El Cerro de las Campanas

Memorias de un guerrillero

Juan Antonio Mateos


Novela


Parte primera. La intervención
I. La noche triste
II. El drama
III. Adelante
IV. Preparativos
V. La primera víctima
VI. Efectos de una carambola
VII. La gran Tenochtitlán
VIII. Un alojado
IX. La caza de las palomas
X. El baile
XI. La monarquía
Parte segunda. El Imperio
I. Algo de historia
II. Confidencias
III. Una tertulia de la regencia
IV. El alma en pena
V. Una letrilla de Guillermo Prieto
VI. «Papam habemus»
VII. Revelación
VIII. La montaña
IX. Amores imperiales
X. El desierto
XI. Las condecoraciones
XII. Intrigas palaciegas
XIII. El terrorismo
XIV. La sombra
Parte tercera. Un trono sobre un monte de oro
I. El primer síntoma
II. El guerrillero
III. El general Eduardo Fernández
IV. Dos lobos
V. El padre y la hija
VI. Sigue la historia de los lobos
VII. El alma de una mujer
VIII. El grabador y diamantista
IX. El diario del comandante Demuriez
X. El último aniversario
XI. Las golondrinas de la revolución
XII. Un recuerdo
XIII. Una canción popular
XIV. El reverso de la medalla
XV. La ciudad eterna
XVI. La última luz
Parte cuarta. Un hombre por una nacionalidad
I. La última palabra
II. Cuarto menguante
III. El destino
IV. La conferencia
V. La retirada
VI. El primer encuentro
VII. Expiación
VIII. Las nupcias
IX. Terror pánico
X. El 24 de marzo
XI. Las Hermanas de la Caridad
XII. La Martinica
XIII. El 2 de abril de 1867
XIV. Las cinco batallas
XV. La fatalidad
XVI. Deuda satisfecha
XVII. La batalla del 27
XVIII. El sitio de México
XIX. Un favor peligroso
XX. La noche triste de Maximiliano
XXI. Mi reino por un caballo
XXII. La ciudad de los mártires
XXIII. Un ogro
XXIV. Luz y sombra
XXV. De la mano a la boca
XXVI. Los esponsales
XXVII. Fortuna y reforma
XXVIII. El Ministro de Estado
XXIX. La palabra empeñada
XXX. El gran proceso
XXXI. La princesa Salm Salm
XXXII. Celos
XXXIII. El Presidente Juárez
XXXIV. El reo de muerte
XXXV. «Consumatum est»
XXXVI. El último día
Epílogo

Parte primera. La intervención

I. La noche triste

I

La tarde del 31 de mayo de 1863, el ejército de la república, resueltamente abandonaba la capital.

La derrota de San Lorenzo y la rendición de Puebla, determinaron un nuevo plan de campaña.

A las cuatro de la tarde de ese memorable día, el presidente Juárez y sus ministros salieron para el interior del país, después de haber ordenado la retirada de las tropas.

El cuerpo de ejército tomó el rumbo de Toluca, y un destacamento de dos mil hombres el de Querétaro.

El toque de generala anunció la partida.

La consternación más horrible se apoderó de la ciudad, las mujeres y los niños se agolparon a los cuarteles para seguir a sus maridos y a sus padres, el pueblo abandonaba en masa sus hogares.

Los batallones comenzaron a desfilar.

En ese ejército había algo de sombrío, mucho de desesperación.

El ejército se retiraba sin precipitación alguna, los soldados marchaban en orden de parada, era un movimiento militar, no era una huida.

El ruido de sus cajas, sus banderas desplegadas, su silencio aterrador, eran una protesta terrible, eran una promesa de venganza, una evocación al porvenir de la república.

En el pórtico de las Casas Consistoriales, una caballería formada de comerciantes alemanes, se organizaba para recorrer la ciudad. La guardia española se dividió en destacamentos, cuidando del orden amenazado por la efervescencia popular. Los cónsules habían salido a encontrar al general Forey, el jefe del ejército francés, para evitar los vergonzosos escándalos a que se entregan por lo común los ejércitos victoriosos.

¡Cierto es que los triunfos franceses en América, no serán envidiados por los adoradores de las glorias militares!

Multitud de jinetes atravesaban a escape por las calles, el comercio estaba cerrado, y en cada casa pasaba un drama de familia.

El pueblo, al palpar la realidad espantosa de su infortunio, se desbandó por las calles en imprecaciones amenazadoras, tomando unos grupos la salida de la ciudad, y otros desapareciendo en las tortuosas callejuelas de los barrios.

¡La capital estaba perdida!

¡Para las almas encarceladas en la ruindad del sentimiento, y a quienes les está vedada la luz del porvenir, la república había expirado. Para los corazones nobles que ven en los acontecimientos hechos aislados, caracteres esparcidos que no forman el sentido de una palabra, la ocupación francesa era el principio de la guerra, los preliminares de un duelo, el prólogo de esa lucha sostenida heroicamente y que forma los títulos más gloriosos de la Independencia mexicana!

II

El sol había caído en la tumba del ocaso y la apacible luz de la luna blanqueaba los edificios y las cúpulas de la ciudad. El ruido se dejaba apenas oír como el murmullo del mar en calma.

A la puerta de una casa situada en el centro de la ciudad, había un grupo de cinco hombres, que revelaban desde luego ser oficiales del ejército mexicano. Su alegría contrastaba con la situación verdaderamente triste que guardaba la ciudad.

Uno de esos oficiales era el que llevaba la palabra.

—Si viviera mi general Zaragoza, decía, echándose el sombrero a los ojos, no estaría el gabacho en Puebla, pero como los muertos no viven, está claro que todo se ha de perder; ¡por vida del diablo! lo que siento más es mi equipaje, allí estaba mi cruz del 5 de Mayo. ¡Válgame la Virgen de Guadalupe y todos los demonios! qué zumba llevaron todos esos franchutes; así como que galopeaban por el cerro, a mí me agujerearon el sombrero, dos deditos más bajo, y el capitán Martínez estaría en la Cocina grande. ¡He peleado con el mocho tres años; pero estos franceses no tienen madre, son entradores!, aquí están los compañeros que me han visto rifar: de veras soy bueno.

El capitán Martínez presenta la particularidad de ser un fanfarrón que cumple lo que promete. Durante la revolución progresista, se le habían visto actos de valor increíbles: audaz para penetrar en las plazas enemigas, para examinar el campo, y decidido en el combate, era todo un guerrillero, con la experiencia, aunque sin el aplomo de un veterano.

El capitán Martínez era uno de aquellos hombres que se encuentran en todas las revueltas políticas, que se aprovechan en los lances más críticos, y que después se les olvida, sin que ellos se den por sentidos, pues al primer toque de alarma, ya están presentes y decididos a arriesgar su vida, más bien en defensa de sus jefes que de la idea revolucionaria.

Martínez había acompañado a Zaragoza, y era fanático por todos los jefes que defendieron la plaza de Puebla.

Tenía la cruz de las Cumbres y del 5 de Mayo.

El equipaje que tanto lamentaba, consistía en un uniforme viejo y unos certificados de sus jefes; es verdad que con él, perdía todos los objetos que componían su fortuna.

En los momentos de la retirada lo había nombrado su ayudante el coronel Fernández, que era la persona a quien aguardaba en compañía de otros tres oficiales de Estado Mayor y dos asistentes.

Martínez no contaba nunca haber permanecido en silencio dos horas consecutivas, pues aunque durmiera, continuaba hablando. Esta cualidad lo hacía muy recomendable, así, es, que todos lo buscaban para pasar el rato. Jugaba la paga antes de recibirla, pedía prestado a premio al pagador, tocaba la guitarra, cantaba canciones picantes, era bromista con las muchachas, galante con las viejas, excelente amigo y más excelente tomador de coñac y el fanfarrón más valiente y acabado.

Con estas cualidades, el capitán Martínez era siempre el ídolo de sus jefes y el niño mimado del regimiento.

La charla continuaba.

—Me consta, dijo uno de los interlocutores, mi capitán es planchado, el día de la batalla de las Cumbres se lanzó a las ancas del caballo del general Arteaga, ¡pobre general!, estaba atravesado de un brazo.

—Y con bala crónica, añadió Martínez, retorciéndose los bigotes. Yo lo llevé a un pueblito y lo tuve oculto de los franceses hasta que lo pude traer a México. Se había hecho duro de genio con sus dolencias, una noche me bautizó con la bebida de la botica, ¡pobre general! Ése sí vale lo que pesa, ¡y cuidado, que puesto en la romana se lleva catorce arrobas!

—Pelea como un demonio, dígalo el Colorado y Calamanda, hasta las orejas nos chamuscaron.

—Ésas son tortas y pan pintado, replicó Martínez, si ustedes hubieran estado en San Javier, allí sí que se batía el cobre de lo lindo: ¡qué gabachos!, con su artillería nos demolieron la trinchera, y ¡zas!, al asalto, y ¡zas!, a rechazarlos mil veces hasta que… ¡demonio!, y pensar que todo se lo ha llevado Judas.

—¿Y Pitiminí?, dijo uno de los oficiales.

—¡Viva la patria!, exclamó el capitán y echó el sombrero por lo alto. Allí nos revolvimos como parvada de gansos y esto fue carnear, y reventó la mina, y saltaron las piedras, y nos cubrieron los escombros, salí como lagartija de entre las piedras, con las rodillas desolladas y un chichón en la frente que parecía unicornio.

Mi general Llave no tiene rival; cuando se hable de valientes, es necesario quitarse el sombrero. ¡Satanás y sus cuernos!, hay hombres que viven porque Dios es grande, y es también porque las balas conocen cuando se les tiene miedo.

Yo tengo una regla en materia de proyectiles: los que chiflan no hacen nada. En cuanto a los sables de los Cazadores de África parecen navajas de barba; rebanan a los hombres como si fueran melones. El pedazo de oreja que me falta dará razón de mi dicho, como dicen los tinterilleros. Yo perdí un trozo de oreja pero el gabacho no me la quedó a deber; quebré mi caballo y lo dejé pasar con toda la fuerza de su árabe, entonces le prendí la reata y esto fue sacarlo del albardón y arrastrarlo hasta que ya no pesaba.

Aquí, donde ustedes me ven, yo debía estar en Francia, ya estaba en la lista de los prisioneros, cuando mi general Berriozábal montó en su caballo, en los bigotes de los franceses, y dijo: por aquí que no peco, y se salió a la pura canilla; yo que también soy hijo de mi madre, dije: pies, para qué os quiero, y seguí al general hasta ponernos en salvo; mi coronel Fernández se había escapado primero que yo, lo busco, lo encuentro y ¡cataplum! un abrazo, y en la orden general se me dio a reconocer como ayudante de la persona. Yo no he de dejar la revolución hasta dejar la zalea en manos de los gabachos… ¡Qué demonio!, el coronel no aparece y la tropa sigue de prisa su retirada; esperen aquí un momento, voy a darle unas pocas de ansias.

III

El capitán Martínez penetró en el interior de la casa, subió la escalera, atravesó el corredor y se detuvo a la puerta de la antesala.

Entonces se presentó a su vista un cuadro tristísimo de familia.

El coronel Fernández, aquel hombre nutrido en las vicisitudes de las campañas y los peligros más inminentes, aquel corazón que los soldados juzgaban de hierro, aquella frente siempre serena en los combates, y aquellos ojos atravesados por el rayo, todo había sufrido una metamorfosis completa.

El coronel yacía arrodillado a los pies de una anciana cuya frente descansaba en el pecho de aquel hijo querido, de aquel hijo único que era toda su esperanza.

La anciana lloraba y sus lágrimas caían en las manos del soldado como gotas de fuego.

—¡Madre!, dijo procurando contener los hondos sollozos de su corazón, ya tu frente está cubierta de surcos, y tus cabellos blanquean con el hielo de la vejez: ¡madre!, tú lloras y yo arranco a tu pecho esos suspiros, ¿qué quieres?, ¿por qué sufres?, ¿acaso esta separación es eterna?, ¿no vela tu cariño por la existencia de tu hijo?, ¿no me alcanza a todas partes como la luz a todo el horizonte?… ¡madre, no llores!

—¡Pero los peligros!, ¡pero la muerte!, dijo la pobre anciana.

—No teínas, exclamó el guerrillero cubriendo de besos aquella frente venerada, y parándose violentamente dirigió su mirada a una imagen de la Virgen, y en el trasporte de su dolor y cariño filial, dijo, dirigiéndose a la madre de Dios: ¡Voy proscrito en mi misma patria, acaso los pesares abran la tumba a la que me ha dado el ser!, no, no, tú no permitirás que yo esté separado de ella en los momentos supremos de su agonía, yo quiero recibir su último aliento y su postrera bendición. ¡Madre de Dios, oye estos votos que levanto desde el fondo de mi corazón hasta ti, vela por mi madre, ella es el único tesoro en mi infortunio; mártir sobre la tierra, deposite al menos su último beso en la frente de su hijo!

Después de este arrebato religioso tornó a arrodillarse para recibir la última bendición; pero la anciana estaba desmayada.

El capitán Martínez se dio una palmada en la frente y se arrojó por las tinieblas de la escalera, echando una andanada de maldiciones como alma que se lleva el diablo. Y era que aquel corazón sentía renovarse sus heridas. Además, tenía fanatismo por su coronel y aquella ofrenda de amor filial le había conmovido hondamente.

Llegó a la puerta de la casa con los ojos llenos de lágrimas; no obstante se puso a silbar la popular canción de los Cangrejos.

Pocos momentos después apareció sereno como siempre el coronel Fernández.

—Aguarden un cuarto de hora más, dijo, que es lo que necesito para el arreglo de un negocio.

—Está bien, si necesita mi coronel de compañía, estamos a sus órdenes.

—No, respondió secamente el coronel y se echó a andar cuidando de no meter ruido con sus acicates.

—Esto es cosa de tomar asiento, exclamó Martínez, y se sentó en el quicio del zaguán.

Sus compañeros siguieron su ejemplo, e inaugurando la tertulia, siguió el relato exagerado de sus aventuras.

IV

Eran las once de la noche.

La casa de la familia Fajardo estaba concurridísima.

El señor Fajardo y familia pertenecían a la sociedad conservadora, así es que estaban de felicitación.

Tres o cuatro generales del antiguo régimen, otros oficiales subalternos del depósito, empleados cesantes, media docena de viejas reaccionarias y otros socios de la propaganda intervencionista formaban la tertulia, en cuyo centro se encontraba el señor don Modesto Fajardo y su esposa doña Canuta.

El señor de Fajardo era un hombre alto, erguido como un ganso disecado, de nariz arremangada y frente mezquina. Usaba patillas y un pelucón color de cerda de jabalí, que se elevaba a tres centímetros de su frente, sostenido por una peineta. Era un hombre de chaleco blanco con botón dorado, saco rabón y pantalón de mameluco. Los cuellos de su camisa se detenían en la parte baja de las orejas, y en la pechera ostentaba un brillante montado en plata, que figuraba la cabeza de un pavo de esmalte azul.

Traía atado a una gruesa cadena de oro, uno de aquellos relojes del virreinato, que nunca han ido a la tienda del relojero, ni discrepado un minuto. Cierto es que se necesitaba una persona como el señor de Fajardo para cargar esa máquina construida para un campanario y no para un ser viviente.

El señor de Fajardo era un diplomático consumado. Había sido archivero del Ministerio de Relaciones.

El general Bustamante lo había llevado a la legación de Roma, y esto le había dado un concepto entre sus partidarios, que lo juzgaban un Metternich.

El señor de Fajardo fue perseguido por estar siempre en los corrillos de sacristía dando noticias falsas, que él llamaba juegos diplomáticos.

Las prisiones hacen héroes, así es que el susodicho personaje, se declaró cabeza y jefe del partido conservador, y todas las momias del primer imperio y administraciones reaccionarias buscaban su talento diplomático como a una sibila.

El señor de Fajardo decidía magistralmente sobre cualquier punto y cualquiera materia. Era un hombre que no se detenía ante ningún obstáculo.

En el negocio de Jecker, había hecho su agosto, y sus negocios caminaban viento en popa.

Dueño de una gran fortuna, se entregaba a las ilusiones de la intervención, creyendo desempeñar uno de los primeros puestos al advenimiento de los franceses.

La señora de Fajardo era una vieja enjuta como una caña de invierno, no había en toda ella más protuberancia que su larga nariz amoratada color de rábano, sus labios formaban una línea imperceptible, su barba era pequeña y sus ojos redondos y chicos, pero chispeantes en extremo, su frente inmensamente grande y su pelo castaño muy ralo. La señora de Fajardo era blanca, de un blanco albayalde puesto siempre en contraste con los colores de sus vestidos, que por lo común eran verdes, divisa de la secta reaccionaria.

La susodicha señora le había, como vulgarmente se dice, bebido los alientos al señor su esposo, y era literata y diplomática, sabía francés, escribía editoriales y era el mentor del señor de Fajardo, que entre paréntesis el talento no era su fuerte.

Doña Canuta era oriunda de Sombrerete, hija de una familia humilde, y el señor de Fajardo último vástago de un comerciante de Tepic.

En la feria de San Juan de los Lagos se habían conocido estas dos notabilidades.

Las piedras rodando se encuentran. Una mirada eléctrica cruzó entre aquellos dos seres criados el uno para el otro.

El padre de doña Canuta volvió a Sombrerete, su hija quedaba desposada con el señor de Fajardo.

La feliz pareja se estableció en la capital, porque los negocios estaban muertos en Tepic; una casa inglesa había monopolizado el contrabando y allí la existencia era imposible.

Aconsejóle doña Canuta a su esposo que entrase en la política, y como por algo debe comenzarse, aceptó el de Fajardo el archivo del Ministerio de Relaciones. Todo debe comenzar por el principio.

El de que acompañaba al Fajardo fue también invención de doña Canuta.

Ya hemos explicado el por qué de la fortuna de esa familia.

La naturaleza, que tiene aberraciones inconcebibles, había hecho nacer de aquellos dos fenómenos una niña hermosa y delicada.

Luz era bellísima, unos ojos color de cielo con unas largas pestañas, una nariz griega, el óvalo de la cara perfecto, la boca pequeña y encarnada como un botón de rosa, el cabello rubio, el seno mórbido y la cintura de abeja.

Tras aquella mirada intensa vivía una alma noble, abierta a los sentimientos más puros.

Luz tenía dieciséis años, estaba en esa edad en que el corazón se despierta a las primeras impresiones, en que el horizonte está teñido de púrpura y color de rosa.

Luz había conocido al coronel Eduardo Fernández en el teatro. Luz sintió en su alma los primeros rayos del amor primero, esa lluvia de fragancia sobre el corazón, ese aroma de las primeras ilusiones, cuando el arco del cielo se tiende en el horizonte de la vida.

El coronel no había tenido lugar de enamorarse: ave de paso, galanteaba a todas las jóvenes; pero su entusiasmo se apagaba al primer toque que anunciaba la salida de su regimiento. Eduardo sintió por vez primera el poderoso atractivo de una mujer, amaba con delirio a Luz y era correspondido.

Hay almas que van a su destino.

Al apercibirse la señora de Fajardo de estas relaciones, se había montado en ira, y en el silencio de su habitación, proyectaba en unión de su esposo un plan diplomático para arrebatarla al amor de un coronel de la República, de un disidente, de un demagogo.

El coronel marchó al asedio de Puebla y la fama de su valor llegaba en los diarios, hasta Luz, que leía con avidez las noticias de la campaña. Doña Canuta se irritaba, y hacía a su infortunada hija rezar triduos por el éxito de las operaciones del ejército francés.

Merced a estas oraciones ayudadas por cuarenta mil franceses y cien piezas de artillería, la ciudad de Zaragoza cayó en poder de los invasores.

Esta noticia fue celebrada con un convite diplomático por la familia Fajardo.

Luz pretextó una indisposición y se quedó llorando en su aposento, pues ignoraba la suerte que habría corrido el coronel Eduardo.

Fernández se presentó a Luz después de la fuga de Puebla. Ella le recibió con aquel entusiasmo hijo del verdadero amor; pero ¡ay!, aquellos días no podían prolongarse, la lucha continuaba y era necesario partir.

V

Estábamos en el 31 de mayo, el ejército había desocupado la ciudad, y Eduardo permanecería muy pocos momentos junto a su amada.

La despedida de su anciana madre le tenía conmovido profundamente. Le faltaba otro trance bien amargo, la separación de Luz, objeto apasionado de su ternura y de su cariño.

Así le vemos encaminarse a la casa donde había de dejar, acaso para siempre, a la mujer de su amor.

Luz estaba inquieta, separada de la concurrencia que invadía esa noche su casa, estaba en el balcón con su buena amiga Clara, una muchacha espiritual y llena de atractivo, confidente de los dos amantes.

Sin duda esperaban la llegada de Eduardo, porque su inquietud era grande.

Entretanto, el señor de Fajardo rodeado de sus amigos, decía en voz alta, no tanto que pudiera ser oído por personas extrañas, porque esto era poco diplomático:

—Éste es negocio concluido, la Francia ha de ser siempre la Francia (y en esto tenía razón), el ejército vencedor en Crimea, no puede detenerse ante el barro de esas trincheras. El 5 de mayo fue una gran casualidad. Laurencez estaba loco.

—Señor de Fajardo, respondió doña Canuta, ésa es mucha estupidez, y permítanme ustedes la palabra, el creer que la resistencia de Zaragoza significó un triunfo. La diplomacia exige ciertos golpes, y Monsieur de Saligny es hombre muy hábil, y él ordenó la honrosa retirada del ejército expedicionario.

—Querida mía, la diplomacia nunca ordena las cuasi derrotas, en ese caso, sería obra de la estrategia.

—No participo de tu opinión; ¿qué quiere decir derrota? Señores, yo apelo al diccionario de la lengua.

—Transemos, querida esposa, porque tú eres fuerte en esa y otras materias; lo que yo digo, simplemente es, que nuestro ejército francés no consiguió su objeto.

—He ahí otra inconsecuencia filosófica por la que no paso. El ejército salió vencedor, puesto que obligó a Zaragoza a subir a un cerro, que era su plan de batalla; yo apelo al buen juicio de los que me escuchan.

—Fue un golpe de diplomacia, dijo Fajardo interrumpiendo al general.

—El saqueo, como decía, fue una combinación del momento y de fecundos resultados; porque eso que los demagogos llamaron desorden fue precisamente la consecuencia…

—¿Consecuencia de qué?, gritó doña Canuta, ésa es historia antigua, entonces no se hallaban los soldados a la altura que hoy.

—Pues un saqueo igual ha habido en China, replicó el veterano amostazado por el apostrofe de doña Canuta; y es que los saqueos están a la orden del día en todos los ejércitos, aun de los que no existen.

—Todos tienen razón, dijo el diplomático; nosotros hombres del raciocinio y de la combinación, no nos curamos de esos incidentes, caminamos a un fin determinado, y el saqueo o incendio de una ciudad nos es indiferente, es un punto omiso en la diplomacia.

El señor de Fajardo paseó una mirada triunfante por la concurrencia pidiendo aprobación, que fue rendida por genuflexiones.

—Señores, dijo un mozalbete de patilla negra y lentes, es necesario confesar que el señor de Fajardo es todo un político, y que servirá de una manera incisiva en la próxima administración.

—Joven, respondió el señor de Fajardo acariciándose la barba, usted tiene corazón, es usted un hombre de porvenir.

—Es mi educando, ¡ya lo creo!, replicó doña Canuta; me he encargado de su carrera, ya sabe el Telémaco y los verbos irregulares; no comprende la conjunción, le parece algo de la luna; pero no importa, la conjunción es una cosa inconveniente; y además, para ser un buen diplomático no se necesita la gramática.

—Es cierto, dijo una vieja abominable; mi esposo no sabía los pronombres, escribía Jiménez con X, y no por eso dejaba de ser un buen general; la maledicencia lo impugnaba de cobardía.

—¡La maledicencia!, gritó la Fajardo encendiéndose la nariz hasta ponérsele como una remolacha; la maledicencia acusa al señor Almonte de traición, y ustedes ven que es todo lo contrario, él vendrá a confundir a todos sus enemigos con esa elocuencia que lo caracteriza.

—Niña, replicó otra vieja, los herejes no saben lo que se dicen, yo estoy por la monarquía que será la que ponga en paz a Tirios y a Capuletos.

—A Tirios y a Gibelinos, querrá usted decir.

—Me es igual.

—El negocio de la monarquía, dijo el diplomático, es una cosa resuelta, he visto un opúsculo admirable, parece que yo lo escribí, salido de la pluma de Gutiérrez Estrada, en que se demuestra hasta la evidencia que ese sistema es el único que puede plantearse con éxito en nuestro país. ¡Muchacho, unos vasos de ponche!

—Es necesario que las costumbres se refinen, antes como antes y ahora como ahora; sí, esposo mío, esos gritos son demasiado plebeyos, haz uso de la campanilla.

—¿De qué campanilla?

—Sí, hombre, de la campana, que entre paréntesis, es necesario tenerla de resorte; hoy todo se usa de resorte.

—Sí, hasta las dentaduras; ya ves la…

—Sí, hombre, comprendo, interrumpió doña Canuta; y luego añadió por lo bajo: este bruto no es ni ha podido ser nunca un diplomático.

—Yo tengo un individuo que vende unos títulos de conde, si ustedes saben quién los quiera comprar, los da sumamente baratos, dijo uno de los concurrentes.

Una mirada se cruzó entre los Fajardos, mirada íntima que decía en buen castellano: ¡comprémosles!

El diplomático llamó aparte al concurrente y le dijo en voz baja:

—Usted dice que los títulos son baratos, bien, veremos; yo los puedo colocar, y usted puede tener algo de corretaje.

—Muy bien, mañana estaré aquí con los pergaminos.

VI

En tanto que los Fajardos y su tertulia daban vuelo a su entusiasmo intervencionista y a sus miras ambiciosas, el coronel Fernández penetraba en uno de los aposentos más retirados de la casa.

Luz y Clara se habían escurrido bonitamente de la sala y estaban al lado del coronel, que triste y silencioso tenía asida una mano de su novia y con su brazo estrechaba aquella infantil cintura.

Clara se había acercado a la lámpara y se divertía en recorrer las páginas de un libro de misa, no sin estar atenta al menor ruido.

Eduardo no osaba pronunciar una palabra.

Repentinamente y cediendo a un esfuerzo supremo, exclamó con voz conmovida:

—¡Es necesario decirla adiós!, ¿tendré valor para acercarme a ti por la postrera vez? ¡Dios mío!, ¡mi alma no resiste los embates de mi infortunio!

¡Pobre Luz!… pálida y triste como el ángel del dolor, llorosa y convulsa en su hondo pesar, parece que los encantos, como una ironía horrible, vienen a derramar sobre su frente toda la poesía del sentimiento, todo ese perfume santo que circunda a una mujer que ama, y que en su última lágrima y postrer beso encierra todo el misterio de una amarga despedida.

La pobre niña fijó sus ojos húmedos y brillantes en la faz sombría del guerrillero, y dijo suspirando:

—¡Eduardo, lloro porque dejo de verte, porque mi vida pierde sus encantos sin ti, porque te amo!

Su cabeza se inclinó como la azucena al golpe de la lluvia.

¿Qué decir a una mujer a quien se ama con pasión, cuando participamos de las mismas angustias?

El coronel permanecía contemplando con un éxtasis de dolor a aquella débil y hermosa criatura, cuyas lágrimas caían como las gotas del rocío en el pétalo de las flores.

Eduardo se arrojó a sus pies, la acarició, le juró mil veces que no la olvidaría; en aquel momento sintió que su valor lo abandonaba, que ante aquella mujer debía sacrificarse nombre, fama, porvenir, todo en aras de ese amor angelical…, no; ese mismo amor exigía el sacrificio de la separación.

Eduardo no debía perder el prestigio de su cariño; aquella misma mujer cuyo amor le arrastraba hasta pensar en el olvido de sus deberes, le vería más tarde pequeño y miserable. El sufrimiento enaltece, los peligros hacen aparecer digno al hombre que arrostra todo ante su honor.

—¡Es necesario partir, yo soy hijo de la revolución, y la hora ha sonado!

Levantóse Eduardo violentamente; entonces Luz se arrojó a su cuello, que ciñó con sus brazos.

—No, no partirás, le dijo; porque yo moriré cuando la esperanza se haya desvanecido en mi corazón.

—No, Luz, dijo con voz ronca el guerrillero; tú maldecirías más tarde este cariño; óyeme: esta ausencia es la prueba que Dios pone a nuestro alcance para nuestro amor; resistámosla, mi corazón es tuyo, tu imagen vive en mi pensamiento, en mis horas de infortunio, como esa lámpara en la soledad de la noche; sí, Luz, tú no desconfiarás de mi cariño, porque ofenderías a Dios.

Eduardo estaba aterrado, deseaba cargar con aquella mujer hasta el fin del mundo; sentía vacilar el suelo; con los brazos cruzados sobre el pecho contenía los hondos latidos de su corazón.

Pasaban por su cerebro calcinado todos los recuerdos de sus amores, no turbados hasta entonces sino por nubes ligeras que al disiparse hacían más hermoso el horizonte.

—Sí, añadió, yo debo partir ¿no es verdad?, ¿qué sentirías al verme humillado ante los enemigos de mi patria, escondiendo las armas que tantas veces han defendido la libertad?, ¡me despreciarías! Sí, Luz, me despreciarías y yo no podría ni aun quejarme de ti. Si crees que se puede arrastrar una existencia de ignominia y envilecimiento, aquí está mi espada, rómpela, porque tendría vergüenza de conservarla; mi conciencia me diría: ¡infame!, tu patria expira en manos extrañas y tú permaneces como un miserable en la molicie de las ciudades, ¡maldita la hora en que la patria puso en tus manos el acero!

A estas palabras, hijas de un noble entusiasmo, la joven se alzó erguida, noble, inspirada, y con acento seguro dijo al guerrillero: ¡marcha!, ¡mis lágrimas se han evaporado con la llama de tu aliento, mi corazón late como el tuyo, yo no había sentido nunca esta emoción que hace golpear la sangre a torrentes a mi pecho; ¡la patria!, yo he amado la tierra en que nací, amaba hasta las paredes y el techo de mi aposento, como ama la golondrina su nido; pero ese sentimiento que todo lo excluye, que aconseja el martirio y que acepta la muerte, hasta ahora lo comprendo; sí, Eduardo, marcha a la guerra, toma este relicario, encierra mi retrato y mi cabello, guárdale como un amuleto de mi cariño, mi alma te acompaña a todas partes, yo le rezaré a la Virgen por ti, sólo ella comprende mi amor y mis angustias, ¡adiós, un último abrazo!… y se escondió como una paloma en el pecho agitado del guerrillero.

¡Aquello era demasiado. Loco, delirante, abandonó Eduardo aquel lugar donde dejaba a la mujer de su amor, al ángel de su guarda, a la esperanza de su existencia!

Luego que Eduardo desapareció, todo aquel valor heroico desplegado por la joven, tuvo una reacción dolorosa; aquella alma elevada al cielo del entusiasmo, volvía a la débil guarida del pecho de una mujer.

¡Me muero!, exclamó Luz, y se arrojó trémula y delirante en brazos de su querida Clara.

ACTO SEGUNDO

I

El coronel Eduardo llegó adonde esperaban impacientes sus compañeros y subordinados. Los corceles rascaban el suelo con sus herraduras y relinchaban con frecuencia al percibir el toque lejano de los clarines de aquella tropa que abandonaba la ciudad.

—¡El coronel!, dijo el capitán Martínez, y todos saltaron a sus caballos.

—Capitán, estoy desesperado.

—Este México, replicó Martínez, estira más que el imán, todo es la primera jornada, cuando pase el primer sudor, ya estaremos tranquilos, además que no tendremos mucho tiempo que digamos para entristecernos, pronto los gabachos nos pondrán en guardia; porque yo no salgo del monte sino para la Martinica o para Mixcalco. He platicado muchas veces con la muerte, somos amigos viejos, yo sé que le pertenezco más tarde o más temprano. En cuanto al destierro ¡ya!, varias aventuras han rematado en Perote y en San Juan de Ulúa. Soy fruta de Yucatán.

El coronel dejaba charlar a su ayudante, sin poner el menor cuidado a su conversación que otras ocasiones le había distraído en los caminos y en las posadas.

El capitán no era hombre que reparara en esas frioleras de no hacerle caso; en comenzando una conversación seguía hasta concluir sin curarse de si tenía o no auditorio.

—Estos mochos, continuaba, son el mismo demonio, no les perdono esta cicatriz que divide mi cara ¡qué importa!, el pedazo de oreja que me falta no lo echo de menos, me parece que oigo mejor; crea usted, coronel, que el tajarrazo estuvo regularcillo; pero yo tengo piel de lobo, las chicas hacen un gesto cuando me pongo tierno; pero luego se ríen con mis historias: a propósito de ellas, es decir, de las historias, tengo una para después de cenar, que lo va a divertir a usted mucho, muchísimo, es la historia de mi penúltimo amor, ¡qué recuerdos, coronel!, esto es cosa de echar un trago.

El capitán llevó la mano a lo que llamaba su cartuchera de campaña, y ofreció un trago de coñac a los compañeros.

—Esto es bueno, dijo soltando una estrepitosa carcajada, para curar a los enamorados, es el bálsamo de la ausencia, me lo regaló una chica fondista que me ha dado de comer, y a quien he pagado con bonos sobre la tesorería ¡pobrecilla!, pensaba robármela; pero como lo que forma la parte hermosa de esa mujer es la fonda, no era posible este proyecto… ¡no importa! Yo como donde me ataca el hambre; y bebo cuando tengo sed, tomo vino y propiamente lo tomo; porque nunca lo pago.

Con este programa viajo contento, sin cuidarme de otros objetos que de mi cartuchera y mi mujer.

Al decir esto puso la mano sobre el puño de su espada.

—¿No tiene usted familia, capitán?, preguntó uno de los oficiales.

Quedóse un momento pensativo, como si dudase en la respuesta que debía dar, y repitió maquinalmente: familia… familia…

—¡Demonio!, prosiguió, hay cosas peores que los franceses. Ustedes son amigos míos y de postre les contaré lo que quisiera olvidar ¡demonio!, ya verán ustedes, ya verán, esa historia es el secreto de mi vida de guerrillero y de revolucionario.

II

En ese momento entraba la pequeña caravana a la ciudad de los Mártires de Tacubaya.

—¡Mirad!, sobre esas lomas donde está esa casa blanca que se llama Molino de Valdés, se levantó la noche del 11 de abril de 1859 el sangriento patíbulo de los Mártires de la Libertad.

En esas rocas vagan las sombras de las víctimas inmoladas al fanatismo religioso y a la política del retroceso.

Durante la noche las nubes se posan en las lomas, y a la luz de los relámpagos se ve a los mártires envueltos en sus sudarios.

¡Un vapor color de sangre sube al cielo entre el aire de la tormenta para pedir el castigo de los asesinos! …

¡La mano impía que escribió esa fatal sentencia, está ya cortada por el hacha del verdugo!…

¡La justicia de Dios se ha cumplido sobre la tierra!

III

El coronel y sus ayudantes se detuvieron en el portal de Cartagena, que está situado en la plaza principal de Tacubaya.

Allí existe una especie de hotel.

El patrón es un hombre afable, halagüeño, ofrece cuanto posee por sus justos precios, no fía ni al banquero Barrón una copa de vino.

—¡Hola!, capitán Martínez, ya le estaba echando a usted de menos, creía que alguna desgracia…

—Cosa mala nunca muere, replicó Martínez.

—No lo decía por tanto, replicó el hostelero, es usted terrible.

—¡Muchacho, pasea esos caballos!

El capitán, seguido del coronel Fernández y otro oficial que llamaremos Quiñones, se dirigieron en línea recta a la cantina.

—¡Copas!, gritó Martínez, que no siempre se hallan tan buenas como en esta casa.

El patrón hizo una profunda reverencia, que proporcionó al capitán una oportunidad para hacerle una mueca sin que lo notara.

Si el hostelero hubiera reparado en esa burla, se hubiera contentado simplemente con ponerla en la cuenta.

—¡Hum!, dijo el capitán.

—¡Hum!, repitió Quiñones.

Pero las copas quedaron vacías.

—Señores, dijo el patrón, desearán algo que cenar, pero es el caso que ya no queda nada en el establecimiento, porque la tropa se ha devorado cuanto había.

—¡Canario!, exclamó el capitán, yo lo siento por los señores, que yo al fin siempre estoy en cuaresma.

—Los señores, dijo el huésped, pueden disponer de todo lo demás como si estuvieran en su casa.

El capitán, que llevaba la voz, dijo:

—Pues haga usted dar algo a nuestros caballos.

Nuestro hombre respondió con tristeza:

—La pastura no se encuentra por ningún precio; la poca que había se consumió desde esta tarde.

—¡Con doscientos mil demonios!, gritó el capitán, es preciso que coman algo nuestros caballos, estoy por meterlos al jardín para que coman camelias y geranios.

Como el capitán era capaz de eso, y mucho más, el hostelero ofreció proporcionar maíz aunque fuese para la colación de la parte bruta.

—Subamos a dormir ya que no hay otro remedio, dijo Eduardo.

—Es que… ya no queda un solo colchón; por derecho de conquista se los han llevado todos, hasta el mío me han arrebatado, y voy a pasar la noche sobre el mostrador.

Cuando el huésped creyó que el capitán iba a estallar como una bomba a catorce pulgadas, vio con asombro que Martínez se echaba a reír con todas sus fuerzas.

—¡Por las orejas del vicario que esto es divertido!, marchemos con la música a otra parte.

Un comerciante español que había presenciado esta escena, se acercó al coronel y lo invitó a tomar alojamiento en su casa.

—Aceptamos los tres, se apresuró a decir Martínez.

El español se sonrió, y precedido por sus invitados se dirigió a su habitación que estaba en el mismo edificio.

El capitán tomó posesión de una sala espaciosa, donde sólo había una cama preparada.

Sirvióse la cena.

El capitán menudeaba copas que era una gloria, y mezclaba chistes y ocurrencias felices, que tenían divertido al español.

Eduardo no hablaba una palabra.

Quiñones escuchaba con admiración a su capitán sin quitarle la vista.

Ensartó tantas aventuras, tantos lances y tantas mentiras, que de su conversación podían sacarse otros cuentos de las Mil y una Noches.

El huésped se despidió y quedaron solos los tres viajeros.

El capitán propuso desde luego un problema: somos tres, dijo, y no hay sino una sola cama, ¿cómo hacemos las particiones?, la cosa es sencilla, al coronel le toca el colchón, a mí las sábanas y frazadas, y al compañero Quiñones la almohada.

—Convenido, dijo humildemente el oficial.

—Pero no, prosiguió Martínez, al entrar he visto un colchón sobre el barandal del corredor, le tomaremos de leva por estar fuera del cuartel después de retreta, y está el negocio arreglado.

Martínez seguido de Quiñones se dirigió a su presa, y a pocos momentos volvieron con el colchón, tendieron sus sarapes, y:

—¡Voto a los diablos!, exclamó Martínez, me había olvidado, tengo que contar a ustedes la historia ofrecida.

El capitán después de un rato de silencio, dijo:

—Soy hombre que nada oculto a mis amigos, voy a referir esa historia que es nada menos que la de mi familia, ¡rayo!, cuando recuerdo ciertas cosas, me dan ganas de ponerme a la boca de un cañón cargado de metralla.

En seguida se atusó los bigotes, se echó al coleto una copa de catalán, encendió un puro y dio principio a su relato.

IV

—«Nací en el Estado de Michoacán, paisano del cura Morelos, para servir a ustedes.

Michoacán es el país de la libertad, allí nada está encadenado, desde el aire es libre ¡viva Michoacán!

Mi padre era labrador, estaba casado con una mujer más linda que un serafín; ¡por Barrabás que mi madre era hermosa como una estrella!

Dos chicos había en la casa, mi hermana Guadalupe que era más bella que mi madre, sí, señores, mil veces más, mi hermana está guardada para un rey, no he visto otra que se le parezca ¡rayo!, y yo la celo como un tigre, si algún perillán me la engañase, le mataría mil veces, ¡pues no!, como que la quiero más que al general Zaragoza.

Esa muchacha es lo único que me inquieta, está sola en el mundo, ¡demonio!, ¡y esta vida que los gabachos se han empeñado en llevarse!… en fin, Dios sabe lo que hace.

Un día, señores, al regresar mi padre a mi casa, no halló a su esposa, había desaparecido.

El pobre viejo se echó a llorar, como un desesperado porque la amaba tiernamente.

Yo era muy niño, pero recuerdo que estaba triste, profundamente triste.

Corrió el rumor de nuestra desgracia, ya ustedes conocen lo que son los jueces, mi padre fue reducido a prisión y nosotros quedamos abandonados.

—¡Con mil legiones de diablos!, gritó el capitán dando un manazo tan fuerte sobre la mesa, que derribó las copas y las botellas. Esto es increíble, injusto, sí, muy injusto.

El juez inventó que mi padre había asesinado a su esposa, haciéndola desaparecer, y lo sentenció a diez años de presidio.

Eduardo movió con impaciencia la cabeza y Quiñones llevó involuntariamente la mano a su revólver.

—¡Diez años!, continuó el capitán; diez años es la vida de un hombre.

Mi padre salió con la cadena al pie a pesar de sus protestas de inocencia, a extinguir su condena a las obras públicas.

Para los pobres no hay justicia, es necesario hacérnosla por nuestra mano.

En medio de aquella soledad que me infundía pavor, se me fijó sin explicarme la causa, la fisonomía de un hombre a quien había visto de continuo en la iglesia del pueblo.

Su cara era enjuta, su nariz roma, la frente deprimida, los ojos bajos, la barba temblorosa, los brazos sobre el pecho y la cabeza siempre inclinada como en meditación.

Dos días habían pasado de la prisión de mi padre, cuando se presentó en mi casa una mujer.

—Vamos, nos dijo a mí y a Guadalupe, el señor está preso y ustedes no pueden vivir sirios.

Este acontecimiento me hizo una fuerte impresión.

Seguimos a aquella caritativa mujer a cuyo lado viví seis años.

Siempre que la recuerdo, mi corazón se conmueve; la última vez que la visité, fue en el cementerio del pueblo… pagué con lágrimas mi deuda de gratitud.

Quedóse un momento en silencio, sacó después su pañuelo, enjugó sus ojos y continuó:

—Mi padre permanecía en presidio, yo le visitaba frecuentemente. Cuando me veía, empuñaba la barreta, daba fuertemente sobre las canteras del camino, y la barra de hierro despedía fuego.

Mi padre quería tal vez apartar de su cerebro alguna imagen que le molestaba, y creía lograrlo con el rudo sacudimiento del trabajo.

Tenía yo veinte años cuando pasó el general Pueblita por el lugar de mi nacimiento.

—¿Pablo, me dijo; quieres venir conmigo? Vamos a defender al país contra sus tiranos, contra esos infames que han sentenciado a tu padre.

—Al momento, le repliqué, yo quiero vengar a mi familia; y sin consultar a nadie, salí de aquel lugar extraño, cuya sombra había sido tan benigna para nosotros.

Además, la vida aventurera tiene para mí un atractivo poderoso.

El general me hizo alférez de su escolta y comenzamos juntos la revolución en Michoacán.

El movimiento iniciado en Ayutla seguía terrible, el que vive de la guerra, justo es que coma de la guerra.

Las contribuciones y los préstamos se pusieron a la orden del día.

El general me envió al pueblo de Ario a recoger un impuesto a los causantes.

Como estas órdenes son sencillas, me encaminé al lugar de mi comisión, pregunté por un individuo a quien iba recomendado y se me presentó el viejo aquel de la iglesia de mi pueblo.

Una emoción involuntaria agitó mi sangre, el corazón me dio un vuelco, que creí ahogarme.

El hombre aquel, fijó en mí durante algunos segundos su vista, retrocedió dos pasos, se puso visiblemente pálido y me dijo con voz insegura:

—«Vete, Pablo, yo no tengo a esa mujer.»

—¿De qué mujer me habla usted?, le contesté.

Entonces se repuso y con voz firme respondió:

—¿Yo?, de ninguna. ¿Qué quiere usted en mi casa?, ¿en qué puedo servirlo?

—Le dije mi objeto, e inmediatamente me dio cuanto dinero le pedí.

La vista de aquel hombre arrojó sobre mi memoria la desgraciada historia de mi madre, su desaparición, el presidio.

El corazón nunca engaña.

El general Pueblita llegó esa noche y salimos al amanecer.

A la salida del pueblo se acercó a mí una mujer y puso en mi mano un cartucho con dinero; quise detenerla, pero la perdí entre las sombras del crepúsculo.

Señores, desde aquel momento, dijo el capitán dando un puñetazo sobre la mesa, el viejo no se apartó de mi imaginación; su extraña pregunta, su turbación, tenían algo que ver conmigo, decididamente ese hombre me ha hecho algo, y algo terrible; porque yo le aborrezco instintivamente.

Por las noches pensaba en mi padre, en sus horribles sufrimientos.

Su cabello se había vuelto cano, las arrugas habían invadido su rostro, y su frente tostada por el sol, se inclinaba agobiada de cansancio y de infortunio.

El infeliz lloraba de vergüenza, y sólo sus manos encallecidas en el trabajo del presidio enjugaban sus lágrimas.

A mi hermana le había prohibido ir a la prisión.

La familia se ha acabado: un viejo en la cárcel, una niña abandonada, un joven en las tormentas revolucionarias.

¿Estos tres seres abandonados, volverán a unirse otra vez?…

V

Hay seres cuya existencia pasa desconocida, y cuyos sufrimientos sólo los sabe Aquél que traza en su eterno libro los crímenes y las virtudes de los hombres.

El capitán se arrojó desesperado sobre la cama.

Quiñones se tendió a sus pies, y Eduardo, sumergido en profundas cavilaciones e impresionado con la historia de su ayudante, se quedó un rato aletargado.

Unos toques dados con precipitación a la puerta, hicieron despertar a nuestros viajeros.

—Señores, dijo el español, me acaba de decir el criado que uno de ustedes ha tomado el colchón que estaba en el corredor.

—Presente, gritó el capitán, ¿y eso qué tiene de extraño?

—Tiene, replicó el español, que hace dos días ha muerto en él la señora mi suegra, a consecuencia de un tifo horrible.

Quiñones saltó como impulsado por un resorte.

El capitán exclamó:

—¡Por vida del diablo que esto es magnífico!, vea usted que la buena de la señora se ha muerto a tiempo.

—¡Caballero!

—Lo dicho, a su sentida pérdida se le debe el que pasemos bien el resto de la noche.

—¿Pero si sucede una desgracia?

—La desgracia sería dormir en el suelo; sobre todo, yo tengo más ponzoña que el tifo. Con que…

—Pues entonces, buenas noches, dijo el español.

—Me gusta la ocurrencia, vean ustedes cómo las viejas sirven de algo alguna vez. Compañero, venga usted a seguir durmiendo.

Quiñones no respondió al capitán, tomó los arneses de su caballo, los tendió en el suelo y procuró conciliar el sueño.

El capitán roncaba a los cinco minutos como si durmiera en una otomana.

VI

Las dos de la mañana daban en el reloj de San Diego, cuando otros golpes más fuertes vinieron a sonar en la puerca de nuestros amigos.

—¡Rayo!, gritó el capitán, ésta es noche toledana: ¿qué se ofrece?

—¡Señores!, gritó la voz de un soldado, el enemigo se acerca, están repartiendo el parque.

—¡Arriba, coronel!, ¡el enemigo!

Levantáronse los tres violentamente, bajaron precipitadamente la escalera, ensillaron sus caballos y se pusieron en espera de los acontecimientos.

La luna estaba aún en el horizonte; pero su espléndida luz comenzaba a amortiguarse con la suave claridad del crepúsculo.

Algunos luceros brillaban aún en el fondo de un cielo claro y apacible.

El aire agitaba apenas las hojas de los árboles, parecía que la naturaleza estaba desmayada como una joven a las primeras aspiraciones del cloroformo.

El ruido de las armas y los gritos de la tropa formaban una verdadera confusión.

La alarma era producida por la aproximación de unas guerrillas de butrón que se dejaron ver sobre las lomas, tiroteando las avanzadas, cargando sus fuegos sobre los carros del parque.

Un incendio hubiera sido espantoso.

El bandido que capitaneaba a esos miserables fue ahorcado por los franceses veinte días después de consumada su traición.

—¡Capitán!, gritó el coronel Fernández, tome usted doscientos caballos y desaloje esas guerrillas.

Ligero como un rayo el valiente capitán, mandó tocar marcha, después trote y luego a escape, y se lanzó sobre las guerrillas enemigas con la destreza que se adquiere en el teatro de los combates.

A los diez minutos ya estaba trabada una escaramuza de primera fuerza.

Entre una nube de polvo y humo desapareció el capitán.

—¡Quiñones!, dijo el coronel, avance usted sobre el camino con una compañía de tiradores.

El oficial cumplió estrictamente con las órdenes.

Martínez había puesto en fuga a las guerrillas y volvía trayendo algunos prisioneros.

Seguramente estaba acostumbrado a esta clase de encuentros, porque no le dio importancia al triunfo que acababa de obtener.

A las cuatro de la mañana se puso en marcha el ejército, emprendiendo el ascenso de las lomas que indican la proximidad del Monte de las Cruces.

Detúvose el coronel en lo alto de las lomas; y fijó su mirada en la capital.

Apenas se distinguía la bella confusión de sus torres y sus cúpulas.

Las nubes acariciaban la frente de la beldad azteca, y el espejo de sus lagunas, como una faja de luz, simpatizaba con las tintas apacibles del alba.

El viento de la mañana agitaba los celajes importunos, semejantes a los espíritus de la noche que se apoderan del corazón para entristecerlo…

¡México desapareció!

El coronel azotó fuertemente su caballo, y sin volver la vista se perdió en las quiebras del camino de Santa Fe.

II. El drama

I

El que haya caminado con el ejército, habrá tenido lugar de ver los hondos sufrimientos de nuestros soldados.

Desnudos, hambrientos, seguidos de una familia desgraciada que participa de sus penas, emprenden su marcha sin levantar una queja, sin reflexionar sobre su situación.

La mujer carga a veces el fusil y el soldado al infeliz niño.

Duermen al raso en el camino junto a una lumbrada y a veces ésta es apagada por la lluvia.

El fuego del sol y los hielos del invierno lo abaten, así pasa su existencia hasta que una bala viene a poner término a tan penosa peregrinación. Entonces aquella familia se hunde en la noche de su destino.

Luchan como leones en el combate, sí, luchan sin esperanza, porque su suerte no cambiará jamás: ¡qué importa!, si muere, aparecerá anónimo en el detalle de los muertos; si sobrevive al triunfo, se le recomendará en la orden del día.

¡Gloria a vosotros, valientes soldados que derramáis vuestra sangre hace medio siglo por conquistar las libertades de vuestros hermanos!, ¡gloria a vosotros! Os ha tocado una época bien desgraciada, pertenecéis a una generación de mártires; pero el porvenir es acaso de vuestros hijos…

II

Las divisiones avanzadas no habían encontrado a su paso dónde alojarse, y pernoctaron sobre el camino.

El tren de artillería era llevado violentamente; pero a veces se detenía en las cuestas y quebraduras a causa de un camino lleno de obstáculos.

Además de la tropa, ya hemos dicho que venían multitud de personas huyendo al contacto de los invasores o temiendo ser víctimas en los momentos de la entrada de los franceses.

Los enfermos caminaban en coches embargados, y multitud de partidas sueltas se perdían en las veredas.

Presentaba aquel conjunto un cuadro pintoresco.

El canto de los soldados, los gritos de los conductores, las conversaciones de las caravanas, levantaban un murmullo constante.

Salió el sol y las armas formaban un cambiante de luz hermosísimo.

Todos los amigos se reconocían, se abrazaban, preguntaban por los compañeros.

Para dar idea de estas conversaciones, haremos que el lector conozca algunos diálogos.

—Querido, vienes muy triste.

—Un poco, la familia, la…

—La novia, ya no pasarás tanto por los arbolitos, chico, ya estabas secándolos con tanto reclinarte, debías pagar la contribución de paseos.

—Iba yo por refrescarme.

—Ya entiendo, la sangre; eres más feliz que yo, a mí siempre me la han quemado.

—¿Quién es aquella muchacha que va con el teniente Ibáñez?

—Hombre, su hermanita.

—¡Ya!, la hermana de su hermano. A propósito de hermanos, ¿dónde van los tuyos?

—Por el camino del interior hasta San Luis Potosí.

—¿Y tú por qué no los sigues?

—Yo estoy con el general Garza, marcho hasta Tampico.

—Querido, viajas mucho para proporcionarte las intermitentes.

—La intervención me ha salvado; figúrate que el maldito viejo quería atraparme, y entre el matrimonio y la fiebre amarilla no hay disyuntiva.

—Ése es mi programa.

—¡Bravo!, gritó con acento alegre el capitán Martínez, estos jóvenes son de mi escuela, ¡ah de los solteros! Yo llevo la bandera y pienso ponérmela de sudario; ¿pero qué es este pueblo inmediato?, ¡rayo!, esto es un aduar por donde han pasado los comanches.

III

Aquél que fue pueblo se llamaba Cuajimalpa.

No era ya un lugar alegre lleno de casucas y fonditas, con una plaza donde se encontraba la fruta más apetitosa; ya no salía del pequeño hotel esa nube de humo que anunciaba a los pasajeros de México y Toluca un almuerzo magnífico a aquellas alturas.

Ya el alcabalero no estaba tomando sol al portalito de la oficina, ni se agrupaba la gente al oír los cascabeles de la posta.

Cuajimalpa ya no existe, las casas están arruinadas, las tapias de los corrales derribadas, la oficina del peaje incendiada.

El aliento destructor de la revolución ha pasado por allí; hoy es el asilo de algunas familias que sufren las frecuentes invasiones de los forajidos y de los insurrectos.

—¡Hola, señores!, gritó el general Rojas saliendo de uno de los jacalitos, aquí hay y catalán, para los compañeros.

—¡Presente!, gritó Martínez, y tomó con la rapidez del gavilán la botella que llevó a sus labios durante dos minutos.

—Parece que es usted afecto.

—Algo, así, así, ahora estoy de dieta, soy de la sociedad de temperancia.

Y luego se puso a cantar la conocida copla de:


Que beban agua los bueyes
que tienen el cuero duro.
 

—Anoche hemos dormido en este sitio infernal, dijo Rojas, sin más abrigo que las estrellas; es necesario arrostrarlo todo por defender a la patria, porque…

—Copas y no proclamas, dijo el capitán Martínez; otro trago que el camino es largo y dentro de poco el sol picará como un demonio: ¡viva Cuernavaca! Ya le tengo recomendado a Leiva me envíe un barrilito del pie de la vaca; porque el que no bebe no vive.

—Compañero, dijo Rojas, usted es capaz de beberse la laguna de Chapala.

—Sí, mi general, como esté llena de vino.

—Anoche, prosiguió Rojas, estuvo el coronel Lozada con Pepe Querejazu y el doctor Larrea, me acompañaron a cenar y bebieron de lo lindo.

—A propósito de cena, dijo el capitán Martínez, ese señor Querejazu lleva un caballo que da grima.

—Las leguas lo amansarán, replicó Rojas, el camino hace dóciles a los hombres y a los animales.

—Menos cuando no los hace, contestó Martínez. Lo que digo es que ese caballo es mucho animal para ese jinete.

—Bebimos hasta la madrugada, continuó Rojas, mis compañeros siguieron su camino, ustedes deben alcanzarlos dentro de hora y media; porque el coronel Lozada va despacio con su infantería y piensa llegar a Lerma esta tarde.

—Qué brusco es ese coronel, dijo Martínez ¡qué vozarrón!, y ¡qué botas!, parecen alforjas, en ellas puede conducir el bagaje entero de su brigada, lo menos siete vacas han entrado en cada una.

—Le presento a usted a su hermano, dijo Rojas.

—¿Al hermano de las vacas?, preguntó Martínez.

—Al del coronel Lozada, replicó Rojas algo mosqueado.

—Servidor de usted, dijo un joven que acompañaba al general.

—Pues señor, exclamó Martínez dando un suspiro y mordiéndose el bigote, es cierto que el señor su hermano tiene unas botas demasiado grandes; pero no hay otro más simpático en todo el ejército.

Todos soltaron la risa al ver el aplomo del capitán; éste que era un campechano, se dirigió al joven y dándole un abrazo le dijo:

—No he dicho más que la verdad, y lo repito, mi coronel Lozada es muy grosero; pero yo lo estimo por valiente.

—Amén, dijo Rojas en tono de monigote de parroquia.

—Saben ustedes, objetó Martínez, que este aire es más frío que el aliento de una vieja.

—Opino de la misma manera, respondió Rojas.

El lector querrá saber después de la historia de nuestro guerrillero, algo sobre su fisonomía.

Martínez es un mozo fornido, alto, doblado como un hombre de campo, frente despejada, ojos garzos poblados de pestañas y dos cejas que se confunden en una sola línea.

Su nariz es regular, sus labios se pierden bajo sus bigotes castaños, y su blanquísima dentadura se deja ver cada vez que lanza una de esas estrepitosas carcajadas tan conocidas en el regimiento.

Una cicatriz atraviesa su rostro, reliquia palpitante de la revolución de Ayutla.

La parte superior de la oreja izquierda se perdió en esa jornada; no obstante, aquel rostro tiene una simpatía franca, tras aquella mirada todo es noble.

No es el hombre de la venganza ni el del asesinato, es el soldado de los combates ¡pobre Martínez!, fiel como un perro, resignado a los trabajos, llevaba un pesar profundo en el corazón, y sin embargo, se manifestaba alegre y contento.

Esa hermana Guadalupe que él amaba tanto, era el foco de sus esperanzas; cuanto tenía era para ella, sólo esa criatura hacía palpitar con entusiasmo al guerrillero.

La mimaba aún a distancia, nada para él, todo para ella.

El capitán Martínez era el tipo determinado del guerrillero, su traje muy sencillo, un sombrero alemán con galones y toquillas de plata, chaqueta de paño con alamares, calzonera negra con botonadura de concha, botas de cuero de venado, su revólver puesto a la cintura donde se ceñía su canana.

Montaba un caballo negro como la noche, le decía el azabache. Los arneses eran de un gusto exquisito.

Pendiente de una correa y puesta entre las arciones de la silla, estaba la espada de un temple magnífico. Una reata en los tientos, y debajo y por ambos lados del vaquerillo dos pistolas dragonas.

El capitán Pablo Martínez, que así se llama nuestro héroe, tiene, como ya sabrá el lector, un modo de reírse estrepitoso, acciona como quien riñe, franco, consecuente y buen amigo, más bien está en los peligros que en los días de frascas y parrandas.

Martínez es un hombre que ríe de un muerto y llora al ver a un desgraciado.

IV

Hacía dos horas que los viajeros se habían despedido del general Rojas, cuando se encontraron en el Monte de las Cruces.

En esa sucesión de montañas cubiertas de espesas arboledas, hay un lugar que se llama las Cruces, de donde toma su denominación esa sierra que conduce de Cuajimalpa a Lerma.

Mirad aquella peña desnuda que se levanta al lado Sur de ese camino. Esa peña es una historia.

La pirámide de cantería plantada sobre la piedra, avisa al viajero que algo debe haber acontecido allí.

Descubríos la frente.

El padre de la independencia mexicana, el virtuoso anciano de Dolores, celebró ahí el sacrificio de la misa, delante de su ejército, el memorable día de la batalla.

Bajó del altar para empuñar la espada vencedora en aquel campo de gloria y de recuerdos.

Aquella piedra es una ara sagrada, hay un perfume santo que la circunda, su lámpara es el sol, sus pebeteros las flores que la primavera extiende en su derredor como ricas alfombras de un templo.

¡Cuadro sublime cuya copia es imposible!

Las tintas no se encontrarán nunca en la paleta del artista, ni será trazado por la mezquina pluma del escritor.

¡Sacerdote y caudillo!

¡La voz del cielo y la de la patria!, ¡las fibras más armónicas del corazón!

Ahí está el anciano cura sobre el pedestal que más tarde será el de su gloria inmortal.

El pueblo está arrodillado delante del rústico altar.

Masas inmensas, incontables, se agrupan en la llanura, en los recodos, en las cuestas, en las montañas; parece que los árboles han tomado la forma humana a la voz del sacerdote.

Esa muchedumbre es un ejército de héroes, que van a combatir por la independencia de América.

¡Invocan por los labios de su caudillo al Dios de las batallas, en los supremos momentos del combate, en esa crisis terrible, en que la sangre se hiela, el corazón no cabe dentro del pecho, las pupilas se dilatan y la muerte está delante de nosotros!

¡Un grito se levantó de todos aquellos corazones para pedir al cielo la victoria!

Dios escuchó aquella súplica ferviente, y las auras de la victoria mecieron los pabellones de la patria.

El héroe de ese día, el patricio que se ciñó los laureles del triunfo en esa inolvidable jornada, el ídolo del pueblo, el genio de América, expiró un año después en un patíbulo; y esa cabeza venerada donde brotó el pensamiento sublime de la emancipación de un pueblo, fue expuesta como la cabeza de Aben-Humeya, en una jaula, sobre el muro del Castillo de Granaditas.

¡Su memoria será eterna en la historia de la humanidad, aunque sea sangriento su tránsito a la vida inmortal!…

Pasa su nombre a la posteridad bajo el dosel espléndido de la gloria, mientras que se pierde en sempiterno olvido el nombre de los miserables asesinos que lo llevaron al cadalso, apoteosis de su inmortalidad.

V

Junto a esos recuerdos de gloria y de gratitud, se halla también una página oscura, trazada por la mano de la revolución.

Dos cruces negras, ceñidas por unas coronas que los huracanes han despedazado, están clavadas a corta distancia en las mismas rocas.

Esas cruces recuerdan a dos hombres asesinados.

¡Preguntad su nombre a los soldados de Calderón, Guadalajara y Calpulalpan!

El patriarca de la Reforma y el caudillo de la revolución progresista, encontraron una tumba común en la montaña de las Cruces.

Sus manes están vengados.

El asesino ha traicionado a la patria, y en su frente lleva la marca de Caín, y como el fratricida, oye a todas horas la maldición del cielo que tarde o temprano caerá sobre su existencia.

Instintivamente los viajeros se detuvieron.

—Mi general Degollado fue muerto aquí, dijo el capitán con voz trémula, y se arrodilló delante de la cruz.

Aquel hombre encallecido en las batallas, se conmovió delante de ese signo misterioso de la redención, clavado sobre una fosa.

Hay una lluvia benigna sobre las almas que parecen secas por el cierzo de las vicisitudes.

El soldado hacía los honores a su general, muerto en el campo de batalla.

El capitán se levantó agitado, limpió su frente húmeda por el sudor de la congoja, y señalando la cruz inmediata, dijo a Quiñones con desesperación:

—¡Compañero, el general Valle!

Quiñones no respondió, plegó el ceño y murmuró algunas palabras que no se le percibieron.

—Sí, dijo levantando la voz, yo recuerdo a mi joven general, con su voz de trueno, cuyos ecos respondían las barrancas de Atenquique. Parece que lo veo en el sitio de Guadalajara, con su bota federica, su fieltro negro, su capote gris, sí, lo recuerdo bien; montado en su caballo colorado recorriendo las trincheras en medio del fuego.

¡Lo vi también con mi general González Ortega en Calpulalpan… y colgarlo como a un bandido!

Quiñones saltó sobre su caballo seguido de sus compañeros, todos impresionados por tan dolorosos recuerdos.

VI

Llevaban algunos minutos de camino, cuando vieron a lo lejos una nube de polvo y se oyeron algunos gritos.

—¡Lo mata!, exclamó el capitán. ¡Ese caballo es el demonio!, ¡rayo!, ese hombre se pierde… ¡lo mató!

Los viajeros lanzaron sus caballos al lugar de la desgracia, ¡ya era tarde! Querejazu, el amigo de Rojas y a quien le había echado el fallo el capitán Martínez, estaba en el suelo sin sentido.

El médico lo había sangrado, la sangría no dio resultado alguno.

Los espíritus vitales le acompañaron algunas horas.

El lance había pasado así: a lo largo del camino estaba el cadáver de una mula; Querejazu que seguía distraído su marcha, al atravesar para tomar una vereda dio con el animal muerto, su caballo que era brioso, se encabritó, el hombre aturdido tiró de las riendas echándosele encima, caballo y jinete rodaron por el suelo.

La cabeza de la silla hizo pedazos el cerebro del jinete.

—Nos llevó la delantera, dijo Martínez, y se unió con sus compañeros que esperaban al regimiento para incorporarse.

VII

No hacía mucho tiempo que caminaban, cuando el ruido de los fusiles se dejó oír por las montañas.

—¡Barrabás!, dijo Martínez, hoy es un día malo, veamos qué pasa, y ligeros como unos lebreles se dirigieron al lugar donde se armaba la escaramuza.

Un batallón formado de presidiarios se había sacado la víspera de la ciudad.

En los instantes en que es necesario aprovechar cuantos elementos se presentan, en que se necesitan brazos que empuñen las armas para combatir a un enemigo terrible, y defender intereses que están sobre todas las consideraciones humanas, todo es permitido. Cierto es que envuelve una inmoralidad, sacar de las prisiones a los reos para filiarlos en un ejército que por móvil debe tener el honor y el decoro; pero repetimos, en esos momentos de angustia se obra discrecionalmente, y las circunstancias autorizan esos hechos, que no pasarían en épocas de orden y de reposo público.

Volvamos al teatro de los sucesos.

A la hora en que el ejército bajaba de las cumbres a la llanura de Salazar, tornaron a aparecer en mayor número las fuerzas reaccionarias y a introducir el desorden en las filas republicanas.

Los guerrilleros sostenían el fuego y arrojaban al enemigo allende las laderas del camino.

Favorecidos los presidiarios que formaban el batallón a que nos hemos referido, por el fuego de los destacamentos traidores, comenzaron a desbandarse.

El general, no pudiendo contener a la tropa, volvió sus baterías y metralló a los dispersos.

El general Vega que cuidaba la retaguardia del ejército, al oír el fuego, creyó que el enemigo había sorprendido a las fuerzas, quiso adelantarse con su columna, cuando vio llegar en bandadas a los soldados, que al grito de ¡viva la religión!, buscaban la fuga protegidos por las fuerzas contrarias.

Vega no acostumbra detenerse ante los obstáculos ni los peligros.

Una fatalidad había hecho que se encontrase a la retaguardia de las divisiones.

Un rasgo de audacia y todo estaba salvado.

Mandó hacer alto a los carros en que venían los enfermos, hizo formar a aquellos hombres macilentos y casi desfallecidos, les dio armas, y a su cabeza comenzó a contener la dispersión.

A los primeros disparos comenzaron a vacilar los desertores acribillados por dos fuegos contrarios, los más fueron hechos prisioneros por los soldados enfermos de la valiente división de Sinaloa.

Las guerrillas enemigas fueron dispersadas completamente.

Formáronse los prisioneros delante del ejército que había hecho alto.

El general Porfirio Díaz, que tanto se distingue en la disciplina militar como en el valor temerario que despliega en los accidentes de la campaña, mandó quintar a los desertores.

Un oficial salió de entre las filas, y comenzando por la derecha, a contar ¡uno… dos… tres… cuatro… cinco!…

El soldado a quien tocó este número fatal dio tres pasos al frente.

El dedo de la fatalidad lo había señalado como la primera víctima.

Siguió aquella cuenta de muerte hasta la conclusión.

Entre aquellos infelices había algunos soldados del benemérito ejército de Oriente, arrastrados por él destino a uno de esos motines que se contienen con el bronce.

Formóse el cuadro sobre el camino, y aquellos infelices se arrodillaron para recibir la muerte.

El ejército contemplaba aquel cuadro aterrador, nadie estaba en su color natural.

Era necesario aquel espectáculo ante un ejército en que ya se dejaban sentir los síntomas del desorden, ante un ejército que era la esperanza de la revolución.

Una sucesión de descargas anunció la muerte de los insubordinados.

Dos tiros habían pasado a los soldados del cuadro, y muerto a uno y herido a otro.

Los cadáveres se arrojaron a un lado del camino.

El ejército continuó su marcha en un silencio sombrío, todos estaban tristes ante el siniestro drama que acababan de presenciar.

Las mujeres de los soldados dieron sepultura a los cadáveres mutilados, señalando aquel lugar con cruces formadas con las ramas secas que arranca el viento a los árboles de las rocas.

VIII

Sobre aquellas tumbas recién cavadas y en cuya tierra se percibía la sangre, estaba un hombre de pie con los brazos sobre el pecho. El semblante de ese hombre era sombrío y las lágrimas corrían por sus mejillas.

—¡Pobres soldados míos!, ¡ellos me acompañaron al peligro tantas veces!… ¡no esperaban morir atravesados por balas mexicanas!

Aquel hombre era el general Ghilardi, era el compañero de Garibaldi, del herido de Aspromonte, del derrotado de Monte-Rotondo.

Ghilardi había estado en las barricadas del cuarenta y ocho. Había salido proscrito de su patria. Se encontraba en América frente a frente de ese ejército que tornó a arrojar sobre el solio de la Italia a Pío IX.

Ghilardi murió un año después de la retirada del ejército, fusilado por los franceses cerca de Guadalajara.

¡La república ha venido a poner una corona de inmortales siemprevivas en la tumba del expatriado, cuya sangre se ha ofrecido en los altares de nuestra independencia!

Ghilardi pasa a la inmortalidad, en ese sangriento y glorioso catálogo de los mártires de la independencia.

III. Adelante

I

El coronel Eduardo Fernández parecía extraño a cuanto pasaba en su derredor.

Tuvo un momento de excitación al principio de la escaramuza, después había seguido camino a Lerma, cuando se convenció de que el enemigo no intentaría ataque alguno fuera del Monte de las Cruces.

Su asistente se había extraviado entre la confusión, y el caballo de Eduardo no podía dar un paso.

Ya no era aquel noble y brioso corcel que nunca había sentido el crujido del látigo, ni sentido el hierro del acicate, no, su cuello erguido en otras ocasiones al sentirse acariciado blandamente por la mano de una mujer, cuya casa trascendía a lo lejos, se inclinaba dolorosamente, sus narices aspiraban con ansia indecible, y todo él se movía a los latidos del corazón.

Dos veces no pudiendo resistir a la fatiga, dobló sus manos con un cuidado tal, como si quisiese evitar una caída a su amo.

—¡Pobre animal!, dijo Eduardo; tan noble, tan inteligente, Luz va a hacer una pesadumbre con su muerte.

El caballo estaba en una postración completa.

Entonces el coronel le dejó libre de su peso y echóse a andar hasta la entrada de Lerma.

II

El capitán Martínez y Quiñones, venían desesperados, muertos de hambre y de fatiga.

Una falange de muchachos alegres como golondrinas atravesaban el camino.

—Adiós, mi capitán, dijo uno de ellos, haciendo una mueca graciosísima.

—¡Hola, Felipe!, respondió Martínez, ¿traes algo que meter debajo de las narices?

—Sí, replicó Felipe, un magnífico rapé.

—¡Cargue el diablo contigo!, dame algo con qué remojar la garganta.

—Detengámonos, dijo Felipe.

La hacienda de Jajalpa estaba a la vista con sus árboles y sus techos de teja colorada.

—En cuanto a la parte gastronómica, estamos fallidos, dijo Felipe; pero Baco nos es propicio.

Dicho esto se pasó revista a las maletas, el capitán se arrojó como un gato sobre un trozo de queso, ¡ah bribones!, dijo, ¿conque me ocultaban esta vianda?

Quiñones nada más veía.

Felipe tomó la única botella de coñac que quedaba, y llevándola a los labios, apuró algo del líquido y comenzó a emitir su parecer sobre la bondad, edad y longanimidad del aguardiente.

Dos ojos suplicantes como los de una Magdalena lo veían con una ternura inexplicable y dramática.

Eran los del capitán Martínez que se daba por invitado sin que nadie le hubiera hecho la menor indicación.

El capitán tosió, estornudó, habló de calor, pero nadie hizo caso.

Observó la falta de agua, cuando nos deslumbraba el espejo clarísimo de la laguna de Lerma.

El capitán hubiera desmentido sus antecedentes, caso de abdicar de su sistema antiguo que él llamaba su programa.

Arriscóse el sombrero, y con aire campechano se acercó a Felipe y le apostrofó de esta manera:

—Amigo, yo soy mejor conocedor que usted, y maestro en la materia, con sólo oler ese coñac digo su fe de bautismo, y de dónde es y cuánto tiempo lleva de embotellado.

El incauto joven pasó la botella a Martínez, éste la llevó a la nariz y aspiró con ese aire que se da un boticario en su droguería.

—¡Por Barrabás, que es algo añejo!, y siguió en sus investigaciones.

Aplicó la boca de la botella a la suya, dio un trago capaz de apurar doble del contenido.

—¡No está del todo malejo!, exclamó y tomó resuello para continuar.

Quiñones se rasgó las orejas.

—Un pesillo a que adivino todo lo que tengo ofrecido.

—Aceptado, gritaron todos los camaradas.

—Pues, señores, este coñac… este coñac… y menudeaba tragos que era gloria; lo han embotellado… en tiempo de Saligny, ministro de Francia.

—¡Maldito seas tú y los franceses!, le dijo Felipe arrancando la botella de sus manos.

Pero ¡oh ilusión!, ¡oh desengaños de la vida! ¡oh… en fin!, la botella estaba vacía y su contenido había pasado al estómago del guerrillero.

Un aplauso resonó en los portales de la hacienda.

Quiñones rechinaba los dientes como un condenado.

III

Púsose en marcha la turba aventurera, y a las tres de la tarde se descolgaban como una nube en la nobilísima ciudad de Lerma.

Lerma es una ciudad excepcional, se compone de una sola calle que se prolonga de una manera horriblemente desigual.

Ningún edificio se parece a otro.

Cada casa representa el capricho o la excentricidad del dueño.

Una casa microscópica junto a unos paredones en ruina. Un edificio de dos pisos junto a las tapias de una zahurda.

Hay algunos edificios de gusto pero sin armonía con el resto de la ciudad.

La calle es «el Camino real»; quien haya viajado por la República comprenderá el infernal sentido de esta frase.

IV

Las primeras brigadas hicieron alto en Lerma.

La ciudad tenía una animación desconocida hasta entonces.

Los efectos de su comercio se consumieron instantáneamente a precios muy subidos.

Los infortunados viajeros que llegaban en caravanas no encontraban ni una miserable fonda donde restaurar sus fuerzas debilitadas.

Nuestros amigos tenían un hambre devoradora.

Quiñones, tomando un aire de protección, dijo a sus compañeros, en tono de conquistador:

—Señores, les tengo reservada una sorpresa, voy a hacerles servir una comida opípara, carnes frías, jamón, pasteles, coñac y vinos generosos, el que quiera, tome su cruz y sígame.

Las tripas del capitán gruñeron de alegría.

Quiñones tomó la delantera seguido del capitán, Felipe y otros calaveras.

V

En una tienda, donde ni aun se notaba resquicio alguno de efectos y comestibles, se había alojado la familia de un teniente coronel amigo de Quiñones. Hombre rico que se retiraba a una de sus haciendas del interior.

Llegóse Quiñones con sus compañeros ostentando la confianza que tenía con su jefe.

—Felices, señor don Cirilo, ¿cómo ha ido de viaje?

—¡Ah!, es usted, señor Quiñones, no lo hacía a usted por aquí, pasen ustedes, señores.

—¡Malo!, dijo por lo bajo Martínez.

—Tomarán algo, supongo que tendrán necesidad.

—Alguna, señor, replicó Martínez.

Don Cirilo ni se apercibió de la presencia del capitán.

—Buscaremos un mozo, dijo el teniente coronel, que busque algo en la plaza, porque nosotros ya almorzamos y sólo hemos reservado algo para pasar la noche.

¡Burdeos!, ¡coñac!, ¡pasteles!, todo había desaparecido.

—¡La fábula de la lechera!, gritó el capitán Martínez.

Quiñones se quedó estupefacto, donde creía encontrar hospitalidad, se halló con una recepción cien grados bajo cero.

Subiósele la sangre a las orejas, y respondió temblando:

—¡Mil gracias!

Martínez, como en todos los lances críticos, soltó una carcajada homérica y se escurrió con los otros compañeros, dejando en el suplicio del ridículo al desgraciado Quiñones que había olvidado hasta su idioma.

Quiñones no se atrevía a levantar los ojos, estaba avergonzado, horriblemente corrido.

Los brazos sobre el pecho, el sombrero hasta las narices, era la vera efigie de un joven desengañado.

—Buenas tardes, dijo al fin, con acento apagado.

—Vaya con Dios, dijo don Cirilo, y el desgraciado Quiñones dio la vuelta y abandonó la tienda como un perro rabioso, jurando en su fuero interno saquear la hacienda de don Cirilo y exigirle un préstamo forzoso en la primera oportunidad.

Si le ha caído al teniente coronel una sola de las maldiciones de su amigo, lo pulveriza.

Después de buscar una hora larga a sus compañeros, los encontró apoderados de una gallina, que probablemente se había tomado Martínez contra la voluntad de su dueño.

Recibiéronle con una salva de carcajadas estrepitosas, y después de una docena de bromas y de chistes se olvidó la escena del teniente coronel.

VI

El coronel Fernández llegó a Lerma desesperado con la aventura de su caballo, y prometiendo una paliza al asistente, y un arresto de quince días a Martínez y a Quiñones.

Se dirigió a la plaza sin saber dónde se alojaría el regimiento, cuando oyó la voz del coronel Lozada que reñía a dos sargentos a quienes apostrofaba horriblemente.

—Compañero, dijo Eduardo, sálveme usted de esta catástrofe, mi caballo está muerto, yo tengo hambre y no encuentro alojamiento.

—Venga usted conmigo, yo tengo todo, absolutamente todo, todo malo; pero nada me falta.

Los dos amigos se dirigieron a la casa del coronel Lozada.

Eduardo tomó algunos platillos de campaña y se acostó un momento.

El coronel dispuso que dos infelices machos de carbonero se atalajasen en el acto y se pusiesen a una calesa que había embargado.

Habilitó de cochero a un recluta y avisó a Eduardo que el tren estaba dispuesto para conducirlo a Toluca.

Los machos se resistían al freno; no hicieron lo mismo con los latigazos y echaron a andar por el cañón de Lerma, que en línea recta lleva a la muy nombrada ciudad de Toluca.

VII

A los lados del camino se extiende la pintoresca laguna de Lerma, con sus bandadas de pájaros, sus gallinas blancas que se sumergen continuamente, sus patos que se deslizan fugitivos entre las brumas, sus garzas coqueteando en el limpio espejo de las ondas, y sus ninfas confundiéndose con las blancas espumas de los remansos.

A las márgenes del lago se agrupan poblaciones pequeñas, que se reproducen en las ondas y se dibujan en el horizonte, con sus blancos campanarios que se levantan entre grupos de árboles de esmeralda En las pequeñas islas del lago, hay bosques de tul, que asaltan en sus chalupas nadadoras los indígenas, haciendo el corte con una violencia extraordinaria.

Más adelante se descubre la hacienda de Doña Rosa, con su calzada de fresnos y sus portales de buen gusto.

A la izquierda del camino, y en el fondo del horizonte, destacándose con la majestad de un monumento, se alza gigante el Nevado de Toluca.

¡El Xinantécatl! ¡Oh!, esa mole inmensa, altanera, majestuosa, con su frente coronada de nubes, con sus tempestades, sus huracanes, sus ecos misteriosos al derrumbe de sus hielos, su cráter astillado… todo revela una catástrofe!

¡La erupción debe haber sido horrible!

Los surcos del fuego se notan en todas direcciones, y las rocas de lava esparcidas en contorno, son las páginas de ese día tremendo.

Mudo desde aquella hora, apagado, sombrío, es un cadáver amortajado enmedio del valle.

Cubierto con los crespones del cielo, envuelto en las tinieblas de la tormenta, no oye los murmullos sombríos de la gigante arboleda de la sierra.

¡Duerme tranquilo, al arrullo de los siglos que te saludan a su paso!

¡Mis primeros cantos fueron para ti, mis primeras inspiraciones de poeta se desprendieron de mi alma a tu contemplación, y mis sueños de niño se deslizaban a la vista de tus cumbres gigantescas!

¡Hoy no puedo darte ni mis canciones, mi lira ha enmudecido y la inspiración se ha apagado, pero yo te consagraré en el fondo del hogar mis relatos de peregrino!…

VIII

La noche se avanzaba y el carruaje del coronel Fernández apenas caminaba arrastrado por aquellos infelices animales ya insensibles a los latigazos.

Un grupo de jinetes se adelantó hacia el coche.

—¡Viva la patria!, gritó la voz conocida de Martínez. Muchacho, toma mi caballo, yo subo al pescante; conozco el idioma de los brutos.

Saltar del caballo y subir al pescante, todo fue obra de un momento.

Las frases que dirigía a los pobres animales no pueden trasladarse a las páginas de este libro.

Es el de todos los conductores el mismo idioma.

IX

A las cuatro horas de camino el carruaje entraba por la calzada de árboles, que es acaso lo más hermoso que tiene la ciudad de Toluca.

Allí hay un recuerdo histórico.

Sobre uno de aquellos árboles y en el espacio de las ramas más frondosas está colocada una Cruz blanca.

En la calzada y frente a este árbol, fue asesinado uno de los escritores más atrevidos de los primeros tiempos de la República.

Su nombre ha desaparecido; pero vive su seudónimo. Se firmaba: El Payo del Rosario.

Aquella cruz es uno de los primeros monumentos, que los rencores intestinos han levantado en la extensión de nuestro país.

X

La luz suavísima de la luna comenzaba a sobreponerse a los últimos albores crepusculares, y las nubes cenicientas se alejaban en grupos impelidas por el aire de la noche, dejando a las estrellas brillar en el fondo de un cielo claro y apacible.

A la falda de una cordillera de cerros colocados en orden sucesivo de Oriente a Poniente, se reclina la ciudad de Toluca.

A lo lejos parece que está dibujada en las rocas de la gigante Teresona, madre de aquella cordillera.

Roca estéril donde no se asoma una planta, donde la vegetación es desconocida.

Esa montaña parece la atalaya de la ciudad que duerme día y noche en un profundo letargo.

De aquella ciudad no se levanta ese constante y vago murmullo que arrojan los grandes centros de población.

La atmósfera siempre pura, no se turba con los ecos de la multitud.

Toluca es una ciudad anacoreta que hace oración arrodillada al pie de su cordillera.

Es una religiosa que ha buscado un valle silencioso para sus contemplaciones.

Es un barco encallado en un banco de flores.

La ciudad es bellísima, su ancha plaza con sus casas consistoriales y sus edificios simétricos.

En el centro se levanta una estatua de mármol sobre un pedestal decorado con sencillas inscripciones.

Aquella estatua es magnífica.

El cura Hidalgo sin los ropajes de la clerecía, con la acta de la libertad en la mano.

No es el caudillo orgulloso que empuñando el acero se ostenta ante su ejército victorioso, es el patriarca venerado, el apóstol de la libertad.

No es el hombre de las armas, es el nuncio de la palabra y del Evangelio.

La cabeza inclinada, su mirada dulce, su actitud humilde, todo revela al sacerdote y al héroe.

¡Así lo quiere un pueblo, así lo adoran las generaciones, así está sublime y deificado en el altar de la patria!

XI

Toluca es una ciudad de lujo.

Sus portales, sus templos y sus teatros son bellísimos.

Hay un paseo allende la cordillera, formado por un bosque espeso de cipreses, en cuyo fondo se precipita un torrente de agua purísima, deshaciéndose en corrientes espumosas a cuyos bordes crecen flores salvajes que inundan en perfumes aquel bellísimo y pintoresco lugar.

La ciudad se viste de lujo en las festividades religiosas, entonces despliega toda su riqueza y buen gusto.

Estas galas suelen reservarse para los días de la patria.

Aquella ciudad recibía en su seno el 2 de junio una inmigración de diez mil almas.

Todo estaba ocupado.

En los edificios públicos se alojaba la tropa, y en cada casa no faltaban media docena de huéspedes.

Los habitantes se mostraron galantes con las familias inmigradas.

XII

El coronel Eduardo se alojó en una celda del Convento del Carmen, donde paró su regimiento.

El capitán Martínez, Quiñones, Felipe y otros compañeros se dirigieron al Hotel de Diligencias.

Hacía cuarenta horas que no tomaban un taco, ni tiraban una carambola.

En un momento se armó la zambra; se ajustó el partido y comenzó la lucha después de atravesarse cien apuestas.

El capitán no era buen jugador, pero sabía mucho de gramática como él decía.

Los contrarios, es decir, las víctimas, eran un español, un italiano y un tal Pedro el Corredor, a quien todos acusaban de complicidad con el enemigo, es decir, con Martínez, y comparsa.

El introito fue una salva de copas.

Afilaron con el cosmético los tacos, disputaron a suerte sobre la salida, se dijeron algunas bromas y se cambiaron miradas de inteligencia con el coime.

La concurrencia tomó asiento y comenzó el duelo de billar.

IV. Preparativos

I

México había quedado, como ya hemos dicho, bajo el amparo de la guardia extranjera y del ayuntamiento republicano, que en obsequio de la población no se retiraría sino a la entrada del ejército francés.

Los hombres del partido triunfante se agitaban por apoderarse de una situación abandonada y perdían el tiempo en juntas que no daban resultado.

Todos temían ser desairados por el invasor, y algunos se resistían a ese bochornoso paso, de salir en comisión a entregar las llaves de la ciudad.

Una última junta verificada en la Casa de Correos determinó que tres individuos se acercasen al comandante en jefe de la expedición a ofrecerle la capital a nombre de… no importa de quién, el caso era darse los aires de pro-hombre e iniciarse con los dueños del nuevo orden de cosas.

Levantóse una acta de adhesión en la que aparecieron setecientas firmas.

Se repicó a vuelo en todas las iglesias.

En esos momentos llegaron dos ayudantes de la sección mexicana que acompañaba a los franceses, para enterarse del estado que guardaba la ciudad.

Nunca están por demás las precauciones.

La junta nombró gobernador a un general Pérez, y a las cuatro de la tarde de ese mismo día, un grupo de desgraciados se apoderó de la torre de San Agustín que estaba hasta sin campanero. Ignoramos el objeto de la ocupación, pues era importuno tomar posiciones cuando no se trataba de combatir.

El jefe del punto era un señor general, cuya nacionalidad se ignora, y es conocido por el nombre del Señor del Retiro, porque la mayor parte de las cruces que trae a su pecho, parece que son el premio de honrosas retiradas.

Ese hombre más tarde se apoderó del gobierno de palacio y se encargó de los gastos económicos.

Parece que en esa administración lo hizo mejor que en su carrera profesional.

Al siguiente día (2 de junio) nombraron comandante general a una momia del virreinato que estaba en la flor de su edad.

Tenía entonces noventa y ocho años.

II

¡La cosa marcha!, decía don Modesto Fajardo en un círculo reaccionario, ¡la cosa marcha!, nuestro es el triunfo, la demagogia huye en precipitada fuga como una nube de zánganos.

Juárez no volverá a México, ya nos revienta como diría el cardenal Richelieu.

Yo no soy como ustedes dicen un Metternich; pero tengo doble vista en política. Esta combinación diplomática es parte de mi inteligencia; yo había concebido el plan desde el año de 38 en que vino el noble príncipe de Joinville a reclamar con las escuadras francesas los pasteles que se comió mi amigo el general Santa Anna, es decir, no los pasteles, sino su precio que ascendía a treinta mil pesos.

—Quién nos hubiera dicho entonces, replicó un teniente coronel que había quedado gangoso a causa de una enfermedad que Ricord conoce perfectamente, quién nos hubiera dicho que aquella bandera aborrecida hoy sería nuestra salvación.

—Cierto, respondió Fajardo, ustedes los profanos, no se hallan al nivel de los cálculos diplomáticos. La Francia siempre apoya las causas nobles, tiene un énfasis heroico, sublime, gigantesco. ¿Y a quién le han encomendado la tesorería general?

—No sé, dijo el gangoso, ese puesto es altamente importante.

—Ustedes dicen que yo soy el hombre necesario en ese empleo, mi modestia se resiente de ello, pero creo, sin amor propio, que mis planes rentísticos sacarían a la Repúbl… es decir, a la nación, de sus agonías numismáticas.

—Sí, dijo el gangoso, prestándonos todos a contribuir con nuestras capacidades al bien general, formaremos la oficina, que debe estar bien dotada, y nos consagraremos al servicio de la patria.

La planta estaba completa.

Este asalto proyectado a las arcas públicas, es de todos los tiempos y de todas las revoluciones.

—Yo, añadió un petulante, no deseo más que estar en la legación de S. M. B. la Gran Bretaña, me sentarían perfectamente las nieblas del Támesis, las papas de Irlanda, los paltos de la India, y… el suicidio, porque en eso yo soy inglés; sí, señores, inglés consumado, ya tengo hechos algunos ensayos.

—¿Sobre el suicidio?, preguntó Fajardo.

—Sí, replicó el sustentante, tomo el opio y he percibido los síntomas de la muerte, son muy agradables, deliciosos.

—Joven, dijo Fajardo, usted es un… un… no hallo la palabra.

—Un estúpido, dijo el gangoso.

El mozalbete, que ya el lector ha visto en la casa del diplomático, se caló los lentes, vio al gangoso de pies a cabeza, y después, en tono burlón, le dijo:

—Caballero, usted debe estar en el hospital militar, usted es hijo de la copaiba.

—Yo soy hijo, replicó el militar, de don Manuel Estrada y de doña…

—Cálmense ustedes, señores, un poco de reposo, no hay que exaltarse los ánimos, la sangre fría es el principio de la diplomacia, esto se halla hasta en los libros más insignificantes de la ciencia.

—El señor es un majadero, dijo el ofendido, es un pisaverde de mal tono.

—¡Alto las disidencias!, esto es dar pábulo a que los demagogos nos tilden de anárquicos, que es lo que caracteriza a ese bando neoliberal.

Don Serafín, que era nada menos que el protegido de doña Canuta, guardó silencio.

El gangoso le daba miradas de serpiente.

El diplomático, dándose golpecitos en el vientre e inflando los carrillos, se manifestaba ufano, aprisionado en los cuellos almidonados de su camisa.

—Yo espero, dijo, que nuestros servicios serán premiados, nosotros no somos intervencionistas de la víspera, a ustedes les consta que al oír el repique fui el primero en acudir a Palacio, no se diga mañana que esperé a que todo estuviera concluido.

—Acompáñenme ustedes, vamos a tomar las armas, nos apoderaremos de la Catedral que es un punto estratégico.

Y seguido de un enjambre de retirados, se presentó a las puertas de la Metropolitana.

III

El sacristán y el campanero salieron a su encuentro y les dijeron con extrañeza: ¿ustedes vienen a repicar?

Fajardo tomó la palabra.

—Venimos, dijo, a defender el punto y lo ocupamos en nombre de la Francia.

—Mientras ustedes no lo ocupen en nombre del señor cura mayor, dijo el sacristán, no podemos consentir en nada. Éste es el templo del Señor y nadie puede entrar.

—Este hombre es un ignorante, dijo el diplomático.

El gangoso se adelantó con sus humos de militar, y encarándose al campanero y al sacristán, les dijo con un tono imperativo:

—Hemos nombrado al señor de Fajardo coronel y ustedes tienen que entregarle el punto.

—Nosotros, replicó el sacristán, no tenemos punto ni coma que entregarle al señor, en ese caso que se lo entregue el venerable cabildo.

—Alto, repuso el diplomático, ésta es una cuestión teológica que no tengo estudiada, retirémonos y apoderémonos de un punto civil, porque las torres están fuera del dominio de los hombres, pertenecen a las cosas sagradas, ésta es una fortaleza eclesiástica.

—Eso no importa, replicó el gangoso, yo he estado aquí de guardia mil ocasiones, ¡y vive Dios que si se oponen estos mentecatos los echo de la torre abajo!…

—¡Silencio!, interrumpió Fajardo, la Iglesia ha triunfado y no podemos ocuparla sin una violación flagrante del dogma conservador.

—Aquí, dijo el sacristán, se pagan tres centavos por persona, y se les permite ver el panorama de la ciudad; pero la gente armada está prohibida.

—No queremos ver panoramas, dijo el gangoso, sino echar muchos balazos.

—¿A los franceses?, preguntó con socarronería el sacristán.

—Precisamente a los franceses no, porque pertenecemos a la mayoría oprimida, somos partidarios de la intervención.

—Retirémonos, dijo Fajardo, la Minería es un edificio soberbio para el ataque y defensa.

—Vayan con Dios, dijo el campanero al coronel y subordinados.

Y se quedó riendo a boca llena con el sacristán, de aquella falange de desventurados que pugnaban por presentarse como una potencia ante el ejército invasor.

IV

Fajardo llegó a Minería y se encontró con el portero, a quien rodeaban multitud de colegiales preguntándole noticias.

—Soy el coronel Fajardo, dijo con el énfasis de un Napoleón.

—Adelante está el cuartel, respondió el portero.

—No es eso. Necesito reconocer el punto.

—Venga usted esta tarde que está aquí el señor director, que es el que concede licencia para pasar al Observatorio.

—Yo no vengo a ver las estrellas ni los movimientos solares, los planetas me son indiferentes en estos momentos, ahora se trata de la estrategia.

—Si se tratara, dijo el cancerbero del colegio, del estudio de la botánica, aquí hay un buen preceptor.

—Este hombre se burla, gritó el gangoso, aparenta no comprender lo que se le dice.

—Hable usted claro, dijo el portero.

—Yo no soy confuso, amiguito, venimos a tomar posesión del colegio, somos la fuerza armada, que por el momento está desarmada.

—Pues cuando se arme ocurran ustedes, porque yo tengo obligación de cuidar la entrada del establecimiento, y ustedes me parecen personas altamente sospechosas.

—¡Sospechosas!, gritó Fajardo, ¡sospechosas! Este hombre no sabe lo que se dice; pues mi figura, mi fisonomía, debe explicárselo todo.

—Me parece usted un buen sujeto; pero mi obligación es no permitir el paso ni a usted ni a esos oficialitos que lo acompañan.

El gangoso se montó en ira, y descargó un fuerte garrotazo al portero.

Éste se hizo a un lado, y el garrote cayó a plomo sobre don Serafín.

—¡Huy, mis costillas!, gritó el mozalbete, y se puso a diez varas del combate.

El portero se lanzó con una regadera en la mano, sobre Fajardo y los acompañantes, que trataban de molestarlo.

Los colegiales comenzaron a silbar y a aplaudir.

Fajardo quiso meter paz y recibió un golpe de regadera que le derribó el sombrero y la peluca.

Apoderáronse los colegiales de la cabellera y comenzaron a tirarla por lo alto enmedio de la jácara y la chifla más espantosa.

El prefecto del colegio acudió a la portería, atraído por el ruido que metía la estudiantina.

—¿Qué pasa, señores?

—Nada, y mucho, dijo el infeliz Fajardo, haga usted que me devuelvan mi peluca; nosotros veníamos, señor prefecto… aquel joven le arranca los pelos a mi casquete.

La peluca le fue devuelta al diplomático.

—Buenas tardes, señores, se apresuró a decir Fajardo, creyendo inútil las explicaciones.

El gangoso quiso explicar el lance al prefecto, pero los colegiales comenzaron a remedarle contestándole en el mismo tono, y tomó el prudente partido de retirarse.

V

Alcanzó al señor Fajardo que iba en precipitada fuga.

—¡Coronel!, ¡mi coronel!

—Yo no soy coronel, le contestó Fajardo, yo soy diplomático, las armas representan la fuerza bruta, y la diplomacia el saber y la inteligencia; no obstante, llámeme usted así, nunca sienta mal un título más; pero ya no intentemos la toma de posiciones, y en caso de hacerlo, las azoteas de mi casa me proporcionarán un buen sitio para nuestros proyectos.

El gangoso que era un desarrapado de primera fuerza y quería explotar al señor Fajardo aprobó la idea, y siguió con la comparsa al diplomático.

VI

Suben precipitadamente las escaleras, se presentan en la antesala donde los recibe asustada doña Canuta.

—No temas, esposa, los señores me han hecho coronel y vamos a preparar la defensa de la ciudad.

—Creía que era una invasión de beduinos; ignoro tus proyectos, desarróllalos para que pueda dar sobre ellas una opinión acertada.

—Da de comer a mi tropa y después hablaremos.

El gangoso y los compañeros se frotaron las manos de satisfacción.

Doña Canuta les indicó el comedor donde se precipitaron con avidez.

—Señora, dijo don Serafín, me han quebrado una costilla.

—¿Una costilla?, exclamó la señora de Fajardo.

—Sí, una costilla.

—No diga usted más, algún juarista, eso se deja entender fácilmente, estará usted herido de lanza.

—No, de regadera, dijo don Serafín.

—¿De regadera?, ¿pues quién le regó a usted las costillas?

—Un maldito portero; pero ése es cuento largo y lo dejo para otro día.

—La tropa está sola y necesito avivar su espíritu, acompáñeme usted al comedor.

Doña Canuta se presentó en el vivac doméstico y comenzó a arengar a aquellos famélicos, que la aplaudían a reventar; como que su vino le costaba.

—Mi esposa tiene un talento grande.

—Como su nariz, dijo por lo bajo el gangoso.

—El coronel es un valiente, gritó uno de la comparsa, se ha portado como un héroe en el combate de Minería.

—¿Con que ha combatido con la mineralogía?, es horrible, la diplomacia batiendo a las ciencias exactas, gritó doña Canuta.

—No, dijo Fajardo, yo no atentaré contra las ciencias ni las artes, esto sería inmoral. La geodesia es muy respetable; pero cuando se me insulta, tengo que defenderme, no es valor, es serenidad, es conciencia de defender mis derechos de súbdito y de hombre libre.

—Sólo tuvimos un contuso, añadió el gangoso que entraba en la penumbra de la ebriedad.

—Es necesario que tu despacho sea revalidado por el nuevo gobierno, yo creo que alguna condecoración merecen los valientes, yo, como tu esposa y partícipe de tus glorias debo aconsejártelo.

VII

Siguió la comida, y sobre todo, el aniquilamiento de la despensa.

—Ya es hora, dijo el señor Fajardo, tomemos posiciones, el repique continúa, acaso el enemigo nos acecha ¡a las armas!

—¿Qué armas?, preguntó doña Canuta.

—Mientras que el gobierno las proporciona, le daré a mi tropa el espadín que usaba mi tío el coronel, y la pistola dragona que me ha dejado en depósito el guarda de garita, así tenemos armas blanca y de fuego. ¡Alerta señores!

Nadie se movió de su asiento, todos estaban dormidos, en cuanto al gangoso, yacía debajo de la mesa completamente ebrio.

—Si ahora se ofreciera un lance, buena la haríamos.

—Tú tienes la culpa con haberles proporcionado una ración de vino tan exorbitante, dijo doña Canuta.

—Querida esposa, es la misma ración que tú acostumbras y jamás te has atarantado.

—Don Serafín, ruego a usted acompañe a mi esposa, y ambos desempaqueten mi uniforme de la legación, que durante el funesto gobierno de Juárez ha estado en receso.

—La borla del bericú la tomo para un peinado.

—Mujer, me privas de la borla que es lo más importante de mi traje, yo la supliré, que hay muchos recursos en la diplomacia.

—Acepillas el pantalón sin ir a chafar el oro de la franja, sacudes la pluma del gorro montado, y limpias hasta poner como un espejo los botones de la casaca; el bastón no se te olvide.

—Bien, dijo doña Canuta, todo se hará; te quiero ver como una ascua de oro; en cuanto a mi traje, quiero darte una sorpresa.

—Gasta, mujer, gasta cuanto quieras, y añadió por lo bajo, yo le pasaré la cuenta a la intervención.

V. La primera víctima

I

Estamos en un gabinete primorosamente ajuarado.

Un confidente vestido de brocatel blanco y con franjas color de granate, forma el centro de aquella cámara.

Dos sillones y media docena de sillas colocadas simétricamente ocupan el aposento.

Una consola de mármol y rosa con un espejo magnífico, está colocada en medio de dos ventanas que dan a un jardín, y de cuyas goteras se desprenden unas cortinas de encaje y brocatel que se van a apoyar sobre dos clavos de flores de cristal.

Sobre la consola hay dos jarrones de restauración pompeyana, sosteniendo ramos de flores naturales, cuya esencia embalsama la estancia.

Un velador que representa paisajes de la Suiza, está colocado en una mesita china que se halla frente al sofá.

En las paredes hay unos cuadros con grabados magníficos.

El uno representa a Torcuato Tasso en la corte de Ferrara leyendo su «Jerusalén libertada»; y el otro, el Último pensamiento de Weber, en que se halla el compositor en los momentos sublimes de la inspiración, rodeado de esa imágenes, bellísimos ensueños de un cerebro privilegiado, sublimes concepciones en la óptica de una imaginación abrillantada.

Bajo esos cuadros había otros pequeñitos, uno con la erupción del Vesubio, y otro con una de las caídas del Niágara.

Unos pebeteros ardiendo en un braserito de plata, confundían su olor con el de las rosas.

Todo respiraba encanto y espiritualismo.

Luz era la tórtola que lloraba su abandono en aquel nido de amores.

Aquella pobre niña, reclinada en el confidente y abandonada al silencio de sus contemplaciones, era ajena a cuanto pasaba en su derredor.

Su pensamiento estaba fijo en una sola imagen, en la de Eduardo, su corazón latía por un solo sentimiento, su primer amor.

La aflicción hacía más interesante a aquella dulce y simpática fisonomía.

Una palidez mortal bañaba aquella frente purísima, sus ojos tenían el brillo intenso de las lágrimas, y sus labios la calentura del llanto.

Aquella infeliz criatura estaba mortalmente afligida.

Apoyaba su cabeza en su mano de marfil que se perdía entre el oro de sus cabellos, tenía en la otra un relicario donde su mirada se fijaba constantemente.

Aquel relicario contenía el retrato de Eduardo.

La noble fisonomía del guerrillero, su altiva frente, su mirada atrevida, su apostura arrogante, todo traía a la imaginación de la joven la realidad del hombre de su amor.

La tarde caía en el seno de la noche.

El crepúsculo vespertino se extendía como una gasa sobre el cielo de la ciudad.

Las nubes se desvanecieron al suavísimo soplo de la brisa, y las últimas ráfagas de la luz se apagaban lentamente en el horizonte.

Se oía a lo lejos ese vago murmullo de la gente, como el aleteo de una colmena.

Rumores y luz, todo se perdió entre las sombras de la noche.

La enamorada joven había cerrado sus ojos para entrar en ese mundo de amores en que el pensamiento vuelve ángeles todas las imágenes del corazón.

Las ráfagas del viento le traían las últimas armonías de las músicas militares en la hora aciaga de la despedida.

Veía a sus pies a Eduardo jurándole su amor, el acento trémulo y dolorido del guerrillero resonaba aún en el fondo de su alma.

La joven lanzó un profundo suspiro y dos lágrimas corrieron a lo largo de sus blondas pestañas.

Escondió su cabeza virginal entre los almohadones del confidente y lloró como una tórtola en el nido abandonado.

II

Dos golpecitos dados con suavidad en los cristales la sacaron de su letargo.

—Entra, Clara, dijo con voz casi imperceptible.

Abriéronse las cortinas y apareció la bellísima figura de Clara.

Luz encendió el quinqué.

Las dos amigas se abrazaron y sus labios se unieron en un dulce beso, como dos claveles al soplo de la brisa.

—Nada nuevo, dijo Clara.

—No, amiga mía, estoy desesperada, corre el rumor de algunas desgracias habidas en el monte de las Cruces, y estoy horriblemente inquieta.

—El nombre de Eduardo no se deja oír en esa relación, ya hubieran pregonado como un triunfo su muerte, no temas, Dios está con tu amor.

Clara arreglaba los cabellos de la joven acariciándola.

—He leído hoy, dijo Luz, todas mis cartas, las cartas de dos años de cariño.

Su confidente se sonrió con malicia.

—Me es grato, prosiguió la joven, recorrer esos renglones que me aseguran su amor… Si vieras qué bueno es Eduardo, qué valiente, le amo con tanto entusiasmo… he sufrido mucho. Clara mía, estos repiques me han puesto de un humor atroz, la llegada de los franceses me tiene preocupada dolorosamente.

Mis padres están alegres y temo que quieran hacerme concurrir a las fiestas que se preparan para la recepción.

—Tú estás verdaderamente enferma y puedes excusarte, repuso Clara con visibles muestras de fastidio, además que nadie se divierte contra su voluntad, esto es una tiranía.

—Además, dijo Luz, ese don Serafín es mi pesadilla, mi mamá se ha empeñado en que le ame y yo le aborrezco.

—¿Nunca hablaste a Eduardo sobre ese particular?

—¡Dios me libre!, dijo la joven; yo conozco el carácter de Eduardo, y ya hubiera estrangulado a ese infeliz.

—Poco se perdía, observó Clara.

—Pues con ese poco quieren que yo me case.

—Figúrate que pretende descender de no sé qué personaje de una comedia, asegura que es noble, que tiene pergaminos y no sé cuántas ridiculeces.

—Lo del título es lo que cautiva a mamá.

—Ese hombre es un majadero completo, dijo Clara. A ti no te merece más que el señor coronel Fernández.

—Siempre estás de broma, querida mía, dijo Luz estrechando a Clara, que le pagó su abrazo con un beso en la frente.

—Alguna vez, continuó Clara, pasará esta situación y entonces nos retribuiremos de estos malos ratos. He oído decir que esto no puede subsistir.

—Ojalá, dijo Luz, tengo muy pocas esperanzas, aún no comienza el nuevo gobierno.

III

—Señorita, dijo una criada, perdonen ustedes que entre sin avisar pero hay un hombre en la puerta que dice necesita entregar a usted en propia mano una carta.

—¡Dios mío!, exclamó Luz, ¿qué haremos?

—Muchacha, dijo Clara, haz entrar a ese hombre de manera que no sea visto de nadie, y le arrojó a la camarista una bolsa de seda llena de monedas.

—Al momento, dijo la criada, y desapareció.

El corazón de Luz latía violentamente.

Las dos amigas se quedaron en silencio conteniendo la respiración.

Después de algunos momentos oyeron ruido de pasos que se acercaban a la alcoba.

Las cortinas se abrieron y apareció don Serafín.

—Muy buenas noches, señoritas, dijo con voz meliflua y acaramelada.

—¡Somos perdidas!, exclamó Luz.

—Adentro, don Serafín, respondió Clara que conservaba toda su sangre fría.

—Vengo, dijo don Serafín, a pasar algunas horas con ustedes; es tan agradable su conversación, que no dispenso de ella por nada.

—Yo estoy algo enferma, un dolor de cabeza comienza a molestarme, dijo Luz.

—Soy capaz si ustedes me lo permiten de ir a buscar un frasquito de esencias para ese malestar.

—Vaya usted, dijo Clara, vaya usted, no he visto nunca un joven más galante.

—No, no es galantería, me creo obligado de hacerlo; y saludando profundamente, salió de la habitación.

—Respiro, dijo Luz.

—Es un contratiempo horrible, y ese hombre no parece.

Las cortinas volvieron a levantarse.

Se presentó un soldado disfrazado de ranchero, con su cuera completamente cubierta y envuelto en un jorongo.

Quitóse el sombrero, y sacó de entre el forro un papel que entregó a Clara o más bien que ésta arrebató de su mano.

A pesar de la alfombra, se notó perfectamente que alguien se acercaba.

—¡Don Serafín!, dijo Clara, y empujando al correo tras las cortinas de la ventana, se sentó tranquila a esperar al importuno, no sin advertir a aquel desgraciado Mercurio que no se moviese ni respirase.

IV

—No he tardado, dijo don Serafín, aquí está la esencia.

—Luz se empeora por momentos, replicó Clara, desearía el reposo, el silencio.

—Pues hablemos piano pianísimo, respondió el petulante Serafín, y se arrellanó en uno de los sillones.

El correo estaba en un potro.

Clara y Luz guardaron silencio para ahuyentar al importuno pretendiente.

Después de un momento, Clara dijo a su amiga:

—Antes de dormir, ve este papel que nos escribe una amiga de colegio.

Luz comprendió perfectamente, tomó el papel, y, acercándose al quinqué, dijo a don Serafín:

—Con permiso de usted.

—Usted lo tiene, bellísima señorita.

El correo se rascó una oreja.

Desdobló la carta y leyó para sí: «Concedo libre y seguro pasaporte al soldado Estanislao Luna para…» y cesó de leer, comprendió que el correo había entregado un pasaporte antiguo en vez de la carta.

—Mira, dijo a su amiga.

Clara leyó el pasaporte y no pudo contener la risa a pesar del estado de angustia en que se hallaba.

El correo estaba en ascuas.

—Es atroz esta jaqueca, dijo Luz, las sienes se me revientan y toda la casa se me anda.

—Son terribles esos dolores nerviosos, replicó don Serafín, lo siento sobremanera, pues no puedo dar a ustedes todas las noticias del día.

—Ya mi querida señora doña Canuta está haciendo preparativos admirables para la recepción.

—El gobierno se inaugurará fuerte, terrible; cuanto republicano caiga en sus manos será pasado irremisiblemente por las armas.

El correo sudaba a mares.

—Es buena táctica, respondió Clara, yo creo que los republicanos harían lo mismo con los intervencionistas.

—En cuanto a eso estamos tranquilos, tenemos un ejército de cuarenta mil hombre y no se atreverán a parárseles delante.

—Ya sabe usted nuestro programa, aniquilamiento total de esos bandidos.

El correo pisaba fuego.

—No se descuiden ustedes, repuso Clara disimulando su enojo, puede volvérseles en contra su programa.

—¡La Europa nos apoya, toda la Europa!, ¡la Europa entera! Ya ven ustedes cómo ha enviado sus escuadras y sus cañones; el general Forey está al frente de la capital, mañana hará su solemne entrada y se alojará en el palacio de Moctezuma!, mandará cerrar las puertas de la ciudad para que nadie se escape de los disidentes, y comenzarán los escarmientos.

El correo se sintió con apoplejía.

Don Serafín continuaba con más entusiasmo.

—Es de alta política, como dice el señor de Fajardo, extirpar a todos los liberales, esas ideas corruptoras inculcadas en el cerebro del pueblo, extravían su opinión y nos llevan a ese abismo de la revolución francesa.

—Nosotras, repuso Clara, no entendemos nada de política; usted ve que es ridícula una mujer entregada a todo aquello que es ajeno de su sexo.

—Usted perdone, yo opino de distinta manera; a mí me agrada mucho una madama Stael, así como la autora de la Cabaña del Tío Tomás.

—Pues yo abomino a las literatas, dijo Clara con actitud, y sobre todo, a esas personas que tienen culto por todo lo extranjero. Yo he nacido en México, y cualquiera de mis paisanos me parece superior, verbigracia, a todos los franceses.

—Usted compromete a esta familia, repuso asustado don Serafín; si esas frases fuesen oídas, si se supiere que aquí existía una persona enemiga o al menos desafecta, podría haber una desgracia.

El correo sudaba sangre.

—Es usted asustadizo, dijo Clara, no tema usted nada, mi voz es demasiado débil, y además las palabras de una dama no ofenden a nadie.

—Es verdad; pero…

—Sigo atrozmente mala, dijo Luz.

—Ah señorita, si yo pudiera proporcionarle algún alivio, lo haría de buena gana.

—Puede usted, dijo Clara.

—Indíqueme usted el medio, repuso el mozalbete.

—Guardando un profundo silencio, o…

—O ausentándome, comprendo perfectamente, y lo voy a hacer con permiso de ustedes.

Levantóse don Serafín y saludó profundamente.

V

—¿Dónde va usted, niño?, dijo doña Canuta entrando en el gabinete.

—La señorita Luz está enferma y necesita silencio.

—Ése es un equívoco, gritó doña Canuta, lo que necesita es distracción, la neuralgia que se le indica y desarrolla, se contiene con divagaciones, tertulias, música y cuanto pueda obrar una reacción completa en el ánimo.

—Sentémonos, Serafín, y hablemos un momento, necesito hacerle una consulta.

El correo se sentía desfallecer.

—Se trata, prosiguió la señora Fajardo, de la combinación de un traje, se trata de los símbolos, usted sabe que es mi fuerte.

—¿Qué idea piensa usted simbolizar?

—La entrada del ejército, replicó con petulancia doña Canuta.

—La entrada… la entrada, repitió absorto don Serafín, pues la entrada puede simbolizarse de varias maneras.

—Veamos, dijo la de Fajardo.

—Pues, como el ejército debe entrar por la puerta de la ciudad, póngase usted un adorno de fachada en la enagua del vestido.

—Ése fue mi primer pensamiento.

—Puede usted, continuó don Serafín, rodear la enagua de arcos triunfales de blonda.

—Sí, y unos dísticos de abalorio, dijo Clara sin poder contener la risa.

—Señorita, usted no tiene gusto por los símbolos.

—Adelante, y dejemos las bromas, que es un asunto serio, replicó doña Canuta.

—Hablemos de los colores, sobre este punto creo que estamos de acuerdo.

—La enagua debe llevar tres olanes con los colores de la bandera francesa, y el peinado una pluma azul que represente la paz.

—Bien, eso llena completamente mis deseos; añadiré al tocado la borla que he quitado al espadín de mi esposo, ése es el símbolo de la gloria militar.

Doña Canuta, sin conocerlo, aceptaba el traje de los monos del circo.

—Mi esposo irá vestido de diplomático, y estoy segura de llamar la atención.

—Sí que la llamarán, respondió formalmente Clara.

La infeliz hija de aquel fenómeno estaba abochornada al oír a doña Canuta, y llena de angustia al considerar que un movimiento de aquel hombre, que permanecía oculto tras la cortina, podía traer un mal momento.

La hora de la desgracia había sonado.

El señor de Fajardo se presentó en el retrete armado con el espadín.

—Acabo, dijo, de ordenar el servicio; he colocado centinelas en la azotea; la casa del perro la he improvisado en garitón, y la finca queda guardada perfectamente; las llaves las tiene un oficial de guardia.

El correo tenía tifo.

Clara y Luz se dieron una mirada de inteligencia.

La diplomacia y la estrategia reunidas son el ariete más formidable.

—Cuando he aceptado el empleo de coronel de mi casa, necesito sujetar a todos a las rigurosas prácticas de la ordenanza. Dentro de diez minutos toco a silencio, y todo el mundo a dormir.

—A la recamarera la he arrestado en la cocina por insubordinada; es necesario tener mucha energía.

—¿Hay algunos temores de desorden?, preguntó con aire candoroso la picante Clara.

—Señorita, dijo el de Fajardo, usted olvida que la ciudad está acéfala y que mientras los franceses no la ocupen, estamos verdaderamente amagados. La guardia de mercachifles no me presta garantía; son hombres que huyen al primer tiro, y por eso me he proporcionado seis oficiales de los más valientes para custodiar toda la manzana. El enemigo me dará tiempo para organizar la defensa, mientras abre sus paralelas yo armaré al vecindario; la plaza ha quedado de enviarme armamento.

El señor de Fajardo se soñaba un general, creía poder alegar nuevos méritos ante los franceses y obtener buen éxito en sus negocios.

Los oficiales que lo acompañaban se habían puesto de acuerdo para explotar al diplomático.

La papeleta del sueldo había sido satisfecha con tres días de haber, además la comida era por cuenta de Fajardo.

El teniente Manuel Estrada, que así se llamaba el gangoso, estaba en sus glorias.

Estableció el cuerpo de guardia en el cuarto del portero, y se echó a roncar a pierna suelta, después de haber puesto un centinela en la perrera y otro en el corredor.

Las diez daba en aquel momento el reloj de la Catedral.

El centinela de la azotea gritó con toda la fuerza de sus pulmones; ¡centinela, alerta! cuyo grito fue repetido por el guardia del corredor.

—¡Dios mío! dijo Luz, ¿qué es esto?

El diplomático se frotó las dos manos.

—He aquí, dijo, el fruto de una buena organización.

Doña Canuta se pavoneó con orgullo, se le figuraba que estaba en las Tullerías.

—Usted, dijo Fajardo, dirigiéndose a don Serafín, está de imaginaria, y velará toda la noche.

—He puesto a mis criados de retén en la caballeriza: el teniente Estrada le dará a usted mis órdenes.

—Vaya usted, don Serafín, a la caballeriza, dijo Clara, visite usted el retén y suba a la azotea a pasar revista al centinela de la perrera.

VI

Al jefe de día que pasaba por la calle, le llamaron la atención los gritos de los centinelas, consultó la orden del día, y vio que por allí no existía cuartel ninguno.

Mandó detener la escolta y esperó un cuarto de hora.

Efectivamente, los centinelas dieron el alerta.

El jefe llamó a la puerta con toquidos descompasados.

El teniente Estrada se levantó de mal humor y abrió.

—Buenas noches, señores, dijo el jefe, me parece que he oído dar en esta casa el «alerta», dígame si hay aquí algún retén.

—Suba usted, respondió el gangoso, el señor de Fajardo es el jefe del punto.

El diplomático acudió al ruido y se encontró con la autoridad militar.

—¿Usted es el jefe?

—Sí, caballero, el jefe de mi casa, respondió apresuradamente Fajardo, he colocado centinelas por lo que pudiera ocurrir; usted ve que estamos en crisis, estoy salvando la situación de la manzana núm. 598 de la ciudad.

—¿Tiene usted autorización?

—No la necesito para salvar a mi patria, respondió con énfasis el diplomático.

—Tiene usted razón, replicó el jefe, bien puede organizar en su casa cuanto le diere gana, pero como esas voces de ordenanza están reservadas sólo a los soldados de la guarnición, usted me hará el favor de imponer silencio a sus guardias para evitar una equivocación.

—Eso es un ataque.

—No, es una prevención, dijo con sonrisa el jefe. El ejército que es a sus órdenes, añadió el jefe, tendrá la complacencia de permanecer en silenció; porque de otra manera, de soldados domésticos, los puedo volver públicos.

—Yo dirigiré al comandante general una nota en que me queje de este abuso de autoridad.

El jefe, que comprendió, al ver la figura de Fajardo, que era todo un majadero, llevando la broma adelante, le dijo:

—Espero que usted no dirigirá esa nota que me perjudicaría en extremo; si yo hubiera sabido quién era usted todo estaba cortado, perdone, no había reparado en el espadín.

—Ya lo decía, dijo ufano el diplomático, todo ha sido una equivocación; suba usted y tomará una botella de champaña.

El jefe subió la escalera, atravesó el corredor, y entraron al fin en una antesala donde Fajardo hizo traer una colación refrigerante y el soberbio champaña.

—Usted es, dijo el jefe, después de apurar una copa, hombre que ha nacido para la milicia, un genio, está usted en los menores detalles de la ordenanza, es usted el genio de la combinación.

—Sí, precisamente ésa es mi palabra favorita, ¡la combinación!, usted ha dado en el ítem, ¡la combinación!, cuando yo decía que el hombre revela a primera vista lo que es.

—En el acto, en el momento, replicó magistralmente el jefe, a usted lo he conocido al ponerle encima la vista.

—Voy a llamar a mi esposa, para presentarla a usted, quiero que lo conozca, usted es una persona muy amable.

—Sí, que venga mi coronela, deseo ponerme a sus órdenes.

Llegaban en esto de la conversación, cuando oyeron unos gritos descompasados, pidiendo socorro.

El diplomático se desciñó involuntariamente el espadín y lo arrojó temblando bajo el confidente.

—Acuda usted, señor, acuda usted, decía temblando, algo de extraordinario pasa, Canuta y don Serafín gritan con desesperación.

Veamos lo que motivaba este escándalo.

VII

A los toquidos que el jefe había dado a la puerta, Fajardo se había levantado y doña Canuta seguía charlando sobre el mismo tema de los símbolos.

Contrariada por el silencio de Luz, se había acercado a su desgraciada hija, la había pulsado, reconocido si tenía destemplanza, y había acabado por recetarle aire; le hacía falta un renovamiento de atmósfera.

Entonces se dirigió a la ventana, sin que pudieran evitarlo las dos jóvenes, y abriendo las cortinas tropezó con Estanislao Luna, que la sintió acercarse como una serpiente boa.

—¡Ay!, gritó doña Canuta, ¡un hombre!, ¡un ladrón!

Don Serafín se caló los lentes, y al percibir la figura del soldado le acometió un vahído y se desplomó en el sillón.

—No soy ladrón, dijo temblando Estanislao, soy un mozo de…

—¡Ladrones!, ¡ladrones!, gritaba incesantemente la señora de Fajardo.

Don Serafín volvió de su desmayo y comenzó con su voz aflautada a pedir socorro.

Luz y Clara estaban temblando.

El jefe se dirigió al gabinete; doña Canuta se arrojó a él y le dijo:

—Caballero, ese hombre se ha entrado furtivamente en mi casa.

—¡Hola!, dijo Fajardo, teniendo por trinchera al militar, ¿conque se ha colado ese miserable sin que nos hayamos apercibido?

Los oficiales entraron también a la habitación de Luz, menos el teniente Estrada, que se detuvo tomándose el vino y los pasteles que Fajardo y el jefe habían abandonado.

Estanislao Luna no supo qué responder, se procedió a registrarle y se le encontró una carta que el jefe leyó en voz alta:

«Te envío el más fiel de mis soldados; él pondrá en tus manos estos renglones.»

—¡Un disidente!, gritó doña Canuta.

—¡Un correo del enemigo!, exclamó el de Fajardo.

—¡Ah!, dijo don Serafín, es un espía juarista, usted debe arrestarle, acaso traerá otra correspondencia.

El jefe entregó a sus soldados al infeliz Estanislao, y dio las buenas noches.

—¡Ya va un reo!, dijo el diplomático, la noche pinta mal; y se retiró tranquilo a entregarse al sueño.

Doña Canuta comprendió perfectamente el negocio; pero nada quiso decir a su hija, a quien veía profundamente afectada.

A los dos días de este acontecimiento, el asistente del coronel Eduardo Fernández, acusado de traer correspondencia del enemigo, recibía doscientos azotes en el patio de la casa del coronel De Potier.

VI. Efectos de una carambola

I

El capitán Martínez había perdido dos partidos de quinientas rayas.

Los contrarios se manifestaban ufanos de su victoria sin saber la clase de pájaro que era el guerrillero, ni los recursos con que contaba en los lances apurados.

—Triplico la apuesta, gritó el capitán, y juguemos el último partido a la carambola.

Luego que dijo estas palabras, un relámpago cruzó por su mirada; algo había inventado para vencer al enemigo.

Los contrarios que habían llevado sobre Martínez una ventaja decidida, apostaron cuanto quisieron sus antagonistas, y el duelo continuó a la carambola.

Ajustadas las apuestas, tiró Pedro el Corredor, que en la nueva combinación era compañero de Martínez, el primer golpe fingiendo errarlo.

Entonces Martínez tendió el taco sobre la mesa, y sacando un puño de onzas dijo: ¡doble a sencillo a que ganamos!

La codicia se desarrolló en todos los que creían en una ganancia segura y volvieron a atravesarse cien apuestas.

Tiró el contrario y comenzó por un chis, que lo puso fuera de moral.

Tocó su turno al capitán, despojóse de la chaqueta, arrojó el sombrero, dispuso su taco y tiró la primera carambola, que era una de las más difíciles, según dijeron los conocedores y peritos en el billar.

Un aplauso resonó en toda la sala.

—¡Coñac!, gritó el capitán, ¡que mis contrarios pagan!

Volvióse aquello un campo de Agramante. Gritos, apuestas por cada lance, disputas, bromas, discusiones, fanfarronadas.

Martínez era hombre muy hábil en la materia. El guerrillero tenía un cálculo admirable en las peripecias del juego.

—Ochenta tantos por nada, dijo el coime.

Martínez había tirado con éxito ochenta golpes.

El contrario, trémulo de emoción y azuzado por los que tenían apuestas a su favor, no ataba ni desataba; quiso picar la bola demasiado para dar un efecto y con el taco hizo un rasgón de a cuarta a la mesa.

—Así me hicieron los franchutes en la cara, dijo riendo el capitán Martínez.

Pedro el Corredor tomó el taco: entonces toda aquella concurrencia presenció un espectáculo magnífico.

No había un golpe al acaso, todo era calculado. Increíble parece que la física y las matemáticas entren en las combinaciones todas de ese juego.

La elasticidad de la baranda, el efecto según el punto donde es tocada la bola, la mayor o menor fuerza de impulsión y de repulsión, los retrueques, la tabla, todos los recursos de esa hábil invención fueron tocados por el diestro jugador.

El partido estaba ganado.

Todo lo que los contrarios habían adelantado en los otros juegos, lo perdieron en la partida de carambola.

Mil aplausos de entusiasmo poblaron aquella atmósfera, y hasta los mismos derrotados declararon la victoria de buena ley.

—Falta la carambola, dijo en voz baja Martínez a Felipe. Voy a que dispongan el negocio.

El capitán se escurrió entre la multitud, después de haberle arrojado al coime una onza de oro sobre la mesa.

—La tropa está sola y necesito avivar su espíritu, acompáñenme.

Siguieron algunos partidos, pero no de la fuerza del que con tanta habilidad acababa de disputarse.

II

En un salón de tresillo se puso la partida. En campaña el juego es una distracción permitida. Un capitán puso el monte, y Pedro el Corredor tomó la baraja para la talla; iban a medias.

La concurrencia era numerosa.

Pedro el Corredor es un hombre instruido en la ciencia de los albures, jamás ha perdido un centavo y sus ganancias son siempre exhorbitantes.

Cuando la suerte no lo favorece, él ayuda con su ciencia a la suerte.

Dios ha dicho: «Ayúdate, que yo te ayudaré.»

El Corredor había seguido al ejército para explotarlo en el juego, y ya tenía casa en México para hacer igual cosa con los franceses.

En la invasión americana fue escandaloso el abuso del juego.

Públicamente se robaba.

Los americanos son duchos en la ciencia de Birján, y se encontraron con otros tahúres de igual fuerza.

Se creía por algunos especuladores en la repetición de aquella época; ¡ilusión!, los franceses juegan toda una noche el importe de una copa de vino o de una botella de cerveza.

Estamos lejos de echarles en cara el que no se arruinen en el juego: si lo hicieran por moralidad sería muy loable y honroso; pero los franceses tienen el vicio en alto grado, y si no se arruinan es por miseria; en cambio arruinan al que se proporciona y les viene a las manos.

Los desgraciados oficiales perdieron sus pagas de marcha.

Martínez estaba en ruina, había perdido su anterior ganancia, tenía empeñado en el Monte su magnífico reloj, y no le quedaban sino unos cuantos pesos.

En uno de los albures notó que la baraja estaba marcada, y que Pedro el Corredor los había robado de la manera más impía.

Estuvo un rato esperando que volviera la carta marcada, que era un rey, al que jamás apostaba, porque decía Martínez que no era monarquista, y que los reyes todos son malos.

Vio palpablemente que en el alce el rey quedaba a la puerta.

Seguro estaba el montero de que Martínez apostaría en contra.

—¡Alto!, gritó el capitán: ese maldito rey estoy seguro de que ahora pierde: déme el monte caja sobre estos anillos de brillantes y este alfiler; todo vale mil doscientos pesos por lo bajo: pido sobre estas prendas ochocientos, sólo por ir contra el monarca.

Pedro el Corredor se estremeció de placer.

—Aceptado, dijo, y entregó en oro el dinero al capitán.

—Yo la corro, pido la baraja.

Luego que tuvo las cartas en la mano se quedó un momento como reflexionando, y exclamó inspirado por una idea súbita: ¡voto al diablo!, se me ha metido en la cabeza apostar por el rey.

Pedro el Corredor palideció.

—No, capitán, le dijo: usted no es monarquista, y si apuesta usted por el coronado lo castiga irremisiblemente.

—¡Por las botas del coronel Lozada, que voy a hacer una que suene, señores!, voy al rey cuanto poseo, y llenó de oro la carta seguro de su ganancia.

El montero, alterado por la cólera, le dijo al capitán:

—Amigo mío, habiendo apostado por la carta contraria, según las reglas del juego no puede usted cambiarse.

—Y si me da la gana, respondió el capitán, ¿quién me obliga antes de comenzar a correr el albur a permanecer en determinado sitio?

—El monte lleva el rey.

—El monte no tiene derecho de escoger.

—Pues yo levanto la partida.

—¡Y yo, repuso montado en ira el capitán, le levanto a usted la tapa de los sesos!, y sacó su revólver de cinco tiros.

Asustóse Pedro el Corredor, y dijo: está bien, siga el albur.

El capitán volteó las cartas.

El rey apareció en puerta.

Martínez recogió el dinero y le fueron devueltas las alhajas.

—Ésta se llama una carambola, dijo para sí; pero me falta otra más bien tirada.

Gran pérdida sufrió la banca, víctima de sus mismos manejos.

—Rifo mi caballo Azabache, gritó Martínez.

Pedro el Corredor se propuso vengarse del capitán y dispuso en el acto un grupo de paleros para hacerle droga a Martínez y quedarse con el arrogante caballo prieto.

El capitán, que había visto por casualidad la marca de la baraja, cayó incauto en el lazo que le puso el fullero jugador.

Los tantos de la rifa se repartieron, y comenzó el alza y baja de la fortuna. A la media hora, tantos y dinero estaban en poder del Corredor.

Quiñones y Felipe habían perdido hasta el último centavo.

El capitán había dejado a guardar en la administración del hotel el dinero, es decir, lo había cambiado por una libranza a favor de su hermana Guadalupe, así es que se encontró accidentalmente en la mayor penuria.

—El caballo es mío, dijo Pedro: he juntado todos los tantos.

—Lo entregaré mañana temprano, puede usted mandar por él.

No habiendo más dinero cesó el juego, y Martínez, Felipe y Quiñones salieron a la calle en busca de alojamiento.

III

—Yo no sé, capitán, cómo hemos podido jugar con un hombre tan de mala fe.

—Nuestra fortuna es la mala, respondió Martínez: he puesto mucho cuidado y ese hombre no ha hecho una sola trampa.

—Su fama lo dice todo, observó Felipe, que llevaba un humor de todos los diablos.

—El que juega pierde, y esto nos ha sucedido: lo que siento, agregó el capitán, tirando del ala de su sombrero, es mi caballo; mi hermana lo quiere mucho, y pensar que ese hombre se va a apoderar de un animal tan noble, y sobre todo, de un caballo que iba a la ventana de Guadalupe a comer el pan que le ofrecía con aquella manita tan primorosa.

—No hay remedio, dijo Quiñones, eso le enseñará a usted, capitán, que el juego es muy pernicioso.

—¡Por todos los demonios!, exclamó Martínez, que a esta hora viene de perilla una moraleja: ¿ustedes por qué me siguieron?

—Porque nosotros seguiremos a usted al mismo infierno, respondió Quiñones.

—Pues entonces no hay cuidado, ya saben que cuando hay dinero se gasta, y cuando no, se fastidia uno: conque, adelante, yo también soy todo de mis amigos.

Se oyeron unos pasos precipitados cerca de los tres compañeros; éstos se detuvieron un instante.

—Señor capitán, dijo un desconocido: en el hotel se ha levantado una tremolina.

—¿Y qué?, respondió Martínez.

—Es que, añadió el desconocido, se trata nada menos que de usted.

—¿De mí?, no adivino, respondió fastidiado el capitán.

—Le diré a usted.

—Que sea pronto porque estamos de prisa.

—El dinero que ustedes acaban de perder, así como la rifa del caballo…

—En todo ha habido su droga infame ¿no es verdad?, se apresuró a preguntar Quiñones.

—Cabal, respondió el desconocido.

—¡Rayo!, gritó el capitán, somos unos mentecatos.

—¿Qué pasa?, preguntó Felipe al desconocido.

—Que al hacerse las particiones, repuso éste, han reñido, y entonces se ha descubierto que todos se pusieron de acuerdo para robar a ustedes.

—¿Es cierto lo que usted dice?

—Tan cierto, que lo han oído todos los concurrentes al hotel: usted no debe darles el caballo.

—Yo debo cumplir mi palabra, contestó Martínez, mañana les entregaré el caballo Azabache.

—Usted sabe lo que hace, dijo el desconocido, y se volvió para el hotel.

—¡Ah, bribones!, me han hecho una que me la han de pagar. ¿Dónde está alojado el coronel Lozada?

—En la calle Real, dijo Felipe

—Pues busquémosle, porque lo necesito urgentemente.

IV

Los tres amigos se echaron a andar hasta el mesón en que estaba el alojamiento del coronel Lozada.

Preguntaron en el cuerpo de guardia, y después subieron a la vivienda ocupada por el coronel.

—Buenas noches.

—Buenas mañanas, respondió Lozada, porque ya son las dos; ¿qué se ofrece?, antes de responder traigan esa botella y bebamos, que hace un frío endiablado.

Esas órdenes siempre eran cumplidas con religiosidad por Martínez.

Después de apurar unas copas, Quiñones y Felipe se pusieron a jugar un tuti, y el capitán a charlar a media voz con el coronel.

—¿Qué tal, decía Martínez, no son unos pícaros de cuenta?…

El coronel se reía a dos carrillos.

—El plan es magnífico, me da usted el caballo más viejo de su regimiento, que tenga las condiciones que le he indicado a usted; veremos si tienen la desfachatez hasta de rehusarlo.

—Convenido, me gusta la broma, y yo mismo le proporcionaré el rocinante. Si hay algún resultado, yo respondo, ¡bribones! ese Pedro el Corredor es de ley; fue usted, capitán a caer en el costal de las alesnas. Esos pícaros andan echando la misión y desvalijando a los incautos.

—Ya me la pagarán en la misma moneda; mañana espero el caballo y duerma usted que yo me voy al Carmen en busca de mi coronel Fernández a quien no he visto en todo el día; además, estoy arrestado y voy a lista de diana; buenas noches y mil gracias, mi coronel, siga usted durmiendo, yo le daré a usted la revancha el día menos pensado.

—Buenas noches, señores, dijo el afable coronel y tornó a roncar como un desesperado, sin haberse molestado por la impertinencia de sus compañeros.

Martínez y sus dos amigos se fueron al cuartel.

V

El Carmen de Toluca es poco más o menos como todos los conventos de frailes: claustros espaciosos, celdas confortables, grandes patios, sala de profundis, refectorio, biblioteca y una cocina magnífica. Alojóse aquel triunvirato en la celda más a propósito y al primer toque se levantaron para presentarse al coronel Eduardo que ya estaba en el cuerpo de guardia.

—¿Dónde están Martínez y Quiñones? preguntó el oficial: ¿no se han presentado al arresto?

—Sí, mi buen coronel, dijo el oficial, aquí los tiene usted.

—Buenos días, mi coronel, dijo Martínez, venimos a suplicarle se sirva levantarnos el arresto porque tenemos que hacer algunos negocios del servicio.

—Está bien, respondió Eduardo en quien se conocía no haber probado el sueño en toda la noche.

El pobre Eduardo no había dormido, el recuerdo de Luz le perseguía con tenacidad.

¡Luz! tras ese nombre diáfano se debe transparentar un ángel.

Aquella mujer era el todo de su existencia.

Cuando un hombre ha corrido los tormentos del mundo deshojando sus ilusiones, estropeando su corazón en aventuras y marchitando su frente con desórdenes, y de repente se encuentra en la atmósfera purísima de un verdadero amor, entonces su alma se regenera, su corazón vuelve a latir al impulso de las primeras impresiones, vuelve a soñar en el cielo, vuelve a creer en la existencia de los ángeles.

Eduardo había corrido una vida aventurera hasta el día en que sus ojos se fijaron en Luz. Protestó contra su existencia pasada y entró en ese reposo a que reduce a un hombre la mujer amada. No vivió sino para ella. La fortuna siempre adversa los había separado en los momentos en que debían unirse para siempre. El horizonte se había oscurecido y vagaba sin norte esperando la hora de la felicidad.

Las opiniones de la familia Fajardo lo contrariaban horriblemente. ¿Qué pasaría con Luz entregada a los instintos de su familia?

La revolución estaba en su principio y el porvenir era oscuro.

El tiempo de la ocupación francesa aún no estaba determinado; además, ¿quién podía garantizar la vida de Eduardo en esa serie de combates que se preparaban?

Era necesario no pensar en el día de mañana y seguir con los ojos cerrados el destino.

Eduardo había ofrecido a su novia escribirle continuamente poniéndola al tanto de cuanto le ocurriese.

Al llegar a Toluca cumplió la promesa; pero había la dificultad de la comunicación.

Entonces le ocurrió enviar a su asistente Estanislao Luna con la carta.

Después de darle sus instrucciones, partió el infeliz soldado para la capital, de donde creía haberse alejado para siempre.

Eduardo había pensado mandar al capitán Martínez; pero el temor de una desgracia lo había contenido.

Martínez hubiera ido hasta el fin del mundo por servir a su coronel, además, quería entrañablemente a Luz, a quien divertía con sus cuentos, porque Martínez estaba predestinado a las más chuscas y atrevidas aventuras.

Luz tenía un afecto particular por el capitán, en quien veía al amigo más fiel de Eduardo.

Luz le había encargado que no se separase del coronel y le hizo responsable de lo que le aconteciese.

Martínez juró que primero le cortarían la otra oreja, que permitir se llegasen a su coronel.

Ya hemos dicho que Martínez sabía cumplir sus promesas.

Eduardo se dirigió al cuartel general, mientras Martínez y compañía aguardaban a Pedro el Corredor, que bien pronto se presentaría por el Azabache.

VI

A las seis de la mañana llegó un soldado del batallón Lozada con una especie de caballo prieto, medio tiñoso, con dos sendas mataduras en el lomo, con esparavanes en las manos, los cascos muy crecidos y vueltos hacia arriba, un colmillo que le sobresalía del labio, la cola y la crin, arruinadas.

Una silba de carcajadas saludó a aquel Clavileño.

—¡Este coronel vale un Potosí!, gritó el capitán Martínez.

Quiñones y Felipe comprendieron todo el plan de Martínez.

—Pongámosle en disposición, dijo Quiñones, y se dirigieron al jardín del convento con el infeliz animal que no podía dar un paso, porque estaba emballestado.

Llevaron a la víctima al tanque de la huerta y la bañaron para quitarle aquel aspecto infortunado que presentaba a primera vista.

Acosóle tal temblor que temieron seriamente por su vida, tan cara en aquellos momentos.

—No hay nada inútil en este mundo, dijo Martínez componiendo la crin del caballejo; pero las mataduras son atroces y la cola se ha acabado de arruinar con el baño.

—Le pondremos, dijo Quiñones, la camisa del Azabache para cubrir los defectos de su personalidad.

—¡Bravo!, dijo Felipe, y tirando del almartigón, volvieron al atrio del convento.

Martínez le puso, aunque con mucha repugnancia, la camisa de su caballo que era de jerga blanca con franjas encarnadas y un letrero de cinta negra, donde se leía: «Azabache.»

—No se ve tan mal, observó Felipe, y se pusieron en espera de Pedro el Corredor, como esos gitanos que desfiguran los animales robados, poniéndoles orejas postizas y dándoles manchas de un efecto admirable.

VII

A las ocho de la mañana apareció Pedro el Corredor con una turba de amigos y un capitán con quien tenía tratado Azabache.

El susodicho capitán le había visto el caballo a Martínez y encontró una buena oportunidad de hacerse de él en un precio muy bajo.

—Buenos días, señores, dijo el Corredor.

—Bienvenido, respondió Martínez, ustedes vendrán por el caballo, allí lo tienen; crea usted, amigo, que lo siento como a un hijo, pero lo perdí y es cuanto poseo.

—Lo veo algo estropeado, dijo el Corredor.

—Sí, estropeadísimo, como que ayer ha trabajado recio en el encuentro con los mochos.

Ha subido cien veces las piedras de ese maldito Monte de las Cruces, lo que ha hecho rebajar al animal, pero pronto se repondrá y entonces se verá su ley.

—Sí, dijo el capitán, conozco bien al caballo, ayer lo vi a la hora del pleito.

—Me alegro, dijo Martínez, que el señor sea testigo de lo que vale; porque si yo lo digo, sería alabanza en boca propia.

Pedro no podía convencerse, pero no había remedio, era necesario conformarse.

—Y está algo emballestado, y tiene esparavanes.

—Es animal muy sentido, respondió Martínez, por eso lo ve usted así; dentro de tres días yo se los preguntaré.

—Me lo llevo con permiso de usted, dijo Pedro.

—Por muchos años, respondió el capitán; pero la camisa no entró en el trato.

—Es verdad, dijo el Corredor, que no quería disputas con Martínez.

—Compañero Quiñones, quítele la camisa al Azabache.

Quiñones se acercó con mucha formalidad y despojó al infeliz animal del camisón, dejando a la vista de la concurrencia dos mataduras crónicas y una aguadura atroz.

—Ya no tratamos, dijo el marchante a Pedro el Corredor; ese caballo está inservible.

Pedro se rascó una oreja y se mordió los labios.

—Señor capitán, dijo entre enojado y contento, usted me ha hecho vivo. Está bueno.

—Amigo, dijo Martínez, esto se llama una carambola.

Pedro el Corredor se echó el sombrero a los ojos, y se salió acompañado de la carpanta que lo había seguido al cuartel.

El caballo quedó como bien mostrenco en el atrio, sin esperanza de tener un dueño, pues la D, que significa desecho, puesta por el coronel Lozada, era la marca de su destino.

Al día siguiente aquel ser miserable que tan buen servicio le había prestado al capitán Martínez, era presa de los zopilotes, que desde la víspera de su muerte, lo seguían como un platillo exquisito en la convivialidad de los buitres.

VIII

A los dos días emprendió su marcha al interior todo el ejército.

La deserción era espantosa.

La guardia nacional estaba en cuadro.

Las brigadas en un desorden horroroso, exceptuado algunas fuerzas moralizadas al mando del valeroso Porfirio Díaz.

Otras fuerzas que no pertenecían a lo que se llamaba ejército del centro, luego que vieron alejarse las divisiones, comenzaron a defeccionar y a desbandarse asesinando a sus jefes y apoderándose de las poblaciones para imponerles préstamos y contribuciones. ¡Todo estaba perdido!

Las derrotas sufridas por el empuje de las armas francesas, no habían causado tanto mal como la orden de retirada.

No hay ejército en el mundo que tenga moral para este movimiento.

Napoleón mismo ha llegado con la tercera parte de su gente en la retirada de Rusia.

Nuestros generales, cubiertos aún con el polvo de Puebla y orgullosos con su heroicidad, se afanaban por darle a aquellas turbas alguna organización, lo cual no era imposible.

El gobierno iba en retirada; mientras él existiera se conservaba el pensamiento y la unidad; era necesario salvarlo a todo trance.

El presidente Juárez sabía prácticamente cuándo vale esta verdad, porque tres años antes, atravesando por grandes peligros, estando en el lugar de la ejecución, o ya amagado por los puñales asesinos, había logrado situarse en Veracruz desde donde dirigió la revolución hasta el triunfo definitivo de 1861.

El personal del gobierno decía al mundo y a la Europa complicada en el atentado intervencionista, que la nación existía en su forma republicana, y que la bandera permanecía en el robusto brazo del defensor de sus libertades.

El ejército se situó en San Juan del Río y allí esperó el movimiento de los invasores.

El gobierno tomó asiento en el palacio de San Luis Potosí.

IX

El coronel Eduardo había recibido orden de permanecer en Toluca hasta la llegada de los franceses; avanzó hasta Lerma y sus guerrillas se extendieron en el camino de las Cruces.

El capitán Martínez y Quiñones eran el todo del regimiento, conservaban intacta su moral, y tenían deseos de entrar en lucha con aquellos soldados a quienes habían rechazado cien veces en el glorioso sitio de Zaragoza.

La sección intervencionista que había escaramuceado con el ejército en su retirada, se había concentrado en la capital.

El camino continuaba lleno de familias emigradas.

En el portalito de Jajalpa estaba el capitán con una pequeña escolta; se ocupaba en pedir noticias de México, todas eran contradictorias y exageradas, no podía creerse nada.

Un pasajero le entregó a Martínez unos periódicos.

El capitán los llevó inmediatamente al coronel Eduardo.

Después de haber leído algunos números, encontróse con un párrafo terrible.

—¡Maldición!, exclamó arrojando el periódico, ya lo esperaba, ese hombre es un imprudente, yo tengo la culpa, yo nada más.

El capitán no se atrevió a aventurar una palabra.

—Vea usted esa infamia, capitán; no, imposible, es necesario morir en la lucha, ¡la afrenta!… ¡el oprobio! …

Martínez levantó el diario y leyó en voz baja:

Ayer la policía ha aprehendido a un correo del enemigo, llamado Estanislao Luna, el cual ha sufrido la pena de doscientos azotes a que lo condenó la autoridad francesa.

—¡Diablo!, murmuró el capitán, ésta sí es una verdadera carambola.

VII. La gran Tenochtitlán

I

La ciudad de los palacios, y los jardines flotantes, la beldad del Septentrión, la señora del Continente, en cuya cabeza virginal lucen las estrellas más fulgorosas de la zona tórrida, la antigua emperatriz de Anáhuac, la joven republicana que ayer depositaba un beso filial en la venerada frente del anciano de Dolores, hoy se viste con todas sus galas como la esclava de un harén para recibir a su señor.

Flores, coronas, cortinas, banderas y estandartes de todas las naciones, especialmente mexicanos y franceses, arcos de triunfo, palmas, inscripciones, salvas; más de cien mil curiosos agrupados en las torres y bóvedas de las iglesias, en las azoteas, balcones, recodos, molduras y puertas de las casas, en las aceras de las calles, en los atrios y plazas, presenciando la entrada y el desfile del ejército aliado.

Jamás se había visto una pompa de orden suprema más lujosa y concurrida.

¡Miserable y raquítica gloria humana!

Ese ejército orgulloso y lleno de laureles, saldría a los tres años sin encontrar más arcos triunfales que los de la vergüenza y el ridículo, marcharía cabizbajo por las mismas calles, al son del látigo de la raza anglosajona y del anatema del mundo civilizado.

II

Desde muy temprano el vecindario comenzó a engalanar de cortinas sus balcones y ventanas, en un número considerable de casas aun de las excéntricas, y casi en todas aquellas situadas en la carrera señalada de antemano al ejército, debiendo éste venir por la garita de San Lázaro, calle de las Maravillas, Plazuela de la Santísima, Hospicio de San Nicolás, atravesando la ciudad en línea recta hasta San Diego, y entrando a la calle de Corpus-Christi en dirección a la plaza de Armas.

Desde la garita de San Lázaro donde habían acampado cuatro días antes los Cazadores del Vincennes, hasta el Palacio Nacional, formaron valla diversos batallones franceses, para venirse agregando a la columna a medida que ésta avanzaba.

Los pabellones francés y mexicano, estaban enarbolados en el Palacio de la Diputación y demás edificios públicos, viéndose en todos ellos, el segundo a la derecha del primero, así lo había ordenado el comandante militar de la plaza.

Dos arcos triunfales había en las calles de Plateros y San Francisco, figurando el primero, situado en el Portal de Mercaderes, construcción de mampostería, rematada con un vistoso trofeo de armas, y mostrando en su parte maciza, entre orlas de laurel, los nombres del comandante en jefe de la expedición, del señor de Saligny y de los principales jefes franceses, del lado que veía al Poniente (esto era algo significativo), y por el opuesto los nombres de Almonte y otros que la historia no ha olvidado.

En las columnas de este arco, por el frente y la espalda, había inscripciones y poesías encomiásticas al emperador de los franceses, al ejército aliado y a los jefes mexicanos.

El arco de la calle de San Francisco estaba formado de verdura, flores y pinturas alegóricas, y tenía al frente los retratos de Eugenia y Napoleón III.

Todas estas calles presentaban el aspecto de un bosque de banderas, con que jugaba el ambiente de una de las mañanas más despejadas y hermosas de nuestro estío.

III

Había un edificio en una de las calles del tránsito de la procesión cívica que llamaba la atención por su compostura.

El lector no necesita que le digamos a quién pertenecía la casa en cuestión, bástele saber la manera con que estaba adornada.

En cada uno de los tres balcones de la fachada, una faja de lustrina correspondiente al color de la bandera francesa, como las bandillas de una parroquia.

En cada una de estas fajas la respectiva corona de laurel, llevando en el centro unas MM y VV entrelazadas que nadie pudo descifrar, cuando la explicación es demasiado clara.

Las cortinas habían servido para celebrar la Declaración Dogmática de la Virgen, y aquellas letras se referían a María Santísima.

Más tarde el diplomático que entre paréntesis era el dueño de la casa, afirmó que había sido intencional el pensamiento de ese adorno, porque él ya sabía que Maximiliano aceptaba el trono de México.

En el centro, y parte alta de los balcones, dos banderitas cruzadas, como las que colocan en la fachada de los circos olímpicos mexicanos.

De los balcones salían dos morillos que se prolongaban una vara, sosteniendo seis faroles anunciando la nocturna iluminación.

Sobre la cornisa de los balcones y abarcando toda su extensión estaba escrito un dístico con letras azules en fondo amarillo: el verso parecía de la misma pluma que había trazado los de los arcos triunfales.

Para llamar la atención, dos manos negras apuntaban a aquella rapsodia, como en los carteles de los remates.

Para terminar con la descripción del ornato, diremos que sobre las tres canales de piedra que estaban repartidas simétricamente, habían colocado cajetes con palo de ocote, que debían figurar piras, una vez encendidas, pero que a la luz del día estaban en caricatura.

—¿Qué tal?, decía el señor de Fajardo a su esposa, que llevaba un túnico color de naranja con blondas azules y en su tocado la borla del espadín.

—Señor mío, usted debía haberse vestido de diplomático y no confundirse hoy con el paisanaje, gritó doña Canuta, abanicándose terriblemente.

—Hija mía, el sastre de aquí abajo no concluyó de arreglarme el uniforme, a ti te consta que he engordado y necesitaba sisar la casaca.

—Es cierto, estos sastres mexicanos son abominables, le he dado el peso adelantado y éste es el motivo de su dilación.

—¡Calla!, dijo por lo bajo el diplomático, me voy a desconceptuar si saben que me viste un sastre de tercer orden.

—Bien; pero yo fío en que no volverás a presentarte de una manera tan inconveniente.

—Señora, dijo don Serafín, acercándose a la señora de Fajardo, está usted encantadora.

El diplomático se frotó las manos con satisfacción.

—Ese color, prosiguió el chisgaravis, es de muy buen gusto, estoy plenamente seguro de no encontrar otro parecido.

—Hoy está usted coqueto, no le creo sus lisonjas, aunque ya varias personas me han manifestado igual opinión.

—Siento haber llegado tan tarde, pero me ratifico: ese traje es de un gusto exquisito, está usted deslumbradora, parece que Luz es hermana menor de usted.

El diplomático infló los carrillos y se dio de golpecitos en el vientre.

—Véala usted, continuó, está marchita, parece una flor arrancada de un ramo, su vestido negro, su color pálido, sus ojeras muy pronunciadas, cualquiera diría que sufre algo.

—No tiene derecho a sufrir, ni a llevar luto, porque no hay joven en todo México que tenga las satisfacciones que ella. Se la ama, se la mima, se la consiente, y lo que es más, tiene unos padres que… que…

—La honran, añadió don Serafín.

El diplomático se compuso la peineta de su pelucón.

—No deseamos, prosiguió doña Canuta, sino su bienestar, y creo que lo conseguiremos. ¡Luz!, ¡niña!, ven por aquí; no me oye, esa Julia absorbe toda su atención, es una buena amiga, le tengo encargado que la distraiga.

El diplomático se paseaba con gravedad meditando su plan de ataque a los fondos públicos.

Ese día su vestido era rigurosamente negro, excepto la corbata y los guantes, que los calzaba blancos.

La corbata daba tres vueltas y media por su cuello como la serpiente de Lacoonte, y remataba en lo que llamamos nudo ciego.

Sus guantes eran probablemente de la Z, porque le sobraba mucha cabritilla.

En cambio, su frac estaba en conjunción.

Dos faldones como aletas de pescado, con unos botones de un diámetro muy regular, una solapa y un cuello tan armados, como si estuvieran forrados de cartón; y unos pantalones anchos y zancones que dejaban ver el cañón de la bota.

Doña Canuta le había peinado el casquete, perfumándolo con macasar, lo que tenía histérico al infeliz diplomático, que juraba en su interior lavarlo luego que concluyese la solemnidad.

IV

Luz estaba triste, muy triste: la suerte de Estanislao Luna la tenía pesarosa, había mandado recoger al infeliz asistente y héchole curar con esmero, para compensar en algo sus sufrimientos.

La carta de Eduardo se había quedado en la comisaría francesa, así es que ignoraba la suerte de su amante, a lo que se agregaba la falta absoluta de correspondencia.

—No creas, decía Clara, el coronel no está muy lejos de aquí, los periódicos hablan de la salida del ejército para el interior, y sería mucha casualidad que él solo se hubiera quedado en Toluca.

—No he visto en los periódicos, respondió Luz, que se haya movido el regimiento de Eduardo.

Los franceses deben ocupar esa ciudad y temo mucho por su vida, está desesperado y yo tiemblo al considerar su situación.

—Muy divertidas están ustedes, dijo don Serafín, arrimando su sillón al confidente donde estaban las dos amigas.

—Sí, muy divertidas, respondió Clara.

—Supongo, replicó don Serafín, que ya habrán olvidado la escena desagradable del bandido.

—Precisamente, dijo Luz, nos ocupábamos de ese infeliz a quien impíamente castigaron.

—¡Pis!, respondió don Serafín, eso no es nada, debían ahorcarlo, para que otro día no se prestara a los infames manejos de los demagogos.

—Tiene usted un bello corazón, dijo Luz visiblemente molesta.

—Siento disgustar a ustedes, pero yo, dijo picándola de gracioso, no los considero ni como prójimos.

—Caballero, respondió Luz, los desgraciados son dignos al menos de compasión, y es indigno el burlarse del infortunio.

Don Serafín, que creyó haber dicho una agudeza, se quedó cortado y apenas balbuceó algunas excusas.

—¿No han visto ustedes los arcos?, preguntó para salir de su situación tan pesada.

—No, respondió Clara secamente.

—Cuando la entrada del ejército liberal, replicó Luz, vimos lo bastante para que ahora nos sorprenda la del ejército francés.

—Cuestión de trajes, añadió Clara.

—Permítanme ustedes, señoritas, no cabe comparación, nuestros soldados son horriblemente feos, y los franceses no son malas figuras.

—Como no se trata de elegir novio, respondió Clara, sino de hombres que se sepan batir, la belleza nos es indiferente; además, que una madre quiere más a su hijo feo, que al del vecino, aunque sea un Adonis.

—Tengo la desgracia, dijo don Serafín, de caerles a ustedes muy pesado, desgracia que lamento con el corazón.

