían, se repetía a sí mismo la antigua cantilena: «Dain muerto, todos mis planes destruidos. Éste es el fin de todas las esperanzas y de todas las cosas». Su corazón desfalleció. Sintió una especie de congoja mortal.
—¡Muy bien! ¡Magnífico! —exclamaron ambos oficiales.
Almayer salió de su desaliento con otra explosión de verbosidad.
—¡Bien! Hablemos ahora sobre la comida. Ustedes habrán traído un cocinero. Perfectamente. Allí está la cocina, en el otro cercado. Puedo ofrecerles un ganso. Miren mis gansos, los únicos que hay en la costa oriental, quizás en toda la isla. ¿Es ése su cocinero? Muy bien. Ven aquí, Alí, enséñale a ese chico la cocina, y dile a Mem Almayer que le deje sitio allí. Mi esposa, señores, no puede salir; vendrá mi hija. Mientras tanto, beberemos algo más. Hace un día caluroso.
El teniente se quitó el cigarro de la boca, contempló la ceniza, la sacudió, y se volvió hacia Almayer.
—Nosotros tenemos que tratar con usted un asunto un tanto desagradable —dijo.
—Lo siento —contestó Almayer—. Supongo que no será seguramente nada muy serio.
—Si usted cree que una tentativa para volar por lo menos a cuarenta hombres no es un asunto serio, no encontrará mucha gente de su opinión —replicó el oficial secamente.
—¡Volar! ¿El qué? Yo no sé nada de eso —exclamó Almayer—. ¿Quién hizo eso o intentó hacerlo?
—Un hombre con el que ha hecho usted algunos tratos —contestó el teniente—. Se le conocía aquí con el nombre de Dain Manila. Usted le vendió la pólvora que tenía en el bergantín que hemos capturado.
—¿Cómo tuvieron ustedes noticia de tal bergantín? —preguntó Almayer—. Yo no sé nada acerca de la pólvora que él pueda haber tenido.
—Un comerciante árabe de esta plaza envió aviso de su partida de aquí para Batavia hace un par de meses —dijo el oficial—. Nosotros estábamos fuera esperando al bergantín, pero se nos escurrió frente a la boca del río y tuvimos que darle caza hacia el sur. Cuando nos vio, se metió en los arrecifes y sacó el bergantín a la orilla. La tripulación no nos dio tiempo a apresarla porque escapó en los botes. Cuando los nuestros estuvieron cerca de la embarcación, estalló ésta con tremenda explosión, echando a pique el bote que estaba más próximo. Tuvimos dos hombres ahogados. Éste es el resultado de su negocio, señor Almayer. Ahora nosotros necesitamos a ese Dain. Tenemos buenas razones para suponer que se oculta en Sambir. ¿Sabe usted dónde está? Hará usted bien en ponerse de parte de las autoridades en cuanto le sea posible, siendo perfectamente franco conmigo. ¿Dónde esta ese Dain?
Almayer se levantó y se encaminó a la balaustrada de la galería. Parecía no estar pensando en el asunto de que le había hablado el oficial. Miró al cuerpo tendido y rígido bajo su blanca cubierta, sobre la que el sol, declinando entre nubes hacia el poniente, arrojaba un pálido tinte rojizo. El teniente esperaba la respuesta, dando rápidas chupadas a su cigarro medio apagado. Detrás de él, Alí se movía silenciosamente, poniendo la mesa, colocando los escasos y pobres cacharros, las cucharas de estaño, los tenedores con los dientes rotos y los cuchillos con las hojas melladas y sin mangos. Casi había olvidado la manera de preparar la mesa para los hombres blancos. Le parecía un trabajo demasiado difícil. Mem Nina no quiso ayudarle. Él se hizo atrás para contemplar su admirable labor, sintiéndose muy orgulloso. Debía estar perfectamente; y si el amo después se enfadaba y juraba, entonces tanto peor para Mem Nina. ¿Por qué no había querido ayudarle? Dejó la galería para servir la comida.
—Bien, señor Almayer. ¿Quiere usted contestar a mi pregunta tan francamente como yo se la he hecho? —preguntó el teniente tras un largo silencio.
Almayer se volvió y miró al oficial fijamente.
—Si usted coge a este Dain, ¿qué hará usted con él? —preguntó.
La cara del oficial se encendió.
—Eso no es una contestación —dijo enfadado.
—¿Y qué hará usted conmigo? —añadió Almayer, no cuidándose de la interrupción.
—¿Es que quiere usted entrar en componendas? —Gruñó el otro—. Eso sería un mal recurso, se lo aseguro. Por el momento, no tengo órdenes con respecto a su persona, pero nosotros esperamos su ayuda para coger a ese malayo.
—¡Ah! —interrumpió Almayer—, precisamente: ustedes no harán nada sin mí, y yo, que conozco mucho a ese hombre, voy a ayudarles a encontrarle.
—Eso es precisamente lo que esperamos —asintió el oficial—. Usted ha quebrantado la ley, señor Almayer, y debe procurar dar una satisfacción.
—¿Y me salvaré yo?
—Bien, en cierto sentido, sí. Su cabeza no está en peligro —dijo el teniente, con una risa cortada.
—Muy bien —repuso Almayer con decisión—. Yo les entregaré a ustedes a ese hombre.
Ambos oficiales se pusieron de pie rápidamente y buscaron sus armas, que se habían desceñido. Almayer se rió indiscretamente.
—¡Teneos, señores! —exclamó—. A su debido tiempo. Después de comer, señores, le tendrán ustedes.
—Esto es absurdo —arguyó el teniente—. Señor Almayer, éste no es asunto para tomarlo a broma. Ese individuo es un criminal. Merece ser ahorcado. Mientras comemos, puede escapar; el rumor de nuestra llegada…
Almayer se acercó a la mesa.
—Yo les doy a ustedes, señores, mi palabra de honor de que no se escapará; le tengo bien seguro.
—Es que la detención debe ser efectuada antes de oscurecer —hizo notar el joven subteniente.
—Yo le haré a usted responsable de cualquier fracaso. Nosotros estamos dispuestos, pero no podemos hacer nada, precisamente ahora, sin usted —añadió el jefe, con evidente disgusto.
Almayer hizo un gesto de asentimiento.
—Palabra de honor —repitió vagamente—. Y ahora vamos a comer —añadió con viveza.
Nina apareció ante la puerta y se detuvo, sosteniendo la cortina para que pasaran Ali y la vieja mujer malaya que llevaba los platos; después avanzó hacia los tres hombres que estaban junto a la mesa.
—Permitidme, señores —dijo con énfasis Almayer—. Ésta es mi hija. Nina, estos caballeros son los oficiales de la fragata que está allá fuera, y me han hecho el honor de aceptar mi hospitalidad.
Nina contestó a los saludos de los dos oficiales con una ligera inclinación de cabeza y se sentó a la mesa al lado opuesto al de su padre. Todos se sentaron. El grumete de la lancha de vapor se aproximó, trayendo algunas botellas de vino.
—¿Me permite usted poner esto en la mesa? —interrogó el teniente a Almayer.
—¿El qué? ¡Vino! Es usted muy amable. Ciertamente. Yo no tengo. Los tiempos son pésimos.
Las últimas palabras de su contestación fueron dichas por Almayer con voz insegura. El recuerdo de que Dain estaba muerto acudió a él nuevamente y sintió como si una mano invisible le agarrotase la garganta. Cogió la botella de ginebra mientras se descorchaba el vino, y bebió un buen trago. El teniente, que estaba hablando a Nina, le clavó una rápida mirada. El joven subteniente empezó a recobrarse del asombro y confusión que la inesperada presencia de Nina, así como su gran belleza, le produjeron. «Es muy hermosa y con ángel —reflexionó—, pero, al fin y al cabo, una mestiza.» Este pensamiento le envalentonó y miró a Nina de soslayo. Nina, con semblante comedido, estaba contestando, en voz algo baja, a las corteses preguntas del oficial referentes al país y a su modo de vivir. Almayer separó su plato y bebió el vino de sus huéspedes en tétrico silencio.
Capítulo IX
—¿Puedo creer yo lo que me dices? Esto tiene todas las apariencias de una fábula, buena para contársela a hombres que escuchan amodorrados en el campamento, y parece haber salido de labios de una mujer.
—¿Pero qué gano yo, ¡oh rajá!, con engañarte? —contestó Babalatchi—. Sin ti yo no soy nada. Tengo por verdadero todo lo que te he dicho. He vivido durante muchos años en el hueco de tu mano. Ya no es tiempo de abrigar sospechas. El peligro es muy grande. Debemos deliberar y actuar de una vez, antes de la puesta del sol.
—Bien, bien —exclamó Lakamba, pensativo.
Estaban sentados desde hacía una hora en la cámara de audiencias de la casa del rajá, porque Babalatchi, tan pronto como presenció el desembarco de los oficiales holandeses, había cruzado el río para informar a su amo de los acontecimientos de la mañana, y para convenir con él la línea de conducta que habían de seguir en vista de las nuevas circunstancias. Estaban ambos confundidos y asustados por el inesperado sesgo que habían tomado los acontecimientos. El rajá, sentado con las piernas cruzadas en su silla, miraba fijamente al suelo; y Babalatchi, acurrucado junto a él, demostraba profunda aflicción.
—¿Y dónde dices que se oculta ahora? —preguntó Lakamba, interrumpiendo por fin el silencio, lleno de tristes presagios, en el que ambos se habían sumido durante largo rato.
—En el desmonte de Bulangi más distante de su casa. Llegaron allí la misma noche. La hija del hombre blanco los llevó a ese sitio. Me lo dijo así ella misma, hablándome sin rebozo, porque es medio blanca y no tiene dignidad. Me dijo que le había estado esperando mientras él estuvo aquí; luego, después de un largo rato, salió él de la obscuridad y cayó a sus pies exhausto. Quedó tendido como muerto, pero ella lo volvió a la vida en sus brazos y le hizo respirar otra vez con su propio aliento. Eso es lo que ella dijo, hablándome a la cara, como yo te hablo ahora, rajá. Es como una mujer blanca y no sabe lo que es vergüenza.
Se paró, profundamente escandalizado. Lakamba movió la cabeza.
—Bien, ¿y después? —preguntó.
—Llamaron a la vieja.-añadió Babalatchi —y él les contó todo lo referente al bergantín y la manera como había intentado matar muchos hombres. Sabía que los holandeses estaban muy cerca, aunque nada de esto nos dijo a nosotros; y no ignoraba el gran peligro que le amenazaba. Creía haber matado a muchos pero sólo hubo dos muertos, según les he oído decir a los marineros que vinieron con los botes del barco de guerra.
—¿Y el otro hombre, el que fue encontrado en el río? —interrumpió Lakamba.
—Ése era uno de sus boteros. Cuando su canoa fue volcada por los troncos, los dos nadaron juntos, pero el otro debió recibir un mal golpe. Dain nadó, manteniéndole en alto. Le dejó junto a los arbustos y se encaminó a la casa. Cuando después todos ellos se acercaron a dicho hombre, su corazón había dejado de latir; entonces la vieja habló: Dain aprobó lo que dijo. Se quitó su pulsera y la rompió, colocándola en un pie del cadáver. Puso su anillo en la mano del esclavo. Se despojó de su sarong y vistió con él aquel objeto muerto, que no necesitaba vestidos, sostenida en alto mientras tanto por las dos mujeres. Su intento fue engañar a todos los ojos y extraviar los espíritus en el caserío, de manera que todos pudieran jurar lo que no era, sin traición, cuando llegasen los hombres blancos. Después Dain y la mujer blanca partieron para llamar a Bulangi y encontrar un sitio oculto. La vieja se quedó junto al cadáver.
—¡Ah! —exclamó Lakamba—. Es muy sabia.
—Sí, tiene un demonio familiar que le dicta consejos al oído —asintió Babalatchi—. Ella arrastró el cadáver con gran trabajo hasta el sitio en que habían encallado grandes troncos. Todo ello fue hecho en la oscuridad después que la tormenta había pasado. Luego esperó. Al apuntar la aurora, aplastó el rostro del cadáver con una pesada piedra, y lo empujó entre los troncos. Permaneció allí cerca observando. Al salir el sol, llegó Mahmat Banjer y lo encontró. Todos lo creyeron; yo mismo fui engañado, aunque no por mucho tiempo. El hombre blanco lo creyó y, afligido, huyó a su casa. Y cuando quedé a solas con la mujer le hablé, y ella, temiendo mi enojo y tu poder, me lo dijo todo, pidiéndome ayuda para salvar a Dain.
—Es preciso que no caiga en manos de los holandeses —dijo Lakamba—, pero que muera, si puede hacerse sin ruido.
—¡Eso no puede ser, Tuan! Acuérdate de que existe una mujer que, siendo mitad blanca, resulta ingobernable y armaría un gran escándalo. Además se hallan aquí los oficiales, que están muy disgustados. Dain debe escapar; debe irse. Debemos ayudarle ahora por nuestra propia seguridad.
—¿Están muy enfadados los oficiales? —preguntó Lakamba con interés.
—Lo están. El jefe principal empleó palabras muy fuertes cuando me habló a mí…, a mí, que le saludaba en tu nombre. Yo no recuerdo —agregó Babalatchi, después de una corta pausa y mirando muy angustiado—, no recuerdo haber visto a un jefe blanco tan enfadado. Dijo que éramos unos descuidados o algo peor. Me dijo que quería hablar al rajá y que yo no era persona de cuenta.
—¡Hablar al rajá! —repitió Lakamba, meditabundo—. Escucha, Babalatchi: yo estoy enfermo, y he tenido que retirarme; cruza y díselo a los hombres blancos.
—Si —dijo Babalatchi—. Voy allí ahora mismo; ¿y respecto de Dain?
—Facilítale la huida como mejor puedas. Ésta es una gran pesadumbre para mi corazón —suspiró Lakamba.
Babalatchi se levantó y, acercándose a su amo, le habló en tono grave.
—Tenemos uno de nuestros praos en la boca sur del río. El barco de guerra holandés está hacia el norte guardando la entrada principal. Yo enviaré a Dain fuera esta noche en una canoa, por los canales ocultos, a bordo del prao. Su padre es un gran príncipe y tendrá en cuenta tu generosidad. Que el prao le lleve a Ampanam. Tu gloria será grande; y la recompensa, su valiosa amistad. Almayer no dudará en entregar el cadáver, como si fuera de Dain, a los oficiales, y los mentecatos hombres blancos dirán: «Está muy bien; haya paz», y así, rajá, la angustia saldrá de tu corazón.
—¡Verdad! ¡Verdad! —dijo Lakamba.
—Y una vez realizado esto, yo, que soy tu esclavo, seré recompensado con mano generosa. Lo sé muy bien. El hombre blanco está afligido por la pérdida del tesoro, al modo de los de su raza, sedientos de dólares. Después, cuando todo esté tranquilo, quizás obtengamos el tesoro del hombre blanco. Dain debe escapar y Almayer debe vivir.
—¡Bien, vete ahora, Babalatchi, vete! —dijo Lakamba, abandonando su asiento—. Yo estoy muy enfermo y necesito tomar mis medicinas. Díselo así al jefe blanco.
Pero Babalatchi no estaba dispuesto a dejarse despachar de tan sencilla manera. Sabía que su amo, al estilo de los grandes, gustaba descargarse del trabajo y el peligro, echándolos sobre los hombros de sus servidores, pero en los aprietos difíciles como él en que ahora estaban, precisaba que el rajá llevase su parte. Podía estar muy enfermo para los hombres blancos, para todo el mundo si gustaba, mientras tomase sobre sí por lo menos la ejecución de parte del plan tan cuidadosamente pensado por Babalatchi. Éste necesitaba una canoa grande, tripulada por doce hombres, para ser enviada después del oscurecer al descampado de Bulangi. Tal vez fuera necesario reducir a Dain por la violencia. De un hombre enamorado no puede esperarse que vea claramente el camino de su salvación, si éste le conduce lejos del objeto de su amor, argüía Babalatchi, y en ese caso, habrían de emplear la fuerza para hacerle partir. ¿Quería pensar el rajá en cuáles eran los doce hombres de confianza que habían de tripular la canoa? El asunto debía llevarse en secreto. Quizá conviniera que fuese el mismo rajá, para así echar todo el peso de su autoridad sobre Dain si éste se obstinaba y rehusaba abandonar su escondrijo.
El rajá no se comprometía a dar una promesa definitiva y ansiosamente instaba a Babalatchi a marcharse, temiendo que los hombres blancos fueran a hacerle una inesperada visita. El anciano estadista tuvo que abandonarle de mala gana y se encaminó al terreno cercado.
Antes de embarcarse en su canoa, Babalatchi se detuvo un rato en el gran espacio abierto donde las espesas hojas de los árboles ponían manchas negras de sombra que parecían flotar en una inundación de tersa e intensa luz que envolvía a las casas por todas partes y caía sobre la empalizada y el río, donde se rompía chispeando en millares de relucientes y pequeñas ondas, semejantes a una faja tejida de azul y oro bordeada por el brillante verdor de las selvas que guarnecían ambas orillas del Pantai. En la calma absoluta que precede al despertar de la brisa de la tarde, la quebrada línea de las copas de los árboles permanecía inalterable y como si hubiese sido trazada por insegura mano sobre el claro azul del cielo ardiente. El espacio protegido por las altas empalizadas exhalaba el aroma de las flores lacias de la selva circundante impregnado de olor a pescado seco; de cuando en cuando, ráfagas de humo acre, procedentes de las hogueras de cocinar, se arremolinaban bajo el frondoso ramaje y descendían luego sobre la abrasada hierba, quedando pegadas a ella en perezosa inmovilidad.
Babalatchi contempló el mástil descollando por encima de un grupo de árboles de poca altura que crecían en medio del terreno cercado; y en aquel momento la bandera tricolor de los holandeses se agitó ligeramente por primera vez desde que había sido izada aquella mañana, a la llegada de los botes del barco de guerra. Con un débil rumor de frondas removidas llegó la brisa en suaves oleadas, jugando caprichosamente por algún tiempo con este emblema del poder de Lakamba, que era también la señal de su servidumbre; después la brisa arreció de pronto, y la bandera se desplegó y flotó por encima de los árboles. Una oscura sombra corrió a lo largo del río, rodando sobre él y eclipsando el resplandor de la declinante luz solar. Una gran nube blanca navegó lentamente a través del oscurecido cielo, y quedó suspendida hacia el poniente, como si esperase allí al sol para unirse a él. Los hombres y las cosas salieron del sopor del calor vespertino y se reanimaron bajo del primer aliento de la brisa del mar.
Babalatchi corrió hacia el embarcadero; pero antes de llegar a él se detuvo a echar una mirada alrededor del cercado, que se desplegaba ante él con su luz y su sombra, con sus alegres hogueras, con los grupos de soldados y sirvientes de Lakamba, esparcidos por el recinto. Su propia casa se alzaba entre los demás edificios del interior del cercado, y el estadista de Sambir se preguntó con desaliento cuándo y cómo le sería dado volver a aquella casa. Tenía que contender con un hombre más peligroso que cualquiera de las bestias salvajes que él conocía: un hombre orgulloso, un hombre terco a la manera de los príncipes, un hombre enamorado. Y él emprendía su caminata para decir a ese hombre palabras de fría y mundana prudencia. ¿Podía haber nada más arriesgado? ¿Qué pasaría si dicho hombre se daba por ofendido ante cualquier imaginada ligereza referente a su honor o menosprecio de sus afectos y de repente sobrevenía amok? El sabio consejero sería su primera víctima, sin duda, y en la muerte hallaría su recompensa. Y, reforzando el horror de esta situación, existía el peligro de aquellos tontos entrometidos, los hombres blancos. Una visión de las incomodidades del destierro en la lejana Madura se elevó ante los ojos de Babalatchi. ¿No sería aquello peor que la misma muerte? Y, además, había que contar con aquella mujer medio blanca, de ojos amenazadores. ¿Quién era capaz de prever lo que una criatura tan incomprensible haría o dejaría de hacer? Desde luego, había sabido lo bastante para hacer imposible la muerte de Dain. Eso era demasiado cierto. Y, con todo eso el agudo y toscamente afilado cris es un buen amigo discreto —pensó Babalatchi, mientras examinaba el suyo amorosamente y lo volvía a la vaina, con un suspiro de pena, antes de poner en marcha su canoa—. Empujó con el bichero, la metió en medio de la corriente y, tomando un remo, se dio a pensar en los disgustos que ocasiona la injerencia de las mujeres en los negocios de estado. De las mujeres jóvenes, naturalmente. Porque con respecto a la madura prudencia de la señora de Almayer y la fácil aptitud para intrigar que con los años adquiere el espíritu femenino, él sentía el más sincero respeto.