Clara y Luz no contestaron.

—Decía, continuó el mentecato, joven, que yo les soy eminentemente fastidioso ¿no es verdad?

Las amigas permanecieron en silencio.

—Esto es más que horrible, si he dado lugar a ello, yo les pido mil perdones.

Clara y Luz seguían mudas.

—Es un desaire el que se me corre, y lo siento, porque estoy en la casa de usted.

Don Serafín tenía razón por la primera vez en su vida.

Luz comprendió lo mal que hacía, y se apresuró a contestar a don Serafín que se había levantado para retirarse:

—Venga usted a mi lado, usted no me comprende aún, no sé odiar y me resiento al oír palabras de venganza; sin querer me formo mala opinión de quien ve con desdén la existencia de un hombre.

—Es cierto, dijo avergonzado don Serafín.

Luz, continuó:

—El hombre infeliz a quien han castigado de una manera tan horrible, fue aprehendido en mi casa, usted comprende lo doloroso que me será este acontecimiento.

—Tiene usted razón, señorita, volvió a decir don Serafín, yo no había reflexionado, perdóneme usted.

—Yo me congratulo, respondió, de que esta oportunidad me haya hecho conocer a usted, su corazón es bueno, y no ha sentido jamás lo que sus labios han expresado.

—Yo me arrepiento, señorita, replicó anonadado don Serafín.

La influencia de aquella alma de ángel, lo tenía influenciado visiblemente.

El desdichado comprendió que aquella mujer nunca podría amarlo, el magnetismo de la superioridad se ejercía en él de una manera poderosa.

Con la frente humillada, los ojos bajos, y en la más triste de las actitudes, permanecía en silencio don Serafín.

—Amigo mío, dijo Luz, estreche usted mi mano, soy una buena amiga.

Don Serafín llevó a sus labios con respeto aquella mano.

Doña Canuta, que observaba a su discípulo, dijo para sí:

—¡Bravo!, la conquista está consumada, ¡hoy 10 de junio de 1863, día de la entrada del ejército vencedor!

—Veamos lo que pasa en la calle, dijo Clara levantándose, y los tres se dirigieron al balcón.

V

Ya hemos dicho que la calle se hallaba primorosamente adornada.

Frente a los balcones de la familia Fajardo, había un grupo de dandies, desesperados de que tardase tanto la procesión.

—Esto es abominable, decía un joven barbilampiño, hace tres años que aguardamos a los franceses y ésta es la hora que no aparecen.

—Querido, tengamos calma, estarán visitando el hospital de San Lázaro; estarán haciendo observaciones sobre la inconveniencia de los lisiados.

—A propósito de lazarinos, observó otro de bigote retorcido, esa respetable señora del vestido color de naranja, tiene una nariz que amenaza ruina.

—Ya la veo, Enrique, dijo el otro, es una beldad del siglo XV.

—La borla del peinado es admirable, añadió Enrique, es un arreo militar, seguramente se le ofrecerá al general Forey.

—La compostura es magnífica, tiras de lustrina, tienen mucho chic, y el dístico es obra de un Homero intervencionista: quien alcance a leerlo, que lo haga en voz alta.

El barbilampiño leyó con voz de mofa el dístico:

Para librar al país de la desgracia el remedio lo da la diplomacia.

—¡Bravo!, dijo el de los bigotes retorcidos, éste es un dístico que debe ponerse en letras de oro; pero señores, el dístico se ha vuelto hombre, se ha obrado una metamorfosis, ved ahí un individuo disparatado.

Los compañeros volvieron la cara hacia el señor Fajardo que se asomaba al balcón, colocándose a la derecha de su adorada esposa.

—Es increíble, observó el lampiño, que existan todavía unos cuellos que llevaba el virrey Venegas.

—Y ese frac, repuso Enrique, se lo traería el general Almonte como una curiosidad mosaica. ¡Dios mío, no había observado que ese sujeto lleva una peluca de cuero de becerro y una peineta!

Todas las personas que se hallaban cerca del corrillo levantaron la vista al balcón y comenzó una jácara espantosa.

—¡Voto al chápiro!, exclamó Enrique, ¡allí hay una muchacha encantadora, sublime, admirable!

Las miradas se fijaron en Luz que estaba deslumbradora.

Su rostro de marfil se destacaba como un busto de Diana entre las blondas negras de su vestido.

—Su compañera es de lo mejor, contestó el barbilampiño, ese traje azul le viene admirablemente, parece que el cielo la ha vestido.

Clara y Luz que observaban la sensación que producían, se sonrieron.

—¡Qué dentadura!, ¡canario!, ¡qué labios!, ¡ah de las abejas!, gritó el de los bigotes.

—Estas chicas, dijo uno de los dandies, no deben ser hijas de esos monstruos, eso pasaría por un contrasentido, se necesitaría otra intervención para arrancarlas de esa jaula de fieras.

VI

En el balcón contiguo había un grupo de jóvenes arrogantes a quienes galanteaban dos empleados de la administración reaccionaria.

—La vecina de ustedes, decía uno, está de riguroso luto, tendrá sus motivos.

—Tal vez, dijo una muchacha, los tiempos son calamitosos, ¿no es verdad, Julia?

—Y muy calamitosos, respondió la joven interrogada.

—Es bellísima la vecinita, me gusta más de lo regular.

—Caballero, está muy cerca, puede usted hacerle su declaración.

—No es para tanto; pero la muchacha es guapa.

—¿Y no le gusta a usted, respondió Julia amoscada, un coronel Eduardo Fernández?

—Los hombres, señorita, jamás han sido de mi gusto, y menos un coronel que debe tener unos mostachos muy grandes.

—Y una espada muy bien ceñida, añadió Julia.

—En cuanto a eso estoy curado de espanto.

—La respuesta es muy galante, caballero.

Desde luego se comprenderá que Julia era novia del empleado y se sentía humillada con los elogios exagerados tributados a su vecina.

Las mujeres no toleran antagonismos.

—Esa familia, dijo otra de las jóvenes, es muy apreciable, sobre todo la señora doña Canuta.

—¿Y se permite esa señora llamarse doña Canuta?

—Es un nombre, dijo Julia, muy a propósito para esa fisonomía; la del señor de Fajardo no es mala, sobre todo, su peineta que es de muy buen carey.

—Ahí está el maldiciente de Enrique, dijo Julia señalando al joven de los bigotes.

—Supongo, replicó el empleado, que usted es amiga de ese señor.

—Precisamente amiga, no, conocida, me divierte con su mordacidad, tiene lengua de escorpión.

—¿Le hace a usted gracia?

—Me lo pregunta usted con un tono, que me causa temores muy serios.

El empleado se mordió los labios con desesperación.

El joven Enrique levantó instintivamente la vista y se apercibió de lo que pasaba.

Entonces se puso a dar bromas al novio, saludando con el pañuelo a Julia, y haciéndole señas que Julia no comprendía.

VII

El empleado se salió a la calle y se encontró frente a frente del que creyó su rival.

—Caballero, me dará usted una satisfacción.

—¿Satisfacción porque entra hoy el ejército francés?, pídasela usted al gobierno.

—No se trata de bromas.

—¿Y le parece a usted un asunto tan serio?

—Basta de burlas, espero que nombre usted su padrino.

—Le tengo, respondió Enrique. —Diga usted quién es, caballero, para entenderme con él, y dónde vive.

—Caballero, puesto que usted lo exige, diríjase usted al cura del Sagrario que es mi padrino de pila.

En este momento, un chiquillo que estaba en el balcón de la casa a cuya puerta pasaba esta escena, dejó caer una bandeja con ramos de flores destinadas al vencedor.

La fatalidad había señalado como víctima al infeliz empleado.

La bandeja cayó a plomo en el sombrero del novio y lo hundió hasta el remate de la cara.

Las señoras de los balcones reían estrepitosamente, los muchachos silbaban, y el pobre empleado pugnaba por zafarse el sombrero que lo había dejado en tinieblas.

Una oleada de gente arrastró en su paso al valeroso novio, y cuando pudo ver la luz, su contendiente había desaparecido y él se encontraba a veinte varas del sitio de la reyerta.

—Pobre Francisquito, dijo Julia, es tan animoso que un día voy a tener una pesadumbre.

Mientras pasaba esta graciosísima escena, un hombre embozado en un jorongo de Saltillo y con sombrero galoneado, se paraba en el zaguán del frente de la casa de los Fajardo.

VIII

—Estos franceses no son ingleses, dijo doña Canuta, hace dos horas largas que esperamos y aún no aparecen.

—Querida esposa, el general Forey es hombre diplomático, está esperando que el pueblo acabe de llegar para ostentarse al frente de su ejército con más pompa.

—Maldita sea esa pompa que nos tiene hechos unos papamoscas.

—Tengo deseo de ver a mi amigo Mr. de Saligny, lo he dejado de ver desde la última vez.

—Yo creía, dijo la de Fajardo, que desde la penúltima.

—Es malo, replicó con énfasis el señor Fajardo, que lo tengan a uno por hombre sabio, un lapsus linguӕ se reputa por un desatino.

—Ya la gente se mueve, la hora ha llegado, el ejército se presenta a las puertas de la ciudad: Fajardo, nuestros sueños se realizan, lo que creíamos tan difícil era lo más sencillo.

—La diplomacia, la diplomacia, respondió el hombre de Estado. Napoleón III vale veinte veces más que su tío.

—No es extraño, los muchachos son siempre más vivos que sus padres.

—Para este Bonaparte no hay un Wellington; por el contrario, este César dará mil Waterloos a la Europa.

—Así sea, señor mío, porque de romperse el hilo, naufragamos para siempre.

IX

Daban las diez y cuarto, cuando se oyó por el rumbo de San Lázaro la detonación de las piezas de artillería anunciando la llegada del comandante en jefe de la expedición, quien según el programa expedido por la junta directiva de la festividad, debió allí ser recibido por el jefe político y los empleados, dirigiéndole una arenga y poniéndole en posesión de la capital en calidad de amigo y aliado.

La guardia de honor la daba el Cuerpo de Inválidos.

Ya hemos dicho que un gentío inmenso llenaba las calles, y en toda su extensión la plaza de Armas, los portales de las Flores, Diputación y Mercaderes y el atrio de Catedral, cuando precedida por salvas y Víctores, apareció la descubierta del ejército.

El asesino de Tacubaya, manchado aún con la sangre de Valle y Ocampo, llevando sobre su existencia el anatema del mundo entero, venía al frente de unos miserables batallones mal vestidos y peor armados, que sufrían el desprecio más profundo y la burla más sarcástica de los invasores.

Tras este grupo de harapientos soldados, apareció la arrogante caballería francesa, formando la descubierta en pequeñas secciones y algunos trozos de infantería.

El movimiento impreso repentinamente a la masa de espectadores, indicó la aproximación del general Forey, el jefe del ejército expedicionario.

Forey es un hombre que pasa de setenta años.

La inclinación de su cabeza ya cubierta con el hielo de la vejez, anuncia que pronto entrará en la decrepitud.

Forey es cargado de hombros y conserva la robustez de su constitución; su fisonomía es muy poco francesa, más bien parece irlandés. Los ojos azules, la mandíbula inferior muy pronunciada, el color rojo como el de un flamenco, lleva bigote entrecano, y ya en todo su semblante se notan esos caracteres del rostro de una vieja.

A su edad, ya los arreos del soldado comienzan a caricaturarse.

El general Forey venía a caballo, trayendo a su derecha al general Almonte.

Aunque este personaje es muy conocido, estas páginas pueden llegar a manos de personas que no hayan visto nunca al célebre pro-hombre de la monarquía.

Almonte es de un personal simpático, sus maneras son exquisitas y finas, cuida mucho de su persona, lleva levita negra abotonada, bota de charol, su corbata y cuellos siempre a la última moda. Tiene un especial cuidado de sus manos, y sus uñas son largas y pulimentadas como las de un águila.

Almonte tiene el tipo azteca, los pómulos muy pronunciados, la frente algo deprimida, los ojos vivos y la mirada atrevida y dominante sin pretensión; su dentadura es muy buena, y todo él presenta un conjunto que simpatiza.

Algunas arrugas comienzan a aparecer en sus mejillas.

Almonte es un hombre de instrucción aunque de poca capacidad.

Ese día llevaba uniforme de general.

El hombre perdía un noventa y nueve por ciento de su representación.

Aquellos galones lo ponían en el patíbulo del ridículo, en la picota de la evidencia.

A la izquierda de Forey, venía el célebre Mr. de Saligny.

Este gracioso personaje, tiene una fisonomía rara; ha encalvecido por secciones, y su cabeza presenta, por la falta desigual del cabello, el aspecto de un tablero de damas.

Tiene la frente del gato, un ojo cerrado y otro a medio cerrar, su nariz es igual al pico de un tecolote; su boca demasiado grande; su cabeza aplastada y deforme, y una barba rala de color indefinido… Su cuello es corto y su cuerpo mal forjado. Usa vestidos de la moda pasada; un sombrero de parasol, pialeras, lente incrustado entre la órbita y la ternilla, y habla sin que se le entienda la tercera parte de su conversación.

La maledicencia pública lo acusa de ebrio consuetudinario. Esto proviene de haberse excedido en el uso de los licores embriagantes el ministro de S. M. I., Napoleón III, y haberse presentado de una manera inconveniente en el paseo de Todos Santos.

X

Los tres personajes desmontaron frente a la puerta principal de la iglesia metropolitana, y fueron recibidos con palio, cruz y ciriales, por el venerable cabildo eclesiástico, que seguido de todo el clero, se adelantó hasta las gradas del atrio.

Saludó el general Forey a aquella falange clerical, y entró a la catedral con Almonte y Saligny bajo de palio.

Este cuadro ridículo, provocó la hilaridad de las mismas sotanas y del pueblo.

¡Mr. de Saligny bajo de palio!

¡Almonte entre ciriales!

Los tres tomaron asiento en el dosel dispuesto cerca del presbiterio, a la derecha del altar mayor.

El primero y más grandioso de nuestros templos estaba profusamente iluminado.

Multitud de personas poblaban los lados del presbiterio, y la crujía, y el coro, y los altares contiguos, y las espaciosas naves, en que formaban valla de antemano soldados franceses, con sus oficiales y bandas respectivas.

Puestos bajo el dosel Forey, Almonte y Saligny, los jefes y oficiales de Estado Mayor del primero, se colocaron en los asientos que les estaban destinados, y comenzó el Te Deum a toda orquesta.

Nunca se han oído las preces religiosas con más indiferencia: todos conversaban en voz alta, y los personajes del dosel se creían en un palco de la ópera, recorriendo con miradas protectoras aquella multitud de curiosos.

XI

Enrique y sus compañeros acudieron a la catedral para conocer bien al general Forey.

—Mira, dijo Enrique a su compañero, ese viejo me parece un zorro de primera fuerza.

—Sí, respondió el otro, tiene trazas de camastrón.

Enrique observó que Mr. de Saligny estaría extrañando las vinajeras.

—Ya se desquitará, dijo otro amigo, esta noche duerme bajo la mesa del hotel.

—Hay quien asegura, dijo Enrique, que Napoleón lo ha enviado a México para que se corrija.

—Por eso, respondió el lampiño, se vino con todos sus elementos; ayer he visto descargar tres toneles de coñac en la legación. ¿Y Almonte, qué hace bajo el dosel?

—Cállate, dijo Enrique, los hijos de la Iglesia tienen sus privilegios, estudia el Derecho Canónico. Si quis suadente Diavolo.

—Se ha portado el clero, dijo una vieja que estaba próxima a los calaveras, esto me representa la entrada del señor Iturbide.

—Ésa es historia antigua, señora, respondió Enrique.

—Qué saben ustedes de reyes, replicó la vieja.

—Este señor Forrel, dijo otra vieja, se parece al Venadito.

—Forey, señora, exclamó Enrique.

—Caballerito, no sé latín, respondió la anciana.

XII

El Te Deum había terminado.

Los franceses son los cómicos del mundo, y en materia de farsas, nadie les va en zaga. Para ellos el mundo es un gran teatro, ellos siempre están representando. Un francés jamás dice lo que siente, siempre tiene que hablar su papel.

La voz dramática de los oficiales se dejó oír, los clarines tocaron marcha y la tropa se arrodilló y rindió armas ante el Dios de los ejércitos.

Tres años después, en su vergonzosa retirada, no le dijeron ni adiós a ese Dios de los ejércitos que saludaron al ocupar la capital de la república.

El triunvirato después de despedirse de ese venerable clero que hoy vaga entre la multitud anonadado y sin distintivos, se dirigió al Palacio Nacional.

Volvieron a sonar las campanas que habían repicado a vuelo en todas las iglesias desde que apareció el ejército por San Lázaro, no suspendiéndose el repique sino durante el Te Deum.

Siguió inmediatamente el desfile de las tropas francesas, que llamaban la atención por lo nuevo de sus trajes y lo arrogante de su marcha.

La junta directiva les había preparado listones, flores, coronas y versos, que fueron arrojados en su tránsito.

En el momento en que el general Forey pasaba frente a la casa de los Fajardo y sus oficiales de estado mayor, fijaron la vista en la hermosura deslumbradora de las jóvenes amigas.

En aquellos momentos el individuo que hacía dos horas se había situado en el zaguán de enfrente, volvió también la mirada al balcón, descubriendo completamente el rostro, alterado visiblemente por la cólera.

Una casualidad hizo que Luz se fijase en él.

La joven palideció, y dando un agudo grito cayó desmayada sin que Clara pudiese impedirlo por la violencia del acceso.

XIII

Desde aquel memorable día, quedó entronizado el poder de Napoleón III en la patria de Guautimotzin.

El procónsul francés se imponía con el primer ejército del mundo.

Al subir al escaño de la conquista ese microscópico Hernán Cortés del siglo XIX declaró solemnemente: «Que la cuestión de las armas había terminado.»

A los cuatro años, el mariscal Bazaine respondía desde Orizaba a esa declaración arrogante del jefe de la expedición francesa.

VIII. Un alojado

I

La señora de Fajardo no pudo comprender el motivo de la emoción de su hija, en todo pensaba menos en la verdadera causa.

El diplomático estaba contentísimo, sus ilusiones, como él decía, estaban realizadas, y sólo faltaba que sus ambiciones quedaran satisfechas.

El ayuntamiento comenzó a emitir boletas de alojamiento, ésta fue la contribución forzosa impuesta por los invasores, como el primer síntoma de su política de opresión.

El entusiasmo de los intervencionistas rayaba en locura, todos se soñaban en la corte de Francia y en las intrigas de Versalles, sin sospechar que pudiera sucederles algo, como en la célebre comedia de Llueven bofetones.

—Yo necesito, señor de Fajardo, decía la rubicunda de doña Canuta, que se me proporcione un alojado, lo necesito de toda necesidad.

—Bien, reflexionó el diplomático, por algo se empieza; de esa manera me pondré en contacto con el ejército intervencionista, tendré acceso a sus tertulias, y mi genio diplomático me abrirá las puertas del porvenir.

—Yo no quiero esperar un día más, porque nos tocará lo peor del ejército; necesitamos unos generales o cuando menos coroneles, de ese grado no rebajo un ápice. En la casa hay bastantes piezas, y si no, los alojaría en la nuestra.

—Después que la hayamos desocupado, dijo el diplomático.

—Se entiende, respondió doña Canuta. Yo prepararé un alojamiento de rey. A tus oficiales los pondré al servicio de nuestros huéspedes, aunque ese Manuel Estrada a quien le falta un miembro de la boca, me parece altamente inconducente.

—Ese hombre es muy vivo, es mi secretario, y no consentiré jamás en que se le improvise de lacayo o mozo de cordel. Un diplomático debe tener una oficina doméstica y un secretario.

—No está mal pensado, observó doña Canuta, nos servirá a los dos, tú tienes muchas ocupaciones y yo tengo que arreglar varios asuntos.

—¿Y cómo sigue nuestra hija?, preguntó Fajardo.

—Hoy se ha ido, respondió doña Canuta, a pasar el día con su amiga Clara.

—Es necesario que se divague mi Luz, su belleza realzará en la corte donde tantos hombres acuden a presentarse. Anoche me han corrido un desaire horrible, pasé a visitar al señor Dubois de Saligny que casualmente tenía un té. Un infernal me tomó por el repostero, y con voz gruñona me dijo:

—Ya hacéis falta, ¿dónde están vuestros pasteles?

—¿Qué pasteles?, le contesté; al principio creía que era alusión a los pasteles diplomáticos; pero después me convencí de la realidad.

—Caballero, le dije, yo no tengo trazas de vendedor de empanadas, soy el caballero Modesto Fajardo.

El francés se encogió de hombros, y me dijo —perdone usted, caballero Fajardo, lo había equivocado con el individuo de los ravioles, el señor ministro tiene reunión esta noche y no puede recibir sino a sus invitados.

—Es cierto, le contesté, conozco la etiqueta europea, yo creo que no debo estar un solo momento en esta casa, y dándole las buenas noches me alejé de aquel lugar tan molesto.

—Es necesario dar un té danzante, no se me había ocurrido hasta ahora, invitaremos al subsecretario de Hacienda y de Relaciones, y a una parte de la oficialidad francesa.

—En un convite se arreglan más asuntos que en un ministerio, respondió con petulancia el diplomático.

—Sí, ahora lo que importa, es proporcionarse un alojado que es la clave de todo este negocio.

II

—Señor, dijo la criada entrando precipitadamente, unos oficiales franceses buscan a usted.

—¡Ellos son!, gritó doña Canuta, que pasen, que pasen al momento, son los alojados, Dios mío, y sin haber preparado las piezas.

—Me distinguen, dijo don Modesto, enviándome un alojado, ¡oh!, es preciso corresponder decentemente.

Doña Canuta se sentó en el confidente después de arreglarse su traje.

Don Modesto Fajardo se compuso la peluca, tosió, se arrellanó en la poltrona, cruzó la pierna y esperó la llegada del alojado.

Un sargento de caballería del Regimiento de Cazadores de África, recién ascendido a subteniente, penetró en la sala donde la pareja Fajardo esperaba.

El alférez de Cazadores, era una especie de bruto con uniforme, exageradamente alto, y parecía delante de aquel matrimonio al capitán Gulliver en el país de los liliputienses.

El soldadón tenía unas manos de pasiego y unos pies de metro y medio de longitud; sus acicates estropeaban la alfombra, y él estropeaba la vista con su presencia.

Mascaba tabaco y escupía continuamente; en fin, era un ordinario de marca.

Lo había seguido hasta la sala un asistente con la maleta, el albardón y un par de botas horriblemente grandes, todo lo que constituía el arreo del alférez Poleón.

Entró a la sala con la impavidez que a una cuadra, y tocándose el kepis, dijo:

—Buenos días.

—Buenos días, monsiur, se apresuró a contestar doña Canuta.

—A la orden, caballero, dijo levantándose el diplomático.

El alférez Poleón entregó el billete de alojamiento.

—Yo soy, dijo don Modesto, el dueño de esta casa que se os señala como alojamiento.

—Bien, respondió el soldadón, veré la casa por si me conviene.

—Aún no está dispuesta, respondió la señora.

El alférez creyó que le eran hostiles y se dejó caer en el confidente.

—Siéntate allí y descarga el equipaje, le dijo a su asistente, mientras esta señora va a disponer el alojamiento.

Los Fajardo se vieron asombrados.

—Lo que son las costumbres, murmuró el diplomático.

Levantóse doña Canuta, haciendo un saludo gracioso al oficial, que no reparó sino en las narices prolongadas de la ama de la casa.

Cambió una mirada de burla con el asistente, y dirigiéndose al diplomático, le dijo:

—Necesito tres piezas amuebladas con todo confort, un cuarto para mi asistente y una buena caballeriza, con esto obsequiarán ustedes a la autoridad francesa.

—Señor oficial, creo no tener precisamente todo lo que usted necesita, pero se hará por obsequiar a la respetable autoridad francesa.

—Yo no me satisfago con rendez-vous; si no es bastante amplia la casa, pueden ustedes mudarse donde mejor les convenga.

—Dupen, dijo dirigiéndose al soldado, saca un tabaco; pero no más uno, este caballero no tiene trazas de fumar, puesto que aún no me ha hecho ofrecimiento alguno.

—Efectivamente, contestó Fajardo, no acostumbro fumar.

—Ni obsequiar a los huéspedes, añadió Poleón, encendiendo un fósforo que hizo el ruido de un cohete a la congréve, y comenzó a fumar un tabaco arrojando bocanadas de humo.

No es mucha la galantería francesa, pensó el diplomático.

—La buena de la tía se tarda más de lo regular y yo tengo que pasar revista a doscientos caballos.

—¡La tía!, murmuró por lo bajo el diplomático, este soldadón es un ordinario.

Poleón se levantó impaciente, y comenzó a pasearse a lo largo de la sala resonando sus pesados acicates que hacían surco en las alfombras.

—Hace un año, dijo, que estoy en este maldito país y no he encontrado una persona con quien hablar.

Ya hemos dicho que el alférez creía estar en una casa juarista y se mostraba un poco más ordinario de lo que era.

—¿Y qué noticias hay?, interrogó bruscamente a Fajardo.

Éste vio un lazo en esta pregunta, y respondió con énfasis:

—Nada sé, esa gente nada tiene de común con nosotros los intervencionistas.

—En África, continuó Poleón, poco nos faltó para acabar con aquellos animales, aquí me parece más difícil.

El diplomático abrió desmesuradamente la boca.

—Dame el tabaco de mascar, dijo el alférez a su asistente.

El soldado abrió el equipaje, y no encontrándolo, se propuso buscar escrupulosamente en la maleta.

Comenzó a sacar la ropa blanca del alférez y todos los útiles de campaña, colocando todo con mucho cuidado en las sillas de la sala, pues temía, y con razón, una paliza de su alférez.

En el fondo de la petaca estaba envuelto en un periódico el susodicho tabaco.

—¡Lo encontré!, dijo con gusto, y lo llevó al oficial, quien le dio una tarascada de a media libra.

—¡Dios mío!, ¿qué es esto?, dijo doña Canuta, al ver tanto trapo sobre el brocatel de sus muebles.

—Mi ropa, dijo el alférez, usted no se moleste, me instalo en esta sala, dormiré en el confidente, y este soldado en las sillas, escribiremos sobre el piano y haré mi toilette en la consola.

—Venga usted, señor oficial, dijo asustada la señora, y con la nariz ardiendo de cólera, venga usted a ver el alojamiento.

El oficial se paró bruscamente, diciéndole a su asistente:

—Cuida de que no se extravíe algo, porque en este país hay muchos ladrones.

III

El señor de Fajardo no sabía a qué atenerse.

Doña Canuta llevó al oficial a ver las piezas interiores.

—¡Por vida de la nariz de usted!, exclamó Poleón, que este sótano es abominable, me agrada más la sala.

—¡Qué salvador tan soez!, murmuró la Fajardo. La casa no presta comodidad, en la caballeriza están las mulas del coche y no hay lugar para más animales. Usted no está bien aquí. (¡Chúpate ésa!)

—No hay más que sacarlas y quedo redondeado.

—¿Y adónde las sacaremos?, preguntó molesta doña Canuta.

—Ése no es mi negocio, contestó el alférez arrojando una catarata de humo en el rostro de doña Canuta.

—¡Puf!, dijo la infeliz, ¡este hombre no es francés!

—¿Quién es ese cernícalo que está en la sala?, preguntó Poleón, debe ser el esposo de usted, ¿no es verdad?, al verlo se conoce, tal para cual; pero dejemos esos horrores y volvamos a la cuestión del alojamiento.

—Ya usted ha visto lo que podemos proporcionarle.

—Es bien poco lo que usted puede hacer, no me queda más, que con el permiso de ustedes, tomar posesión de las piezas que me convengan, yo vengo en nombre de la Francia.

—La Francia, dijo doña Canuta, es ciertamente muy respetable, pero ella no puede hacer que crezca esta habitación.

—Sí puede, replicó Poleón, con dinero todo se alcanza, no hay más que pagarme el hotel y todo queda arreglado.

La Fajardo vio abiertas las puertas del cielo, hubiera dado toda su fortuna por salir de aquella situación horrible.

—Sí, dijo violentamente, tome usted en el hotel cuanto le plazca, que yo lo pago todo.

—Arreglado, dijo Poleón, y volviendo a la sala le mandó al asistente que lo siguiera, y sin despedirse del diplomático, se largó con la música a otra parte.

IV

—¡Yo me ahogo, esposo mío!, exclamó doña Canuta.

—Yo estoy sofocado, replicó el diplomático, esto es espantoso, ese hombre se ha permitido bromas sobre tu nariz, eso es un ataque a la individualidad.

—Viene de África y trae todos los resabios de los sarracenos, dijo la Fajardo.

Don Modesto estaba contrariado visiblemente; comenzaban sus tropiezos, la diplomacia fallaba en la primera combinación.

—Ya veo, dijo con tristeza el hombre de Estado, que entre ese ejército de veteranos hay héroes muy ordinarios.

—La galantería francesa se ha desmentido hoy día de la fecha, exclamó doña Canuta. Ese soldadón es lo más brusco del mundo, ¡y pensar que todos los jefes del ejército han tenido los mismos principios!

—Yo ocurriré a la plaza a quejarme de este desafuero; ¡sacar en presencia de una señora, calcetines y otras piezas de ropas inconvenientes! Si Napoleón supiera estos ataques, estoy seguro que pondría un remedio eficaz en su alta sabiduría y diplomacia.

—No se portaría este alférez de la misma manera en presencia de la emperatriz.

—¡Ya se ve que no!, gritó irritado el diplomático, estaba por quebrarle una silla en la cabeza.

V

Los acicates del alférez volvieron a resonar en la antesala.

—¡Jesús me ayude!, dijo asustado don Modesto, si me habrá escuchado.

Poleón entró sin hablar y comenzó a buscar algo que había perdido

Los franceses no permiten nunca que se les extravíe el menor objeto.

Comenzó a mover los muebles con rabia.

—¿Qué se ofrece, caballero?, preguntó Fajardo.

—Qué se ha de ofrecer, respondió el alférez azotando una silla contra el suelo y haciéndola mil pedazos, que aquí la he dejado, estoy seguro de ello.

—¿Qué ha dejado usted?, preguntó temblando doña Canuta.

El alférez se encaró al diplomático.

—¡Usted, sí señor, usted la tiene!

—¿La qué?, preguntó asustado don Modesto.

—Qué ha de ser, la caja de los fósforos que he dejado olvidada.

—¡Hombre!, yo no me había de tomar esa friolera, ¡por Dios!

—Me han dicho que en México hay muchos ladrones, y aquí se me ha extraviado la caja.

Quitóse el kepis para limpiar el sudor, y los fósforos cayeron al suelo.

—¡Voto al diablo!, dijo, me los había puesto en el kepis; ustedes perdonen.

Y volvió a salirse precipitadamente, no sin haber recogido hasta el último cerillo.

VI

—Esto pasa de la raya, gritó el señor de Fajardo, se me ha insultado en mi propia casa; ¡y tener que pagarle a ese caribe el hotel!

—¡¡Oh infamia!!, repitió doña Canuta, ¿ubinan franceses sumus? ¿in cuam imperiorum vivimus? Tú debes tomar una providencia; ese alférez se ha portado como un orangután, nos ha escupido a la cara, tú debes elevar una queja hasta el señor comandante en jefe de la expedición, para que no se repitan estos atentados contra el derecho de gentes.

—Voy a estudiar el punto para fundar mi queja, esto debe ir con todas las citas que corresponden a una reclamación tan ardua.

—Señor mío, aquí no hay más puntos que pedir; que una pena correccional para ese jefecillo.

—Es que el jefecillo tiene unos puños capaces de pulverizar la torre de San Pablo.

—Pongámonos bajo la salvaguardia del pabellón francés, dijo doña Canuta.

—¡Él nos cubra!, señora, ¡él nos proteja!, y tomando su sombrero microscópico y puntiagudo, se precipitó en busca de la autoridad francesa.

VII

En la puerta encontró a un hombre de mala traza que lo detuvo.

—Señor, usted dispense, ¿es usted por ventura don Modesto Fajardo?

—El mismo, respondió el diplomático, pero soy con usted, tengo un qué hacer de urgencia.

—Solamente una pregunta.

—Me es imposible, voy a la Plaza francesa.

—Si yo solamente deseaba…

—Repito que no puedo contestar, que…

—Es que voy en compañía de usted a la Plaza, y allí aclararemos el punto.

—¿Qué punto?, diga usted, hombre del diablo.

—Un alférez se ha presentado en el hotel, ha tomado tres piezas, un cuarto por su asistente, y ha ocupado la caballeriza; todo esto importa cuatro pesos diarios.

—¡Dios mío!, esto es una ruina, ese hombre es un hotentote, un… hágame usted algún rebajo, estoy muerto, arruinado!…

—Yo no puedo rebajar nada, soy el mozo del hotel, y si usted no paga adelantado, le avisaremos al oficial…

—¡No, caballero!, haría usted mal; yo pagaré todo, todo, mientras me arreglo con la legación francesa. Mr. Saligny es mi amigo, y atenderá a mi queja; yo soy un diplomático, y usted comprenderá que esto me afecta; voy a contar a usted lo que me ha pasado; es un lance terrible, le va a dar a usted calosfríos.

—Caballero, yo tengo que hacer y no me es posible oír la historia, y dio la vuelta dejando plantado al infeliz de don Modesto.

VIII

—Ese mozo debe ser cómplice en el atentado que se consuma en mi contra, yo protestaré con toda la energía de que soy capaz, y se echó a andar en dirección a la casa del coronel de Potier, jefe de la Plaza francesa.

—¿Dónde va usted tan de prisa?

—¡Al infierno!, respondió el señor Fajardo sin saber quién le preguntaba.

—Pero usted está muy afectado.

—No le importa a usted, yo soy dueño de mis afecciones.

—Yo no puedo consentir…

—¡Déjeme usted con setenta de a caballo!, y apretó el paso dejando a don Serafín asombrado con su lenguaje.

Llegó a la calle de la Moneda, donde encontró un círculo de conservadores que opinaban sobre la situación.

—Señores, dijo el de Fajardo; soy la primera víctima.

—¿Cómo la primera?, dijo un general del año de diez.

—Lo dicho, soy víctima de la caballería. Un señor alférez de Cazadores de África, se ha permitido el equívoco más inoportuno, me ha tomado por un ladrón de fósforos.

—Usted nunca ha robado azufre, respondió el general.

—Ni no azufre, exclamó el diplomático; en ese caso haría un viaje al Popocatépetl, una explotación en grande, pero jamás descendería hasta la extracción de unos cuantos cerillos, señores, se me ha juzgado desfavorablemente por la expedición, esto es injusto y lamentable.

—Amigo mío, acabo de ver una azotaina terrible: ¡trescientos azotes a un ratero!

—Esa legislación es magnífica; lo que es inoportuno es equivocar las clases, ya no somos todos iguales, eso ha desaparecido con Juárez y su comparsa.

—El cazador tendría algún motivo, señor de Fajardo, porque todo lo que se hace en Francia o por un francés, es lógico.

—Amigo mío, la caballería no tiene lógica, repito que he sido una víctima y voy a elevar mi queja al coronel de Potier.

—Hoy está hecho un tigre, a todo el mundo manda azotar, no hay que descuidarse.

—Es el momento oportuno, ¿está hecho un tigre?, pues me conviene hablar con una fiera, para obtener de ella una barbaridad; porque yo necesito una venganza de cocodrilo. ¡Con cuánto placer vería bambolear en la columna al son de los latigazos a ese sargentón de todos los diablos!, véanlo ustedes, conózcanlo, aquél es, ese hombre que sobresale de la multitud, y le pago tres piezas y una caballeriza. Sí, señores. ¡Dios mío!, me ha saludado, ese hombre me amenaza, ya conozco su carácter.

En efecto, el alférez Poleón atravesaba para la casa de correos.

—Es un gigante, exclamó el general.

—Como que me ha roto una silla de mi ajuar con sólo estrellarla contra el suelo, y sus acicates han dejado huella en mi alfombra nueva.

—Donde ese oficial la emprenda con usted, ¡desgraciado!

—Me pondré bajo la protección de la Gran Bretaña, y vendrán sus escuadras a sacarme del poder y acción de ese antropófago. Usted sabe lo rápido que cunden estas noticias, me desprestigiarán, no se me llamará más que por «el ladrón de fósforos»; ¡ésta es una abominación!

—Va usted a hacer el papel de la Norma, pidiendo justicia contra Poleón.

—Señor general, ésa es una broma Je mal gusto: nos veremos.

Todo el corrillo se quedó burlando de don Modesto, que con la mayor impavidez se dirigió a la casa del coronel de Potier.

IX

Subió las escaleras, en el corredor habló con un francés amigo suyo que prometió introducirlo en la sala de la audiencia donde el jefe hacía la calificación.

Esperó el diplomático su turno.

De Potier estaba sentado a su bufete con dos secretarios.

Los reos eran introducidos por el amigo del diplomático.

Como los amigos son las más veces inoportunos, mientras de que traían al reo, que era nada menos que un acusado de estafa, el diplomático fue introducido a la sala de audiencia.

Su aspecto chocó al jefe de la Plaza.

—Está usted, le dijo, acusado de estafa.

—Señor general, es una equivocación, yo soy un hombre decente y honrado.

—Se ha encontrado en la casa de usted la prenda robada.

—No es exacto, estaba en el mismo kepis del oficial.

—Señor mío, usted se burla, ¿cómo había de estar un caballo en el kepis de nadie?

—No era un caballo, era una caja de fósforos.

El jefe vio la acusación.

—Caballo he dicho y así lo asegura el oficial.

—Protesto, señor, que no he estafado nada, ni entiendo lo que se me pregunta.

El intérprete le explicó que se trataba de un caballo.

—Ahora menos, replicó el diplomático, yo vengo a pedir justicia por un ultraje cometido en mi hogar.

—Que le den doscientos azotes, dijo de Potier, y entregue el caballo a su dueño.

—¡Yo azotado!, exclamó casi llorando don Modesto, esto es horrible, aquí hay una equivocación que no puedo consentir, soy inocente y no salgo de esta sala hasta que se me escuche.

De Potier hizo una seña al gendarme.

Éste no se hizo esperar. Tomó por el cuello al señor Fajardo, le hizo dar tres pasos al frente con la violencia del vapor, y le dijo ¡allez, allez!

El diplomático estaba en una situación infernal, sudaba a mares.

No obstante sus protestas, el gendarme lo sacó del salón de justicia y lo condujo al potro del tormento, es decir, a la columna donde debían atarlo para aplicarle la vapulación.

—Este hombre es un Poncio Pilato, murmuraba aterrorizado el señor de Fajardo.

X

La puerta se abrió y el amigo de don Modesto presentó al jefe de la Plaza el reo de estafa del quid pro quo.

El señor de Fajardo caminaba directamente a su calvario, es decir, al patio donde irremisiblemente debían azotarlo.

De Potier comprendió a las primeras palabras de interrogación al reo, el equívoco, y mandó violentamente que pusieran al señor de Fajardo en libertad.

El infeliz diplomático estaba pálido como la muerte. Le habían despojado de su sombrero y de su frac.

La víctima estaba dispuesta.

Cinco minutos más y el látigo hubiera crujido en las costillas del señor de Fajardo.

Ésta era la justicia francesa en México.

El diplomático volvió a la vida y maldijo en su interior la hora en que había sido partidario de la intervención.

Abochornado, hidrófobo, feroz, salió de aquella maldita casa y llegó a la suya trémulo de coraje.

XI

—¡Como lo oyes!, dijo a doña Canuta después de haberle contado la escena que acababa de tener en la calle de la Moneda.

—Es una funestidad, esposo mío, no hay justicia sobre la tierra. Juárez no hubiera hecho otro tanto.

—Conque hubiera hecho lo mismo me era suficiente, contestó el diplomático, no por eso soy menos conservador; los abusos no argüirán nunca contra un sistema que cuenta con mi protección y mis simpatías.

Es necesario reflexionar seriamente sobre un orden de cosas que va a establecerse.

XII

—Señor, dijo una criada, un soldado francés busca a usted.

—¡Que no estoy en casa!, ¡que no he estado nunca!, gritó el diplomático, yo no tengo nada que ver con los franceses, yo soy conservador o francés mexicano. Sal, sal tú, querida mía, yo estoy horrorizado.

Doña Canuta salió al encuentro del francés, y volvió trayendo un pliego para don Modesto.

—Del ministerio, dijo con énfasis la señora Fajardo.

—Este pliego es altamente sospechoso, temo que contenga una terrible sentencia, estos hombres no saben más que azotar, el gato escaldado huye del agua fría. Rompe el sello, lee, y si no es una desgracia entérame, porque me siento desmoralizado.

Doña Canuta leyó el oficio y palideció de emoción.

—¡Lo dicho, exclamó el diplomático, lo menos una azotaina!…

—¡Fajardo!… ¡Modesto!… ¡Modesto Fajardo!, eres… eres… decía trémula doña Canuta; eres un…

—¡Un… notable!, gritó al fin la señora; he aquí tu nombramiento.

El señor de Fajardo sintió una emoción superior a la de los azotes.

—¡Notable!, exclamó ¡notable!… me hacen justicia al fin, yo he sido siempre una notabilidad.

Ignoraba el buen hombre que la intervención necesitaba completar el número de una junta para imponerle la proclamación de los planes escritos en las Tullerías, y que él era uno de tantos, que asistieron como autómatas a esa elucubración netamente francesa.

—Avisa al teniente Estrada que corra la voz en la cocina de la casa, porque el vulgo es buen conductor de noticias, que avise a todo el mundo que soy notable. Esta distinción no se paga con nada, se necesita de mí en esa junta para resolver las cuestiones más graves de la política, y sí que asistiré a ella hasta su última sesión, allí haré brillar mi elocuencia, las galerías aplaudirán, el público me llevará en triunfo.

—El decreto, dijo doña Canuta, dice que todo será públicamente secreto, marca desde luego la diferencia entre una junta de notables y un Congresote, ese palenque de gallos donde los demagogos se ponen de oro y azul.

—Auditorio no ha de faltar, yo entraré con paso firme en la asamblea.

Y el diplomático se paseaba pensando en el primer discurso.

XIII

—¡Señor, señor, los alojados!, entró diciendo la criada con terror.

—¡Dios mío!, ¡el alférez Poleón!, ¡este hombre quiere asesinarme, no hay remedio!

—Tienes el fuero de los notables, no veo motivo de asustarse, amigo mío, di que pasen, voy a recibirlos fríamente, ya es otra nuestra posición.

Dos oficiales del Estado Mayor del general Forey se presentaron en la sala.

—Señora, dijo un capitán muy apuesto y con exquisita galantería, el señor coronel de Potier le envía una satisfacción al señor de Fajardo por la equivocación involuntaria que ha padecido esta mañana. Ha sabido por bien el comportamiento poco digno del alférez Poleón, y lo ha consignado a alojarse a su cuartel; en cambio nosotros traemos el billete de alojamiento.

—Caballeros, dijo el señor de Fajardo, entrando en la sala, la finura de ustedes me cautiva, y me siento honrado que ustedes se alojen en mi casa, de la que pueden disponer desde luego.

—Señor, mil gracias, dijeron los oficiales levantándose, ustedes no se molesten, a nosotros nos es suficiente una pieza para los dos, y si la casa no presta comodidad, estamos prontos a retirarnos.

—No lo permitiríamos, caballeros, ustedes son desde este momento nuestros huéspedes.

El señor de Fajardo acompañó a los oficiales hasta la escalera, haciendo mil caravanas.

XIV

—Las chicas no han aparecido, dijo el capitán a su compañero, que era un comandante, hijo de una de las familias más distinguidas de su país.

—Sería chasco, respondió el comandante, que hubieran estado de visita, y nosotros nos empaquetásemos en la casa de estos monstruos de fealdad.

—La nariz de la señora es una verdadera curiosidad.

—No lo es menos la peluca de ese hipopótamo.

XV

—¡Lo ves!, ¡lo ves!, decía doña Canuta a su esposo, se te satisface, se te priva de la presencia del alférez Poleón, y se te nombra notable, ¡ésta es la Francia, éstos los enviados de Napoleón III!

—¡Qué diferencia entre estos militares y el brusco soldado de África! —Veamos los nombres de esos caballeros, y tomando las tarjetas, leyeron:

Alfredo Huguez, capitán de Estado Mayor.

Luis Demuriez, comandante del 99 de línea.

IX. La caza de las palomas

I

Clara vivía en una de las casas más hermosas de la Ribera de San Cosme, en el boulevard, como diría un francés, más aristócrata de la ciudad.

Clara estaba al lado de su padre, rico comerciante español.

Don Alberto Rodríguez era un hombre honrado, trabajador; luego que tuvo una fortuna, se casó con una señorita mexicana, que al dar a luz a Clara había muerto.

Clara era una niña consentida, gastadora, caprichosa, con una caricia hacía de su padre lo que se le antojaba.

Tenía un tren magnífico.

Mientras su padre estaba en el almacén o en el escritorio, ella paseaba en su carruaje, visitaba a sus amigas, con distinción a Luz, a quien amaba tiernamente.

Don Alberto la dejaba hacer cuanto le parecía.

La memoria de la madre, de quien Clara era la reproducción palpitante, contribuía a ese consentimiento.

Clara era una joven de sociedad, tocaba el piano, cantaba admirablemente, es decir, tenía abiertas las puertas del gran mundo.

El lector querrá conocer a Clara: es una muchacha arrogante, gruesa, pero con una cintura esbelta, parece una palma del desierto, el color de la rosa es igual al de sus mejillas, unos ojos negros relucientes como luceros de alborada, una boca pequeña y perfumada, los cabellos como el ala del cuervo.

Clara tiene la sonrisa en los labios, sonrisa que se cambia en desdén o en ironía con la mayor facilidad.

Clara tiene arranques de nobleza sublimes.

Al día siguiente de la entrada del ejército intervencionista, Clara se disponía a recibir la visita de Luz.

El señor Rodríguez se acercó para despedirse.

Tenía la costumbre de presentar la frente a Clara para recibir el casto beso de su querida hija.

—Padre mío, hoy éstás muy guapo con esa corbata, dijo Clara a don Alberto, componiéndole el cuello de la camisa, es necesario que la luzcas.

—Y como que la luciré, respondió el anciano; como que es obra de tus manos.

—Parece usted novio, dijo Clara besando a su padre, le advierto a usted que soy muy celosa; vamos, siéntese usted un momento que tenemos que hablar.

Don Alberto se sentó al lado de Clara.

—Pues señor, has de saber, dijo la joven, tomándole una mano, que los padres tienen la obligación de dar gusto a sus hijos.

—Ya sé adónde vas y no consentiré jamás en ese baile.

—Has tocado el punto y vamos a discutir; pido la palabra.

Don Alberto se sonrió, era hombre muerto.

—Señor, dijo Clara en voz de tribuna, los bailes son para bailar y las iglesias para rezar.

—En cuanto a los rezos no me opongo, dijo don Alberto.

—Ni yo, dijo Clara, ya ésos pasaron, ahora le toca su turno al baile.

La modista se ocupa en este momento de hacerme un traje cual corresponde a la hija de don Alberto Rodríguez, y el famoso señor Salin, uno para usted. Todo está dispuesto por mi autoridad, y yo no admito la intervención española.

—No es posible luchar con usted, señorita; pero le declaro que yo no asistiré, tú irás con tu querida amiga Luz.

—Me opongo, gritó Clara; irá usted porque yo lo declaro a mi vez que a nadie tomaré el brazo, sino al señor Rodríguez.

—Hija mía, eso es imposible, yo no estoy bien en esas diversiones; algún día quiero que se respete mi voluntad.

—Yo la respeto, señor, dijo seriamente Clara, nos quedaremos en casa, yo no hago otra cosa que tu voluntad, y mi orgullo está en no merecer de ti nunca una reconvención.

—¿Y querrás, dijo don Alberto, algunas alhajas más para tu tocado?, está bien, te las enviaré; pero es la última vez, cuidado con volverme a molestar, porque entonces seré inexorable.

—Eres muy bueno conmigo, dijo Clara estrechándose al corazón de su padre.

—Ea, que me estropeas la pechera y maltratas la corbata; suelta, que me sofocas.

Aquel padre hubiera querido llevar a su hija dentro de su corazón.

—Ya sabes, dijo Clara, que tú me compras siempre los guantes, en esto sí no transijo.

—Creo que conozco el tamaño de esa manita, y besó con ternura la mano de Clara.

—Ahora a sus negocios y sin agitarse mucho, dijo la joven poniéndole el sombrero a don Alberto: lleve usted mi bolsa, porque usted nunca tiene dinero, y cómprese guantes para los dos.

Clara puso una bolsita de red en el chaleco de don Alberto.

El anciano subió a su coche dándole un último saludo, y se dirigió a la tienda de alhajas para hacerle a su hija un regalo espléndido.

II

Clara se puso un momento al piano; a la mitad de la pieza se levantó violentamente, se sentó al bastidor, bordó cerca de diez minutos y arrojó la aguja.

Después fue al jardín, hizo un ramo, y lo colocó en un búcaro que estaba en una mesilla del corredor.

—¿Qué tengo?, dijo, yo no había sentido hasta ahora una emoción igual; la memoria de ese hombre no me abandona un momento. Esto no puede ser más que un sentimiento pasajero, le he visto una sola vez; qué vergüenza que yo fuese la primera que… no, ¡imposible!, ¿qué diría Luz?… Yo necesito confiarle todo, ella es la depositaría de mis secretos… pero esto no es secreto.

Se puso en seguida a mecerse en el sillón de bejuco, cerró los ojos, y entró en ese sopor melancólico que acomete a una alma virgen en sus primeras ilusiones.

El viento fresco de la mañana resbalaba sobre sus mejillas, y refrescaba aquellos labios entreabiertos.

Alguna imagen cruzaba por su pensamiento, porque comenzó a sonreírse como una virgen en su ascensión a los espacios.

Las exhalaciones de las flores, vagaban por sus cabellos en nubes invisibles, y el cielo se reflejaba en el fondo de su alma; hundida en el éxtasis del sopor, y encadenada a las imágenes de su sueño, no sintió el ruido del carruaje de Luz, ni la aproximación de su amiga, cuyo traje de seda crujía en el maque del corredor.

Luz se quedó un momento frente a aquella joven encantadora, contemplando la dulce melancolía de su semblante.

III

Luz acercó sus labios a los de Clara, y la dio un beso, que hizo volver a Clara de su arrobamiento.

—¿Eres tú, querida Luz?, la dijo besándole las mejillas: cansada de esperarte me iba a dormir; gracias a Dios que has llegado.

—Ya me tienes a tu lado, estaba muy inquieta, temí que en los ojos me conocieran algo.

—No vuelvo aún en mí, repuso Clara, la suerte de Eduardo está envuelta en una noche.

—Sí, dijo Luz tristemente.

—Se ha expuesto demasiado, es un imprudente, entrar así en la capital es muy arriesgado.

—Sí, dijo Luz, prisionero de los franceses, yo no sé la suerte que correría si cayese en sus manos: no obstante, soy tan feliz hoy que le voy a ver, que todo lo olvido.

—Vendrá esta noche y podrás decirle cuanto quieras, aquí nada tiene que temer.

—Gracias, exclamó Luz enlazando con sus brazos el cuello de su amiga, mírame bien, hoy debo estar hermosa ¿no es verdad?, añadió sonriendo.

—¡Bellísima!, replicó Clara, que ya hemos dicho amaba con exageración a su amiga.

—Yo estoy loca, prosiguió Luz. Cuando vi a Eduardo frente a mi balcón, sentí morirme; yo quería llamarlo, gritar, llorar; una nube de lágrimas subió a mis ojos; los oídos me zumbaron terriblemente; y sin fuerzas para resistir, caí desmayada. Si en aquel momento hubiera podido hablar, el nombre de Eduardo hubiera sido mi primera palabra; porque tú no sabes cuánto le amo: ese hombre es mi sueño, mi vida, mi pensamiento; mi corazón no sabe amar más que a Eduardo, su cariño es la sombra que cae sobre mi existencia; él me presta valor en las vicisitudes, y yo amo hasta mis lágrimas, porque las derramo por él.

Las mejillas de la joven se tiñeron de un carmín apacible, y sus ojos se bañaron de una luz vivísima.

Clara la oía en silencio, las palabras de su amiga despertaban en su corazón sensaciones jamás sentidas hasta entonces.

—Yo tengo miedo a un amor como el tuyo, es un torrente irresistible, que a mí me llevaría a un abismo.

—Sobre ese torrente, respondió Luz, está el arco del cielo, la sonrisa de Dios… Hay un ángel de guarda para nuestras almas, que va apartando las espinas de nuestro camino, para no lastimar nuestra planta.

—Sí, dijo Clara, tú eres muy feliz, yo soy desgraciada.

—¿Tú desgraciada?, preguntó Luz con interés vivísimo.

—Sí, muy infeliz, óyeme: He visto a un hombre una sola vez, mi corazón me ha avisado que llegaba la hora de amar.

—Siempre creí, dijo Luz, que tu alma sería así, arrebatada por una ráfaga de tu pensamiento, tu alma no cedería a la vulgaridad del trato ni de la costumbre; estabas predestinada para amar de una manera inesperada, violenta, terrible.

—Sí, dijo Clara, yo no puedo ocultarte nada, ni quiero; ayer, la mirada de un jefe del ejército francés se detuvo sobre mis ojos unos instantes. El joven oficial me dirigió un saludo al que apenas contesté.

—¡Un francés!, exclamó Luz horrorizada.

—Sí, dijo Clara, ¡un francés! ¡Mi amor ha tomado del brazo a la ignominia, a la vergüenza, para llegar hasta mí!

—No, Clara, tú rechazarás un sentimiento indigno de tu orgullo y de tu nombre; pasarías por una de esas miserables que reciben con sonrisas a los invasores y beben en las copas que están llenas de sangre, sangre de hermanos, ¡Clara!… No, no serás tú de esos seres envilecidos que pasan como almas de conquista, que mañana se olvidarán, y que aun en los momentos del festín y del aturdimiento se les desprecia.

—¡Por compasión!, exclamó llorando la infeliz Clara.

Luz prosiguió:

—No será un aventurero que se ha abierto con su espada las puertas de la patria quien se lleve las coronas del triunfo, tú pasarías por uno de tantos despojos de la guerra… tu padre se moriría, y yo… ¡yo no sería nunca tu amiga!

Clara se estrechaba en el seno de su amiga, llorando de desesperación.

—Yo sabré, contestó con dignidad, arrancarme el corazón antes que ceder; no temas, soy fuerte, es la vez primera que me hallo frente a frente de mi destino, y sabré combatirlo.

—¡Así te quiero!, respondió Luz con entusiasmo, limpiando con sus manos el llanto de su amiga. Tu corazón es noble, grande, y tú sabrás triunfar de ese repentino amor, que pasará como una nube de verano.

El amor es como el mar, se alza hasta el cielo si lo combate el huracán.

—Necesitamos salir, dijo Luz, el día me parece eterno, además quiero tomar un traje a tu gusto; mi padre está empeñado en que asista al baile que da el ejército francés. Yo quiero que tú me acompañes, iremos vestidas iguales, admite el obsequio del vestido.

Clara sintió en su interior una grande alegría.

—Con mucho gusto, yo siempre acepto cuanto tú me ofreces; pero tú recibirás las flores ¿no es verdad?

—Convenido, respondió Luz, y las dos jóvenes salieron, montaron al coche y se encaminaron a la tienda de la modista.

Volvamos al coronel Eduardo.

IV

Permanecía de guarnición en Toluca, extendiendo sus guerrillas en pequeños destacamentos, sobre Lerma y el monte de las Cruces.

El coronel Fernández era el jefe de la guarnición.

Durante diez días había esperado con ansiedad la llegada de su asistente Estanislao Luna.

Luego que vio en los periódicos que ese desgraciado había sufrido la pena de azotes o las consecuencias de una carambola, como decía el capitán Martínez, se había exasperado hasta la locura, y meditado desde luego hacer una entrada en la capital.

Su deber le imponía no hacer esta locura y se resignó a esperar.

La guarnición que había salido rumbo a Temascaltepec, al mando de Laureano Valdés, muerto a poco tiempo en una derrota, había defeccionado, quedando no sólo descubierto ese flanco, sino ocupado por fuerzas enemigas.

La situación era terrible.

Una mañana dio parte el capitán Martínez, de que las dos terceras partes del regimiento se habían internado en el monte al grito de ¡viva la religión!, y otros soldados habían huido con todo y armas.

No quedaba, pues, más que un centenar de hombres. El coronel los hizo formar.

—Compañeros, les dijo: los cobardes han defeccionado y se han hecho traidores, la patria necesita de nuestra sangre y de nuestro valor, Desde hoy formamos una guerrilla, y como tal haremos la guerra. El que no esté conforme, dé un paso al frente.

—¡Viva el coronel!, gritaron espontáneamente los soldados.

—¡Vivan mis guerrilleros!, respondió el coronel Eduardo.

Éste era el mejor partido que podía sacar de aquellos restos desmoralizados en tan trágica retirada.

—Capitán Martínez, le dijo Eduardo; baja usted todo el monte, y por las lomas de Santa Fe, cruza usted con cincuenta caballos, y me espera sobre la garita de San Cosme. El día 12 a la madrugada estaré con ustedes. Si oyen disparar dos tiros de revólver se arrojan sobre el destacamento.

—Muy bien, mi coronel, respondió Martínez.

Eduardo prosiguió:

—Teniente Quiñones, usted con el resto de la guerrilla se va por Ixtlahuaca y toma el camino del interior, donde nos reuniremos. Quiñones saludó a su coronel.

V

Luego que las órdenes comenzaron a cumplirse, el coronel Eduardo montó en el Azabache, reconoció sus armas, y a todo escape tomó el rumbo de la capital.

A las cinco horas de camino llegó al pueblito de la Piedad y se apeó en una de las casuchas de extramuros.

Llegó la noche, y embozado en su jorongo tomó a pie la calzada y se internó en las calles de México sin ser detenido por la guardia francesa que cuidaba la entrada de la ciudad.

Al amanecer, un indio entraba a México con unas barcinas de paja puestas en el Azabache.

En las barcinas iban las armas del guerrillero.

Eduardo, merced a su traje nacional, se confundía con la multitud.

El día de la entrada del ejército expedicionario quiso darle una sorpresa a su novia, y se puso frente a los balcones, esperando la oportunidad, que al fin llegó, de que Luz se fijase en él, para descubrirse.

El lector sabe ya la emoción que excitó en la joven la presencia del guerrillero.

Eduardo se alojó en la casa de uno de sus amigos íntimos y escribió a Luz, que estuviese en la Ribera a otro día, que es en el que nos encontramos.

Ya hemos visto que la joven no se había mostrado insensible a la súplica de su amante, y desde muy temprano acudía a la casa de su buena amiga.

Luego que pasó el desmayo de Luz, ésta le había contado a su confidente, el motivo de su enfermedad, así es que Clara al ver entrar a la joven, comprendió que los amantes se habían citado para su jardín.

VI

Las amigas regresaron tarde a la casa donde las esperaba don Alberto.

Sentáronse a la mesa, donde reinó una hilaridad graciosísima.

—Di, papá mío, dijo Clara, chanceando con su padre, ¿quién de las dos es más bonita?

—No dé usted su opinión, señor don Alberto, interrumpió Luz, porque es cuestión decidida.

—No, no lo está, reclamó Clara.

—Sí, dijo Luz, eso no tiene que pensarse mucho, yo soy la más bonita.

Esa salida hizo reír mucho al buen don Alberto, que gozaba con la presencia de las jóvenes.

—Pues otro problema, dijo Clara, riendo de una manera encantadora, ¿quién te dará el primer beso en la frente?

Luz por toda respuesta, se inclinó violentamente y besó la mejilla de aquel anciano a quien amaba desde su más tierna edad.

—Esta muchacha es el demonio, dijo don Alberto haciéndole una caricia a su amiguita.

—¡Traición!, gritó Clara, ésta es una sorpresa, un asalto en toda forma.

VII

Un criado entró en el comedor trayendo unas cajas que don Alberto había apartado para su hija. —Ahí están esas zarandajas, dijo el honrado español, dime si son de tu agrado.

Abriéronse aquellas cajas que contenían unos aderezos de brillantes hermosísimos, y unos pequeños rosetones, para colocarlos en el centro de las flores de los vestidos.

—Todo es de muy buen gusto, dijo Luz, estos rosetones quedarán muy bien en unas camelias ¿no es verdad?

—Para eso los compré, respondió don Alberto, y yo ya sé quién llevará ese adorno en el traje.

Clara hizo una seña de inteligencia a su padre.

—Pues yo acepto todo, exclamó Clara, las alhajas me agradan, y yo nunca te desairó, papá mío. —Pasearemos, añadió levantándose, tomaremos el fresco en el jardín, y saldremos después un momento a paseo. Tú irás al Casino esta noche; puedes estar el tiempo que gustes, tenemos por huésped a Luz y estoy muy bien acompañada.

—Bien, dijo don Alberto, así no interrumpiré una partida de tresillo que tengo ajustada.

Las dos amigas saludaron a don Alberto y se dirigieron al jardín.

VIII

—¡Qué pausado camina el sol, Clara mía!

—¿Y cómo es, interrumpió inusitadamente Clara, que teniendo tal aversión a los franceses, has aceptado la invitación para el próximo baile?

—Ése es mi secreto, respondió Luz.

La infeliz tenía rubor de confesar lo que pasaba en lo interior de su familia.

Aquella ambición de sus padres, aquel deseo de estar bien con aquella malhadada administración.

Las súplicas, los ruegos, y después las amenazas que habían empleado para obligarla a concurrir al teatro.

Le habían dicho, que de no presentarse en el baile, les tendrían por desafectos.

Le pintaban los horrores que los franceses habían hecho en España, con los que juzgaban sus enemigos.

Asustada la joven, y temiendo provocar la cólera de los invasores contra sus padres, había consentido, creyendo que en nada comprometía su amor, aunque sus sentimientos sufriesen una cruel humillación.

Luz estaba segura de convencer a Eduardo.

Cuando se tiene el corazón limpio, las acciones externas nada dicen.

Luz se avergonzaba de una conducta tan poco adecuada a sus ideas, pero en su posición nada podía remediar.

Se había propuesto permanecer en abstención, para no dar ni el más lejano motivo de crítica.

Así la hemos visto ir en pos de su querida Clara, para tener una compañera de conversación.

El amor propio natural al sexo débil, hacía que se presentase con lujo, así su desdén sería más apreciado.

IX

Daban las seis de la tarde cuando las dos amigas volvían a entrar en el coche, y se dirigían al Paseo de Bucareli.

La tarde era espléndida, los últimos rayos del sol enrojecían los grupos de las nubes, con unos tonos de luz inimitables.

A la derecha del paseo, y a los confines de un prado verde esmeralda se levanta el cerro de Chapultepec entre un bosque de sabinos antediluvianos.

A sus pies se agitan blandamente las aguas purísimas de sus albercas, donde se deslizan multitud de peces de colores.

En las tardes parece que aquellas linfas azules y trasparentes, se quedan dormidas al rumor del bosque y al canto del aire entre los ahuehuetes.

En la cumbre de esa colina, cubierta de arbustos y de flores, se levanta el palacio tradicional sobre los cimientos del alcázar de Moctezuma.

Más adelante, y en el suave declive de las lomas, se extiende la pintoresca ciudad de los Mártires de Tacubaya.

En la prolongación de la calzada de Bucareli, y llegando a la garita, comienza el camino que conduce al pueblo de la Piedad.

El paseo tiene algunas fuentes arruinadas, resto del lujo de la corte virreinal.

El paseo de Bucareli es concurridísimo; casi todos los carruajes de México acuden a aquel pintoresco lugar.

Los jinetes marchan por el centro de la calzada.

Los coches se apoderan de las laterales.

Los paseantes de a pie se posesionan de las glorietas o de los troncos de los árboles más frondosos.

Clara y Luz habían hecho adelantar su carruaje al rumbo de la Piedad para evitar esa tormenta de polvo que levantaban los jinetes franceses al atravesar a escape la calzada.

X

—No te había contado, dijo Luz a su amiga, que tenemos dos alojados.

—¿Franceses?, preguntó Clara.

—Precisamente, querida mía, un jefe del 99 y un capitán del Estado Mayor del general Forey.

—¿Y son personas de educación?

—Aún no les conozco, se les han dado unas piezas retiradas de las que habitamos, y ellos comen en Iturbide, así es que no tengo motivo de tratarles; nos hemos saludado en dos ocasiones, ya tú sabes lo poco simpáticos que son para mí los franceses.

—Con semejantes huéspedes, observó Clara, estarás continuamente de invitación.

—Puede ser, pero he prometido no asistir a ninguna tertulia, y menos en su compañía.

—Estás recalcitrante.

—Sí, mucho, yo no puedo transigir, y como tú tienes mis ideas, me darás la razón, ¿no es verdad?

—Seguramente, repuso Clara distraída.

—Esos oficiales, continuó Luz, parecen jóvenes distinguidos, no molestan en la menor cosa, y son sumamente atentos. Esta mañana han dejado dos ramos sobre la mesa con sus tarjetas.

—Supongo que esto no lo contarás al coronel.

—Te engañas, yo le pongo al tanto de lo que pasa, no quiero que sepa lo que ocurre por otros labios que no sean los míos, lo demás sería altamente sospechoso.

—¿Sabes, dijo Clara, que te hallo muy diplomática?

—No mientes, dijo trágicamente, esa palabra es mi castigo, mi pesadilla. Por mucho que ame uno a sus padres, conoce los defectos de que adolecen; desgraciadamente el mío la ha tomado por la diplomacia, y como yo lo amo con exageración, me puede el que se sonrían cuando él habla. Hay veces que estoy no sólo molesta, sino exasperada.

XI

La conversación se vino a interrumpir por dos jinetes, que a la carrera habían conocido el carruaje de las jóvenes, por haberlas visto en la mañana en él, sin que ellas lo hubieran reparado.

Al llegar al coche detuvieron sus caballos árabes.

—Señorita, buenas tardes, dijo el comandante del 99 tendiéndole la mano a Luz, que apenas la tocó por galantería.

Clara, al reconocer al oficial de la víspera, que tanto la había impresionado, se dejó caer en el fondo del carruaje, disimulando su emoción.

El oficial de Estado Mayor se llegó a la portezuela del lado opuesto y saludó cortésmente a las señoras.

Luz entonces, dirigiéndose a los oficiales, les dijo, presentándoles a su amiga:

—La señorita Clara Rodríguez; y luego volviéndose a Clara:

—El caballero Luis Demuriez, comandante del 99.

—El caballero Alfredo Hugues, capitán de Estado Mayor.

—Perdonen ustedes si hemos interrumpido su paseo; pero personas que reciben distinciones y una generosa hospitalidad, están obligadas a corresponder a sus huéspedes, haciéndoles en todas partes presente su reconocimiento.

—Gracias, caballero, respondió Luz, inclinando la cabeza.

—¿La señorita es la amiga de distinción?

—Sí, caballero, volvió a responder Luz.

Clara contestó con una sonrisa.

—Siempre, continuó el comandante, hay una alma que nos comprende, y más cuando está revestida de ángel.

Un temblor interior comenzaba a agitar a aquella infeliz criatura.

—Los ángeles se hermanan en la Tierra.

—Gracias, caballero, dijo Luz, evitando que la conversación se entablara.

El capitán permaneció mudo, contemplado la interesante fisonomía de Luz.

El comandante elogió a México, a las mexicanas, al temperamento, a los pájaros, a los árboles, pero no pudo establecer la conversación a pesar de inauditos esfuerzos.

—Continuemos, dijo el capitán, que las señoritas desearán aprovechar los momentos de luz que aún les quedan.

Saludaron a las jóvenes y se retiraron a toda carrera.

—¡Qué hermosa es mi desconocida!, dijo Demuriez.

—¡Qué bella es Luz!, exclamó Alberto.

Y volvieron simultáneamente la cabeza hacia el carruaje que se alejaba en sentido contrario.

XII

—Has conocido a mis alojados, dijo Luz, riéndose al ver la seriedad de su amiga.

—Son galantes; pero tú les has atajado la palabra de una manera vivísima.

—Me fastidian horriblemente.

—El capitán no te quitaba la vista.

—Pues yo no se la pondré jamás.

—El comandante tiene mejor figura, ¿no es cierto?

—Yo no he reparado, contestó Luz, a mí todos me parecen iguales.

Clara guardó silencio sobre la casualidad de haber encontrado al hombre que tan profundamente la había emocionado.

Comprendió, que revelarle a Luz el secreto, era alejarse de aquél a quien amaba violentamente.

Por la primera vez ocultaba un secreto a la más fiel de sus amigas.

Sin embargo, se proponía sostenerse hasta el último trance.

El principio no era muy adecuado al fin propuesto.

La lucha comenzaba en aquel momento con una desesperación horrible.

En esas crisis del orgullo y el corazón, en esos combates del alma con sus sentimientos, el sudor de la fatiga es de sangre.

¡Pobre corazón humano, azotado siempre por el vendaval de las contrariedades!

XIII

La noche comenzaba a caer, cuando el coche entraba en la casa de don Alberto Rodríguez.

Clara y Luz se pusieron a la ventana.

Dieron las siete de la noche.

—Falta una hora, dijo Clara

—Esto es eterno, respondió Luz.

—Has esperado todo el día, pero no te exasperes, el galán estará puntual a la cita.

Mientras Luz consultaba el reloj cada minuto, el coronel Eduardo se ocultaba en uno de los arcos del acueducto, y a la luz de su tabaco veía el reloj continuamente.

Mientras que los amantes uno frente del otro, divididos por las sombras, esperaban el toque de las ocho, un desgraciado arriero había entablado reyerta con los franceses de la garita.

Los franceses siempre tienen razón; así es que a pesar de la justicia que debía tener el arriero, aunque no sabemos de qué se trataba, comenzaron a darle una zurribanda de palos que ya le mataban.

El sargento determinó que lo llevaran a la Plaza francesa por sospechoso.

Efectivamente, el arriero marchó en cuerpo de patrulla.

Al pasar junto a la ventana de Luz, la gente decía, ¡pobre guerrillero!, ¡mañana lo fusilan!

El corazón de Luz se oprimió dolorosamente, creyó ver entre las tinieblas de la calle a Eduardo.

—Seguramente es él, dijo llorando a Clara, que estaba poseída de terror.

—Lo había dicho, exclamó la joven, ha sido una imprudencia venir a México. ¡Dios mío!, ¿cómo sabremos la verdad?

El coronel se acercó temblando a la ventana y dijo con voz apagada:

—¡Luz!

La pobre niña dio un grito de alegría.

Clara salió personalmente a recibirle, lo introdujo en la glorieta del jardín, y después de haber abrazado al guerrillero, le dejó solo con su novia, y se sentó a la puerta de aquella gruta a entregarse a la tristeza de sus pensamientos.

XIV

Daban las ocho en aquel momento en el reloj de San Cosme.

La noche era oscura, las estrellas brillaban en el fondo del cielo, atravesado a menudo por exhalaciones.

Un ambiente tibio jugaba con el aroma de los jazmines y los floripondios.

La naturaleza dormía en un letargo de estrellas y perfumes.

Luz estaba reclinada sobre el hombro del guerrillero.

Eduardo, después de un momento de contemplación, dijo a la joven:

—Te vuelvo a ver, no es ilusión, el ángel de tu cariño me trae a tu lado, tu aliento resbala sobre mi semblante como una aura de los cielos. Yo le debo la vida a tus oraciones, tu espíritu va conmigo, como el ángel del primer cariño.

—¡Te amo!, ¡te amo!, repetía la joven, yo no sé vivir sin ti, mi existencia está sola sin el fuego de tus miradas; óyeme, estas lágrimas que ahogan mis palabras, son tuyas nada más… ellas llegarán evaporadas hasta ti que eres mi amor.

—Luz, tú me enloqueces, tu amor me hace, muy desgraciado; porque me identifica contigo, y la ausencia es la agonía… Sí, Luz, vagar solo por el mundo, temiendo que la muerte nos arrebate para siempre del objeto a quien adoramos; porque yo tengo que confesarte lo que no querría que supieses… sí, ¡cuando estoy en el combate tengo miedo, miedo horrible a entrar en la tumba!… ¡morir lejos de ti, sin verte en la agonía, sin darte un último adiós y consagrarte la postrera lágrima!…

—¡Calla por Dios!, gritó Luz, ¡no me hables así!, y sus lágrimas bañaban aquel semblante de querubín.

—¿Te acordarás de mí?, preguntó con voz ronca el guerrillero.

—¡Te seguiría a la tumba!, exclamó Luz, estrechando la ruda mano del soldado. Cuando se ama como yo te amo, está en el cáliz del alma todo el amor de la constancia. Eduardo, tú no comprendes aún el corazón de una mujer. ¡Éste es un cariño inmenso, que sólo podría arrancarlo el aliento de Dios!

La faz sombría del guerrillero se oscurecía más y más, como el océano al azote de los huracanes.

—Estoy proscrito, continuó con voz terrible, perseguido, amenazado de muerte, no puedo vivir entre los hombres… yo soy hijo del desierto, estoy condenado a matar para vivir, y yo no quiero presentarte una mano ensangrentada… ¡Me obligan… está bien!… ¡Me arrancan el corazón!, me separan de mi madre a quien dejo abandonada en las orillas del sepulcro, me separan de la mujer a quien amo! ¡Yo me vengaré de mis enemigos!, ¡seré el azote de la montaña!…

Luz estaba aterrorizada.

—No, dijo apartando el cabello de la sombría frente del coronel, yo te amo porque tú eres bueno, tú no derramarás la sangre de tus semejantes… ¡Cuando algún desgraciado se arrodille a pedir el perdón, acuérdate de mí, yo también estoy de hinojos a tus pies suplicándote por su existencia!

—¡Siempre ella!, murmuró el guerrillero, ¡siempre ella!, y besó las manos de Luz con efusión tiernísima.

—La influencia de mi amor está sobre todo tu ser ¿no es verdad?

—Sí, dijo suspirando aquel hombre, que terrible en los encuentros y combates, cedía a la voz de la mujer amada.

—Entre el valor y la desesperación sanguinaria hay un abismo, continuó Luz, sobreponiéndose más y más; tú debes combatir, vencer, pero nunca asesinar, ¿no es cierto?

—Sí, Luz, tu aliento disipa los vapores de venganza que están sobre mi corazón. Yo tengo fe en tus palabras, que son el evangelio de mi espíritu; y te obedezco impulsado por una fuerza irresistible.

—Es que me amas y que mi alma se refleja en la tuya como el sol en el espejo de los mares, exclamó Luz bañando con su aliento la faz del guerrillero e influenciándolo con una mirada ardiente que se escapaba de sus ojos dulcemente entreabiertos.

Eduardo estaba frente a su destino.

¡Hay amores que arrastran la existencia entera!

Las nubes se habían condensado pausadamente en el horizonte y aparecía una de esas tempestades repentinas que se levantan en el verano.

Los relámpagos se sucedían con violencia y la lluvia comenzaba a desprenderse en fuertes goterones que hacían estremecer las azucenas y temblar los agapandos.

Clara entró en la glorieta acosada por la lluvia.

—Tome usted, coronel, le dijo a Eduardo, es un ramo de flores de la noche; y le presentó un sencillo ramillete de madreselva, pensamientos y heliotropos.

—Estas flores, continuó Clara, forman la parte sensitiva de las otras, parece que sufren y las importuna el día, viven entre la sombra, como un corazón sin esperanzas, como el alma en el silencio de sus contemplaciones.

El ruido de un carruaje se aproximaba.

—Mi padre llega, dijo Clara, y estrechando por última vez a Eduardo, se salió de la glorieta, para dejar a los amantes en libertad de decirse adiós.

Sonó un beso entre las sombras de la gruta, acompañado de un suspiro tristísimo.

Un bulto se deslizó entre la oscuridad de la noche y atravesó rápidamente el sendero del jardín.

XV

A pocos momentos un jinete con toda la fuerza de su caballo, recorría la calzada que sale a la garita de San Cosme y llegó a las puertas de la ciudad.

Dióle el «alto» el centinela francés.

El jinete corrió las espuelas por los ijares de su corcel, y lanzándose sobre el centinela, lo arrolló en su empuje y siguió en la velocidad de la carrera.

Levantóse violentamente el soldado y disparó sin ver a quién se dirigía.

La guardia acudió con sus armas e hizo dos disparos, por si la casualidad hacía caer al guerrillero.

Unos jinetes que estaban a corta distancia se precipitaron al camino.

En ese momento una voz conocida les gritó: «aquí voy».

Los jinetes volvieron grupas y se perdieron en el silencio de la noche.

X. El baile

I

El 29 de junio de 1863, es decir, a los veinte días de la ocupación de México por la revolución intervencionista, la oficialidad francesa daba un baile a la sociedad conservadora.

En el tocador de la señora Fajardo se encuentra el diplomático vestido a la rigurosa moda que reinaba en el año de gracia de 1830.

La casaca que había mandado ensanchar al sastre a quien alquilaba la accesoria perteneciente a su casa era su caballo de batalla.

La casaca era azul con palmas de oro y lentejuela en el cuello, puños y cintura, teniendo bordados unos carcajes en los remates de los faldones. Botones de águila y vivos de oro. Por el costado izquierdo salía un pedazo de cuero blanco, llamado vericú, donde el diplomático había colocado un espadín de puño de concha y vaina de metal amarillo.

Su pantalón era blanco con franja de oro.

El señor de Fajardo no había introducido innovación alguna en el corte de su ropa, así es que la casaca era rabona, el calzón muy ancho y zancón en extremo, y la bota de charol.

La camisa era primorosamente cosida, podría rivalizar con una de esas servilletas de los conventos de monjas.

Unos puños de cambray encarrujados salían de la manga del uniforme.

El cuello blanco como la nieve; pero tan grande, que más bien parecía sudario que cuello de camisa.

La corbata representaba pieza y media de bretaña y dos libras de almidón.

La peluca estaba arreglada desde la víspera con una peinetilla nueva.

El gorro montado se ostentaba sobre la mesa como un pavo real.

Era un sombrero de tres picos con una asta bandera, que tal parecía aquella pluma blanca que el diplomático hacía mover con mucha gracia a los sacudimientos de su cabeza.

Un bastón con borlas completaba el arreo del señor de Fajardo.

La cara relucía como una pantalla.

II

Doña Canuta, desde las cuatro estaba peinada y completamente vestida, esperando las nueve de la noche.

La infeliz señora se había puesto en su traje y tocado cuanto existía en su casa y que pudiera acomodarse racional o irracionalmente.

Llevaba unos copetes exagerados, sobre uno de los cuales se tendía una pluma verde que remataba en la oreja del lado opuesto.

La castaña le bajaba en rizos hasta la espalda, cubiertos de flores y guías. Parece que la señora había querido representar un tejado de cenador o un kiosco del Tívoli.

Los aretes largos de brillantes montados en plata, como los de las imágenes de los pueblos.

Una cadena de oro en forma de cinta con un broche de corazón, caía hasta su cintura, donde se veía un reloj de oro, como una joya de testamentaría.

Doña Canuta llevaba un traje color de paja, con vuelta del tiempo del Golpe de Estado de Comonfort.

Una crinolina abultada, y más corta que el traje, hacía que el remate de éste se volviese hacia adentro, dándole vista a los zapatos blancos con medias de la patente y cáligas, que en otra época habían vuelto loco de amor al diplomático.

Doña Canuta llevaba sobre el seno un ramo con flores artificiales de todas las estaciones, atado con lazos amarillos.

La señora de Fajardo se aplicó el rostro tal cantidad de polvo de arroz, que su prolongada nariz se había tornado en un alcatraz de papel o un sorbete de limón.

Los guantes le llegaban a la mitad del brazo, como unas manoplas de dragón; y sobre el guante y en el dedo índice, llevaba una sortija de brillantes que había recibido la noche de sus bodas con el señor don Modesto.

III

El matrimonio Fajardo estaba impaciente, porque Luz ni aun comenzaba su tocado.

Los Fajardo tenían razón, estaban ya dispuestos, y ni la noche ni su hija aparecían.

—Estamos bien, esposa mía, estoy satisfecho de nosotros mismos, la diplomacia echa sus frutos por donde quiera que pasa.

—Estás como conviene a un verdadero notable, contestó doña Canuta.

—Esa junta me trae inquieto, se piensa ya en la monarquía, tú sabes que yo soy fanático por los tronos, las republiquetas no están en mi programa… Estos demagogos nos aturden con su república romana. Veamos lo que era aquella demagogia.

Bruto, haciendo brutalidades, como la de azotar a sus hijos; yo estoy seguro de que tú no permitirías que yo azotase a Luz.

—Imposible, caballero, aunque fuera usted muy romántico.

—Romano, se dice, esposa mía.

—Da lo mismo, en Sombrerete que es mi cuna, así le llamamos.

—Yo respeto, dijo el señor de Fajardo, los usos y costumbres de Sombrerete, pero ese derivado me parece inconveniente. En tiempo de los emperadores romanos, continuó con énfasis, todo era lógico; se me dirá que Calígula nombró cónsul a su caballo, estoy seguro que sabía algo más que muchos de los notables.

—Es cierto, respondió convicta y confesa la señora Fajardo.

—Ya estamos, continuó el diplomático, cansados de palabrotas sin sentido: ¡igualdad!, ¡fraternidad!, ¡libertad!, frases infladas que nada quieren decir, bonita igualdad, si todos fuésemos, verbigracia, sombrereros. ¡Fraternidad!, ¡yo no soy hermano de nadie!, yo no reconozco en la sociedad más hermandad que la del dinero y de los negocios. ¡Libertad!, ya lo hemos visto prácticamente, los demagogos en el poder y nosotros en la cárcel; no, señor, la libertad es el cáncer del mundo: sobre todo, un pueblo como el nuestro, quiere que lo gobiernen y no gobernar, él no se reunirá nunca en las plazas a deliberar sobre los asuntos públicos. Quedaría bien si admitiese a un cochero en la discusión del régimen doméstico de mi familia.

—Las seis, y todavía no dan las nueve, dijo impaciente doña Canuta.

—Esta niña se dilata más de lo natural, añadió el diplomático.

—Cenaremos antes de irnos, propuso la señora Fajardo.

—No, dijo don Modesto, puedo manchar el uniforme, y tú ese traje que has conservado intacto desde el año de 1828.

—Entre paréntesis, dijo doña Canuta, me parece que el capitán Hugues se dirige a nuestra hija.

—Sí, respondió el diplomático, pero ella no se dirige a él, lo que me causa un vivo sentimiento. Tener un yerno francés, sería expeditar los negocillos que tengo pendientes. Esa muchacha se ha empeñado en amar a ese demonio de republicano; pero ya se irá olvidando con el tiempo, la ausencia es un específico.

—La veo triste, y esto me desconsuela.

—Así estaba el rey Luis XIV, y se casó con la viuda del jorobado Scarrón. La historia es un libro abierto, querida mía.

—Don Serafín se ha entibiado, cuando yo le hacía en el candelero, dijo doña Canuta. Ese majadero ha desperdiciado las oportunidades más brillantes, pero se ha desanimado al primer desaire; no obstante, lo veo en la intimidad de Luz y esto me da cierta esperanza.

—Mi hija, añadió el diplomático, va a llamar la atención esta noche.

—Como que don Alberto la ha obsequiado con unas camelias con rocío de brillantes, dijo doña Canuta.

—¿De brillantes?, preguntó el diplomático.

—Sí, de brillantes, replicó la Fajardo.

—Ese hombre espera algo de mí; luego que está uno en buena posición comienzan los obsequios.

—Luz ha obsequiado a Clara con un traje.

—Bien hecho, mi hija es dueña de todo lo nuestro, ahí sí quiebran todas mis reglas, yo le cobraré al erario estas condescendencias. Me tachan de egoísmo ¡mentira!, yo no soy despilfarrado; con la familia gasto lo que se debe gastar, esta Luz es mi flaco, cuanto hace me cae en gracia, ya tengo que vivir poco y…

—¡Pobre hija mía!, repitió doña Canuta.

¡Qué raros son los corazones que resisten al amor filial!

IV

Luz estaba en su tocador, con su amiga Clara, disponiéndose para el baile.

Las dos jóvenes estaban deslumbrantes.

Luz llevaba un traje de gró blanco, con una enagua de gasa de Chamberí del mismo color, adornado con tres ahuevados, los cuales, después de haber guarnecido el borde inferior en todo el contorno de la enagua, subían en espiral hacia el corpiño.

Estas tres fajas abullonadas, estaban salpicadas de camelias con una gracia exquisita.

El corpiño escotado y guarnecido con una triple vuelta de blonda, dejaba resaltar la nieve de aquellos magníficos contornos.

Entre el oro de sus cabellos llevaba prendidas cuatro rosas, del centro al lado derecho.

Sobre su cuello daba sus reverberos una soguilla de brillantes.

Unos guantes blancos ajustaban aquellas manos de criatura, y unos botines microscópicos se dejaban ver por intervalos tras aquella nube de gasas y de flores.

Dos tirabuzones acariciaban aquella espalda marmórea.

¡Luz estaba resplandeciente!

La tormenta de sus amores había languidecido su mirada y dado una sombra melancólica a aquellos ojos soberanos, como los de las Magdalenas de Correggio.

Clara podía rivalizar en belleza y en esplendor con su amiga.

Llevaba un traje de gró blanco con listas anchas color de rosa.

La guarnición se componía de flores de cintas del mismo color con estrellitas de perlas en su centro, y entre una y otra, flor, éstas subían hacia la derecha y se fijaban en un recogido que contenía unos pendientes blancos.

Llevaba un cinturón de cabos anchos, con iguales pendientes, cayendo al lado izquierdo.

Para darle más realce a su busto, donde se encontraban las líneas más correctas de las esculturas de Canova, llevaba una camiseta blanca, escotada y con plieguecitos de arriba abajo, que resaltaba sobre una especie de vuelta con bucles de gró blanco y color de rosa.

Un bando de gruesas perlas, caía como un arco arriba de su frente.

Unos aretes de brillantes solitarios arrojaban luces menos deslumbradoras que las de sus pupilas.

Clara estaba en toda la fuerza y esplendor de su juventud; aquella sonrisa mataba, aquel aliento era una exhalación de aromas, aquella mirada opacaba la luz del sol.

Las dos amigas se quedaron contemplando algunos momentos, se sonrieron al encontrarse tan hermosas y se dieron un beso.

—Las nueve, dijo Luz, ya hemos tardado mucho, y se encaminaron a la sala donde las esperaba impaciente el matrimonio Fajardo.

V

Clara no pudo contener una sonrisa al aspecto de aquella pareja tan ridículamente aparejada.

—Lo dije, gritó el diplomático ¡yo voy a llevar las dos perlas del baile, las dos ascuas de la fiesta!, ¡por el célebre Bentham, que están las dos como unas imágenes!, vamos, Luz, ven a besarme para que me convenza de que eres mi hija.

Luz se acercó a su padre y lo besó tiernamente.

—¡Si me lo hubieran contado no lo hubiera creído!

—¿Cómo, caballero?, esta niña es mi retrato.

—No lo niego, pero mi hija me tiene orgulloso, yo debo votarte para reina en la Junta de Notables. ¡Dios mío!, si trascienden a gloria. Señorita Clara, no sabía que eras tan hermosa, los asuntos me divagan, yo me dedicaré a galantear a estas dos muchachas, entretanto marchemos, que el billete dice que a las nueve en punto debemos estar en el salón; hoy todos somos ingleses.

VI

A las nueve y media de la noche comenzaron a llegar los carruajes, que bajo la vigilancia de la gendarmería francesa, se colocaron a inmediación del Gran Teatro Nacional, donde tenía lugar esa noche el baile dado por la oficialidad del ejército expedicionario.

Serían necesarios (dice un escritor de aquella época) la lozanía y el fuego de los primeros años juveniles, y una pluma como la de Nodier o Bulwer para describir cumplidamente el aspecto del local, gustosa y sorprendentemente adornado e iluminado, y el movimiento y animación del mar de gente que le inundaba desde el vestíbulo hasta los últimos rincones, mostrando en sus olas, mezcladas y confundidas, la juventud, la elegancia, el lujo, y cuanto de más bello encierra la sociedad mexicana.

El adorno del nuestro Gran Teatro Nacional, obra de Hidalga, y uno de los edificios más suntuosos de América, comenzaba desde el vestíbulo iluminado con vasos de colores, y en cuyo centro aparecía, entre los pabellones de México y de Francia, el águila imperial coronada de un sol resplandeciente formado con espadas.

El patio, cerrado con bóveda de cristales, que media entre el vestíbulo y la gran sala, parecía un bellísimo jardín.

En sus cuatro ángulos, y sobre piezas de artillería de montaña, balas, bombas y otros objetos de guerra, se alzaban vistosas colinas de plantas y flores exquisitas.

Las columnas y cornisas estaban tapizadas de cortinas y banderas.

Pendían del techo varios candiles; el piso estaba alfombrado y los corredores convertidos, el de la derecha, en depósito de capas y sombreros de caballeros, y el de la izquierda, en depósito de abrigos de las señoras y en tocador de las mismas, hallándose en este último departamento, modistas, y cuantos objetos puede necesitar el bello sexo.

Los corredores del piso alto igualmente adornados e iluminados, llevaban un adorno de cortinas y tiestos, con plantas y flores exquisitas.

Ahí estaban colocadas las mesas de la cena, rica y abundantemente servida, y que ocupaban tres de los cuatro corredores de arriba, quedando este último para el tránsito de la concurrencia.

En los corredores circulares, que dan entrada inmediatamente a la sala y al proscenio, había otras mesas provistas de dulces, licores y helados, continuamente servidos al bello sexo, por una servidumbre numerosa.

VII

El gran salón de baile estaba formado por el escenario y por el local de los espectadores, llamado patio, y cuyo piso fue levantado hasta nivelarse con el primero, como se acostumbra hacerlo en los bailes de máscara.

La parte del escenario figuraba un bosque, en cuyo fondo había un dosel hecho con dos grandes pabellones francés y mexicano, delante del cual se alzaban tres trofeos de armas, artística y curiosamente construidos, y coronados de bujías, a que servían de candeleros los cañones de las pistolas y los puños de las bayonetas.

Este detalle de la parte ornamental, era enteramente nuevo en México.

El escenario se hallaba convertido en un bosque de ramas y arbustos naturales, sin que faltara en sus bóvedas seculares al parecer, el heno que cuelga de nuestros sabinos de Chapultepec coetáneos de los Netzahualcóyotl y Moctezuma.

La sala propiamente dicha, tenía un adorno correspondiente a su estructura.

Los palcos de último orden ostentaban una cortina roja que los abrazaba en toda su extensión, recogiéndose en los centros de cada uno.

Los penúltimos tenían guirnaldas y festones recogidos igualmente, y el antepecho de los primeros o superiores, estaba cubierto de cortinaje de terciopelo carmesí con fleco de oro, sosteniendo las columnas haces de banderolas con los colores mexicanos y franceses, y escudos o trofeos de armas.

El palco de preferencia fue destinado al general Forey, y de los dos grandes inmediatos al escenario, el de la derecha fue ocupado por los miembros del poder Ejecutivo de México, y de la izquierda por el célebre ministro de Francia monsieur de Saligny.

Además de la gran lucerna del teatro, pendían del techo y los palcos tres órdenes de candiles, y la claridad extrema de esa parte de la sala hacía contraste con la oscuridad relativa del bosque.

Cubrían los frentes de las plateas grandes espejos que reproducían una y otra vez el local en sus lunas; y a lo largo del salón había dos órdenes de asientos, sin que faltaran éstos en palco alguno.

Tres bandas de música habían dispuestas para la ejecución de las piezas: dos de ellas, del ejército francés, ocupaban varios palcos de los penúltimos, una frente a otra, la tercera, mexicana, si no nos engañamos, permanecía detrás del fondo del bosque.

El aspecto de todo el teatro era magnífico, aun antes de que lo animara la concurrencia.

VIII

Una guardia de zuavos ocupaba la escalinata del teatro.

En el vestíbulo dos granaderos de a caballo estaban apostados, arrogantes, inmóviles, como dos estatuas.

Al penetrar en los corredores la gente hacía entrega de sus esquelas de convite a una comisión; los sombreros y abrigos eran dejados en los saloncitos de que ya hemos hecho mención, y caballeros y señoras se dirigían a la gran sala, que a las diez y media estaba ya enteramente llena.

A esa hora el toque de una marcha militar anunció la llegada del general Forey, quien seguido de su Estado Mayor recorrió desde luego el salón, saludando cortésmente a las señoras.

Dos oficiales de la comitiva se detuvieron frente a dos jóvenes que llamaban la atención por su lujo y hermosura.

—Señorita, dijo uno de ellos, eso es abusar del derecho de ser encantadora, esto es herir sin compasión.

—El comandante, dijo Clara a su compañera, viene muy galante esta noche.

—Yo soy de su misma opinión, respondió Luz con una sonrisa capaz de resucitar a un muerto.

—Los dos crepúsculos, continuó el comandante, el ángel de la mañana y el de la tarde, los dos extremos son encantadores.

—Señor Demuriez, dijo Luz, viene usted del país de la belleza.

—Señorita, estoy en el paraíso, y las mujeres nunca pueden entrar en comparación con las nubes ni las apariciones.

—El capitán Hugues no es de la misma opinión, dijo Clara, véalo usted cómo permanece mudo.

—De admiración, respondió el capitán, esto paraliza mi lengua y mi imaginación, estoy verdaderamente fascinado, hay algo superior a mi ser que me influencia en estos momentos.

—Pues ustedes, dijo Clara dando rienda a su hilaridad, van a estar muy molestos esta noche; figúrate, amiga mía, unos sonámbulos.

—Propiamente, respondió Demuriez, y tomó asiento junto a Clara.

El capitán permaneció de pie y entabló conversación sobre el adorno del teatro; no se atrevía a aventurar una sola galantería a aquella mujer que verdaderamente lo fascinaba.

IX

A veinte metros sobre el piso, es decir, a la altura de los palcos terceros, se encontraba el maldiciente joven de los bigotes retorcidos, acompañado de su inseparable amigo Luis, uno de los jóvenes más cargantes cuando se proponía burlarse de algún desgraciado.

Un curioso podría haber descubierto dos fisonomías burlonas y sarcásticas, recorriendo con ojos de basilisco a aquella muchedumbre donde se encontraban tipos curiosísimos.

—¿De dónde habrá salido tanta gente desconocida?, preguntó Enrique a su amigo.

—Del infierno, respondió Luis, la mayor parte de esos señores no están empadronados, ¿no observas que todos traen fracs nuevos, seña mortal de que no los tenían?

—Buena conquista ha hecho la aristocracia, sobre todo aquella señora a quien un francés acaba de despintarle el extremo de la nariz.

—Sí, ya la veo, se le ha tornado en rubicunda: estas metamorfosis son muy comunes.

—Mira, exclamó Luis, allí está un don Simplicio, seguramente van a dar esta noche la Pata de Cabra.

—Ya, ya le veo ¡qué casaca!, parece macero del ilustre ayuntamiento, lleva tan alta la peluca, que si tiendo el brazo le arranco la peineta.

—El talle le ataca apoplejía.

—Los bordados son de la decadencia.

—El espadín parece jeringa.

—¿Por qué no se habrá peinado aquel sujeto de la cabeza de Medusa?

—¡Calla!, que es el redactor de la Estafeta.

—¡Qué genuflexión hace el viejo zorro de la expedición!, ese general se parece a mi peluquero.

—Da lo mismo, todos son franceses, toda es emisión europea.

—¿Y para qué traen acicates los oficiales?

—Se prepara una contradanza de caballería.

—Y todos vienen armados.

—Puede ofrecerse otro 5 de mayo.

—Ya anuncia la música un rigodón.

—Es la cuadrilla de honor, veamos las parejas.

X

El baile comenzaba por la cuadrilla de honor, que se formó en el centro de la sala.

El general Forey y siete personajes más, cuyas edades entrando en una suma rigurosa arrojarían los años de la Era cristiana, y cuyas figuras darían asunto al lápiz de Granville y de Escalante, se lanzaron con desesperada parsimonia a las figuras del rigodón.

En cuanto a las señoras que le servían de pareja, no diremos una palabra; a fuer de galantes, respetamos a las damas.

Aquello era un espectáculo de los más graciosos.

Personas que jamás asistieron a un baile, zarandeándose como unos pollos en presencia de la sociedad entera: ¡qué piruetas!, ¡qué caravanas!, ¡qué equivocaciones!… ¡y qué ridículo!

—¡Dios poderoso!, ¡esa cuadrilla de momias es espantosa!, dijo Enrique a su amigo Luis: aquel personaje no puede con sus cuellos proverbiales y se pretende que baile.

—Ese grupo representa la idea, es la intervención que danza, amigo mío.

—Aquel general pequeño y enjuto es el mozalbete de la cuadrilla.

Un aplauso unánime resonó en toda la sala.

—Gracias a Dios que ha terminado esa abominación, dijo Enrique, temía que se desquebrajasen los bailarines.

—Con razón vienen embalsamados, repuso Luis.

—Han venido al teatro bajo su palabra de honor, tempranito los recoge el sepulturero.

—No, hombre, si éstos se conservan en frascos de aguardiente.

—¡Canario!, ¡qué turba se levanta al son del vals!

—¡Qué remolino! ¡qué batahola!, ¡que me ahorquen si esos franceses dejan un traje en buen estado!

—¡Han tocado a zafarrancho!

XI

Era tan crecido el número de las parejas, que no hubo intermedios, y mientras se terminaba una pieza, eran conducidas a su asiento las señoras que acababan de bailar, otras se levantaban a ejecutar la siguiente, preludiada desde luego por alguna de las bandas de música.

A las doce danzaban más de trescientas parejas, y aún había sentadas no pocas señoras, aunque todas mayores de edad.

Cuando la sala se despejó a causa de que la concurrencia comenzó a acudir a la mesa, bajaron de los palcos las señoras que habían permanecido en ellos desde el principio y la tertulia ofreció un nuevo aspecto.

Las señoras iban vestidas con sencillez lujosa, aunque algunas llevaban alhajas valiosísimas.

La elegancia reinaba en casi todos los trajes y tocados, y los colores dominantes eran el blanco, el pajizo, el azul y rosa claros.

—Eres un hombre insufrible, dijo doña Canuta a su esposo, no me has traído aún un compañero para una pieza, cuando sabes la predilección que tengo por el baile.

—Querida mía, la diplomacia no puede ocuparse de esas frioleras, altos negocios se discuten y preparan esta noche.

—Llévame a la mesa, recuerda que no he tomado nada desde esta tarde; tengo el estómago en un hilo.

El diplomático cargó con su adorada mitad y llegaron al convite gastronómico con el hambre de unos náufragos.

Ya hemos dicho que Luz había rehusado bailar, el capitán Hugues no se había separado en toda la noche de su lado, lo que la tenía sumamente fastidiada.

Don Serafín la había buscado por todo el salón, pero en vano.

Una casualidad hizo que pasase cerca de Luz, ésta aprovechando la oportunidad de alejarse del capitán, le habló al pasar.

—Señorita, dijo satisfecho don Serafín, he recorrido cien veces la sala, soy un torpe, no merezco perdón, pero estoy indemnizado porque al fin la encuentro a usted.

—Deme usted el brazo, estoy cansada.

—Con mucho gusto, dijo don Serafín, y se echó a andar hasta llegar al bosque formado en el proscenio, donde Clara platicaba acaloradamente con Demuriez.

—Me tienen hastiada estos franceses, dijo Luz.

Clara se desprendió de su compañero, y tomando el brazo a don Serafín se reunió con su amiga.

—Te veo muy entusiasmada esta noche.

—No, querida, estos oficiales disputan por nada, tenemos que habérnoslas muy tiesas con ellos.

—¡Ay!, dijo Luz, compadéceme, el señor Hugues me ha dado una broma de tres horas con su silencio. Él quiere que yo adivine su amor y yo empeñada en ignorarlo aunque me lo declare.

—El señor Demuriez me exagera el suyo.

—Recíbelo como una entrega del Mundo Ilustrado.

—Son ustedes terribles, exclamó don Serafín, yo me congratulo de tenerlas por amigas, y no obstante, tiemblo como un azogado.

—Es usted asustadizo, dijo Clara resplandeciente de satisfacción y de hermosura.

—Les diré a ustedes que yo prefiero la derrota si viene de personas tan hechiceras.

—Caballero, exclamó Luz, no ensarte usted galanterías, ya nos está usted oyendo lamentar de esa plaga.

—Se quejaba usted antes del silencio profundo del capitán Hugues, y por eso me apresuraba a entrar en ese terreno.

—Yo no quería precisamente que me enamorasen, hay tantas conversaciones…

—Usted perdone, no soy de la misma opinión, con ustedes no puede hablarse más que de amores.

—Usted tiene, dijo Clara ese sistema y nosotros lo respetamos; pero ya tanto amor nos tiene fastidiadas.

—Insisto en que Luz ha extrañado el proceder del capitán por ese motivo, de mí no tendrá igual queja ninguna muchacha, y mucho menos si es tan hermosa como las que llevo a mi lado.

—Es reincidente, exclamó Luz.

—Entre paréntesis, el capitán sigue a usted como la sombra del Comendador.

Las dos jóvenes volvieron involuntariamente la cara hacia el capitán, que sorprendió lo irónico de su risa.

—¿No toman ustedes algo?, preguntó don Serafín.

—Tomaremos un helado, respondió Clara, y los tres se dirigieron a la mesa de refresco.

XII

El capitán Hugues palideció terriblemente, y se propuso hablar a don Serafín dos palabras al oído.

El salón de refresco estaba concurridísimo, había señoras que brindaban y hombres exaltados por el arreglo intervencionista.

El periodista Medusa decía a su co-redactor con aire de triunfo:

—Propónense nombres de príncipes y alguien se figura convertida en duquesa, todo respira aquí monarquía, se respira un perfume de Versailles.

—Faltan urnas para el escrutinio; pero hacen sus veces las copas de champaña.

—Labios encantadores, al libar, dejan escapar sobre la espuma un deseo, un voto, ¿qué digo?, un voto en favor de la monarquía.

—Otros más osados, dijo el compañero, votan y brindan en voz alta: ¡Feliz quien sea rey!

—¡Ha sido ya consagrado por manos hechiceras, ungido con champaña y coronado de rosas!

—El viento sopla, pues, del lado de la monarquía.

—«El viento y la mujer —dice un poeta— son una misma cosa» y «lo que quiere la mujer, Dios lo quiere».

—Las bellas han sido esta vez, como otras muchas, más resueltas que los hombres.

—Lo que la prensa, dijo el compañero, balbuce de algunos días acá en voz baja y con aire cortado, ellas lo proclaman denodadamente enseñando su blanca dentadura, con dulcísimas sonrisas y aire de triunfo.

—Los doscientos cincuenta notables no podrán hacer otra cosa mejor. Tendrán la galantería de sancionar un voto emitido ya por voces indudablemente más melifluas que las suyas y más poderosas.

—Aun cuando fuesen diez mil, el resultado del escrutinio sería unánime, la monarquía será proclamada.

—Ni un solo sentimiento de pesar, decía el señor de Fajardo, podemos consagrar a esa república que desaparece. Eróstrato, que mandó quemar el templo de Éfeso… no, eso no viene al caso, decía que ha llegado la vez de decir lo que Reims a Sicambro, «dobla la cerviz, adora lo que has quemado y quema lo que has adorado». Sí, señores, nosotros podemos oír sin anegarnos en llanto, cuantas tragedias escriba Guillermo Prieto en sus peregrinaciones, sobre el triste fin de la república juarista.

—Pero tenemos, añadía, una cuestión, ¿será el rey extranjero o mexicano? —Al morir Cambises, las siete grandes dinastas de Persia, convinieron en salir a caballo un día a una misma hora, y que aquel cuya bestia relinchara primero, sería proclamado rey.

—Este señor relincha demasiado, dijo un joven, y todo el corrillo se disolvió a pesar de la elocuencia del diplomático.

—Guardaré para mañana, dijo para sí, mis citas históricas, y apuró una copa de vino.

—Volvamos al salón, esposa mía, dijo a doña Canuta, y tornaron a la sala algo abandonada por la concurrencia que se retiraba.

XIII

Forey había dejado el baile a la una y media, y el señor de Saligny hablaba ya con mucha dificultad al redactor de la Estafeta, que emprendía su ataque a la tercera botella de coñac.

Demuriez cargaba terriblemente a Clara, que se contenía ante el orgullo femenil; pero que ya falta de aliento, buscó a una amiga como un puerto de salvación.

—Vámonos, le dijo, estoy rendida.

—Esperaremos un momento, respondió la señora Fajardo, tengo dada esta contradanza a un caballero que me la ha pedido para un amigo.

La música anunció la contradanza.

El amigo a que se refería doña Canuta, se presentó seguido del alférez Poleón, que venía de punta en blanco, es decir, con su sable y sus acicates de Cazador de África.

—Le presento a usted al alférez Poleón.

—¿Es esta señora, dijo el cazador, la pareja que me tenéis destinada?

—La misma, respondió doña Canuta que se había propuesto bailar a todo trance.

—Bien, dijo Poleón, bailemos, y le presentó el brazo a la señora Fajardo, que se quedó al nivel del puño del sable.

Tomóla el alférez por la cintura, y levantándola por el aire, giró con ella como un desesperado.

—Me vengo de esta bruja, decía en su interior el alférez.

Doña Canuta estaba medio muerta.

En uno de aquellos giros gimnásticos, atoróse el acicate del alférez en el traje y lo desgarró completamente.

—Ese hombre va a descuartizar a mi esposa, clamaba el diplomático.

¡Poleón seguía en el vértigo de su vals!

En una de las ascensiones aerostáticas que efectuaba doña Canuta en los brazos del militar, acertó a introducir la punta de su larga y prominente nariz en un ojo del alférez.

—¡Me ha chafado!, gritó Poleón, y plantó en medio de la sala a la infeliz señora, dejándola abandonada y atarantada como si hubiera caído de la luna.

Un aplauso salió de uno de los palcos terceros y resonaron dos ¡bravo!, que llamaron la atención de la concurrencia.

Enrique y Luis reían a carcajadas.

Clara y la infeliz hija de los Fajardo se cubrían con los abanicos.

—Vámonos, dijo don Modesto, he estado a punto de enviudar.

XIV

Don Serafín acompañó hasta el carruaje a la familia, y cuando iba a entrar en el suyo, sintió un golpe de una mano sobre su espalda.

—Perdone usted, caballero, dijo un capitán de Estado Mayor, que no era sino Enrique Hugues, el apasionado amante de Luz.

—Estoy a las órdenes de usted.

—Cuando un hombre pone a otro en ridículo, dijo el capitán, está expuesto a ser llamado a un lance de honor.

—Precisamente, dijo don Serafín, ¿y bien?

—Ahorremos palabras, caballero, usted me ha insultado y me debe una satisfacción.

Don Serafín, a pesar de ser un dandy almibarado, era hombre de honor; en su vida de vagancia había aprendido a tirar el florete, antes que ocuparse de la gramática, y era reputado gran tirador de la esgrima entre el mundo de los elegantes.

—No tengo, dijo, una persona que me acompañe; pero si usted tiene dos amigos, uno me servirá de padrino.

—Presentes, dijeron a una voz el comandante Demuriez y el alférez Poleón, a quien le lloraba aún el ojo donde la señora Fajardo había impreso su desmesurada facción.

—Mi coche está cerca, señores, dijo don Serafín, y después de haber entrado con los tres oficiales, gritó al cochero: ¡Ignacio, a la glorieta de la Piedad!

XV

Como en estos lances se hace gala de serenidad, se entabló conversación sobre los accidentes del baile, hubo chistes y bromas de buen gusto.

La mañana comenzaba a clarear, cuando los cuatro caballeros se apeaban del carruaje.

—Ajusten ustedes las condiciones, dijo don Serafín, y se apartó a conversar con el capitán de cosas indiferentes.

Después de cinco minutos, el comandante les dijo:

—Se trata de un negocio de poco momento, se batirán a primera sangre.

—Caballero, dijo Poleón, elija usted espada, y le presentó la del comandante y del capitán que eran absolutamente iguales.

Don Serafín eligió al acaso.

Despojáronse de sus casacas los contendientes, las espadas se cruzaron y comenzó el duelo.

El capitán era muy ágil; no obstante, el alférez que era conocedor, dio una mirada de inteligencia a Demuriez.

Efectivamente, don Serafín era un tirador de primera fuerza.

El combate se hizo terrible.

El capitán se desmoralizó un tanto al encontrarse con un adversario que no imaginaba.

Don Serafín desvió con violencia el acero de su enemigo, y dejándose ir a fondo, atravesó de parte a parte al desgraciado Hugues, que dando un ronquido sordo y terrible, se derrumbó, no sólo en el suelo, sino en la tumba.

—¡Bien muerto!, dijo Poleón sacudiendo el cuerpo del capitán, y saludó cortésmente a don Serafín.

—¡Bien muerto!, repitió Demuriez, tocándose el kepis.

Don Serafín desapareció todo confuso, dejando a disposición de los padrinos el carruaje para conducir el cadáver del capitán.

XI. La monarquía

I

El día 8 de julio del año del Señor de 1863, se instaló solemnemente la Junta de Notables que debía expresar su voto respecto a la forma de gobierno definitivo del país.

Los hombres que concurrieron a esa célebre asamblea, se han sepultado en la noche del olvido o en el fatalismo de la desgracia.

La Junta de Notables fue propuesta por Saligny, ministro de Napoleón III, al comandante en jefe de la expedición, y bajo sus auspicios se instaló y determinó la muerte de la república.

Se ordenó que las sesiones fuesen secretas, cuando se estaba bien seguro de que no había un solo individuo que se opusiera a los mandatos del César francés.

Una voz sola se levantó como una protesta en el seno de la asamblea.

En esas violencias del derecho, nunca falta una protesta, y es que los rayos de la justicia trasponen las tinieblas más densas.

Los notables soñaban con el apoyo de la Europa, creían que el ejército de Napoleón no abandonaría jamás el territorio mexicano.

Todos se felicitaban por el triunfo intervencionista, los clérigos se daban abrazos, los generales se estrechaban las manos, y a aquellos hombres hundidos en la oscuridad se les despertaba al mundo de la política, haciéndoles comparecer como cómplices inocentes de un plan combinado de la Europa, se erguían como las notabilidades del porvenir.

II

El señor de Fajardo pertenecía a ese número de entes que giran en los círculos bajos de la política, y que al ascender a otra atmósfera se enseñorean como una vieja el día que estrena dientes postizos.

—Los dictámenes no están malos, decía el diplomático, cierto es que yo los hubiera redactado mejor; pero se me olvida en las circunstancias supremas. Yo tengo hechos mis estudios sobre la monarquía en América que he intitulado: «Un trono en el Capitolio»; porque yo creo que los Estados Unidos están llamados al sistema monárquico.

—Y al catolicismo, dijo un clérigo: la religión protestante, abre un abismo a los códigos reaccionarios que son los únicos que convienen a los países meridionales.

—Caballero, Norteamérica está más al norte que al Mediodía.

—Todo es respectivo, respondió el clérigo, Nueva Orleáns está al Sur del Norte.

—Muy bien, dijo Fajardo, esa explicación sí me satisface.

—Yo deseo, dijo el clérigo, que se le dé ingerencia al Sumo Pontífice en este negocio de la intervención, él está inspirado y puede decir más bien lo que le conviene a la católica México.

—Su Santidad es muy sabio, respondió el diplomático, y lo que debe hacer es bendecir a la monarquía.

El lector comprenderá a qué grado de ilustración estaban ambos personajes.

Acercóse otro notable.

—Señores, exclamó, ya está próxima la votación, ustedes hacen falta, la discusión va a comenzar, las luces de su capacidad deben alumbrar las cuestiones: señor de Fajardo, pida usted la palabra, pídala usted, todos sus amigos están empeñados en oírlo.

—Sí, que la pediré, tenga usted la bondad de inscribirme en el pro.

III

El notable fue a inscribir al señor Fajardo.

El presidente puso su nombre y se sonrió.

Leídos los dictámenes, y no habiendo oposición, el presidente declaró que el dictamen debía ponerse a votación.

Esto no fue oído por el señor de Fajardo, que estaba en la sala de descanso estudiando el discurso.

Un individuo le dijo:

—Señor Fajardo, le están esperando a usted.

El diplomático creyó que para hablar y no para emitir su voto, así es que salió precipitadamente y se colocó en la tribuna.

—El señor Fajardo: dijo el presidente, que esperaba el voto del diplomático.

Entonces éste se levantó, tosió, se compuso la peluca, y dijo:

—¡Señores!, hago uso de la palabra para sostener ante el mundo civilizado, que… que…

—No hay nada a discusión, dijo el presidente, se trata simplemente de votar.

—¿Cómo de votar?, preguntó el diplomático, yo he pedido la palabra, mi nombre está en el registro, y no se me reducirá al silencio mientras yo no renuncie a este derecho.

—La discusión se ha cerrado y sólo usted falta que votar.

—Yo creía ilustrar con mi discurso este asunto, y que se añadiese al expediente.

—Reclamo el orden, dijo un notable.

—Eso estoy haciendo, caballero.

—¡El voto!, ¡el voto!, gritaron varias voces.

—Se me quiere hacer callar, está bien, que conste en el acta este episodio.

—Constará, dijo el presidente, para cortar este ridículo incidente.

—Voto en pro de la contra del dictamen, dijo con énfasis el diplomático.

Este modo tan raro de formular, el voto, provocó una grande hilaridad en la asamblea.

Quedó citada la junta para el día siguiente, en que se entregaría la resolución al general en jefe del ejército francés.

IV

Don Modesto Fajardo se dirigió a su casa, donde encontró impaciente a doña Canuta.

—¿Qué pasa?, le dijo.

—Qué ha de pasar, que se me atropella como en una cámara de demagogos. El discurso más bien meditado, se ha suprimido con una chicana. Se me detuvo en el salón de desahogo para cerrar la discusión, mis enemigos quieren opacarme, pero yo brillaré a pesar de todos, los confundiré, los anonadaré.

—Pero ¿qué ha sucedido?

—Es un secreto todavía que no puedo revelar, mañana, sabrá la nación entera el resultado de nuestros trabajos, la diplomacia ha ganado en su terreno.

—¡Tú le reservas algo a tu esposa!

—A ti nunca te he reservado nada, tú lo sabes muy bien; pero hay cosas que no es posible revelarlas, ¡me comprometo ante el Estado y mi conciencia!

—Está bien, dijo doña Canuta, montada en cólera, tú me pedirás algo y entonces yo guardaré la misma reserva.

—Papá, dijo Luz entrando en la antesala, ¿no ha habido ninguna noticia de nuestro huésped?

—¡Ah!, se me olvidaba ¡una catástrofe espantosa, horrible!, este señor Demuriez es un bárbaro, todo nos lo ha ocultado, todo, hija mía.

—¿Pues qué pasa?, preguntó alarmada doña Canuta.

—Es increíble, yo estoy predestinado para todo lo trágico, ese capitán Hugues era imprudente.

—¿Cómo era?, ¿pues qué ya no existe?, insistió la Fajardo.

Luz estaba temblando.

—Oídme, el capitán ha muerto en un duelo, la mañana siguiente a la noche del baile.

—¡Dios mío!, dijo doña Canuta.

—Y lo peor es que se murmura que fue un asunto de señoras, dijo misteriosamente el diplomático.

—¡Siempre las mujeres!, gritó la señora.

—Aún hay más, que es lo que me confunde, añadió don Modesto.

—¿Aún resta algo después de su muerte?

—Sí que resta, esposa mía: la maledicencia que sobrepasa todos los límites, añade que esa señora, motivo del desafío, es una persona de mi familia.

—¡Lo que escucho!, dijo haciéndose interesante doña Canuta, acaso ese bárbaro del alférez Poleón, no, yo no lo creo, él no se ha permitido decirme una sola frase inconveniente, ni que hiriese mi susceptibilidad.

—En ese respecto yo estoy tranquilo, repuso el diplomático, ese hombre, entregado a sus instintos brutales, no es capaz de comprender el amor, ni menos ante ti, esposa mía.

—¿Pues qué tengo yo menos que otra cualquiera?

—Al contrario, tienes más que otras muchas, tienes un esposo.

Tranquilizóse la señora Fajardo.

Luz, con aquella viveza de comprensión, recordó la mirada del capitán a don Serafín, cuando ellas se habían vuelto a mirarle imprudentemente; no obstante, ella no se explicaba cómo aquel dandy pudo habérselas con un hombre de guerra como el oficial francés, por poco que estuviese acostumbrado a los lances de sociedad.

—Su cadáver fue hallado en el Paseo, por el señor Demuriez y ese imbécil del alférez Poleón. Aquí llega don Serafín, él podrá explicarnos si acaso lo sabe el motivo de un lance tan desgraciado.

V

—Señora, dijo don Serafín, tendiendo una mano a doña Canuta, ya somos monarquía.

—¿Cómo monarquía?

—Sí, los señores notables, continuó después de haber hecho un saludo al diplomático, han votado definitivamente por el establecimiento de un trono.

—Caballero, usted abusa de un secreto, cuando yo no he querido decirlo ni a mi esposa.

—México entero lo sabe, dijo don Serafín, ya esto no es un secreto, por lo tanto me permito decirlo a estas señoras y me felicito en ser el primero.

—¡Monarquía!, exclamó la señora Fajardo ¡monarquía!, renacerán los tiempos de Luis XIV, las intrigas, la Pompadour!… sí, es abominable llamarse Fajardo, es necesario inventar un sobre apellido más retumbante y que trascienda a francés, por ejemplo, Coquelet.

—No, eso no, respondió el diplomático, así se llama el pastelero de enfrente.

—Es verdad, no lo recordaba; pues entonces, Paté foagrá.

—Señora, dijo don Serafín, eso quiere decir, hígado de pato.

—¿Y qué importa?, ¿no hay quien se llame Cabeza de Vaca?

—Efectivamente.

—Tú deliras, esposa, y te olvidas de lo principal.

—Sí, no recordaba, se necesita un título, sin pergaminos la vida pública es imposible, yo necesito un sobrenombre.

—Mamá, dijo Luz impaciente al oír tanta majadería, dejemos esto para cuando estemos en familia, yo declaro desde ahora que no me quitaré jamás el apellido de mi padre que es la herencia de mis abuelos.

—Niña, no sabes lo que te dices, tú no sabes nada de historia, lee los Tres Mosqueteros, e instrúyete. Allí no se habla sino de condesas, princesas y reinas.

—Yo le he recomendado, dijo el diplomático, la lectura del Periquillo; pero desde hoy le prevengo que se entregue a los libros que hablen de reyes.

—El Bertoldo, por ejemplo, dijo Luz al ver ponerse en evidencia a sus padres delante de un extraño.

—Volvamos a nuestro asunto; ¿querrá usted, señor don Serafín, decirnos el motivo de ese duelo escandaloso del capitán Hugues?

Una nube pasó por el semblante de don Serafín.

—Vamos, hable usted con franqueza.

—Ya… en fin… dijo incierto don Serafín.

—No tema usted, joven, no tema usted inquietarnos, lo estamos ya demasiado para que se acrezca nuestra pesadumbre.

—Yo hablaré a ustedes con entera franqueza, creo que ustedes no pondrán en duda mis palabras.

Luz vio realizadas sus sospechas.

—Todo soy de usted, caballero, repuso el diplomático.

—Al salir del baile se acercó a mí el capitán y me pidió una satisfacción por un insulto, sin que yo sepa hasta ahora de lo que se trataba.

—Y eso que tiene, que… dijo doña Canuta interrumpiéndole.

—Tiene, repuso don Serafín, que sólo por el orgullo de ser mexicano he aceptado este duelo.

—Es decir, gritó doña Canuta, que es él el que… ¡Dios mío!, ¡un asesino, un asesino!

—¡Esa palabra, señora!, dijo don Serafín, el duelo ha sido presenciado por el señor Demuriez y el alférez Poleón.

El diplomático estaba asombrado.

—No, caballero, prosiguió la Fajardo, usted nos ha arrebatado a nuestro huésped, y esto es ni más ni menos que un asesinato a sangre fría.

—La pragmática del rey Carlos III, dijo el diplomático, lo tiene a usted sentenciado a la última pena, el duelo es un asesinato.

Don Serafín percibió los pasos del comandante Demuriez, y saliendo violentamente a la antesala, le tomó por el brazo y lo introdujo a la pieza donde se encontraban los Fajardos.

VI

—Caballero, le dijo el dandy, aquí se permiten decir que yo he asesinado al capitán Hugues; usted que ha presenciado como testigo aquel lance, diga si se puede dar tal nombre a ese suceso desagradable, yo apelo al honor de un soldado francés.

—Señores, dijo Demuriez, este caballero ha matado en buena lid al capitán Luis Hugues del Estado Mayor del general Forey. La sociedad tiene sus leyes, que por ser tan sagradas no están escritas, el dicho de dos hombres de honor es suficiente a la sociedad para alejar de un caballero la reputación cobarde de asesinato.

—La religión, gritó doña Canuta, y la ley, prohíben el desafío; me ratifico, el señor es un asesino.

—Caballero, dijo Luz a don Serafín, usted ha ganado más de lo que creía en este lance, yo lamento la muerte de un hombre, pero tengo en alta estima, al que creyéndose humillado por su calidad de mexicano, aceptó un duelo exponiendo su existencia.

Don Serafín estrechó la mano a Luz y saludando a los Fajardo salió para siempre de aquella casa.

VII

—Bien lo haces, hija mía, dijo doña Canuta luego que se quedaron solos, ese mequetrefe te ha quitado al novio de una estocada, y te permites darle las gracias; yo deseara que alguno matase a Fajardo, para que vieras de la manera cómo debe portarse una señora.

—Más vale que no lo veas de una manera tan práctica, dijo el diplomático.

—Yo, mamá, dijo Luz, tengo otro modo de pensar, y declaro a ustedes que no aceptaré jamás por marido a un francés ni a un imperialista; criada en una libertad absoluta, sin más restricciones que las de una buena moral, creo que un hombre que abdica de su dignidad y pide amo…

—¡Silencio, niña! Me comprometes altamente, ya estamos en la monarquía, no quiero que se me encarcele en la Diputación y se me tenga como al Máscara de Hierro.

—Ya pensarán en una Bastilla; ¿dónde hemos de poner a los reos de lesa majestad? Hay cosas que son absolutamente necesarias.

—Las prisiones de Estado, replicó el diplomático, son uno de los más firmes apoyos del trono.

—Si no fuéramos casados, te aconsejaría que te ordenases, porque tú llegarías a ser un Richelieu.

—Seré un Richelieu sin tonsurar, respondió don Modesto, poseo en alto grado la divina ciencia, es decir, la diplomacia, ayer leí todo el Manual.

—¿Y no está en ese Manual el número de gatos que deban tener los hombres del Estado?, porque yo he oído decir que el célebre cardenal tenía una o dos docenas.

—No, dijo Fajardo, eso no pertenece a nuestra escuela, ésos eran caprichos de aquel grande hombre.

—Pues tú debes tener los tuyos, aquí hay una gata, puedes dedicarte a ella.

—Yo me dedico a otro animal, respondió don Modesto.

Luz salió de la sala desesperada de no hallar en sus padres un solo átomo de sentido común.

VIII

Al siguiente día, 11 de julio de 1863, se hallaban reunidos los hombres de la asamblea de notables, en el salón donde la república ostentaba desde su independencia la majestad nacional.

En aquel recinto profanado entonces por aquella gente que entregaba a la nación en manos de la Francia y sus destinos a un porvenir sombrío y lleno de vicisitudes, se había proclamado el segundo imperio.

El entusiasmo conservador había elevado a la altura de regencia al poder Ejecutivo, y había votado la víspera de ese memorable día, el que se levantase un busto a la majestad de Napoleón III.

A los pies del invasor se llevaba una lluvia de votos de gracias.

El pueblo no se manifestó cómplice en el atentado contra su independencia.

Esto le basta a la historia de las nacionalidades.

El mismo día, en aquella hora, se hizo circular el siguiente telegrama del alambre de Veracruz:


AL PRESIDENTE DAVIS.

Milford, 3 de mayo.

Ayer penetró el general Jackson en la retaguardia del enemigo, y le arrojó de todas sus posiciones desde Wilderness hasta una milla de Chancelloresville.

Dos de las divisiones de Longstreet, atacaron al enemigo por el frente.

Hemos hecho muchos prisioneros, y las pérdidas del enemigo en muertos y prisioneros, son considerables.

Hoy se ha renovado la batalla.

El enemigo ha sido desalojado de todas las posiciones que ocupaba, y arrojado hacia el Rappenahok, y está retirándose.

Tenemos que dar gracias otra vez al Todopoderoso por haber ganado una gran batalla.

ROBERT E. LEE, general en jefe.
 

—He aquí, decía uno de los notables, destruidas todas las esperanzas de los republicanos.

—Sí, añadía otro, ya lo tenía previsto, esa nación va a desaparecer en la catástrofe abolicionista; vean ustedes si es empeño el querer la libertad de esos etíopes. Lo que nos importa es la prolongación de la guerra, mientras desaparecen los elementos del gobierno juarista: «Divide y triunfarás». Los yanquis son el demonio, no abandonarán la idea de independencia hasta hacerse pedazos, y entonces quedarán tan débiles, que no tendrán más partido que reconocer al imperio.

—Yo veo, repuso el otro, que esa obstinación es maliciosa, la realidad es que le tienen los Estados Unidos un terror pánico a las armas francesas, ¿qué papel haría Grant delante del general Forey?

—Ridículo, más que ridículo, prosiguió entusiasmado el miembro de la asamblea. Yo pienso que sería fácil una invasión a la tierra americana; con un ejército como el de Napoleón todo se alcanza; ya ve usted, en un año han llegado hasta Puebla, y eso que eran cincuenta mil hombres nada más. Aquí no hay puentes como los de Austerlitz, ni existen los valientes moscovitas que incendien una ciudad; aquí los recibimos con flores; porque entre la demagogia y el extranjero, mil veces lo segundo, amigo.

—Yo he sido siempre imperialista; en todo país debe existir una familia real que herede el gobierno, y no esta jerga de elecciones, que alienta todas las ambiciones bastardas y eleva a todas las nulidades.

—Muy bien dicho, señor mío, qué diferencia entre un europeo, y verbigracia, un don Vicente Guerrero, un Juárez, esto es espantoso.

Poco más o menos, así discurrían todos los miembros de la Asamblea de Notables.

IX

Los miembros de la regencia se reunieron en el salón de embajadores, dando previo aviso a la asamblea que presidida de Lares y los secretarios fue a poner en sus manos el acta de sus importantes trabajos y resoluciones, firmada ya por todos los miembros de la junta.

Almonte con voz sonora y en medio de un silencio solemne, dijo:

—«El supremo poder ejecutivo provisional de la nación, a sus habitantes, sabed:

»Que la Asamblea de Notables ha tenido a bien decretar lo siguiente:

»La Asamblea de Notables, en virtud del decreto de 16 del próximo pasado, para dar a conocer la forma de gobierno que más convenga a la nación, en uso del pleno derecho que ésta tiene para constituirse, y como órgano e intérprete de ella, declara con absoluta independencia y libertad, lo que sigue:

»1.º La nación mexicana adopta por forma de gobierno, la monarquía moderada hereditaria con un príncipe católico.

»2.º El soberano tomará el nombre de emperador de México.

»3.º La corona imperial de México, se ofrece a S. A. I. y R., el príncipe Fernando Maximiliano, archiduque de Austria, para sí y sus descendientes.

»4.º En el caso de que por circunstancias imposibles de prever, el archiduque Fernando Maximiliano no llegase a tomar posesión del trono que se le ofrece, la nación mexicana se remite a la benevolencia de S. M. Napoleón III, emperador de los franceses, para que le indique otro príncipe católico.

»Dado en el salón de sesiones de la asamblea, a 10 de julio de 1863.— Teodosio Lares, presidente.—Alejandro Arango y Escandón, secretario.—José María Andrade, secretario.»

Un aplauso acogió la lectura del decreto.

Siguieron los discursos que la historia guarda en sus protocolos, como el testimonio más palpitante del extravío humano.

Una salva de ciento y un cañonazos anunció a la capital el Papam habemus de la monarquía.

X

La regencia con los señores Forey, Saligny, la asamblea y el ayuntamiento, pasó entre valla formada por la tropa, a la catedral, donde fue cantado un Te Deum a toda orquesta.

Forey y Saligny se sentaron en un dosel frente al que ocupaba la regencia.

Los representantes ocuparon asientos colocados en la crujía.

El Estado mayor del comandante en jefe, se colocó en la tribuna destinada a tal objeto.

El clero estaba de enhorabuena. Hacía más de medio siglo que no se veía en la metropolitana, una fiesta monárquica, esos días desaparecieron con la dominación española.

El clero se disponía desde entonces a ungir al emperador.

A las tres de la tarde se publicó el decreto, saliendo en procesión el ayuntamiento, precedido del prefecto político.

El cielo se había nublado, aquella profanación despertaba su ira, las nubes agrupadas en el horizonte, se desgajaron al soplo de una tormenta, y aquella comitiva que sacaba el pendón de la vergüenza, el cartel de muerte para la república, fue disuelta por la tempestad, en medio del silencio del pueblo a quien le revelaba tan torpe ceremonia, que habían muerto sus libertades públicas, pero que a costa de su sangre renacerían como el Fénix, de sus cenizas.

Parte segunda. El Imperio

I. Algo de historia

I

A las oraciones de la noche del día 28 de septiembre de 1863, un hombre de vestidos talares rezaba en un rincón de la catedral de Estrasburgo.

Con los brazos sobre el pecho, la cabeza inclinada y los ojos completamente cerrados, parecía que la imagen de algún nicho había descendido a los mármoles del pavimento.

En lo plegado de su ceño no se adivinaba la contemplación del misticismo, ni la absorción anacoreta.

La iglesia estaba completamente sola.

Aquel sitio era el más a propósito para dejar arrastrar el pensamiento en la corriente de los sueños.

Aquel hombre, que era un sacerdote peregrino, manifestaba en su porte y elegancia pertenecer a la aristocracia del clero.

Desde luego se notaba que era extranjero en aquel lugar.

Si un rayo de luz hubiera dado sobre su cerebro, hubiéramos contemplado un mundo de imágenes agitarse como las olas del pensamiento.

Figuras sombrías, sangrientas, espíritus fascinadores, ensueños terribles, de ambición y de venganza, atmósferas de luz deslumbradora, y en medio de aquel torbellino de sangre y de esperanzas, alzarse el pedestal de la gloria satisfecha.

Levantóse repentinamente, se santiguó delante del altar, paseó su mirada por las naves y las bóvedas y salió de la catedral.

A corta distancia se detuvo y contempló con asombro la fachada del templo, que es dos tantos más alta que los edificios de cuatro pisos que la rodean.

Las campanas daban el toque de Ave María.

El clérigo levantó la vista y la fijó en la torre de filigrana esbelta y majestuosa que prolonga a una altura fabulosa su aguja de remate.

Después de un momento siguió su marcha: atravesó varias calles: al pasar por la plaza de Guttemberg, vio con frío desdén la estatua del grande hombre, y después entrando en un carruaje, se dirigió a la estación del ferrocarril que salía en esos momentos para Viena.

II

En el tren de primera clase se unió con varios individuos y comenzaron a hablar confidencialmente en lengua española.

—¿Han visto ustedes, dijo un joven de barba negra y elegantemente vestido, los periódicos ingleses?

—Sí, dijo el clérigo; el Times declara que Inglaterra está dispuesta a reconocer la nueva monarquía mexicana el día que el archiduque Maximiliano tome oficialmente el poder.

—El órgano del partido avanzado, dijo un anciano de frente ancha y facciones pronunciadas, el Sun, aplaude la restauración del orden en México.

—Puédese decir, replicó el clérigo, y afirmarse con verdad, que la obra de la Francia, comenzada de concierto con la Inglaterra y la España, y proseguida con el acuerdo tácito de la Europa, recibe hoy de todos la más explícita y solemne confirmación.

—Devuelto a sí mismo el pueblo mexicano, vuelve naturalmente al orden y a la libertad, y la corona imperial que se levanta para ofrecerla al archiduque de Austria, no halla en Europa sino universales simpatías.

—Todas las potencias, añadió el joven, están dispuestas a reconocerle de un modo oficial; ninguna piensa en abstenerse de hacerlo.

El clérigo recapacitó un instante y prosiguió:

—El asentimiento de Francia, Inglaterra y España, está asegurado de largo tiempo atrás; el de Prusia e Italia no se hará esperar; la Suecia, la Baviera, la Bélgica, la Grecia, la Holanda, el Portugal, la Dinamarca, en una palabra, todos los Estados del Continente se asociarán a este acto europeo, y el Brasil por su parte se apresurará a reanudar con el nuevo imperio relaciones que vendrán a ser más fecundas y seguras.

—En realidad, dijo el anciano, la cuestión mexicana que ayer se complacían en presentar tan erizada de dificultades, se halla hoy resuelta.

El joven de barba negra no pareció muy satisfecho, pues hizo la observación de que España al verse fuera de la candidatura para el trono de México, acaso no sería fácil de prestarse al reconocimiento del nuevo orden de cosas.

—En cuanto a la España, replicó el clérigo un tanto exaltado, no hay que temer. España no se halla menos favorablemente dispuesta, por más que a la opinión pública habría halagado más satisfactoriamente la solución mexicana, si la elección de la Asamblea de Notables hubiera llamado a un príncipe de la casa de Borbón.

—Fácilmente, dijo el anciano, se resignará con el ejemplo de desinterés de la Francia, a renunciar a toda pretensión dinástica.

—Sería preciso, añadió el clérigo, ser alarmista hasta el exceso para imaginar que la candidatura del archiduque pudiera suscitar formal oposición én los gabinetes europeos.

—Estamos persuadidos, añadió otro de la reunión que había seguido con interés la conversación, de que el advenimiento al trono mexicano, del archiduque, puede considerarse desde hoy como un hecho consumado, y que esto, lejos de excitar en Europa desconfianzas y rivalidades, será visto como un beneficio para nuestra patria, y como el mejor garante para la armonía entre nuestro país y las naciones europeas.

La conversación se interrumpió sin que lo notaran ninguno de los actores de aquella escena, tan embebidos estaban en sus ideas y reflexiones.

III

El lector habrá conocido que los individuos que van de viaje para Viena, son los personajes conocidos que formaron la comisión mexicana para ofrecerle al archiduque Maximiliano el trono de México.

La cuestión de México atravesaba por una terrible crisis.

Las miradas del mundo civilizado estaban fijas en esa pequeña fortaleza que se levanta a orillas del Adriático.

De aquel castillo debía salir un hombre coronado a regir los destinos de una nación donde el eco de su nombre no había ni aun repercutido.

La diplomacia europea se había presentado ante el foso de Miramar y llamado con mano atrevida a la apartada estancia de un descendiente de los Habsburgos.

La Francia era la emisaria de la nueva monarquía.

IV

La hija predilecta del rey Leopoldo, que veía con celo a su hermano cerca del escaño del trono y perpetuarse la dinastía de Francisco José en Austria, sintió ensanchar su corazón, y aquel cerebro calenturiento comenzó a poblarse de ensueños de esplendor, que acabaron por dominar a la interesante Carlota de Austria.

El joven hermano del emperador, el antiguo gobernador del Lombardo-Véneto, el grande almirante de Austria creyó en la predestinación de su familia para el solio del universo y sintió en su orgullo la presión de una corona sobre su frente.

Cuando se le anunció que la comisión mexicana se presentaría en Miramar con el acta de la Asamblea, ya un autógrafo de Napoleón III le había puesto al corriente hasta de la respuesta que debería dar a los comisionados.

Unos chambelanes del palacio se dirigieron en carruajes a la estación del ferrocarril de Trieste a esperar a los enunciados mexicanos.

V

Los viajeros de Estrasburgo habían caminado treinta y seis horas, cuando los silbidos de la locomotora les avisaron que dentro de breves instantes se hallarían en la grandiosa ciudad de Viena que se extiende magnífica a orillas del Danubio.

La caravana diplomática se dividió en grupos, dirigiéndose como todo extranjero, a visitar lo más notable de la población.

Sorprendente es la vista del antiguo palacio de Belvedere y sus preciosísimos jardines, pebeteros continuos de aromas y cubiertos de exquisitas flores y agradables sombras.

El museo es admirable por lo rico de sus pinturas, donde se hallan las obras maestras de todas las escuelas que venera el arte.

El palacio de José II es de un gusto ornamental exquisito.

En sus jardines está edificado una especie de templo donde se alza majestuosa la estatua de Tesea, obra del inolvidable Canova.

VI

Los conventos de capuchinos y agustinos, en nada han cambiado la forma de la edad media.

Allí se detuvo el clérigo mexicano delante de los sepulcros de los emperadores de Austria.

Su talento filosófico le dejó inmóvil a la vista de aquella sombría morada último asilo del orgullo humano.

¡La gloria, las hazañas, el heroísmo, todo bajo aquellos pesados mármoles, todo vuelto cenizas!

Este panteón, pensó el clérigo, destinado a los descendientes de María Teresa, guardará vacía la cavidad destinada a Fernando Maximiliano.

Esta tumba será la solución de continuidad de la rama de Habsburgo.

El clérigo pensó en el porvenir y sin querer se estremeció.

¡Una tumba en América!…, ¿será abierta por la revolución?

Sus piernas temblaron, un sudor frío inundó su limpia frente y cayó de rodillas delante de las tumbas de los descendientes de Carlo Magno.

Un vértigo se apoderó de sus sentidos, y comenzó a ver que las estatuas se movían, que los mármoles de los sepulcros se levantaban dando paso a las sombras de los difuntos emperadores, todos ellos le veían con ojos sombríos pidiéndole cuenta de su joven descendiente.

Influenciado por aquella pesadilla terrible, atravesó las naves de las Capuchinas, el eco de sus pisadas le hacía estremecer, al fin encontró la puerta y despertó de aquel sonambulismo al azotar su frente el aire puro de la noche.

VII

El 1.º de octubre salió la comisión mexicana para Trieste, y al amanecer partió la locomotora con los viajeros, nuncios de la monarquía austriaca en América.

El clérigo estaba silencioso, sombrío, su cerebro no se acababa de despejar de aquel horizonte oscuro donde se reflejaban aún las imágenes de aquel sueño horrible. Le parecía que soñaba, a lo que contribuían los accidentes que presenta esa obra romana del ferrocarril de Viena a Trieste.

Allí se han vencido cuantas dificultades puede oponer la naturaleza al genio del hombre.

La máquina, seguida de una comitiva inmensa de vagones, y respirando agitada y estremecida, escalaba montañas de una altura inmensa, se deslizaba majestuosa sobre viaductos de tres órdenes de arcos, unos sobre otros; penetraba en profundas y largas horadaciones practicadas bajo los montes, atravesando sin miedo sobre puentes tirados, sobre anchurosos ríos. Aquello era un vértigo, era la existencia arrebatada en alas del destino.

Llegó la noche: entonces aquellas nubes negras, respiro perenne de la locomotora, tomaron un color de fuego, de donde se exhalaban continuamente chispas que el viento arrebataba a largas distancias.

El ruido era el de la tempestad; pero aquella tempestad se iba calmando, el movimiento menguaba con rapidez, y a lo lejos comenzaban a percibirse como una faja negra en el horizonte, las aguas tumultuosas del Adriático.

VIII

Dos chambelanes de la casa de Austria esperaban a la comisión mexicana.

La felicitaron de parte de los archiduques, y la condujeron al suntuoso hotel de Ville, en donde estaba dispuesta una magnífica cena y habitaciones lujosísimas.

El anciano que hemos visto en los trenes, fue invitado a pasar al día siguiente al palacio del archiduque.

IX

A los dos días (3 de octubre de 1863), la comisión fue introducida en el palacio de Miramar, habitación de Maximiliano de Habsburgo.

El castillo de Miramar es un vasto y lindo palacio, edificado desde sus cimientos por el archiduque, en un cabo o lengua de tierra que se arroja hacia el mar.

Tiene, pues, un carácter y aspecto, unos puntos de vista deliciosos, y se reconoce lo que puede una voluntad firme y enérgica, cuando se ven aquellas áridas rocas, a donde se hace llegar escasamente y con grandes gastos el agua potable, trocados en risueños jardines verdes y floridos, parques caprichosos, enramadas, calles de árboles, corredores, bellos estanques de copos transparentes y purísimos.

Como todo se halla formado sobre la montaña; presenta un cuadro de vista mágico; ya se contemple desde la cima, ya se mire desde el pie de la eminencia o desde el mar.

No lejos del castillo y dentro del jardín, hay una graciosísima habitación, que los archiduques llamaban su casa de campo, y que está dividida en dos departamentos.

Estos sitios deliciosos, están abiertos para el público que los recorre en numerosos grupos, constituyendo el más bello paseo de la ciudad de Trieste.

X

Llegó la comitiva a la puerta interior del castillo.

Encontró a los criados en dos hileras, eran muchos, y vestidos con diferentes y riquísimas libreas, unos de marineros, otros de negro con bordados de plata y espada al cinto, otros con chupines blancos e insignias azules, y todos, menos los primeros, de calzón corto, media de seda y zapato bajo de charol.

Por entre todos sobresalían los alabarderos, una especie de gigantes, con barba crecida, sombrero al tres, adornado de galones y pluma blanca, que inmóviles como si fueran de piedra, se hallaban guardando la puerta con su larga alabarda, al parecer de plata, y el asta forrada de terciopelo carmesí.

En la puerta interior, los empleados de categoría de la casa, hicieron los honores de recepción.

XI

Después de una corta espera, se abrió la entrada de un salón, en el cual estaba el archiduque de pie.

Maximiliano era un joven de treinta y tres años, alto, arrogante; sus cabellos rubios y escasos se dividían sobre una frente despejada; sus ojos, de un azul claro, con la mirada fría y algo paralizada, la nariz recta y levantada en su extremidad, hasta descubrir un tanto las fosas nasales; una barba larga, dividida, formando dos grupos que caían hasta el pecho, el bigote más claro aún que la barba, dejaba ver la dentadura superior muy pronunciada a causa de lo entrante de la mandíbula inferior.

Maximiliano conservaba todo el tipo de sus antepasados de la Edad media.

Llevaba ese día solemne el archiduque, un frac azul con botones dorados, pantalón negro, chaleco blanco, y sobre su pecho la cruz de San Esteban, y al cuello el Toisón de oro.

El anciano que parecía presidir la comisión, se adelantó al archiduque, y con voz trémula y cortada, dirigió una breve arenga, cuyos párrafos finales hemos creído deber consignar en estas páginas, y puso en sus manos el acta de la Junta de Notables, en que se le proclamaba emperador de México.

«Grandes han sido, dijo, nuestros desaciertos, alarmante es nuestra decadencia; pero, hijos somos, señor, de los que al grito de Religión, Patria y Rey —tres grandes cosas que tan bien se aúnan con la libertad— no ha habido empresa por grande que fuera, que no acometieran; ni sacrificio que no supieran arrostrar impávidos.

»Tales son los sentimientos de México al renacer, tales las aspiraciones de los que hemos recibido el honroso encargo de exponer fiel y respetuosamente a vuestra alteza imperial y real, al digno vástago de la esclarecida dinastía, que cuenta entre sus glorias haber llevado la civilización cristiana al propio suelo en que aspiramos, señor, a que fundéis en este siglo XIX, por tantos títulos memorable, el orden y la verdadera libertad, frutos felices de esa civilización misma.

»La empresa es grande, pero es aún más grande nuestra confianza en la Providencia; y que debe serlo, nos lo dicen bien claro el México de hoy y el Miramar de este glorioso día.»

La acta estaba en un pergamino arrollado y puesta dentro de un cetro de oro, obra de un artista mexicano.

Representaba dos águilas pegadas con una corona imperial: en el pico tenían una serpiente y las rodeaban ramos de laurel y oliva.

Maximiliano permaneció impasible: en vano aquel grupo que había atravesado la llanura del Atlántico, para rendir el primer homenaje al extranjero, buscó en aquella mirada un síntoma que revelase la satisfacción y el orgullo.

El archiduque no abandonó la frialdad serena de su raza.

La comisión creía que Maximiliano levantaría aquel cetro que se le ponía dulcemente a sus pies.

«Señores, dijo el archiduque, estoy vivamente agradecido al voto emitido por la Asamblea de Notables en México, en su sesión de 6 de julio, y que vosotros estáis encargados de comunicarme.

»Lisonjero es para nuestra casa que las miradas de vuestros compatriotas se hayan vuelto hacia la familia de Carlos V, tan luego como se pronunció la palabra monarquía.

»Por noble que sea la empresa de asegurar la independencia y la libertad de México, bajo la égida de instituciones a la par estables y libres, no dejo de reconocer, en perfecto acuerdo con S. M. el emperador de los franceses, cuya gloriosa iniciativa ha hecho posible la regeneración de vuestra hermosa patria, que la monarquía no podía ser allí restablecida sobre una base legítima, perfectamente sólida, a menos que la nación toda, expresando libremente su voluntad, quisiera ratificar el voto de la capital.

»Así, pues, del resultado de los votos de la generalidad del país, es de lo que debo hacer depender en primer lugar la aceptación del trono que me es ofrecido.

»Por otra parte, comprendiendo los sagrados deberes de un soberano, preciso es que yo pida en favor del imperio que se trata de reconstituir, las garantías indispensables para ponerlo al abrigo de los peligros que amenazarían su integridad e independencia.

»En el caso de que esas prendas de un porvenir asegurado fuesen obtenidas, y de que la elección del noble pueblo mexicano, tomada en su conjunto recayese sobre mí, fuerte con el asentimiento del augusto jefe de mi familia, y confiando en el apoyo del Todopoderoso, estaré dispuesto a aceptar la corona.

»Si la Providencia me llamara a la alta misión civilizadora ligada a esa corona, os declaro desde ahora, señores, mi firme resolución de seguir el saludable ejemplo del emperador mi hermano, abriendo al país, por medio de un régimen constitucional, la ancha vía del progreso, basado en el orden y la moral, y de sellar con mi juramento, luego que el pacto fundamental con la nación, aquel vasto territorio sea pacificado.

»Sólo así podría ser inaugurada una política nueva y verdaderamente nacional; en que los diversos partidos, olvidando sus antiguos resentimientos, trabajarían en común para dar a México el lugar eminente que parece estarle destinado entre los pueblos, bajo un gobierno que tenga por principio hacer prevalecer la equidad con la justicia.

»Tened a bien, señores, dar cuenta a vuestros conciudadanos de las determinaciones que acabo de anunciaros con toda franqueza, y provocar las medidas necesarias para consultar a la nación respecto del gobierno que intenta darse.»

Durante este acto solemne, un pintor de palacio, por orden del archiduque, tomaba sus apuntes para un cuadro histórico.

Pasada la ceremonia, Maximiliano entró en una plática confidencial, en la que desarrolló las ideas emitidas en el discurso, y los Notables tomaron nota de las siguientes palabras del archiduque:

«He seguido muy atentamente el movimiento monárquico que se obra en vuestro país. Por las noticias oficiales que S. M. el emperador de los franceses ha tenido a bien comunicarme, y por los detalles contenidos en los periódicos ingleses y españoles, he estado en aptitud de hacer constar netamente sus progresos. He aquí una carta de México, en que se hallan exactamente indicados los puntos adheridos al voto de los Notables. Bien veis que no comprenden sino la cuarta parte de México. Por más que yo esté convencido de que el ejército francés presto librará a las demás provincias de la presión ejercida en ellas, y de que entonces como vosotros me lo aseguráis, la inmensa mayoría sancionará el voto de 12 de julio, debo a mí mismo, como a la nación a quien consagraré en lo sucesivo mi vida, el no tomar las riendas del gobierno en tanto que la guerra civil esté desolando a México.

»Anunciadme que la mayoría está ya declarada en favor de mi elección, y en menos de veinticuatro horas estaré listo para partir.

»Consideradme como un soldado decidido a responder al llamamiento de la Providencia; mas para que yo reconozca de una manera infalible el dedo de Dios en la misión que acaba de tocarme en suerte, debo insistir en que la voluntad nacional se manifieste en términos que no dejen duda alguna legítima sobre la espontaneidad de mi elección.»

La comisión quedó sorprendida de la exactitud de aquel razonamiento, y rindió homenaje a aquellos sentimientos del archiduque, declarando unánimemente, que el pueblo mexicano por el momento, no deseaba sino obtener la aquiescencia de S. A. I. al voto de 12 de julio: que en cuanto a la realización de este voto, el mismo pueblo se remitiría gustoso a la cordura del archiduque para la elección de la época.

XII

Concluido aquel acto. Maximiliano hizo presentar a cada uno de los miembros de la comisión.

Presentó después a su esposa Carlota, hija del rey de los belgas.

La bellísima Carlota Amalia, tiene una fisonomía interesante, una simpatía profunda, alta, esbelta, majestuosa, unos ojos garzos de donde se desprenden miradas dominantes, a veces sombrías y doloridas, unos labios rojos y una dentadura de marfil, su cabeza perfectamente modelada; en todo aquel conjunto de contornos y de belleza, hay algo que no está de acuerdo con el arte, y es, que la joven flamenca tiene las manos y los pies un tanto desproporcionados.

La hija del rey Leopoldo, es toda inteligencia e instrucción: educada con esmero, sus dotes naturales realzan como el brillante con el jaquel.

Galante en su trato, delicada en sus expresiones, conoce el lenguaje refinado de las cortes, y es reputada entre el bello sexo europeo como una notabilidad.

Vestía la joven archiduquesa un primoroso traje color de rosa, con una larguísima y regia cola, una corona de flores de listón y gasa del mismo color sembrada de brillantes, un collar de solitarios de un tamaño fabuloso, y un prendedor y pulseras, soberbias, también de brillantes.

Carlota estaba al tanto de los antecedentes de aquellos individuos que formaban la diputación mexicana.

—Caballero, dijo a Aguilar y Marocho, vuestro dictamen pasará siempre por una de las piezas más distinguidas de la época, los obispos mexicanos me han hecho merecidas alabanzas de vuestra persona, y conservan muy buenos recuerdos.

—Caballero, prosiguió dirigiéndose a Velázquez de León, os felicito por los adelantos del colegio de Minería, que tiene fama en la misma Europa.

—Vos, le dijo a Iglesias, sois pariente de una heroína de la independencia de América, así lo dice Alamán en su historia; yo me felicito de conoceros.

—Caballero, continuó dirigiéndose a Escandón, habéis emprendido la obra romana del ferrocarril de Veracruz; yo os deseo un éxito completo en vuestros trabajos.

Carlota le hablaba a cada uno en su lenguaje, tocándole los puntos más lisonjeros para su amor propio o para sus intereses, y todo con un tacto y una discreción admirables.

Regresó a Trieste la comisión, volviendo a Miramar al anochecer invitada por los príncipes a su mesa.

Se hallaba el castillo alumbrado profusamente; la mesa estaba espléndida por su buen gusto, la vajilla era riquísima, y había una inmensa variedad de vinos y manjares.

Durante la comida, una buena música colocada en el salón inmediato, tocó trozos escogidos de las mejores óperas. La conversación fue animada y familiar, los archiduques se mostraban afables con sus huéspedes.

El clérigo estaba asombrado, se creía presa de un sueño de las Mil y una Noches, estaba deslumbrado.

—Nos tratan como a sus iguales, dijo a su compañero de la derecha, nos consideran como compatriotas, nos alojan como a marqueses y nos pasean en sus coches y buques como a unos príncipes.

—¿No ha observado usted, le replicó su interlocutor, el talento del archiduque, qué comprensión tan fácil, qué deseo de instruirse e imponerse de todo, y qué jovialidad sin dejar la dignidad y la firmeza?

—Y la archiduquesa ¡oh!, la admirable Carlota, seguramente es el ángel custodio de nuestro emperador, es verdaderamente modesta, hermosa; ya reina antes de serlo, por su majestad sin soberbia, y atrae por su sencillez en el modo de expresarse, siempre con discreción y amabilidad.

—Es necesario, dijo el clérigo, prescindir de nuestro deseo de ser presentados a S. M. el emperador de Austria.

—Para apresurar la partida del archiduque, es preciso aprovechar la salida del paquete de San Nazario, a fin de despachar a algunos de los compañeros a México.

—La nueva plausible de que el archiduque acepta la corona, unida a las medidas que el gobierno provisional, de acuerdo con el comandante en jefe, dictará para dar al impulso monárquico de México el desarrollo que S. A. I. desea, no tardarán en poner del lado del voto de la Asamblea a la gran mayoría del país.

—Así el archiduque podrá emprender su marcha para su nueva patria en todo febrero, o a principios de marzo próximo.

—Sé que ya está nombrado el inspector a cuyo cargo debe quedar el castillo, encargándole conserve tan deliciosa mansión bajo el mismo pie que hasta aquí.

—Aún hay más, se han señalado habitaciones especiales para los mexicanos que quieran visitar la mansión que fue de nuestros soberanos; porque yo doy todo por arreglado.

—Confesemos que ni aún en sueños creíamos ver lo que pasa en estos instantes.

—Imposible; las tradiciones vireinales son pálidas, oscuras, ante un cuadro tan halagüeño.

—Si yo hubiera comprendido lo que era una monarquía, en vez de invocar a Santa Anna o a otro de los nuestros, seguramente hubiera pensado en el joven archiduque.

—El gobierno para tener respetabilidad, necesita de todo este aparato deslumbrador: aquello que pasa en la República es estúpido, la dignidad nacional no se comprende sino entre el lujo de las cortes y los palacios.

XIII

Un general de bigote cano, que pertenecía a la diputación mexicana y que estaba más retirado del asiento del archiduque, hizo la observación a uno de sus colegas, que la respuesta de Maximiliano no se podría tener como decisiva sobre la aceptación del trono.

Alarmado el compañero respondió por lo bajo:

—Para obtener el sentido auténtico de la respuesta del archiduque, importa saber que S. A. I. la ha combinado de acuerdo con S. M. Napoleón III, y la ha sometido previamente a la aprobación del augusto jefe de la casa de Habsburgo.

—Puede ser, dijo el general; pero todo lo que sea aplazar la cuestión, es poner en peligro nuestra causa.

—A la cuerda y previsora sugestión del emperador de los franceses, es a lo que el archiduque ha querido aludir sin embozo, como cualquiera se puede convencer sólo con ver su respuesta, que revela acerca de este punto el perfecto acuerdo existente entre él y S. M. I. Napoleón III.

El clérigo continuaba en su entusiasmo monárquico, no sin oscurecerse su semblante por intervalos.

—Quizá, decía, será porque no he vivido entre príncipes ni en papados, por lo que hieren tan fuertemente mi imaginación la vista de Miramar, y más todavía la de los príncipes.

Los que sólo hemos visto lágrimas en los ojos y dolores en el corazón, siendo testigos de grandes miserias y de bastardas pasiones en los que han tomado el cargo de gobernarnos, conduciéndonos hasta la ruina, no es extraño que nos cautivemos con los grandes y heroicos sentimientos de los archiduques.

Ellos se han resuelto a aceptar por patria la nuestra, cambiando su actual ventura por un porvenir que no ha de estar exento de vicisitudes y aflicciones.

Tienen que sacrificar su reposo, su altísima posición en Europa, sus arraigadas afecciones y hasta su familia; esto sólo puede hacerse por obra del Altísimo.

XIV

La comida había terminado; el archiduque dispuso que sus convidados diesen un paseo por el mar.

La noche estaba serena; en el fondo de un cielo oscuro se destacaban millares de luceros; ni una nube empañaba el horizonte.

A lo lejos se oía el golpe de algún remo o la canción de los marineros.

El vago murmullo de las olas se perdía en la extensión, las linternas de los navíos oscilaban dulcemente al impulso suave de las ondas.

El Adriático parecía aletargarse en un sueño de estrellas y de brisas; la noche era magnífica.

En un bote del castillo entró el archiduque seguido de sus huéspedes, y se desprendieron del puerto a impulsos de los remos.

El faro y las luces de Trieste se percibían entre las sombras del agua y de la noche.

A una corta distancia, es decir, a diez minutos de camino, el bote hizo alto.

A una señal dada con un pito de marino, el espectáculo varió de una manera sorprendente. Parecía que aquel silbido era una seña mágica, pues al momento se iluminó la costa en toda la extensión del jardín, dejando el palacio de Miramar en medio de los deslumbrantes rayos de Bengala.

A la derecha e izquierda se levantaban esas poéticas luces con los colores del pabellón mexicano, y reflejándose en el espejo del océano y en los jardines, aparecían con un zócalo extenso y profundo de anchas fajas unidas y trigarantes hemosísimas.

Al mismo tiempo un golpe de música militar resonó en el jardín, dando con su armonía soberbia la última pincelada a ese cuadro verdaderamente encantador.

En medio de aquella imitación fantástica del día, una mirada indagadora hubiera percibido en una de las almenas del castillo a una mujer, como el espíritu que vagara indeciso por la mansión de uno de los hijos de la trágica familia de los Habsburgos.

Luego que aquellas luces se apagaron y las sombras tornaron a enseñorearse del océano, se alzó una voz como el eco del genio de la predestinación, que fue arrebatada por las ráfagas de la noche:


«Massimiliano
Non ti fidare,
Torna al castello
Di Miramare.
Quel trono fracido
Di Montezuma
E nappo gallico
Colmo di spuma.
Il Timeo Danaos
¿Chi non ricorda?
Sotto la clamide
Trovò la corda.»
 

Maximiliano inclinó la cabeza sobre el pecho. Le parecía que aquellos hombres que le rodeaban, eran los espíritus del fatalismo, que impelían la barca hacia el mar inquieto y tenebroso de sus infortunios.

II. Confidencias

I

En una de las apartadas estancias del castillo de Miramar se hallaban solos los archiduques, la misma noche del día en que Maximiliano había aceptado tácitamente el trono de México. Los consortes hojeaban el Diccionario de la lengua de Cervantes para leer un expediente, en el que figuraba el dictamen de la Junta de Notables y el decreto del 12 de julio.

Carlota había pasado su brazo por el cuello de Maximiliano, y sus mejillas rozaban el semblante del archiduque.

Daban las doce en el reloj del castillo.

El joven príncipe dejó caer su cabeza en el respaldo del confidente, y entró en un insomnio agradable, soñando en el esplendor y riqueza del Nuevo Mundo.

La hermosa nieta de Luis Felipe siguió leyendo con avidez aquellas páginas.

El semblante de Carlota se alteraba visiblemente, su mirada se fijó repentinamente en un punto invisible del aposento, sus labios comenzaron a balbucir algunas palabras y su seno se dilataba como agitado por la opresión.

Pasó así algunos instantes, desató su brazo del cuello de su esposo y se levantó pausadamente.

Contempló al archiduque con una mirada sombría, y tomando la luz penetró en el salón donde se hallan los retratos de los emperadores austriacos y el de los hijos del rey Leopoldo.

En la mesa del centro había un mapa de México.

La joven se detuvo ante aquella carta mágica: «Aquí», dijo señalando el Septentrión y posando sus dedos en un punto del globo donde se leía: «México.»

—El Atlántico, continuó con ansiedad; el vapor lo atraviesa por el trazo de Cristóbal Colón; ¿qué importan las tempestades ni los huracanes?… ¡El siglo XIX delante de la tumba del siglo XIV!… ¡El Pacífico!, ¡baña sumiso las playas del nuevo imperio!… ¡Esta línea que se prolonga al través del grado treinta y tres… la patria de Washington!

Nublóse el semblante de la princesa, mordió su labio, hincando sus dientes de marfil en aquella hoja de rosa, hasta hacer brotar la sangre.

¡El Capitolio!, ahí está el pedestal de la República del Continente… ¡maldición!…

Después de un momento, exclamó:

—Llega hasta aquí el ruido de sus monitores, la guerra civil destroza el suelo de Jackson… ¡Dos gigantes terribles libran su existencia en un duelo a muerte!… ¡El imperio!, ¡la corona! ¡Ensueño delicioso! Desde el trono, dominando los dos mares que ciñen al mundo… ¡La Francia cabe en uno de mis Estados!… ¡La Francia!… mi abuelo, ¡Dios mío!… ¡Luis XVI… la gillotina!… ¡la revolución!… ¡la República!… ¡María Antonieta!… ¡La Marsellesa!…

Cubrióse con las manos aquel rostro desfigurado, y levantóse resuelta. ¿Qué importa?, dijo, las almas débiles ceden a los embates de la revolución… es necesario morir, pero en un lago de sangre hirviente… la bandera de la Francia ya está empapada… ese pueblo bendecirá la mano que restañe sus heridas… ¡sus hombres de Estado son unos miserables que han temblado en nuestra presencia deslumbrados ante el fuego fatuo de nuestra grandeza!…

Apareció en sus labios una sonrisa sardónica de profundo desdén.

—El porvenir es nuestro, los votos de aquel país se clavarán en las bayonetas de Napoleón III… ¡Bonaparte!, usurpador del trono de mis mayores ¡aventurero!, tú crees en la alianza de la hija orgullosa de la rama de Orleáns… más tarde… ¡cuando sea emperatriz, te cobraré medio siglo de represalias!

Luego se dirigió al retrato de José II y lo apostrofó de una manera terrible.

—Tú también, le dijo; que has arrebatado a tu hermano el Lombardo Veneto, vas a sentirte humillado con su exaltación al trono de México; tú, miserable que has puesto la mano en tu enmohecido acero para herir a tu hermano! ¡Caín!… ¡acaso algún día volverás tus dolientes miradas hacia el imperio azteca!… ¡La Prusia te acecha, y la Polonia se despierta de su letargo de esclavitud!… ¡La Italia se rejuvenece al impulso del siglo! ¡Pío IX está envuelto en la tormenta revolucionaria!… ¡Dios mío!, ¡el Pontífice!… ¡Yo sectaria de la Iglesia Luterana tendré que recibir la bendición de ese impostor… paso por las horcas caudinas! —y dejó escapar una estridente carcajada que resonó lúgubremente en el espacioso salón.

II

Despertóse el austriaco al ruido nervioso de aquella carcajada y se dirigió al aposento pálido y sombrío como un espectro, entreabrió la puerta y vio a la joven archiduquesa delirante, extraviada, hablando con los retratos de sus antepasados.

—¡María Antonieta!, exclamaba; ¡ahí estás en los momentos de subir al cadalso!, tu mirada es terrible, nuestra raza entra con paso seguro por la portada de la tumba. ¡Tu cabeza separada del tronco ha impuesto con su mirada al verdugo!… ¡bien!, ¡la revolución asola las regiones septentrionales, puede ser que yo tenga los pies en el primer escalón de la guillotina!

Estremecióse Maximiliano, un sudor helado brotaba de su frente y con sus manos oprimía el corazón que amenazaba romperle el pecho.

Y luego, dirigiéndose a su hermano le dijo:

—Duque de Brabante, ¡yo antes que tú!, y cayó sin sentido retorciéndose en horribles convulsiones.

—¡La locura!, gritó Maximiliano, y sus ojos se llenaron de lágrimas.

III

Al siguiente día su alteza el archiduque concedió audiencia a un emisario de la República.

El enviado era un hombre de fisonomía distinguida, alto, ojos un tanto pequeños, la frente despejada, de locución breve y sencilla; este individuo era secretario de Justicia en el gobierno de Juárez y enviado en esa época cerca de S. M. B.

—Caballero, dijo el archiduque, supongo que algún negocio importante de vuestro país os trae a Miramar.

—¿Me permitirá vuestra alteza, dijo con voz clara el plenipotenciario, que os hable con entera franqueza y os manifieste el objeto a que se refiere la audiencia que el señor archiduque me ha concedido?

—Caballero, dijo Maximiliano, vuestra calidad de mexicano os hace asequible, y yo tengo gran satisfacción en escucharos.

—Entro desde luego, dijo el ministro republicano, en el terreno de la cuestión.

—Sea, respondió el archiduque.

—Una comisión de individuos mexicanos os ha venido a ofrecer el trono de México.

—Ya os escucho, caballero.

—Supongo que la verdad aún no habrá llegado a vuestro oído.

—No os comprendo bien, caballero.

—Voy a ser más explícito. La Europa hizo una combinación que se llamó El Convenio de Londres, que no era otra cosa que un programa de conquista; porque esos pretextos no motivaban un casus belli.

—Continuad, dijo el austriaco, visiblemente inquieto.

—Está a vuestro alcance el aborto de aquella convención, y la política de la Francia en este asunto.

—S. M. Napoleón III nada me ha dicho acerca de esos planes.

—Lo creo, señor; pero me refiero solamente a los hechos. Su majestad Napoleón III ha sido engañado en América.

—Yo tengo fe en la capacidad y en los conocimientos del emperador.

—Yo la tengo del teatro de los sucesos, y mi objeto es puramente patriótico.

—No me sois en manera alguna sospechoso.

El ministro hizo una inclinación de cabeza, y prosiguió:

—La intervención ha triunfado; la lucha ha sido con el patriotismo desarmado, acaso se haya dejado oír por estas regiones la victoria del 5 de mayo.

—Sé, dijo el archiduque, cuanto tiene atingencia con las glorias de vuestro país.

—La República ha luchado hasta quemar su último cartucho, hoy se refugia en las montañas y no abandonará el terreno hasta dejar en él la postrer gota de su sangre.

—Y bien, caballero ¿es una amenaza?

—Su alteza no ha acabado de oírme. El triunfo de la intervención importa el yugo de las armas y el principio político es falso.

—Ahí está en ese cetro una prueba en contra de vuestra opinión.

—Conozco, dijo el ministro, ese documento: la voluntad de la Francia signada por un grupo de mexicanos que no pueden nunca representar la voluntad nacional.

El austriaco movió con impaciencia la cabeza.

—Acaso abuso de vuestra condescendencia.

—Seguid, que yo me he impuesto el deber de oír en esta cuestión todas las opiniones.

—Una generación nacida en la república, no tiene simpatías por la monarquía ni cree en esa institución que tantos resultados ha dado en Europa. El ejemplo de Iturbide es una muestra patente del respeto con que el pueblo mira las dinastías.

Maximiliano se pasó la mano por la frente.

—Cuando una idea viene germinando de años atrás en el cerebro de un pueblo, acaso echa raíces; pero implantar un sistema enteramente nuevo es muy peligroso.

—El paso de la monarquía a la república, observó el archiduque, fue tan violento, como el cambio que hoy se propone.

—La tiranía, señor, no es un sistema, y tal era el gobierno virreinal en América; el pueblo pedía la libertad de sus tradiciones y se apoyó en la república para encontrarlas.

—Es que sus tradiciones eran imperiales.

—Permítame V. A. decir, que un pueblo acepta de los suyos acaso lo más absurdo, y rechaza en su patriotismo hasta los bienes, cuando se le llevan en las cureñas de los cañones extranjeros.

—Caballero, dijo el archiduque, aprecio vuestra franqueza y deseo escucharos hasta el fin.

El archiduque trataba de conocer el terreno donde iba a colocarse.

—Decía a V. A. que la monarquía será de fatales resultados para la nación mexicana, ella vivirá mientras las armas francesas permanezcan en México, después, señor… V. A. no conoce aquel país, es una generación acostumbrada a los peligros de la revolución, allí se ve con desprecio la muerte, el patíbulo es la orden del día, suben a él los jóvenes y los ancianos con la frente erguida y desafiando con sus miradas a la muerte que tienen delante. Señor, Iturbide era el ídolo del pueblo, no se conocía aún la república; pero se odiaban las coronas, y la del emperador rodó con su cabeza en un cadalso.

El semblante de Maximiliano se cubrió de una palidez mortal.

—Hay intereses, continuó exaltado el ministro, que al sentirse heridos por la monarquía, se alzarán terribles; aquel pueblo se lanza a la contienda a la voz mágica de libertad, odia a los traidores y sus hombres le arrojan delante la monarquía de José Napoleón en España y los horrores cometidos por el ejército francés en el trayecto de Veracruz a México. Esos asesinatos sangrientos, ese enseñoreamiento de los hombres a quienes detesta y que hoy los ve en los escaños del poder, juzga será todo su porvenir y maldice la intervención y el imperio.

—¿A qué llamarme?, dijo con voz trémula el archiduque ¿por qué ayer se me pintó un cuadro tan diferentes del que vos me trazáis?

—Señor, guarde V. A. que se le busca como el instrumento de un partido, abrid el libro de nuestras revoluciones y encontraréis figurando de una manera siniestra a todos los que hoy aclaman la monarquía.

—¡Pero las naciones extranjeras!, ¡pero la Europa!, gritó el archiduque.

—Señor, la Europa es la misma de la Convención de Londres, ella os lanzará para explotar el oro mexicano, y os dejará en el peligro como le ha sucedido a la Francia a quien se le nubla el porvenir; porque yo os aseguro que ha dado un golpe falso en su política.

—El poder de la Francia en América y el reconocimiento de la Europa, pueden consolidar el trono.

—Permita V. A. que le manifieste mis ideas sobre este punto. Los Estados Unidos no consentirán jamás en el establecimiento de un trono, y el poder de esa nación puede oponerse a la Europa entera.

El archiduque, que conocía la verdad de estas razones, fijóse más en el hombre de Estado, cuyo valor se ponía a toda prueba.

—La guerra que hoy alienta la Europa declarando beligerantes a los confederados, prosiguió el diplomático, se ahogará ante el poder gigante de la Unión, oíd, señor: «Un millón trescientos mil hombres» Esa cifra es el porvenir del Continente… no aceptéis un trono que durará la luz de un sol, vos pertenecéis a una dinastía cesárea cuyos antecesores llevan muchos siglos de esplendor… No, V. A. sería una de tantas víctimas arrastradas al fatalismo de la revolución. V. A. no llevará el nombre de Habsburgo a confundirlo con esa serie ridícula de virreyes, cuyos nombres maldicen tres siglos de oprimidos. Vos no conocéis el ímpetu de aquellas revoluciones. Créame V. A., no expongáis a vuestra augusta esposa a esa vorágine que todo lo devora.

IV

—Perdone V. A. I., dijo un individuo de la servidumbre de palacio: un telegrama urgente de París, y puso en manos del archiduque el parte telegráfico.

Napoleón III felicitaba a Maximiliano por su aceptación tácita del trono de México.

El archiduque lo arrojó sobre la mesa.

—Caballero, dijo al ministro, hemos concluido, yo meditaré cuanto me habéis dicho, aún no acepto definitivamente el título de emperador.

—Yo conjuro a V. A. en nombre de una nación agonizante, en nombre de una libertad que tarde o temprano debe conquistarse, a que no os compliquéis en el alto crimen de lesa-independencia.

El austriaco mostró con una inclinación de cabeza que la audiencia había terminado.

V

Luego que el ministro salió del salón, el infeliz archiduque se dejó caer en el confidente y se cubrió el rostro con las manos.

—Señor, un enviado de la casa de *** solicita ser recibido por V. A.

—Que pase, dijo el archiduque.

Efectivamente, un socio de aquella casa de riqueza proverbial se presentó al archiduque.

—V. A. perdone, dijo el enviado con aquella familiaridad con que hablan los prestamistas a sus deudores, estamos sentidos con V. A.

—¿Y qué ocasiona ese sentimiento?, dijo sonriendo Maximiliano.

—Las casas de París se apresuran a hacerse cabeza del empréstito y creo que a nosotros nos toca de derecho: ya considerará V. A. que cincuenta millones de dólares, es un negocio que no es de desperdiciar.

—Aun no he pensado en organizar el empréstito, pero vosotros seréis los favorecidos en este asunto.

—Entonces, no piense V. A. en las letras que hoy se cumplen, las daremos por refrendadas cargando el importe del rédito.

—Necesito hoy mismo de vuestros fondos.

—V. A. se servirá designarme las propiedades que pueden hipotecarse.

El archiduque se acercó a la mesa, tomó el telegrama de París y se lo presentó a su acreedor; que pasó por él una rápida ojeada.

—¿Y cuándo aceptará definitivamente V. A. ese rico imperio?

—Cuando la voluntad unánime de ese pueblo me haya llamado.

—No es aún asunto del todo arreglado; pero la casa no puede excusarse de servir a V. A.; espero en consecuencia sus órdenes, y saludó profundamente al archiduque.

VI

—¡Esto es horrible!, gritó Maximiliano ¡la ruina!, ¡la bancarrota!, ¡la vergüenza!…

Se acercó a la mesa y tocó la campanilla.

—A mi secretario, dijo al ujier, y tomando el parte telegráfico lo leyó por tercera ocasión.

—Todo lo he oído, dijo la archiduquesa entrando en el aposento; por la primera vez me he permitido una acción que repugna a mis sentimientos.

—Carlota, murmuró Maximiliano, mi situación es horrible y no puede sostenerse por más tiempo, estoy delante de un abismo; pero no aceptaré ese trono en que tu existencia se compromete, yo te amo y me falta el valor para exponer lo único que me queda sobre la tierra.

La joven princesa acercó su frente al austriaco quien la besó con ternura.

—Tú ves, dijo emocionado el archiduque, al estado a que me tiene reducido el emperador: condenado a vivir en este rincón de la Europa, cada soplo de popularidad que pasa sobre mí es un rencor que se hacina en su alma, y acabará por estallar algún día.

—Sí, es cierto, dijo la princesa.

—El decoro de familia le ha obligado a darme un puesto que no desempeño, porque mi presencia le inquieta en todas partes. Los negocios de México le dan pretexto para alejarme ¡qué le importa mi porvenir!

—Bien, dijo Carlota, entre este presente de humillación y los eventos revolucionarios de América, no hay que vacilar. Yo empeñaré mis alhajas como Isabel la Católica para esta empresa, tu nombre quedará ileso, luchemos con el destino cuyas sombras comienzan a ceñir nuestro horizonte.

—¡No, jamás!, murmuró Maximiliano, ese trono que se me ofrece es un cadalso cubierto de púrpura. Tú perteneces a la familia de Orleáns, y yo tengo miedo por esa predestinación de fatalismo.

—Maximiliano, escúchame: el mundo está pendiente de tus labios, la suerte viene a buscarte al recinto de tu palacio, la familia de Habsburgo no ha dado nunca un cobarde.

Paróse el archiduque como impulsado por una fuerza desconocida. ¡No!, respondió con ardor; ni la fortuna ni las vicisitudes han hecho empañar la frente de mis antecesores, yo no temo ver arrebatada mi existencia en las olas sangrientas de una catástrofe, no, lo que temo es amargar los postreros días del rey Leopoldo… su hija… ¡Gran Dios!

—Tu mano, dijo Carlota de Austria, firmará la aceptación del trono, allá encontrarás el pedestal de tu trono o el cadalso de la predestinación… Yo he escuchado la voz fatídica del enviado de Juárez, y me he estremecido; su influencia ha durado por un solo instante: mira, añadió señalando la carta geográfica; las bayonetas francesas lo arrojan hasta aquí, y a estas horas llegará tal vez a las orillas del Bravo; ¡un paso más, y su constitución misma lo separa de la silla de la república!

—Yo sé, dijo Maximiliano, que ese pueblo no podrá resistir por el momento al ejército de la Francia, pero esa bandera llegará un día en que deje el suelo mexicano y estallará terrible la revolución.

—Mira, continuó la archiduquesa, somos en el año de 1863, desde 1848 los soldados de Napoleón sostienen a Pío IX. Quince años de paz y el porvenir es nuestro… ¡Maximiliano, más vale el cadalso de un emperador, que la vida oscura del hermano de José II!

Al hombre del emperador de Austria, la frente del archiduque se inclinó como herida por un rayo.

—Es cierto, exclamó; es cierto, ¡Carlota, he preferido este retiro voluntario a la humillación de prosternarme ante mi propio hermano, como el primero de sus súbditos.

—¡Sí; México!, gritó con entusiasmo la joven princesa, más allá del Atlántico existe una nación virgen, hermosa, llena de inmensos tesoros; ¡la fábula!, ¡la ilusión!… todo se realiza en ese suelo encantado; sí ¡México!, partiremos para siempre. ¡Desataremos los eslabones de la cadena que nos ata a la Europa, colocaremos la primera piedra del segundo imperio; el mundo viejo nos acompaña en la expedición… Maximiliano de Austria, ya eres emperador!

La voz mágica de aquella mujer, las tradiciones que guarda la Europa acerca de los antiguos dominios de Moctezuma, exaltaron la imaginación del archiduque, e impulsado por las contrariedades de su destino, triunfó de aquella lucha en que lo comprometía su cerebro y su corazón.

—¡Bien!, exclamó, yo colocaré sobre tu frente la diadema de emperatriz; si la revolución en su día tremendo, la arrebata de tus sienes, yo habré dejado de existir, pero tú no me culparás de tu destino.

—Fernando, dijo con un acento profundo de ternura, yo he aceptado ante Dios y ante los hombres tu porvenir; de mis labios no esperes un reproche en los momentos de una vicisitud; ¡yo seré siempre tu amiga, tu compañera, tu esposa!

Y depositando un beso ardiente en las mejillas del austriaco, desapareció tras las cortinas del aposento.

VII

Maximiliano no olvidó en muchos días al enviado de la república.

Aquel hombre, cuyo valor y patriotismo lo alentaron hasta presentarse en el castillo de Miramar en los momentos más terribles de la crisis revolucionaria, murió lejos de su patria sin ver el término de esa lucha que emprendía una nacionalidad desarmada contra la influencia de la Europa entera.

Nosotros consignamos en estas páginas su nombre, porque ya ha entrado en el silencio de la tumba: se llamaba don José de Jesús Terán.

III. Una tertulia de la regencia

I

Ya hemos dejado la Europa para volver a ella acaso en días no tan bonancibles como los presentes.

Queda allí su diplomacia envuelta en el laberinto de sus combinaciones, y los banqueros en el mundo de la especulación, al escuchar la campanada que anuncia la muerte de una república y la exaltación de un trono en las regiones de Anáhuac.

II

Estamos en la capital, esa ciudad coqueta, que tiene una sonrisa para todos y un atractivo irresistible.

Coronada por los hielos del invierno, es encantadora; ceñida con las flores perfumadas de primavera, no tiene rival en todo un continente.

Nadie la ha visto sin amarla.

Nadie la ha amado que pueda olvidarla.

El aroma de sus jardines, el calor de su aliento, la luz purísima de sus miradas, la voluptuosidad de sus noches, el fulgor de esas estrellas que forman el tocado de su inmortal cabeza, todo arrastra a un vértigo delicioso en que la vida se consume y el espíritu se alza a los cielos de la ilusión y del encanto.

¡La beldad del Septentrión, sólo sabe llevar la corona de luceros o de flores, las otras dejarían en su frente una huella como la del fuego, una marca de sangre!…

III

En el salón de embajadores había improvisado la Regencia sus tertulias.

Hacía los honores el general Almonte con aquella galantería cómica del teatro francés.

Las reuniones de la Regencia no eran de lo más distinguido, ni lo podían ser, porque la aristocracia mexicana está en una minoría absoluta. Esa clase la forman las familias ricas y algunos títulos cuyos últimos vástagos han aceptado por completo la república y ellos mismos se burlan de los pergaminos y los escudos.

La aristocracia del talento nunca estuvo con el imperio, y la aristocracia política iba de huida derramándose por los campos y ciudades, llevando el pensamiento de la independencia.

Quedaba, pues, un grupo de familias conservadoras que se ostentaban con gran lujo en los salones de Palacio, y las familias de los nuevos empleados de la Regencia, en su totalidad desconocidos.

Era una sociedad que nadie la hubiera sospechado.

Lo más granado de aquella reunión eran los antiguos ministros de la dictadura de Santa Anna, y monseñor Labastida, regente, gran canciller de la orden de Guadalupe y arzobispo de México.

El primado de la Iglesia mexicana, es un arrogante clérigo, alto, grueso, bien formado, unos ojos centelleantes, una dentadura bien cuidada, sus manos parecen de una dama, a lo que se agrega una buena capacidad y una soltura grande en el lenguaje.

Este personaje es muy importante en la política ultramontana, cuyas tendencias influenciaban al gobierno provisorio.

Monseñor Labastida, a pesar de sus vestidos morados y su pastoral, era un buen mozo que bien podría hacer una conquista.

Monseñor se paseaba por el salón, del brazo del general Salas. ¡Contraste horrible!, la negación de toda capacidad junto al claro talento de Labastida.

El hombre del pasado con el recuerdo de los motines militares, y la cabeza del clero en la revolución militante conservadora, trayendo al siglo XIX aquella política que duerme con su fundador en las tumbas de San Lorenzo del Escorial.

—El ejército, decía el viejo soldado, será el sostén del Imperio, sin la fuerza de las armas no hay gobierno posible, la letra con sangre entra.

El regente no disimulaba una sonrisa sardónica al oír los discursos de su colega.

—Sí, proseguía el general, es necesario abolir ese nombre de guardia nacional; S. M. Carlos III no pensó jamás en esa organización que ha dado resultados tan funestos.

—No obstante, replicó el arzobispo, seguramente por embromar a su compañero, el 5 de mayo fueron los guardias nacionales los que dieron la batalla al coronel Laurencez ¿no es cierto?

—No; esas fuerzas ya estaban bajo un pie veterano: voy a explayarme.

—Dejo a V. E., dijo Labastida, con este señor coronel que podrá entender mejor los planes militares, que yo, que soy enteramente profano al arte de la guerra. Dejando a un desgraciado jefe en manos del regente, Monseñor se dirigió a un grupo de señoras, muy respetables por sus nombres y más aún por su longevidad.

IV

—Señor, dijo una señora obesa y en cuyas mejillas habían entrado seis libras de cascarilla, venga S. I. a nuestro lado, tenemos que hacerle algunas preguntas sobre su viaje a Roma.

—Como ustedes no pregunten de los templos de la Ciudad Eterna o del Santo Padre, yo no podré darles otras noticias.

—Se trataba, respondió una voz chillona que ya ha herido el tímpano de nuestros lectores, de saber si existe la tumba de Nerón.

—Hay una especie de monumento derruido que aseguran ser el sepulcro del asesino de San Pablo, señoras.

—Me han asegurado que ese hombre se hizo bautizar momentos antes de expirar ¿no es cierto, monseñor?

—Nada de eso cuenta la historia.

—Pues dicen que hubo testigos presenciales que lo vieron confesar y arrepentirse.

De los labios del regente se volvió esta frase: «Aún no se inventaba la confesión auricular».

—¿Y la Vía Apia?

—Es un camino como otro cualquiera, nosotros creemos encontrar la Roma pagana en nuestro viaje a las siete colinas: de aquello queda un montón de escombros donde se lee con trabajo la grandeza de otros siglos: hoy todo ha variado, el cristianismo le ha dado otra forma a la ciudad de los Césares.

—S. S. I. traería muchas reliquias, prosiguió la voz aguda de la señora de Fajardo, pues no era otra la que interrogaba al regente, en compañía de una amiga y compañera de los bailes de la corte.

—He traído libros que valen tanto como las reliquias, ya en otra vez tendré el gusto de hablar a usted de eso.

—¿Y qué señas particulares tiene el Santísimo Padre?, insistió doña Canuta.

—No le vi ningunas, repuso el arzobispo, a quien molestaba tanta pregunta.

—¿Y le contaría a S. S. I. sus trabajos cuando los demagogos lo lanzaron del Vaticano a Gaeta?

—Algo hemos hablado.

—S. M. Napoleón III es el protector decidido de la Iglesia; sin él, V. S. mismo no estaría en esta tertulia.

El regente se impacientaba de una manera horrible.

—Estamos celosas de S. S., dijo la señora gruesa, moviendo los ojos con una coquetería abominable.

—¿Celosas?

—Sí, monseñor, celosas; si no hubiéramos hecho una indicación, seguramente S. S. I. no se hubiera acercado a nosotras.

—Ustedes perdonen, yo he buscado la compañía de ustedes voluntariamente.

—¡Ay, monseñor!, ya deseábamos este cambio, la república nos había entreclasemediado, esta resurrección de la monarquía nos hace delirar, ya se levanta al fin esa barrera que no debió allanarse nunca entre nosotros y el populacho.

—Es verdad, señoras.

—Yo recuerdo con dolor, que al salir para el destierro, han arrojado piedras a vuestro carruaje. ¡Dios mío!… Ese populacho de Veracruz es… es… para decirlo todo, es muy republicano.

—Yo nada recuerdo, señora, y menos ese episodio, del que fueron principales actores mis dignos compañeros los otros obispos.

—¡Ah, sí!, yo no sé dónde tengo la memoria, y usted, Canutita, que me deja decir desatinos históricos.

—No había reparado, me quitó la atención aquella pareja que recorre como exhalación…

—Sí, interrumpió doña Canuta, hace un momento, con la cola de ese vestido me iban a desprender el pájaro que traigo en mi tocado.

—Hace un calor sofocante, dijo Labastida, y saludando a las dos señoras, se dirigió al salón inmediato en busca de alguna persona de sentido muy común con quien platicar.

La empresa era difícil.

V

—¡Qué guapo es este arzobispo!, dijo la gorda a doña Canuta.

—Sí, Efigenia, lástima que pertenezca a las manos muertas.

—Es que las suyas son muy bonitas, amiga mía.

—Comienzo a sudar, dijo doña Efigenia, y la pintura que me ha hecho usted poner se me va deslizando a lo largo de la cara, temo que me noten algo.

—No hay que temer, amiga mía, es una pintura que resiste siete sudores y una temperatura a ochenta y siete del centígrado.

—Yo no tengo centígrado, respondió la obesa dama, y temo que se me desvanezca, ¡señor de Fajardo, señor de Fajardo!, ¡qué casualidad, venga usted acá, venga usted!

—¿Qué se ofrece, señora?, dijo el diplomático; me ha interrumpido usted un discurso sobre la diplomacia de Confucio, trataba de los imperios, y sacaba como ejemplo al celeste imperio.

—Eres un hombre desatento, ha estado en un tris el pájaro.

—¿Qué pájaro?

—¿De qué pájaro puedo yo hablarte?

—¡Ah!, sí, ya comprendo; de ese faisán que te has empeñado en traer en la cabeza.

—Precisamente, y no soy yo quien se ha empeñado sino la modista, con total arreglo al figurín.

—Pues no veo otro pájaro en toda la reunión.

—Alguno ha de ser el primero, así comienzan todas las modas.

—¿Y qué me quieren ustedes?

—Que nos lleves al salón de desahogo porque nos asfixiamos. Esta gente aún ignora la práctica de las cortes: Efigenia y yo nada hemos bailado; más galante era aquel alférez Poleón, al fin francés, la Francia es otra cosa ¿no es cierto, Efigenia?

—Sí, amiga mía.

—El comandante Demuriez no se ha aparecido por aquí; esa Clara le tiene bebidos los alientos.

—Estos hombres, dijo Efigenia, se mueren por las pollas.

—Es una barbaridad, respondió el diplomático, esas locuelas son insustanciales, yo no las requebraría por nada de esta vida, y dirigió una mirada oblicua a la dama, como una bomba a una plaza sitiada.

—El brazo, Fajardo, dijo aquella ballena en traje de baile.

Levantáronse los tres y abandonaron el salón donde bailaba aquella concurrencia, con desesperación horrible.

VI

—¡Allí va!, ¡es ella!, exclamó el joven Enrique, que estaba como siempre en un corrillo de amigos; esa señora ha de distinguirse en toda concurrencia: mirad, es un pavo el que lleva en la cabeza, la cola le cubre una mejilla ¿de qué gallinero lo sacaría?

—Su esposo, dijo uno de los concurrentes, trae la jaula en la solapa del frac.

—Es un animal vivo que se ha posado en la cabeza de esa reverenda señora.

—Por eso ha tocado ese súbdito poblano «El Ave en el Árbol».

—Esa señora es un tronco carcomido.

—¿Y la jamona que se le cuelga al brazo a ese infortunado de la corbata blanca?

—No hay que burlarse, señores, ese ídolo azteca es de mucho mérito.

—Merece que se le envíe a S. M. Napoleón III como una muestra de esfinges, mirad, mirad qué ojos tan tiernos, parece un borrego a medio morir.

—Esa mole se permite apasionarse de un diplomático.

—Eso es inexacto, el amor es el espiritualismo, y en esa señora todo es materia bruta.

—Amigo mío, yo he tenido amores con un personaje más grueso aún, porque esa señora es un personaje en su género.

—¿Y qué hacíais para galantearla, entre cuántos la enamoraban?

—Ésas son personalidades.

—¡Qué alegre está monseñor!

—Todas las jamonas se han apasionado del regente.

—Como que lleva los hábitos como Carlos de Borbón.

—Estoy por vestirme de morado para hacer conquistas.

—La señorita de Almonte está sitiada por aquel general.

—Parece que la plaza se rendirá, no obstante que su resistencia es tenaz.

—La chica vale la pena.

—¿Y el general?

—No parece tan seductor como su hija.

—Se le ha olvidado llevar el uniforme, el día de la entrada no podía moverse bajo la presión de los bordados.

—Silencio, señores, recordad que han salido para Ulúa esta mañana varios individuos.

—Usted perdone, ellos hacían algo más que llamar feo a un regente.

—Ahora que se habla de ese asunto, mirad, allí va el triunviro antediluviano.

—Es que mi general Salas es muy valiente.

—Lo cual no se opone a su momificación.

—¿Y de dónde ha salido tanta cara desconocida?

—De las casas de vecindad; ahí veo a unas chicas que nunca pensaron en bailar en Palacio.

—Todas las aristocracias comienzan así.

—Ya sé que un soldado cualquiera con una acción gloriosa puede formar el tronco de una familia noble.

—Por ejemplo, la hija del octavo escribiente del peaje no está mala para princesa, ni la señora del estanquillo para marquesa.

—No lo digáis de broma, que el tabaco ha vuelto a muchos aristócratas.

—Insisto en que esta sociedad es enteramente desconocida.

—Eso consiste en que tú no eres asistente al foro del teatro.

—¿Qué tiene que ver eso?

—Mucho; en las comedias de grande aparato se necesitan comparsas, y se toma al primero que se presenta para completar el cuadro; así es en estas fiestas, se necesita de concurrencia, y reparten más billetes que un autor dramático la noche en que se estrena alguno de sus horrores.

—Los regentes no pueden formarse idea de nuestra sociedad si la toman por lo que hay aquí esta noche.

—¿Qué importa la calificación?

—A mí me parece lo mismo; peor para ellos; se engañarán más de lo que…

—Este hombre es imprudente; un triunvirato no se engaña jamás; vamos, que tienes los resabios de la República.

—Me tiene inquieta la señora del faisán; temo que se lo hayan trinchado.

—Es muy probable.

—Marchemos a tomar algo; los que no bailamos servimos de estorbo a los danzantes.

—Sí, tomaremos un helado por cuenta del tesoro nacional.

VII

El grupo de amigos se dirigió al salón de refresco, y se apoderó por derecho de conquista de unas botellas y un plato de gelatina.

En uno de los ángulos del salón había un oficial francés que hablaba empeñosamente con una señorita extremadamente hermosa.

—Yo no podré olvidarte, decía a la dama; tu amor es el aliento de mi alma; qué importa la distancia cuando mi corazón queda contigo.

—Cuatro meses de amores no pueden haber echado raíz en tu pecho, Demuriez.

—Un minuto era suficiente, Clara mía. Yo he vivido hasta ahora en el torrente de la guerra; mi pensamiento sólo había abrigado imágenes de gloria; tú sabes que esa idea lo absorbe todo, sin dejar nada para el mundo real. He afrontado cien veces la muerte sin pensar en ella, más que por el sentimiento de no llevar al cabo mis ilusiones. La gloria, Clara mía, me ha tenido en una absorción completa; pero te vi, y entonces he comprendido que hay algo más que ambicionar en el mundo, y es el amor de una mujer, de un ángel a quien consagrar los latidos del corazón, las pulsaciones de la existencia.

—Yo no creo en tu amor, Demuriez, pero le temo al olvido: día a día se van perdiendo las flores de la ilusión, marchitándose las esperanzas, hasta apartar de nuestra alma esa imagen que ha formado el mundo de nuestro cariño y de nuestros recuerdos.

—No, Clara, yo no podré olvidarte jamás; tú te has posesionado de mi alma, como el aliento de la vida: hay amores que son inmortales.

—Me escribirás continuamente, ¿no es verdad?

—Sí, alma mía; me parecerá que hablo contigo, que estoy a tu lado, que siento el calor de tu aliento y el fuego de tus miradas.

—Yo pensaré en tu cariño, Demuriez; yo no había amado hasta ahora; mi corazón ha delirado por la amistad; tú sabes que tengo una amiga; ¡pobre Luz!, es el único ser que yo amo tiernamente.

—Yo estoy celoso de esta criatura; ella me arrebata algo de tu amor.

—No, ella es un ángel: ¡ay, Demuriez!, es muy desgraciada; ama a un hombre de quien está separada.

—Sí, al coronel Eduardo; si ese valiente quisiera pertenecer a nuestras filas, su porvenir estaba labrado.

—¡Dios mío!, si te oyese Luz creería que tus palabras envolvían una profanación. Ella le ama por valiente, porque él sólo con la muerte se apartará de su bandera.

—Si yo le encontrase por casualidad en el campo de batalla, con cuánto placer estrecharía su mano.

—Demuriez, así te quiero; tú sabes hacer justicia al valor, quizá porque eres valiente también.

—Óyeme, Clara; si la Francia algún día se hallara invadida por el extranjero, yo moriría antes de abjurar de mi bandera; yo estimo a esos hombres que se han impuesto el sacrificio de la patria.

—Bien, Demuriez, tú eres un hombre de corazón.

—Yo amo a mi patria, amo a la libertad, y veo con horror esta conquista; sé que México ama a la Francia, que la imita, que participa de sus glorias, y que hoy venimos nosotros a convertir en rencores estas simpatías.

—Sí, es verdad.

—Somos injustos con este pueblo noble, a quien por otra parte no podremos esclavizar, porque tiene los elementos de la libertad y de la abnegación… Óyeme, Clara, tú debes saberlo todo; comprendo que hasta tú misma has sentido repugnancia hacia mí; que te sientes aún en estos momentos avergonzada de que te vean a mi lado.

Clara inclinó la cabeza.

—Sí, Clara, no es la vergüenza por mi personalidad; es porque llevo al cinto la espada del invasor, ¿no es cierto?…

—Yo no sé mentir, respondió trémula la joven.

—Tendrás que seguirme a Francia cuando la expedición haya llegado a su término; porque la república triunfará, no lo dudes, y serías el escarnio de tus paisanos.

—¡Demuriez, por compasión!, dijo la joven.

—Yo he estado en la Algeria, en Italia, en Sebastopol; allí resistía el ejército; aquí lucha el pueblo, y nosotros no podemos vencerle. ¿Qué importan las ciudades, cuando en cada cabaña, en cada aldea, en cada casa tenemos un enemigo que nos acecha, que asesina a nuestros soldados, que diezma nuestras filas, sin que nosotros podamos evitar el mal. Sí, Clara, ese sitio de Puebla ha estado lleno de episodios gloriosos que forman la tradición gloriosa de los soldados y del pueblo, historia que alienta a la revolución… ¿cuál será mi porvenir?

—La idea de la separación arroja en tu alma imágenes siniestras, Demuriez. Yo tengo fe en Dios, Él, que que ve la pureza de tu amor; velará por tu existencia para que podamos unirnos para siempre ¿no es verdad?

—¡Unirnos para siempre!, murmuró Demuriez.

—Sí, porque yo no tengo más esperanza que vivir siempre a tu lado; tú me has enseñado a amar, y yo no podría vivir sin ti… pero tú no me escuchas.

—El dolor anuda mi garganta, y mi lengua se resiste a pronunciar palabras que te desgarrarían el corazón, Clara mía.

—Júrame, dijo la joven, que me amarás hasta la muerte.

—¡Hasta la muerte!, exclamó Demuriez, llevando audazmente la mano a la empuñadura de su espada.

VIII

El coronel Laffons pasaba junto al comandante, en los momentos en que tomando del brazo a Clara, se dirigía al salón de tertulia.

—Señor Demuriez, tengo el honor de saludaros.

—Señor coronel, me apresuro a estrecharos la mano, mientras tengo el honor de daros un abrazo.

—Os traigo cartas de vuestra familia y especial recomendación de visitaros.

El comandante Demuriez se puso lívido como un cadáver, y un temblor circuló por todo su cuerpo.

—Sí, sí, mi coronel, hablaremos mañana, tendré el honor de veros en vuestro alojamiento.

—Bien, caballero; recibid entre tanto los recuerdos de toda vuestra familia que no os olvida un solo instante.

—Gracias, coronel, respondió el comandante, y se apresuró a huir de aquel hombre cuyas palabras le habían hecho estremecer.

—¿Te ha emocionado el recuerdo de tu familia?, dijo Clara.

—Sí; ¡mi pobre madre!, ella cree que nunca vuelvo de mis campañas, y siempre se desengaña dulcemente cuando llego sano y salvo a sus brazos, ¡pobrecilla!

IX

—Lo dicho, señores, gritaba el diplomático tomando una copa de Rhin, yo tengo apostado por la aceptación del archiduque Maximiliano: S. A. I. no podrá nunca rehusar el trono que espontáneamente le ofrece la nación mexicana.

—Yo hiciera otro tanto, respondió un viejo escuálido y raquítico, que entre paréntesis, era el esposo de doña Efigenia, ¿quién desprecia una corona?, y se componía los cuellos y la corbata blanca que lo hacían aparecer como un gallo de papel.

—¡Friolera!, respondió el diplomático, sueldos magníficos, honores, coche a la puerta, condecoraciones, buen cocinero, ministros, magníficos vinos, chambelanes y pescado fresco; porque se lo haremos traer al emperador como sus súbditos a Moctezuma II.

—El archiduque va a llevar una verdadera sorpresa: en Europa nos tienen por hombres de plumas y flechas.

—Eso es inexacto, señor de Cantolla, muy inexacto; es cierto que en el cuadro que existe en las Tullerías en que está la gloriosa toma de Veracruz por el príncipe Joinville, nos han pintado como a los antiguos mexicanos, pero todo es obra del pintor.

—Los artistas, señor de Fajardo, todo lo echan a perder. Tomemos esta copa por la aceptación de S. A. I. y R. el archiduque Maximiliano.

X

Pasemos a un círculo más elevado de la diplomacia, para ponernos al tanto de la situación.

El general Almonte y monseñor Labastida, rodeados de un grupo de personas de valer en la monarquía, hablaban de la aceptación, que era la cuestión puesta a la orden del día.

—Desde octubre de 1861 datan, decía Almonte, las primeras insinuaciones a la corte de Viena, con motivo de la candidatura del archiduque Maximiliano. S. M. Francisco José contestó que agradecía la preferencia, pero que en este negocio se abstenía de hacer insinuación alguna a su augusto hermano, que era el único árbitro para tomar una resolución definitiva cuando llegase el momento.

—De todas maneras, dijo el arzobispo regente, como importaba saber hasta qué punto la corte de Viena se prestaría a realizar los votos de la nación mexicana, S. M. Apostólica envió inmediatamente después de las primeras indicaciones confidenciales de la corte de las Tullerías, al conde de Rechberg al castillo de Miramar: tenía encargo el ministro de negocios extranjeros de exponer al príncipe los altos destinos a que la voluntad del pueblo mexicano y las simpatías personales de S. M. Napoleón III, se reservaban llamarlo, para el caso en que tuviera un éxito feliz la expedición francesa.

—Sí, agregó Almonte, el conde estaba autorizado para declarar a S. A. que el emperador Francisco José, como jefe de la familia imperial, le dejaba plena libertad para tomar el partido que mejor le conviniese.

—El archiduque, prosiguió el arzobispo, se manifestó muy conmovido de que en el momento mismo de haber fabricado la residencia en Miramar para permanecer extraño a la política, S. M. el emperador de los franceses lo hubiera designado a la elección del pueblo mexicano, para llenar una misión tan grande y elevada, la regeneración del antiguo imperio de Moctezuma.

—En el mismo año y por aquellos mismos días, monseñor Labastida estuvo en el palacio de Miramar.

—Es cierto, dijo el regente, le merecí a S. A. se dignara escucharme, he excitado al noble príncipe en nombre de la religión y de todo el episcopado mexicano, a que aceptase la santa y sagrada misión para que lo hubiera predestinado en sus impenetrables designios la Providencia Divina.

—El archiduque, repuso Almonte, ha contraído desde entonces un compromiso tácito y moral respecto del episcopado mexicano y de las notabilidades del país, antes de hacer proclamar su elección, pues se tenía empeño en contar con la certidumbre de su aceptación. Cuando tuvo lugar la toma de Puebla, el archiduque dirigió sus felicitaciones a S. M. Napoleón III por medio de una carta autógrafa, cuyo contenido fue puesto últimamente en Fontainebleau en manos de S. M. por el príncipe de Metternich, preludiando la aceptación definitiva del archiduque en su tiempo y lugar.

—La carta, agregó monseñor, presentada a Napoleón por un embajador de S. M. Francisco José, de una manera oficial, explicaba el consentimiento anticipado del jefe augusto de la familia de Habsburgo.

—Este acontecimiento importante, dijo Almonte, añade un nuevo brillo a la casa de Austria, y promete un grande y fecundo porvenir a nuestra nación. Tengo un autógrafo de la archiduquesa Carlota dirigido a mi esposa, en el que le asegura que después de obtener un feliz resultado en el arreglo de las cuestiones de Polonia y México, vendrá con suma satisfacción a servir de madre a los mexicanos.

XI

Mientras que los altos funcionarios de la regencia trataban las cuestiones de alta política, el círculo de dandies, capitaneado por Enrique, ese joven petimetre que hemos conocido burlando a la sociedad entera, formaban lo que vulgarmente llamamos «el mosquete», es decir, la parte de juventud estruendosa y calavera, que toma por su cuenta levantar el espíritu de las tertulias.

—Señores, gritaba con toda la fuerza de sus pulmones Enrique, es necesario leer públicamente la proclama de Galicia Chimalpopoca dirigida a sus compatriotas; tiene bellezas de oratoria que pueden arder en un candil, voy a mandar una resma de esas proclamas a los tarancahuases y a los seminoles.

—¡Que se lea!, ¡que se lea!, gritaron algunas voces.

—No es fácil, continuó el calavera hay una pequeña dificultad, y es que el ciudadano Chimalpopoca la ha escrito en otomí y yo no conozco esa jerga, es necesario llamar al primer carbonero que pase, para tener el gusto de oír los discursos aztecas.

—¡Señores, brindemos por la recopilación de Indias!

—No, por la recopilación de mexicanas es mejor.

—¡Brindemos!, ¡brindemos!, y seguía el estruendo corno la tempestad.

—Propongo un brindis, señores, gritó ya atarantado por el vino el joven dandy.

—¡Silencio!… ¡silencio!…

—¡Brindo, pues, por el ave fénix que lleva la señora Fajardo en la cabeza!

Una salva de aplausos se dejó oír en todo el salón, pues el tocado de la señora había llamado notablemente la atención de la concurrencia.

El señor de Fajardo al entrar en la sala sólo escuchó su apellido, y creyendo en su amor propio que se ocupaban de una manera favorable de su persona, tomó una copa y dijo: ¡señores!

Todo el mundo calló, creyendo que iba a lanzar una diatriba a Enrique o un extrañamiento a la concurrencia que se burlaba de una manera tan terrible de la ridícula doña Canuta.

—¡Señores!, dijo erguido el diplomático, creyendo que el silencio provenía de su fama en la oratoria: agradezco al talento de ese joven su recuerdo por mi insignificante persona, y le doy públicamente las gracias por el brindis que acaba de hacer en mi favor.

La hilaridad más escandalosa se apoderó de toda aquella gente, y los aplausos tuvieron todos los honores de una cencerrada.

—Siempre tengo igual éxito en mis discursos, amigo Cantolla, hasta me causa pena esa ruidosa aprobación; espero y con razón, ser útil a mi patria con este talento que debo casualmente a la Providencia.

Cantolla estaba envidioso del diplomático, y quiso ensayar a su vez un brindis: paróse sobre una silla y con voz cascada pretendió llamar la atención pública.

—Ahí hay algo que quiere hablar, exclamó Enrique, son unos cuellos que llevan dentro a uno que parece ser el señor Cantolla.

—Dos oradores seguidos es mucha broma: ¡abajo Cantolla!, ¡abajo Cantolla!

La señora doña Efigenia que veía casualmente a su esposo presa de un ridículo espantoso, tuvo a bien desmayarse en brazos del diplomático, que se derrumbó en una silla haciéndola mil pedazos, pues la mole de la Cantolla se desplomaba como la torre de San Francisco.

—¡Mi mujer!, exlamó el infeliz marido, y bajándose de la silla se apresuró a llevar un vaso de vino a su esposa que se retorcía en el suelo, mientras el señor Fajardo se quejaba amargamente, fracturado de una costilla.

—Canuta no pesa tanto, decía entre dientes, y yo, que pensaba quebrantar… no, esa mujer es un imposible, en la romana de un carnicero pesará de hoy en adelante más que en mi ánimo.

—Señores, exclamó Enrique, algo pasa en el salón, hay un silencio repentino, veamos qué sucede.

XII

Efectivamente, a la bulla del baile y a los ecos de la música, había sucedido un profundo silencio.

El general Almonte recibía en aquel momento la correspondencia del Paquete, y seguramente algo traía de importancia, donde el general se permitía ojear en público una carta, que el rumor público decía ser del archiduque Maximiliano.

Adelantóse solemnemente el jefe del triunvirato y con voz sonora y con entusiasmo oficial, dijo:

—¡Señores!, ¡El archiduque de Austria, S. A. I. y R. Maximiliano de Habsburgo, acepta el trono de México!

—¡Viva el emperador!, fue el eco que salió de todos los pechos intervencionistas.

La orquesta tocó la marcha nacional, y el más vivo entusiasmo enardeció los corazones.

La conversación se hizo general, las opiniones se sucedieron, las disputas volvieron a entablarse al saber las condiciones puestas por el archiduque.

—Ya, decía doña Canuta, ya le tenemos entre nosotros coronado, ya el imperio es cosa resuelta, es necesario una junta de señoras que reciba a S. M. la emperatriz, no porque yo quiera ser dama de honor, sino por la urbanidad, las reglas de buena educación, además que no todas saben de estas ceremonias. ¡Dios mío!, cuando presente a mi Luz en la corte, ¡qué caravanas que me harán los chambelanes, yo estoy loca, Efigenia.

—Yo me he repuesto de mi desmayo, amiga mía, el gozo me ha dado la salud, Cantolla estará loco.

—Fajardo no podrá contenerse, va a hacer esta noche mil locuras.

—Como que ya se trata de un gallo.

XIII

—Ya tienen amo todos estos señores, dijo Enrique, no pueden disimular su alegría, dentro de tres semanas bailaremos el minuet y el zorcico, como en la corte de Revillagigedo; ¡qué monstruosidad!

Los regentes se habían retirado y la concurrencia de buen tono.

Quedaba allí esa clase que forma en las últimas filas de la media, entregada a sus costumbres de mal gusto.

—¡Cotillón!, ¡cotillón!, gritaban entusiastas varios empleadillos.

Ese baile de mal tono en una reunión distinguida, decidió sobre aquella concurrencia, que volvía la tertulia una reunión de mucha confianza.

—Esto es abominable, exclamó Enrique, ya ni en los bailes de último orden se permiten estas pantomimas del cotillón. Esta gente no sabe lo que se pesca, se han olvidado que bailan en los palacios de la regencia.

—S. A. I. y R. tendrá que contentarse con esta gente en sus fiestas imperiales.

—No importa, las Tullerías en una noche de sarao parecen un cuerpo de guardia.

—Los cuarteles dan su contingente para formar la aristocracia del segundo imperio.

—¡Las cinco de la mañana!, estas señoras bailan como unas comerciantes en domingo, esto es democratizar las tertulias de la Regencia.

—¡Voto al infierno!

—¿Qué sucede?

—Qué ha de ser, que a los gritos de viva el emperador, me han cambiado mi sobretodo flamante por un montecristo más viejo que el cotillón.

IV. El alma en pena

I

Nueve años hacía que un miserable anciano arrastraba la cadena del galeote, acusado de haber hecho desaparecer a su consorte.

Nueve años son la vida y la juventud de un hombre.

El pueblo de Ario había presenciado el juicio de Antonio Martínez, y sin tener nada que alegar en su favor, protestaba contra la sentencia de los tribunales.

El tiempo había venido a connaturalizar al pueblo con el espectáculo del presidiario, y a éste con su cadena y trabajos de su situación.

No obstante, aquel hombre esperaba algo, y su resignación era un aplazamiento al gran día de la justicia.

La firmeza del carácter del anciano, llegaba a una altura inconcebible.

Se había propuesto no ver a su hija mientras arrastrara la cadena del presidio, y la pobre niña estaba condenada a la privación de las caricias paternales, y a ver al desgraciado autor de sus días, tras las rejas de su ventana, cuando pasaba a la saca de piedra o a componer los caminos públicos.

Pablo, el hijo mayor, había desaparecido en el mar tumultuoso de la revolución; el hijo se había olvidado del padre, y el hermano de la hermana.

Tres seres envueltos en la noche del infortunio.

Una mañana el cabo de presos echó de menos al reo Antonio Martínez.

—¿Qué se ha hecho del compañero?, preguntó a un presidario.

—Nada, anoche le subió la sangre, llamamos al alcaide y dijo que el reglamento prohibía abrir el calabozo a deshora; así es que Martínez murió a la madrugada sin auxilio alguno.

El alcaide tenía razón; el reglamento es una ley y cartucheras al cañón.

II

Al caer de la tarde del 9 de diciembre de 1865, una fuerza republicana entraba en el pueblo de Ario, después de haber hecho huir a la pequeña guarnición imperialista.

Las autoridades se habían ocultado, y todas las casas estaban cerradas.

Las campanas que tocaban a rebato, entraron en muda.

Luego que la población supo que el general Pueblita era el jefe de la fuerza, la ciudad se reanimó como por encanto, se encendieron luminarias y las campanas repicaron, anunciando que el soldado de la revolución de Ayutla, el querido soldado michoacano, era el huésped de la población de Ario.

Todos los amigos ocurrieron al alojamiento del general, todos lo abrazaban, los viejos lloraban de gusto y de emoción, y los jóvenes se declaraban sus ayudantes, sus soldados, sus guerrilleros.

Pueblita era el hombre de la popularidad en Michoacán, en ese suelo encantado donde Dios ha puesto el paraíso de América.

Pueblita era hijo del pueblo, su elevación se la* debía a sus patrióticas acciones, no se había ensoberbecido, lo que acrecentaba su popularidad, era republicano de corazón.

Indomable en los principios que el buen sentido le sugería, aleccionado por Ocampo, a quien había escuchado como a un sacerdote de la democracia, sus armas sirvieron en defensa del progreso y de la libertad, y combatían entonces contra la invasión francesa.

La catástrofe de Puebla y México, la muerte de su querido general Llave, lo habían hasta cierto punto desmoralizado.

Su alma siempre serena como un astro, cedía a la influencia general y comenzaba a perder la fe, aunque en sus labios no apareciese nunca una sola palabra que relevase la tempestad de su alma.

¡Pobre general!, al poco tiempo cayó en una emboscada, y fue muerto por el sable de los Cazadores de África.

III

El capitán Martínez lo acompañaba, porque Pablo era hijo, como él decía «de la mala vida», nuestro amigo se conservaba tan alegre y entusiasta como el primer día.

Ignoraba si estaba aún su padre en aquella población, y de todas maneras se había propuesto ponerle en libertad y vengarse de los que interceptaban sus cartas.

—Yo les tocaré, decía el guerrillero, la música del maestro Alejandro.

Pablo no se había separado del teniente Quiñones, que era más que un hermano para el guerrillero.

Después que alojó a la tropa, se dirigió a la autoridad constitucional y pidió alojamiento para él y su compañero.

—No queda ya, dijo el alcalde, sino la casa de los Duendes que está a extramuros del pueblo.

—¿Qué duendes son ésos?, preguntó Martínez.

—Hace tiempo que el señor capitán falta de su país; a no ser así, ya hubiera llegado a sus noticias la historia de esos duendes y aparecidos que traen revuelta a la población, y que nadie se atreve a afrontar.

—Yo afronto hasta al demonio ¡cuerpo de Lucifer!, dadme boleta.

—Para los duendes no se necesita; pero yo le aconsejo al señor capitán que no se exponga a ser espantado.

—Preocupaciones, dijo Martínez a su compañero que se reía maliciosamente de los escrúpulos del alcalde.

—Seguid la calle recta, tomad a la izquierda, y desde allí se ve el edificio que se llama el Castillo de los Duendes, y el pobre alcalde se santiguó tres veces.

—Compañero, esta noche cenaremos con los duendes, veremos qué tal guisan las duendas.

IV

Los dos amigos se echaron calle adelante, y a los diez minutos estaban reconociendo la casa de los fantasmas.

El capitán ordenó a Quiñones que permaneciera en la puerta mientras él registraba los aposentos.

En vano Quiñones trató de persuadirlo a que se dejase acompañar.

El capitán registró su revólver, movió su espada para asegurarse que no le faltaría en un lance, y prendiendo una tea, se encaminó pistola en mano al interior del castillo de los Duendes.

El edificio era un mesón abandonado.

El patio era inmenso, algunos pilares amenazaban ruina, y en el techo de los corredores anidaban los murciélagos que comenzaron a revolotear en derredor de la tea.

—¡Ea!, gritaba el capitán, no me maten la luz ¡avechuchos del infierno!, y agitaba la antorcha para evitar que la apagase el aleteo de los mochuelos.

¡Estos duendes no parecen, si se habrán transformado en murciélagos, demonio!, es ocurrencia del mal gusto.

Atravesó los pasadizos desenladrillados y se internó en los aposentos.

Todo estaba desierto.

En uno de los cuartos había un banco de cama y una mesa, todo cubierto de polvo.

—¡Magnífico!, exclamó, la mesa para mí, la cama para Quiñones.

El viento silbaba con furor entre los bastidores de las puertas hechas pedazos.

—Pues señor, los fantasmas han desaparecido: como no me inquieten esta noche, yo los dejaré tranquilos; parece que estos duendes no se atreven a los revólveres; seis tiros son más que respetables.

Volvió a bajar las escaleras apartando la yerba que había crecido en todos los tramos, así como en los patios de la finca abandonada.

V

—Ya estaba inquieto, mi capitán, dijo Quiñones, yo he tenido que emprender una lucha con los murciélagos.

—Era una guerrilla de la fuerza que me atacó en los corredores. Tenemos un alojamiento de príncipe, una mesa y una cama, ni Maximiliano pasa una noche más cómoda.

—Mirad cómo nos acechan los vecinos, seguramente nos juzgan aparecidos.

—Vamos a cenar y luego volveremos a dormir el sueño del justo, a menos que se les antoje a los franceses darnos un albazo.

Los dos amigos se dirigieron a la fonda del pueblo, cenaron como dos arzobispos, y tomaron una dosis suficiente para resistir a cuantos fantasmas les diese la gana de asaltarlos.

—Compañero, yo debo tener familia en este pueblo; hace algunos meses que supe que mi hermana se había trasladado a la población; mañana temprano indagaremos. La suerte de mi padre me inquieta, yo soy un ingrato, con la revolución he olvidado todo, le he enviado dinero a mi hermana y nunca he tenido contestación, la oportunidad no es de desperdiciarse, yo dejo todo arreglado, y desato para de una vez este maldito enredo que me trae inquieto hace tantos años.

—El general quiere a usted mucho, mi capitán, y hará cuanto usted le diga.

—Compañero, fuera de este maldito asunto, ya nada me detiene, entonces no me volverán a ver de mal humor, yo sé pelear riéndome, teniente Quiñones, la muerte es mi amiga.

VI

Regresaron los dos guerrilleros a su casa alojamiento con grande asombro de las viejas y vecinos medrosos del pueblo, que los veían como almas tentadas por los espíritus malignos.

La noche había cerrado oscura y lluviosa, y comenzaba a azotar una tempestad de invierno.

El capitán comenzó a recordar sus años de la niñez deslizados en la tranquilidad del hogar paterno, las caricias de su infortunada madre y las gracias dulcísimas de su hermana, de aquella criatura angelical a quien no había vuelto a ver hacía nueve años.

Quiñones se durmió tranquilamente, mientras el capitán había entrado en ese vago sopor que precede al sueño, en que comienzan a aparecer tomando forma las imágenes, y se percibe el acento de la voz, para entrar en las ¡.regiones del infinito y de lo irresistible.

Estaba envuelto en la nube de sus pensamientos, cuando un ruido de cadenas se dejó oír en la pieza inmediata.

Sentóse el capitán violentamente y amartilló su revólver.

Esperó un momento.

El ruido se oyó más cerca.

El capitán se estremeció: involuntariamente se llevó la mano al corazón y procuró serenarse.

Quiñones dormía profundamente.

El capitán no quiso despertarle porque no lo tomase por terror, así es que esperó decidido a los fantasmas, resuelto hasta el último trance.

VII

Un golpe de viento mató la luz del mechero, y todo quedó envuelto en una tiniebla espantosa.

El ruido se acercaba más y más.

La puerta giró sobre sus goznes, y se percibió claramente el paso de una persona que entraba en el aposento.

El capitán estaba seguro de no soñar, iba a disparar, cuando recordó que Quiñones podía haberse movido y podría matarlo tirando al acaso.

Una mano fría y trémula se posó en el hombro del guerrillero.

El capitán se estremeció aterrorizado, quiso disparar la pistola, pero el fantasma le asió con la otra mano con una crispación nerviosa terrible.

Quiso gritar el guerrillero, pero su lengua no tuvo acción, estaba paralizada.

—No hagas movimiento alguno, dijo con voz lúgubre el fantasma, porque eres muerto tú y ese desgraciado que te acompaña.

—Bien, dijo el capitán ¿qué me quieres?, tú no eres una persona del otro mundo, algo te arrastra hacia mí cuando sabes que yo no puedo inquietarte, porque sólo esta noche dormiré en este edificio.

El fantasma permaneció mudo.

—¡Habla!, gritó el capitán, desesperado procurando desasirse de las ligaduras que parecían hierro; si eres un asesino estoy a la merced de tu puñal, si no, dime lo que quieres de mí.

—¡Matarte!… no, sería mucha sangre; tú debes vivir pero lejos de aquí.

—¿En qué puede inquietarte mi presencia?

—Pablo Martínez, este sitio es funesto para ti, dijo el fantasma con voz cavernosa.

El teniente Quiñones oía la voz del capitán, y dijo entre dormido y despierto:

—Mi capitán sueña con los duendes.

El capitán perdió la esperanza de que lo auxiliara su compañero.

—Al saber mi nombre, tú debes conocerme.

—Sí, dijo el fantasma, he seguido tus pasos en la revolución, sólo tú puedes ejercer una venganza.

Esa palabra arrojó una luz en el corazón del guerrillero.

—¡Dios mío, exclamó, mi madre!

—¡Silencio!, voy a hacerte una revelación en esta memorable noche.

—Habla, dijo con voz ahogada el capitán.

—Tu madre era hermosa: hubo un hombre que sintió por ella una pasión violenta y la arrebató del fondo de su hogar para encarcelarla en un sótano horrible donde ha vivido sepultada durante nueve años.

—¡Conque mi madre vive!, exclamó el capitán.

—Cuidado con que ese hombre despierte, porque no sabrás una palabra más de este secreto.

—Ya te escucho.

—El infame raptor tuvo un confidente, un cómplice que obedecía ciego sus mandatos…

—Continúa por compasión, dime algo de mi madre.

—Dos gemelos fueron el fruto de aquella sacrílega unión, de aquel horrible adulterio.

—Pero mi madre no le amaba.

—No, ella fue violentada; por medio de un engaño se la llevó a una casa donde hasta hoy permanece. El miserable que había arrancado por medio de la fuerza lo que nunca indicó por amor, ha seguido una senda terrible de crímenes. Aquellos dos niños fueron entregados al cómplice para hacerlos desaparecer.

—¡Pero ese hombre es un infame!, exclamó el capitán.

Quiñones hizo un movimiento.

—Silencio, volvió a decir el fantasma. Ese hombre cree que esos niños han muerto, teme que por la huella se descubra su crimen.

—¡Y no hay justicia en el cielo!

—Sí, sí la hay y terrible: escucha, capitán. El cómplice llegó a tener una pasión por la víctima desgraciada, pero fue descubierto, y desde entonces tu infeliz madre arrastra una existencia más dolorosa aún, y el cómplice por temor de subir al cadalso no se atreve a denunciarle.

—¡Todo esto es horrible, espantoso!

—Es necesario que salves a tu madre, ya que la Providencia te conduce a este sitio después de tantos años, como la mano de un destino vengador.

—Estoy pronto.

—Sígueme.

Levantóse resuelto el capitán.

El fantasma sacó de entre su mortaja una linterna sorda, y se echó adelante seguido del guerrillero.

VIII

El capitán Martínez seguía al misterioso fantasma lleno de ansiedad: si la linterna se hubiera vuelto hacia Pablo Martínez, se hubiera contemplado aquella fisonomía siniestra, aquella mirada torva, y unos labios trémulos y convulsos por el coraje y la emoción.

Atravesaron los desmantelados corredores, multitud de departamentos derruidos; bajaron por una escalera húmeda y llena de yerba y penetraron en un patio estrecho.

El fantasma se detuvo.

—¿Hemos llegado?, preguntó Martínez.

—Sí, dijo el fantasma, amartilla tu pistola.

El capitán amartilló su revólver.

—Toma la linterna.

El capitán la tomó y dirigió el foco de luz al rostro de su misterioso interlocutor.

Nada pudo ver, más que una careta negra y dos ojos centelleantes tras el antifaz impenetrable.

—En aquel ángulo, dijo el fantasma, cerca del brocal de aquel pozo, separa la yerba y encontrarás una argolla de hierro: no tires de ella, por el contrario, oprímela con fuerza, y cediendo el resorte te dará paso a una escalera: en el fondo está un aposento, allí es la tumba de tu infeliz madre y allí encontrarás al miserable seductor.

IX

El audaz guerrillero se dirigió al sitio indicado, separó los matorrales procurando no meter ruido alguno, encontró la argolla y la oprimió con la culata de la pistola.

El resorte levantó pausadamente la losa y el capitán se precipitó con violencia por aquellos escalones, enmedio de la más densa oscuridad.

Reinaba en el aposento un silencio profundo y aterrador.

En el fondo estaba una mujer encadenada; dormía en uno de los rincones. En su faz demacrada se revelaban sus hondos sufrimientos, su cabello comenzaba a encanecerse, su boca entreabierta y sus ojos amortiguados indicaban que dormía profundamente.

En el otro extremo del aposento había una cama y en ella un hombre, que también estaba dominado por el sueño.

Aquello era el asilo del crimen y del infortunio.

Acercóse el guerrillero con la linterna y alumbró al que yacía tendido en el lecho:

—¡Él es!, exclamó el capitán, ¡él mismo cuya fisonomía no he olvidado un solo instante! ¡Despierta!, le dijo sacudiendo aquel cuerpo raquítico.

Despertóse el viejo, quiso poner la mano a una pistola; pero ya era tarde, Martínez lo tenía asido por la garganta.

—¡Perdón!, decía acobardado, ¡perdón!

—Entrégame a mi madre, miserable, o te levanto la tapa de los sesos!

—¡Allí está!, ¡allí está!, y señaló el oscuro rincón del aposento.

Al ruido, despertó la mujer y al incorporarse crujieron las cadenas.

—¡Madre!, exclamó el capitán con voz ahogada, y se precipitó en los brazos de aquella infeliz que no podía pronunciar una palabra.

—¡Pablo!, dijo después de haber derramado un torrente de lágrimas, ¡hijo mío!… ¡yo me siento morir!

El rudo guerrillero lloraba como un niño.

Se arrodilló delante de su madre y le abrazó las rodillas.

—Perdóname, le decía; yo no soy buen hijo, te he dejado en manos de ese hombre en una agonía prolongada ¡perdóname!

—¿Y mi hija?, preguntó la desgraciada.

—Vive; pero no sé de ella, madre.

—¡Quítame por compasión estas cadenas!

—¡Encadenada, Dios mío!, ¡y ese hombre vive!

El viejo subió violentamente por la escalera, tocó el resorte, pero la losa no se levantó.

—¡Alguien está arriba, dijo con desesperación, estoy perdido!

El guerrillero desató las ligaduras y tomando del brazo a su pobre madre, dio una señal y la losa se levantó.

—Salga usted, le dijo a la anciana, y tú, dijo al fantasma, llámame al teniente Quiñones y ven con él.

La vieja acompañada del fantasma se dirigió a una sala donde había algunas sillas empolvadas, y allí se sentó a esperar al capitán Martínez.

X

Quiñones dormía profundamente cuando la mano del fantasma lo despertó.

—¡Dios mío, los duendes! exclamó el teniente y se sintió desfallecer.

—¡Sígueme!

Quiñones, movido por una fuerza irresistible, siguió temblando al fantasma, hasta llegar al aposento donde los esperaba el guerrillero.

Martínez se paseaba tranquilo por la estancia, el viejo temblaba como un azogado.

El fantasma, Quiñones y el capitán tomaron asiento junto a una mesa.

El fantasma encendió una bujía, cuya luz siniestra alumbraba aquellos cuatro personajes de una manera fatídica.

¡Algo de terrible iba a pasar allí!

—Andrés Velarde, dijo con acento sombrío el guerrillero, has arrebatado a una mujer de su hogar por medio del engaño.

—Es cierto, contestó con voz apagada el anciano.

—Al crimen de rapto has añadido el crimen horrible de acusar a un inocente de asesinato.

—¡Compasión!

—Hay un hombre que ha arrastrado durante nueve años la cadena del presidiario.

—Sí; es verdad; pero me arrepiento.

—La honra y la vida se han consumido en las prisiones.

—¡Compadéceme!

—¿Qué has hecho del fruto sacrílego de tu unión reprobada?

—¡Soy un criminal!

—¡Te has manchado con la sangre de tus hijos, con tu propia sangre!

El viejo cayó de rodillas.

—Vas a morir, como nadie ha muerto hasta ahora.

—¡Piedad, piedad!, yo me arrepiento.

Quiñones se creía presa de una pesadilla.

El fantasma permanecía mudo y silencioso como la imagen de la fatalidad.

—No, prosiguió el guerrillero, para ti no hay expiación posible en la tierra. Dios no vendrá a buscarte en el asilo del crimen y de la miseria.

El viejo estaba aterrado.

—¿Qué se ha hecho de tu cómplice?

—No lo he vuelto a ver.

—Ha muerto ayer a puñaladas oor orden tuya, dijo el fantasma.

—¡Es verdad!… ¡es verdad!, ¡el cielo se conjura contra mí! Yo sé que debo morir; pero quiero arrepentirme ¡quiero un sacerdote!… Pablo, continuó ¡tú no derramarás la sangre de este viejo infeliz, no te mancharás con un crimen, tú que sabes pelear en el campo de batalla y nunca has asesinado a nadie!

—No, nunca he asesinado a nadie, es verdad, ni tu sangre manchará mis manos.

—¿Entonces qué quieres hacer de mí?

—Ha llegado a tus puertas la justicia de Dios.

XI

Mientras pasaba esta escena, un hombre ha llamado al curato del pueblo pidiendo un sacerdote para una confesión.

El cura había seguido al individuo que lo solicitaba, pero al verlo dirigirse a la Casa de los Duendes, se había sobrecogido de espanto.

—Seguidme, le dijo el hombre, y le puso al pecho una pistola.

El desgraciado sacerdote, fue más bien arrastrado a aquella misteriosa casa, que por su voluntad, sin comprender que iba a asistir a un drama terrible.

XII

—Dios es justo, continuó el guerrillero, y te castiga. La justicia divina quiere que el mundo no conozca estos crímenes ni estos castigos… Morirás en el silencio de este subterráneo, entregado a la desesperación o al arrepentimiento… Sí, Andrés Velarde, ya estás dentro de la tumba, de aquí a la eternidad hay un solo paso.

—¡Sepultado en vida!, exclamó el desgraciado, ¡esto es horroroso!, ¡no, tú no serás tan cruel… entrégame a mis jueces, quiero subir al cadalso… tú no sabes que morir en las tinieblas es entrar al sepulcro con las palpitaciones de la vida… prefiero morir a tus manos, mátame por compasión!

—No, tú debes apurar una a una las gotas amargas del sufrimiento… derramar lágrima por lágrima todo el llanto de tu existencia enmedio de la memoria sangrienta de tus hijos asesinados.

—¡Pero este hombre es el demonio!

El guerrillero hizo una seña de inteligencia al fantasma, éste tocó el resorte y la losa se abrió.

El sacerdote descendió por la escalera y se encontró frente a aquel cuadro sombrío.

—No temáis, padre, dijo el guerrillero; confesad a ese hombre que va a morir.

Martínez, Quiñones y el fantasma los dejaron solos.

Quiñones no se atrevía a pronunciar una palabra.

El fantasma no pronunciaba una sola sílaba, sólo se oía la agitación angustiada de su pecho.

XIII

Pasó media hora, cuando los tres personajes vieron salir al sacerdote, que con la cabeza inclinada atravesaba los corredores murmurando con voz entrecortada: «¡El dedo de Dios! ¡La justicia divina!»

El guerrillero y el fantasma rompieron el muelle de la losa, mientras el desgraciado Velarde clamaba misericordia.

Volvieron a adaptar perfectamente la cerradura y quedó como la piedra de una tumba.

Arrojaron yerba y algunos trozos de ruinas, y se alejaron para siempre de aquel siniestro lugar.

El fantasma había desaparecido.

XIV

El día comenzaba a clarear, cuando el capitán, su anciana madre y Quiñones llegaban a una casita de las orillas del pueblo.

—Aquí es, dijo el capitán, y llamó fuertemente a la puerta.

Un muchachito indígena salió a ver qué se ofrecía.

—¿La niña Guadalupe?, preguntó el guerrillero.

—Va a salir a la iglesia, respondió el criado.

La campana daba el toque del alba.

—Entremos, dijo Martínez, y penetró con la anciana en el aposento de la joven, que dio un grito de sorpresa.

—¿Qué quieren ustedes?, preguntó asustada.

—¡Guadalupe, hermana mía!

—¡Pablo!, exclamó la joven arrojándose al cuello del capitán, y comenzó a llorar lastimosamente.

—Tú no sabes, dijo, que hace tiempo hemos perdido a nuestro padre.

—¡Rayo de Dios!, gritó el guerrillero, la felicidad huye a grandes pasos delante de mí.

—Yo quedo sola en el mundo, enteramente sola; porque tú has olvidado a tu infeliz hermana.

El capitán no la oía; con la frente torva, los ojos anegados en llanto, tributaba una ofrenda dolorosa a su anciano padre muerto en el presidio.

La madre del guerrillero se había desmayado a la vista de su hija.

—Mira, dijo el capitán, ¿no conoces a esa infeliz que yace desmayada en el suelo?

—¡Dios mío!, ¡sí, es ella!… yo no la he olvidado un solo instante, ¡madre!, ¡madre del alma!, y se precipitó sobre aquel cuerpo aletargado, y cubrió de besos aquella frente donde se veían las marcas indelebles del sufrimiento.

Quiñones se salió a la calle, no queriendo presenciar más una escena que lo conmovía profundamente.

El capitán y la joven llevaron a un lecho a la pobre mujer, que no pudiendo resistir tanta emoción, había perdido el sentido.

XV

El capitán Martínez se dirigió al alojamiento del general Pueblita, habló con él una hora larga y salió para concertar su viaje con el teniente Quiñones, su amigo inseparable.

—No somos conocidos de los franceses, decía el capitán, y podemos pasar por comerciantes.

—A menos que alguien nos ponga la vista, y conociéndonos, vayamos a la Corte Marcial.

—Si tiene usted temor, ye iré solo.

—Capitán Martínez, yo no tolero esas palabras, usted me ha visto batir cien ocasiones, y…

—Vamos, no sea usted loco, he hablado sin reflexionar.

—Yo tengo más miedo que el de ver a usted en manos de los gabachos, sin haber peleado antes, ¡demonio!, caer prisionero sin combatir, sería una suerte endiablada.

—No hay que pensar más en ello. Saldremos dentro de dos horas.

—¿Y qué rumbo llevamos?

—El de la Tierra Caliente. Tengo una tía en Cuernavaca, donde pienso llevar a mi madre y a mi hermana durante esta maldita guerra que no sabemos cuánto durará. Así podremos pelear libremente.

—Capitán, es necesario pelear para olvidar lo que ha pasado de anoche acá.

—Sí, es horrible, respondió el capitán tristemente.

—¡Diablo!, ¡y pensar que mi hermana está más linda que un sol y hay tanto majadero!

—Se verá rodeada de peligros, pero no importa: la señorita me parece que no es una plaza que se pueda tomar con facilidad.

—Como se le antoje amar a alguno, amigo mío, no hay remedio; pero si alguien intentase a su honor, ya tendría que habérselas muy serias conmigo.

—Ya lo creo, y conmigo, que me declaro desde hoy hermano de Guadalupe.

—¡La mano, teniente Quiñones!

Y aquel valiente soldado estrechó la mano encallecida de su amigo.

XVI

A las dos de la tarde de ese día, salieron cuatro viajeros del pueblo de Ario, dirigiéndose al Sur de México por el camino real, llevando una mula cargada de efectos de lencería.

—Me ha dado en el corazón, decía Martínez, que no vuelvo a ver a mi general Pueblita: es muy valiente para que viva mucho tiempo.

—Estos malditos franceses matan más que el cólera-morbo.

—También caen como espigas cuando nos emparejamos.

—¿Y no ha recibido usted noticia del coronel Fernández?

—Está con mi general Arteaga, peleando que da miedo.

—El general es muy desgraciado, se bate como un león, pero siempre lo derrotan.

—No hay dos patriotas como él. En Calamada le he visto batirse personalmente con la caballería de los mochos; su pistola lo salvó de la muerte.

—Dicen que el coronel Salazar anda en la expedición.

—¡Qué franco es mi coronel!, metido en sus botas federicas y con un paleto que parece tienda de campaña.

—¡Demonio!, nuestras plazas principales están ocupadas por el enemigo, no nos queda ya más que la insurrección. ¿Y el señor presidente?

—¡Demonio!, don Benito tiene siete vidas como los gatos: en Guadalajara ya lo iban a fusilar, y se escapó por milagro: ¡ahora le dispararon los soldados de Quiroga, y nada, amigo!

—El presidente les ha de dar una pesadumbre a los franceses.

—La suerte se encargó de vengarlo: en ese asunto dé Guadalajara, a los pocos días fusilaban a los que lo habían traicionado.

—Les hace mal de ojo a los que le tocan.

—Estoy seguro que ese Quiroga y Vidaurri caen en sus manos cuando menos lo piensen.

—Si con farol buscan otro más terco, no lo encuentran.

—Acuérdese usted de lo que voy a decirle: dentro de poco lo vemos en el Palacio de México, con el mismo fraque y el mismo sombrero que sacó el 31 de mayo.

—Ya lo creo, como que los franceses le tienen más miedo a la casaca negra que a un obús de a treinta y seis.

—¿Y será cierto lo de los yanquis?

—Amigo, el presidente se dejará matar, antes que comprometerse con el extranjero: ya se empeñó en que hemos de ganar, y ello ha de ser quiera Dios o no quiera.

—¿Y a usted le gusta el imperio, niña Guadalupe?

—Mi abuelita, respondió la joven, me contaba cuentos tan bonitos, en que había palacios, damas y caballeros, riqueza y príncipes, que me ha hecho pensar muchas veces en la monarquía.

El capitán Martínez soltó una franca carcajada.

—Como que tú has nacido para un emperador, alma mía, dijo a la joven.

—Tengo mucho deseo de ver a un rey.

—¡Eso me pasa siempre a mí siempre que juego!, pero siempre vienen primero los caballos, es mala carta.

—Se me figura, continuó Guadalupe, que no son como los demás hombres, que hablan muy poco y que siempre están sobre el trono.

—Eso depende, dijo el capitán, de que tú los has visto nada más en el teatro.

—Es cierto, ese rey de Ana Bolena era cruelísimo, mandó matar a todas sus mujeres.

—No tenía mal gusto su majestad.

—Con que usted en resumidas cuentas es intervencionista.

—No, respondió Guadalupe, yo no quiero a los franceses; pero desearía que el señor Juárez se hiciera emperador.

—Estás diciendo un sacrilegio; si te oyera don Benito, se reiría seis días seguidos.

—Puede ser, pero el barullo de este gobierno no me gusta. En Ario he visto que han descalabrado al alcalde en las elecciones, y que un cervecero se hizo nombrar regidor, y eso que su cerveza nunca estaba fermentada.

—Pues ésa es la democracia, la igualdad: ¿qué más da hacer escritos, poner recetas, que fabricar cerveza sin espuma?

—Yo creo que la gente decente siempre es superior.

—Calla, Guadalupe, no ves que si eso fuera cierto, los que no son decentes serían esclavos de los señorones.

—Pues yo quiero que cada uno se esté en lo que nació.

—Todo el mundo debe tener aspiraciones, aunque lo descalabren como al alcalde de Ario.

XVII

El sol había desaparecido en el ocaso, cuando nuestros viajeros llegaban al pueblo de…

Un indio que llevaba a sus espaldas un tercio de leña se detuvo frente a la cabalgata.

—Padrecito, dijo al guerrillero, tú eres el capitán Martínez, no entres a la población, acaban de fusilar a tres Zaragozas (republicanos) y si te conocen te van a matar; quédate en el monte y que entren los señores.

—¡Rayo!, exclamó Martínez, esto sí está malo, ¿y quién está en el pueblo?

—Los franceses, padrecito.

—¿Y qué tantos serán?

—Como muchos, padrecito.

—Yo entraré con la familia, dijo Quiñones, y usted, capitán, váyase por la vereda, mañana nos encontraremos.

—Entonces entren ustedes por este lado, estoy seguro que nadie reparará, voy a llamarles la atención.

XVIII

Sin esperar respuesta tomó el rumbo opuesto, mientras Quiñones se aproximaba con la familia a la garita del pueblo.

A los diez minutos se comenzaron a oír unos tiros de mosquete.

—¡Diablo! dijo Quiñones, el capitán hace su saludo a los franceses.

La pequeña guarnición se puso sobre las armas y acudió al lugar de los balazos.

Como la noche había cerrado y el capitán hacía violentos sus disparos, los franceses creyeron que se acercaba alguna guerrilla y comenzaron a tirar al acaso, fingiendo por su parte un combate para darse los honores del triunfo y cosechar un ascenso o una cruz de la legión de honor

—Ya han de haber entrado dijo el capitán, y poniendo al cinto su pistola se internó en el monte.

Los franceses tomaron prisioneros a unos labradores que volvían de su campo, y al día siguiente los juzgaban como guerrilleros en la Corte Marcial.

A los pocos días anunciaban los diarios de la capital, que el guerrillero Martínez había aparecido por el rumbo de la Tierra Caliente con una partida de bandoleros, inquietando a las poblaciones adictas al imperio.

V. Una letrilla de Guillermo Prieto

I

La revolución seguía avanzando como el flujo de un mar de sangre.

Los hombres más prominentes eran asesinados cobardemente, como Llave y Comonfort, o vagaban proscritos huyendo de la traición, que los entregaba atados en manos de los enemigos de la patria.

El personal del gobierno iba cediendo palmo a palmo el territorio, y los invasores le seguían de cerca para extinguir la antorcha de la legalidad y privar a la revolución trashumante de ese centro de unión que inquietaba el porvenir del imperio.

La declaración del archiduque Maximiliano de no aceptar la corona hasta que la mayoría del país se declarase en su favor, hizo más tenaz la lucha; pues cada pueblo conquistado era un voto en la ánfora de los notables, una firma más en el acta del 12 de julio.

El 10 de abril de 1864, el archiduque había recibido oficialmente a la diputación mexicana, que le presentó las actas de la mayoría de México, y declaró, que cumplidas las condiciones puestas el 3 de octubre del año próximo pasado, aceptaba el trono de México y la reconstrucción del antiguo imperio de Moctezuma.

II

Grande era el alboroto que traía la sociedad conservadora al verse erigida en corte, sueño que había acariciado desde el día primero de la independencia.

Todos aquellos títulos desheredados y perdidos en el torbellino republicano, resucitaron como las crisálidas y pretendieron desde luego la superioridad.

Varios personajes que han subido en la escala del agio a una regular posición se echaron en busca de pergaminos; porque todos creían en la resurrección de los tiempos felices del virreinato, sin recordar que el golpe de Estado de 52, al improvisar un emperador en Francia, había criado una nobleza sacada de los vivaques y cuerpos de guardia.

Otros individuos no pudiendo llegar a los escaños de la nobleza, se contentaban con formar parte de la milicia togada, apoderándose de los puestos públicos.

La regencia desempeñaba el primer papel, y cada triunviro esperaba recompensas y honores en cambio del puesto que cedía al emperador.

Las pompas oficiales se sucedían, y el pueblo asistía a ellas, así como a los fusilamientos diarios que tenían lugar en las plazas de Mixcalco y Santo Domingo.

Mientras que la «Novara» lleva a los archiduques al puerto de Civitavecchia para recibir en la Ciudad Eterna la bendición del Santísimo Padre, siguiendo su peregrinación de despedida en las cortes europeas, recibiendo en las Tullerías la consigna, dejando en manos del César francés los millones del empréstito de Miramar, volvamos nosotros a la casa de nuestros amigos los señores Fajardo, que seguían envueltos en el vértigo monárquico, esperando con ansia el arribo de SS. MM. II.

—Es una cosa hecha, hija mía, y no hay que ponerla en duda, exclamaba furioso el diplomático.

—Yo me felicito, papá mío, de ese acontecimiento; porque hubiera resistido como nunca a la autoridad paterna.

—Por la primera vez te hubiera impuesto mi voluntad; te declaro que al primer oficial del ejército de Napoleón III, que se llegue a pedirte en matrimonio te caso.

—Lo cierto es que el comandante Demuriez es novio de Clara, y que no se ha permitido nunca decirme una sola frase de amores. Ese oficial conoce mi carácter y estaba seguro de un desaire.

—Vea usted lo que son las amistades, yo nunca imaginé que Clara te quitaría el novio.

—Ésa es una equivocación.

—Yo nunca me equivoco, la prueba que tengo, la lección que me da el mundo, ha sido en cabeza propia. Tu madre era novia de un capitán llamado Verdeja, y yo la arrebaté de su poder para casarme con ella; ya tú ves si sabré de estos enredos.

Doña Canuta dio un prolongado suspiro.

—¡Suspira, suspira, esposa mía! si vieras ahora a tu antiguo prometido, se te caerían las alas del corazón: ayer llevaba un gorro montado más alto que un penacho de granadero, y un espadín como el de don Simplicio.

—No abuses de mi situación ni de la preferencia que te he otorgado para insultar a una persona ausente.

—Esa persona ausente es un capitancillo cualquiera.

—No tan cualquiera, que lleva sobre su pecho la cruz del Gallinero.

—Y en su sombrero al tres, las colas de las gallinas.

—Tengamos la fiesta en paz y no desfogues tu mal humor conmigo, que en nada tengo la culpa del trastorno de tus planes.

—Bien, no quiero riña doméstica; pero es horrible lo que ha pasado, yo creía que el comandante se dirigía a Luz, y resulta que se casa con Clara: ¡esto es una burla, una ironía, una estupidez!

—Papá, yo no amaré nunca a un francés.

—¡En cambio amas a un descamisado, a un jefe de bandoleros, y para decirlo de una vez a un cívico!

—Es cierto, los sentimientos que usted ha sembrado en mi alma…

—Qué alma ni qué niño muerto, interrumpió don Modesto, no me dejaré llevar como siempre de tus lagrimitas, hoy seré inexorable… yo necesito un francés, y cuando yo me empeño no hay más que obedecer.

—¿Pero hombre, si no la enamoran, cómo ha de ir a buscarles?

—¿Es decir que yo no puedo mandar en mi casa?

—Fajardo, eso no tiene lógica.

—Te estaba a ti reservada esa declaración. Sepa usted, señora mía, que si lo que digo no tiene lógica, poco o nada se me da ello; si para algo no hace falta la lógica, es precisamente para casarse.

—Ya, ya lo sé.

—Este señor Demuriez me ha chasqueado: tenerle en mi casa alojado, ponerle manjares exquisitos, los mejores vinos, en una palabra, engordarlo, para que fuera mi yerno, y aprovecharse otra persona de estas circunstancias para robármelo… no, yo traeré otro que se dará por satisfecho con que se le ofrezca novia, casa y que comer.

Luz abandonó ruborizada el aposento, teatro de una disputa tan ridícula.

III

—He aquí lo que se saca un padre que ve por el porvenir de su hija, que se le desprecie, que se le… y entre paréntesis, ¿no ha venido el sombrerero?

—Hace una hora que te espera.

—Que entre al momento, yo no sabía que me esperaba.

Tocó la campanilla y se presentó una criada.

—Que pase, Munsiur Zolly.

El sombrerero entró en la sala.

—¿Munsiur Zolly, usted es alemán?

—Servidor de usted.

—¿Por supuesto que estará usted impuesto de los usos de los alemanes?

—¡Psh!

—Bien. ¿Usted habrá visto a los soberanos de Europa y sabrá qué clase de sombreros gastan?

—Los que se usan, caballero.

—Bien: el retrato de S. M. I. ha llegado, trae un sombrero que todos afirman ser blanco.

—Es blanco.

—Bien: yo quiero un sombrero como el de S. M., alto, pero muy alto.

—Se hará inmediatamente.

—¿Y no podrá usted tomar la medida en la fotografía?

—Sí, señor.

—Creo que saldrá muy chico.

—Yo calcularé.

—Canuta, dame el retrato de Nuestra Majestad.

—Está en el álbum.

—No me acordaba. Vea usted, Munsiur Zolly, usted es alemán y comprenderá mejor esta reproducción.

El sombrerero examinó la fotografía y dijo:

—Está bien.

—¿Y cuánto lleva usted por su obra?

—Una onza.

—Hombre, no es para el emperador, es para mí.

—Da lo mismo.

—¿Luego usted es republicano?

—Yo soy sombrerero.

—Comprendo; pero los fondos del archiduque no entran en comparación con los míos, y ya ve usted que los millones de Miramar…

—Con permiso de usted.

—No sea usted tan violento de genio, ajustémonos.

—Son precios fijos.

—Pues fijemos el precio.

—Una onza.

—¡Ah, Mr. Zolly! ¿Y estará para mañana temprano?

—Es muy corto el plazo.

—Entonces para pasado.

—Está bien.

El sombrerero se salió con el ánimo de no hacer tal sombrero.

IV

—Ya estoy de moda, esposa mía, voy a ser el primero que saque un sombrero blanco. Yo llevo, como quien dice, la iniciativa.

—Eso sí es de mi aprobación, enteramente va con mis ideas; espero la moda que ha de traer S. M. la emperatriz para entrar en ella inmediatamente.

—Bien hecho, república es república, y corte es corte.

—Señor, el carrocero, dijo la criada.

—Que pase.

—¿Hola, don Carlos, usted por acá?

—Siempre que se me llama no me hago esperar, caballero, dijo don Carlos componiéndose los anteojos.

—Necesito una calesa de moda.

—La tendrá usted.

—¿Y cómo la va usted a fabricar?

—De la manera que usted ordene.

—Entonces de cuatro asientos y muy abierta, que se vea todo lo que pase dentro, no me gustan los misterios.

—La haré muy abierta.

—¿Y ya no se estilan los dorados?

—Eso va en gustos.

—Pues entonces dórela usted, es necesario que lleve todo el gusto del Renacimiento.

—Está bien; ¿y no lleva escudo?

—¡Calle! pues no había pensado en ello; sí, don Carlos, póngale usted un escudo, es de toda necesidad.

—Está bien; pero yo no conozco las armas de la casa.

—Tengo un espadín y un mosquete: miento, el alférez Estrada se desapareció llevándose esa arma peligrosa.

—Me parece que un espadín es de mal gusto.

—Entonces ponga usted un obús de a treinta y seis.

—Creo que usted se burla, caballero, yo hablo de escudo de nobleza.

—¿Qué dices de eso, Canuta?

—Que pondremos un escudo; ya ves, la casa de Barrón se hizo pintar un cochino y un letrero en latín.

—Pintemos nosotros otro animal con un letrero en hebreo.

—Aconséjenos usted un escudo, don Carlos.

—Eso no se inventa, caballero, yo tengo algunas pinturas de fantasía.

—Bien, amigo mío, pinte usted una fantasía en mi calesa, pero que imite un escudo de armas, y si conoce usted un buen cochero mándemelo, el destino es magnífico, no trabajará sino en tiempo de secas, porque yo no expondré nunca a la acción del agua una calesa que lo menos debe costar trescientos o cuatrocientos pesos.

—Yo no conozco a ningún conductor, y en cuanto al precio de la calesa lo menos es de mil quinientos pesos.

—¡Jesús! con esa cantidad compro todos los alquilones.

—Puede usted hacerlo.

—Yo quiero una calesa muy barata, sumamente cómoda.

—Hay algunas remontas.

—Bien, trataremos con las remontas.

—Ésas valen ochocientos pesos.

—Si usted no se humaniza no habrá modo de entendernos.

—Cuando usted se decida, puede buscarme en el establecimiento.

—Estoy de malas hoy, con todas las personas que trato, me… en fin, haga usted la calesa remontada, ¿estará para el lunes próximo?

—No, señor, dentro de un mes la tendrá usted en casa.

—Es que yo quiero enviarla al Sagrario para que se estrene en los Sacramentos habituales, yo saldré ese día de cochero del Viático.

—Buenas tardes, caballero.

—¿No quiere usted nada adelantado?

—Buenas tardes.

V

—Estos fabricantes extranjeros, son magníficos: ¿cuándo un artesano del país no me hubiera descerrajado algún dinero adelantado para jugarlo esta misma noche?

—Ya entramos en una nueva era, estados mudan costumbres, amigo mío.

—¡Sombrero blanco y calesa con escudo!… ya estamos en tren, ya nada falta; hoy voy a la guardarropa del teatro Principal, en busca de vestidos para los lacayos; los vestiré a la Luis XIV, es un traje precioso, estoy seguro que nadie tendrá la misma idea; es necesario guardar el secreto, si me roban este pensamiento, soy capaz de… no, yo no lo creo, eso sería un verdadero rapto.

—Hoy has olvidado la lección de francés.

—Es cierto, el desengaño que… en fin, sobran comandantes Demuriez que se casen con mi hija.

—Veamos si algo he adelantado; he traducido algunas hojas del Telémaco, y la dificultad está en saberlas acomodar a la conversación familiar.

—Es necesario.

—¡Ah! ya sé, voy a visitar a mi amigo el padre de la amiga de Luz, y entraré diciendo el primer párrafo del libro: «Clara Calipso no podía consolarse de la partida de Telémaco Demuriez.» ¡Luego dirán que yo no tengo talento!

—¿Y de diálogos, cómo estamos?

—Algo se adelanta, ya sé cómo se dice té, café, y cómo se saluda; es necesario que lo practiquemos: y dime, esposa mía, ¿cómo se dice Canuta en francés?

—Los nombres no se afrancesan jamás.

—Pues hacen mal, hoy todo debe afrancesarse; yo pondré en mis tarjetas, «Fajardait.»

—Bien, bien, ése es negocio mío.

VI

—Ya tenemos aquí a nuestro amigo Enrique Morales, que se ha hecho presentar en mi casa.

—Señorita, me tiene usted a sus pies.

—Pase usted, Enrique, hoy viene usted oportunamente; estamos de un humor espantoso.

—¿Usted gasta enojos, señor de Fajardo?

—¡No, ya pasó, fue una nube que se ha disipado con la agradable noticia de que ya tengo sombrero blanco y calesa con escudo!

—La nueva merece los honores de la alegría; yo felicito a usted polla adquisición de prendas tan importantes.

—Ya se ve que lo son.

—Tendrá usted la gloria de anunciar con todo su arreo, que la monarquía se acerca a la capital.

—Ese es precisamente mi objeto. Hombre, usted no sabe una buena noticia.

—¿Cuál, señor de Fajardo?

—Hombre, el casamiento de Clara con el señor Demuriez.

—La señorita Clara va a hacer un pan como unas hostias.

—Hombre, ¿por qué?

—Porque esa señorita ignora quién es ese soldado francés, no sabe sus antecedentes, y sobre todo, tal vez será casado en su país.

—Enrique, usted es muy exagerado, dijo doña Canuta.

—Es una opinión como otra cualquiera de estos hombres, que aquí entre nos, todos son bohemios.

—No sé si tenga usted razón.

—La vida trashumante que llevan presta muy pocas garantías: hoy en África, mañana en Rusia, pasado en Italia, luego en México, vaya usted a indagar la clase de pájaros que son.

—Usted se empeña en llevar siempre la contraria, amigo mío.

—En nada altera la cuestión mi dicho, señora, la soldadesca nunca ha entrado en mi programa.

—Pues, hay condes, marqueses y príncipes en el ejército francés.

—Me dan muy mala idea esos señores, que abandonan las comodidades de su familia para entrar de soldados rasos en el ejército.

—Pues los hay.

—Ya lo creo, y le explicaré a usted el misterio; todos los que se arruinan en el juego y la disipación se cargan de deudas, hacen algunas fechorías, se refugian en los cuarteles como un número perdido en la lotería de la sociedad.

—¡Dios mío! qué mala idea tiene usted de esos señores.

—Todo es broma, hablemos de otra cosa.

—Joven, usted tiene talento, si esos señores no estuvieran ligados a nuestra causa, y su sangre no nos sirviera a nuestros planes, sería yo de la opinión de usted; pero las circunstancias me obligan a opinar de una manera diametralmente opuesta.

—Considerados como contingente de sangre, no es malo que una nación salga en los campos de batalla de los descarriados, al menos tienen la oportunidad de hacerse matar con honra.

—¿Luego usted no daría su hija a ningún francés?

—Si la tuviese, decididamente no, señora; en esto no vea usted una cuestión de patriotismo, sino de delicadeza y de interés particular.

—Con razón yo me he opuesto a que mi hija se deje galantear de un francés.

—Es que la señorita Luz es de mi opinión, y ella se cuida demasiado de esos que yo llamaría aventureros.

—Joven, usted se compromete.

—Repito que hay personas muy distinguidas.

—Señora, si usted quiere desengañarse, asista usted a un hotel y comprenderá qué diferente conducta observan esos oficiales de la que se estila en nuestra buena sociedad

—¿Pues qué hacen, caballero?

—Un convite de antropófagos presenta un carácter menos repugnante, se lanzan con furor sobre los platos, gritan como unos marineros, aporrean los cubiertos, servilletas y vajilla, regatean el vino, fuman horriblemente y convierten la mesa en un verdadero motín; lo que no obsta para que en una tertulia se presenten haciendo mil caravanas y contorsiones.

—¡Eso es mucho, Enrique!

—No trate usted a un francés cuando la cuestión verse sobre un céntimo, porque son capaces de disputar un año sin descansar y hasta de batirse.

—Ya, ya lo sabemos prácticamente, estuve a punto de ser azotado por una caja de fósforos.

—Sin ir muy lejos, un ministro plenipotenciario, todo un vizconde de Gabriac, sembraba en su casa de la legación, rábanos y cebollas que expendía, no sé si en nombre de la Francia y por orden de Napoleón III.

—Es un hecho, amigo mío, la mordacidad de usted encuentra siempre en quien cebarse, con datos tan positivos que no se le puede recusar.

—¿Decía usted que el señor Demuriez se casaba?

—Sí, luego que regrese de la expedición de Sonora; hay muchachas felices, Enrique.

—Sí, mucho, ya ve usted, casarse con un francés.

—Olvidaba que es usted enemigo a muerte de ellos.

—Esas cualidades felices, sólo tienen lugar cuando el dote es una cosa regularcilla; Clara tiene medio millón de duros, ya ve usted que ese señor Demuriez la favorece demasiado.

—¡Qué culpa tiene un hombre de que su esposa tenga dinero; tanto mejor!

—Y tanto, que por esa razón se casan tantos.

—Periódico de oposición, dijo doña Canuta.

—Soy franco, asisto a todas las funciones, pero aborrezco cordialmente a todos ellos.

—¡Ya sabrá usted que S. M. I. ha salido de Trieste, está en París arreglando con el emperador el negocio del empréstito; cincuenta millones!

—El arreglo sera que se dividan la capa del justo, como buenos hermanos, y México pague al fin de fiesta.

—Se equivoca usted, esa suma es para el ferrocarril de Veracruz y para preparar una habitación decente a SS. MM.

—Qué mal gusto hay en esos preparativos, ayer he visto forrar de moaré blanco la cámara de Carlota y ponerle un tocador de plata que da grima. La emperatriz lo mandará fundir para reducir a monedas el regalo de sus súbditos los plateros.

—Enrique, no me toque usted a S. M. porque reñimos.

—No tema usted, soy demasiado galante para hablar de la archiduquesa; basta que pertenezca al bello sexo para que yo le tribute mis homenajes.

—Amigo, es usted terrible, el día menos pensado va usted a tener que ir a Cayena o a la Martinica.

—No importa.

—¿Y sabe usted algo del conflicto entre la regencia y los franceses?

—Éstos tienen por la primera vez razón, la regencia tiende de una manera horrible al despotismo reaccionario, trata de resucitar los fueros y derogar las leyes de nacionalización, y esto es imposible.

—¿Será usted por ventura adjudicatario?

—Precisamente, señor de Fajardo, y eso me hace comprender, que no es fácil la realización de las pretensiones de la regencia. ¿Usted ha hecho también sus negocillos y quién podrá desbaratarlos?

—No; pero la ley debe darse para moralidad de la revolución, lo demás sería falsearla inicuamente.

—Usted sueña, señor de Fajardo, la reacción no ha triunfado, ni ustedes pueden darse aires de vencedores.

—Joven, yo sé mucho de diplomacia y…

—Todavía no sabe usted lo que pasa o aparenta al menos no comprenderlo.

—¿Pues qué pasa, amigo mío?

—Es muy sencillo, las combinaciones de la Europa llevadas en las bayonetas, son las que se enseñorean en el campo político, ustedes son el pretexto, sirven a sus miras, le dan color a la situación, necesitan de unos cuantos ilusos para mexicanizar el negocio, que no es otra cosa que una conquista.

—Está usted en Tebas, usted ha bebido esas teorías en los órganos demagógicos y lo han alucinado; las conquistas son una monstruosidad en el siglo XIX, eso fue peculiar de los tiempos medios.

—Eso digo yo, señor de Fajardo, que habiendo pasado la época, hoy se tenga la demencia de emprender expediciones semejantes.

—¿Y qué me dice usted del filibusterismo? Pretenderá defender esa piratería que los yanquis han elevado a la categoría de derecho?

—Es un error, señor de Fajardo, los Estados Unidos en su amplia libertad, no se oponen a nada que sea ajeno a los intereses de su nación, ¿qué les importa que unos centenares de hombres salgan de sus puertos para una aventura? en el pecado llevan la penitencia.

—No estamos de acuerdo, esos yanquis son el demonio.

—Como son anglos y sajones al mismo tiempo, exclamó doña Canuta; así como suben los pies sobre las mesas, los quieren poner en toda cuestión; son unos bárbaros, todos descienden en línea recta de Atila, son los vándalos del continente.

VII

Mientras pasaba esta conversación, que con corta diferencia era la misma en todos los círculos intervencionistas, la hija del señor Fajardo se había refugiado en el precioso gabinete que ya conoce el lector.

La joven tenía en sus manos un periódico en que se daba aviso de los avances del ejército francés, ponderando su pericia y valor, consagrando adulaciones rastreras a Napoleón, y terminando con una lista inmensa de heridos, muertos y prisioneros.

Luz, aquella desgraciada criatura, paseaba con inquietud sus miradas por la lista donde creía a cada momento encontrar el nombre del coronel Eduardo Fernández.

Hacía un año que no había recibido noticia alguna, al principio había llorado desesperadamente, después entró en esa calma sombría que se extiende como un velo sobre la existencia; era la concentración de una pesadumbre mortal.

—Si habrá muerto ignorado, se preguntaba la joven, en esa confusión de pensamientos que llegan a nuestro cerebro cuando nos agitan las sombras de la duda.

¡Pobre niña! separada del hombre de su amor en el abril de sus ilusiones, era una flor arrancada del tallo y que se marchitaba al soplo de esa aura tristísima del infortunio.

La ausencia, ese paréntesis abierto en el centro de la vida, ese período de agonía y de tribulación, deja huellas de lágrimas en el tránsito de la existencia, en la peregrinación del alma al campo infecundo de los desengaños.

¡Luz evocaba con sus dolores al porvenir!

¡Luz esperaba!… la esperanza es el sueño de los que están despiertos! ¡Es la ilusión que pasa los linderos de la tumba para refugiarse en el cielo como su último horizonte!

Luz amaba por la primera vez.

Acaso habría tenido impresiones pasajeras como las nubes del verano, pero su alma no se había abierto hasta entonces a la atmósfera purísima de un sueño de amor.

¡El primer amor!

¡Esa plática con los serafines, ese mundo de imágenes bellísimas que atraviesan el iris del corazón, envolviendo la existencia en el ámbar de las ilusiones y de las esperanzas!

¡Flores brotadas en el erial de la vida, para agostarse al soplo del tiempo o a los huracanes del infortunio y del desengaño!

Luz buscaba como toda alma enamorada, la soledad, para dar vuelo a sus ideas, para derramar sus lágrimas y suspirar libremente.

Esa tarde estaba sola en su gabinete leyendo una a una todas las cartas que formaban su larga correspondencia, páginas de su amor desgraciado.

De un sobre sacó una fotografía que representaba al coronel Fernández en traje de campaña.

—Así estará, dijo la joven dando un suspiro, este traje llevaba la noche de nuestra separación, me parece que le estoy viendo, nunca le vi más conmovido, sus ojos se humedecían y su aliento abrasaba mi semblante; ¡qué recuerdos, Dios mío!

—No, continuó después de unos instantes, no habrá podido escribir, la suerte de Estanislao Luna lo ha de haber retraído… hace bien… Los diarios vienen llenos de triunfos… pero no, estoy loca, su muerte la hubieran pregonado; porque Eduardo es muy valiente, y además, un caudillo notable… Yo sé que mis oraciones lo acompañan y que la Virgen lo ampara; ¿no es verdad que tú oyes mis ruegos? yo tengo fe en ti, que nunca me has abandonado… tú ves mis lágrimas, esa ofrenda que consagro diariamente por la vida del hombre a quien ama mi corazón!

La joven se cubrió el rostro con las manos y comenzó a sollozar de una manera lastimosa junto a la imagen de la Virgen.

Unos golpes dados a la puerta vidriera la sacaron de su arrobamiento religioso.

—Adelante, dijo con voz tranquila.

Una criada entró en el gabinete.

—Señorita, una carta para usted.

—Dámela, dijo precipitadamente la joven, y rompiendo el sobre pasó sus miradas rápidamente por aquellas letras.

Su rostro se revistió de todas las señales pronunciadas de indignación, levantóse y se dirigió a la sala donde se hallaba Enrique con el matrimonio Fajardo.

VIII

—Vea usted, dijo a su padre temblando de emoción, vea usted el fruto de una ostentación ridícula; yo declaro que si el señor Demuriez o cualquier otro individuo se aloja en esta casa, yo saldré de ella inmediatamente.

—¿Pero qué pasa, hija mía? preguntó asustada doña Canuta.

—Lo he dicho ya, dijo Luz con dignidad, el día en que un oficial francés pase los umbrales de esta casa, yo saldré de aquí para siempre; y abandonó el salón dejando perplejos a sus padres.

Enrique tomó el papel.

—Lea usted en voz alta, Enrique, lea usted por compasión.

El señor de Fajardo estaba confuso y cabizbajo.

Enrique, obedeciendo al mandato de doña Canuta, leyó con voz sonora la siguiente

LETRILLA


Con acento de alfeñique
Y con andaluz jaleo,
Cuando el triunfo del manteo
Anunció el traidor repique,
Entró en casa don Fadrique
Aumentando la boruca,
Y le dijo a su hija Cuca
Moviendo alegre los pies:
 


Ya vino el güerito, me alegro infinito,
¡Ay hija! te pido por yerno un francés.
 


¿Ves, papá? miró el balcón,
¡Qué gorro! oficial decente:
¿Ves cómo se para enfrente?
Tal parece un Napoleón.
¡Cuál me late el corazón!
¡Ay! yo me inquieto, suspiro,
¡Ay papá! ya me retiro,
¡Qué hermoso sombrero al tres!
 


Ya vino el güerito, me alegro infinito,
¡Ay hija! saluda, saluda al francés.
 


¡Papá! el oficial de ayer…
¡Ay! y viene por acá;
—Recíbalo usted, papá…
—Hija no te ha de comer.
La portavu ¡qué placer!
La mano —dale la mano:
¡Qué señor tan cortesano!
¡Qué bien estamos los tres!
 


Ya vino el güerito, me alegro infinito,
¡Ay hija! ¡qué gusto que vino el francés!
 


Tendré guardias de soldados
Con monteras encarnadas,
Me dirigirán miradas
Los próceres humillados:
En espléndidos estrados
Se ostentará mi visita,
Aunque complete Lazpita
Mi deficiente del mes.
 


Ya vino el güerito, me alegro infinito,
¡Ay hija! ¡qué gusto que vino el francés!
 


Ya el francés manda en la casa
Y le quitan los sombreros;
¡Cosas de los extranjeros!
Dicen, cuando se propasa,
come el güerito sin tasa,
Y cuando piensan que yerra.
Exclaman: ¡si por su tierra
Son las cosas al revés!
 


Ya vino el güerito, me alegro infinito,
¡Ay hija! ¡da gusto, da gusto al francés!
 


Quiso el francés un abrazo
Y la niña resistía,
El papá que la veía
No manifestó embarazo.
¿Cómo no estrechas un lazo?,
Con quien tiene su importancia
¡Qué dirá la culta Francia!
Tres bien… hijita, ¿lo ves?
 


Ya vino el güerito, me alegro infinito,
¡Ay hija! ¡contenta, contenta al francés!
 


Ya están como dos pichones
El galo y la mexicana;
Tal los halla la mañana.
Tal el toque de oraciones.
Dicen oui los marmitones,
Y el papá con serio empaque
Deletrea el Telemaque
Con vivísimo interés…
 


Ya vino el güerito, me alegro infinito,
¡Ay hija! te pido por yerno un francés.
 


Ya platica sin misterio
Papá las gracias de su hija
Con Forey se regocija,
Idolatra al ministerio;
Y si de algún gatuperio
Habla la gente aturdida,
Él dice: «No, por mi vida
Suegrecitos de entremés.»
 


Ya vino el güerito, me alegro infinito,

Mi casa dichosa visita un francés.
 

—¡Basta! gritó doña Canuta, y todos quedaron en silencio.

IX

Esta letrilla es de nuestro poeta insigne Guillermo Prieto: no se puede exprimir más hiel en una sátira ni hacerla más sangrienta.

Esa letrilla es un epigrama terrible, una moxa sobre esa sociedad que acogió con satisfacción a los invasores.

¿Quién podía después de haber leído esos versos, desechar el rubor ni desconocer el ridículo en que estaba una familia sólo con la presencia de un alojado?

La letrilla envuelve un pensamiento patriótico, un correctivo que se hace sentir con fuego.

El ridículo en una pluma que sabe jugarlo, es una espada de cien filos, irresistible en su choque.

Prieto escribió en aquellos momentos de fiebre y despecho al ver la acogida, aunque fuera de orden suprema, que se le hacía al ejército francés.

Estas recepciones no son nuevas en el mundo; cuando los rusos entraron a París, las mujeres se les arrodillaban y una alfombra de flores era hollada por las herraduras de los caballos del ejército de la liga.

Hubo francés tan degradado, que al pasar Alejandro I por el Puente de Austerlitz en París, le preguntó si quería que se le borrase aquel nombre.

Alejandro respondió, que le bastaba con pasar sobre él.

X

Doña Canuta, para romper aquella situación verdaderamente penosa, gritó en un arranque de estudiada cólera:

—Nuestra hija tiene razón, yo soy imperialista pero nunca afrancesada.

—¿Y quién es el autor de ese folleto? preguntó el diplomático.

—Guillermo Prieto, respondió el joven.

—¿Prieto? ¿Prieto? ya me lo esperaba, es un demagogo abominable, vea usted qué apellido tan ordinario, que cosa tan prieta.

—El señor Demuriez no volverá más, dijo en tono imperativo doña Canuta.

—Bien, respondió el diplomático, en todo caso le abandonaremos la casa; interrumpir bruscamente las relaciones con la Francia no me parece conveniente, este general Bazaine que ha sustituido a Forey, no es hombre que aguanta pulgas, y la Martinica no está muy distante de Veracruz, ni Veracruz de la capital.

XI

Las campanas de la catedral comenzaron a tocar a vuelo y una salva de artillería se dejó oír repentinamente.

—¡Canuta! gritó el diplomático, SS. MM. han desembarcado en Veracruz: ¡viva el emperador!

—¡Viva la emperatriz!

—Este hombre es un pobre diablo, dijo Enrique, y saludando al matrimonio Fajardo, corrió a tomar apuntes de lo que pasaba en las regiones oficiales.

VI. «Papam habemus»

PAPAM HABEMUS

I

Cuarenta y dos años hacía que uno de los autores de la independencia mexicana, falseando la gloriosa revolución de 1810, se había ceñido la corona de emperador, dando en el abismo con una popularidad que no tiene ejemplo en nuestra historia.

Don Agustín de Iturbide, dotado de un genio militar, quiso en mal hora imitar al cónsul Bonaparte en el 18 Brumario, y para subir a la cumbre del despotismo, comenzó por dar un golpe de Estado a la soberanía nacional.

La suerte del monarca mexicano quedó resuelta desde entonces.

Lanzado por el aliento revolucionario a las costas europeas, consideró como una Santa Elena aquellas regiones, y lleno de ambición tornó a la patria que había burlado, impelido por la fuerza irresistible de un fatalismo.

El drama de Padilla respondió con su acta a la justicia humana que le pedía el castigo ejemplar de aquel hombre, que meses antes era el ídolo de un pueblo en su resurrección al mundo político.

La república se presentó virgen, hermosa, llena de esperanzas bajo el solio de la soberanía.

La generación, cuyas ideas le llevaban a la monarquía, al bajar a la tumba, llevaría consigo el pensamiento intervencionista y la idea monárquica.

La república era el porvenir.

Pero esa generación, heredera de los protocolos de la conquista y del virreinato, no se conformaría con abandonar el campo al pueblo que acababa de triunfar y dejarlo dueño de la situación.

Era necesario entrar en sus filas para dividirlo. Encaminarlo a una difícil situación para conseguir volviese una mirada allende los mares, buscando a los hombres a quienes acababa de combatir.

Esta aberración de un partido que acababa de hundirse, podría surgir en un evento preparado de antemano, así es que el rito escocés se inauguró como partidario del Plan de Iguala que traía el principio monárquico, llevando en el asiento del trono a uno de los Borbones.

Cincuenta años de lucha, cincuenta años de sangre y guerra fratricida han diezmado nuestro suelo y puesto en ruinas el país más hermoso de la zona tórrida.

Ya hemos visto ese juego terrible de intrigas, esos planes abortados, esos motines, esos asesinatos, todo ese cúmulo de maldades opuestos a la marcha de un pueblo que quiere a todo trance la república.

II

La revolución de 1861 parecía definitiva, nada turbaba la paz de la nación que comenzaba a levantarse de ese vértigo sangriento que se prolongara por medio siglo.

Rechazado por todas partes, bajo todas las formas y con todos los nombres, ese partido que ha jurado la pérdida de la nación, se refugió en la Europa, y con grande habilidad logró que entrasen en delirio tres potencias de primer orden.

¡La resurrección de la monarquía en México, era todo su sueño!

Prestigio, armas, dinero, fama, renombre, todo lo tenían esas naciones; no faltaba más que tender la mano y el pensamiento estaba realizado.

La Providencia que detiene al hombre enmedio a su carrera, señala en sus inexcrutables designios un hasta aquí a las naciones, cuando éstas se lanzan en la vía desesperada de la sangre y de la opresión.

Ya hemos presenciado la ruptura del Convenio de Londres y la conducta de la Francia en esta expedición de filibusterismo.

La Francia se sumergía en un sueño de gloria al rumor de sus cañones y al ambiente de sus banderas sacudidas por la victoria. ¡Sueño insensato! ¡Todas esas ilusiones debían convertirse más tarde en una realidad espantosa!

Cierto es que Edmundo Lee, ese genio de la guerra, llevaba entonces sus armas coronadas con el laurel del triunfo a las puertas del Capitolio; pero ese héroe de los tiempos antiguos, combatía una idea encarnada en el corazón del siglo XIX y sus armas se quebrantarían al fin, porque no luchaba contra el poder ni la ambición, su empeño no era por la libertad, quería perpetuar la esclavitud, y las cadenas se convierten en proyectiles contra los opresores.

III

El autor de los Comentarios a la vida de César, soñaba en otra columna de Vendóme, en que se inscribieran sus batallas en el Nuevo Mundo, y se dejaba decir que la invasión era el hecho más glorioso de su reinado.

El retraimiento hostil del presidente Lincoln en la cuestión mexicana, pasaba por una quimera de poca importancia en las Tullerías: allí se creía que reconociendo la independencia del Sur y aventando a las fronteras de la Unión una pléyade monárquica, la patria de Washington se mutilaría, y la Europa con su aliento destructor debilitando al gigante americano, lo tendería a sus pies.

¡Sueño insensato!

Sí faltaba una de estas irrealizables combinaciones el imperio del archiduque se derrumbaría al soplo revolucionario; porque la Francia creadora de una situación tan difícil desertaría a la hora del conflicto.

IV

El 28 de mayo de 1864, fondeó en la heroica ciudad de Veracruz, a las nueve de la mañana, la fragata «Themis», adelantándose a la «Novara» a cuyo bordo venían los archiduques de Austria, anunciando su arribo para dentro de algunas horas.

El general Almonte apresuró su marcha y llegó a Veracruz con oportunidad.

A las dos y media de la tarde de ese día histórico, las baterías de la Plaza y del Castillo de Ulúa, anunciaron que la «Novara» estaba a la vista, y que pronto los futuros soberanos pisarían las playas mexicanas como los conquistadores del siglo XVI.

En el Palacio Nacional se reunió la comitiva que debía pasar a bordo de la «Novara», cuando los repiques anunciaron que el lugarteniente del imperio llegaba por la vía férrea a la ciudad.

La guardia civil acompañó a S. A. hasta la habitación que se le tenía preparada, tendiéndose en seguida en valla hasta el muelle.

A la media hora toda aquella comitiva, precedida por Almonte, entró en los botes empavesados que tomaron rumbo hasta la «Novara».

Después de conferenciar el archiduque con el lugarteniente, se dignó recibir, dice un cronista, a las autoridades y funcionarios de la administración, cuya gran comitiva estaba presidida por el prefecto político.

Maximiliano estaba de pie en el fondo del salón del segundo puente: vestía frac negro, pantalón y chaleco blancos, y corbata negra, que es el mismo traje que se había designado a los señores de la comitiva.

Introducida ésta a la presencia de S. M. I. por S. E. el señor ministro de la casa imperial, el señor prefecto tomó la palabra y pronunció con voz conmovida un breve discurso de felicitación que fue contestado por el archiduque.

V

A la mañana siguiente, día 29, aun antes de amanecer, las calles, los balcones, las azoteas, torres, miradores, plazas, todo estaba atestado de gente.

La ciudad, generalmente aseada, había cobrado un aspecto seductor.

El mar estaba tranquilo, y el cielo se extendía como una bóveda de zafiro sobre aquel gigante espejo, cuyos cristales se rizan al soplo de las auras.

Las embarcaciones todas empavesadas y con sus flámulas de fiesta, apenas se balanceaban mecidas por las mansas olas que acariciaban sus costados.

El muelle estaba profusamente engalanado.

Los pedestales del pórtico estaban decorados con trofeos de armas: de uno a otro pedestal colgaban grandes bandas con los colores nacionales.

Las cuatro columnas ostentaban también trofeos de armas y cortinajes.

En los tableros de los arcos había inscripciones y poesías cubiertas con coronas de laurel, destacándose el escudo del nuevo imperio en la parte superior del arco principal.

A los lados de esa lengua de tierra que forma el muelle, se formaron grandes entarimados con elegantes barandillas, para que las damas de la población asistieran al desembarque de SS. MM.

En la Plaza de Armas se había levantado un arco triunfal de inmensas proporciones, dedicado a los archiduques, sobre cuatro pedestales del orden compuesto, en los que descansaban ocho columnas sostenidas en sus bases por grupos de cariátides.

Los capiteles dorados sostenían la cornisa, quedando coronada con alegorías que representaban las ciencias, la justicia, la agricultura y el comercio.

VI

A las cinco de la mañana una salva de ciento un cañonazos disparados por la marina y contestada por los fuertes de tierra, anunció que la embarcación de sus majestades se había desprendido de la fragata imperial.

Cerca de cien botes adornados a proa a popa, y en el palo de enmedio, de banderas y gallardetes, formaban una valla de honor desde la bahía al muelle, y sus tripulaciones vitoreaban a los archiduques.

La embarcación tocó la tierra, y Fernando Maximiliano puso los pies en el territorio mexicano.

Atravesó sus calles en medio del delirio oficial de los empleados, llevando del brazo a Carlota Amalia su esposa, y entrando en el tren, arrebatado en alas del vapor, perdió a aquella ciudad, dándole el último adiós, no sin detener la vista unos instantes en la «Novara» que yacía encadenada al peso de sus anclas, frente al Castillo de San Juan de Ulúa.

VII. Revelación

I

Grande era la agitación que reinaba en los círculos de la sociedad.

La prensa mexicana proclamaba que el reinado de la paz había llegado, la extranjera se desataba en injurias horribles y pedía al mismo tiempo que la reconciliación, el aniquilamiento de los republicanos, el terrorismo imperial para levantar el trono sobre cadáveres.

La sombra de Juárez se les aparecía como un espectro vengador. Temían que su aliento se volviese como el huracán, y pasara derribando todo aquel edificio, levantado por la traición y el abuso de la fuerza.

El ejército francés se ocupaba en asesinar, sus jefes en demandar ascensos y subir su presupuesto en el tesoro agotado de su nación.

El bando reaccionario se apoyaba en las bayonetas extranjeras y veía afianzado el porvenir.

Habían surgido algunas dificultades, que presagiaban el divorcio de los conservadores, porque la Francia que medía el abismo que le preparaban los intereses creados por la república, no quería poner mano sobre ellos, y falseaba el principio reaccionario en México.

Monseñor Labastida se había separado de la regencia, alegando que estaban violados los cánones y el derecho divino, siempre que se sostuviese la ley de expropiación de los bienes eclesiásticos.

La declaración del regente era palmaria, no quedaba más que la derogación de la ley que mandaba poner en vigor las de reforma, o entrar en lucha abierta con la secta conservadora.

La Suprema Corte formuló también su protesta.

Bazaine y Almonte se pusieron de acuerdo y decidieron no separarse una sola línea de la conducta prevenida por la Francia, agente y motora de este gran negocio. Los dos miembros de la regencia asumieron el poder y decretaron la disolución de la alta corte, condenando a sus miembros a la nulidad política para siempre.

Monseñor Labastida se alzó terrible como los pontífices de la edad media, y anatematizó al gobierno provisorio declarándole fuera de la comunión católica toda vez que prestase su apoyo a las leyes de la república.

Los dos triunviros se conformaron con la excomunión; en cuanto a Bazaine, perteneciendo a la servidumbre de los Bonaparte, sabe que aun a los mismos pontífices se les arranca de la silla de San Pedro cuando se oponen a los soberanos que cuentan con ejércitos de mar y tierra.

Pío VII fue llevado como un despojo por Napoleón I a Fontainebleau, muriendo el desgraciado pontífice en el más injusto de los destierros.

Hoy Napoleón III se prosterna delante de Pío IX para recibir la bendición apostólica.

Es de temerse que se conserve en esa actitud cristianísima delante de la Prusia, que impulsara más tarde a Víctor Manuel a la Ciudad Eterna, como capital del reino de Italia.

En estos momentos de crisis llegó Maximiliano a tomar las riendas de su imperio. Todas las miradas se fijaron en el archiduque, sin sospechar cuál sería su marcha administrativa, aunque él había iniciado el principio democrático.

Estallaron las ambiciones, los puestos públicos fueron asaltados, los ascensos se repartieron con profusión, y el erario estaba sentenciado a morir de inanición.

El empréstito era un poderoso atractivo, y las empresas más descabelladas se improvisaban para pedir subvención y apoyo pecuniario al gobierno, sin descubrir por entonces que Napoleón III se había hecho pagar algunos millones por cuenta de la expedición intervencionista.

Al César francés nada podía negársele; una orden de retirada era la decapitación del imperio.

Sin recursos y con un ejército prestado, no podía prolongarse mucho la situación.

Los más ilusos no se engañaban sobre este punto, y se disponían a prepararse para el momento en que llegase el término fatal puesto en los convenios, en que aquel ejército daría su primer toque de marcha.

II

Volvamos a los personajes de nuestra historia, que parece hemos dejado abandonados.

La víspera de la entrada de Maximiliano, Clara, la bellísima mexicana, estaba en el oratorio de su suntuosa casa; la pobre joven rezaba delante de un crucifijo, y gruesas lágrimas rodaban por sus mejillas como gotas de rocío en el pétalo de las flores. Con las manos enclavadas dirigía una ferviente súplica al Redentor.

Había pasado una hora en esta postura, cuando la voz de su padre la sacó de su éxtasis doloroso.

—Hija mía, Clara…

—Padre, ¿qué me quieres?

—Dilatas hoy tus rezos.

Levantóse la infeliz niña, y sin decir una palabra, se arrojó sollozando en brazos de su anciano padre.

Aquel hombre que había encerrado en su hija única todo el amor de su vida y la felicidad de sus postreros días, recibió una impresión dolorosa al ver la angustia de Clara.

—¿Qué te pasa? la dijo con ternura, tú no has llorado jamás, yo sólo te he enseñado a reír, a ser dichosa, ¿no es verdad?… pero tú tienes algo, hija mía… vamos, no será nada; serénate, yo no soy tu padre, soy tu amigo, tu hermano… háblame, siento que se me parte el corazón…

Y el pobre anciano rompió a llorar como un niño.

—Lo vas a saber, padre: yo he hecho mal en ocultarte mi corazón, cuando siempre ha sido trasparente para ti… tenía miedo, no quería molestarte.

—¿Miedo tú? no, Clara; mi cariño es todo expansión, el retraimiento es una ofensa.

—Pues bien, hace un año que amo con delirio a un hombre.

El anciano llevó sus manos al corazón.

—Sí, le amo, padre; pero hay algo superior a este amor, y es la vergüenza.

—¡La vergüenza!

—Sí, hay un anatema sobre las que involuntariamente amamos a un invasor.

El padre de Clara buscó apoyo porque le faltaban las fuerzas.

—¡Tú, continuó la joven con exaltación, has engendrado en mi alma un horror invencible a los franceses en tus relatos de la invasión en España. Las impresiones de la niñez son indelebles, sí, padre; después mi odio se ha aumentado con los crímenes y atentados cometidos en mi país… pues bien, continuó después de un momento de silencio, he visto a uno de esos hombres que ayer maldecía, y Dios ha cambiado en amor todo aquel odio que mi alma guardaba como en un sagrario; he recibido la primera impresión como la luz primera de la juventud.

—¡Esto es horrible! exclamó el anciano.

—Padre, perdóname, yo no he hecho nunca más que obedecerte; pero hoy no tengo valor para oponerme a este torrente que amenaza sumergir mi existencia entera.

—¡Desgraciada! ¡desgraciada!

—¡Sí, muy desgraciada, porque no puedo arrancar de mi corazón esa imagen, sombra de mi alma y de mi pensamiento!

—¡Este pesar siento que me llevará al sepulcro, dijo el anciano… era yo tan feliz… pensaba morir tranquilo, esto ya es imposible!

—No, dijo Clara en uno de aquellos arranques nobles de su alma; no, mi existencia, mi felicidad por la tuya… Óyeme, yo no me hubiera detenido ante nada, perdóname, hubiera pasado sobre tu voluntad: pero me detengo ante tus lágrimas; nada he dicho, todo ha sido un sueño, una quimera, ya nada existe sino el amor de tu hija.

Clara tomó entre sus manos la cabeza de su padre y la llenó de besos.

—No, Clara, no, yo no he tenido razón, tú no puedes amar nada que no sea digno de ti… mis ideas han sido siempre otras; pero tú sabes siempre lo que haces, yo estoy viejo y acaso ya no puedo discurrir bien; la vida cambia de horizontes… pero… no, tú nunca te apartarás de mi lado, eres rica, muy rica, y viviremos siempre juntos. Clara, si temes la murmuración, marcharemos lejos de aquí donde puedas ser enteramente feliz; además, ese hombre no necesita estar en el ejército, tú le amas y yo le doy cuanto necesite.

—¡Me parece imposible! exclamó Clara, y besó mil veces las manos de su padre.

—Hija mía, ni una palabra más; dile que me vea, yo le recibiré; en fin, arreglaremos ese negocio.

—Padre, él ha salido hoy por la Sonora, me ha ofrecido volver pronto.

La ausencia la curará de esta impresión, se dijo para sí aquel infeliz padre, y luego acariciando a su hija, la dijo:

—Serénate, nos esperan algunos amigos, veremos qué noticias hay, estoy muy inquieto.

El padre y la hija, esos nobles corazones que se confundían en un solo sentimiento, el de la ternura y la abnegación, no creían que existiera en el mundo la hiel del engaño y de la traición.

El mundo brota flores llenas de perfume, pero esas flores se desgarran entre los abrojos de este erial, al embate del huracán terrible de los desengaños.

III

La casa de don Alfonso era concurrida por mexicanos y europeos, la mayor parte liberales.

—Este tudesco, decía un español ayudante de Prim, la va a pasar muy mal, no sabe a qué país ha venido a tener problemas.

—Es un caballero, replicaba otro español, pertenece a una familia distinguida.

—Paisano, yo me río de esas distinciones, todos hacen lo mismo, nosotros hemos sacado una ventaja.

—Diga usted cuál es.

—Está al alcance de todos.

—Yo no la veo.

—Paisano, antes existía un odio implacable entre mexicanos y españoles; pero desde la brillante acción de mi general, el conde de Reus, todo ha desaparecido; españoles y mexicanos estamos contra los gabachos: lea usted la historia, y vea lo que nos han hecho en nuestra España estos bandoleros, ¡rayo! si me dan tentaciones de filiarme en los batallones de Juárez, ¡voto al diablo! Perdone usted, señorita Clara, cuando hablo de ciertas cosas, me vuelvo un rinoceronte.

Clara se reía, era muy feliz para darse por ofendida.

—¡Vea usted, continuó el español, haber espetado ese viejo zorro de Forey esa carta ridícula sobre las corridas de toros, cuando en su país se lidian reyes como Luis XVI y María Antonieta!

Don Alfonso aplaudió una salida tan original, y en toda la tertulia se difundió el buen humor y la hilaridad.

—En eso estamos de acuerdo, respondió el antagonista.

—En ese punto todos los españoles debemos estarlo; no nos faltaba más que estos ladrones de repúblicas se escandalizasen por nada.

—Dicen que la civilización proscribe los palenques.

—Lo que proscribe o debiera proscribir, son esos genízaros, que no sirven en el mundo más que para llevar el luto y la desgracia por dondequiera que caen; porque los franceses son las langostas de las nacionalidades.

—¿De qué parte de España es usted?

—Andaluz, caballero; de la tierra de Dios, de Cádiz, donde el Napoleoncito no pudo entrar; porque allí no se cargaban los cañones con caramelos ni avellanas, ¡viva Andalucía!

—Esto merece, dijo Alfonso, una copa de champagne; y tocando la campanilla ordenó al criado trajese unas botellas.

—Como que usted es gaditano, dígalo toda la sal y hermosura de su hija Clara.

—Gracias, caballero.

Sirvióse el champagne; y como era consiguiente, siguió una graciosa hilaridad.

—¿Qué preparativos hay para mañana, señor Rodríguez?

—Los mismos que a la entrada del ejército francés, una edición corregida y aumentada.

—Dicen que el arco es muy de buen gusto.

—Estoy por los de flores, como esos mil quinientos que pusieron los indios de Cholula.

—Diga usted qué sabe de programa.

IV

—Voy a satisfacer la curiosidad de usted, dijo Enrique entrando en el salón.

—Hola, Enrique, no pudo usted llegar a mejor tiempo, se necesitaba la lengua del Fígaro mexicano para esta descripción.

—Señorita, usted me honra con ese nombre, no soy más que un cronista de mala ley.

—Adelante; tome usted una copa y comience.

—A la salud de usted, Clara.

—Gracias, Enrique.

—Pues, señor, dijo el dandy, esta gente no inventa nada nuevo, siempre lo mismo, ya duelen los ojos de ver gallardetes, y los oídos de tanta música de viento que no se ocupa más que de tocar el «Beso», importación francesa.

—Es un vals primoroso.

—Sí, pero tanto «Beso» ya revienta.

—Vamos al grano; ¿qué hay de fiesta?

—Pues, señor, el prólogo de esta festividad comienza en la Villa de Guadalupe, como en los suspirados tiempos del virreinato, cuando SS. EE. tributaban su primera ovación a la virgen de Guadalupe y sus primeras miradas a la crujía de plata.

—Adelante.

—Lo más selecto de nuestra sociedad de a caballo, se reunirá en la Alameda para salir en busca de sus amados soberanos.

Luego la parte bruta de la comitiva se enjaezará elegantemente. Las señoras irán en carretelas abiertas, esto es más pasable, ¿no es verdad? Pues hay otra cosa más curiosa aún; los bípedos, es decir, los individuos pedestres, se vestirán de frac y calzarán guantes blancos para empuñar unas banderitas con un águila imperial en el centro.

Esto es un víctor de escuela propiamente ¡no importa!, volveremos a la edad de oro. ¿Ninguno de ustedes tiene preparada su banderita?

Todos respondieron con una risa burlona.

—Este Enrique es atroz, dijo Clara moviendo graciosamente la cabeza.

—Nada hay de extraño en mi pregunta, todos debemos saludar a los soberanos; estoy seguro que el señor Fajardo ya está desde esta hora en la estación con bandera en mano esperando a los archiduques.

—Ha tomado usted por su cuenta a ese matrimonio.

—Él me ha tomado y a la población entera por la suya; pero, continuó: el prefecto político y el Ayuntamiento de la imperial ciudad, saldrán con mazas a entregar las llaves de México. Efectivamente, no está mal amasado el negocio. México es una casa de vecindad cuya llave la entregan al primero que la ocupa; Forey se llevó la renta adelantada y la llave, que era de oro. El primado de la Iglesia, monseñor Labastida, irá en una carroza tirada por cuatro frisones, ostentando toda la humildad del pastor de Jesucristo; perdonen los súbditos de S. M. C., pero este Evangelio de nuestro clero no está a mi alcance.

—¡Qué lengua, Dios mío!, exclamó Clara.

—No hay que asustarse por tan poco, que yo pienso catolizarme a la usanza de monseñor. La procesión va a estar muy ordenada después de una batería mexicana, porque es necesario hacernos creer que desempeñamos el primer papel, seguirán los obispos de Michoacán y Oaxaca que no son malas baterías. Don Benito no le perdona al Santísimo Padre la remisión de un prelado a su cacicazgo de Oaxaca.

—¡Si acabara usted, Enrique!

—Falta muy poco. Se ha mandado a los pueblos que envíen el mayor número de indios que les sea posible: es necesario que SS. MM. vean muchos indios y muchas indias. Se me asegura que los alcaldes han estado ensayando a las tribus en lo que tienen de gritar con entusiasmo al paso de los soberanos.

En el llano de Aragón descenderán de su carruaje los emperadores y recibirán las felicitaciones. Me parece muy poco diplomático presentar respetos a un rey en un potrero. Esta cuestión le toca al señor de Fajardo resolverla.

—Y vuelta con el señor de Fajardo, dijo Clara.

—Prosigo: en la Villa de Guadalupe le toca hacer los honores al venerable cabildo, donde se repetirá aquello del palio y el Te Deum, y las caravanas, y los doseles, y todas las ceremonias del rito monárquico que la clerecía guarda en su guardarropa del virreinato.

El arzobispo les presentará una cruz para que la bese la augusta pareja, y en todo caso se les salga el diablo austriaco, porque al aceptar la nueva patria, es consiguiente que el diablo que los tiente sea mexicano. Ya sé dónde está el diablo, aseguran que en la tesorería de la nación.

—¡Jesús! ¡Jesús!, dijo Clara, este Enrique no perdona a nadie.

—Adelante, dijo el dandy componiéndose los bigotes. He visto en la imprenta el discurso del prefecto político, Villar y Bocanegra, y es un documento curiosísimo: la autoridad hace un baturrillo, una verdadera ensalada con el cerro del Tepeyac y el Departamento del Valle, la virgen de Guadalupe, Luis Felipe, los indios, Zumárraga, los mexicanos, Napoleón III, las mejoras materiales y el rey de los belgas, que no lo entendería nadie, excepto una persona, el señor Fajardo.

SS. MM. tomarán un refresco en la Colegiata, donde los abrumarán con brindis los canónigos. Después emprenderán su marcha a la capital. Señores, México se presentará ataviada como una novia, llevará todas sus galas de fiesta, todo su lujo de los días grandes.

Las puertas del Palacio tienen unos arcos dorados de un gusto raro; los balcones unos cortinajes de mucho costo a la nación y muy poco intrínseco. Sobre cada una de las puertas hay un retrato de Maximiliano; me parecen muchos retratos para un solo individuo, sin contar con los que el clero ha colocado en los altares, del lado de la epístola.

Los edificios públicos están suntuosamente adornados, y todas las calles del tránsito llenas de flores, cintas, colgajos, candiles y gallardetes.

En la Plaza de Armas (cerrando la entrada de la calle de Plateros), se levanta un arco que no está mal; por supuesto que está dedicado al emperador, hoy todo se le dedica, absolutamente todo; hay en el Progreso unos pavos a la Maximiliano que trascienden a veinte cuadras, y unos pastelones imperiales que dan ganas de… pero adelante.

El arco es de orden romano; cuatro columnas lo sostienen, y en los intercolumnios se descubre en relieve la alegoría de las ciencias y las artes; yo era de parecer que se pusiese una alegoría de Saligny cuando negó su firma en los tratados de La Soledad.

—Se prohíben las paréntesis, dijo Clara.

—Sobre el cornisamiento hay un friso donde van representadas en bajo relieve la Comisión de Miramar y la Junta de Notables.

Los cuadros son preciosos: figúrense ustedes que a un pintor se le antojase trasladar a un lienzo a todos los concurrentes a la misa de doce y cuarto, y tendremos idea del sublime pensamiento que se desarrolla en el arco triunfal.

Mi barbero, que fue miembro de la Asamblea, va a reclamar porque no se encuentra en el bajorrelieve.

Sobre el friso, que sirve como de zócalo, se levanta gigantesca la estatua de otro emperador, es decir, otra estatua de Maximiliano; a su derecha tiene la figura que representa la Equidad y a la izquierda la Justicia; con razón dicen que la justicia es un cero a la izquierda.

Un poeta ha escrito unos dísticos que se han colocado artísticamente en el arco susodicho, y que pueden con todo y arco arder en un candil; dicen así:


El soberano la Nación dirige.
La ley gobierno, la justicia rige.
 

Por base el trono a la justicia tiene

Y en la equidad y el orden se sostiene.
 

Estos versos adolecen la lógica: era necesario que las palabras equidad y justicia estuvieran en el verso y el poeta las plantó, como en Palacio los tres retratos del emperador.

—Caballero, dijo el señor Rodríguez, no ha dejado usted títere con cabeza.

—Después de lo dicho, no nos queda más que oír los repiques atronadores, las salvas de artillería, los cohetes infernales y el vals del Beso, sin contar con los gritos descompasados de los policías secretos y de los niños de las escuelas municipales. Si a esto se agrega un discurso del señor Fajardo, la fiesta no deja nada que desear.

—Ha puesto usted en caricatura la fiesta cívica, Enrique, dijo Clara, me ha quitado usted la ilusión; ¡yo que pensaba asistir por lo menos al balcón de ese señor Fajardo que tanta tentación le causa!

—Más me causa su hija, que es bellísima, nunca igualando lo presente, señorita.

—Gracias por la galantería.

—No debe usted privarse de esa diversión, porque no todos los días se ven entrar emperadores; en cambio nunca se les ve salir, porque lo hacen a horas excusadas.

—Siempre el mismo, dijo don alfonso, tiene usted una lengua rayada.

—Lo que siento es no pertenecer a la nobleza, porque no concurriremos a las intriguillas de la corte: estoy seguro que más de cuatro señores han soñado con la Pompadour y la Maintenón.

—Está usted esta noche insufrible.

—La señora doña Canuta ya se juzga una Montespán; el pájaro que llevaba la noche pasada indica que va a hacer furor en la corte de los austriacos.

Clara no pudo contener la risa.

—Era un pavo de Indias, dijo el andaluz, de esos que usted asegura que hacen trufados a la Maximiliano.

—Vamos de murmuraciones, amigo mío.

—De algo han de servir los prójimos, y sobre todo las prójimas.

—Esa señora es respetable.

—Debía serlo por su edad; pero… la verdad no tengo fuerzas para indultarla después de lo del pájaro.

—Como los austriacos son fatalistas, dijo el andaluz, van a desconfiar del porvenir en viendo el tocado de esa señora; van a creer que es un pájaro de mal agüero.

V

Al día siguiente, 12 de junio del año de gracia de 1864, entraron en la noble ciudad de México los señores archiduques Maximiliano y Carlota de Austria, a ocupar el antiguo trono de Moctezuma.

VIII. La montaña

I

El ejército de la república estaba envuelto en la derrota más completa; las defecciones estaban a la orden del día, y los patriotas eran asesinados en los campos de batalla y subían al patíbulo en las ciudades.

—¡El espectáculo era horroroso!

La Europa cantaba victoria, la prensa ensalzaba al imperio y se cubría con flores la sangre de los mexicanos.

Entre tanto, la Unión americana tomaba grandes ventajas sobre los confederados, que hacían esfuerzos supremos, heroicos, para lograr su desatinada empresa.

El termómetro de la situación mexicana estaba en el Capitolio.

Los restos del ejército de Juárez se habían refugiado en las montañas y hacían una guerra sin tregua a los invasores.

Las sierras inaccesibles de Michoacán, eran los parapetos que la Naturaleza ofrecía a los defensores de la República.

Los franceses avanzaron hasta Zitácuaro, foco de la insurrección, no sin pérdida de gente, porque tras de cada roca se escondía un grupo de guerrilleros, desde donde hacía fuego sobre el enemigo, aprovechando las ventajas del terreno.

Cuando uno de aquellos soldados del pueblo caía en manos de los franceses, duraba su vida lo que dilataba el acto de fusilarle, a no ser en los grandes combates en que se les perdonaba la vida.

No pasaba un solo día sin un encuentro, una emboscada, un albazo, una derrota o cualquier incidente sangriento.

II

El coronel Eduardo Fernández, después de la toma de San Luis, se había dirigido con un grupo de valientes a ese benemérito Estado de Michoacán donde había más probabilidad de éxito en las operaciones militares.

Aquellas montañas son el asilo de la libertad y la fuente inagotable del patriotismo.

Martínez y Quiñones, derrotados en la Tierra Caliente, se habían reunido con su coronel Fernández, y campeaban por cuenta de la República exponiendo día a día su existencia, haciendo lujo de un valor temerario.

Ya no era el coronel Eduardo Fernández aquel guapo joven, elegante y apuesto. Su semblante se había tornado feroz en aquella guerra salvaje y sin cuartel; su cutis estaba tostado por el sol y el aire de las montañas; sus manos se habían encallecido; su traje estaba en jirones; su sombrero, azotado por la lluvia y los huracanes; sólo sus armas no estaban enmohecidas, y su caballo de batalla permanecía lozano como a la salida de la capital.

Quiñones y el capitán Martínez tocaban a la desnudez; sus botas se habían cambiado por huaraches, y de las camisas les quedaban unos jirones.

Martínez le había robado a un colegial de la catedral de Morelia un manteo colorado del cual se habían hecho blusas él y su compañero de campaña; pero ya las blusas tocaban a su último día, o por mejor decir, ya habían tocado a su término.

Ese aspecto de miseria hacía parecer a aquellos hombres como unos bandoleros.

La vida nómada que arrastraban, había gastado hasta cierto punto su corazón, y ya la muerte les parecía una cuestión de poco momento.

III

Fernández estaba en una barraca conversando acaloradamente con sus oficiales: señores, decía, es necesario darles un albazo, es pequeña la guarnición francesa y alcanzaremos un éxito favorable.

—Las fuerzas de Méndez están muy retiradas y no podrán ponerse a nuestro alcance.

—Yo apruebo, gritó Martínez, ya estoy cansado de esta guerra solapada, quiero habérmelas frente a frente con el enemigo: ¿tú qué dices, Nicolás?

—Yo estoy dispuesto a todo, mi coronel, dijo un guerrillero que va a figurar de una manera trágica en estas páginas.

—Quiñones, usted alistará los cien infantes de que disponemos y avanzará hasta las orillas de Zitácuaro, de manera que se halle usted en las goteras al amanecer. Tú, Nicolás, adelántate con cincuenta caballos hasta ponerte sobre el camino de Morelia, y usted, Martínez, me acompañará.

—Listo, gritó el capitán.

—Yo, dijo Nicolás, haré una escaramuza por la parte del Sur de la ciudad, y ustedes caerán por el lado opuesto posesionándose de los mejores edificios: me encargo de cortar la retirada.

—Todo simultáneamente, amigos míos, la victoria estará mañana de nuestra parte.

—Compañero, dijo Martínez despidiéndose de Quiñones, mañana nos habilitamos.

Nicolás Romero reunió a sus guerrilleros, y les dio algunas órdenes.

Los soldados se dispersaron por el monte, y Nicolás se internó solo en los breñales del camino.

Quiñones destacó en grupos a su fuerza, y tomando un camino extraviado, se perdió entre los bosques de la serranía.

El coronel Fernández estuvo esperando que cargase la noche, y a las dos de la madrugada le gritó a Martínez que ya era hora.

El guerrillero montó a su caballo, se aseguró como siempre de su pistola, y siguió a su jefe que a todo escape se dirigía a la plaza de Zitácuaro.

IV

La noche era densamente oscura, y comenzaban a caer algunos goterones precursores de la tempestad.

Después de algunas horas de camino, los guerrilleros acortaron el paso y se iban deteniendo ante los grupos de hombres que encontraban, daban la contraseña y seguían adelante.

Sonaron los pasos de un caballo.

—Es Nicolás, dijo Martínez en voz baja.

En efecto, el bravo guerrillero se acercó con el mosquete preparado a reconocer a los dos jinetes.

—Mi coronel, dijo, todo está dispuesto, los franceses duermen a pierna suelta, ya entré en la ciudad, éste es el momento oportuno, la mañana se presenta nublada y esto puede ayudarnos.

—Martínez, póngase usted al frente de la fuerza de Quiñones y a un tiro de mosquete se arrojan sobre el cuartel con los cien infantes; es necesario que el movimiento sea violentísimo.

Martínez se alejó precipitadamente y Eduardo se quedó con Nicolás Romero.

V

Dios ha dotado ciertos corazones de un valor sobrenatural y ha dado temple heroico a las almas que destina para el martirio.

Nicolás Romero, hombre nacido en la cuna del pueblo, lleno de sentimientos nobles y generosos, se había lanzado de años atrás a la revolución llevado de un noble desinterés, elevando a cuantos le rodeaban, sin aspiraciones, sin envidia, sin ostentación; era un verdadero hijo de la república.

Desde que los franceses aparecieron en Veracruz, Romero había empuñado las armas, era su segunda época.

Si ha habido buenos guerrilleros en el país, Romero puede contarse entre los de primer orden.

Era el hombre incansable, su rapidez en los movimientos era proverbial.

Su destreza en las combinaciones lo hacía aparecer como un hombre hábil y experimentado.

Su valor jamás fue desmentido, luchaba como un león y era terrible en un duelo personal.

Romero había renovado los tiempos gloriosos de la independencia, era un valiente con quien podía contarse en un lance por temerario que fuese, nunca había observaciones, siempre estaba dispuesto a todo sin reparar en grados, sometiéndose a personas aun de menos graduación.

Nicolás Romero era conocido de todo el mundo, temido, y con razón, de sus enemigos.

Hacía tiempo que los franceses lo traían en sal y le preparaban mil emboscadas que todas las trascendía el astuto guerrillero.

Parecía que su caballo tenía alas, pues tan pronto estaba en un punto como a cien leguas distante, parece que se reproducía.

A veces los periódicos perdían la brújula y cada uno anunciaba a Romero en diferentes lugares.

Romero había llegado cien veces a las goteras de México y merodeaba por los alrededores a su sabor, sin inquietarle las columnas francesas que recorrían el Valle de México.

Toluca estaba amagado continuamente por el guerrillero y no dejaba un momento de descanso a los invasores.

En el desastre universal, conservaba la presencia de ánimo, y si había ido a Michoacán, era para engrosar sus filas con aquellos hombres de la revolución militante, que no cedían sin disputarle con su sangre un átomo de terreno a sus enemigos.

Nicolás había tenido una brillante acogida entre sus compañeros, y no hacía mucho tiempo que se encontraba entre ellos cuando dispusieron la sorpresa de Zitácuaro.

Ya hemos visto esa táctica de los guerrilleros; en cualquier ejército esas disposiciones fueran los síntomas de la derrota.

Ningún general tocaría dispersión para concentrar horas después en un punto dado a sus soldados.

Aquellos hombres que en plena paz y estando atendidos en sueldo y vestuario, se desertan en bandadas, permanecían fieles y sumisos en los instantes de crisis y de muerte.

Estos fenómenos sólo se efectúan en las filas del pueblo y cuando se defiende el principio sagrado de emancipación y de independencia.

VI

La hora avanzaba.

Nicolás Romero y el coronel Fernández se situaron en las calles adyacentes a la donde estaba situado el cuartel.

A un disparo de mosquete, Quiñones y Martínez se lanzaron con denuedo sobre el centinela que cayó muerto a sus pies.

Penetraron en el cuerpo de guardia; pero los franceses estaban alerta y allí se trabó un combate terrible a la bayoneta en que fueron arrojados, Quiñones, Martínez y sus soldados.

El resto de la fuerza francesa tomó la altura y comenzó a hacer disparos sobre el grupo de los soldados que se retiraban.

VII

—¡Pie a tierra!, gritó Nicolás Romero, y dejando su caballo entróse en la casa inmediata, subió con todos sus soldados a la azotea y se anunció con una descarga de mosquetería sobre los franceses.

A la retaguardia del cuartel había otra casa por donde Martínez subió a la azotea, y allí volvió a trabarse otro combate sangriento.

Nicolás Romero, que percibió entre la opaca luz de la mañana lo que pasaba, volvió a la grupa de su caballo, y seguido del coronel Fernández y su gente, entró en el cuartel disparando los seis tiros de su pistola.

El fuego del interior y la lucha en la parte alta del edificio, introdujo el desorden en las filas francesas, que comenzaron a replegarse en los patios interiores para emprender una salida desesperada.

La lucha de la azotea había cesado, la superioridad numérica hizo sucumbir a los franceses, todos muertos o mortalmente heridos.

Entonces Martínez y Quiñones con su fuerza diezmada en el combate, bajaron a auxiliar a Nicolás Romero que resistía el choque terrible de los franceses.

Ya había amanecido cuando los franceses se entregaron prisioneros y a discreción.

—Los fusilaremos luego, luego, mi coronel.

—¡Silencio!, dijo el coronel Fernández, que se pase lista.

Martínez y Nicolás Romero dieron cumplimiento a la orden.

De la infantería faltaban cuarenta y ocho hombres entre muertos y heridos.

De la caballería veinte guerrilleros; total, sesenta y ocho hombres fuera de combate.

El enemigo perdió toda su fuerza, pues los soldados que no habían sucumbido quedaron prisioneros.

El coronel llamó aparte a Romero.

—¿Qué hacemos de esa gente?, le dijo.

—¡Qué sé yo!, respondió Nicolás, nos basta haberlos vencido; ¡lo demás no es cuenta mía!

—¿Qué le decimos a la tropa que pide su muerte delante de los cadáveres de sus compañeros?

—Es cierto, que yo no sé qué decirles; pero yo no he matado a nadie fuera del momento.

—Oye esos gritos ¡vive Dios!, que tienen razón nuestros soldados.

VIII

Era un grave compromiso.

La gritería aumentaba, el pueblo de Zitácuaro unía sus clamores a los de la chinaca y aquello se convertía violentamente en un motín que podía dar por resultado un acto de barbarie inaudito.

—Tenemos mucho que vengar, Nicolás, llevamos cerca de dos años de sufrimientos, de miseria y de sangre.

—Si estuviera en nuestro poder ese señor mariscal, yo no dudaría un momento en fusilarle; pero estos miserables no merecen ese honor.

—¿Y cómo aquietar la grita?

—Es negocio mío, dijo Nicolás, y salió a la calle donde estaba la tropa y el pueblo pidiendo a voces la muerte de los prisioneros.

Luego que apareció Nicolás Romero, lo vitorearon con entusiasmo.

El guerrillero se descubrió la frente y dio tres vivas a la República.