Remó con cachaza, dejando a la canoa deslizarse corriente abajo, mientras cruzaba en dirección a la punta. El sol estaba aún alto, y nada le urgía. Su trabajo comenzaría al oscurecer. Evitando el muelle de Lingard, contorneó el saliente y remó hasta la ensenada situada a espaldas de la casa de Almayer, Allí había muchas canoas con sus proas todas juntas, atadas a la misma estaca. Babalatchi introdujo su pequeña embarcación entre ellas y pasó a la orilla. Al otro lado del foso, algo se movía en la hierba.
—¿Quién está ahí escondido? —gritó Babalatchi—. Que salga el que sea y que venga a hablarme.
Nadie contestó. Babalatchi cruzó, pasando de bote en bote, y hurgó con su báculo en el sospechoso lugar. Taminah saltó dando un grito.
—¿Qué hace aquí? —La preguntó él, sorprendido—. Por poco piso tu bandeja. ¿Soy yo acaso un dayak para que te ocultes a mi vista?
—Estaba cansada y me he dormido —murmuró Taminah confusamente.
—¡Dormida! Y no has vendido hoy nada. Tienes ganas de que te zurren cuando regreses a la casa —dijo Babalatchi.
Taminah permanecía delante de él avergonzada y silenciosa. Babalatchi la examinó cuidadosamente, con gran satisfacción. Decididamente, tendría que ofrecerle cincuenta dólares más a aquel ladrón de Bulangi. La chica le gustaba.
—Ahora vete a casa, que es tarde —dijo con aspereza—. Dile a Bulangi que yo estaré cerca de su casa antes de la media noche, y que necesito que lo tenga todo listo para un largo viaje. ¿Entiendes? Un largo viaje hacia el sur. Díselo antes de la puesta del sol, y no olvides mis palabras.
Taminah hizo un gesto de asentimiento, y observó cómo Babalatchi volvía a cruzar el foso y desaparecía entre los arbustos, contorneando el establecimiento de Almayer.
Ella se fue un poco más allá de la ensenada y e echó otra vez en la hierba.
Babalatchi se encaminó derechamente al cobertizo de la cocina en busca de la señora de Almayer. Dentro de la cerca reinaba un gran alboroto. Un chino extranjero había tomado posesión del fuego de la cocina y estaba pidiendo a gritos otro cazo pequeño. No hacia más que gruñir, en el dialecto de Cantón y en mal malayo, dicterios dirigidos contra el grupo de jóvenes esclavas que estaban un poco más allá, medio asustadas, medio divertidas, por su violencia. Desde las hogueras del vivac, alrededor de las cuales estaban sentados los marineros de la fragata, le llegaban palabras de aliento mezcladas con risas y burlas. En medio de este ruido y confusión. Babalatchi encontró a Alí, con un plato vacío en la mano.
—¿Dónde están los hombres blancos? —preguntó Babalatchi.
—Comiendo en el lado principal de la galería —contestó Ali—. No me detengas, Tuan. Estoy sirviendo a los hombres blancos su comida y ando muy ocupado.
—¿Dónde está Mem Almayer?
—Allá adentro, en el pasillo, escuchando la conversación.
Alí hizo varios gestos y pasó delante; Babalatchi subió al camino de tablas para ascender a la galería y, haciendo señas para que saliese fuera a la señora de Almayer, entabló con ella una seria conversación. A través del largo pasadizo, cerrado en el extremo opuesto por la cortina roja, oían de cuando en cuando la voz de Almayer interviniendo en la conversación en un tono tan alto, que hacia que la señora de Almayer mirase de significativa manera a Babalatchi.
—Escucha —dijo ella—. Ha bebido mucho.
—Sí que ha bebido —añadió Babalatchi—. Dormirá profundamente esta noche.
La señora de Almayer le miró como dudando.
—Algunas veces el demonio de la ginebra fuerte le quita el sueño y se pasea arriba y abajo por la galería toda la noche, echando maldiciones; entonces nos mantenemos a distancia —explicó la señora de Almayer, con el conocimiento pleno que da la experiencia de veinte años de vida matrimonial.
—Pero en esos trances no oirá, no entenderá, y su mano, por supuesto, no tendrá fuerza. Nosotros no necesitamos oírle esta noche.
—No —asintió la señora de Almayer, enérgicamente, pero con voz apagada y cautelosa—. Si oye, matará.
Babalatchi la miró con aire de incredulidad.
—Vaya, Tuan, puedes creerme. ¿No he vivido yo ya muchos años con ese hombre? ¿No he visto la muerte en los ojos de ese hombre más de una vez, cuando yo era más joven y él adivinaba muchas cosas? Si hubiese sido un hombre de mi propia raza, no hubiese visto tal mirada dos veces; pero él…
Con un gesto desdeñoso pareció lanzar un desprecio improferible sobre el débil espíritu de Almayer y su aversión a verter sangre cuando le arrebataba la ira.
—Si tiene el deseo, pero no la resolución, ¿qué podemos entonces temer? —preguntó Babalatchi, después de un corto silencio, durante el cual ambos escucharon la recia voz de Almayer hasta que se mezcló en el murmullo general de la conversación—. ¿Qué podemos temer? —repitió Babalatchi.
—Por conservar la hija a quien ama, heriría sin vacilar en tu corazón y en el mío —dijo la señora de Almayer— Cuando la niña se haya ido, se pondrá hecho un diablo desencadenado. Entonces tú y yo habremos de tener gran cuidado.
—Yo soy un viejo y no me asusta la muerte —contestó Babalatchi, con una mentirosa afectación de indiferencia—. ¿Pero qué hará usted?
—Yo soy una vieja, pero deseo vivir —replicó la señora de Almayer—. Ella es hija mía también. Yo buscaré seguridad a los pies de nuestro rajá, hablándole en nombre de lo pasado cuando ambos éramos jóvenes y él…
Babalatchi levantó su mano.
—Basta. Serás protegida —exclamó.
Otra vez se oyó el sonido de la voz de Almayer, y otra vez la señora de éste y su interlocutor, interrumpiendo su plática, escucharon el confuso pero estridente lenguaje que percibían en ráfagas de desigual intensidad, con inesperadas pausas y ruidosas repeticiones que hacían llegar algunas palabras e interjecciones claras y distintas a sus oídos, sobresaliendo de la algarabía ininteligible de excitadas exclamaciones acentuadas por el golpear del puño de Almayer contra la mesa. En los cortos intervalos de silencio, la alta y quejumbrosa nota de los vasos si chocaban y vibraban con el impacto, se prolongaba, debilitándose, hasta que volvía a saltar en tumultuoso sonido, cuando una idea, ocurriéndosele de pronto, le hacia lanzar un nuevo borbotón de palabras y su pesada mano caía otra vez sobre la mesa. Por último, los pendencieros gritos cesaron y el débil quejido del perturbado cristal se apagó en quietud mal resignada.
Babalatchi y la señora de Almayer habían escuchado con curiosidad, inclinando sus cuerpos y oídos hacia el pasillo. A cada exclamación violenta movían sus respectivas cabezas con ridícula afectación de escandalizado comedimiento y permanecían en la misma actitud durante unos segundos.
—Esto es el demonio de la ginebra —cuchicheó la señora de Almayer—. Si, habla igual que otras veces, cuando nadie le oye.
—¿Qué dice? —preguntó Babalatchi, ansiosamente—. Usted debe entenderle.
—He olvidado su idioma, pero he entendido un poco. Habla sin ningún respeto del gobernador de Batavia, y de protección, y dice que él ha sido agraviado injustamente; esto lo ha repetido varias veces. Lo demás no lo he entendido. ¡Escucha, otra vez habla!
—¡Tse, tse, tse! —musitó Babalatchi, procurando aparecer asqueado, aunque con un alegre parpadeo de su solitario ojo—. Debe haber una gran disputa entre esos hombres blancos. Voy a dar la vuelta para enterarme. Decid a vuestra hija que se le presenta en perspectiva un repentino y largo viaje, con mucha gloria y esplendor al final. Y decidle que Dain debe partir o morir, y que no quiere irse solo.
—No, no irá solo —repitió lentamente la señora de Almayer, con aire pensativo, deslizándose por el pasillo después de ver a Babalatchi desaparecer dando la vuelta a la esquina de la casa.
El estadista de Sambir, siguiendo el impulso de una viva curiosidad, se encaminó a toda prisa hacia el frente de la casa, pero, al llegar allí, avanzó lenta y cuidadosamente, deslizándose paso a paso por las escaleras de la galería. En el escalón más alto se sentó sin hacer ruido, poniendo los pies en los escalones inferiores, dispuesto a huir si su presencia no era bien recibida. En aquella situación se sintió seguro. La cabecera de la mesa se hallaba de su lado y veía la espalda de Almayer; a Nina la veía de frente, y de costado a ambos oficiales; pero de las cuatro personas sentadas, solamente Nina y el oficial más joven advirtieron su silenciosa llegada. Nina la echó de ver con una rápida mirada y entonces habló al punto al joven suboficial, que se volvió hacia ella con gran viveza, pero los ojos de la joven se dirigieron y adhirieron con fijeza al rostro de Almayer, que hablaba con voces descompuestas.
—… deslealtad y falta de escrúpulos. ¿Qué han hecho ustedes para que yo sea leal? Ustedes no gobiernan en este país. Yo he tenido que cuidar de mí mismo, y cuando he solicitado protección se me ha contestado con amenazas y desprecio, y se me ha lanzado al rostro la calumnia de un árabe. ¡A mí, a un hombre blanco!
—No sea usted violento. Almayer —suplicó el teniente—. Ya he oído todo eso.
—Entonces, ¿por qué me hablan ustedes de escrúpulos? Yo necesitaba dinero, y daba pólvora en cambio. ¿Cómo iba yo a saber que varios de sus infelices hombres iban a ser asesinados? ¡Escrúpulos! ¡Bah!
Tanteó inseguramente entre las botellas, examinando una después de otra, quejándose mientras tanto.
—No hay más vino —murmuró descontento.
—Ya tiene usted bastante, Almayer —dijo el teniente, encendiendo un cigarro—. ¿No es aún hora de entregarnos su prisionero? Yo le he oído decir que tiene a Dain Marula retenido en algún sitio. Lo mejor será que terminemos nuestro asunto, y después podremos beber más. ¡Vamos!, no me mire usted así.
Almayer miraba con los ojos fijos y sus temblorosos dedos tanteaban torpemente su garganta.
—Oro —dijo con dificultad—. ¡Hem! Cogido por el gaznate, ¿saben ustedes? Seguramente me dispensarán. Yo quiero decir: un poco de oro por un poco de pólvora. ¿Qué es eso?
—Ya lo sé, ya lo sé —dijo el teniente para calmarle.
—¡No! No, lo sabe usted. ¡Ninguno de ustedes lo sabe! —vociferó Almayer—. El gobierno es un tonto, se lo aseguro. Montones de oro. Yo soy el hombre que lo sabe. Yo, y otro. Pero él no quiere hablar. Él es…
Se reprimió con una débil sonrisa y, haciendo un desafortunado intento para dar al oficial golpecitos en el hombro, derribó un par de botellas vacías.
—Personalmente, es usted un buen camarada —dijo muy claramente en tono de protección.
Su cabeza se movió somnolienta al tiempo de sentarse, murmurando entre dientes.
Los dos oficiales se miraron, perplejos.
—Esto no puede quedar así —dijo el teniente, dirigiéndose a su subordinado—. Tenga usted dispuestos a los hombres dentro de la cerca. Voy a ver si puedo hacerle entrar en razón. ¡En, Almayer! Despierte usted, hombre. Cumpla lo prometido. Ha dado usted su palabra. Tiene empeñada su palabra de honor, ya lo sabe usted.
Almayer sacudió con impaciencia la mano del oficial, pero su mal humor se desvaneció repentinamente y miró hacia arriba, poniendo su índice al lado de la nariz.
—Es usted muy joven; hay tiempo para todo —le dijo con aire de gran sagacidad.
El teniente se volvió hacia Nina, que, recostada en su silla, observaba a su padre con atención.
—Realmente me disgusta mucho todo esto por usted —exclamó—. Yo no sé —añadió, hablando con cierto embarazo— si tengo algún derecho para preguntar a usted algo, únicamente, quizá, para salir de esta penosa situación, pero entiendo que debo, por el bien de su padre, indicarle que usted debería… Quiero decir que, si usted tiene alguna influencia sobre él, debería usted ejercerla para hacerle cumplir la promesa que él me hizo antes, antes de ponerse en este estado.
Observó con desaliento que ella parecía no enterarse de lo que él decía, sentada todavía, con los ojos entornados.
—Yo confío… —comenzó otra vez.
—¿De qué promesa habla usted? —preguntó Nina bruscamente, levantándose de su asiento y acercándose a su padre.
—Nada que no sea equitativo. Prometió entregarnos a un hombre que en época de absoluta paz arrebató las vidas de hombres inocentes para escapar al castigo que merecía por quebrantar la ley. Proyectó el daño en gran escala. No fue por culpa suya si falló parcialmente. Sin duda usted ha oído hablar de Dain Manila. Su padre le tiene seguro, según parece. Sabemos que escapó río arriba. Quizás usted…
—¡Y mató a hombres blancos! —interrumpió Nina.
—Lamento tener que decir que eran blancos. Sí, dos hombres blancos perdieron sus vidas por el capricho de ese canalla.
—¡Dos solamente! —exclamó Nina.
El oficial la miró estupefacto.
—¡Cómo! ¿Qué quiere usted decir? —tartamudeó, confundido.
—Pudieran haber sido más —interrumpió Nina—. ¿Y cuando cojan ustedes a ése, a ese pícaro, se irán ustedes?
El teniente, mudo de asombro, se inclinó, asintiendo.
—Entonces yo se lo entregaría a usted aunque tuviera que buscarle en medio del fuego —exclamó con gran energía—. Yo odio la vista de los rostros blancos. Odio el sonido de vuestras suaves voces. Ésa es la manera que tenéis de hablar a las mujeres, destilando dulces palabras ante cualquier cara bonita. Yo he oído anteriormente vuestras voces. Espero vivir aquí sin ver ningún otro rostro blanco que éste —añadió en tono más suave, tocando ligeramente la mejilla de su padre. Almayer cesó de balbucir palabras ininteligibles y abrió los ojos. Mantuvo cogida la mano de su hija y la apretó contra su rostro, mientras Nina con la otra mano alisaba sus despeinados cabellos grises, mirando con aire de desafío por encima de la cabeza de su padre al oficial, que había logrado recobrar su compostura y le devolvía su mirada con gran frialdad. Abajo, frente a la galería, se oía el paso de los marinos que se ponían en formación, de acuerdo con las órdenes recibidas. El subteniente subió los escalones, mientras Babalatchi, intranquilo y con un dedo sobre los labios, trataba de conseguir que Nina le viese.
—Eres una buena muchacha —murmuró Almayer, soltando distraídamente la mano de su hija.
—¡Padre! ¡Padre! —exclamó ella, inclinándose sobre él con apasionada solicitud—. ¿Ves esos dos hombres que nos están mirando? Échalos. No los puedo soportar más. Diles que se vayan. Haz lo que ellos quieran y que se marchen.
Vio a Babalatchi y cesó de hablar repentinamente, pero su pie golpeó el piso con rápidos golpes, en el paroxismo de su crisis nerviosa. Los dos oficiales estaban juntos mirando curiosamente.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Qué pasa? —dijo por lo bajo el joven.
—No lo sé —contestó el otro en igual forma—. La una está furiosa, y el otro está borracho. No tan borracho ya. Esto es extraño. ¿Qué le parece a usted?
Almayer se había levantado, sosteniéndose en el brazo de su hija. Vaciló un momento, después soltó su apoyo y fue dando tumbos a través de la galería. Entonces se estiró y quedó muy derecho, respirando fuerte y mirando a su alrededor con semblante airado.
—¿Están los hombres dispuestos? —preguntó el teniente.
—Sí, señor.
—Entonces, señor Almayer, muéstrenos el camino —dijo el teniente.
Almayer fijó la vista en él, como si le viera por primera vez.
—Dos hombres —dijo con voz bronca.
El esfuerzo de hablar pareció ser incompatible con su equilibrio. Comenzó a andar de prisa para evitarse una caída, y se detuvo después balanceándose hacia atrás y hacia adelante.
—Dos hombres —repitió, hablando con dificultad—. Dos hombres blancos, de uniforme, hombres honorables. Quiero decir hombres de honor. ¿Están ustedes?
—¡Vamos! Deje eso —dijo el oficial impaciente—. Entréguenos a su amigo.
—¿Por quién me toman ustedes? —preguntó Almayer con aire altivo.
—Usted está borracho, pero no tan borracho que no sepa lo que se hace. Basta de tonterías —dijo el oficial severamente—. No le arrestaré en su propia casa.
—¡Arrestarme! —repitió Almayer, riendo desacompasadamente—. ¡Ja, ja, ja! ¡Arrestarme! ¡Vaya! Yo vengo luchando por irme de este infernal lugar durante veinte años, y no he podido. ¡Lo oyes, hombre! ¡No he podido, ni podré jamás! ¡Nunca!
Terminó sus palabras con un sollozo y se encaminó de manera insegura escaleras abajo. Cuando estuvo en el patio, el teniente se aproximó a él y le cogió por el brazo. El subteniente y Babalatchi les seguían detrás.
—Eso es mejor, Almayer —dijo el oficial, alentándole—. ¿A dónde vamos? Allí no hay más que tablones. Oiga —añadió, sacudiéndole ligeramente—, ¿necesitaremos los botes?
—No —contestó Almayer—. Lo que necesita usted es una sepultura.
—¿Qué? ¿Desvariando otra vez? Procure hablar con sentido.
—¡Una sepultura! —vociferó Almayer, esforzándose por soltarse—. Un hoyo en la tierra. ¿No lo entiende usted? Debe usted estar borracho. ¡Suélteme, suélteme, le repito!
Se soltó de las manos del oficial, y se encaminó, haciendo eses, hacia los tablones donde yacía el cadáver bajo su blanca cubierta; entonces se volvió rápidamente y se encaró con el semicírculo de rostros llenos de curiosidad. El sol se hundía rápidamente, proyectando las sombras alargadas de la casa y de los árboles sobre el patio, pero la luz languidecía aún en el río, donde los troncos pasaban a la deriva por en medio de la corriente, viéndose con toda claridad su negrura, que resaltaba en el pálido tinte rojizo. Los troncos de los árboles en la espesura de la orilla oriental se perdían en la oscuridad, mientras sus altas ramas se mecían dulcemente en la moribunda luz solar. La brisa, pesada y fría, soplaba levemente sobre el agua.
Al hacer Almayer un esfuerzo para hablar, se estremeció y nuevamente, con inseguro gesto, pareció querer librar su garganta de la presión de una mano invisible.
Sus inflamados ojos vagaban sin expresión de cara en cara.
—¡Ahí! —dijo por fin—. ¿Están todos ustedes? Es un hombre peligroso.
Arrancó la cubierta con colérica violencia, y el cadáver rodó tieso fuera de los tablones y cayó a sus pies con rígido abandono.
—Frío, perfectamente frío —dijo Almayer, mirando alrededor con melancólica sonrisa—. Siento no haber podido hacer más Ya pueden colgarlo. Como observarán caballeros —añadió gravemente—, no tiene cabeza, y apenas cuello.
El último rayo de luz se extinguió en la copa de los árboles, el río se volvió repentinamente obscuro, y en la gran calma el murmullo del agua pareció llenar la vasta extensión de sombra gris que descendía sobre la tierra.