—¡Mueran los franceses!, gritó una voz, y cien la repitieron con rabia y desesperación.

—Sí, mueran, gritó Nicolás; pero mis soldados no son verdugos, el que quiera matar a los prisioneros, tiene franca la entrada.

Todos permanecieron en silencio.

—Mis valientes saben pelear en el campo de batalla y respetar a los vencidos; ellos quieren dar una lección a sus enemigos.

—¡Viva Nicolás Romero!, gritó el capitán Martínez, y metiendo su caballo entre tumulto, le dio un abrazo al bravo guerrillero.

—Ya todo está concluido, dijo Nicolás al coronel Eduardo.

—¡Muy bien, Nicolás!, ¡eres todo un hombre!

—Llevaremos a los prisioneros al general Riva Palacio.

IX

Pocos días después, se publicaba en los periódicos de la capital una carta de un prisionero de donde tomamos los párrafos siguientes:

«Las fuerzas de Romero, Solano y Castillo, cayeron improvisamente sobre nosotros.

»El jefe de nuestra escolta perdió la vida.

»La fuerza del enemigo era superior a la nuestra. Nosotros nos defendimos; pero acabamos por ser batidos.

»Yo he salido muy bien librado, pues pasando por alto un lanzazo que me pasó el vestido del lado del corazón, todos se sorprenden de que no haya sido víctima del primer momento de furor de los soldados o pasado por las armas después de haber caído en sus manos. Cierto es que ninguno está más sorprendido que yo mismo.

»En fin, héme aquí sano y salvo.»

X

La noticia de esta derrota causó una grande alarma en el ejército.

Libráronse órdenes de que batieran a los republicanos de Zitácuaro, y una columna del ejército franco-mexicano se dirigió a aquella ciudad a vengar a sus compañeros.

Luego que las fuerzas de Zitácuaro supieron la aproximación de fuerzas superiores, dejaron la ciudad, esperando en los alrededores la llegada del enemigo.

Nicolás Romero estaba, como siempre, a la vanguardia, y comenzó a escaramucear con mucho éxito; pero el enemigo a su vez reforzó sus tiradores y la escaramuza tomaba las proporciones de una batalla.

El valiente guerrillero daba un verdadero espectáculo.

Montaba un alazán fogoso que ya tenía los encuentros e ijares cubiertos de espuma, y sin embargo, luchaba con todo el vigor de su raza, obedeciendo las indicaciones de la diestra mano que lo llevaba.

Sacudía la cabeza lleno de soberbia y su aliento era abrasante.

Ya acometía, ya se sentaba en los cuartos traseros, ora emprendía una carrera veloz y se detenía ligero en medio de ella, ora se fijaba inmóvil a pesar de las detonaciones de la fusilería o se lanzaba sobre el fogonazo tirado a quemarropa.

El guerrillero se salvaba por milagro en cada relance y la bala de su mosquete se perdía en las filas contrarias.

Romero no hacía caso de su pistola sino en los lances supremos.

Los soldados le imitaban, y cada uno de aquellos hombres sostenía luchas personales más terribles que un duelo inglés.

El parque comenzaba a faltar y los fusiles de los republicanos no todos tenían bayonetas.

Esta circunstancia era terrible en el supremo instante de una carga.

XI

La caballería enemiga esperaba una oportunidad para lanzarse sobre la infantería que ya flaqueaba.

Quiñones y Martínez habían tomado dos fusiles que estaban al lado de unos muertos, y se pusieron a hacer fuego sobre el enemigo.

El coronel Fernández no cesaba de alentar a sus soldados con gritos de entusiasmo; pero como antiguo militar, comprendía que se acercaba el momento de la derrota.

—Mi coronel, gritó Nicolás, comience usted a retirarse que yo lo protejo; y volviendo a todo escape al sitio donde los guerrilleros detenían al empuje del enemigo, emprendió con más ardor el combate.

—¡Quiñones!, gritó el coronel, defienda usted este punto hasta morir, tome usted dos compañías de tiradores, mientras yo me retiro con el resto de la fuerza.

Quiñones se posesionó del cerro buscando el lugar más a propósito, y Martínez comenzó a desfilar a la vanguardia iniciando el movimiento retrógrado.

El enemigo destacó un trozo de caballería al ver que Martínez se retiraba.

Los guerrilleros fueron abandonando palmo a palmo el terreno, hasta colocarse a retaguardia de los tiradores.

Éstos detuvieron el trozo de caballería con todo éxito; pero las columnas de infantería avanzaban a paso veloz y dentro de diez minutos serían arrollados por completo.

Quiñones hacía fuego en retirada y se iba internando en el mayor orden posible.

El coronel Eduardo a la retaguardia de su columna caminaba apresuradamente temiendo ser alcanzado por el enemigo.

El terreno favorecía a los republicanos, que eran conocedores.

Nicolás Romero se había perdido por las veredas.

XII

Cuando la tropa alcanza un triunfo, camina con una velocidad increíble, así es que los imperialistas seguían muy de cerca a los republicanos, esperando coronar su victoria con la aprehensión de la mayor parte de la fuerza.

En cuanto al botín sería muy pobre; porque aquel sufrido ejército no tenía más que harapos y la vida que dejar en manos de los vencedores.

Nicolás Romero comprendió el peligro y se decidió a salvar a la fuerza de Fernández.

Cuando los imperialistas estaban en desorden, por efecto de su violenta persecución, el guerrillero cayó como un tigre a la vanguardia y logró hacerlos retroceder un tanto desmoralizados por la sorpresa.

Los clarines enemigos tocaron «alto».

—¡Estamos salvados!, dijo Nicolás, haciendo alto también para dar descanso a sus guerrilleros.

Fernández siguió avanzando a pesar de la fatiga y del cansancio que abrumaba a sus soldados.

Dos horas más y todos estaban fuera de peligro.

Había pasado una media hora, cuando los soldados traían al teniente Quiñones sobre unos fusiles.

—¡Me han matado al oficial más valiente!, exclamó el coronel y pasó su mano por la frente cubierta de sudor.

Efectivamente, Quiñones estaba atravesado por una bala.

Venía pálido, sus labios estaban secos y su rostro intensamente descolorido.

—Quiñones, dijo cariñosamente Eduardo tomando entre sus manos la cabeza del guerrillero, ¿qué le pasa a usted?, ¿qué tiene?

—Nada, mi coronel, había de llegar un día en que… ¡yo me muero!…

—No, no morirá usted porque es valiente y la patria lo necesita.

—Le he dado mi sangre.

—Sí, pero yo no quiero que la existencia de usted se acabe tan pronto.

El coronel no podía contener sus lágrimas que a su pesar corrían por sus mejillas.

Los soldados estaban tristes.

—¡Vamos!, formen ustedes, muchachos, una camilla con mi jorongo y unas ramas, nos llevaremos al teniente, lo curaremos y él se aliviará.

—Mi coronel, dijo Quiñones, es usted mi padre.

Mientras que los soldados formaban la camilla, llegó Romero y dijo entusiasta al coronel: señor, Quiñones me ha avergonzado, se bate como un león, yo pido su ascenso inmediato.

—¡Soldados!, exclamó con entusiasmo el coronel, en nombre de la república y sobre el campo de batalla, doy al teniente Quiñones el empleo de capitán efectivo.

—¡Viva Quiñones!, gritó la tropa tirando al aire sus sombreros.

Quiñones se echó a llorar como un niño.

—¡Viva la independencia!, dijo Romero con voz de trueno.

XIII

La camilla en que se colocó a Quiñones, se adelantó custodiada por unos guerrilleros.

—Señor, dijo uno de los de Romero, la caballería nos sigue la pista.

—En marcha, señores, yo los detendré mientras se acerque la noche.

Efectivamente, Nicolás Romero tornó a encontrar a los imperialistas, que llenos de furor le acometían de muerte.

Nicolás sabía que una vez prisionero, su existencia estaba perdida; así es que luchaba con desesperación, sin pensar en las garantías que concede el derecho de la guerra a los prisioneros.

Los soldados no podían sostenerse por más tiempo, sus caballos les faltaban acaso en los momentos más críticos, habían hecho más de lo que debían.

La noche comenzaba a cerrar; pero la luna aparecería bien pronto alumbrando con sus resplandores el campo de los republicanos.

Comenzaba a percibirse entre las sombras de los árboles los fogonazos de la mosquetería.

La fuerza enemiga, temiendo perder su victoria, se detuvo para ordenarse, en tanto que Romero se replegaba a su campo, muerto de fatiga y de cansancio.

Martínez se quedó de avanzada en la vereda deseando que avanzaran los imperialistas; porque exasperado con la desgracia de Quiñones, estaba posesionado de un furor infernal.

—Estamos mal, dijo el coronel a Romero, nuestra fuerza ha tenido muchas bajas, y temo que al amanecer la derrota sea completa; los infantes no pueden ya dar un solo paso.

—Así está el enemigo, respondió Nicolás, sus pérdidas han sido mayores y la persecución va a ser muy débil; por ahora podemos dormir tranquilos.

—Esa confianza te ha de perder algún día, Nicolás.

—Puede ser, lo que me desanima en esta lucha, es que la mayor parte de los jefes está en el extranjero y va abandonando el terreno.

—Es verdad, todos han pasado las fronteras, pero nosotros conservaremos el fuego.

—¡Demonio!, dijo Nicolás, pensar qué en cualquier momento nos pueden matar y que la revolución se acaba.

—Vendrá más tarde la reacción: este ímpetu de los franceses es temible; yo mismo he estado a punto de perder la moral.

—Todo está ocupado por el enemigo, todo, no nos queda ni un pueblo de importancia, los recursos no me importan, comeremos hierbas, pero dejar así no más perder la nación.

—Ya ves lo que ha pasado, hasta el Sur lo recorren a pesar de que allí es el asilo de los patriotas.

—¡Demonio!, el temperamento de Acapulco no dejará un argelino con vida.

—Lo que menos me importa es ese cuerpo de austriacos y belgas; a ésos les he pegado cuantas veces se han atrevido a parárseme delante.

—Son unos desgraciados hortelanos o baratilleros de su tierra, que entienden tanto de armas como de decir misa.

—En el encuentro pasado tiraron los fusiles y echaron a correr como unos gamos; ahí traigo su armamento que es muy bueno, lástima de los marrazos que se llevaron a la cintura.

—De que veo plumas en el sombrero, ya no hay temor, son ellos, derrota segura, ya les he dicho a los muchachos que no los maten. Los belgas son unos niños inofensivos, parece que los han reclutado en la casa de expósitos.

—Mi coronel, si ésa es la gente que nos ha de subyugar, desde luego que no habrá tal trono ni emperador.

—Nicolás, dijo el coronel, duerme un rato mientras yo velo, nos turnaremos mientras amanece.

—Está bien, dijo el guerrillero.

Se apeó del caballo atándose a la cintura el cabestro, y se tendió debajo del primer árbol.

Eduardo recorrió su campo contemplando a aquellos soldados infelices, que dormían profundamente sobre las rocas de las veredas.

—¡Desgraciados, decía, no tienen más esperanza que la muerte, pobres compañeros! Si llegamos a triunfar, su condición acaso se hará más infeliz, quedarán encerrados en los cuarteles y sujetos a la ordenanza, o se les mandará miserables a sus hogares abandonados. Si mueren, nadie recordará sus nombres ni que han derramado su sangre por la patria, sus hijos quedarán en la miseria: ¡pobres soldados míos, yo los amo como a mis hijos!

XIV

Un aire frío y sutil anunció que la mañana se acercaba.

—Coronel, dijo Romero, me he dormido como un pastor, ahora le toca a usted.

—Ya no hay tiempo, no dilata en amanecer; que la camilla de Quiñones se eche adelante y sigamos la marcha.

Los guerrilleros estaban listos, la infantería comenzó a desfilar, pero Martínez no se hizo alejar de la avanzada por no poner en alarma al enemigo.

La fuerza republicana llevaba cuatro horas de adelanto, iba yerta de frío, pues las luminarias la hubieran denunciado al enemigo.

Amanecía cuando el capitán Martínez percibió que la infantería imperialista abandonaba la montaña dirigiéndose rumbo a la ciudad, y que una sección de caballería se organizaba para darle alcance a la fuerza que se creía iba en dispersión.

Volvió grupa con los guerrilleros hasta reunirse con Nicolás y el coronel.

—Señores, dijo, es necesario hacerles frente, la infantería se retira y a los dragones que vienen en nuestra busca estoy seguro de pegarles.

Romero, que le hablaban en su idioma, se volvió a Eduardo.

—Mi coronel, jugaremos el todo por el todo, tenemos la ventaja del terreno, colocaré a la infantería en esta loma, y fingiendo que huyo los haremos caer en la emboscada.

El coronel recorrió con la vista el campo y respondió:

—Está bien, yo me encargo de la operación, avancen ustedes a lo largo de la vereda, y mucho cuidado, la desgracia de Quiñones me tiene preocupado, no quiero tener otra pesadumbre.

—El coronel tiene un corazón de ángel, dijo Nicolás, y seguido de Martínez y los guerrilleros tiró vereda adelante hasta encontrar a la fuerza imperialista.

XV

Eduardo dividió su fuerza, situándola en dos lomas cubiertas de árboles y de follaje, que servían de entrada a un camino estrecho por donde forzosamente tenía que pasar el enemigo.

Los soldados echaron pecho a tierra, y entraron en esa expectativa violenta que precede a los momentos del combate.

Una hora había pasado cuando se dejaron oír los tiros de los mosquetes, después la gritería de ordenanza, después la carrera tumultuosa de los caballos.

Tras una nube de polvo, o más bien, envueltos en ella, aparecieron los guerrilleros vitoreando a la república para no ser confundidos con los imperiales.

La fuerza enemiga creyó en una derrota completa, y sin poderse contener, se echó con desesperación sobre los fugitivos, haciéndose compacta en la estrecha vereda que conducía al portezuelo donde estaba la infantería del coronel Eduardo.

A una señal se levantaron los soldados a hicieron una descarga cerrada sobre los dragones, que no esperando tal sorpresa, se hallaron aturdidos, pues habían caído de plano en la emboscada.

Una segunda descarga acabó de desmoralizarlos.

Entonces Romero y Martínez, volviendo grupa, cerraron contra ellos, y pasando sobre una alfombra de cadáveres, hacían prisioneros a todos los que no fueron bastante avisados para huir.

Los clarines tocaron diana, resonaron mil gritos de victoria y los soldados comenzaron a desnudar a los muertos y prisioneros mientras Martínez recogía el armamento y los caballos.

—¡Viva el comandante Martínez!, gritó Nicolás abrazando al bravo guerrillero.

—Estas divisas de capitán, respondió Martínez, las guardo para mi compañero Quiñones.

XVI

Estas victorias parciales, los imperialistas las convertían en derrotas con la mayor desvergüenza.

A pesar de los triunfos que eran verdaderamente efímeros, se sostenía el pensamiento nacional, y como había dicho el coronel Fernández, conservaban el fuego patrio.

La república estaba en la hora de las vicisitudes: lo que no podían las armas, el destino se encargaba de completar.

Todos eran infortunios y contrariedades.

Hay hechos que parecen fabulosos por lo terribles, pero desgraciadamente pertenecen a la historia de la predestinación humana.

Aquel miserable cuerpo que no podía llamarse de ejército, estaba en momentos expansivos de la alegría.

El botín les parecía espléndido comparado con su infinita pobreza.

La lucha los había puesto en gran fatiga y la sed más terrible los acosaba.

XVII

En el Sur de Michoacán hay unos arbustos que dan una fruta pequeña y jugosa como la cereza; pero el licor que encierra es un veneno activo y terrible.

La tropa sedienta comenzó a tomar aquel emponzoñado fruto para mitigar el calor que la devoraba.

—¡Muy bien, Nicolás!, decía Eduardo, eres mi brazo derecho; la república premiará alguna vez tus servicios: tú Romero, mereces más que yo la banda que ciño.

—Éste es mi premio, dijo el guerrillero señalando el grupo de prisioneros, yo nunca espero nada; cuando la otra revolución se olvidaron de que existía, pero como que yo peleo por mi patria, me satisface saber que cumplo con mis deberes.

—Yo, dijo Eduardo, no tengo más aspiración que volver a México, allá está cuanto amo más en el mundo después de mis soldados.

—¿Está usted enamorado, coronel?

—Sí, profundamente, y no he tenido hasta ahora razón alguna de mi novia ni de mi pobre madre; ¿qué será de ellas? Nicolás, cuando se tiene familia no sirve uno para pelear, siempre tiene uno delante algo que le inquiete y le sobresalte.

—Es verdad, pero lo es también que a la hora todo se olvida, y no se busca otra cosa que acabar con el enemigo.

El coronel volvió a fijarse en las operaciones de la campaña.

—Organizaremos, dijo, otra expedición contra Zitácuaro.

—Y ya van tres, observó Romero.

—Espero a varios compañeros que deben reunírsenos; entre tanto, tú ocuparás el camino, y recorrerás, si lo crees conveniente, hasta el valle de Toluca.

—Ésos son mis terrenos, dijo Nicolás, aquí no hay recursos y yo puedo proporcionarlos; volveré con algún dinero.

—Pues hoy mismo partirás.

—Ya estoy dispuesto.

XVIII

Interrumpióse esta conversación, porque a corta distancia los clarines de orden dieron el toque de enemigo.

Los soldados corrieron a sus armas.

Martínez llegó a donde estaban Romero y el coronel.

—¿Qué pasa?, le preguntaron simultáneamente.

—No hay más enemigo que la muerte, dijo Martínez, la tropa está envenenada con esa maldita fruta; ¡para alejarse de los arbustos he dado ese toque, estamos perdidos!

—¡Esto es horrible!, gritó el coronel con desesperación.

—Dios nos abandona, exclamó Nicolás Romero. ¿Qué haremos?

—Nada, respondió Martínez.

La escena más espantosa se desarrolló a los ojos de aquellos dos hombres, que con tantos trabajos habían logrado formar un núcleo para sostener la revolución.

Los soldados, presa del tósigo, comenzaron a caer dando gritos horribles de dolor.

Los semblantes de aquellos infelices, pocos momentos ha llenos de alegría y entusiasmo, yacían cadavéricos, descompuestos y cubiertos de sombras.

La muerte caía de improviso en el campo republicano. ¡Dios había apartado la vista de los defensores de la república!

—¡No!, decía llorando el coronel Fernández, ¡mis soldados no merecían esta muerte, su sangre debía regar los altares de la patria! ¡El cielo se ha conjurado contra nosotros!

Era doloroso ver aquel cuadro que presentaba el campamento.

Los soldados que se veían libres del veneno, acudían a socorrer a sus amigos; es decir, a tomarlos en sus brazos para que muriesen tranquilos.

—Váyase usted, mi coronel, dijo Martínez, es horrible esta escena.

—El coronel Eduardo fue arrancado por Nicolás de aquel sitio, en tanto que Pablo Martínez daba sepultura en una fosa común a sus compañeros.

Los enfermos fueron conducidos en los caballos de los guerrilleros.

Martínez marcó aquel funesto lugar con una cruz formada de ramas.

—¡Demonio!, dijo saltando sobre su caballo, ¡es la primera vez que les toca levantar el campo a los vencidos!

¡Cuántos sacrificios olvidados!, ¡cuántos hechos heroicos!, ¡cuántos hombres hundidos en el polvo de la tumba en aras de la república!

IX. Amores imperiales

I

La corte de S. M. el emperador Maximiliano andaba un tanto revuelta con las noticias del extranjero, pues los enviados europeos desconfiaban del aseguramiento del trono, por la actitud hostil que presentaban los Estados Unidos.

Se decía por entonces que el gobierno americano había enviado unas notas no muy diplomáticas a las Tullerías, y que el emperador francés comentaba aquella correspondencia con más interés que la Vida de César.

Mientras Jefferson Davis estuviese en su Casa Blanca y Edmundo Lee tuviese a su disposición un ejército disciplinado y valiente, no había cuidado de que el imperio mexicano viniese a tierra al poderoso aliento de la doctrina Monroe.

Algo inquietaba a los imperialistas que a un simple llamado de la Unión acudiesen ochocientos mil hombres a empuñar las armas haciendo un total de millón y medio de soldados.

La estrella de la confederación había entrado en la penumbra y ya iniciado su eclipse, nada le apartaría de la sombra.

Era necesario acabar con los últimos restos de la república, para que al menos pasase el imperio como un hecho consumado.

Este sofisma provocaría la hilaridad en la patria de Washington.

II

El mariscal Bazaine daba partes pomposos y la prensa proclamaba que el pabellón nacional estaba solamente en la mano de Juárez, sin contar con otro defensor.

México daba el espectáculo grotesco de un renacimiento monárquico sin nobleza ni monarquistas.

La decoración había cambiado, la reacción se ceñía la corona, ya estaba cansada de tener acicalado el bonete de la teocracia.

La sociedad conservadora jugaba a la monarquía.

Se nombraron chambelanes, caballeros, damas, cancilleres, maestros de ceremonia, guardia palatina, y toda la comparsa y segundones que se necesitan para el aparato monárquico.

Resucitóse la Orden de Guadalupe, se estableció la del Águila Mexicana y la de San Carlos, expidiéndose despachos por millares, es decir, señalando las piedras del nuevo edificio como un maestro de obras numera su cantera, chiluca o sillería.

La sociedad de esos días era profana en materias cortesanas, lo que hacía reír a solas a los austriacos, a quienes se les notaba lo contrariados que se hallaban en su nueva corte.

Los recursos estaban en menguante.

El segundo empréstito no pudo cotizarse, así es que Napoleón tuvo que seguir pagando su ejército a pesar de los convenios.

Los franceses, como en todas partes, ya se habían concitado la enemistad cordial de todas las poblaciones.

El número de los fusilados ascendía a una cifra fabulosa.

Aún no se oreaba la sangre de la víspera, cuando una nueva lluvia refrescaba las gradas del cadalso.

—¡Qué importaba!, ¡ya teníamos jardín de fieras, alcázar de Chapultepec y rampa magnífica para ascender al nuevo Miramar de los augustos y nobles soberanos, y tertulias imperiales!

Todos estos elementos hacen la felicidad de cualquiera nación, a no ser que el pueblo se empeñe en ser desgraciado.

La revolución intestina comenzaba a roer las entrañas al imperio.

El clero estaba divorciado, porque creyó encontrar en Maximiliano un Felipe II y monseñor Labastida se creía un Torquemada, y los frailes soñaban en los católicos días del Santo Oficio y las fiestas cristianísimas en que los herejes eran conducidos con sambenito y vela verde a las hogueras de San Diego, donde hoy se levantan los frondosos árboles de la Alameda. ¡Cuánta ilusión burlada!

La sanción de las leyes de Reforma que dejaban al clero reducido a la nulidad y atacaban los principios del cristianismo moderno, fueron la transacción con la república.

Éste fue un manejo de Napoleón III.

El gobierno de Maximiliano pagaba su tributo al siglo XIX.

El impulso del ejército francés era decisivo, y la república estaba, como ya hemos dicho, en su hora negra.

Ya hemos visto los esfuerzos heroicos de los guerrilleros.

Lo que pasaba en Michoacán era un reflejo de los acontecimientos en toda la nación.

Cada rumbo tenía sus hombres y en cada departamento pasaban hechos como los de Nicolás Romero, sin más éxito que el de mantener viva la revolución mientras variaba de rumbo la aguja del destino.

El nuevo emperador después de su viaje a las minas de Guanajuato, se fastidiaba imperialmente con negocios de poca importancia; los cuales no variaban el estado fatal en que comenzaba a ponerse la cuestión monárquica.

Todo el mundo se equivocaba con las apariencias de una paz de sepultura; pero Maximiliano, que veía las cosas tales como eran, no creía en nada; sin embargo, luchaba desesperadamente en el mar embravecido de una próxima adversidad.

La joven archiduquesa no olvidaba las delicias de Europa, le parecía que estaba en un convento, pero su ambición satisfecha la mantenía resuelta sobre el trono.

Maximiliano pasó a Cuernavaca a tomar unos baños bajo la zona caliente, haciendo construir una habitación magnífica como residencia imperial.

La ciudad de Cuernavaca no es de lo más hermoso en cuanto a las obras del hombre; pero la mano de Dios ha bendecido aquellos campos, y las flores, los manantiales, los perfumes, las esencias, las auras y todo ese conjunto que anuncia una Naturaleza virgen y exuberante, se encuentra allí formando un nido de amores, donde descansa la ciudad como una paloma blanca aletargada con los aromas de los cafetales y la esencia de los naranjos.

Cuernavaca es la boca de la Tierra Caliente, desde allí comienza un descenso rápido que en un radio de menos de cien leguas y al través de caudalosos ríos, como el Mescala y Papagayo; de barrancas profundísimas, como las de San Gaspar y el Zopilote; de precipicios sin fondo; de montañas no bautizadas aún; tiene, por último término, los espejos del Pacífico que se rizan para acariciar las abrasantes arenas de sus desiertas playas.

Sobre aquella ciudad pesa una atmósfera que hace languidecer y cerrar los párpados en un sueño de amores y de felicidad.

Allí el corazón se rejuvenece y una corriente de simpatía atraviesa por él, despertándole a las impresiones blandas y halagadoras de una voluptuosidad purísima, en que el espíritu bate sus alas al mundo irrealizable de las ilusiones y de las esperanzas.

V

Era una de aquellas noches abrillantadas en que la luna recibe de lleno la luz esplendente del sol del trópico, para devolver a la tierra sus reflejos mates y bañarla con la luz fosfórica que poetiza cuanto toca.

Había caído una ligera lluvia y las flores alzaban sus frentes después del fuego abrasador del día, para enviar sus perfumes al cielo en las auras embalsamadas de la noche.

El aleteo de los insectos formaba un leve rumor que se confundía con los suspiros del ambiente entre las hojas húmedas de los árboles.

Todos aquellos ecos misteriosos formaban el silencio halagador de esas tranquilas horas de bienaventuranza.

Las exhalaciones atravesaban pálidas ante el fulgor de la luna y un infinito número de estrellas salpicaban el azul oscuro de la bóveda celeste.

¡Aquel cuadro de felicidad era completo, nada dejaba que desear, los mismos ángeles hubieran cruzado aquel horizonte y aspirado la esencia de aquella atmósfera; luz, aromas, flores, estrellas, amores, armonía, todo un paraíso de felicidad!…

VI

En un solitario jardín de una de aquellas casitas pintorescas, y por las calles de azahares y violetas, se paseaba una joven, apenas estrujando con su breve planta las rosas que la servían de alfombra.

Llevaba un peinador blanco, ceñido al talle por un cinturón de seda verde; las mangas perdidas dejaban ver dos brazos torneados como los de las vírgenes de Murillo, de un color apiñonado, terso y limpio como la hoja de una rosa.

Su cuerpo era como el de la palma, flexible y hermoso, al par que gallardo y lleno de una soltura encantadora.

El rostro de aquella criatura era un reflejo de los ángeles: una frente ovalada, unos ojos negros como dos centellas, velados por unas largas pestañas, su nariz perfectamente delineada, sus orejas pequeñitas y sin adorno alguno, y una boca breve encarnada como un clavel rojo, dejando entrever unos dientes blanquísimos y hermosos como gotas de perlas en el seno de una rosa entreabierta.

Una selva de cabellos negros como el azabache, atados con una cinta verde como el color del cinturón, dejaban escapar una cascada de rizos sobre aquella espalda dulcemente mórbida.

El rayo de la luna resbalaba sobre el semblante de la joven, acariciándola con indolencia.

La joven detenía frecuentemente su paso, y en la actitud de su cabeza se dejaba entender que esperaba algo que debía traerle el aleteo del viento, seguramente era alguna seña o el toque del reloj.

Para calmar su impaciencia se puso a escoger entre las flores las más hermosas, y las colocó en su cabello después de haber aspirado el aroma de su cáliz.

Sonaron pausadamente las once en el reloj de la parroquia.

A lo largo de ja calle se oyeron los pasos de una persona que marchaba en dirección a la reja del jardín.

La joven oculta entre los naranjos esperó sobresaltada.

A los pocos momentos un hombre envuelto en una capa, se acercó recatadamente sin dar señal alguna que anunciara su presencia en aquel sitio.

Espió por la reja, y apoyó su frente sobre el hierro tibio del enverjado.

Habían pasado algunos minutos, cuando un hombre se acercó resueltamente al que estaba a la reja.

—Caballero, ¿qué buscáis aquí?, dijo con acento marcado de extranjerismo.

—¿Y quién es usted para preguntármelo?

—Excusemos palabras; ¿viene usted armado?

—Sí, por mi vida: echémonos fuera de esta calle y no comprometamos a esa mujer.

—Sea, dijo el extranjero, y se echaron calle adelante hasta llegar a los extramuros de la ciudad.

VII

—¿Podéis decirme qué objeto os ha llevado a esa reja?

—El amor, caballero.

—Esa mujer no os puede pertenecer nunca.

—Es mucha arrogancia.

—Puede ser, pero os advierto que de no prescindir, os puede costar cara la aventura.

—Nunca las amenazas han hecho mella en mi corazón.

—¿Y sois correspondido?

—Ya me canso de responder, eche usted fuera su espada, y no hablemos más.

—Defendeos, dijo el extranjero, y su acero relució al fulgor de la luna.

Comenzó un combate encarnizado; sólo se oía la respiración fatigosa de los contendientes.

La lucha duró pocos momentos: un ronquido sordo y el golpe de un cuerpo al desplomarse, se dejaron oír en el silencio de la noche.

—¡Demonio!, ¡lo he matado!, y qué bien que se defendía el austriaco. ¡Dios mío!, ¡y esa mujer no me ama!

Percibióse un tropel de gente y ruido de armas: el hombre de la reja se caló su sombrero, envolviéndose en la capa que había dejado durante el duelo, y echóse a andar lo más aprisa que pudo, hasta perderse en las calles de la población.

Efectivamente, era una patrulla; llegóse el jefe a donde estaba el cadáver, lo examinó y dijo todo azorado:

—¡Esto va a ser horroroso! ¡El oficial más querido de S. M.!, ¡y no dar con el asesino! Vamos, cargad ese cadáver y demos cuenta inmediatamente a la autoridad.

Los hombres de la patrulla llevaron al muerto, y las calles volvieron a quedar desiertas y silenciosas.

VIII

—¿En qué habrá parado esa riña?, dijo la joven, estoy temblando de susto.

El aire trajo por tres veces unos silbidos muy poco prolongados.

—¡Es él!

Dos sombras se deslizaron a lo largo de la callejuela.

Llegóse un hombre a la reja, mientras el otro desenvainando su espada se puso a hacer la guardia a su compañero.

—¿Eres tú, capitán?, dijo la joven.

—Sí, soy yo, dijo el embozado recatadamente.

La joven se estremeció.

—¿Qué tienes?, le dijo con un acento de severa reconvención.

—¿Qué ha pasado?, preguntó a su vez el capitán.

—Estaba esperándote, cuando un hombre se detuvo a esta reja, llegó un oficial austriaco, se cambiaron algunas frases de desagrado, y fueron a reñir; no sé otra cosa.

—¿Y ese hombre hablaba contigo?

—Si lo has creído por un momento, vete, capitán; quien desconfía de la mujer que ama, debe alejarse para siempre.

El capitán movió la cabeza con visibles señales de contrariedad.

—Te preguntaba simplemente, yo no quiero dudar de tu amor.

—Ni tienes motivo, porque yo te amo con delirio.

La joven posó sus manos sobre las de su amante, que estaban unidas a la verja.

Al contacto delicado de aquella mujer, se estremeció el capitán; el aliento de la niña había resbalado por su semblante y le había causado el mismo efecto que el hálito de la serpiente a la paloma, lo había magnetizado completamente.

—Perdona a mis celos, Guadalupe; hace mucho tiempo que desconfío de ti; he visto noche por noche a un hombre en este mismo lugar donde recibo los juramentos de tu amor.

—Yo no lo he visto hasta ahora.

—Le he mandado acechar, y esta noche batiéndose con ese fiel servidor que he tenido la imprudencia de enviar a impedir sus paseos, lo ha muerto.

—¡Muerto! ¡Dios mío!

—Sí, yo tengo la culpa, dijo sombríamente el capitán.

—Escucha, voy a revelarte lo que deseaba guardar en el fondo de mi corazón.

—Ya te escucho, Guadalupe, respondió con ansiedad el amante.

—Tú ignoras que yo tengo un hermano en la revolución que lucha contra el imperio: él me ha prohibido atravesar una palabra con los invasores.

El capitán se estremeció.

—Ha llevado su patriotismo hasta el grado de traerme al rincón de esta ciudad, donde no me permite recibir a nadie; sí, capitán, me ha prohibido hasta ver el retrato de Maximiliano; no le conozco a pesar de mi curiosidad.

—No importa, dijo el capitán, continúa.

—Yo le obedezco, porque ese hermano único es mi solo porvenir: cuando recuerdo que su vida está en peligro, que acaso en este momento yace tendido de una estocada, o preso en una capilla para ser pasado por las armas; me aterrorizo y me parece que oigo su voz como una amenaza, y me parecen nada las promesas que me ha arrancado su patriotismo. A pesar de todo, yo te amo, capitán, sé que algún amigo de mi hermano me acecha, te ha visto aquí, y se lo dirá sin remedio.

—¿Y qué temes, Guadalupe?

—Tú no le conoces, capitán; Pablo es un hombre encallecido en la revolución, acostumbrado a la sangre y a esos espectáculos de muerte… ¡en un momento de desesperación me mataría!

—No, eso no es posible; ni yo lo consentiría.

—Tú partes de continuo a México, y él aprovechará el momento en que la plaza esté aislada o con escasa guarnición para llegar hasta mí.

—Eso no sucederá.

—Entonces tomará un disfraz y…

—¡Esto es horrible!

—Además, tus documentos para nuestro enlace aún no llegan de Austria, y mientras, yo tengo de ir a donde él quiera ¡mi dignidad y mi honor me lo exigen!

—¿No me seguirías, Guadalupe?

—¡Nunca!… ¡nunca!

—Pero tú no dudas de mi amor; ¿no es verdad?

—¡No, capitán, sería arrancarme el corazón dudar de tu cariño; tú sabes que yo no he amado hasta ahora; que he cedido al impulso ardiente de mi alma; que desde esa noche que te acercaste a esta reja a decirme que me amabas, mi corazón es tuyo, enteramente tuyo!…

—Guadalupe, yo he vivido siempre en la corrupción de las cortes, al lado de los grandes; mi alma no ha tomado parte en mis impresiones, mi corazón no ha sido tocado nunca. Entregado a los azares de la guerra, siempre en el mar, mi corazón se ha encallecido hasta encerrarse tras una coraza de hierro invulnerable, pero te vi, como a esas flores solitarias que viven ignoradas en el silencio de los bosques, sin dar sus perfumes sino a los cielos, respetada del huracán del mundo, no azotada jamás por las tempestades de la ciudad, que marchitan el candor y la pureza de los ángeles… Sí, Guadalupe, esa languidez apacible de tus ojos, esa serenidad de tu frente, esa sonrisa dulcísima, ese acento argentado, despertó el mundo de ilusiones que dormía en el abismo de mi alma; una aurora de felicidad inundó mi pecho, mis pupilas se humedecieron por la primera vez, y mis labios trémulos repitieron tu nombre… Guadalupe, yo he venido a tus rejas a implorar compasión; los recuerdos de mi patria han desaparecido en el horizonte de mi existencia; he hecho abstención de todo para consagrarme a tu cariño.

Influenciada la joven por la vehemencia de ese lenguaje de ternura, se inclinó pausadamente hasta tocar con su cabeza la frente del capitán.

—Sí, hermosa mía, tú eres la imagen que llevo en el santuario de mi alma, ignorada, oculta, misteriosa… tu existencia ha sido una revelación para mi vida… Dios había colocado en los vergeles de América el espíritu de mi amor. ¡Mujer, sombra, aparición, yo te idolatro con una fe que no ha vacilado jamás!

Los labios de la joven detuvieron las palabras en los de su amante.

Loca de pasión, muerta de amores, exaltada hasta el delirio, su espíritu se exhalaba en un beso prolongado de agonía amorosa.

El austriaco ostentaba a los rayos de la luna una mirada radiante de felicidad.

¡Hay veces en que despojándose el espíritu de las ligaduras de la materia, se diviniza en los horizontes de la ilusión!… Entonces, hay un abismo abierto a nuestros pies.

Pasaron algunos instantes en este éxtasis de pasión, cuando una voz lejana entonó una cántiga siniestra, que hizo estremecer hondamente al capitán.

La letra estaba en italiano. Decía así:


«Massimiliano,
Non ti fidare,
Torna al castello
Di Miramare,
Quel trono fracido
Di Montezuma
E nappo gallico

¿Il Timeo Danaos
Chi non ricorda?
Sotto la clamide
Trovò la corda.»

 

Helóse la frente del austriaco, y se inclinó profundamente sobre su pecho.

—¿Qué dice esa canción, capitán?, preguntó asustada la joven.

—¡Nada!, es una sentencia que me sigue desde las orillas del Adriático.

—Yo he leído que en tu país hay apariciones.

—¡Silencio!, dijo el austriaco en un arranque de superstición.

—¿Si seré presa de un sueño?, pensó aquel hombre, y esta mujer será una aparición que debe preceder al fatalismo de mi existencia. La estrella de mi fortuna mengua; ¿cómo disipar este horrible conjuro?

—Señora, dijo dirigiéndose a la joven, ¿qué pensáis del porvenir?

Guadalupe fijó su mirada en el semblante extraviado de su amante, sorprendida del tono con que le dirigía la palabra y aquella extraña pregunta.

—Yo no sé nada del porvenir, amigo mío.

—¿No sabes algo del emperador?

—Sí, capitán; las cartas de mi hermano están llenas de esperanza: en los días más aciagos de la derrota, juran los republicanos delante de los cadáveres de sus compañeros, que tomarán una sangrienta venganza.

—¿Y la ciudad qué dice?

—Que espera la retirada de los franceses para levantarse terrible, sacudiendo su cabellera que está empolvada a los pies del emperador.

—Sí, llegará esa hora, y se alzarán patíbulos como en Francia; pero óyeme, joven, la familia de los Habsburgo no ha dado un cobarde; Maximiliano estará sobre el cadalso con menos emoción que el 10 de abril en su palacio de Miramar, al recibir la corona de México.

—Capitán, aún es joven, según dicen, y no se dejará arrancar impunemente el cetro.

—Lo estrellará en la frente de la muerte, el trono se hundirá con él en la tumba.

—Yo tiemblo, sin saber por qué, capitán.

—Tú no sabes, continuó sin atender a las palabras de la joven, que al oír las salvas de Trieste, el emperador dijo: «Esa marina hace los saludos de mi pompa fúnebre; asisto, como Carlos V, a mis funerales.» Durante esa larga travesía del Atlántico, y en las noches de tormenta, cuando el mar azotaba furibundo los costados de la «Novara», el emperador subía a cubierta y hablaba con las olas embravecidas; le parecía a la luz de los relámpagos percibir sobre las espumas, la imagen de una mujer: era la Dama Blanca, lztaccíhuatl, como se dice en tu país, como la Virgen de los últimos amores entre los Natchez. La Visión se escondía entre las nieblas del mar durante el día, para reaparecer en las sombras del crepúsculo, llevando en su frente la estrella de la tarde… era hermosa como tú, y su mirada lánguida como la que se desprende de tus pupilas: estaba vestida de blanco con las gasas de las nubes y se detenía bajo el arco iris a contemplar a la «Novara» para seguirla en su espumosa estela, ¡reguero fosfórico sobre el espejo de las aguas!… Esa imagen no lo abandonó en todo el océano. ¡Al tocar las playas de Veracruz, la aparición se deshizo en el horizonte!… Se dice que la Mujer Blanca ha tornado a la mansión imperial de México y que el emperador habla con ella.

Guadalupe, por un instinto de miedo supersticioso, asió fuertemente la mano de su amante.

—¡Es ella!, murmuró el austriaco creyéndose víctima de un sueño.

IX

En estos momentos desembocó un jinete a todo escape por la calle donde el capitán estaba hablando con Guadalupe.

La carrera fue tan rápida que no dio tiempo al caballero para quitarse de la reja.

Acercóse el jinete a la verja y arrojando un papel a la joven, le dijo: «La fatalidad nos persigue, ¡adiós!», y se alejó a todo escape. Poco después sonó un tiro de mosquete a la salida de la ciudad.

—Es un guerrillero, dijo asustada Guadalupe, ese tiro es un saludo a la guardia imperialista. Capitán, estoy temblando, algo encierra este papel horrible para nosotros.

Desdobló el pliego y ensayó a leer al rayo de la luna que era brillantísimo.

Mientras que la joven se enteraba del contenido del papel, el capitán reflexionaba que su vida estaba en peligro con la audacia de los republicanos.

—Si ha querido, decía, dispara sobre mí su mosquete, y…

—¡Dios mío! ¡Dios mío!, gritó la joven cayendo desmayada.

El capitán pasó la mano por los hierros de la verja, cerró el cerrojo y penetró en el jardín.

Levantó a su amada que yacía sin sentido, roció su rostro con las flores que estaban húmedas con la lluvia de la tarde, y Guadalupe despertó al fin; pero derramando un torrente de lágrimas.

—Mira, capitán, le dijo a su amante.

El austriaco tomó el papel, y leyó: «Nicolás Romero ha sido derrotado completamente y hecho prisionero después de la acción. El comandante Pablo Martínez, herido de un brazo, está en poder de los franceses. Mañana serán pasados por las armas.»

El austriaco se volvió hacia Guadalupe sin comprender lo que pasaba.

—Capitán, dijo suplicante la joven, Pablo Martínez es mi hermano.

El capitán movió con impaciencia la cabeza.

—Está bien, dijo a Guadalupe, yo te respondo de su vida, veré esta noche al emperador.

—Una súplica, capitán, no digas que yo me he empeñado; porque mi hermano no aceptaría la libertad a ese precio, me creería deshonrada.

—No temas, hermosa criatura, no temas, tu nombre no sonará en otros labios que los míos; enjuga tu llanto, la vida de Pablo está salvada; el imperio si se hundiera valdría menos que una sola de tus lágrimas, ¡llega a mi corazón, yo te amo con frenesí!

—Así te quiero, capitán, hace un momento estabas sombrío, delirabas, y yo te oía llena de compasión, porque sé cuánto padeces.

—¡Oh!, sí, dijo el austriaco, mis padecimientos son horribles, intensos… todo lo perderé menos a ti ¿no es verdad?

—¡Soy tuya hasta la muerte!

—Yo quiero más aún todavía; si el destino me arrebata la existencia, júrame que velarás sobre mi cadáver la noche de mi muerte.

—No, no hables así, capitán, me estás haciendo pedazos el corazón.

—Júrame, Guadalupe.

—¡Sí, lo juro por la salvación de mi alma!

El austriaco depositó un beso helado en la frente de su amada y saliendo del jardín se dirigió al palacio de Maximiliano.

Al atravesar la calle volvió a sonar la canción:


«Massimiliano.
Non ti fidare,
Torna al castello
Di Miramare,
……………
……………
Sotto la clamide
Trovò la corda.»
 

X

—¿V. M. oye a ese importuno?, dijo el compañero que había hecho la centinela.

—Drik, es necesario que partas violentamente a cumplir una misión reservada, disponte esta misma noche.

—Estoy a las órdenes de V. M.

—Escribamos, dijo entrando en su cámara, un parte telegráfico a C. Loysel.

Drik se puso a la mesa.

—«Remitiréis a la capital a los prisioneros de Apatzingán… con todas las consideraciones posibles.»

—Señor, V. M. tiene aquí un parte telegráfico.

—Dale lectura.

Drik leyó en voz alta:

—«El coronel Potier, con un batallón del 81 de línea y un destacamento mexicano, sorprendió en Apatzingán…

Detúvose lleno de asombro el secretario.

—¿V. M. ya lo sabía?, se atrevió a preguntar al emperador.

—Adelante.

—«Sorprendió en Apatzingán a las bandas de Romero y Martínez y otros jefes de guerrilla.

»Después de un brillante combate, el enemigo fue completamente derrotado.

»Doscientos hombres fueron muertos, ciento sesenta prisioneros; Romero y Martínez quedan en poder del coronel Potier.

»Por nuestra parte sólo hemos tenido algunos heridos y dos hombres muertos.—C. Loysel.»

—Toma, dijo el emperador, aquí están mis instrucciones, parte ahora mismo.

—Serán cumplidas las órdenes de V. M.; y saludando a Maximiliano salió para tomar un caballo y partir violentamente.

—¡Diablo!, dijo al salir: la Mujer Blanca le ha avisado de la derrota… estos amores son de mal agüero.

XI

El emperador tomó otro parte telegráfico y leyó con ansiedad:

«Oaxaca, febrero 9.

»Oaxaca ha capitulado esta noche: Porfirio Díaz y la guarnición se rinden a discreción. Todo el armamento queda en nuestro poder.

»Tengo el honor de ofrecer mis felicitaciones a V. M.—Bazaine.»

Maximiliano arrojó el parte sobre el bufete.

—Ella lo ha dicho, a la desaparición de ese ejército la nación se alzará como un gigante.

Después, tomando una bujía, se dirigió a su aposento, metióse en el lecho y al cabo de algunas horas de inquietud en que pronunciaba el nombre de su hermano, de Carlota y de su amada, se quedó profundamente dormido, no sin pensar en el fatalismo de la canción italiana nacida en las orillas del Adriático.

XII

Luego que el capitán hubo desaparecido, Guadalupe se arrodilló en el jardín y llorando dirigió a Dios una plegaria, que subió en alas de los ángeles hasta trasponer esa bóveda de diamantes, primer destello del Génesis en el día de la creación.

X. El desierto

I

Envuelto en las tempestades de la derrota, pero con la fe ciega en el porvenir y en el triunfo de las armas de la república, atravesaba Juárez las llanuras del desierto, como Moisés, llevando consigo las esperanzas y la libertad de un pueblo.

Aquella pequeña caravana cubierta con el polvo de los huracanes, azotada por las ráfagas del norte, acosada por el sol del desierto, no levantaba en la catástrofe política el becerro de oro de la intervención para adorarlo.

¡Aquel grupo de hombres llevaba el sentimiento del patriotismo, llevaba la fe de la revolución, llevaba la república!

Las simpatías de la nación se fijaban en ese punto del horizonte que caminaba como una sombra entre las tormentas australes hasta detenerse en los confines del horizonte de la patria.

La humanidad y la historia seguían esas huellas, como la estela de la libertad en los mares inquietos de la revolución.

¡Juárez, rodeado de los hijos de la república, que le habían seguido a las apartadas regiones del Norte, como los guardianes de la arca de oro en que estaban depositadas las Tablas de la Independencia, es más grande que Napoleón I atravesando el desierto de las Pirámides para subyugar a un pueblo!…

¡Qué doloroso contraste al detenerse aquella caravana nómada en el límite de la república, desde donde comienza la patria de Jackson y de Lincoln!

¡De un lado de aquella línea imperceptible, una nación grande, poderosa, que lanza mil barcos en todos los mares, que ostenta su armadura de hierro ante el mundo civilizado, que posee una bandera intacta con las estrellas más deslumbrantes del nuevo continente, que apoya su cabeza en el Capitolio, extiende sus brazos hasta las regiones polares y se duerme al rumor de la Catarata del Niágara!…

¡Del otro lado opuesto el territorio mexicano!

¡Ay!, ¡nuestro pecho se oprime dolorosamente, y nuestras lágrimas, contenidas por tantos años de infortunios, se agolpan a nuestras pupilas!…

¡México, esa patria tan querida, donde palpita aún la caliente sangre de nuestros padres y nuestros hermanos, sobre las tumbas abiertas por la revolución!

Esa vasta extensión, ceñida por las aguas del Atlántico y el Pacífico, encierra el mundo de recuerdos que forman la historia de nuestras desventuras y nuestras glorias.

Cada montaña es un monumento donde se escribe el nombre de una batalla.

Cada campo el sitio de una hecatombe.

¡Cada bosque la historia de un combate o de una derrota!…

¡Donde veáis un pueblo incendiado, una ciudad abandonada, un campo cubierto de cruces, y unos niños llenos de harapos, que huyen al percibir la nube de polvo que levanta vuestro caballo, deteneos un instante y descubrid con respeto vuestra frente; estáis en presencia del heroísmo y delante de los mártires de la independencia!…

¡Aquellas ruinas hacinadas, aquellas cenizas que arrebata el soplo de los huracanes, guardan una página sombría para la humanidad y un timbre de gloria para la patria!…

En medio de esta desolación, oíd entre el grupo de las montañas y en todas direcciones el eco de los mosquetes y los gritos de la pelea…

¡Más allá!… ¡todavía más allá!… ¡donde el desierto parte sus soledades con el suelo de Washington, a un hombre fatigado por los tormentos de la peregrinación, con el alma henchida de amargura, la frente sombríamente serena, apoyando sus brazos en los hombros de los más fieles de sus compañeros, esos espíritus tranquilos que han alumbrado con la antorcha de su inteligencia la marcha de la revolución, como los genios de la esperanza y del porvenir!

¡Todos evocando con el aliento y el corazón a la república y a la libertad!

¡Ay!, ¡nosotros también las hemos llamado con la fe del alma desde los sombríos calabozos de Ulúa, desde la frágil barca que nos conducía por las ondas tormentosas del Golfo a las mortíferas playas de nuestro destierro!…

II

El presidente Juárez había establecido su residencia en Paso del Norte, y donde quiera que se alojase, sólo su presencia hacía del edificio el Palacio Nacional.

Era la hora del despacho: el presidente estaba a su bufete acordando con el secretario particular.

Vestía todo de negro, y conservaba la misma serenidad y reposo que en los días de su poder.

La desgracia no había podido alterar aquel semblante siempre quieto en las vicisitudes de la política.

Nadie al verlo en aquella reserva digna e imponente, hubiera creído que aquel miserable suelo era el jirón postrero de sus dominios.

Desde el último palmo del territorio nacional, sentenciaba a muerte al imperio y esperaba la hora, que sonaría al fin en el reloj del destino, en que el pueblo renaciera de aquel sopor de muerte que le aletargaba.

Algo debió encontrar en su correspondencia de los Estados Unidos, que hizo inmutar aquel semblante donde nunca ha surcado un relámpago de indignación, ni se ha dilatado con una sonrisa de ironía a las decepciones que han marchitado sus esperanzas de hombre público.

Llevó las manos a su frente como quien desea apartar las sombras de una pesadilla.

—Haga usted llamar al ministro de Relaciones, dijo al secretario.

Éste salió inmediatamente.

A los diez minutos penetró en el despacho el ministro, ese hombre inflexible, enérgico, todo inteligencia, todo luz, todo elocuencia, el hombre de Estado de nuestro país, intransigente en la legitimidad constitucional, el Felipe II de la religión democrática.

—Malas noticias, señor ministro.

—Malas noticias, señor presidente. En México han sido fusilados Nicolás Romero y sus oficiales, han asesinado a Rojas, han derrotado a Pueblita, la tropa francesa se ha unido con Mejía en Matamoros; incidentes sangrientos por toda la nación. Enmedio de esta derrota ha habido solución de continuidad; en Altata, Rosales ha derrotado a franceses y argelinos, haciendo multitud de prisioneros; el señor presidente sabe que Rosales es uno de los jefes más valientes de la revolución. En la capital son atropellados nuestros periodistas, hasta ser llevados en cuerpo de patrulla a un consejo de guerra.

—¡Esto es horrible!

—Sí, pero las revoluciones se alimentan con sangre, yo espero la hora de la justicia. La toma de Richmond ha decidido la cuestión; libres los Estados Unidos de la guerra interior, ya se fijarán en la política extranjera: la correspondencia que llevamos con el presidente Lincoln nos garantiza el porvenir.

—Lea usted, lea ese parte de nuestro ministro en Washington.

El ministro tomó con calma el pliego, y leyó para sí:

«Washington, 15 de abril, a la 1 y 30 minutos de la mañana.

»A las nueve y media de la noche, y hallándose el presidente en el palco de su propiedad, en el teatro de Ford, en el que también se encontraban la esposa de Mr. Lincoln, Mr. Harris y el mayor Rathburn, un asesino entró de repente en el palco, y acercándose al presidente por la espalda, le disparó un pistoletazo a quemarropa.

»El asesino saltó entonces al escenario, blandiendo un puñal o cuchillo de gran tamaño: ¡sic semper tiranis!, gritó y desapareció por el fondo del teatro. La bala entró por la parte posterior de la cabeza del presidente y atravesó todo el cerebro La herida es mortal. El presidente ha estado insensible desde que fue herido y ahora está agonizando.

»Casi a la misma hora, un asesino que no se sabe si es el mismo del presidente, penetró en casa de Mr. Seward, y so pretexto de que llevaba un remedio, hizo que le enseñasen la alcoba del enfermo.

»El asesino se abalanzó rápidamente al lecho, y dio a Mr. Seward dos o tres puñaladas en la garganta y dos en la cara.

»El enfermo dio la voz de alarma, y Mr. Frederic Seward, que se hallaba en la habitación inmediata, acudió precipitadamente en auxilio de su padre; pero no pudo lograrlo, porque el asesino se arrojó sobre él y le dio una o más puñaladas que probablemente resultaron mortales.»

El segundo despacho decía:

«El presidente Abraham Lincoln, expiró esta mañana a las 7 y 22 minutos.—El vicepresidente Johnson toma hoy posesión del gobierno.»

—Es una contrariedad, dijo el ministro de Juárez; y se puso a redactar con fría calma la carta de pésame, y la de felicitación al nuevo presidente de los Estados Unidos.

III

El general Edmundo Lee había entregado su espada, cien veces vencedora, en manos del general Grant.

Desde ese momento la confederación entraba en el panteón político de las revoluciones abortadas.

Esta guerra de titanes concluida en un momento dado, fue un golpe rudo a la Europa, que había declarado beligerantes a los confederados.

La España vio perdidas las colonias de ultramar, y la Inglaterra temió por sus posesiones en el Canadá.

Esa Europa agitadora de la guerra civil en América, se puso sus vestiduras de luto, y envió sus cartas de pésame al Capitolio, más bien por la derrota de Richmond que por la muerte de Abraham Lincoln.

Johnson, el enemigo mortal de las dinastías, se sentaba en la Casa Blanca omnipotente, orgulloso delante de la primera marina del mundo y de dos millones de bayonetas.

IV

En la antesala del ministerio de Paso del Norte, estaba un oficial que había venido de extraordinario, trayendo la funesta noticia de la derrota y fusilamiento de Nicolás Romero.

Los empleados y oficiales formaron corrillo y comenzaron a dirigirle preguntas de curiosidad.

—¿Cómo estuvo la derrota, compañero? preguntó un capitán, ayudante del presidente.

—Amigo, hace mucho tiempo que la desgracia nos persigue; hemos atacado cien veces a Morelia y las poblaciones todas de Michoacán, y otras tantas nos han arrojado a la sierra; pero nunca nos ha pasado lo que hoy. Figúrense ustedes que después de la derrota, caminamos treinta leguas sin parar; nuestros caballos se rendían a la fatiga, y nosotros no estábamos menos cansados. En un pueblito cerca de Apatzingán nos detuvimos a tomar resuello, creyéndonos muy lejos del enemigo. A las cuatro horas los Cazadores de África nos dieron alcance, sorprendiéndonos por completo. Nicolás Romero no tuvo tiempo para defenderse ni buscar su caballo. En medio del desorden en que todos caímos prisioneros, Nicolás se subió a un árbol de la plaza, donde pasó algún tiempo hasta ser descubierto por un maldito francés, soldado del 81.

—¡Pobre Nicolás!

—Romero era un hombre de corazón, no se acobardó en presencia de su desgracia; por el contrario, estaba alegre, y eso que sabía la suerte que le esperaba.

—¿Y usted cómo escapó de los franceses?

—Es un caso muy original.

—Alguna chica probablemente…

—No, nada de eso. Estábamos en el mismo calabozo y engrillados, el comandante Martínez y yo. Al otro día de la derrota, llegó violentamente por la posta y a mata caballo, un oficial de la guardia imperial, y entregó un despacho al jefe francés, que lo llevó a nuestra prisión.

—¿El comandante Pablo Martínez? —preguntó el austriaco.

—Presente.

—De orden de S. M. está usted libre; se le devolverán a usted sus caballos y armas y se le dará un pasaporte para donde le parezca.

—Yo no salgo de aquí, dijo Martínez, sin mi compañero el capitán Quiñones.

—No rezan con él las órdenes.

—Pues yo no pondré un pie en la calle sin mi compañero de armas.

El oficial habló por lo bajo con el comandante francés, y después de un momento, dijo:

—Concedido, salgan ustedes violentamente antes que llegue el fiscal de la Corte Marcial.

—Salimos Martínez, y yo de la prisión, tomamos nuestros caballos, y provistos de pasaportes, nos dirigimos al centro de nuestras operaciones.

—¿Qué le parece a usted, comandante, de nuestra aventura? preguntó a Martínez.

—Que aquí hay gato encerrado, esta gente no es generosa sino cuando le conviene; vea usted que es mucho, haber conseguido la libertad de usted, sólo con iniciarlo, ¡demonio! esto me tiene triste, no quisiera que haya algo por lo que estos austriacos me consideren.

Llegué a la montaña, y allí me encontré al coronel Fernández que me envió con pliegos para el señor presidente.

—¿Y cómo ha atravesado usted el desierto?

—Es cosa muy seria: la casualidad hizo que me encontrase con el extraordinario de los franceses, que venía con una escolta de cazadores, les dije que iba a Chihuahua por unas pieles y he venido en su compañía; parece que traen pliegos para la retirada de la guarnición.

V

—El señor ministro llama al capitán Quiñones.

—Con permiso de ustedes.

—Tomaremos la sopa juntos.

—Con mucho gusto, acepto desde luego, ya tengo gana de comer algo caliente.

Quiñones entró en el despacho del ministro.

—La correspondencia está aquí, dijo el ministro, importa que la lleve usted inmediatamente a Michoacán; importa que Régules y Riva Palacio den cumplimiento a estas órdenes.

—Está bien, señor.

—Tenga usted este otro pliego, es el despacho de comandante para usted, y el de teniente coronel para Martínez.

—Mil gracias, respondió Quiñones lleno de gozo.

—Pase usted a la comisaría, donde se le ministrarán dos pagas de marcha; diga usted a todos los compañeros que no dejen de trabajar por la independencia, que el señor presidente no olvida los servicios de los buenos hijos de México, y que los sabrá recompensar dignamente.

VI

Quiñones salió a reunirse con sus compañeros.

Todos se dirigieron a la fonda, donde comenzó una conversación tendida sobre las aventuras de la campaña.

—Fue un lance graciosísimo, decía Quiñones, estaba yo apasionado como un bruto de la muchacha, la seguía por todas partes, por las noches bajaba yo al pueblo, merced a un disfraz; le hablaba con entusiasmo y ya estábamos de parar y correr, cuando se me ocurrió robármela.

—¡No deja de ser ocurrencia!

—Le escribí el plan de campaña, que estaba perfectamente dispuesto y meditado. Llegó el momento de ponerlo en práctica y marché con otros amigos y un caballo de vacío para la muchacha. Estoy en acecho toda la noche, suena la hora convenida, la puerta se abre y sale mi bellísima novia. Sin decirla una sola palabra la pongo sobre el caballo, y a todo escape huyo con mi presa más ligero que un venado… Al amanecer… ¡cuerno del diablo!… pero, no, esto merece una copa.

Llenáronse los vasos de licor y saludaron el desenlace del cuento entre gritos y palmoteos.

—Decía que amaneció, ¡y ojalá que nunca hubiera amanecido! ¡Acércome a la chica, levanto la ala del sombrero, y… otra copa, camaradas!

Todos bebieron.

—Levanto la ala del sombrero y me encuentro con una horrorosa vieja pinta, cuya fisonomía agria y desesperada me hizo dar un grito que alarmó a mis compañeros. ¿Qué hace usted, bruja infame, sobre mi caballo?

—Venía a avisar a usted que el señor sorprendió la carta y todo se lo ha llevado la trampa.

—¿Y no podía usted haber hablado antes?

—Si usted no me dejó, señor capitán; me tomó por la cintura, y yo me dejé, porque ya estoy acostumbrada a estos asuntos.

—¡Bájese usted inmediatamente y lárguese con todos los diablos! y plantándola en el arroyo me alejé entre la rechifla de mis amigos de aventura.

Un aplauso estrepitoso saludó el desenlace del cuento.

—¿Y no ha encontrado usted por casualidad a mi coronel Lozada?

—Entre la escolta de los franceses, y disfrazado completamente, venía el coronel; una de sus carcajadas me lo denunció. El maldito iba de regreso a Durango después de una aventura sumamente trágica.

—¿Lo habían derrotado?

—Era peor lo que le había sucedido.

—Estaba herido seguramente.

—Más aún.

—¿Estaba muerto?

—Casi, el infeliz coronel se había casado.

Hombre al agua, dijo un capitán.

—Requiescat, contestó Quiñones.

—Y hablando de otra cosa más seria, díganos, capitán, qué tal se portó Romero en los últimos instantes.

—Dicen que como un héroe: después de haber sostenido ante el consejo de guerra, que no era un bandido aunque así lo considerase la ley del imperio, y que sus armas sólo se empleaban en servicio de la independencia, oyó el fallo del tribunal impasible y sereno. Al día siguiente lo sacaron a la Plazuela de Mixcalco. Puesto en el lugar de la ejecución, arengó al pueblo y dando tres vivas a la libertad cayó atravesado por las balas. El sargento francés le puso el mosquete en la cabeza y disparó el tiro de gracia. Todos los compañeros murieron con igual serenidad.

—Ya les haremos nosotros otras gracias que les han de caer sumamente pesadas ¡rayo! el primer francés que caiga en mis manos se lo ofrezco al difunto Nicolás Romero.

—Era bueno empezar por el dueño del café, dijo otro joven oficial; lo ahorcaremos en la cantina y beberemos su vino por el descanso de su alma.

El francés cantinero se escurrió para la trastienda, temiendo seriamente por su existencia.

VII

En esos momentos los tambores y cornetas tocaron diana en la puerta de la fonda, porque se había esparcido la noticia del ascenso de Quiñones.

—¡Viva México, compañeros!

—¡Viva mil veces, comandante! gritaron entusiastas todos los amigos.

La cantina se trasplantó en la mesa y la más espantosa tormenta de brindis, aplausos, carcajadas, maldiciones y gritos se alzó en la fonda, donde acudieron en tumulto los camaradas.

No hay nunca tristeza en el campo de la revolución, sino en aquellos días en que ha desaparecido para siempre algún compañero.

Hambrientos, llenos de harapos, perseguidos, pero siempre llenos de esperanza, sin vacilar en los momentos de crisis y de infortunio.

En las horas de desgracia todo es abnegación, las aspiraciones desaparecen, la amistad se estrecha y la ambición se reserva para la época del triunfo; entonces se está en el terreno de los méritos.

Así vemos sufrir con resignación aún a personas que han vivido en el lujo y las comodidades; hay cierto amor propio en sufrir, porque la corona del patriotismo no se teje en las ciudades ni en los magníficos salones de los palacios.

VIII

Quiñones se despidió de sus amigos y salió a emprender esa larga correría erizada de peligros y dificultades.

Llegó a Chihuahua, atravesó el camino de Durango y se internó en el desierto que va a esconder sus límites a la vista de Zacatecas.

La sierra de Durango que conduce una cadena de montañas hasta las orillas del Pacífico, es magnífica, ¡es uno de aquellos espectáculos que asombran al alma, aterrorizan el espíritu y paralizan el corazón!

El desierto de América no es como el de la Arabia.

Allí las llanuras forman olas de arena sobre un terreno cascajoso; en el nuestro, esas llanuras están cubiertas de yerba que se alza a un metro de altura, y la hierba es amarillenta y fibrosa como la de los cementerios abandonados y tapiza la extensión que se pierde en el horizonte.

¡El cielo y el desierto!…

¡El Hacedor delante de la tierra en el primer día de la creación!

Por aquellas soledades donde no se ha oído nunca el rugido de una fiera ni el canto de un pájaro, atraviesan los huracanes como una nube imperceptible; nada repite sus truenos formidables, allí la tempestad es un punto negro sobre el horizonte, el hombre una miserable oruga que cruza ignorada por los matorrales.

¡El sol atraviesa orgulloso sacudiendo su melena de fuego sobre el vasto campo del desierto, peregrino gigante en aquellas soledades!

¡El iris que abraza el horizonte es un celaje perdido en aquella extensión abandonada!…

IX

Hay seres que fuera del dintel de la civilización se han apoderado de aquellos majestuosos lugares y los recorren sin cesar, se albergan en ellos y los convierten en un vasto campo de muerte donde blanquean los restos humanos junto a la señal redentora, cifra que dice al peregrino: «Aquí se ha vertido impíamente la sangre de un hermano».

¡Esos seres a quienes no ha alumbrado la fe del cristianismo, se han tornado en enemigos del hombre, formando una bacanal del asesinato, una nefanda orgía con la sangre humana!…

Para escarnio de la obra del Creador, conservan la forma del hombre y luce en su cerebro el rayo de una inteligencia siniestra y extraviada.

¡Los bárbaros!

Raza nómada y errante, dueña del desierto, ha ganado a las fieras en crueldad: ha hecho más aún, las ha dominado hasta el terror.

Los animales al husmear a largas distancias al salvaje, se anonadan, tiemblan y se detienen ante aquella influencia de maldición.

Como despojos de sus batallas llevan en su cuerpo la piel de las fieras con quienes han combatido.

El salvaje toma un gran desarrollo físico, su pecho y espalda son anchos y membrudos, sus brazos y piernas son nervios de acero, la cabeza siempre erguida, los ojos centelleantes que se fijan en el sol como los de las águilas sin deslumbrarse; la frente cubierta con una selva de cabellos, que al derramarse por sus hombros llegan hasta la cintura; sus dientes afilados como los de la serpiente; pies y manos encallecidos; su cutis es impermeable.

Un salvaje atraviesa entre las espinas sin herirse, lleva la cara pintada de colorado y arracadas y argollas en sus orejas.

De las plumas de las aves que caza en los bosques, hace su túnica y penacho, adornando, además, sus jaras y carcaj.

A este aspecto imponente se agrega un torrente de voz, cuyos alaridos se oyen a grandes distancias.

El hedor que arroja de todo su cuerpo se percibe inmediatamente.

El salvaje tiene una sola idea: la extinción de la raza blanca: la extinción del hombre civilizado.

Así lo vemos atacar las caravanas y no perdonar en su rabia ni a los niños.

Cuando el salvaje encuentra un enemigo valiente, suele conservarlo, y lo lleva prisionero a sus aduares, le consigna tres o cuatro de sus mujeres, y en cuanto ha engendrado raza de valientes le asesina con la misma sangre fría que si se tratase de un lobo o de un berrendo.

Nosotros no creemos en las razas, la civilización es la que hace al hombre, la que forma al individuo y determina su modo de ser en la sociedad.

En los bárbaros tenemos un hecho en contra.

Cae prisionero un muchacho de cuatro años o menos, se le educa, se le civiliza, y después de muchos años, aquel niño hecho hombre, se escapa, toma el camino del desierto y vuelve a sus aduares.

El bárbaro es temerariamente valeroso, se hace matar antes que entregarse a merced de su enemigo; no tiembla ante la muerte, marcha al cadalso con una mezcla de indiferentismo idiota.

Muchas veces se suicida en la prisión.

Corren muchas versiones exageradas sobre su organización, se sabe que hay capitancillos y jefes de tribu.

Parece que cada una de ellas tiene sus usos y costumbres, todas bajo las bases del robo y del asesinato.

El salvaje participa, como las fieras, del sentimiento del amor.

Cuando se decide por una mujer, cuelga sus armas a la puerta de la tienda de su querida; si ésta las recoge, es negocio arreglado: si el bárbaro las encuentra en el mismo sitio, entonces sabe que no es admitido y huye a la parte más lejana del desierto abandonando sus aduares.

Hay razas que desaparecerán antes que civilizarse.

X

Quiñones atravesaba el desierto con una escolta de ocho hombres bien armados; faltábanle cuatro días para llegar a Zacatecas.

Hizo jornada en el Sauz, que es una de tantas haciendas fabricadas en tiempo de los jesuítas; ya está derruida, pero conserva su forma primitiva.

La hacienda del Sauz está circunvalada por una fortificación para defenderse de los ataques de los apaches y comanches.

Con tal objeto se han levantado esas murallas; pero en realidad no hay quien las cuide.

Sus dueños han visto desaparecer a todos sus jornaleros asesinados por bárbaros, los campos talados y las chozas incendiadas.

¡La propiedad en el desierto!

Quiñones y su escolta se alojaron en una casucha no lejos de la hacienda.

Cuando ya estaban descansando se llegó uno de los cuidadores de la finca:

—Señores, les dijo, ustedes saben, lo que hacen, pero si duermen fuera de la muralla se exponen a ser sorprendidos por los apaches.

Inmediatamente levantaron su campo y se entraron en la hacienda.

Encendieron sus lumbradas y comenzaron a conversar con aquellos infelices condenados a ser tarde o temprano muertos por la jara de los salvajes.

—¿Por qué están esas cruces con coronas de flores?, preguntó Quiñones refiriéndose a cinco cruces puestas a la entrada de la finca.

—Hace ocho días que hubo casamiento en la hacienda; ¡y qué guapos que eran los novios, daba gusto verles!, la muchacha era del Espíritu Santo y el muchacho del Sauz. Era una pareja lindísima ¡qué novia, señores!, alta como un cedro y fresca como la aurora: del novio nada digo, figúrense ustedes que era mi sobrino, no es por elogiarlo; pero escupía en rueda de hombres. Ajustamos el casamiento con mil trabajos; porque no había un cura que quisiera venir, pero yo arreglé todo; cierto que no salió de lo mejor: cuando Dios dispone las cosas no hay más que resignarse. Llegó el día de la boda, todo era contento y satisfacción, bebimos hasta atarantarnos. Cerró la noche y descuidamos la puerta de la hacienda, y cuando menos lo esperábamos, cate usted que los indios se arrojaron sobre nosotros. En cuanto se lo cuento, mataron a los novios y al padre cura. Yo acudí con mis armas, doblé a dos; pero ellos me mataron a Victoriano y José María, que eran valientes como demonios. Todos los convidados se pusieron en guardia y logramos echarlos fuera de trincheras, no obstante se llevaron la mulada y nos dejaron desesperados viendo el fin tan triste de los novios. Algunos aseguran que todo aconteció por ser día martes. Al otro día sepultamos los cadáveres y se les pusieron a las cruces esas coronas que ya ha deshojado el viento del norte.

Esta relación contada sencillamente, manifestaba lo avezados que estaban a presenciar esos dramas horribles.

Quiñones se impresionó profundamente, lo mismo que los soldados de la escolta.

—Duerman ustedes, que tienen que madrugar: señores, buenas noches.

—Buenas noches.

XI

Al amanecer del día siguiente emprendió Quiñones su camino, rumbo a Zacatecas.

La comitiva estaba triste y silenciosa, había encontrado en el camino algunas osamentas de hombres y restos de hogueras no ha mucho tiempo apagadas. Esto tenía sobresaltados a los viajeros.

Cada vez que el aire movía alguna mata, les parecía ver salir a los comanches.

Caminaron hasta el mediodía sin novedad alguna.

Después de sestear un rato, tomaron de nuevo el derrotero con la esperanza de no ser sorprendidos al menos ese día.

Al llegar a una pequeña loma donde la yerba era más tupida y espesa, los caballos empezaron a temblar horriblemente, respiraban con dificultad y relinchaban de terror.

Quiñones estaba demudado.

—Señor, dijo un soldado de la escolta, los caballos husmean a los indios.

Un alarido como el silbo de la ceraste, se dejó oír cerca de la caravana.

A este alarido siguieron otros muchos.

Hombres y animales estaban amilanados.

Dos apaches se pusieron delante de la escolta a una distancia regular, comenzando un baile grotesco, para deslumbrarla con el cardillo que producían multitud de espejitos que tenían en todo el vestido.

—¡En batalla!, gritó Quiñones.

Los dragones obedecieron preparando sus carabinas y en espera de ser atacados.

Dos jaras silbaron a retaguardia de la escolta y derribaron dos jinetes que cayeron agonizantes.

—¡Estamos perdidos!, exclamó Quiñones; y quiso emprender la fuga, pero su caballo no obedecía a los acicates.

Acercáronse los salvajes sin disparar sus arcos, recibieron la descarga del revólver del comandante, esquivándose diestramente, y apresaron a Quiñones y sus soldados sin que pudieran evitarlo los disparos de sus armas.

XII

En el momento asesinaron a los dragones.

Dieron de puñaladas a los caballos y apagaron su sed en la caliente sangre de aquellos nobles animales.

¡Aquélla era una escena de caníbales!

Quiñones perdió toda esperanza: sus ojos se humedecieron.

El pobre soldado quería haber muerto en el campo de batalla.

Le ataron los brazos a la espalda, lo arrodillaron, y uno de aquellos salvajes sacó una navaja perfectamente afilada y con una habilidad sorprendente, la pasó en derredor de la cabeza de Quiñones y le arrancó la cabellera, que rechinó horriblemente al desprenderse, dejándole el casco desnudo y ensangrentado.

Quiñones cayó con la violencia del rayo y comenzó una agonía trabajosa.

Los apaches daban alaridos de gozo salvaje, y con un lujo de destreza flecharon el corazón del valiente guerrillero.

Después se perdieron en las regiones del desierto con los despojos de su victoria.

XIII

Cuando el general Patoni hizo la travesía del desierto, donde quedaron muertos de hambre y de sed las dos terceras partes de sus soldados, encontró sobre una osamenta las comunicaciones del ministro de Gobernación, y por el pasaporte su pieron que aquellos restos pertenecían al valiente comandante Julián Quiñones.

XI. Las condecoraciones

I

El matrimonio del mariscal Bazaine había llamado justamente la atención de la corte, y todas las jóvenes se creyeron que pronto los personajes las irían eligiendo para esposas, y entrarían en el gran mundo.

La corte de Maximiliano I contaba con algunos príncipes, condes y barones, todos en espera de alguna muchacha rica, de todo punto necesaria para saldar sus deudas y contraer otras nuevas.

Las familias que figuraban en primer término no se iban de bruces, y si aceptaban la comedia imperial, no se manifestaban muy dispuestas a entrar en estrechas relaciones con los extranjeros.

Regularmente las dignidades de la corte traían gastos capaces de arruinar la mejor fortuna; pero el orgullo humano sacrifica hasta el bienestar privado por un momento de ostentación y de brillo.

Todos los adictos al imperio ambicionaban una cruz de Guadalupe, o alguna distinción, aun cuando fuese la medalla de cobre del mérito civil.

Había algunos padres que hubieran dado una oreja porque sus hijas entrasen al servicio de la emperatriz.

Llovían las recomendaciones, se escribían versos ensalzando a los emperadores, se hacían funciones de obsequio, se fingían encuentros y victorias, todo por alcanzar una condecoración, una cinta, algo que llevar al ojal de la casaca.

El gobierno por su parte derramaba profusamente las condecoraciones, dando siempre la preferencia a los soldados extranjeros, y cuidando de enviarla a algún soldado raso mexicano, o a un infeliz de nuestros artesanos. Esta falta de reserva alentaba a muchos para aspirar a la nobleza.

II

Nuestros lectores no habrán olvidado a los Fajardo ahora que se habla de este negocio.

El diplomático no abandonaba las antesalas, y siempre sacaba billete de audiencia, sólo con el objeto de hacer presentes sus respetos al emperador, hasta llegarse a hacer notable por esta monomanía.

La señora de Fajardo se visitaba con algunas damas de honor, y procuraba intrigar para ser nombrada, alegando que había en la servidumbre personas de una edad muy avanzada.

Las señoras le ofrecían interponer su influencia; pero nunca hablaban a la emperatriz de ello, y permanecía en silencio la existencia de doña Canuta Fajardo.

La elegancia exquisita de la hija del diplomático, y la no menos deslumbrante de la bellísima Clara, estaban en boga en tertulias y paseos.

Se habían hecho dos muchachas de moda, y se las invitaba a todas las diversiones, y en ellas no encontraba rival su lujo y su hermosura.

Esto hizo que el nombre de las jóvenes llegase a la cámara imperial, y se despertase la idea de una adquisición tan interesante para la corte.

La emperatriz nombró damas de honor a las dos amigas.

El nombramiento apareció en el Diario del Imperio cuando menos se esperaba.

III

Clara se hallaba de visita en la casa de los Fajardo.

El diplomático se paseaba a lo largo del salón, metido en una bata como un mandarín chino, y adornado con un gorro egipcio.

—No es posible, decía, esto es inconcebible, absurdo; cuando la revolución estaba expirante, cate usted que Arteaga, Régules y Riva Palacio atacan Uruapan con 5,000 hombres ¡qué horror! Estos demagogos están dejados de la mano de Dios, en eso no hay duda.

Clara y Luz permanecían en silencio.

—Tenemos en campaña otro heroecito, un tal coronel Eduardo Fernández, a quien Juárez acaba de darle la banda verde.

Luz no pudo reprimir un movimiento de alegría.

—¿Y eso es verdad, papá?

—Cualquiera diría que te alegras; pero ¡ya! no recordaba que ese hombre se permitió… vamos, agregó entre dientes, si soy lo más bruto del mundo. Sí, señor, añadió en voz alta, ese miserable ha ordenado el fusilamiento de Lomus y de otros jefes de importancia, ¡es un asesino!, ¡un criminal!… Esa horda de salvajes se ha dirigido a Taretan, allí se ha entregado al pillaje y al desorden. Ya irán las tropas francesas a darles su merecido. Si esos hombres entraran en la capital, ¡Dios nos asista!, no, es necesario exterminarlos; buena guerra nos da la demagogia.

Este general L’Heriller ha de haber aprehendido a Juárez; hombre más terco no lo he visto, se ha empeñado en que hay república y presidente, y nadie le hará variar de ideas.

—¿Nada se dice de los yanquis, señor Fajardo?, preguntó Clara.

—Sí: que conservarán estricta neutralidad en la cuestión: que no inquietarán al imperio. ¡Ya lo creo! como que tiemblan delante de los franceses; Napoleón les infunde un terror pánico. Estoy seguro que con una patrulla de zuavos se llega al Capitolio de esa republiqueta.

—No me parece la empresa muy sencilla.

—Si todos son cívicos, guardias nacionales y generales de bola. Los yanquis son unos escandalosos, siempre en clubes, en meetings que en castellano quiere decir motines. ¡República!, ¡democracia!, ¡libertad!, todas frases pomposas llenas de viento, frases que no quieren decir nada y que sólo sirven para alzar a la canalla y volverla insolente.

Un criado entró con el Diario del Imperio.

—Dame acá ese periódico, dijo don Modesto, y se puso a leer.

—¡General!, dijo Luz al oído de su amiga, ¡ya Eduardo es general!

—Te felicito de corazón, no tanto por el ascenso, cuanto porque se halla bueno y valiente.

—Clara, tengo ganas de llorar, de reír, estoy loca de contento.

—Tienes razón, hoy mismo escríbele, mandaremos un correo, ya sabemos dónde se encuentra, sabrá al menos de ti.

—Yo no conozco a nadie.

—Yo sí: ha venido un hombre de la hacienda, que está por ese rumbo, y sale tal vez esta misma noche; creo que le será fácil llegarse a Uruapan.

—Me parece muy bien, toda la tarde voy a escribir; además, tú me vas a ayudar a bordarle la banda.

—Eso corre de mi cuenta, en dos horas es negocio arreglado.

Y dio un apretón de manos a su amiga.

IV

—¡Luz!… ¡Clara!… ¡Canuta!… gritó el diplomático; a mí me va a dar algo.

—¡Dios mío!, exclamó Luz, ¿qué te pasa, papá?

—Pronto, pronto, llama a tu madre; que venga, la necesito.

—¿Se ha enfermado usted, señor?, preguntó Clara.

—No, no es eso, a usted también la necesito. ¡Canuta! ¡Canuta!

La señora de Fajardo entró corriendo con un frasquito de sales y un vaso de agua.

—Ya estás atacado de la apoplejía, me lo estaba yo temiendo, este exceso en la comida te ha de matar.

—¡Qué comida, ni qué niño muerto! Te llamo para un negocio de mucha importancia. SS. MM., se han acordado de nosotros.

—¿Que se han acordado SS. MM.? Ya debían haberlo hecho desde antes, no que estamos a fines de 1865 y…

—¡Calla, mujer!, tú no sabes lo que te dices; ya la tenemos allí, es decir, ya las tenemos.

—¿Las qué?

—Buena pregunta. Lo debe saber la corte, la capital, el mundo entero, porque los periódicos recorren la Europa, y lo sabrá Napoleón III y el Gran Sultán!

—¡Habla, por Dios!

—Vamos, abraza a tu hija y a su querida Clara, a nuestra querida amiga.

—Bien, las abrazo; ¿pero y qué?

—¿No conoces nada?

—Hombre, nada.

—¿Nada te avisa tu corazón?

—¡Ah!… ¡sí!

—¿Qué?

—¡Nada!

—¡Pues has abrazado a dos damas de honor de S. M. la emperatriz!

Clara levantó orgullosa la frente, Luz la inclinó con tristeza.

Doña Canuta perdió la respiración por un instante, y abrió la boca como un tiburón dando caza.

—¿Y no está mi nombre?, preguntó vuelta de su estupor.

—No; eso sería abusar del derecho de entrar en la servidumbre de Palacio. ¡Dama!, ¡dama de honor!, ¿quién nos diría cuando nos casamos el año de veintiocho que nuestra última hija?… vamos, hace uno las cosas sin pensar…

—Por supuesto que yo seré quien te entregue, me toca de derecho; en el ceremonial te acompañaré por todas partes.

—No, Canuta, mira el santoral de la corte: «Dos caballos, dos damas, coche con dos asientos»; ¿en qué lugar quieres colocarte?

—Pero al menos seré invitada.

—Ya viste el año pasado el chasco que he pasado; fui a la Villa de Guadalupe y me dieron tarjeta de los convidados que no comen.

—Las cortes tienen sus usos que debemos respetar; en fin, la madre de una dama, ya es mucho.

—Lo creo, pero tú ves que hay muchas madres que no hacen aprecio de nada y aun les parece mal.

—Tienen razón, dijo Luz, yo no sé ni quiero servir a nadie.

—Pero muchacha, ¿tú crees que una dama es una recamarera? Vamos, vamos, estás en un error; una dama es simplemente una amiga íntima de S. M.; además estando con Clara tú te hallas contenta en todas partes.

—¡Tú acabarás por perder a tu padre!; ¡una renuncia le costaría un destierro, una persecución, quizá la vida!

—¡Siempre lo mismo!

—¡Siempre!… ¡tú me asesinas! Yo he depositado en ti mis esperanzas y… vamos… ya me parece que por todas partes dirán: «Aquél es el padre de la dama». Entonces sí que me harán más caravanas que a un arzobispo.

—Anda, lloriquea, tontuela, dijo Canuta a su hija, no parece sino que te hacen una ofensa horrible. Líbrete Dios de decir una sola palabra delante de gentes, porque nos costaría muy caro.

Don Modesto había vuelto a tomar el Diario para rectificar. Al diplomático le estaba reservado ese día caminar como don Simplicio, de sorpresa en sorpresa.

—¡Canuta!, volvió a exclamar más demudado que al ver el nombre de su hija.

—¿Qué?

—¡Otra noticia más importante, estamos de suerte!

—Soy dama, gritó doña Canuta, no hay duda, ya lo decía, no pueden haberse olvidado de mí, yo soy persona muy notable, notabilísima; la noche de la tertulia he adquirido un triunfo. Modesto, el pájaro que me regalaste, es quien me trae en el pico el…

—¡Calla!, ¡no sabes lo que se pesca!… ¡S. M. me nombra caballero de la Orden de Guadalupe!

—¿Y a mí?

—¡Caballera!, puesto que eres mi esposa, esto se infiere rectamente.

—Qué injustos son los reyes, sólo a mí me dejan en el tintero. Yo quiero ser, cuando menos, caballeriza.

—Reflexiona que la honra te viene por dos partes, por tu marido y tu hija.

—Pero yo no quiero ser honrada, sino honrar.

—Con el tiempo y nuestra intimidad con los soberanos, te darán la cruz de San Carlos.

—Así lo espero, si el imperio no trata de extraviarse.

—Oye la campanilla, ya nos vienen a felicitar.

V

Efectivamente, doña Efigenia, aquella beldad obesa, y su esposo, entraron en la sala.

—Vengo sofocada, amiga mía, apenas leimos el Diario le dije a éste: seamos los primeros en felicitar a la familia Fajardo.

—Gracias, dijo doña Canuta, haciendo una reverencia.

El esposo de aquella tonina, se dirigió ceremoniosamente al diplomático, y le dijo con énfasis:

—Cuando S. M. se ha fijado en la persona de usted para condecorarle, es porque halla prendas incorpóreas, como el talento diplomático, que lo hacen más que digno de llevar al pecho la cruz de la Orden de María Santísima de Guadalupe.

—S. M. me honra; sé que las sociedades me han propuesto porque yo no acostumbro a pedir nunca, y menos condecoraciones.

—Las personas como usted no lo necesitan.

—Mi hija Luz es dama de honor de S. M. la emperatriz.

—¡También ella! Vea usted que no había reparado, ¿conque es dama?

—Sí, por decreto de ayer, fechado en el alcázar del archiduque.

—¿Dónde, dónde mi tierna y nunca olvidada amiga?, ¿dónde está para comérmela a besos?

Clara y Luz habían desaparecido desde la llegada del matrimonio Cantolla.

XII. Intrigas palaciegas

I

A los pocos días las dos jóvenes estaban de guardia en el aposento de la emperatriz.

—¿Qué haremos, decía Clara, con nuestros prisioneros?

—Yo tiemblo, a cada paso me parece que los descubren, y estos franceses no entienden de nada, los fusilan en el acto.

—Ni lo digas, amiga mía.

—Ya se prolonga esta situación y ambos están desesperados, saben el riesgo que corren, y están temblando.

—Son un par de calaveras atroces.

—¿Y ya indagaste la aventura de Enrique?

—Ya me contó el lance; figúrate que estaba de temperamento en Cuernavaca, y como los hombres la han de emprender en todas partes, nuestro amigo se enamoró de una muchacha, que entre paréntesis, asegura que es bellísima. Comenzó a rondar la calle sin éxito alguno, y a fuer de buen enamorado se daba el lujo de ir a pararse a las rejas de su adorada, acechando una oportunidad para declararse.

—¿Qué tendrá el temperamento de Cuernavaca que les sienta a tantas personas?, sin ir muy lejos, el emperador se halla perfectamente en aquella ciudad.

—Luego hablaremos de eso, has de saber que la niña es una hermana del terrible guerrillero Pablo Martínez.

—¡Jesús!

—No te asustes, es una criatura hermosa, delicada, llena de virtud, y el tipo del romanticismo. El galán rondaba la casa en una noche de luna a guisa de trovador, cuando un capitán austriaco, con unos bigotes capaces de asustar a un regimiento, se le acercó bonitamente pretendiendo quedar dueño absoluto del campo; Enrique, que como la mayor parte de nuestros elegantes, conoce la esgrima, tiró de la espada, y a los dos minutos había atravesado al austriaco de parte a parte.

—Ni más ni menos como don Serafín al desgraciado capitán Hugues.

—Igual, amiga mía.

—Una casualidad ha hecho que los dos pájaros estén en la misma jaula.

—Fuera de broma, no sé qué vamos a hacer de ellos, ambos perseguidos cruelmente, ambos sentenciados a morir una vez descubiertos. Mi padre que es tan bueno, tiene una aflicción horrible, dijo tristemente Clara, los atiende con una gran solicitud, y se priva hasta de recibir visitas; teme que una impertinencia los venda, y verlos morir sería espantoso.

—Tú puedes discurrir mejor que yo un medio para sacarlos de México. Los dos muchachos quieren irse a la revolución, están entusiasmados y no pueden hacer cosa mejor.

—La policía francesa está hecha un argos, con un dato cualquiera… pero me ha ocurrido una idea feliz; ya que estamos en la corte abordemos la primera intriga, ya que no participamos del cúmulo de enredos que se urden en esta antesala.

—Yo no he nacido para intrigar.

—Es muy sencillo, ya ves que estamos en el candelero, nos han hecho de moda y estamos en buena posición para trabajar por nuestros protegidos.

—Encárgate de formular un plan.

—Nos procuraremos dos pasaportes directamente del gabinete particular del emperador; aquí viene el chambelán que nos hace la corte con más predilección.

II

Presentóse un individuo de treinta y cinco años, alto, delgado, erguido como un pavo, con una nariz inmensamente grande, acaballetada, con el pelo dividido por partes iguales sobre la frente, la barba espesa y los bigotes retorcidos; su traje era muy elegante, y llevaba bajo el brazo un sombrero piramidal.

—Señoritas, tengo el honor de saludar a ustedes, las perlas más hermosas de nuestra corte.

—Y nosotras, se apresuró a responder Clara, al caballero más cumplido.

—Señorita, no sé qué responder a una galantería tan exquisita; me declaro vencido a las primeras palabras.

—Siéntese usted aquí entre las dos, que tenemos un asunto importante.

—Señoritas, ustedes quieren matarme; ¿yo sentado en medio de dos ángeles?, declaro que sólo en contemplarlas pasaré toda la audiencia, y al fin no me habré enterado de nada.

—No importa, es un negocio muy serio, y en el que usted va a desempeñar el primer papel.

—Veamos, que ya tengo curiosidad.

—Usted sabe que los republicanos han entrado en Uruapan, y que tienen una fuerza de cinco mil a seis mil hombres.

—Es cierto, desgraciadamente.

—Pues nosotras podemos hacer que la mayor parte de esa gente se pase a las filas imperiales.

—Usted es capaz de hacer que S. M. proclame la república.

—Vamos al caso, precisa que usted nos traiga dos salvoconductos en blanco.

—Esto pica en historia.

—Lo pondremos a usted en antecedentes.

—Ya tengo el honor de escuchar.

—Tenemos una correspondencia de Michoacán, muy importante. Se nos ofrece, si conseguimos algunas garantías, que la brigada de… usted me permitirá reservarme el nombre, se pasará con el emperador.

—Hablaré inmediatamente a S. M.

—No se trata de eso, señor chambelán, sino de dar una sorpresa.

—Ya, ya comprendo, un golpe de teatro, hacerse en un solo día de la influencia de SS. MM.

—Precisamente, usted tiene una comprensión admirable. Conque marche usted al gabinete, y con mayor sigilo del mundo, traígase los papeles que necesitamos. A la hora del triunfo, alzamos el telón y se sabrá este juego de bastidores.

—Me muero por estas intriguillas, y voy a entrar en ésta con toda la fe de mi valor y mi caballerosidad.

—No hay que perder tiempo, le dijo Clara, y le tendió dulcemente la mano, que el chambelán llevó al corazón.

III

—Has jugado a tu antojo, dijo Luz, con ese majadero, no te creía tan avisada.

—Es necesario ponerse algunas veces la careta.

—Tú la juegas con mucha gracia.

—¡Dios mío!, allí viene la señora Menocal, algún chisme trae entre manos.

—Buenos días, señoritas, supongo que ustedes están de guardia.

—Para servir a usted.

—Necesito que me reciba S. M.

—Está indispuesta y hoy no recibe a nadie.

—Debe haber una excepción para mí, S. M. ignora lo que pasa.

—¿Qué sucede, señora?

—Nada, una cosa horrible, aseguran que S. M. el emperador está enamorado en Cuernavaca, y es necesario desmentir esa especie.

—¿Y para ese asunto pretende usted la audiencia?

—Cabalmente, como dama supernumeraria, tengo ese derecho.

—¿Y se permitirá usted hacer tal revelación a S. M?

—¿Y por qué no?, a mí me parece que debe tomar cartas en este asunto; puede resultar un bastardo como don Juan de Austria.

—¡Qué horrores está usted diciendo!

—La dinastía se perjudica.

—Basta, señora, no haga usted público lo que no pasa de una especie vertida por algún mal intencionado.

—Eso es lo que debe averiguarse ¡un adulterio monárquico!, un…

—Por compasión, señora, usted comprenderá que nosotras no podemos oír ciertas cosas.

—¡Una Pompadour!, ¡una la Valiere! Dios nos ampare que empecemos tan temprano.

—No podemos consentir en un escándalo, señora; además, S. M. se encuentra enferma, y una noticia así la empeoraría.

—Está bien, lo dejaremos para otra vez, ¿qué han sabido ustedes del chambelán que estaba ayer de guardia?

—Nada, señora.

—¿Nada?, ¡oh!, es una cosa horrible; ayer al volver a su casa, cuando menos lo esperaban, encontró a un zuavo comiendo alegremente a su mesa, tomándose su vino, y lo que es más, en compañía de su señora hermana que tiene cuarenta y ocho años.

Luz y Clara se ruborizaron.

—Eso nada importa, continuó la Menocal; lo grave que existe, es lo de la señora de… que tuvo el atrevimiento de bordar un pañuelo para S. M. el emperador, con un cupidillo, y atravesando con dardos los grifos imperiales. S. M. Carlota se puso de mal talante, y más cuando llegó a su noticia aquella especie de…

—Ya llega el señor chambelán y tenemos necesidad de comunicarle órdenes reservadas de Palacio, dijo Clara.

—¿Reservadas, eh?, ya comprendo; tengan cuidado, porque esas reservas suelen hacerse públicas. Señoritas, muy buen día.

—¡Dios eterno!, exclamó Luz, esa señora tiene una lengua de escorpión, me ha dejado escandalizada.

—La emperatriz ha dado orden de que no se le permita la entrada.

IV

—Señoritas, dijo entrando el chambelán, fingiendo una fatiga terrible; los pasaportes están en toda regla, pueden marchar sin cuidado los emisarios, que por el telégrafo se avisa que les dejen libre el tránsito.

—Es usted un hombre con quien se puede tratar, comprende usted que la rapidez en los movimientos salva una situación como a un ejército.

—Nosotras llenaremos los blancos, dijo Luz tomando los papeles.

—Nuestra guardia ha terminado, si usted tuviese la bondad de acompañarnos al carruaje…

—Con mucho gusto, señoras.

Las jóvenes subieron precipitadamente en el coche.

—¡A casa!, gritó Clara, y los caballos partieron a escape.

—¿Cuál será más hermosa?, se preguntó el chambelán, y volvió a entrar en los salones de Palacio.

Las jóvenes llegaron a la Ribera de San Cosme.

V

En una habitación apartada que estaba en el fondo del jardín, permanecían ocultos dos jóvenes conocidos del lector.

El uno es el simpático dandy Enrique Morales, que en una de sus calaveradas había dado con la hermana del guerrillero Pablo Martínez, y a quien vimos atravesar de una ruda estocada el robusto pecho del austriaco.

El otro era don Serafín, perseguido por la autoridad francesa, a causa del duelo en que dejó tendido al capitán Hugues.

Los dos jóvenes tenían sobre sí una sentencia de muerte.

—De todos modos, decía Enrique, yo salgo esta noche para la revolución, esta expectativa no tiene nada de simpática ni atractiva.

—Yo te acompaño, no quiero comprometer a esta familia.

—Si al menos estas dos chicas fuesen nuestras novias, el escondite sería la gruta de Calipso; pero, ¡ay!, están como las uvas de la zorra, verdes y muy altas.

—Es una falta de caballerosidad, gritaba don Serafín, que se me persiga, yo he matado a ese hombre en buena lid.

—Es cierto, yo abusé de la torpeza de ese mastodonte, que con todo y eso me hubiera rebanado como una sandía en acertándome un tajo, ¡qué bruto era el difunto!

—Yo opino por la salida a toda costa.

—Saldremos disfrazados de arrieros o de cualquier cosa, eso no importa; el caso es salir; y ya se me puso no dormir esta noche en México.

—Luego que oscurezca nos escaparemos, sin decir adiós a nuestras bellas guardadoras; porque es seguro que no nos permitirán salir, y no se ha dado nunca el caso de que yo me haya resistido a la voz de una muchacha.

—Ni yo, afortunadamente son las seis de la tarde, dentro de una hora caerá la noche y nos escaparemos pasando sobre fuego. Dejemos una carta de despedida que ambos firmaremos.

—Convenido, yo la redacto y tú la escribes.

—Don Serafín se puso al bufete.

Enrique comenzó a dictar paseándose por el aposento.

—Comienza:

«Señoritas, habéis sido nuestros ángeles de guarda.»

—¡Bravo!

«Hay seres sobre quienes Dios ha puesto el aliento de su grandeza; marchamos vestidos de arrieros, con las lágrimas en los ojos.»

—Hombre, eso es bajar del cielo a una posada de bestias.

—Ya es preciso entrar en materia.

—Pero no tan de sopetón.

—En fin, termina como gustes y firmemos.

Don Serafín concluyó la misiva y ambos signaron, y la pusieron sobre el candelero como hacen los suicidas.

—Tomaremos el ómnibus de San Juanico y Azcapotzalco; en ese pueblo tengo amigos que nos proporcionarán caballos, y lo demás corre de nuestra cuenta.

—Muy bien pensado, dame las tijeras, voy a tirarme el bigote.

—¡Famosa ocurrencia!

Enrique tomó las tijeras y cortó la primera guía, relatando los conocidos versos: «Estos bigotes quemó — la pólvora de Austerlitz.»

Don Serafín se echó abajo las patillas, y ambos quedaron como unos tonsurados.

VI

Clara y Luz habían llegado a las seis y media a la casa, no queriendo ver a sus amigos sino en la noche.

Pensaban darles la sorpresa más agradable.

—Padre, dijo Clara a don Alfonso, traemos unos pasaportes para nuestros amigos.

—Me parece imposible, tengo una inquietud horrible por esos muchachos.

—Necesitamos unos buenos caballos para que cuanto antes se alejen de la capital, poniéndose en salvo.

—Clara, ahí están los míos; yo sacaré en mi carretela a esos gaznápiros que me han dado un buen susto.

—Qué bueno es usted, dijo Luz, abrazando a don Alfonso, a quien amaba como a un padre.

—Pobrecilla, exclamó el honrado español, besando a aquella angelical criatura.

—Hijas mías, estoy de mal humor; ya sabrán ustedes lo que ha pasado en Michoacán.

Luz palideció intensamente.

—¿Qué ha pasado?, preguntó Clara.

—Que al retirarse las fuerzas liberales, el general Pueblita se quedó a la entrada de Uruapan, donde fue sorprendido y asesinado.

—¡Dios mío!

—Los republicanos se han internado, no sé dónde puedan alcanzarlos nuestros amigos. Es necesario pensar antes de hacer, estos franceses son cruelísimos, el país está inundado en sangre, ya las armas se embotan de tanto herir.

Clara bajó la frente avergonzada, su buen corazón le decía a voces que debía aborrecer a aquellos asesinos; pero su amor más fuerte aún, la arrojaba en esa vía desesperada de una pasión tan infeliz.

Luz estaba afligida en extremo, simpatizaba con los hombres todos de la revolución, los quería como a los fieles compañeros de Eduardo; y su muerte la hacía pensar que acaso le llegaría su turno a aquel hombre a quien amaba y por quien sufría horrorosamente.

Este pensamiento es el que agita a todos los que entran en esa mar airada de las revoluciones.

El corazón se vuelve fatalista y se espera con resignación el instante de la partida eterna.

Cada hombre que desaparece, es una hoja llevada por el huracán de los combates.

Entonces se hace sombría y torva la faz del revolucionario, cae un velo espeso sobre su existencia, y se lanza desesperado en busca de la muerte más bien que de la victoria.

Las dos jóvenes quedaron hondamente pensativas, agitadas por sentimientos diferentes.

Don Alfonso estaba también silencioso, no convalecía aún de esa pesadumbre de ver a su hija entregada a ese amor que él reprobaba en el fondo de su alma.

—Bien, dijo al fin, me encargo de los preparativos del viaje; esos muchachos necesitan dinero, es preciso que vayan bien equipados, me intereso por su suerte.

—Ellos están sumamente inquietos y disgustados con su situación.

—No faltan motivos, hija mía. Nos veremos dentro de una hora.

VII

Don Alfonso salió, las dos amigas se contemplaron un instante y se estrecharon como dos flores al soplo de una ráfaga de viento.

—Leo en tus ojos la historia de tu corazón, Clara mía, estás contrariada de una manera terrible; porque hay veces que te sientes humillada ¿no es cierto?

—Sí, es verdad, pero mi corazón se subleva y este amor está por encima de todo, ¡es un amor desgraciado! Yo conozco que hay algo de fatal en este sentimiento; pero no lo puedo maldecir, me falta el aliento.

—En mala hora se fijaron tus ojos en ese hombre.

—¿Tú también?

—Perdóname, yo no debo afligirte; pero del fondo de mi alma se levanta una voz que me dice que tú no serás feliz: cuando considero que puedes ser arrebatada de tu país por un extranjero y allá en tierras extrañas ser presa de un desengaño, entonces lloro por ti, lloro porque te amo con todo mi corazón!

Clara no podía hablar, su voz estaba embargada por el llanto.

VIII

Dieron las siete en el reloj de San Cosme.

Pocos minutos después, el ómnibus de la carrera de Azcapotzalco se detuvo frente a la casa.

Dos individuos subieron al carruaje, que pasó por la garita y se perdió entre la calzada de árboles que forman su derrotero.

Cuando don Alfonso y las dos amigas entraron en el aposento, los prisioneros habían desaparecido.

En el platillo del candelero estaba un billete de despedida, lleno de ternura y gratitud hacia aquellas almas nobles que los habían abrigado durante la época terrible de su proscripción.

XIII. El terrorismo

I

Hacía mucho tiempo que el Consejo de Estado y el ministerio, habían sometido a la aprobación de Maximiliano un decreto terrible, una sentencia de muerte para los republicanos, una declaración impía en que se filiaba a los defensores de la independencia entre los asesinos y los bandidos.

La segunda insurrección recibía el legado de los hombres del 1810; a esos hombres se les llamó también con ese infamante epíteto, y se fulminaron contra ellos iguales anatemas.

La historia, como siempre, ha venido a confundir a los calumniadores, y coronar de laurel y siempreviva las frentes de los mártires y defensores de la libertad.

Maximiliano se había reservado el examen del decreto y aplazado la discusión.

La víspera de ese memorable día, estaba el emperador en su despacho leyendo los artículos de ese fatal proyecto.

Parecía hondamente preocupado.

Sobre el bufete estaban los pliegos de la correspondencia europea, que el emperador había leído en varias ocasiones.

Contenían las notas de los Estados Unidos dirigidas al ministro de Relaciones de Napoleón III.

El pueblo de la Unión americana se manifestaba decididamente en contra del imperio, y pedía a su gobierno interviniese de una manera directa en los negocios de México.

Como en la Gran República la voluntad de los gobernantes es el reflejo de la voluntad nacional, la situación tomaba un carácter alarmante, que inquietaba seriamente, no sólo a Maximiliano, sino al gobierno francés.

La oposición en las cámaras tomaba aliento, y profetizaba el desenlace más funesto a los autores del atentado intervencionista.

Julio Favre y el gran orador legitimista Mr. Thiers, veían como a la luz del sol el fin trágico de la aventura monárquica.

Comprendían que su país sufriría más tarde el anatema del mundo entero, y que su pabellón saldría cubierto de vergüenza de las puertas del Nuevo Mundo.

El sueño había acabado y la realidad se presentaba bajo las fases sombrías de un desengaño.

Maximiliano era una hoja movida al soplo europeo.

¡Sin voluntad propia, sin hombres, sin recursos, delante de un volcán próximo a su erupción!

El reconocimiento de la España y la Inglaterra le servían tanto como el del Gran Sultán.

Las naciones signatarias de la Convención de Londres, protestaban delante de la Unión vencedora, que la Francia había falseado el pensamiento, y que ellas condenaban la monarquía en México.

Se lavaban las manos como Poncio Pilato.

El ejército expedicionario se ocupaba simplemente en hacer su agosto.

Los buques de guerra salían de los puertos de Francia cargados de mercancías, que entraban a México sin pago de derechos, haciendo el contrabando más escandaloso, todo bajo la sombra del pabellón francés.

En la capital se estableció un elegante almacén, «Los precios de Francia», del que se decía públicamente que el socio principal era el mariscal Aquiles Bazaine, comandante en jefe de la expedición.

II

Sonaban las diez en el reloj de Palacio.

Maximiliano guardó el decreto presentado por el Consejo, bajo la carpeta, y su vista se fijó en la puerta de entrada.

Un chambelán anunció:

—S. E. el mariscal Bazaine.

—Que pase.

El mariscal se presentó de riguroso uniforme, con la banda encarnada de la gran cruz de la Legión de Honor, y sobre su pecho la placa y multitud de condecoraciones.

—Tengo el honor de ofrecerme a las órdenes de V. M.

—S. E. el mariscal tendrá la bondad de leer esa correspondencia, dijo el emperador indicando asiento a Bazaine.

—Con el permiso de V. M. me entero de esta nota, y pasó su vista por el pliego, como si hubiese recibido por el mismo paquete la copia de la comunicación que estaba leyendo.

Luego que hubo terminado, puso el pliego sobre el bufete.

—Las órdenes, dijo, de S. M. Napoleón III, son leyes para mí; V. M. puede arreglar como mejor le parezca este negocio.

—S. E. conoce bien la diplomacia, y no extrañará por lo tanto el giro que debemos dar a la cosa pública. La tempestad se presenta formidable por el lado del Norte, y esto nos hace apresurar el término de la revolución. Vuestras armas vencedoras recorren el país sin obstáculo alguno.

—V. M. me permitirá le haga una ligera observación: los obstáculos se hacen a un lado, y cuando han pasado nuestros cañones, vuelven a interponerse; la revolución continúa con más vigor que nunca; el territorio es inmenso y sesenta mil hombres no lo pueden cubrir; éste es un elemento terrible que aplazará por muchos años la pacificación del país.

—S. E. comprende como yo todas las dificultades de la campaña; pero hoy se tratan dos puntos cardinales de esta cuestión, el primero es moral, el segundo material y de simple organización.

—He recibido copia en que el augusto hermano de V. M. se compromete a enviar un cuerpo de ejército formado de voluntarios austriacos y belgas.

—Es un negocio completamente arreglado.

—Más tarde tendré el honor de presentar a la aprobación de S. M. una adición conveniente en extremo para la organización del ejército que debe sostener el trono, porque V. M. sabe que el ministerio de las Tullerías opta por la retirada de nuestro pabellón.

Maximiliano recibió con serenidad el golpe, y dejando aparentemente desapercibida la observación del mariscal, continuó:

—La revolución está sostenida, porque conserva aún una bandera.

—Es la opinión de S. M. Napoleón III.

—Es necesario arrebatarla de sus manos.

El mariscal inclinó la cabeza en señal de asentimiento.

—He creído, en vísta del éxito de las operaciones militares, que es de todo punto necesaria, la declaración de que el imperio cesa de considerar a los republicanos como beligerantes.

—Eso dice precisamente la nota de S. M. Napoleón III.

—Los reduzco a bandas de ladrones, negándoles el principio político y con él las garantías del derecho de gentes.

—¿Me permitirá V. M. haga una observación a la nota reservada de las Tullerías, y a la respetable opinión de V. M?

—Es una conferencia en la que S. E. el mariscal puede hablar con entera libertad y franqueza.

—El emperador de los franceses, pagando un tributo a la fragilidad humana, adelanta en su alta sabiduría los acontecimientos, porque juzga de ellos a gran distancia.

Esto era mucho avanzar en un individuo que comprendía perfectamente que a la primera frase de desaprobación sería destituido de todos sus cargos.

El emperador creyó en la sinceridad del mariscal, sin prever que la Francia diría más tarde que por conducto del comandante en jefe de su expedición se había opuesto abiertamente a la declaración sangrienta del imperio.

—Continuad, dijo Maximiliano.

—Aún no es tiempo, dijo Bazaine, me parece prematuro el decreto, antes que el presidente Juárez haya abandonado el territorio nacional. Tal es el momento oportuno para dar el golpe de gracia a la revolución republicana.

El emperador sacó de entre los papeles un despacho y lo mostró al mariscal, que como hemos dicho, tenía copia de la correspondencia de Maximiliano.

—Sabe S. E., dijo el emperador antes de que leyese el mariscal, que no debemos poner en olvido este despacho: «El señor general Brincourt ha entrado a Chihuahua, después de haber obligado a huir a Juárez a Paso del Norte y dispersado a la fuerza enemiga, que le abandonó 25 piezas de artillería.

»El general Bríncourt ocupa a Río Florido, Parral y Santa Rosalía, con guarniciones respetables.»

El mariscal leyó la comunicación y dijo al emperador:

—El bien de este país, que es el solo pensamiento del gobierno francés, me obliga a obedecer este mandato en todas sus partes, es una cuestión de redacción. Al comunicar a V. M. la ocupación de Chihuahua daré la noticia de la salida de Juárez del territorio mexicano.

—Después de ese parte, publicaremos el decreto a que he hecho referencia.

—Mi edad me faculta para daros un consejo, si V. M. me lo permite.

—Ya escucho a S. E.

—No firméis solo ese decreto, ponedlo en cabeza del Consejo de Estado y del ministerio; la nación debe hallar bajo esa ley nombres de mexicanos; se creería que el extranjero condena a muerte al conquistado.

El emperador saludó al mariscal, éste se inclinó profundamente y salió del despacho.

III

Maximiliano convocó a su Consejo, y una hora después consejeros y ministros firmaban el decreto memorable que vio con asombro el mundo civilizado.

Los periódicos de la tarde publicaron un parte del mariscal Bazaine, en que anunciaba la salida del presidente Juárez del territorio de la República.

Al día siguiente, 3 de octubre de 1865, el Diario del Imperio traía en sus columnas la siguiente proclama que servía de introducción al decreto:


Mexicanos:

La causa que con tanto valor y constancia sostuvo don Benito Juárez, ha sucumbido ya, no sólo a la voluntad nacional, sino ante la misma ley que este caudillo invocaba en apoyo de sus títulos. Hoy hasta la bandera en que degeneró dicha causa, ha quedado abandonada por la salida de su jefe del territorio patrio.

El gobierno nacional fue por largo tiempo indulgente, y ha prodigado su clemencia, para dejar a los extraviados, a los que no conocían los derechos, la posibilidad de unirse a la mayoría de la nación y colocarse nuevamente en el camino del deber.

Logró su intento: los hombres honrados se han agrupado bajo su bandera y aceptado los principios justos y liberales que norman su política.

Sólo mantienen el desorden algunos jefes descarriados por pasiones que no son patrióticas, y con ellos la gente desmoralizada que no está a la altura de los principios políticos, y la soldadesca sin freno que queda siempre como último y triste vestigio de las guerras civiles.

De hoy en adelante la lucha sólo será entre los hombres honrados de la nación, y las gavillas de criminales y bandoleros.

Cesa ya la indulgencia, que sólo aprovecharía al despotismo de las bandas, a los que incendian los pueblos, a los que roban y a los que asesinan ciudadanos pacíficos, míseros ancianos y mujeres indefensas.

El gobierno, fuerte en su poder, será desde hoy inflexible para el castigo, puesto que así lo demandan los fueros de la civilización, los derechos de la humanidad y las exigencias de la moral.

México, octubre 3 de 1865. Maximiliano.
 

IV

No se había publicado el edicto imperial en el interior del país, y las leyes no surten su efecto hasta que oficialmente se hacen saber a los ciudadanos.

La mayor parte de los revolucionarios ignoraban el decreto del 3 de octubre; bien que esto no alteraba en nada su situación, pues sólo faltaba la letra, puesto que donde se les tomaba prisioneros se les asesinaba.

Esto se lo decimos a aquellos que encontraron legal la terrible hecatombe de Uruapan apoyada en una ley no publicada.

El valiente general Arteaga era el jefe del ejército republicano y se encontraba en Uruapan en compañía de Salazar y Riva Palacio; éste opinaba por librar una batalla al imperio en aquellos campos.

Arteaga no se creyó seguro para sostener un combate desconfiando de sus elementos, y se decidió a concentrarse en la sierra a dar otra organización a sus fuerzas.

Riva Palacio se dirigió a marchas dobles sobre la capital de Michoacán para entretener al enemigo, mientras Arteaga y Salazar se replegaban.

Méndez llegaba a la sazón con una fuerza numerosa a las inmediaciones de Uruapan.

Arteaga caminó violentamente tres días hasta llegar a las montañas de Santa Ana Amatlán.

Méndez le seguía de cerca.

Los republicanos no habían probado en su correría más que algunas yerbas y ya estaban muertos de hambre y de fatiga.

Arteaga mandó dar de comer a su tropa, ordenando que matasen algunas reses.

Estaban en esta operación, dormidos los jefes y la mayor parte de los oficiales, mientras la tropa preparaba el rancho y daba agua a la caballada, cuando inesperadamente se hallaron atacados por una parte de la caballería imperialista, causándoles una sorpresa indefinible y apoderándose en el acto de la persona del general Arteaga y sus compañeros.

V

El emperador recibió el siguiente parte del jefe de la expedición:


Octubre 13 de 1865.

Santa Ana Amatlán.

Hoy a las dos y media he batido, sorprendiéndolo, al disidente Arteaga que se titula general en jefe del ejército del centro. Él, Salazar, todos sus coroneles y la mayor parte de sus oficiales y tropa son mis prisioneros; su armamento, pertrechos de guerra y caballada están en mi poder.

Felicito, etc.—Ramón Méndez.
 

Los prisioneros fueron conducidos a Uruapan.

El general Arteaga había luchado como un héroe en Michoacán, y su derrota provocó un justo sentimiento en las clases todas de la sociedad.

Inmediatamente salió un extraordinario para México, solicitando el indulto de aquel valiente y denodado caudillo a quien la legislatura había declarado por sus méritos ciudadano del Estado de Michoacán.

Una comisión se presentó en el Palacio solicitando audiencia de la emperatriz, para que ésta sirviese de empeño en aquella situación angustiosa.

VI

Nuestras jóvenes amigas estaban de guardia en ese día en que la comisión se acercó a las puertas de la cámara imperial.

No había orden de recibir; no obstante, Clara que era atrevida se presentó a Carlota de Austria, y la dijo: «Señora, V. M. es la madre de los mexicanos, una horrible desgracia ha acontecido, la sangre va a correr sobre un cadalso sin vuestra intercesión.»

—¡Imbéciles!, dijo Carlota en su lengua natal, se les libra de sus asesinos e interceden por ellos cuando les tienen en su poder. ¿Y bien?, preguntó con altanería a su dama de honor adoptando la lengua española.

—Se solicita de V. M. que reciba una comisión.

—Decidles que yo no puedo hacer nada en contra de una ley que acaba de publicarse; que el emperador y yo, seremos los primeros en acatar siempre las disposiciones que asegurarán la paz y el porvenir de nuestra nación.

Clara iba a aventurar una nueva súplica, pero un gesto de soberbia indicó a la joven que no había esperanza.

Clara salió llorando de la cámara de la emperatriz.

—Señores, dijo a los individuos de la comisión, decid a las personas que os envían, que no es posible conseguir el perdón. S. M. el emperador no se dejará ver, culpad sólo al destino.

La comisión se retiró llena de indignación.

Hacía algunos meses que Riva Palacio había hecho prisioneros a multitud de soldados belgas en la toma de Tacámbaro, y a todos les perdonó la vida contra la voluntad de su tropa que pedía a voces venganza.

VII

Al día siguiente un parte telegráfico anunció que los generales Arteaga y Salazar, los jefes Villagómez y Díaz, y un sacerdote que andaba con el ejército republicano, habían sido pasados por las armas en el pueblo de Uruapan.

Arteaga fue conducido al suplicio en una camilla; no podía andar a consecuencia de haber recibido una herida en las Cumbres de Acultzingo, una herida cosechada en el campo de batalla, defendiendo a la patria contra la invasión francesa.

—¿Y eran mexicanos los que condujeron a aquel patricio al cadalso?

Caín, ¿qué has hecho de tu hermano?

VIII

Como el Moctezuma II que había visto el labrador veinte años antes de la conquista y a quien aplicó el cauterio en el muslo para que despertase de su letargo de deleites, porque se acercaba la ruina de su imperio, dormía Maximiliano entre el incienso del poder y la mirra de la adulación, cuando lo despertó el ruido de la victoria de Richmond y la voz de Napoleón III anunciándole la salida de las tropas expedicionarias.

Levantóse terrible el usurpador, quiso ahogar la revolución republicana en un solo día y expidió la sentencia inexorable de muerte y exterminio.

Los sicarios del imperio celebraron sus Vísperas Sicilianas aun en los pueblos más miserables del territorio.

No hubo misericordia, los defensores de la república quedaron diezmados; ¡pero la revolución se levantó más terrible y amenazante, juró venganza ante el cadalso de Arteaga, absorbió el vapor de sangre, midió el abismo y se lanzó terrible como el rayo en esa lucha desigual del pueblo con la fuerza armada, sostén de la usurpación y de la tiranía!

XIV. La sombra

I

Era la hora del crepúsculo, la cámara de Carlota de Austria se envolvía en las primeras sombras de la noche.

La joven emperatriz abismada en sus pensamientos, había contemplado la muerte del sol desde los balcones de su aposento.

El astro se había sumergido lentamente en la tumba del ocaso, y sus postreros reflejos hacían destacar las montañas que circundan con un garboso contorno el bellísimo valle de México.

El viento producía un murmullo sombrío en los viejos sabinos de Chapultepec.

La noche se acercaba majestuosa con su séquito inmenso de estrellas.

El horizonte tenía aún celajes color de fuego que se desvanecían al soplo del aire.

Una vaga melancolía se derramaba en aquel espíritu exaltado.

Los ojos de Carlota se cerraron dulcemente y comenzó el sopor del sueño.

Luego que el letargo se hubo posesionado de los miembros de aquel cuerpo indolente, las visiones aparecieron en el mundo de la realidad.

Las últimas nubes que había visto la emperatriz, comenzaron a tomar forma, convirtiéndose en espectros sobre un mar de sangre.

¡Las manos descarnadas salieron de entre los sudarios y vueltas al cielo pedían venganza y misericordia!

Los silbos del viento se convirtieron en quejidos que atravesaban la atmósfera en ecos de dolor y desesperación.

Los espectros avanzaban sobre el horizonte a impulsos del aura de la noche, y descendían hasta penetrar en la cámara imperial.

Sus frentes chorreando sangre, sus labios palpitantes pedían venganza en sus convulsiones.

Rasgáronse los sudarios y mostraron el seno acribillado por las balas, que destilaba sangre, que manaba espumosa y ardiente por las heridas.

—¡Venganza, venganza!, repetían los espectros; y su aliento, helado como el aire de los volcanes, pasaba con un frío de muerte por el semblante de Carlota de Austria.

La joven se oprimía dolorosamente el corazón víctima de aquella horrorosa pesadilla.

Los espectros se desvanecían lentamente fijando sus órbitas ensangrentadas en la mirada sombría de la emperatriz.

Hubo un momento de silencio; después resonó el acento de una voz conocida de Carlota.

Era la del rey Leopoldo.

—¡Hija!, ¡hija mía!, no puedo llegar hasta ti, hay un mar de sangre que circunda tu trono… ¡infeliz de ti!, ¡infeliz de ti!

—¡Padre, padre!, gritaba sollozando la desgraciada princesa, ¡perdóname, perdóname!

—¡Esa palabra, continuaba la voz, no ha sonado en tus labios, tú no eres mi hija!

—¡Padre!, gritó en un esfuerzo supremo la joven y despertó sobresaltada, llamó violentamente y dos camaristas pusieron luces en el aposento.

Carlota estaba pálida, sombría, su mirada extraviada buscaba algo en los rincones del aposento.

II

—Señora, dijo una dama, hay una persona que pide permiso para hablar con S. M.

La princesa respondió maquinalmente:

—Que pase.

Una joven enlutada y en cuyo semblante se dejaban ver las señales indelebles del sufrimiento y del dolor, penetró en el aposento y se arrodilló delante de la emperatriz derramando un mar de lágrimas.

—Señora, dijo en lengua inglesa, vos podéis devolverme el tesoro de mi vida.

—Alzad, señora, os escucho con interés; si venís a hablarme de algún prisionero sentenciado al patíbulo, contad desde luego con el perdón, lo he ofrecido y cumpliré mi promesa.

—No es al cadalso al que le disputo una víctima, es a V. M. misma.

—Descubríos, señora, dijo con altanería la emperatriz.

Alzóse la enlutada, y descorrido el espeso velo que cubría su rostro, se irguió delante de la archiduquesa.

Era la señora Iturbide, a quien le habían arrebatado su hijo para hacerlo príncipe imperial, condenándolo a separarse y olvidar a la que le debía el ser.

—¿Qué queréis de mí, señora?, dijo Carlota a la joven americana.

—¡Que me devolváis a mi hijo!, he logrado escaparme del lado de mi esposo, de ese hombre sin corazón que ha vendido a su hijo por un puñado miserable de oro.

—Un consejo de familia celebrado ante el emperador ha decidido de la suerte de ese niño.

—Es una determinación impía, nadie tiene derecho de desgarrarme las entrañas… perdone a mi aflicción V. M., miradme a vuestros pies, dadme por compasión un asilo en vuestro palacio; no, es mucho, permitidme que viva en la ciudad, para ver al menos a ese hijo de mi corazón.

Carlota de Austria que no ha sido nunca madre, no comprendía la dolorosa situación de la joven.

—Nada puedo hacer por vos, partid a vuestra patria y dejadnos tranquilos; la suerte del príncipe está hecha en el porvenir, si el cielo me niega la sucesión, él ocupará más tarde el trono de su abuelo el emperador.

—Es verdad, debo mucho a V. M., pero ¿por qué separarlo de mi lado?, ¿por qué privarlo de mis caricias, por qué engendrar en él un sentimiento de desprecio y olvido?, ¿si él es mi sangre, por qué renegar de ella?, ¡esto es infame!

—¡Esta mujer está loca!, dijo con desprecio la emperatriz y tiró tan fuertemente de la campanilla que la desprendió del telégrafo.

Entraron las damas y los chambelanes de la servidumbre.

—Llevad a esa mujer, ha perdido el juicio, haced que vuelva a su carruaje y que salga inmediatamente para su destino.

La joven Iturbide abrazó las rodillas de la emperatriz deshaciéndose en llanto.

—¡Perdón!, decía, ¡perdón!, yo seré vuestra esclava pero no me matéis, el destierro es la agonía para mi corazón; volvedme a mi hijo, permitid al menos que lo bese por la última vez.

—¡Basta!, dijo la emperatriz deshaciéndose de la americana que la tenía asida, ¡llevadla!

Dos chambelanes apartaron a la joven, que cayó desmayada en el pavimento.

III

La emperatriz se dirigió violentamente a las habitaciones de Maximiliano.

El desgraciado monarca tenía en sus manos un despacho en que se le comunicaba que Riva Palacio había penetrado en la plaza de Morelia, de donde se había llevado a la guarnición belga que había sorprendido.

Tenía noticia de que los republicanos habían recobrado a Uruapan y ocupado Tacámbaro y otras poblaciones, donde entraban llenos de rabia por el fusilamiento del general Arteaga y sus compañeros.

—No, decía, la sangre no hará más que precipitar mi caída: de la tumba de Arteaga se ha levantado más poderoso el aliento revolucionario, los odios se amontonan y la venganza reclama su hora al próximo triunfo… ¡Ya han pasado algunos años y las sombras ensangrentadas de la Lombardía cruzan delante de mis ojos como un sueño horrible!… ¡Saludan al imperio los toques de agonía y la salva de la muerte me despierta en las primeras horas de la mañana!… ¡Todo se conjura en contra mía!… Sólo una flor ha brotado en el desierto de mi vida; el amor de esa pobre criatura a quien no puedo darle ni mi nombre… ¡Oh!, ¡cuando la siento reclinarse sobre mi pecho soy tan feliz! ¡La amo con idolatría!… ¡Gran Dios!, ¿qué va a ser de ella cuando se despierte del engaño en que ha vivido durante el tiempo de nuestros amores, cuando ella tan buena y tan virtuosa se encuentre presa de una ironía terrible del destino!

IV

El emperador escondió su rostro entre las manos, como quien se halla presa de un hondo sufrimiento.

La puerta del salón se abrió con estrépito y Carlota apareció pálida y demudada.

—¡El acceso otra vez!, exclamó Maximiliano.

—¡Me asesinan!, ¡ampárame!

—¡Ven a mi lado, nada temas!

—Esa mujer me amenaza con la muerte.

—¿Qué mujer?, preguntó asustado el emperador temiendo que su esposa hubiera sorprendido los amores del marido infiel.

—Me sigue, continuó extraviada la emperatriz, me pide a su hijo; ¡devuélveselo, es una madre que reclama a su hijo!…

—¡Vuelve en ti, Carlota, estás conmigo, nadie se atrevería a levantar los ojos delante de ti… yo soy, conóceme al fin!…

El acceso había pasado, la joven princesa estuvo algunos instantes en silencio, se apartó el cabello de la frente, volvió la vista tranquila en derredor y pareció sosegarse del todo.

—He soñado cosas horribles, dijo al fin, la excitación nerviosa que me produjo esa escena dolorosa, me ha hecho sufrir horriblemente.

—Habla, Carlota.

—La señora Iturbide se ha fugado del camino y se ha presentado de improviso en mi cámara pidiéndome a su hijo, al príncipe imperial.

V

Maximiliano tocó el resorte de la campana y un chambelán se presentó.

—Inmediatamente que salga de México la señora Iturbide, reencárguese a las autoridades del tránsito hasta que sea puesta a bordo del «Paquete».

El chambelán salió.

—Estaba reservado a la hija del rey Leopoldo ser insultada por una mujer, dijo dolorosamente la emperatriz.

—Sí, Carlota, tú no debías haberla recibido.

—No pude imaginar que su audacia llegara a violar los acuerdos del consejo de familia. Fernando, yo necesito salir algún tiempo de esta atmósfera, me ahogo, la política acabará por trastornar mi cerebro; envíame al mar, su vista y el aire libre reanimarán mi espíritu; este palacio me es fatal.

—¿Adónde irías, Carlota?

—No lo sé, la muerte de esos republicanos me ha impresionado hondamente; yo sé que su sangre es necesaria para asegurar el imperio y nuestra propia existencia; ¡pero esos patíbulos me son siniestros!… ¿Recuerdas en la Lombardía?

—¡Calla, por Dios! ¡yo también tengo delante esos fantasmas sangrientos, página triste de un acaloramiento que maldigo!

El remordimiento llegaba al fin a tocar aquellos corazones gastados en el fatalismo de la política europea.

Quedaron mudos, silenciosos, agobiados por ese vértigo de memorias terribles, fantasmagoría del cerebro a la luz de un arrepentimiento tardío.

—Sí, dijo la emperatriz interrumpiendo aquel lúgubre silencio, yo lo quiero y partiré.

—Hay en tu voluntad algo inflexible que yo no puedo dominar. Las contrariedades me rodean, tú misma me lanzas a una situación difícil y que yo no puedo afrontar. Hace algunos días que he dicho públicamente que era una calumnia de mis enemigos el propagar la noticia de tu viaje a Europa. Tu salida del país desalentará a los defensores del imperio.

—Pues bien, dijo la orgullosa Carlota de Austria, señalando el mapa de México: hay un lugar en el confín del territorio que termina en el Cabo Catoche. Invitaré al cuerpo diplomático para que me acompañe en el viaje.

—Vas a atravesar la zona del vómito.

—¿Qué importa?

—Bien, dijo resueltamente el emperador, partirás a Yucatán.

VI

El 20 de noviembre a las nueve y veintiún minutos de la mañana, el «Tabasco» que encendía sus calderas desde la madrugada, levantó anclas llevando a bordo a S. M. la emperatriz, haciendo rumbo a la Península de Yucatán.

Parte tercera. Un trono sobre un monte de oro

I. El primer síntoma

I

Desde la horrible hecatombe de Uruapan, la revolución se había levantado poderosa. ¡Herida en su corazón por la muerte de sus valientes hijos, aceptó por completo un duelo a muerte, sin misericordia… era necesario jugar el todo por el todo!

La crisis europea soplaba el fuego revolucionario, y ya nadie desconfiaba de un éxito, cuyas primeras vislumbres llegaban de donde cuatro años antes surgía la tormenta intervencionista.

El ensayo monárquico había abortado, sólo los intereses altamente comprometidos sostenían una situación que se derrumbaba al soplo omnipotente de una nación en sus esfuerzos heroicos por salvar su independencia.

La crisis era terrible, las tinieblas se habían disipado, y todas las esperanzas se desvanecieron como los celajes de la tarde al viento de la noche.

El coloso americano había tirado su guante sobre la arena del mundo y desafiado a la Europa entera.

La Francia había recogido ese guante, para… es necesario decirlo de una vez, para ponerlo humilde y rendida sobre el bufete del Capitolio.

En las aguas del Bravo, en ese torrente tumultuoso que marca los límites de la república, se dio el primer espectáculo, en que la suerte del imperio quedó resuelta en el porvenir definitivamente.

Una cañonera francesa fue atacada por los americanos desde las orillas de Brownsville.

El pabellón francés flotando sobre aquella miserable barca, tenía tras sí treinta y tres millones de hombres dispuestos a hacerse matar por la honra de su bandera.

Así lo ha visto el mundo entero, así lo esperaba la generación contemporánea.

—¡Fragilidad humana!

¡La señora del viejo Continente, la que decide sobre su carpeta de los destinos de Europa, pasó por alto el ultraje al pabellón de Montebello, Inkerman y Sebastopol!

Algo de terrible encontraba el orgulloso Bonaparte, para que en sus labios se detuviese el grito de guerra, ese grito asolador que hace estremecer a un hemisferio.

La doctrina Monroe se enseñoreaba en el mundo de Colón.

¡La Francia, el imperio, la complicidad europea, todo desaparecía, todo, cayendo el telón sobre aquel espectáculo sangriento!

¡El Canadá, y ese grupo de islas que se llaman las Antillas, ven desde entonces escrito sobre el libro de su porvenir, la palabra independencia!

II

Los agentes del decaído imperio que tenían acceso en los altos círculos de la política, habían avisado al archiduque que el gobierno de la Unión mantenía una correspondencia activa con el gabinete de las Tullerías, referente a los asuntos de México.

Maximiliano estaba inquieto terriblemente y solicitaba el auxilio de su hermano José II, que lo veía naufragar en la más espantosa de las catástrofes.

El emperador de Austria no podía hacer nada por su desgraciado hermano; porque la guerra con Prusia en la cuestión del Lombardo Veneto, estaba al estallar, y ya el Cuadrilátero estaba en jaque por los inventores del fusil de aguja.

El mariscal Bazaine había enfriado sus relaciones con Maximiliano, comenzando a poner en juego una política oscura, que tendía a desprestigiar al imperio y a echarle encima la revolución que se hacía formidable por momentos.

El mariscal, sin contar con el emperador, hacía canjes de prisioneros y conservaba relaciones con los republicanos.

Algunos acusan a Bazaine de haber querido sustituir a Maximiliano pretendiendo que la Francia siguiera por su cuenta el negocio de la conquista. Esto no es creíble, porque Bazaine estaba al tanto de lo que pasaba, y ese plan que se le atribuye era de todo punto irrealizable.

III

El que quiera tomar el pulso a una situación, diríjase a la Bolsa de París y determinará el diagnóstico.

Los bonos de los empréstitos de Miramar y París, estaban en baja tan absoluta, que a ningún especulador se le ocurría proponerlos ni en el negocio más descabellado.

La prensa, que no se manifiesta sino en los momentos dados de la crisis, sostenía a voz en cuello que el imperio mexicano no se había sentido desde su nacimiento más fuerte ni más prestigiado.

Los bonos desaparecieron de la Bolsa pasando al archivo del olvido, y registrándose en ese inmenso catálogo de la bancarrota.

Cuatro notabilidades hacendarias de la Francia, habían venido a México para arreglar el pago de la convención y la deuda por gastos de guerra y permanencia de las tropas francesas en México.

El marqués de Montholon renunció a su obra y se marchó de ministro a los Estados Unidos, sin haber tenido tiempo de explotar todo ese juego de chicana iniciado por Saligny en su consorcio con el agiotaje y el peculado.

Mr. Corta, que creía nadar en ondas de oro, se acaloró de tal manera que perdió el juicio y fue a hablar de sistemas hacendarios a Bicetre.

A Mr. Langlais, a consecuencia de sus trabajos, y de leer tanta reclamación absurda, le atacó apoplejía y esa lumbrera de la combinación cuyas luces no alumbraron un solo expediente, tornó en un ataúd a la corte de Vincennes.

Mr. Danó, cuya capacidad no alcanzaba ni a comprender las estafas y robos de la casa de Jecker, se dedicó a otro negocio más productivo.

Sacó de las rejas de un convento doméstico, a una de las señoritas más recomendables de nuestra sociedad, y un dote que asciende a un millón de pesos, sacado de las entrañas del Real del Monte.

En cuanto a Castelnau, seguramente hizo muy poco en su misión diplomática, porque en el saqueo de las aduanas cada uno de los comisionados tiraba con toda fuerza, dando el espectáculo que presentó Lorencillo el pirata, en su asalto a la heroica Veracruz hace dos siglos.

Los ministros plenipotenciarios de Napoleón, hacían negocitos particulares, que Maximiliano sabía y toleraba por su situación que era crítica, a pesar de los diez mil quinientos pesos, que modestamente aceptaba día a día del tesoro mexicano.

El país había caído en las redes de la conquista y le saqueaban con más descaro y menos rubor que en el siglo XVI.

Especuladores y caballeros de industria, llegaban a nuestras playas más miserables que esas caravanas de árabes que van a la tumba que se venera en la Meca, o esos infelices españoles cruzados que a su regreso de la Palestina llenos de lepra y cubiertos de harapos se dirigían a Santiago de Compostela en el tiempo de las Cruzadas.

A los pocos días de su arribo, ya eran oficiales y pendía de su cuello una cinta con la cruz de la Orden de Guadalupe, y ya veían sobre el hombro (como suele decirse) a los mexicanos.

Todos los aventureros referían grandezas, todos eran príncipes, condes y marqueses con rentas fabulosas, y que sólo venían a México para consolidar la paz y el bienestar de los antiguos aztecas.

Ese protocolo de absurdos encontraba una sonrisa de desprecio y de burla sangrienta.

Esos parias del universo, esos perdularios cosmopolitas, acompañarían a Maximiliano hasta el último día del presupuesto.

Desaparecieron con el último prorateo.

Algunos se fugaban con sueldos adelantados al husmear el norte revolucionario.

Despilfarro en los fondos públicos, desorden en la administración, insuficiencia para la organización del ejército, cobardía, favoritismo, vacilación, impopularidad, eran los elementos que determinaban patentemente la caída del imperio, sin contar con la revolución intestina y las dificultades del exterior en el mundo de la diplomacia.

IV

El desgraciado archiduque de Austria se paseaba inquieto por el salón de su despacho, la mañana del 5 de febrero de 1866.

En su semblante descompuesto se notaba que la noche la había pasado en vigilia, y que algo grave lo tenía en esa excitación febril que lo devoraba.

El alambre telegráfico anunció el 1.º de febrero, que a bordo del «Sonora» venía un emisario del emperador Napoleón trayendo notas importantes dirigidas a S. M. Maximiliano I.

El emperador señaló la mañana del 5 para la audiencia, y esperaba con ansia la llegada del personaje.

Algo sospechaba Maximiliano después de las noticias comunicadas secretamente por sus agentes en Washington.

A pesar de sus cavilaciones, se resistía a creer que Napoleón lo abandonase en tan críticos momentos, y que su hermano viera con indiferencia estallar la tormenta que rebramaba en el horizonte político.

Dieron las doce en el reloj de Palacio.

La puerta de entrada a los aposentos interiores se abrió, apareciendo en su dintel la majestuosa figura de Carlota de Austria.

—Trás estas cortinas, dijo a Maximiliano, escucharé esa conferencia que va a decidir de nuestra suerte en América.

—Estoy terriblemente preocupado, dijo el archiduque, y sacando su reloj, observó que habían pasado dos minutos de la hora. Éste es mal agüero, exclamó; la inexactitud me anuncia que las noticias de la corte francesa no son de las más plausibles; este enviado se me impone de antemano con su tardanza.

Carlota estaba demudada y en sus ojos brillaba una mirada sombría.

La nieta de Luis Felipe sentía rebelarse todo el orgullo de su sangre.

Estaba terriblemente contrariada.

La puerta se abrió.

—S. E. el mariscal Bazaine y el señor barón de Saillard, anunció el chambelán.

El emperador inclinó la cabeza.

El chambelán se retiró.

—Es necesario, dijo la altiva princesa, que escuches con calma cuanto el enviado francés pueda decirte; nada que revele la situación en que nos encontramos; manifiesta la fe acendrada que poseemos sobre el establecimiento del imperio, fiados en la voluntad del pueblo.

—Sí, murmuró Maximiliano, apenas tengo valor para callar ante esa trama infernal que tiende a sacrificarnos.

—¡Valor!, exclamó Carlota, y se ocultó tras las cortinas del gabinete.

V

El mariscal Bazaine y el enviado de Napoleón se adelantaron.

Maximiliano tendió la mano a los dos personajes y los invitó a tomar asiento.

—¿Se encuentra bien, dijo a Saillard, la familia imperial de S. M. Napoleón III?

—A mi salida de Francia gozaban de salud SS. MM. y el príncipe imperial.

—Espero, dijo Maximiliano, entrando de lleno en la cuestión, saber el asunto que motiva la presencia en la corte de México del señor barón de Saillard.

El mariscal Bazaine y el barón, cambiaron una mirada de inteligencia.

—Señor, dijo el enviado de Napoleón III, la Francia ha ayudado al imperio mexicano hasta donde le ha sido posible, con sus armas, con sus fondos, y sobre todo, con su prestigio. Desde la convención de Londres tomó un empeño decisivo por la salvación de este hermoso país. Al quedarse sola después de los convenios de la Soledad, afrontó por completo la situación; y su bandera, sola, llegó a enseñorearse del territorio mexicano. Vuestra Majestad sabe que el emperador Napoleón invitó a vuestra majestad para la aceptación al trono de México, y contando con vuestra voluntad y heroica determinación, os colocó en el escaño de la monarquía.

La cortina tras la cual estaba la emperatriz, se agitó violentamente.

Maximiliano permaneció impasible.

—Ha llegado el día en que el ejército de la Francia deje para siempre el territorio imperial, y S. M. Napoleón III retirará las tropas en tres secciones, la primera en noviembre de 1866, la segunda en marzo de 1867, y la tercera en noviembre de ese mismo año. S. M. me envía a comunicaros esta determinación.

Hubo un momento de silencio.

—Señor, dijo el mariscal, notificada ya la resolución imperial, el ejército comenzará a concentrarse inmediatamente.

—Señores, dijo Maximiliano procurando dar a su acento un timbre de serenidad que estaba muy lejos de tener; con la retirada queda el país abandonado al torrente revolucionario; yo espero que S. M. Napoleón III permitirá que al retirarse sus tropas, se vengan sustituyendo con el contingente austriaco que S. M. I. mi hermano, ha dispuesto enviar a México a mi servicio.

—Siempre que lleguen a tiempo esos destacamentos y en los plazos que he tenido el honor de notificar a V. M.

—Con ese auxilio, el ejército mexicano y la voluntad de la mayoría de la nación, cuento para el sostén de la monarquía.

La conversación no llegaba aún a donde la querían llevar los agentes franceses, que insensiblemente iban colocando al emperador en una situación apremiante.

—Pienso como V. M., dijo Bazaine: con la ley marcial quedan las poblaciones libres del amago de las bandas disidentes; además, la legión belga y la austriaca pueden sostenerse con los recursos que tiene el tesoro mexicano.

—Así lo espero, contestó Maximiliano.

—La Francia, continuó el barón de Saillard, necesita reembolsarse de las cuantiosas sumas que ha invertido en el negocio de la intervención.

—El empréstito de Miramar y el de París la tienen reembolsada en su mayor parte de esas cantidades.

—Por uno de los tratados, México se comprometió a cubrir el presupuesto del ejército expedicionario durante la ocupación, y hasta ahora no se ha suministrado cantidad alguna.

—Las urgencias del erario no han permitido cubrir la lista militar, pero México satisfará íntegra su deuda.

—S. M. Napoleón no exige precisamente en dinero lo que justamente se adeuda a la Francia.

—Ya escucho, señor barón, dijo algo turbado el emperador.

Bazaine lo miraba de hito en hito.

—Puede haber una compensación que librará a este país de desnivelar su presupuesto y ayudará a sistemar su plan rentístico.

Maximiliano dejaba venir al comisionado de Napoleón III.

—Cuando las naciones cuentan con un vasto territorio que no sirve sino para romper los resortes de su autoridad, pues no puede hacer llegar el alambre telegráfico de su poder a los confines de ese territorio, acaso le convenga acortarlo.

—Seguid, señor barón, dijo Maximiliano.

—Me explicaré con más precisión. México tiene una extensión que hace imposible el establecimiento del imperio. Las armas francesas han atravesado el desierto, han llegado a los puertos del Pacífico, han ocupado las principales ciudades de la Sonora, han clavado su bandera allende el golfo de Cortés, en la Baja California; y sin embargo, nada han conseguido hasta ahora, todo ha sido estéril, porque la pacificación sólo se ha hecho sentir del corazón de México a la línea fronteriza del Bravo. La revolución ha marcado los límites del imperio. Yo olvido esas bandas que campean por el interior como los últimos árabes en las quiebras de las Alpujarras.

Pues bien, señor; si V. M. cede la Sonora y esa raquítica faja de la Baja California, la deuda queda en saldo y acaso la Francia detendrá sus tropas en el territorio.

La cortina volvió a agitarse con violencia.

—¿Es una proposición vuestra?, preguntó el emperador.

—Yo hablo en esta conferencia en nombre de la Francia.

—Señor barón, dijo el emperador, he jurado conservar ileso el territorio nacional, y estoy dispuesto a todas las eventualidades antes que vender un solo palmo de tierra.

—Comprendo, dijo el mariscal, que si se tratara de vender ciudades y campos cultivados, V. M. estaría empeñado en su programa de gobierno; pero cuando se propone la compra de una faja abandonada, de un desierto sin agua entregado a los salvajes, la civilización ganaría con una colonia francesa.

—Además, añadió el enviado, esta concesión empeñaría a la Francia en una ardua empresa con los Estados Unidos y acaso el imperio quedaría establecido a perpetuidad. V. M. no conoce aún las notas arrogantes de Mr. Seward, esas amenazas toleradas hasta hoy por ignorarse si la Francia hallaría acogida en sus planes en la corte del emperador Maximiliano.

Levantóse con majestad el austriaco, y dijo con voz sonora y enérgica:

—Decidle, señor barón de Saillard, a S. M. Napoleón III, que si se necesita para el establecimiento del imperio sacrificar un solo trozo de tierra que pueda caber en el puño de mi mano, estoy dispuesto a caer antes que prestarme a semejante pretensión.

—Señor mariscal Bazaine, puede S. E. desde luego ordenar la concentración del ejército francés, sin cuidarse de la llegada del contingente austriaco. Estoy al tanto de las notas de la Unión americana; sé la manera con que los hombres de la Casa Blanca han tratado al gabinete de las Tullerías; por el mismo paquete en que habéis venido, señor barón, me han llegado las copias de esos despachos, vedlas sobre mi bufete; sé que está resuelta la desocupación por mandato de Johnson; y no seré yo quien a última hora manche mi nombre con una acción indigna, como la venta del territorio mexicano. La Francia sale de México por fuerza; ha medido el abismo de una complicación, y retira su bandera dejándome entregado a una situación desesperante.

—Decidle a S. M. Napoleón III, que no me queda más que mi sangre que sacrificar en aras de esta funesta crisis, y estoy dispuesto a verter hasta la última gota. Desde hoy nada de común tiene la Francia con Maximiliano I.

—Hemos terminado, señor barón, Que el ejército expedicionario se defienda como lo estime conveniente en su peregrinación al puerto de Veracruz.

—Señor, dijo el barón, no saldré sin decir a V. M. una última palabra.

—Hablad, señor barón.

—La Francia ocupará las aduanas para reembolsarse de su deuda.

—Yo protestaré ante la nación por ese atentado, ya que no tengo fuerza para oponerme: ocupe por medio de las armas la Francia cuanto quiera, acabe de mancharse ante el mundo civilizado.

El mariscal, trémulo de ira, se levantó, y saludando al emperador salió con el barón de Saillard, que no esperaba ni remotamente oír de labios de Maximiliano palabras tan fuertes, ni expresiones tan altamente ofensivas a la majestad de Napoleón III.

VI

—¡Bien, Fernando!, dijo la emperatriz besando la frente del desgraciado archiduque, que se dejo caer en el sillón abrumado por el torrente de sus pensamientos.

—¡Esto es horrible!

—Aún tenemos elementos para combatir: diez mil hombres reclutados en Austria, servirán de apoyo a nuestro gobierno. Por la primera vez en su vida, José II te tiende una mano protectora.

Maximiliano no respondía.

—Siempre la duda, siempre la vacilación, murmuró la emperatriz.

—¡Me abandona ese miserable después de haber absorbido el dinero de los empréstitos!

—¡Fernando, estamos vengados!, en la Francia se han cotizado los bonos; los especuladores de aquel país que se lanzaron como buitres sobre el tesoro, son los que han fracasado; México no pierde un florín; sí, ellos y nada más ellos, son las víctimas de los manejos de su emperador; porque nosotros suspenderemos los pagos una vez que sus tropas hayan abandonado el territorio.

Aquella inteligencia era el alma de la situación; una vez extinguida, todo quedaría en el caos y en las tinieblas.

—¡El César de la Europa!, continuó exaltada, ¡el hombre de Inkerman y Sebastopol, el salvador de la Italia!, ¡aborto miserable de la traición y de la infamia! Hoy se doblega cobarde ante el coloso americano; le insultan, le escupen al rostro, lo abofetean, ¡estamos vengados!

—Es verdad, es verdad, repitió el emperador, ¿pero nosotros?

—Nosotros, dijo Carlota, asistiremos al último momento del imperio; la Unión ha dicho, que no traerá sus armas al territorio mientras luchen solos los mexicanos; podremos aún vencer o prolongar cuando menos la situación hasta resolver una crisis en que jugamos nuestro destino… Sí, Fernando, la tormenta es espantosa, para afrontarla es necesaria una condición de hierro, huir de toda vacilación y no doblegar la frente ante el peligro. La Francia ha roto definitivamente con el imperio; estamos solos, acaso nos favorezca esta ruptura; porque la Francia está odiada, execrada, maldecida, como en todas partes. El pueblo mexicano no nos repele, yo tengo esperanzas grandes para el porvenir.

—Carlota, yo lucho sin fe; he expatriado a los hombres más odiados de la sociedad conservadora; a Márquez, ese hombre sanguinario, lo he relegado a la Tierra Santa; a Miramón, el héroe de los motines, lo he consignado a la escuela militar de Austria; a Almonte lo he enviado a Francia porque su espionaje me era insoportable.

—Todos esos hombres nos servirán en un momento dado, ellos son demasiado serviles para sacrificarse en aras de su ambición, fingiéndose imperialistas para realizar sus ensueños. No pueden defeccionar; el partido republicano los ahorcaría si tuvieran la avilantez de presentarse en sus filas. ¡Aún podemos arrollar en nuestra caída a medio territorio!

Maximiliano, previendo que su desgraciada consorte podía llegar en su entusiasmo a ese vértigo de locura que le preocupaba de continuo, se levantó y llamando al chambelán de guardia, le dijo que anunciase la audiencia.

VII

El mariscal Bazaine y el barón de Saillard se dirigieron a la legación francesa, y dieron cuenta al ministro Danó del resultado de su comisión.

—Malo está este negocio, dijo el ministro, los Estados Unidos se ponen en guardia, no hay más remedio que retirarnos.

—Y pronto, antes de caer prisioneros con nuestros sesenta mil soldados, los yanquis son otra cosa.

—Es cierto, dijo el barón, Mr. Seward habla en tono muy alto, no haría lo mismo del otro lado del océano, allí la bandera francesa es omnipotente.

—Mal, mal, repitió Danó; nos queda muy poco tiempo para los negocios; las aduanas no darán lo suficiente para indemnizamos.

—En estos momentos, dijo el barón, debe estarse ajustando con José II el enganche austriaco; tenemos de vida un año.

Bazaine meneó la cabeza como dudando de este aserto.

Bazaine tenía todos los hilos de la trama, y comprendía que el reclutamiento austriaco era sumamente difícil, vista la oposición americana.

—Los negocios de la Italia y Prusia, con respecto a la Austria, se complican, y temo que S. M. I. José II, haga los alistamientos por su cuenta y olvide a su augusto hermano en el derrumbamiento de la monarquía mexicana.

—Sí, dijo Saillard, la guerra europea es inevitable, os confiaré un temor fundado.

—¿Cuál?, se apresuró a preguntar el ministro.

—Napoleón, sólo por un punto del amor propio, sostiene en México al ejército expedicionario; su carácter francés se rebela contra ese lenguaje imperioso de los Estados Unidos; pero la necesidad le hace volver flores por espinas: creed, señores, que la Francia pasa por una crisis terrible de vergüenza; otra palabra de Johnson, y todo el ejército saldrá inmediatamente del territorio.

—Estos hombres, dijo Bazaine, se han atrevido a decir que el día en que se levanten de humor, enviarán dos gendarmes para hacer desocupar México.

—No es posible sostener una guerra, ese pueblo es muy respetable; acabo de visitar el suelo de Washington, y digo lo que el general Prim: ¡Ay de la nación que provoque la ira de los Estados Unidos! La riqueza, el valor, el patriotismo, las virtudes todas que se requieren para el adelanto y prosperidad de una nación, tantas cuenta esa raza nueva, cuyos elementos la llevan a un porvenir que absorberá el Continente y hará temblar a la Europa.

—Estáis muy fascinado, señor barón.

—Señores, palabra de honor que es la verdad cuanto os digo; tended la vista a esos campos talados por la guerra intestina de esa república; a esas ruinas de las fábricas y fincas de campo que ayer humeaban en las últimas llamas del incendio; y vedlas ahora alzarse majestuosas con más elementos que antes de la guerra; los campos están cultivados, y todo anuncia la resurrección violenta de los Estados de la Confederación.

—Sí, barón, estamos humillados; la política francesa ha dado un traspiés horrible. Julio Favre y Thiers han dicho la verdad.

—Maximiliano comprende nuestra angustiada situación; sabe que la permanencia de las tropas es una cuestión financiera, abarcar cuanto sea posible para el reembolso de esas cantidades que arrojan un déficit en el tesoro de la nación francesa.

—El imperio ya no corre por nuestra cuenta, el emperador alcanza que los Estados Unidos nos lanzan del suelo americano, y libre ya de la tutela nuestra, nos humilla también, permitiéndose insultar a S. M., que al fin lo ha hecho representar un papel que en Austria le estaba vedado.

—Y lo que es más aún, salir de todos sus compromisos numismáticos, que eran aflictivos en extremo.

—En todo caso, Maximiliano regresará rico a Miramar, y en este país, que es el de las resurrecciones, no es remoto que un día lo proclamen presidente de la república; el dictador Santa Anna puede dar fe de estos cambios operados en la política mexicana.

—Señor ministro, dijo el barón, mañana salgo para Veracruz; tomaré el primer paquete que salga para Francia; necesito poner al emperador al tanto de lo que pasa para sus altas resoluciones.

—Os dignaréis poner mis despachos en el bufete imperial.

—Despachad esta misma noche la correspondencia; y vos, señor mariscal, disponed la salida del primer destacamento.

Bazaine guardó silencio, porque en un despacho reservado se le prevenía que no procediese sino a la concentración de las fuerzas sin hacer embarque alguno de tropa.

Aquellos tres personajes se separaron disgustados profundamente de la situación, y con el pesar de asistir como actores a ese paso tan humillante por el que pasaba la nación más orgullosa del Viejo Continente.

VIII

El barón de Saillard solicitó una última entrevista. Maximiliano se negó a recibirle.

La Francia se divorciaba desde aquel momento del imperio mexicano.

Desde la derrota de Waterloo hasta el 5 de mayo de 1862, la bandera francesa se había paseado victoriosa por el mundo entero.

Desde el advenimiento de Luis XVIII, ninguna transacción tan vergonzosa se había hecho por la Francia, hasta el 5 de abril de 1865.

La nota de las Tullerías era algo más que una transacción, era el rebajamiento degradante de una nación en su impotencia.

Era la derrota, la huida ante el peligro, la arriada de un pabellón hasta entonces lleno de gloria y de renombre, ante el desdén insultante de un pueblo fuerte en sus armas y en su derecho.

El mundo entero iba a levantar un aplauso al pasar la vista por esos renglones, mientras la parodia de Claudio Nerón apuraba gota a gota el acíbar de su locura, la hiel amarga en el cáliz ensangrentado de su ambición, metido en su Olimpo de Saint-Clou.

El trono sobre el monte de oro estaba próximo a desaparecer.

IX

El barón de Saillard llegó a París el 4 de abril; tuvo una larga entrevista con el ministro de relaciones Drouyn de Lhuys, la noche víspera del memorable día en que la Francia puso de manifiesto ante el mundo entero su vergonzosa derrota, dándole un triunfo a las dos naciones que la acompañaron en la expedición filibustera, elevada al rango de Convención y firmada en el bufete de San James.

El ministro conferenció detenidamente con Napoleón III, y el día 5 de abril de 1866 apareció en las columnas del Monitor la siguiente nota, que por importar altamente a la historia de nuestro país, nos creemos en el deber de insertar íntegra en las páginas de este libro:


Mr. Drouyn de Lhuys a Mr. de Montholon.

París, abril 5 de 1866.

Señor.

He leído con toda la atención que merece la respuesta del señor secretario de Estado, a mi despacho del 9 de enero último. El cuidado escrupuloso con que Mr. Seward ha analizado este despacho, y las largas consideraciones que le han movido a hacer la exposición de la conducta de Francia en los negocio de México para definir las doctrinas que forman la base de la política internacional de los Estados Unidos, prueban que el gabinete de Washington desea que desaparezca todo juicio erróneo. También vemos allí la prueba de sus esfuerzos para hacer prevalecer los sentimientos de amistad que han cimentado entre ambos países las tradiciones de una larga alianza, sobre las divergencias accidentales e inevitables de las relaciones internacionales. Con tales disposiciones hemos apreciado la comunicación que el secretario de Estado os dirigió el 9 de enero último.

No seguiré a Mr. Seward en el desarrollo que ha dado a la exposición de los principios que dirigen la política de la Unión Americana. No creo oportuno ni necesario prolongar, sobre cuestiones de delicadeza o de historia, una discusión, en la que puede diferir de opinión el gobierno de los Estados Unidos, sin que peligren los intereses de ambas naciones. Creo preferible atender a esos intereses sin discutir asuntos muy dudosos, y ocuparme, por lo contrario, en las seguridades que deben establecer la buena inteligencia. Nunca vacilamos en ofrecer a nuestros amigos las explicaciones que nos piden, y nos apresuramos a transcribir al gabinete de Washington todas las que pueden ilustrarle sobre el fin que nos proponemos en México y sobre la lealtad de nuestras intenciones.

En su despacho de 12 de febrero último, Mr. Seward recuerda que el gobierno de los Estados Unidos, se ha ajustado en todo el curso de su historia a la regla de conducta trazada por Washington, practicando invariablemente el principio de no-intervención, y hace notar que nada justifica el temor de que se muestre infiel a tal principio en lo que respecta a México. Admitimos esta seguridad con plena confianza, y hallamos en ella una garantía suficiente para no retardar ya la adopción de las medidas encaminadas a preparar el regreso de nuestro ejército. El emperador ha decidido que las tropas francesas evacuarán a México en tres destacamentos; el primero saldrá en noviembre de 1866; el segundo en marzo de 1867 y el tercero en el mes de noviembre del mismo año. Tendréis á bien comunicar oficialmente al secretario de Estado esta decisión.

Recibid, etc.—Drouyn de Lhuys.
 

X

—No conformes aún los hombres de la Unión con este triunfo diplomático, al hacer pasar a la Francia por las horcas caudinas, contestaron la nota del 5 de abril en un tono más arrogante que el usado con los despachos anteriores.

El 23 de abril, después de dos días de recibida la nota, como si la resolución del gobierno francés no hubiera llenado la medida del deseo del gabinete de Washington, Mr. Seward se limita a acusar al marqués de Montholon recibo de su nota, agregando: «El asunto será muy presto objeto de la detenida atención del presidente de los Estados Unidos.»

El porvenir desgarró más tarde ese velo de reticencias con que se cubrían las palabras del secretario de Andrew Johnson.

II. El guerrillero

I

Cerraba la noche del 3 de junio de 1866, con una tormenta terrible.

El agua caía a torrentes.

La ciudad de Cuernavaca estaba envuelta en una nube negra como un fantasma del valle.

Como a dos tiros de ballesta de la garita estaban dos hombres sobre unos caballos acosados por la lluvia.

Esos dos hombres permanecían en silencio.

El uno tenía cubierto el rostro con un antifaz, y llevaba una capa de hule y un sombrero de fieltro negro con las alas caídas a impulsos del agua que azotaba sin cesar. Montaba un alazán árabe que relinchaba y se sacudía por intervalos.

El otro jefe era el teniente coronel Pablo Martínez.

Ya no era aquel joven alegre y campechano que se burlaba de las balas y de los elementos: las desgracias lo habían hecho sombrío, adusto, melancólico, y de un carácter agrio e insoportable.

Cuatro años de infortunio habían operado esa metamorfosis.

Pablo Martínez había visto desaparecer uno a uno sus más queridos compañeros.

La muerte de Quiñones le tuvo apesadumbrado durante muchos días, y el fusilamiento de Nicolás Romero y del general Arteaga, habían vuelto su corazón hacia el lado de la sombra.

Martínez, que antes se distinguía por su misericordia, realzaba por su crueldad.

Era implacable con los enemigos, y a cuantos extranjeros del ejército imperial caían en sus manos, los mandaba fusilar, prohibiendo a sus subordinados le trajesen prisioneros.

Aquel hombre tenía sed de sangre, su alma había caído en el abismo sombrío de la locura y del despecho.

El nombre de Martínez era un eco de terror que hacía estremecer a las poblaciones.

Los soldados imperiales no dormían cuando el guerrillero acechaba y tenía a las poblaciones en un perpetuo sobresalto.

El arrojo del republicano no tenía límites: bravo en la batalla, y temerario en el duelo personal, no había más disyuntiva al encontrarse con él, que morir peleando.

Había adquirido una práctica tan admirable en los lances todos del sistema de insurrección, que estaba seguro de no ser sorprendido jamás, y de salir avante en sus combinaciones.

Montaba, como siempre, caballos magníficos y conocedores del terreno.

Martínez no llevaba a la zona fría los caballos de Tierra Caliente, porque de seguro le faltarían a la mejor ocasión. Siempre se adhería a los naturales del terreno donde peleaba.

El guerrillero iba en pos de las probabilidades, y sólo contrariado por la fortuna, sufriría un descalabro.

Martínez tenía un defecto gravísimo: desde los primeros tiros se le subía la sangre a la cabeza, y empeñaba la lucha sin pensar en el momento en que el telón caería sobre la escena.

Hubo vez en que él solo pudiera escapar milagrosamente de la muerte.

Martínez era el brazo derecho del general Riva Palacio.

Próximamente diremos algunas palabras sobre este joven caudillo, que ha mantenido durante la lucha siempre encendida la tea revolucionaria, como el fuego sagrado de la libertad y de la emancipación de México.

La amistad que el autor de este libro profesa a Vicente Riva Palacio, hará detener su pluma, y respetando su modestia, no trazará en estos apuntes, hechos que la historia se ha encargado de recoger para trascribirlos al libro de la posteridad.

II

A corta distancia del guerrillero y del hombre del antifaz, había un grupo de jinetes.

Dos de ellos son muy conocidos de nuestros lectores.

—¡Qué casualidad!, decía uno de ellos, estoy en el teatro de mis hazañas. Mira Serafín, tomando la calle que comienza en la garita, y junto a esos árboles que están a la salida de la ciudad, quedó muerto el austriaco.

—Sí, dijo su interlocutor, fue un duelo famoso; ¿y la muchacha, qué se habrá hecho?

—Si yo lo supiera, hacía una de Dios es Cristo, me la robaba esta misma noche. Si entramos a Cuernavaca, me acompañarás a la reja misteriosa; si vive aún mi beldad desconocida, haremos una de pópulo bárbaro.

—Convenido; yo la llevaré en mi caballo, que es manso por demás.

—No, eso sí no puedo consentir, yo me la robo y yo me la llevo.

—¿Pero no ves, hombre de mis pecados, que tu caballo tropieza a menudo, y vas a lastimarla?

—Eso no importa, yo pondré más cuidado que nunca.

—Eres un necio y va a suceder una desgracia.

—A mí nadie me da consejos, yo sabré hacer con la muchacha lo que mejor me parezca.

—Yo no lo consentiré.

—¿Y quién eres tú para levantar la voz?

—¡Quien no tiembla ante amenazas!

—¡Ea, bergantes, dijo uno de los guerrilleros, váis a pelear por una mujer que no sabéis si aún existe!

—Es verdad, dijo Enrique, somos unos locos; mañana que no llueva tanto nos daremos un abrazo.

—Convenido; pero lo del rapto no lo echemos en olvido.

—Imposible; de algo ha de servir andar en la guerrilla pasando estas noches de perros.

—Como que llueve como una catarata.

—Estoy empapado hasta los tuétanos.

—Como no nos caiga un rayo todo está bueno.

—Querido, no ceso de pensar en nuestras hermosas protectoras; te confieso que me iba enamorando sin sentirlo.

—¿De cuál de ellas?

—De las dos; mi corazón tiene una elasticidad asombrosa; soy una máquina de fotografía; se me graban todas las chicas que se ponen delante.

—Debes tener sangre de yodo.

—Precisamente; debo tener alguna composición química, porque todas, literalmente todas, me gustan a rabiar.

—En cuanto a Luz y a Clara tienes razón.

—Y pensar que ese sátrapa del general Fernández vendrá a llevarse a Luz, es para reconocer el imperio y soplarle a la dama.

—Está apasionada a macha martillo.

—Es una Eloísa, ¡cáscaras!, en estos tiempos es una rareza metafísica.

—No te entiendo.

—Ni yo; pero tú debes calcular lo que quiero decir ¡demonio!, ese rayo debe haber caído muy cerca.

—Así parece.

—Aún no nos acostumbramos a esta vida.

—Si esto dura dos años más me entierran.

—Creíamos morir los primeros días y ya ves que nos conservamos con entera salud.

—No sucede así a nuestra ropa; con los faldones de la levita he remendado el pantalón.

—He prescindido de los acicates, puesto que mis botas no conservan ya los tacones.

—¡Diablo!, y a mí me sale la oreja entre el ala y la copa del sombrero.

—Aquella camisa almidonada que era mi lujo en la corte, me abandona con la mejor ingratitud.

—¡Y tú que no comprendías la existencia sin los guantes!

—¡Calla!, aquello era tortas y pan pintado; mi cutis se ha puesto tan negro que parezco originario del Congo.

—Mi cabellera se parece a la de Cola de Tigre, aquel famoso comanche.

—Parecemos gitanos, o peregrinos de la Meca.

Aquella conversación, llevada con aire de broma, era la historia de toda esa juventud que se lanza a la revolución, abandonando sus goces y comodidades para aceptar esa peregrinación de la miseria a la muerte.

La mayor parte de esos jóvenes pertenecen a buenas familias: ceden al espíritu de la época, y aceptan los trabajos consiguientes a la situación del que se empeña en la tempestad revolucionaria, hasta connaturalizarse con los peligros, exponiéndose a morir en un campo de batalla, abandonado, sin quien reciba su último suspiro.

De esas filas salen los hombres de Estado, se alzan los héroes, y resplandecen esos espíritus luminosos que arrastran en su tránsito una época y una civilización.

III

Había pasado una hora.

La tormenta se había alejado con su estrépito terrible en el horizonte, y algunas estrellas comenzaban a destacarse en el fondo del cielo.

El hombre del antifaz y el guerrillero permanecían en silencio.

El teniente coronel Martínez fue el primero en interrumpirle.

—Ha cesado la tormenta, dijo un tanto molesto.

El del antifaz no respondió.

—No sé a qué me has traído; yo cedo a tu influjo desde aquella noche fatal en que dejamos a aquel hombre sepultado en la tumba de la venganza.

El fantasma movió la cabeza.

—Tú, continuó el guerrillero, me has hecho encontrar a mi madre; me indicaste la casa de mi hermana, y hoy me traes a esta ciudad. Aquí vive Guadalupe; ella no me espera, y yo ardo en deseo de estrecharla en mis brazos.

—Plegue a Dios que no te pese, Martínez, dijo el fantasma.

Estremecióse el guerrillero, y un frío glacial discurrió por todas sus venas.

Pasóse un momento de silencio, en que Martínez reflexionaba en vano sobre las palabras misteriosas del personaje, cuando sonó el toque de ánimas en la parroquia de la ciudad.

—Martínez, dijo el fantasma, el hombre ha nacido para las vicisitudes, y es necesaria toda la calma para las horas supremas de la vida. Vas a pasar por una crisis violenta e inesperada.

—Prosigue, dijo temblando el guerrillero; rasga ese velo misterioso que encubre tus palabras, me he familiarizado con el infortunio, nada espero, nada temo.

—Va a desarrollarse ante tu vista un drama en que debe haber una víctima, cuida de no herir a un inocente.

—¡Sácame de aquí!, gritó Pablo, quiero algo de luz.

—Marcha a tu casa y cuida de no olvidar cuanto te he dicho; acaso llegues a tiempo; puedes aún salvar la honra de tu hermana y la tuya, Pablo Martínez.

El guerrillero recorrió con sus espuelas los ijares de su caballo, y partió a todo escape con dirección a la casa de su hermana.

IV

En un pequeño gabinete, adornado con sencillez pero con un gusto delicado, estaba Guadalupe, la hermana de Pablo Martínez.

Aquel aposento revelaba en todos sus detalles el espiritualismo de una alma enamorada.

Sobre unas columnas de estuco, unos jarroncitos de porcelana trasparentes como el hielo, sosteniendo unos ramos de flores naturales que despedían un bálsamo purísimo y embriagador.

Un gran espejo sobre un confidente de bejuco, y frente a una ventana, reproduciendo los árboles del jardín y los celajes del cielo.

Las blancas flores de los naranjos, se asomaban al aposento por la ventana, y servían de pebeteros de azahar, en aquella atmósfera tibia y llena de esencias.

Unas bujías de esperma dentro de unos fanales de un gusto exquisito, daban una luz suavísima que reflejaba en el limpio maque del maderamen.

En el cielo del aposento había un fresco representando la primavera, derramando una lluvia de flores.

El papel del tapiz era lila y oro.

Había dos grabados magníficos en los lados adyacentes adonde estaba el espejo.

El uno representaba el puerto de Trieste, y el otro el castillo de Miramar.

Estos cuadros habían sido un regalo del capitán a Guadalupe.

Los muebles eran de bejuco, como se estila en los lugares donde el sol es abrasante.

Después de un momento de contemplación amorosa, acercóse la joven a su amante.

—Capitán, estás triste, dijo tomando entre las suyas la mano del austriaco.

—¡Si supieras, alma mía, que los instantes que paso a tu lado son los únicos felices de mi vida!… ¡Sí, Guadalupe, yo olvido mis pesares con tu amor…!, ¡es tan dulce olvidar las inquietudes de una suerte siempre contraria y hallar este remanso de felicidad!

—Mi cariño es inmenso, dijo la joven; yo quiero vivir con tus pesares, me parece que partiéndolos conmigo se disminuyen, yo tengo lágrimas que verter.

—¡Pobre niña!, tú has aceptado un porvenir que va a parar en un abismo.

—No te quiero así ¿por qué el cielo nos ha de negar una felicidad soñada tanto tiempo?, pronto seré tu esposa ¿no es verdad?

El joven inclinó la cabeza y una lágrima se deslizó de sus pupilas, como el amargo jugo del corazón.

—Yo espero ese día, continuó la joven, con ansia; porque mi amor ya no cabe dentro de mi alma.

—Guadalupe, tú sabes que yo cumpliré con los deberes que me impone este amor que te profeso, si el infortunio no abre una tumba a mis pies.

—¿A qué pensar en la desgracia?, yo quiero que vivas para mí, porque la felicidad no la concibo si no es a tu lado; porque también tú me amas ¿no es cierto?, ¿no es verdad que me amas mucho?

—¡Con el corazón!, ¡tú eres toda mi esperanza, todo mi orgullo! Guadalupe, tú no sabes toda la paz que se difunde en mi existencia cuando estoy bajo este techo, aquí llega dulcemente el recuerdo de mi buena madre a quien miro todavía sepultada en el dolor por mi ausencia… ¡hora terrible!, allá en el palacio rodeado de mis hermanos me suplicaba que no dejara las playas natales porque se moriría de pesadumbre.

—¿En el palacio?, preguntó con extrañeza Guadalupe.

—Sí, dijo el joven, como yo soy de la guardia imperial, allí fue mi infeliz madre a despedirse. Estos recuerdos de familia no los he sentido tan palpitantes como ahora; me parece que he vuelto a los primeros años, en esos días felices en que el hogar es como el nido para las golondrinas, en que todo se ve color de rosa, en que la juventud se despierta a la alborada de las ilusiones y a los sueños de la gloria y de la ambición.

Detúvose el joven al pronunciar esta palabra como tocado por un resorte.

—¡La ambición!, ¡la ambición! es la vorágine que todo lo traga, que todo lo devora, es el fatalismo de la existencia: sí, Guadalupe, yo me he sentido arrastrar por ese torrente, y ya no puedo contenerme; mis pies se resbalan entre sangre y voy en una pendiente horrible; ¡porque yo tengo delante todas las víctimas sacrificadas a la ambición!… ¡allá, más allá de los mares que tocan las playas europeas, hay tumbas abiertas de cuyo seno se levantan gritos de venganza, anatemas e imprecaciones!… la sangre de las víctimas salpica la corona, y el manto imperial está manchado. Tú ignoras que tu suelo patrio es un cementerio que está tapizado de víctimas inmoladas también en aras de la ambición… ¡no, vivir así es aceptar el infierno, abdicar del corazón, arrancarse las entrañas! ¡Dios marca al hombre con la sangre que derrama, y el día de la justicia eterna tiene que aparecer en el horizonte de la vida!…

—¡Pero tú no has matado a nadie!, gritó Guadalupe: tú como soldado has combatido por tu bandera sin que tu mano haya firmado nunca una sentencia de destrucción y aniquilamiento. Entre un soldado que lucha en los campos de batalla, terreno del honor, y un rey que en el silencio de su cámara ordena la muerte y exterminio, hay un abismo.

—Escúchame, capitán, tú no has nacido para la guerra; tu corazón no se ha podido encallecer en los campamentos, la sangre te horroriza, la muerte te causa pavor, devuelve tu espada al emperador, y vivamos en el silencio de una existencia tranquila.

—¡Imposible!, ¡estoy en tierra extraña, el pueblo nos detesta, odios y rencores nos asaltan por todas partes, el puñal nos acecha, nuestro paso marcado por la destrucción no cosechará sino desgracias!

Guadalupe inclinó la frente y comenzó a llorar en silencio.

El joven se paseaba a largos pasos en el aposento, estaba delirante, impresionado.

Sostenía una lucha terrible con el mar inquieto de sus ideas, y no se apercibía de lo que pasaba en su derredor.

Al pasar por la puerta que daba al jardín, avanzó algunos pasos en busca del aire fresco de la noche, sentía abrasarse su sangre y sus sienes latían violentamente.

Volvió su vista hacia el aposento, y contempló a Guadalupe, a aquella hermosa niña, a quien amaba entrañablemente, con toda la intensidad de su alma.

—Tú, dijo en lengua alemana, eres la flor cortada junto a mi tumba, tu aroma caerá como una nube perfumada sobre mi losa, cuando yo haya desaparecido, ¡amor de mi corazón!… ¿Qué harás sola en el mundo cuando yo haya desaparecido en los mares de la adversidad, cuando tus ojos se abrán a la luz de una realidad espantosa?… mis presentimientos no me han engañado nunca… he sentido sobre mi frente batir el ala de la muerte… ¡estoy sentenciado en el porvenir!… ¡Infeliz de ti!, ¡infeliz de ti!

Después balbuceó algunas palabras más.

Decirla que la he engañado, que este amor no tiene más porvenir que el crimen… ¡El crimen!… no, yo no empañaré nunca la pureza de esa frente virginal, ni abriré a sus pies el abismo de la desesperación… ¡la mujer blanca no será ajada por el aliento impuro de la seducción!

Echóse a andar con precipitación por los senderos del jardín.

Después se detuvo en ese ardor febril que lo dominaba, recargóse al tronco de un árbol, y allí, solo, ante Dios y la adversidad, dio rienda suelta a sus dolores, expresión de llanto en las horas opacas de la tribulación.

V

Guadalupe permanecía con las manos enclavijadas sobre el pecho, pálida y aterrada.

Oyóse el estrépito de un caballo que penetraba en el patio de la casa, y a pocos momentos se presentó en la puerta del gabinete el teniente coronel Pablo Martínez.

Buscó en derredor algo que ni él mismo sabía, y sus miradas se detuvieron al fin en su hermana Guadalupe.

—¿Quién es?, preguntó asustada la joven.

Acercóse el guerrillero sin responder, y mostrándose a su hermana, la dijo:

—¿No me conoces?

Tres años habían mudado completamente la fisonomía de aquel hombre; su barba y su cabello estaban crecidos, su faz quemada por el sol, y su traje hecho jirones, le daban el aspecto de un bandido.

Guadalupe conoció el acento de su hermano, y se precipitó en los brazos de Pablo sollozando de temor.

—¡Te vuelvo a ver, dijo el guerrillero, después de tantos años… acércate a la luz, ¡qué hermosa estás!, ¿has sufrido mucho?, tus colores bellísimos se han tornado en una palidez intensa; pero estás hermosa como siempre. Háblame, yo quiero escucharte, voy a partir muy pronto y no quisiera perder un momento… no llores, Guadalupe, vamos, bésame la frente, está cubierta de polvo, ¡no importa!, tú me quieres mucho y yo te amo más que a mi vida. ¡Qué ojos!, ¡qué labios! Guadalupe, hermana mía, yo estoy loco, he pensado en ti todos los días, a cada hora, te traigo mis ahorros, mira, este cinturón está lleno de onzas de oro, todas son tuyas; yo las he ganado una a una para ti, tómalas, indemnízate de lo que hayas sufrido. Yo debo marchar a la campaña, entre tanto, nada te faltará, yo velo por ti, y si muero te queda Dios que no se olvida de los desgraciados: ¡pero qué guapa estás!, vuelve en ti, soy un bárbaro con haberte dado esta sorpresa, ríñeme, Guadalupe, pero deseaba verte y he entrado sin saber qué me hacía.

Guadalupe estaba poseída de terror.

El guerrillero se había olvidado de las palabras terribles del fantasma.

En aquel momento era completamente dichoso.

—No, continuaba, tú no debes estar quejosa de mí; ni un solo día se ha pasado sin que yo no haya pensado en ti, ni pronunciado tu nombre… mira, Guadalupe, hasta mis enemigos saben este cariño; cuando alguno cae prisionero, basta que te invoque para que yo le perdone, tu memoria es sagrada para mí… óyeme, a tu vista se me olvidaba preguntarte por los últimos momentos de nuestra madre… ¿dime, se ha acordado de mí?, ¿sus labios pronunciaron el nombre de su hijo?

Guadalupe entregó a Pablo Martínez una carta cerrada en que estaban las últimas disposiciones de aquella mujer.

Abrióla el guerrillero, y leyó con violencia y en voz alta: «Pablo, tu hermana está entregada a un amor imposible, sálvala de la deshonra que la amenaza, la dejo sola en el mundo, entregada a una pasión, cuyo porvenir me espanta…»

—¡Desgraciada!, gritó el guerrillero, y sacudió violentamente por el brazo a aquella infeliz criatura.

Después poseído de furor, continuó la lectura:

«Me han amenazado con tu muerte si revelaba el secreto del hombre a quien ama Guadalupe, no me atrevo ni aun en estos momentos a descubrirlo, ¡me parece que llevo un puñal a tu corazón!… ¡Pablo!, ¡hijo mío!, salva a tu hermana, es la última súplica de tu moribunda madre, próxima a la eternidad… ¡adiós!»

Guadalupe comenzó a temblar horriblemente, sus rodillas flaquearon y cayó al fin trémula a los pies del guerrillero Pablo Martínez.

—¡Qué has hecho!, gritó Pablo creyendo en la deshonra de su hermana.

—¡Perdón!, exclamaba Guadalupe conteniendo el llanto que ahogaba las respiraciones de su pecho.

—Estoy por levantarte el cráneo, miserable; ¿qué has hecho de tu honor?

—Óyeme, Pablo, por compasión, y después atraviesa mi corazón con tu acero.

—¿Qué puedes decirme que borre esa mancha que has arrojado en mi frente y la tuya!

—Serénate, y si quieres perpetrar una venganza, aquí estoy; ¡pero escúchame, ten misericardia de esta mujer desventurada!

—¡Dios mío!, exclamó Pablo Martínez.

Era la primera vez que aquel hombre volvía una súplica al cielo.

—Yo soy inocente, decía con ardor la joven; pero si quieres derramar mi sangre que es la tuya, yo moriré tranquila… no esperaba después de tanto infortunio, hallar la desesperación y el desprecio del único ser a quien he amado desde que nací; porque tú, hermano, has sido el todo para mí, mis recuerdos y mis esperanzas… tantos años de soledad y de tristezas, y siempre pensando en el día en que Dios te volviera al hogar abandonado. ¡Cuando mi pobre madre expiraba, yo lloraba por ti y por mí, y mis lágrimas han corrido sin una mano que las enjugase!…

Pablo Martínez se arrojó sobre una silla y comenzó a llorar como una mujer.

—Guadalupe, dijo el guerrillero, yo tengo la culpa, no debía haberte abandonado a la muerte de nuestra madre; pero yo me he impuesto otros deberes; ¡además, que yo estoy sentenciado, proscrito, maldito!…

—Sí, continuó Martínez, yo no podía estar a tu lado, la juventud es el delirio y era fuerza que tú amaras alguna vez, pero… no, cualquier hombre se hubiera honrado con tu mano… ¡ser tu esposo sería la felicidad del mundo!… ¡y pensar que han abusado de tu candor, es para levantarte la tapa de los sesos!… Explícame, háblame por compasión; ¡dime quién es ese hombre, yo haré que se case contigo, y si no, le mataré como a un miserable! ¡Burlarse de ti!, no, mil veces la muerte, aún tengo aliento en el corazón y seis balas en los cañones de mi pistola… ¡su nombre, Guadalupe!, ¡su nombre!

—Pablo, hace más de un año que un hombre se acercó a las rejas de mi ventana a hablarme de amores; sí, yo le amaba y me resistía a manifestarle mi amor, ¿y sabes por qué?…

Pablo Martínez no respondió.

—Ese hombre era un capitán extranjero.

—¡Rayo del cielo!, gritó Martínez, ¡un aventurero, un infame que ha venido a derramar la sangre de los mexicanos, que acaso hubiera hundido su acero en mi corazón!

—Escúchame, él ha venido contra su voluntad, me ha jurado que su espada no se ha manchado jamás con la sangre de nuestros hermanos; desde que me ama no ha entrado en campaña, está siempre al lado del emperador y ha salvado a cuantos prisioneros ha podido.

Un rayo de luz cayó sobre el cerebro de Pablo.

—¡Comprendo todo!, exclamó con dolor el guerrillero. ¡Ese hombre me ha sacado de la prisión, ha salvado a Quiñones y ha pedido por recompensa tu honor!, ¡maldita sea la hora en que se abrieron las puertas de mi prisión!… ¡La muerte hubiera sido preferible a la deshonra!… ¡sobre mi tumba iría a llorar una mujer sin mancha!, ¡estoy por devolverle la existencia que tan caro ha costado a tu nombre!

—Te engañas, yo estoy tan pura como al brotar del seno de mi madre al aliento del Creador, tu libertad fue una ofrenda a mi cariño, yo he vuelto de ese corazón encallecido en los combates, un ser bueno y compasivo.

—Si ese hombre fuera así, ya te hubiera propuesto un enlace.

—Pensaba haberme llamado su esposa antes que tú pudieras llegar hasta aquí.

—¿Qué espera entonces?

—Yo no he querido entregarle mi mano antes de saber su nombre y su condición allende los mares.

—Pero el tiempo vuela y la dilación es la muerte, acaso mañana podrá arrepentirse y entonces…

—Entonces, dijo la joven con orgullo, yo bajaría a ese hombre del cielo de mi amor al abismo del desprecio, mi frente puede ostentarse a la luz del sol, ni una sombra de vergüenza pasaría por mi semblante: ¡yo he comprometido mi fe, mi amor, mi porvenir, todo, excepto mi honra!

Tranquilizóse un tanto el guerrillero al aspecto noble de su hermana.

Guadalupe continuó:

—¡No, yo no dudo de su amor; desde que le conozco siempre ha estado lleno de fe y de cariño por mí, soy la depositaria de sus secretos, conozco sus sufrimientos y poseo su alma toda entera!

—Guadalupe, a pesar del peligro de mi existencia, permaneceré unos días a tu lado mientras se verifica ese matrimonio; yo hablaré a ese hombre a pesar de la repugnancia que me inspiran los dominadores.

—Bien, Pablo, yo le haré llamar, tú le conocerás, y estoy segura de que le amarás como a un hermano.

VI

Paróse violentamente y penetrando en el jardín donde estaba su amante, gritó:

—¡Pablo!, hermano mío, ¡aquí está!

El guerrillero procurando calmar la agitación de su pecho dirigió sus pasos adonde su hermana le llamaba.

La joven le tomó por el brazo.

Levantóse el capitán austriaco que había oído toda la conversación de los dos hermanos, y se adelantó sombríamente al guerrillero.

Pablo Martínez fijó su mirada de águila en aquel hombre, llevó las manos al corazón, la sangre se agolpó a su cerebro, un vértigo aturdió sus oídos, y haciendo un esfuerzo supremo, con un grito arrancado del alma, exclamó:

—¡Maximiliano!… ¡El emperador!… y se derrumbó en el suelo rebotando su cabeza como la de un cadáver.

—¡El emperador!, murmuró la joven y escondió su rostro entre las manos.

VII

Después de algunos instantes en que la joven se hubo serenado, levantó su frente altiva y orgullosa, y dijo a Maximiliano que estaba confuso y avergonzado:

—Salid, señor, el cielo castiga mi fe burlada; ¡habéis descendido hasta la mentira, salid!

El emperador no respondió, la desgracia, lo había clavado en aquel lugar.

—Me habéis engañado, prosiguió la joven; no obstante, creo que no estoy rebajada ante vos, no he cedido a la ambición, no he sido deslumbrada por el brillo de vuestro esplendor, he creído amar a un humilde capitán; sí, porque yo os amaba con todo mi corazón.

—Ten piedad de mí, Guadalupe, el infortunio me sigue a todas partes, tú eres el único refugio de mis desgracias.

—Señor, olvidad que me habéis conocido, nuestro amor es imposible. Y desde este momento, mi pobre hermano que yace tendido a vuestros pies, será mi único amparo en el mundo; si él muere… ¡me queda Dios!

—¡Perdón!, ¡perdón!

—Si me hubiérais dicho quién érais, mis labios nunca hubieran confesado mi amor, complaceos en vuestra obra… marchad de aquí, mi hermano va a volver en sí, evitad al menos el escándalo.

—Pero yo…

—Ya no os escucho, dejad abandonada a la mujer a quien hicisteis víctima del engaño y de la traición, nada malo os deseo, señor; pero os suplico que no me volváis a ver.

Maximiliano dejó la estancia de la joven con la desesperación del alma que va en el camino de la fatalidad.

VIII

Levantóse Pablo Martínez, restregó sus ojos como para salir de una pesadilla horrible, puso la mano sobre el revólver y buscó al emperador.

—¿Dónde está ese miserable?, dijo con acento concentrado de furor; aquí se abrirá una tumba en que debe caer uno de los dos.

—Ha salido de aquí para siempre, dijo llorando Guadalupe.

—Hermana, gritó el guerrillero, si yo no hubiera palpado tu inocencia, sería muy infeliz… yo te vengaré de ese hombre. Marcho a la revolución, yo lo emplazo para el día de la venganza.

—¡Yo le amo todavía!

—No importa, él me ha humillado, ha estrujado vilmente tu corazón.

Guadalupe se abrazó de su hermano y los dos derramaron abundantes lágrimas.

—Adiós, dijo Martínez, arrancándose de Guadalupe que lo tenía enlazado por el cuello. Adiós, mis soldados me esperan… júrame no volver a acordarte de ese hombre.

—Lo juro, dijo sollozando aquella infeliz criatura.

Quedóse un momento pensativo Pablo Martínez.

—No, dijo, tomando una súbita resolución; partamos, dejarte aquí sería entregarte a la merced de ese hombre; y se echó a andar seguido de su hermana, presa de una aflicción horrible.

IX

Un hombre apostado frente al edificio, oyó el paso de los caballos que salían de la casa de Guadalupe sin percibir a los jinetes, porque la oscuridad de la noche era intensa.

Luego que se hubieron alejado se dirigió a palacio y entró en el aposento de Maximiliano…

—Señor, le dijo, el guerrillero ha salido de la ciudad.

X

Había pasado una hora, cuando el emperador, embozado en su capa, salió del palacio y se dirigió a la morada de aquella mujer a quien amaba con idolatría.

Estuvo un rato bastante largo frente a las ventanas.

La luz estaba encendida.

No atravesaba ninguna sombra ni se oía ruido alguno.

Acercóse a la puerta, movió sus hojas que cedieron a su impulso.

Penetró, procurando no meter ruido.

Llegó al corredor, llamó a la puerta de la antesala.

Todo permanecía en silencio.

Llamó con más fuerza y esperó algunos momentos.

Impaciente, penetró en el aposento. Estaba desierto.

Se entró en la cámara de Guadalupe.

—¡Ha partido!, exclamó lleno de amargura, ¡se la han llevado!… ¡Dios mío, tú me castigas!… acaso no están lejos de aquí… ¡mi vida entera por esa mujer que es el aliento de mi existencia!

XI

Salió corriendo a la calle, delirante, encontró a un capitán de su guardia que siempre le acompañaba.

—Drik, le dijo, a caballo al momento, vuela a arrancar a Guadalupe de los brazos del guerrillero; ha partido para siempre, ¡es necesario salvarla!

El capitán echó a andar precipitadamente, montó en su árabe, y acompañado de veinte jinetes, salió a todo escape en pos de Pablo Martínez que ya llevaba una hora de caminar violentamente.

III. El general Eduardo Fernández

I

Aquellas chusmas hambrientas y cubiertas de harapos que habían vivido durante cuatro años en la miseria más horrorosa, aquellos grupos de hombres que no habían pasado un solo día sin disparar su mosquete, se organizaban en cuerpos de ejército y ya habían alcanzado multitud de victorias en los campos y sierras de Michoacán, mientras que sus compañeros de los otros ángulos de la nación, rehacían sus filas y combatían diariamente al enemigo común, que falto de moral y de aliento, cedía el terreno palmo a palmo en una derrota anticipada.

Porfirio Díaz había burlado su prisión y Oaxaca sintió estremecerse al escuchar los cascos del caballo de batalla del joven héroe.

La frontera estaba incendiada.

Escobedo y los otros caudillos atacaban las plazas y ponían en conflicto al imperio.

Riva Palacio se armaba, y posesionado de los pueblos de Michoacán, se lanzaba con la velocidad del rayo sobre las ciudades, haciendo presas magníficas que se tenían como el sostén de la intervención y del imperio.

En el Pacífico, Corona, con Granados, Toledo y Martínez, tenía en jaque a los franceses y amagaba a Lozada, después de una sucesión de triunfos increíbles por la audacia y la pericia militar.

Esto pasaba después que García Morales y Sánchez Ochoa hicieron huir desmantelada a la magnífica fragata de guerra «La Cordeliere» en las aguas de Mazatlán.

Tabasco no había visto flotar en sus palacios la bandera de los grifos, y se sostenía heroicamente delante de una escuadrilla sin ceder un solo momento ni abdicar de su credo republicano.

Jiménez, el virtuoso, el valiente, el modesto general suriano, foco donde convergían la juventud y el patriotismo de los hijos del Estado de Guerrero, luchaba en las inaccesibles montañas de esa zona privilegiada; mientras que Altamirano y otros jefes expedicionaban con éxito en toda la Tierra Caliente.

Las guerrillas asediaban la capital del imperio a una legua de distancia, llegando su arrojo hasta el grado de haber esperado bajo los arcos del acueducto a que pasase la carroza de los archiduques para arrebatarlos al trono y llevárselo como una ofrenda al presidente de la República.

Todos aquellos héroes que no pensaron nunca en reconocer al imperio, ni se marcharon fuera del país aterrorizados al choque de las armas francesas, formaban el núcleo de la reacción republicana, que a pesar de tanta derrota y descalabros se anunciaba vencedora en el porvenir.

La nave de la república llegaba sobre un mar inquieto de sangre a las playas de la victoria.

La diplomacia aún no resolvía la cuestión; pero en México acontecía lo que en el estadio de los griegos, el pueblo conocía a la sola vista de los gladiadores por quién se decidiría el triunfo.

Mientras la Francia sostuviera con sus bayonetas el trono, la guerra se prolongaría indefinidamente.

Luego que ese apoyo faltare, cediendo a su peso de gravedad se derrumbaría entre los escombros de la intervención.

II

El sucesor de Abraham Lincoln, libre ya de los temores de una guerra intestina, había abierto la cartera de Relaciones y resuelto enérgicamente en nombre del pueblo de los Estados Unidos los asuntos de México, sonriendo con desdén al ver en las notas el candor con que el primer hombre de Estado, Napoleón III, había amenazado a la raza anglosajona y querido borrar de los protocolos de la Unión la doctrina Monroe, como había destrozado el Código republicano el 2 de diciembre de 1852.

Los hombres que se habían comprometido en el negocio del imperio comenzaban a levantar el campo, y los especuladores que dos años antes llegaban en parvadas en pos de los millones del empréstito, tornaban a Europa como las golondrinas a los primeros soplos del otoño.

Estas fugas ponían de peor condición los asuntos y desprestigiaban al imperio, haciendo perder la fe aun a los más acérrimos defensores de la monarquía.

La balanza se inclinaba, y ya Paso del Norte comenzaba a verse como la estancia accidental del presidente de la República.

Corrían muchos rumores acerca del enganche del cuerpo austriaco y la retirada del ejército francés; aunque nada aparecía en los diarios oficiales.

El momento de la crisis se aproximaba, y el imperio y la república se preparaban, como un piloto al ver una nube en el horizonte que pronto debe ceñirse en los soplos de la tormenta.

III

El general Eduardo Fernández había sabido que su novia era dama de honor de la emperatriz Carlota:

Eduardo no había dicho una sola palabra, se propuso olvidar a aquella mujer.

Como todo enamorado, levantó castillos en el aire, se le figuraba que la corte de Maximiliano era igual a la de Luis XV, en que el desorden y la corrupción formaban la atmósfera de Vincennes.

Le parecía ver a multitud de caballeros galanteando a la dama y dándose de estocadas por una sonrisa, por una mirada.

Soñaba con las citas en el bosque de Chapultepec y en los jardines de palacio, billetes amorosos y besos en las manos, serenatas y todo ese escándalo de las cortes europeas.

Si hubiese llegado a las puertas del palacio y hubiera visto unos modestos chambelanes atrojados con el uniforme y las condecoraciones, estar sumisos a la orden del ceremonial, sin levantar la voz ni aventurar una palabra, mudos, como los desgraciados guardias palatinos, temiendo incurrir en faltas de sociedad; como cuando un indígena se llega al estudio de un abogado, pareciéndole que va a estrujar las alfombras y permanece confuso en presencia de su patrono.

Si hubiera pasado a las antecámaras de Carlota de Austria, se hubiera desengañado al ver a las damas hablando en secreto sobre la austeridad de la emperatriz, y riéndose por lo bajo con el estropeo que del idioma hacían los soberanos.

La verdad exige confesar, que en los salones jamás hubo una escena indecorosa por lo menos que llegase al dominio público.

La corte de los archiduques no podía semejarse a las europeas, estaba pobre como la de Enrique el Doliente.

IV

Eduardo estaba en una desesperación horrible.

Mientras más parecía alejarse aquella mujer que era el sueño de su cariño, más acrecía su pasión.

Los celos lo devoraban.

Un día recibió carta de Luz: hizo un esfuerzo supremo y la quemó.

Habían pasado algunos meses, cuando uno de sus soldados que había caído prisionero en poder de los imperiales, se le presentó en su alojamiento.

—Mi coronel, le dijo, traigo cartas de México.

Aquel soldado ignoraba el ascenso a general.

Eduardo tomó una carta sellada con lacre negro.

Reconoció la letra de Luz.

Su corazón dio un vuelco terrible.

—Este lacre negro, dijo para sí, será porque ha muerto el señor Fajardo, es un enemigo menos. Puede que doña Canuta sea la difunta, entonces la ganancia es más grande. Pero yo no debo abrir este sobre, esa mujer me ha humillado, yo necesito arrojar lejos de mí este papel, y sacando la cartera la guardó con gran cuidado.

Aquel capricho de amante, lo salvó por aquel momento de recibir una intensa y terrible pesadumbre.

La carta de Luz decía así:


Eduardo:

Con el corazón ahogado en lágrimas te escribo estos renglones.

Has pagado el tributo doloroso que la Naturaleza nos impone a los hijos.

Tu buena madre ha dejado de existir.

Yo me he creído siempre su hija y cumplido con mis deberes.

La he llorado por ti y por mí.

¡Adiós!, si en estos momentos supremos de tribulación, te puede servir de consuelo el recuerdo santo de mi cariño, no olvides que te amo más que nunca.—Luz.
 

En el mismo sobre venía una carta escrita en los últimos momentos, por una mano trémula de la madre del guerrillero.


Hijo mío:

Las aflicciones de que he sido víctima en estos cuatro años, han acabado por abrir mi tumba… ¡ya no me volverás a ver!

Dios me ha enviado un ángel que reciba mis últimos suspiros, ese ángel de bondad, es Luz, de cuyo amor no puedes dudar.

Esa pobre niña me ha hablado siempre de ti, alimentando una esperanza que hoy se pierde en mi sepulcro… ¡mis labios no volverán a posarse sobre tu frente!…

Voy a decirte mi última palabra.

Si quieres que yo baje tranquila a la tumba, ofréceme que Luz será tu esposa, ésta es mi voluntad; es la voluntad de quien te ha dado el ser y te consagra todo su amor en los postreros instantes de su existencia.

¡Adiós, hijo mío!… sé bueno, no viertas la sangre de tus semejantes… desde aquí te bendigo…
 

La carta estaba interrumpida.

La mano que había trazado aquellos renglones se había paralizado…

La muerte no permitió a la madre estampar su nombre, donde los labios de su hijo se acercarán con angustia y veneración.

V

El pobre soldado ignoraba su desgracia, no sabía que al llegar a México encontraría su hogar abandonado; ¿quién le devolvería a la madre de su corazón?

Cuando llegase la hora halagadora del triunfo, cuando todos tornaran al seno de sus familias, ¿qué haría el pobre guerrillero solo en el mundo, sin aquella sombra bienhechora que lo había amparado en los dulces años de su niñez y en las tormentas agitadas de la juventud?

Aquella madre abandonada, foco de aflicciones continuas, de dolores sin nombre, era una de tantas víctimas ofrecidas en el sangriento altar de la revolución.

VI

Eduardo estaba algo tranquilo, acariciando aquella carta, luchando con el deseo inmenso de abrirla.

¡Sarcasmo terrible del destino!

¡Aquella cubierta era una arca en que estaba depositado un mundo de dolor y de lágrimas, y aquel hombre creía que guardaba el cielo de su amor y de sus esperanzas.

—Mi general, dijo un ayudante, tenemos dos altas en el regimiento.

—Está bien.

—Un anciano que trae a dos jóvenes quiere hablar con usted.

—Que pase.

Un hombre como de cincuenta años, extenuado, con la barba crecida, traía a dos jóvenes que desde luego se notaba que eran gemelos.

El parecido era admirable.

Los dos tenían la misma estatura, los ojos negros, la frente despejada, la nariz correcta y un bozo determinado.

Aquellos jóvenes interesaron vivamente al general.

—¿Qué se ofrece, señores?

—Presento al señor general, dijo el anciano, a estos dos niños que quieren servir en el ejército republicano.

—¿No es usted su padre?

—No, señor, me fueron confiados desde su nacimiento, los he cuidado como a mis hijos.

Los jóvenes abrazaron al anciano.

—¿Y qué motiva esta presentación?

—Señor, dijo uno de ellos, mi padre que está presente y que es el único a quien reconocemos, no puede ya trabajar para mantenernos. Las haciendas están abandonadas y no es posible cultivar los campos.

—Además, dijo el otro gemelo, que deseamos servir a la causa de la independencia, hemos creído hacer carrera, tenemos valor y deseamos distinguirnos.

—Sobre todo, añadió el primero, devolver a nuestro buen padre los sacrificios que ha hecho por nosotros.

El anciano se puso a llorar.

—No tema usted, buen hombre, dijo Eduardo, declaro mis ayudantes a estos dos muchachos, yo los cuidaré mucho y sacaré unos hombres de provecho; vuelva usted a su casa, donde le remitiré la mitad del sueldo.

—¡Todo!, gritaron a la vez los gemelos.

—Los arranques de estos muchachos, pensó Eduardo, se parecen mucho a los de mi querido Pablo Martínez.

—En la orden del día se dará a reconocer a Juan y Simón Torreños, como ayudantes del general de brigada Eduardo Fernández.

IV. Dos lobos

I

El teniente coronel Martínez comprendió desde luego que sería seguido con tenacidad por los agentes de Maximiliano, una vez que se supiera la ausencia de Guadalupe.

El guerrillero no se había engañado.

El capitán austriaco y su gente tomaron el camino que les pareció más probable que hubiera elegido Pablo Martínez, mientras éste se dirigió a todo escape rumbo a la ciudad de México, hasta detenerse en San Agustín de las Cuevas.

II

San Agustín Tlalpan es uno de los pueblos más hermosos del Valle de México.

La ciudad está escondida en un grupo de peñas y de árboles.

Parece un nido entre las ramas de un fresno.

Su paseo del Calvario es bellísimo.

Sobre las lomas cubiertas de verdura hay una capillita, y a corta distancia se levantan los magníficos edificios de la fábrica de hilados, como un palacio encantado.

Por las noches se ve todo iluminado y se percibe el ruido del agua sobre la rueda motora, que aseguran ser la segunda del mundo en sus dimensiones.

La ciudad despide al pasajero que sigue rumbo para México, en una calzada de árboles frondosos que se prolonga un cuarto de legua.

Aquel suelo encantado está cubierto de flores y atravesado por manantiales purísimos que se saturan en las matas profusas de la zarza.

Allí todo es frescura, aromas, brisas y flores.

Tlalpan es el paraíso del Valle.

La querida del primer emperador, llevó la corte a aquel sitio pintoresco, estableciendo una lujosa feria, en cuyos días se daban bailes magníficos y se jugaban al azar fortunas cuantiosas.

Desapareció el primer imperio y con él ese boato proverbial.

Queda hoy la caricatura de aquellos tiempos fabulosos.

Las partidas donde se ostentaban raudales de oro, quedan sustituidas por garitos inmundos donde se escamotea hasta una miserable suma.

El vicio del juego absorbe la feria, las demás diversiones quedan suprimidas, dejando en pie esa farsa sangrienta y ridícula de la lid de gallos, en cuyo teatro se dejan conocer las notabilidades en la fullería y la estafa.

La autoridad ha levantado aquella carpeta enmohecida, y la ciudad que se alimentaba con el oro de la feria, amenaza ruina.

Si un día vuelve la vista hacia las fábricas que viven de sus aguas, encontrará en el trabajo una reconstrucción.

III

San Agustín abrigó a los guerrilleros de la revolución reformista.

Aureliano Rivera tomó en esa ciudad su nombre y su prestigio, como otros héroes en la época de la insurrección.

En el tiempo a que se refieren estos apuntes, Tlalpan presentaba un aspecto sombrío.

Todas las jóvenes que como aves del verano dirigían su vuelo a sus floridos campos y a sus bosques frondosos, se habían alejado al turbarse la pureza de la atmósfera, con el humo de la pólvora y el vapor de la sangre.

Tres prefectos habían sido asesinados.

Varias versiones corrían sobre estos asesinatos, creyéndose por algunos que todo había sido accidental y ajeno a la política.

El hecho es que tres autoridades habían pasado a mejor vida en un interregno demasiado corto, y que Tlalpan era la capilla de los procónsules del imperio.

IV

El general don Tomás O’Horan, fue enviado a Tlalpan para contener los avances revolucionarios.

Si O’Horan no hubiera bajado a la tumba llevando en su frente el sello de la justicia humana, daríamos algunos rasgos notables de su biografía.

Nuestra pluma se detiene ante la tumba, sobre esa piedra está el ángel de la justicia de Dios.

O’Horan era republicano, y circunstancias particulares lo obligaron a servir al imperio.

Una vez abrazada, esa causa era inexorable.

Educado por el asesino de Tacubaya, entraba sin temor en esas saturnales de crimen y de sangre.

O’Horan estaba receloso, temía ser asesinado por los republicanos, y procuraba fingirse amigo de los juaristas, diciendo en sus conversaciones íntimas, que sólo servía al emperador, pero que detestaba a los franceses.

Las guerrillas llegaban a inmediaciones de San Agustín noche por noche.

O’Horan había fusilado a multitud de personas, entre ellas, a un doctor Muñoz, acusado de complicidad con Vicente Martínez, otro guerrillero del mismo apellido que nuestro conocido y amigo.

Tlalpan estaba aterrorizada.

A un lugar donde se arrojaban los cadáveres de los fusilados, le llamaban El campo de los muertos.

La corte marcial tenía un padrón para calcar sus sentencias, y la sangre empapaba aquel lugar otra vez de placer y regocijo.

La prensa se complacía en publicar los partes, aplaudiendo sobre aquellas hecatombes que provocaban la cólera divina y la execración humana.

En toda la extensión del territorio pasaban hechos semejantes.

V

No queremos dejar desapercibidos en las páginas de este libro, ciertos hechos que la historia presentará más tarde a la faz del mundo, como el padrón de infamia de esa aventura descabellada de la Francia en América.

Entre la emisión de bandidos enviados por la Europa, entre esa inmigración de bandoleros y asesinos, vino el coronel Dupin, ese miserable, cuya vida cargada de crímenes lo ha hecho célebre en México, en Europa y en todos los lugares donde los soldados de la Francia han entrado a saco y en son de guerra.

Dicen que Napoleón III tiene a este verdugo en alta estima, y lo prueba ese gran número de condecoraciones que cubren su pecho, en las que descuella la de la legión de honor.

Desde que ese hombre la porta, esa cruz está deshonrada para siempre.

Dupin fue mandado como un azote al Estado de Tamaulipas.

La inauguración decidió de su conducta en el porvenir.

Llegó como una fiera en pos de sangre y de matanza.

Preguntó desde luego por el joven Darío Balandrano, que tanto se ha distinguido por su firmeza en los principios republicanos, que ha sostenido con éxito en los campos de la política.

Dupin mandó incendiar su casa habitación, y publicó un edicto para que las personas que tuvieran algunos bienes raíces o muebles pertenecientes al joven patriota, los denunciasen en el acto bajo penas severísimas.

En aquellos momentos, le presentaron a dos infelices, acusados por sospechas de connivencia con los guerrilleros; y sin más pruebas que el parte, mandó los fusilaran, y aquellos desgraciados fueron muertos en el acto y colgados en unos árboles a la entrada de la población.

Dupin salió a expedicionar, marcando su tránsito por hecatombes sangrientas.

Por donde pasaba ese asesino dejaba huellas más terribles que las que marcan el tránsito de los salvajes.

Dupin jamás hizo un prisionero; todos los que desgraciadamente caían en su poder, eran pasados por las armas.

Las tropas republicanas lo escarmentaron en varias ocasiones.

Entonces le acontecía como a todos esos hombres que se distinguen por su crueldad, se acobardaba hasta el terror, y huía cobardemente, dejando comprometidos a sus soldados.

Maximiliano no quiso nunca recibirlo en audiencia; aquel ente miserable le repugnaba.

Dupin tenía una fisonomía de bandido.

Una barba larga y desordenada, cubierta con la nieve de una vejez estúpida.

Ojos pequeños como los de la víbora, frente chata y aplastada como la de las panteras.

Cargado de hombros, membrudo y encallecido en los caminos y encrucijadas.

Había adoptado el traje nacional, y ostentaba en sus arreos la plata robada.

Sus caballos eran magníficos.

Dupin no tenía afección más que por la sangre y el oro.

Matar a un hombre después de haberle robado, era su bello ideal.

Si un soldado cometía alguna falta, sin atender a sus antecedentes, y por hacer alarde de energía, lo mandaba fusilar.

Una vez sorprendió a una anciana y su joven hija, que llevaban ropa para un guerrillero, y ordenó que fuesen colgadas.

Los soldados cumplieron esta orden.

La joven estaba encinta.

Si en una población aparecía muerto un francés, aunque fuera de muerte natural, imponía un préstamo que entraba en sus fondos particulares, o incendiaba el pueblo, y sus soldados entraban a saco entre las llamas, entregándose a excesos repugnantes, al robo y al asesinato.

Dupin pasaba después sobre aquellas cenizas, gozándose en los campos de muerte y desolación.

Ese azote de la humanidad, ese monstruo de la barbarie, fue condecorado con la cruz de Guadalupe, y trémulo ante la revolución, cuyos pasos majestuosos se sentían vibrar sobre el suelo talado de la patria, huyó cargado con sus robos a Francia, y hoy desplega toda su crueldad en las desgraciadas poblaciones del África.

La circular del 3 de octubre se escribía con sangre en la frente de la nación.

La sangre derramada bajo la sombra maldita de esa ley, hubiera bastado a ahogar a los que la firmaron.

Los extranjeros que fungían de autoridades, se distinguían en la perversidad y en la matanza.

O’Horan era guatemalteco.

VI

Pablo Martínez y su caravana llegaron a las orillas de Tlalpan, y se internaron en el Pedregal, esperando la noche.

Don Serafín y Enrique, que hacía tiempo campeaban por su cuenta al lado de Martínez, habían llegado a tomar gran cariño por el guerrillero, que los trataba perfectamente, cuidándolos como a dos damas, pues se compadecía a la vista de aquellos jóvenes, salidos de las comodidades de su hogar a los trabajos de la revolución.

Guadalupe estaba sentada sobre una roca, llena de tristeza, teniendo sobre su regazo la cabeza del guerrillero que dormía profundamente.

Don Serafín hablaba en voz baja con Guadalupe, y el asistente hacía la guardia.

—No esté usted triste, señorita, decía don Serafín, ya va usted a llegar a México, ese México que es el encanto del mundo entero, es decir, de todos los que hemos nacido en la República.

—Yo le conozco muy poco, dijo la joven; soy nacida y criada en Michoacán; aquello sí que es encantador, será por el recuerdo de mis primeros años.

—Pues yo, replicó don Serafín, nunca he salido de la capital hasta ahora, lo mismo que mi, amigo Enrique; ese muchacho es atrevido si los hay. Si supiera usted un lance que tuvo en Cuernavaca ¡oh! es horrible.

—¿Pues qué le ha pasado que yo nunca oí su nombre?

—Estaba apasionado de una muchacha: según él decía, era un ángel, un serafín, una divinidad; ¡ay, señora!, esas apariciones suelen costar demasiado caras.

La ninfa tenía un apasionado que rondaba las rejas.

Una noche se encontraron los dos rivales, y hubo una de Dios es Cristo; vinieron a las espadas, y el austriaco, que tal era el galán, quedó muerto de una estocada.

El semblante de Guadalupe se inmutó visiblemente.

—El joven, continuó Enrique, y yo, somos discípulos del viejo Martel, de ese genio en el florete; ¡demonio!, si Barrabás se le parara delante, lo ensartaría como mosca en un alfiler.

Ese viejo de vientre levantado como un hidrópico, es el Grissier mexicano. Nosotros éramos sus discípulos más adelantados, motivo por el cual estamos hoy en la guerrilla.

—¿Conque ese joven es el enamorado de la muchacha de Cuernavaca?

—El mismo, señorita; suele acordarse de su bella desconocida. Hoy al amanecer que ha visto a usted, se ha disipado su tristeza, está alegre como una golondrina. No pude menos que preguntarle por cambio tan repentino.

—Es de llamar la atención.

—Él me ha contestado, que como hace tiempo qué no le dirige la palabra a una señora, está loco de alegría.

—Es un buen muchacho, dijo con ternura Guadalupe al recordar los cuidados que le prodigaba.

—Yo estoy desesperado, dijo don Serafín, esta vida me trae inquieto; figúrese usted que estoy enamorado

—¿Y correspondido?

—No, pero es lo mismo; mi novia ama a un estudiante de medicina.

Guadalupe se sonrió.

—Ese rival es temible, el día menos pensado puede darme una dosis de estricnina, dándole el espectáculo a nuestra amada, porque los dos la amamos, de verme reventar como una bomba. La chica es muy guapa y esto me tiene violento; figúrese usted que al cuasi médico le dé la humorada de robársela o de casarse, soy hombre perdido, un hombre al agua.

—¿Cómo pueden apasionarse ustedes de una persona que los desdeña?

—Es muy fácil… enamorándose… No hay cosa más sencilla que amar a una mujer; tienen ustedes tanto atractivo, tanto imán, que nos declaramos vencidos a las primeras de cambio. Yo soy muy combustible, me incendio al ver una mujer, siempre que ésta sea hermosa; porque las feas están fuera de mi comunión. Si usted no fuese quien es, ya estaría yo de rodillas ante usted, lo que sea dicho entre paréntesis, me vendría muy mal, porque las rocas de este Pedregal son durísimas.

Guadalupe se volvió a sonreír.

—Si me oyera Martínez, me despabilaba de un revés; la fortuna es que duerme como un bienaventurado.

El teniente coronel hizo un movimiento que indicaba que pronto despertaría.

—¡Cáscaras!, exclamó don Serafín, ¿si me habrá escuchado?

—No tema usted, dijo Guadalupe, sé lo que valen las galanterías y le agradezco a usted su afecto.

—Como que es grande, señorita; si alguna vez necesita usted de mí, no hay más que decir: «Esto quiero» y será cumplido al pie de la letra.

—Le tomo a usted la palabra.

—La mano, dijo don Serafín.

La joven tendió la suya, torneada y bellísima como la de la Venus de Praxíteles, y oprimió la de don Serafín.

VII

El crepúsculo había tendido sus sombras en el valle, cubriendo con una gasa oscura la ciudad de México, que se dibujaba a lo lejos con sus torres y sus edificios como una línea blanca en el fondo del horizonte.

Algunas luces comenzaban a brillar en las casas de Tlalpan, y por las rasgadas ventanas de la fábrica, salían los rayos de esa luz purísima del gas que alumbraba el establecimiento.

El aire se había levantado, y murmuraba en las hojas de las ramas y los arbustos.

Por las veredas del Pedregal se oían los pasos de algún transeúnte que bajaba a San Agustín.

Todo estaba perfectamente tranquilo.

Pablo Martínez bajó por esa cuesta que conduce de la fábrica a la ciudad: se detuvo en una casita construida en uno de los callejones, dejó allí a su hermana y compañeros, y se dirigió a la prefectura, donde el general O’Horan tenía abierto su despacho.

VIII

El prefecto de Tlalpan estaba a su bufete, y tramitaba los expedientes con despego y habilidad.

Los reos que le eran presentados estaban confusos y temblando en su presencia.

De aquellos labios no se desprendía nunca una palabra de perdón. Si ponía en libertad a algún desgraciado, era diciéndole mil insolencias y haciéndole advertencias terribles.

El secretario estaba pendiente de sus indicaciones, y no osaba aventurar una sola pregunta, aunque tuviese duda sobre los negocios.

El despacho había terminado.

El secretario salió a la pieza inmediata, y preguntó si alguien quería hablar al señor prefecto.

Adelantóse Martínez, penetró resuelto en el despacho de O’Horan, y cerró la puerta de comunicación.

IX

El general levantó la cabeza y se encontró frente a frente del guerrillero.

O’Horan comprendió que estaba perdido, y no intentó llamar en su auxilio, sino que esperó el choque de su enemigo.

—¡Ah!, dijo, ¿es usted, Martínez?

—Sí, respondió fríamente el guerrillero.

—Se expone usted demasiado al andar en estos terrenos.

—No tanto, contestó Pablo Martínez; ya nos conocemos, señor general, hemos militado juntos en la revolución progresista, y los dos sabemos a qué atenernos.

O’Horan se tranquilizó.

—¿Luego viene usted como un amigo?

—Sí, general, como un amigo que necesita de los servicios de su antiguo compañero.

—Estoy completamente a las órdenes de usted.

—¿Sin reserva, general?

—Sin reserva y bajo mi palabra de honor.

—Lo de siempre, dijo para sí el guerrillero.

—Hable usted, que deseo servirlo.

—Pues bien; yo necesito llevar a una mujer a México, y volver a salir sin que se me interrumpa el paso.

—Si eso es todo, es negocio concluido. Llevará usted pasaporte, e irá como un enviado mío a dejar unos pliegos urgentes a la comandancia francesa.

—Las cartas de Urías, pensó Martínez.

—Mi carretela va a conducir a usted al momento.

—Acepto.

O’Horan tocó la campanilla, ordenando que se pusiese inmediatamente el carruaje, y entregó los pliegos a Pablo Martínez.

—¿Qué tal va de imperio?, preguntó el guerrillero.

—Muy mal, la revolución se viene encima, y todo está de los diablos.

—Yo le aconsejo a usted que no se vaya muy de bruces, porque se compromete terriblemente.

—Mi posición es angustiosa, le debo favores personales al emperador.

—¿Qué emperador?, preguntó con sorna Pablo Martínez.

O’Horan continuó:

—Por un lado mis amigos y partidarios, y por otro mis deberes, que son sagrados. No hago más que cumplir las órdenes, y cargo toda la responsabilidad de hechos en los cuales no tomo parte sino como ejecutor.

—Es mal papel.

—Creo que la revolución me necesitará, y espero el momento de abrazar mi antigua bandera.

—Hay muchos agraviados.

—Serán fáciles de contentar. Yo probaré, exponiendo mi vida, mis proyectos al adherirme al imperio, que no son otros que los de servir a la República.

—¿Y tanto fusilado, general?

—Los franceses, Pablo Martínez, los franceses a quienes no podemos contrariar.

—Ya sabemos que ellos son los dueños de la situación, y que mandan a ese hombre que ustedes le dicen emperador.

—El mariscal es el todo del gobierno.

—Sí, dijo Martínez; es el tutor de ese señor soberano que está a las órdenes de Napoleón, según me han dicho mis jefes.

—Es verdad.

—Pues decídase usted a venirse con nosotros; todavía es tiempo, y acaso mañana será tarde.

—Mucho lo temo; sé que voy por una pendiente resbaladiza que va a parar a un abismo.

—Hay mucha gente levantada, dijo el guerrillero; estamos como en tiempo de la Reforma.

—Aun no se sabe definitivamente la retirada del ejército francés.

—Pero sí se sabe que no vendrán más, y a éstos los acabamos de uno en uno, en eso no hay duda.

—Vienen a reforzar el ejército mexicano siete mil austriacos.

El guerrillero soltó una franca carcajada.

—Esos señores de las plumas ya no pelean, están atemorizados y corren a las primeras descargas; en Zitácuaro tenemos muchos prisioneros, todos ellos se han dedicado a la cocina, y no guisan mal.

—Voy a escribir al general Riva Palacio; decididamente me marcho a Michoacán.

—No hará usted cosa mejor.

—Iré con usted.

—Nunca mejor acompañado, dijo Martínez, y por su mente atravesó como un relámpago esta idea: «A dos leguas de aquí, lo dejo colgado del primer árbol que encuentre.»

Un asistente avisó que el carruaje estaba dispuesto.

Despidióse O’Horan del guerrillero, y éste salió de la prefectura.

X

Pablo Martínez llegó a la casita, sacó a su hermana, que puso en la carretela, y dijo a don Serafín y a Enrique:

—Muchachos: nosotros a caballo, y llévense de mano el del asistente. Sube tú al pescante, dijo al soldado.

—Señor, la verdad… la verdad…

—¡Sube con dos mil diablos!

—Mi teniente coronel, la vamos a pasar mal.

—¡Que subas, con trescientos mil demonios!

—Vea usted, mi jefe, que…

Dos soberbias patadas aplicadas al asistente, lo hicieron botar sobre el pescante, lleno de un terror pánico.

El asistente tenía razón que le sobraba. Basta saber su nombre para comprenderlo: se llamaba Estanislao Luna.

El carruaje echó a andar por la calzada, escoltado por Martínez y sus dos compañeros.

Salieron de la garita, pasaron las haciendas de Coapa y San Antonio, y llegaron al puente de Churubusco.

Un coronel imperialista que tenía gusto particular en matar a cuanto juarista le venía a las manos, detuvo el carruaje para registrarlo.

—¿Adónde va esa carretela?

—A México, respondió Martínez.

—¿Y usted quién es?

—Ayudante del general O’Horan.

—¿Y qué lleva usted?

—Unas comunicaciones urgentes.

—Enséñelas.

—Aquí están.

Martínez presentó los pliegos, que el coronel registró con escrupulosidad, examinando los sellos de la prefectura.

—Bien, dijo, ¿y estos amiguitos?

Enrique y don Serafín temblaron de pies a cabeza.

—Son mis asistentes.

—¿Y esa mujer?

—Es una señorita que el general O’Horan envía a México.

—Está bien, pasen ustedes.

—Ya me la pagarás, dijo Martínez, juro a Dios que esta misma noche te ceno; y echó a andar a toda prisa.

Como a distancia de dos leguas de la capital, el carruaje hizo alto.

Estanislao Luna bajó del pescante y montó en su caballo con más gusto que si se hubiera sacado una lotería de la Habana.

—Muchachos, dijo Pablo Martínez, ustedes me esperan aquí, dentro de dos horas estoy de vuelta si no me atrapan los gabachos.

—Mucho cuidado, dijo Enrique, y estrechó la mano del guerrillero.

Los dos jóvenes se despidieron de Guadalupe.

La noche había caído negra como un paño de muerto.

XI

Luego que el guerrillero se despidió de O’Horan, éste se quedó profundamente pensativo: su porvenir era oscuro como un abismo.

Volver al campo republicano, era ir a una muerte segura, o cuando menos a sufrir humillaciones y vergüenza que acabarían por desesperarlo.

Perder la posición que guardaba en el imperio le era demasiado sensible, toda vez que desconfiaba del triunfo de la república.

Además, pensaba en hacerse de una fortuna regular y salir en todo evento del país.

La llegada súbita del guerrillero lo inquietaba en extremo, su vida había estado expuesta a la merced de aquel hombre feroz.

Martínez era el único que podía tener tal audacia, como la que acababa de desplegar en esa noche.

Era necesario deshacerse de él a todo trance.

Añadir una víctima más a tantas sacrificadas, importaba muy poco.

Una sombra más sobre la conciencia poblada de espectros.

O’Horan luchaba con su destino que lo arrojaba en el camino de la fatalidad.

El desgraciado se fascinó creyendo que la Francia no se alejaría sin salvar a todos los comprometidos en la intervención.

Soñaba con el establecimiento del imperio y se decidió al fin por conservarse en las filas de Maximiliano.

En uno de aquellos arranques desesperados y cediendo al derecho de propia conservación, resolvió perder a Pablo Martínez.

Agitó con violencia la campanilla.

El secretario se presentó.

—Que llamen al comandante de la fuerza.

Mientras llamaban al jefe de las armas, O’Horan tomó la pluma y escribió:

«Pasará usted por las armas al guerrillero Martínez, que regresará a las dos de la mañana en un carruaje después de haber estado en la capital recibiendo órdenes del directorio republicano.

»La ejecución tendrá lugar en la calzada, sin permitir al reo entre en Tlalpan.

»El buen servicio del imperio y las exigencias de la moral, imponen el deber de purgar a nuestra sociedad de los bandidos que bajo un pretexto político, llenan de terror las poblaciones, entregándose a excesos que rechaza el buen juicio de la nación.

»Esta prefectura tiene todos los antecedentes que denuncian a Martínez como a ladrón y asesino.»

El jefe de las armas se presentó en el despacho.

—Cumpla usted estrictamente y bajo su más estrecha responsabilidad, lo que se le previene en esa orden, y mañana me da usted cuenta.

—Está bien, mi general.

—Es necesario concluir, dijo O’Horan; y se retiró tranquilamente a su casa donde reinaba una grande hilaridad en la tertulia.

V. El padre y la hija

I

Don Alfonso Rodríguez amaba a su hija con una ternura inmensa.

Ya hemos dicho que la madre de Clara había muerto al darla a luz, y que el afligido padre concentraba todo su cariño en aquel fruto hermoso de un enlace desgraciado.

Don Alfonso se propuso desde el día fatal en que perdió a su esposa no contraer otro matrimonio y sacrificarse en aras del porvenir de su hija.

Clara había crecido bajo aquella sombra protectora, y desde sus primeros años ejercía un dominio absoluto en el ánimo de su padre.

Clara no había tenido jamás un novio, aunque una nube de pretendientes la tenía sitiada de continuo.

Clara resistía aquella guerra implacable que no había rendido sus banderas.

Llegó la vez en que su corazón sintió el fuego abrasador de sus primeras impresiones.

Desgraciadamente la joven se había fijado en uno de esos oficiales aventureros acostumbrados a jugar en una aventura el porvenir de una mujer.

Clara amaba con pasión al comandante Demuriez y se sentía enloquecer al recuerdo de ese hombre.

Demuriez estaba en la campaña de Sonora, a una distancia inmensa de la capital.

No se había olvidado de escribir continuamente a Clara.

La joven por su parte aprovechaba el correo oficial de la plaza francesa y su correspondencia era segura.

II

Después de un silencio de dos meses en que Clara no tenía noticia alguna de su novio, se escuchó la conocida música del 99 de línea.

Efectivamente, el batallón más antiguo de la expedición francesa entraba por las calles de la capital.

Corría el rumor de que el ejército expedicionario se concentraba para retirarse efectivamente del país.

Clara atravesaba en su lando por las calles de San Francisco, cuando el regimiento desembocaba por la Plaza de Morelos.

El carruaje se detuvo y Demuriez se encontró de improviso frente a su novia, que dio un grito de alegría al reconocerle.

En esos momentos la música tocaba el vals del Beso, que tanta sensación produjo en el mundo.

Pasó el carruaje y Clara se dirigió inmediatamente a su casa, esperando noticias de su amante.

Demuriez envió una carta a la media hora.


Clara mía:

Después de una ausencia de dos años, vuelvo a tu lado amándote con más ardor y entusiasmo.

Esta noche pediré tu mano y entraremos en el mundo de felicidad que nos espera. Adiós.—Demuriez.
 

III

La noche en que el guerrillero Pablo Martínez entraba en la capital, era precisamente en la que el padre de Clara recibía al comandante francés para hablar del matrimonio de su hija.

Demuriez estaba en la sala de recepción, que se hallaba profusamente iluminada.

Clara había cuidado de agregar algo más a esa elegancia asiática de su casa habitación.

—Caballero, decía el señor Rodríguez, yo necesito informarme con el mariscal Bazaine de la familia de usted y de si puede libremente contraer un enlace con mi hija.

—El mariscal, dijo el comandante, desgraciadamente no conoce a mi familia; pero podrá recoger los informes que usted desea.

—Espero que tendrá usted en regla sus papeles y obtendrá la licencia respectiva.

—Si ustedes me permiten, dijo Clara, emitiré francamente mi opinión; yo estoy resuelta a dar mi mano al señor Demuriez, pero de ninguna manera a un comandante del ejército francés.

Un rayo de alegría cruzó por el semblante de Demuriez.

—Mi padre, continuó Clara, es español, por nacionalidad es enemigo de los franceses, yo también los quiero mal, y me causaría rubor dar mi brazo a un hombre que llevara al cinto una espada tinta con la sangre de los mexicanos.

—Señorita, dijo Demuriez con esa galantería cómica de los franceses, desde este momento desciño el acero, que no volveré a empuñar sino en defensa de mi patria.

Diciendo esto se levantó y puso con arrogancia su espada sobre el próximo confidente.

—Gracias, dijo Clara dirigiéndole una sonrisa capaz de enloquecer a una estatua.

—Ya he tenido el honor de hacer presente a la señorita Clara, que lucho contra mis convicciones, que amo a los mexicanos, y que he evitado cuanto ha estado a mi alcance el derramamiento de sangre. Hoy se abre un paréntesis en mi vida, mis insignias quedan relegadas al fondo del hogar y pertenecen desde hoy al mundo de mis recuerdos.

—No, dijo con vehemencia Clara, hay honores que no pueden entregarse al olvido, porque revelan al mundo la dignidad de quien los ha sabido merecer: yo ruego a usted que conserve en su pecho esa cruz de la Legión de Honor.

El comandante se acercó y besó lleno de emoción la mano de Clara.

El español estaba asombrado, no conocía a su hija hasta aquel momento.

—Mañana dirijo un ocurso solicitando mi separación completa del ejército; ante una alma como la de Clara nada son los sacrificios, nada la existencia.

—Gracias, caballero, dijo el señor Rodríguez. Tú, hija mía, déjanos solos, tengo que arreglar un negocio particular con el señor Demuriez.

—Señor, instó Demuriez, después de esa aceptación franca y explícita con que acaba usted de favorecer mi petición, creo que nada tenemos que hablar.

El español comprendió la delicadeza de esta respuesta, y besando a su hija, le indicó que se separase de la sala.

Clara saludó a Demuriez y salió del aposento.

IV

—Ya escucho a usted, dijo el comandante disimulando su terrible ansiedad.

—Acabo de conceder a usted la mano de Clara, y con ella el único tesoro que poseo sobre la Tierra.

—Lo comprendo, señor.

—Clara desde el momento de su enlace ya no me pertenece.

—Los lazos de la sangre no se quiebran jamás.

—Es verdad, pero ¿de qué me sirven si tengo que separarme de ella?

—Mi casa, señor, es del padre de mi esposa.

—Esperaba yo esas palabras para suplicarle que aceptase la mía, es decir, la de mi hija. Yo no tengo parientes, ni aquí, ni en España; estoy solo, enteramente solo en el mundo. Ya estoy en el último tercio de mi vida y verme abandonado es tristísimo.

—Repito, señor, que estoy muy lejos de causar a usted un disgusto, estoy enteramente a sus órdenes.

—Bien, estaremos siempre juntos, yo tengo un capital inmenso.

Los ojos del francés brillaron como los del avaro de Molière.

—Mi trabajo ha centuplicado la herencia que recibí de mis padres; el dote que he señalado a mi hija es de cuatrocientos mil pesos, que se hallan en depósito en el Banco de Londres y México.

El comandante se restregó los ojos, creyó que estaba soñando.

—Mi hija tiene, además, todo mi caudal, porque no tengo más herederos que ella.

—Yo excuso toda conversación sobre este punto, porque no quiero que se piense que el interés me ha traído a los pies de Clara.

—No le hago a usted tal agravio, caballero.

El comandante se levantó, y saludando al señor Rodríguez abandonó aquella casa que reputaba como la oficina del Tesoro Francés.

V

Una carretela se detuvo a la puerta de la casa y de ella bajaron un hombre y una mujer.

—Buenas noches, dijo Martínez, entrando en el aposento de Clara.

—¡Pablo!, gritó llena de asombro la joven ¿tú aquí?, ¿no sabes que tu existencia está en un peligro inminente?

—¡Bah!, dijo el guerrillero, eso no importa nada.

—¡Dame un abrazo!

—¡Con el corazón!, gritó Pablo, y al estrechar a esa niña a quien había conocido como confidente de Luz, novia de su coronel, se echó a llorar como un niño.

—Pablo, tu llanto es anuncio de una gran desgracia, ¿qué le ha sucedido a Eduardo?

—¡Nada!, ¡vive, sí, y él ignora cuán desgraciado soy!

—¿Tú desgraciado?

—¡Sí!, pero usted no debe oír nada de lo que me pasa: ¿dónde está don Alfonso?

—Voy a llamarle.

—Bien, espero aquí.

Clara salió en busca de su padre.

Guadalupe se había detenido en la antesala.

VI

El señor Rodríguez entró en el aposento donde le esperaba Pablo Martínez.

—Señor, dijo éste estrechando la mano del español, me ha brindado usted mil veces con dinero, me ha distinguido con favores que nunca he merecido, hoy vengo a reclamar un servicio grande de amistad.

El señor Rodríguez protegía al guerrillero que a su vez respetaba en sus correrías las fincas de campo del español.

—No sé lo que vas a exigir de mí; pero desde ahora cuenta con lodo lo que quieras, habla.

El guerrillero se limpiaba el sudor que corría copioso por su frente.

Algo grave le pasa a este hombre, pensó don Alfonso.

Pablo Martínez permaneció en silencio.

—Pablo, soy tu amigo, no temas depositar en mi pecho tu secreto, al revelármelo lo echas en la eternidad.

—Sí, dijo el guerrillero, necesitaba oír esa palabra; porque tras mi desesperación está el suicidio.

Acercóse el español, tomó la mano de Martínez y le dijo con emoción:

—Tú siempre has sido bueno, algo te ha arrastrado a la fatalidad; si tienes compromisos de dinero, no hablemos más.

—No, es un compromiso de honra… la impotencia de vengarme me desespera.

—Ya te escucho, Pablo Martínez.

—Pues bien, dijo el guerrillero haciendo un esfuerzo supremo, allí, en la otra pieza está una mujer engañada; esa mujer es esa hermana tan querida y de quien he hablado a usted tantas veces.

Don Alfonso vio con más atención al guerrillero.

—Sí, continuó éste, esa niña hermosa como un ángel, delicada como una flor, ha sido engañada miserablemente por…

Pablo escondió su rostro entre las manos y tomó a llorar de desesperación.

—Si su amante está dispuesto a casarse, yo lo arreglaré todo, todo.

—Usted no sabe que ese hombre es casado y que aun cuando no lo fuese, su enlace sería imposible.

—Pablo, no te queda más que buscar a ese hombre y matarlo.

—Yo no puedo llegar hasta él

—¿Pues quién es ese miserable, gritó el español, que está fuera del alcance de un hombre honrado y no lo ha estado para burlarse?

—¡Señor, dijo trémulo de rabia el guerrillero, ese hombre se llama Maximiliano!

—¡Maximiliano!, repitió violentamente don Alfonso, y su cabeza se inclinó como agobiada por un peso enorme.

—No juzgue usted mal a mi hermana, creyó que amaba a un capitán que debía casarse pronto con ella, y no sospechó que el emperador había pasado las puertas de su hogar para engañarla como un cobarde… ¡ese hombre ha robado la tranquilidad a mi hermana!… ¡Dios le ha librado de la muerte enviándome un acceso en los momentos de matarle!…

—¡Esto es horrible!

—¡Sí, espantoso!, yo he robado a mi hermana para arrancarla a su vista; sepa al menos que esa mujer sabe apreciarse, y que prefiere vivir desgraciada en el olvido a sella querida de un magnate.

—Bien, Pablo Martínez, bien, yo me honro con estrechar tu mano. Desde hoy tu hermana vivirá en mi casa, todo el mundo ignorará estos amores; se quedará al lado de Clara, ella la amará como a una hermana.

—Señor, yo no tengo con qué pagar ese favor…

—Yo te sustituiré mientras tú vuelves, y si mueres, su porvenir está asegurado.

El guerrillero se arrojó a los pies de don Alfonso en un arranque de gratitud inmensa.

VII

—Te presento a Guadalupe, hermana de Pablo, decía don Alfonso a su hija Clara, y desde hoy pertenece a nuestra familia.

Clara estrechó sobre su corazón a Guadalupe y la llenó de besos.

Don Alfonso contemplaba con respeto a la hermana de Pablo, en cuya fisonomía hermosísima se leía ese mundo de sufrimientos que habían hecho una mártir de aquella alma entregada a las blandas ilusiones de un entrañable amor.

Guadalupe estaba emocionada ante aquella franca acogida.

Clara sintió una viva simpatía por la desgraciada joven.

Su interesante fisonomía arrastraba en pos de ella a cuantos la conocían.

El dolor le prestaba todo ese encanto espiritual que se desprende del corazón en la hora melancólica de los sufrimientos.

El contento resplandece como los rayos del sol, y la tristeza esparce esa luz vaga, apacible e intensa de la luna sobre el mar o en la extensión del desierto.

Hay almas predestinadas a las vicisitudes y cuyo tránsito por las playas de esta vida está cubierto de abrojos.

Oleada de arena donde no se ha levantado jamás el tallo de una flor.

Esas almas llegan al mundo ceñidas de una aureola sangrienta.

Espíritus peregrinantes, nutridos con el llanto del infortunio y que atraviesan en su vuelo horizontes oscuros y nieblas importunas.

En medio de esa atmósfera de sombras, no hay un solo relámpago, ni una mezquina exhalación que alumbre la sima de ese abismo insondable que les rodea.

Llega esa hora terrible del no ser en que el espíritu se alza sobre el pedestal de la tumba para llegar al mundo de las almas, a esas regiones, donde se abandonan los sudarios de la existencia para vestir las púrpuras de los ángeles.

Entonces el mundo tiene una sombra menos, y el llanto vertido en los infecundos arenales de la existencia, se levanta en una nube para ir a cubrir las páginas de ese libro, historia de nuestros infortunios, sobre la Tierra… las lágrimas se pesan en la balanza eterna, y el llanto vertido es el bautismo de la redención.

El ángel regresa al cielo a descansar de su larga peregrinación… Pero, ¡ay!, ese tránsito se prolonga cuando la mano de Dios nos impulsa por la vía sangrienta de los sufrimientos!…

VIII

Al salir el guerrillero libre de la pesadilla que le consumía, dejando ya segura a su hermana en la casa de aquel hombre dotado de un corazón tan generoso, se encaminaba tranquilo a seguir en esa lucha donde le esperaba el destino para sumergirle acaso en una noche de desgracias.

En la puerta de la casa lo detuvo un zuavo con trazas de asistente.

—¡Perdonad!, ¿vive aquí Mr. Rodríguez?

—¿De dónde viene usted?, preguntó el guerrillero un tanto alarmado, creyendo que había sido descubierto.

Ya hemos dicho que el guerrillero era soberanamente suspicaz y receloso.

—Traigo una carta del coronel Toure.

—¡Ah!, exclamó el guerrillero; pon que el coronel se encuentra en México.

—Hace algunos meses.

—¿Y dónde vive?

—Esquina de la Independencia y Letrán, hotel San Francisco.

—Bien, entrad, mi amo el señor Rodríguez se encuentra en casa.

El zuavo penetró en el interior de la casa y Martínez se entró en la carretela, que echó a andar perdiéndose entre las sombras de la calzada rumbo al centro de la ciudad.

—Este coronel, Toure, decía Martínez, me ha matado muchos de mis soldados, ya nos hemos encontrado en el campo, ¡demonio!, ¡es valiente como un perro de presa! ¡Estoy seguro que oye mis pasos en este momento, mi nombre lo irrita, lo desespera, dice que yo le soy fatal!

Quedóse pensativo el guerrillero.

—Sí, dijo después de algunos momentos, es necesario dejarle mi tarjeta como acostumbra mi coronel Fernández; lo que sucede es, que yo no tengo más tarjeta que mi espada. ¡Diablo!, y tener pendiente a ese coronel del camino… sería gracioso despachar dos coroneles de una hornada ¡hola!, para, muchacho.

La carretela se detuvo.

—Cómprame en esa tienda dos botellas de aguardiente refino y una caja de fósforos.

Bajóse el cochero y compró los encargos de Martínez.

—Ahora, detente frente a la imprenta de García Torres.

IX

El carruaje paró en la calle de Letrán.

Martínez se dirigió a la esquina de la calle de la Independencia y Letrán a reconocer la casa habitación del coronel Toure.

Se fijó en los balcones.

Sólo se alcanzaba a ver, que un hombre, vuelto hacia la vidriera, estaba escribiendo.

—¡Ése, ése es, dijo Martínez, conozco al coronel Toure hasta con los ojos cerrados; ya me la pagarás, maldito!

A la luz del farol leyó el rubro que estaba sobre las puertas de los bajos de la casa: Carpintería y Mueblería.

—¡Rayo de Dios!, mi plan sale a las mil maravillas, pongámoslo en práctica, que la hora se avanza y tengo pendiente una cena.

Acercóse el guerrillero después de explorar el campo por si había algún agente de policía.

La calle estaba sola.

Sentóse en el quicio de la puerta del establecimiento, sacó las dos botellas del aguardiente y con sumo cuidado las derramó para dentro del almacén.

Aquí debe haber mucha madera y los recortes estarán cerca de la puerta.

Levantóse, volvió a examinar la calle, esperó a que pasase una patrulla francesa.

—Ya estoy más seguro, exclamó, y tornó a dirigirse a su punto.

Sacó la caja de los fósforos, ató uno al cabo de su fuete, le prendió, e introduciéndole entre la puerta de madera y el quicio, puso fuego al aguardiente.

La llama brotó siguiendo la corriente del alcohol.

—La mecha está prendida, dijo Martínez, compóntela como puedas, coronel Toure, y ojalá que te achicharres como un cabrito.

Alejóse violentamente, entró en el carruaje y desapareció a toda carrera.

X

No se había engañado el guerrillero en sus cálculos.

El incendio del aguardiente comenzó a generalizarse en todos los recortes que había esparcidos en el suelo de la carpintería.

Subió después a los muebles y se generalizó en todo el almacén.

Las llamas subían al techo y las vigas comenzaban a crujir siniestramente.

Entonces fue cuando la policía se apercibió.

Los guardas dieron el toque de alarma.

Las campanas de La Profesa, Colegio de Niñas y Corpus, anunciaban el incendio.

La policía acudió con bombas.

Las compañías francesas se precipitaron en busca del fuego.

¡Ay!, los franceses hacen más estrago que el fuego.

Es cierto que con un valor desmedido saltan por techos y ventanas; pero también lo es, que entran a saco como unos desesperados.

Lo que no consumen las llamas, ellos lo devoran instantáneamente.

Son más violentos que el aire soplando sobre el fuego.

El coronel Toure se apresuró a salvar cuanto le era posible en aquellos momentos.

Logró poner fuera de alcance su equipaje y papeles, y se alejó violentamente del hotel.

Acordóse de una caja de alhajas que tenía en un ropero.

Desesperado con este olvido y sin curarse de los rápidos avances del incendio, su codicia lo llevó a aquel siniestro lugar.

—¿Dónde vais, mi coronel?

—Seguidme, gritó Toure, tenemos algo que salvar de mucha importancia.

—Ya no es tiempo.

—Nunca lo es para los cobardes.

—Vamos, mi coronel, dijo el ayudante temiendo las consecuencias del enojo del coronel Toure.

Penetraron enmedio de aquella multitud que rodeaba la casa, subieron la escalera y entraron decididos en el cuarto que servía de alojamiento al coronel.

El fuego que estaba en la parte baja haba consumido la madera del techo que estaba próximo a derrumbarse.

Efectivamente, a los pasos violentos del coronel y su ayudante, comenzó a crujir el escombro.

—Mi coronel, nos abrasamos, gritaba el ayudante al sentir el calor de los ladrillos del piso.

Toure iba a contestarle cuando el suelo se abrió dando paso a un cráter de llamas por donde se sumergió el coronel.

El ayudante quiso huir.

Ya no era tiempo.

El piso se derrumbó por completo.

La Toure y su ayudante cayeron sobre la madera encendida y sobre ellos todo el escombro.

Sus últimos gritos desesperados se percibieron perfectamente.

En vano los bomberos y zapadores quisieron salvarlos.

El golpe los había hecho pedazos y el fuego consumía sus carnes que crujían como las de un sentenciado a la hoguera.

Hasta el día siguiente no pudieron encontrar los cadáveres.

Por algunos vestigios pudieron distinguirse aquellos restos deformes ennegrecidos por el fuego.

La Casa de Seguros y los zuavos estaban de duelo.

El propietario se frotaba las manos de satisfacción.

XI

Los franceses, que a todo le dan un aire romancesco, declararon que el coronel Toure era un mártir de la humanidad, que por salvar a sus semejantes había sido presa de la muerte.

Toure reconocía, no sólo como a sus semejantes, sino como a sus hijos y parientes, a los diamantes y monedas de oro o de plata.

Abrióse una suscripción para levantar un mausoleo a las víctimas heroicas, y se depositaron coronas en las tumbas de los mártires.

Los franceses les hicieron la última comedia; es decir, los funerales de ordenanza.

XII

El dueño de la mueblería pagó una fuerte multa por su descuido, amonestándosele por la autoridad, para que no volviese a acontecer por su causa desgracia tan lamentable, como la muerte del coronel Toure.

Tres días consecutivos la casa incendiada fue visitada por los franceses, que buscaban con las lágrimas en los ojos entre las cenizas y escombros el reloj de su querido coronel, cuya pérdida les era tan sensible.

XIII

El coronel Toure durante la campaña del Interior, había incendiado poblaciones enteras donde habían perecido multitud de inocentes.

La Escritura trae una sentencia inexorable que está impresa con tinta de fuego en las páginas sagradas del Nuevo Testamento y que resume el porvenir de una existencia:


El que a hierro mata a hierro muere.
 

VI. Sigue la historia de los lobos

I

La carretela que llevaba al guerrillero desapareció entre las últimas luces de la ciudad.

Enrique y don Serafín se echaron a un lado del camino dejando apostado al desgraciado Estanislao Luna, que temblaba como una vara verde.

—Querido, dijo don Serafín a su compañero, la hermana de Martínez es una cosa confortable.

—¡Demonio!, estoy asombrado de su hermosura.

—Yo no lo estoy menos.

—Tú no sabes una historia, querido.

—¡Eh!, ¿se trata de una historia?, ¡pues cuéntamela, que ya se me hace un siglo el tiempo que hace que estoy en espera de ese demonio de Pablo!

—Temo que le atrapen y por concomitancia inmediata, a nosotros; en cuanto a Luna, ya sabe lo que son latigazos intervencionistas.

—¡Diablo!, pensar que nos pueden colgar de una almena como racimo de uva.

Algún día les cobraremos esta cuenta.

—¡Quién sabe!

—Soy capaz de pedir mi pasaporte y situarme en Francia.

—¡Vaya un mal gusto!, ¿y para qué quieres ir a esa guarida de nuestros opresores?

—No pasearé en el bosque de Boulogne, ni en los boulevares, ni en los Campos Elíseos, ni atravesaré el Sena, ni…

—¡Hombre, basta de citas históricas!

—Elegiré un lugar más hermoso para recrear mis odios contra estos malditos, visitaré tres veces al día el cementerio del padre Lachaise, ¡qué hermoso será contemplar un campo lleno de muertos franceses!, sí, ni un solo mexicano, ni uno solo, ¡todos, toditos franceses! ¡todos munsiures!

—Estás excéntrico como un inglés.

—Y mis lacayos serán franceses, mi cocinero francés, el carbonero francés, todos se quitarán el sombrero delante de mí, y yo diré para mis adentros: «Ésta es mi intervención, yo os mando como a unos chinos».

La impotencia suele refugiarse en la locura.

—No está mal pensado; pero tenemos pendiente la historia.

—¡Ah!, sí, ya me había olvidado.

—Estoy en ascuas.

—Pues, señor, dijo Enrique, la hermana de Martínez es mi hermosa desconocida, la muchacha de Cuernavaca.

—¿Qué desconocida?, ¿qué muchacha?

—La ¿quién es ella? La de mi duelo con aquel bárbaro austriaco a quien dejé medio muerto o muerto por entero.

—¡Hombre, te chanceas!

—¡Palabra de honor!, pero no estaba tan linda como ahora ¡canario!, si es una muchacha que no hay por dónde desecharla: ¡qué pie!, si parece de muñeca, ¡qué cintura!, se le puede ceñir con una liga de media, ¡qué ojos!, si alumbran, y ¡qué dientes!… en cuanto a eso yo sufriría una mordida aunque tuviese la ponzoña de una víbora.

—Pues te declaro que somos rivales; porque a mí me gusta más que Luz y que Clara, que Angela y que Beatriz.

—¡Hombre, basta de letanía!

—Confiesa que esa ensarta de muchachas es de lo mejor y más estomacal.

—Entre paréntesis, Guadalupe debe tener un novio, cuando menos.

—Me parece que hay intríngulis en el negocio, la escena de ayer noche, esta especie de huida a Egipto, estos misterios, y sobre todo, el arrojo de Martínez en penetrar a la capital, me parece que es algo más que un asunto de familia.

—¡Ay!

—¿Estás malo?

—No, es que envidio al feliz mortal que despertara el amor en ese corazón de ángel.

—La muchacha es muy hermosa.

—¡Le cobré cariño, es tan graciosa!

—Ante esa mujer lo olvido todo, amigo mío, hasta este aire que se me cuela por las médulas.

—Sería bueno un lance para entrar en calor.

—No, estoy por el reposo, ya me cansa escaramucear día y noche con esta gente.

—Pues tenemos para esta noche una receta que no es mala.

—No recuerdo.

—Chico, Pablo Martínez ha prometido cenarse a ese coronel que nos ha detenido en el camino.

—¡Ah!, sí, a ese bruto que llamó mujer a Guadalupe.

—Precisamente.

—Pues se va a armar una de los demonios en el convite de Baltasar, porque ese antropófago tiene más camándulas que una beata y no se ha de dejar tan fácilmente.

—Es el de las confianzas de O’Horan, es su perro de presa que lo tiene suelto en este camino, que no veo la hora de perder de vista.

—Ese infame cuelga todos los días a algún desgraciado.

—Dígalo el boticario Muñoz y otra multitud que yacen en el Campo de los muertos.

—Este O’Horan debe muchas.

—Ahí se le hará balance cuando menos lo piense.

Los dos amigos quedaron en silencio, entregados a esas sombrías cavilaciones a que se da el pensamiento cuando está influenciado por sucesos dolorosos.

Aquellos jóvenes estaban en aquellos momentos corriendo un riesgo inminente.

Si el coronel que guardaba el camino y lo recorría, daba con ellos, no tenían más que disponerse para morir; y morir como bandidos, sin más tela de juicio que una orden verbal dada a los soldados a la hora de la ejecución.

Esta orden consistía en una sola palabra: ¡fuego!

Al día siguiente, un parte pomposo, una laudatoria en los periódicos, y ni quien volviese a hacer reminiscencia del acontecimiento.

La circular del 3 de octubre estaba en toda su fuerza.

La ley Huitzilopoxtli, le decían los chinacos, haciendo referencia al dios azteca, cuyos altares se regaban con sangre humana.

II

Ya hemos dicho que en la tertulia de la casa de O’Horan, reinaba la más cordial hilaridad.

Algunas familias hacían la reunión, y para pasar divertido el tiempo, se entretenían en juegos de prendas o charadas.

La adulación más ruin se le tributaba a aquel hombre, temiendo concitarse su odio, funesto por mil motivos.

O’Horan era un hombre alegre, reía continuamente aun en medio de sus arranques biliosos.

Ostentaba mucha energía y era un verdadero soldado, es decir, instrumento ciego de sus superiores.

Su imaginación era viva, había siempre un relámpago en sus ojos.

Su actitud era arrogante, no estaba quieto un solo momento, de todo se acordaba, los menores detalles de los negocios los conservaba en la memoria.

Su estatura era pequeña, su pecho abultado, sus espaldas anchas, y movía de continuo la cabeza.

La frente era despejada, su nariz regular, llevaba bigote y piocha, y su cutis tenía las señales indelebles de las viruelas.

O’Horan había tenido una vida borrascosa, el relato de sus aventuras era sumamente divertido.

O’Horan adquirió nombre bajo las banderas liberales, se perdonaron sus faltas, acaso sus crímenes; no obstante, las circunstancias de familia, lo hicieron defeccionar y encarrilarse en esa vía tenebrosa que lo llevó al cadalso.

El corazón de O’Horan era un abismo.

Sólo Dios se ha asomado a esa misteriosa profundidad.

III

Se había levantado una gran bulla en la sala, porque uno de los jóvenes había puesto una charada animada.

El juguete era ingenioso y de un gusto exquisito.

La palabra que se había de descifrar la podemos decir al oído a nuestros lectores: Mercadante.

El joven figuró primero, valiéndose de las señoras, un mercado de esclavos.

Las dos primeras sílabas de la palabra en cuestión, estaban expuestas con talento.

Después aparecieron dos individuos de la tertulia; el uno con el traje de Virgilio, y el otro con los arreos del Dante, formando ese cuadro famoso en que el poeta florentino y Virgilio están a la puerta del infierno, donde grabó el desgraciado amante de Beatriz aquellas palabras: Lasciate ogni speranza o voi che entrate.

La segunda parte no podía ser más ingeniosa.

Después el autor del juguete se puso al piano y tocó una pieza del inmortal Mercadante.

Un aplauso resonó en la sala al descifrarse la charada.

Todos los que no habían dado con el secreto, entraron en el número de los sentenciados, y se procedió a aplicarles por suerte la pena merecida.

O’Horan se hallaba en un grupo de amigos, cuando uno de los circunstantes gritó con voz sonora: ¡Señor general, está usted sentenciado!

Aquella voz resonó lúgubremente en el corazón de aquel hombre, que involuntariamente se estremeció.

Un silencio sombrío discurrió en la reunión.

El mismo presentimiento se comunicó como por telégrafo a todos los circunstantes.

—¡Sentenciado!, murmuró O’Horan, y su frente se oscureció.

Después de un momento sus ojos tornaron a brillar alumbrados por la luz siniestra de una idea fatal.

—Vuelvo, señores, dijo con sonrisa afable; nada más despacho un oficio, y estoy a las órdenes de ustedes.

IV

Entróse en su gabinete, tomó un papel, y sin vacilar, escribió:


Señor jefe del punto de San Antonio:

El guerrillero Pablo Martínez, pasará de regreso en una carretela; le he permitido el paso a esa ciudad, para aprehenderlo. Deténgalo usted, y consígnelo a la corte marcial francesa.—O’Horan.
 

Un correo salió a escape a entregar al comandante el oficio de la prefectura de Tlalpan.

—Mi vida antes que todo, dijo O’Horan; estoy rodeado de acechanzas; yo romperé con mi espada estos hilos; caeré en la tumba después que hayan entrado en ella todos mis enemigos.

Pablo Martínez sería el único capaz de atentar contra mi vida… le acortaremos el paso.

En aquellos momentos resonó un aplauso en la sala.

A O’Horan le pareció el aplauso con que el infierno respondía a sus voces de muerte y exterminio.

V

El guerrillero se entró en la carretela, y con la violencia de los caballos, atravesó la ciudad para tomar la garita de San Antonio.

Al llegar a la calzada que media entre la plazuela de San Lucas y la casa que sirve de puerta en la ciudad, hizo que el cochero entrase en el carruaje y él tomó las riendas de los caballos.

El centinela dio el alto.

—Malo, dijo Martínez, me lo había figurado, veamos cómo se sale de este negocio.

La carretela se detuvo.

El comandante francés que recibía en esos momentos el oficio de O’Horan, se dirigió a Pablo Martínez.

—¿De quién es este carruaje?

—De mi general O’Horan, respondió el guerrillero quitándose el sombrero.

—Baje ese hombre que va dentro de la carretela.

El verdadero criado de O’Horan salió de la carretela sin temor alguno.

El comandante lo vio de calzonera con botonadura de plata, sombrero galoneado y jorongo, y se fijó en que aquel traje era de los guerrilleros.

—Toma, dijo a Pablo Martínez, lleva esta cubierta al general, y dile que sus órdenes están cumplidas.

Martínez recibió el pliego, y azotando despiadadamente a los animales, salió a todo correr de la ciudad.

El comandante remitió al cochero a la cárcel llamada la Martinica, sin permitirle hablar una palabra, y con una custodia, que alarmó a aquel desdichado que comenzaba a comprender algo de lo que pasaba.

—Es un pájaro de cuenta, dijo el comandante a su segundo: esta presa me va a traer la cruz de Guadalupe o la de la Legión de Honor.

—¿De quién se trata?, preguntó el subordinado.

—Del temible guerrillero Pablo Martínez.

VI

El carruaje caminaba con una celeridad increíble.

—¡Demonio!, decía Martínez rechinando los dientes, me pusiste una trampa endemoniada; pero dos lobos no se muerden. Tú me las pagarás todas juntas: lo que es ese maldito coronel esta noche se atiranta; me lo ceno, como tres y dos son cinco. Ya tengo un plan que ni mi general Zaragoza.

VII

Enrique y don Serafín salieron al encuentro del carruaje; les parecía increíble volver a ver a Martínez.

—¡Muchachos, buenas noches!

—¡Demonio!, se ha librado usted en una tabla.

—Sí, en la del pescante; por poco me atrapan; ¡ah!, canallas… no importa, yo no abandono la idea de matar a ese infernal coronel.

Ya he jurado cenármelo y me lo ceno. ¡Se ha llevado a tantos por delante!

Contradecir a Martínez, era encapricharte hasta la desesperación; así es que los dos jóvenes permanecieron en silencio.

—¡Estanislao!, gritó Martínez.

—¡Presente!

—Toma las riendas, y cuando salga ese infernal sayón, le dirás que eres el cochero de O’Horan. Cuando esté en esa conversación, nosotros salimos y arde Troya.

Luna tomó las riendas, y todos echaron a andar tras el carruaje, con los mosquetes amartillados.

VIII

La noche seguía densamente oscura; no se veían ni las manos.

En el puente de Churubusco se destacó el infortunado coronel sentenciado por el guerrillero.

—¡Alto!

El carruaje se detuvo.

—¿Dónde están los señores que llevaste a México?

—Señor, allá se quedaron, va de vacío la carretela.

Pablo Martínez escuchaba con atención.

—¡Demonio!, dijo el coronel, se me ocurre ir a dar parte al general de un proyecto, llévame, porque ir a caballo es atroz con esta noche de perros.

Y subió a la carretela.

—Caíste en el garlito, papamoscas, se dijo para sí el guerrillero; a media legua del puente, te cuelgo más alto que la lámpara de Catedral.

El ruido del coche no dejaba percibir al coronel los pasos de los jinetes que lo seguían muy de cerca.

Pablo Martínez estaba excitado, calenturiento, revolvía de un lado a otro de la carretela espiando a su presa y aguardando el momento de caer sobre ella y hacerla pedazos.

Llamaban a su cerebro las sombras de tantos inocentes asesinados cobardemente por aquella fiera. Recordaba las ejecuciones del monte de Ajusco, de la Ladrillera y San Mateo, pensaba en los infelices que estaban en la corte marcial, para ser fusilados irremisiblemente, y entonces oprimía con más fuerza la cintura de su mosquete.

El coronel era ya una alma de la otra vida.

IX

El comandante de Tlalpan que recibió la orden de aprehender a Martínez y fusilarlo en el acto, tenía un miedo espantoso al guerrillero, porque estaba seguro que al ponerse frente a Martínez, lo despabilaría de un pistoletazo.

Llamó a su segundo, y sin decirle de quién se trataba, por no infundirle el mismo pánico, le dijo:

—Un individuo muy conocido, ha de venir en la carretela del general que ya no debe tardar. Sin decirle una sola palabra, ni hacer caso de lo que él alegue, lo saca usted del carruaje y lo fusila en el acto.

X

El segundo era uno de esos hombres que por estar bien con sus jefes, no se detienen ante nada, y salvan su responsabilidad con decir: «Yo soy mandado.»

Apostóse en el camino con seis hombres de su escolta, y esperó la llegada de la carretela, que no se hizo esperar mucho tiempo.

—¡Alto!, gritó el oficial.

Martínez esperó el resultado de aquella nueva situación.

—Tengo orden, dijo el oficial, de aprehender a usted y llevármelo conmigo.

—Soy el coronel…

—Es la orden.

—¿Pero usted no me conoce?

—Precisamente por eso me han encomendado el negocio.

—No comprendo de qué se trata.

—Menos lo entenderá cuando sepa que lo voy a fusilar inmediatamente.

El coronel, como todo hombre feroz y sanguinario, sintió un miedo horrible, sus rodillas flaquearon y cayó desplomado en el suelo

Martínez rechinó los dientes de placer.

Don Serafín y Enrique se quedaron petrificados.

—¡Por Dios!, exclamó lleno de terror el sentenciado, permítame usted hablarle al general; yo soy el más fiel servidor del imperio, me habrán calumniado mis enemigos, yo siempre he sido reaccionario de corazón.

—¡Toma tu monarquía, dijo Martínez, mocho de todos los diablos!

—S. M. me ha condecorado con la cruz de la Orden de Guadalupe; a usted le consta cómo he extirpado a las demagogos: no hace una semana que he fusilado seis, yo creo que estos méritos no pueden olvidarse.

—¡Echa proclamas, demonio!, murmuraba Pablo Martínez.

—Todo eso estará muy bueno, pero yo soy mandado, y tengo que cumplir; conque, haga su acto de contrición que lo voy a fusilar.

—Un confesor siquiera.

—La orden no habla de sacramentos; vamos y pronto, que mi responsabilidad se compromete.

El coronel seguía protestando vivamente, como que la existencia le iba nada menos.

—Tráiganlo, dijo el oficial.

Los soldados tomaron al desgraciado coronel, y casi en peso lo internaron en el Pedregal, que comienza a orillas de la ciudad de Tlalpan.

Pocos momentos después se oyeron dos descargas casi simultáneas.

El coronel había dejado de existir.

La justicia divina alcanzaba al malvado cuando menos lo creía.

Es que Dios hace sentir el peso de su omnipotencia, cuando el hombre se halla entregado al torrente impetuoso de sus extravíos.

El guerrillero no volvió a hablar una palabra.

Siguió por el Pedregal con sus compañeros, atravesando las orillas del pueblo de San Ángel, para hacer rumbo a Toluca y seguir camino de Michoacán.

Serafín dijo a su amigo Enrique:

—Ese hombre era un platillo de la muerte.

Enrique respondió por lo bajo a su compañero, refiriéndose a O’Horan y a Pablo Martínez:

—Qué cierto es aquello de: dos lobos no se muerden.

XI

El cadáver del coronel fue conducido a Tlalpan.

Al amanecer, O’Horan mismo se dirigió al cuartel a cerciorarse de la muerte de Pablo Martínez.

Cuál fue su sorpresa al ver atravesado por las balas al mejor de sus subordinados.

Indagó el secreto de aquella equivocación; juró, renegó, maldijo y se acalambró de coraje.

Quedóse pensativo algunos minutos, considerando la gran responsabilidad que traía sobre él aquel fatal acontecimiento, y después se dirigió tranquilo a su despacho, jurando una y mil veces vengarse de la burla sangrienta del guerrillero.

Al día siguiente anunciaron los periódicos que Pablo Martínez estaba en poder de la autoridad francesa, y que el coronel encargado de la custodia del camino de Tlalpan, había sido pasado por las armas, por habérsele encontrado documentos que acreditaban su complicidad con los disidentes.

VII. El alma de una mujer

I

Las imaginaciones exaltadas suelen tener doble vista, como se cuenta de los sonámbulos y magnetizados.

La emperatriz Carlota estaba bajo la influencia de un cerebro lleno de imágenes ardientes y concepciones rápidas como la exhalación.

Su inteligencia era clara como la luz del sol, y comprendía cualquier negocio a su simple enunciación.

Carlota de Austria presidía algunos consejos con un tacto admirable. Era el consejero más hábil de Maximiliano.

A fines de junio de ese año terrible de 1866, se encontraba la desgraciada princesa en su cámara, hojeando la nota del 5 de abril que interesaba tanto al imperio mexicano.

Carlota llevaba aún el luto por su padre el rey Leopoldo. Los pesares habían empalidecido aquella interesante fisonomía, la mirada era triste y concentrada.

¡Pobre joven archiduquesa! Los pesares la combatían en las horas supremas de su vida, en esa época que se llama juventud y que arrastra tantas contrariedades.

¡Había nacido en hora aciaga!… Joven, hermosa, llena de aplausos, colmada de incienso y de riqueza, era la joya más preciosa de la corte de Bélgica.

Arrastrada por la ambición, única sombra proyectada fatídicamente sobre su alma, se casó con el archiduque de Austria, llevando la esperanza de ser emperatriz, caso que José II no tuviese sucesión.

Ya la hemos visto perder la razón en el sueño de la monarquía mexicana, y pesar en la balanza de la voluntad de Maximiliano para la aceptación del trono.

Carlota tenía arranques terribles en que su corazón de mujer quedaba bajo su planta.

Irascible y orgullosa, su nacimiento y educación la levantaban sobre el nivel de las de su sexo.

Poseía en alto grado esa afectación de las cortes, en la que se sacrifica hasta la creencia religiosa.

Carlota era protestante, y sin embargo iba a levantar sus preces en los templos católicos de México.

Enemiga a muerte de nuestro clero, le cobraba el sacrificio de asistir a sus ceremonias, cuando su alma se envolvía en las nieblas del dogma luterano.

II

Maximiliano, triste y abatido como un hombre en desgracia, se dejaba llevar como una nave desmantelada por el primero que toma el timón en la hora exasperada del naufragio.

La correspondencia europea le había arrancado hasta la última de sus esperanzas.

El mar del porvenir se hinchaba, y crecía en olas gigantescas hasta cubrir la miserable roca donde se levantaba el sitial del trono.

El infeliz Fernando Maximiliano, no había contado en su existencia una hora de tranquilidad.

En la corte de Viena vivía como los hermanos de los mayorazgos; abatido, humillado, con la frente baja, delante de José II que lo quería mal.

Lanzado desde sus tiernos años a las tormentas del océano, bajo el pretexto de instruirle en la marina, su existencia había estado cien veces en peligro, sin que esta perpetua ansiedad inquietase a la augusta familia.

Maximiliano no era hombre de mucha capacidad; sin embargo, tenía la suficiente para conocer lo terrible de su situación. Era el don Juan de Austria de aquel Felipe II, sin tener las glorias ni el arrojo del bastardo de Carlos V.

Entregado a la vida del marino, cuando llegó a posarse en tierra, se entregó sin quien lo contuviera, a extravíos juveniles que acabaron por fastidiarlo.

José II ajustó el matrimonio con Carlota Amalia, hija del rey Leopoldo.

Maximiliano, retraído de la corte, mente a la princesa; pero Dios no había querido darle sucesión, y su hogar estaba triste y abandonado.

Maximiliano, retraído de la corte, fabricó el castillo de Miramar, para encerrarse como en una torre, prisionero de la fatalidad.

José II le encomendó algún tiempo el gobierno del Lombardo Véneto, y el archiduque descubrió algunas dotes administrativas que lo popularizaron y crearon algunos partidarios, lo cual no fue del agrado de su augusto hermano.

Su administración en la Lombardía tiene una página sangrienta.

El gobierno austriaco está familiarizado con los patíbulos, y esto no es una novedad en la trágica dinastía de los Habsburgos.

La secreta rivalidad despertada en el corazón de José II, hizo proscribir al archiduque.

Se cuenta, y pasa por hecho histórico, que ese orgulloso emperador quiso atravesar con su espada el pecho de su hermano en un consejo de familia.

Napoleón III, al querer establecer el imperio en México, pensó en Maximiliano, como el instrumento más a propósito para sus miras en el porvenir de América.

José II consintió en que su hermano se ciñese la corona de México, previa renuncia de los derechos de agnación al trono de Austria. Estos derechos, que teniendo José II sucesores parecían ilusorios, no lo eran, toda vez que el pueblo austriaco en sus convulsiones revolucionarias tornaba la vista al hermano del emperador.

La hora se aproximaba en que el trono de Maximiliano debía desplomarse, y la Francia se retiraba dejando una víctima a la revolución en quien cebarse.

Los preliminares de ese día funesto para el archiduque, se determinaban visiblemente en el mundo de la política.

José II se contentaba con decir en la corte de Viena, que su hermano había corrido una aventura cuyas eventualidades había él previsto de antemano, y por una concesión fuera de su carácter, había convenido en el enganche para formar el ejército mexicano.

Hay espíritus que al entrar en el océano siempre inquieto de la política, llevan la conciencia de su destino.

III

Maximiliano, al poner su planta vacilante en la cubierta de la «Novara», y al escuchar las salvas de la marina austriaca que lo despedían del puerto de Trieste, tuvo el presentimiento de un desastre, y lanzado sin un rayo de fe en el mar de las vicisitudes, cerró sus ojos para ir a donde la suerte condujese aquella nave arrebatada por los astros de la fatalidad.

Era voluminosa la correspondencia que el emperador había recibido de Europa.

Abrió un pliego con el sello del gobierno austriaco, y leyó en voz alta con ansiedad:

«Han empezado en todas las provincias de Austria y continuarán hasta el fin de abril, los enganches de voluntarios para México. Mil hombres alistados en esta primavera, emprenderán viaje a Veracruz el 8 de mayo. Las comisiones de enganche Se componen de un oficial de Estado Mayor, de un capitán, de un oficial superior y de un médico militar. Los enganchados son transportados inmediatamente a Laibach, depósito principal de la legión de voluntarios para México, al mando del teniente coronel retirado Mr. Vincout Petican.

»Debiendo quedar enganchados este año 3,000 hombres, se suspenderán los reclutamientos a fines de abril; pero se empezarán de nuevo en el otoño.»

—Mi augusto hermano, dijo el archiduque, es acreedor a nuestra gratitud.

—¡Estamos salvados!

—Sí, Carlota: para el invierno de 1867, el contingente austriaco estará en el territorio y podremos afrontar la crisis que necesariamente provocará la retirada del ejército expedicionario.

—¡Deber la paz de la monarquía a nuestros esfuerzos!

—¡No necesitar del auxilio de Francia!

—¡Maximiliano!, dijo exaltada la emperatriz, es necesario variar de rumbo la política seguida hasta aquí, enmedio de las transacciones, nos ha conducido al abismo: desprendámonos de los republicanos que hemos llamado al poder; ellos han hecho más por la revolución que por el imperio; no hemos podido vencer su repugnancia hacia estas instituciones.

Sólo podemos contar con los soldados: Márquez será el jefe del ejército; ese hombre ha puesto un mar de sangre entre él y los republicanos; cierto que es un asesino miserable, a quien instintivamente aborrecemos; pero no importa, es necesario utilizar esa fiera salvaje. Sírvanos como Tristán a Luis el Onceno, como ejecutor de la justicia imperial.

Contamos con Miramón, el hombre de la fortuna y del valor, aunque está manchado con el robo escandaloso de los fondos de la convención, y revolcado en el cieno de una existencia llena de miserias y de crímenes: sea el Juan Diente de Maximiliano I.

Tenemos otros jefes de segundo orden, serviles y humillados a nuestros pies como unos esclavos; formemos el ejército, y después del triunfo, los que hayan quedado de esos miserables, los relegaremos al desprecio y al olvido.

—Bien, Carlota, yo me dejo llevar por tus inspiraciones; cambiaré definitivamente en mi marcha política y administrativa. Sí, Carlota, yo me he hecho violencia durante mucho tiempo; se necesita otra educación para plegarse a ese sistema democrático no aceptado hasta hoy por ninguno de los hombres de nuestra raza. Yo me rebelo contra toda observación, quiero ser obedecido sin restricción alguna.

—Y lo serás; si tienes energía y perseverancia, no hay más que echarse en brazos de dos hombres que nos han ayudado a levantar el trono; llamemos a ese partido de la tradición, ¿qué nos importa volver atrás? Napoleón hace sentir su influencia progresista en todos los ramos, menos en el de la política. ¿Qué nación del viejo Continente puede jactarse de liberal y demócrata? La misma Inglaterra tiene una mano de hierro sobre sus pueblos, sofocando la revolución que la amenaza de continuo, y tiene alzado un patíbulo para los phenianos. Johnson con el veto, ha sofocado la efervescencia radical, y en el Senado se apaga la tea que enciende la juventud americana en el Capitolio. Sí, Fernando, todos los poderes están sobre los pueblos: Juárez mismo ha tenido que abjurar del principio constitucional, erigiéndose en dictador para sostener la paz y la guerra.

—Bien, dijo Maximiliano, acepto todo tu programa.

—Continuemos la lectura de las notas, dijo Carlota, y leyó el contrato celebrado en Viena por la compañía transatlántica francesa, con la comisión mexicana encargada de la expedición de austriacos voluntarios para el servicio de México. Todo está perfectamente arreglado.

—Veamos qué dicen los Estados Unidos, dijo Maximiliano: aquel país es fatídico para nosotros.

Carlota rompió el sello de un despacho confidencial, y su vista de águila pasó atrevida por aquellas líneas.

Algo de funesto encontró en el sentido de aquellos renglones, porque la sangre enrojeció sus mejillas, de sus ojos inmensamente abiertos se desprendieron dos lágrimas de fuego, y sus dientes rechinaron con horror.

Maximiliano tomó con mano temblorosa el pliego y leyó:

«Washington, 23 abril.—El gobierno ha recibido del emperador de los franceses, seguridades satisfactorias de que todas las tropas francesas serán retiradas de México, y de que la Francia seguirá una política de absoluta no-intervención en los asuntos mexicanos. Nuestro gobierno exigirá igual política de parte de todas las potencias europeas. Se han recibido de París y de Viena noticias oficiales de que el emperador de Austria se ha comprometido a suministrar tropas a Maximiliano para reemplazar a las francesas, y que un gran número de soldados austriacos se halla a punto de embarcarse para Veracruz. Mr. Seward ha dado orden a Mr. Motley, de pedir sus pasaportes tan luego como haya partido el primer buque con tropas para una expedición de este género, así como de notificar al gobierno de Viena, que el ministro de Austria en Washington recibirá sus pasaportes al llegar aquí semejante noticia. La intervención de cualquiera potencia europea en los asuntos interiores de México, será de aquí en adelante considerada por nuestro gobierno como causa de guerra. La Francia se ha visto empeñada en una guerra con México, buscando el resarcimiento de los perjuicios e injurias que había sufrido; y ahora ha aceptado la política de no-intervención, cuyos custodios en lo que respecta a México, serán en lo sucesivo los mismos Estados Unidos».

El desgraciado archiduque entró en ese abatimiento de los sentenciados a la última pena.

—¡Esto es horrible!, exclamó la princesa; ¡los Estados Unidos han jurado nuestra pérdida!

—Sí, exclamó Maximiliano, ¡estamos perdidos!

—Veamos lo que dice S. M. tu augusto hermano.

Aquí está un telegrama de Viena, fecha 2 de mayo.

«La salida de los voluntarios austriacos para México, se había arreglado para el 10 de mayo, y el lugar de reunión sería Laibach. El ministro de los Estados Unidos Mr. Motley, fue el 8 a conferenciar con el conde de Mensdorff-Pouilly, después de lo cual, los voluntarios volvieron a sus hogares con licencia ilimitada. Mr. Motley declaró, que en caso de que se tratase otra vez de enviar voluntarios a México, saldría de Austria inmediatamente.»

—No, dijo abatido Maximiliano, es necesario ceder, la Francia y el Austria se humillan ante el coloso americano: ¿qué vamos a hacer nosotros, miserables pigmeos, ante esa fuerza poderosa que arrastra la voluntad de dos Continentes?

Carlota de Austria se mordió los labios hasta hacerse sangre.

Después de un momento de silencio dijo con reposo:

—Los Estados Unidos han humillado a José II y a Napoleón III; porque se apoyan en un derecho reconocido, el de no-intervención. Este pretexto puede escudarnos, porque la Unión ha declarado a su vez, que no intervendrá en los asuntos domésticos de México: la cuestión está reducida a tener un ejército.

Maximiliano le mostró un libro en el que estaban anotados los hombres con quienes podían contar para un momento dado.

—He aquí, dijo, los elementos para el sostén de la lucha; pasa los ojos por estas notas, y te convencerás de la imposibilidad de sostener una situación.

—Escúchame, Fernando, el ejército francés tiene que licenciar a millares de soldados que han cumplido su término; podemos tomarlos a nuestro servicio. Compraremos el material de guerra, y por un doble juego nos encontraremos con un ejército disciplinado.

—¡Napoleón no consentirá jamás!

—Él nos ha orillado a situación tan espantosa.

—Contestará con subterfugios y evasivas.

—Y si yo, dijo la orgullosa Carlota de Austria, levantándose con precipitación, marchase a Europa y me presentase de improviso en las Tullerías y arrancase al César esa concesión, ¿qué dirías?

—Eso es irrealizable.

—No lo será, partiré para Francia, soy intransigible en mis propósitos, Maximiliano.

—Carlota, tú no podrás resistir esa situación que se va a desenvolver ante ti.

—Fernando, ¡yo he abandonado mi hogar, he renunciado a las caricias de mi padre!… Al cruzar él océano le he dado sin sentimiento un adiós eterno a mi patria, trocándola por este suelo donde soñaba un solio, foco de esas ambiciones ahogadas en la cuna, porque el cielo me arrojó al mundo perdiendo la primogenitura… He vuelto la vista al campo de las dinastías, las ramas todas de mi familia se sientan en los tronos del continente, excepto en el de Francia improvisado en un inmundo vivaque, ajado por la soldadesca impía y desenfrenada de los Bonapartes!… Sí, cuando circula por mis venas la sangre real y me encuentro atada a un escaño miserable, le he dado una mirada de desdén a ese brillo deslumbrante de los doseles y de las coronas y me he vuelto al Septentrión para arrancar en el ataúd al cadáver de Moctezuma II, esa corona hecha pedazos por la espada de Hernán Cortés, soldarla y colocarla en mis sienes cumpliendo el destino de mi familia que se ha impuesto al mundo de los siglos y del porvenir… ¡He querido ser emperatriz y lo he sido!…

—¡Hoy despertamos de ese sueño, Carlota!

—Sí, hemos despertado; ¡pero aún no tocamos al fin de ese sueño trocado en pesadilla, Maximiliano!, ¡recuerda a María Antonieta, ha subido con paso firme al cadalso enmedio a la tormenta popular; ella es de mi familia, y los de mi raza saben que el trono suele improvisarse en el patíbulo; ¡allí, sí, allí está la postrera página de las monarquías!… ¡La muerte!, prosiguió exaltada la joven archiduquesa, ¡la muerte es preferible a esa evidencia ridícula de un rey destrinado!, ¡aún me parece ver a mi abuelo, a Luis Felipe, astro apagado en el océano de las revoluciones, morir en el olvido y el abatimiento!… ¡Maximiliano!, ¡mil veces el cadalso que proyectar en una corte extranjera la raquítica figura de ese desgraciado rey de Nápoles a quien Garibaldi le ha puesto el gorro frigio, como la turba de la Francia de 1793 a Luis XVI!…

—Todo es horrible…, ¡espantoso!…

—¡Antes de sucumbir en el gran desastre que nos amenaza y tornar en la nave de la vergüenza a esconder nuestras frentes en las estancias de Miramar, partiré a Francia y libraré en el último duelo con Napoleón el porvenir del imperio!… Sí, Fernando, continuó declinando con un acento apacible de ternura, yo me aparto de todo y mi corazón se vuelve hacia ti, a a quien amo profundamente; la emperatriz se desciñe la corona y la esposa viene a mezclar sus lágrimas a los pesares de su compañero.

Aquella calma sublime se deshizo en llanto tristísimo que empapó como una lluvia de amargura las manos del archiduque.

—¡Sí, continuó, pasaré contigo ese día de los recuerdos, el de tu cumpleaños, acaso no lo volvamos a ver lucir juntos sobre la Tierra!

Maximiliano creyó oír la voz profética de las Sibilas, y su imaginación, envuelta en las supersticiones alemanas, se estremeció profundamente.

Su corazón convergió hacia ese punto donde la Naturaleza nos arrastra con una fuerza irresistible; pensó en Guadalupe.

¡Aquel hombre contrariado por el vendaval de la desdicha, inclinó su cabeza y lloró!…

El llanto es el último asilo de las angustias humanas!…

Hundido en el abatimiento guardaba un profundo silencio, mientras que Carlota de Austria estrechaba a su corazón la frente de su esposo donde ardía el mundo de la desesperación.

Daba la una en el reloj del Alcázar, cuando de la soledad del bosque se alzó una voz melancólica entonando la fatídica canción:


Massimiliano
Non ti fidare
Torna al castello
Di Miramare.
 

¡Maximiliano se estrechó en el seno de la joven, y aquellos dos seres desgraciados se hundieron en el abismo sin fondo del desconsuelo y de la tribulación!…

VIII. El grabador y diamantista

I

En la pieza interior del establecimiento de un grabador se encontraba el comandante Demuriez hablando con el artista.

El soldado francés tenía un aire de inquietud que apenas podía disimular.

El artista le escuchaba con calma.

—Necesito de vuestros oficios, caballero.

—Estoy a las órdenes de usted.

—Es un negocio que puede proporcionar una fortuna regular.

—Ya escucho.

—Ved los sellos de estos despachos.

El artista examinó con cuidado el timbre del ministerio de Relaciones de la Francia, que era nada menos el que contenían aquellos sobres.

—¿Y bien?, preguntó después de algunos minutos.

—Se necesita que abráis un troquel igual o semejante sin olvidar ninguno de sus detalles.

—Hablemos claro, dijo el artista, se trata de una falsificación.

—Ciertamente.

—No puedo servir a usted, señor comandante, tengo pena de presidio.

El francés no se inmutó, seguramente esperaba la respuesta.

—Está a mi alcance, dijo, cuanta reflexión podáis hacerme en este asunto.

—Entonces hemos terminado.

—¿Y qué precio le pondríais a vuestro trabajo?

—Lo que es el trabajo personal, es insignificante, lo que vale algo más es la responsabilidad; al ver la obra cualquier perito conocería mi buril.

—Bien, ¿cuánto vale esa responsabilidad?

—Falsificar los sellos de Francia, caballero, no es muy sencillo.

—Se entiende.

—El buril puede trocarse en cadena.

—Yo estoy al otro extremo.

—Esto me satisface bien poco.

—Ajustémonos.

—Ajustémonos.

—Decididamente decidme vuestro último precio.

—Eso depende del negocio que vaya usted a emprender.

—Eso no os importa.

—Puede usted dirigirse entonces a otro taller, caballero.

Demuriez estaba visiblemente contrariado: una vez descubierta su intención tenía que pasar por cuantas condiciones se le impusieran.

—Comprendo, le dijo aparentando la mayor tranquilidad, que debéis explotarme hasta el último momento puesto que he tenido que haceros esta confianza.

—Es un negocio como otro cualquiera.

—¿Y si os dijese que esto ha sido un lazo para saber quién ha falsificado los sellos de la legación y que me ha dirigido a vos por sospechas vehementes?

—Ya es tarde, caballero.

—No, no lo es, hay bonos falsos con sellos salidos de esta casa.

El artista palideció.

—Yo me he dirigido a este establecimiento porque os conocía de antemano.

—Ajustémonos de una vez, caballero, este asunto me inquieta sobremanera.

—Bien, ya nos hemos entendido, necesito que abráis un sello como el modelo que os he presentado.

—Se hará, caballero, vale doscientas onzas el troquel.

—No hablemos más, hacedle, dijo Demuriez que sentía arrancarse una pluma de las alas del corazón.

II

—¡Diablos de franceses, dijo el artista, están haciendo negocios bárbaros!, ¡en menos de dos meses he tenido tres obras, saben levantar el campo en toda regla!, ¡qué importa!… con clientes así ya se podía trabajar toda la vida.

Un carruaje se detuvo en la puerta de la tienda.

Ya esperaba esta visita.

Una dama vestida de negro y con el velo tendido sobre la faz, penetró en la casa del grabador.

—Pedro, dijo la dama, tengo una apuración mortal, mi marido ha buscado el aderezo de brillantes.

—No hay cuidado, señora, la pieza está perfectamente acabada.

—Tengo que ponérmelo esta noche para una fiesta de la corte.

—¿Hay tertulia en palacio?

—Sí, y estoy ahogada con tu tardanza.

Pedro el grabador se dirigió a un estante, sacó cuidadosamente la llave, abrió, y tomando una caja de las que estaban apartadas en el armario la llevó a la dama que la abrió con gran curiosidad.

Revisó uno a uno los brillantes, los expuso a la luz para examinar las reproducciones de ella, y exclamó al fin:

—¡Perfectamente!

—Las piedras, dijo el grabador, que engañarían al mismo Baulot, son un trabajo exquisito.

—Sí, dijo la dama, las piedras pasarán por buenas, sin violencia alguna; además, que como es ya conocido el aderezo, nadie reparará en esta sustitución.

—Imposible, observó Pedro, estoy seguro que brillan más que las verdaderas.

—Dámelas.

—Aquí las tiene usted.

Entregó envueltos en un papel los brillantes que había desmontado y que eran de un gran valor.

—Arreglados, dijo la dama y puso en manos del grabador unos billetes sobre el Banco de Londres y México.

—Va usted a salir de sus compromisos, dijo Pedro.

—Voy a empeñar las piedras, replicó la dama, muy pronto las colocarás en su montadura.

—Está bien, siempre estoy a disposición de las damas.

La enlutada salió de la tienda, volvió la vista a lo largo de la calle, y convencida de que nadie la observaba, entró en el carruaje que partió a toda carrera.

III

—No está malo el día, murmuró Pedro. Este negocio del francés me preocupa, no ha regateado un solo peso… si pudiera seguirle la pista y saber quién es la víctima, el negocio tomaba otra forma más hermosa; el francés iba a Cayena y yo me hacía de fondos… pero no, si es un personaje y lo quieren cubrir, pueden tornarse los papeles y ser yo el que salga para la Martinica. Pedro, paciencia, no hagamos lo que el codicioso con la gallina de los huevos de oro.

Iba a guardar los billetes, cuando se presentó un joven a la puerta del obrador.

—Pedro, vengo a proponerte otro de los obsequios de mi novia.

—¡Demonio!, se ha propuesto esa señorita no dejar sortija en su tocador.

—Su amor es inmenso.

—Ya se conoce por los continuos regalos, vamos, ¿qué trae usted ahora?

—Es un relicario.

—Veamos el relicario.

El joven sacó un relicario guarnecido de brillantes y lo presentó a Pedro.

—Es una alhaja antigua.

—Sí, ahí estaba colocado el retrato de mi suegra que en paz goce.

—Tiene algunos años esta montadura: el oro está viejo, los brillantes no son muy grandes, el cerco…

—¡Con una legión de diablos!, dijo el joven, que estás haciendo la biografía de esa prenda de una manera horrible!

—Tiene su valorcillo.

—Por eso la traigo a tu tienda, necesito fondearme.

—Bien, los brillantes representan poco más o menos, veinte quilates.

—No entiendo esa jerga, dinero y dinero es lo que necesito, tú estás rico.

—El dinero está muy escaso, la plata reconoce su origen, se esconde en las entrañas de los agiotistas.

—¿Cuánto puedes proporcionarme?

—En calidad de préstamo, cinco onzas.

—Eso no me sirve ni para empezar.

—Le juro a usted que no tengo un centavo más.

—Tengo un compromiso.

—Lo comprendo, pero estoy pobre.

—¡Hombre, con doscientos de a caballo, complétame cien pesos!

—Imposible.

—¡Mira que me pego un tiro!

—Será muy lamentable, porque tenemos algunas cuentas pendientes.

—Estoy arruinado.

—No, no tanto puesto que tiene usted una novia que lo obsequia.

—Vamos, dame los cien pesos.

—No los tengo, doy todo lo que poseo.

—Eres de hierro.

—Ojalá que fuese de oro, ya me hubiera fundido.

—Vengan las cinco onzas.

Pedro sacó el dinero y se lo entregó al joven, no sin recoger antes el relicario.

IV

—¡Toma tu lujo!, así se tienen carruajes y libreas; ¡pobre señorita!, este hombre le va a gastar hasta la fe del bautismo. Este majadero no sabe el valor de los brillantes, ya los sustituiremos un poco más tarde.

El carruaje en que había ido la dama se detuvo por segunda vez a la puerta del grabador.

Un caballero como de cuarenta y seis años, apuesto y elegante, entró en el establecimiento, se recargó en el mostrador y comenzó a hablar en voz baja con Pedro.

—Pase usted, dijo el grabador, y ambos penetraron en el interior de la tienda.

—Aquí tiene usted este aderezo de mi señora.

—¡Demonio!, murmuró el grabador, ¡he caído en el garlito! ¿Qué quiere usted que haga con esa prenda?

—Necesito que desengarce usted las piedras y le ponga unas falsas al aderezo; voy a hacer uso de los brillantes.

Pedro se rascó una oreja.

—Caballero, es una obra difícil, no tengo piedras.

—Es necesario buscarlas; confío en que no me dejará usted en el compromiso.

—No, no puedo comprometerme, llévese usted el aderezo.

—Tengo confianza en usted.

Como el lapidario sabía que las piedras eran falsas, se excusaba de recibir la alhaja.

—Estoy desesperado, usted es el único que puede guardar el secreto con respecto a mi señora.

—Caballero, no puedo servir a usted, es un engaño al que no puedo prestarme, esto me desprestigiaría.

—La honradez de usted me desespera.

—Mi honor es mi fortuna, caballero.

—Está bien, me marcho.

—A la disposición de usted.

El hombre aquel se largó desesperado creyendo en la buena fe del artista.

V

—¡Canario!, es un matrimonio divino, exclamó Pedro, y se echó a reír como un desesperado; la dama le ha jugado una soleta de primera.

Después sacó los billetes que le había dejado la señora y se puso a examinarlos.

—¡Rayo de Dios!, exclamó de repente, ¡le han dado cuchilladas a caballo de espadas! Estos bonos son los que he falsificado y a mí me los negocian. El diablo que se atreva a presentarlos en la casa de esos malditos ingleses… en fin, procuraré colocarlos; y los guardó en su cartera, como hombre avezado a esa clase de lances.

VI

Demuriez, que había conseguido su licencia absoluta pretextando una enfermedad, para no verse obligado a solicitar del mariscal Bazaine licencia para su enlace, regresó al hotel donde había tomado una habitación; porque cesando de ser militar no tenía derecho al alojamiento.

Luego que estuvo solo, forzó por dentro la llave y Sacó de un secreto de su baúl unos papeles.

Los revisó con suma escrupulosidad y pareció quedar enteramente satisfecho.

—Ésta es la fe de bautismo, éste el certificado por el que aparece no estoy anotado en el libre de matrimonios de la parroquia; éste el certificado del registro civil, y ésta la información sobre que no tengo impedimento alguno para mi enlace. Sólo falta el sello del ministerio de Relaciones y el de la legación francesa. Luego que se retire el mariscal Bazaine con el último destacamento, verificaré este matrimonio… ¡Dios mío!, dijo con acento concentrado de aflicción, ¡mis pobres hijos!

Y sacando de su cartera unos retratos se puso a contemplar a dos niños al lado de una joven hermosa que sonreía de felicidad.

—¡Voy a abandonarte por algún tiempo, esposa mía! He arrastrado ya muchos años de desdicha y miseria en los campamentos… El infierno me arroja en mi camino a una mujer como escala a esta ambición que me devora… ¡el oro!… sí, ¡la riqueza, el esplendor!… ¡todo a costa de un crimen!… Cuando yo posea esos billetes, regresaré a Francia, tomaré a mi familia y pasaré con otro nombre a Inglaterra… Clara tiene aún una fortuna inmensa, acabará por olvidarme y conocerá el engaño después de mucho tiempo cuando mi memoria se haya debilitado en su cerebro y su corazón… ¡Pobre joven!, ella me ama con una pasión inmensa. Un amigo mío me ha escrito un diario lleno de tintas melancólicas que penetran en el alma virgen de una mujer como un filtro de muerte… Ella me cree apasionado, delirante, ¡pobre Clara!… yo nunca había cometido una mala acción, pero la fatalidad me ha envuelto entre sus sombras, soy muy desgraciado!… No, ¡soy un miserable!, yo debo ir a arrojarme a los pies de esa criatura, declararle que no la amo, que tengo una esposa y dos ángeles, que no quiero hundirla en el abismo del abandono ni de la perdición!… He matado mi carrera, ya estoy lanzado en el camino de la adversidad, es necesario entrar con paso firme en esa senda maldita del crimen!… ¡Dios mío, me vuelvo loco!

El desgraciado Demuriez se paseaba a lo largo del aposento, con los ojos desencajados, el cabello erizado y arrojando espuma sangrienta por la boca.

—¡Soy un falsario!, continuaba con desesperación, la espada de la ley está suspendida sobre mi cabeza; si mañana me descubren, seré arrastrado a un presidio: Dios santo, ¡vuélveme la razón, estoy perdido!

Se arrojó lleno de aflicción y delirante sobre uno de los sillones.

De sus ojos comenzaron a desprenderse las amargas lágrimas de la tribulación, y de su pecho se arrancaban sollozos terribles.

Pasado aquel vértigo, se levantó, besó los retratos de sus hijos y de su esposa; dobló los documentos falsos y los volvió a poner en el secreto de su baúl.

Arregló su traje y se dirigió a la casa de Clara, donde tenía acceso a todas horas desde que don Alfonso le había lealmente concedido la mano de su hija.

IX. El diario del comandante Demuriez

I

Clara y Luz estaban de guardia en el cuarto de la emperatriz, la víspera del cumpleaños del emperador Maximiliano.

Las jóvenes amigas hablaban de sus amores con esa intimidad de un cariño de tantos años.

El amor de Luz hacia Clara se había sobrepuesto a sus ideas sobre los franceses, y Clara continuaba siendo la más querida de sus amigas.

—Tú estás triste, Luz mía.

—Sí, Clara; ese silencio me revela que mis cartas no han llegado a manos de Eduardo, sobre todo, aquélla tan interesante escrita por su anciana madre en los últimos momentos de su existencia.

—Hiciste mal en enviarla, era la prenda de tu vindicación, el lazo único que podía unirte a Eduardo.

—¿Qué le puedo decir que acalle tan justo enojo?

—Él conoce perfectamente a tus padres, y no se le ocurrirá culparte.

—Yo le conozco, Clara, va a pensar que participo de las fiestas y diversiones de la corte, y acaso que le he olvidado.

La infeliz joven se limpió las lágrimas arrancadas a ese pensamiento.

—¿Y Demuriez?, preguntó procurando buscar en la felicidad de su amiga toda la calma y el reposo de su corazón.

—Cada vez más entusiasta, ha traído un diario que escribió durante el tiempo que resistí al embate de sus amores: estas páginas te dirán todo lo que he sufrido y cuanto he luchado antes de ceder a ese cariño que me arrebató desde el primer momento.

Clara sacó un paquetito, lo desenvolvió con cuidado y lo puso en manos de su tierna confidente.

—Antes que lo olvide, tengo que entregarte unas cartas de Francia enviadas a Demuriez. Como estaba alojado en casa, allí las han dirigido; ya son de fecha atrasada, lo cual no obsta para que le sean entregadas.

—Bien, yo las recogeré y seré la portadora de ellas.

—Veamos los sufrimientos de tu novio, Clara mía.

—Yo he leído mil ocasiones ese diario, sé algunos párrafos de memoria, pero me es grato oírlos de esa voz de ángel que tú tienes.

Luz reclinó su frente sobre el hombro de su amiga y comenzó a leer con ternura las páginas del manuscrito:

Agonía

I

«Cuando pases ¡oh ángel de pureza!, tus ojos por estos tristísimos renglones escritos con la expresión íntima de un corazón desgarrado, ¡perdóname!, el acento de la verdad, animado por el soplo del dolor, lanza las hondas quejas del alma en su eterna noche de amargura.

Yo me he acercado trémulo a tus plantas a ofrecerte el homenaje de un cariño que me acompañará al sepulcro, tú has arrojado sin piedad la amargura en el cáliz de mi vida, yo lo he apurado todo y he bebido el amargo licor del infortunio que ha llevado la muerte a mi corazón!…

Siete lunas han pasado desde ese día en que el destino me arrojó frente a frente de esa mujer, centro de mis esperanzas y foco ardiente de mis ilusiones…

Yo la recuerdo siempre: un vestido verde y trasparente como una nube de primavera, se ceñía a su delicada cintura como una yedra que se enlaza profusa y amorosamente al tronco de una palmera.

Su cuello gentil estaba adornado con una faja oscura que remataba en un bordado de solferino y oro, y sobre la que caía un cuello blanco como la nieve.

Apareció entre unas cortinas de encaje y se detuvo… parecía, bajo la techumbre de la puerta, y en el fondo de las colgaduras, una de esas apariciones fantásticas de las leyendas… la fisonomía dulce y altiva al mismo tiempo: sus ojos centelleantes, sus pestañas rizas y pobladas, le dan sombra a sus pupilas… delante de esa mujer se tiembla de superstición, se influencia el alma y el corazón se paraliza… una sonrisa de amor abriría las puertas del cielo… ¡su sonrisa de desdén, va hasta el suicidio!

Pero no, la existencia de ese ser es una mentira, es una creación de mi cerebro.

¡Yo le he prestado forma a una imagen de mi fantasía extraviada!… ¡yo estoy loco, Dios mío!…

Y sin embargo, yo he tocado su mano y he oído sus palabras, que unas veces han consolado mis sufrimientos, y otras han caído como lava candente en el cáliz de mi alma.

Si eres sólo una sombra de mi pensamiento ¡acércate!, no temas, posa tu mano sobre mi agitado pecho, contén los latidos de mi corazón y perdona si mi aliento pasa sobre tu frente y agita tus cabellos… ¡ven!, te contaré la triste historia de mis amores, el desconsuelo horrible de mi existencia; tú oirás mis infortunios y leerás en la palidez de mi frente, todo el mundo de sufrimientos que me abruma… ¡ven!, mi juventud aún atesora un porvenir entero de cariño para ti, mis ojos tienen lágrimas que derramar, yo bañaré tus manos con ellas, y tú seguirás siendo mi única, mi sola ilusión sobre la Tierra!…

II

Mi frente se inclina, mis párpados se cierran… ¡la parálisis de la vida!

Nada se oye en mi derredor, el ruido del mundo es un eco que pasa desapercibido; ¿adónde voy?… ¿lo sé yo acaso?…

El rayo del dolor me ha hecho trizas el corazón, es necesario vivir sin esperanza!…

La esperanza es el porvenir, y yo tengo delante los velos oscuros de la desesperación, del anatema, que truena sin piedad sobre el cielo de mi vida… Si no hubiera amargura ni pesares en el mundo, esa mujer los hubiera inventado para mí, ¡para mí nada más que la idolatro!…

¡Perdóname otra vez!, tú no debes oír sino palabras de honda ternura y de profundo cariño; aborréceme, yo no merezco acercarme a ti ni oír tu voz; si mis labios han pronunciado una sola palabra que pueda ofenderte, yo borraré esa palabra con mi sangre, pero no te ofendas; tú me concedes mucho, porque tu amistad es muy dulce; pues bien, yo permaneceré en silencio a tu lado, y tú no verás ni aun ésa luz de la lámpara que arde en mi corazón ante el sagrario de mi amor. No verás en mi semblante las huellas de llanto; sofocaré en mi pecho los suspiros del dolor ¿estás contenta?, ¿puedes vivir así tranquila?

Si quieres un sacrificio mayor, dímelo, yo no tengo derecho de hacerte sufrir, mi existencia es tuya, nada más tuya, hiérela y moriré gustoso.

Si por alguna vez pasa mi nombre por tu memoria, recuerda que te amo, que atraído por los encantos de tu virtud y de tu belleza, ¡espero de tus labios la resurrección de mi espíritu abatido!

Eclipse total

I

Cuatro días sin verla son muchas horas de suspensión en la vida.

Yo soy sobre su huella y no la he encontrado.

Sigue todas las condiciones de la imagen, desaparece, se oculta y vuelve a resplandecer.

No la he visto realmente en su forma visible, pero en mis sueños ha aparecido con sus alas de oro y su cabeza revestida con los rayos deslumbradores de la ilusión.

Cuán feliz soy en esas horas de insomnio en que la sombra es la verdad.

¡El mundo desaparece, el cielo se ilumina, mi corazón se abre como una flor al rayo del sol, el aire es perfume y ella es toda amor; sus palabras son esperanzas, sus sonrisas el porvenir!… ¡el sueño!… ¡el sueño!… —¡yo no quiero despertar nunca, porque el mundo material tiene una atmósfera de tinieblas a cuyo influjo me siento desfallecer!…

Esas horas de expansión me hacen aún más desgraciado, porque el recuerdo de esa quimera halagadora me llena de tristeza. No, mi amor y la muerte se están dando la mano.

¡Abjurar de ella es llegar al fin de la existencia!…

II

Hoy he estado con ella, a su vista he olvidado tantas horas de sufrimiento, su voz tiene un encanto irresistible, un magnetismo poderoso que suspende mi existencia para concentrarla en una sola de las miradas de esa mujer. No he podido hablarla una sola frase de amores; no importa, ella sabe que una pasión concentrada y violenta arde en mi corazón como el fuego de los volcanes.

Yo no necesito decir una palabra, mi cerebro es trasparente y la llama de mi pensamiento alcanza hasta ella, ¿no es verdad?

Los rayos del sol se han apagado y sólo queda esa luz apacible del crepúsculo.

El trasparente de la ventana se agita suavemente al viento de la tarde.

Ella se levanta, corre el lienzo y el aire entra libremente en el aposento.

Esa mujer tiene momentos de silencio prolongados, sólo en sus ojos se nota agitación; parece que combate con algún pensamiento que vence al fin, parece que algo sufre porque se nota cómo oprime sus labios de seda con su abrillantada dentadura… ¡oh!, ¿quién pudiera en ese momento penetrar en el alma de esa criatura?

Yo permanezco a su lado silencioso y lleno de admiración y de cariño por ese ser que guarda la cifra de mi porvenir sobre la Tierra… ¡mi vida entera por una sola de sus miradas!…

¡Ella indolente deshoja alguna flor o estruja los bordados de su pañuelo, así pasan horas para perderse en el océano de la existencia!

Se deja oír el ruido de las cajas del regimiento, ésa es mi señal de despedida.

Despierto de un sueño de felicidad para volver al mundo material y sin encanto de la vida.

Ella me tiende su mano suave, murmura un adiós, que yo repito con emoción, y con su última mirada me alejo de aquel santuario, donde ella duerme el sueño virginal de sus floridos años.

La noche con sus cataratas de tinieblas vuelve a caer sobre mi alma, mi corazón se amortaja con los sudarios de la desesperación.

Queda sobre el horizonte de mi existencia una imagen apacible y melancólica de felicidad y de poesía… ¡es ella!

La última página

I

Quince días contados, hora por hora, son una eternidad para el que espera… En vano he buscado la luz de sus ojos, el encanto de su sonrisa… Ella se esquiva, teme aumentar mis sufrimientos sin pensar que los aviva más y más con su retraimiento.

Esto es abusar del corazón y de ese poder que ejerce sobre mi alma y mis sentidos.

Oye por piedad, y perdona mi insistencia; tú nada más puedes oírme y yo dirigirte el acento de mi voz; tú a quien adoro con la fe ciega de una creencia, tú que eres la religión de mi alma en el tránsito por el mundo. ¡Aquí está mi corazón!, es un libro abierto en el que puedes leer la historia de este profundo amor que te consagro: recorre estas hojas bañadas con el llanto amargo arrancado a mis ojos por tus desdenes; mira en cada una de sus páginas un pensamiento para ti, una queja, un dolor, un suspiro de agonía!…

¿Vienes en nombre del cielo a castigar los delirios de mi juventud? ¿Te ha prestado Dios su aliento para levantar en el fondo de mi alma un cariño gigante, para que me vuelva hacia él, pidiendo compasión y misericordia? ¿Eres el destino bajo la forma de una mujer, que se acerca a mí para herirme de muerte en la mitad de mi carrera?… Ángel, fantasma o numen del destino, llega en buena hora, ¡yo te idolatro! Si eres mi salvación, mi alma abre sus alas al misticismo desamor; si eres mi perdición, yo rodaré en su abismo pronunciando tu nombre y dándote mi última lágrima y mi último adiós!…

Yo sé que tú rechazas la ardentía de mi carácter, ¡perdóname otra vez!, ante ti que eres tan grande, retrocedería el hombre-vulgo, pero el hombre-espíritu se pone bajo tu sombra, se arrodilla, y con un grito del alma, con un aye del corazón en que se encierra toda una existencia de cariño y de amargura, ¡te pide el porvenir!…

Tú debes asistir a las intimidades de mi alma y de mis pensamientos, yo no debo ocultarte ni la idea más recóndita de mi cerebro, porque tú vives en todo mi ser, mis secretos deben depositarse en el cáliz de tu memoria, mi corazón no puede palpitar sin que tú lo escuches; yo sé que hasta mi aliento lo debo tomar de la atmósfera que tú respiras, que hasta la misma muerte te pediría permiso para arrebatarme, porque yo te pertenezco; Dios lo quiere y yo también lo quiero…

Dulce y celestial criatura, recibe en el altar de tu temprana vida el ámbar inmortal de mi cariño eterno.

Peregrino en el desierto de la vida, sólo tengo mis humildes glorias de soldado que ofrecerte.

Los soles que han de alumbrar el resto de mi existencia, me encontrarán siempre con la fe de estos amores que te acompañarán como esos ángeles invisibles.

¡Adiós!, cuando reces, mezcla mi nombre en tus oraciones, serán las únicas que lleguen al cielo por mí.

¡Adiós otra vez!, ¡yo sigo en este letargo de dolor, esperando en el horizonte la luz, la vivificante luz de una esperanza!…

Adiós, tierna y sensible niña, tú no has podido amarme ni acercar una gota de agua a mis secos labios en el desierto de la vida; no has tenido una sola esperanza, ni un eco de compasión para el que muere por ti.

Tu corazón ha permanecido cerrado a mi cariño, como lo estará la puerta del cielo para mi alma, porque me has hundido sin querer en un océano de desesperación y de desgracia… ¡adiós!… Tú no debes saber cuál sea mi porvenir, porque eres ajena a mis dolores… yo no te culpo, Dios ha puesto un arcano en el corazón de la criatura y las sentencias de Dios son irrevocables.

Oye la última súplica que te hace un alma que te amará aún en la eternidad. Cuando oigas pronunciar mi nombre; no tengas un mal recuerdo de mí, yo no he hecho más que amarte, pensar en tus amores… perdona ese sueño de locura, pero te amo aún con el delirio de mi juventud que expira entre el dolor.

Que no te sea ingrata mi memoria, yo te encontré en el desierto de mi existencia como la azucena de la esperanza; me acerqué a recibir el ámbar de tus simpatías y he debido la muerte y el infortunio… perdóname otra vez si acaso al requerirte de amores mis súplicas importunas te molestaron y mis quejas oprimieron tu corazón sensible a la desgracia. Yo no quise ofenderte, sino depositar mis sufrimientos en el santuario de tu ternura, consagrarte mis lágrimas, abrirte mi alma y decirte el hondo amor que me inspiraron tu belleza y tu virtud.

Óyeme: cuando en el silencio de la noche veas un grupo de nubes misteriosas cruzando el horizonte, piensa en que mi alma ha tomado aquella forma para estar bajo el cielo que te cubre.

Cuando oigas el silbar del viento en la tormenta ¡reza por mí!, ¡sí, reza, porque mi espíritu estará sufriendo el tormento de los dolores, ¡y yo necesito la piedad del cielo!…

¡Yo, olvidado de Dios y de los hombres, necesito una alma que ruegue por mí; tú a quien los ángeles sonríen y Dios posa su mano en tu virginal cabeza, serás oída en el fervor de tus oraciones… ruega por el hombre que te ama sobre la Tierra!…

Acuérdate del peregrino que vaga en pos de la muerte, sin esperanza…

¡Si oyes que he dejado de existir, teje una corona de flores y ponía sobre las losas de un altar, que su perfume llegará hasta mí; murmura una palabra de compasión, siquiera porque te he amado tanto!…

¡Adiós!, ¡tu memoria caerá sobre la mía, siempre decorada con esos rayos que me han cegado. Si en estos días que faltan a mi partida, se abren mis labios para dirigirte una súplica, perdóname, ¡ten lástima de mí!

Si sufres alguna vez, víctima de las airadas tormentas del mundo ¡acuérdate de mí!

¡Tu nombre guardado hasta ahora en el secreto de mi pecho, será el último que vague en mis labios al entrar en el silencio de la tumba!…

Yo te pido más aún en nombre de mi cariño: cuando yo haya muerto y no temas que el mundo pueda murmurar una palabra de sarcasmo, vierte, en el recogimiento de tu espíritu, una lágrima de compasión que caerá como una lluvia del cielo entre la yerba de mi sepulcro.»

II

Cuando las dos amigas acabaron de leer las páginas del diario, Clara estaba profundamente emocionada.

Luz se volvió hacia su querida amiga, y le dijo con acento entrecortado:

—Tú debes amar a este hombre; estas hojas son una historia de sufrimientos; ellas dicen cuánto has luchado con tu corazón en ese combate desesperado del orgullo con el sentimiento.

—¡Sí, murmuró Clara, le amo con toda mi alma! Su ausencia no ha hecho más que enaltecer mi espíritu en su consagración a ese cariño. Luz, mi porvenir está decidido.

Luz permaneció en silencio. Pasada la primera impresión, había tornado a su mente el vago presentimiento de una desgracia; no obstante, guardó silencio, no queriendo lanzar una nube sobre el sereno cielo de aquella creencia.

X. El último aniversario

I

El 6 de julio del año de gracia de 1866, se debía celebrar en todos los pueblos el cumpleaños de S. M. I., Maximiliano I.

La corte preparaba grandes fiestas, y sin embargo, había un decaimiento notable, que contrastaba con los pomposos programas, repartidos por las autoridades con anticipación.

Lució por fin el esperado día, y los primeros albores del sol fueron saludados por una salva de veintiún cañonazos, repique a vuelo y músicas militares.

Los vecinos de la gran Tenoxtitlan se levantaron presurosos a engalanar los balcones; notándose que en las casas de ciertos personajes, no aparecían adornos, lo que indicaba que estaba en menguante la luna del imperio.

El pueblo se agolpó a la plaza, en la que desde temprano había multitud de Ayuntamientos de los pueblos vecinos con cañaverales, banderas y retratos de SS. MM.

Un número considerable de músicas de los pueblos, tocaban en los diferentes puntos de la plaza, y se oían algunos vivas de los muchachos que retozaban en el atrio de la Catedral.

Aunque la Iglesia se había divorciado del imperio, comenzando por quitar el retrato de los emperadores, que en sus arranques de servilismo y de barbarie habían colocado en los altares, no por eso dejaba de darse aires de potencia en las festividades de la monarquía.

La archiduquesa había procurado humillar al clero en cuantas oportunidades se le presentaron, cobrándole su falta de galantería al rehusar sus preces al rey Leopoldo, muerto bajo la creencia protestante.

El clero católico tenía razón, porque los sectarios de Martín Lutero y de Calvino, no tienen entrada en el reino de los cielos; así es que de nada valían las oraciones. Para el clero católico, el rey de los belgas estaba irremisiblemente sentenciado en el juicio eterno, y el alma de la emperatriz predestinada al tercer seno de descanso de las ánimas.

No entraremos nosotros en cuestión tan intrincada, y dejamos al portero del cielo el derecho de juzgar en demanda sumarísima el extravío del que llega a la portada de la eternidad.

II

A las siete de la mañana, las personas que componían el gran séquito estaban reunidas en el palacio imperial.

La princesa Iturbide, y las señoras grandes cruces de San Carlos, se encontraban en la sala de audiencias del emperador.

Las otras personas en la galería de pinturas.

A las ocho de la mañana entró el primer secretario de ceremonias en la sala de audiencias, en la que se hallaba la emperatriz, y puso en su conocimiento que todo estaba dispuesto para la ceremonia.

S. M. Carlota hacía los honores en el cumpleaños de su augusto esposo.

La emperatriz, que estaba, como hemos dicho, en la sala de audiencias, se trasladó a la sala de pinturas.

El gran séquito formóse de la manera siguiente:

Secretario de ceremonias, oficiales de órdenes, oficiales de la guardia Palatina, capellanes honorarios y de la corte, médicos consultores, empleados inferiores de la corte, primer médico del emperador, ayudantes de campo, caballerizos, chambelanes, generales de división, grandes cruces de Guadalupe, consejeros, ministros, presidente del Consejo y ayudante de campo.

Después de estos personajes, seguía Carlota de Austria, emperatriz de México.

Vestía la soberana un riquísimo traje de gro blanco bordado de oro, y el manto de terciopelo escarlata ostentaba una cauda de más de dos varas.

Todo el manto se hallaba ricamente bordado de oro, con una franja de media vara.

Jamás se había ostentado el imperial busto tan alhajado.

Dos damas de palacio, elegantemente vestidas, la seguían inmediatamente.

A la derecha, un poco más atrás, el gran chambelán, y a la izquierda el capitán de sus guardias.

Seguía la princesa Iturbide y las cruces de San Carlos; y como una parvada de palomas, las damas de honor y las de palacio.