—Éste es Dain —dijo Almayer al silencioso grupo que le rodeaba—. Yo he cumplido mi palabra. Primero una esperanza, después otra, y ésta la última. Nada resta. ¿Ustedes pensarán que es tan sólo un hombre muerto? Se equivocan, se lo aseguro. Yo estoy mucho más muerto. ¿Por qué no me cuelgan a mí? —sugirió repentinamente, en amistoso tono, dirigiéndose al teniente—. Les aseguro, le aseguro a usted que ésta sería una solu…, solución completa.
Estas últimas palabras las pronunció para sí mismo, y partió, haciendo zigzags, hacia la casa.
—¡Vete! —Le fulminó a Alí, que se había acercado tímidamente para prestarle ayuda.
Desde lejos, intimidados grupos de hombres y mujeres contemplaban su tortuoso avance. Se arrastró por las escaleras, agarrándose a la balaustrada, y logró llegar hasta un sillón, donde cayó pesadamente. Se sentó, jadeante de fatiga y rabia, mirando vagamente alrededor en busca de Nina; después, haciendo un gesto amenazador hacia el cercado, donde había oído la voz de Babalatchi, volcó la mesa de un puntapié con gran estrépito de loza destrozada. Murmuró aún algunas amenazas para sí mismo; después, su cabeza cayó sobre su pecho, sus ojos se cerraron y, con un profundo suspiro, quedó dormido.
Aquella noche —por primera vez desde su fundación— el pacífico y floreciente establecimiento de Sambir vio brillar luces alrededor del edificio que denominamos «La Locura de Almayer». Eran las linternas de los botes, colgadas por los marineros debajo de la galería, donde los dos oficiales se constituyeron en tribunal de investigación para inquirir si era verdad la historia que les fue relatada por Babalatchi. Éste había vuelto a alcanzar toda su importancia. Estuvo elocuente y persuasivo, invocando al cielo y a la tierra para atestiguar la verdad de sus aseveraciones. Allí estuvieron también varios testigos. Mahmat Banjer y otros muchos sufrieron un detenido interrogatorio, prolongado fatigosamente hasta muy entrada la noche. Se le envió un mensajero a Abdul-lá, que se excusó de ir él mismo en razón a su avanzada edad, pero que envió a Reshid. Mahmat tuvo que presentar el aro arrancado al cadáver, y vio con gran rabia y mortificación que el teniente se lo guardaba en el bolsillo como una de las pruebas de la muerte de Dain, para ser enviado con el informe oficial de su misión. El anillo de Babalatchi fue también recogido con el mismo propósito, pero el experimentado estadista se había resignado a esa pérdida desde un principio. No le importó nada, tan pronto como se vio seguro de que los hombres blancos habían creído en la muerte de Dain. Se hizo a sí mismo seriamente esa pregunta cuando les abandonó uno de los últimos, así que quedó concluso el interrogatorio. No estaba seguro. Con todo, si ellos seguían creyéndolo tan sólo durante aquella noche, pondría a Dain fuera de su alcance y se consideraría él mismo a salvo. Se marchó ligero, mirando atrás de vez en cuando por miedo a ser seguido, pero no vio ni oyó nada.
—Son las diez —dijo el teniente, mirando su reloj y bostezando—. Voy a oír algunas lisonjeras observaciones del capitán cuando regresemos. ¡Vaya un miserable asunto!
—¿Creéis que todo esto es verdad? —le preguntó el joven.
—¡Verdad! Es posible. Pero si no es verdad, ¿qué podemos hacer? Si tuviéramos una docena de botes, podríamos patrullar por las ensenadas; y no lograríamos mucho más. Ese loco borracho tenía razón; no conocemos apenas esta costa. Pueden hacer lo que quieran. ¿Están colgadas nuestras hamacas?
—Sí, se lo dije al pinche. ¡Extraña pareja esa de ahí! —dijo el subteniente, señalando con un ademán la casa de Almayer.
—¡Hum! Extraña, ciertamente. ¿Qué le dijo usted a ella? Yo estuve atendiendo al padre la mayor parte del tiempo.
—Le aseguro a usted que he estado perfectamente cortés —protestó el joven con calor.
—Perfectamente. No se excite usted. Ella se queja de la cortesía, según lo que he entendido. Creí que habría estado usted tierno. Ya sabe usted que estamos de servicio.
—Claro, naturalmente. Nunca lo he olvidado. Fríamente cortés. Esto es todo.
Ambos se rieron un poco y, sin sueño todavía, empezaron a pasear por la galería de extremo a extremo.
La luna se alzó furtivamente por encima de los árboles y de pronto convirtió el río en una corriente de centelleante plata. La selva salió de la negrura y apareció sombría y melancólica sobre el agua reluciente. Cesó la brisa y reinó una absoluta calma.
Como hombres de mar, los dos oficiales pasearon acompasadamente arriba y abajo, sin cambiar una palabra. Los aflojados tablones rechinaban rítmicamente bajo sus pasos con sonido seco, en el perfecto silencio de la noche.
Cuando estaban dando una nueva vuelta, el joven se detuvo y escuchó atento.
—¿Ha oído usted eso? —preguntó.
—¡No! —dijo el otro—. ¿Oído, el qué?
—Yo he creído oír un grito. Un grito muy débil. Parecía la voz de una mujer. En esa otra casa. ¡Ah! ¡Otra vez! ¿Ha oído usted?
—No —dijo el teniente, después de escuchar un momento—. Ustedes los jóvenes siempre están oyendo voces de mujer. Si es que va usted a sonar, hará mejor en irse a la hamaca. Buenas noches.
La luna siguió elevándose y las cálidas sombras se fueron empequeñeciendo y deslizándose como si se ocultaran ante la fría crueldad de la luz.
Capítulo X
—Por fin se ha puesto —dijo Nina a su madre, señalando hacia las colinas, detrás de las cuales el sol se había sumergido—. Escucha, madre, yo voy ahora a la ensenada de Bulangi, y si no regresase nunca…
Se interrumpió ella misma, y algo parecido a la duda eclipsó por un momento el fuego de su exaltación, que había brillado en sus ojos e iluminado la serena impasibilidad de sus facciones con un rayo ardiente de vida durante todo aquel largo día de excitación —día de alegría y ansiedad, de esperanza y terror, de pena vaga y confuso deleite. Mientras el sol brilló con aquella deslumbradora luz con que su amor había nacido y crecido hasta posesionarse de todo su ser, se mantuvo firme en su resolución, merced a los misteriosos susurros de deseo que llenaban su corazón, con impaciente anhelo de la oscuridad, que significaría el término del peligro y la lucha, el principio de la felicidad, el colmo del amor, el perfeccionamiento de la vida.
¡Por fin se había puesto el sol! El corto crepúsculo tropical desapareció antes que ella hubiese lanzado el largo suspiro de alivio; y ahora la repentina oscuridad parecía estar llena de amenazadoras voces que la llamaban para que se lanzase temerariamente hacia lo desconocido; que la incitaban a confiarse a sus propios impulsos, a entregarse a la pasión que había despertado y correspondido. ¡Él estaba esperando! En la soledad del apartado remanso, en el vasto silencio de la selva, estaba esperando solo, fugitivo, en peligro su vida. Indiferente a todo, la estaba esperando a ella. Sólo por ella había regresado; y ahora, al acercarse el momento de obtener su recompensa, ella se preguntaba a sí misma con desaliento qué significaba aquella fría vacilación de su ser y de su deseo. Con un esfuerzo de su voluntad desechó el temor inspirado por su debilidad pasajera. Él debía alcanzar su recompensa. Su amor de mujer y su honor se sobrepusieron a la desconfianza hacia aquel incierto porvenir que le esperaba en la oscuridad del río.
—No, no regresarás —murmuró la señora de Almayer proféticamente—. Sin ti, él no se iría, y si permaneciese aquí…
Blandió su mano hacia las luces de La Locura de Almayer, y la interrumpida sentencia feneció con un murmullo amenazador.
Las dos mujeres estaban detrás de la casa, y ahora iban caminando juntas lentamente hacia la ensenada donde todas las canoas estaban amarradas. Una vez que llegaron a la franja de arbustos, se detuvieron; y la señora de Almayer, apoyando su mano en el brazo de su hija, trató en vano de ver el desviado rostro de Nina. Cuando intentó hablar, sus primeras palabras se perdieron en un sofocante sollozo, extrañísimo en aquella mujer, que, de todas las pasiones humanas, parecía conocer solamente el rencor y el odio.
—Te vas para ser una gran ranée —dijo por último, con voz que se hizo más segura—, y si eres sabía, tendrás un gran poder que te durará largo tiempo, incluso hasta tu ancianidad. ¿Y qué he sido yo? Una esclava toda mi vida, y he cocinado el arroz para un hombre que no ha tenido valor ni sabiduría. ¡Ay! ¡Ay de mí! Hasta fui dada como regalo por un jefe y guerrero a un hombre que no era nada. ¡Ay! ¡Ay!
Gimió blandamente, lamentando las perdidas posibilidades de dañar y asesinar que le hubieran correspondido en suerte, de haberse desposado con un hombre de espíritu semejante al suyo. Nina se inclinó sobre la débil figura de su madre y la examinó atentamente a la luz de las estrellas que habían aparecido en el negro cielo y pendían inmóviles ante aquella extraña separación; y contempló las arrugadas facciones de la señora de Almayer, y sus ojos hundidos que alcanzaban a ver su oscuro futuro con la luz de una larga y penosa experiencia. De nuevo se sintió fascinada, como en otro tiempo, por las exaltadas maneras de su madre y por la oracular seguridad de expresión que, unida a sus ataques de violencia, habían contribuido no poco a la reputación de brujería de que gozaba en el caserío.
—Yo he sido una esclava, y tú vas a ser una reina —añadió la señora de Almayer, mirando a lo lejos—; pero acuérdate de la fuerza de los hombres y de su debilidad. Tiembla ante su cólera, de manera que él pueda ver tu temor a la luz del día; pero interiormente puedes reírte, porque después de la puesta del sol será tu esclavo.
—¿Él un esclavo? ¿Él que es dueño de la vida? Tú no le conoces, madre.
La señora Almayer se dignó sonreír despreciativamente.
—Hablas como una imbécil mujer blanca —exclamó—. ¿Qué sabes tú de la cólera y del amor de los hombres? ¿Has observado el sueño de los hombres cansados de matar? ¿Has sentido cerca de ti el fuerte brazo que pudiera introducir un cris dentro del corazón? ¡Ya! Tú eres una mujer blanca, y deberías rezar a una divinidad femenina.
—¿Por qué dices eso? He escuchado tus palabras de tal modo que he olvidado mi antigua vida. Si yo fuese blanca, ¿estaría aquí, dispuesta a marchar? Madre, yo debo regresar a casa y ver una vez más el rostro de mi padre.
—¡No! —dijo la señora de Almayer violentamente—. No, duerme ahora su sueño de ginebra; y si regresases, pudiera despertarse y verte. Nunca te volverá a ver. Cuando el terrible viejo blanco te llevó lejos de mí, cuando eras pequeña, te acuerdas…
—De eso hace ya mucho tiempo —contestó Nina.
—Yo me acuerdo —prosiguió la señora de Almayer, fieramente—. Yo quería verte una vez más. Él dijo no. Te oí llorar y me tiré de cabeza al río. Tú eras entonces su hija; ahora lo eres mía. ¡No regresarás nunca a esa casa, no volverás jamás a cruzar ese patio! ¡No! ¡No!
Su voz se elevó casi como un grito. Al otro lado de la ensenada se oyó un crujido entre las altas hierbas. Las dos mujeres lo oyeron, y escucharon durante un momento con sobresaltada atención.
—Debo ir —dijo Nina, con precavida pero intensa entonación—. ¿Qué tiene que ver conmigo tu odio o tu venganza?
Se encaminó hacia la casa, pero su madre se pegó a ella tirando hacia atrás.
—¡Detente, no irás! —murmuró.
Nina empujó a su madre impacientemente y se recogió las faldas para correr, pero la señora de Almayer se le adelantó y se le plantó de frente, encarándose con su hija con los brazos abiertos.
—Si das un paso más —exclamó, respirando anhelosamente—, gritaré. ¿Ves aquellas luces de la casa grande? Allí están sentados dos hombres blancos, rabiosos porque no pueden derramar la sangre del hombre a quien tú amas. Y en aquellas casas oscuras —continuó, más calmada, señalando hacia el establecimiento— mi voz despertaría a hombres que conducirían a los soldados holandeses adonde está el que te espera.
No podía ver la cara de su hija, pero la blanca figura permanecía ante ella silenciosa e irresoluta en la oscuridad. La señora de Almayer continuó:
—¡Olvida tu antigua vida! ¡Olvídala! —le dijo en suplicante tono—. Olvídate de que has visto caras blancas: olvida sus palabras; olvida sus pensamientos. No dicen más que mentiras. Y piensan mentiras porque nos desdeñan a nosotras que somos mejores que ellos, pero no tan fuertes. Olvida su amistad y su desprecio; olvida sus muchos dioses. ¿Para qué necesitas acordarte de lo pasado, hija mía, cuando existe un jefe y guerrero dispuesto a dar muchas vidas —su propia vida— por una sola de tus sonrisas?
Mientras hablaba, empujaba dulcemente a su hija hacia la canoa, ocultando su propio temor, su ansiedad y su duda bajo el torrente de apasionadas palabras que no dejaban a Nina tiempo para pensar, ni oportunidad para protestar, aunque lo hubiese deseado. Pero no lo deseaba. En el fondo de aquel pasajero deseo de ver otra vez el rostro de su padre no existía un gran afecto. No sentía escrúpulos ni remordimientos al abandonar repentinamente a aquel hombre, cuyos sentimientos hacia ella no podía comprender. Era una instintiva adherencia a la antigua vida, a los viejos hábitos, a las antiguas caras, y también el temor de lo nuevo que siempre acecha en cada pecho humano y que impide muchos heroísmos y muchos crímenes. Durante años había estado entre su madre y su padre, la primera tan fuerte en su debilidad, el otro tan débil cuando pudiera haber sido fuerte. Entre aquellos dos seres tan distintos, tan antagónicos, permanecía con mudo corazón, maravillada y colérica ante el hecho de su propia existencia. Parecía irracional y humillante estar arrinconada allí, en el establecimiento, y ver pasar los días sin una esperanza, sin un deseo o sin una aspiración que justificase la vida que tenía que sufrir en aquella fatiga siempre creciente. Sentía poca fe y ninguna simpatía por aquellos sueños de su padre; pero los salvajes delirios de su madre tropezaron con una cuerda sensible, adentrándose en su desesperado corazón; y soñó sueños de su propio ser con la persistente absorción de un pensamiento cautivo, ansioso de libertad, entre los muros de la celda de su prisión. Con la llegada de Dain halló el camino de libertad obedeciendo a la voz de los recién nacidos impulsos, y con sorprendida alegría pensó que podía leer en sus ojos la contestación a todas las preguntas de su corazón. Entonces comprendió la razón y el objeto de su vida; y en el triunfante descubrimiento de aquel misterio arrojó desdeñosamente su pasado con sus tristes pensamientos, sus amargos sentimientos y sus débiles afecciones, ahora marchitos y muertos en contactó con su fiera pasión.
La señora de Almayer desatracó la canoa de Nina y, enderezándose penosamente, quedó, bichero en mano, contemplando a su hija.
—Pronto —dijo—, vete antes de que salga la luna, mientras el río está oscuro. Tengo miedo de los esclavos de Abdul-lá. Los miserables rondan durante la noche con frecuencia y pudieran verte y seguirte. Ahí hay dos remos en la canoa.
Nina se aproximó a su madre y, casi dudando, tocó ligeramente con sus labios su arrugada frente. La señora de Almayer resopló desdeñosamente como protesta contra aquella ternura que, no obstante, temía fuese contagiosa.
—¿Te volveré a ver alguna vez, madre? —murmuró Nina.
—No —dijo la señora de Almayer después de un corto silencio—. ¿Para qué vas a volver aquí donde es mi destino morir? Tú debes vivir lejos con esplendor y poder. Cuando oiga que los hombres blancos se han ido de las islas, sabré que estás viva y que te acuerdas de mis palabras.
—Siempre las recordaré —replicó Nina, fervorosamente—. Pero ¿dónde está mi poder y qué puedo yo hacer?
—No le dejes mirar demasiado tiempo en tus ojos, ni le dejes tener su cabeza en tus rodillas sin recordarle que los hombres deben pelear antes que descansar. Y si languidece, entrégale su cris tú misma y ordénale que se marche, como la mujer de un poderoso príncipe debe hacer cuando los enemigos están cerca. Que mate a los hombres blancos que vienen a comerciar con nosotros con súplicas en sus labios y pesados cañones en sus manos. ¡Ah! —terminó con un suspiro—. ¡Están en todos los mares y en todas las costas, y son muchos!
La señora de Almayer empujó la proa de la canoa hacia el río, pero no la soltó, manteniéndola asida en irresoluta meditación. Nina apoyó la punta del remo contra la orilla, dispuesta a impelerla hacia la corriente.
—¿Qué es eso, madre? —preguntó en voz baja—. ¿Has oído algo?
—No —dijo la señora de Almayer distraídamente—. Escucha, Nina —agregó de repente, después de una ligera pausa—, pasados algunos años tendrá otras mujeres…
Un ahogado grito de su hija la interrumpió, y el remo resonó en la canoa como si se hubiese escapado de las manos de Nina, que lo soltó con expresión de protesta. La señora de Almayer se arrodilló en la orilla y se inclinó sobre la canoa, acercando su cara a la de su hija.
—Tendrá otras mujeres —repitió con firmeza—; te lo advierto, porque eres medio blanca y puedes olvidar que es un gran jefe, y que tales cosas deben ser. Oculta tu cólera, y que no vea en tu rostro la pena que corroa tu corazón. Acógele con alegría en los ojos y sabiduría en tus labios, pues a ti es a quien se volverá en las horas de tristeza o de duda. Mientras él mire a muchas mujeres, tu poder prevalecerá; pero, si fuese a una sola, tan sólo a una con la que parezca haberte olvidado, entonces…
—Yo no viviría —exclamó Nina, cubriendo su rostro con ambas manos—. No hables así, madre; eso no ocurrirá.
—Entonces —añadió la señora de Almayer, firmemente—, con esa mujer. Nina, no tengas compasión.
Empujó la canoa hacia la corriente por la borda, asiéndola con ambas manos y sumergiendo la proa en el río.
—¿Estás llorando? —preguntó severamente a su hija, que se había sentado cubriéndose la faz—. Levántate y toma el remo, porque él ya ha esperado bastante. Y acuérdate, Nina, no tengas piedad; y si tienes que herir, hiere con mano firme.
Reunió todas sus fuerzas e, inclinando su cuerpo sobre el agua, lanzó la ligera embarcación dentro de la corriente. Cuando se recobró del esfuerzo que había hecho, trató en vano de vislumbrar la canoa, que parecía haberse disuelto repentinamente en la blanca bruma flotante sobre las ardientes aguas del Pantai. Después de escuchar de rodillas durante un rato, se levantó la señora de Almayer con un profundo suspiro, mientras dos lágrimas rodaban lentamente por sus marchitas mejillas.
Se las enjugó rápidamente con un mechón de sus cabellos grises, como si se avergonzase de sí misma, pero no pudo ahogar otro fuerte suspiro, porque el corazón se le oprimía y sufría mucho, no acostumbrada a tiernas emociones. Le pareció oír un débil ruido, semejante al eco de su propio suspiro, y se detuvo, aguzando sus oídos para recoger el más ligero rumor, mirando aprensivamente hacia los arbustos próximos.
—¿Quién anda ahí? —preguntó con insegura voz, mientras su imaginación poblaba la soledad de la ribera de formas semejantes a espectros—. ¿Quién está ahí? —repitió débilmente.
No hubo contestación: tan sólo la voz del río murmuró con triste monotonía detrás del blanco velo, como elevándose durante un instante para morir otra vez en un blando murmullo de remolinos lanzados contra la orilla.
La señora de Almayer movió su cabeza como contestando a sus propios pensamientos y salió rápidamente de los arbustos, mirando a derecha e izquierda cuidadosamente. Se encaminó en derechura al cobertizo de la cocina, observando que los rescoldos del fuego ardían más brillantemente que de costumbre, como si alguien hubiese añadido nuevo combustible a la hoguera durante la noche. Al aproximarse, Babalatchi, que había estado acurrucado junto al calor del fuego, se levantó y llegó a ella en la sombra exterior.
—¿Se ha ido? —preguntó el ansioso estadista, ávidamente.
—Sí —contestó la señora de Almayer—. ¿Qué hacen los hombres blancos? ¿Cuándo los dejaste?
—Creo que estarán durmiendo. ¡Ojalá no despierten jamás! —exclamó Babalatchi fervientemente—. ¡Oh!, pero son unos diablos y han hablado y molestado un horror sobre el dichoso cadáver. El jefe me amenazó dos veces con la mano, y dijo que me iba a atar a un árbol. ¡Atarme a mí a un árbol! ¡A mi! —repitió, golpeándose el pecho violentamente.
La señora de Almayer se rió en son de burla.
—Y tú les harías zalemas y les pedirías que tuvieran piedad. Los hombres con un brazo en cada lado obraban de otra manera cuando yo era joven.
—¿Y dónde están los hombres de tu juventud? ¡Vieja loca! —replicó, colérico, Babalatchi—. ¡Muertos por los holandeses! ¡Ah! Pero yo quiero vivir para engañarles. Los hombres sabemos cuándo se debe pelear y cuándo decir pacíficas mentiras. Tú también lo sabrías si no fueras una mujer.
Pero la señora de Almayer pareció no oírle. Con el cuerpo inclinado y los brazos abiertos, aparentaba estar escuchando algún ruido detrás del cobertizo.
—Se oyen ruidos extraños —dijo con evidente alarma—. He escuchado en el aire sonidos de dolor, como suspiros y lloros. Los escuché en la orilla del río, y ahora otra vez oigo…
—¿Dónde? —preguntó Babalatchi con alterada voz—. ¿Qué es lo que oíste?
—Aquí cerca. Parecía como un largo suspiro. Desearía haber quemado el papel sobre el cadáver antes de que fuese enterrado.
—Si —asintió Babalatchi—. Pero los hombres blancos le han arrojado de golpe dentro de la fosa. Ya sabes que halló su muerte en el río —añadió jovialmente— y su fantasma puede saludar a las canoas, pero debe dejar tranquila la tierra.
La señora de Almayer, que había estirado el cuello pare mirar más allá de la esquina del cobertizo, retiró la cabeza.
—No hay nadie ahí —dijo, reafirmándose—. ¿No es ya hora de que vaya al remanso la canoa de guerra del rajá?
—La he estado esperando aquí, porque quiero ir yo mismo —explicó Babalatchi—. Creo que debo ir y ver qué les retrasa. ¿Cuándo vas a venir? El rajá te dará refugio.
—Iré antes de romper el alba. Pero no puedo dejar mis dólares detrás —dijo la señora de Almayer.
Se separaron. Babalatchi cruzó el patio hacia la ensenada para tomar su canoa, y, la señora Almayer se dirigió lentamente hacia la casa, subiendo por el camino de tablas, y pasando por la parte posterior de la galería, entró por el pasillo que conducía al frente de la casa; pero antes de entrar se volvió en la puerta y miró hacia atrás, al vacío y silencioso patio, ahora iluminado por los rayos de la luna. Sin embargo, tan pronto como hubo desaparecido, una vaga forma salió de entre los troncos de la plantación de plataneros, pasó como una saeta por el espacio alumbrado por la luna y cayó en la oscuridad al pie de la galería. Pudiera haber sido la sombra de una nube, tan silencioso y rápido fue su paso; pero el rastro de las holladas hierbas, cuyos extremos temblaron y se balancearon durante algún tiempo a la luz de la luna antes de quedar inmóviles y resplandecientes, semejantes a un dibujo argentado de espuma bordado sobre un fondo sombrío, lo hacía dudoso.
La señora de Almayer encendió la lámpara de nuez de coco y, corriendo con precaución la roja cortina, miró a su mando, tapando la luz con su mano. Almayer estaba arrebujado en su sillón, uno de sus brazos colgando y el otro cruzado por delante del rostro como para defenderse de un invisible enemigo, las piernas completamente estiradas, y profundamente dormido e inconsciente de los poco amistosos ojos que le contemplaban con desdén. A sus pies estaba la mesa volcada, entre una ruina de loza y botellas rotas. Los patentes rastros de una desesperada lucha estaban acentuados por las sillas, que parecían haber sido esparcidas violentamente por todas partes, y ahora yacían tumbadas por toda la galería con un lamentable aspecto de embriaguez en su abandonada disposición. Tan sólo la gran mecedora de Nina permanecía negra e inmóvil sobre sus altos arcos, remontándose por encima del caos de los desmoralizados muebles, retirada, esperando digna y pacientemente su preciosa carga.
Con una última desdeñosa mirada para el durmiente, la señora de Almayer traspuso la cortina entrando en su cuarto. Una pareja de murciélagos, alentada por la oscuridad y por el pacífico estado de la situación, reanudó sus silencios y oblicuos vuelos por encima de la cabeza de Almayer y durante largo rato la profunda tranquilidad de la casa no fue interrumpida más que por la fuerte respiración del durmiente y el débil tintineo de la plata en las manos de su mujer, preparando la huida.
Con la creciente luz de la luna, que se había levantado por encima de la niebla, los objetos de la galería fueron destacando sus contornos con negras formas de sombra y con toda la irreconciliable fealdad de su desorden; la caricatura del dormido Almayer aparecía sobre el sucio blanqueado del muro de detrás con una grotesca exageración de actitud y las facciones alargadas en proporciones heroicas. Los murciélagos, descontentos, partieron en busca de más oscuros lugares; poco después, salió un lárgalo del mantel y se detuvo ante él con tal inmovilidad, que hubiera parecido muerto si no hubiese sido por la amorosa llamada que dirigió a un menos atrevido amigo oculto entre los escombros del patio. Después, las tablas de la galería crujieron, el lagarto huyó y Almayer se agitó intranquilo, suspirando: lentamente fue saliendo de la insensible aniquilación del sopor de su embriaguez, pasando del mundo de los sueños a un despertar consciente. Su cabeza se ladeaba de uno a otro hombro bajo la opresión del sueño; el firmamento había descendido sobre él, como un pesado manto, y se dilataba a gran distancia por debajo en estrellados pliegues. Estrellas por encima, estrellas alrededor de él; y de las estrellas bajo sus pies se elevaba un murmullo lleno de súplicas y lágrimas, y afligidos rostros huían entre los enjambres luminosos que llenaban el espacio infinito de la región inferior. ¿Cómo escapar a la inoportunidad de tan lamentables lloros y a las fijas miradas de los tristes ojos de los rostros que le rodeaban y oprimían hasta respirar su aliento bajo el aplastante peso de los mundos suspendidos sobre sus doloridos hombros? ¡Yéndose! ¿Pero cómo? Si intentaba moverse, se adentraría en la nada y perecería en la aplastante caída de ese universo del que él era el único sostén. ¿Y qué decían aquellas voces? ¡Le instaban a moverse! ¿Por qué? ¡Moverse era la destrucción! ¡Probablemente no! Lo absurdo de esto le llenó de indignación. Afianzó los pies en el suelo y contrajo sus músculos con heroica resolución de llevar su carga por toda la eternidad. Y los siglos pasaron en la sobrehumana labor en medio de la carrera de los mundos circulantes; en el lamentable murmullo de plañideras voces instándole a desistir antes de que fuera demasiado tarde, hasta que la fuerza misteriosa que le había encomendado la gigantesca tarea pareció finalmente buscar su destrucción. Con terror sintió una mano irresistible en su hombro, sacudiéndole, mientras el coro de voces aumentaba y se hacia más alto en sus agonizantes súplicas para marchar, para irse, antes de que fuera demasiado tarde. Se sintió dormido, perdiendo su equilibrio, como si le tirasen de las piernas, y cayó. Con un débil grito, salió de la angustia de la creación moribunda para entrar en un imperfecto despertar que parecía mantenerle aún bajo el hechizo de su sueño.
—¿Qué? ¿Qué pasa? —preguntó adormilado, sin moverse ni abrir los ojos—. Sentía pesada la cabeza, y no tenía el valor de abrir los párpados. Sus oídos seguían escuchando el sonido de suplicantes murmullos. —¿Pero estoy despierto? ¿Por qué sigo oyendo voces?— se argüía a sí mismo, perezosamente—. No puedo salir aún de esta horrible pesadilla. He estado muy borracho. ¿Quién me está sacudiendo? Estoy soñando todavía. Debo abrir los ojos y se terminará. Estoy sólo medio despierto, es evidente.
Hizo un esfuerzo para sacudir su sopor y vio un rostro pegado al suyo, mirándole fijamente. Cerró sus ojos otra vez con espantado horror y se incorporó en la silla, temblándole todos los miembros. ¿Quién era esta aparición? Su propia imaginación, sin duda. Sus nervios habían sufrido mucho desgaste el día anterior, ¡y, además, la bebida! Deseaba no verle otra vez si tenía el valor de mirar. Miraría directamente. Un poco fijo primero. Así. Ahora.
Miró. La cerrada luz le mostró la figura de una mujer con las manos tendidas hacia adelante en suplicante ademán, enfrente de él, en el extremo opuesto de la galería; y en el espacio entre él y el obstinado fantasma flotaba el murmullo de palabras que caían en sus oídos en una enorme confusión de torturadoras sentencias, el significado de las cuales escapaba a los mayores esfuerzos de su cerebro. ¿Quién hablaba en malayo? ¿Quién huía? ¿Por qué demasiado tarde, y demasiado tarde por qué? ¿Qué significaban aquellas palabras de odio y de amor mezcladas juntas de tan extraña manera, y siempre los mismos nombres sonando en sus oídos una y otra vez: Nina, Dain; Dain, Nina? Dain había muerto y Nina estaba durmiendo, sin cuidarse de la terrible prueba por la que él estaba pasando. ¿Iba a estar atormentado constantemente, dormido o despierto, y a no tener paz ni de noche ni de día? ¿Qué significaba todo esto?
Pronunció en voz alta estas últimas palabras. La sombra de la mujer pareció encogerse y retroceder un poco, apartándose de él y dirigiéndose hacia la puerta, y allí chilló. Exasperado por la incomprensible naturaleza de su tormento, se lanzó Almayer sobre la aparición, que eludió sus garras, por lo que aquél vino a dar pesadamente contra el muro. Rápido como el rayo, dio la vuelta y se puso a perseguir furiosamente a la misteriosa Figura que huía de él con penetrantes chillidos, con los que daba pábulo a las llamas de su cólera. Sobre los muebles, alrededor de la derribada mesa…, por fin, ya la tenía detrás de la mecedora de Nina, donde había conseguido arrinconarla. Hacia la derecha, hacia la izquierda, siempre la esquivaba, balanceándose la mecedora locamente entre los dos; ella lanzando grito tras grito a cada instante, y él murmurando ininteligibles maldiciones a través de sus apretados dientes. ¡Oh!, ¡qué infernal ruido rajaba su cabeza y parecía oprimir su cerebro —le iba a matar! ¡Esto debía terminar! Un insano deseo de aplastar aquella cosa que chillaba le indujo a lanzarse temerariamente sobre la mecedora con desesperado empeño, y los dos cayeron juntos en una nube de polvo entre astillas de madera. El último grito murió bajo un débil estertor, y así aseguró el alivio del silencio absoluto.
Miró la cara de la mujer que estaba debajo de él. ¡Una mujer real! Él la conocía. ¡Pero todo esto era verdaderamente maravilloso! ¡Taminah! Se levantó de un salto, avergonzado de su furia, y se quedó perplejo, enjugándose la frente. La muchacha se esforzaba, puesta de rodillas, y abrazaba sus piernas, suplicándole frenéticamente que tuviera compasión.
—No te asustes —le dijo, levantándola—. No te haré ningún daño. ¿Por qué vienes a mi casa por la noche? ¿Y si has venido, por qué no te has ido detrás de la cortina donde las mujeres duermen?
—La habitación tras la cortina está vacía —suspiró Taminah, tomando aliento entre cada palabra—. No hay ninguna mujer en tu casa, Tuan. He visto a la vieja Mem marcharse antes de procurar yo despertarte. Yo no necesito a tus mujeres. Yo te necesito a ti.
—¡La vieja Mem! —repitió Almayer—. ¿Quieres decir mi mujer?
Ella asintió con la cabeza.
—¿Pero de mi hija no te asustarás? —dijo Almayer.
—¿No me has oído? —exclamó ella—. ¿No te he estado hablando durante largo tiempo cuando estabas allí echado con los ojos medio abiertos? También se ha marchado.
—Yo estaba dormido. ¿No sabes cuándo un hombre está dormido y cuándo está despierto?
—Algunas veces —contestó Taminah en voz baja—; algunas veces el espíritu queda vagando junto a un cuerpo dormido y puede oír. Yo te he hablado largo rato antes de tocarte, y te hablaba bajito por miedo de que el espíritu se marchara al oír un ruido brusco y te dejara dormido para siempre. Te toqué así en el hombro solamente cuando empezaste a murmurar palabras que yo no podía entender. ¿No has oído, pues, y no sabes nada?
—Nada de lo que dices. ¿Qué es ello? Dímelo otra vez, si quieres que me entere.
La cogió por el hombro y la condujo, sin que se resistiera, al frente de la galería, donde había más luz. Ella se retorció las manos con tal apariencia de dolor que empezó a alarmarle.
—Habla —le dijo—. Haces un ruido capaz de despertar hasta a los muertos. Y aún no ha venido ningún ser viviente —añadió él, tranquilo—. ¿Eres muda? ¡Habla! —le repitió.
En un torrente de palabras en que rompió después de un corto esfuerzo de sus temblorosos labios, le contó la historia de los amores de Nina y de sus propios celos. Varias veces la miró él colérico y le dijo que se callase; pero no pudo contener las palabras que sentía correr en chorro ardiente, formando remolinos a sus pies, y levantarse en hirvientes olas a su alrededor, más altas, más altas, anegando su corazón, tocando sus labios con sensación de plomo derretido, cegándole la vista con un vapor quemante, cerrándose sobre su cabeza, implacables y mortíferas. Cuando ella habló del engaño referente a la muerte de Dain, del que él había sido la única víctima aquel día, la miró nuevamente con terribles ojos, haciéndola vacilar momentáneamente, pero se volvió y su rostro perdió aquella expresión repentinamente y su mirada inexpresiva se dirigió allá a lo lejos sobre el río. ¡Ah, el río! Su viejo amigo, y su antiguo enemigo, hablando siempre con la misma voz, como si corriese de año en año llevando la fortuna o el contratiempo, la felicidad o el dolor, sobre la misma, variable, y a la vez inmutable, superficie de lustrosa corriente y arremolinadas ondas. Durante muchos años había escuchado el desapasionado y sedante murmullo que algunas veces era el canto de esperanza y otras el canto de triunfo, de aliento; más frecuentemente, el susurro de consuelo que hablaba de mejores días venideros. ¡Y así durante tantos años! ¡Tantos años! Y ahora, como acompañamiento de aquel murmullo, escuchaba el lento y penoso latir de su corazón. Escuchaba atentamente, maravillándose de la regularidad de sus latidos. Empezó a contarlos mecánicamente. Uno, dos. ¿Para qué contar? Al siguiente latido se pararía. Ningún corazón podría sufrir y latir de tal modo durante mucho tiempo. Cesarían pronto aquellos golpes regulares, como de martillo forrado de lana, que resonaban en sus oídos. Aún latía sin cesar y cruelmente. Nadie podría soportarlo; ¿será éste el último latido o lo será el siguiente? ¿Aún más? ¡Oh Dios! ¿Por cuánto tiempo más? Su mano caía pesada, aunque inconscientemente, sobre el hombro de la joven, que pronunció las últimas palabras de su historia postrándose a sus pies con lágrimas de dolor, de vergüenza y de ira. ¿Le iba a fallar su venganza? Este hombre blanco era insensible como una piedra. ¡Demasiado tarde! ¡Demasiado tarde!
—¿Y tú la viste marchar?
La voz de Almayer resonó ásperamente por encima de su cabeza.
—¿No te lo he dicho? —sollozó ella, tratando de desasirse de él—. ¿No te he dicho que vi a la bruja empujar la canoa? Yo estaba oculta en la hierba y escuché toda su conversación. La que acostumbrábamos a llamar la Mem blanca quería regresar para verte, pero la hechicera se lo prohibió y…
Quedó medio tendida bajo el peso de la mano de Almayer, volviendo hacia él su cara, mirándole con ojos rencorosos.
—Y ella obedeció —le dijo medio riendo, medio gritando de dolor—. Suéltame, Tuan. ¿Por qué te enfadas conmigo? Date prisa o llegarás tarde para mostrar tu cólera a la pérfida.
Almayer tiró de ella, poniéndola en pie, y la miró fijamente mientras ella luchaba por sustraerse a las fieras miradas del hombre blanco.
—¿Quién te envió aquí para atormentarme? —le preguntó violentamente—. No te creo. Mientes.
Enderezó su brazo de pronto y la hizo rodar contra la puerta, donde quedó inmóvil y silenciosa, como si hubiese dejado su vida entre sus garras, convertida en un obscuro fardo, sin ruido y sin movimiento.
—¡Oh, Nina! —exclamó Almayer con voz en que el reproche y el amor hablaban con dolorosa ternura—. ¡Oh, Nina! Yo no lo creo.
Un ligero soplo del río corrió sobre el patio, meciendo la hierba y entrando en la galería, tocó la frente de Almayer con su frío aliento, como una caricia de infinita piedad. Levantó la cortina de la puerta del cuarto de las mujeres, e instantáneamente la dejó caer, abandonada. Él se quedó mirando la tela.
—¡Nina! —gritó Almayer—. ¿Dónde estás, Nina?
El viento pasó por la desierta casa con trémulo suspiro y lo aquietó todo.
Almayer ocultó su rostro entre las manos como para apartar de su vista un cuadro aborrecible. Cuando, al escuchar un ligero ruido, se destapó los ojos, el oscuro montón de la puerta había desaparecido.
Capítulo XI
En medio de un cuadrángulo iluminado por la luna, que brillaba sobre la superficie plana de un campo de arroz, hallábase una pequeña caseta-refugio, encaramada sobre altos postes. Un montón de leña cerca de los resplandecientes rescoldos de una hoguera y un hombre, tendido ante ella, parecían empequeñecidos y como perdidos en el pálido verdor iridiscente, reflejado de la tierra.
En tres de los lados de aquel escampado, pareciendo como muy lejanos por la engañosa perspectiva de la luz, los grandes árboles del bosque, ligados con múltiples lazos por una verdadera masa de enmarañadas enredaderas, contemplaban la vida que nacía a sus pies con la sombría resignación de gigantes que han perdido la fe en su fuerza. Y en medio de ellos, las crueles trepadoras se adherían a los grandes troncos formando como bobinas de cables; pasando de árbol a árbol; colgando en espinosos festones de las ramas bajas; enviando delgados tallos en busca de las ramas más pequeñas y llevando la muerte a sus víctimas en triunfante tumulto de silenciosa destrucción.
En el cuarto lado, siguiendo la curva de la orilla de aquel brazo del Pantai que constituía el único acceso al escampado, surgía una negra línea de arbustos y árboles nuevos, y una segunda espesa vegetación, no interrumpida más que por una pequeña brecha hecha en aquel sitio. En aquel claro empezaba el estrecho sendero que iba desde la orilla del agua hasta el refugio construido de larga hierba y utilizado por los vigilantes nocturnos cuando las ya maduradas cosechas habían de ser protegidas contra los cerdos salvajes. El sendero terminaba al pie de las estacas sobre las que la caseta estaba edificada, en un espacio circular recubierto con cenizas y pedazos de leña quemada. En medio de aquel espacio, junto a la casi extinta hoguera, descansaba Dain.