La comitiva salió por la puerta del centro del palacio, y emprendió su marcha a la catedral sobre un tablado cubierto de alfombra, que atravesaba por la plaza hasta las puertas de la Metropolitana.

En pos de aquel séquito, seguía la guardia Palatina y la servidumbre de palacio, mozos de espuela, caballerizos, picadores, lacayos, ujieres, ayudas de cámara y toda esa turbamulta que consume cuantiosas sumas del erario de las monarquías.

Al llegar los secretarios de ceremonias al primer compartimiento de la galería de Iturbide, un destacamento de la guardia Palatina bajó por la escalera del emperador.

Otro destacamento se colocó a derecha e izquierda de la emperatriz: una tercera sección de tropas cubría la marcha de la procesión.

III

La guarnición de México estaba formada en la Plaza de Armas y al avistar a S. M., las tropas presentaron las armas, batieron marcha, y las músicas tocaron el Himno Nacional.

La emperatriz esperaba ser saludada con aclamaciones por el pueblo.

El pueblo permanecía en silencio.

Educada esta generación en las prácticas republicanas, ignoraba las falsas ceremonias de las monarquías, esa obligación impuesta a los súbditos de vitorear a sus soberanos cuando se dignan aparecer en las pompas oficiales.

Nuestro pueblo no se encuentra a tanta altura.

Ni un solo individuo se tocó el sombrero a la presencia de Carlota.

La orgullosa princesa tiró una mirada de ira sobre la multitud, y aligeró su paso para llegar a la catedral, donde su instinto religioso le decía que era una profanación.

IV

A todos los funcionarios públicos que no formaban parte del séquito, se les había prevenido estuviesen en la iglesia desde las siete de la mañana en el apartado sitio que se les había destinado.

La valla de la tropa se prolongaba en el interior del templo hasta detrás del altar mayor.

Al llegar a la puerta del centro de la catedral, la guardia Palatina se dirigió al interior; la servidumbre se quedó fuera formando valla al paso del gran séquito, y entró en tumulto después de él, seguido de una avalancha de mujeres que son más interesadas en esta clase de diversiones.

V

La emperatriz fue recibida por el arzobispo y el cabildo metropolitano.

El agua bendita le fue presentada por el primado de la Iglesia mexicana.

Al llegar al altar, Carlota se dirigió al trono que estaba colocado del lado del Evangelio.

El arzobispo celebró misa pontifical.

Concluida la ceremonia se cantó el Te-Deum.

La emperatriz, acompañada del clero, salió de la Metropolitana, y ya con visibles síntomas de desagrado, tornó a los salones de su palacio.

Descansó un momento, limpió el sudor de su frente, enjugó al disimulo algunas lágrimas derramadas por la ira, y se trasladó al salón de Iturbide, donde colocada frente al trono, recibió las felicitaciones en nombre de Maximiliano.

El presidente del consejo de Maximiliano, se adelantó con respeto, y dijo con voz compungida;

—Señora, tengo el honor de presentar a V. M. la felicitación de los funcionarios presentes en este lugar, por el aniversario del nacimiento del emperador.

Cuando hace dos años, recién llegado el soberano a México, celebraba este día, expresaba sólo sus deseos y sus esperanzas en el porvenir.

Ahora que el tiempo le ha dado la experiencia del patriotismo entero de VV. MM. y de su entera consagración a su nueva patria México, expresa su fe de que el imperio de Maximiliano I y la alianza de la Francia, son el progreso, la libertad y la independencia nacional.

Nuestros votos por la conservación y la prosperidad del emperador, a la vez son votos de reconocimiento, y votos por la conservación y la prosperidad de nuestra patria.

Y vos, señora, que os habéis asociado tanto a esta obra de regeneración social, y que habéis dado tantos consuelos a la desgracia, recibid también en este momento nuestra felicitación y nuestra gratitud.

Carlota había manifestado cierto desdén en algunos pasajes del discurso, estaba contrariada, molesta, irritada; al oír la alianza de la Francia, se había sonreído con desprecio.

Luego que el presidente del ministerio hubo concluido, la emperatriz dijo con voz vibrante y altanera:

—Señor ministro, señores: —Me es grato recibir vuestros votos a nombre del príncipe que os ha consagrado toda su existencia, y aseguraros que su vida y la mía no tienen otra mira que vuestra felicidad.

VI

Toda aquella turba palaciega, desfiló silenciosa y humillada delante de la majestad Carlota de Austria.

Luego que se encontró la emperatriz en su aposento con sus damas, se echó a llorar con desesperación.

Formaba gran contraste esa aflicción, con el ruido de las salvas y la armonía de las bandas y músicas que recorrían la ciudad.

Las damas se rodearon de su señora, sin atreverse a aventurar una sola pregunta.

—Amigas mías, les dijo suspirando; os he ocultado un secreto hasta ahora, por no apesadumbraros.

Las damas se acercaron.

—Negocios de sumo interés para nuestra patria, me obligan a partir para Europa.

Las fieles compañeras de aquella mujer privilegiadamente infeliz, comenzaron a llorar.

En la corte de Francia, hubiera sido una comedia aquella escena verdaderamente triste.

En nuestro país, donde el sentimiento es profundamente delicado, donde el corazón se manifiesta en toda su ternura y delicadeza, aquello era un paso verdaderamente conmovedor.

Carlota dirigía la palabra con un acento íntimo de ternura.

—Acaso, decía, os he molestado algunas veces sin intención, yo os pido me disimuléis, nunca ha estado en mi ánimo el hostigaros.

Las damas seguían llorando en silencio.

La joven princesa abrazó una por una a sus damas, besándolas en la frente.

Aquel día fue de tristeza profunda y de abatimiento.

La emperatriz eligió entre las damas una que la acompañase en su viaje a Europa.

Aquella estancia, otra vez asilo de la alegría y del encanto, quedó desierta para siempre.

VII

A los dos días, los periódicos de la capital anunciaban que S. M. la emperatriz había emprendido un viaje a Francia, para arreglar personalmente con el emperador Napoleón, los asuntos relativos a México.

La noticia fue un síntoma de mal agüero para la monarquía.

Todos los ánimos quedaron vacilantes, y la revolución cobró nuevo aliento, alzándose como un coloso de hierro, que a su empuje formidable haría rodar a sus pies el trono de Maximiliano I.

XI. Las golondrinas de la revolución

I

El día 7 a la madrugada, salió de la capital la emperatriz Carlota acompañada de la señora Gutiérrez Estrada y de un chambelán.

El telégrafo había prevenido a las escoltas del camino, estuviesen al cuidado de la imperial viajera, que hundida en la mayor aflicción, abandonaba el recinto de sus glorias, para tornar a la ingrata Europa, donde probablemente encontraría su tumba.

En la soledad del camino, recordaba la joven princesa aquella ovación recibida dos años antes, en los mismos sitios que atravesaba enmedio al silencio de la soledad.

La emperatriz se resentía de su educación; acostumbrada en las cortes europeas a viajar llena de atenciones y miramientos aun cuando fuese de incógnito, sufría horriblemente al verse obligada a transitar por las vías desiertas de América, abandonada a lo sombrío de su situación.

Aquella alma grande, aquel espíritu animoso, dominaba el infortunio; y orgullosa y sufrida, atravesaba las calientes arenas de ese camino que la llevaba al punto final de su peregrinación.

II

A pesar del incógnito que la fatalidad le obligaba a guardar para no descubrir ese paso atrevido, pero que revelaba la crisis política, su orgullo de raza arrancó el antifaz, y se mostró a los pueblos y ciudades que salían a recibirla con arcos de triunfo.

Al arribar a Veracruz, esperó la llegada del Paquete, abrió la correspondencia europea y la de los Estados Unidos.

La situación se hacía más negra hora por hora.

Entre las cartas había unos despachos dirigidos a los republicanos de la capital. Carlota los hizo poner en la valija de su correspondencia, y los remitió al ministro de Gobernación, para que la ley cayese sobre la cabeza de los revolucionarios.

Escribió sus últimas instrucciones al emperador, y tomó pasaje en el paquete francés, ordenando que el «Dándolo» que ya había encendido sus calderas, la sirviese de escolta en las aguas del Atlántico.

Entró resuelta en la barquilla que debía conducirla a bordo de la «Emperatriz Eugenia», y en alas del vapor, como un pájaro del océano, se lanzó en las aguas tumultuosas del Golfo: dejó atrás a las Antillas, y entró en ese mar tempestuoso cuyas ondas van a confundirse allá en los límites del horizonte, en las inquietas aguas del Mediterráneo.

III

La emperatriz se había embarcado el 13 de julio. Esto era de mal agüero.

Hay cerebros supersticiosos, almas que creen ver en los celajes, en el viento, en las estrellas, y aún en las nubes, cifras misteriosas que revelan el porvenir.

Esta superstición agorera suele corroborarse con hechos casuales, que hacen aumentar la creencia del misterio.

Los franceses tiemblan ante el número trece, lo mismo que los alemanes sueñan con los trasgos y las damas negras.

Ninguno de esos hombres se sienta a la mesa cuando hay trece individuos; aseguran que la muerte se cierne sobre aquella fiesta y amenaza precisamente a alguno de los circunstantes.

Los españoles ponen cuidado en el color de las palomas, en el crujir de la madera, en los cristales que se quiebran casualmente, y todavía hay en los pueblos de la península ibérica, mujeres que recorren las ciudades echando las cartas.

En España raro es el que se embarca o se casa en martes, es un mal día.

Los indios de nuestra tierra tiemblan cuando el tecolote se posa en los techos de los jacales, y lo ahuyentan a pedradas. Hay una especie de copla que pasa por adagio entre los indios:


El tecolote canta
Y el indio muere;
Ello no es cierto
Pero sucede.
 

Hay tradiciones populares que hace algunos años pasaban por verdades, y aún hoy entre la clase ignorante de indígenas a cuyos pueblos no ha llegado el aliento de la civilización.

Un indio no diría ni en el potro del tormento: «Reniego de las brujas».

Entre los indios hay la preocupación de que ciertas gentes hacen mal, y no ha muchos años en uno de los pueblos de las cercanías, se halló que una mujer hacía muñecas de trapo y las atravesaba con espinas de maguey, ora en el corazón, ora en cualquiera parte del cuerpo, para que la persona a quien representaba se enfermase de la parte atravesada por la espina.

La hechicera creía que la dolencia no cesaría hasta que ella quitase al muñeco la espina.

Para que la bruja no venga a la choza a chupar la sangre al niño, ponen la escoba junto a la cuna.

Todo este cúmulo de tradiciones supersticiosas, restos de la barbarie antigua, propagada por los frailes que han hecho creer en las apariciones de los muertos y de las imágenes, se va alejando a medida que el sol de la ilustración va penetrando en esas chozas abandonadas a la ignorancia y a la idolatría.

La Francia va a la vanguardia de la civilización, y no obstante, conserva algunas cosas como la del número 13, que no hacen honor a su cultura.

Sea de ello lo que fuese, el caso es que Carlota de Austria había salido en día aciago del territorio mexicano.

Franceses y alemanes estaban influenciados por el fatalismo de la coincidencia.

IV

La correspondencia de Carlota llegó a la capital el 14 de julio.

En la misma noche y al día siguiente se efectuaron las prisiones de los individuos a quienes aludía la correspondencia traída por el paquete americano, y las de otros por sospecharse adictos al general Santa Anna, astro apagado en el cielo de la política.

Entre los presos había un ministro honorario del emperador, hombre que jamás cejó en sus principios conservadores y a quien habían perdido sus rivales en el ministerio de Relaciones.

Aquel individuo y los generales santanistas eran exóticos entre esa turba de jóvenes republicanos que yacían en los calabozos de la prisión austriaca.

A un capellán de Santa Anna lo llevaron moribundo al calabozo, no pudo marchar al destierro, su viaje estaba ya determinado próximamente a la eternidad.

A los pocos días murió el cura Ordóñez, soñando en el arzobispado de México.

La entrada del ex ministro a la cárcel tuvo su novedad.

—Señor, decía a los austriacos, han incurrido en una equivocación, yo no soy persona a quien debe aprehenderse.

El austriaco vio la lista.

—¿No es usted Miguel Arroyo?

—Hay dos Migueles; yo soy José Miguel.

—Precisamente, respondió el austriaco: entre usted al calabozo.

—Soy ministro honorario del emperador.

—Entonces no hay duda, que le encierren.

Arroyo tenía razón, jamás pasó por su cerebro la idea de que pudiera encarcelársele en compañía de los hombres del partido avanzado de la revolución republicana.

Era la primera vez que se encontraba a su lado.

Parece que una carta dirigida a Almonte, en la que trataba mal a Maximiliano y que fue interceptada, motivó la prisión del ex ministro.

V

Una jaula de pájaros no hubiera estado más alegre que la cárcel austriaca, con tantos jóvenes de buen humor que veían acercarse violentamente el fin del imperio.

Tanta hilaridad tenía asombrados a los carceleros.

—Disimule usted, caporal, dijo un abogado joven, pequeño, con ojos de centella y semblante atrevido y audaz; ¿fuma usted un puro habano?

El austriaco, acostumbrado a mascar un tabaco endiablado, se lanzó sobre el puro con avidez.

—¿Y no pudiera usted, continuó, llevar a los compañeros estas botellas de coñac?

—Está prohibido.

—Si una es para usted.

—Está bien, y fue repartiendo coñac en todos los calabozos.

A pocos momentos se oyeron cantos y carcajadas en los separos.

Dos días de broma y frasca se pasaron en la cárcel.

El intérprete fue llamando uno a uno a los presos y notificándoles en la alcaldía que se les daban cinco minutos para hablar con las familias y arreglar el viaje, porque a las tres de la mañana del siguiente día marchaban para Yucatán.

Hubo algunos momentos de tristeza en la hora de la despedida, pero pronto renació el buen humor y siguió la broma con más escándalo.

Los austriacos no comprendían aquello.

Las puertas de los calabozos se abrieron, todos los presos se comunicaron, excepto el autor de estas páginas a quien tuvieron encerrado hasta el último momento, de orden del barón de Tindal, jefe de la gendarmería.

Ese hombre se vengaba de varias letrillas satíricas publicadas en el festivo periódico de la Orquesta.

Entre los presos se hallaba el Nigromante, exprimiendo en cada palabra el veneno de la sátira.

El Nigromante tiene por lengua una cola de alacrán; al que pica lo deja muerto o convulso por mucho tiempo.

El jefe de aquella turba republicana era un anciano de barba que le llegaba a la cintura en hilos de plata.

Todos lo rodeaban y le llamaban papá.

Cuando se creía que de sus labios iba a desprenderse una sentencia, salía un chiste de buen gusto; y es que papá Zamacona es un hombre de mucho talento y de un ingenio particular para las bromas.

Visto ya lo que era el papá, omitimos hablar de los hijos.

Toda gente de carrera profesional es insubordinada, maldiciente y bulliciosa.

Sonó la hora de la partida.

Los presos fueron llamados uno a uno por lista y preguntados si llevaban armas.

—Yo tengo una pistola, dijo un joven general que es una especie de Hércules, capaz de ahogar a un amigo en un arranque de entusiasmo.

Los gendarmes le intimaron entregase el arma.

Entonces el general sacó una botella de coñac.

—No venimos a bromas, dijo el jefe; y mandó que desfilasen los presos.

En la puerta de la cárcel había dos carruajes.

Los presos entraron en ellos.

—¿Ya no falta nadie?

—Sí, dijo el abogado chiquitín y travieso, faltan mi equipaje y mi paraguas.

Los equipajes fueron puestos en los carruajes.

Entonces el ayudante francés levantó la voz, y tomando un tono trágico de proclama, dijo:

—¡Conductores!, seguiréis a la escolta de caballería sin desviaros y obedeceréis en todo al jefe que la manda.

El abogado en cuestión, respondió a la orden del ayudante francés con un maullido de gato.

Prisioneros y custodios soltaron la carcajada.

Un destacamento austriaco se puso a vanguardia, otro a retaguardia; en los pescantes de los carruajes soldados franceses, y dentro de cada coche un oficial y un cabo armados de punta en blanco.

Sonaron los latigazos de los conductores; partieron los caballos y todo aquel séquito se perdió entre las últimas sombras de la noche.

VI

No nos detendremos ante los episodios de esa marcha, que más bien parecía un viaje de recreo, hasta llegar a Paso del Macho, donde comienza el ferrocarril que va a parar al muelle de Veracruz.

Un destacamento de argelinos recibió en ese pueblo a los presos.

La escena cambió por completo.

Aquellos negros son terribles, no permitieron salir de los trenes a los presos, en ellos pasaron la noche.

Al amanecer, y sin haber tomado ni una taza de té, comenzó el viaje a Veracruz.

En el lugar llamado el «Camarón» el camino estaba interrumpido.

Las lluvias habían sido terribles.

Un lodazal inmenso cubría la vía férrea y el camino carretero.

Los egipcios intimaron a los presos que el viaje lo harían a pie, por no haber otro medio de transporte.

Caminar entre aquel lodazal y a la acción de un sol abrasante y en la zona del vómito negro, era encontrar una muerte segura.

La caravana se puso en marcha arrostrando tanta dificultad.

Hubo vez que los soldados franceses compadecidos de ver al anciano Zamacona, lo echaron a sus espaldas como un hijo que carga a su padre en los pasos riesgosos del camino.

Una casualidad hizo que pasase un atajo de mulas que iban por carga a un lugar inmediato.

Uno de los prisioneros dio una señal masónica al dueño de los animales.

Inmediatamente puso sus bagajes a disposición de los desterrados.

Allí hubo una escena cómica.

El general de la botella de coñac, trepó animoso sobre una mula arrogante: ésta, que no había sentido en sus lomos más que el peso de una carga, comenzó a reparar y dio en el lodazal con el jinete.

El pobre general se empeñaba en hacer creer que él voluntariamente se había dejado caer.

La caravana aplaudió la primera caída.

Siguió otro compañero y tocóle la misma suerte. ¡Cosa rara!, dio la misma disculpa.

Los prisioneros a la vista de esa catástrofe se retrajeron.

Entonces el chiquitín de los ojos de fuego rogó que lo subiesen sobre una mula frisona.

Mantúvose quieto el animal.

Entonces todos eligieron la bestia que les pareció más mansa, y echaron a andar enmedio de los argelinos.

Esos negros infames tenían orden de fusilar a los prisioneros luego que se avistase la primera guerrilla.

Era pintoresco ver aquellos desterrados atravesar las veredas como una caravana de peregrinos en los desiertos del África.

VII

Luego que llegaron a La Soledad, entraron en el tren que partió violentamente hasta dejarlos en las orillas del océano.

Fueron trasladados inmediatamente en una miserable barca a los calabozos de Ulúa.

El 25 de julio al amanecer, partió «La Rosita» a las costas de Yucatán, llevando a bordo a esa juventud cuyo acento se deja oír con entusiasmo en la tribuna republicana.

¡Aquella turba juvenil era la parvada de golondrinas que anunciaba la primavera del triunfo revolucionario!

XII. Un recuerdo

I

En la fortaleza de San Juan de Ulúa, que está situada a un tiro de cañón del puerto de Veracruz, hay un calabozo que encierra la tiernísima memoria de un escritor mexicano.

La ira de los invasores vino a descargarse con la fuerza del rayo sobre aquella frente donde ardía una imaginación de poeta, manifestación luminosa del aliento de Dios sobre el mezquino ser humano.

Florencio Castillo, el autor de Hermana de los Ángeles y de Agonías del Corazón, había tenido como todo hombre de genio, una existencia llena de vicisitudes.

En los labios de Florencio Castillo no apareció nunca el vapor asqueroso del dicterio, ni su corazón latió a impulsos de la venganza.

Aquella alma toda era paz y mansedumbre.

Sus composiciones son el espejo donde se refleja esa alma que hoy reposa en el seno de Dios.

Los franceses enviaron al escritor republicano a las mazmorras de San Juan de Ulúa.

Florencio Castillo fue encerrado en un calabozo donde le atacó el vómito.

Fue después trasladado al hospital de Veracruz.

Atravesaba en una camilla cuando el mariscal Forey salía del territorio nacional.

Víctima y verdugo estuvieron frente a frente, como lo estarán más tarde en presencia de AQUEL que mide en su balanza eterna los crímenes humanos.

Florencio Castillo murió en el hospital, ignorado, en el abandono, en la oscuridad. Su cadáver fue sepultado en la fosa común.

¿Quién podrá hoy tomar uno de aquellos cráneos que yacen hacinados en el cementerio de Veracruz, y decir con certeza: «Aquí pensó Florencio Castillo

Este nombre que no está grabado en una piedra fúnebre, lo guarda la nación en el álbum de sus recuerdos patrióticos, y la literatura lo ciñe de laureles y siemprevivas.

XIII. Una canción popular

I

La noticia del viaje de la emperatriz se anunció en los ángulos todos del territorio, como por un telégrafo subterráneo.

Llegó a las montañas, donde fue recibida como el anuncio de una era nueva que traía en su aliento las auras de la victoria.

No obstante, la situación era todavía muy crítica.

El último empuje de las fuerzas imperiales había arrollado a los insurgentes, a quienes ya les faltaba el aliento en esa lucha perenne en que la sangre de sus arterias inundaba los campos de batalla.

Los destierros en masa, los fusilamientos, las prisiones, todo se alimentaba de la revolución.

Ya el brazo de los opresores, desfallecía a tanto golpe.

La idea gloriosa de la independencia, se alzaba del vapor de la sangre; de las tumbas removidas; de las cenizas de los republicanos lanzadas al aire de los desiertos.

Un paso más sobre ese lago de sangre; un sacrificio más sobre la hoguera humeante del sufrimiento; una gota más de hiel a los labios del sentenciado sobre el madero de la revolución, y la patria estaba salvada.

II

Estamos en las agrupadas montañas de Michoacán.

El monstruo de la tempestad se ha alejado del horizonte donde se escuchaban sus últimos bramidos.

Las estrellas comienzan a aparecer en el fondo del cielo como las luciérnagas del vacío.

Se oye el rumor tranquilo que levanta el silencio de la noche.

El agua de la lluvia se desliza por las hojas de los árboles, y cae gota a gota sobre las plantas que se agrupan alrededor de los troncos.

Se oye el eco monótono de los insectos.

En una pequeña ranchería, compuesta de seis o siete chozas de paja, se había detenido una parte del ejército republicano, a las órdenes de Riva Palacio.

Los soldados encendían luminarias para secar sus destrozados vestidos a las llamas de las hogueras.

En uno de los jacalitos estaba el general republicano, rodeado de sus ayudantes que estaban pendientes de los labios del joven caudillo.

El poeta contaba chistes y ocurrencias felices que provocaban la hilaridad de los oficiales.

Riva Palacio jamás habla seriamente.

Sobre aquel hombre, los años de la juventud no han dejado huella alguna notable; vive con las ilusiones de la primera edad.

Su corazón no ha odiado nunca; acaso sea éste su mayor defecto.

Riva Palacio no tolera una conversación de cinco minutos seriamente: cuando menos lo espera su interlocutor, le espeta un verso o un chiste que lo deja perplejo.

Riva Palacio es el hombre de la amistad, todo lo sacrifica, pasa sobre fuego por hacer una buena acción.

Hay en su alma un horizonte donde se proyecta el iris del cielo; allí está el amor del hijo y de la esposa.

Esos dos seres han arrancado mil veces sus lágrimas en las horas supremas de sus triunfos y de sus derrotas.

Ese cariño es el lado más vulnerable del joven soldado.

¿Quién habrá pronunciado el nombre de Josefina y el de su hijo, sin que haya vuelto hacia su lado a Vicente Riva Palacio?

Si esas dos flores del corazón llegaran a marchitarse, el hombre rodaría como un tronco desarraigado por el huracán.

Hay siempre en los mares de la adversidad una estrella que alumbra la noche de nuestro destino.

III

Riva Palacio animaba con todo el brillo de su imaginación a aquellos hombres desfallecidos, cuando él mismo necesitaba una voz extraña que lo levantase, si no en su fe, sí en sus marchitas esperanzas.

—¡Qué entrada a México, amigos míos!, decía a sus oficiales; vean ustedes: en la bocacalle de Plateros levantaremos un arco magnífico con la estatua de la libertad, con esa bandera que les quitamos a los imperiales; ese arco es el nuestro, es el de la brigada de Zitácuaro. ¡Muchacho, saca el mezcal porque esto merece una copa!

El asistente sacó la botella, que corrió de boca en boca como un chisme, hasta vaciarse.

—Entonces, continuaba, estaremos bien vestidos, todos ustedes llevarán calzones blancos de paño, y franjas de oro. ¡Qué espadas!, ¡qué pistolas!, vamos, si parece que los veo hechos unos Napoleones, menos en lo rubio, porque todos somos subiditos de color. Yo les ofrezco que al llegar a las orillas de México, haré que salgan Perico Valle y Ventura Alcérreca, a darles lecciones sobre el modo de llevar la levita y calzarse los guantes; con ocho días de academia, están de correr y parar; y ¡qué vida!, cada soldado su cuarto en el hotel; no habrá rancho, ni toque de diana; a las ocho entrará el mozo a preguntar con qué se desayunan. No vayan a contestar que con atole, y me hagan quedar mal.

Los oficiales se echaron a reír con la ocurrencia de su general.

IV

El centinela dio el «quién vive» a un jinete, que gritó con toda la fuerza de sus pulmones: ¡libertad!

—Es La golondrina dijo uno de los oficiales.

Presentóse un guerrillero, y entregó unos pliegos a Riva Palacio.

Los oficiales se retiraron.

El general leyó a la luz de la luminaria una carta de México, en que se le avisaba que Carlota salía del territorio, desesperada de la situación.

—Es la vanguardia del imperio, dijo Riva Palacio; la cosa marcha, la escena varía, no hay duda, tenemos mutación.

Desde luego se advierte por la fraseología, que Riva Palacio es autor dramático.

—Ésta sí es noticia; mañana me pongo en marcha; la revolución toma un nuevo sendero; ¡señores!, gritó a sus oficiales, que acudieron violentamente a la puerta de la choza: Carlota ha tomado las de Villadiego, el imperio se desmorona.

Los oficiales solemnizaron la noticia, que cundió instantáneamente en los grupos de los insurgentes.

Riva Palacio se sentó en el tronco de un árbol, y se entregó a las ilusiones que agitan el alma de los que yacen lanzados en el vaivén de la política.

V

Todo había quedado en silencio.

Las luminarias comenzaban a apagarse.

Las nubes condensándose en los picos de las rocas, envolvían en sombras más densas la selva y la montaña.

De repente se oyó una voz melancólica que levantaba una canción desconocida en el mundo de los sones populares.

En medio del silencio se percibía claramente la letra que acompañaba el cantar:


La niebla de los mares
Radiante sol aclara,
Ya cruje la «Novara»
A impulsos del vapor.
El agua embravecida
La embarcación azota,

¡Adiós, mamá Carlota,
Adiós, mi tierno amor!

 

El ancla se desprende
Y la argentada espuma
Revienta entre la bruma
Con lánguido rumor.
En lo alto de la nave
El estandarte flota,

¡Adiós, mamá Carlota,
Adiós, mi tierno amor!

 

¿Qué llevas a tus lares?
Recuerdos de esta tierra
Donde extendió la guerra
Su aliento destructor.
Las olas son de sangre
Que por do quiera brota,

¡Adiós, mamá Carlota,
Adiós, mi tierno amor!

 

Más pronto de los libres
Escucharás el canto,
Bajo tu regio manto
Temblando de pavor.
Te seguirán sus ecos
A la región ignota,

¡Adiós, mamá Carlota,
Adiós, mi tierno amor!

 

Verás de tu destierro
En la azulada esfera
Flotar nuestra bandera
Con gloria y esplendor.
Y brotará laureles
La tumba del patriota,

¡Adiós, mamá Carlota,
Adiós, mi tierno amor!

 

Aquel canto era incisivo.

Brotaba del campamento como el eco que había recogido las últimas ideas del soldado al entregarse al sueño, y lo exhalaba en una armonía.

Pocos momentos después, los guerrilleros de la avanzada repetían el canto, como los zenzontles que recogen los silbos del pastor.

A la mañana siguiente, los cuatro clarines de la banda tocaban la «Mamá Carlota» y las mujeres de los soldados la repetían dulcemente para arrullar a sus hijos.

La canción estaba popularizada.

Las músicas de los pueblos la tocaban en las fiestas y serenatas.

Se cantaba en los bailecitos, y los insurgentes se llenaban de entusiasmo al oír la «Mamá Carlota», que se improvisó en un canto de guerra.

¡La Marsellesa se levantó junto a la guillotina!

¡La Mamá Carlota brotó de las montañas de Michoacán!

¡Riva Palacio ignoraba en esos momentos que la pobre armonía exhalada de su cerebro en aquella noche memorable, tendría un eco poderoso en los campamentos, y sería el grito de guerra en el revuelto polvo de los combates!

XIV. El reverso de la medalla

I

Estamos del otro lado del océano.

El vigía de San Nazario avisa que el vapor «Emperatriz Eugenia» está a la vista.

Es el 9 de agosto de 1866.

A las dos horas anunciaba el telégrafo al hombre de las Tullerías, que Carlota de Austria, emperatriz de México, desembarcaba en las playas europeas.

La desgraciada princesa llegaba en los momentos supremos de la crisis.

Su voz no podía oírse entre el estruendo de las armas.

El Austria arriaba sus banderas en la derrota de Sadowa.

La Prusia adelantaba con sus fusiles de aguja, y el señor de Cerdeña era dueño de la Lombardía.

La Italia estaba en la hora de la resurrección.

El conde de Bismarck había tratado a Napoleón III de una manera tan inconveniente cuanto despótica, cuando el Austria buscó un refugio en la hora de la catástrofe de Sadowa entregando el Véneto a la Francia.

La Prusia le mandó a Napoleón que retirase todas sus pretensiones si no quería entrar en el terreno de las armas.

Napoleón, en obsequio de la paz de Europa, y en honra del fusil de aguja, accedió a la petición y abjuró para siempre de ensanchar sus fronteras, y hasta se olvidó de esa corriente impetuosa que se marca con el nombre de «el Rhin» en las cartas geográficas.

La Prusia tomó el cetro de las dinastías europeas al romper la cadena de la confederación germánica, y al arrojar al Austria mutilada en el abismo de la nulidad, entre las potencias de segundo orden.

¡Pobre nación! Entró en el botín de Polonia; ayudó a forjar las cadenas de un pueblo, a ahogar una nacionalidad; y su cómplice la Prusia se volvía contra ella, le arrancaba los Ducados, y regalaba el Cuadrilátero a la joven Italia.

¡Pobre nación!, sólo le quedaba en su hundimiento, el recuerdo de su combate de Lissa, en que sus águilas triunfantes se cernieron vencedoras sobre la escuadra de Víctor Manuel.

José II cree que nada tiene que envidiar a Nelson en el memorable combate de Trafalgar, ni al bastardo de Carlos V en el día de Lepanto.

El Austria estaba decapitada.

Muerta moralmente, tendría la duración de un cadáver.

El pueblo pedía en una asonada patriótica la abdicación de José II.

Entraba en eclipse la estrella de la casa de Habsburgo.

La Prusia arrojaba sus corceles sobre aquel país de conquista, mientras que su antigua aliada pedía trémula y convulsa un armisticio para volver en sí de su terror.

Napoleón III cedía al impulso gigante de esa mano que le había herido en el rostro, y se refugiaba cobarde y rencoroso en esas fronteras que la Prusia ha vuelto de hierro y de granito.

La Europa entera se callaba cuando el acento de Bismarck se dejaba oír en el continente.

Ya en otra vez Napoleón III había abandonado con precipitación los campos de Solferino, sólo al oír los preparativos de la Prusia, y firmado violentamente la paz de Villafranca.

II

La emperatriz Carlota llamaría en vano a las puertas europeas. En aquel turbión de acontecimientos en que sólo se alzaba una cabeza con los laureles de la victoria, los derrotados no podrían escuchar las súplicas de aquella voz delicada, enmedio de las derrotas guerrera y diplomática.

Nada podrían darla, porque nada tenían.

Ocupadas la Francia y el Austria en su situación angustiosa, de silencio y vergüenza, se habían olvidado del imperio mexicano y de ese Vesubio que amenazaba tragarse el trono de Maximiliano I.

¡Pobre emperatriz!, de nada le servía ese arrojo de las heroínas, y aquel genio desconocido en los tiempos modernos.

Carlota comprendió el terreno en que se posaba, y se apresuró a sostener el último combate, la lucha de la desesperación.

Quería arrancar de la Francia la concesión de prolongar la salida de las fuerzas del territorio mexicano; de alistar en sus banderas a los soldados cumplidos; prorrogar los plazos de la deuda, y hacerse del material de guerra del ejército expedicionario.

Ignoraba la joven archiduquesa que el ministro de Estados Unidos no cesaba de molestar a Napoleón con su insistencia sobre la retirada, y aun había indicado que se llevasen consigo aquel trono implantado en el terreno republicano.

Carlota necesitaba recursos, y se proponía pasar a Bélgica en pos de su herencia para aventurarla en la lucha, y en cuanto a los voluntarios austriacos, comprendió que toda insistencia era infructuosa.

III

Cuando la emperatriz llegó a San Nazario, ya el Herald de Nueva York había anunciado su viaje a Francia y la legación mexicana estaba en el puerto en espera de su soberana.

En la estación del ferrocarril de París se hallaban el príncipe Iturbide, Gutiérrez Estrada, Almonte y su señora. Todos acompañaron a S. M. al Grand Hotel, donde por disposición suya había sido preparado alojamiento para ella y su comitiva.

El embajador de Austria acudió inmediatamente a saludar a la emperatriz a nombre de sus soberanos.

Momentos después se presentaron dos ayudantes del emperador de los franceses, quien se hallaba enfermo, a saludar a la joven Carlota de Austria, excusando a S. M.

Al día siguiente, la emperatriz Eugenia, ostentando un séquito deslumbrador, se presentó en el Grand Hotel a hacer una visita de etiqueta a la augusta esposa de Maximiliano.

Carlota pasó el siguiente día a pagar la visita a Eugenia.

La archiduquesa no tenía séquito que llevar a Saint-Cloud, lo que comenzó a molestarla en su orgullo.

Dos años antes la había hospedado en un palacio la corte de Francia, hoy la dejaban en el Grand Hotel, afectando que la imperial viajera se rehusaba a recibir el alojamiento en el palacio.

Luego que se supo el objeto del viaje de Carlota, se reunió en Saint-Cloud, bajo la presidencia del emperador, la junta de ministros.

IV

El día 14 de agosto, los secretarios de Guerra y Hacienda tuvieron una larga conferencia con la emperatriz; nada pudieron arreglar, porque las proposiciones de Carlota sólo podía resolverlas el emperador Napoleón.

El nuncio de S. S. y otros personajes de importancia, fueron recibidos en ese mismo día por la princesa.

La joven se hallaba toda absorta en sus planes de negociación; vivía en un departamento del hotel, entregada a los negocios; el sueño había huido de sus párpados, y la fiebre comenzaba a apoderarse de su cerebro exaltado por tanta contrariedad.

Esperaba con ansia el momento de hablar personalmente con Napoleón III sin necesidad de intermediario; quería hallarse frente a frente de aquel hombre que asumía toda la responsabilidad de los sucesos, y que debía resolver la crisis que amagaba, o más bien dicho, de que era presa el imperio mexicano.

Napoleón se había excusado hasta donde le había sido posible; pero al ver la actitud de Carlota, que había determinado esperarle hasta su restablecimiento, se decidió a tener una entrevista con aquella mujer excepcional que desafiaba de una manera tan heroica la adversidad.

Napoleón se sentía pequeño delante de aquella alma sublime y generosa.

V

El 23 de agosto de 1866, a las cuatro de la tarde de ese memorable día, Napoleón III se hallaba en el salón de embajada en una importante conferencia con Carlota de Austria, emperatriz de México.

El sucesor de Cavaignac es un hombre de baja estatura, ancho de espaldas, el pecho prominente; sobre su cuello algo corto se levanta una cabeza bien organizada; la frente es ancha y despejada.

Al pelo que cubre aquella cabeza, le ha arrebatado la pintura la elegancia y respetabilidad de las canas; lo mismo acontece al bigote, que es poblado y retorcido en sus guías.

Los ojos que son el espejo, del alma, están vidriados, parece que un espíritu de la noche está asomado a aquellos opacos cristales.

La nariz es prominente y los labios gruesos.

Cuando se le ve pasearse en los jardines de las Tullerías o de Vincennes, se le encuentra vulgar, descansando medio cuerpo arrogante en unas piernas raquíticas que tienen por base unos pies anchos y deformes.

Napoleón III luciría como una estatua ecuestre.

No obstante, aquella máquina vieja ha revuelto a la Europa.

Napoleón III ha tenido grandes sufrimientos en la política, ha padecido en las prisiones y en el destierro, sus tentativas han sido audaces cuanto infructuosas.

Proclamada la república francesa, se sentó en el congreso nacional, fingióse demócrata y republicano, se filió en el partido avanzado, y merced a su nombre y a las intrigas escaló la silla presidencial.

El 2 de diciembre de 1852 dio su golpe de Estado, proscribió a los hombres muy eminentes de la Francia, ametralló a los patriotas y se ciñó la corona de Napoleón I con beneplácito del pueblo francés, que se descubre la frente delante de sus reyes y tiene una sonrisa desdeñosa para la república.

Parece que con los hombres de 1793, se hundieron el valor y el heroísmo de aquel pueblo, un día arrebatado por la palabra mágica de Mirabeau y de Dantón, y llevado hasta el vértigo al son entusiasta de la Marsellesa.

Napoleón ha llevado a locas expediciones la bandera de Francia.

Desató la guerra contra la Rusia, llevó a ese campo a la Inglaterra y a la Turquía, y diezmado su ejército en la toma de un puesto avanzado de esa nación gigante, tornó a París dejando en peor estado la cuestión de la Sublime Puerta.

Emprendió la lucha contra la Austria, después de haber hecho subir al cadalso a Pierri y a Orsini, mártires de la Italia.

Estuvo próximo a caer prisionero en Solferino, y volvió en precipitada fuga a las Tullerías despreciado de su ejército y muerto para la gloria militar.

En la derrota de Austria por las invencibles armas de la Prusia, quiso dar un golpe de alta política reteniendo el Véneto, que soltó espantado al mandato altanero de Bismarck.

Su célebre expedición a México había hecho un fiasco solemne, Johnson trató a Napoleón como a un lacayo, ordenándole la retirada de su ejército.

Más le valiera al César de la Francia para honra de esa nación, que la majestad de Napoleón III hubiera aceptado una guerra con los Estados Unidos, para que al menos pudiera decir como Francisco I en la catástrofe de Pavia: «Todo se ha perdido menos el honor

En la cuestión de México nada ha quedado por perderse.

VI

En aquellos momentos Napoleón III pasaba mucho de angustia y vergüenza al hallarse en presencia de Carlota de Austria.

La princesa imponía con su desgracia a aquel hombre que siempre había vacilado en las horas de crisis y cuando la revolución amenazaba devorarse el trono.

—Señora, decía Luis Bonaparte, ¿qué espíritu puede prever las vicisitudes humanas? Hace tres años, en este mismo recinto, hablábamos del porvenir lleno de esperanzas; hoy nos reunimos por la última vez para seguir cada uno el camino que le depara la Providencia. A pesar de todo, creo que no estará descontenta V. M. de la nación francesa.

—V. M., dijo un tanto alterada la emperatriz, nos abandona en la hora suprema; la nación francesa está acaso más comprometida que nuestra personalidad.

—El pueblo francés ha hecho cuanto ha estado en su esfuerzo, ha derramado su sangre en los campos de América, sin otro interés que el de la civilización.

—Permítame V. M. decirle, que mi augusto esposo fue propuesto polla Francia, que asumió desde entonces toda la responsabilidad de sostener el imperio hasta su establecimiento.

—La Francia confiaba en que durante la ocupación, el gobierno de V. M. levantaría un ejército respetable y tendría arreglada la hacienda nacional para las emergencias que debían presentarse al regreso de nuestra bandera.

—El mariscal Bazaine, siempre hostil, se ha opuesto a la formación de ese ejército, lo ha desarmado dando un rudo golpe a su prestigio; nada podemos hacer en estos momentos.

—Seguramente que el señor mariscal se ha separado en esto de las instrucciones del gobierno.

—V. M. sabe que nos deja entregados a la hoguera de la revolución que crece y se ensancha cada día.

—Las complicaciones diplomáticas vienen en mala hora a poner a la Francia en la imposibilidad de seguir en esta liga. V. M. comprenderá que amenazada la paz de Europa, es decir, rota e interrumpida, la Francia necesita concentrar su ejército todo para los eventos de una próxima guerra. Además, que nuestro ejército ha prolongado un año más su permanencia en América contra el tenor de las últimas estipulaciones, las cuales no ha sido posible cumplir, porque el tesoro francés ha seguido haciendo todos los gastos.

—El dinero del empréstito ha entrado en las arcas de la Francia, dijo Carlota enrojeciéndosele el rostro.

—Los gastos de la guerra, prosiguió impasible Luis Napoleón, debían cubrirse de antemano y aun nos queda un saldo que espero lo cerrarán los productos de las aduanas.

Carlota pasó su mano por su limpia frente.

—Estoy tranquilo en mi conciencia, he caminado con paso firme a pesar de esa tormenta que se ha levantado en las cámaras y del disgusto que existe en el mismo seno del gabinete; nada me ha detenido, nada.

—¡Pero nuestra situación es horrible!, dijo la emperatriz.

—Yo la deploro más que V. M.

—Señor, en nombre del cielo, yo os conjuro a que no nos abandonéis.

—Si yo pudiera ceder, respondió agitado Luis Napoleón, a mis simpatías, desafiaría al porvenir; pero el pueblo francés no halla objeto en América, este pueblo es ambicioso de gloria y allí no ha encontrado sino simpatías, no hay un agravio que ponerle delante para despertar su entusiasmo ni decidirlo a derramar su sangre; por el contrario, él está contrariado y la guerra es impopular.

—Todo eso existía antes de emprender la expedición, observó Carlota.

—Es cierto; pero yo creía al mismo tiempo que con un imperio en México podríamos neutralizar esa fuerza que se desarrolla por momentos en los Estados Unidos, aproveché precisamente la hora de su conflicto, y confieso a V. M., que como todos los hombres de Estado de Europa, he sufrido un desengaño.

—Nosotros somos las víctimas de esa equivocación.

—Perdone V. M., yo creo que el pueblo mexicano que os respeta y os ama, sostendrá a sus soberanos cumpliendo con el más sagrado de sus deberes.

—Dejad vuestro ejército dos años más.

—Me es imposible.

—Aplazad el pago de la deuda.

—En la cámara se me acusa de inacción y despilfarro.

—Permitid que se alisten en nuestras banderas los soldados cumplidos de vuestro ejército.

—Son libres perdiendo su calidad de ciudadanos franceses.

—¡Nada!, exclamó Carlota de Austria.

—V. M. está al alcance de la situación, yo no debo encarecerla.

—¡Pero esto es una ingratitud horrible!

—V. M. me trata con injusticia, V. M. que ha sido testigo de cuanto ha pasado en este negocio, sabrá apreciar mis sentimientos y los del pueblo francés.

—Hablemos claro, dijo Carlota, levantando un tanto la voz: V. M. no quiere comprometerse con los Estados Unidos.

—Pudiera ser, ¿y si V. M. estuviese en el trono de la Francia no obraría con identidad en este caso?

—Yo nunca pospondría mi honor en una cuestión diplomática.

Enrojecióse el semblante de Napoleón III, nunca había oído expresiones tan ofensivas, ni creía que nadie pudiera pronunciarlas en su presencia.

—Acaso, dijo la emperatriz serenándose, haya dicho algo inconveniente, yo pido mis excusas a V. M.

Napoleón comprendió que la angustia extraviaba a la infeliz archiduquesa.

—Aún es tiempo, si la revolución es tan terrible, de que V. M. y su augusto esposo dejen aquel país condenado a la anarquía y a la disolución.

—¡Nunca!, gritó la emperatriz. V. M. comprende el ridículo espantoso que nos amenaza con un paso tan inconveniente: nosotros arrostraremos todo antes que ceder el terreno a nuestros enemigos.

—Quédame el consuelo de haber cumplido con un deber al permitirme dar un consejo a V. M. Yo también estoy afectado profundamente en esta crisis imposible de resolver; pero la voluntad de la Francia es el norte de mis acciones; más tarde…

Aquella frialdad ante ese abismo en que se derrumbaba un trono levantado por su misma mano; aquella serenidad ante el cadalso de la derrota y en presencia dé la víctima, despertó en el cerebro de Carlota uno de esos vértigos que la acometían cuando la contrariedad desataba las tempestades en el mar agitado de su pecho.

—La calma de V. M. me revela que no debemos alimentar esperanza alguna, la Francia desata sus compromisos, nos abandona, deserta a la hora del peligro.

Napoleón comprendió que pasaba algo en el cerebro de la joven y trató de calmarla.

—V. M. es injusta, dijo el César, voy a abrir las puertas de mi corazón y a franquearle mis secretos.

—Ya escucho a V. M.

—La Europa me acecha, se arma a toda prisa, y la Santa Alianza puede reanudarse impulsada por el odio que abriga contra la Francia. Yo sé combatir, pero desconfío del éxito. V. M. conoce la humillación por la que me ha hecho pasar Federico Guillermo en la cuestión de la Lombardía.

—Es cierto, dijo tristemente la emperatriz.

—¡La bandera de la Francia nunca ha retrocedido; si cayeron en Waterloo heridas las águilas imperiales, yo las he tornado a levantar y las he conducido victoriosas en Rusia, en Italia, en Austria, en América y en China!

—¡Es verdad!, ¡es verdad!

—Carlota de Austria, prosiguió exaltado Luis Napoleón, la hora de la decadencia ha llegado, la tempestad amenaza la existencia de la Francia!… Los Estados Unidos me espantan, yo he viajado proscrito por aquel país de gigantes; quise en mal hora ayudar a la confederación para borrar el nec pluribus unum de la frente de esa nación. ¡Conozco que he delirado, pero el delirio ha sido sangriento y espantoso!… ¡Perdón, señora!, yo os he arrojado a esas apartadas regiones de América, y ahora soy impotente para salvaros! ¡Obedezco a un destino irresistible, volved el rostro a los puntos todos del globo: enemistad, rencores, odiosidades, promesas de venganza, y todo, y todo, contra mí, todo contra Napoleón III!

Luis Napoleón tenía la mirada torva y un temblor agitaba todos sus miembros.

—¡Sí, prosiguió poseído de amargura, se cree que yo decido los destinos de la Europa, y soy el monarca más desgraciado. Arrastrado por la Inglaterra y por la España que entró incautamente en la Convención de Londres, tomé a mi cargo la cuestión de México, para sufrir solo también la derrota y el ridículo!… La cámara me acusa, el pueblo me maldice y el ejército sufre en silencio al ver diezmados a sus compañeros bajo la bandera de la Francia, que defiende una causa extraña y antipática para él.

La archiduquesa veía humillado a aquel hombre, comprendía lo terrible de su situación y lo compadecía.

—Pondré, continuó el emperador, algunos obstáculos para la retirada del ejército, probaré si faltando al primer plazo, encuentro tolerancia en los Estados Unidos; y en ese tiempo leventad un ejército, alistad cuanto extranjero llegue a las playas mexicanas: yo protegeré la inmigración, alargaré los plazos de la deuda y haré cuanto esté a mi arbitrio para aliviar a V. M. del peligro que amenaza a la monarquía.

—Las clases todas de aquella sociedad están rebeladas.

—Le quedan al gobierno de V. M. dos caminos; o la derogación de esas leyes de reforma y aceptar en un todo la política reaccionaria, o marchar a Roma en pos del concordato, acaso Su Santidad acceda a la petición de V. M.

—Iré a Roma, aún nos queda tiempo de qué disponer; pero los recursos escasean de día en día.

—Ya que jugáis en esta empresa todo el porvenir de V. M., pedid al conde de Flandes vuestro patrimonio; cinco millones de pesos pueden salvar a V. M. de la crisis que amenaza el imperio.

—Avisaré a mi hermano que esté en Roma a mi llegada.

—Señora, el cielo os guíe.

—Ruegue V. M. por el éxito de mis negociaciones.

Levantóse la infortunada archiduquesa y tendió la mano a Napoleón III, que la besó respetuosamente.

VII

Al día siguiente la emperatriz de México abandonaba la capital de Francia, después de su última entrevista con el emperador.

La pequeña comitiva que la acompañaba no pudo menos de recordar en silencio, todo aquel esplendor y atavío que la corte de Francia había desplegado cuando los archiduques iban de viaje para la América.

¡Contraste singular!

¡Entonces todas eran esperanzas, ilusiones, sueños, porvenir coronado de flores, horizontes sonrosados!…

¡El astro del imperio caminaba a su ocaso y todo aquel cuadro halagüeño se envolvía en las sombras de una noche eterna!

VIII

El 21 de agosto abandonó París la archiduquesa y se alejó en dirección a Miramar.

He aquí los telegramas que determinaron su tránsito hasta Venecia.


Milán 26.

La emperatriz de México llegó a esta ciudad. El prefecto y el alcalde salieron a cumplimentarla a la estación del ferrocarril.

Padua 29.

La emperatriz ha sido recibida en la estación férrea de Vicenza por el príncipe Humberto y las autoridades del país.

Aquí el rey de Italia fue a esperar a S. M. a la estación, donde le presentó a los generales y principales autoridades.

La emperatriz ha continuado su viaje a Miramar.

Dícese que piensa pasar a Roma con el objeto de tratar con el gobierno pontificio sobre algunos puntos del Concordato Mexicano.
 

IX

A consecuencia de la guerra de Italia algunos puentes del camino de hierro habían sido destruidos, lo que impidió seguir su viaje por tierra a la emperatriz.

Tomó pasaje en el Neptuno, y al avistarse en el puerto de Trieste fue saludada por la escuadra vencedora de Lissa.

El rey de Italia y el emperador de Austria habían rendido un homenaje de galantería a la joven archiduquesa.

¡Carlota había pasado entre los dos beligerantes como una nave empavesada entre los escollos!

XV. La ciudad eterna

I

¡Allí está la señora del mundo! ¡La hija mimada de Júpiter Capitalino! ¡La ciudad de los Césares y los Pontífices!

¡Allí está con sus monumentos sublimes, recuerdos palpitantes de su grandeza y poderío!

La fe del cristianismo evocaba desde las Catacumbas, la hora solemne en que el signo de la redención humana viniese a tomar asiento sobre el cadalso de los mártires de la religión.

Sobre aquella colina donde se pronunciaban los sacerdotes de los antiguos latinos, inspirados por el dios llamado Vaticanus, hoy se alza el palacio monumental dei primado de la Iglesia católica, la Iglesia de San Pedro!

Las colinas están abandonadas, excepto las pendientes del Capitalino y el Quirinal.

El Palatino, cuna de la Roma antigua, el Esquilino, el Aventino, el Viminal y el Celio, apenas sostienen casas de campo y jardines donde el viajero no percibe un solo vestigio de esa magnificencia envuelta entre las ruinas y el polvo de los siglos.

II

La Roma moderna se extiende a los lados del Tíber, rodeada a la derecha por la muralla de Honorio, y a la izquierda por la de los Pontífices de los siglos decimoquinto y decimosexto.

Aquellos muros sirvieron de trincheras durante muchos días a los voluntarios de Garibaldi en 1848.

El foco de la población se ha concentrado en la planicie llamada el Campo de Marcio, en los tiempos de la República.

Sobre aquella vieja sillería, se ostentó Mazzini, el agitador de la Italia, con la bandera republicana.

Roma es la urna de los grandes recuerdos y la tumba de cuanto grande ha encerrado el universo.

Sobre los cimientos del templo de Júpiter, en el monte Capitolino, se levanta el nuevo Capitolio.

Los héroes llevaban allí sus laureles y depositaban sus trofeos.

En la continuación al Capitolio, frente al Palatino, está la Roca Tarpeya.

El Capitolio moderno cuenta mil setecientas piezas cuya descripción ocuparía volúmenes.

Después de ese regio alcázar, sigue el palacio de San Marcos, que perteneció a la república de Venecía.

De Venecia se va al Quirinal, que está el Monte-Caballo, y pasando por el antiguo Forum Trajani, se ve la célebre columna erigida por el senado en honor de este emperador.

La plaza del Monte-Caballo es notable por los dos caballos de mármol que tienen dos hombres por las riendas; en los pedestales se lee «opus Fidias», «opus Praxiteles».

Estos caballos son los que dan ahora el nombre a la montaña donde estaban los baños de Constantino.

El arco de este emperador y el de Tito, están descubiertos, mientras que el de Septimio Severo está sepultado tres o cuatro varas bajo el nivel de la Vía Sacra.

III

El Vaticano, ese grandioso edificio, a cuyo costado se apoya la catedral de San Pedro, debe su primera piedra al papa Gimaco; sus sucesores, y principalmente Sixto V, han emprendido obras que guarda el arte entre sus tesoros.

Cerca del Vaticano y contiguo a San Pedro, está el hospital del Espíritu Santo.

De aquí se pasa a San Onofre, donde está la tumba del Tasso.

La biblioteca pasa por una de las maravillas del mundo.

El papa Nicolás V, fundó una biblioteca en Roma, compuesta de seis mil Volúmenes.

La biblioteca fue dispersada en tiempo de Calixto III, y restaurada por Sixto IV, Clemente VII y León X.

Después el ejército de Carlos V la destruyó bajo las órdenes del condestable de Borbón y de Filiberto, príncipe de Orange, que saquearon Roma en el pontificado de Sixto V.

Martín V la trasladó al Vaticano.

La biblioteca contiene un gran número de obras raras y antiguas.

Hay dos copias de Virgilio que tienen más de mil años: están escritas sobre pergaminos, así como una copia de Terencio, hecha en el tiempo de Alejandro Severo y por su orden.

Allí se ven también las actas de los apóstoles en letras de oro.

Este libro tenía una cubierta de oro adornada de piedras preciosas, fue un regalo de la reina de Chipre al pontífice Alejandro VI; pero los soldados de Carlos V arrancaron esa cubierta menos valiosa que el manuscrito.

Hay una Biblia griega, muy antigua; los Sonetos del Petrarca, escritos con su propia mano.

Las obras de Santo Tomás de Aquino, traducidas al griego por Demetrio Sidonio de Tesalónica, y una gran cantidad de manuscritos rabínicos.

IV

El Vaticano posee en pinturas y cuadros al fresco, cuanto de maravilloso ha inventado el genio humano.

La sala de audiencia para los embajadores, está pintada por Perrin dei Vagu.

En esta misma sala se ven con sorpresa cuadros de la espantosa carnicería de San Barthelemy.

En el palacio de los emperadores romanos, dice un escritor; jamás se puso ningún cuadro de las proscripciones del triunvirato.

La capilla Sixtina está decorada con el «Juicio final» por Miguel Ángel.

La capilla Paulina ofrece entre otras obras de este gran maestro la Crucifixión de San Pedro y la Conversión de San Pablo.

Los frisos y la bóveda, son del pincel de Zúchero.

La batalla de Constantino por Julio Romano.

La historia de Atila de Rafael y su Transfiguración, que pasa por el primer cuadro del mundo.

V

La Ciudad Eterna, asiento y pedestal donde descansa esa inmortal figura del pontífice, cuya grandeza han contemplado diez siglos a la luz esplendorosa del cristianismo, es todo un altar al Todopoderoso, donde se quema perpetuamente la mirra y el incienso, y donde arden perennes las lámparas de la adoración y el culto católico.

Cuatrocientos templos levantan al cielo el eco sonoro de sus campanas saludando al Creador del Universo.

Cuando el poder temporal, ese padrón del orgullo humano se haya arrancado de la tierra de los pontífices como el símbolo profano delante de la augusta majestad del cristianismo, entonces no habrá una sombra en ese cuadro sublime, punto de intersección entre el hombre y el Hacedor, primer celaje de la bienaventuranza en el cielo sombrío de la existencia…

VI

Pío IX a su exaltación al pontificado, adoptó una política liberal desconocida hasta entonces en los fastos de esa larga historia, escrita y trasmitida por sus antecesores.

La revolución se inició desde luego, y hubiera absorbido al gobierno pontificio, si éste no hubiera cambiado repentinamente de rumbo antes de estrellarse con la nave de San Pedro en esos escollos terribles del levantamiento de la Italia.

La revolución de 48, anunciada con el asesinato de Pellegrino Rossi en el Quirinal, hizo salir fugitivo a Pío IX, hasta volver bajo la bandera francesa, empapando sus plantas en ese torrente de sangre vertida en las barricadas por los defensores del Papa rey.

El pontífice dejó el Quirinal y mudó su habitación al Vaticano, donde ha permanecido veintiún años, firme y sereno ante la tempestad revolucionaria que azota como un mar embravecido, los cimientos de ese solio levantado por Constantino.

VII

Pío IX es la sombra de sus antecesores; todo el poder de diez y ocho siglos se ha perdido en el decimonono.

Las Romanías han vuelto a la Italia, y el Primado de la Iglesia yace a la merced de esas naciones que tuvo un día sumisas a sus plantas, y de esos reyes que descalzos esperaban su absolución en las antesalas de su palacio.

Napoleón I fue el asesino de Pío VII.

Napoleón III declara que jamás consentirá en que la Italia recobre su antigua capital.

Garibaldi, que es el pensamiento de la unidad, y el digno antagonista de ese coloso cuyo pedestal comienza a gastarse al soplo omnipotente del espíritu de un siglo y una civilización, declara ante el mundo que la patria de Rómulo renacerá a la luz de sus libertades, y que las águilas romanas tornarán a cernir sus alas sobre las cúpulas del Júpiter Capitolino.

El tiempo avanza en su marcha imperturbable.

El pontificado aborda un duelo a muerte.

La revolución pasará como el simoun por la Ciudad Eterna, tomará asiento en el Vaticano; pero quedará intacta y lucirá con más brillo en el día de la catástrofe, esa luz purísima que da de lleno sobre el mundo cristiano; porque el astro del Evangelio, al través de las vicisitudes humanas, arderá como la zarza de Moisés, sin consumirse.

XVI. La última luz

I

La emperatriz de México llegó a Roma por el 24 de septiembre, alojándose en uno de los hoteles más suntuosos de la ciudad.

El conde de Flandes esperaba con impaciencia a su hermana. Sabía lo que se pasaba entre Europa y los Estados Unidos, y comprendía las dificultades que surgían en el imperio mexicano con el abandono del Austria y de la Francia.

El 27 de septiembre, el joven hijo del rey Leopoldo estrechaba en sus brazos a la archiduquesa Carlota, que al verle aún con el luto de su padre se deshizo en un torrente de lágrimas.

¿Quién no conoce todo el pesar que se renueva en nuestro corazón a la vista de un hermano, cuando se ha perdido alguno de esos seres que han sido nuestro cariño en los días bellísimos de la infancia?

¡Pobre Carlota!, había sido la hija mimada del rey Leopoldo.

El infeliz anciano, con esa doble vista que había adquirido en la práctica de los negocios públicos, comprendió todo el riesgo de la empresa monárquica en América, y sufría espantosamente al ver lanzada a su tierna y querida hija en ese océano de vicisitudes.

—Cálmate, hermana mía; hay desgracias que por ser irremediables el cielo se cuida de darnos el consuelo que no podemos encontrar sobre la Tierra, decía el conde de Flandes enjugando las lágrimas de Carlota.

—Me falta esa sombra bienhechora en los momentos supremos de mi existencia: su voz era la verdad y sus consejos la sabiduría.

—Su espíritu vela por ti, Carlota.

—¡Hermano, soy muy desgraciada!

—Es verdad, es verdad, repetía el joven.

—Tú no sabes cuánto he sufrido desde que mi planta tocó las playas mexicanas.

—He visto las universales simpatías con que acogieron vuestro advenimiento al trono.

—Conde de Flandes, tú ignoras la realidad.

Llevóse la archiduquesa las manos a la frente, acarició su cabello, y continuó con esa exaltación que le era peculiar:

—Napoleón III nos ha llevado a las regiones americanas como el instrumento ciego de su política; allí se nos ha proclamado por su mandato y sin abrigar simpatías por nuestras personas; nuestro nombre no era conocido, y veníamos en las tenebrosas alas de esa revolución conquistadora. El pueblo, por ese instinto de independencia y de odio al extranjero, nos rechazaba, cedía a la fuerza de las armas y a las instigaciones de un puñado de hombres, declarados en minoría por el sentimiento nacional.

—Es cierto, Carlota.

—Al desembarcar en Veracruz, cuando creía encontrar entusiasmo y abnegación, hallé frialdad y antipatía; en vano la pompa oficial se desplegó con toda magnificencia, y la multitud se agolpaba al muelle y a las plazas saludándonos; todos iban impulsados por la curiosidad; yo no me he hecho ilusiones un solo instante. Mis lágrimas comenzaron a correr desde aquel aciago día.

—Pero vuestra conducta os ha conquistado adeptos de mucha importancia.

—Hombres sin popularidad, ceros políticos, hombres nulos en la sociedad, llenos de ideas rancias hasta la barbarie, fanáticos y sectarios de un catolicismo ultramontano. ¡La sociedad mexicana los rechaza como los últimos adoradores del dios Pasado y del ídolo del retroceso!

—Se nos decía aquí hasta el cansancio que lo más distinguido de ese país estaba del lado del imperio.

—Parte de esa sociedad nos acompaña; pero no es el partido del adelanto, de la revolución, de las armas; son los timoratos que vivirán hasta el último día en nuestros salones; pero que jamás levantarán el brazo para evitar el golpe. He hecho llamar a dos hombres que se han distinguido por su audacia, ellos estarán al frente del ejército en su postrera lucha, en ese duelo que vamos a librar, toda vez que la Francia nos abandona.

—Hermana, tú vienes de Saint-Cloud; ¿qué te ha dicho el emperador?

—Napoleón III es un miserable; se lamenta como una mujer, y tiembla ante las amenazas de Johnson y de Bismarck; se declara impotente, vencido, humillado enmedio de ese pueblo que se jacta de poseer el secreto de la victoria.

—¿No obtuviste nada en las negociaciones?

—Nada. El convencimiento de que la Francia retirará su bandera del imperio mexicano.

—¡Esto es horrible, Carlota!… tú no debías haber fiado nunca de la palabra de un Bonaparte; a esa rama funesta de usurpadores la ha distinguido la audacia y la traición.

—Es verdad, pero yo no desconfiaba; al saber sus planes respecto a los Estados Unidos, Napoleón asestaba sus tiros a la Unión, nosotros éramos el instrumento… el coloso resistió el choque y Laocoonte ahogó las serpientes.

—¿Y qué hacer en esta situación?

—Todo se reduce, dijo la archiduquesa después de un momento de reflexión, a tener los fondos necesarios para la compra de armamento y pertrechos; que en América se levanta un ejército en veinticuatro horas, como lo han probado los republicanos cien veces.

—¿Vuestro tesoro está agotado?

—Completamente: tú sabes que la casa de Austria después de su catástrofe, no dará un solo florín a Maximiliano.

—Tiene José II una deuda horrible, comprometida en los convenios de Praga.

—Pues bien: yo tengo cinco millones de pesos de mi herencia, ellos me bastan para salir de esta situación; después que haya arrancado una concesión al Santo Padre, marcharé a Bruselas, recogeré esa suma y partiré para América.

—Hermana, es un sueño, una quimera tu pensamiento.

—Puedo equivocarme, pero al hundirme para siempre, lo haré con mi fortuna.

—Tú ignoras aún que en el testamento de nuestro padre se ordena a los albaceas que esa cantidad te sea entregada siempre que no sirva para sostener el imperio mexicano.

—¡No, no puede ser!

—Hay prohibición de que tu esposo entre en posesión de tu herencia.

—Eso es coartar mi voluntad, eso es desheredarme.

—Nuestro padre ha cuidado de tu porvenir, veía claramente el derrumbe del imperio, y quiso reservarte esa fortuna para que vivieses tranquila en Europa.

—¡Conde de Flandes, la herencia me será entregada de grado o por fuerza!

—¿Y a qué tribunal llevarás a Leopoldo II?

—¿Luego mi hermano trata de imponer condiciones a la hija del rey?

—Es la Voluntad de nuestro padre.

—¡Eso no puede ser, eso es imposible a menos que no se quieran tornar los albaceas en detentadores de mis bienes!

—Tranquilízate, Carlota.

—¡Todas son contrariedades, la desgracia sigue mis pasos, estoy predestinada al infortunio!

—Un momento de calma, hermana mía.

—¡Señor conde, os declaro que esto no puede permanecer así, estoy desesperada, mi familia me roba, los mexicanos quieren asesinarme, mi servidumbre trata de envenenarme, todos conspiran contra mí!… ¡Dios mío!… ¡Dios mío!…

—Pero es horrible lo que dices, Carlota.

—¡Atrás, conde de Flandes!, no os conozco, yo no tengo más que enemigos, la traición y la muerte me rodean!

—Vuelve en ti, Carlota, decía emocionado aquel infeliz joven.

—¡Yo soy la emperatriz, gritó Carlota de Austria, haceos atrás! Aun tengo un ejército que me obedece; diez mil bayonetas y seis mil corceles puedo lanzar a mi acento; ¡atrás!… no, ¡perdón!, ¡perdón!… ¡no me asesinéis, soy una mujer!… ¡qué puedo haceros!, ¡débil, llorosa y en el abismo de la desgracia!

La princesa estaba trastornada; el conde de Flandes no quiso contradecirla; se limitó a cuidarla con una solicitud paternal.

Levantóse furiosa la princesa, sus ojos amenazaban escaparse de las órbitas, su cabello estaba desordenado y sus manos se crispaban con violencia.

—Leopoldo II, continuaba Carlota, figura raquítica y miserable a quien esconde la sombra de mi padre, te manchas con el crimen nefando del robo, al subir a ese trono usurpado a la honradez y la grandeza; ¡ah!, ¡miserable, yo escupiré a tu frente la historia de Leopoldo I!… ¡yo sé que en vano apelaré al pueblo belga; él permanecerá inmóvil ante la tumba del rey; creerá una profanación el hacer justicia con su hija!… yo no sé quién es ese hombre coronado!, no pertenece a mi familia; ¡si fuese mi hermano, me defendería de los puñales que me amenazan!

—Carlota, Carlota, hermana mía; murmuraba el conde de Flandes.

—Todos me impulsaron a aquel país de maldición; les inquietaba mi presencia, era necesario que yo no asistiese al lecho mortuorio de mi padre; ¡padre mío!, ¡padre mío!…

La joven emperatriz fue acometida de un vértigo terrible, y se desplomó como un sauce herido por un rayo.

Pasó la noche enmedio del delirio.

A la mañana siguiente, día 27 de septiembre de 1866, Carlota se hizo trasladar al Vaticano, después de obtener permiso del Santísimo Padre.

II

Pío IX esperaba la visita de Carlota de Austria, impaciente por conocer los graves motivos que llevaban a la princesa a las cortes europeas.

Sabía Su Santidad que el rey Leopoldo había impuesto en su disposición testamentaria, la prohibición de entregar la herencia en manos del archiduque Maximiliano.

El Pontífice estaba preocupado contra el emperador de México por haber sostenido las leyes de expropiación eclesiástica, y el cardenal Antonelli daba largas a la cuestión del Concordato.

La diputación mexicana había desesperado del éxito de su misión, y así lo había avisado a la corte de México.

Su Eminencia el ministro de Estado, leía a Su Santidad el tratado de Praga, que tenía suma importancia, atendido a que la Italia tomaba creces de una manera violenta, y esto traía inquieto al gobierno de la Ciudad Eterna.

—«El Austria consiente en la reunión del Véneto a la Italia. Las fronteras venecianas cedidas a la Italia, son las que servían de fronteras administrativas bajo la dominación austriaca.»

—Muchas complicaciones va a traer a la Santa Sede ese consentimiento del Austria.

—Dios no abandona su Iglesia, dijo Pío IX; otras veces nos hemos sentido más vivamente conmovidos y la nave no ha zozobrado.

—Garibaldi, ese soñador revolucionario, tornará a levantar su estrujada bandera, y Mazzini lanzará sus proclamas incendiarias. La Italia sabe lo que tiene que esperar de esos hombres. No deben inquietarnos las blusas rojas; esos motines abortan o terminan una vez que toman forma, como en Aspromonte. Nuestra vista no debe separarse de ese hombre eminente cuya pluma puede con un solo rasgo cambiar los destinos de la Europa. El conde Bismark está orgulloso con sus fusiles de aguja: cierto es que el Austria debe tenerse por muerta en la cuestión del continente, la unificación de la Alemania está hecha y podía ponerse como una adición o complemento al tratado de Praga.

—Son las diez, observó Pío IX, hora en que Su Eminencia señaló para la recepción de la emperatriz Carlota.

—¡Ah!, dijo Antonelli, la emperatriz luterana.

Las palabras del ministro previnieron el ánimo del Pontífice.

El cardenal Antonelli saludó profundamente y salió del aposento, donde dejaba a aquel desgraciado Pontífice sobre quien decidía de una manera absoluta.

Antonelli ha sido el ministro que más tiempo ha durado en su bufete de Relaciones.

Su Eminencia tiene una gran capacidad; ha conjurado cien veces esa tormenta que ha amenazado absorberse a Roma.

Las lavas de esa revolución llegarán a trasformar la ciudad de los Pontífices, o a desaparecerla como las exhalaciones del Vesubio a Pompeya y Herculano.

Monseñor Antonelli ha tomado en sus redes al mismo hombre que despertó de su sueño a la Italia.

El que ayer triunfara en Montebello y Solferino, dejando a Roma bajo la espada de Damocles en el tratado de septiembre, hoy bate al ejército de Garibaldi en Monte Rotondo, y declara que jamás consentirá en la abdicación del poder temporal de los Pontífices.

¡Ese jamás de Napoleón III, es un padrón de ridículo, una frase sin sentido en la diplomacia, después de aquellas pomposas declaraciones de sus mensajes, en que a la faz del mundo prometía no retirar su ejército del territorio mexicano, hasta no dejar establecida la monarquía!

A la huida vergonzosa del ejército napoleónico, la Francia permaneció en silencio, mudo el cañón de los Inválidos, e inmóviles las lenguas de bronce de las altas torres de Nuestra Señora.

III

La emperatriz Carlota penetró en el salón de audiencia de Pío IX.

Saludó ceremoniosamente al Pontífice, sin besar el anillo de San Pedro. Pío IX se inmutó ligeramente, y fingió pasar desapercibida esa falta.

—Vengo, dijo la archiduquesa, a pedir a Su Santidad que resuelva esa cuestión que hace más de un año detiene en Roma a la comisión mexicana.

Abordar así una cuestión tan delicada, le pareció inusitado al Pontífice.

—V. M. comprenderá lo difícil que es en una audiencia la resolución que se pide a la Santa Sede.

—Es cierto, Santísimo Padre; pero nosotros debemos aquietar las conciencias, alarmadas por el clero mexicano.

Pío IX mostró extrañeza al oír un lenguaje tan distinto al que la emperatriz había usado cuando un año antes fuera a recibir la bendición apostólica.

—El clero mexicano, dijo el Papa, está sujeto a ciertas prescripciones, y no saldrá de ellas mientras la Santa Sede no lo disponga. No es el clero el que inquieta las conciencias; son los gobernantes que han puesto la mano sobre los libros sagrados, sin notar que las ponen sobre fuego.

—Su Santidad sabe que el gobierno republicano dio las leyes de expropiación, y de ellas depende la paz de México.

—La Santa Sede obrará como hasta hoy en las cuestiones eclesiásticas; no permitirá jamás que los bienes de la Iglesia pasen a manos profanas: no me refiero a los intereses que nosotros despreciamos por las prescripciones del Evangelio, sino al principio que norma nuestra conducta.

—Su Santidad comprende que es un hecho consumado.

—Lo es la toma de las Romanías, y la Santa Sede no declarará válida esa expropiación, ni ese atentado a los derechos de la Iglesia, cuya guarda nos está confiada.

—El Santísimo Padre me permitirá le refiera lo que pasa en las regiones de América.

—El pastor de aquella Iglesia me informa de continuo, pero V. M. puede decir el juicio que se haya formado del clero mexicano.

—Su Santidad ignora que la clase que forma la clerecía de aquel país está formada de la parte más ignorante de la sociedad, sin escuela, sin educación, sin moral, llena de preocupaciones y de fanatismo. La anarquía la ha contagiado, y la Iglesia es el centro de las revoluciones reaccionarias. Parte muy considerable de sus caudales los ha gastado en corromper a los pueblos y excitarlos a la guerra; se ha anegado en sangre y concluido por comprometer altamente sus intereses, avanzando esa época que había de llegar al fin de la proclamación de la tolerancia, y la expropiación de los bienes eclesiásticos.

Ese clero, Santísimo Padre, ha desprestigiado sus instituciones, se ha perdido en la opinión del pueblo, y de los mismos fanáticos ha salido como un clamor la palabra reforma.

Alteróse visiblemente el semblante de Pío IX.

La emperatriz continuó con esa exaltación propia de un fanático que juzga a una secta contraria.

—Los gobiernos liberales te han dado el golpe de gracia al clero, le han arrebatado sus armas al cargar con los tesoros acumulados desde el tiempo de la conquista. Entonces ha vuelto su mirada hacia la Santa Sede pidiéndole sus anatemas para emprender una nueva lucha, inquietando sus conciencias y desatando esas revoluciones, que en otros tiempos produjeron un San Barthelemy. Los intereses han pasado a manos de la sociedad laica en el botín de la nacionalización, y se necesitan cien revoluciones para la devolución de ese patrimonio dilapidado en los campos de la política y de los motines.

Tal es la situación que hemos encontrado a nuestro advenimiento al trono. Hemos examinado los pasos todos de la cuestión, y la hemos enviado a Roma proponiendo una solución que dejará satisfecho al clero y a los que han adquirido por esa ley de manos muertas.

—Su Eminencia el cardenal se ocupa de ese negocio.

—Aquel orden, continuó la emperatriz, no puede subsistir por más tiempo; aquel clero debe desaparecer para reemplazarle por otro más ilustrado; la reforma, Santísimo Padre, acabará por completar su obra, y nosotros tendremos que impulsarla.

—V. M. conoce lo que le cuesta al mundo esa idea; los enemigos de la Iglesia la llevan en su bandera, se combate a su sombra el catolicismo, se le quiere aniquilar, reducir a cenizas ese edificio levantado por Jesucristo y sostenido por el pueblo cristiano. Ya que no se puede negar la existencia del Divino Maestro, ni borrar de la historia esas páginas santas y gloriosas de su tránsito por la Tierra, ni el sacrificio de la Redención, se van al lado vulnerable, se van en brazos de la fragilidad humana, para sacar de ella ejemplos contra las instituciones, y como si significaran algo las faltas de nosotros, seres miserables y llenos de crímenes, sujetos a una naturaleza viciosa, que se arrastra en ese camino del extravío humano; nosotros, orugas de la tierra que cruzamos entre el polvo que más tarde es nuestra tumba; ¿qué tenemos de común con el poder de Dios que alcanza al universo?… ¿Quiénes somos nosotros para poner la mano donde está el dedo de Dios?… ¡El delirio humano nos arroja por una senda tortuosa, oscura, en la que necesitamos la luz del cielo para ver, y la inspiración del Hacedor para detenernos ante ese abismo que se abre a nuestras plantas!

¡Puede el hombre en ese albedrío concedido a sus facultades, rebelarse, desconocer la Omnipotencia, derribar los altares, alzar falsos dioses, quemar el incienso y la mirra de la profanación, apoderarse de esos mezquinos bienes terrenales, encenagarse en esas miserias; que llegará un día en que despierte a la luz de la justicia, y entonces doblará la frente y confesará trémulo sus delitos, buscando la absolución de la Tierra para abrirse las puertas del cielo!

—Pero yo no le hablo a S. S. de una reforma religiosa, sino puramente de disciplina.

—Así empezaron esos relapsos de Calvino y Martín Lutero.

La orgullosa protestante se sintió herida en su sentimiento religioso, y sin poderse contener se alzó de su asiento y dijo con tono concentrado:

—Martín Lutero era el hombre de la abnegación, el verdadero apóstol de Jesucristo, el nuncio de la fe y de la verdad, el sabio reformador rebelado contra esa corrupción del lujo del catolicismo: ¡Lutero proscribió las imágenes y alzó en los templos solo y único, el símbolo de la Redención!

—¡Dios mío!, dijo el Pontífice, ¡estas palabras en el recinto del primado de la Iglesia católica! ¡El sucesor de San Pedro, insultado por un labio protestante! ¡Dios mío! ¡Dios mío!, ¡ten compasión de los extraviados; no desates tu cólera; aplaca tu ira; retira de la frente de esta mujer el rayo sacrosanto de tu cólera; no hieras esta juventud que aún puede volver al arrepentimiento!

La emperatriz comenzó a temblar horriblemente, sus ojos se desencajaron, y cediendo a un vértigo doloroso cayó trémula a los pies del Pontífice Romano.

Pío IX puso sus manos sobre aquella cabeza soberana, y levantando su faz al cielo, dijo con voz conmovida:

—Señor, aparta el estigma de esta frente donde comienzan a aparecer las sombras de la desgracia, esa amenaza de muerte de un pueblo que se siente oprimido; vuelve a esta desgraciada princesa a la senda sacrosanta del catolicismo, donde puede hallar el consuelo a las inquietudes que la devoran.

Carlota de Austria besó respetuosamente la mano de Pío IX, y después de derramar sus lágrimas, abandonó el Vaticano, atravesando violentamente entre la guardia suiza, que le hizo los honores de su rango.

IV

Había pasado una hora cuando se abrieron con estrépito las dos puertas del aposento de Pío IX, y entró súbitamente una mujer… ¡era Carlota!

Era la emperatriz Carlota, presa de los remordimientos y acosada de los terribles fantasmas de su sueño;

Pálida, desgreñada, rasgados los vestidos, la boca espumante, la mirada extraviada, las manos trémulas, los pasos inseguros… ¡la razón perdida!…

—¡Me siguen! ¡Me asesinan! ¡Defendedme!… ¡La traición me rodea!… ¡mirad!… en esa agua purísima hay un filtro que da instantáneamente la muerte. ¡Mis perseguidores han derramado el oro entre la servidumbre, todos me acechan, ocultan el puñal y quieren derramar mi sangre! ¡Santísimo padre, rogad por mí!… ¡rogad por mí!…

Quedóse un momento en silencio para proseguir en su delirio.

—¡Entre las manos delicadas de esas mujeres está el tósigo que abre las puertas de la tumba!… ¡No os acerquéis!… ¡dejadme!… ¡dejadme!… ¡Oíd, esas campanas están tocando a muerto… son los patriotas mexicanos que suben al cadalso!… ¡estoy manchada por las olas de este torrente que cruza por las gradas del trono!… ¡Mirad, entre el vapor se dibujan los horribles fantasmas!… ¡los asesinados piden misericordia!… ¡No, no hay compasión, morid en el cadalso; vuestra existencia es el precio de mi exaltación al trono mexicano!… ¡Ya se acercan, me amenazan, Santísimo Padre, dadme vuestros conjuros, prestadme vuestros anatemas!… ¡yo me muero!… ¡compadecedme!… ¡compadecedme!…

La desgraciada princesa cayó en el suelo sin sentido.

Pío IX ordenó que se la alojase en el Vaticano, y se trasportó al Quirinal llena de una emoción profunda.

V

¡Media hora después las campanas de San Pedro de Roma, levantaban al cielo los toques solemnes de rogativa, pidiendo al mundo católico con sus majestuosos clamores, que rogase por Carlota de Austria, emperatriz de México, a quien la Justicia Divina había arrebatado el juicio para siempre!

Parte cuarta. Un hombre por una nacionalidad

I. La última palabra

I

La noticia de la locura de Carlota cayó como un rayo en la corte de México.

Maximiliano se abatió profundamente, su primer pensamiento fue el de volver a Europa y de abandonar el suelo mexicano donde había comenzado a eclipsarse ese fuego fatuo de la fortuna.

El infeliz archiduque quedaba solo en el mundo a la merced de sus enemigos.

Los hombres y la fortuna lo abandonaban.

Aquel espíritu otras veces tranquilo, perdió su serenidad habitual, y una vez en la senda del extravío, tenía que perderse.

En tan crítica situación llegó la noticia de que el general Castelnau, ayudante de campo del emperador Napoleón III, llegaba con instrucciones del gabinete de Saint-Cloud.

Aquellos despachos traían acaso los convenios celebrados con la emperatriz Carlota, y que no pudieron terminarse a causa de la desgracia acaecida a la infeliz hija del rey Leopoldo.

Maximiliano se trasladó a Orizaba, y los periódicos anunciaban que S. M. quería estar cerca de Veracruz para recibir con más prontitud las noticias europeas, porque se hallaba demasiado inquieto por la salud de su augusta esposa.

Lo cierto es que Maximiliano pensó seriamente en abandonar el territorio.

Alguna cosa trascendía el público de aquella confusión de determinaciones atropelladas, donde la prensa comenzó a balbucir algunas palabras acerca del próximo viaje del emperador.

Se sabía que el capitán del «Dándolo», que hacía un año permanecía como un gigante elevado en las rocas del golfo, había recibido orden de prepararse para recibir a bordo al ilustre viajero.

La prensa francesa, que veía por el suelo el trono de Maximiliano, comenzó a propagar noticias alarmantes; viró, como dicen los marineros, al cambiarse la aguja de la fortuna, y comenzó a insultar a aquel hombre ante quien se había arrodillado a quemar el incienso de la adulación y de la bajeza.

¡Pobre Maximiliano!, ¡ayer le coronaban de flores, y le vitoreaban las tropas expedicionarias, y le cantaban himnos los escritores franceses, y al verlo abandonado, le maltrataban y ponían el INRI sobre aquel trono hecho pedazos.

Los franceses estaban en la plenitud de su carácter.

Algo les amargaba lo ridículo de su situación, ese bochorno que pasaba una bandera tan gloriosa.

La Francia afectaba estar en su derecho al retirar la expedición y procuraba hacerse creer que los Estados Unidos no habían influido en sus determinaciones.

Su careta era trasparente, y era difícil jugarla en ese carnaval sangriento.

II

Maximiliano se dispuso a recibir a Castelnau.

Cuando el alma ha entrado en tormenta de la desesperación, acepta una esperanza aunque sea lejana.

Deseaba saber la impresión que había causado la presencia de Carlota en las cortes europeas.

Llegó al fin ese momento terrible en que el ayudante de campo se encontrara en la presencia de Maximiliano.

Castelnau se manifestó arrogante ante la majestad caída del emperador.

El archiduque manifestaba en su semblante todo el dolor de sus sufrimientos.

Estaba profundamente triste, cubierto e impregnado de una melancolía intensa.

El enviado de Napoleón comprendió a primera vista la tempestad que sacudía el ánimo del desgraciado monarca.

Castelnau quedó un momento contemplando aquella fisonomía donde se trasparentaba una angustia profunda.

—S. E. el mariscal de campo puede tomar asiento.

—Agradezco a V. M. esa distinción.

—¿Se ha restablecido la salud de S. M. imperial Napoleón III?

—Así parece, señor, y su primer cuidado ha sido el de ocuparse de las graves cuestiones que tienen relación con el imperio mexicano.

—Yo fío en la Providencia, y mi confianza se apoya en las manifestaciones de simpatía del pueblo.

—Base insegura, en cuanto al cimiento popular, que es frágil como espuma.

—No puedo ocultar, señor general, el vivo deseo que tengo de saber las altas disposiciones de S. M. Napoleón III.

—Nada ocultaré a V. M. de cuanto ha pasado.

—Ya os escucho.

—Para evitar complicaciones con los Estados Unidos, como ha tenido honor el señor barón de Saillard de manifestar a V. M., la Francia retira las tropas expedicionarias. Se había convenido con el emperador de Austria que enviase un contingente de voluntarios, pero S. M. José II quiso a su vez contemporizar con la Unión Americana, y disolvió el cuerpo de ejército.

—Estoy al tanto, señor general, de ese acontecimiento.

—V. M. ve, que el nuevo proyecto de la Francia fracasó en su cuna. El último empréstito no ha podido cotizarse y se ha alzado una grita terrible contra el gobierno del emperador, pretendiendo que la Francia se haga cargo de satisfacer los dividendos del empréstito de París.

—Precisamente contaba el imperio con esa suma para liquidarse y poner en vía de pago las convenciones; pero vuestro gobierno tuvo a bien tomar la mayor parte por cuenta de su deuda, y esto desniveló por completo.

—V. M. me permitirá no contestar esos cargos, y ceñirme a la cuestión que tengo el honor de exponer a la corte de México.

—Continuad, señor general.

—Los Estados Unidos han pretendido que la Francia hiciese salir a S. M. del territorio de grado o por fuerza.

Enrojecióse el rostro de Maximiliano, sus dedos se crisparon terriblemente y su mirada se fijó tenazmente en la mirada audaz de Castelnau, que la sostuvo valientemente.

—La Francia, continuó el ayudante de campo, ha creído de su deber consultar ese punto con V. M.

—¿Y con qué derecho, dijo Maximiliano con voz concentrada de furor, se permitiría ningún soberano arrancarme de las gradas del trono?

Castelnau iba a responderle: «Con el mismo derecho que le asistía al traeros a estas regiones».

—Perdone V. M., yo no soy más que el mensajero de todo lo que tengo el honor de exponer a S. M.

—Acabemos, señor general, yo he sido insultado hasta el último grado por la Francia.

—S. M. Napoleón III piensa que V. M. debe abdicar, antes de llegar a un momento supremo.

—La abdicación, señor general, se hace en los instantes terribles de la revolución, se hace delante de la muerte, como Luis XVI; yo poseo todavía elementos de preponderancia que pueden sostenerme en el solio.

—V. M. comprenderá que la disyuntiva es terrible, la muerte o la abdicación; la Francia os aconseja el último extremo.

—Y yo no lo acepto, señor general, porque mi dignidad es lo primero.

—Señor, la dignidad de la Francia estaba comprometida, y una razón de Estado la hace aceptar una situación que no se registra en sus anales.

—Es verdad; pero los de mi raza son intransigentes.

—S. M. José II cediendo a otra razón de Estado, después de la catástrofe de Sadowa y la pérdida del Lombardo Véneto, ha disuelto el cuerpo de voluntarios.

Maximiliano movió la cabeza con impaciencia.

—Reflexione V. M. que su permanencia en México es ya imposible, que todos los sacrificios serían estériles, y que sólo se añadiría una página más de sangre a la historia infortunada de este país devorado por la anarquía.

—Moriré en mi puesto, señor general.

—La augusta emperatriz, abandonada en el recinto de Miramar, llamándoos de continuo, sería otra víctima inocente sacrificada en aras de una crisis desesperada.

Al recuerdo de Carlota volvió a nublarse el semblante del austriaco, sus ojos se humedecieron, y sin querer llevó las manos al corazón oprimido.

—Es verdad, dijo tristemente, todo lo que me rodea es espantoso.

—Señor, la Francia participa hondamente de vuestras penas.

—Pero es necesario de todo punto meditar esta cuestión, los Estados Unidos no traerán una sola bayoneta al territorio mexicano.

—S. M. me permitirá mostrarle todos los despachos que justifican la conducta de mi gobierno en este delicado asunto. La Francia no es dueña ya de su albedrío. Contra el tenor de los convenios celebrados con los Estados Unidos, las fuerzas no han comenzado a salir del territorio; la fecha del primer plazo se ha pasado, y ojalá que se pudiera aún revalidar esa convención.

—No os comprendo bien: haga S. E. el favor de ser más explícito.

—Lo seré si V. M. me lo permite. La Francia no ha cumplido, ésta es la palabra, lo pactado con la Unión Americana; esto ha motivado una nota terrible que en otras circunstancias se hubiera lavado con sangre; pero hoy… leedla, señor, y diga V. M. si Napoleón III no conserva una situación tan angustiosa como la de V. M.

El emperador tomó el pliego que le presentó Castelnau y leyó para sí la nota cuyos pasajes más interesantes copiamos a la letra:

«No podemos conformarnos (habla del cambio introducido en la retirada del cuerpo expedicionario), primero, porque las palabras primavera próxima, son demasiado vagas: segundo, porque la garantía que tenemos para la retirada del cuerpo expedicionario en la primavera, no es mejor que la que teníamos para la retirada de una parte en noviembre: tercero, porque contando con el consentimiento de Napoleón, al paso que deseábamos la retirada de las tropas francesas, hemos tomado medidas para cooperar con el gobierno de México a la pacificación del país, apresurando la plena restauración de la autoridad constitucional de ese gobierno. Entre esas medidas se encuentra la del envío a México de Mr. Campbell acompañado del general Sherman, para que conferencien con Juárez sobre un asunto que tanto interesa a los Estados Unidos y es de tan vital importancia para México.

»Nuestra política y las medidas tomadas en la inteligencia de que iba a empezar la desocupación, se pusieron aquí en conocimiento del gobierno del emperador.

»El emperador comprenderá que no podemos retirar a Mr. Campbell, ni modificar las instrucciones conforme a las cuales piensa tratar con el gobierno de México, y que el gobierno cuenta naturalmente con que no siga la ocupación extranjera y hostil. Diremos en consecuencia al gobierno del emperador, que el secretario del presidente espera que la evacuación de México se lleve a cabo de conformidad con el acuerdo vigente, y contando con ello informará a Mr. Campbell, según lo permita la complicación importuna que motiva esta nota. A las fuerzas militares de observación de los Estados Unidos, se les enviarán instrucciones para que en cualquier caso esperen órdenes del presidente. A todo esto se procede fiando en que el telégrafo o “La Mala” traerán una respuesta satisfactoria.

»Dará usted al gobierno francés seguridades de que los Estados Unidos al paso que procuran ayudar a México, no tienen más anhelo que el de mantener la paz y las buenas relaciones con Francia; y el presidente no se permite poner en duda que lo que se ha determinado en Francia en mala hora, se determinó por inadvertencia, sin pensar en los embarazos que han de suscitarse aquí después de transcurrido el período que se fijó primitivamente para la evacuación completa

—Este lenguaje, observó el ayudante de campo, es desconocido hasta ahora en el idioma de la diplomacia; está fuera de los límites hasta de la común galantería de las naciones.

Maximiliano no quería creer en lo que acababa de enterarse.

Le parecía increíble la audacia americana.

Las raíces todas de la esperanza se arrancaban dolorosamente de su corazón: no obstante, el paso terrible y bochornoso de la abdicación, pesaba fuertemente en su ánimo, y aquel hombre orgulloso vacilaba como un insensato, envuelto en la tempestad de las contradicciones.

Quedóse meditabundo, irresoluto, lleno de contrariedad, agitado como una débil barca entre las olas y el huracán.

—Señor, dijo Castelnau interrumpiendo aquel silencio desesperante, V. M. y la Francia pueden salvarse; manifieste el soberano que cediendo su puesto a la voluntad de un pueblo, lo deja en libertad para constituirse después de haber ensayado la pacificación por medios que han estado al alcance del poder y de acuerdo con la humanidad y la civilización: abdique V. M., y este paso dará motivo para la separación del ejército francés del territorio imperial.

Castelnau trataba ardientemente de salvar su bandera. Estaba en su derecho.

Hay cuestiones que una vez lanzadas en el mundo de la política, ya no pueden recogerse, y entonces es necesario resignarse a sufrir el juicio y la sentencia inexorable de los contemporáneos y de la historia.

—Comprendo, dijo el emperador, la angustia de la Francia, y lo penoso que le es continuar en este terreno verdaderamente resbaladizo. S. M. Napoleón III hubiera trastornado la Europa entera a una sola de estas palabras; pero la distancia y el deseo de conservar la paz, lo vuelven resignado: acaso esperaba que durante el tiempo de la desocupación, surgiesen algunos acontecimientos que lo hiciesen variar; pero desgraciadamente no ha sucedido así, y la resolución tiene que llevarse al cabo.

—V. M. comprende perfectamente lo que pasa.

—S. E. el general Castelnau, comprenderá también, repuso fríamente el emperador, que en este negocio es necesario que cada uno sufra la parte que le toca en la catástrofe, así como ha compartido el triunfo. La Francia pasa por las puertas del ridículo, yo paso por las de la muerte.

Castelnau se puso a la altura de la situación, comprendiendo que no había remedio alguno, que Maximiliano no se prestaría a la última farsa, y que a su vez dejaba a la Francia dentro del toro de Phalaris.

—Insisto por última vez, señor, en que el pensamiento de la abdicación es el único salvador.

—Y yo insisto para de una vez, en que permaneceré en el escaño del trono hasta ser arrojado por las olas revolucionarias.

—Señor, dijo Castelnau, ved lo que pasa en los confines del imperio: Guaymas y Mazatlán han sido desocupadas por las tropas francesas, y ya están en poder de la República.

—Estoy al tanto, señor general, de esos sucesos, y tengo despachos que me anuncian que Juárez ha sido recibido en triunfo en la ciudad de Chihuahua, y además, del alzamiento de todos los pueblos al sentirse fuera del alcance de los zuavos.

—¿Entonces, señor, por qué cerrar los ojos ante ese torrente que todo lo devora? La Francia está en el deber de salvaros.

—¿Y quién salva a la Francia, señor general?

—¡La revolución es omnipotente!

—Yo sé, señor mariscal de campo, que la dejo venir porque estoy seguro de ahogarla entre mis brazos; aún cuento con hombres de valor y de resolución; mi popularidad es grande, y mi decisión aún más todavía; voy a luchar con mi destino: decidle al emperador, que fue mi glorioso aliado, que he consultado a mi Consejo y Ministerio sobre este punto, y que oído su parecer, hace una hora que he mandado se comunique a los pueblos del imperio que acepto en todas sus consecuencias la situación, y entro en las eventualidades con valor, y dispuesto a morir si ése es mi destino.

—Señor…

—Decidle a S. M. que no abdicaré jamás, ni huiré como Pío IX y el rey de Nápoles, ni esperaré una restauración vergonzosa como Luis XVIII.

En aquellos momentos un repique a vuelo se dejó oír en las iglesias de Orizaba, donde pasaban estos acontecimientos.

La detonación de las salvas y de los cohetes, las músicas que recorrían las calles, y los gritos entusiastas de los vítores que se detenían frente a frente a la casa alojamiento del emperador, formaban un eco de alegría y de expansión popular.

—Mirad, dijo Maximiliano abriendo la ventana; ved a ese pueblo que viene a ofrecerme su sangre; él me ha detenido, él quiere que yo empuñe su bandera, que lo presida en sus grandes destinos, en el porvenir… Señor general, contad esto a S. M., lo que habéis presenciado, ya sabéis que no abdico; ésta es mi última palabra.

III

Castelnau salió desesperado, creyendo que el austriaco estaba menos en su juicio que su augusta esposa la emperatriz de México.

Efectivamente, era una demencia soñar en el establecimiento del imperio, toda vez que los Estados Unidos habían determinado la muerte de la monarquía y el pueblo mexicano se alzaba como un solo hombre para combatirlo.

Maximiliano se encontraba en una situación excepcional

Volver a Europa a encerrarse en su Santa Elena de Miramar, era presentarse en el foro del ridículo y del desprecio.

Permanecer en México era exponerse a morir en la demanda.

El pobre archiduque, hombre de corazón, optó por el segundo extremo, no sin combatir algunas vacilaciones que le asaltaban y que al fin determinaron la convocación de otra junta en la capital, y a la cual llevaremos muy pronto a nuestros lectores.

Corrió por el telégrafo la noticia de que el archiduque se quedaría en México, la que fue recibida con entusiasmo por los imperialistas, que faltos de recursos para poder marchar al extranjero, se asían del manto imperial como su último refugio.

El desconsuelo de un partido al ver prófugo a su jefe sólo puede compararse al de una tripulación al saber que el piloto y el capitán se han lanzado en una lancha abandonando el buque que comienza a devorar el fuego.

IV

Maximiliano recibió ese mismo día a Márquez y Miramón, y combinaron un plan de campaña, haciéndose ilusiones, y pintándose horizontes color de rosa, sobre los que la mano del destino tendió más tarde un velo mortuorio.

Aquellos dos genios de la rebelión y de la asonada, participaron del sonambulismo de su señor, y consultando en su ambición lo que esperaban en el porvenir, empuñaron la bandera de los grifos y puestos al frente del ejército imperial, se creyeron dueños de la situación, pensando en renovar los días aciagos de la revolución de reforma, en que la suerte coronaba sus estandartes y sus armas se abrían paso entre las filas indisciplinadas de la República.

¡Sueño insensato!

Los tiempos habían variado, los soldados de la independencia fogueados en los encuentros de tres años consecutivos de combates, se habían hecho veteranos.

Las chusmas se habían improvisado en ejércitos.

El pueblo empuñando las armas para conquistar su independencia, era omnipotente.

Maximiliano había dicho tres años después de su advenimiento al trono, su última palabra.

El pueblo había dicho la suya desde que las naves extranjeras entraron en las inquietas aguas del Golfo mexicano.

Había decretado la victoria, como los convencionales de la revolución francesa.

II. Cuarto menguante

I

La escena había cambiado por completo en la casa de los Fajardo.

Los antiguos amigos y partidarios del diplomático faltaban de la tertulia.

Todo el alboroto de los primeros días se había extinguido al soplo de los acontecimientos que anunciaban la caída del imperio.

Don Modesto, hombre acomodaticio en la política, comenzó por empaquetar cuidadosamente su uniforme, y encerrar en su caja la cruz de la orden de Guadalupe, arrancando la cinta de los ojales de toda sus casacas, levitas y chaquetas; porque el señor de Fajardo en todas partes llevaba la condecoración.

Se suscribió al Marqués de Caravaca, periódico republicano, y a la Sombra; ambos papeles tentaban a Dios de paciencia, como suele decirse, pues se desataban terribles contra el imperio.

Era de esperarse lo que aconteció: los dos periódicos fueron suprimidos y sus redactores corrieron una suerte demasiado adversa.

Cuando pasaba la escena que vamos refiriendo, los diarios consabidos se ocupaban en burlar a los conservadores sobre el fiasco intervencionista, y alzaban el grito a la altura de la trompeta final pregonando la salida de las tropas expedicionarias, contando este suceso en metros, rimas y prosa.

—Este periódico, decía don Modesto a su desolada esposa, tiene su chispa, no se le puede negar: voy a leerte los versillos que no son de lo peor; como ya nos hemos desafrancesado, nos satisface ver satirizados a esos caribes. Oye la letrilla Que se me va mi francés:


Procopia la Bulli-bulli,
Hermosísima mujer,
La de los bucles postizos
Que compró a munsiur Macé,
La de flexible cintura
Delgada como un tonel,
La de las canas teñidas
Con tintura de Bennet,
La joven más a la moda,
Joven de Matusalén,
La que ama furiosamente
Al sargento Coquelet,
Gendarme, según se dice,
O cazador de Vincennes,
Fue el que la dijo ¡charmante!
Y en tal error la hizo creer;
Procopia, repetiremos,
Llorando exclama doquier:
Estoy al volverme loca,
Se va a marchar mi francés.

No hay remedio, yo sucumbo,
De esta hecha me va a dar fiebr,
O el croup, que es importación
Del ejército francés.
Esta ausencia me sofoca,
Me saca de juicio, me…
¿Por qué a este ingrato munsiur,
Tanto he llegado a querer,
Que siento perder la vida
Ahora que le pierdo a él?…
¿Y si quisiera llevarme
Para su patria?… tré bien,
Allí me pondría de gorro
Y vestido de muaré;
Allí me galantearían
Todos en coro, a la vez
Que en eso se pinta sola
La juventud parisién..
Pero no ¡qué disparate!
¡Nada de eso puede ser!…
Lo cierto es que se me escapa;
¡Que se me va mi francés!

Tú el de los ojos de cielo,
El de labios de clavel,
El de cabellitos de oro,
El de sonrosada tez.
El de calzón colorado
Como bolsas de almofrez,
El de flexible cintura,
El de los enormes pies;
¿Por qué te alejas, ingrato,
Por qué me dejas, mon cher?
Diez y ocho meses nos quedan,
Otras en menos de un mes…
No soy tan afortunada,
¡No tengo yo ese caché!
Iré como vivandera
Cantando tras de l’armée,
Diciendo con voz doliente,
En tu patrie te veré.
Adiós, trompeta de Afric,
¡Adiós, ilustre francés!
 

—¡Maldita la gracia que me hacen esas sátiras de los Aristófanes y La Fontaine!, he aquí unos parodiadores de Voltaire, sin talento, sin oportunidad.

—Y que no has visto el artículo de fondo; aquí se asegura la caída del emperador.

—Calla, Fajardo, calla, porque cometo un horror con ese papelucho.

—Oye un parrafito que no debemos echar en saco roto:

«El partido republicano queda, pues, en la lid, alentado al ver de menos treinta mil combatientes; los conservadores, separados de la política después de su protesta, y los indiferentes. La legión extranjera y la pequeña guarnición mexicana son el único sostén armado de la administración. Un vaivén de la política coloca de improviso el trono de Maximiliano en el cráter de un volcán.»

—¡Esto es inicuo!, ¡abominable!… ¡me han encajado un colerón terrible!

—Lo peor es que no deja de ser cierto cuanto dicen estos demagogos.

—La fortuna es que nosotros en nada nos hemos mezclado, hemos cedido a la fuerza y a los compromisos; a mí, S. M. la emperatriz me encomendó la casa de los lisiados; ¡Dios mío! y ¡qué de horrores he visto en ese abominable establecimiento!, no había uno solo de esos entes que tuviese sus miembros completos, aún tengo náuseas al recordar aquellas atrocidades. Y todo eso era por servir a la humanidad, el imperio nada tiene que ver con los lisiados.

—El imperio es ahora el lisiado; porque yo estoy convencido de que esto no tiene remedio.

—Y todo por culpa del monarca que no ha protegido a la religión; porque es necesario convencerse de que sin frailes no es posible ninguna sociedad. Cuando recuerdo los días de nuestro padre San Francisco y Santo Domingo, el encuentro de los señores religiosos en la calle de Santa Clara a cuyo acto le llamaban el topetón, y todos se abrazaban oprimiéndose dulcemente, ¡oh!, ¡y qué bien rizados llevaban los copetes!, ¡y qué bien recortados los cerquillos!, ¡y aquel taco para portar los hábitos! ¡Dios mío!, ¡los frailes son importantísimos; qué órdenes de predicadores!… La virtud resplandecía en sus rostros relumbrosos, amoratados; me hacía gracia hasta verlos tomar polvo; ¡qué donaire!, vamos, si las porterías eran unos salones de tertulia encantadores.

—Desde entonces no se han vuelto a oír aquellos sermones; hoy el padre Cavallieri estropeando el castellano.

—¡Es atroz!

—El tiempo de Zuloaga y de Osollo no volverá, Fajardo, el venerable clero se ha hundido para siempre.

—Como dicen que la emperatriz es protestante, no hay protección ni a las religiosas.

—De ésas sí no tienen que hablar los demagogos, inflamadas en amor santo, no se mezclaban en nada terrenal; cierto que se volvían locas de gusto las madrecitas cuando triunfaba nuestro partido, ¿pero a qué se contraían sus satisfacciones?, a regalarnos rosarios, medidas, escapularios, puchas y rodeos; he ahí una cosa inocentísima e inofensiva.

—¡Qué tiempos, Canuta!

—¡Qué tiempos, Fajardo!

—Aquí viene el único amigo que nos ha quedado; entra, querido Cantolla, entra y hablemos de nuestra situación.

—¿Y Efigenia?, preguntó doña Canuta.

—Se ha detenido en la antesala.

—Voy a recibirla mientras ustedes arreglan el país.

—Vaya usted, mi señora doña Canuta, dijo el señor Cantolla, y se puso a charlar con el diplomático.

II

Mientras los dos hombres de Estado conversaban misteriosamente, llevaremos a nuestros lectores al corredor de la casa de don Modesto, donde pasaba una escena más que interesante.

Doña Efigenia, esposa de Cantolla, había dejado entrar en la sala a su consorte, deteniéndose por acaso en el corredor, donde le había dado una cita a un individuo.

—¡Hace dos horas que os aguardo, con treinta mil diablos!, dijo una especie de gigante vestido de cazador de África, y a quien sin duda no han olvidado nuestros lectores.

—¡Poleón!… ¡Poleón!, respondía la obesa Efigenia, la voz de tu amor y de tu ternura me conmueve.

—¡Rayo del cielo!, esto es abusar de mi paciencia.

—Cálmate, amor mío, sabes que el tirano doméstico me sacrifica.

—¡Pues ahógale como a una lechuza!, ¡diantre!, ¡he estado a pique de ser visto por el cernícalo de Mr. Fajardo, y se hubiera armado una buena!

—Ten reposo, reflexiona, ángel mío.

—Yo no soy ángel, soy un demonio que hoy hago una barbaridad.

—Yo hubiera deseado estar más pronto a tu lado, pero…

—Estáis demasiado gorda; eso se comprende a mucha distancia.

—¿Hoy es cuando te parezco deforme?

—No, desde el principio; ¡demonio!, pero yo creo que os amo, y esto me trae a estos lances; yo acostumbro asistir con espada en mano a mis citas, perdonad, pero prefiero estar de guardia a andar a salto de mata.

—¿Conque me amas?… ¡ah!… ¡oh!… ¡eh!…

—Vamos, cuidado con desmayarte que tenemos mucho que arreglar.

—¡Habla, Poleón, habla!

—Ha llegado la hora de partir; los bagajes y acémilas salen esta noche; conque, disponte.

—¡Yo huir!… ¡Dar ese escándalo!… no, parte solo con las acémilas y déjame entregada a la desesperación de la ausencia.

—¿Cómo se entiende?

—¡Que el techo conyugal es sagrado!

—¡Qué sagrado, ni qué demonios!, ya el carro está dispuesto, sólo falta vuestro equipaje. ¡Ah!, no olvidéis vuestras alhajas.

—¡Lo pensaré!… ¡lo pensaré!… lo…

—Señora, yo no pienso nunca, ni permito que otros piensen; conque, vamos andando, que todavía me falta revista a los otros caballos del regimiento.

Doña Efigenia enclavijó las manos, hizo media docena de visajes, y volviendo los ojos a la luna como Norma, ¡oh!, dijo, tú ves mis intenciones, astro de la noche, tú alumbras mi frente con…

—¡Con mil carretadas de demonios!, yo no estoy para pantomimas, las mulas nos esperan.

—No puedo resolverme.

Doña Canuta estaba escuchando la conversación tras una columna del corredor.

—¡Dios mío!, murmuraba llena de ira, el alférez Poleón enamorado de ese hipopótamo, cuando yo era la que debía ocupar su corazón!, ¡esto es inconcebible!… se trata de un rapto, es necesario impedirlo a todo trance, mi casa no puede ser el teatro de una catástrofe, en caso de haberla sería conmigo… no, no puede ser… el caso es que yo tiemblo ante ese antropófago, es capaz de atravesarme, tiene unas garras de elefante… esta Efigenia nada me había dicho, esto no es corresponder a la confianza que yo le dispenso.

Doña Efigenia viendo que no podía contrariar a Poleón, se fingió la desmayada.

—¡Rayo!, gritó el alférez, es imposible que cargue con esta mole, pero es necesario probar.

Abalanzóse aquel Hércules, tomó por la cintura a la esposa de Cantolla, y logró ganar la escalera y la puerta de la calle.

—¡Dupen!, gritó el alférez a su antiguo asistente, ayúdame.

Entre los dos cazadores se llevaron la presa directamente al cuartel de caballería, donde estaban cargando los equipajes para la marcha.

III

—¡Se la han llevado!, dijo asustada doña Canuta asomándose por el balcón que daba a la calle; avisemos a su desgraciado esposo. ¡De lo que se ha librado el infeliz de mi marido!

El diplomático y Cantolla hablaban acaloradamente sobre las conferencias que debían tener lugar al siguiente día en la hacienda de la Teja entre el emperador, los consejeros y el mariscal Bazaine.

—Esta nueva junta, decía Cantolla, y tenía razón, muestra que Maximiliano aún duda del camino que debe tomar.

—Es cierto: creíamos que con las conferencias de Orizaba todo estaba terminado; nos hemos llevado un petardo horroroso. La situación es difícil y complicada, la retirada es violenta y en masa, la revolución crece y se dilata, el presidente Juárez ha llegado a Zacatecas y Escobedo a San Luis, la frontera se ha perdido y Morelia está en vísperas de caer, los tornillos de la máquina se han trasroscado.

—El emperador vacila; pero yo he oído hoy a dos de sus consejeros, que han prometido ponerle en el carril y hacerle llevar adelante su resolución de aceptar de lleno todo.

—Lo dudo, amigo mío; el viento sopla del lado contrario, estamos perdidos.

—Usted ve visiones; un imperio no se deja así no más.

—Es que los republicanos vienen como perros rabiosos, y son capaces de ahorcar hasta los expedientes.

—Me da usted calosfríos, amigo Cantolla.

—Yo no duermo, tengo pesadillas, me parece que hasta mi esposa me abandona, y eso que no llegué sino a Maestro de ceremonias.

—Estoy horripilado… ya me deshice de todo lo que pueda comprometerme; he guardado la cruz y el espadín.

—Usted está perfectamente.

—¿Cómo perfectamente?

—Como que Luz está en amores con un general juarista.

El diplomático se sintió salvado: hasta entonces caía en lo que cualquier otro hubiera pensado desde luego.

—Amigo Cantolla, respondió hipócritamente, usted sabe que yo no tengo confianza en ningún republicano; ese hombre es capaz de enviar a su chusma a que me sacrifique para librarse de mí, que me opondré siempre a su enlace con mi hija.

—Hace usted mal, y él hará muy bien.

—¿Cómo bien?

—Sí, siempre que usted sea una rémora, debe aprovechar tan buena oportunidad.

—A mí no me parece de las más buenas.

—Sea lo que fuere, usted toma iglesia debido a esa casualidad.

—Vea usted, amigo Cantolla, a usted le consta que yo no he estado muy contento que digamos con el tal imperio; desde que me iban a azotar, la verdad me enfrié demasiado.

—Sí, pero usted es imperialista de corazón; así lo ha dicho multitud de veces.

—Distingo, señor Cantolla; yo fui o pretendí ser, partidario de la monarquía, siempre que ésta fuese algo republicana; ¡pero imperialista neto, jamás!

—Señor de Fajardo, usted no recuerda bien o ha olvidado las especies.

—No, hombre; maldije a los franceses, y cediendo a las simpatías de mi hija, tendré que reputar como a mi hijo al general Fernández, a quien el Exmo. señor Presidente de la República don Benito Juárez tiene en mucha estima; porque como el Exmo. señor ministro de Relaciones don Sebastián Lerdo de Tejada, le ha encargado varias comisiones, y el Exmo. señor ministro de…

—Basta de excelencias, señor Fajardo; usted está completamente vuelto, ha desertado de las filas imperiales.

—Como el Exmo. señor ministro de Hacienda, C. José María Iglesias y…

—Ya no hay que contar con usted; está más rojo que los mismos excelentísimos señores que tanto cacarea.

—Usted volverá al carril, señor de Cantolla; quiera Dios que haya algún acontecimiento que lo desimperialice a usted, que está recalcitrante como un chambelán.

—¡Todos!… ¡todos!… dijo trágicamente el señor de Cantolla; ¡todos se retiran y lo abandonan!

—Amigo mío, los extranjeros son siempre extranjeros.

—¿Y qué me cuenta usted?

IV

Doña Canuta se precipitó en la sala aventando las puertas vidrieras con un estrépito horrible.

Los dos amigos se levantaron asustados.

—¿Qué pasa?

—¿Qué sucede?

—Acontece que… que… decía desmorecida doña Canuta.

—¿Entran ya los republicanos?

—No, no… quien sale es su esposa de usted en brazos de…

—¿De quién?

—Del sátrapa.

—¿Qué sátrapa?

—¡Del alférez Poleón, que ha cometido un rapto!

—¡He ahí!, gritó el diplomático, uno de los efectos de la intervención.

—¡Efigenia!… ¡Efigenia!… ¡esposa mía… ¿conque se la han robado, es?… ¡pues… pues… me alegro!… ¡ella pierde más!… ¡yo la maldigo!…

—¿Pero hombre, usted deja así que un cazador de África cargue con su mujer?

—Si efectivamente la carga, en el pecado lleva la penitencia.

—Señor de Cantolla, gritó doña Canuta, usted es un hombre que no tiene nervios; sea lo que fuere, usted debe evitar ese rapto adulterino; recuerde usted aquellas magníficas estrofas de Rodríguez Galván:


Adúltera esposa, voló a Jesucristo;
Y estás perdonada, la dijo el Señor.
 

—Se conoce, dijo irritado el señor de Cantolla, que el Señor no era el marido, si no, lejos de perdonarla, la hubiera dado unas reverendas palizas.

—No le escasearán con el alférez Poleón, que es un bruto de primera fuerza.

—Puesto que usted se empeña, marcho en pos de Efigenia.

—Acaso sea tarde; las bestias deben haber salido hace una hora.

—Es fuerza darle alcance a mi esposa.

—Corra usted, amigo Cantolla, corra usted; acaso sea tiempo de evitar una desgracia.

—Sí, evitémosla.

El infeliz esposo de Efigenia se paró con la mayor calma del mundo, tomó el sombrero y salió en busca de su adorada mitad.

V

—Canuta, dijo el diplomático, si yo me encontrase en el lugar de Cantolla, comenzaría por exigir una indemnización a la Francia.

—¿Y usted cree, caballero, que hubiera suficiente dinero en el tesoro de Napoleón para indemnizarlo de mi pérdida?

—No, amiga mía, pero yo soy poco ambicioso; unos millares de francos…

—¡Calle usted, hombre imbécil!

—Querida mía, se nos había olvidado un asunto esencial y de vital interés.

—¿Cuál?

—Vamos a caer parados si se establece la República.

—¡Te chanceas!

—Para chanzas estoy.

—Será alguna de tus majaderías diplomáticas.

—Cuidado con la diplomacia, eso es un asunto sagrado.

—Pues habla, para que nos entendamos.

—La casualidad viene en nuestro auxilio; nuestra hija Luz nos salva de la catástrofe con sus relaciones con el general Fernández.

—No: yo rechazo una y cien veces la salvación de manos de un demagogo, eso es humillante; los que hemos pertenecido a la monarquía, no nos rebajaremos hasta el grado de aceptar semejante alternativa.

—Entonces déjame obrar con entera libertad; pero necesito de ti.

—¿En qué manera?

—Es necesario que tejas una corbata colorada; que sacudas el retrato de Zaragoza y el de Juárez; es necesario irse disponiendo.

—¿Tenemos un cambio de frente?

—No, de espaldas; porque la situación es amarguísima.

Doña Canuta envió por seda roja para la corbata del diplomático, y sacó de una bodega los retratos de Juárez y Zaragoza.

La luna del imperio decididamente entraba en el cuarto menguante.

III. El destino

I

En el salón formado en los corredores de la casa de don Alfonso, por cortinas blanquísimas de brin, puesta sobre varillas que mediaban de columna a columna, se encontraban las tres heroínas de esta novela, es decir, las tres figuras interesantes, Luz, Clara y Guadalupe.

Aquellas jóvenes hermosas como las náyades de un lago, se entretenían en bordar en un bastidor una elegantísima colcha, que habían prometido a don Alfonso en cambio de unas sortijas.

Las tres amigas reían con estrépito a causa de algunos errados, que hicieron aparecer las alas de un pavo, naciéndole del pescuezo.

Las tres se disculpaban procurando que la falta recayese en las compañeras.

Luz, que tenía un humor bellísimo, dijo a Clara:

—¿Recuerdas el avestruz que le hicieron llevar a mamá en el peinado la noche del baile?

—Fue de mala intención.

—Yo estaba quemada.

—Y yo frita.

—¡Ay Guadalupe!, un alférez, llamado Poleón, se encargó de estropear a la infeliz de mamá.

—Y lo consiguió, amiga mía.

—He oído un cuento, dijo Luz con misterio.

—¡Hola!, ¿tenemos crónica escandalosa? Vamos, Luz, desata la lengua.

—Han de saber ustedes, que una cosa que se llama el señor de Cantolla, está casado con otro objeto que se atreve a llamarse doña Efigenia.

—¡Ah, sí!, ya caigo; algo he percibido también. Continúa.

—Pues señoras, esa esposa de Cantolla, se largó antenoche con el alférez Poleón.

—¡Qué barbaridad!

—El alférez la condujo a un carro donde había sacos de cebada, y la depositó entre ellos. El Señor Cantolla presentó su queja a la autoridad, y se procedió al cateo de los carros y acémilas. Doña Efigenia fue sorprendida infraganti, con una cachucha del alférez con su correspondiente paño de sol, que le servía de velo. El sargento de zuavos la hizo bajar del carro, y la entregó a su desolado esposo, el cual se permitió darle una docena de puntapiés de lo lindo. Aseguran que ha pedido el divorcio.

—¡Estos franceses son el demonio! ¡A nadie le hubiera ocurrido semejante atrocidad!, ¡robarse a una gorda!

Guadalupe se reía locamente.

—¡Cuidado!, dijo Clara, que yo tengo mis tendencias a la obesidad, y tengo serios temores sobre mi porvenir en cuanto al volumen.

—Pero tú serás una gorda encantadora, la Efigenia de la belleza.

—¡Dios mío!, ése es muy poco espiritualismo: a mí me parece que las gordas tienen embotada la fibra del sentimiento.

—Yo soy de la misma opinión, dijo Guadalupe; en Morelia hay una señora que ha enviudado ya cinco ocasiones y no se ha muerto de la pesadumbre; todos lo achacan a la gordura de la viuda.

—Yo creo que tienen razón.

—Figúrense ustedes un Romeo gordo, y una Julieta de catorce arrobas.

—Las gordas son unos imposibles.

II

Llegaban a este punto de la broma, cuando entró el criado precipitadamente.

—¿Qué pasa?, dijo Clara.

—Que un carruaje se ha hecho pedazos contra los árboles, el caballero que venía adentro se ha salvado milagrosamente, y pide permiso para entrar en la casa mientras llega su otro carruaje.

—Que pase al momento, dijo Clara.

A los pocos instantes, un joven alto, de patillas rubias abiertas por el medio y cayendo sobre su pecho, de ojos claros y de semblante adusto, se presentó en las escaleras del corredor.

—Buenas tardes, dijo con acento extranjero.

Las jóvenes, que estaban atentas esperando la llegada del caballero, exclamaron a la vez:

—¡El emperador!

Guadalupe, no pudiendo sufrir la emoción, cayó desmayada.

Maximiliano, a fuer de galante, se acercó a la joven, fijó en ella su mirada, y luego que la hubo reconocido se puso intensamente pálido, sus manos comenzaron a temblar, y sin notarlo dijo emocionado:

—¡Guadalupe!

Clara y Luz se vieron asombradas.

Maximiliano balbuceó algunas excusas y salió inmediatamente de la casa.

III

Clara informó a su padre de lo que había ocurrido.

Don Alfonso se quedó confuso y pensativo.

Había caído la noche, cuando un carruaje se detuvo a la puerta de la casa.

—Señor, dijo el lacayo, un caballero pide permiso para hablar reservadamente, al señor Rodríguez.

—Dejadme solo, dijo don Alfonso, necesito hablar con un individuo por un negocio reservado.

—No hay duda, es él, decía para sí don Alfonso; yo tengo que hablarle con entera franqueza; no puedo permitir esos amores; yo no debo hacerme cómplice por ningún motivo.

El emperador entró en la sala.

—Señor, dijo don Alfonso haciendo sentar a Maximiliano; ¿en qué puedo servir a V. M.?

—Caballero, aquí no soy el emperador; soy un hombre arrastrado por la desgracia a una situación horrible.

—No comprendo.

—Voy a explicarme con entera franqueza.

—Ya tengo el honor de escuchar a V. M.

—Hace tiempo que en mi estancia en Cuernavaca he conocido a una joven a quien amo violentamente.

—¿Me permitirá V. M. explicarle el motivo de su permanencia en esta casa? Yo soy amigo de Pablo Martínez, el hermano de Guadalupe: él me ha confiado, y no seré yo quien abuse de esa confianza depositada en mí.

—Yo no intento, caballero, una complicidad; ni os hago la ofensa de creeros capaz de entrar en un pacto criminal.

—V. M. me conoce bien.

—Sí, caballero; solamente he venido a pediros un favor.

—Diga V. M.: y como supongo que no aventurará una sola palabra indigna de su fama ni de mi nombre estoy dispuesto a todo.

—Caballero, esa mujer está pura como un ángel.

—Lo sé, señor; hay almas que no se han empañado nunca con la mentira.

—Pues bien, caballero, yo os confieso que he cometido una mala acción ocultándole mi nombre, la he dicho ser un capitán de la guardia imperial, y ella me ha amado.

—Lo sé también.

—Yo tengo remordimientos, necesito pedir perdón a esa criatura; permitídmelo, yo os lo suplico en nombre de vuestro honor.

—Bajo vuestra palabra os lo permito.

Levantóse don Alfonso, y llamó a Guadalupe que entró demudada en el salón.

El español se retiró a la pieza inmediata.

IV

—Guadalupe, dijo Maximiliano levantando la voz para que don Alfonso oyera su conversación, yo te he ofendido.

—Todo lo he olvidado, señor.

Desde aquella noche funesta no he cesado de pensar en ti, quería encontrarte para pedirte perdón.

—Evitad, señor, la humillación que debe sufrir sufrir vuestro espíritu.

—Cuando un hombre ha delinquido, no tiene mayor satisfacción que la de confesar sus faltas y arrepentirse.

—Cuando las reparaciones tienen algún objeto, todo se acepta; pero cuando no hay porvenir…

—¡Esto es horrible!, exclamó el austriaco. Yo no pretendo seguir unas relaciones que te deshonrarían, yo sacrifico mi cariño y mis esperanzas ante ti.

—Mucho os debo, señor.

—Compadécete de mí, mírame solo, aislado en el mundo, con el corazón hecho pedazos; y sin embargo, dándote el último adiós; porque esta noche es la última que nos veremos.

Guadalupe sintió anudarse su garganta. Por un esfuerzo supremo contuvo el torrente de lágrimas que se agolpaba a sus pupilas.

—Vengo, dijo sombríamente Maximiliano, a pedirte perdón, mírame arrodillado.

—Levantad, señor, levantad; esto es ya demasiado para un corazón de mujer.

Alzóse el emperador, y cruzado de brazos enfrente de Guadalupe, permanecía en silencio, brillando en sus pupilas los relámpagos de esa tormenta que agitaba su corazón.

—Vengo a recordarte tu última promesa.

—¡Callad, por compasión!

—¡Tú me has ofrecido acompañarme en mis últimos momentos si la revolución abre a mis pies una tumba!

—Lo juré, exclamó Guadalupe con acento solemne; es un deber que me he impuesto y lo cumpliré.

—Sí, tú serás el ángel de nú agonía; yo estaré tranquilo y tú me darás fuerza para afrontar las vicisitudes.

—¡Adiós, dijo Guadalupe sollozando, adiós!, ¡plegue al cielo que no nos volvamos a ver!

—¡Adiós!, murmuró Maximiliano, la tormenta del infortunio ruge en el fondo de mi corazón!… el todo por el todo, ¡adiós!

V

Guadalupe se quedó como herida por un rayo, en esa atonía espantosa del sufrimiento.

Clara y Luz, que todo lo habían presenciado, la acompañaban conmovidas.

—Sí, decía Guadalupe, yo le amo con todo mi corazón; he callado mucho tiempo, pero ya me ahogaba este secreto que el destino ha venido a descubrir… sí, amigas mías, ustedes aman como yo; pero son felices y sueñan en el porvenir; yo tengo delante el abismo y la desesperación.

—Cálmate, Guadalupe, le decían las jóvenes; nosotras comprendemos tu amargura y respetamos tu desgracia; pero Dios está por cima de todo, y él te dará el consuelo que tanto necesitas.

—¡Él me ha abandonado, soy muy desgraciada!, ¡amar a un hombre hasta el delirio, llevar su imagen en el centro del alma, respirar con su aliento, ver por sus ojos, no conocer más horizontes que los que cruza esa sombra, entregarle toda el alma, soñar en un cielo azul y un campo de flores, para arrancarse después de ese paraíso y de los perfumes de esas flores, y hallarse en la playa de un mar inquieto y tormentoso!

—¡Es muy desgraciada!, murmuró Clara temblando de emoción.

—¿Para qué verle por la última vez?, ¿no estaba satisfecho el cielo de mis dolores para que me arrojase delante de ese hombre a quien no puedo dejar de amar? ¡Dios mío! ¡Dios mío!

—¡Esto es horrible!, murmuró Luz.

—¡Yo necesito llorar; pero llorar a torrentes!… ¡ya me he arrancado a pedazos el corazón, ya no tengo lágrimas que verter, y el dolor sigue devorando una existencia que ya no me pertenece!

—Cálmate, amiga mía, cálmate, no te aflijas.

La joven entró en el silencio de la aflicción, en esa concentración más amarga que el llanto.

Las dos amigas la contemplaban tristemente, dolidas de esa angustia que marchitaba el alma virgen de aquella criatura.

Don Alfonso, en un rincón del aposento, pensaba sin querer en la suerte de su hija.

—¡Señor!, exclamaba desde el fondo del alma; aleja de mi mente estos pensamientos sombríos, que arrojan la desesperación en mi existencia: ¡si mi hija ha de ser desgraciada, ábreme la tumba, yo no tendría valor para padecer!

VI

Maximiliano se echó fuera de la casa, loco, delirante, hablando palabras incoherentes, que revelaban el extravío de su alma.

¡Pobre archiduque!, su estrella se había nublado por completo.

El mundo de sus esperanzas se perdía en el infinito de su fatalismo.

Caminaba apresuradamente por la calzada de San Cosme.

El ruido del agua que se desprendía de un arco roto del acueducto, llamó su atención y se detuvo.

A pocos momentos, un hombre hizo alto junto al emperador, lo examinó, y seguramente no encontró en él nada de sospechoso, pues se quedó a pocos pasos del austriaco.

Habían pasado algunos momentos, cuando una mujer, que tenía trazas de sirviente, pasó junto al individuo que llegó después de Maximiliano.

—¡María!, gritó el hombre.

—¡Julián!, contestó la muchacha, ¿qué dirás?

—Nada; hace una hora larga que paseo por frente de las ventanas.

—Hemos tenido una revolución espantosa.

—¿Se ha enojado el amo?

—No; don Alfonso nunca regaña, es el amo mejor que he tenido.

—Pues entonces, ¿qué ha pasado?

—¡Ay Julián!, si tú vieras que una niña hermosísima que ha venido de Cuernavaca, ha tenido según dicen, un encuentro con su novio; yo no sé lo que ha sucedido, pero la niña Guadalupe está malísima, le sacuden los nervios que da miedo; temen seriamente que pueda volverse loca.

Maximiliano se estremeció como si lo hubieran tocado a la pila de Volta.

—¡Loca!, murmuraba sombríamente; ¡no, es imposible, sería una desgracia espantosa! Yo necesito volverla a ver; mi cariño crece más que nunca… pero esa mujer es inflexible; me rechazará como a un miserable.

—He oído, continuaba la sirviente, que pronto la sacarán de México.

Maximiliano se puso a escuchar atentamente.

—¿Y a dónde?, preguntó el individuo que al parecer era el novio de la muchacha.

En estos momentos el ómnibus de Azcapotzalco atravesó haciendo un gran ruido, y el emperador nada pudo oír.

Cuando el carruaje se hubo alejado, ya era otra la conversación de los amantes.

—¿Y no ha habido razón de los niños?

—Dicen que están con los chinacos; yo no los puedo olvidar, eran muy graciosos; si vieras, Julián, pintaron en la pared un retrato de Maximiliano, que ni un pintor, si parece que habla: luego retrataron al chambelán de las narices y a una dama de la emperatriz.

—A ésta sí la quería yo mucho, dijo Julián; dicen que tenía mucho discurso.

Maximiliano volvió en sí al oír el nombre de su esposa.

—¡Pobre Carlota!, tú sacrificándote por mí, y yo hollando tu cariño con un amor extraviado; ¡pobre Carlota!… ¿qué harás sola en el castillo de Miramar, llamándome a gritos que llegan hasta mi corazón?… ¡yo te olvido y soy un criminal!

Al recuerdo de tanta abnegación, de tanto heroísmo, de tanto sacrificio, Maximiliano tornó su vista a la patria, donde se encerraba cuanto había amado en su existencia.

Vio en el espejismo de su memoria el hogar paterno y el desierto castillo de Miramar. En los salones vagaba una loca agitándose en convulsiones horribles de desesperación.

El infortunado monarca sintió todo el rigor de su desgracia pesar como una losa sobre su pecho.

—Yo necesito abandonar esta tierra de maldición; aquí las flores exhalan veneno, el aire está emponzoñado y el sol levanta un vapor de muerte… ¡Sí, es necesario huir… yo tengo miedo!…

Maximiliano se echó a andar hasta donde le esperaba su carruaje, y a toda la carrera de los caballos llegó a los diez minutos al alcázar de Chapultepec.

IV. La conferencia

I

La hacienda de la Teja está al Suroeste y como a una media legua de la capital.

Varias calzadas conducen a la hermosísima finca, que más bien es una quinta de recreo que una empresa de campo.

El patio de la hacienda es un jardín poblado de arbustos y de plantas exquisitas, que ciñen con unas guirnaldas de rosas la fuente de agua purísima que forma el centro del patio.

Las habitaciones son amplias y de buen gusto.

En una de aquellas estancias estuvo Carlos Casarín, el primer redactor de la «Orquesta», cuando fue atravesado de una estocada en el duelo que se verificó en los corredores de ese edificio.

Ese duelo es un episodio que tenemos escrito en el libro que debe preceder a esta publicación; pero hemos creído de nuestro deber, como testigos presenciales de aquel suceso desgraciado, consignar este breve recuerdo a nuestro malogrado amigo, víctima de una susceptibilidad patriótica y generosa.

II

La hacienda de la Teja fue el lugar señalado por el emperador para celebrar la última conferencia, para decidirse definitivamente a aceptar por completo la situación, tan difícil como la dejaba el mariscal Bazaine al retirarse del suelo mexicano.

Después de las juntas de Orizaba, este nuevo aplazamiento era una vacilación manifiesta.

Se comprendía desde luego que el espíritu del monarca sufría los vaivenes de la duda, y que sus pensamientos no acababan de fijarse definitivamente.

El hecho es que el partido imperialista estaba emocionado con la conducta vaga de Maximiliano, y que la prensa se esforzaba en detener al monarca; porque roto el centro de acción, la máquina se paralizaría.

Los comprometidos en la intervención temblaron sólo al pensar que quedarían entregados al furor revolucionario, y levantaban el grito al cielo porque el emperador no se moviese del trono de México.

Maximiliano tenía razón en vacilar; la frontera se había perdido, Juárez salía de Chihuahua para Zacatecas, Escobedo se ponía en marcha para el centro del país; Riva Palacio se situaba a dieciocho leguas de la capital, y Porfirio Díaz emprendía la campaña de Oriente con el éxito que ha coronado las difíciles empresas del joven caudillo.

El horizonte estaba preñado de nubes que avanzaban a medida que el ejército francés desfilaba rumbo a las playas del Atlántico.

Las primeras detonaciones anunciaban que el volcán estaba próximo a su erupción.

El astro de los Habsburgos, que se había puesto tras los inexpugnables muros del Cuadrilátero, no alumbraría más el solio de Maximiliano I.

Los soldados de la Francia habían sido los comisionados para entregar el Lombardo Véneto en manos de la Italia: en México su salida era el toque de llamada a las fuerzas de la República, era la reacción del movimiento de 1863.

En aquellos días la marea intervencionista subía, arrojando en cada ola el nombre de la monarquía.

¡Llegó la hora del reflujo, y las oleadas murmuraban la palabra República!

III

Los prohombres del imperio fueron convocados por una orden imperial a aquella solemne conferencia. Ya veremos en la acta de ese memorable día que el clero se lavó las manos, como Pilatos, que los hombres de corazón aconsejaron al austriaco que abdicase, y que una mayoría de desgraciados que no concurren jamás ni con su valor, ni con su inteligencia a las revueltas políticas, azuzaron al infeliz archiduque para emprender la loca aventura de sostener un imperio cuyos cimientos estaban minados.

La historia debe recoger estos apuntes como un documento precioso para presentarlo a la faz de las generaciones.

Lares presidía la junta en nombre del emperador, y propuso desde luego la cuestión en estos términos:

«¿En las actuales circunstancias del país, y en vista de los datos presentados por los ministros de Hacienda y Guerra, puede y debe el gobierno imperial emprender la pacificación?»

El ministro de Gobernación dio cuenta con un informe absurdo y ridículo presentado por sus colegas de gabinete; leyó una lista de los departamentos que se conservaban fieles al imperio; y de dichos datos resultaba que el erario contaba (habla el ministerio de Gobernación) con una entrada efectiva de once millones de pesos. Una vez recobrados los departamentos de San Luis, Zacatecas y Jalisco, ascendería el ingreso a veintitrés millones, y esta suma se aumentará hasta treinta y tres millones cuando la acción del gobierno imperial pueda extenderse a los confines del país.

El ministerio de la Guerra, por su parte, cuenta con un efectivo de 26,000 hombres…………

Después de esta manifestación, Lares pidió el parecer de los vocales.

El general Márquez, cobarde, asesino, nulo en las armas y en la política; obedeciendo a sus instintos sanguinarios, y sabiendo que había de huir en los momentos del peligro, dijo que el gobierno debía emprender vigorosamente la guerra, puesto que los recursos de que disponían en hombres y dinero, eran más que suficientes para lograr el fin que se proponía; ¿por qué desanimarse?, decía el miserable carnicero, cierto es que los disidentes ocupan puntos de grande importancia; pero ¿no estamos acostumbrados a ocupar los puntos que ellos ocupaban ayer? ¿No es ésta la historia constante de la guerra civil?

Murphy, el ministro de la Guerra que jamás ha asistido a una batalla si no es con telescopio, dijo con tono arrogante y pomposo que opinaba por la guerra, que los insurgentes no eran sino bandas de ladrones.

Un individuo llamado García Aguirre, soldado del Papa en México, y seguro de no ir a campaña, opina porque la guerra se lleve a sangre y fuego, y exclama en su entusiasmo clérico-monárquico: «Si faltan soldados, puede hacerse una recluta forzosa; si falta dinero, que se tome de donde lo haya.»

La capacidad de este personaje está medida por sus palabras, a las que no nos atrevemos a llamar discurso.

El maestro Lacunza, que salió de una rectoría de hojear el Digesto y las Decretales, se llena de ardor bélico, y el viejo celibatario opina decididamente por la guerra.

El mariscal, que asistió extraoficialmente y con la intención de desprestigiar el imperio, queriendo se tomase nota de sus palabras, que hoy le escupimos en la frente a su país, leyó un discurso en francés que el maestro Lacunza tradujo literalmente al castellano. Lo consignamos íntegro, cuidando de no omitir una sola coma, porque esas palabras son el padrón de la vergüenza y la infamia; ellas dicen al mundo que todas las apreciaciones de la Convención de Londres y de los autores de la intervención son una mentira innoble, un absurdo que ha hecho correr a torrentes la sangre de dos pueblos amigos.

El mariscal Bazaine decía: «Que en opinión del ejército francés, que ha recorrido todo el país, la República ha entrado en las costumbres e ideas de la mayor parte de sus habitantes. Que ha tenido a sus órdenes 40,000 soldados franceses y 20,000 mexicanos; ha tenido a su disposición todos los recursos necesarios, y está convencido de que el imperio sería la guerra y no la paz, cree, en consecuencia que el emperador debe retirarse.»

Esto no necesita comentarios.

Arango y Escandón llama la atención del mariscal, y con voz conmovida por la cólera, dice:

—Señor mariscal Bazaine: Hallándose en guerra el papa Paulo IV contra el rey Felipe II de España, hizo alianza con el rey de Francia Enrique II, quien le proporcionó un ejército al mando del duque de Guisa. La guerra no fue favorable al Papa, cuyas tropas vinieron a quedar encerradas en el recinto de Roma, llegando hasta las inmediaciones dé esta ciudad el duque de Alba, virrey de Nápoles y que mandaba las fuerzas españolas. En estas circunstancias, el rey de Francia llamó a su ejército, por haber sido derrotados los franceses en San Quintín, y al despedirse el duque de Guisa del Papa, éste le dijo las siguientes palabras: «Id, pues, llevando la conciencia de haber hecho poco por vuestro soberano, menos aún por la Iglesia y nada por vuestra propia honra.»

El mariscal Bazaine se encogió de hombros, y dijo que no era ésa la oportunidad de contestar citas históricas.

El arzobispo de México, olvidando que se sentó en la silla de los triunviros, manifiesta su incompetencia en materias políticas, dice que su misión es puramente evangélica.

¡Monseñor Labastida es todo un hombre!

El obispo de Potosí, perpetuo agitador de la guerra civil, se lava las manos y hace una aclaración importante venida de los labios de un prelado: no son ladrones ni asesinos, dice, los que llamamos disidentes; entre ellos hay personas de suma honradez y muy ameritadas.

El padre Fischer, secretario del emperador, hombre de talento, pero de refinada perfidia, astuto e intrigante, se olvida de ese Evangelio que recuerda lleno de unción monseñor Labastida, y opina por la guerra.

Iribarren, comisario imperial de Sonora, lanza una gasconada política que hace sonreír a sus colegas: «He abandonado Mazatlán y los otros departamentos en la creencia de que S. M. abdicaba; pero creo fácil recobrarlos.»

El comisario de Durango tira la primera piedra, opta por la abdicación.

Cortés Esparza, una de las capacidades más distinguidas de nuestro país, que se impuso en el ministerio condenando las cortes marciales y consejos de guerra, y castigando severamente hasta la destitución a las personas que perseguían a los republicanos, toma la palabra, y con aquel acento de persuasión que lo distingue en sus discursos, dice con vehemencia, que la reunión se compone de elementos heterogéneos, y que faltan datos positivos para resolver la cuestión propuesta; ¿qué documentos hay para verificar la exactitud de los guarismos presentados? ¿Existen realmente los once millones de que se habla? ¿No hay ilusión en esto? ¿Los 26,000 hombres con que el ministerio de la Guerra cree poder contar, son soldados, o simplemente hombres armados? ¿Existen efectivamente en tal número? ¿Quién de los presentes puede responder sí o no a estas preguntas? El emperador y sus ministros son los únicos en aptitud de tomar una resolución con perfecto conocimiento de causa. Agrega, que de algún tiempo atrás cree oportuna la retirada del emperador. En este sentido se expresó en la conferencia de Orizaba, y de entonces acá, lejos de cambiar de opinión, se ha confirmado en ella. Se dice que el país está acostumbrado a la situación en que hoy se halla. Esto es cierto; pero cuando el orador se adhirió al imperio, precisamente lo hizo porque creía adherirse a un orden de cosas cuya estabilidad traería consigo la paz y la prosperidad nacional. Esta esperanza no se ha realizado, y quedan pocas probabilidades de que se realice en lo sucesivo. El orador reitera, pues, el voto que emitió en Orizaba, es decir, opinaba porque el emperador se retirase del campo de la política.

El señor Cordero, con su lógica inflexible, desarrolla las mismas consideraciones. Cree que, llevando adelante la guerra, corre riesgo de descender a la condición de jefe de partido. Cree, además, que el imperio, en razón de su novedad, cuenta pocos partidarios propios. Pronunciase, pues, en favor de la abdicación.

El presidente Lares recoge los votos, y por una gran mayoría se resuelve que Maximiliano quedase al frente del gobierno, y se abriese la campaña contra la República.

IV

El emperador se trasladó a Chapultepec.

Allí tuvo lugar un acto eminentemente ridículo.

Una turba de conservadores de la clase ínfima en la administración imperial, se dirigió en masa al castillo.

Un abogado, que capitaneaba el víctor, tomó la palabra y felicitó a Maximiliano, que apenas contestó algunas palabras.

Había algunos individuos de frac y sombrero blanco.

Entre los personajes que dirigían el grupo de los felicitantes, se distinguía un joven como de treinta años, pequeño, algo encorvado, con los ojos encontrados, los pómulos salientes, bigote y candado negros: llevaba un vestido color de aurora y un fieltro negro.

Enmedio de los aplausos, se distinguía su voz que clamaba con entusiasmo: ¡Vivan SS. MM. Imperiales de la República Mexicana!

A este individuo, que se ha hecho célebre por su capacidad en hacer cuadros de costumbres en las tertulias, le han dedicado una pieza de música a cuyo frente se encuentra su retrato.

Este joven es notable por sus chistes de buen gusto, y tenemos para nuestro coleto, que los equívocos de los vivas eran intencionales.

Este sainete acabó de desprestigiar la resolución de los consejeros, poniendo en caricatura al gran partido con que contaba la monarquía.

Al día siguiente la mayor parte de los individuos del víctor conservador, fueron condecorados con la cruz de la Orden de Guadalupe.

V. La retirada

I

La hora había sonado.

El ejército francés, concentrado en la capital del imperio, había hecho tres marchas escalonadas rumbo a Veracruz, donde le esperaban los transportes para regresarlo a su patria.

—¿Qué llevaba sobre sus banderas?

¡Los cipreses de la derrota, la corona del escarnio y de la vergüenza!

¿Era éste el ejército cuyas armas vencedoras saludaba la Italia en los campos de Magenta y Solferino?

¿Era éste el ejército que recibía con gritos de entusiasmo y con arcos de triunfo a su regreso de Sebastopol la imperial París?

No; aquellos mutilados batallones eran una falange de aventureros que salía en fuga de un país talado y lleno de escombros.

Una turba desarrapada de verdugos a quienes seguía la maldición de una nacionalidad despedazada.

¡Salve, Francia imperial, ya no eres aquella virgen impetuosa ceñida con el gorro frigio por la mano de Robespierre y de Dantón!…

;Ya no eres aquella sibila del porvenir sentenciado al mundo del pasado desde la tribuna de Mirabeau!

¡Ya no se levanta tu voz enmedio de la efervescencia de un pueblo, entonando el himno patriótico de la Marsellesa!

¡Pobre Francia imperial!

¡Ya no eres aquella nación grande y poderosa que paseaba en triunfo las cenizas de Voltaire, maldiciendo el despotismo y lanzando delante de aquellos reverendos manes un anatema a la tiranía!

Hoy humillada y rendida te prosternas delante de la tumba que se alza sombría en el cuartel de los Inválidos, y descubres tu frente al pasar por la columna que sostiene la estatua de Billault, mientras estrujas con temblorosa planta la yerba que crece sobre los sepulcros de Pierre y Orsini!

¡Tú siempre a la vanguardia de la libertad y del patriotismo, tú empuñando la bandera de la civilización y del heroísmo, necesitas para regenerarte ¡a tempestad del Nueve Thermidor!

¡Olvida en el desprecio a Ravaillac y Jacobo Clement; tú no debes empuñar la daga del asesino, tienes una bandera tricolor que se ha paseado triunfante por toda la Europa; invoca a los dioses de tus libertades y derriba la esfinge monárquica.

¡No vaciles entre la Diosa Razón y Napoleón III!

II

La mayor parte de los Estados de la República habían vuelto al orden constitucional.

Los ejércitos de Juárez, como un río desbordado, se extendían en diferentes surcos y todo lo inundaban.

Los soldados imperiales huían desmoralizados, y todo auguraba el próximo triunfo.

Maximiliano se entregó por completo en brazos del partido conservador, de los hombres del desprestigio a quienes el país entero había rechazado hasta lanzarlos a las playas extranjeras.

Miramón se dirigía de San Luis Potosí a Zacatecas, donde el presidente Juárez había llegado entre arcos de triunfo y las aclamaciones de los libres. Miramón era el general más atrevido del ejército imperialista, y a él se le había confiado la primera expedición.

El 5 de febrero de 1867, día fijado para la desocupación de la capital, corrían rumores de que Miramón entraba en Zacatecas después de derrotar a los republicanos.

Márquez organizaba con un ardor incansable el ejército, compuesto de franceses licenciados y de mexicanos tomados de leva.

Maximiliano visitaba los cuarteles, disponía revistas, y procuraba levantar el espíritu de sus soldados.

Cuando una situación se determina, todo lo arrolla, no hay más que resignarse, porque la suerte está echada, y faltan hasta las probabilidades más lógicas, y se extravían los cálculos más bien fundados.

Maximiliano veló sus armas como los caballeros andantes; se creyó soldado, calóse la armadura, dispuso sus caballos de batalla y se lanzó al frente de su ejército como Brazo de Hierro, su antepasado.

III

El mariscal Bazaine dio una proclama vindicando a la Francia, diciendo que no había querido imponerle un gobierno a la República haciendo votos por la prosperidad de la nación.

Las últimas palabras del mariscal son incalificables, carecen de pudor y de vergüenza, Son una página más a esa historia de infamia y de sangre con las bayonetas francesas.

Los conservadores declararon a su vez que una era la causa nacional y otra era la causa francesa.

Los intervencionistas, en materia de descaro, se pusieron a la altura del mariscal.

Llegó la mañana del 5 de febrero de 1867.

El día estaba sereno: las calles todas de la capital, en el tránsito de la Plaza de Armas al Paseo, estaban inundadas de gente para ver la partida del ejército expedicionario.

Ni un arco, ni una cortina, nada que indicara la menor simpatía a ese ejército que se ponía en fuga vergonzosa y acelerada delante de la revolución victoriosa.

El momento había llegado, y aun había ilusos que no lo creían, juzgando un movimiento estratégico del ejército.

Efectivamente; sólo presenciando aquel acto vergonzoso y humillante se podía creer.

Napoleón III, azotado por los americanos, vejado por Mr. Seward, se inclinaba con la frente sombría al peso de una situación desesperante.

Maximiliano rehusó recibir la despedida del mariscal, y el Palacio, años antes empavesado con la bandera de los grifos y con las flámulas francesas, yacía sin adornos y desnudas las astabanderas.

La basílica había enmudecido: sus campanas, que con sus lenguas de bronce saludaron al ejército francés, vencedor en Puebla y San Lorenzo, permanecían mudas a la salida del ejército expedicionario.

Daban las once de la mañana cuando comenzó el desfile, viniendo las tropas del Paseo Nuevo donde se organizaron, siguiendo la carrera hasta la Plaza para tomar rumbo a la garita de San Antonio Abad.

Una escolta de turcos formaba la vanguardia.

Aquellos hombres permanecían indiferentes, sin afectarles la manera con que el ejército francés abandonaba la capital.

Después, el general Du Preuil, seguido de un escuadrón de Cazadores de Francia.

El general iba profundamente emocionado, sus mejillas enrojecidas de vergüenza, y su rostro casi cubierto por el paño de sol y visera del kepis.

Inmediatamente los Cazadores de Vincennes.

Este cuerpo fue el primero que entró en la capital y tomó posesión del Palacio, como vanguardia del ejército en 1863.

Pasaba a su vez por las llamas de la vergüenza.

Hace tres años, tan apuestos los Cazadores, y ahora, cabizbajos como unos sentenciados.

—¡Pobres soldados! ¡Ellos no saben más que batirse, derramar su sangre a la voz de ese hombre que pesa sobre los destinos de la humanidad!

Seguía el general Castagny, que enfermo de una afección nerviosa, iba haciendo contorsiones ridículas, como un payaso en un convite de circo olímpico.

Un desgraciado general apoyaba como un Napoleón su brazo en la cintura, y la emoción lo tenía epiléptico.

Aquella figura provocó la hilaridad popular.

Seguían el 7.º y el 95.º de línea.

Esos batallones marchaban marcialmente al son de sus cajas.

Había algo de solemnidad en aquellos valientes que infundía respeto.

Querían conservar en sus ademanes, la dignidad que le faltaba a aquel acto bochornoso.

En esos bravos batallones se trasparentaba el orgullo del soldado francés.

El mariscal Aquiles Bazaine apareció entre el grupo tormentoso de su Estado Mayor.

Llevaba el mariscal un albornoz blanco, como el de los Templarios, su kepí echado el paño de sol, guantes blancos y pantalón colorado.

Montaba un arrogante caballo árabe que llevaba cubiertos de espuma los encuentros.

El jefe de la expedición tenía un ceño de marcado desdén.

Paseaba sus miradas dominando a la multitud, como esperando aplausos.

Ostentaba soberbia y menosprecio, manifestando cuanto le contrariaba la orden de Napoleón III.

El veterano comprendía lo negro de su situación, y se exasperaba su ardor marcial en la retirada.

A nadie dirigió un saludo, y atravesó casi a galope la extensión de la Plaza, seguido de su escolta y de un escuadrón de Cazadores de África.

Al pasar por el Palacio observó que los balcones estaban cerrados, que la bandera no estaba enarbolada, y que los centinelas de la puerta no le hacían los honores.

Entonces arrimó los acicates a su caballo, y envuelto en la nube de sus soldados, desapareció por la ruta rumbo a la salida de la ciudad.

En seguida desfiló la artillería.

¡Aquellas piezas habían dejado oír su estallido de muerte en cien campos de batalla!

Ninguno de los soldados que las habían acariciado hacía tres años, sobrevivía a la intervención.

¡Aquellos cañones visitaron las arenas de Inkerman y Montebello!

Un golpe de música anunció que les tocaba su turno a los zuavos.

En efecto, el 3.º de Zuavos apareció metiendo una algazara horrible.

Marchaban en desorden aquellos intrépidos soldados, primeros relámpagos de las batallas.

Los zuavos son los hombres de las simpatías.

En un campamento donde ellos están, no hay tristeza, todo es broma.

Son valientes por espíritu de cuerpo; uno de sus sargentos había puesto la bandera en la torre de Malakoff.

Los zuavos venían cargados con un grande equipaje: sobre sus mochilas muchos traían pericos, trozos de carne y verdura.

Esto caía en gracia a los espectadores.

Algunos soldados eran seguidos de perros, y cada uno llevaba algún recuerdo a la familia.

Las vivanderas, con trajes del regimiento, formaban parte de la comitiva, recogiendo al paso los chistes y calambures de sus camaradas.

El tambor mayor arrojaba a una grande altura su bastón, haciendo alarde de su destreza en el manejo de su arma.

La música seguía tocando una marcha sonora y hermosísima.

El 3.º de Zuavos desapareció con el eco de sus parches y clarines.

Dos horas después el ejército acampó en los alrededores de la Piedad, prolongándose hasta Churubusco.

Desde lo alto de las torres se percibían las tiendas de campaña como una bandada de garzas voladoras posadas sobre la yerba de los sembrados y que va a abandonar un campo para siempre.

IV

¡Adiós! ¡Ya vuestras armas no volverán a dispararse contra el pecho de los mexicanos! ¡Nos habéis dejado un recuerdo de lágrimas y desolación!

¡Cuántos de vuestros hermanos dejáis en las tumbas abandonadas del suelo extraño!

¡Cuántos de vosotros quedáis en este suelo hospitalario en busca del pan que compráis en vuestra patria a costa de sangre y sufrimientos!

¡Marchad en paz!

¡Las sombras de las víctimas os despiden en las calientes arenas del Golfo, y maldicen vuestras armas que saludaron tantas veces cuando simbolizaban el cimiento de la libertad y la emancipación de un pueblo!

¡Nuestra mano no volverá a oprimir la vuestra!…

Se necesita una nueva generación que pronuncie la palabra olvido delante de nuestras tumbas.

¡Esa palabra quemaría nuestro labio!

¡Adiós!

En vuestros sueños de ambición, y cuando os lancéis sobre una nacionalidad agonizante, acordaos de México.

VI. El primer encuentro

I

Trasladémonos al campo republicano, ocho días antes de los sucesos que hemos referido.

El ejército independiente, en alas del triunfo, se acercaba a los reductos imperiales, donde yacía plegada y marchita la bandera de los grifos, antes triunfante en todo el territorio.

El ejército de Maximiliano, compuesto de tropas mexicanas, austriacas, belgas, y de multitud de aventureros franceses, llegaba ardiente al combate, deseando arrollar a su enemigo que lo desafiaba.

Miramón volvía a saludar a sus antiguos camaradas en esos campos donde había cosechado tantos laureles en los días esplendentes de su fortuna.

Hábil en la táctica de guerra, había vacilado sobre el punto donde debía dirigir la visual de sus cañones.

Fijóse primero en la ciudad de San Luis; pero tenía fuertes inconvenientes, acaso sería necesario un sitio, y el joven general quería a todo trance arrollar a campo raso a los republicanos.

Pensaba auxiliar a las fuerzas de Jalisco, próximas a una derrota; pero el prudente general imperialista se retiró a Colima entregando Guadalajara a las tropas de Corona, que la ocupó en nombre de la República.

Miramón previno a la división Castillo amagase la ciudad de San Luis Potosí, para evitar ser atacado por retaguardia en las operaciones que iba a emprender.

La ambición era el genio tutelar de Miramón. Supo que el presidente Juárez había llegado a Zacatecas; que las fuerzas reunidas en aquella plaza eran escasas, y se movió violentamente sobre ellos, creyendo que podría traer prisionero al Presidente de la República.

Efectivamente; el día 27 de enero se presentó frente a Zacatecas.

Las fuerzas de Juárez ocuparon la Bufa para defenderse mientras el grueso de ellas se retiraba, vista la superioridad numérica.

El presidente estuvo en expectativa hasta que Miramón se lanzó sobre el cerro y desalojó a la pequeña guarnición que lo esperó a la bayoneta, sabiendo a ciencia cierta que necesitaba sacrificarse para salvar a sus compañeros.

Dueño Miramón de la Bufa, se dirigió a la ciudad con precipitación, en busca del presidente.

La fuerza republicana se posesionó de unas lomas y de la eminencia de la Bolsa, que está fuera de la ciudad.

Juárez, con aquella serenidad nunca desmentida, entró tranquilamente en su carretela y abandonó a Zacatecas, dirigiéndose al rumbo de Jerez.

Miramón envió una fuerza en su persecución, que no alcanzó éxito alguno favorable.

Se comprendía desde luego que aun obteniendo una victoria decisiva sobre aquellas fuerzas, nada se aventajaba.

Miramón salió al día siguiente de Zacatecas, fiado en una sorpresa, para batir al ejército de la frontera.

Todos los aventureros franceses cometieron depredaciones horribles en la toma de Zacatecas; estaban en país de conquista y nada respetaron.

Miramón no podía contenerlos porque los necesitaba de toda urgencia, y su ímpetu era punto menos que decisivo en los encuentros. El pueblo maldijo a aquellos bandoleros, y ofreció vengarse de sus sangrientos ultrajes.

II

El general Escobedo seguía con avidez los movimientos de las divisiones imperialistas, comprendiéndolos de una manera tan clara que ninguno de sus cálculos salió fallido.