Se volvió de lado, suspiró impaciente y, apoyando su cabeza sobre un brazo, quedó inmóvil, con el rostro vuelto hacia la moribunda hoguera. Las resplandecientes brasas brillaban rojizas en un pequeño círculo, despidiendo un cierto resplandor sobre sus sobresaltados ojos, y a cada fuerte suspiro la fina ceniza blanca de la consumida hoguera se elevaba como ligera nube ante sus entreabiertos labios y, saliendo del círculo del cálido resplandor, caía en forma de lluvia en el espacio de luz lunar que alumbraba el claro de Bulangi. Tenía el cuerpo cansado del esfuerzo de los pasados días, y su espíritu más cansado todavía por la forzada y solitaria espera de su destino. Nunca se había sentido tan abandonado. Había oído el estampido del cañonazo disparado desde a bordo de la lancha y sabía que su vida se hallaba en manos que no eran muy de fiar y que sus enemigos estaban muy cerca. Durante las lentas horas de la tarde anduvo por la linde del bosque u ocultándose entre los arbustos, observando la ensenada con inquietos ojos por si veía alguna señal de peligro. No temía a la muerte, aunque deseaba ardientemente vivir, pues la vida para él era Nina. Ésta había prometido venir, seguirle, participar de sus peligros y de su esplendor. Pero con ella al lado no temía él peligro alguno, y sin ella no habría esplendor ni alegría en la existencia. Agachándose en su sombrío y oculto escondrijo, cerró los ojos, tratando de evocar la graciosa y encantadora imagen de la blanca figura que era para él el principio y fin de la vida. Con los ojos cerrados y los dientes apretados, ensayó con un gran esfuerzo de apasionado amor guardar y mantener aquella visión de supremo deleite. ¡En vano! Su corazón se sintió oprimido al desvanecerse la figura de Nina, reemplazada por otra visión —una visión de gente armada, de coléricos rostros y relucientes armas—, y le parecía oír el murmullo de excitadas y triunfantes voces descubriéndole en su oculto rincón. Sobresaltado por la viveza de su imaginación, abrió los ojos y, encaminándose a la luz, empezó a deambular por el escampado. Bordeando en su fatigada marcha el limite de la selva, tan excitante en su engañosa y fría apariencia, tan repulsiva en su desazonante tenebrura, donde yacían sepultadas y pudriéndose incontables generaciones de árboles y donde sus sucesores, inmensos y abandonados, parecían lamentarse con su lóbrego follaje verde, esperando su turno. Solamente los parásitos parecían vivir allí en sinuoso lanzamiento hacia arriba en busca del aire y de la luz, nutriéndose de los muertos y los agonizantes, y coronando a sus víctimas con flores azules y rojizas que resplandecían entre las ramas, incongruentes y crueles, como estridentes y burlonas notas en la solemne armonía de los árboles condenados a perecer.
Dain pensó que un hombre podría ocultarse allí, mientras se acercaba a un lugar donde las enredaderas aparecían cortadas en una especie de arco que debía haber sido el comienzo de un sendero. Al inclinarse para mirar, oyó el irritado gruñido de un cerdo salvaje que huyó monte adelante. Sintió un acre olor de tierra húmeda y de hojas podridas, que le oprimió la garganta, y se retiró con amedrentado rostro, como si hubiese sido tocado por el aliento de la misma muerte. El mismo aire parecía allí muerto, pesado y estancado, y como envenenado por la corrupción de incontables edades. Se marchó de allí dando traspiés, irritado por el desasosiego que le hacía sentirse cansado, pero detestando la idea de la inmovilidad y el reposo. ¿Era un salvaje para tener que ocultarse en los bosques y quizá ser muerto allí, en la oscuridad, donde no había sitio para respirar? Esperaría a sus enemigos a la luz del sol, donde pudiera ver el cielo y sentir la brisa. Sabía cómo debía morir un jefe malayo. La furia sombría y desesperada, peculiar herencia de su raza, se posesionó de él, y miró de una manera salvaje hacia el claro de la orilla. Vendrían por allí. En su imaginación los veía ya. Vio sus barbudos rostros y las blancas guerreras de los oficiales, y brillar la luz en los cañones de sus rifles apuntándole. ¿De qué sirve la bravura de un gran guerrero ante las armas de fuego en manos de un esclavo? Se encaminaría a ellos con faz sonriente, con los brazos abiertos en señal de sumisión hasta llegarse adonde estaban. Les diría amistosas palabras, para acercarse más, aún más, tan cerca que pudiesen tocarle con sus manos y tomarle las suyas para hacerle prisionero. Ése sería el momento: de un salto se pondría en medio de ellos, cris en mano, matando, matando, matando, y moriría oyendo en sus oídos los gritos de sus enemigos, la sangre caliente salpicándole los ojos.
Llevado de su excitación, agarró el cris oculto en su sarong y, lanzando un gran suspiro, corrió hacia adelante, hirió el aire vano y cayó de bruces. Quedó como atontado y reaccionó repentinamente, pensando que, aun si había de morir así, gloriosamente, tendría que ser antes de ver a Nina. Mejor de ese modo. Comprendía que, si la volvía a ver otra vez, la muerte sería demasiado terrible. Él, el descendiente de rajás y de conquistadores, tenía que afrontar con horror la duda de su propia bravura. Su deseo de vivir le atormentaba hasta el paroxismo. No tenía ni el valor de moverse. Había perdido la fe en sí mismo y no hallaba nada en él de lo que constituye un hombre. Continuaba sufriendo, porque está dispuesto que el sufrimiento y el temor habiten en el cuerpo humano hasta el último suspiro. De una manera oscura entreveía las profundidades de su apasionado amor, comprobaba su fuerza y su debilidad, y sentía miedo.
El sol descendía lentamente. La sombra del lado occidental del bosque avanzó sobre el claro, cubriendo los tostados hombros de Dain con su frío manto y yendo rápidamente a mezclarse con las sombras de las selvas del lado oriental. El sol se demoró un momento en la delicada tracería de las altas ramas, como con amistosa repugnancia a abandonar el cuerpo tendido en el verde campo de arroz. Entonces Dain, reanimado por el frío de la vespertina brisa, se sentó y miró alrededor de él. Al hacer esto, el sol desapareció repentinamente, como avergonzado de que se descubriera su simpática actitud, y el claro, que durante el día fue todo luz, se obscureció súbitamente. En la negrura, la hoguera brillaba como un ojo. Dain se encaminó lentamente hacia la ensenada y, quitándose el sarong desgarrado, su sola vestidura, entró en el agua con precaución. No había tenido nada que comer aquel día, y no se había atrevido a acercarse a la orilla del río para beber mientras había luz. Ahora, según nadaba silenciosamente, tragó unos cuantos buches de agua que refrescaron sus labios. Esto le sentó bien y, con mayor confianza en si mismo y en los otros, regresó hacia la hoguera. Si hubiese sido traicionado por Lakamba, ya todo se habría acabado. Hizo brotar una gran llamarada, con la que acabo de secarse, y después se echó junto a los rescoldos. No podía dormir, pero sentía un gran entorpecimiento en todos sus miembros. Su inquietud había desaparecido, le agradaba descansar algo más y medía el tiempo observando las estrellas que iban apareciendo en interminable sucesión por encima de la selva, mientras ligeras bocanadas de viento, bajo el cielo sin nubes, parecían abanicar su brillante centelleo. Medio en sueños, se certificó a sí mismo una y otra vez que Nina vendría, hasta que la seguridad invadió su corazón y lo llenó de una grata paz. Sí, cuando alborease el siguiente día, estarían juntos en el gran mar azul que era la vida, lejos de la selva que semejaba la muerte. Musitó el nombre de Nina con tierna sonrisa: esto pareció romper el hechizo del silencio y, allá lejos, por la ensenada, croó una rana ruidosamente, como si le contestara. Un coro de altos gritos y quejosas llamadas se elevó del fango más allá de la línea de los arbustos. Se rió grandemente; sin duda éste era su canto de amor. Sintió simpatía por las ranas y escuchó, complacido, sonar la vida cerca de él.
Cuando la luna asomó por encima de los árboles renació su anterior impaciencia y el anterior desasosiego volvió a invadirle. ¿Por qué tardaría ella tanto en llegar? Es verdad que era un largo camino para ser recorrido con un simple remo. ¡Con qué habilidad y con qué paciencia manejarían aquellas pequeñas manos tan pesado remo! Era verdaderamente maravilloso remar con tan pequeñas manos, con tan suaves palmas que él sabía cómo acariciaban sus mejillas tan ligeramente que parecían abanicar del ala de una mariposa. ¡Maravilloso! Se perdió amorosamente en la meditación de este gran misterio, y cuando miró nuevamente a la luna, se había levantado como la altura de una mano por encima de los árboles. ¿Llegaría Nina? Se esforzaba por estar echado, venciendo el impulso de levantarse y lanzarse nuevamente a contornear el escampado. Se volvió de uno y otro lado; y, finalmente, estremeciéndose por el esfuerzo, se echó de espaldas y creyó ver la cara de Nina entre las estrellas, mirándole a él.
El croar de las ranas cesó de repente. Con la vigilancia de un hombre a punto de ser cazado, Dain se enderezó, escuchando con ansiedad, y oyó el chapoteo del agua al ocultarse las ranas rápidamente. Comprendió que se habían alarmado por algo y permaneció de pie, alerta y vigilante. Escuchó un ligero roce y luego el seco sonido de dos piezas de madera al chocar una contra otra. ¡Alguien iba a desembarcar! Cogió una brazada de combustible y, sin quitar los ojos del sendero, lo mantuvo sobre el rescoldo de su hoguera. Esperó, indeciso, y vio pasar algo entre los arbustos; después, una blanca figura salió de la sombra y pareció flotar hacia él en la pálida luz. Su corazón dio un gran salto y se paró; después siguió martillando su pecho con furiosos latidos. Dejó caer el combustible sobre las encendidas brasas, sintiendo el impulso de pronunciar su nombre, de correr a su encuentro; sin embargo, no emitió sonido alguno, no se movió una pulgada, y se mantuvo silencioso e inmóvil, como cincelado bronce, bajo la luz lunar que caía sobre sus hombros desnudos. Mientras permanecía quieto, respirando anhelosamente, como si estuviera desposeído de los sentidos por la intensidad de su goce, ella se encaminó hacia él con rápidos y decididos pasos y, con apariencia de ir a saltar desde una peligrosa altura, le echó los brazos alrededor del cuello con ávido gesto. Un débil resplandor azulado serpeó por entre las secas ramas y el crepitar de la avivada hoguera fue el único sonido que escucharon en la muda emoción de aquel encuentro; después, la seca leña se inflamó y una clara y ardiente llamarada se elevó tan alta como sus cabezas, y a su luz se contemplaron el uno al otro mirándose en los ojos.
Ninguno de ellos habló. Él fue recobrando poco a poco sus sentidos con un ligero estremecimiento que recorrió su rígido cuerpo y llegó hasta sus labios temblorosos. Ella echó la cabeza hacia atrás y fijó los ojos en los de él con una de esas largas miradas que son el arma más terrible de las mujeres; una mirada más agitadora que el más estrecho contacto y más peligrosa que el golpe de una daga, porque excita el alma dejando el cuerpo vivo y desamparado para ser arrastrado aquí y allá por las caprichosas tempestades de la pasión y del deseo; una mirada de esas que envuelven al cuerpo totalmente y que penetran dentro de los senos más recónditos de su ser.
Tiene el mismo significado para el hombre de los bosques y del mar que para el que atraviesa las sendas de la soledad, más peligrosa aún, de calles bordeadas de casas. Los hombres que han sentido en su pecho el terrible gozo de semejantes miradas, una vez despiertos, llegan a ser meras cosas del día presente, que es un paraíso; olvidando el ayer, que era sufrimiento; no cuidándose del mañana, que puede ser la perdición. Desean vivir bajo tal mirada para siempre. Tal es la mirada de la mujer que se entrega.
Él comprendió y, como si repentinamente se libertara de invisibles ligaduras, cayó a los pies de Nina con una exclamación de alegría; abrazándose a sus rodillas, ocultó la cabeza entre los pliegues de su vestido, murmurando desordenadas palabras de gratitud y amor. Jamás se había sentido tan orgulloso como entonces, a los pies de la mujer que casi pertenecía a sus enemigos. Los dedos de ella jugaban con los cabellos de él con distraída caricia, mientras permanecía absorta en sus pensamientos. La cosa estaba hecha. Su madre tenía razón. Aquel hombre era su esclavo. Viéndole arrodillado, sintió una gran ternura y piedad hacia aquel hombre a quien acostumbraba a llamar —aun en su pensamiento— el dueño de la vida. Nina elevó sus ojos y miró tristemente hacia el cielo, hacia el sur, bajo el que— se hallaba la senda de sus vidas, la suya propia y la de aquel hombre que estaba a sus pies. ¿No decía él mismo que ella era la luz de su vida? Ella sería su luz y su sabiduría; ella sería su grandeza y su fuerza; aun oculta a los ojos de todos los hombres, ella sería, por encima de todo, su sola y última debilidad. ¡Una verdadera mujer! Con la sublime vanidad de su sexo, pensaba ya en moldear un dios de la arcilla que yacía a sus pies. Un dios para que le adorasen los demás. Ella estaba contenta de verle como estaba entonces y sentirle estremecerse al más ligero contacto de sus dedos. Y mientras sus ojos miraban tristemente hacia las estrellas del sur, una débil sonrisa pareció dibujarse en sus labios. ¿Quién pudiera afirmarlo a la vacilante luz de una hoguera? Podía haber sido una sonrisa de triunfo, de consciente poder, de tierna piedad o, quizás, de amor.
Nina le habló dulcemente; y él se levantó, pasándole el brazo alrededor del talle con tranquila seguridad de posesión; ella apoyó la cabeza en el hombro de él con la sensación de desafiar a todo el mundo bajo la protección de aquel brazo. Aquel hombre era suyo con todas sus perfecciones y todos sus defectos. Su fuerza y su valor, su temeridad y su osadía, su sencilla prudencia y su astucia salvaje, todo era de ella. Habían avanzado juntos desde la rojiza luz de la hoguera a la plateada lluvia lunar que caía sobre el remanso, y entonces inclinó él su cabeza sobre el rostro de Nina, viendo ella en sus ojos la somnolienta intoxicación de infinita felicidad producida por el estrecho contacto del abrazo. Con rítmico balanceo de sus cuerpos, se encaminaron a través de la luz hacia las sombras circundantes de la selva, que parecía proteger su dicha con solemne inmovilidad. Sus formas se fundieron en el juego de luz y sombra al pie de los grandes árboles, y el murmullo de sus tiernas palabras languideció sobre el remanso vacío, debilitándose y feneciendo. Un suspiro de inmensa tristeza pasó sobre la tierra con el último esfuerzo de la moribunda brisa y, en el profundo silencio que siguió, la tierra y los cielos enmudecieron repentinamente ante el lamentable espectáculo del amor humano y de la humana ceguera.
Regresaron lentamente hacia la hoguera. Él le hizo un asiento con ramas secas y, echándose a sus pies, colocó su cabeza en el regazo de Nina, entregándose al somnoliento deleite de estar junto a ella. Sus voces se alzaron y bajaron tiernas o animadas según hablaban de su amor o de su porvenir. Nina, con hábiles palabras, proferidas de cuando en cuando, guiaba sus pensamientos, y él dejaba a su felicidad fluir en una corriente de charla apasionada y tierna, grave o amenazadora, según lo que ella evocaba. Dain habló a Nina del cariño a su isla, donde las obscuras selvas y los ríos cenagosos eran desconocidos. Habló de sus campos, del murmullo de sus claros arroyuelos de agua transparente que fluía de las vertientes de grandes montañas, llevando la vida a la tierra y la alegría a los labradores. Y habló también del pico de la montaña que se elevaba solitario por encima del cinturón de árboles descubriendo el secreto de las pasajeras nubes y que era la residencia del misterioso espíritu de su raza, el genio guardián de su casa. Habló de vastos horizontes barridos por vientos fieros que silbaban sobre las cimas de montañas ardientes. Habló de sus antepasados, que conquistaron en anteriores edades la isla, de la cual él iba a ser el futuro soberano. Y entonces, como ella en su interés acercara su rostro al de él, tocándole ligeramente con las espesas trenzas de sus largos cabellos, sintió el repentino impulso de hablarle del mar, al que amaba tanto; y habló a Nina de la voz del mar que nunca enmudece y que, al oírla desde niño, le maravillaba; de su oculto significado, que ningún ser viviente ha penetrado aún; del encanto de su resplandor; de su caprichosa e inconsciente furia; de cómo su superficie cambiaba constantemente, siempre halagadora, con profundidades siempre iguales, frías y crueles y llenas de conocimiento de la vida destruida. Le dijo cómo los hombres eran esclavos de su encanto por toda la vida y después, sin hacer caso de su devoción, se los tragaba, colérico ante su temor por el misterio suyo, que nunca revelaría, ni aun a aquellos que le amaban más. Mientras él hablaba, la cabeza de Nina había ido gradualmente escurriéndose, y su rostro casi tocaba al de él. El cabello de ella estaba sobre sus ojos, su aliento le daba en la frente, sus brazos le abrazaban. No podían estar dos seres más cerca uno de otro, adivinando ella más bien que entendiendo el significado de sus últimas palabras, que fueron pronunciadas con cierta irresolución y como un débil murmullo, agonizando imperceptiblemente en un profundo y significativo silencio:
—El mar, ¡oh Nina!, es igual al corazón de una mujer.
Nina le cerró los labios con un repentino beso y contestó con firme voz:
—Pero para los hombres sin miedo, ¡oh dueño de mi vida!, el mar es siempre fiel.
Sobre sus cabezas se cernió una obscura cinta de filamentosas nubes, semejantes a inmensas arañas que pasaban bajo las estrellas y oscurecían el cielo con el presagio de la próxima tormenta. Desde invisibles colinas llegó el primer distante rugido del trueno como en prolongado rodar, que después de lanzarse de colina en colina se perdió en las selvas del Pantai. Dain y Nina se levantaron, y el primero miró al cielo, intranquilo.
—Ya es hora de que Babalatchi esté aquí —dijo—. Es más de media noche. Nuestro camino es largo, y una bala viaja más deprisa que la mejor canoa.
—Estará aquí antes que la luna se oculte detrás de las nubes —dijo Nina—. He oído chapotear el agua —añadió—. ¿No lo has oído tú también?
—Algún caimán —contestó Dain brevemente, dirigiendo una descuidada mirada hacia la caleta—. Cuanto más oscurezca la noche —agregó—, tanto más corto será nuestro camino, porque entonces nos podremos mantener en la corriente principal; pero si aclara, aunque no sea más que ahora, tendremos que seguir los pequeños canales de dormidas aguas, sin más ayuda que los remos.
—Dain —interrumpió Nina con inquietud—, no era ningún caimán. He oído arbustos crujir por el sitio de desembarco.
—Sí —dijo Dain, después de escuchar un momento—. No puede ser Almayer, que debería venir en una gran canoa de guerra y abiertamente. Los que llegan, quienquiera que sean, no quieren hacer mucho ruido. Tú has oído y yo veo ahora —añadió vivamente—. Es un hombre solo. Colócate detrás de mí. Nina. Si es un amigo, que sea bien venido; si es un enemigo, le verás morir.
Puso la mano en su cris y esperó que el inesperado visitante se acercase. El fuego ardía muy bajo y pequeñas nubes, precursoras de la tormenta, cruzaban ante la luna en rápida sucesión, oscureciendo el raso con sus huidizas sombras. No pudo descubrir quién era aquel hombre, pero le intranquilizó el continuado avance de la elevada figura que caminaba por el sendero con pesado paso y le saludó, mandándole hacer alto. El hombre se paró a poca distancia y Dain esperó a que hablase, pero todo lo que pudo oír fue su fatigada respiración. A través de las fugitivas nubes, un repentino y breve resplandor descendió sobre el claro. Antes de que la oscuridad cerrase otra vez, Dain vio una mano extendida hacia él blandiendo un objeto brillante y oyó que Nina gritaba «¡Padre!»; en un instante, la joven se interpuso entre él y el revólver de Almayer. El fuerte grito de Nina despertó el eco de los dormidos bosques y los tres quedaron quietos como si esperasen el retomo del silencio antes de dar expresión a sus varios sentimientos. Ante la aparición de Nina, el brazo de Almayer descendió y dio un paso hacia delante. Dain apartó a la joven suavemente a un lado.
—¿Soy yo alguna bestia salvaje para que intentes matarme así de repente en la oscuridad, Tuan Almayer? —dijo Dain, interrumpiendo el constreñido silencio—. Echa leña en la hoguera —agregó, dirigiéndose a Nina—, mientras yo vigilo a mi blanco amigo, no sea que el daño caiga sobre ti o sobre mí, ¡oh deleite de mi corazón!
Almayer rechinó los dientes y levantó el brazo otra vez. Con un rápido salto estuvo Dain a su lado: hubo una corta lucha, durante la cual una cápsula del revólver se disparó sin hacer daño; después, el arma arrancada de la mano de Almayer cruzó por el aire y fue a caer entre los arbustos. Los dos hombres estaban juntos, respirando fuerte. La renovada hoguera arrojó un inseguro círculo de luz y brilló sobre la aterrorizada faz de Nina, que miraba a los hombres, retorciéndose las manos.
—¡Dain! —gritó suplicante—. ¡Dain!
Éste le indicó con la mano que se tranquilizara y, volviéndose hacia Almayer, dijo con gran cortesía.
—Ahora podemos hablar, Tuan. Es fácil enviar la muerte, ¿pero puede tu sabiduría devolver la vida? Pudieras haber dañado a Nina —continuó, señalándola—. Tu mano tiembla mucho; por mi parte, no estaba asustado.
—¡Nina! —exclamó Almayer—, ven a mí ahora mismo. ¿Qué locura es ésta? ¿Quién te ha embrujado? ¡Ven con tu padre y juntos trataremos de olvidar esta horrible pesadilla!
Abrió sus brazos con la certeza de poderla estrechar contra su pecho. Nina no se movió. Viendo que no le obedecía, sintió un frío mortal introducirse en su corazón y, llevándose las manos a las sienes, miró al suelo con muda desesperación. Dain cogió a Nina por un brazo y la llevó hacia su padre.
—Háblale en su idioma —le dijo—. Está apenado. ¡Quién no se apenaría al perderte, perla mía! Dile las últimas palabras que escuchará de esa voz, que debe ser muy dulce para él, pero que es toda la vida para mí.
La soltó y, retrocediendo unos cuantos pasos fuera del círculo de luz, quedó en la obscuridad observándoles con intensa calma. El reflejo de un distante relampagueo iluminó las nubes sobre sus cabezas y fue seguido, tras un corto intervalo, por el débil rugido del trueno, que se confundió con la voz de Almayer, que comenzaba a hablar:
—¿Sabes lo que estás haciendo? ¿Sabes lo que te espera si sigues a ese hombre? ¿No tienes piedad de ti misma? ¿No sabes que al principio serías su juguete y después una despreciada esclava, una sierva, una criada de algún nuevo capricho de ese hombre?
Nina levantó su mano para contenerle y, volviendo su cabeza ligeramente, dijo:
—¡Ya has oído, Dain! ¿Es eso verdad?
—Por todos los dioses —fue la apasionada contestación que llegó de la oscuridad—, por el cielo y por la tierra, por mi cabeza y la tuya, juro que eso es una mentira de hombre blanco. Yo he puesto mi alma entre tus manos para siempre, respiro con tu aliento, veo con tus ojos, pienso con tu espíritu, y te tengo dentro de mi corazón por toda la vida.
—¡Eres un ladrón! —exclamó exasperado Almayer.
Un profundo silencio sucedió a esta exclamación; en seguida la voz de Dain fue oída otra vez.
—No, Tuan —dijo con tranquila entonación—, eso tampoco es verdad. Nina ha venido por su propia voluntad. Yo no he hecho más que mostrarle mi amor como cualquier hombre; ella ha escuchado el grito de mi corazón y ha venido, y además he entregado la dote a la mujer que llamas tu esposa.
Almayer gimió, en el paroxismo de su rabia y su vergüenza. Nina colocó su leve mano sobre el hombro de él y, a su contacto, ligero como el de una hoja caída, pareció calmarse. Habló vivamente, y esta vez en inglés.
—Dime —dijo él—, dime qué te han hecho tu madre y ese hombre. ¿Qué te ha impulsado a entregarte a ese salvaje? Entre él y tú existe una barrera que nadie puede remover. Veo en tus ojos la mirada de los que van a suicidarse cuando están locos. Tú estás loca. No te sonrías. Esto parte mi corazón. Si viera que te mataban, sin poder socorrerte, no sufriría un tormento mayor. ¿Has olvidado las enseñanzas de tantos años?
—No —interrumpió ella—, las recuerdo bien. Y recuerdo también como terminaron. Desprecio por desprecio, ofensa por ofensa, odio por odio. No soy de tu raza. Entre tu pueblo y el mío existe también una barrera que nadie puede remover. Tú me preguntas por qué quiero irme y yo te pregunto por qué me había de quedar.
Almayer se bamboleó como si le golpeasen en el rostro, pero con un rápido movimiento ella le cogió por un brazo y le sostuvo.
—¡Por qué habías de quedarte! —repitió él lentamente, enmudeciendo, consternado ante la plenitud de su desgracia.
—Ayer me dijiste —agregó ella— que yo no podía comprender o ver tu cariño por mí; así es. ¿Cómo voy a poder? No siempre se entienden dos seres humanos. No pueden oír más que sus propias voces. Tú deseabas que soñara con tus sueños, que viera tus propias visiones, visiones de la vida entre caras blancas, que me lanzaron de entre ellas con colérico menosprecio. Pero, mientras tú hablabas, yo escuchaba mi propia voz; después llegó este hombre y todo se aplacó; sólo quedó el murmullo de su amor. Tú le llamas salvaje. ¿Qué llamarás a mi madre, a tu esposa?
—¡Nina! —gritó Almayer—, aparta tus ojos de mi cara.
Ella miró hacia abajo, pero continuó hablando casi como un susurro.
—Hacía algún tiempo —añadió Nina— que nuestras dos voces, la de ese hombre y la mía, hablaban juntas con una dulzura que era sólo inteligible a nuestros oídos. Tú entonces hablabas de oro, pero nuestros oídos no entendían sino del canto de nuestro amor y, así, no te oíamos. Después descubrí que cada uno de nosotros se veía en los ojos del otro: que veíamos cosas que nadie más que nosotros podía ver. Entramos en un terreno en el que nadie podía seguirnos, y menos que nadie, tú. Entonces empecé a vivir.
Nina calló. Almayer suspiró profundamente. Con los ojos finos en el suelo, reanudó Nina su hablar.
—Y yo pienso vivir. Pienso seguirle. ¡He sido rechazada con desprecio por la gente blanca y ahora soy una malaya! Dain me tomó en sus brazos y puso su vida a mis pies. Es valiente. Será poderoso, y yo tengo su valor y su fuerza en mi mano, y le haré grande. Su nombre será recordado mucho después de que nuestros cuerpos sean polvo. Yo no te quiero menos que antes, pero no le abandonaré a él jamás, porque sin él no puedo vivir.
—Si él ha entendido lo que has dicho —contestó Almayer con ironía—, debe estar altamente envanecido. Tú le deseas como arma para tu incomprensible ambición. Basta, Nina. Si no vienes al punto a la ensenada, donde Alí está esperando con mi canoa, le diré que regrese al caserío y traiga aquí a los oficiales holandeses. No podéis escapar, porque he dejado marchar a la deriva tu canoa. Si los holandeses cogen a tu héroe, le colgarán; tan cierto como que yo estoy aquí. A hora vámonos.
Dio un paso hacia su hija y la cogió por el hombro, señalando con su otra mano el sendero hacia el lugar de desembarco.
—¡Cuidado! —exclamó Dain—. ¡Esta mujer me pertenece!
Nina se desprendió y miró resueltamente la colérica cara de su padre.
—No, no quiero ir —dijo con desesperada energía—. ¡Si él muere, moriré yo también!
—¡Morir tú! —dijo Almayer despreciativamente—. ¡Oh, no! Tú vivirás una vida de mentiras y decepción hasta que algún otro vagabundo venga a cantarte… ¿cómo le llamas a eso? ¡Tu canción de amor! Decide pronto.
Almayer esperó un momento y después añadió, en tono amenazador:
—¿Llamo a Ali?
—Llámale —contestó Nina en malayo—. No puedes ser fiel a tus propios compatriotas. Hace pocos días estabas vendiendo pólvora para su destrucción; ahora les quieres entregar al hombre a quien ayer llamabas tu amigo. ¡Oh, Dain! —dijo ella, volviéndose hacia él, que inmóvil y anhelante seguía en la oscuridad—, en lugar de traerte la vida te traigo la muerte, porque él te hará traición en tanto que yo no te abandone para siempre.
Dain se acercó al circulo de luz y, pasando su brazo alrededor del cuello de Nina, le dijo al oído:
—Puedo matarle antes de que un sonido pase por sus labios. Tú eres la que has de decir sí o no. Babalatchi no puede estar lejos.
Se irguió, separando su brazo del hombro de Nina, y se enfrentó a Almayer, que miraba a ambos con expresión de concentrado furor.
—¡No! —gritó ella, colgándose de Dain, alarmada—. ¡No! ¡Mátame a mí! Entonces quizá te deje marchar. No conoces la manera de ser de un hombre blanco. ¡Preferiría verme muerta a verme donde estoy! ¡Olvídame, olvida a tu esclava, pero no debes…!
Nina cayó a sus pies sollozando violentamente y repitiendo:
—¡Mátame! ¡Mátame!
—Yo quiero que vivas —dijo Almayer, hablando también en malayo, con asombrosa calma—. ¿Vienes, o le cuelgan? ¿Obedeces?
Dain separó a Nina y, dando un repentino salto, golpeó a Almayer de lleno en el pecho con el puño de su cris, conservando la punta hacia sí mismo.
—¡Eh, mira! Ya ves si seria fácil para mí volver la punta hacia el otro lado —dijo en voz alta—. Vete, Tuan Putih —añadió con dignidad—. Te doy la vida, mi vida, y la de ella. Soy el esclavo del deseo de esta mujer, y ella lo quiere así.
No había ya ni una vislumbre de luz en el cielo; las copas de los árboles eran tan visibles como sus troncos y se perdían en la masa de nubes que pendía más baja, sobre los bosques, el descampado y el río. Los contornos habían desaparecido en la intensa negrura que parecía haberlo destruido todo, menos el espacio. Tan sólo la hoguera alumbraba como una estrella olvidada en el aniquilamiento de todo lo visible, y después que Dain dejó de hablar, no se oyó nada más que los sollozos de Nina, a quien tenía en sus brazos, arrodillado junto al fuego. Almayer miraba al suelo, pensativo. Cuando iba a hablar fueron sobrecogidos por un grito de aviso lanzado desde la ribera, seguido del ruido que hacían muchos remos y el sonido de voces.
—¡Babalatchi! —exclamó Dain, levantando a Nina y poniéndose en pie vivamente.
—¡Ada! ¡Ada! —Fue la contestación del jadeante estadista, que corría por el sendero y se unió a ellos—. Corre a mi canoa —dijo a Dain excitadísimo, sin cuidarse de Almayer—. ¡Corre! Debemos irnos. ¡Esa mujer se lo ha dicho todo a los hombres blancos!
—¿Qué mujer? —preguntó Dain, mirando a Nina. Porque para él no había más que una mujer en el mundo.
—La perra de dientes blancos; la siete veces maldita esclava de Bulangi. Gritó a la puerta de Abdul-lá hasta que despertó a todo Sambir. Ahora vienen los oficiales blancos guiados por ella y Reshid. Si quieres vivir, no me mires más, ¡y vámonos!
—¿Cómo sabes eso? —preguntó Almayer.
—¡Oh, Tuan! ¡Qué no sabré yo! No tengo más que un ojo, pero vi luces en casa de Abdul-lá y cómo remaban pasada su empalizada. Tengo oídos y, cuando estaba en la orilla, he oído a los mensajeros enviados a la casa de los hombres blancos.
—¿Quieres marcharte sin esa mujer que es mi hija? —dijo Almayer, dirigiéndose a Dain, mientras Babalatchi pateaba con impaciencia, murmurando:
—¡Vamos, corre! ¡Corre al instante!
—No —contestó Dain firmemente—. No quiero ir; a ningún hombre abandonaré yo esta mujer.
—Entonces, mátame y escapa —sollozó Nina.
Dain la abrazó estrechamente, mirándola con ternura y musitando.
—¡No partiré jamás, oh Nina!
—No puedo estar aquí ni un momento más —interrumpió Babalatchi, furioso—. Esto es una gran locura. Ninguna mujer vale lo que la vida de un hombre. Yo soy viejo y lo sé.
Recogió su báculo, y volviéndose para marchar, miró a Dain como ofreciéndole la última ocasión de escapar. Pero el rostro de Dain estaba oculto entre las negras trenzas de Nina y no vio esta última mirada de llamamiento.
Babalatchi se desvaneció en la oscuridad. Poco después de su desaparición, por el ruido de numerosos remos hundidos a un tiempo en el agua comprendieron que zarpaba la canoa de guerra. Casi al mismo tiempo llegó Ali de la orilla del río con dos remos al hombro.
—Nuestra canoa la he ocultado más allá de la ensenada, Tuan Almayer —dijo—, entre los espesos arbustos que llegan desde la selva hasta la orilla del agua. La he puesto allí porque he oído decir a los remeros de Babalatchi que los hombres blancos se acercan.
—Espérame —dijo Almayer—, pero conserva la canoa oculta.
Permaneció silencioso escuchando los pasos de Alí, y después se volvió a Nina.
—Nina —dijo tristemente—, ¿no tendrás piedad de mí?
No hubo contestación. Ni siquiera volvió la cabeza, que estaba apretada estrechamente junto al pecho de Dain.
Almayer hizo un movimiento como para dejarles y se detuvo. Por el oscuro brillo de la semi extinta hoguera vio sus dos figuras inmóviles. Nina le daba la espalda, pendientes sus largas trenzas de negro cabello sobre su vestido blanco, y Dain le miraba con toda calma por encima de la cabeza de Nina.
—No puedo —murmuró Almayer para sí mismo. Después de una larga pausa habló otra vez con insegura voz—. Esto sería una gran desgracia. Yo soy blanco. —Estaba quebrantadísimo, y añadió compungido—: Soy blanco y de buena familia. Muy buena familia —repitió, llorando amargamente—. Sería una desgracia… en todas las islas…, el único blanco de la costa oriental. No; esto no puede ser… ¡Que hombres blancos encuentren a mi hija con un malayo! ¡Mi hija! —exclamó, gritando con desesperación.
Se recobró después de un momento y dijo distintamente:
—Nunca te perdonaré, Nina. ¡Jamás! Si regresases ahora conmigo, el recuerdo de esta noche envenenaría toda mi vida. Procuraré olvidar. No tengo hija. Acostumbraba a tener una mestiza en mi casa, pero ahora mismo se va. Oye, Dain, o como quiera que te llames, yo os llevaré a ti y a esa mujer a la isla de la boca del río, yo mismo. Venid conmigo.
Partió delante siguiendo la orilla del río hasta la selva. Alí contesto a su llamada y, abriéndoles camino a través de los espesos matorrales, llegaron a donde la canoa estaba oculta bajo las ramas que sobresalían por encima del agua. Dain colocó a Nina en el fondo de la canoa y se sentó, sosteniendo la cabeza de ella en sus rodillas. Almayer y Alí tomaron cada uno un remo. En el momento en que iban a arrancar. Alí les detuvo. Todos escucharon.
En la gran calma que precedía al estallido de la tormenta, oyeron el ruido producido por remos trabajando acompasadamente sobre sus ganchos. El ruido se acercaba y Dain, mirando por entre las ramas, pudo ver la vaga forma de un gran bote blanco. La voz de una mujer dijo con precavida entonación:
—Allí está, hombres blancos, el sitio donde podréis tomar tierra; un poco más arriba; ¡allí!
El bote pasó tan cerca de ellos por la estrecha ensenada, que las palas de los largos remos casi tocaron la canoa.
—¡Basta! ¡Disponeos a saltar en la orilla! Ésta solo y desarmado —fue la tranquila orden dada por un hombre en holandés.
Alguien añadió:
—Me parece ver relucir una hoguera a través del ramaje.
Y después el bote siguió adelante, desapareciendo repentinamente en la oscuridad.
—¡Ahora! —dijo Ali, ansiosamente—. Desatraquemos, y a huir bogando fuerte.
La pequeña canoa se balanceó en la corriente y, mientras avanzaba a saltos como respondiendo al vigoroso hundir de los remos en el agua aún pudieron oír un rabioso grito:
—¡No está junto a la hoguera! ¡Dispersaos por todas partes y buscadle!
Azuladas antorchas brillaron por diferentes sitios del remanso y la chillona voz de una mujer gritó con acento de rabia y dolor:
—¡Demasiado tarde! ¡Oh, insensatos hombres blancos! ¡Se ha escapado!
Capítulo XII
—Ése es el sitio —dijo Dain, indicando con la pala de su remo una pequeña isleta como a una milla de distancia más allá de donde estaba la canoa—. Ése es el sitio donde Babalatchi prometió que un bote del prao vendría a buscarme cuando ya esté alto el sol. Allí deberemos esperar el bote.
Almayer, que gobernaba, movió la cabeza sin hablar, y con un ligero movimiento de su remo enderezó la canoa en la dirección requerida.
Aquélla era precisamente la desembocadura sur del río Pantai, que dejaba detrás de él una recta y luenga franja liquida brillando entre las dos murallas de espesa verdura que corrían hacia arriba y hacia abajo a cada lado, hasta que por último parecían juntarse y sumergirse unidas en la lejanía. El sol, elevándose por encima de las tranquilas aguas de los estrechos, señalaba su paso mediante una faja luminosa que resbalaba sobre el mar y entraba en la ancha superficie del río, siendo un rápido mensajero de la luz y vida para las oscuras selvas de la costa; y en este radiante camino del sol flotaba la negra canoa navegando con rumbo hacia la isleta, que aparecía bañada en el resplandor, con las amarillas arenas de su playa circular brillando como incrustado disco de oro sobre el pulimentado acero del dormido mar. Hacia el norte y sur de ésta se elevaban otras isletas, alegres en sus brillantes colores verde y amarillo y, en la costa principal, la sombría línea de arbustos-mangles terminaba hacia el sur en los rojizos peñascos de Tanjong Mirrah, adentrados en el mar, escarpados y sombríos bajo la clara luz de la mañana.
El fondo de la canoa rechinó sobre la arena al lanzarse la pequeña embarcación sobre la playa. Alí saltó a tierra, y sostuvo la borda, mientras Dain desembarcaba llevando en sus brazos a Nina, agotada por los acontecimientos y el largo viaje durante la noche. Almayer fue el último en dejar el bote y, junto con Ali, lo arrastró más arriba, sobre la playa. Después Alí, cansado por el largo remar, se tumbó a la sombra de la canoa, e inmediatamente se durmió. Almayer se sentó al lado, con los brazos cruzados sobre el pecho, mirando al mar hacia el sur.
Después de haber echado a Nina cuidadosamente a la sombra de los arbustos que crecían en medio de la isleta. Dain se tendió a su lado y observó en silencio las lágrimas que corrían a través de los cerrados párpados de Nina, perdiéndose en la fina arena sobre la que ambos estaban tendidos frente a frente. Estas lágrimas y esta pena eran para él un profundo e inquietante misterio. Ahora, cuando el peligro había pasado, ¿por qué se afligía? Él no dudaba de su amor más de lo que hubiera podido dudar del hecho de su propia existencia, pero mirándola ardientemente a la cara y observando sus lágrimas, sus entreabiertos labios y su ansiosa respiración, se sentía intranquilo y consciente de que algo pasaba en ella que él no podía comprender. Sin duda ella tenía la sabiduría de los seres perfectos. Dain suspiró. Sentía algo invisible que se interponía entre ellos, algo que le permitía aproximarse a ella tanto como lo estaba, pero no más. Ningún deseo, ningún anhelo, ningún esfuerzo de voluntad o longitud de vida podría destruir este vago sentimiento de su diferencia. Con reverente temor, pero también con gran orgullo, dedujo en consecuencia que esto obedecía a la incomparable perfección de Nina. Ella era suya, aunque pareciese una mujer de otro mundo. ¡Suya! ¡Suya! Él se regocijaba con este glorioso pensamiento; esto no obstante, las lágrimas de Nina le hacían daño.