La división Castillo, que se aproximaba a San Luis, no logró engañar la perspicacia de Escobedo, y previendo todas las eventualidades, dejó guarnecida la ciudad, encomendando toda la fuerza al general León Guzmán, que por su capacidad y valor no sería fácilmente sorprendido.

Aureliano Rivera quedaba de observación con seiscientos jinetes.

Al saber el movimiento de Miramón sobre Zacatecas, ordenó que el valiente general Treviño saliese inmediatamente con mil quinientos hombres de las tres armas.

Al general Arce se le mandó situar con mil hombres en Mezquitic, para que pudiese auxiliar ora a San Luis, ora al general Treviño.

Treviño avisó de Salinas del Peñón, que Zacatecas había caído en poder del imperio.

Entonces Escobedo se puso al frente de esta fuerza, y forzó la jornada hasta el Espíritu Santo, y siguió hasta encontrar las fuerzas republicanas.

Reunido el cuerpo de ejército mencionado, se dirigió a la hacienda del Corro, camino central de las tres vías que siguen hasta Zacatecas.

La hacienda del Corro era el punto más estratégico.

Miramón tenía que pasar por allí para reunirse a Castillo, y una vez en ese terreno, aceptar la batalla.

La fuerza de Escobedo se componía de mil quinientos caballos, dos mil infantes y una batería.

Las caballerías, mandadas por Arce, se dividieron en tres columnas al mando de jefes valientes y ameritados.

Las que estaban al mando del coronel Martínez, se organizaron en cuatro columnas.

Las primeras estaban apoyadas por infantería.

Cazadores de Galeana y 1.º de Durango, formaban la reserva.

El mando de la división se encomendó al general Gerónimo Treviño.

Así organizadas las fuerzas y sin pérdida de tiempo, salió Escobedo el 31 de enero y pernoctó en Santa Elena, donde supo que Miramón había salido con todas sus fuerzas en la tarde de ese día sobre el mismo rumbo.

Decididamente, se estaba en la víspera de una batalla.

III

A las cuatro de la mañana del 1.º de febrero, salió la división republicana en busca de los imperiales.

La mañana era clara y hermosa; el horizonte estaba puro, y la llanura por donde atravesaba el ejército, se perdía en el horizonte.

Una polvareda anunció que las tropas de Miramón estaban a la vista.

Escobedo llegaba a la Estancia de Jarillas.

Era necesaria una marcha rápida para encontrar al enemigo, que marchaba con violencia sobre el camino de Aguascalientes.

Escobedo emprendió el movimiento.

El enemigo ganó la hacienda de San Diego, tomó posiciones y desplegó su batalla, esperando arma al brazo a los republicanos.

Escobedo hizo un reconocimiento, protegido por la línea de tiradores mandados por Treviño.

El general republicano creyó que el momento era llegado.

Dispuso que tres columnas de caballería, a las órdenes de Martínez, marcharan por la izquierda, aprovechando una pequeña altura, hasta rebasar la derecha del enemigo.

Avanzó por el centro, abrazando la posición contraria, con tres columnas de infantería que marchaban bandera desplegada y marcialmente, sobre las fuerzas imperiales.

Situó dos piezas de artillería sobre los bordes de un estanque, dominando la posición enemiga.

Por la derecha avanzó la columna de reserva a las órdenes del general Miguel Blanco, el célebre general que en 1858 atacó la capital con un puñado de valientes, haciendo una marcha rápida y sorprendente, y llegando a las puertas de México sin ser sentido del ejército reaccionario.

IV

La batalla no podía estar mejor organizada.

Miramón comprendió que estaba perdido.

Replegó inmediatamente su batalla, y emprendió la retirada antes de estar al alcance de las columnas de asalto.

Los carabineros republicanos inquietaban tenazmente al enemigo, que procuraba conservar su organización.

Entonces comenzó un espectáculo magnífico.

Las columnas de caballería de Escobedo, se pusieron a la altura por izquierda y derecha de las fuerzas de Miramón, y republicanos e imperialistas caminaban en una misma dirección y sobre un mismo campo llevando por punto de vista al rancho del Cuisillo, cuya posición era ventajosa para la resistencia.

Caminaban llenos de ansiedad los combatientes.

Los tiradores seguían batiéndose con las guerrillas enemigas hasta llegar a San Francisco de los Adames.

Entonces Escobedo mandó orden al general Blanco, para que venciendo los obstáculos que presentaba el terreno, hiciera avanzar su columna hasta voltear la posición del Cuisillo.

Otra orden a Martínez para que avanzara por la izquierda, hasta llegar al camino real, y a Treviño para que hiciera avanzar la 4.ª columna, apoyado con la infantería.

Operado este movimiento, el enemigo entraba en una situación apremiante: o la dispersión, o el evento de una batalla.

Miramón aprovechó el momento más oportuno.

La caballería, mandada por Blanco, le había adelantado hacia un flanco, y se alejaba para tomar la retaguardia, y la infantería estaba a una gran distancia: quedaba, pues, sola, la caballería de Blanco.

Derrotada ésta, podía batir en detal la división republicana.

Miramón desplegó sus alas de batalla de una manera muy militar.

Puso sus piezas en batería, y las descargó a metralla sobre los carabineros, que lo venían quemando.

Escobedo hizo que la tropa de Martínez desplegara en batalla al frente de la de Miramón.

Dos secciones de la Legión del Norte apoyaban la izquierda, dos de carabineros la derecha.

Los cazadores avanzaron a voltear la posición del enemigo.

La batalla estaba empeñada.

Escobedo lanzó sus columnas sobre el enemigo.

Los clarines tocaban ataque, y aquellas masas de hierro atravesaban el llano como unas serpientes, sufriendo el incesante fuego de la artillería.

Al ver la serenidad de los republicanos, comenzaron a flaquear las tropas imperiales.

Se advirtió una oscilación en la línea, como la de las olas encadenadas que están próximas a reventar y convertirse en átomos de espuma.

Veintiuna piezas de artillería jugaban sobre aquellas columnas, y todas a metralla.

Si en los primeros momentos no habían retrocedido, decididamente la batalla estaba ganada.

Miramón lanzó su caballería, compuesta en su mayor parte de los aventureros franceses.

El momento decisivo había llegado.

Aquellas masas chocaron entre sí con un estrépito horrible, y comenzó la matanza.

Hubo un momento en que los generales enemigos no vieron más que una nube de polvo, sin poder determinar las ventajas.

Aquella nube tomó una corriente como impulsada por el huracán.

Los imperiales comenzaron a huir aterrorizados al sable de los Cazadores y Carabineros.

La Legión del Norte se echó sobre la artillería, apagando con sus pechos aquellas bocas de fuego que vomitaban la muerte y el exterminio.

La derrota era completa.

Miramón estuvo hasta la última hora, en que viendo perdida la batalla, se escapó a uña de caballo en compañía de un grupo de oficiales y su Estado Mayor.

Artillería, pertrechos de guerra y veintidós mil pesos en plata, fueron el botín de los vencedores.

Sobre el campo estaban los cadáveres de noventa y seis franceses.

Quinientos prisioneros se hicieron sobre el terreno, mientras que una parte de la caballería iba en persecución de los dispersos que se rendían a discreción.

Esta gloriosa jornada tomó el nombre de «batalla de San Jacinto», por llamarse así el lugar donde se consumó la derrota de las fuerzas imperialistas.

VII. Expiación

Escobedo marchó a Zacatecas, llevando personalmente la noticia de su victoria al presidente Juárez, que estaba de regreso en su ciudad.

Al día siguiente volvió a su campo.

Aquél fue un día terrible.

Los horrores cometidos por los franceses en Zacatecas, necesitaban una reparación ejemplar.

Hay veces en que el hombre de corazón tiene que contener los clamores de la piedad, cerrar los ojos a la luz de la compasión y descargar el brazo de la justicia sobre la frente del culpable y del criminal.

El ejército y el pueblo pedían el castigo.

¡Aquello era un eco débil ante ese acento solemne y aterrador de la justicia humana!

El general Escobedo mandó pasar por las armas a noventa y ocho franceses, hechos prisioneros sobre el campo de batalla.

A aquellos desgraciados no los abrigaba nacionalidad alguna; porque el mariscal Bazaine había hecho saber a los súbditos de Napoleón III, que los que se filiasen de ellos bajo la bandera de Maximiliano, perdían su calidad de nacionales franceses.

Las leyes de la República los condenaban como piratas y filibusteros.

Esos miserables estaban sentenciados de antemano.

Un coronel del Norte recibió las órdenes para la ejecución.

Los prisioneros fueron encerrados en una capillita, donde un sacerdote entró a prestarles los auxilios espirituales.

Un clamor terrible se levantó de aquel grupo de extranjeros frente del patíbulo.

Tres compañías se situaron frente a la iglesia abocando tres obuses de montaña cargados a metralla.

A una distancia de doscientos pasos de la capilla, se formó el cuadro.

Los condenados eran llevados de diez en diez.

Al ruido siniestro de las detonaciones, los que estaban esperando su turno entraban en una agonía lenta y desesperada.

La ejecución fue lo más violento posible, porque aquellos instantes eran horribles.

Los últimos sentenciados habían perdido la razón y caminaron desfallecidos al cadalso.

Los soldados recordaban, para atenuar ese sentimiento que se despierta a la vista de ese espectáculo de muerte, la memoria de los fusilamientos de Uruapan, y los nombres de los generales Arteaga y Salazar corrían por todos los labios.

¡La hora del Señor había sonado en el reloj de la justicia eterna!

VIII. Las nupcias

I

El comandante Demuriez había esperado que el ejército francés se alejase del suelo mexicano, para evitar cualquier obstáculo que se opusiese a su enlace con la señorita Clara Rodríguez.

El comandante había presentado a don Alfonso sus papeles en toda regla.

Nada faltaba a los documentos, tenían los sellos del ministerio de Relaciones y los de la legación francesa en México.

Por dichos documentos aparecía que Demuriez nunca había contraído matrimonio, ni dado solemne palabra de casamiento, ni contraído esponsales.

Don Alfonso estaba profundamente triste; pero conocía que la separación de Clara era inevitable, porque el porvenir de la mujer está en el casamiento.

Resignado con estas ideas, estaba sólo consagrado a los preparativos, es decir, había recogido en una cartera los billetes de banco, que formaban una suma enorme, para entregarlos a Demuriez luego que la ceremonia se hubiese verificado.

El infeliz padre quería que la boda tuviese un lujo asiático; trataba de hacerse ilusiones manifestando un gozo que estaba muy lejos de sentir.

Las donas que regaló a Clara eran soberbias y de un gran valor.

Al futuro esposo de Clara le preparó obsequios que el comandante sólo había visto en los cuentos de las Mil y una Noches.

Invitó a la ceremonia a las familias más distinguidas de la sociedad y sus amigos íntimos.

Clara había deseado que su querida Luz la hubiese servido de madrina; pero Luz no se encontraba con valor para ver desposar a aquella joven a quien amaba con intensidad.

Don Alfonso por galantería invitó a la señora Fajardo, que se prestó al momento, porque doña Canuta quería mucho a la hija del español.

El diplomático le había hecho un obsequio a nombre de Luz, que le costaba algunos cientos de pesos.

Ya hemos dicho que don Modesto nada escaseaba en tratándose de su hija, y esa vez echaba la casa por los balcones.

El hombre de Estado estaba satisfecho y la señora Fajardo rebosando de alegría.

II

Estamos en la noche en que debe celebrarse el casamiento de Clara y Demuriez.

La casa de don Alfonso estaba ricamente alhajada.

En el fondo del patio hay una gruta donde se destacan las hojas arrasadas del plátano y las flores de la magnolia como palomas en un nido de esmeralda.

Las camelias blancas y rojas, el rododendro, las anémonas y cuantas plantas y flores exquisitas produce nuestro fecundo suelo, tantas se encontraban en aquel poético recinto.

En el fondo de la gruta estaba un trasparente con una alegoría del amor y el himeneo.

La gruta estaba alumbrada con luz de luna, dando aquella suavidad fosfórica un tono bellísimo a las ramas enlazadas que formaban el cielo de la gruta.

Además de la esencia de las flores, ardían unos pebeteros de ámbar que saturaban la atmósfera.

Los arcos del corredor están adornados con vasos de colores, y en el centro de cada uno se destaca una estrella iluminada color de granate y oro.

Las columnas tenían también vasos de colores admirablemente combinados, y todo aquel conjunto de flores y de luces era encantador.

La sala estaba magnífica.

Los muebles eran dorados y los asientos de raso blanco bordados de flores de sedas de color, trabajo exquisito, preparado expresamente para aquella ceremonia.

Las alfombras blancas también y sembradas de flores.

Un candil de cristal resplandeciente con yardas y arbotantes de oro agrupando las luces, reproduciéndose en los mil prismas trémulos y oscilantes.

Lunas de un tamaño fabuloso cubriendo casi por completo los lienzos del salón.

En las consolas de mármol jarrones pequeños de alabastro con flores exquisitas.

En la antesala, puestas en cuadros dos copias del Ticiano, alumbradas por bujías en candelabros de bronce.

En el comedor estaba servida una mesa suntuosa.

—¡Fajardo, dijo doña Canuta al diplomático, esto es verdaderamente regio!

—Es necesario confesar, contestó don Modesto, que de pocos años a esta parte se ha desarrollado un gusto exquisito en nuestras fiestas sociales.

—Las cortes hacen renacer…

—Silencio, esposa mía, no hables tan alto, me comprometes, ¿no ves que estamos a un cuarto para republicanizarnos?

—¡Pusilánime!… si yo fuera hombre ya estaría con las armas en la mano.

—Yo opino de diferente modo, me parece más cómodo que otros las empuñen.

—Ya, pero no es igual el resultado.

—No tomando las armas, yo te aseguro que me inquietan muy poco los resultados.

—¡Hola!, señora doña Canuta, usted por acá, le dijo el andaluz que ya hemos visto en la tertulia de Clara.

—Soy uno de los santos de la fiesta, caballero.

—¿Usted también se casa?

—No, precisamente; pero apadrino a Clara.

—Lo ignoraba, señora.

—Eso le acontece a usted muy a menudo.

—Es cierto, no podía creer que…

—¿Aquél es el comandante?, preguntó doña Canuta echando el lente a Demuriez.

—Precisamente, señora, aquel del frac negro y cruz de la Legión de Honor; y ahora que hablamos de legiones, parece que algunas de demonios están cargando con el imperio.

Doña Canuta afectó no oír las palabras del andaluz.

—¡Vea usted qué suerte de estos gabachos, llevarse una muchacha tan linda un comandantillo; fuera al menos un mariscal!

—Los españoles, caballero, son los que menos pueden quejarse; ustedes son los hombres de la fortuna en este país.

—Me creo favorecido por ella toda vez que tengo el honor de llamarme amigo de usted.

—Gracias, caballero, respondió la Fajardo, sacudiéndose el vestido, sin comprender la sátira sangrienta del andaluz.

—Hablemos con formalidad, señora, estoy encantado de ver este lujo.

—Tiene usted razón, ni en las tertulias de S. M. la emperatriz se ve este esplendor.

—Y que aquello no les costaba, contestó el andaluz sin poderse contener.

—El erario, caballero, es el que está en obligación de cubrir el gasto de los reyes.

—De los emperadores, murmuró con sonrisa el español.

—Hablo en general de las dinastías, ¿acaso S. M. C. paga de su peculio las diversiones?

—Lo ignoro; pero sé que al menos tiene un patrimonio, mientras que S. M. el emperador de México tiene un contra-peculio, es decir, muchas deudas.

—No le juzguemos, caballero, hay mucho de qué ocuparnos esta noche, dejemos a S. M. que en nada se mezcla con nosotros.

—Como usted guste, señora.

En esos momentos se acercó don Alfonso a la señora Fajardo.

—Señora, le dijo dulcemente, me es muy penosa la ausencia de vuestra hija, los dos estamos heridos mortalmente; pero deseara me acompañara en esta hora bien triste para mí.

—Ha llorado desde ayer sin descanso. Clara fue a visitarla y la ha puesto de remate, hoy no ha querido probar bocado, ni darnos la cara. Metida en su aposento como un misántropo no quiere hablar con alma nacida.

—¡Pobre Luz!, usted sabe, señora, que yo dudo a quién amo más, si a mi hija o a la vuestra.

—Señor don Alfonso, si no estuviéramos en este lugar le ahogaba a usted de un abrazo.

—Señora, esa niña es un ángel de virtud.

—Es verdad, dijo don Modesto injeriéndose en la conversación; mi Luz es un tesoro, hace usted muy bien en quererla, porque ella le paga a usted con usura su cariño, vamos, si esa niña está punto más que enamorada de usted y de Clara; yo confieso que estoy celoso, terriblemente celoso.

Don Alfonso limpió sus ojos que se habían humedecido.

El diplomático pensó que acaso no estaría distante el día en que su hija se separase de él para siempre, e instintivamente pasó el brazo por la espalda de don Alfonso y lo estrechó a su corazón.

Aquel infeliz anciano tenía una pesadumbre mortal, aparentaba tranquilidad y alegría por no disgustar a su hija… ¡pobres padres!, no hay sacrificio por grande que sea, que no lo acepten delante de ese cariño.

Don Alfonso recoma los grupos de sus convidados recibiendo felicitaciones que eran otros tantos dardos sobre su corazón.

Los españoles comprendían que su consentimiento era una condescendencia al amor de su hija, y hasta un niño hubiera conocido el disgusto de aquel padre sólo con mirarle a la cara.

El salón y el jardín estaban inundados de las principales familias del mundo elegante.

Un golpe de orquesta anunció que la hora había llegado y que los novios aparecían en el salón.

III

Trasladémonos por unos instantes a la casa de los Fajardos, donde tenía lugar una escena interesantísima.

Luz se paseaba agitada en su gabinete.

Su semblante tenía las marcas del llanto, sus ojos estaban inflamados, sus pupilas candentes, sus labios convulsos y su cabello desordenado.

Aquella infeliz criatura hacía el duelo a su querida amiga.

Un presentimiento le decía que Clara iba a ser desgraciada.

Esta idea nacía tal vez del odio que profesaba a los franceses.

Hay cierto celo nacional, por decirlo así, cuando se ve a una joven hermosa aceptar por esposo a un extranjero.

Luz creía, y era lo cierto, que aquella amistad debía entibiarse luego que Clara entrase en una nueva existencia. No era esto lo que más la inquietaba; hacía algún tiempo que notaba algo de extraño en la conducta de Demuriez, algo que no era posible determinar, pero que sentía.

Aquel hombre le era enteramente antipático, lo rechazaba instintivamente.

—Por algo no quiero yo a este hombre, se decía la joven, el corazón sabe más que nosotros.

Acercóse a su tocador y tomó el retrato de Clara.

Lo contempló algunos momentos y lo arrojó sobre la mesa con despecho.

—¡Pobre amiga mía!… no sabe el paso que da en estos momentos… yo estoy terriblemente inquieta.

Quedóse un momento pensativa la joven.

—¡Oh!, dijo, se me olvidaba, yo no quiero tener nada de ese hombre.

Diciendo esto abrió una cajita de ébano que estaba sobre la consola y sacó un bulto de cartas.

—Éstas son, dijo, las cartas enviadas a ese señor Demuriez y que Clara aún no ha recogido; veamos si están completas.

Ya recordarán nuestros lectores que el novio de Clara había posado en la casa de los Fajardo, por cuyo motivo la correspondencia de Europa se encontraba en poder de Luz.

La joven se puso a contar las cartas.

Al llegar a la última notó que pesaba más que las anteriores.

—¿Qué será?… ¡Ah!, sí, unos retratos… se perciben perfectamente los ejemplares.

Tuvo un momento la carta en la mano, cuando la asaltó la curiosidad natural a su sexo. Se le antojó ver de quién eran aquellos retratos.

Probó a ver si podían trasparentarse a la luz de la bujía.

—Es imposible, dijo, están en vitela; y se decidió a romper el sello.

Sacó de una doble cubierta dos retratos.

El primero era el de una joven bellísima.

El cuadro estaba bien delineado.

Era un aposento con una ventana que caía al mar; el mar estaba desierto.

En la pared visible del aposento, estaba colgado un uniforme y una espada.

A un lado un pequeño escritorio.

La joven estaba recargada a la reja de la ventana, apoyando sus sienes sobre una de sus manos perfectamente modeladas.

Vestía un bata de mil rayas y llevaba al seno un prendedor con un retrato que no podía percibirse.

Su pelo estaba rizado y se levantaba sobre su frente, dividido por una raya caída hacia la izquierda de la cabeza.

El cabello estaba recogido y puesto dentro de una red.

Un rizo se descolgaba por el cuello de la joven.

La actitud de aquella simpática figura era interesante.

Revelaba a una mujer que tiende una mirada lánguida sobre el mar y el horizonte en busca de una esperanza.

Luz, con aquella perspicacia de imaginación que sólo poseen las mujeres, comprendió que no podía ser una hermana sino la esposa de un militar que espera su regreso.

Luz no se olvidaba del uniforme.

Volvió la fotografía por el revés y leyó: «Un recuerdo a mi esposo.»—Matilde Demuriez.

La joven se quedó como si un rayo hubiese caído a sus plantas.

Restregóse los ojos, sacudió la bujía para que arrojase más luz, y tornó a leer.

No cabía duda, aquel hombre era casado y perpetraba en aquellos momentos un crimen horrible.

Pasó violentamente la vista por la otra fotografía y sus ojos se humedecieron.

Una niña y un niño jugaban con un aro de cascabeles.

La niña estaba poniendo una fisonomía de llanto al sentirse arrebatar aquel juguete por su hermanito, que hacía esfuerzos por quedarse con la prenda.

El artista había sorprendido este instante de la infantil pareja y la reproducción salió magnífica.

El ejemplar tenía su dedicatoria.

«Alfonso y Rosa Demuriez, a su adorado papá.»

—¡Eso es horrible!, exclamó Luz, yo debo evitar este engaño.

Y tiró fuertemente del cordón de la campana.

Una criada se presentó.

—El coche inmediatamente.

Entróse en su tocador, vistióse con violencia, y a los diez minutos salía el coche a todo escape rumbo a la Ribera de San Cosme.

IV

Hemos dicho que un golpe de música anunció a la concurrencia que los novios entraban al salón.

Efectivamente, Clara se presentó hermosa como la luna en el fondo de un cielo lleno de estrellas.

Llevaba un traje de seda blanco, cortado a nesgas, de cola, orlado simplemente de un cordón torcido de seda también blanco, que formaba un trébol en el borde inferior de la costura de cada paño, subiendo sobre cada uno de éstos hasta el talle.

Un cinturón formado por un ramo de azahares salpicados de brillantes, terminando en un ramo cubierto de flores.

Sobre el escote, capullos de azahar sembrados de brillantes.

Clara estaba envuelta en una nube de rosas y de estrellas.

Sobre su frente virginal se ostentaba una diadema de perlas entrelazadas con las blancas del naranjo, que caían sobre sus espaldas.

Un velo blanco como el vapor de la mañana flotaba sobre la corona y se extendía a lo largo de la falda.

Unas pulseras y un alfiler de brillantes, resplandecientes como el sol, completaban los arreos de la desposada.

Los ojos de Clara no se habían ostentado jamás tan soberanos.

Una palidez romancesca, y una languidez encantadora, bañaban el semblante divino de la joven.

Sus labios entreabiertos con una sonrisa de sobresalto amoroso, dejaban ver unos dientes más blancos que las perlas enlazadas a los azahares de la corona.

El señor Demuriez vestía todo de negro.

Un frac perfectamente arreglado, obra de Salín, un pantalón ajustado, un chaleco abierto dejando ver una camisa con un bordado exquisito y una corbata blanca.

Sobre la solapa del frac llevaba la cinta roja de la que pendía la cruz de la Legión de Honor.

Demuriez estaba emocionado terriblemente.

Quien hubiera penetrado en el secreto de su conciencia, hubiera visto el combate sangriento de su alma y percibido el rudo golpe de su corazón.

Don Alfonso presentó a los novios a la concurrencia, que los recibió con un aplauso.

V

Calló la música.

El sacerdote apareció con traje de ceremonia y se dirigió a uno de los extremos del salón.

Don Alfonso y la señora Fajardo tomaron su puesto.

El comandante Demuriez condujo a Clara frente al sacerdote.

La concurrencia guardó silencio.

El sacerdote leyó a los desposados la epístola de San Pablo, con voz solemne y conmovedora.

Después, dirigiéndose a los circundantes, preguntó si alguno de ellos sabía que los contrayentes tuvieran impedimento para contraer el matrimonio.

Demuriez se estremeció involuntariamente.

Por tres veces se repitió la pregunta.

Nadie contestó.

Entonces Demuriez y Clara se estrecharon la mano derecha.

Demuriez estaba yerto como la muerte.

—¿Caballero Enrique Demuriez, recibís a la señorita Clara Rodríguez como esposa y compañera?

—Sí, murmuró sombríamente Demuriez.

—Señorita Clara Rodríguez, ¿recibís como esposo y compañero al señor Enrique Demuriez?

—Sí, lo recibo, respondió Clara con voz sonora.

—Pues yo os uno, dijo el sacerdote, en el nombre de…

Llegaba a estas palabras el sacerdote, cuando Luz se precipitó enmedio del salón apartando violentamente a los convidados.

La ceremonia quedó interrumpida.

—Señores, gritó Luz con acento terrible, este matrimonio no puede verificarse, el señor Demuriez es casado en Francia.

Todas las miradas se volvieron al desposado, que lleno de terror, y con el rostro desencajado permanecía enmedio de aquella concurrencia que esperaba de sus labios una palabra..

—Señores, prosiguió Luz, he ahí las pruebas de su crimen, y arrojó las cartas y los retratos a los pies de Demuriez.

Clara al ver trémulo a su novio, conoció que su amiga no había mentido.

Entonces se alzó terrible, vengadora, y adelantándose resueltamente, arrancó la cruz de la Legión de Honor del pecho de Demuriez y la arrojó al suelo con desdén.

—No es digno de llevar esa insignia el infame que engaña a una mujer.

Demuriez llevó las manos a su corazón y comenzó a sollozar con esfuerzo desesperado, y lanzó al fin una carcajada nerviosa y estridente que retumbó en toda la sala.

—¡Hola!, gritó Clara a sus lacayos, ¡sacad a ese miserable, yo lo arrojo de mi casa!

Una segunda carcajada acompañada de convulsiones horribles salió del pecho del comandante.

—¡Salid!, ¡pronto!, volvió a decir Clara con acento imperioso.

Dos lacayos tomaron por los brazos a Demuriez y lo sacaron del salón.

Una tercera carcajada espantosa, último grado del acceso, acometió al desgraciado ya en las puertas de la casa.

A los pocos momentos se oyó la detonación de una pistola.

¡El comandante Demuriez se había levantado la tapa de los sesos!

IX. Terror pánico

I

Miramón no cesó de correr hasta encontrar la columna del general Castillo y emprender su retirada hasta Querétaro, previendo que las fuerzas de Escobedo y León Guzmán se reunirían para darle el golpe de gracia.

La caballería republicana seguía su tenaz persecución a los dispersos, fusilando a todos los extranjeros que encontraba en su marcha.

Escobedo continuó su camino rumbo a San Luis Potosí.

Entre Ciénega Grande y la hacienda de los Campos, vio que una carretela se dirigía a encontrarle, saltó de su carruaje y esperó.

A los pocos minutos llegó la carretela con el jefe político de Villa García.

—Señor general, traigo un prisionero.

—¿Quién es?, preguntó Escobedo.

—Don Joaquín Miramón.

Asomóse éste a la portezuela y con voz trémula y conmovida le habló al general.

—Señor, soy prisionero de guerra, mi vida está al arbitrio de usted, yo fío en su caballerosidad.

—Señor Miramón, respondió Escobedo, yo no atentaré contra la existencia de usted, daré parte a mi gobierno y cumpliré sus órdenes.

Joaquín Miramón venía herido de un pie.

El general dispuso que unos rifleros escoltaran al prisionero.

Inmediatamente se ofició a Zacatecas dando parte de la captura de Miramón.

El gobierno resolvió que dicho jefe fuese pasado por las armas con arreglo a la ley.

Escobedo recibió la orden al salir de San Felipe, y la transcribió a Treviño para su ejecución.

En un camino que por lo escabroso lleva el nombre de Escalerillas, está la hacienda de Tepetates.

Allí expió en un patíbulo Joaquín Miramón, una carrera de crímenes y depredaciones.

Su nombre se hizo célebre por la crueldad e instintos sanguinarios de ese infortunado.

Entró como un criminal vulgar en el silencio de la tumba.

II

La noticia de la derrota de San Jacinto llegó a México a las pocas horas de haberse recibido el parte de la toma de Zacatecas.

Profunda fue la impresión causada por este desastre.

El mariscal Bazaine recibió el parte en Ayotla y se dirigió a Maximiliano conjurándole a abandonar el territorio.

Maximiliano no se dignó contestar al jefe de la expedición francesa.

El desgraciado emperador llamó a Márquez y le entregó la situación, sin manifestarle ese pánico que se apoderó de su alma desde aquellos momentos.

El cuerpo diplomático dirigió una nota colectiva al emperador, manifestándole que no tenía confianza alguna en ios hombres a quienes confiaba la situación; porque uno de ellos estaba manchado con los horribles asesinatos de Tacubaya, y otro con el robo escandaloso de los fondos de la convención inglesa.

El cuerpo diplomático se espantaba de su obra.

El emperador tenía sobre su cabeza la espada de Damocles.

Márquez no estaba menos temeroso que su señor.

Publicó una proclama haciendo ostentación de sus sangrientos antecedentes, y un bando en que se traslucía el pánico que lo influenciaba.

He aquí los artículos de ese célebre edicto:

«Art. 1.º El toque de alarma para la ciudad, lo anunciará la esquilla mayor de Catedral, que sonará por espacio de diez minutos.

»Art. 2.º Al sonar dicho toque, todos los habitantes de la ciudad se retirarán a sus casas y permanecerán en ellas con las puertas cerradas, sin volver a salir ni asomarse a los balcones, ventanas y azoteas hasta que cese la alarma, lo cual será anunciado en Catedral por un repique de igual tiempo con la campana mayor.

»Art. 3.º Todo individuo, sea cual fuere su categoría, que de cualquiera manera infrinja el anterior artículo, será castigado nominativamente, según las circunstancias de la falta.

»Art. 4.º En consecuencia, la fuerza armada que estará situada convenientemente para la seguridad de la población, tendrá orden de reducir a prisión a los culpables, haciendo uso de la fuerza si fuera necesario.

»Art. 5.º De la misma manera serán entregados y consignados al tribunal que corresponda, los individuos que se armen sin conocimiento de este cuartel general; que disparen una arma de fuego o causen alarma por medio de alguna detonación; ejecuten cualquiera demostración de hostilidad; que viertan palabras subversivas; que levanten ¡a voz con gritos alarmantes o sediciosos, o que de cualquier modo promuevan el menor desorden.

»Art. 6.º Inmediatamente que se dispare una arma de fuego o se oiga alguna detonación, la fuerza armada se presentará en la casa donde haya salido el tiro o producídose la detonación; la puerta se abrirá de grado o por fuerza, el culpable será aprehendido, y si no se encuentra, todos los habitantes de la casa serán castigados conforme al artículo 3.º de este bando.

»Art. 7.º Desde el momento en que se anuncie a la ciudad que ha cesado la alarma, todos sus habitantes quedan en libertad para abrir sus puertas, salir a la calle y ocuparse de sus negocios, con sólo la circunstancia de no cometer ningún desorden, porque en caso de hacerlo será reprimido como queda aquí expresado.

Dado en el cuartel general de México a 5 de febrero de 1867.»

Este documento es curioso, porque es la historia sombría de la situación desesperante en que entraban los hombres de la intervención y de la monarquía.

III

Los conservadores estaban asustados hasta el terror.

—¡Esposa mía!, exclamaba el señor de Fajardo, no percibo la razón toral de ese bando.

—Yo sí, los disidentes son capaces de hacer una de las suyas en la ciudad, y se hacen de todo punto necesarias estas disposiciones.

—Ahora me alegro de no haberme mezclado en la política.

—¡Puf!, dijo doña Canuta, ¡qué hombre tan descarado!

—A ti te consta, Canuta, que yo siempre he sido republicano en el fondo, una cosa es que no me gusten las exageraciones, y otra que no sea liberal.

—¿Y la cruz de Guadalupe?

—La recibí en memoria de la Virgen y no por ostentación ni adhesión a la intervención.

—¡Esto sí me hace hervir la sangre de rabia!

—Yo quiero al señor Juárez por su firmeza, ese hombre es de mi cuerda, yo soy así, ya me conoces, esposa mía.

—Lo que conozco es que no tienes un ápice de vergüenza.

—¡Canuta! ¡Canuta!… yo le referiré al señor presidente el día del triunfo, que me parece no estar lejano, la guerra intestina que tengo que sostener por mis ideas republicanas.

—Estos liberales de última hora me revientan.

—Pues estalla, querida mía, porque yo soy demócrata y casi chinaco.

—¡Calla, monstruo infernal!… ¡calla, rinoceronte!… ¡eres un camello, un hipopótamo!…

—¡Es tu boca una jaula de fieras, esposa mía!

—Yo nunca abdicaré de mis ideas y propensiones monárquicas.

—¡Me alegro!… mira lo que resulta de abrigar a un solo francés en una casa, al pobre Cantolla le roban algunas horas a su esposa, a don Alfonso se le escapa su hija Clara, y esa joven Guadalupe que tenía en depósito. Ese infeliz padre está hundido en la amargura, vamos, sobre que los desengaños me han vuelto al carril republicano.

—¡Eso es horrible, esposo mío!

—Sí, abominable, cada día amo más a nuestra hija.

—¡Oh! Luz, no me hables de ella, soy capaz de llorar, esa niña es mi vida.

—¡Y se casará con quien le diere la gana; ya lo oye usted, señora!, se casará con el señor general Fernández, ¿yo lo mando, eh?

—¿Quién te contradice, hombre estúpido?

—No me replique usted, se casará y se casará dos veces, civil y eclesiásticamente, y si dispone el soberano congreso que haya un tercer matrimonio tanto mejor y… ¡Dios mío!… ¡ése es el repique!, ¡ya llegan!, ¡pon cortinas, esposa mía!

—¡Hombre!, ¡si repican por el circular que está en San Juan de Dios!

—¡Ah!, ya, eso es otra cosa, creía que el bando se iba a poner en vigor.

Doña Efigenia y el señor de Cantolla se presentaron en la escena.

—Efigenia, decía doña Canuta en voz baja a su amiga, cuéntame tu aventura.

Doña Efigenia puso los ojos en blanco, y dijo con voz doliente:

—¡Ay!, la Francia es charmant, verdaderamente espirituel.

—Me dijeron que ibas en el carro de la cebada.

—¡Iba disfrazada de cantinier!, ¡oh!, ¡la cantinier!…

—¿Y cómo te arrancaron de los brazos del alférez Poleón?

—Por barbarité, por estupidité.

—¡Sería un lance terrible!

¡Afreux! ¡mon Dieu!… ¡mon Dieu!… Mi adorado Poleón me raptó cuando yo estaba cloroformizada con su amor… ¡amour!… ¡amour!… llegamos al cuartel, los soldados me saludaron militarmente, yo era leuteniana, es decir tenienta, como dicen ustedes en castellano.

—Hija mía, estás completamente afrancesada.

—La… la…

—¿Ya solfeas?

—Deseara tomar la copit, Canuta de moá.

—¿Has tomado la costumbre del ajenjo?

Oui.

—Bien, cuéntame la manera conque tu esposo te sorprendió.

Cantollet, es decir, Cantolla, se acercó al carro en que yo estaba assellé, y me dijo con voz halagüeña: «Bájate, amiga mía, no conoces la vergüenza, ese mari es un cafré.» Me condujo después a la maison y… tabló.

—Quedo enterada, dijo doña Canuta y se dirigió al comedor con la señora Cantolla.

IV

—Estamos perdidos, señor Fajardo, yo vengo a que usted me dé un consejo, tiemblo como un azogado.

—¿Yo?… no me ocurre qué decir a usted… se ha comprometido imprudentemente con los intervencionistas.

—¿Y usted, señor de Fajardo?

—Yo no puedo revelar a ustedes el secreto de mi conducta, puedo comprometerme, más tarde entraremos en explicaciones que dejarán satisfecho a todo el mundo: el señor Juárez…

—¡Hable usted, por Dios!

—Yo prometo proteger a mis buenos amigos.

—Yo tiemblo como un azogado; usted ignora que Porfirio Díaz, después de sus victorias en Oaxaca, Miahuatlán y la Carbonera, se dirige sobre la capital y ha llegado a Apizaco.

—¡Ah!, sí, ya estoy al tanto, me ha escrito ese muchacho; ¡vamos, si Porfirio es un calavera que gana tengo de darle un abrazo!

—Pero hombre, ¿de dónde conoce usted al general Díaz?

—Yo le he visto desde que tenía seis años, y él me quiere mucho, eso es otra cosa, ha salido valiente el muchachuelo.

—¿Luego usted podrá presentarme al general?

—Pierda usted cuidado.

—Yo estoy aturdido, Juárez ha entrado a San Luis.

—Sí, Benito no se ha portado mal, ¡y lo que vamos a reír cuando le cuente mis aventuras!

—Corona y Régules marchan para Querétaro.

—¡Qué campechano es Régules!, no me olvidaré de obsequiarlo con vinos de la Península; ¡cuántas veces los hemos tomado juntos!

—¡Pero usted está en comunicación con los jefes principales!

—Sí, señor de Cantolla, así así… no hay que alabarse.

—Es que estamos en jaque, y nos puede costar la cabeza.

—Eso habla con ustedes los intervencionistas.

—¡Y con usted, que ha sido el primero de ellos!

—Hombre, no se exalte usted, porque si rompemos, no hay nada de lo dicho.

—Yo sudo como en la Tierra Caliente; y ahora que hablamos de eso, el general Jiménez ya está con Porfirio Díaz.

—Buen chico es Jiménez, voy a buscarle un machete suriano, estoy seguro que agradecerá el obsequio de su antiguo amigo.

—Señor de Fajardo, ¿y a dónde o de dónde conoce usted a Jiménez?

—¡Qué ignorante es usted!

—Responda usted categóricamente.

—Jiménez es tío de Altamirano, Altamirano es discípulo de Lacunza, Lacunza es mi amigo, luego se infiere rectamente que Jiménez también lo es.

—Hombre, no había caído, tiene usted razón que le sobra. Ocupémonos de algo serio; ¿ha hecho usted acopio de provisiones?

—¿Para qué?

—Para el sitio que se prepara.

—Usted sueña; luego que el emperador, como ustedes le llaman, salga, la ciudad se pronunciará por la República, y no habrá tal sitio.

—Señor de Fajardo, S. M. sale mañana para el Interior, quiere desalojar a Juárez de San Luis, abrir la campaña del Norte, del Sur, del Oriente, del Occidente, del Nordeste y Suroeste.

—Son muchas aperturas, amigo mío, temo que las puertas del imperio sean las que se cierren para los monarquistas.

—Ya en Tlalpan están los disidentes, y en los pueblos todos de los alrededores comienza a escasear el maíz y los comestibles.

—Señor, dijo una criada, el teniente Estrada, que se desapareció con el espadín y el mosquete, quiere hablar con usted.

—Que pase.

La criada salió inmediatamente.

—Señor de Cantolla, dijo el diplomático, usted va a ser mi compañero, conspiremos juntos.

—¡Ave María Purísima!

—No me asuste usted, es necesario ser liberal de última hora, la balanza está inclinada.

—Bien, conspiremos, pero que no lo sepa nadie ni nos escuche una mosca, ni nos perciba…

—No sea usted timorato.

V

El teniente Estrada, todavía en peores trazas de las que le conocimos, se presentó a don Modesto en busca de una nueva explotación.

—Mi coronel, buenos días, dijo el gangoso pasando la esponja de su adulación por la peluca del diplomático.

—¿Qué se ha hecho el teniente Estrada durante tantos años?

—Mi coronel, he corrido muchas aventuras, muchas pobrezas, estoy azotado de la suerte.

—Y muy azotado, contestó el diplomático.

—Quiero que me habilite usted de ropa porque estoy distraído, después le revelaré un plan magnífico que traigo entre manos.

—Bien; cuente usted con una muda de ropa, y hable usted con franqueza delante del señor, es de los nuestros.

—Yo… sí… la…

—¿Otra vez la solfa?

—Es que yo no quiero que ustedes se comprometan, dijo temblando Cantolla, por mí, yo tengo un valor a toda prueba.

—Lo necesitamos en estos momentos; usted está a propósito para el plan que les voy a contar.

—Hable usted, hombre de Dios.

—El momento ha llegado de tomar parte por la República, dijo el gangoso; al imperio se lo lleva el diablo.

—Eso pensábamos hace un instante.

—Yo cuento con los barrios para un movimiento.

—Yo también soy muy popular.

—Sí, pero no conoce usted a la gente.

El diplomático se sonrió como diciendo: «Este hombre no sabe lo que se pesca.»

—Ahora que la ciudad va a quedar sola, aprovecharemos el momento y proclamaremos la República, nos haremos de los fondos públicos, y entregaremos la situación a Porfirio Díaz; pero se necesita un golpe de audacia.

El señor Cantolla se puso descolorido, y dijo temblando:

—Este O’Horan, que va a quedar al frente de México, comete una barbaridad con nosotros si fracasamos.

—Yo conozco estos negocios, señor general.

—No, yo no soy general ni tengo, grado alguno con el ejército.

—Eso no importa; como usted ha de tomar la Ciudadela, allí le daremos su faja verde.

El señor de Cantolla se sintió agonizar; ya se le figuraba caminar solo sobre la fortaleza y recibir el fuego de los cañones.

—Vean ustedes, decía, yo tomaré otro punto que no sea la Ciudadela, aquel sitio es inexpugnable.

—Amigo mío, la estrategia todo lo vence; además, si usted muere, le haremos unas honras magníficas.

—Es mejor que no me las hagan, yo me ocuparé de los legajos de la Secretaría.

—Ya veremos, dijo el teniente Estrada.

El señor de Cantolla juraba en su interior no volver ni a saludar a don Modesto.

El gangoso continuó:

—Toda la combinación consiste en una friolera; con doscientos pesos que se le den al oficial de la guardia, quedamos apoderados de la Ciudadela, marchamos sobre la Acordada, tomamos por el flanco San Diego y la Santa Veracruz, después la Minería, y tenemos en jaque a Palacio, que caerá a los primeros disparos.

—Si el señor de Cantolla, dijo el diplomático, quiere sorprender con una pistola al centinela de Palacio, es cosa de un momento.

—No, no, yo no puedo sorprender a nadie, yo no he sorprendido sino a mi esposa en el carro de la cebada; pero eso era otro asunto muy diferente.

—Allí desplegó usted un valor heroico, se paró usted frente a frente de un cazador de África.

—Afortunadamente no estaba allí, pero vamos al asunto; yo no sé manejar una pistola, ni asaltar trincheras, conque, ocúpenme en otras tareas menos guerreras.

—Bien; usted notificará a O’Horan que todo ha concluido, que se retire porque la revolución va a estallar.

—Vean ustedes, eso es más peligroso aún, ese hombre me espabila de una bofetada o me fusila como al boticario de Tlalpan.

—No sirve usted para conspirador, dijo Estrada.

El señor de Cantolla contestó:

—Soy de la misma opinión; pero estando aquí el señor de Fajardo, no se rehusará a aceptar la gloriosa empresa de la toma de un cuartel o de una torre.

—No hay inconveniente, amigo Cantolla, yo ya estoy fogueado; con diez mil hombres que estén a mis órdenes, verá usted todo lo que hago.

—Yo atacaré, dijo el gangoso, porque tengo buena gente en los arrabales de la Palma, San Sebastián y San Pablo; a una hora dada puede usted ponerse a la cabeza de la revolución.

—Señor teniente, yo no marcharé sin la correspondiente dotación de artillería.

—Todo lo tendremos, mi coronel.

—¿Y esto lo ha comunicado usted a alguien?

—No, mi coronel, sólo lo sabemos yo, los oficiales de guarnición y los capataces de los barrios.

—¡Estamos perdidos!, exclamó Cantolla.

—Yo soy de pecho, replicó el teniente, nada hay que temer, el imperio está caído, ahorcamos dos docenas de imperialistas en los faroles, saquearemos varias casas, entre ellas la del conde de Heras, que nos llamó mestizos; veremos a qué raza pertenecen las piedras que arrojemos a sus balcones.

—Señor teniente, no hay que burlarse de las razas, esas observaciones son justas, aunque irracionales.

Permítasenos un paréntesis.

El conde de Heras es un hombre de instrucción y capacidad, pero que ha delirado al tratar la cuestión de razas.

El periódico festivo La Orquesta, tomó por su cuenta la obra de Pimentel, y la hizo pedazos.

El conde se montó en ira, como era de esperarse, y al verse en caricatura, fue a insultar a los redactores; éstos le enviaron sus padrinos, los que fueron recibidos por una patrulla de lacayos, a cuyo frente se hallaba el hermano del escritor.

Atropellando las leyes de la caballerosidad y del humor, dieron sobre los padrinos, que lo eran Manuel Villegas y Camilo Rosas Landa.

Defendiéronse como pudieron de tan villana agresión, y retaron a su vez al señor conde.

Agustín del Río y el autor de este libro por la parte de Rosas Landa, y el coronel Lachair por la de Pimentel, arreglaron el duelo, que se verificó el 16 de septiembre de 1865.

Aquello era una festividad nacional.

Un republicano frente a frente de un monarquista.

Dio principio el combate, a espada.

Duró algunos minutos.

Rosas Landa dio una estocada en el brazo derecho al conde, y el duelo quedó terminado.

Era necesario que el coronel francés viera que los republicanos tenían honor, y el valor suficiente para retar a un enemigo que se hallaba en el auge de su poder.

Luchar en el campo de los imperiales cuando se está proscrito, habla muy alto en favor de los que arrostran los peligros que se oponen a su paso, cuando se trata de cuestiones en que hasta cierto punto está herido el sentimiento nacional.

A Villegas se le dio una amplia satisfacción.

El 16 de septiembre quedó solemnizado debidamente y en toda forma.

—Conque al grano, prosiguió Estrada; necesito los doscientos pesos para el oficial cohechado.

—Hombre, ¿no querrá defeccionar más baratito?

—Se ha fijado en esa cantidad, y nadie lo sacará de ahí.

—Pues yo no tengo reunida toda esa cantidad.

—Le llevaré algo a cuenta de la defección.

—Bien; le entregaré catorce pesos; después del movimiento se le dará el resto.

—Está bien, quedan ustedes esperando; a las doce de la noche oirán un cañonazo, eso es la seña, la mecha estará encendida, no permita usted, mi coronel, que salga el señor de Cantolla, va a ser nuestro caballo de batalla.

—Caballero, ese papel de animal yo nunca lo he desempeñado, además, yo tengo una ocupación y la hora es sumamente avanzada; si el movimiento fuera más temprano, podrían contar conmigo, yo las noches las consagro a la familia.

—La independencia es primero.

—Sí, pero la independencia, de día.

—Mi coronel hará lo que mejor le parezca y me dará el santo y seña.

El diplomático puso en un papel: «Mosca», «Quiropedista», y lo entregó al gangoso en cuyos ojos brilló un relámpago de satisfacción.

—Adiós munsiur don Modesto.

—Modesto a secas, señora.

—Yo parlo sin hacer la reflexión.

Don Modesto le entregó cándidamente los catorce pesos y se despidió de su antiguo compañero de revolución.

VI

Estamos arreglados, amigo Cantolla, decía el señor de Fajardo frotándose las manos, este teniente Estrada lo entiende, está ramificado, es el genio de la conspiración.

—¿Pero usted se atreverá a levantarse contra S. M., y sobre todo, a dar de pedradas a las casas de los condes?

—Yo precisamente no, las chusmas se encargarán de esa operacioncilla.

—¿Y no teme usted nada?

—Absolutamente nada, conozco a mi gente; esos catorce pesos me van a hacer feliz, felicísimo, voy a ser el héroe de la función.

—¿Y si fracasa la revolución?

—Ahorcan al teniente Estrada y todo queda concluido.

—Es buen modo de redondear el expediente.

—Conque amigo, disponga usted sus armas, haga usted una proclama y la corregiremos mientras llegan las doce de la noche y suena el cañonazo.

VII

—¡Cantollet! ¡Cantollet!, gritó la obesa dama.

—Ha dado esta infernal mujer en afrancesar mi nombre, señor Fajardo.

—Vea usted qué inoportunidad, cuando ya el ejército expedicionario va tomando transportes para su patria.

Alons, dijo doña Efigenia entrando en el aposento.

—Esposa mía, yo no sé ese idioma maldito.

—Es necesario ser mexicano, para tener que ignorarlo.

—Yo lo entiendo menos.

—Yo tengo la habitud de no hablar más que francés.

—¿Todo eso quiere decir que nos vayamos?, no hay más que ponerse en marcha, andando, Efigenia, andando.

—En cambio, deshaces el español, pensó don Modesto.

—Yo no soy más que una servidora de vú.

—Me tiene usted a sus pies, señora.

—Beso la men, munsiur.

—¡Pobre Cantolla con ese saco de disparates!, exclamó el diplomático luego que la pareja hubo desaparecido, haciendo doña Efigenia la última caravana.

VIII

—Estoy aterrada, decía doña Canuta, me parece que el mundo se viene abajo.

—¿Abajo de dónde?

—No importa, la revolución se presenta terrible.

—Mejor.

—¿Hombre, has perdido el seso?, las guerrillas tirotean las garitas.

—Mejor que mejor.

—Si entran, ¿qué va a ser de nosotros?

—¿Quiénes somos nosotros?

—Tú, y todos nuestros amigos.

—En cuanto a eso, no siento la menor inquietud, tengo algo preparado para sorprenderte.

—Estás hoy más irracional que de costumbre, contestó toda alterada doña Canuta.

—Retírate, replicó el diplomático, retírate que tengo un negocio que despachar y necesito estar solo.

La señora Fajardo temblando de rabia salió de la sala como una hidra.

Don Modesto se puso a pasear a grandes pasos soñando en que el teniente Estrada sería capaz de armar una camorra.

El diplomático ignoraba que en las últimas boqueadas de un gobierno, brotan las conspiraciones y caen los incautos en las redes de la explotación.

El deseo de quedar bien puesto en la administración liberal, hacía a don Modesto cometer barbaridad y media.

En otras circunstancias se hubiera reído de los planes del teniente; pero a la hora en que el miedo se apodera del espíritu, se acepta lo más irrealizable.

Don Modesto esperó la noche, hizo que su familia se recogiese, y aguardó en la sala cuyos balcones daban para la calle.

Apagó la luz y se asomó a los cristales.

Eran ya tres cuartos para las doce.

Unos ensarapados comenzaron a rondar la casa del diplomático.

—Ya se juntan, ya se juntan, murmuraba don Modesto.

Repentinamente un grupo de hombres bajó por la escalera de la azotea e invadió toda la casa.

Doña Canuta en paños menores salió dando gritos horribles.

Luz callaba de terror.

El diplomático temblaba como un paralítico.

Uno de los hombres que habían asaltado la casa, le puso una pistola al pecho a don Modesto y le dijo:

—Dése usted por preso.

Don Modesto respondió todo despavorido:

—Estoy dado.

—Calle usted, señora, no somos ladrones, yo soy el jefe de la policía secreta.

Don Modesto se estremeció.

—Me va usted a seguir.

—Al momento; pero retire usted esa pistola.

El jefe comprendió que aquel hombre no era peligroso, y mandó que todos se retirasen, que el señor Fajardo iría solo con él.

—Mañana veré a S. M., decía doña Canuta, mi esposo es caballero de la Orden de Guadalupe, y padre de una dama de S. M. la Emperatriz.

—Es la orden, dijo el jefe.

—No quedará esto impune, yo lo juro.

—Vamos, señor Fajardo.

El infeliz diplomático no volvía en sí de su espanto, cuando ya iba en camino para la cárcel llamada la Martinica.

Todo esto provenía de que el teniente Estrada, colérico por no haber conseguido sacar al diplomático los doscientos pesos, se había dirigido a la comandancia y había denunciado a don Modesto, entregando el papel con el santo y seña escrito de puño y letra del señor de Fajardo.

Los agentes de policía y los timoratos de la comandancia veían con terror el papel y murmuraban llenos de pánico: «Mosca», «Quiropedista»

Al día siguiente los periódicos anunciaron que la autoridad había descubierto una vasta conspiración que tendía a derribar el imperio y plantear el gobierno de los disidentes.

IX

El terror comenzó a cundir en el mundo imperial: los comisarios, el arzobispo, los consejeros, los generales, todos los que tenían una suma para el pasaje, huían espantados del territorio mexicano.

Maximiliano veía deshojarse el árbol de la monarquía al soplo del huracán revolucionario.

Al recibir el desgraciado archiduque tantas tarjetas de despedida, se volvió a uno de sus secretarios y dijo con voz entre conmovida y colérica: «Yo he visto que en los sitios y en los naufragios se salvan primero los niños y las mujeres; pero aquí los hombres son los que toman la delantera.»

La Corte toda se evaporaba, los cuerpos y las asociaciones se disolvían, los más entusiastas entraban en retraimiento, y sus amigos más fieles se encogían de hombros y no daban solución al problema.

La tropa comenzaba a desmoralizarse, y la sociedad indiferente a cargarse en el platillo republicano.

Cruces, cintas, condecoraciones, escudos, todo se eclipsaba por completo.

Los sombreros blancos escaseaban, los bordados entraban al fuego, los uniformes iban a los montes de piedad como a un cementerio, y todo revelaba que la monarquía estaba a las puertas de la tumba.

Los imperiales saludaban dulcemente a los republicanos y les daban la acera.

Todos hablaban en las tertulias y festines de reconciliación nacional, y se elogiaba sotto voce a don Benito Juárez, y se temblaba al oír el nombre de Lerdo.

Los partes de las batallas de la Carbonera, Oaxaca y Miahuatlán, se leían en secreto, y nadie ignoraba que Tavera al retirarse de Toluca con la familia monárquica, había sufrido un descalabro en el Monte de las Cruces, por las fuerzas de Riva Palacio a las órdenes del valiente y audaz calavera Pancho Vélez y de los acreditados coroneles Lalanne y Bernabé La Barra.

Se sabía que en los alrededores se reunían las fuerzas todas del Valle, y que las tropas del Sur al mando de Jiménez, pesadilla eterna de los conservadores, se dirigían a Toluca donde se las esperaba para dirigirse con toda la división a Querétaro, foco de las fuerzas imperiales, y sitio destinado para una próxima batalla.

X

Maximiliano estaba perplejo, acobardado, irresoluto, no se creía seguro en la capital, y marchó con el ejército al interior rodeado de sus generales.

En el camino tuvo un encuentro con la guerrilla de Fragoso, que salió a inquietar la marcha de los imperiales.

Maximiliano, para darse valor, cargó personalmente sobre los guerrilleros, que según su táctica, después de disparar sus armas sobre la escolta del emperador, se dispersaron.

En buena ley este lance fue una reclutada; porque ningún general hace el papel de explorador, comprometiendo su vida, si no es en un lance en que el valor personal decida de una gran batalla, como Napoleón en el Puente de Arcole, como Zaragoza en la batalla de Silao.

El desgraciado archiduque se puso al frente de sus soldados y abrió decidido la campaña, situándose en la ciudad de Querétaro, cuyo ingrato suelo se regaría más tarde con la sangre de uno de los descendientes de Carlo Magno.

X. El 24 de marzo

I

Miramón instaba en los consejos de guerra celebrados ante Maximiliano, para que se saliera al encuentro de los republicanos; porque de aglomerarse las fuerzas enemigas ya sería empresa difícil sostener con éxito una batalla.

Márquez tenía miedo; porque ese miserable es un cobarde, que ha adquirido alguna fama combatiendo grupos desarmados y sin disciplina.

Márquez es un ente degradado, un harapo sangriento, una sabandija venenosa que hiere a mansalva.

Si pudiéramos en estas páginas dispensarnos de la vergüenza de hablar de ese asesino lo haríamos gustosos; pero tenemos, para pintar la historia, que hacer lo que las golondrinas para formar su nido, arrastrarse un momento por el fango.

Márquez, decíamos, tenía un pánico horrible, aconsejaba esperar.

Los republicanos acudían en masa al punto donde los provocaba el estandarte de los grifos.

Escobedo para establecer sus puntos avanzados dio un ataque al cerro de San Gregorio, lanzándose a la vez sobre la fortaleza de la Cruz para llamar la atención del enemigo.

Después de un combate sangriento, los republicanos quedaron dueños del cerro y avanzados sobre la ciudad.

II

La ciudad de Querétaro está situada en el fondo de una cañada, tiene por vigía las cumbres gigantes del Cimatario.

El cerro de las Campanas, con su armadura, de granito, vela por esa deidad encantadora que humedece su frente en las aguas azuladas y transparentes de sus linfas termales.

Vive solitaria en sus jardines, adormecida por la esencia que se exhala de su naturaleza exuberante y el viento que se abrasa en sus vapores caliginosos.

Mecida bajo un cielo purísimo, cruzado por iris y celajes, corona su inmortal cabeza con las rosas de primavera y las húmedas y profusas hojas del verano.

Esa virgen de la montaña se ha tomado en anacoreta.

Su horizonte está cubierto de cúpulas y torres.

Su atmósfera se agobia saturada de incienso, y sus ambientes arrastran por tres veces cada sol, el solemne toque del Ave María.

La revolución vino a apagar tus cantos religiosos, a transformar tus templos en fortalezas y en prisiones, a improvisar en patíbulo esa pirámide ara de tus sacrificios, en el Sinaí de tus creencias, de donde se desprendía el aroma de las flores para llegar en alas de los ángeles al trono del Todopoderoso.

Has atravesado por una vía dolorosa para formar uno de los monumentos de la inmortalidad.

No te inquiete el viento de los siglos, ellos pasarán sin rozar con sus alas tu frente de piedra.

¡De hoy más tu nombre se invocará en los cantos de la tragedia humana!

III

Como lo había previsto el joven general, ya no era tiempo de aventurar una batalla decisiva, porque el enemigo en número considerable emprendía su obra de circunvalación.

Márquez comprendió que establecido un sitio riguroso, el ejército caería prisionero, y no quería verse en lance tan apurado.

Maximiliano influenciado por sus consejos, y dando oído a sus promesas sobre levantar un ejército en la capital y hacerse de recursos, lo nombró lugarteniente del imperio con facultades omnímodas y con órdenes para que el consejo de ministros, árbitro entonces de la situación, se sujetase en todo a las instrucciones del lugarteniente.

Márquez salió el 22 de marzo por el rumbo de Amealco con ochocientos caballos.

Los sitiadores tenían descubierto ese flanco de la ciudad en espera de Riva Palacio que se acercaba a marchas forzadas.

Márquez estaba salvado desde aquel momento.

Cualesquiera que fuese el resultado de la lucha, él se hallaba fuera de murallas, y la suerte del emperador y sus compañeros no le inquietaba en manera alguna.

Ese miserable, fingiendo una gran victoria, llegó a la capital donde se inició como en 1861, cuando el robo de las convenciones; con empréstitos forzosos en que se daba tormento de hambre y sed a los que no satisfacían las cuotas señaladas.

El lugarteniente del imperio era el mismo de siempre, como decía en sus proclamas; el hombre-rencor, el monstruo-sangre, la esfinge-parricida.

IV

Riva Palacio había salido el 16 de marzo de Toluca con una división de cuatro mil hombres y seis piezas de artillería de montaña.

Llegó el 22 frente a la Cuesta China, el 23 se situó en la hacienda de Miranda, y el 24 se dirigió resueltamente sobre la ciudad.

Hemos dicho que la parte Sur de Querétaro estaba abandonada.

Esa parte comprendía desde las lomas del Cimatario hasta la hacienda de San Bernabé, punto por donde Márquez había practicado su salida la noche del 22.

En la parte Sur de la ciudad está un edificio llamado la Casa Blanca, que los imperiales habían fortificado terriblemente.

La Casa Blanca está frente al Cimatario, punto que debía ocupar Riva Palacio para cerrar el círculo del sitio.

Medía un llano entre el cerro y la Casa Blanca.

En la alameda había fortificaciones para apoyar la izquierda del edificio de que vamos hablando, y entre éste y la alameda situadas baterías de fuerte calibre.

La Casa Blanca estaba protegida en su flanco derecho por el cerro de las Campanas.

La posición era punto menos que inexpugnable.

Para establecerse la línea debía darse un asalto falso a la Casa Blanca.

Riva Palacio formó dos columnas de mil hombres cada una, avanzó la caballería por la izquierda y lanzó las masas compactas sobre los dos flancos del enemigo.

La columna derecha la mandaban Vélez y Jiménez; estos nombres tienen un gran significado en el huracán de los combates.

La columna izquierda se confió a Canto y Merino.

Ugalde mandaba la caballería que era muy escasa.

El combate estaba empeñado.

V

Los imperialistas al ver los preparativos del campo republicano, situaron una fuerza de las tres armas en las calles contiguas a la Casa Blanca y esperaron la llegada de las columnas que avanzaban a paso de carga.

Luego que estuvieron dentro de tiro, las baterías cruzaron sus fuegos y en menos de media hora habían puesto fuera de combate a ochocientos de los asaltantes.

Mientras el valeroso Jiménez, ese espíritu de la serenidad y de la abnegación, alentaba a sus soldados, y Vélez los metía, por decirlo así sobre los fuegos del enemigo, lo mismo que Canto y Merino, Riva Palacio enviaba por un refuerzo porque sus soldados caían como árboles que desarraiga el huracán.

Las columnas llegaron hasta disparar sus armas sobre el parapeto.

Estaban a medio tiro de fusil.

El auxilio no llegaba aún, cuando la caballería enemiga se desprendió como una nube de tormenta sobre el llano y se lanzó sobre la columna de Vélez y Jiménez, que la recibió a la bayoneta.

Entonces el coronel La Barra con su imperturbable sangre fría, se puso al frente de unos escuadrones en que iban los valientes Eulalio Núñez y Figueroa.

Trabóse un combate desesperado y la caballería enemiga tomó iglesia tras de sus parapetos después de sufrir pérdidas considerables.

VI

En esos críticos momentos llegó el refuerzo mandado por el general Joaquín Martínez.

Aquella columna era la de la juventud.

Allí venían Florentino Mercado, su hermano, Peña y Ramírez, Castañeda y Nájera y tres de los héroes de nuestra novela.

Pablo Martínez saludaba a la libertad con entusiasmo, y a su grito respondía un clamoreo ardiente de patriotismo.

Riva Palacio condujo esta columna personalmente y atacó el centro del enemigo.

Las baterías no cesaban de vomitar fuego, y con él la muerte y el exterminio.

Una granada cayó entre la columna y reventó con estrépito horrible.

Cuando el humo se hubo disipado, habían desaparecido multitud de aquellos jóvenes patriotas.

Florentino y su hermano quedaban, como buenos, en el campo de batalla.

El bronce tornó a abrir un surco en la columna, entonces Peña y Ramírez, el joven abogado, el patriota desinteresado y valeroso era el que regaba con su sangre la arena del combate.

Pablo Martínez disparó sus pistolas sobre el parapeto.

Los clarines tocaban retirada.

Las tres columnas comenzaron su movimiento retrógrado en medio del fuego hasta ponerse fuera de tiro en línea de batalla.

La línea de circunvalación quedaba establecida.

Los clarines tocaron lista.

¡Ay!, ¡cuánto valiente faltaba de entre sus amigos!

¡Ya no volverían nunca a sus filas ni a saludar sus estandartes!

Jiménez llamó con ansiedad al coronel Avilez; éste había acudido momentos antes al llamado de Dios.

Arellano llegó herido mortalmente en brazos de sus compañeros.

El general Riva Palacio tenía fija la mirada sobre el campo donde yacían tendidos los cadáveres de sus soldados.

¡Aquel corazón se estaba desgarrando!

Enrique y don Serafín iban en el grupo de Florentino Mercado.

Un casco de granada había roto una pierna a Enrique y matado a su caballo.

El desgraciado joven, pálido como la muerte y ensangrentado, yacía tirado en el llano y al rayo de un sol abrasador.

—Martínez, dijo llorando don Serafín, Enrique está ahí y no hay medio de libertarlo.

—¿Adónde?, preguntó el guerrillero, rechinando los dientes de coraje.

—Allí, cerca del parapeto; con el auxilio de los anteojos se le ve levantar la cabeza.

Martínez tomó los anteojos, se fijó bien en el lugar donde estaba su protegido, cargó su mosquete y se lanzó a toda carrera hasta el sitio donde estaba el herido.

Una descarga de fusilería recibió al guerrillero.

—¡Echen candela, traidores!, gritaba Martínez arriscándose el sombrero y disparando su mosquete.

Los soldados seguían haciendo fuego.

Bajóse de su caballo, que era un arrogante bayo-lobo.

—Martínez, decía Enrique… me muero, levántame.

Acercóse Martínez, levantó con cuidado al enfermo, que se desangraba terriblemente, y lo puso sobre el caballo.

El noble animal se estuvo quieto.

—¿Está usted bien?, preguntó el guerrillero.

—Sí, murmuró Enrique, bañando con su sangre los arneses del caballo.

Los soldados de la trinchera estaban empeñados en matar a Martínez.

Un jefe apoyó su rifle en el parapeto, y en los momentos en que Pablo montaba en el bayo-lobo hizo el disparo.

La bala vino a pasar bajo el brazo de Martínez, y se introdujo en el costado de Enrique.

—¡Maldición!, gritó el guerrillero y volviendo grupas al caballo, se acercó al parapeto y disparó el mosquete sobre el asesino de Enrique.

Aquel tiro, que viniendo de una mano trémula de coraje, no podía tener una puntería certera, por una de aquellas casualidades que no se explican, envió la bala a la frente de quien iba dirigida.

El jefe se derrumbó sobre los adobes de la trinchera, donde dejó los sesos.

—¡Ya estoy vengado!, gritó Martínez, y se encaminó a su campamento, llevando en brazos a su moribundo amigo.

Cuando los imperiales acabaron de solemnizar su victoria, advirtióse que los republicanos habían atacado la Casa Blanca sin ánimo de tomarla, mientras sus columnas formaban un cerco de circunvalación.

Aquel simulacro costó a la patria la existencia de sus hijos más predilectos.

El 24 de marzo entró en las sombras del pasado, llevando una página gloriosa coronada de cinerarias y siemprevivas.

XI. Las Hermanas de la Caridad

I

El hospital de sangre se había establecido en la Fábrica del Hércules, propiedad de don Cayetano Rubio.

El Hércules es un establecimiento modelo, una fábrica de hilados de todo lujo.

En derredor de aquella finca se ha formado un pueblo con la colonia de los trabajadores.

El rico propietario es uno de los hombres de negocios más distinguidos por su capacidad.

Rubio no ha hecho negocios en pequeño, siempre ha abarcado algo grande que aduna sus intereses al bien de la clase pobre, avara de trabajo y ocupación.

Rubio estableció las fábricas de Tlalpan, donde un pueblo de operarios bendice su nombre.

Nosotros condenamos el egoísmo de los hombres que entregados al mar tempestuoso de la expectación, no comparten con el desgraciado ni aún sus simpatías; para ellos tendremos siempre un anatema, así como nuestra pluma se honrará siempre en tributar justos y merecidos elogios a los que con su conducta filantrópica llevan al terreno práctico las teorías democráticas.

II

No hay pluma que pueda llegar a la altura de un espectáculo tan horrible, como el que presenta un hospital de sangre.

Un campo de batalla es un cuadro de felicidad, si se compara con una sala de amputaciones.

Las camillas de la ambulancia se habían reservado para los jefes.

Los soldados yacían en el suelo agrupados, confundidos, amontonados, mezclando su sangre que corría por el aposento y salpicaba las paredes.

Gritos, maldiciones, rezos, ayes de dolor, todo se confundía.

El estertor de los moribundos se apagaba entre aquellos clamores de la agonía.

En un rincón de la sala y frente a una ventana, estaba colocada una mesa, donde ponían al herido para operarlo.

Aquello era peor que el potro del tormento.

Los médicos de la ambulancia parecían unos carniceros: se habían despojado de las levitas y chalecos; su camisa estaba arremangada en lo alto de los brazos, y sus rostros y camisa, todo estaba manchado de sangre.

Luego que el soldado se colocaba en la mesa fatal, lo desnudaban, veían si su herida necesitaba mucho cuidado para evitar la amputación, y donde calculaban que era así, procedían a ella y la ejecutaban rápidamente, sin cuidarse de los horribles gritos y maldiciones del herido.

Los miembros eran arrojados a un patio donde los perros se los disputaban.

Cansados los practicantes y médicos, salían a tomar aliento.

Mientras, se morían algunos desgraciados con la pérdida de la sangre.

Cuando se observaba que alguno dejaba de existir, dos de los mismos soldados lo sacaban al patio, donde lo recogían sus madres o esposas.

Entonces se oían aullidos espantosos, gritos de desolación y maldiciones al imperio.

Los médicos volvían a entrar, y se renovaba aquella escena de sangre, capaz de amedrentar el corazón más empedernido.

III

Un tumulto de soldados apareció en la puerta de la sala, conduciendo en una parihuela a Enrique, ya próximo a expirar.

—¡Paso!, gritaba la voz airada de Pablo Martínez.

Practicantes y mujeres abrieron una calle para que pasase el herido.

—¡Hermanas!, gritaba el guerrillero, vengan a recibir a este muchacho.

Las Hermanas de la Caridad, revueltas entre los heridos, oyendo aquellas blasfemias, socorrían a los enfermos con solicitud evangélica.

¡Pobres jóvenes!, ¡sus votos los van a cumplir a esos sitios donde sólo pueden ir impelidas por el espíritu de Dios!

—Madrecitas, este muchacho se muere, yo no quiero verlo, recíbanlo, que pronto doy la vuelta.

Martínez salió del hospital con un nudo en la garganta y ya la camisa hecha pedazos de tanto tirarla del lado del corazón.

IV

Dos Hermanas recibieron al enfermo, lo acomodaron en un lugar a propósito, y le descubrieron el rostro.

Las dos jóvenes dieron un grito de sorpresa.

Ambas habían reconocido a Enrique.

—¡Dios mío!, dijo una de ellas, ¡qué desgracia!

—¡Quién lo hubiera pensado!, respondió la otra.

—¿Le conoces?

—Sí; de casa ha salido para la revolución.

—También ha sido mi amigo.

—Veamos qué podemos hacer por él.

Enrique percibió como en sueños el acento de aquellas voces, que traían las ráfagas apacibles de una memoria.

Entreabrió sus moribundos ojos, y se fijó en las Hermanas de la Caridad.

Una sonrisa apareció en sus labios cárdenos con la proximidad de la muerte.

—¡Clara! ¡Guadalupe!, murmuró el herido.

—Sí, somos nosotras, contestó Clara llorando amargamente; nosotras que venimos a auxiliar a usted.

—Sí, Enrique, aquí estamos para cuanto usted necesite, se apresuró a decir Guadalupe.

—No necesito más que las oraciones de almas tan puras y llenas de virtud, porque tengo la muerte delante de mis ojos.

En esos momentos llegaron los médicos, reconocieron cuidadosamente al herido, y dando una mirada de inteligencia a las Hermanas, les dijeron:

—Necesita reposo; más tarde le operaremos.

Clara y Guadálupe no cesaban de llorar.

—Necesito ver a Pablo Martínez, dijo el moribundo.

—¿Mi hermano está aquí?, preguntó asustada Guadalupe.

—¡Sí, él ha sido mi padre!

Clara rogó a un soldado que fuera a llamar al teniente coronel Pablo Martínez.

—Era fuerza, continuó Enrique, al fin yo he matado a un hombre.

Guadalupe se estremeció.

—Porque yo os amaba, Guadalupe… pero al conoceros sentí que estábamos muy distantes… después os amé como a una hermana.

Guadalupe sentía su corazón opreso.

—Yo no provoqué el duelo… él… él… me obligó a matarle.

Como si a este recuerdo su imaginación se hubiera despertado al vértigo de la calentura, comenzó a delirar, luchando con la muerte.

—¡Es la noche!… los árboles son espectros que me siguen… ¡Dios mío!… cae una lluvia ardiente… estoy empapado en sangre!… ¡qué horror!… ¡asesino!… ¡asesino!…

—Calma, Enrique, deseche usted esas visiones de su cerebro, decía llorando Guadalupe.

—Esa voz, continuaba el herido, es la suya… la traen las ráfagas del viento… Ese acento es el de los ángeles, es la voz de la esperanza!…

Entonces comenzó a llorar tristemente.

Clara se acercó a la cabecera y puso su mano en la frente del moribundo; éste volvió los ojos y los fijó tenazmente en el rostro de Clara.

—Me parece que es un sueño lo que pasa… que estoy delirando como un loco… me abraso de sed… quiero agua.

Clara llevó a los labios de Enrique el vaso.

—Mi boca está ardiente, necesitaba apagarse en ese hielo.

Entró después en el sopor de una próxima agonía.

Las dos Hermanas de la Caridad se arrodillaron a los pies de la camilla.

Con los brazos cruzados sobre el pecho y los rostros inclinados, oraban por aquella alma, próxima a dejar el mundo.

V

Pablo Martínez entró en la sala pálido como la muerte.

Acercóse al herido y con voz suave y conmovida, le dijo: amigo mío, aquí estoy, ¿quería usted algo?

Enrique buscó con su trémula mano la del guerrillero.

Luego que la sintió oprimir por su buen amigo, la llevó al corazón que comenzaba a paralizarse.

—Pablo, yo te debo mucho.

—¡Quiere usted callar!, yo no he hecho más que cumplir con un deber.

—Yo te he querido bien, Pablo Martínez.

El guerrillero sacó su pañuelo y enjugó su frente donde corría un copioso sudor.

Enrique continuó:

—Perdóname si acaso te he dado algo en qué sentir…

—Yo soy el que lo debo pedir; porque usted no debía haber entrado en la acción, usted ignoraba estos peligros, y yo soy un bruto en haberlo permitido; pero no imaginé que por tan pronto… vamos, yo estoy inconsolable.

El enfermo oprimió con más vigor la mano del guerrillero.

—¿Qué quiere usted que haga?

—Cuando entres a México, busca a mi madre… cuéntale que no la he olvidado… que su hijo se acordó mucho de ella en sus últimos instantes.

—¡Esto es horrible!, gritó Pablo Martínez.

—Llévale mi ropa, ella la guardará como un recuerdo de su hijo.

El guerrillero sentía que su pecho iba a estallar.

—¡En mi cartera hay unos rosarios… allí… están… ¡Dios mío!… ¡me muero!… ¡me muero!…

Quiso hablar el moribundo, pero su voz se convirtió en un estertor horrible, aspiración del aliento al arrancarse de nuestro pecho para siempre.

Pablo Martínez se arrodilló junto al moribundo y escondió su rostro entre la manta ensangrentada de la camilla.

Sólo se oía el ronquido de la agonía y el apagado rezo de las Hermanas de la Caridad.

Después de algunos momentos levantó el guerrillero la cabeza y fijó su mirada en aquel semblante descompuesto, ya inmóvil y cubierto con las sombras de la muerte.

Enrique había expirado.

Pablo Martínez acercó sus labios a la frente helada del cadáver, y la besó con respeto.

Entonces acercó su rostro al de su amigo y lo bañó con silenciosas lágrimas.

Las Hermanas habían desaparecido.

VI

Pocos momentos después y ya cuando el guerrillero había vestido a Enrique y tendídolo en una mesa del cuerpo de guardia, llegó don Serafín.

Detúvose en la puerta, contempló el cadáver de su amigo, y vio a Pablo Martínez en un rincón de la plaza velando el cuerpo de Enrique.

Entonces el infeliz joven rompió a llorar como una mujer.

Se quedaba solo en el turbión revolucionario.

Perdía al mejor de sus amigos, al más querido de sus compañeros.

Todos los sueños, todo el mundo de ilusiones que habían forjado en sus horas de infortunio desaparecían para siempre, se desvanecían ante aquel cadáver ensangrentado.

Don Serafín recibía el primer desengaño y ya en los momentos en que todo auguraba un próximo triunfo.

Los compañeros llegaron después con la caja hecha por los carpinteros de la fábrica del Hércules.

Unos soldados hacían la guardia al jefe republicano muerto en el campo de batalla.

Hay seres que hasta en la muerte les alcanza la desgracia.

Florentino Mercado desapareció de entre los cadáveres sin saber quién lo había recogido.

Peña y Ramírez corrió la misma suerte.

En vano sus amigos han buscado un sitio para levantar un monumento, ni una cruz ha podido colocar la piedad cristiana.

Se ignora el lugar donde esos mártires duermen el sueño eterno.

Pero queda un campo lleno de recuerdos gloriosos, una fecha que arroja el nombre de los héroes de ese día, y unos muros derruidos y salpicados de sangre.

Esos muros se llaman «La Casa Blanca».

¡La fecha es el 24 de marzo de 1867!

XII. La Martinica

I

El sitio de Querétaro se había estrechado y día a día se libraban encuentros y se empeñaban combates parciales.

Porfirio Díaz había llegado al frente de Puebla y ocupaba el perímetro de la ciudad, sin dar tregua a los imperiales, que se sentían ahogar en un círculo de hierro candente.

Márquez había llegado el 27 de febrero, e ignoraba la acción de armas del 24.

Se anunciaba a la imperial ciudad como lugarteniente de la monarquía mexicana.

El advenimiento al poder del asesino de Tacubaya, tenía consternada a la ciudad, que juzgaba de mal agüero este acontecimiento.

Inauguróse Márquez con la imposición de un préstamo forzoso para socorrer a la división de 5,000 hombres que debía conducir personalmente al sitio de Querétaro.

Entretanto se hacían los preparativos para la marcha, se mandó poner en todo su vigor la circular de 3 de octubre para reprimir los conatos revolucionarios que ya se dejaban sentir en el mundo político.

Las prisiones estaban a la orden del día, y la autoridad política encargada a O’Horan, tenía más ojos que los animales del Apocalipsis.

Se desconfiaba de los más ardientes partidarios del imperio; las casas y los ciudadanos se vigilaban tenazmente, deseando dar un espectáculo de sangre para moralizar a una sociedad que había perdido su fe en los hombres y las instituciones.

No se respetaba ni a los extranjeros.

Márquez sabía que el ejército francés no regresaría en sus transportes para defender a uno de sus nacionales, cuando los dejaba a merced de la revolución triunfante.

II

Entretanto, el señor de Fajardo llevaba algunos días de estrecha incomunicación en la Martinica.

La Martinica es una prisión provisional, establecida como estancia de los reos durante su declaración preparatoria.

La cárcel está situada a un costado del Palacio Municipal, teniendo entrada por el callejón de la Callejuela.

Los reos consignados a la autoridad francesa ocupaban el edificio, y de allí provino el que se llamase la Martinica.

En uno de sus calabozos fue decapitado Nicolás Romero y sus compañeros de patíbulo.

Todas las mañanas, un grupo de gente esperaba ver salir a los sentenciados.

La proximidad de este espectáculo, o el introito, por mejor decir, era la llegada de los ataúdes, que formaban parte del séquito terrible que acompañaba al reo hasta el lugar de la ejecución.

Hubo desgraciado que a la presencia del ataúd, que debía conducir sus despojos perdió el valor y cayó sin sentido.

Ese espectáculo llegó a hacerse familiar, como el de la guillotina en la revolución francesa.

De la Martinica salía el tren de la muerte a Mixcalco o la plazuela de Santo Domingo.

En uno de los costados de la iglesia hacían arrodillar a los reos, y su sangre salpicaba los muros del templo.

Hace muchos años que la sangre mancha esos sagrados lugares, y que delante de los cadáveres mutilados, las campanas de aquellas torres profanadas, tocan a vuelo sacudidas por las manos de los frailes en su embriaguez de triunfo religioso.

Nada extrañamos, cuando Pío IX ha tornado los aposentos del Vaticano en fábricas del fusil Chassepot.

En México han desaparecido los frailes, los conventos y los soldados franceses.

En Roma quedan los frailes y el Pontífice, apoyado en las bayonetas de Napoleón III.

¡Aún no ha sonado la hora de la Italia!

III

Al señor de Cantolla se le había encarcelado, y por vía de providencia precautoria, el teniente Estrada estaba en un calabozo para probar la denuncia.

La mañana del 2 de abril, los cerrojos del diplomático se corrieron, y el fiscal se presentó con dos escribientes para la práctica de una diligencia.

El fiscal era un viejo raquítico, medio lazarino, con la cara y nariz granujienta, ojos pequeños, cabeza diminuta adornada con una cachucha de inválido.

Llevaba el fiscal una levita azul, grasienta, con botón de águila, y un pantalón blanco, de lienzo, con quince días de uso, botines viejos de cuero de becerro, y un bastón con borlas.

El fiscal se llamaba don José María Vasconcelos.

Don Modesto estaba muy cambiado: su barba comenzaba a crecer, y la sangre había acudido a sus párpados.

Tenía una fisonomía apoplética.

—¿Don Modesto Fajardo?, dijo el fiscal.

—A la orden de usted, señor fiscal. ¿En qué puedo servir a usted?

—Vengo a que reconozca usted su letra, para que procedamos al careo.

—¿Al careo con quién?

—Con un tal Cantolla y un tal Estrada.

—¿Conque el señor de Cantolla está preso?

—Sí, respondió el viejo; vea usted la carátula del proceso: «Modesto Fajardo y socios, por complicidad con los bandidos.»

—Señor fiscal, esa carátula es sumamente ofensiva a mi dignidad.

—Ya lo creo; como que si no se descargan, los truenan.

—Caballero, yo me descargaré antes de que me truenen.

—¿Conoce usted esta letra?

Don Modesto examinó el papel en que había puesto el santo y seña, que entregó al teniente Estrada.

—¿La conoce usted?, insistió el fiscal.

—Se parece algo a la mía.

—Asiente usted que el reo dijo, después de meditarlo tres minutos y poniéndose demudado, que aseguraba que era suya.

—Permita usted, caballero, yo no he dicho tal cosa, ni lo he pensado tres minutos.

—Ponga usted, dijo el fiscal, que no se ratificó en lo dicho.

—Si no lo he dicho.

—El fiscal no miente, y tiene la fe pública.

—Añada usted que insultó a la autoridad.

—¡Caballero!, yo no tengo más armas de defensa que mis palabras.

—Escriba usted, escriba usted aprisa, que el reo dijo que si tuviera armas las usaría en contra del fiscal.

—¡Esto es horrible!, exclamó el diplomático.

—Y que el juez era horrible.

—¡Hombre, me van a ahorcar con semejante declaración!

—Yo no hago constar sino los hechos.

—Vea usted, señor fiscal, se me va a seguir un perjuicio horrible; yo tengo intereses, y sobre todo, quiero hablar a usted sin testigos.

—Salgan ustedes, dijo el viejo sátrapa a los escribientes.

Ignoramos lo que pasó entre el reo y la autoridad, que al cuarto de hora hizo reponer la declaración, de la que quedó satisfecho el diplomático.

IV

El señor de Cantolla y el teniente Estrada comparecieron, para practicar el careo.

Cantolla no podía articular una palabra.

—Señor fiscal, dijo el esposo de doña Efigenia antes que el gangoso hubiera comparecido, guárdeme usted este reloj y esta cadena de oro, aquí con la humedad se echan a perder.

—Es una buena pieza, dijo el fiscal lamiéndose los bigotes color de naranja.

—¿Le gusta a usted esa repetición?

—Es muy buena.

—Pues hágame usted el favor de tomarla.

—No, no, me tendrían por parcial.

—Señor fiscal, dijo con énfasis el diplomático, la conocida integridad de usted lo pone a salvo de las murmuraciones.

—Es cierto eso, respondió el viejo.

—Pues acepte usted este pequeño obsequio.

—Mil gracias, caballero, sólo por no desairar a usted.

Y se embauló el reloj sin que lo percibiera el teniente Estrada, que llegaba en aquel momento entre dos gendarmes.

Sentóse el fiscal, y los tres reos se pusieron frente a la autoridad.

—Teniente Estrada, diga usted lo que hablaron la noche del 12 en la casa del señor Fajardo.

—Los señores me convidaron para pronunciarnos contra el gobierno de S. M. el emperador.

—El señor miente, dijo Cantolla, él fue quien nos ofreció los barrios.

—Señor fiscal, dijo el gangoso, yo nunca he jurado; pero por estas ocho cruces (y enclavijó las manos), juro a ustedes que los señores me llamaron para ponerme al frente del movimiento.

—Señor fiscal, dijo don Modesto, usted comprenderá que este hombre no puede ponerse más que al frente de un cirujano, para que lo opere.

—Y usted al frente de Escabase para que le tome medidas para una peluca.

—Orden, señores: prevengo a usted, señor Estrada, que no se propase.

—El señor me insulta.

—Yo, dijo Cantolla, siempre he sido partidario de la intervención.

—Su esposa de usted ha sido más.

—¡Caballero!, gritó el de Cantolla.

—No adelantándose nada en la diligencia, queda abierta para continuar mañana, dijo el fiscal; y puso comunicados a don Modesto y a Cantolla, dejando encarcelado, vigilado y reencargado al infeliz Estrada.

V

Doña Canuta, vestida de negro como Leonor en el cuarto acto del Trovador, se presentó en la Martinica.

El diplomático tomó el aire de Otelo.

Arrodillóse doña Canuta con ademán trágico, y prorrumpió en exclamaciones incoherentes.

—¡Fajardo!… ¡oh!… ¡ah!…

—Bien, basta de exclamaciones; levántate y dime cómo está Luz, no he cesado de pensar en ella.

Doña Canuta se desentendía de las palabras del diplomático, y continuaba en sus interjecciones.

—¡Mátame!… ¡mátame!… ¡yo no me levanto sin que me hayas matado!

—¿Y cómo te levantarás después de muerta?

—¡Mátame!, ¡sepulta el puñal homicida en mi corazón!

—No, no lo haré porque me estrangularían estos rinocerontes.

—Ahórcame al menos.

—¿Pero qué intentas?

—¡Yo soy la causa de tu prisión, yo soy esa infame!

—¿Tú?… ¿tú?… habla, Canuta, me estás diciendo cosas imposibles.

—No lo son, esposo mío.

—Habla, con doscientos mil demonios.

—Pues bien; hago lo que aquella dama, creación de Emilio de Girardín, en el Suplicio de una mujer, me denuncio ante mi esposo.

—No te comprendo.

—Óyeme y tiembla.

—Estoy preparado.

—El desdichado teniente Estrada, ha concebido por mí una pasión insensata, y esto lo ha orillado a denunciarte.

—¡Infamia!… ¡infamia!… ¡así se abusa de un hombre, así se asesina a un diplomático!

—Cierto es que jamás se ha atrevido a declarar su amor; pero yo lo he comprendido.

—La cosa varía de aspecto, levántate.

—Esta injuria mental me tiene preocupada.

—Pero, ¿tú le amas?

—¡Ay!

—¿Cómo ay?

—Es decir, yo no siento por ese hombre sino odio y desprecio.

—¡Bravo!, ven a mis brazos.

Levantóse doña Canuta y se estrechó al abdomen del diplomático, que se sintió sofocar.

—¡Aquí, esposa mía, aquí!

Doña Canuta, que tenía una tendencia decidida por el romanticismo, continuó con acento cómico:

—¡Los hombres!… ¡los monstruos!… ¡los fenómenos!… los…

—Canuta, ya coheché al fiscal con ciento veintitrés pesos, y estoy salvado.

—La balanza de la justicia se inclina con pesos de oro.

—Es cierto, y con relojes, porque Cantolla ha sacrificado el suyo en aras de la fiscalía.

—¿Luego el teniente será la víctima?

—Sí, esposa mía.

—¡Es necesario salvarlo!

—No seré yo quien me oponga; pero te advierto, que si no tiene ciento veintitrés pesos o un reloj de oro, no saldrá de la Martinica.

—Yo me compadezco de ese miserable; Fajardo, sé generoso.

—¡Sí.. lo seré… yo lo perdono!

—Con el perdón tuyo poco logrará el desgraciado, se necesita de tu liberalidad.

—Liberalmente lo perdono.

—Es otro el negocio, se necesita dinero.

—¿Tendrá alguna buena firma?

—Hombre, la generosidad no tiene precio.

—Es cierto; pero el dinero corre al siete por ciento mensual.

—Préstale esa suma a tu antiguo ayudante.

—Yo lo desconozco; él no me ha ayudado sino a llevarse el espadín y el mosquete ajeno, y a traerme a la cárcel.

—¡Perdónale!

—¿Qué más he de hacer que perdonarle gratis?

—¿Y si te lo pidiera en nombre de tu hija?

—Mira, Canuta, en nombre de mi hija Luz, saco del purgatorio a cuantos Estradas hay en el mundo.

—Te tomo la palabra.

Don Modesto, a pesar de sus ridiculeces, se sentía dominar por aquel cariño, amaba con delirio a su hija, y tenía razón.

—¿Qué dice mi Luz?

—Ha llorado por ti a todas horas, no he visto muchacha más falta de ánimo.

—¿Conque ha llorado?, ésa sí que tiene un alma de ángel, un corazón que… veamos, yo estoy cada vez más orgulloso de mi hija; daré los ciento veintitrés pesos por el teniente, ya me los pagará cuando tenga, además, no quiero que insista en su denuncia.

—¡Gracias, Fajardo!

—¿Cómo gracias?, tú te interesas demasiado por ese belitre.

—¡Modesto!… dame tu mano.

—Aquí está mi mano.

—Ponía sobre mi corazón.

—La pongo.

—¿Sientes?

—Siento.

—Pues nada quiero añadir.

—Es mejor que no añadas, quedo enterado y convencido.

VI

Doña Efigenia, sabedora de que su esposo estaba comunicado, se presentó en la Martinica, vestida a la francesa.

Llevaba un túnico de gró moaré con recogidos, un sombrerito de paja lleno de cintas y de flores atado con un lazo rojo, un saquito de abalorios dejando ver su abominable cintura, botitas y guantes verdes.

—¿Dónde está el malheureux?

—¡Ah!, dijo el diplomático, ¿usted por aquí?

—Sí, yo tengo de venir a esta prisonimant, por buscar a Cantolla.

—¡Cantolla!… ¡señor de Cantolla!, gritó el de Fajardo.

Su compañero se presentó en el calabozo.

—¿Cómo vamos, Efigenia?, dijo conmovido aquel hombre.

—Yo soy toda buena, me sin embargo, no podía ser tranquila sin ti.

—¡Gracias!… ¡gracias!…

—Yo estoy obligada de ver al survillan, para que me permita de pasar a verte.

—Ya estoy comunicado y puedes venir a todas horas, te necesito mucho.

—Yo soy toda a ti.

—Era bueno que habláramos en español.

—Yo tengo el uso de la lengua francesa, y esto me hace tromper muy a menudo.

—Vamos a mi calabozo, allí estaremos mejor.

—Bien, vamos al apartement; señor don Modesto, o plaisir de vous revoir.

—A los pies de usted, señora.

—Esta Efigenia, dijo doña Canuta, es original.

La obesa dama, dando saltitos sumamente coquetos, salió al patio, sonrió con dulzura al alcaide, y se entró en el separo para atormentar al infeliz marido con aquella jerga franco-castellana.

XIII. El 2 de abril de 1867

I

Desde la noche memorable en que Porfirio Díaz, arrojándose por una de las ventanas de su prisión, escapó a la saña implacable de sus enemigos, la estrella de su destino apareció brillante en la aurora siempre clara de su horizonte.

El bravo general sorprendió a una pequeña guarnición, y por una sucesión de sorpresas, asaltos, duelos personales, combates y batallas, se presentaba fuerte con su ejército de 3,000 hombres y 12 piezas de artillería al frente de la ciudad de Zaragoza, donde su nombre había alcanzado la inmortalidad en el inolvidable 5 de mayo y en los gloriosos episodios del sitio de 1863.

¡Miahuatlán!… ¡Oaxaca!… ¡la Carbonera!, y otros mil lugares, conservan el recuerdo del joven caudillo.

Porfirio Díaz ha hecho peregrinaciones increíbles por entre las montañas y la abrasada zona de la Tierra Caliente.

Álvarez le dio doscientos fusiles de chispa para que armase a sus primeros soldados.

El general sustituyó estas armas con las del ejército francés, quitadas en el campo de batalla, y devolvió al Sur sus fusiles históricos.

La revolución se levantaba omnipotente, y la juventud republicana se apiñaba en derredor del joven soldado, que llevaba sus banderas triunfantes protegidas por el ala siempre tendida de nuestras águilas.

II

Puebla de Zaragoza es una ciudad que guarda la mayor parte deesas páginas sombrías de nuestras revoluciones.

Puebla es el álbum donde hay cantos heroicos y hojas sombrías, ensangrentadas.

Esa ciudad, unas veces ha sido el baluarte de la libertad y de la independencia, y otras el castillo feudal donde se han concentrado las ideas viejas y los monumentos de la barbarie.

La ciudad de Zaragoza es una plaza fuerte, toda vez que se fortifica.

Puebla es una ciudad cerrada.

Dos pequeñas eminencias le sirven de atalaya.

El mundo entero sabe cómo se llaman esas pirámides de roca, asiento de las glorias patrias, cifras de granito arrojadas en ese valle encantado, que sobrevivirán a los siglos y a las generaciones.

¡Gloria a vosotros, sagrados monumentos, regados con la sangre de nuestros hermanos!

¡Gloria a vosotros que conserváis las gigantes huellas del mártir del patriotismo y de la independencia!

¡Sobre vuestras rocas sacudió el viento de la victoria los estandartes de la patria!

¡Vuestra arena se tornó abrasante al recibir los rayos incandescentes del sol de mayo, y a vuestras plantas rodaron mutilados los cadáveres de los invasores!…

¡Salud!… ¡salud tres veces, campos del heroísmo!, que el espíritu vivificante de la libertad se mezca sobre vosotros, y atraviese los celajes arrebolados de vuestro cielo; que el valor nunca desmentido de vuestros hijos lleve su espada vencedora y sus frescos laureles a los altares de la patria!

III

El ejército republicano había alcanzado triunfos parciales, y conquistado puntos de alguna importancia en el perímetro de la plaza.

Las horadaciones continuaban a gran prisa, y de un momento a otro se esperaba el asalto por todos los puntos vulnerables de la línea.

Los defensores de Puebla contaban con una cantidad inmensa de municiones de boca y guerra. La artillería era superior a la de los sitiadores, y casi era imposible la toma de la plaza.

Las granadas hacían destrozos en el campo de Porfirio Díaz y en los asaltos parciales la metralla derramaba la muerte y el exterminio.

Los republicanos veían consumirse su parque y sus recursos, y ya circulaba el rumor de que el ejército levantaría el campo, pues apenas se contaba con el parque estrictamente necesario para una retirada.

El joven general veía acercarse el momento de la crisis, y la desmoralización que era consiguiente a la levantada del campo. No obstante, acaso sería preciso, porque intentar un asalto en esas circunstancias, equivaldría a lanzar a una muerte segura a sus soldados, sin esperanza de un éxito favorable.

La situación era terrible.

Aquella noche de desesperación se hizo más sombría.

IV

El asesino de Tacubaya levantó en la capital una división de 5,000 hombres, y tomó entre los que iban los jinetes austriacos y un cuerpo de 800 plazas todos franceses.

La artillería rayada de grueso calibre y de montaña, formaba un total de veinte piezas, todas en magníficos montajes.

Cuando la división pasó revista en la capital, no hubo un solo descreído que no viese el triunfo seguro.

Aquel refuerzo llegado a tiempo a la plaza de Querétaro, decidiría la cuestión.

¡La causa republicana estaba perdida!

Dios ciega a los que quiere perder.

Márquez, al verse general en jefe de ese pequeño ejército soñó abarcar en un solo puño los laureles del triunfo: marchar violentamente sobre el ejército que asediaba a Puebla de Zaragoza, derrotar a los 3,000 soldados de Porfirio Díaz, hacer un número inmenso de prisioneros, dejar segura la plaza y marchar victorioso con una división de diez o doce mil hombres, con cincuenta o cien piezas de artillería sobre los sitiadores de Querétaro, batirlos, acribillarlos y regresar como César, entre un pabellón de estandartes y de despojos guerreros, he aquí el sueño de ese miserable.

Las probabilidades estaban todas por la realización de sus proyectos.

Así es que guardando en el infierno de su alma este pensamiento, salió de México rumbo al Interior, fingiendo dirigirse a Querétaro.

Luego que estuvo en el camino de los Llanos, hizo un movimiento de conversión y se encaminó con rapidez en dirección a Puebla, donde el general Díaz apenas avanzaba por las horadaciones.

V

Los guerrilleros son como los gavilanes, husmean a largas distancias el olor de la pólvora.

La parvada de guerrilleros que estaban a los alrededores de la capital, no perdían de vista a la división imperial.

Al descubrir el movimiento del enemigo, se destacaron rápidos como exhalaciones cien correos por diferentes caminos y veredas, anunciando a Porfirio Díaz que pronto estarían sobre su campo las fuerzas del imperio.

Esta noticia fue un rayo por el joven caudillo, que no tenía la menor esperanza de tomar la plaza antes de que Márquez llegara a las inmediaciones.

La prudencia y las leyes de la estrategia aconsejaban la levantada del campo.

El general citó una junta de guerra.

Cuando estas juntas se celebran entre personas de honor y de valor, son de todo punto inútiles, porque todos pasan sobre fuego antes que aventurar una sola palabra que implique temor.

General y subordinados eran de la misma cuerda.

De aquella junta debía salir algo terrible, una calaverada sangrienta, algo que lanzado en los dos extremos de la balanza, es decir, del éxito o del fracaso, siempre va a la inmortalidad.

Aquellos hombres eran como el caballero Bayardo, «sin tacha y sin miedo».

Mientras aquella heroica juventud, a cuyo frente se encontraba Porfirio Díaz, discutía sobre lo conveniente, y, sea dicho entre paréntesis, para ellos lo conveniente siempre es batirse, un grupo de oficiales hablaba con el mayor de una de las divisiones.

—Mi coronel, decía un capitán alegre y vivaracho, está usted lleno de polvo y de tierra.

—En un tris estuvo que no me aplastara la pared que acaba de desplomarse, pero yo les contaré un cuento a los traidores.

El coronel era un joven bien parecido, rubio, con toda la barba, ojos claros, frente despejada, calvo, miradas feroces cuando se le antoja que tiene mal corazón.

El coronel es un solterón de primera fuerza: dicen que está enamorado; él nunca ha hecho confidencias sobre este particular.

Como amigo no tiene rival; como soldado, su nombre aparece en todos los partes de las batallas con especial recomendación.

Miguel Veraza, que así se llama el coronel, es hombre excéntrico; cuando estuvo prisionero en Francia compró dos casquetes.

Se vio al espejo por espacio de dos horas, y acabó por convenir en que un soldado con peluca es un imposible.

Veraza guardó los casquetes.

Parece que esta compra la hizo por consejo de una griseta.

Veraza es un hombre sufrido y lleno de caballerosidad.

Siempre elegante.

Lo hemos visto en el campamento hecho pedazos, pero nunca le falta una borla de oro que atar a la culata de su pistola, o una corbata bien bordada, o unas espuelas cinceladas; algo que revele el hombre de buen gusto.

El coronel es el hombre más tenaz que hay debajo de las estrellas. Toda vez que se proponga subir al cielo, no duden nuestros lectores que el día menos pensado anuncie el Monitor, que Miguel Veraza ha hecho su excursión con todo y caballo a las regiones etéreas.

Veraza era mayor general de una división, y seguía a Porfirio por quien tenía un verdadero fanatismo.

Veraza estaba en las horadaciones, incansable, trabajador, entusiasta y queriendo distinguirse como siempre.

—Mi coronel, dijo el oficial, ¿ya sabe usted la noticia de la llegada de Márquez?

—¿Qué importa?

—Que estamos mal.

—Donde está Porfirio Díáz siempre se está bien.

—Habrá una de Dios es Cristo.

—Que la haya, para eso estamos, y el que no quiera ver visiones que no venga al sitio de Puebla.

—Pero, mi coronel…

—No ha de ser más negro el cuervo que las alas.

—Lo temo por la causa.

—Pues la causa no arriesga el pellejo como nosotros.

—Es que ya no hay parque.

—No sea usted imprudente, si le oyeran los soldados se desmoralizarían.

—Lo sé, mi coronel, por eso lo digo en voz baja.

—Hay cosas que no se las debe uno decir ni a sí mismo.

Llegó en aquellos momentos un ayudante del general Díaz, y habló un momento con el mayor general.

—Éste se mordió los labios, se frotó las manos con satisfacción, y siguió alentando con gritos a los zapadores, que a la orden del infatigable Rivero practicaban las horadaciones con una violencia admirable.

Solían encontrarse los fusiles enemigos y se armaba una zambra infernal, se empezaba un combate y se disputaba una cuadra a la bayoneta.

VI

Corría en todo el campo la voz muy valida de que el general Díaz levantaba el sitio.

Comenzaba algo el desaliento, aunque aquella tropa no se desmoralizaba tan fácilmente.

Los generales Alatorre y Terán volvieron a sus líneas, y Faustino Vázquez, jefe del Estado Mayor, recorrió los parapetos hablando reservadamente con los comandantes de los puntos.

—Malo, decía un joven capitán, el coronel Vázquez Aldana se limpia muy a menudo los lentes; de que se cala las gafas, algo malo o bueno va a suceder.

—Ya le tenemos miedo, respondió un teniente, la víspera de la toma de Oaxaca avanzó tanto la artillería, que aquello era tirar a quemarropa.

—Como es miope Vázquez Aldana, le gusta ver muy de cerca al enemigo.

—Sí, señor, de que platica con el general Díaz, ya va a ser ello; y con la sangre fría con que le dice a uno, como si no le fuera el pellejo: «Mañana al amanecer se arroja usted sobre la trinchera», y en viendo que se pone el semblante algo trémulo, añade: «Los dos entraremos juntos», y se va como si hubiera dicho una gracia el maldito.

—Es el brazo derecho del general.

—Temo que se lo corten el día menos pensado.

—Hay hombres a quienes favorece el diablo, y mi coronel Vázquez es uno de ellos.

—Yo creo que él es capaz de favorecer al diablo.

—¡Demonio!, ¿qué pasa en el campo?

—No hay duda, la retirada es una cosa cierta.

—Veamos, compañero, allí se agrupa el Estado Mayor y multitud de soldados.

—Alguna desgracia ha causado esa granada: ¡demonio!, se alza una nube de humo y de polvo.

—¡Corramos!

—Corramos.

Efectivamente, un proyectil de grueso calibre había caído sobre el techo de una casa donde el general Díaz estaba de observación.

Las vigas crujieron, y la granada, haciendo un terrible estrago, cayó en el aposento donde se hallaba accidentalmente Porfirio Díaz.

La granada hizo explosión.

El aposento quedó envuelto en una atmósfera de humo.

Después se oyó la voz del general que clamaba: «¡Sáquenme!, ¡sáquenme!»

Sus valientes soldados se arrojaron entre los escombros, y por una de las ventanas sacaron a Porfirio Díaz, sobre quien se desgranaba el techo de la casa.

El general se salvó milagrosamente.

La muerte del valiente jefe del ejército republicano, hubiera sido de trascendencias funestas para la causa.

Dios estaba con la República.

VII

Porfirio Díaz recorría su campo, dirigiendo la palabra a sus viejos soldados, con aquel buen humor que lo caracterizaba.

—Ahí va papá, decían los soldados.

El joven general los saludaba con algún chiste.

En la mirada del caudillo había mucho de inquietud en aquellos momentos, en que visitaba por última vez los parapetos y horadaciones.

Porfirio Díaz pensaba en algo que no estaba en el campo de batalla.

Pensaba en la mujer de su amor, con quien se desposaba por poder en aquella misma hora en que el destino lo iba a sujetar a una terrible prueba.

—¡El amor!… ¡la gloria!

Las dos alas del ángel del porvenir.

VIII

Eran las diez de la noche cuando las fogatas de los sitiadores comenzaron a apagarse.

El campo estaba en movimiento.

Los sitiados estaban pendientes de los movimientos del ejército republicano.

La levantada del sitio cuando ya estaban desmoralizados por los rudos ataques de los sitiadores, era una noticia del cielo.

Los soldados de Porfirio se resistían a creer el funesto rumor, pero la disciplina los tenía mudos.

Trece columnas con su dotación de artillería se formaron frente a los reductos de la plaza.

Aquello significaba o un ataque o una retirada.

Faustino Vázquez había regresado con el general Díaz al cerro de San Juan, donde se encerró a hacer preparativos de alquimia que nadie comprendía.

—Este hombre de las gafas nos da un mal rato, insistía el capitán, está acumulando combustibles.

—¿Si será cierto lo que hemos dicho con respecto a que tiene pacto con el diablo?

—No hay duda, compañero, en sus botas debe traer la cola de Satanás.

—Y en los lentes las vidrieras del infierno.

—Su caballo saca lumbre en las piedras.

—Su espada está tocada a la fragua que hay en la quinta guarida de Satanás.

—Esta noche es de mal agüero, hay secretitos con ese descolorido de gafas.

—¡Dios mío!, todos tienen antiparras.

—¿Ya lo conoce usted, compañero?

—Sí, es Benítez, el secretario del general, trae una bola horrible, escribe día y noche, ¡demonios de abogados!

—Con uno solo hay para revolver al mundo entero.

—Dicen que ese señor letrado es de posibles en esto del talento, que él lleva toda la correspondencia, y eso que nosotros no entendemos y que se llama política.

—Compañero, mejor estoy frente a una trinchera que en una de esas juntas, a mí me envolverían en menos de dos minutos.

—Ello es, que entre general y abogado, ya matan a los mochos.

—Los tienen desvelados.

—El secretario ha recogido la papelera, hay novedad, ese señor Benítez no guarda por antojo sus papeles.

—Cierto, él no vive sino entre la tinta, ¡demonio!, hay hombres que vuelven pólvora el huizache y la alcaparrosa, y las plumas cañones rayados.

La noche seguía en silencio.

La expectativa era horrorosa.

Los jefes de las líneas no habían revelado a nadie las órdenes del cuartel general.

La primera luz disiparía las dudas y las sombras.

El general Díaz se paseaba inquieto por una de las piezas del edificio que se levanta en la cumbre del cerro de San Juan.

Su secretario, el licenciado Benítez, estaba sentado a una mesa donde había unos pliegos de papel, y minutas a medio empezar.

Faustino Vázquez desde un rincón acechaba al general y sacaba el reloj con mucha frecuencia.

Benítez aventuró la primera palabra.

—No hay otro remedio, dijo, el plan es el único y el mejor combinado.

—Levantar el campo, dijo el general, sería confesarme derrotado. Márquez está a una jornada de nosotros, es necesario jugar el todo por el todo. Después, continuaba más agitado, sirve más a la causa de la república que corra nuestra sangre sobre esas trincheras, que desprestigiarla con una fuga vergonzosa. Señores, no hay disyuntiva, o moriremos esta noche o la república se salva.

Aquel joven hablaba con la fe del corazón y el aliento del patriotismo.

Era necesario en situación tan crítica confiarle el éxito a la fortuna.

La empresa acometida por los republicanos era enteramente loca.

Puebla jamás había sido tomada por asalto.

Más de cuarenta sitios habían sostenido aquellas fuertes murallas.

La juventud de hoy ha presenciado tres asedios que forman época en nuestra historia.

Dos, sostenidos por los frailes hasta hundirse en el abismo del olvido y de la desesperación, y otro glorioso en que González Ortega al frente del ejército mexicano, detuvo sesenta y tres días al ejército de Napoleón III.

La plaza en los tres sitios había capitulado después de resistir rudos y valientes asaltos.

Parapetado el ejército imperial y poco avanzados los trabajos de zapa, el asalto era la derrota.

Tres mil hombres mal armados, con una parada por plaza, y una escasa artillería, no eran el elemento para la toma de Puebla.

Querer llevar a cabo lo que no habían conseguido ejércitos aguerridos, querer penetrar en esos muros donde había retrocedido ametrallada la bandera de Inkerman y Sebastopol, querer trazar una página sólo bosquejada en la historia de los combates, era escalar el cielo de la gloria por derecho de conquista, era quemar las naves delante de la muerte, era llamar a las puertas de la eternidad con la empuñadura de la espada.

IX

Las sonoras campanas de la catedral de Puebla dieron el solemne toque del Ave María.

Levantóse Faustino Vázquez, y tomando permiso del general salió apresuradamente del aposento.

Porfirio Díaz y Benítez se estrecharon la mano y se separaron.

A pocos momentos una llama terrible, como la del Sinaí se alzó de la cumbre del cerro de San Juan.

A la luz de aquel incendio respondió el ruido de la artillería lanzada sobre los parapetos.

La plaza contestó con una tormenta de fuego.

Todas las dudas quedaron disipadas, se trataba de un asalto en toda forma.

Media hora jugó la artillería, el rayo de la muerte.

¡Media hora terrible!

Los clarines tocaron al asalto.

Las trece columnas se lanzaron con denuedo sobre las trincheras a pecho descubierto.

Los sitiados arrojaban granadas de mano que hacían un estrago formidable.

Los asaltantes llegaron a los fosos diezmados por el bronce.

La infantería hizo sus descargas cerradas, y pocos momentos después se empeñaba en todos los puntos un combate sangriento y desesperado a la bayoneta.

Cinco columnas fueron detenidas en su marcha por el bronce de los cañones.

¡Las otras ocho, arrollando a los sitiados, penetraron simultáneamente y llegaron al centro de la plaza vitoreando a la república y a la libertad!

Porfirio Díaz y Faustino Vázquez, con sus pistolas montadas, penetraron con arrojo por las horadaciones de Guadalupe y se presentaron en esos momentos entre el ejército vencedor.

Rivero, Marín, Bringas y otros valientes estaban al lado del general.

Alatorre, Terán, Ocampo y otros bravos, al frente de los batallones de Oaxaca y Veracruz, habían hecho prodigios de valor.

—¡La república está salvada!, gritó Porfirio Díaz con las lágrimas en los ojos.

A su voz respondieron mil vítores de entusiasmo y admiración.

Miguel Veraza después de entrar al frente de su columna entre el fuego enemigo, sacó unas ambulancias de los austriacos y comenzó a recoger a los heridos.

Veraza no se cambiaba en aquellos momentos ni por Alejandro el Grande.

Estaba en su elemento.

—Lo dicho, gritó el capitán: ¡Porfirio Díaz y su jefe de Estado Mayor Faustino Vázquez tienen pacto con el diablo!

X

Los defensores del punto de San Agustín resistieron unos momentos más, después se rindieron a discreción.

En el patio del convento se fusilaron a varios jefes, entre ellos al general Quijano.

Al día siguiente subió al cadalso el miserable Trujeque, que había desertado tres veces de las filas republicanas.

Los restos del ejército imperial se refugiaron en los cerros de Loreto y Guadalupe.

Él ejército republicano movió sus columnas sobre esos puntos.

El día 4 el general Tamariz entregó su espada en manos de Porfirio Díaz, quien respirando caballerosidad en todas sus acciones permitió al vencido que conservase su acero.

¡Puebla de Zaragoza estaba en poder de la república!

¡La toma de la ciudad es la epopeya en el altar glorioso de las batallas dadas en la segunda época de la independencia mexicana!

El nombre de Porfirio Díaz se enlaza a la corona del vencedor de los franceses, y en la frente de aquella ciudad aparecerán brillantes en el porvenir la fecha memorable del 5 de mayo de 1862 y la del 2 de abril de 1867.

Porfirio Díaz recibió un parte en que se le anunciaba que la señorita Delfina Ortega era ya su esposa.

Aquella alma resplandeciente de felicidad se evaporó en un perfume del cielo perdonando a los que lealmente había vencido en el campo de batalla.

XIV. Las cinco batallas

I

Porfirio Díaz comprendió que la noticia de la pérdida de Puebla debía desconcertar al general Márquez, y que aquél era el momento oportuno para batirlo.

El general republicano no se engañaba en sus cálculos.

Márquez se encontraba improvisadamente en una situación difícil a treinta leguas de su centro de operaciones.

La nueva del valeroso asalto del 2 de abril dejó confuso y abismado a ese miserable, que nunca ha sabido combatir lealmente y para quien el valor y la honra son palabras sin sentido ni significación alguna.

Desde luego pensó en la retirada.

La fuga es la idea dominante de ese asesino vulgar.

Porfirio Díaz refundió en sus batallones a los prisioneros de la clase de tropa, se reunió a Leyva con sus caballerías, e hizo ingresar en sus filas a todas las partidas sueltas y guarniciones para poder presentarse en número suficiente ante la división de Márquez.

Contaba el general con toda clase de municiones tomadas en Puebla.

Además, había ordenado al valiente coronel Jesús Lalanne que con su corta fuerza detuviese a Márquez, aunque éste lo hiciese pedazos.

Lalanne cumplió con las órdenes de Porfirio Díaz sabiendo positivamente que lo habían de derrotar.

El pundonoroso y arrojado coronel, detuvo al enemigo.

Los batallones quedaron en cuadro; pero el honor de la república muy alto, y bien puestos sus estandartes.

Lalanne se reunió al ejército, que saludó a sus hermanos victoriosos y heroicos en la derrota.

En San Diego del Notario tuvo lugar otro encuentro con las caballerías que expedicionaban sobre el valle de México y que a marchas dobles se dirigían al campo de Porfirio Díaz.

Otros dos encuentros tuvieron lugar en el tránsito del camino de Huamantla hasta el campo de San Lorenzo, donde las infanterías dieron alcance al ejército imperial.

La hacienda de San Lorenzo es una finca magnífica de los Llanos.

Está situada al pie de la cordillera de esas montañas que forman la sierra donde se asienta el Popocatépetl, rey de los volcanes de América.

II

En la casa de la hacienda hizo alto el general Márquez el día 8 de abril y permaneció todo el día 9.

Porfirio dispuso seis columnas de ataque, avanzó la artillería y a las once de la mañana se rompió un fuego lento de cañón.

Reinaba el mayor entusiasmo en el campamento.

No parecía que se estaba en los preliminares de una batalla, tal era la bulla y la algazara de aquellos soldados que descansando sobre sus armas esperaban el toque del clarín para avanzar sobre el enemigo.

Aquellos hombres que venían de asaltar los fosos y trincheras de Puebla, veían como un juego de niño una batalla campal.

—Ya están en la jaula, mi coronel, decía aquel capitán cuya conversación hemos oído en el cerro de San Juan.

—O la beben o la derraman, respondía el coronel, aquí les rasgamos sus banderas.

—¿No siente usted hambre, mi coronel?

—Alguna, desde ayer no pruebo un bocado.

—Yo tengo una botella de Cheri Cordial, que me traje de San Nicolás, ¿quiere usted desayunarse?

—Es muy temprano para tomar dulce.

—Usted lo sabe, mi coronel.

—¿Y está bueno el licor?

—¡Riquísimo!

—Lo probaremos.

El oficial sacó una botella, aplicó los dientes al tapón y tiró de él hasta zafarlo de la botella.

El coronel tomó un trago, saboreó el licor, dio otro trago, se puso a reflexionar y dio tres tragos a la vez.

—¿Qué tal, mi coronel?, dijo el oficial para contener el ataque.

—Señor oficial, vaya usted y dígale al comandante de mi cuerpo que venga inmediatamente.

El oficial partió a escape.

—Ya me quité al importuno, murmuró el coronel y continuó su asalto a la botella.

Cuando regresó el oficial, ya su coronel había llenado de agua el frasco del licor.

—Tenga usted su botella, y gracias.

—No hay de qué, mi coronel, y guardó con cuidado la botella, ignorando la fatal sustitución.

Media hora después el coronel estaba desesperado.

El licor tomado en ayunas le había provocado un dolor de estómago que ya cargaban con él todos los diablos. Lo más gracioso de: caso era que maldecía al oficial como si hubiera tenido la culpa de sus excesos.

Si el coronel no hubiera sido calvo, ese día no se dejaba un pelo en la mollera.

III

El cañoneo continuaba, y Márquez esperaba el ataque a pie firme.

Porfirio mandó ocupar los cerros que están a la retaguardia de la hacienda.

El general Guadarrama llegaba de Querétaro con cinco mil rifleros y dentro de breves horas se encontrarían en el campo de San Lorenzo.

Márquez comprendió por esta noticia y el movimiento de Porfirio Díaz, que se acercaba el momento de la derrota.

Las fuerzas republicanas seguían circunvalando el punto ocupado por el enemigo.

La batalla debía empeñarse luego que las posiciones designadas por el general se hubiesen ocupado.

Las guerrillas se tiroteaban con los austriacos, que se parapetaron en un espeso magueyal.

Márquez tenía que aceptar el combate, dentro de breves horas no tendría un punto por dónde retirarse.

La casualidad lo vino a favorecer.

Desatóse un fuerte aguacero como en Waterloo y el 5 de mayo.

La granizada era horrible, el campo quedó envuelto en una manga de agua.

Las operaciones se suspendieron.

La tempestad continuó toda la tarde y parte de la noche.

Porfirio Díaz esperó la mañana para emprender su ataque.

Todo quedó dispuesto, señaladas las columnas y determinados todos los movimientos.

Las avanzadas de Guadarrama aparecieron en el campo republicano.

Márquez aprovechó el momento de la noche en que el agua había cesado, y comenzó con el mayor sigilo a retirarse por las montañas.

Cuando amaneció, ya la división imperialista se hallaba a alguna distancia de San Lorenzo.

Porfirio Díaz supo el movimiento del enemigo, y lanzó sus caballerías sobre la división Márquez, mientras que los infantes y artillería caminaban a paso veloz.

Adelantóse Leyva con Guadarrama y el infernal Manuel Toro, que tomó el flanco izquierdo del enemigo.

A las dos horas de marcha dieron alcance a Márquez, acuchillando a los dragones austriacos que sostenían la retaguardia.

Márquez mandó volar el parque.

Aquellos hombres habían perdido la moral.

Las caballerías impulsadas por el aliento del coraje, se arrojaron sobre la retaguardia de la división y la despedazaron.

El 10 de infantería de los imperiales flaqueó al sentir el fuego de los rifles de Spencer que traían los dragones de Guadarrama, y se entregó prisionero todo el batallón.

La persecución seguía sin dar tregua a los que huían llenos de espanto.

Los batallones comenzaron a desbandarse, sólo uno de franceses y la caballería húngara se sostenían temiendo ser muertos como los prisioneros de San Jacinto.

Así llegó aquella diezmada división al Puente de San Cristóbal.

Allí abandonó toda su artillería de grueso calibre y cargó con la de montaña para contener a la caballería que los quemaba.

Cuanto extranjero caía en manos de los republicanos, tantos eran lanceados y muertos en el acto..

El puente estaba amenazando ruina.

Porfirio Díaz se detuvo un momento.

Las caballerías tocaron diana y lo vitorearon.

La fortuna seguía muy de cerca al joven caudillo.

El valiente escuadrón de Mucio Maldonado se lanzó con denuedo sobre un flanco del enemigo, y se trabó un combate a pistoletazos.

Murió Maldonado, el valiente guerrillero que durante cuatro años había sostenido la bandera republicana; atravesando por un mar de vicisitudes y peligros, estaba predestinado a morir en la misma tierra donde vio la luz: al llegar a las orillas de Texcoco recibió dos balazos en el corazón.

El caballo siguió el impulso, y dejando el cadáver de su amo en tierra, se fue a confundir entre las filas enemigas.

El cadáver del guerrillero fue disputado a lanzazos a los dragones húngaros, y llevado a Texcoco donde se le hicieron los honores de ordenanza.

La muerte de Mucio Maldonado se supo como por telégrafo en todas las filas.

Entonces se oyeron alaridos de rabia y el combate se hizo más encarnizado.

El batallón francés no podía ya de la fatiga, y los soldados rendidos de cansancio se quedaban buscando apoyo en las laderas del camino.

El grupo de guerrilleros caía como un rayo sobre aquellos infelices y los destrozaba.

No hubo misericordia, ojo por ojo, diente por diente.

En el largo tránsito de doce leguas y por sitios escabrosos, los republicanos les habían quitado a los imperialistas las piezas de montaña.

Los restos mutilados de la división iban confiados a sus propios esfuerzos.

Márquez, desmoralizado, trémulo, cobarde, atemorizado, había huido dejando solo a sus soldados y a los húngaros, que caían a los golpes de sable de los dragones de la república.

A las seis de la tarde Márquez atravesó a escape por Texcoco.

Los oficiales huían rumbo al Peñón, otro se embarcaban en la laguna y otros se ocultaban en los barrancos.

Los soldados se entregaban prisioneros.

Media hora después, como una carga de caballería árabe, entraron los republicanos por las calles todas de Texcoco, dando de gritos y tocando a degüello.

Cuanto militar extranjero se había refugiado en la ciudad tanto fue sacrificado.

Los republicanos les cobraban cuatro años de sangre y sufrimientos.

Leyva siguió a los últimos restos de la división hasta las goteras de México.

Al amanecer del 10 de abril, Márquez contaba cinco mil hombres y veinte piezas de artillería.

Al anochecer no quedaban de aquel ejército sino unos cuantos hombres sin armas, que entraban por diferentes rumbos a la capital buscando refugio en la derrota y maldiciendo al jefe cobarde y falto de honor que los había abandonado en las horas de la lucha desertando al frente del enemigo.

Los periódicos anunciaron que S. E. el lugarteniente del Imperio, después de sostener cinco batallas, regresaba victorioso a la capital, habiendo dejado en el campo la artillería y los carros, por juzgarlos inútiles en las operaciones del plan que se había propuesto seguir para escarmentar una vez más a los disidentes.

XV. La fatalidad

I

El general Eduardo Fernández, novio de la encantadora Luz, había estado en el asalto de Puebla y en la batalla de San Lorenzo.

Los ayudantes Juan y Simón Torreños, aquellos jóvenes gemelos, se habían portado valientemente.

Durante el asedio de Zaragoza y en el rudo ataque del 10 de abril, un hombre fornido que llevaba el traje de los campiranos de Michoacán y montaba un arrogante caballo, se había puesto delante de los Torreños, y en los lances más apurados les servía de escudo, arrostrando los mayores peligros.

Luego que la persecución había terminado con el triunfo definitivo de las fuerzas del general Díaz, el cuidador de los gemelos desapareció en el camino que sigue de Texcoco a Tacubaya.

En la capillita de Santa María Astahuacan detuvo su caballo y atándole a uno de los árboles del cementerio entró en la ermita por la puerta de la sacristía.

Descubrió su limpia frente y entonces pudo verse a la luz de la mañana que comenzaba a entrar por las estrechas ventanas de la bóveda, a un hombre como de cincuenta años, mirada sombría, el rostro marcado con las huellas del remordimiento, su cabello y barba que era espesa, comenzaban a blanquearse con la escarcha de la vejez.

Arrodillóse frente al altar y comenzó a orar en silencio.

Aquel hombre debía sufrir un mal horrible, porque sus lágrimas se deslizaban por el semblante descolorido como el de los cadáveres.

Unos pasos tardos que indicaban la ancianidad, sacaron de su recogimiento al hombre de la barba cana.

Volvióse hacia la sacristía y vio a un anciano sacerdote que entraba en la ermita.

—Esperaba a usted con impaciencia, padre Rafael.

—¡Hola, Pascual, has llegado primero!, ya se ve, los viejos sólo marchamos de prisa hacia la tumba.

—Padre, me encuentro bien, dijo Pascual, estoy algo tranquilo.

—Vamos, cuéntame lo que ha pasado.

El padre Rafael se sentó en un banco y Pascual permaneció de pie con el sombrero en la mano.

—¿Cómo ha ido el combate?

—Señor, el camino ha quedado cubierto de cadáveres, la sangre ha corrido a torrentes.

—¡Dios mío!, ¡cuándo se aplacará el rigor de tu justicia!

—La jornada ha sido sangrienta, murmuró Pascual, yo he tenido una ansiedad horrible.

—¿Los hermanos de Pablo Martínez han sufrido algo?

—Nada, padre, mi pecho les ha servido de escudo, la muerte me ha respetado.

—¡Bendito sea Dios!

—Padre, yo deseo decirles al fin que son mis hijos.

—Aún no has expiado tu falta, tú ayudaste a perder a una familia, recuerda que Antonio Martínez ha muerto en el presidio, que los hijos de ese hombre son presa de la desgracia, y que tus amores criminales trajeron también la muerte a Velarde, a quien el guerrillero dejó sepultado en el subterráneo de Ario, mansión del crimen y centro de la expiación.

—Padre, es cierto, yo por vengarme de mi cómplice, por castigar el crimen de martirio ejercido en aquella mujer desgraciada, conduje a Pablo Martínez al subterráneo para que hiriese de muerte al asesino de su padre.

—Pero no te llevaba una pasión noble, los celos te impulsaban en alas de la fatalidad, aquel hombre había sorprendido tus amores, dudó si los gemelos eran sus hijos y los mandó matar. Dios no quiso permitir ese horror y ha conservado a esos pobres niños.

—Padre mío, me ha ordenado usted en cuenta de mis culpas que no los abandone, y he cumplido. Cuando la madre ha entrado en la última morada, yo no he hecho sino sacrificarme por esos desgraciados que sé que son mis hijos.

—La revolución ha terminado, ponte en camino inmediatamente para Michoacán, llégate al pueblo de Ario, vuelve al subterráneo donde está sepultado Velarde, bajo la escalera encontrarás dos cofres sellados, uno contiene alhajas y otro oro, deposítalos en el curato, ése es el patrimonio de tus hijos.

Los ojos de aquel hombre brillaron con la luz de la codicia.

—Iré, padre, iré, dijo con precipitación.

—Desde la noche fatal en que Pablo Martínez ejecutó aquel solemne castigo en nombre del cielo, y yo confesé a Velarde que expió sus crímenes entrando vivo en la tumba, tú te has confiado a mí y me he encargado de redimirte, para que tus últimos años los pases con tranquilidad en la conciencia y paz en el corazón.

—Es cierto, padre.

—Marcha, marcha a Michoacán y haz estrictamente lo que te he ordenado.

Pascual besó la mano del padre Rafael y salió de la iglesia para montar a caballo y partir sin dilación rumbo al Estado de Michoacán.

II

La noche del 17 de abril llegó Pascual Rivera al pueblo de Ario, que ya conocen nuestros lectores.

Esperó en el camino que se avanzaran las horas.

La queda sonó pausadamente en el campanario del pueblo.

Las luces se fueron apagando y todo quedó en un profundo silencio.

El lejano ladrido de los perros anunció que Rivera entraba en la población.

Efectivamente, el padre de Juan y Simón Torreños llegó frente a la casa de los Duendes, con sus pistolas al cinto y su espada en la cintura.

Asomóse a las boca-calles adyacentes y no percibiendo rumor alguno se encaminó decididamente al zaguán de la casa.

Las puertas estaban apolilladas y llenas de humedad.

No había cerradura, las hojas se habían desprendido de las bisagras y la tierra amontonada y las yerbas cubrían el dintel.

Pascual Rivera cargó el cuerpo sobre la puerta y una de las tablas se rompió sin dificultad.

Aquel hombre, para quienes eran familiares aquellos sitios, penetró en el patio que era un lago de agua verdosa y hedionda.

Entróse en los charcos y atravesó hasta llegar a la que había sido escalera y entonces un terraplén con unas cuantas losas, que se caían cuando las viejas maderas del techo se desplomaban al impulso del viento o de la lluvia.

Puso el pie en las huellas de los escalones, y se hundió hasta las rodillas en aquel fango.

Entonces volvió al patio, tomó una viga delgada y la tendió en el terraplén.

Subió por la viga y se encontró en el corredor.

Rivera sabía que su existencia estaba en peligro, que aquellos pasadizos podían desplomarse a su paso, pero la codicia y el deseo de enriquecerse le prestaban un valor sobrenatural.

Atravesó los aposentos que conocen nuestros lectores, descendió por la otra escalera y se halló en el patio donde estaba la puerta del subterráneo.

La losa se había hundido media vara.

—¿Si habrán descubierto el escondite?, pensó Rivera y parándose en un extremo de la piedra la levantó del otro quedando abierta la puerta del subterráneo.

Rivera llevaba la linterna sorda que le había servido cuando se presentó vestido de fantasma al guerrillero.

Probó a descender por la escalera.

Los escalones se hundían al pasar rápidamente sobre ellos.

Rivera quedó en el antro sin salida alguna.

Aquel hombre no pensó en ello fija su imaginación en el tesoro.

Al pie de la escalera había un esqueleto envuelto en unos harapos.

Un olor fétido dominaba en aquella pesada atmósfera.

Rivera tropezó con la osamenta, y dirigiendo la luz de la linterna sorda hacia el objeto que le impedía el paso, vio el cráneo de Velarde que conservaba aún algo del cabello.

Rivera se estremeció.

Parecióle que las órbitas de aquella calavera se volvían de fuego y le dirigían miradas siniestras y espantosas.

Apartó la luz para quitarse de delante aquel espectáculo horrible.

Buscó con avidez los cofres del tesoro, los encontró y dio una carcajada de satisfacción.

El eco de su voz lo hizo estremecer.

—Salgamos de aquí, murmuró con terror.

La escalera estaba deshecha.

El cómplice de Velarde pensó un momento en el medio de apurar aquella dificultad.

Acercóse a uno de los cofres que estaban en el aposento.

—Estos cofres, pensó el desgraciado, deben contener algo.

Púsose a revolver los objetos que se encerraban allí.

—La ropa de esa mujer, dijo con repugnancia.

Hasta entonces la idea de aquella infelice víctima vino a su memoria.

Hijos, amor, arrepentimiento, todo lo había olvidado, todo, ante la realidad de su riqueza.

Arrimó con trabajo el cofre, colocó otros cajones encima, y subió con su tesoro.

El agua comenzaba a desatarse con violencia.

El agua crecía en aquellos pantanos, y caía en chorros desiguales a los aposentos, por las hendeduras de los techos.

Pascual Rivera, como asido de un salvavida, llevaba con trabajo los cofres del tesoro, temiendo hundirse con aquella inesperada fortuna.

Descendió al primer patio: el agua le llegaba arriba de las rodillas: unos cuantos pasos más y estaba salvado.

Llegó al fin al zaguán.

Cuando reía con un acento de Satanás, un hombre empujó la puerta y se encontró frente a frente de Rivera.

—¿Quién es?, preguntó asustado.

—¡Amigo!, contestó la voz del desconocido.

—¿Qué se ofrece?

—Hoy han recibido un correo del padre Rafael.

Tranquilizóse Pascual Rivera.

—¿Y bien?

—Me entregará usted dos cofrecitos.

Decir esas palabras a un hombre a quien la casualidad había lanzado a una atmósfera de oro y de brillantes, era lanzarle un rayo en el corazón.

—Voy a entregarlos, dijo, acérquese quien sea.

Acercóse incautamente el desconocido.

Rivera sacó su revólver y se lo disparó sobre el pecho.

Cayó aquel desgraciado revolcándose el fango ensangrentado.

Rivera salió precipitadamente, buscó su caballo y se alejó a todo escape, procurando cortar por las veredas, caso de que fuese perseguido por la justicia.

Al ruido del pistoletazo, los vecinos abrieron los postigos de sus ventanas, vieron pasar como una sombra al asesino, y volvieron a cerrar llenos de miedo.

III

Al siguiente día los acólitos buscaron al viejo sacristán de la iglesia, y no encontrándole, dieron parte a la autoridad.

Dirigióse el alcalde a la casa de los Duendes, y encontró expirante al tío Miguel de un balazo en el costado derecho.

Condújose al herido a su casa, aplazándose el juicio para cuando pudiera declarar el enfermo, caso muy remoto, porque sin duda moriría a consecuencia de la herida.

—¡Bien decía yo!, exclamaba la tercera esposa del tío Miguel, porque el sacristán tenía una fortuna decidida en esto de la viudez: bien decía yo anoche al verle salir enmedio de la tormenta, este hombre marcha a su perdición, estoy segura de que fue a prepararse la cuarta mujer.

—Aquella casa es de mal agüero, añadía una vieja, hay un entradero y salidero de embozados, que da grima; no sé qué tendrán los duendes que llaman tanto la atención.

—Voy a mandar que se derribe el edificio, dijo el alcalde; ¿conque entran y salen?, ¡eh!, ya veremos si me piden pasaporte esos señores.

—Es que el señor alcalde ha entrado algunas ocasiones, replicó la vieja.

—Sí, la justicia tiene de estar en todas partes; fui a la práctica de una diligencia criminal, yo soy el ejecutor de los bandos de policía, no me concierne a mí su obediencia, no es lo mismo guisar, que tirarse con los platos.

IV

Entre el grupo que rodeaba el lecho del tío Miguel, estaba un sacerdote, en el que nadie había reparado, seguramente porque se conservaba en retraimiento.

Uno de aquellos asistentes al drama del sacristán, gritó con alborozo:

—¡El padre Rafael!

—Todos rodearon al sacerdote.

Las mujeres y los chiquillos le besaron la mano.

—Bien, bien, decía el padre Rafael, dejadme solo con el enfermo.

Todos se salieron del aposento.

—Tío Miguel, dijo el sacerdote acercándose al lecho del enfermo.

El herido volvió la vista y se encontró con el semblante venerable del cura de Ario.

—Señor, murmuró tratando de incorporarse.

—No te muevas, vas a hacerte daño.

—Me han extraído la bala y estoy mejor.

—Puedes, sin fatigarte, referirme lo que ha sucedido.

—Acudí a la Casa de los duendes: en el zaguán encontré a un hombre que llevaba los cofrecitos; le dije lo que me ordenaba usted en su carta, y mandándome que me acercase, yo lo hice, sin prever que…

—¡La fatalidad!

—Me disparó un pistoletazo a quemarropa, que bien pudo llevarme a la otra vida.

—¿No han aprehendido a ese hombre?

—No señor, el alcalde no pudo disponer de fuerza para perseguirle.

—Duerme, Miguel, guarda reposo y silencio; a nadie digas lo que ha pasado.

—Está bien.

—¿Adónde está mi carta?

—Allí está, en la bolsa de mi pantalón.

El cura tomó la carta, que estaba manchada de sangre, y dejando una bolsita con dinero bajo las almohadas, se alejó de la casa del tío Miguel.

—¡Nadie comprende el corazón humano!, pensaba el viejo sacerdote; el mundo nada me ha enseñado: cuando creía en la redención de una alma lanzada en el abismo del remordimiento, de repente vuelve a sumergirse en las sombras de su pasado esa pobre existencia lanzada en el mar revuelto de las contrariedades y del fatalismo.

XVI. Deuda satisfecha

I

Estamos en los alrededores de Querétaro y en el 25 de abril del año memorable de 1867.

El teniente coronel Pablo Martínez y su amigo, o por mejor decir, su hijo adoptivo, don Serafín, estaban al frente de un regimiento de caballería.

El cuartel general mandó que el regimiento de Martínez pasara a la hacienda de *** a reponer sus caballos destruidos por tanto tiempo de fatiga.

El lector recordará que el 1.º de junio de 1863, cuando el ejército pasaba para la nobilísima ciudad de Lerma, el infortunado Quiñones había recibido el más cruel desengaño, de aquel famoso don Cirilo, que le hizo una recepción tan descortés cuando presentó en la posada a Martínez y sus amigos.

Quiñones recordaba siempre la pesada broma del oficial retirado, y muchas veces le habían dado carga con la memoria del ridículo lance de su antiguo camarada.

Martínez tenía una memoria asombrosa para retener las fisonomías y los parajes.

Marchó el regimiento a la hacienda de ***.

Cuando una nube de langostas se presenta en un sembrado atemoriza menos a los pastores que a un hacendado la noticia infausta de la llegada de un regimiento.

Los hacendados ocultan violentamente las semillas, hacen desaparecer el vino y las vajillas, envían sus caballos a grandes distancias, remontan sus ganados como si amenazase una catástrofe, y las muchachas de la finca huyen a los próximos ranchos; porque la tropa es una verdadera plaga, cuya plaga se torna en un castigo del cielo, cuando pertenece a un bando opuesto al del propietario de la finca rústica o urbana.

Martínez se armó con la orden del cuartel general, y llegó a la hacienda.

—¿Dónde está el mayordomo?, preguntó.

—Señor, ya viene, dijo humildemente el jornalero.

—Que venga pronto, o lo traigo de las orejas.

—Está con el amo.

—¿Quién es el amo?

—Don Cirilo Hermosilla.

—¿Dónde he oído ese nombre?, a mí no me es desconocido. ¿Y qué clase de pájaro es ese don Cirilo?

—Es el amo no más, señor.

—Eso basta, repuso Martínez; y seguido de sus ayudantes se fue directamente a la casa de la hacienda.

Apeóse y subió las escaleras, metiendo gran ruido con las espuelas y el sable.

El dueño salió a recibir al jefe.

Luego que Martínez le puso la vista a aquel hombre, lo reconoció.

Era aquel mismo don Cirilo, teniente coronel retirado, que les había jugado la pesada broma de dejarles sin comer.

—¡Hola, don Cirilo!, dijo Martínez.

—Pase usted, señor compañero.

—¿Compañero de qué?

—De milicia; yo soy viejo insurgente.

—Bien, aquí tiene usted la orden para el alojamiento de setecientos jinetes con sus respectivos caballos.

—La obedeceré, pero no tenemos pasturas.

—Pues cómprelas usted, me parece que están baratitas.

Don Cirilo arremangó el labio superior como trompa de elefante.

—Mande usted matar diez reses para que coma la tropa; usted es un hombre muy… muy…

Mi ganado va a desaparecer, pensó don Cirilo, y se estremeció.

—Disponga usted treinta camas para mis oficiales.

—¡Dios mío!, exclamó el viejo.

Martínez tuvo a bien no reparar en las exclamaciones de don Cirilo, y continuó con el mayor aplomo:

—Voy a disponer algo que a usted le concierne, y que nos avisen cuando esté el almuerzo para mí y la oficialidad.

Sin despedirse, marchó seguido de la turba de oficiales, que se frotaban las manos de satisfacción.

II

—¡Estamos perdidos!, decía a su mayordomo el propietario, la hacienda va a arruinarse; pero es preciso hacer un sacrificio, porque este soldadón es un bárbaro, un verdadero apache.

La gente de la casa se puso en movimiento para disponer el almuerzo, mientras Martínez entablaba un diálogo con el guardador de las trojes.

—Abre esa puerta para sacar paja y cebada.

—No tengo las llaves.

—Pues sin ellas.

—No puedo.

—Yo sí; vamos, avancen tres dragones, y con las culatas de los rifles rompan la cerradura.

Los dragones no se hicieron esperar: a los dos minutos las puertas estaban más abiertas que las de Catedral en día de Corpus.

Como hormigas entraron los soldados a los graneros, dándoles una saqueada peor que la de Lorencillo, y la de Saligny, a los bonos de Jecker.

Don Cirilo veía desde una de las ventanas aquel zafarrancho de moros, y su corazón se oprimía dolorosamente.

—¡Mi cebada!… ¡mi maíz!… ¡mi paja!… ¡todo se lo está llevando el demonio!… ¡todo!… nada más falta que el imperio venga a castigarme por dar alojamiento contra todo el torrente de mi voluntad.

Los oficiales dieron parte de que los proveedores estaban bien surtidos.

—¡Hola!, gritó Martínez dirigiéndose a los caporales, se necesitan reses para la tropa.

—Ya fueron por nueve al monte.

—He dicho que diez, y si no, mando por veinte.

—¡Imbéciles!, gritó don Cirilo, traigan lo que pida el señor mi compañero.

—Como usted dijo que nueve…

—Yo no he dicho nada. Traigan diez, y nadie me replique.

III

A las dos horas avisó un criado que la mesa estaba preparada.

Subió aquella falange de famélicos, y comenzó un verdadero festín.

—Señor don Cirilo, haga usted traer más vino, mis oficiales lo acostumbran, y no pueden pasarse sin él.

—Ya han traído seis cajas, señor compañero.

—Pero nada más de Burdeos, aún no ha llegado el coñac, ni los licores para los postres y el café.

—A usted le tengo reservado, dijo don Cirilo ardiendo de rabia, una buena botella de coñac.

—No, señor, usted se engaña, yo no tomo nunca sin que mis oficiales se hayan satisfecho de antemano.

—Pero, señor compañero, yo tengo muy poco abasto.

—Saque usted, amigo, saque usted el guardado, que nosotros estaremos aquí uno o dos meses.

—¡Santos ángeles custodios!, exclamó el infeliz hacendado.

—¡Muchacho!, saca de ese armario la botella de coñac.

El criado trajo un frasco que estaba envuelto en un periódico.

Don Serafín tomó el papel, era el Pájaro Verde.

En uno de los párrafos, encontróse el joven el nombre de don Cirilo Hermosilla.

Leyó para sí, y pasó el periódico a Martínez, señalándole el párrafo.

El guerrillero, que era un hombre vivo, pasó la vista como relámpago por los renglones, y después dirigiéndose a su huésped, le dijo:

—¿Conque usted es caballero de la Orden de Guadalupe?

—No, yo no soy caballero, ni lo pretendo; ésa es una calumnia de mi mayordomo, que es la persona que debe haberlo dicho; le juro a usted, compañero…

—No jure usted, amiguito: ¿y es mentira que ha regalado usted cien caballos para el regimiento de la emperatriz?

—¡Impostura!

—Lea usted ese periódico.

Don Cirilo se quedó estupefacto.

Levantóse Martínez, y tomando una copa, dijo en voz alta y sonora:

—¡Brindemos por el señor don Cirilo Hermosilla, que ha obsequiado al regimiento con el sueldo de una quincena!

Don Cirilo abrió la boca como un tiburón.

Vivas y aplausos resonaron como en una cantina de martes de carnaval.

Don Cirilo quiso hacer una declaración, pero Martínez le dijo al oído:

—Señor compañero, elija usted entre tres o cuatro mil pesos, o que le aplique la ley de confiscaciones.

Don Cirilo optó por lo primero, pero rechinando los dientes como un condenado.

—Señores, agregó Martínez, hagámosle todo el honor a este brindis, rompiendo las copas para que no se profanen con otros discursos y libaciones.

Las copas volaron por lo alto, cayendo en menuda lluvia de cristal.

El alma del viejo propietario se hacía trizas.

Siguió la jarana hasta el amanecer.

Don Cirilo, queriendo vengarse, les puso monte a los oficiales.

—Anda, viejo zorro, dijo Martínez, quieres tomar la revancha; yo te echaré un pollo de cuenta. Señor teniente Garduña, lo habilito a usted para que eche unos pasados por agua.

—Mi teniente coronel, acepto, gritó una especie de hurón con cabellera azafranada y manos de orangután.

Martínez se marchó a dormir, diciendo para sí:

—Quiñones está vengado, la venganza ha sido sangrienta; toma, momia del imperio, toma por roñoso y avaro.

IV

Don Cirilo Hermosilla era hábil en materia de cartas, pero no tanto como Garduña.

Comenzó ese rejuego de albures con todos sus dibujos.

Don Cirilo era afecto a los tecolotes.

Ahí estaba el intríngulis, como decía Garduña.

Éste se hizo al principio el colegial, para darle lo que él llamaba boca de lobo, al imperialista.

Después tomó la baraja y desplegó toda su ciencia en el arte de Birján.

Don Cirilo tenía fiebre tifoidea.

Le ganaron el dinero, los cubiertos y el reloj; y si la hubiera apostado, pierde la fe del bautismo.

El infeliz retirado se marchó a descansar cerca de las cuatro de la mañana, dándoles de patadas a los criados que encontraba a su paso.

Metióse en el lecho y procuró conciliar el sueño.

No daban aún las cinco de la mañana, cuando Martínez llegó bajo las ventanas de don Cirilo, con la banda de clarines, a tocar la diana.

Don Cirilo dio un salto.

El teniente Garduña tomó un serpentón y tocó un solo, de a cuarto de hora, capaz de despertar a un difunto.

Don Cirilo se tiraba de los cabellos con desesperación dramática.

Después de media hora, cesó aquella cencerrada.

Don Cirilo procuró conciliar el sueño. No había pasado una hora, cuando los clarines tocaron forraje.

Volvió el malaventurado teniente coronel a despertar.

Esperó con paciencia a que concluyese el infernal toquido.

A las ocho, la banda salió a la escoleta.

Entonces cada individuo tocaba lo que le parecía; notas altas, bajas, cromáticas, fiorituri y cuantas abominaciones aplicadas a los fagots y clarines ha inventado la filarmónica.

Don Cirilo saltó de la cama renegando, mandó poner su carretela, y se huyó, verdaderamente fugado, rumbo a Celaya.

—Qué me importa, decía el fugitivo, que la caballería tome agua, ni que pase lista, ni que entren en asamblea, para que así me rompan los oídos. ¡Maldita sea la república, y los tagarnos, y los chinacos, y toda esa chusma de canalla! Les dejo la hacienda, que se la coman si gustan.

V

Luego que los oficiales se apercibieron de la retirada del propietario, se dirigieron a los estantes, sacaron el uniforme de don Cirilo, vistieron un maniquí, le pusieron la cruz de la Orden de Guadalupe y lo colgaron del techo del zahuán, como esos gavilanes empajados que adornan los portales de las haciendas.

Martínez se reía a dos carrillos al ver la jácara de la oficialidad.

¡Quién le había de decir a don Cirilo Hermosilla que una grosería le había de costar tanto dinero!

VI

Pasó el regimiento el 26 de abril en una verdadera fiesta.

Hacía mucho tiempo que aquellos soldados no dormían bajo de techo.

El regimiento de Martínez estaba predestinado a los trabajos y fatigas de la campaña.

Al amanecer del 27 se oyó un cañoneo.

Martínez hizo tocar botasillas.

El guerrillero jamás se dejaba sorprender.

A pocos momentos, un ayudante llegó a todo escape.

—Mi teniente coronel, que avance usted con el regimiento, porque el enemigo ha hecho una salida, derrotando el campo de Michoacán y el de Jalisco.

—¡Rayos de Dios!, gritó Martínez, y mandó tocar trote al clarín de órdenes.

El regimiento se puso en seguida sobre la marcha, y a las dos horas se encontraba frente a Querétaro.

XVII. La batalla del 27

I

Estamos en la noche del 26 al 27 de abril de 1867.

Los sitiados necesitaban hacer un movimiento, decidirse a romper el cerco, aventurar una batalla para salir de la amarga situación a que los llevaba un destino siempre adverso.

Dejar pasar los días en que las municiones se agotan pausadamente, en que la moral se pierde en combates parciales y la sangre cae gota a gota dejando exánime el cuerpo, cuyo vigor faltará en un momento dado, es entregarse irremisiblemente en brazos de la derrota.

Los jefes imperialistas celebraron junta de guerra, y la mañana del 27 fue señalada para un ataque simultáneo sobre la Garita y los campamentos del Cimatario.

Dos columnas de cuatro mil hombres cada una, con su dotación de artillería, formaban el cuerpo de asalto.

La primera estaba al mando de Castillo y la segunda se fió al valor nunca desmentido del general Miramón.

Tomar los puntos indicados y caminando en sentido inverso sobre el cerco de circunvalación hasta encontrarse en un punto dado de aquella circunferencia de hierro, era el plan de los imperiales.

El imperio tiraba por última vez los dados sobre la carpeta de su fatalismo.

Las columnas comenzaron a desfilar en silencio después de un fuerte cañoneo sobre la Garita.

La columna de Castillo se encontró a pocos momentos frente a los reductos enemigos, mientras la de Miramón, que tenía mayor distancia que vencer, se desprendía de la Alameda rumbo al campo del Cimatario.

II

El general Corona, sin presentir el ataque, dejó confiado el mando de la línea del Sur al general Régules y vino a conferenciar con Riva Palacio.

La noche tocaba a su fin cuando Castillo se lanzó con denuedo sobre la Garita, que era uno de los puntos de la línea de Riva Palacio y defendido por el valiente general Jiménez, que lo recibió a metralla, echándolo fuera de tiro, dejando un reguero de sangre y de cadáveres.

Castillo se había comprometido a tomar el reducto y tornó a ensayar un segundo y tercer asalto, que dio por resultado la pérdida completa de su división.

Altamirano había acudido al punto del ataque desde los primeros disparos, allí era su puesto, conservado siempre con heroísmo.

Carrillo con los valientes soldados de Toluca, y Villada con un batallón de Michoacán dividieron los peligros en el campo de Jiménez, y compartieron los laureles de la victoria. Vélez y Chavarría asistieron a la jornada.

La primera parte del plan imperialista había fracasado.

El toque de diana repetido en toda la línea y los gritos del triunfo, anunciaron a Maximiliano que el general Castillo estaba derrotado.

III

La columna de Miramón seguía imperturbable a su destino.

Sorprendió a los escuchas, capturó a las avanzadas, y con aquella rapidez de movimientos que le era genial, Miramón se lanzó sobre el cuerpo de ejército de Corona, cuyos soldados víctimas de la sorpresa comenzaron a desbandarse, a tirar las armas y abandonar la artillería, trenes y bagajes.

Miramón se apoderó de las trincheras, tornó las piezas sobre los fugitivos y siguió su movimiento ejecutado con una maestría admirable.

La tropa, como era consiguiente, se entregó al botín y comenzó a desordenarse sin que el general pudiera contenerla.

Vencedores y vencidos se dispersaron en el campo del Cimatario y comenzó a introducirse una confusión horrible.

El general Jiménez seguido de Vélez, Altamirano y Chavarría, recorrió su línea después de la derrota de Castillo. Al llegar a la extrema izquierda advirtió que la columna de Miramón llegaba al Cimatario. Vélez se empeñaba en creer que era una fuerza republicana, porque no podía comprenderse que aquel campamento era sorprendido.

Jiménez comprendió desde luego, que permaneciendo mudas las baterías de la Alameda, la fuerza era enemiga; entonces envió un regimiento de caballería suriano a las órdenes de Figueroa, y pocos momentos después ordenó a Altamirano que se pusiera a la cabeza, y observase la columna de Miramón.

Jiménez no se había engañado: luego que Altamirano se puso sobre el camino, las baterías de la Alameda lo saludaron a metralla. Avanzó hasta el Cimatario y presenció con asombro aquel espantoso desastre.

Todo estaba perdido.

Régules procuraba en vano contener a sus soldados. El pánico era terrible, el general fue arrastrado en la fuga y llevado por sus mismos dispersos, que huyeron a los pueblos inmediatos contando que el ejército republicano había sido completamente despedazado.

Miramón dobló la posición del centro y atacó por retaguardia.

La división de Jalisco apenas pudo defenderla y se replegó hacia la izquierda abandonando cañones, trenes, etc.

Una brigada de esta división que mandaba el general X… se fue hasta Apaseo y no volvió, sino tres días después.

El enemigo llegó a la hacienda del Jacal, posición extrema izquierda defendida por la división de Sinaloa al mando del general Manuel Márquez, que corrió igual suerte.

Maximiliano entonces vino a ponerse al frente de las fuerzas, y se hallaba cerca de las paralelas abiertas por el general Corona frente a la Casa Blanca.

El general Corona no había podido llegar a su línea y se había incorporado al cuerpo de caballería mandado por el general Aureliano Rivera, único que se mantuvo unido; aunque tuvo que replegarse a la derecha del campo de Régules, desde donde pudo salvar algunos trenes y piezas que metía el enemigo, quitándoselas a viva fuerza.

En ese instante, un cuerpo pasó a alguna distancia delante del regimiento de Altamirano y en dirección del enemigo.

Era «Cazadores de Galeana» al mando del bizarro coronel Juan Doria.

Altamirano se puso en movimiento.

Tan pronto como el enemigo lo avistó, destacó su caballería a su encuentro. Esta caballería era numerosa y componíase de los cuerpos de «Húsares», «Regimiento de la Emperatriz» y «Policía a caballo».

El coronel Doria no vaciló, a pesar de la inferioridad de sus fuerzas, pues apenas traía trescientos y tantos caballos, siendo en número igual los que mandaba Altamirano.

El enemigo traía como mil doscientos caballos.

Los imperiales tocaron a degüello.

Los republicanos repitieron el toque aceptando la batalla.

El coronel Doria iba a la cabeza, vestido de azul, con un pequeño fieltro gris, montado en un soberbio caballo tordillo y llevando una magnífica pistola de Colt en la mano. Altamirano también montaba un caballo retinto, iba vestido todo de negro y empuñaba también una pistola de Colt.

Los «Cazadores de Galeana» descargaron sus rifles de Spencer de ocho tiros sobre el enemigo, que no los esperaba y se desmoralizó por completo.

Entonces sacando los sables se precipitaron a su encuentro e hicieron una carnicería espantosa.

Llegaron al campo los arrogantes cuerpos de «Supremos Poderes» al mando del bravo coronel Yepes y el primero del Norte al del coronel Montesinos, y todos a las órdenes del general Rocha, haciendo un fuego mortífero sobre el enemigo.

Éste huyó precipitadamente y bajó a la llanura.

Las fuerzas republicanas hicieron alto.

Doria y Altamirano se abrazaron sobre el campo.

Altamirano encargó el mando del regimiento al coronel Figueroa y quiso como soldado raso combatir al lado de Doria con los «Cazadores de Galeana».

La infantería enemiga se rehizo y avanzó hacia los republicanos, trayendo a su vanguardia una densa línea de tiradores.

Un jinete llegó corriendo hasta encontrar al coronel Doria.

Era el general Rocha, quien después de felicitarlo le encargó que contuviese al enemigo mientras que los batallones que se habían quedado atrás y que venían fatigados, llegaban al terreno de la lid.

Doria, que veía acercarse las columnas, hizo un esfuerzo desesperado y mandó cargar; lo mismo hizo el cuerpo del Sur.

Los «Cazadores» se lanzaron y acuchillaron a los tiradores, y a pesar del fuego mortífero que se les hacía en toda la línea por la infantería enemiga, llegaron a las trincheras defendidas todas con vigor. Doria mandó lanzarse sobre ellas y saltó el primero, Altamirano lo siguió, y un momento después bajaban al llano dejando un reguero de cadáveres al pie de los parapetos y persiguiendo a las columnas, que dando media vuelta, corrían para la plaza en desorden.

Maximiliano retrocedió a su vez y ordenó la retirada, que se hizo con precipitación hasta desaparecer el enemigo por la Alameda y la Casa Blanca.

El general Corona mandó avanzar en tiradores al cuerpo de Guerrero y a un piquete de guerilleros de Guanajuato al mando del coronel Domenzain frente a la Casa Blanca, a fin de molestar al enemigo.

Las baterías imperiales protegían la retirada sosteniendo un vivo fuego.

Era la una de la tarde, la línea estaba recobrada.