Con un mechón del propio pelo de Nina, que cogió con tímida reverencia, trató, en un acceso de rústica ternura, de secar las lágrimas que temblaban en sus pestañas. Tuvo su recompensa en una rápida sonrisa que iluminó su rostro por la corta fracción de un segundo, pero pronto las lágrimas volvieron a caer más de prisa que nunca, no pudiendo él sobrellevarlo por más tiempo. Se levantó y avanzó hacia Almayer, que permanecía quieto y absorto en la contemplación del mar. Hacia mucho, muchísimo tiempo que no había visto ese mar que lleva a todas partes, que trae todas las cosas y que se extiende tanto. Había casi olvidado por qué estaba allí, y somnolientamente veía toda su vida pasada en la tersa e infinita superficie que resplandecía ante sus ojos.
La mano de Dain se posó sobre el hombro de Almayer arrancándole con sobresalto de algún remoto país de ensueño. Almayer se volvió, pero sus ojos parecieron mirar más bien al sitio donde Dain estaba, que al mismo Dain.
A éste le intranquilizó aquella inconsciente mirada.
—¿Qué pasa? —dijo Almayer.
—Nina está llorando —murmuró Dain, blandamente.
—¡Está llorando! ¿Por qué? —preguntó Almayer con indiferencia.
—Eso vengo a preguntarte. Mi ranée sonríe cuando mira al hombre a quien ama. Es la mujer blanca la que está llorando ahora. Tú sabrás…
Almayer se encogió de hombros y se volvió otra vez hacia el mar.
—Vé, Tuan Putih —le instó Dain—. Vé a verla; sus lágrimas son más terribles para mí que la cólera de los dioses.
—¿Lo son? Las verás más de una vez. Ella me dijo que no podía vivir sin ti —contestó Almayer, hablando sin la más leve chispa de expresión en su rostro—; así harás bien en ir al punto junto a ella, no sea que la vayas a encontrar muerta.
Prorrumpió en una alta y desagradable risotada que hizo que Dain le mirase con cierta aprensión, pero saltó la borda del bote y se encaminó lentamente hacia Nina, mirando hacia arriba, al sol, según andaba.
—¿Y os iréis cuando el sol esté alto? —preguntó.
—Sí, Tuan. Entonces nos iremos —contestó Dain.
—No tendré que esperar mucho tiempo —murmuró Almayer—. Es importantísimo para mí veros marchar. A ambos. Importantísimo —repitió, deteniéndose un momento y mirando a Dain fijamente.
Enderezó sus pasos hacia Nina, y Dain se quedó atrás. Almayer se aproximó a su hija y estuvo durante un rato mirándola. Nina no abrió los ojos, pero habiendo oído pasos cerca de ella, murmuró con un débil sollozo:
—Dain.
Almayer vaciló un momento y después se dejó caer en la arena junto a su hija. Nina, no oyendo palabra que le respondiera, ni notando contacto alguno, abrió los ojos, vio a su padre, y se incorporó de pronto con repentino terror.
—¡Oh, padre! —murmuró débilmente, y en aquella palabra expresó sentimiento, temor y un reflejo de esperanza.
—Nunca te perdonare, Nina —dijo Almayer con desapasionada voz—. Me has torturado el corazón mientras yo soñaba con tu felicidad. Me has engañado. Tus ojos, que me parecían la misma verdad, mentían en cada mirada, ¿durante cuánto tiempo? Tú lo sabes mejor. Cuando estabas acariciando mi mejilla, estabas contando los minutos para la puesta del sol, que era la señal de tu encuentro con ese hombre que está ahí.
Se interrumpió, y ambos se sentaron silenciosamente lado a lado, no mirándose uno a otro, sino fijando la vista en la vasta extensión del mar. Las palabras de Almayer habían secado las lágrimas de Nina, y su fisonomía se fue endureciendo, mientras contemplaba la ilimitada sabana azul, que brillaba límpida, sin olas y tranquila como el mismo cielo. Almayer miraba también lo mismo, pero sus facciones habían perdido toda expresión, y la vida parecía haber desaparecido de sus ojos. Su rostro estaba pálido, sin una señal de emoción, sentimiento, razón o siquiera conocimiento de sí mismo. Toda pasión, sentimiento, dolor, esperanza o cólera, habían huido, borrados por la mano del destino, como si, después de este último golpe, todo ello estuviera de sobra y no fuese necesario registrarlo. Aquellos pocos que vieron a Almayer durante el corto período de sus restantes días, quedaron impresionados por la vista de aquel rostro que parecía no saber nada de lo que por él pasaba: semejante al blanco muro de una prisión que encierra el pecado, el arrepentimiento, el dolor y la ruina de la vida con la fría indiferencia del mortero y las piedras.
—¿Qué hay que perdonar aquí? —preguntó Nina, sin dirigirse a Almayer directamente, sino más bien como razonando consigo misma—. ¿No voy yo a poder vivir mi vida, como tú has vivido la tuya? El sendero que hubieras deseado siguiese me fue cerrado, y no por culpa mía.
—Nunca me has dicho nada —respondió Almayer.
—Nunca me has preguntado —contestó ella—, y yo he pensado que eras como los demás y que no te importaba. Yo he llevado sola el peso de mi humillación, ¿y por qué había yo de decirte que eso me había ocurrido por ser hija tuya? Yo sabía que no me vengarías.
—Y no obstante pensaba yo en eso solamente —interrumpió Almayer— y deseaba darte años de felicidad por el corto día de tu sufrimiento. Yo sólo conocía un camino.
—¡Ah, pero ése no era mi camino! —contestó ella—. ¿Hubieras podido procurarme la felicidad sin la vida? ¡La vida! —repitió Nina con repentina energía que envió la palabra resonando sobre el mar—. La vida significa poder y amor —añadió en voz baja.
—¡Aquél! —dijo Almayer, señalando con su dedo a Dain, que estaba mirándoles a ellos curiosamente maravillado.
—¡Sí, aquél! —replicó ella, mirando a su padre de lleno en el rostro y advirtiendo por primera vez, con ligero anhelo o temor, la anormal rigidez de sus facciones.
—Hubiera sido mejor haberte ahogado con mis propias manos —dijo Almayer, con inexpresiva voz, tan contrapuesta a la desesperada amargura de sus sentimientos, que se sorprendió él mismo. Se preguntó a sí mismo quién hablaba, y, después de mirar lentamente a su alrededor como si esperase ver a alguien, volvió otra vez sus ojos hacia el mar.
—Dices eso porque no entiendes el significado de mis palabras —dijo ella tristemente—. Entre tú y mi madre no ha existido amor jamás. Cuando yo regresé a Sambir, me encontré con el sitio que yo había imaginado un pacífico refugio para mi corazón, lleno de fastidio y odio, y mutuo desprecio. Yo he escuchado tu voz y la de mi madre. Después he visto que no podías comprenderme, porque ¿no era yo parte de aquella mujer? ¿De ella, que era el dolor y vergüenza de tu vida? Tenía que escoger. Dudé. ¿Por qué estabas tan ciego? ¿No me veías luchar delante de tus ojos? Pero cuando él llegó, toda duda desapareció, y vi tan sólo la luz del cielo, azul y sin nubes.
—Yo te diré el resto —interrumpió Almayer—: cuando vino ese hombre, yo también vi el azul y el resplandor del cielo. Un rayo ha caído de ese cielo, y repentinamente todo ha quedado quieto y oscuro a mi alrededor para siempre. ¡No te perdonaré jamás, Nina; y mañana te olvidaré! Nunca te perdonaré —repetía con mecánica obstinación, mientras ella se sentaba, inclinando su cabeza como asustada de mirar a su padre.
Para él parecía de la mayor importancia el asegurarle a ella su intención de no perdonarla nunca. Estaba convencido de que su fe en ella había sido el fundamento de sus esperanzas, el motivo de su valor, de su determinación de vivir y luchar, y de salir victorioso por su causa. Y ahora su fe había muerto asesinada por sus propias manos; asesinada cruel, traicioneramente, en la oscuridad; en el preciso momento del éxito. En el patente naufragio de sus afecciones y de todos sus sentimientos, en el caótico desorden de sus pensamientos, por encima de la confusa sensación de dolor físico que le envolvía en un escozor como el de un latigazo arrollándose alrededor de él desde los hombros a los pies, sólo una idea permanecía clara y definida: no perdonarla; sólo un vivo deseo: olvidarla. Y esto precisaba que fuera claro para ella, y para él mismo por frecuente repetición.
Tal era la idea de su deber para consigo mismo, para con su raza, para con sus respetables parientes; para con todo el universo perturbado y sacudido por esta espantosa catástrofe de su vida. Vio esto claramente y creyó que era un hombre fuerte. Se había enorgullecido siempre de su inquebrantable firmeza. Sin embargo, estaba acobardado. Nina lo había sido todo para él. ¿Qué ocurriría si consintiera que la memoria del amor que le profesaba debilitara el sentimiento de su dignidad? Nina era una mujer notable; lo comprendía claramente; toda la latente superioridad de su naturaleza —en la que honradamente creía— había sido transferida a aquella esbelta figura juvenil. ¡Grandes cosas podían hacerse! ¡Qué sucedería si él repentinamente la estrechase contra su corazón, olvidando su vergüenza, rabia y dolor, y… la siguiese! ¡Qué, si él cambiase su corazón, ya que no su piel, e hiciese más fácil la vida de ella entre los dos cariños que la guardarían de cualquier desventura! Su corazón suspiraba por ella. ¡Qué, si él dijese que su cariño hacia ella era mayor que…!
—¡Nunca te perdonaré, Nina! —exclamó, mientras palpitaba su corazón locamente con el repentino temor de su imaginación.
Ésta fue la última vez de su vida que se le oyó levantar su propia voz. De aquí en adelante habló siempre en un monótono cuchicheo, semejante a un instrumento del que todas las cuerdas se han roto en un último clamoroso sonido a consecuencia de un fuerte golpe.
Nina se levantó y miró a su padre. La gran violencia de su grito aduló la intuitiva convicción de su cariño, por lo que ella acarició en su pecho el lamentable resto de aquel afecto con la poca escrupulosa codicia de las mujeres que se adhieren desesperadamente a las migajas y jirones de amor, de cualquier clase de amor, como una cosa que de derecho les pertenece y que es el aliento de su vida. Nina colocó ambas manos sobre los hombros de Almayer y, mirándole entre conmovida y regocijada, le dijo:
—Hablas así porque me quieres.
Almayer sacudió su cabeza.
—Sí, me quieres —insistió ella dulcemente; y después de una corta pausa, añadió—: y no me olvidarás nunca.
Almayer se estremeció ligeramente. No podía ella haber dicho nada más cruel.
—Ya viene el bote —dijo Dain, tendiendo su brazo hacia un punto negro que se veía en el agua entre la costa y la isleta.
Todos miraron hacia allí y permanecieron en pie en silencio hasta que la pequeña canoa llegó suavemente a la playa y desembarcó un hombre que se encaminó hacia ellos. El recién llegado se paró a cierta distancia como dudando.
—¿Qué pasa? —preguntó Dain.
—Hemos recibido órdenes secretas durante la noche para recoger de esta isleta a un hombre y una mujer. Veo a la mujer. ¿Quién de ustedes es el hombre?
—Ven, deleite de mis ojos —dijo Dain a Nina—. Vámonos, y tu voz sonará para mis oídos solamente. Has hablado las últimas palabras al Tuan Putih, tu padre. Ven.
Ella dudó por un momento, mirando a Almayer, que seguía con sus ojos fijos en el mar; después tocó su frente con un prolongado beso, y una lágrima —una de sus lágrimas— cayó sobre la mejilla de Almayer y corrió por su inmóvil rostro.
—Adiós —musito Nina, y permaneció irresoluta, hasta que él la empujó repentinamente sobre los brazos de Dain.
—Si tienes alguna compasión de mi —murmuró Almayer, como si repitiese algo aprendido de memoria—, llévate a esa mujer.
Almayer se mantuvo erguido, enderezada la espalda, la cabeza enhiesta, y mirándoles según descendían por la playa en dirección a la canoa, unidos en un mutuo abrazo. Almayer contempló la línea de sus pasos marcados en la arena. Siguió sus figuras moviéndose en la cruda llama del sol vertical, en aquella violenta y vibrante luz, semejante a un preludio triunfal de trompetas de bronce. Miraba los hombros morenos de él, el rojo sarong que le rodeaba la cintura; y la elevada, esbelta y deslumbrante figura que Dain sostenía. Contemplaba el blanco vestido y las colgantes trenzas negras de Nina. Les vio embarcar y vio a la canoa empequeñecerse al alejarse, con rabia, desesperación y dolor en su corazón, y sobre su rostro una paz semejante a la de la imagen del olvido. Interiormente se sentía hecho pedazos, y Alí, que se levantaba entonces y estaba junto a su amo, vio sobre sus facciones la pálida expresión de aquellos que viven en la desesperanzada calma que sólo pueden dar los ojos sin vista.
La canoa desapareció, y Almayer permanecía inmóvil, con los ojos fijos en su estela. Ali, bajo la sombra de su mano, examinaba la costa curiosamente. Al declinar el sol, la brisa marina irrumpió por el norte y estremeció con su aliento la cristalina superficie del agua.
—¡Dapat! —exclamó Alí gozosamente—. ¡Le cogieron, amo! ¡Cogieron el prao! ¡No, allí! Mira más hacia el lado de Tañan Mirrah. ¡Así! ¡Por allí! ¿Lo ve el amo? Ahora está claro. ¿Lo ve?
Almayer siguió con sus ojos la dirección señalada por el índice de Alí por largo tiempo, pero en vano. Por último vio una mancha triangular de la luz amarilla sobre el fondo rojizo de las escarpadas rocas de Tanjong Mirrah. Era la vela del prao cogida de lleno por la luz solar y perfectamente visible con su alegre tinte sobre el rojo oscuro del promontorio. El triángulo amarillo se deslizó lentamente de peñón en peñón hasta que se vio libre del último punto de tierra y relució brillantemente un breve minuto en el azul del abierto mar. Después el prao navegó hacia el sur: la luz dejó de dar sobre la vela, y el barco desapareció de repente, desvaneciéndose en la sombra del escarpado promontorio, que, paciente y solitario, seguía pareciendo vigilar sobre el desierto mar.
Almayer no se movió. Alrededor de la isleta el aire estaba lleno del ruido del agua en movimiento. Las olas encrespadas y pequeñas corrían sobre la playa audazmente, gozosas, con la brillantez de su naciente vida, y morían rápida, irresistible y graciosamente en las anchas curvas de espuma transparente sobre la amarilla arena. Por encima, nubes blancas navegaban rápidamente hacia el sur como si intentasen alcanzar alguna cosa. Alí parecía estar intranquilo.
—Amo —dijo tímidamente—, ya es hora de ir a casa. Nos queda un largo camino que remar; todo está dispuesto, señor.
—Espera —musitó Almayer.
Ahora que ella se había ido, sus negocios iban a ser olvidados, y él tenía una extraña noción de que esto sería hecho sistemáticamente y con orden. Con gran terror de Alí, Almayer se dejó caer sobre sus rodillas y sus manos, y arrastrándose a lo largo de la playa, borraba cuidadosamente con su mano todas las huellas de los pasos de Nina. Hizo montículos de arena, dejando tras él una línea de sepulcros en miniatura, directamente hasta el borde del agua. Después de enterrar hasta la más ligera impresión de las chinelas de Nina, se levantó, y volviendo su cara hacia el promontorio donde había visto por última vez el prao, hizo un esfuerzo para proclamar en voz alta otra vez su firme resolución de no perdonarla nunca. Alí, que le observaba intranquilo, vio tan sólo moverse sus labios, pero no oyó ningún sonido. Almayer golpeó el suelo con su pie. Él era un hombre fuerte. Firme como una roca. ¡Que se fuera ella! Él nunca había tenido una hija. La olvidaría. Ya la estaba olvidando.
Alí se le aproximó otra vez, insistiendo en la inmediata partida, y esta vez Almayer consintió y se encaminaron hacia la canoa. Almayer iba delante. A pesar de toda su firmeza, parecía muy abatido y débil, arrastrándose sobre sus pies lentamente al atravesar la arena de la playa; y a su lado —invisible para Alí— andaba majestuosamente ese particular genio malo, cuya misión es remover la memoria de los hombres, a fin de que éstos no olviden el significado de la vida. Dicho demonio cuchicheó al oído de Almayer una infantil charla de hacía muchos años. Inclinando Almayer la cabeza de aquel lado, parecía escuchar a su invisible compañero, pero su rostro era el de un hombre que ha muerto herido por la espalda. Un rostro en el que la mano de la muerte súbita ha borrado la expresión de todo sentimiento.
Aquella noche durmieron en el río, amarrando su canoa bajo los arbustos y tendiéndose en el fondo el uno al lado del otro, con el absoluto agotamiento que mataba su hambre, su sed, todos los sentimientos y todas las ideas en el predominante deseo de aquel profundo sueño, que es como la temporal aniquilación del cuerpo cansado. Al siguiente día se pusieron nuevamente en marcha y lucharon sin cejar con la corriente toda la mañana, hasta que cerca del mediodía llegaron al establecimiento y amarraron su pequeña embarcación al muelle de Lingard y Compañía. Almayer se encaminó directamente hacia la casa, siguiéndole Ali con los remos al hombro, pensando que le gustaría comer algo. Cuando cruzaron el frente del cercado advirtieron lo abandonado que parecía estar aquel lugar. Alí miró al interior de las casas de la servidumbre; todas estaban vacías. En el patio posterior había la misma ausencia de vida. En el cobertizo de la cocina el fuego estaba apagado, y los negros rescoldos fríos. Un hombre alto y seco salió furtivamente de la plantación de plataneros y echó a correr rápidamente, a través del campo abierto, volviéndose a mirarles con grandes y asustados ojos. Algún vagabundo sin dueño: había muchos en el caserío, y consideraban a Almayer como su patrón. Merodeaban por sus tierras buscando allí su manera de vivir, seguros de que lo peor que podía ocurrirles era que cayera sobre ellos una lluvia de maldiciones cuando se encontraban con el hombre blanco en el que confiaban (y les gustaba), llamándole entre ellos «tonto». En la casa, adonde penetró Almayer por la parte posterior de la galería, la sola cosa viviente que vieron sus ojos fue su pequeño mono, que, hambriento e inadvertido durante los dos últimos días, empezó a gritar y a quejarse tan pronto como logró ver rostros familiares.
Almayer le acarició con unas cuantas palabras y ordenó a Ali le trajese algunos plátanos; después, mientras Alí fue a buscarlos, estuvo en la puerta de la parte frontal de la galería mirando el caos de sus volcados muebles. Finalmente levantó la mesa y se sentó sobre ella, mientras el mono descendía de su palo del techo por la cadena y se subía sobre su hombro. Cuando llegaron los plátanos, almorzaron juntos; ambos hambrientos, ambos comiendo vorazmente y arrojando las cáscaras alrededor de ellos descuidadamente, en el confiado silencio de su perfecta amistad. Alí salió, gruñendo, a guisarse algún arroz él mismo, ya que todas las mujeres de la casa habían desaparecido, no sabía dónde. A Almayer no pareció importarle, y una vez hubo acabado de comer, se sentó sobre la mesa, balanceando sus piernas y mirando al no como perdido en sus pensamientos.
Después de algún tiempo se levantó y se encaminó a la puerta de un cuarto de la derecha de la galería. Aquélla era la oficina. La oficina de Lingard y Compañía. Él iba allí muy raras veces. Ahora no había negocios, y no necesitaba una oficina. La puerta estaba cerrada, y no pudiendo abrirla trató de recordar cuál era el sitio donde pudiera estar la llave. Repentinamente se acordó: en el cuarto de las mujeres, colgada de un clavo. Se encaminó a la puerta donde la cortina roja colgaba en inmóviles pliegues, y dudó un momento antes de empujarla separándola a un lado con su hombro, como si fuera a echar abajo algún sólido obstáculo. Un gran cuadrángulo de luz solar, que entraba por la ventana, iluminaba el suelo. A la izquierda vio el arcén de madera de su señora, vacío y con la tapa levantada; cerca de ésta los clavos dorados del baúl europeo de Nina brillaban en las grandes iniciales N. A. sobre la cubierta. Unos cuantos vestidos de Nina colgaban de perchas de madera, tiesos, con aspecto de ofendida dignidad ante su abandono. Recordaba haber hecho él mismo las perchas y advirtió que eran muy buenas. ¿Dónde estaba la llave? Miró a su alrededor y la vio cerca de la puerta en que estaba, herrumbrosa. Esto le disgustó mucho, e inmediatamente después se maravilló de haberse disgustado. ¿Qué importaba? ¡Pronto no habría llave, ni puerta, ni nada! Se detuvo, llave en mano, y se preguntó a sí mismo si sabía bien lo que iba a hacer. Salió otra vez a la galería y estuvo junto a la mesa pensando. El mono descendió, y, cogiendo la cáscara de un plátano, se entretuvo en despedazarla menudamente.
«¡Olvidar!», murmuró Almayer, y aquella palabra le sobresaltó ante una serie de acontecimientos, de un detallado programa de cosas que ejecutar. Ahora ya sabía perfectamente lo que tenía que hacer. Primero esto, después aquello, y después el olvido vendría fácilmente. Muy fácilmente. Tenía la idea fija de que, si no olvidaba antes de morir, tendría que acordarse por toda la eternidad. Ciertas cosas debían ser suprimidas de su vida, quitadas de su vista, destruidas, olvidadas. Durante largo tiempo permaneció cavilando, perdido en las alarmantes posibilidades de su indomeñable memoria, con el temor de la muerte y de la eternidad ante él. «¡La eternidad!», dijo en voz alta, y el sonido de aquella palabra le sacó de su sueño. El mono se levantó repentinamente, tirando la cáscara, haciéndole amistosas muecas y guiños.
Se dirigió a la puerta de la oficina y con alguna dificultad consiguió abrirla. Se sumergió en una nube de polvo que se levantaba bajo sus pies. Libros abiertos con las páginas sueltas rodaban por el suelo; otros libros tirados por allí, sucios y negros, parecían no haber sido nunca abiertos. Libros de cuentas. En aquellos libros había intentado él llevar un registro del crecimiento de su fortuna. Hacía tiempo de esto. Mucho tiempo. ¡Durante largos años no había tenido nada que registrar en aquellas páginas rayadas de rojo y azul! En medio de la habitación estaba la gran mesa escritorio de la oficina, con una de las patas rotas, tumbada de lado como un barco náufrago; caídas la mayor parte de las gavetas, descubriendo montones de papel, amarillo por la suciedad y el tiempo. El sillón giratorio se hallaba en este lugar, pero no se podía utilizar. No importaba. Sus ojos vagaron lentamente de objeto en objeto. Todas aquellas cosas habían costado en su época un montón de dinero. La mesa-escritorio, el papel, los desgarrados libros y los rotos anaqueles, todo yacía bajo una espesa capa de polvo. Precisamente el polvo y los huesos de los muertos y desaparecidos negocios. Contempló todas aquellas cosas, todo lo que había quedado después de tantos años de trabajo, de lucha, de fatiga, de desaliento, reconquistado tantas veces. ¿Y todo para qué? Estuvo pensando tristemente en su pasada vida, hasta que oyó distintamente la clara voz de una criatura hablándole entre todo aquel naufragio, ruina y derroche. Se sobresaltó, con gran temor en su corazón, y febrilmente empezó a remover los papeles esparcidos por el suelo, rompió el sillón en trozos, hizo pedazos los cajones golpeándolos contra el pupitre, y reunió un gran montón con todos aquellos escombros en un rincón de la habitación.
Salió rápido, cerrando violentamente la puerta tras él, dio vuelta a la llave retirándola, corrió hacia la balaustrada del frente de la galería y, con un gran esfuerzo de su brazo, la lanzó zumbando al río. Hecho esto, retrocedió lentamente hacia la mesa, llamó al mono, soltó su cadena, y le hizo permanecer subido encima de él. Después se sentó nuevamente en la mesa, mirando fijamente a la puerta de la habitación que acababa de dejar. Escuchó atenta e intencionadamente. Oía un sonido seco; agudos crujidos como de madera seca estallando; un zumbido semejante al de las alas de las aves cuando se elevan repentinamente, y después vio un delgado hilo de humo que pasaba a través del agujero de la llave. El mono, asustado, luchaba bajo la chaqueta de Almayer por escapar. Alí apareció con los ojos fuera de las órbitas.
—¡Amo, que se quema la casa! —exclamó.
Almayer se levantó, permaneciendo apoyado sobre la mesa. Oía los gritos de alarma y sorpresa del establecimiento. Alí se retorcía las manos, lamentándose a gritos.
—¡Cállate, imbécil! —dijo Almayer tranquilamente—. Recoge mi hamaca y el cobertor, y llévalo a la otra casa. Date prisa.
El humo irrumpió a través de las hendeduras de la puerta, y Alí con la hamaca en sus brazos salvó de un salto los escalones de la galería.
—Ha prendido bien —murmuró Almayer para sí mismo—. Estáte tranquilo, Jack —añadió, dirigiéndose al mono, que hacía frenéticos esfuerzos para escapar de su confinamiento.
La puerta se hendió de arriba abajo y una oleada de llamas y humo obligó a Almayer a dejar la mesa y correr a la balaustrada frontal de la galería. Se mantuvo allí hasta que un gran estrépito que sonaba por encima de su cabeza le aseguró que el techo se había incendiado. Entonces bajó corriendo las escaleras de la galería, tosiendo, medio ahogado, persiguiéndole el humo en azuladas espirales que se arrollaban alrededor de su cabeza.
Al otro lado del foso que separaba el patio de Almayer del resto del establecimiento, una multitud de habitantes de Sambir contemplaba el incendio de la casa del hombre blanco. La calma del aire hacía que las llamas se elevasen a gran altura, coloreando ligeramente los rojizos ladrillos con tintes violeta bajo el fuerte resplandor solar. La delgada columna de humo ascendía rectamente y sin oscilar hasta perderse en el claro azul del cielo; y en el gran espacio vacío entre las dos casas, los interesados espectadores podían ver la elevada figura de Tuan Putih, con la cabeza inclinada y arrastrando los pies, avanzar lentamente desde el incendio hacia el refugio de «La Locura de Almayer».
De esta manera hizo Almayer su traslado a la nueva casa. Tomó posesión de las nuevas ruinas, y en la inmortal locura de su corazón se puso a esperar con ansiedad y dolor el olvido, que era tan lento en llegar. Había hecho todo lo que podía. Todos los vestigios de la existencia de Nina habían sido destruidos; y ahora a cada amanecer se preguntaba a sí mismo si el anhelado olvido llegaría antes de ponerse el sol, o si llegaría siquiera antes de morir. Deseaba vivir sólo lo suficiente para lograr olvidar, y la tenacidad de su memoria le llenaba de espanto y horror a la muerte; porque si ésta llegara antes de que pudiera realizar el propósito de su vida, tendría que acordarse ¡para siempre! También anhelaba la soledad. Deseaba estar solo. Pero no lo estaba. En la oscura luz de las habitaciones, con los postigos de las ventanas cerrados, en el claro resplandor de la galería, dondequiera que fuese, en cualquier camino que siguiese, veía la pequeña figura de una doncellita de linda cara aceitunada, de largos cabellos negros, con su vestidillo encamado cayendo de los hombros y sus grandes ojos mirándole con la tierna confianza de una criatura mimada. Alí no veía nada, pero él también creía en la presencia de una criatura en la casa. Durante las largas conversaciones junto a las hogueras nocturnas del caserío, solía contar a sus amigos íntimos extraños hechos de Almayer. Su amo, en la vejez, se había hecho brujo. Alí dijo que frecuentemente, cuando Tuan Putih se había retirado por la noche, le oía hablar con alguien en su habitación. Alí pensaba que fuera con algún espíritu en forma de niña. Sabía que su amo hablaba con una niña por ciertas expresiones y palabras que usaba. Su amo hablaba un poco en malayo, pero casi siempre en inglés, que él, Alí, entendía. Su amo, en ocasiones hablaba a la niña tiernamente; en otras, lloraba, reía, o la reñía diciéndole que se fuese, maldiciéndola. Se trataba, sin duda, de un espíritu malo y obstinado. Ali pensaba que su amo lo había llamado imprudentemente, y que ahora no podía desembarazarse de él. Su amo era muy valiente; no se asustaba de maldecir al espíritu en su misma presencia, y en una ocasión había luchado con él. Alí había oído un gran ruido como corriendo por dentro de la habitación y suspirando. Los espíritus no gimen. Su amo era valiente, pero era algo tonto. No se puede herir a un espíritu. Alí esperaba haber encontrado muerto a su amo a la mañana siguiente, pero salió muy temprano. Parecía mucho más viejo que el día anterior, y no comió en todo el día.
Todo esto contaba Alí en el establecimiento. Con el capitán Ford era mucho más comunicativo, por el fundado motivo de que el capitán Ford tenía la bolsa y le daba órdenes. En cada una de las visitas mensuales de Ford a Sambir, Ali iba a bordo con informes relativos al habitante de «La Locura de Almayer». En su primera visita a Sambir después de la partida de Nina, Ford se había hecho cargo de los asuntos de Almayer. No eran complicados. El cobertizo para almacenar las mercancías estaba vacío, los botes habían desaparecido, apropiados —generalmente durante la noche— por varios ciudadanos de Sambir necesitados de tales medios de transporte. Durante una gran riada, el muelle de Lingard y Compañía se desprendió de la orilla y flotó río abajo, probablemente en busca de más alegres alrededores; hasta la manada de gansos, «los únicos gansos de la costa oriental», se había marchado sin saber dónde, prefiriendo los desconocidos peligros de la selva a la desolación de su frío hogar. Con el tiempo la hierba creció sobre la negra mancha de tierra donde estuvo la antigua casa, no quedando nada para señalar el sitio del edificio que había servido de refugio a las tempranas esperanzas de Almayer, sus locos sueños de espléndido futuro, su despertar y su desesperación.
Ford no visitaba con frecuencia a Almayer, porque visitarle no era nada agradable. Al principio contestaba negligentemente a las tempestuosas preguntas del marino referentes a su salud; y hacía esfuerzos para hablar, solicitando noticias con voz que patentizaba que las noticias de este mundo no le interesaban. Después, gradualmente, se fue haciendo más silencioso —y no huraño—, sino como si fuese olvidando la manera de hablar. Solía también esconderse en las habitaciones más oscuras de la casa, donde tenía que buscarle Ford guiado por el ruido que hacía el mono al correr delante de él. El mono estaba allí siempre para recibir e introducir a Ford. El pequeño animal parecía haberse hecho completo cargo de su amo, y cuando deseaba su presencia en la galería, tiraba perseverantemente de su chaqueta, hasta que Almayer obediente salía a la luz, aunque parecía disgustarle mucho.
Una mañana le encontró Ford sentado en el suelo de la galería, con la espalda apoyada contra la pared, las piernas tiesas y extendidas y los brazos colgando. Su rostro sin expresión, sus ojos abiertos con las pupilas inmóviles y la rigidez de su actitud, le daban el aspecto de un inmenso muñeco roto y abandonado al margen del camino. Al subir Ford los escalones, volvió la cabeza lentamente.
—Ford —murmuró desde el suelo—, no puedo olvidar.
—¿No puede usted? —dijo Ford, inocentemente, con acento de jovialidad—. Yo querría que me ocurriera eso. Ya voy perdiendo la memoria; la edad, supongo; solamente el otro día mi piloto…
Se detuvo, porque Almayer se había levantado dando traspiés, agarrándose al brazo de su amigo.
—¡Hola! Está usted hoy mejor. Pronto estará bien —dijo Ford alegremente, aunque más bien espantado de verle.
Almayer desprendió su brazo y quedó rígido con la cabeza erguida, atónito ante la multitud de soles que brillaban en las ondas del río. Su chaqueta y sus pantalones se agitaban con la brisa sobre sus delgados miembros.
—¡Dejémosla irse! —susurró en tono áspero—. ¡Que se vaya! Mañana la olvidaré. Yo soy un hombre firme…, firme como una roca…, firme…
Ford le miró a la cara y huyó. El capitán era también un hombre tolerablemente firme —como los que habían navegado en el barco podían atestiguar—, pero la firmeza de Almayer era, con todo eso, demasiado para él.
La siguiente vez que el vapor visitó Sambir, Alí fue a bordo con pesar y como agraviado. Se quejó a Ford de que el chino Jim-Eng había invadido la casa de Almayer y vivía allí desde hacía más de un mes.
—Y los dos fuman —añadió Alí.
—¡Psé! ¿Opio, quieres decir?
Alí movió la cabeza afirmativamente y Ford quedó pensativo; después murmuró para sí mismo: «¡Pobre diablo! Cuanto antes sea, mejor». Por la tarde se encaminó a la casa.
—¿Qué haces aquí? —preguntó a Jim-Eng, que andaba dando vueltas por la galería.
Jim-Eng explicó en mal malayo, con habla monótona y la poco interesante voz de un fumador de opio, bastante gastada, que su casa era vieja, que el techo hacía agua y que el piso estaba podrido. Y que siendo amigo de Almayer durante muchos muchos años, había recogido su dinero, su opio y sus dos pipas, y se había venido a vivir a esta casa tan grande.
—Hay muchas habitaciones. Él fuma y yo vivo aquí. No fumará mucho —terminó diciendo.
—¿Dónde está ahora? —preguntó Ford.
—Adentro. Está durmiendo —contestó Jim-Eng, tediosamente.
Ford miró adentro a través de la puerta. En la penumbra de la habitación vio a Almayer tendido en el suelo de espaldas, apoyando la cabeza en una almohada de lana, con la larga barba blanca esparcida sobre el pecho, amarillento, con los párpados entornados, mostrando sólo el blanco de los ojos…
Se estremeció y se marchó. Al irse advirtió una larga tira de seda roja, desvaída, con algunas letras chinas sobre ella, y que Jim-Eng había atado a uno de los pilares de la galería.
—¿Qué es eso? —preguntó.
—Eso —dijo Jim-Eng, con su descolorida voz— es el nombre de la casa. El mismo que el de la mía. Un nombre muy bonito.
Ford le contempló un momento y se marchó.
No quiso saber nada de lo que dijese la laberíntica y fatua inscripción escrita sobre la seda roja. Si lo hubiese preguntado a Jim-Eng, el pacientísimo chino le hubiera informado con orgullo que significaba «Casa del celestial deleite».
Durante la tarde de aquel mismo día, Babalatchi visitó al capitán Ford. El camarote del capitán se abría sobre cubierta y Babalatchi se sentó a horcajadas sobre la parte superior de la escalera, mientras Ford fumaba su pipa en el pequeño canapé del interior. El barco zarpaba a la mañana siguiente y el viejo estadista llegó, como de costumbre, para tener una última charla.
—Tuvimos noticias de Bali la última luna —dijo Babalatchi—. Al viejo rajá le ha nacido un nieto y hay allí gran regocijo.
Ford se incorporó interesado.
—Si —añadió Babalatchi, en contestación a la interrogadora mirada de Ford—. Se lo dije a Almayer. Esto fue antes de que empezase a fumar.
—Bien, ¿y qué? —preguntó Ford.
—Escapé con vida —dijo Babalatchi, con gran seriedad— porque el hombre blanco está muy débil y cayó al suelo cuando se lanzó sobre mí.
Después de una pausa añadió:
—Ella está loca de alegría.
—¿La señora de Almayer quieres decir?
—Sí; vive en la casa de nuestro rajá. No quiere morirse. Mujeres de su temple viven largo tiempo —dijo Babalatchi, con una ligera expresión de sentimiento—. Tiene dólares y los ha enterrado, pero sabemos dónde. Nos dio mucho que hacer aquella gente. Tuvimos que pagar una multa y escuchar amenazas de los hombres blancos, y ahora tenemos que andar con cuidado.
Suspiró y se quedó silencioso durante un largo rato. Después añadió con energía:
—Habrá lucha. Se respira aliento de guerra en las islas. ¿Viviré bastante para ver?… ¡Ah, Tuan! —agregó ya más tranquilo—. Los tiempos pasados eran mejores. Cuando yo navegaba con los hombres de Lanun y abordábamos por la noche barcos silenciosos con velas blancas. Eso era antes de que el rajá inglés gobernarse en Kuching. Entonces peleábamos entre nosotros mismos y éramos felices. ¡Ahora, cuando luchamos con vosotros, no nos queda más que morir!
Se levantó para irse.
—Tuan —dijo—, ¿te acuerdas de la muchacha aquella que tenía Bulangi? ¿Aquélla que causó todo el disturbio?
—Sí —dijo Ford—. ¿Qué ha sido de ella?
—Creció delicada y no podía trabajar. Entonces Bulangi, ese ladrón comedor de carne de cerdo, me la dio por cincuenta dólares. La envié entre mis mujeres a ver si engordaba. Deseaba oír el sonido de su risa, pero sin duda estaba hechizada y… se murió hace dos días No, Tuan. ¿A qué esos denuestos? Yo soy viejo, es verdad, pero ¿por qué no me ha de gustar la vista de caras jóvenes y el sonido de voces juveniles en mi casa?
Calló y después añadió con triste sonrisa:
—Me porto como un hombre blanco, hablando demasiado de lo que no debe hablarse entre hombres.
Y se marchó, al parecer muy triste.
La muchedumbre, en semicírculo delante de la escalera de «La Locura de Almayer», oscilaba silenciosamente hacia atrás y hacia adelante, y se abrió ante el grupo de hombres vestidos de blanco, con turbantes, que avanzaban entre la hierba hacia la casa. Abdul-lá iba el primero, sostenido por Reshid y seguido de todos los árabes de Sambir. En cuanto penetraron en la brecha abierta entre el respetuoso tropel, se oyó un murmullo de voces, en el que la palabra «Mati» era la única perfectamente perceptible. Abdul-lá se detuvo y miró a su alrededor lentamente.
—¿Ha muerto? —pregunto.
—¡Ojalá que tú vivas! —contestó la muchedumbre en una sola exclamación, antes de quedar en silencio.
Abdul-lá dio unos cuantos pasos hacia adelante y se encontró por última vez en su vida frente a frente con su antiguo enemigo. Hubiese sido lo que se quiera en otro tiempo, ahora no era peligroso, yaciendo rígido y sin vida en la blanda luz de la madrugada. El único hombre blanco de la costa oriental había muerto y su alma, liberada de las garras de su locura terrestre, se hallaba ahora en la presencia de la Infinita Sabiduría. Sobre el rostro, vuelto hacia arriba, se veía la serena mirada que sigue al repentino alivio de la angustia y del dolor, y ésta atestiguaba silenciosamente ante el cielo sin nubes que al hombre allí tendido bajo la mirada de ojos indiferentes le había sido permitido olvidar antes de morir.
Abdul-lá miró con tristeza a aquel infiel con quien tan largo tiempo había luchado y a quien tantas veces había explotado. ¡Tal era la recompensa del creyente! Todavía quedaba en el viejo corazón del árabe un sentimiento de dolor por aquel ser que había abandonado la vida. Dejaba atrás de él amistades y enemistades, éxitos y desengaños. ¡Rogaría porque el resto de sus días se distribuyese entre los verdaderos creyentes! Tomó el rosario que colgaba de su cintura.
—Lo he encontrado así, tal como está, esta mañana —dijo Alí en baja y temerosa voz.
Abdul-lá miró una vez más aquel rostro sereno.
—Vámonos —dijo, dirigiéndose a Reshid. Y según pasaban entre la multitud que retrocedió ante ellos, resonaron las cuentas del rosario de Abdul-lá entre sus manos, mientras con solemne murmullo pronunciaba piadosamente el nombre de «¡Alá! ¡El Misericordioso! ¡El Compasivo!».