Miramón volvía derrotado a sus parapetos merced al fiasco del general Castillo y a la oportunidad con que las reservas llegaron al campo a disputarle los laureles del triunfo

La victoria lo había saludado en los primeros momentos, y veintidós piezas prisioneras y un número inmenso de bagajes de guerra, le decían que no había sido un sueño su espléndida victoria sobre los campamentos del Cimatario.

La historia guarda los nombres de los héroes de esa jornada aunque los callen los historiadores.

XVIII. El sitio de México

I

Porfirio Díaz, después de la batalla de San Lorenzo, había puesto sitio formal a México.

El grueso de las fuerzas con toda la artillería, se situó en la parte norte de la ciudad.

Tacubaya, Chapultepec y la Piedad, eran guardados por las caballerías.

El general republicano hizo un reconocimiento, y comprendió que no era fácil un ataque como el de Puebla, y comenzó a practicar sus caminos cubiertos y paralelas, para llegar a los parapetos enemigos.

Márquez, que había llegado fugitivo de San Lorenzo, se presentó en la casa de Manuel Payno.

—Caballero, le dijo, soy el general Márquez.

Payno no lo conocía personalmente, y sintió esa repugnancia instintiva que despierta la presencia de un asesino.

—¿En qué puedo servir a usted?

—Estoy perdido, y necesito una persona que me bable la verdad, que me dé un consejo sobre lo que debo hacer.

Payno temía pronunciar una palabra delante de ese miserable, que era muy capaz de hacerle ahorcar al día siguiente.

—Hable usted, que está bajo mi garantía.

Entonces Payno le dijo:

—El imperio ha terminado; la situación es angustiosa; no tiene usted, a mi juicio, más remedio que llamar al general republicano, pedirle garantías y entregarle la ciudad: todos los esfuerzos que usted haga son inútiles.

—Pero el emperador va a desaprobar mi conducta.

—El emperador está en una situación más aflictiva aún.

—¿Y no tiene usted personas que salgan a conferenciar con el general Díaz?

—Las buscaré.

Márquez salió preocupado de la casa de Payno.

Aquel desgraciado estaba en un abismo sin fondo.

Los dispersos comenzaron a llegar.

El presidente del consejo de ministros persuadió a Márquez de que aún era tiempo de sostenerse en el poder; que Maximiliano triunfaría en Querétaro, y que la cuestión se reducía a sostener la plaza.

Cuando la cabeza se ha perdido, la voluntad es una veleta que gira al lado que se le sopla.

Márquez envió a decir a Payno que diera por terminado el asunto que lo había llevado a su casa.

II

La población se animó como por encanto en los primeros días del sitio.

Las azoteas, las torres, los observatorios, todo estaba lleno de curiosos mirando con anteojos a las fuerzas republicanas que circunvalaban la capital.

En medio de esta barahúnda, existía un terror pánico en todos los comprometidos.

«Plaza sitiada, plaza tomada», dice un adagio, y México estaba en jaque, teniendo en su frente esa sentencia.

Para dar más animación, las músicas de los cuerpos tocaban todas las tardes en la Alameda, que se llenaba de una concurrencia numerosa.

Multitud de lindísimas jóvenes y de elegantes, paseaban por las calles de esos jardines.

III

—No ha venido mi osito, amigo mío, estoy desolado, decía un joven rubio de lentes, a otro bajo de cuerpo y de patilla negra.

—Esta Isabel deja el paseo para la última hora.

—Puede ser que venga con el rinoceronte de tu suegro.

—¿Y Concha qué dice, querido?

—Nada, es la mujer de mármol; más sienten esos leones de piedra de la fuente, que esa mujer.

—¿Por qué no haces lo que Porfirio Díaz, estrechar el sitio?

—Esa plaza no tiene trazas de rendirse.

—Atácala: cayó Sebastopol…

—Esta Concha es más formidable que el Cuadrilátero. Estoy por levantar el campo.

—Ésa es una cobardía.

—¿Y cuántos novios lleva ya tu novia?

—Hombre, soy el decimoquinto, creo que no tengo tan mal lugar.

—¿Y la otra?

—¿Cuál de ellas?

—Ha llegado, amigo mío, allí viene Isabel; trae una compañera igualmente hermosa.

—Sigámosla, aquí traigo una carta que llora solita; esta mañana la he escrito con las lágrimas en los ojos.

—Tengo un proyecto, dijo el de los lentes.

—¿Cuál?

—¿Quieres robarte a Concha?

—¡Qué barbaridad!

—Hombre, te asustas de nada; luego que entren los nuestros, asaltamos las casas de nuestras novias, afortunadamente son imperialistas nuestros suegros, y tenemos sobre ellos derecho de vida y muerte.

—Mira lo que pasa, y déjate de proyectos.

—Sí, ya veo, es mi rival.

—Un joven se acercó a Isabel, que así se llamaba una muchacha de ojos negros y rasgados, de quien estaba apasionado el joven de los lentes.

—Isabelita, está usted encantadora.

—No es el primero que me lo dice.

—Conque sea el segundo, me doy por satisfecho.

—¿Qué sabe usted de noticias?

—Que S. M. el emperador ha vencido en Querétaro; que el ejército ha hecho diez mil prisioneros y Escobedo ha levantado el sitio.

—¿Qué dice usted?, dijeron a la vez tres viejos retirados que se hallaban en la misma banca.

—Lo que ustedes han oído, que estamos de enhorabuena, y pronto tendremos a S. M. en las orillas de México.

—Ya lo decía yo, señores, nunca me equivoco, este Porfirio Díaz va a tener un fin desastroso.

—Hay quien contradiga la noticia.

—¿La contradicen?… no haga usted aprecio, no hay más que guiarse por lo que dice el Pájaro Verde, allí está el evangelio.

—Se dice también que el Exmo. señor lugarteniente hará una salida en combinación con el ejército que ha salido de Querétaro, y el triunfo será completo y definitivo.

—¡Por supuesto!

Doña Canuta y la esposa de Cantolla paseaban con arrogancia, ostentándose como esposas de las víctimas.

—Canuta, estoy desesperada, ya he disminuido mi ración y no estoy satisfecha.

—Faltan ya los comestibles, esto es espantoso; ayer ha comido caballo mi marido.

—Yo pienso alimentar a Cantolla con ratas, como acostumbran en el celeste imperio.

—Los franceses se comieron todos los gatos de la población.

—Eso es mucho de horroroso, dijo doña Efigenia en su perpetua manía de afrancesarlo todo.

—El agua de pozo artesiano es insalubre.

—No me hable de pozos artesianos, me parece ver al jorobado Pane sacando agua de su alberca con ese sombrero de parasol; ¡quel chapeau!, ¡quel chapeau!

—Amiga mía, la concurrencia es bellísima.

—¡Charmant, charmant!

—Si esos disidentes toman la ciudad, ¿qué será de nosotras?

—¡Ay, hija!, ¡dicen que hacen atrocidades!

—Ni nosotras nos libraremos.

—Yo me sepultaré un puñal coco Lucrecia.

—Yo… en fin, ¡qué barbarité!

—Señoritas, señoras, dijo un mozalbete dando alcance a doña Canuta y a la Cantolla.

—¡Hola! Perico, ¿qué se ofrece?

—Vengo a obsequiar a ustedes con una torta de pan.

—¡Qué felicidad!

—¿Du pain?, ¿du pain?, exclamó doña Efigenia.

—Lo he conseguido a peso de oro.

—Le estimamos a usted su obsequio.

—¿Y hacia dónde se dirigen ustedes?

—Esperamos la noche para ver a O’Horan; nos ha ofrecido poner libres a nuestros maridos.

—Creo que le será muy fácil.

—Diga usted algo de nuevo.

—Nada: lo de todos los días, aunque las circunstancias se están haciendo más críticas.

—¿Por qué, Perico?

—Hoy han saqueado el teatro de Iturbide: se le dijo al pueblo que había una existencia de harina y maíz que se le iba a repartir, y luego que descubrió el engaño, ha hecho una de pópulo bárbaro.

—La gente se muere de hambre; este general Díaz es un cafre.

—Como que ya se están dando casos.

—¡Pobres de los pobres, amigos míos!, ellos sufren todas las plagas.

—Hasta los caballos se están escaseando.

—Tengo un asco invencible a la carne de corcel.

—Y yo.

—Pues no hay más que resignarse, porque no hay otro remedio.

—Me parece que dentro de poco todos vamos a relinchar.

—A mí me parece que usted ha comenzado ya, dijo entredientes doña Efigenia.

—He observado que las muchachas tiran coces.

—Caballero, ño nos calumnie usted, dijo doña Canuta.

—No ha sido mi intención.

—La gente se agolpa a las garitas impulsada por el hambre.

—Los disidentes la dejan pasar en bandadas; el general Márquez se quiere deshacer de todo lo que estorbe, porque él defenderá la plaza hasta morir.

—Es que nosotros moriremos primero de hambre.

—La situación terminará bien pronto, el emperador está en camino para México.

—No lo crea usted, todas son consejas; lo cierto es, dijo el joven, que todo está perdido.

—Observo, dijo doña Efigenia, que un oficial austriaco me está haciendo el amor; Perico, acompáñenos usted a las casas consistoriales.

Aquel infeliz Perico tomó del brazo a doña Canuta, y dejando a la Cantolla con su airecito de coquetuela, pasar por delante, se encaminó al Palacio Municipal en busca del prefecto político Tomás O’Horan.

IV

El sitio se había estrechado, y los efectos de plaza escaseaban terriblemente.

Los precios eran subidos, y no se encontraban al alcance de la clase pobre, que se moría de hambre.

Márquez comenzó por catear las casas de comercio, y concluyó por allanar las de los particulares.

O’Horan era el hombre a propósito para esos actos de despecho y barbarie.

Las propiedades fueron violadas, las personas llevadas a la cárceles, donde se les daba tormento de sed y de hambre para arrancarles sus caudales.

Los cónsules extranjeros fueron vejados, y los resortes todos del respeto social relajados y hechos pedazos.

Al hijo de Iglesias, el ministro de Juárez, se le puso en una trinchera sobre la que hacían fuego las baterías republicanas.

A la hija de un propietario llegó a amenazársele con igual atrocidad.

Los ministros imperialistas se habían tornado en enemigos de la administración, y la población entera deseaba que Porfirio Díaz entrase a la capital.

El espionaje, el crimen, la denuncia, el robo, todo estaba a la orden del día, y todo ejercido por mandato de Márquez, que se mostraba tan deforme y horrible como era.

El alma pervertida de ese miserable estaba en la plenitud de sus instintos depravados.

El corazón pestilente de ese hombre se agitaba en las tinieblas de su infierno.

Márquez era ya el blanco de las odiosidades y de las maldiciones.

Aquel pueblo, que rugía de hambre y de miseria pidiendo un pedazo de pan para matar su hambre, y una gota de agua que llevar a sus labios sedientos, lanzaba imprecaciones al asesino de Tacubaya.

O’Horan había hecho grandes acopios para el ejército, en tanto que el resto de la ciudad sufría los horrores del sitio.

La carga de maíz valía cien pesos.

Después todo desapareció.

Las mujeres y los niños lloraban por las calles.

El trabajo se paralizó, y los artesanos vagaban en busca de pan para sus hijos.

El pueblo ya sin esperanza, volvió su vista a los gobernantes, y les pidió alimento en su agonía.

Aquellos gobernantes, cubiertos con la lepra del desprestigio y de la barbarie, oían sus lamentos con indiferencia, y respondieron a esas quejas arrancando a los padres de familia de sus hogares, para conducirlos a la muerte sobre las trincheras en la agonía desesperada de sus instituciones.

La ciudad comenzaba a tener un aspecto lúgubre.

El carbón había faltado, y se hacía uso de la leña, tomada de los árboles de las calzadas y de los paseos.

El humo reemplazaba el azul purísimo del cielo.

El aspecto de un pueblo hambriento y lleno de harapos, entregado a la desesperación, era espantoso.

Los motines comenzaban a estallar, y los gritos de la rabia se tornarían bien pronto en los alaridos de la sedición.

La tropa, falta de fe, aprovechaba los momentos del descuido para atravesar el campo y presentarse en las filas republicanas.

La multitud hambrienta, no pudiendo sufrir ya lo miserable de su situación, pidió salir de la ciudad, exponiéndose a ser ametrallada como el pueblo de Zaragoza cuando el sitio de los franceses en 1863.

Márquez, que como hemos dicho, se había desmoralizado al ver rugir la tormenta que se lo había de tragar, concedió a la gente la necesitada libertad para salir, si los sitiadores se lo permitían.

Porfirio Díaz, conmovido ante ese cuadro doliente de aflicción, declaró que el campo republicano acogía a todos los pobres y les dispensaba amparo y protección.

¡La ciudad que se había engalanado cuatro años antes para recibir a los extranjeros conquistadores, yacía triste, abatida, llorosa, con la faz cubierta de vergüenza, encerrada entre los parapetos viendo tremolar a lo lejos en los baluartes republicanos, aquella bandera saludada por sus sonrisas en mejores días!

¡La Virgen indiana, la joven Tenochtitlan, arrancaba de sus sienes la corona imperial, esa corona que le dejaba una indeleble marca de fuego, un estigma sangriento sobre la frente!

¡Ayer entre las fiestas báquicas de conquista, entre las saturnales de la regencia, entre las pompas deslumbradoras del imperio, y ahora sobre las ruinas hacinadas de aquellos castillos y de los alcázares abandonados, llorando a mares sus desventuras!

¡Pobre deidad arrepentida, cubierta con la ceniza, oyendo en sus templos el solemne canto de los Salmos Penitenciales!

¡Pobre virgen engañada!, ¡ella tan hermosa, velada por la sombra de sus volcanes, coronada con las rosas siempre fragantes de sus selvas y sus jardines!

¡Ella tan querida, tan idolatrada de los que hemos visto bajo su cielo la luz primera y aspirado el perfume de su aliento, la amamos en sus pesares, nos identificamos con sus dolores, lloramos con sus angustias y nos prosternamos ante esa sublime majestad de su grandeza!

XIX. Un favor peligroso

I

Doña Canuta se presentó en el palacio municipal y esperó a que O’Horan concluyera su despacho.

—Señora, dijo el prefecto político, me tiene usted a sus órdenes.

—Caballero, soy una mujer desgraciada.

O’Horan no respondió.

—¿No me ha oído usted, caballero?, ¡soy muy desgraciada!

—¿En qué puedo servir a usted?

—En nada si usted se niega, en todo si a usted le place.

—Hable usted, señora.

—¿Usted sabe la falta que hace un esposo?

¡Qué señora tan rara!, pensó O’Horan.

—Su falta es inmensa.

—¿Y bien?

—Usted tiene preso al mío.

—¿Su nombre?

—Modesto.

—¿Y su apellido?

—Fajardo.

—¡Ah!, dijo el prefecto, ya tengo conocimiento de esa causa, el fiscal opina que no hay mérito para la formación de ella; pero tengo informes de que su esposo de usted es un hombre peligroso.

—No lo crea usted, señor prefecto, es el ente más majadero… es decir, es una persona pacífica.

—Buen modo de defender a su marido, murmuró O’Horan.

—Yo necesito que usted lo haga comparecer y le ponga en libertad.

El prefecto agitó la campanilla.

Se presentó un ayudante.

—Que traigan a don Modesto Farnesio.

—Fajardo, señor.

—Ya lo oye usted, dijo O’Horan.

Mientras el ayudante salió a conlucir al reo político, la señora Fajardo dijo trágicamente: ese hombre había nacido para ser diplomático y no conspirador, se casó conmigo por los años de veintiocho, tuvimos varios hijos malogrados y sólo nos vive una niña encantadora. Fajardo es el padre más bonachón, es caballero de la Orden de Guadalupe y su mal consiste en no llevarse de mis consejos: ¡porque yo le hubiera conducido tal vez a la inmortalidad!

O’Horan oía con extrañeza la sarta de disparates que salían de aquellos labios incansables.

II

Entre dos gendarmes apareció la figura interesante del diplomático.

—Que se retiren los gendarmes, dijo O’Horan.

Los gendarmes se retiraron.

Don Modesto le tenía un miedo terrible al prefecto político.

—Señor de O’Horan, yo soy aquel a quien denunció el teniente Estrada y cuya acusación no ha podido probar.

O’Horan, que era hombre de mundo, comprendió a primera vista que aquel personaje no podía ser conspirador; no obstante probó a examinarlo.

—¿Qué oficio tiene usted?

—Diplomático.

—¿Ejerce usted?

—En los asuntos domésticos, nada más.

—Bien. ¿Ha reconocido usted el imperio?

—Soy caballero de la Orden de Guadalupe y padre legítimo de una dama de honor.

—¡Ah!, dijo O’Horan, recordando las mil anécdotas que corrían acerca del infortunado don Modesto y el cariño que la emperatriz Carlota le profesaba a su hija.

—Usted ha dicho ¡ah!, señor prefecto.

—Ya sé quién es usted.

—Ese ¡ah!, me hace creer en que usted me dispensará la justicia que reclamo; no, no exijo mucho, que se me ponga en libertad, se me paguen los daños y perjuicios, y se castigue severamente a mi acusador.

—Es bien poco.

—Yo imploro por él, dijo doña Canuta.

El diplomático había entrado tan emocionado, que no conoció a su esposa.

—¿Con qué permiso te presentas ante las autoridades del imperio?

—No lo necesita una mujer que reclama la devolución de un objeto conyugal.

—Dispense usted, caballero, el dolor enloquece a mi esposa.

O’Horan comprendió que aquella pareja no tenía un átomo de sentido común.

—Señor de Fajardo, dijo el prefecto, va usted a salir en libertad.

—¡Oh!… ¡ah!… ¡varón generoso!… ¡¡salvador de la diplomacia!

—Caballero, exclamó doña Canuta, no está usted al alcance de lo que ha hecho con esa acción digna de los Gracos y de los Brutos.

—Bien, bien, interrumpió O’Horan; pero hay una obligación que cumplir.

—Como no sea atentatoria a mi honor estoy dispuesto.

—Yo espero, caballero, dijo doña Canuta, procurando ruborizarse, que usted no exigirá que…

—No, señora, yo no exigiré otra cosa, que el que usted salga inmediatamente de la capital.

—¿Pero usted ignora que los disidentes la tienen circunvalada?

—No importa, daré a usted pasaporte y se le franqueará la salida por Chapultepec.

—¿Y si disparan las piezas?

—No hay cuidado, eso no vale nada.

—El disparo efectivamente bien poco vale; pero el proyectil puede pesar algo…

—Ésa es la condición, caballero.

—¿Y puedo salir con mi esposo?

—Sí, señora, y no hará usted cosa mejor.

—Espero las órdenes de usted.

O’Horan mandó extender la orden y la entregó al señor de Fajardo, que haciendo una profunda caravana al prefecto político, salió del brazo con su esposa saludando el aire de la libertad.

III

Llegó la pareja a su casa habitación.

El diplomático estrechó con efusión a su hija. Aquella infeliz criatura que amaba tiernamente a su padre, y ya habrá notado el lector cuán retribuida estaba, porque don Modesto no tenía más ídolo que su hija; con decir que merced a ese cariño había proporcionado ciento veintitrés pesos al teniente Estrada, está dicho todo.

Luz lloraba de ternura.

—Vamos, hija, decía el diplomático acariciándola, te prometo darte gusto en cuanto quieras y no oponerme jamás a los instintos de tu corazón; quiero que seas feliz por completo, ya he sentido remordimiento alguna vez, por haberte obligado a hacer ciertas cosas, que ahora conozco no estaban en el orden.

—Fajardo, interrumpió Canuta, dispongamos el viaje, que al amanecer debemos dejar la capital.

—¡Sí, esposa mía, el ostracismo es horroroso!…

—¿Será cierto que vamos a partir?, preguntó Luz alborozada.

—Salimos desterrados, hija mía, por una orden despótica de ese bajá de tres colas. Han conocido que soy republicano, que puedo dirigir y combinar una conspiración que eche por tierra al imperio.

Luz movió la cabeza, como quien desespera de que una persona tenga sentido común alguna vez.

—Pondré, dijo doña Canuta, alguna ropa en los sacos de noche, y haremos enganchar muy temprano los caballos.

—¿Y marcharé con ustedes?, preguntó Luz.

—¡Pues no faltaba otra cosa!, ¿cómo te habíamos de dejar abandonada?… ¡saldrás!… sí, y bien que saldrás, primero se me guillotinaría que consentir en…

—Vamos, Fajardo, no perdamos el tiempo, y la autoridad política tome una providencia brutal.

—Ya la tomó al encajarme en la Martinica, ya le diré al general Díaz todas las tropelías que se han consumado en mi persona, yo levantaré la voz muy alto en el campo de los míos.

—Modesto, aún estamos en terreno de la corona.

—Ya esa corona no durará más que una luz de Bengala.

—¡Silencio!, eres un imprudente.

—Dices bien, esposa mía, dispongamos el equipaje; arréglate, Luz, ya verás cómo se nos recibe en el campamento, estoy seguro de la buena acogida, Porfirio Díaz es todo un caballero.

IV

Luz había sabido que el general Eduardo Fernández estaba acantonado en Tacubaya y tenía la certeza de encontrarle.

Una ausencia de cuatro años terminaba providencialmente.

La joven enamorada se sentía feliz, completamente dichosa, iba a ver a su Eduardo, al hombre de su corazón y de sus amores.

¡Pobre niña!, había llorado tanto, que el cielo se compadecía de sus angustias aproximando un momento tan suspirado.

Pasó la noche soñando en Eduardo, viendo el retrato, leyendo las cartas, besando las cenizas de las flores, haciendo todas esas extravagancias hijas de un cariño leal y generoso.

Luego que amaneció se puso a rezar y a encomendarse a la Virgen María.

Después de arreglar su ropa, tomó todo su equipaje amatorio, lo hizo un paquetito, se puso el relicario y el anillo de ordenanza y entró con sus padres en el carruaje, que partió rumbo a la calzada del Emperador.

—Señor, dijo el diplomático al jefe de la trinchera, voy al campo republicano.

—¿A alguna misión importante?

—Ése es mi secreto.

—Traerá usted orden.

—Aquí está.

Por la redacción comprendió el jefe, que don Modesto salía lanzado, por mandato de la autoridad.

—Pues salga pronto, porque voy a dar el cañonazo de saludo.

—Tenga usted la bondad de no saludar a cañonazos.

—Es de ordenanza.

—Pues con permiso de la ordenanza y de su S. M. Carlos III su autor, nos dispensará el favor de que nos alejemos antes del saludo.

—Salgan inmediatamente.

La carretela partió a escape.

El jefe del punto, por diversión, mandó hacer fuego sobre el carruaje.

Esto había acontecido muchas ocasiones por mandato de Márquez.

—¡Somos muertos!, gritó don Modesto y se arrojó por la portezuela.

Doña Canuta y Luz estaban temblando.

—¡Bájense ustedes!, ¡bájense pronto!, clamaba el diplomático.

—¡Sube, hombre!… ¡sube!

—¡Arriba, papá!, gritó Luz.

—¿Estoy herido de arriba?, ya me lo temía, he sentido una bala zumbar por la copa del sombrero.

—Que suba usted pronto, señor.

Don Modesto, repuesto del susto, subió al carruaje.

—¡Por poco nos asesinan estos bandidos!

V

La avanzada de la Casa Colorada, salió de la fortificación y dio el asalto a don Modesto.

Los caballos se detuvieron.

—¿Quién vive?, gritó el sargento republicano.

—¡Gente de paz!

—¡Échense abajo!

El diplomático saltó como una corza.

—¿De dónde vienen?

—De México.

—Me alegro, ¿y qué dejan por allá?

—Todo perdido, desmoralizado, en disolución, el imperio está en agonía.

—Pasen ustedes y preséntense al jefe de Chapultepec para que los lleven con el general Díaz.

—Con permiso de usted.

—¡Ah!, dijo el sargento, ustedes no se habrán desayunado.

—Efectivamente, ya en la capital no hay que comer.

—Que avance el ranchero con un jarro de leche y tres tortas de pan para los Señores.

—¡Canuta, ya te lo había pronosticado, esto es espléndido, maravilloso!

El sargento obsequió a la familia con un opíparo desayuno.

Luz estaba rebosante de felicidad.

Luego que concluyeron, don Modesto sacó un par de pesos y se los ofreció a la tropa.

—Señor, dijo el sargento, ésta no es fonda, está usted entre los republicanos.

El diplomático le dirigió un discurso, e insistió en que tomasen la propina.

Los soldados por no desairarlo se dividieron las monedas, y escoltaron el carruaje hasta Chapultepec, dieron un adiós a los viajeros y un viva a la libertad.

VI

Llegaban al frente del castillo, antiguo alcázar de Maximiliano, cuando el general Fernández atravesó a escape con su regimiento.

Luz reconoció a Eduardo e involuntariamente dio un grito de alegría, y estrechándose al corazón de su padre lloró sin poderse contener.

El general y el regimiento desaparecieron entre una nube de polvo.

Por el rumbo de San Cosme se dejaron oír los disparos de la artillería.

—Algo pasa, dijo el diplomático, y mandó al cochero que avanzase violentamente rumbo a la ciudad de los Mártires de Tacubaya.

XX. La noche triste de Maximiliano

I

Estamos en la noche del 14 al 15 de mayo de 1867.

El emperador Maximiliano está sentado en una silla de campaña, en la apartada celda del convento de la Cruz.

Sobre una mesa están unos papeles esparcidos y en desorden.

El archiduque tiene su frente apoyada en una de sus manos y parece profundamente preocupado.

En aquel sitio oscuro donde se respira un ambiente tétrico de ascetismo, parecía al rey cenobita, el inmortal Carlos V su antepasado en el monasterio de Yuste.

Aquel hombre adolecía de una tristeza espantosa.

El horizonte de su vida se envolvía en una noche sin término y su corazón paralizaba sus latidos a los embates de la pesadumbre.

Semejante a Carlos II el Hechizado, le inquietaba el más leve rumor, y se estremecía a la detonación tarda de alguna pieza disparada en los lejanos baluartes.

Levantóse pausadamente y comenzó a pasearse a lo largo del aposento.

El rayo de la luna penetraba por la ventana gue daba a un corredor y alumbraba la estancia con una luz fosfórica y transparente.

Había pasado media hora de ese silencio contemplativo y misterioso cuando se oyeron pasos en la escalera.

Maximiliano encendió la bujía y esperó.

Abrióse la puerta y un alemán de la servidumbre anunció a una persona cuyo nombre ha recogido la historia y nosotros no consignaremos en estas páginas.

El personaje anunciado al emperador Maximiliano, era un hombre de estatura regular, algo grueso y cargado de hombros, rubio, de bigote, carirredondo, ojos azules con la mirada solapada del gato, frente ancha, los pies y las manos deformes, la nariz pequeña y bien formada.

Llevaba un uniforme azul, kepis con una corona imperial al frente y unas letras de plata, R. E. «Regimiento de la Emperatriz».

Sobre el pecho traía la cruz de la Legión de Honor y la de oficial de Guadalupe.

Ceñía espada y banda encarnada con borlas de plata.

—Coronel, dijo Maximiliano, ¿se han colocado los libranzas?

—He hecho esfuerzos poderosos y nada he conseguido; más aún, he intentado dejarlas en prenda de cinco mil pesos, y sin embargo, la firma de V. M. no ha sido aceptada.

El emperador sintió anudarse su garganta.

—He devuelto las letras al secretario de V. M.

—¡La situación es horrible!, exclamó el emperador.

El coronel plegó el ceño como quien medita algo terrible.

Maximiliano se volvió a su interlocutor y le dijo:

—¿Sabéis el resultado del llamamiento al pueblo hecho por el general Mejía?

—V. M. va a disgustarse profundamente.

—Hablad, coronel.

—Ya es necesario que V. M. comprenda una situación que hay empeño en ocultarle.

Maximiliano se apoyó en el dintel de la ventana dispuesto a oír las revelaciones del coronel.

Éste tomando una actitud resuelta dijo con voz clara y sonora:

—Varios y terribles combates se han verificado durante el sitio, y en todas las salidas que ha hecho el ejército de V. M. ha tenido numerosas bajas, tan numerosas que hoy existen ochocientos heridos, cuyo número indicará a V. M. el de los muertos, entre los cuales se cuentan multitud de jefes y oficiales. Después de la salida hecha a las órdenes del general Miramón el 1.º de mayo, se ha comenzado a sentir la desmoralización del ejército que va aumentando progresiva y rápidamente. Los víveres que días antes han escaseado, hoy se han consumido del todo, la tropa se alimenta con carne de caballo, sin tener un pedazo de pan ni una tortilla, comiendo solamente nopal cimarrón, y la caballada mezquite y fresno. ¡La alimentación insuficiente del soldado no puede ya mantener sus fuerzas, y su vigor se pierde y con él su brío y su valor!

—¡Esto es espantoso!, gritó Maximiliano.

El coronel continuó con más ardor:

—La oficialidad, sostenida por el honor solamente, sucumbe también en fuerza de las privaciones, así es que el desaliento ya es general, tan grave y profundo el malestar que es inevitable la derrota que todo el ejército presiente… ¡En vano V. M. pretende alentar al ejército dándole ejemplos de valor y de sufrimiento; los soldados responden a ese llamamiento generoso, débiles y sin fuerzas, quejándose de hambre, y la posición se hace por instantes más y más desesperada!

—Es cierto, dijo Maximiliano con angustia; pero yo no tengo la culpa de que mis órdenes no sean obedecidas. Cuando he enviado al general Márquez, ha llevado la consigna de recoger todas las fuerzas y recursos que pudiera, dejando en México sólo cuatro mil hombres y volviendo a la plaza con víveres y municiones; pero desde el día en que salió hasta hoy no he recibido una sola noticia de sus operaciones.

—En el campo enemigo, dijo el coronel, se ha solemnizado la toma de Puebla y la victoria de San Lorenzo, en que Márquez ha sido derrotado completamente: su división era nuestra esperanza.

—No, dijo el emperador, toda la esperanza de auxilio es irrealizable, nos sostendremos con el ejército de la plaza.

—V. M. ignora que la tropa se deserta, no como regularmente sucede, sino en pelotones, pasándose a los sitiadores, y muchos con armas. Los soldados extranjeros sin contarles la catástrofe de San Jacinto, o tal vez para reconciliarse con el ejército republicano, abandonan las filas de V. M. no obstante que se les prefiere en todo y que cuentan con un deber superior al de los demás soldados.

El hambre, el abandono de muchos jefes, las noticias funestas que circulan en la plaza, todo contribuye a desmoralizar al ejército que está casi exánime.

—¡Y nada llega a mis oídos!, ¡y todo me lo ocultan!, dijo afligido el infeliz monarca.

—Algunos de los jefes y aun uno de los generales, no tienen empacho en decir públicamente que nuestra pérdida es irremediable, por el crecidísimo número de los sitiadores, por su posición que les permite recibir todo género de auxilios, y por la imposibilidad que V. M. tiene en recibirlos… estas especies que corren de boca en boca y llegan al conocimiento de los soldados, son más que suficientes para desmoralizarlos.

—Ya la lucha es imposible, dijo Maximiliano.

—Sí, repuso el coronel, ¿qué debe suceder si esas influencias terribles vienen a ejercerse ya en hombres cansados, sin alimentos y sin esperanzas de auxilio?…

—Todos estos síntomas son precursores de la derrota, exclamó con tristeza el archiduque.

—En vano, continuó el coronel, se ha dicho a la tropa que ya el general Márquez estará pronto frente de los sitiadores, nada basta a levantar su espíritu abatido y desalentado.

—Yo repugno, dijo con altivez Maximiliano, ese ardid grosero, que una vez puesto a la vergüenza de la mentira, surte un efecto contrario al que se propone el miserable que lo juega. Quiero luchar con los elementos que me presta aún la situación.

—¿Sabe V. M. cuáles son esos elementos?… El parque construido en nuestra maestranza es de malísima calidad: la pólvora no tiene el alcance suficiente, las cápsulas de papel arden con lentitud y dificultan el fuego nutrido. Esto no puede ocultársele a la tropa, que se acobarda más y más cada día.

—Luego es una especulación inicua todo lo que se hace conmigo, todo lo que se me dice, luego mienten como unos miserables esos hombres que me pintan una situación de esperanza y de salvación.

—Todo impostura, dijo con voz enérgica el coronel; ese llamamiento al pueblo hecho por el general Mejía, por ese hombre que es el ídolo de Querétaro, teatro de sus glorias y de sus sacrificios, ¿sabe V. M. el resultado que ha tenido?… ciento veinte desgraciados a quienes la miseria tiene en la puerta de la muerte, son los que se han presentado a tomar las armas.

—¡Soy víctima de la obcecación y del engaño; en Orizaba se me ofrecía millones de pesos, y ejércitos para sostener la dinastía!… Creía incauto en esas falsas y deslumbradoras promesas, y ahora ni uno solo de esos hombres me acompaña; ¡coronel!, estoy solo, solo en el mundo.

—Sí, enteramente solo, los generales del ejército imperial vacilan, V. M. ha tenido que separar a algunos, encarcelar a otros, cambiar las guarniciones; porque la misma tropa está contaminada…

—¡Traidores!, gritó Maximiliano, ¡habéis besado humildes el pedestal del trono, y hoy desertáis cobardes al frente del peligro!… Coronel, salid de la plaza, hablad al general Escobedo, y decidle que me permita el paso sólo con vuestro regimiento y el grupo de hombres fieles que participan de la amargura de esta situación; decidle al general que nada quiero, que nada pretendo, sino devolverles este país cuya voluntad me sacó del silencio de mi estancia de Miramar… Id, coronel, no le ocultéis nada de nuestra situación, ¡quiero caer sin deshonrarme con la infamia de una mentira!…

—Bien, señor, partiré, dijo el coronel con un aire de satisfacción salvaje.

—A mis soldados se les concederán las garantías de la guerra, estoy tranquilo.

—Con permiso de V. M., murmuró el coronel, haciendo una profunda reverencia, y salió de la celda que ocupaba el emperador Maximiliano.

—¡Mi único amigo!, dijo el emperador tendiendo su brazo hacia la puerta por donde acababa de desaparecer el jefe del Regimiento de la Emperatriz.

II

El punto militar establecido en el Convento de la Cruz, estaba comprendido en una línea bastante extensa desde la barda de San Francisquito hasta el Chirimoyo.

Esta extensión era de mil trescientos metros, que se cubría aquella memorable noche con mil quinientos hombres que formaban la brigada de reserva.

La altura del edificio tenía una pieza de montaña. Una flecha cortando el camino de México era custodiada por la gendarmería francesa.

La barda de la puerta que está a la orilla del camino la guardaba el batallón del emperador y un obús de a veinticuatro.

El Panteón estaba fortificado y con una pieza de montaña.

La barda frente de la torre ocupada por soldados mexicanos y un obús de a veinticuatro.

Otras posiciones igualmente fortificadas completaban la línea de defensa, cuyo centro era el Convento de la Cruz.

La Huerta y el Panteón eran los puntos atendidos de preferencia.

La celda que ocupaba Maximiliano tenía una escalera para la torre.

El infeliz monarca subía aquella escalera a deshoras de la noche a ver el campamento republicano alumbrado por las fogatas.

Cuando se empeñaba algún combate, desde allí alcanzaba a ver el punto atacado de la línea.

Una bandera indicaba la residencia imperial.

Los soldados veían atravesar como un fantasma la gigantesca figura de Maximiliano con una linterna sorda, por las bóvedas del convento.

La ciudad estaba sombría.

Una atmósfera de tristeza y desaliento caía a plomo sobre el campamento imperial.

Cuando la tropa está silenciosa está próximo el momento de la catástrofe.

El ángel malo de la derrota cierne sus alas sobre la tienda de campaña.

III

El coronel atravesó por una de las troneras de la barda y se encaminó al campo de Escobedo.

La primera avanzada le dio el alto.

El coronel se detuvo y manifestó al oficial que iba en calidad de parlamentario.

Se le condujo a la presencia del general en jefe.

El coronel observó que había columnas dispuestas para dar un asalto a la Cruz.

Escobedo recibió al parlamentario.

Lo que pasó en aquella entrevista lo sabe Dios, y se comenta en diferentes versiones, según los colores políticos que la ponen a discusión.

Hay, sin embargo, una voz terrible que se alza implacable y balbuce la palabra TRAICIÓN.

Esa voz ha repercutido en los confines del mundo civilizado.

Nosotros podemos asegurar que el general Escobedo no se ha manchado con la aceptación de un pacto nefando y criminal, que el brillo de su espada vencedora luce sin mancha, y que sus laureles no han necesitado el aliento de Judas para mecerse en el cielo de la victoria.

El valiente general, con acento sonoro y perceptible, dijo al parlamentario:

—«Decidle al archiduque Maximiliano que no tengo facultad de mi gobierno para conceder ningunas garantías, sino para obligarlo a rendirse a discreción o batirlo.»

El parlamentario salió confundido, trémulo, del cuartel general.

Preguntó por el general Vélez.

Se le respondió que estaba al frente de sus columnas, en el campo.

Cuando salió el coronel de la línea republicana, un ayudante de Escobedo buscó al general Vélez y le dio orden de que se presentase inmediatamente para un asunto del servicio al general en jefe.

IV

El regimiento de la emperatriz estaba dispuesto para la marcha.

El caballo del emperador y de su pequeña comitiva permanecían ensillados.

—¿Qué pasa?, decía un capitán austriaco a uno de sus compañeros.

—Que estamos de marcha.

—¿Y para dónde?

—Lo ignoro.

—¿Se trata de una salida por medio de las armas?

—Eso es imposible: por la línea de San Sebastián se ha pasado el jefe con su guarnición; el coronel de Cazadores ha desaparecido, y el desorden reina en todo el campamento.

—El jefe de los gendarmes y su batallón, están en calidad de presos. El negocio ha terminado: sólo los generales Mejía y Castillo están con el emperador.

—Y no han pensado mal los que han pasado al enemigo; eso de morir como en San Jacinto, no es muy agradable.

—Ya lo creo.

—No sería malo aproximarnos al campo enemigo, porque la hora avanza.

—¿Y podremos tener garantías?

—Tengo carta de un compañero, en que me aconseja le vayamos a hacer compañía.

—Hemos cumplido hasta el último momento.

—Yo estoy tranquilo, nuestra misión ha terminado.

—Además, que ya la efusión de sangre no daría resultado alguno.

—Yo opino porque nos pongamos en salvo.

—¿Decís que la contra…?

—Sí, aquí la tengo en mi cartera; en el campo de Escobedo hay buena fe, alegría, pagas y víveres

—Aquí desconfiamos de todos los jefes, ya véis que todos vacilan.

—Se han acobardado.

—Y tienen razón.

—¿Y el emperador?

—A ése no le harán nada, se le considerará mucho, se disputarán el honor de hacerle prisionero, mientras que a nosotros, si nos dejan con vida, nos enviarán a las mazmorras de Ulúa o a los calabozos de Perote.

—Y entonces seríamos muy felices.

—Pues en marcha, compañero.

—Marchemos.

Daban las doce de la noche, cuando los dos oficiales austríacos, abandonando sus caballos, se internaron en los patios del convento y atravesaron las horadaciones.

Cerca de la barda tropezaron con un hombre.

—¿Quién va?

—Estado Mayor, contestó el coronel, y pasó junto a los oficiales sin preguntarles nada.

El coronel iba preocupado de una manera terrible.

Los austríacos llegaron a la barda, encontraron un punto desartillado, y sin ser vistos del centinela, que rendido de sueño había abandonado su fusil, se encaminaron decididos al campo enemigo.

—Hemos llegado.

—Me parece imposible.

—Ahora, que se las componga Maximiliano como pueda.

—El archiduque puede hacer lo que guste.

Aquellos miserables le negaban hasta el título de emperador, y hablaban con desdén del infeliz monarca, después de abandonarlo en la profunda noche de su destino.

V

Maximiliano estaba inquieto, terriblemente inquieto, en espera del coronel.

El príncipe Salm y un joven mexicano acompañaban al austríaco, que permanecía en silencio.

—¡Príncipe Salm!, dijo al fin.

—¡Majestad!

—Enviad un ayudante a la línea que pregunte por el coronel.

Salió el príncipe, y a pocos momentos se escucharon los pasos de un caballo.

El coronel venía por las horadaciones.

El ayudante no podía encontrarle.

Los acicates del jefe del regimiento de la emperatriz resonaron en el pavimento de los claustros.

La puerta de la celda se abrió.

El coronel, pálido y demudado, y con la frente cubierta de sudor, se presentó a Maximiliano.

—¡Hablad, coronel!

—Señor, el general Escobedo no puede acceder a las pretensiones de V. M.

—¿Lo visteis personalmente?

—Personalmente, en su cuartel general.

—Está bien, dijo el archiduque; y saludó al coronel y a los que le acompañaban.

Éstos abandonaron la celda del emperador.

Maximiliano se arrojó en su lecho lleno de desesperación.

La bujía se iba extinguiendo pausadamente.

Pasaron dos horas.

Aquel hombre infortunado tembló de hallarse frente a frente de su destino.

Levantóse agitado, dirigiéndose a la ventana de la celda.

El aire de la madrugada azotó su frente calenturienta.

Levantó sus ojos al cielo, enclavijó sus manos, y de su alma se desprendió una plegaria.

Solo, como un náufrago sobre el roto madero de la perdida nave, veía el lejano horizonte de su porvenir envuelto en las tempestades de la tribulación.

Al asomarse al abismo que se abría a sus pies, tembló falto de aliento y pidió al cielo misericordia.

Dobláronse sus rodillas vacilantes; llevó sus manos al corazón, que se agitaba terriblemente; inclinó su cabeza, y comenzó a llorar como el Cristo en el Jardín de los Olivos, como Hernán Cortés en las tinieblas de la noche triste.

Lloró, como lloran los desgraciados en el último puerto de las angustias humanas.

Su imaginación buscó los purísimos horizontes de su pasada existencia.

Veía el cielo siempre hermoso de su niñez, aquellas horas apacibles de sus primeros años en que la vida le sonreía y el porvenir se coronaba con el iris bellísimo de las ilusiones y los ensueños del alma.

Después le pareció aspirar el ambiente embalsamado de las flores encantadas de Miramar.

Sentía la sombra de aquellos árboles, oía el ruido de las fuentes, y a lo lejos el golpe monótono del Océano y los cantos de los marineros.

El archiduque se estremeció como un epiléptico.

Acababa de pasar por su cerebro una imagen sombría.

La imagen de aquella mujer desgraciada, de la pobre loca, con el cabello suelto, los labios cárdenos, la mirada extraviada, rasgadas las vestiduras, y lanzando en el silencio de la noche las nerviosas y estridentes carcajadas de la demencia.

Aquel hombre apuraba gota a gota el amargo cáliz de las vicisitudes.

Levantóse del suelo, limpió su frente empapada por un sudor helado, enjugó su llanto, y al ir a entrarse en lecho, oyó un rumor extraño que lo hizo estremecer.

Sonaban algunos tiros cercanos, y tropel de caballos, y ruido de armas, y voces de alarma.

Pasos precipitados se escuchaban por los claustros.

Quedóse un momento en expectativa después de ceñir su espada, y con la mano sobre la cerradura de la puerta.

Unos choques violentos, dados por una mano convulsa, se dejaron oír.

Maximiliano abrió la puerta y se encontró frente a frente de un hombre en cuyo rostro se pintaban las señales marcadas y palpitantes del terror.

Aquel hombre era el coronel.

XXI. Mi reino por un caballo

I

En los diferentes reconocimientos practicados por las fuerzas republicanas, se había notado que el fuego de la plaza era poco nutrido, y que no se prodigaba como en los primeros días.

Los desertores declaraban que el parque estaba al consumirse, y que los soldados se morían de hambre y de fatiga.

El día 14 se habían pasado los sitiados en un número considerable al enemigo, y todo auguraba el final del sangriento drama de Querétaro.

Escobedo se resolvió a apresurar el desenlace; llamó al general Vélez, joven valiente y atrevido hasta la temeridad.

Vélez era el hombre a propósito para un golpe de audacia.

Se trataba de una sorpresa.

Hay quien dude en la elección sobre dar un asalto a pecho descubierto bajo el fuego del enemigo, lanzándose a un parapeto; o ir personalmente sorprendiendo los batallones y haciéndolos prisioneros hasta hacerse dueño de todo un campamento.

En el primer caso, es un reto desesperado a la muerte, hay algo que aliente el corazón, los ecos de la artillería, los gritos de la pelea, las nubes del humo el olor de la pólvora, que es el incienso de las batallas, y la vista de una bandera acribillada por el bronce, que se ostenta como una vela en las borrascas marinas. ¡Todo esto a la luz de un sol reverberante que saluda el campo ensangrentado de la lucha!

La sorpresa tiene algo de sombrío.

Una arma que se dispara, una voz de alarma, un instante de resistencia cualquiera, por insignificante que sea, puede hacer fracasar el mejor golpe de mano.

Es una situación nerviosa y comprometida.

Las sorpresas se efectúan regularmente de noche.

La sorpresa es hija de las tinieblas.

Hay un peligro eminente, terrible, en penetrar a un campamento donde puede provocarse una lucha personal, ventajosa una vez que se rehagan los sorprendidos, y no alcanzar la muerte gloriosa del que cae sobre la arena del combate.

Hay un valor que pudiéramos llamar expansivo; que se despierta a la vista de un campo de batalla; que hace afrontar ese peligro que nos rodea por todas partes; que está en el terreno, en el cielo, en la atmósfera; enemigo gigante que combatimos sin personalizarlo, sin ver al individuo.

El hombre que dirige la masa sobre la masa; la multitud que arrolla.

Hay sangre, y no se ve la herida; hay cadáveres, y se ignora de quiénes sean.

Es el peligro a grandes rasgos, horizontes sangrientos y nubes de polvo, y alaridos, y confusión, y matanza, en que el hombre se envuelve para aparecer después entre los vencedores, o exánime sobre aquel terreno escarbado y aquel campo de muerte y desolación.

Ése es el valor de los combates.

El valor personal se concentra en un solo objeto, lo desmoraliza; todo aquello que lo divaga, se concreta a un solo punto, es una arma de fuego puesta sobre el blanco, busca al individuo y su acción es una; le contraría pelear en filas, busca el acero de su enemigo y quiere hallarse frente a frente de su antagonista.

Éste es el valor temerario que se necesita para una sorpresa.

II

Hemos dicho que el general Escobedo llamó al general Vélez: éste se presentó al llamado de su jefe.

—Señor general, dijo Escobedo, se necesita del valor de usted para un empeño riesgoso.

—Estoy a las órdenes de mi general.

—He tenido noticia de que la tropa que defiende el fuerte de la Cruz se halla un tanto desmoralizada, además de que la fatiga los tiene al rendirse; me parece fácil una sorpresa.

La palabra estaba dicha; no había más que recogerla.

Vélez no se intimidó.

—Como disponga el señor general el movimiento, será ejecutado.

—Lo dejo a la discreción de usted y a su valor. ¿Qué general le parece a usted más apto?

—Todos lo son igualmente; pero yo daría el honor de la preferencia a Chavarría.

—Dele usted las órdenes que estime convenientes.

—Un repique en la torre de la Cruz avisará a usted el resultado de la combinación.

—Yo estaré a la expectativa para auxiliarlo en cualesquiera evento.

—Estas cosas una vez pensadas, deben efectuarse, dijo Vélez; en este momento marcho sobre la Cruz.

—Elija usted tropa.

—Supremos Poderes y Nuevo León.

—Están a las órdenes de usted; nos daremos un abrazo en la Plaza de Querétaro, dijo Escobedo con esa fe que siempre lo ha acompañado en su vida de militar en los lances más serios de su existencia.

Velez estrechó la mano del general, y salió a conferenciar con su compañero de armas Chavarría, a quien vieron nuestros lectores en la caravana de los desterrados a Yucatán.

Ya puede comprenderse la mella que le había hecho el ostracismo.

Hay hombres, como dice el vulgo, que no tienen remedio.

III

Daban las dos de la mañana cuando Vélez y Chavarría, arrastrándose como dos culebras entre el bosque de los órganos, que circundaban el punto de la Cruz, se acercaban a la barda peligrosa del cementerio.

Llenos de precauciones, no tanto por el temor de perder la vida, sino por el de fracasar en la empresa delicada que se les había encomendado, se acercaron al parapeto donde estaba colocada una pieza de grueso calibre llamada la Tempestad.

Se oían gritos y voces como de personas que se entregan a la expansión que proporcionan los licores.

Efectivamente, aquellos infelices soldados, a falta de alimento, tomaban aguardiente.

Habían visto los preparativos de marcha, y no hay cosa que más alarme a la tropa, que esos preliminares de fuga, en que los jefes próximos a abandonar el campo, dejan comprometidos a sus soldados, que van a ofrecer su sangre en la última refriega como precio de su salvación.

—Compañero, decía el sargento a otro de igual clase, nos van a dejar encampanados; el regimiento de la emperatriz está dispuesto para la salida.

—Sí, ya he observado lo que pasa; todos los señores extranjeros se escapan esta noche.

—¡Demonio!

—Esto de caer prisioneros ya no nos debe asustar; de filas a filas, todo es lo mismo.

—Yo lo que temo es el momentito de la agarrada.

—Esos pica muertos son endiablados.

—Como que la caballería no sirve para nada.

—Menos la del Norte, que nos hizo pedazos con sus malditos rifles el día 27.

—De qué le sirve a uno exponerse todos los días, si al fin se pierde cuando menos lo piensa.

—A mí me dan lástima los jefes, ésos sí no alcanzan indulto.

—Amigo, los pobres son los que pagan el pato; esos señores jefes tienen empeños particulares.

—Antes como antes, y ahora como ahora.

—Ya veremos.

—Lo que no han visto, es que ya la tropa no quiere pelear con ese parque tan malo, los cápsules de papel no sirven, y la pólvora está buena para fuegos artificiales.

—Además, que los compañeros se están pasando al enemigo.

—Ya llega la hora en que cada uno jale por donde pueda.

—Esto no dura dos días.

—Ya lo creo.

—Dormiremos un rato, estamos desvelados.

—Sí, descansemos mientras que amanece.

IV

Vélez y Chavarría comprendieron por esta conversación, que aquella tropa estaba desmoralizada.

Volvieron con las mismas precauciones a su campo, y organizaron violentamente unas columnas con los arrogantes cuerpos de Nuevo León y Supremos Poderes, y emprendieron su marcha en el mayor silencio hacia el parapeto donde la Tempestad, cargada a metralla, los había recibido en cuantos ataques intentaron sobre el convento de la Cruz.

Serpeando entre los órganos, llegaron lo más próximo que era posible, sin ser vistos del enemigo.

Vélez y Chavarría se arrojaron con denuedo sobre el parapeto, seguidos de Lozano, Rincón Gallardo, Yepes, y de los soldados, que tenían orden de no disparar sus armas sino hasta el último trance.

Cuando el centinela dio el grito, ya lo habían rodeado y hecho prisionero.

Los soldados dormían junto a sus armas.

Inmediatamente se las recogieron, y despertándolos con los fusiles a estrujones, los hicieron prisioneros, y con una pequeña custodia los enviaron al campo republicano.

Siguieron las columnas hasta la barda del cementerio; penetraron por la horadación sorprendiendo al centinela y a todo el retén.

Una voz fuerte preguntó: ¿quién vive?

Aquel momento era el decisivo.

Nadie respondió a la pregunta.

—¿Quién vive?, tornaron a preguntar.

Entonces Vélez y Chavarría se acercaron al jefe que les dirigía la palabra; y antes de que pudiera hacer movimiento alguno, le pusieron las pistolas al pecho y lo amenazaron con la muerte si hablaba una sola palabra.

—¿Quiénes son ustedes?, preguntó en voz baja.

—Yo, dijo Vélez mostrándose al jefe.

—¡Mi general!, murmuró aterrorizado; yo les indicaré todos los puntos si ustedes me ofrecen que ya no habrá efusión de sangre.

Vélez amartilló la pistola, y dijo al coronel del regimiento de la emperatriz, pues no era otro el que tenía delante:

—Si usted falta a su palabra, le levanto la tapa de los sesos.

Chavarría y Vélez le tomaron por los brazos.

—Vamos al panteón, dijo el coronel.

A los pocos minutos sorprendieron a la guardia extranjera.

Algunos miserables exclamaron:

—«¡Somos de la guardia del emperador!»

Se les contestó a bayonetazos.

Rodearon el convento de la Cruz, y Chavarría se dirigió a San Francisco con una sección de Supremos Poderes.

El movimiento estaba consumado.

Las campanas de la Cruz anunciaron que el punto más fuerte de la línea imperial estaba en poder de los republicanos.

Dentro del convento estaba Maximiliano.

Luego que se esparció la noticia de que las fuerzas de Escobedo habían penetrado en la plaza comenzó el desorden más terrible.

Vélez envió otra columna sobre San Francisco, cuyo punto no hizo la menor resistencia.

Los batallones comenzaron a tirar las armas y a rendirse a discreción, los jefes se presentaban a entregar sus espadas, todo era confusión, desorden, atolondramiento.

En medio de este desorden se oía vagar una palabra que corría como la chispa eléctrica: ¡Traición! ¡Traición!

V

El coronel mostró la entrada del Convento y el valiente Yepes tomó violentamente las alturas del edificio.

En medio de aquella catástrofe y de aquel espantoso desorden, el coronel desapareció de entre los prisioneros sin que lo notasen los centinelas y se dirigió apresuradamente a la celda del emperador, a cuyos oídos llegaba aquel rumor sordo como el que precede a las erupciones volcánicas.

Vélez, Chavarría, Lozano y Rincón se daban prisa para concluir cuanto antes las operaciones, porque la luz de la mañana les sería funesta toda vez que los sitiados vieran que la fuerza que los había sorprendido se encontraba en absoluta minoría.

Volvieron la artillería hacia la plaza y comenzaron a disparar las piezas para introducir más confusión en el campo enemigo.

Las fuerzas republicanas que se hallaban en el Cimatario, y que no estaban al tanto de lo que pasaba en la plaza, rompieron el fuego sobre ella, sin saber que ametrallaban a sus compañeros.

Vélez mandó inmediatamente aviso de lo que pasaba.

Entonces el ejército en masa bajó de las lomas sobre la ciudad.

Escobedo penetró en medio de la multitud, habló algunas palabras con Vélez y salió a todo escape.

Llegó donde estaban las caballerías, las organizó instantáneamente y previendo que los derrotados se refugiarían en el Cerro de las Campanas donde había un cuerpo de ejército, avanzó con sus columnas sobre la posición.

El general Miramón montó a caballo y se encaminó al Convento de la Cruz.

La columna republicana que avanzaba al centro de la ciudad hizo un disparo.

Una bala hirió el rostro del general.

Comprendiendo que todo estaba perdido, huyó buscando refugio en la casa de un médico.

La tropa que guarnecía el perímetro de la ciudad se encontró abandonada y se declaró vencida ante el enemigo.

Grupos de dispersos huían al Cerro de las Campanas, corriendo la palabra, como punto de reunión.

Reventó la luz en el horizonte alumbrando el campo de la derrota con la faz más sombría y aterradora.

VI

Hemos dicho que el emperador Maximiliano se había apercibido de lo que pasaba a su derredor sin comprender todo lo espantoso de la realidad.

Abrió la puerta a los llamados violentos del coronel.

—Este hombre ha cometido un crimen, murmuró al ver el semblante cadavérico de aquel desgraciado.

—Señor, exclamó el coronel, estamos perdidos, sálvese V. M., los republicanos se han apoderado del Convento.

—¿Y cómo salvarme?, preguntó Maximiliano sin poder ocultar su emoción.

—Huyamos por las horadaciones, un hombre de mi confianza acompañará a V. M. hasta sacarlo de la plaza.

El emperador vacilaba.

El coronel tomó una de sus manos.

—¡Señor, en nombre del cielo salváos!, yo llevaré a V. M. a una casa, allí permanecerá oculto esta noche o el tiempo que necesite hasta dejar la ciudad.

En las torres de la Cruz se dejaba oír el repique del triunfo.

Maximiliano se sintió desfallecer.

Las campanas de San Francisco se lanzaron a vuelo respondiendo a los sonoros ecos de la victoria.

—Huyamos, huyamos, insistía el coronel con la faz descompuesta y los ojos extraviados, estoy sufriendo una horrible agonía al ver en peligro la vida de V. M… pronto vendrán a esta celda y V. M. será presa del escarnio, y verterán su sangre y… no, huyamos, huyamos, esto es espantoso.

—¡Mi caballo!, dijo trémulo Maximiliano.

Ricardo III había gritado también en la última batalla: «Mi reino por un caballo».

—Venid, señor, salgamos por el camino cubierto.

—No, me sorprenderán huyendo, afrontemos de una vez el peligro.

El emperador salió de la celda procurando dominar su emoción.

Atravesó el claustro, bajó las escaleras, cruzó los patios y se encontró en el cementerio.

El espantoso cuadro de la derrota se presentó a su vista con toda su deformidad.

Las piezas vueltas contra aquellos hombres que las habían jugado durante sesenta y tres días sobre los sitiadores.

Las armas hacinadas en el cementerio, las banderas perdidas, los batallones disueltos, las cajas guerreras rotas y despedazadas.

Los soldados sin uniforme, disfrazados y llenos de terror ante las fuerzas vencedoras.

El emperador siguió su marcha como extraño a cuanto pasaba en su derredor.

Un grupo de fieles servidores le seguía, dispuestos a dividir el cáliz emponzoñado de su destino.

El coronel le presentó su caballo a Maximiliano y a la comitiva.

El emperador tuvo un momento de esperanza, saltó sobre el corcel que relinchaba impaciente, azotóle con el fuete y se lanzó ligero como un rayo en dirección del Cerro de las Campanas.

Su caballo corría espantado como el caballo del Apocalipsis.

VII

Subió con precipitación sobre las rocas gigantescas del cerro, y quiso dirigirle la palabra al coronel.

El coronel había desaparecido, y vuelto al convento de la Cruz a constituirse prisionero del ejército de la república.

Los dispersos llegaban en bandadas.

En vano se esforzaban por dar organización a aquella multitud que veía acercarse imperturbables las columnas de Escobedo en dirección al último baluarte.

Introdújose el desorden entre los refugiados.

Maximiliano se sintió sobrecogido de terror ante ese espectáculo sombrío de su pérdida. Veía que los soldados entregaban sus armas, que los jefes se daban prisioneros al enemigo, y que aquel grupo de valientes que lo habían seguido a la fortaleza no harían más que comprometer su situación caso de una resistencia.

Se espantó ante la sangre, vio desaparecer sus sueños imperiales, retrocedió anonadado y lloró como Boabdil al perderse el reino de Granada.

VIII

Levantóse en una bayoneta puesta en un fusil una bandera blanca.

El imperio se rendía ante aquella república proscrita que había atravesado a pie enjuto el mar Rojo de la revolución y del infortunio para llegar a la tierra prometida de la victoria.

Entonces el general Escobedo se adelantó con su Estado Mayor.

El emperador bajaba por las rocas a su encuentro.

Imagen de la fortuna, reflejo vivo de aquella terrible situación.

Maximiliano descendía del pedestal de su gloria, y Escobedo representante de la república ascendía a la cumbre desalojada por la usurpación.

Aquellos dos hombres se encontraron.

Vencido y vencedor se tendieron la mano.

La fortuna y la desgracia se apersonaban.

El genio de la victoria y el de la derrota se saludaban sobre el campo de los combates.

En aquellas rocas se destacaban dos grandiosas figuras de la historia contemporánea.

El imperio y la república.

Sobre el monumento de granito las dos entidades del siglo XIX.

La idea democrática y el absolutismo.

Maximiliano desenvainó la espada que ya le abrasaba la mano y la entregó al general republicano, como Francisco I a Carlos V después de la batalla de Pavia.

XXII. La ciudad de los mártires

I

El sitio de México se estrechaba más y más cada día.

El general Riva Palacio a quien Escobedo confió la guarda del ilustre prisionero de Querétaro, luego que lo dejó asegurado en la celda del convento de la Cruz, emprendió su marcha para reforzar con su orgullosa división el ejército de Porfirio Díaz, que seguía avanzando sus paralelas por el rumbo del Norte.

El pueblo de la capital salía en masa por las garitas buscando como centro de recursos la ciudad de los Mártires.

El cuartel general nombró a Miguel Veraza prefecto político y comandante militar de la plaza.

Ya el lector conoce a este individuo y más aún la tenacidad de su carácter.

Veraza tiene un corazón envidiable por su generosidad, tan destituida de malos sentimientos como de cabellos su infeliz mollera.

Veraza alojó a cuantas familias solicitaron su auxilio.

Los palacios de Barrón y Escandón los convirtió en hoteles gratis.

Aquellos suntuosos edificios fueron profanados, como decían los conservadores, por el pueblo emigrante.

No quedó una sola casa en Tacubaya que no estuviese literalmente llena de huéspedes, hasta en los patios y caballerizas.

Cuando todo estaba ocupado, Veraza alojó al pueblo en la alameda.

Las familias acudían a tomar posesión de un árbol y se agrupaban en derredor, teniendo por toldo las frondosas ramas de los fresnos.

Las calles formadas por la arboleda estaban ocupadas con vendimias a un precio baratísimo.

La inmigración continuaba.

Entonces aquel infatigable prefecto llevó a la multitud trashumante a las plazas y calles principales.

No había zaguán, ni recodo, ni banqueta, ni escondrijo, ni arco, ni pared que no tuviera su racimo de huéspedes.

Aquella gente formaba una masa compacta, estrecha, que se rebullía, se agrupaba, se amontonaba, se confundía y levantaba como un solo pulmón un rumor vago como el del océano al comenzar de la tormenta.

El campamento estaba fuera de la ciudad bajo sus tiendas de campaña, semejantes a esas bandadas de aves peregrinas que se tienden en pos de frescura sobre las praderas.

Los truenos lejanos de la artillería hacían recordar que aquello no era una fiesta.

No obstante reinaba la alegría y la cordialidad en todo aquel pueblo que estaba de temporada en la ciudad de los Mártires.

El numerario y el trabajo escaseaban en la plaza y los pobres no podían proporcionarse la subsistencia.

Veraza con los humildes recursos del patriota ayuntamiento de Tacubaya proporcionó semillas.

Entonces como una avalancha se precipitaron por su ración de maíz.

Veraza repartió primero palabras de dulzura, después frases que no podemos trasladar al papel, después acudió a la última razón de los reyes, sacó la espada y dio sobre los asaltantes.

Apaciguado el motín distribuyeron las semillas.

El cuartel general pedía ramazón para los cestones.

Veraza envió al Monte de las Cruces una pléyade de trabajadores que hacían el corte y trasladaban las ramas al campo con una celeridad maravillosa.

Veraza era infatigable, no tenía horas de descanso, noche y día visitaba a sus huéspedes y traía y llevaba una de comunicaciones con el cuartel general, que ya los tenía sitiados.

—¿No sabe usted quién tenemos alojado?, decía su ayudante a Veraza.

—¿Quién es?

—Es el actor Morales.

—Bien alojado.

—¿Conoce usted a Morales?

—Lo he visto trabajar y me parece bien.

—Morales es el actor mexicano de más capacidad y más humilde que ha pisado las tablas.

—Lástima que sea tan gordo, me parece un alcabalero.

—Eso nada significa, cuando trabaja es buen mozo, arrogante.

—Tiene genio nuestro compatriota: ¿y no querrá ahora mismo decirnos un trozo del Sulivan, por ejemplo?

—Hombre, está durmiendo.

—Lo despertaremos.

—No, déjele usted en paz.

—¿Y por qué no duerme en esta pieza?

—No ha querido molestarnos, tiene el defecto de roncar estrepitosamente.

—Eso es otra cosa, ya tendrán que habérselas con él los cuatro oficiales que están en su compañía.

Como si a estas palabras de Veraza se hubieran evocado las sombras de Don Juan Tenorio, aparecieron los cuatro oficiales envueltos en sus sábanas.

—¿Qué pasa?, preguntó el prefecto.

—Nada, dijo uno de los fantasmas, es una friolera, el señor nos ha encajado en el aposento a un monstruo que ronca de una manera horripilante.

—Óiganle ustedes, dijo otro, nos hemos despertado creyendo que teníamos a un toro por alojado.

En efecto, el actor Morales berreaba espantosamente, los pulmones soplaban con la fuerza del órgano de Catedral produciendo una música del infierno.

—Ese hombre es un serpentón de la caballería austriaca.

—Noche toledana, dijo el prefecto, si el genio de ese hombre está a la altura de sus ronquidos, ni Taima lo aventaja.

Manuel Travesí dio alojamiento a Morales en la villa de Guadalupe, y el infeliz tuvo que abandonar su lecho a media noche; porque los ronquidos prolongados del actor son capaces de ahuyentar a un regimiento de lirones.

Travesí maldecía con toda la fuerza de su catolicismo a su huésped y más a la persona que se lo había recomendado.

—Señores, decía en tono de Otelo, esto se llama un verdadero gregorito.

II

Un correo llegó en aquellos momentos.

Veraza leyó con avidez aquellos pliegos que le remitía el cuartel general.

«República mexicana.—Ejército de operaciones.—General de Brigada.—Ciudadano General.—Serían las cinco de la mañana de hoy cuando quedó consumado el movimiento que la noche anterior se sirvió usted confiarme, como fue la toma del fuerte y convento de la Cruz. Media hora después nuestros valientes soldados ocupaban toda la ciudad. Los batallones Supremos Poderes y Nuevo León, que fueron las fuerzas con que llevé a cabo tan brillante hecho de armas se han coronado de gloria.—Los generales Paz y Chavarría, los coroneles Lozano, ayudante de usted, Rincón Gallardo, Yepez, teniente coronel Margáin, todos mis ayudantes y la oficialidad de estos cuerpos han secundado mis disposiciones con precisión y valor; a esto y a la disciplina de aquellos se debe lo acontecido.—Toda la guarnición de esta plaza, su artillería y trenes están en nuestro poder: algunos generales y Maximiliano se me acaban de fugar tomando el rumbo del fuerte de las Campanas.—Felicito a usted por las glorias que ha obtenido el ejército de su digno mando.—Libertad e Independencia.—Querétaro, mayo 15 de 1867.—Francisco A. Vélez.—Ciudadano General de división Mariano Escobedo, en jefe del ejército de operaciones.»

—¡Arriba todo el mundo! ¡Viva la libertad! ¡Querétaro es nuestro!, gritó Veraza dando saltos como un muchacho.

A la media hora los músicos recorrían la ciudad.

En los parapetos se tocaban dianas.

Por todas partes se oían gritos de entusiasmo.

En los proyectiles huecos se pusieron los ejemplares del parte de Vélez y se arrojaron a la plaza sitiada.

Los sitiadores contestaron a cañonazos.

XXIII. Un ogro

I

La noticia circuló instantáneamente en la capital, por más obstinación que opuso el gobierno para desmentirla.

El golpe era terrible para los comprometidos en el imperio.

Márquez estaba acobardado como un miserable.

Llegó después de algunos días su avilantez y cinismo, hasta obligar a uno de los generales, que prófugo de Querétaro se introdujo furtivamente a México, a que mintiese descaradamente, rebajándose ante la tropa y la ciudad entera, asegurando que el emperador había triunfado en Querétaro y estaba en marcha para la capital.

Esta noticia fue solemnizada con repiques y salvas de artillería.

Desde el momento en que se jugaban armas tan innobles, la moral estaba perdida.

Todo aplazamiento era infructuoso; sin resultado la prolongación de la lucha.

La ciudad no podía soportar los horrores del sitio.

Los árboles de las calzadas se derribaron para hacer carbón; la harina se había consumido, y nadie tomaba carne sino de caballo.

Los pobres que no pudieron salir, se alimentaban con carne de perro.

Aquello era horrible y ya sin éxito, toda vez que Maximiliano había rendido sus armas ante la majestad de la república.

El tigre de Tacubaya sabía que para él no habría más que el cadalso.

Hace muchos años que es fruta de horca, y que el cadalso es la cifra tenebrosa de su porvenir.

Encastillado en la capital, quería hundirse como Sansón, rompiendo las columnas del templo.

Sepultar a la sociedad entre los escombros, hacer una tumba común.

Lo acosaba la rabia de la desesperación; los últimos momentos de poder los consagraba todo entero a la sangre y al robo.

Había desobedecido a su rey, contrariando sus órdenes, y comprometido con una estéril defensa a la capital.

Las exacciones, el robo, la leva, las tropelías, todo caracterizaba a aquella alma de hiel y fango, que se anida en la sepultura de su seno.

Ese miserable, falto de fe, desconfiaba de todos para el momento en que México sucumbiese.

Pensó en un refugio negro como su corazón.

Luego que cayó la noche, se dirigió solo por el rumbo de los Ángeles.

Llegó a la puerta del panteón.

El sepulturero salió a su encuentro.

—¿Qué se ofrece, caballero?

—Soy el general Márquez.

—¿En qué puedo servir a V. E.? dijo aterrorizado el sepulturero.

—Espérame aquí, y guarda la entrada.

—Pase V. E.

Aquel hombre, llevado por su fatalismo, penetró resuelto en el cementerio de los Ángeles.

—Aquí, murmuró, al menos no hay nombres conocidos; Valle y Degollado están en San Femando.

La memoria de aquellas víctimas inmoladas a su venganza, penetró en su alma como la hoja helada de un puñal.

—Y no he hecho más que aplicar la ley de represalias: ellos me hubieran matado si caigo en su poder… además, que Zuloaga ordenó su muerte… ¡miserable!… se aterrorizó como un chiquillo y retrocedió anonadado como una mujer.

Quedóse un momento pensativo, como quien presa de sus recuerdos, entra en la contemplación de los crímenes que han salpicado de sangre la faz purísima del alma.

La hora, el sitio, el silencio de la noche, todo contribuía a encender en aquel corazón la llama sombría del remordimiento.

Su vida pasada, envuelta en los oscuros vapores de la sangre vertida por su mano; sus horas de duelo y proscripción; ese eco terrible lanzado por el mundo entero contra él, condenando sus crímenes; ¡el cielo cerrado, la esperanza perdida, el horizonte de la vida tocando la tumba ignorada, como término de una existencia de maldición!

¡Aquel miserable era el ente más infeliz sobre la Tierra; condenado en el juicio humano, sin tener una alma hermana, un corazón compasivo, alguna sombra que cubriera aquel ser deforme y agusanado!…

El mundo y el cielo le negaban su entrada.

Entonces aquel hombre, no pudiendo hallar un refugio entre sus semejantes, porque las puertas se cerrarían como si llamase a ellas la desgracia, tocó con mano atrevida las de la tumba.

Corrió al panteón a pedirle a los muertos lo que los vivos le negaban.

Buscó ese lugar que ya ansia su corazón fatigado, y que Dios no le concederá tal vez, porque esos miserables restos están predestinados a pregonar el escarmiento, expuestos en los troncos secos de una encrucijada.

A esa alma perdida se le han negado las lágrimas, que pudieran consolarla y redimirla.

Los remordimientos son el primer paso del arrepentimiento.

La noche avanzaba.

Se oían a lo lejos los disparos de la artillería sobre la plaza.

Una oscuridad profunda reinaba en el cementerio: sólo por intervalos salían esas fosforescencias que se desprenden de las sepulturas, fuegos fatuos llevados por la corriente del aire.

Aquel hombre no alcanzaba a ver lo que venía buscando.

Entonces se dirigió a la puerta y le hablo al sepulturero.

—¿Qué manda V. E.?

—¿Hay algún sepulcro vacío?

—No, señor; ayer tarde se cubrieron los últimos con dos oficiales muertos en los parapetos de Santiago.

Quedóse cavilando aquella hiena, y después dijo resueltamente:

—Saquemos a un cadáver del nicho, y démosle sepultura en el suelo.

El guardián del cementerio sabía que contradecir a Márquez, era exponerse demasiado.

—Lo que ordene V. E.

—Trae los instrumentos, y pronto, que falta un hora para amanecer.

Entretanto, se quedó recargado a una de las columnas, entregado al sonambulismo de la fatalidad.

II

El sepulturero trajo una barreta, dos azadones y dos palas.

—V. E. me ayudará, porque la operación es laboriosa.

—Estoy dispuesto, dijo Márquez; y arrojando la capa tomó uno de los azadones.

En uno de los ángulos del patio comenzaron los dos hombres a cavar la fosa con gran celeridad.

Márquez es raquítico; sin embargo, la calentura del terror le prestaba aliento.

A la media hora habían cavado vara y media de profundidad, por otro tanto de longitud.

—Creo que es suficiente, dijo el sepulturero.

—Está bien.

—Mañana se cumple el número once, dijo el sepulturero; saquemos los restos de esa señora.

Esa fecha trajo a su memoria el 11 de abril de 1859.

—Me es funesto ese número, murmuró; en vano he procurado olvidarle: éste es un aviso del destino.

Con la barreta desprendieron la lápida de mármol.

El sepulturero tiró de la caja.

Márquez esperó a que saliese toda, y la tomó por el extremo opuesto.

El cadáver no estaba disuelto; pesaba demasiado la caja.

Con la humedad, el fondo del ataúd se había separado de los lados adyacentes, así es que al faltarle el lecho del sepulcro, se desprendió, y el cadáver cayó a plomo sobre las baldosas del cementerio.

Un vapor fétido se exhaló de aquellos restos.

Los exhumadores se retiraron desvanecidos por el olor de las miasmas.

—Concluyamos de una vez, dijo Márquez; y tomando el cadáver, que era el de una mujer, procurando envolverla en sus negras vestiduras, lo llevó hasta la fosa y lo arrojó con desesperación.

Las exhalaciones del cadáver lo contagiaron, y retrocedió pálido y convulso hasta apoyar su espalda en los nichos.

Recuperóse con la aspiración del aire libre, y ayudó al sepulturero a cubrir con tierra la sepultura.

Acabada aquella siniestra operación, dijo al guarda:

—Si las fuerzas de Porfirio Díaz toman la ciudad, un hombre vendrá a ocultarse en ese sepulcro abierto.

—Está bien.

—Toma.

—Gracias, señor, es mucho oro para mí.

—Tendrás más ese día.

Embozóse en su capa, y salió diciendo para sí:

—Nadie vendrá a buscarme a la tumba; estoy seguro contra la saña de mis enemigos.

Y se adelantó a la fortaleza de Santiago Tlatelolco, donde había sentado sus reales.

XXIV. Luz y sombra

I

Han visto nuestros lectores atravesar al general Fernández con su regimiento, rumbo a San Cosme, donde se oían los disparos de la artillería, al tiempo que su novia entraba en la calzada de Chapultepec.

Las tropas de Márquez intentaron una salida por la parte occidental, y se echaron sobre los parapetos de San Antonio de las Huertas, donde Fragoso las detuvo con un grupo de guerrilleros.

Las fuerzas de Tacubaya y las de la villa de Guadalupe, salieron inmediatamente al encuentro del enemigo.

Duró el tiroteo la mañana entera, sin lograr su objeto los sitiados.

El general Fernández hizo replegar a la caballería austríaca, que apoyaba el movimiento.

La bala de un rifle, dirigida al pecho de Eduardo, atravesó la solapa de la chaqueta, quemando la cartera, que hizo pedazos.

Unas cuantas líneas, y el corazón del bravo general hubiera sido atravesado irremisiblemente.

—Mi general, dijo uno de los Torreños, aquí están los papeles; ¿no le ha pasado a usted nada?

—Me siento perfectamente, respondió Eduardo; y tomó los papeles que le presentó su ayudante.

Recordará el lector que el general Fernández, arrebatado por sus celos infundados, no había querido leer la carta de Luz, en la que le incluía la de su moribunda madre.

Eduardo llevaba en su cartera la fatal noticia de su orfandad, y por una de aquellas casualidades, preparadas por el destino, ignoraba aún esa pérdida irreparable.

La bala del rifle había roto el sobre de la carta, y el general pudo reconocer la letra.

—¡Dios mío! exclamó, ¡soy un insensato! he tenido tanto tiempo las palabras de mi madre sobre el corazón, y no las he querido escuchar… sí, es su letra; ¡madre mía! ¡tanto tiempo sin saber de ti! Vamos, si no hay un hijo que merezca serlo, y menos yo.

Trémulo de emoción, desdobló el papel, y leyó:


Hijo mío:

Las aflicciones de que he sido víctima en estos cuatro años, han acabado por abrir mi tumba… ¡Ya no me volverás a ver!…

Dios me ha enviado un ángel que reciba mis últimos suspiros; ese ángel de bondad es Luz, de cuyo amor no puedes dudar.

Esa pobre niña me ha hablado siempre de ti, alimentando una esperanza que hoy se pierde en mi sepulcro… ¡mis labios no volverán a posarse sobre tu frente!

Voy a decirte mi última palabra:

¿Quieres que baje tranquila a la tumba?

Ofréceme que Luz será tu esposa; ésta es mi voluntad, es la voluntad de quien te ha dado el ser y te consagra todo su amor en los postreros instantes de su existencia!… ¡adiós!… ¡hijo mío!… sé bueno.
 

Aquí estaba interrumpida la carta, porque la bala había arrancado el fragmento de papel.

Eduardo se sintió desfallecer, bajóse del caballo, apoyó su frente en la cabeza de la silla, y comenzó a llorar en silencio.

—Algo le pasa al general, dijo Juan a su hermano Simón; ese hombre no acostumbra llorar.

Acercáronse con solicitud los gemelos a su padre adoptivo.

—¡Señor! se aventuró a decir Juan; ¿qué le pasa a usted?

Eduardo no le escuchaba.

—Vamos, algún pesar tiene usted, dígalo a sus hijos, ya ve usted cuánto le queremos.

—¡He perdido a mi madre! ¡soy muy desgraciado! exclamó sollozando el general.

Aquellos dos jóvenes abrazaron a su buen amigo, y sus ojos se humedecieron al ver el llanto, última ofrenda del hijo sobre el altar sagrado del amor filial.

—Vamos al alojamiento, necesita usted descansar.

—Lo que necesito es morir.

—Está usted muy afligido.

—Estoy solo en el mundo.

—Es verdad; ¿qué vale nuestro cariño ante ese tesoro que acaba usted de perder?… no obstante, ya estamos acostumbrados a acompañar a usted, y esto no vale nada; pero cuando uno es huérfano y encuentra la sombra de un corazón bondadoso y lleno de virtud, entonces… entonces renace la felicidad, y cae un bálsamo en las heridas del alma… pero ya que no puede escuchar ahora nada, es una impertinencia hablarle de consuelo, cuando lo que necesita es desahogar su pecho.

—Es verdad, dijo Eduardo estrechando a su corazón aquellos pobres huérfanos que tanto le amaban.

—Suba usted a caballo, le va a hacer mal este sol.

El general obedeció la voz del joven, y triste y cabizbajo se dirigió a su alojamiento.

Los gemelos le dejaron solo.

II

—¿Qué habrá pasado con Luz? se preguntaba el general; esa pobre niña ha acompañado a mi infeliz madre en sus últimos momentos… me parece que oigo aquella voz venerada que al despedirse me encarga a esa criatura… yo no tengo derecho de abstenerme, mi madre no podía engañar a su hijo, Luz no ha dejado de verla, yo tengo contraída una deuda inmensa de gratitud… junto a este deber, se levanta el cariño de esa mujer con la esencia purísima de la regeneración.

Aquella alma adolorida, envuelta en la sombra de la desgracia, se sentía alumbrada por un rayo apacible de luz.

Todos sus sufrimientos de los aciagos días de la revolución, estaban compensados, puesto que Luz no le había olvidado.

Su obcecación al no haber querido leer la carta, habría tal vez hecho perder la esperanza a aquella criatura, y sepultar en lo más secreto de su pecho el amor de Eduardo.

¿Le habría olvidado?… Éste era el temor del joven, y a esta terrible idea su amor crecía como una ola arrebatada por el viento.

Los recuerdos santos de su cariño, unidos a la amarga hiel de los pesares, transformaron aquel ser, determinándolo en una situación concentrada de ternura y melancolía.

El triunfo de las armas republicanas estaba decidido, y esto aumentaba más su ansiedad.

Ir al sepulcro de su madre, arrodillarse delante de aquella piedra, arca de sus sueños y de sus esperanzas, llorar hasta dejar seco el pecho y el corazón, orar ante aquellos restos, contarles, como si pudieran oírle, todos sus sufrimientos, todos sus dolores, y pedirle a su buena madre la bendición, ese signo misterioso que llena de perfume la existencia con la influencia de su santidad, correr después a mojar con su llanto la mano de Luz, renovarle su cariño, decirle mil veces que la amaba, que había sido injusto con ella, y hacerla su esposa. ¡He aquí los ensueños y las ilusiones de aquel corazón!

III

Luz estaba alegre y temerosa; sabía que su amante regresaría pronto del campo, y llegaría a saber que ella se encontraba en la misma ciudad.

Luz fiaba mucho en su hermosura, y más aún en el amor del general: sabía perfectamente que una mirada, una palabra, una lágrima, una sonrisa, harían caer a sus pies a Eduardo.

Era criatura llena de encantos, era irresistible.

Además, su inocencia, su fe y su pureza, se leían en el cielo siempre claro de su frente.

Cuatro primaveras más habían llevado como una ofrenda a aquella hermosura, todos sus perfumes y atavíos.

Luz estaba más bella, sus contornos habían adquirido una morbidez encantadora, su rostro, cierta severidad majestuosa, y su palabra el argentado acento de los ángeles.

Su cabello se había oscurecido, así como el color de sus ojos, y aquellas sombras caídas en la palidez de su magnífico rostro, la destacaban hermosa entre las hermosas.

Su amor, guardado por tanto tiempo en el santuario de su alma, resplandecía como el sol en las pupilas de sus brillantes ojos, y agitaba su seno de nieve como la brisa de la mañana la espuma de los lagos.

Luz se había puesto a la ventana, donde esperaba que pasase su novio y estaba engalanada con exquisito gusto.

Un traje de musolina transparente como las nubes que rodean a la luna, con unas mangas abiertas rematadas de encaje, flotando sobre sus brazos de alabastro.

Un cinturón rojo, ceñido a aquel talle de abeja, con una hebilla de oro donde lucían adornos de perlas y turquesas.

Una corbata de gasa, salpicada de lentejuelas, de seda blanca, donde se ostentaba un alfiler de relicario del mejor gusto.

Su cabello, atado en lo alto de la cabeza, puesto en una red finísima, dejando ver sus orejas diminutas sin ningún adorno.

En una de aquellas manos de criatura, llevaba un anillo de pelo y otro de esmalte con un magnífico solitario.

Luz tenía entre sus labios un clavel.

Nunca una rosa tuvo búcaro más perfumado que su mismo cáliz.

Aquel clavel pasaba por abeja sobre la flor entreabierta de esa boca.

Aquella mujer se declaraba en conquista con tantos atractivos.

Algo llamó su atención, pues se levantó violentamente, y asida a la reja de la ventana, comenzó a hacer señas con el pañuelo.

IV

Hemos dicho que la plaza y las calles de Tacubaya estaban completamente llenas.

Entre aquella multitud, había soldados y asistentes que compraban provisiones para sus jefes.

En uno de los puestos que estaba próximo a la ventana donde la joven ostentaba su lujo y su belleza, había dos guerrilleros enamorando a la patrona.

—Oiga, niña, decía uno de ellos; ¿no quiere usted mantener a un flojo?

—Compre lo que ha de comprar y no entretenga.

—Soy capaz de robármela con todo y melones; mire, los mochos no tienen una muchacha tan linda.

—¡Calle! ¡calle! decía la joven vendimiera.

—Ha caído el imperio, y no había de rendirse ese pecho.

—Eso está en veremos.

—No por pobre desmerezco, le voy hacer un santiaguito, y sonó las monedas que llevaba en la bolsa del pantalón.

La vendimiera hizo una mueca.

—Éste es maíz para las gallinas, yo sé tirar el dinero, conque…

—Conque, llévese la fruta, que luego se incomoda el general.

—Estanislao Luna no tiembla más que delante de esos ojos, dijo el chinaco tirándose atrás el sombrero.

Luz, que estaba en la ventana, reconoció al asistente y comenzó a llamarle con el pañuelo.

Luna se acercó a la ventana.

—¡Estanislao! gritó la joven.

—¡Niña Luz!, exclamó el guerrillero estrechando por entre las rejas la mano de su protectora.

—¿Y Eduardo?

—Bueno y sano, con la faja más verde que una lechuga.

—¿No sabe la muerte de la señora?

—¿Conque se murió la vieja, eh?, pues me alegro.

—¡Estanislao!

—Es decir, lo siento mucho, porque mi general va a hacer un sentimiento grande, figúrese usted que no habla de otra cosa, sueña con abrazar a la abuela.

—¡Dios mío! exclamó Luz, no ha recibido las cartas, era la única esperanza que abrigaba para recobrar su cariño.

—Niña, me parece mentira ver a usted por acá, ¿recuerda usted la felpa que me pegaron los gabachos por llevar la carta?

A Estanislao Luna le había pasado lo que a Sancho Panza, con los azotes para el desencanto de doña Dulcinea del Toboso.

—¿Serás capaz de llevar a Eduardo un papelito?

—¡Una resma! por usted hasta las listas de revista.

Luz entró a su gabinete, sacó una tarjeta y escribió estas palabras: «Mi corazón te espera.»

Entregó la esquela a Estanislao y le dio un escudo de cuatro pesos.

—Vaya, que está usted como una perla, niña Luz, mi general se va a volver loco, como yo con esa endiantrada frutera que no me quiere hacer formal.

—Ve inmediatamente al alojamiento de Eduardo.

—En el acto y adiós.

Estanislao se detuvo por segunda vez en el puesto y dijo a la muchacha echándose el sombrero a la oreja izquierda:

—Mire, doña Lupe, aquí tengo con qué quererla, y le enseñó el escudo.

La muchacha se sonrió coquetamente.

—Con esto nos paseamos una tarde, conque diga si admite.

—¡Qué hombre tan pesado!

—No es la culpa de quien ama, sino de la que es hermosa.

Un mocetón vendedor de rebozos, que era el novio de la vendimiera, se acercó a Luna y le dijo:

—¡Oiga, amigo mío, no la ande equivocando.

—¿Tiene algo la señora con usted?

—¡O no tenga!

Estanislao sacó el machete, lo limpió con el pañuelo y… lo volvió a la vaina diciendo: no tengo gana de rifarme, y escupió por el colmillo.

Luz estaba temblando, pero no pudo menos que reírse al ver el desenlace de aquella reyerta.

V

Estanislao Luna llegó a la casa y dijo al general: mi jefe, Dios aprieta pero no suelta, tenga usted ese papelito.

Eduardo tomó la esquela y la leyó violentamente.

—¿Dónde, dónde está Luz?

—Aquí cerca, en su propia casa, junto al cuartel de nosotros.

—¿Y la has visto?

—Sí, mi general, está como tronco, derechita y linda como una carga de caballería; vamos, ni la bandera del regimiento es tan hermosa, ¡Viva mi general! Es necesario que toquen diana, vea usted, mi general, me ha regalado un escudo.

—Y yo te doy otro.

—¡Viva la patria!

Estanislao se salió contentísimo, tarareando la popular canción de «Mamá Carlota».

XXV. De la mano a la boca

I

Pascual Rivera dejó tendido al sacristán de Ario de un pistoletazo la noche en que sacó el tesoro del subterráneo de la Casa de los Duendes.

Calenturiento de avaricia, se dirigió rumbo a la capital, quedándose en los caminos para evitar ser robado.

Lleno de penalidades, pero con la satisfacción de haber salvado el tesoro, llegó a la ciudad de los Mártires e inmediatamente pasó al pueblo de la Piedad albergándose en una de las casuchas más humildes.

Esclavo del tesoro, no salía a parte alguna y estaba profundamente inquieto con las entradas y salidas de las fuerzas que sitiaban a México.

Tenía el proyecto de establecerse en la capital, vender las piedras preciosas, y en caso de prosperar hacer partícipes a sus hijos, cuya legitimidad comenzaba a poner en duda desde que era rico.

Le parecía que aquellos niños eran unos ladrones de su caudal, aunque comprendía toda vez que desconfiaba de ser su padre, que siendo el tesoro de Velarde, a los Torreños les pertenecía de derecho.

La ambición le cegaba, sólo veía el mundo de placeres y satisfacciones que aquellos adorados cofres debían proporcionarle.

Una tarde fue cateada la casa inmediata a la de Rivera, éste se alarmó creyendo que sus cofres iban a caer en manos más profanas aún que las suyas.

Pensó librarse de las eventualidades enterrando el tesoro.

Ocurriósele presentarse al jefe de la línea como escucha, para que lo enviase allende los parapetos.

Esta oportunidad era lo que él necesitaba para dar sepultura eclesiástica a los cofres.

Efectivamente se presentó al jefe del punto.

—Señor general, dijo Rivera, yo soy conocedor del terreno y estoy dispuesto a servir de escucha, me avanzaré hasta las trincheras del enemigo y así sabrá usted si hacen una salida.

—¿Y tendrá usted valor?

—Vaya si lo tendré, en Michoacán he estado a los órdenes del general Pueblita; yo vi cuando lo mataron los franceses, allí escapé por casualidad.

—¿Y dónde ha estado usted después?

—En la toma de Puebla y en la batalla de San Lorenzo.

—Bien, ¿y cuanto quiere usted por ser nuestro escucha?

—Cuando se sirve por ayudar a la patria, no se cobra nada, señor general.

—No quiero proclamas, diga usted lo que necesita.

—El haber de un capitán.

—Aceptado, saldrá usted esta misma noche por el rumbo de San Antonio.

—Convenido, déme usted mi nombramiento y la contraseña.

En la secretaria le extendieron los dos documentos, y Pascual Rivera se retiró lleno de satisfacción a acariciar sus cofres, como quien lleno de ternura halaga a sus hijos, al depositarlos en un establecimiento de donde saldrán hechos unos hombres de provecho.

II

Cayó la noche que era densamente oscura.

Rivera tomó su tesoro, atravesó el parapeto republicano y se avanzó lo más que pudo a la fortificación imperial.

Tomó el lado izquierdo que es un llano de crecidos matorrales, charcos y fango.

En el lugar que le pareció más a propósito, hizo una excavación lo más profunda que le alcanzaron sus esfuerzos, y depositó el tesoro.

Clavó una cruz de ramas, así nadie se atrevería a profanar una sepultura.

Después contó los pasos hasta el camino real.

Hizo allí otra señal con algunas piedras y midió la distancia hasta el foso.

Rivera era hombre vivo, y no equivocaría el sitio donde dejaba su valioso tesoro.

Después de esta operación tornó a avanzar hacia la fortificación enemiga en desempeño de su comisión de escucha.

III

Porfirio Díaz trasladó el cuartel general a Tacubaya, luego que las fuerzas vencedoras de Querétaro llegaron a su campamento.

El general Corona ocupó la Villa, Riva Palacio Mexicalzingo, extendiéndose hasta Santa Anita, Hinojosa, el Peñón Viejo.

La capital del Imperio, último baluarte de la revolución monárquica, quedaba en sitio absolutamente riguroso.

Luego que Porfirio Díaz supo la muerte de la madre del general Fernández, le hizo una visita y le permitió que permaneciese algunos días en su casa.

Los Torreños siguiendo el regimiento se situaron en la Piedad.

Rivera ignoraba que tenía tan cerca a los gemelos.

Aquel hombre podía haber sido feliz al lado de sus hijos; pero la ambición le hizo dar el primer paso en la vía del crimen; crimen inútil, porque la muerte del sacristán de Ario era de todo punto innecesaria, puesto que el caudal nadie podía disputárselo; pero su instinto de avidez lo encaminó en una situación difícil, Rivera tornó a su campo luego que la luz aclaró.

El jefe estaba contento de su exactitud.

IV

Porfirio Díaz es hombre de acción, le gusta inquietar al enemigo, tenerlo en perpetua alarma, y al mismo tiempo ocupadas a sus tropas.

Parecióle al bravo general que debían hacerse unas fortificaciones avanzadas hacia la flecha del parapeto enemigo, y dio las órdenes respectivas al jefe de la Piedad para que mandase practicarlas.

Quería que al amanecer la obra estuviese terminada, le parecía que por aquel punto podían los sitiados dar un golpe de mano.

Porfirio es todo un soldado.

El jefe de aquel campamento dispuso que un ingeniero practicase el reconocimiento de ordenanza.

Los Torreños fueron encargados de acompañarle con una pequeña sección de caballería.

A las cuatro de la tarde los Torreños se avanzaron en tiradores, mientras el ingeniero señalaba el punto donde debía levantarse la fortificación pasajera.

Los sitiados descargaron a metralla sus piezas.

Dos dragones fueron heridos.

Cuando los soldados de Porfirio reconocen un campo, ya puede el enemigo prepararse, porque algo va a suceder.

El general no es de los que hacen vanos alardes ni indica movimientos que no ha de efectuar, ni derrama en simulacros la sangre de sus soldados.

Determinado el sitio, la sección de ingenieros volvió a su campamento, esperando la noche para efectuar los trabajos de zapa.

Los Torreños siguieron encargados de proteger a los soldados que debían levantar la trinchera.

V

Pascual Rivera temiendo ser sorprendido, desde su salida de Ario había escrito un pliego declarando que el tesoro pertenecía a los jóvenes Juan y Simón Torreños.

Este pliego lo guardó en los cofres.

Pensaba que al ser enjuiciado por la muerte del sacristán se excusaría diciendo que lo creyó un ladrón y le había disparado un pistoletazo; pero que el cura y él, sabían que el dinero estaba reservado para los gemelos.

Pascual Rivera después de haber dormido la mayor parte del día, se dirigió al anochecer a velar por su tesoro.

Vio a lo lejos la cruz de ramas y se estremeció de placer.

La capital, pensaba aquel malvado, caerá pronto en nuestro poder, entonces sacaré los cofres, me mudaré el nombre y haré creer que soy fronterizo. En México basta tener dinero, nadie se toma la pena de inquirir el modo con que ha sido hecho. Mil doscientas onzas y una gran cantidad de pedrería forman mi caudal.

Quedóse después un momento en cavilación y dijo al fin: esas alhajas seguramente eran un depósito confiado a Velarde, a quien juzgaban un santo; son de las imágenes, no hay duda… cuando Pueblita andaba por el estado de Michoacán, todo se recogió temiendo se echase sobre la plata y las alhajas de las iglesias, sólo así se explica el que un hombre haya reunido tal cantidad de piedras… lo que me admira es que el viejo cura haya consentido en que se me entregasen, no sé si se reservaba su parte en el botín de Velarde. Este Pablo Martínez sirvió a mi venganza y me ha hecho rico, pienso enviarle una libranza anónima de cien pesos, caso que venda bien las piedras… Me han dicho que en la calle de Plateros hay una gran tienda de un Mr. Baulot, con quien podré hacer negocios… El canónigo Moreno Jove es afecto a los brillantes; pero éstos los conocería a leguas, como que pertenecen a las manos muertas. ¿Quién me había de decir que me improvisaría en un gran señor, yo que he vivido siempre en la miserable oficina de contribuciones de mi pueblo, donde con mil trabajos y después de una complicación de sumas y restas, podía tomar solamente dos terceras partes de las rentas públicas… Ahora que reflexiono, fui un majadero en amedrentarme con la muerte de ese estúpido viejo, y de exponerme tantas veces por defender a Juan y Simón, sólo por que me lo mandaba el cura a quien veía como un oráculo. ¡Vamos si es pesado ese señor sacerdote… penitencia rara, y que yo cumplía con la obstinación de un fanático!… ¡en fin, ya soy rico… muy rico… riquísimo!…

Embebecido en estas reflexiones y entrando en esos jardines encantados el sueño se fue deslizando por sus párpados, y acariciado por imágenes tan halagüeñas, se durmió profundamente bajo uno de los árboles de la calzada de donde se partía al sitio profano que nunca debiera marcarse con el signo de la redención.

¡La cruz sobre el robo!

¡Esto era un sarcasmo terrible; aquel signo misterioso clavado sobre un montón de tierra es el símbolo de la eternidad; puesto sobre las capas de cascajo que cubrían el tesoro, podía indicar muy bien la tumba de la esperanza!

VI

La noche había cerrado completamente cuando el ingeniero y los Torreños se dirigieron al lugar señalado para alzar la trinchera.

—Muchachos, decía el jefe dirigiéndose a los gemelos, no hay que dudarlo, el sitio está marcado con una cruz de ramas.

—El muerto, dijo Juan, va a recibir buen susto.

—No importa, servirá para defendernos, al fin no lo han de matar.

—Es un peligro menos.

—Yo soy bueno para la barreta, mi jefe, dijo la voz conocida de Estanislao Luna.

—Bien, a ti te encargaremos el difunto.

—Puede que tenga algunos trapitos que pelarle. Puede ser que la cruz la haya levantado el milpero por los rayos.

—Es seguro, dijo el jefe; además es muy extraño que los indios entierren un cadáver en un lugar que no sea sagrado.

—Ésa es una buena reflexión, mi jefe, pero de todos modos, yo me encargo de ese lugar.

—¿Y cómo has alejado al general, Estanislao?, preguntó uno de los ayudantes.

—Ya le pasó el primer sudor, como decía mi capitán Martínez; además que hay novia en campaña.

—¡Hola!, dijo Juan, ya olvidó a la rubia.

—No, señor, la rubia ha llegado a Tacubaya, y ya hubo compostura.

—Me alegro, esto habrá calmado la pesadumbre.

—Estas muchachas son el demonio, dígalo mi costilla, que se ha empeñado en que a ella sola he de querer… el hombre tiene sus tropezones, y luego lo cabrestean a uno y zás, da uno el golpe con las hijas de Eva… Mire usted, mi jefe, yo andaba sonsacando a una hembrita, siempre cabecear es malo, yo quería al uso de mi pueblo robármela; pero…

—Dejemos el cuento por ahora, que ya hemos llegado.

El ingeniero midió el terreno, determinó los trabajos y Estanislao Luna tomó como todo hijo de vecino su barreta y comenzó la excavación para levantar el parapeto y practicar el foso.

—Estamos muy cerca, señor Rivera, dijo uno de los Torreños.

—En Puebla estábamos a tiro de pistola.

—Este señor Rivera es el mismo demonio, dijo Juan a Simón; quien lo ve tan largo como un espárrago y tan serio como un inglés, pero sereno, si los hay.

—Tiene una sangre fría admirable, le hace mucha gracia al general Díaz.

—Trabaja como un endemoniado.

—Se ha librado en una tabla de ser alcanzado por las balas.

—Como es ingeniero, su construcción es magnífica, necesita una bala de a treinta y seis.

—¿No choca a usted, comandante, el silencio que hay en la trinchera enemiga?

—Es muy notable.

—¡Demonio!… esta gente prepara algo.

—¿Si habrán abandonado el parapeto?

—Envíe usted un escucha, eso sería una lotería.

—Voy a enviarle mi confidente.

El joven se fue derecho al grupo de escuchas que estaban a la orilla del camino.

—¿Dónde está Pascual Rivera?

—Señor, está durmiendo un rato, porque ha velado dos noches consecutivas; pero aquí estamos nosotros.

—Acérquese uno a la trinchera y póngase en escucha del enemigo, que hay un gran silencio.

El escucha se quitó los zapatos, arremangó el pantalón y tirándose a la espalda el rifle, husmeando como un coyote, se fue acercando al foso, acostándose por intervalos para poner el oído en el suelo y percibir con más precisión cualquier eco por lejano que fuese.

VII

Los trabajadores continuaban la operación y se oía el golpe seco de los azadones.

Nadie hablaba una palabra.

Estanislao Luna había emprendido con entusiasmo su tarea.

Cuando menos lo esperaba, su barreta encontró un obstáculo.

El sonido indicaba que la barra había dado contra un objeto de hierro.

El asistente llevado por la curiosidad, comenzó a apartar con cuidado la tierra hasta encontrar el obstáculo.

—¡Demonio! ¡éste es un bote de metralla!

—¡Cáscaras! aquí hay otro, estamos sobre una mina, es necesario dar aviso porque vamos a volar como unos condenados. ¡Capitán Torreños!, ¡capitán Torreños!

Juan y Simón acudieron al llamado de Estanislao.

—¿Qué se ofrece?

—Que los mochos nos han puesto una red y es necesario salir pronto porque estamos cogidos.

—No te entiendo.

—Habla claro.

—Miren ustedes dos botes de metralla y pólvora que he encontrado, aquí hay mina y va a hacer explosión.

Juan reconoció los cofres y comprendió que aquello no contenía metralla, pero se guardó de participarlo a Luna.

—Efectivamente, dijo, son unos bribones, pero la humedad ha echado a perder la pólvora y no hay cuidado, continúa por si das con los otros botes.

—Sí, mi capitán, todavía no vuelvo en mí del susto; vamos, que podíamos estar ardiendo como lámparas de Catedral.

Juan llamó a su hermano y le dijo lleno de la mayor alegría:

—¡Simón, somos felices, esto debe ser dinero!

—Silencio, yo llevaré a nuestro alojamiento los cofres, guardemos el silencio más grande porque acaso lo perderíamos todo.

—¡Juan! nuestro padre adoptivo va a salir de tanta miseria.

—Él disfrutará de todo.

—La dicha viene a buscarnos, le haremos un suntuoso regalo al general, a ese hombre que ha sido nuestro bienhechor.

—Silencio.

—Silencio y parte inmediatamente.

Simón se alejó con el tesoro y lo guardó cuidadosamente en las petacas de viaje, quedando en espera de su hermano para abrir los botes y ver su contenido.

Aquel tesoro que Pascual Rivera había traído consigo en medio de tantos cuidados, sustos, alarmas y desvelos, la Providencia lo arrancaba a su ambición para devolverlo a sus legítimos dueños.

Aquel caudal era la herencia que debía recompensar a aquellos seres infelices predestinados desde su nacimiento a la desgracia y al abandono.

Dios no quiso que las almas hermanas de los gemelos se perdieran en las pesadas brumas del crimen y les ofrecía aquella fortuna como la primera piedra de trabajo en una existencia de honradez y de quietismo.

VIII

Los ingenieros acabaron sus trabajos, y a la mañana siguiente los imperiales saludaron con sus cañones el nuevo parapeto republicano y se dispusieron a asaltarlo.

El movimiento se indicaba claramente en el campo enemigo.

La caballería austríaca estaba fuera de trincheras apoyada por una pieza de artillería, los tiradores se avanzaban y las columnas de infantes se organizaban en silencio y con buen orden.

Esto se veía apenas, porque la luz de la mañana aún se confundía con las últimas sombras de la noche.

Despertóse Pascual Rivera a las primeras detonaciones, quedóse bajo el árbol donde había dormido y esperó a que aclarase.

Luego que se comenzaron a percibir los objetos dirigió su vista ansiosa al faro de sus esperanzas.

La cruz de ramas había desaparecido, y sobre aquel lugar se levantaba la trinchera donde habían colocado una pieza que vomitaba bronce sobre los tiradores enemigos, que como hemos dicho, avanzaban pausadamente.

Rivera llevó las manos a los ojos, se los restregó como si dudase de lo que veía, no podía convencerse de la realidad, aquello era una pesadilla, un sueño terrible, avanzóse calenturiento y dudoso hasta llegar al parapeto.

La cruz estaba despedazada y en las orillas del foso.

Contó los pasos en medio del tumulto de los soldados.

Precisamente el lugar donde había enterrado los cofres estaba vacío; en su prolongación se extendía el foso del parapeto.

Arrojóse a la zanja, rascó con las uñas como un desenterrador, veía, husmeaba, quería con todos sus sentidos buscar el tesoro.

Entonces su razón se extravió, dos gruesas lágrimas brillaron con una luz infernal en sus pupilas, se mordió los labios como un condenado, tiró de sus cabellos, rasgó su pecho hasta hacerse sangre, maldijo, blasfemó y se tiró al suelo desesperado.

Parecía el diablo de la rabia y de la blasfemia.

IX

Las columnas enemigas por un movimiento brusco y audaz se lanzaron hasta llegar a los parapetos de la Piedad.

Lalanne y Pepe Cossío arengaron a su tropa, que se lanzó fuera de las trincheras y contuvo el rudo ataque de los imperiales.

El general Díaz acudió con un cuerpo de Oaxaca, y valiente y denodado como siempre, rechazó al enemigo en unión de los jefes mencionados.

Las caballerías de la frontera llegaron al sitio del combate, cuando el enemigo en precipitada fuga y cubriendo apenas su retirada con una sección de caballería austríaca, buscaba refugio detrás de los atrincheramientos.

La artillería no cesaba de hacer disparos con éxito brillante sobre los audaces batallones que intentaron el asalto.

Por la línea de Riva Palacio se arrojaron con ardor; pero el bravo genera] los recibió a metralla, y en los dos puntos de ataque hicieron un fiasco sangriento.

En medio del combate, un hombre despechado saltó sobre el parapeto y con su rifle de diez tiros hizo descargas sobre las columnas.

Si alguien hubiera podido percibir el acento del aquel desgraciado, que pasaba en aquellos momentos como un valiente, hubiera oído la voz de Satanás.

—¿Para qué quiero la vida? exclamaba el miserable, Dios me ha herido en el corazón; ¡maldita sea la existencia!…

En aquel momento un casco de metralla le partió el cráneo, y su cuerpo mutilado se desplomó en el foso.

Pascual Rivera cayó en la tumba de su tesoro.

El lance había terminado, los heridos del enemigo quedaron en el campo a merced de la muerte, porque sus mismos compañeros hicieron disparos sobre la ambulancia cuando trató de recogerlos.

¡La hiena de Tacubaya no olvida nunca sus instintos de ferocidad y de barbarie!

XXVI. Los esponsales

I

El señor de Fajardo había recibido una tarjeta del general Fernández, en que le anunciaba su visita.

Don Modesto, arrepentido de la conducta ridícula que había observado durante el régimen imperial, buscaba el bautismo de sus culpas en el enlace de su hija con uno de los hombres de la revolución.

La señora doña Canuta, firme en sus ideas y en sus principios, permanecía fiel a las tradiciones monárquicas, y estaba hecha una pantera con la prisión y encausamiento del archiduque y sus generales.

—Debemos confesar, señor de Fajardo, decía doña Canuta, que el triunfo de esa gentuza no puede menos que traer sobre la nación males incalculables.

—No somos del mismo parecer, querida esposa, el sistema republicano es el único adaptable a este país.

—El principio de autoridad está relajado, toda vez que no hay una corona, ni una familia reinante.

—Ríete de todo eso; presidencia, y presidencia de Juárez.

—¡Puf! ni me mientes a ese hombre; ha sido la pesadilla de SS. MM. y la del imperio.

—Al fin es mexicano.

—¿Qué tiene que ver lo mexicano o lo inglés con las dinastías?

—Nada, efectivamente nada; pero no queremos extranjeros.

—Caballero, reniegue usted entonces de su camisa y de su pantalón, fabricados en Francia.

—No hay inconveniente, reniego de mi camisa y de mis pantalones.

—Estás de bromita y vamos a tener una incomodidad.

—Excusémosla, querida mía, que estoy de recepción.

—Ésa es otra calamidad; tener que recibir al soldadón republicano, que vendrá, no lo dudes, por la mano de Luz.

—Esposa mía, hay cosas que no tienen remedio; la hemos contrariado cuatro años, y ya le ofrecí no oponerme a nada de lo que determine, porque está visto que tiene más juicio que nosotros.

—Eso es un insulto terrible a mi talento y a mi…

—Será lo que quieras; pero, lo dicho, dicho.

—Ya comienza la república a surtir sus efectos; la autoridad se desconoce, se posterga a una madre, se le destrona.

—Mira, Canuta, varía de método en esto de usar palabras monárquicas, porque estas gentes nos apedrean.

—Lo creo al pie de la letra, son unos cafres.

—Te confieso, que a pesar de las garantías, no me llega la camisa al cuerpo.

—Tu yerno te sacará del mal paso, a bien que es de los rojos más exaltados, veremos qué tal se porta; ¡Dios mío! ¡llamarle hijo a un blusa, a un disidente, a un juarista!

—Canuta, recuerda que el imperio no nos ha hecho el menor caso; que si a nuestra hija se la llamó al palacio, fue como quien hace llevar un pavo real, o una pieza bonita para el jardín de plantas de Chapultepec.

—¡Basta! te digo, ¡hombre estúpido!… ¡que calles!…

—Si no muevo los labios.

—Este hombre es un hotentote republicano.

II

Abriéronse las puertas de la sala, y se presentó enlutado de pies a cabeza el señor de Cantolla, amigo íntimo de los Fajardo.

—¡Qué sorpresa tan agradable! dijo el diplomático.

—¡Qué agradable sorpresa!, repitió doña Canuta.

El de Cantolla sacó el pañuelo y lo llevó a sus ojos.

—Mi amigo se ha enternecido a nuestra presencia.

—No, no es eso, dijo Cantolla.

—¡Oh, sentimientos sublimes cuanto incomprensibles, del corazón humano!, exclamó doña Canuta.

—Eso es menos todavía, respondió tristemente Cantolla.

—¡Oh dulce ofrenda de la amistad!, tornó a decir el diplomático.

—Caballero, dijo doña Canuta, sírvase usted explicar el motivo de su llanto, puesto que no lo comprendemos, y decirme si Efigenia se encuentra con salud.

—Ha dado usted en el ítem, en el clavo; ahí, ahí van dirigidas mis lágrimas.

—¿Al clavo?

—No, hombre.

—¿Al ítem?

—No, señora.

—¿Pues dónde? con una legión de diablos.

—Ved mi traje.

—Sí, está negro.

—Ved mi alma.

—Ésa no se puede ver.

—Es verdad; ved mi llanto, todo revela una gran desgracia.

—¿Uña gran desgracia?

—Sí, he enviudado.

—¡Ah! dijo doña Canuta.

—¡Oh! exclamó don Modesto.

—¡Sí, Efigenia ha muerto!

—Cantolla, cuénteme usted cómo ha pasado todo, yo lo quiero saber, se lo suplico a usted en nombre de mi amiga.

—Me sentaré, porque estoy muy cansado.

—Siéntese usted.

—Hable usted, amigo mío, hable usted; quiero saborearme en su desgracia, a mí me gusta martirizarme el corazón.

—Pues, señor, mi esposa, que en Dios haya paz, comía con exceso; yo le decía con el mayor cariño del mundo: «Efigenia, no seas animal, vas a reventar el día menos pensado, ésas son brutalidades.»

—Yo fui testigo de esos consejos saludables, repuso tristemente doña Canuta.

—Llegó desgraciadamente el sitio, escasearon los víveres, Efigenia no podía pasarse sin su ración acostumbrada, ¡y qué ración!… créanlo ustedes, se han enriquecido los traficantes en carnes sólo con el gasto de mi casa. Las reses se acabaron, se acabaron los borregos, las gallinas desaparecieron… Un día, tuve que darle un gallo fino que lo destinaba para la feria de Tlalpan, ¡pobre animal! lo rellenaron de morcillas y se lo sopló la difunta.

—Con razón se murió, hombre.

—¿Quién? ¿el gallo? ya se ve, como que le torcieron el pescuezo.

—Hablo de su esposa de usted.

—Pues ese día hubo razón, pero no se murió.

—Continúe usted, hombre, continúe y no llore.

—No puedo menos que lamentar tan sensibles pérdidas, la del gallo y la de mi mujer.

—¡Este hombre es horroroso! murmuró doña Canuta.

—Mi esposa, continúo sollozando el señor de Cantolla, se tomó de un bocado al susodicho animal. Al día siguiente corrió el perico la misma suerte que el gallo.

—¿El perico?

—Sí, señor don Modesto; pero ése no se coció al primer hervor; todavía puesto en la sartén, hablaba, o por lo menos lo parecía, según su dureza.

—El sitio está espantoso, dijo doña Canuta.

—Mi esposa, continuó el inconsolable Cantolla, se comió, o por mejor decir, devoró cuanto pájaro le vino a las manos, hasta dejar escuetas las jaulas y pajarera. Un día, para acudir a su manutención, tuve que ocurrir a la caballeriza.

—Esto es conmovedor, amigo mío.

—Como lo oyen ustedes, literalmente a la caballeriza; en ella tenía una mula frisona color de canela… ¡ay! esta pérdida es irreparable.

—Sobran mulas en la plaza.

—No siento a la mula, sino a mi esposa.

—Adelante.

—Nos sentamos a la mesa: Efigenia se tomó tres libras frisonas. En la noche se le indigestó la mula, le atacó el cerebro y expiró entre mis brazos, ¡maldita mula!… fue una peritonitis.

—No, una mulitis.

—Me pongo a la altura de la desgracia de usted; sé lo que se ama a una esposa, y esto me servirá de lección para no permitirle que coma brutalidades, es decir, mulas color de canela que se suban al cerebro.

—Parece que a ti se te ha subido, según tu discurso, Fajardo.

—En estos casos, dijo el diplomático sin alterarse, no sé lo que me digo; figúrate al mejor de mis amigos hundido en desesperación, desolado, inconsolable con la pérdida de tanto animal y de su adorada Efigenia, esto sobrepasa a todas las desventuras.

Cantolla se quedó petrificado al recuerdo de su adorada mitad.

Don Modesto pensó:

—Yo daría un par de caballos frisones por una indigestión tan feliz.

III

El general Eduardo Fernández llamó a la puerta de los Fajardos.

—Pase usted, general, dijo doña Canuta haciendo una profunda reverencia.

—Pase usted, señor de Fernández, añadió el diplomático: hemos recibido la tarjeta, y esperábamos con ansia su visita.

—Me he tomado la libertad de anunciarme, porque el negocio que traigo con ustedes es de porvenir.

—Ya escuchamos, caballero, se apresuró a contestar doña Canuta, tomando un énfasis petulante.

—No extrañen ustedes si mi lenguaje no es el acostumbrado en la sociedad distinguida que ustedes frecuentan y a la que pertenecen.

Doña Canuta se irguió como un pavo.

—Soy soldado, y hablaré con entera franqueza.

El diplomático hizo una caravana.

—Hace seis años que amo a la señorita Luz; la guerra está al terminar, no es extraño que trate de cumplir mi palabra empeñada, pidiendo a ustedes me hagan el honor de concederme la mano de su hija.

Hubo un momento de silencio.

—Acaso mis opiniones no sean las de ustedes, pero esto no es un obstáculo.

—Caballero, respondió el diplomático, esto ha sido un rayo para nosotros; ignorábamos las relaciones de nuestra hija con usted, y no ha podido menos que sorprendernos esta reserva.

—La señorita la habrá estimado conveniente.

—El profundo cariño que profesamos a nuestra hija, añadió doña Canuta, se afecta terriblemente en estos momentos; no obstante, ni su padre ni yo quebrantaremos su voluntad, y la consultaremos en presencia de usted.

—Señora, la amabilidad de usted me cautiva, y cualquiera que sea el resultado de esta entrevista, crea usted que no me hará olvidar su exquisita galantería ni sus bondades.

Doña Canuta sonrió cortésmente, y llamó a su hija, que estaba impaciente temiendo alguna impertinencia de sus padres.

IV

Luz entró en la sala emocionada. Tendió la mano al general y se sentó junto a don Modesto.

—Hija mía, dijo doña Canuta, que a todá costa quería llevar la palabra sabiendo que su marido estaba dispuesto a dar la mano de Luz a Fernández, el señor general solicita un enlace, nos ha indicado que hace algunos años mantiene relaciones contigo y desea unirse y entrar en nuestra familia.

—Hija mía, añadió enternecido don Modesto, porque el lector sabe que todo su cariño era aquella criatura angelical: yo te ruego que antes de decidirte a dar una respuesta decisiva, reflexiones sobre tu porvenir.

—Seis años de constantes pruebas de amor, al través de sufrimientos espantosos, me han convencido, repuso Luz, de lo que tengo que esperar de Eduardo, yo le amo, y creo que mi felicidad está en ese enlace.

Eduardo se levantó y dijo conmovido:

—Señores, ya lo han oído ustedes, yo estoy orgulloso y me siento feliz con esas palabras, con las que he soñado durante tantos años de infortunio y de soledad; no se opongan ustedes a la realización de estas ilusiones acariciadas en la noche prolongada de mis desgracias.

Don Modesto le tendió los brazos a Eduardo, éste se arrojó entre ellos, y lloró de felicidad.

¡Pobre soldado! creía que nunca llegaría la hora en el reloj de su porvenir, de unirse para siempre a la mujer de su amor. La libertad de su patria y su enlace con Luz, era todo cuanto podía ambicionar aquel corazón generoso.

El general oprimió la mano de doña Canuta, y saludando tiernamente a su prometida salió loco de felicidad de aquella casa donde quedaba el ángel de sus esperanzas y de su cariño.

XXVII. Fortuna y reforma

I

Luego que el ataque de La Piedad terminó con la retirada de las fuerzas imperiales, los Torreños se dirigieron a su alojamiento llenos de curiosidad por acabarse de convencer de lo que contenían los cofres hallados en los fosos del parapeto.

Con una bayoneta se pusieron a romper las tapas; pero su operación se interrumpió con la llegada de Estanislao Luna que les anunció la presencia del general Fernández.

—¡Muchachos! entró gritando Eduardo, ¿dónde diablos se esconden que hace una hora que los busco?

—Aquí estamos, mi general, dijeron los mellizos y abrazaron a su querido protector.

—¿Ha dejado usted Tacubaya?

—He estado toda la mañana con un cuidado horrible por ustedes, el fuego me tenía sumamente inquieto, temía una desgracia hoy que necesito que sean felices todos los que me rodean, porque yo también soy dichoso.

—¿Se puede saber la causa, mi general?

—Yo no tengo en el mundo otros corazones que se regocijen con mis alegrías, ni sientan mis pesares, que los vuestros, así es que vengo a participarles un gran acontecimiento.

—Siéntese usted, mi general.

—Vamos, estoy seguro que van a saltar de gozo.

—Ya estamos en ascuas.

—Pues, comienzo, ¿pero no tienen nada que beber?

—Sí, mi general, dijo Simón, aquí hay coñac, tome usted un trago.

—Sí, un trago por una persona a quien ustedes van a querer mucho; porque… ¡en fin, a la salud!

—El general se ha vuelto loco, dijo Juan.

—Sí, verdaderamente loco, pero de felicidad.

—Hable usted, mi general, que ya estamos sobre fuego.

—Saben ustedes, porque se los ha contado mil veces, que amo ardientemente a una mujer, que su memoria me ha acompañado en las negras horas de mis vicisitudes, y su nombre por motivos injustos desapareció de mis labios, pero vivía en mi corazón; pues bien, la he vuelto a ver y me ama todavía, ayer he pedido su mano, ¡y al fin voy a unirme a Luz para siempre!… vamos: ¿no les agrada a ustedes la noticia?… Los veo cabizbajos, ¿creen acaso que voy a abandonarlos?… eso nunca, ustedes son mis hijos, y vivirán conmigo y participarán como siempre de cuanto tenga, a bien que estamos acostumbrados a la pobreza.

—Mi general, dijo Juan, usted es más noble que nosotros, tenemos un secreto y no habíamos pensado en revelarlo a usted; perdone usted nuestra ingratitud, bien es que nos ha faltado tiempo, pero todo lo va usted a saber.

—¿Qué secreto tienen ustedes entre manos? vamos, muchachos, no hay que afligirse, soy capaz de dar la vida, y eso que ya no me pertenece.

—General, dijo Simón, antes de anoche al practicar un foso nos hemos encontrado dos cofres, creo que tienen dinero, por supuesto que todo lo partiremos con usted.

—Veamos ese tesoro, dijo riendo el general.

Juan sacó los cofres y comenzó por abrir al menos pesado.

La tapa saltó.

Multitud de bultos de papel llenaban el cofre, comenzaron a desatarlos y se encontraron con alhajas valiosísimas.

—¡Demonio! dijo Eduardo, esto es una fortuna inmensa, las joyas son magníficas, ya examinaremos con cuidado todo, cerremos el cofre.

Los mellizos estaban asombrados, no decían una sola palabra, veían con estupor los brillantes, después al general, luego se estrechaban la mano, no comprendían aquel vaivén de la fortuna.

Antes de cerrar el cofre, dijo Juan:

—Como una muestra de nuestro afecto y cariño a la señorita Luz, se le llevarán estos pendientes que brillan como dos estrellas.

Eduardo rehusó cuanto fue posible, pero los mellizos no eran gente que se dejaba contrariar.

—Usted deposite todo, dijo Juan, usted lo cuidará porque es suyo también.

—Descubramos el otro cofre, dijo Simón, nos entretendremos otro momento.

La tapa saltó; pero cuál fue la sorpresa y admiración de todos al encontrarse con un papel que contenía estas palabras: «Éste tesoro pertenece a Juan y Simón Torreños.»

—Si no lo hubiese presenciado, murmuró Eduardo, no lo creería.

—¿Qué quiere decir esto, mi general? preguntaron aterrorizados los gemelos.

—¿No tenían ustedes noticia de este tesoro?

—Ninguna.

—¿Quién indicó el sitio para la abertura del foso?

—El ingeniero.

—Esto es incomprensible, dijo Eduardo.

—El lugar estaba marcado con una cruz de ramas.

—Recuerdo ahora que el hombre con quien fueron ustedes a presentarse, me dijo que no era su padre; algún misterio hay aquí que no nos es dado comprender, aquí está la mano de Dios.

II

El juez del registro civil de Tacubaya, que era nada menos que el viejo Espínola, ese patriota acrisolado, fiel siempre a la bandera de la libertad y de la república, perpetuo secretario de la Junta Patriótica y a quien se le persigue por el partido implacable del retroceso, y se le olvida por sus adeptos y partidarios; el viejo Espínola, decimos, se presentó en la casa de don Modesto a asentar el acta para el casamiento de Eduardo con la señorita Luz Fajardo.

—Usted perdone, decía doña Canuta, mi hija se casa primero en la iglesia con el cura párroco y después al uso moderno.

—Señora, decía Espínola, la ley…

—Yo no entiendo de leyes civiles, mi hija es católica y creo que usted no tiene autoridad para los matrimonios.

—No se trata del matrimonio católico.

—¡Dios mío! ¡luego el general no es cristiano!

—Sí, lo es, pero la ley ha establecido el registro para…

—No, no, eso sería concubinato.

En este momento entraron Luz y don Modesto.

—¿Qué pasa, esposa mía?

—Que este señor es el cura civil y yo no permitiré este cuasi matrimonio.

—Señores, dijo Espínola, si ustedes se rehúsan, me retiro.

—No, repuso don Modesto, acatamos la ley, por tanto extienda usted el acta.

—¡Esto es abominable! Luz, hija mía, Juárez no es el Papa, le niego la autoridad de los concilios y de los cánones, ese hombre es lego, es el corruptor del dogma y de la disciplina.

—Señor juez, decía amostazado el diplomático, ya usted conoce a las señoras, no haga usted caso de lo que diga, escriba usted, escriba, que mi hija firmará cuanto sea conveniente.

El viejo Espínola se puso a escribir con la mayor serenidad del mundo, sin prestar atención a los apostrofes de doña Canuta.

Ésta proseguía exaltada:

—Caballero, esto es torcer las creencias, darle tormento al cristianismo, hacer de un sacramento un pacto de compra y venta, no hay pariedad entre un contrato, verbigracia, de cuota litis y un matrimonio, yo protesto con toda mi energía católica contra este acto herético y condenado por los santos padres.

—Canuta, no digas disparates.

—Esta acta sí que es un disparate, si tú me hubieras propuesto un casamiento anti-cural seguramente no hubiera pasado lo que está pasando; vamos, si estoy escandalizada, ¡mi hija, mujer civil de un republicano!… ¡de lo civil a lo criminal no hay más que un paso!… ¡Estar extendiendo cláusulas como quien alquila una casa o un potrero! ¡Dios mío! yo me ahogo.

La nariz prominente de la suegra estaba apopletizada.

—He concluido, dijo Espínola.

Luz se acercó a la mesa y puso su firma en el acta del matrimonio.

Espínola se despidió con ceremonia.

—Más vale morir de indigestión de mula que presenciar estas abominaciones, gritó doña Canuta y cayó desmayada en el confidente.

III

A los pocos días se celebraba en la parroquia de la ciudad de los Mártires, el suntuoso matrimonio del general Eduardo Fernández y la señorita Luz Fajardo.

El general Porfirio Díaz y su joven esposa apadrinaban a los desposados.

La iglesia estaba adornada profusamente.

El estado mayor del general de toda gala y una concurrencia numerosa llenaban el sombrío templo de Tacubaya, entonces ataviado como los novios.

El viejo párroco leyó la epístola de San Pablo y dio su bendición a aquellas dos almas, que habiéndose sostenido firmes en la tormenta de sus desgracias, llegaban ante el ara del Señor, en pos de una felicidad acariciada por tantos años de ausencia y de infortunio.

XXVIII. El Ministro de Estado

I

El presidente Juárez, vuelto de su peregrinación bajo los arcos triunfales de la república, recibiendo las ovaciones que los pueblos tributan a sus hombres, ese homenaje rendido al patriotismo y a la abnegación, fijó la residencia del gobierno en San Luis Potosí, donde el alambre telegráfico le anunció la madrugada del 15 de mayo que la plaza de Querétaro había caído en poder de las fuerzas republicanas, y que era su prisionero Maximiliano de Habsburgo.

La historia recoge este solemne acontecimiento entre los golpes más rudos y sombríos de las vicisitudes humanas.

El imperio, sentado en el banquillo del acusado, respondería a los cargos que la república formulaba desde 1864 en el proceso de usurpación.

Maximiliano estaba sentenciado desde el 10 de abril de ese año memorable, fecha de su aceptación en Miramar del trono de México.

Los hombres tienen que dar cuenta al mundo y a la civilización de sus acciones como gobernantes.

Si a las naciones no les es dado residenciarse, la historia, como juez inflexible, lleva a los hombres y a las cosas al tribunal supremo de las generaciones y del porvenir.

Juárez, al frente de la Europa que lo debía juzgar a su vez de una manera implacable, estaba en la obligación de obrar resueltamente, y apoyado en esa base indestructible del derecho, ante la cual se prosternan las sociedades, pronunciar un fallo irrevocable que hiciera descubrir la frente con respeto al mundo civilizado.

Un tribunal se encargó del proceso de Maximiliano y se le concedieron todas las garantías que la ley ofrece a los acusados.

La majestad caída fue trasladada al convento de Capuchinas.

Hemos dicho que los alemanes son supersticiosos.

Maximiliano recordó que había salido de la capital en día 13; que en esta misma fecha su augusta esposa dejó las playas mexicanas, y se estremeció al pensar que los sepulcros de los emperadores de Austria y de la real familia, estaban en el convento de Capuchinos de Viena.

Por una fatalidad se encontraba su prisión en las Capuchinas de Querétaro.

Hay algo de fatídico en estas coincidencias.

El infeliz monarca dirigió un telegrama a Tacubaya para que saliesen de la capital sus defensores.

El archiduque buscaba más bien las influencias; comprendía que de nada podía servirle el talento del abogado ante la ley terrible a que se le sometía.

En las causas políticas, nada tiene que ver don Alfonso el Sabio ni las capitulares de Carlos Magno.

La ciencia es impotente, y no queda más que la conveniencia pública y la razón de Estado.

Riva Palacio, el padre del valiente general, cuyos hechos patrióticos ha recogido la historia contemporánea, el antiguo ministro de las administraciones liberales, el viejo senador y gobernante cuyas canas venerables respeta la sociedad mexicana, era uno de los defensores nombrados por el príncipe destronado.

Los abogados Ortega y Martínez de la Torre, cuyos nombres viven unidos a las glorias del foro mexicano, eran los otros defensores.

Como el proceso tenía términos angustiosos, Maximiliano nombró al Lic. Vázquez, una de las capacidades más distinguidas de Querétaro, para que lo patrocinase en su causa.

El general Díaz trasmitió los partes telegráficos a la capital, a pesar de lo riguroso del sitio, cediendo a sus sentimientos filantrópicos.

El lugarteniente se excusó por algunos días de dar la orden para la marcha de los defensores.

Ese miserable temía, como en efecto aconteció, que una vez sabida la noticia de la rendición de Querétaro su tropa entrase en desmoralización absoluta.

Ese hombre infame permitió la salida del barón de Magnus y los defensores sin confesar la verdad, e inventando supercherías ridículas que sólo encontraban eco en los corazones obcecados y en los cerebros privados de sentido común.

Abandonamos para de una vez a esa alma cobarde y degradada, sufriendo los horrores del miedo y del remordimiento, viendo caer hoja por hoja las flores secas de sus esperanzas, sorbiendo a tragos la hiel de la derrota, hasta que la justicia divina descargue sobre su cabeza el rayo vengador que confunda una existencia que hoy arrastra maldita entre los hombres.

II

Corrían los términos, y la defensa era imposible.

Luego que Riva Palacio y Martínez de la Torre llegaron a Querétaro, pidieron prórroga para organizar sus trabajos.

El gobierno accedió al pedido de los defensores.

Después de una larga conferencia con Maximiliano, convinieron en que Riva Palacio y Martínez fuesen a gestionar el indulto cerca del gobierno de Juárez, porque la sentencia era irremediable, mientras Vázquez y Ortega se presentaban ante el Consejo de Guerra.

El barón de Magnus los acompañó en el viaje.

Aquellos hombres infatigables, y que habían aceptado la defensa del archiduque, comenzaron a sostener debates terribles para salvar al desgraciado príncipe.

El barón de Magnus solicitó audiencia, y el ministro de Estado se la concedió.

Ya el lector conoce al ministro de Juárez, lo ha visto en Paso del Norte después de su peregrinación por el desierto, manifestarse impasible y sereno en las tormentas políticas.

Dotado de un talento elevado y de una energía suprema, acostumbra dejar el corazón sobre su bufete para entrar al examen de las cuestiones.

El barón de Magnus es una capacidad vulgar; la Prusia lo tenía en la corte de Maximiliano donde no había un solo caso que resolver.

Se notaba desde luego la gran superioridad de Lerdo sobre el prusiano.

—V. E. comprenderá, decía el barón, lo que vuestra patria va a levantarse en la opinión europea y del mundo entero con el perdón del archiduque Maximiliano.

—El gobierno, dijo tranquilamente Lerdo, al someter al archiduque a un Consejo de guerra, conforme a una ley preexistente, ha obrado en justicia, y por hoy no será posible separarse de sus prescripciones. Hay, pues, que esperar el fallo del Consejo. Esa ley ha servido para aplicarla a los mexicanos, y nada podría justificar una excepción en favor precisamente del jefe de la rebelión.

—La Europa y los Estados Unidos verían con suma complacencia la conducta generosa de este país.

—Señor barón, la Europa es la que hace más difícil la situación.

—S. M. el rey de Prusia, a quien tengo el honor de servir, ha mantenido desde la independencia de México, las relaciones más amistosas con esta nación; por consiguiente, considero de mi deber ocurrir a V. E. en circunstancias angustiosas, cuando se versa el porvenir de México, para interesarme a nombre de mi gobierno por la vida de un príncipe, y por virtud de su sincera amistad, destituida absolutamente de interés directo político, sino guiado sólo por el bienestar y la paz de México, del modo más confidencial, sin pretensión alguna y libre de todo carácter oficial.

—La paz de México está asegurada, y en cuanto a su porvenir, no me causa inquietud alguna.

El barón, desentendiéndose de las palabras del ministro, que eran incisivas, repuso:

—V. E. comprenderá que la historia eleva tanto más a las naciones, cuanto son más nobles y generosos los actos que ejerce, y el mayor de todos es el compadecerse del vencido.

—Señor ministro, hemos venido debatiendo una cuestión de indulto antes de tiempo, porque V. E. ve el fallo del Consejo como el anuncio seguro de la muerte de Maximiliano, y sin que pueda decir que la resolución del gobierno está tomada, pues que es un punto reservado a un detenido y serio examen.

—A la alta penetración que distingue a V. E. como hombre de Estado, no puede ocultarse cómo los gobiernos europeos estiman la vida del príncipe prisionero como una prenda del más alto valor; por lo mismo, la gratitud hacia los que se la concedan, les obligará a ofrecer aquellas garantías que pudiera desear la nación mexicana para conservar su independencia y libertad.

—Diré a S. E. mi opinión particular, puesto que me estrecha al hablarme sobre lo que México tiene que esperar de la Europa: el perdón de Maximiliano pudiera ser funesto al país, porque en lo conocido de su carácter variable, no habría gran probabilidad en que se abstuviera de otra seducción. La guerra civil puede y debe acabar con la reconciliación de los partidos; pero para ello es preciso que el gobierno quite los principales elementos de un trastorno que fuera probable. La justicia cumple con este proceso uno de sus deberes, y la nación nos pediría cuentas de una indulgencia que la expusiera a los peligros de una nueva agitación. Para lo interior, lejos de ser un vínculo de unión el indulto, eterna sería la recriminación entre los mismos sostenedores de la nacionalidad mexicana; él produciría una inquietud peligrosa que pudiera comprometer todo el porvenir relajando todos los resortes de la autoridad.

—¿El Sr. Lerdo cree que en la escala de las penas, hay que llegar indefectiblemente a la última que tanto pugna con el principio fundamental de la Constitución? ¿No sería para México más glorioso y útil tener al archiduque preso en la fortaleza de Perote o en otro punto bien custodiado? ¿No es seguro que la nación vería entonces a la Europa pedir a la república, a la democracia mexicana, la vida de un príncipe, su libertad, su salvación? ¡Qué más bello monumento pudiera la historia levantar a la democracia de México, que decir: Venció al imperio y consolidó la república, que defendió con el valor y entusiasmo que inspira la libertad: perdonó al emperador: libró su vida del patíbulo, porque su ley fundamental, la Constitución victoriosa, en su sabiduría filantrópica, prohíbe la pena capital!

El ministro Lerdo no se conmovió ante aquel lenguaje vehemente que arrojaba el principio constitucional ante el mismo hombre que como jefe del gabinete de Juárez lo había sostenido con heroicidad.

—Señor barón de Magnus, dijo con voz tranquila: el gobierno ha pensado antes y ahora con el mayor detenimiento los peligros del perdón, las consecuencias de la muerte; y si el gobierno llega a denegar el indulto, del cual se ocupará cuando llegue su caso, esté V. E. seguro de que ha creído que así lo exige el sentimiento nacional, la justicia, la conveniencia pública, y la necesidad de dar paz a un país que, sin ese nuevo elemento de la monarquía, había tenido lo bastante para hacerse pedazos en más de cincuenta años.

—Señor, la Prusia intervendrá en lo que México estime por conveniente en su relación con los gobiernos europeos, y el archiduque, que ya ha abdicado de antemano, no volverá más a pensar en la monarquía mexicana, y los antiguos partidarios del imperio cesarán en sus pretensiones.

—Señor barón, no nos hagamos ilusiones; ¿quién puede creer que estarían tranquilos los hombres intransigentes, para quienes los adelantos de la sociedad, su progreso, sus instituciones, son un pecado que los lastima y excita a la revolución? ¿Quién puede asegurar que Maximiliano viviera en Miramar o a donde la Providencia lo llevara, sin suspirar por el regreso a un país del cual se ha creído el elegido? ¿Qué garantías pudieran dar los soberanos de Europa de que no tendríamos una nueva invasión para sostener el imperio?

—Señor, dijo el barón de Magnus con exaltación, la Europa cumpliría con los deberes que se impusiera, y esto por su propia dignidad y decoro.

—Señor barón de Magnus, repuso Lerdo levantando su voz dominante, que abatió con su vibración el alma del prusiano alentado por una momentánea chispa de calor; la Europa no quiere ver en los mexicanos hombres dignos de formar una nación. Tiene de nosotros la más pobre idea: se figura que las instituciones republicanas son el vértigo de un pueblo demagogo, y a grande servicio y mayor honra para el país tendría, acaso, el comprometer antes de mucho tiempo a Maximiliano para que tentase nuevamente la fundación del imperio. La inspiración fatal que animó la intervención, podría revivir, y los gobiernos de Europa, con el pretexto de moralizarnos, hiriendo la moral más pura, armaría nuevas legiones que, aunque extranjeras, portarían bandera mexicana para fundar otra vez el poder del que llamaron emperador. El indulto pudiera ser funesto entonces, y al desdén e ingratitud con que se viera esta conducta, agregaríamos tal vez en mayor grado la repulsión de los partidos, encenderíamos más sus odios, y más y más se levantaría el grito terrible de reproche a la traición.

—Señor, los intervencionistas están decapitados, dijo Magnus con humildad.

—No sería remota, continuó Lerdo, una nueva violación de los principios de derecho público; la independencia de México pudiera entonces pasar por mayores peligros que los que a costa de tantos sacrificios ha podido en la presente crisis conjurar.

—La Europa, repuso Magnus, podría, comprometerse solemnemente…

—Señor barón de Magnus, interrumpió Lerdo con altivez, es preciso que la existencia de México como nación independiente, no la dejemos al libre arbitrio de los gobiernos de Europa: es preciso que nuestras reformas, que nuestros progresos y nuestra libertad, no se detengan ante la voluntad de un soberano de Europa, que pudiera apadrinar a quien llamándose emperador de México, pudiera aspirar a ser el regulador del grado de libertad o servidumbre que conviniera. La vida de Maximiliano podía ser la tentativa de un virreinato, y esa esperanza alimentar las recriminaciones de partido, las sediciones de una desesperada situación, el alimento de una antipatía de más hondas raíces que las que hasta aquí habían tenido los odios políticos.

—El archiduque permanecería tranquilo en su país, toda vez que se convenciera del funesto error a que lo ha conducido la política francesa y el engaño del partido de la intervención; crea V. E. que nada podría turbar la quietud del archiduque en su estancia de Miramar; libre allí de las ambiciones, vería con horror el campo desolado por el que acaba de atravesar.

—La vuelta de Maximiliano a Europa, señor ministro, podía ser una arma entregada a los calumniadores y enemigos de México, de que se servirían como restauración, provocando siempre un conflicto para la transformación de las instituciones de la república.

—Apelo a la generosidad del pueblo mexicano, señor ministro; yo os conjuro al perdón.

—Cerca de cincuenta años hace, señor barón, que México viene ensayando un sistema de perdón, de lenidad, y los frutos de esa conducta han sido la anarquía entre nosotros y el desprestigio en el exterior. Ahora, o acaso nunca, podrá la república consolidarse.

—Yo ruego al señor ministro de Estado, en nombre de la humanidad, y sobre todo, del porvenir de México, que no se prive de la existencia al desgraciado archiduque de Austria, imploro por última vez el indulto.

—Concluyamos, señor barón de Magnus; el gobierno que ha luchado por la república con una fe ciega en el porvenir, no comprometerá hoy ninguno de sus grandes intereses con la resolución precipitada del indulto de Maximiliano. El gobierno hará un verdadero estudio, y la resolución que tome será hija de una conciencia desapasionada.

Ante aquella ruda firmeza, ante aquella opinión manifiesta, acompañada de una lógica inflexible, no había esperanza alguna de salvación.

El ministro prusiano abandonó las salas del palacio, y fue a participar a los defensores el éxito fatal de su entrevista con el ministro de Estado.

El hombre de Estado, que tan valientemente había sostenido ante un emisario extranjero la dignidad de la nación, vio al barón de Magnus con una mirada de profundo desdén, acompañada de una sonrisa irónica y de compasión.

—Cualquiera diría, dijo con voz vibrante, al oír a ese barón de Magnus, que estamos en el último día de Pompeya.

Estaba reservado a la Francia de 1867 escandalizarse por la muerte de un usurpador, a la que llama regicidio.

No seremos nosotros los que arrojemos a su frente su Nueve Thermidor, ni la memoria de Luis XVI y María Antonieta, porque nosotros nos inclinamos ante la revolución francesa, antorcha luminosa proyectada sobre el siglo XIX, foco de civilización, de donde reciben savia las libertades públicas y el adelanto del mundo entero. Tenemos en nuestras manos la historia de la Restauración, esas páginas horrorosas de sangre que enrojecen la repugnante figura de Luis XVIII. Los asesinatos del 25 de junio de 1815 no tienen igual en los tiempos bárbaros: respondan las hecatombes de Burdeos, de Marsella, Nimes, Tolosa y Avignón. Dígalo el asesinato del mariscal Brunne, cuyo cuerpo fue arrojado en las ondas del Ródano; ahí está la muerte del duque de Anjou, cuya fosa se estaba cavando cuando la sentencia aún no se pronunciaba; ahí está la muerte del mariscal Ney, los asesinatos de la Vendée y tantos otros cuyos nombres guarda la historia de ese vértigo revolucionario… Más adelante, en la historia de nuestros días, ved a treinta mil familias en el destierro; ¡la Francia ha cerrado sus puertas a los hijos de la república!

Es necesario que la Francia comprenda que la espada de la justicia nada tiene de común con los puñales de Ravaillac y Jacobo Clement.

Abrió después su cartera, y leyó con detención la nota dirigida por el Austria al gobierno de la Unión americana, en que le suplicaba se interesase por la vida del príncipe, pues José II veía acercarse el momento de la catástrofe.

La nota hablaba con cierto desprecio, e indicaba que los Estados Unidos tenían derecho de ser obedecidos por la república, puesto que a ellos se les debía la fuga del ejército francés.

El ministro movió la cabeza con impaciencia, y continuó imperturbable su despacho.

III

En las antesalas había un grupo de oficiales que referían sus aventuras y campañas.

—¿Y qué noticias hay del campo de Escobedo?

—Una magnífica.

—Dígala usted, compañero.

—El ex-general Méndez ha caído prisionero, en el acto lo fusilaron y pax Christi.

—Ya pagó ese asesino las muertes de Uruapan.

—Cien vidas que tuviera no valían una sola de mi general Arteaga.

—No hay deuda que no se pague.

—Hace tres meses decían llenos de orgullo que las cinco MM. azotarían a los republicanos.

—¿Qué significan esas MM?

—Está claro, con esa letra comienzan los nombres de los caudillos imperiales y de su amo: Maximiliano, Miramón, Méndez, Mejía y Márquez.

—Pues cuatro de ellas están en nuestro poder, y la última M está en jaque.

Porfirio Díaz se encargó de quebrarla.

—Esa M es de las más importantes; tenemos cuenta pendiente con ese zaragate de lugarteniente.

—El lugar va a quedar vacante; me parece que el negocio va mal por Querétaro.

—Como que si no los fusilan, tenemos revolución.

—Hemos luchado cuatro años por darles el golpe de gracia, y que ahora los dejen escapar, sería la última diablura.

—No lo crea usted, compañero, don Benito Juárez y Lerdo son como la diabla, hace mucho tiempo que han prometido vengar al país, y lo cumplirán.

—¿Ya lo dijeron?

—Creo que sí.

—Pues entonces ni Santo Tomás los convence, negocio ganado.

—Échenle un galgo al indulto.

—Primero se retractaba Torquemada y todo el Santo Oficio, que Juárez retroceder un solo paso.

—¿Y Lerdo?

—¡Ay!, ¡ése es peor todavía, porque sabe la terquedad con argumentos, qué lengua!, donde la suelta, vamos, que es capaz de probar que sale el sol a medianoche y que llueve de abajo para arriba.

—Si le han salido los comanches cuando atravesó el desierto, les echa un discurso y los vuelve juaristas.

—Les tengo más miedo a las levitas negras, que a un obús de a treinta y seis.

—¡Ay, amigo!, los abogados son el demonio, tienen más argucias que las sotanas.

—¡Quién ve al señor Iglesias como una paloma sin hiel, y al señor Lerdo tan suave, y al señor presidente tan modesto!, no se fíen ustedes de la gente de pluma, ¡canario!

—Desde el bufete son capaces de incendiar al mundo, como aquel señor que se llamaba Nerón, que se puso a tocar la guitarra mientras la ciudad se consumía entre las llamas.

—¡Señores, parte telegráfico!

—¿Qué pasa?

—Que en Querétaro han comenzado los debates en el consejo de Maximiliano.

XXIX. La palabra empeñada

I

Las dos Hermanas de la Caridad, a quienes no habrán olvidado nuestros lectores, seguían en el hospital de sangre aliviando las dolencias de los heridos con una abnegación y ternura sin límites.

Clara y Guadalupe habían aceptado por completo aquel sacrificio como un alivio a sus desengaños.

A la cabecera de aquellos lechos de dolor, iba el corazón destrozado por las heridas del mundo a buscar un lenitivo a su infortunio.

Estamos en la noche del 14 de junio, víspera del aciago día en que un consejo de guerra debía decidir de la suerte del augusto prisionero.

Guadalupe y Clara estaban en su habitación, las dos criaturas pasaban por una ansiedad terrible.

—Yo tiemblo de terror, Clara, me parece que su existencia va a terminar en el cadalso.

—Aleja esos pensamientos, hermana mía, yo creo que le respetarán; hay empeños grandes por salvarle, además son tantos los que se han complicado en los sucesos, que sería una injusticia que él solo muriese.

—No, Clara, Maximiliano va a ser la víctima expiatoria… ¡yo me siento morir a esta idea!

—No llores, Dios vela por los desgraciados.

—A mí me ha abandonado.

—No hay que perder la esperanza.

—Ya su luz se ha extinguido en mi alma.

—¿Le amas aún?

—¿Que si le amo?… ¡Sí, Clara, aquel amor inmenso que yo le he profesado, a fuerza de combatirlo se ha hecho más grande, sí, porque mi alma no sabía qué era una ilusión hasta que le he visto, le amo con toda mi alma, con la fe del primer cariño, con ese perfume de santidad que se exhala del corazón en sus primeras impresiones!… ¡Sí, Clara, esta pasión nutrida en el abandono, herida por el engaño, se ha apoderado de todo mi ser con una violencia, que ya mi espíritu siente abatir sus alas y comienza a buscar el aliento de ese hombre!…

—¡Es necesario guardar ese cariño en el abismo del pecho, y amar como yo, sólo una sombra, un recuerdo, una quimera!…

Clara inclinó la cabeza y lloró en silencio.

—Sí, continuó, es tiempo de orar; orar, porque llega el momento de la tribulación.

—De mi alma se desprende una continua plegaria al Todopoderoso.

Llevadas por este pensamiento las dos Hermanas de la Caridad se arrodillaron ante la imagen de la Virgen y oraron en silencio.

II

Unos toques dados a la puerta de la celda sacaron aquellas dos almas del misticismo de sus oraciones.

—Es el oficial de guardia, gritó la voz conocida de don Serafín.

Clara abrió la puerta.

El joven soldado fijó sus ojos en la Hermana, plegó el ceño como quien busca un recuerdo y exclamó sin poderse contener:

—¡Clara!

—Sí, yo soy, entre usted.

—¿Pero qué ha pasado?

—Todo lo sabrá usted.

Guadalupe levantó la cabeza y su mirada se encontró con la del caballero.

—¡Guadalupe!, ¿pero qué significa esto?

Guadalupe se arrojó al cuello del joven, y sin poder contener sus lágrimas, lloró amargamente antes de poder hablar una palabra.

—Yo estoy sorprendido, señoritas, algo terrible ha pasado para que ustedes se encuentren en este paraje y bajo los hábitos de la caridad.

—Caballero, amigo mío, dijo dulcemente Guadalupe, la noche en que nos separamos…

—Sí, dijo el joven, no necesitáis recordarlo, allí en las rocas del Pedregal, me dijo usted al tenderme la mano: «¿Puedo contar con usted si algún día lo necesito?», sí, contesté con entusiasmo, y ahora repito mi oferta, exijan ustedes la palabra empeñada, yo tengo con las dos una deuda inmensa de gratitud y estoy pronto a pagarla.

—Óiganos usted un momento y nada nos pregunte, dijo Guadalupe: usted recuerda que el desgraciado Enrique mató en desafío a un austríaco.

—Sí, perfectamente, ¡pobre amigo mío!

—Usted no nos ha reconocido, nosotras velábamos por él, encontró dos amigas en su lecho de muerte.

—Sí, recuerdo que dos Hermanas le asistían en sus últimos momentos, el dolor mató la curiosidad y ni aún siquiera reparé en ustedes.

—Es que nos ocultamos por temor de ser reconocidas por Pablo.

—Bien, bien, adelante, ¿qué tiene que ver ese austríaco muerto en el desafío?

—Ese hombre, continuó Guadalupe, estaba allí por orden del emperador, que bajo la apariencia de un humilde capitán tenía amores conmigo.

—¿Con usted, Guadalupe?

—Sí, yo ignoraba que fuese Maximiliano y le amaba más que a mi vida.

—¿Y bien?

—Yo le he vuelto a ver una sola ocasión para darle mi eterna despedida… entonces previendo la desgracia que le amenazaba, porque el corazón no se equivoca, me hizo su última súplica.

—¿Y cuál es, señora?

—La de acompañarle en sus últimos instantes.

—¿Y cómo cumplir esa promesa sin ser vista de Pablo Martínez, que es uno de los custodios del emperador?

—No me ha comprendido usted bien, seguramente, porque yo voy en mi desgracia aún más allá de estos momentos.

—Puede ser, Guadalupe, yo estoy trastornado, explíquese usted con más claridad.

—Mientras ese hombre viva yo debo velar por él, hacerme sentir sin que él me vea.

—Ya comprendo.

—He alistado su celda, y cuido de cuanto le pertenece, estos hábitos me resguardan.

—Continúe usted, continúe.

—Si el consejo de guerra le sentencia, dijo Guadalupe estremeciéndose de terror, usted me introducirá en el convento, quiero asistir a sus últimos instantes, acompañarle al suplicio y recibir su último aliento.

Don Serafín estaba conmovido terriblemente.

Clara veía con una compasión dolorosa a su triste amiga.

—Señora, dijo al fin el caballero, estoy dispuesto a todo, mi palabra es sagrada.

—Bien, respondió Guadalupe, estrechando aquella mano bienhechora, yo he visto siempre en usted un hermano.

—Lo soy de corazón; pero no vuelvo aún de mi asombro, señorita Clara, ¿cómo ha podido su padre de usted consentir en separarse de su adorada hija?

—Ha hecho este sacrificio porque sabe que mi dolor no encontraría alivio en otra situación que ésta.

—¿Usted ha sufrido?

—Mucho, hondamente.

—Yo la hacía a usted feliz.

—Esa palabra es un sarcasmo.

—¿Acaso el señor Demuriez ha pagado mal el cariño de usted?

Clara se cubrió el rostro con las manos.

—Víctima de la fatalidad, se apresuro a decir Guadalupe, para ahorrar a su amiga la explicación de aquel doloroso suceso, se ha suicidado.

—¡Qué horror! exclamó don Serafín.

Clara se sintió ahogada por el llanto.

Después de algunos momentos la señorita Rodríguez levantó su rostro con la serenidad de la resignación.

—Don Serafín, dijo tristemente, necesitamos un sitio en el teatro donde tendrá lugar mañana el consejo de guerra del emperador.

—Sí, dijo Guadalupe, desde ese lugar oculto podré verle.

—Tomaré un intercolumnio y acompañaré a ustedes.

—Es necesario que Pablo ignore todo.

—Fíen ustedes este negocio a mi prudencia, y sobre todo a mi amistad.

—Adiós.

—Adiós.

III

Al salir don Serafín de la celda de las Hermanas de la Caridad entraba una dama enteramente cubierta con un velo.

Movió ligeramente la cabeza y el caballero la saludó a su paso.

—¿Las señoras Guadalupe Martínez y Clara Rodríguez? preguntó con acento firme a las Hermanas.

Las jóvenes se vieron asombradas, hasta entonces creían que sus nombres eran un secreto.

Adelantóse Clara, y dijo con aquellas maneras distinguidas que revelaban su elegante trato social:

—Servidora de usted, señora, y le indicó un asiento a la desconocida.

La dama paseó la mirada por el semblante de las jóvenes e hizo un movimiento de satisfacción como quien ha encontrado lo que buscaba.

—Estamos a las órdenes de usted, señora.

—Hablemos, dijo con un acento pronunciado de extranjerismo la desconocida; pero antes veamos quiénes somos.

—Señora, dijo Clara, sin disimular su extrañeza, nosotros hemos olvidado hasta nuestro nombre, lo dejamos perdido en las tormentas del mundo, nada recordamos, tiene usted delante a sor Guadalupe y a sor Clara, he aquí todo.

—Antes que ese hábito se ajustase a la delicada cintura de sor Guadalupe, su corazón ha sido víctima de una pasión terrible.

—¡Señora! exclamó la hermana del guerrillero.

—Es uno de aquellos amores, prosiguió la dama, que nos asaltan en los días primeros de nuestra juventud, cuando el alma se exhala en perfumes como las flores y el horizonte está teñido de una luz purísima y sonrosada, horizonte hermoso de la existencia.

—¡Señora! ¡señora! murmuraba la joven.

—Es una noche, continuó la extranjera, la luna da de lleno sobre un jardín, las flores de la noche se han entreabierto al cerrarse las de la tarde y el jardín está saturado de aromas. La lluvia ha cesado y las gotas del agua tiemblan como brillantes en las hojas de las rosas. Un hombre acaba de ser muerto a pocos pasos de la reja, y un embozado penetra a un gabinete donde hay unos grabados con el castillo no recuerdo de dónde: aquel embozado es el amante de la hurí de aquel paraíso.

—¡Mentís, señora! dijo con altivez Guadalupe, aquel hombre no era un amante, era un prometido.

Levantóse bruscamente la dama al oír aquella terrible palabra.

—Señora, dijo, no poseo bien el castellano y acaso he hecho mal uso de esa palabra.

—Perdonad, repuso Guadalupe.

Sentóse la dama y dirigiéndose a Clara:

—Joven, la dijo, por lo que acabáis de oír comprenderéis que sé vuestros secretos, hay en vuestro semblante las huellas profundas del desconsuelo, esas pupilas húmedas revelan que no ha mucho que las lágrimas han asomado a esos párpados.

—Es verdad, murmuró Clara.

—La memoria sombría del suicida aún acompaña el virgen corazón que ha amado con delirio.

—¿Qué queréis, señora?

—Lo váis a oír, vosotras tenéis amigos que hagan llegar una carta al emperador, es necesario que se entere de su contenido.

—Hay grandes dificultades.

—Ese joven que acaba de hablar con vosotras, es el amigo íntimo de Pablo Martínez, hermano de Guadalupe, y le será fácil introducir este paquete al calabozo del prisionero.

Un pensamiento terrible cruzó por la mente de Guadalupe con la celeridad de un relámpago: ¿le amará esta mujer? El corazón de la joven se sintió devorado por los celos y su semblante se cubrió de una palidez mortal.

—Señora, se apresuró a decir con voz conmovida, lo que pretendéis es sumamente riesgoso, y nosotras no podemos comprometer a nuestros amigos.

—No amáis al emperador, dijo con voz sarcástica la dama, ni le habéis amado nunca.

—¿Que no le he amado? ¿que no le amo aún? señora, ¡estáis profanando el santuario de mis creencias, vos no comprendéis hasta donde alcanza esta pasión que yo le consagro a Maximiliano; por él he vivido, por él respiro todavía!… ¡miradme agostada por el sufrimiento, secas y abrasadas mis pupilas por el llanto perenne de mis angustias; ved estos hábitos donde se ha refugiado mi amor sin esperanzas; mi presencia en este lugar lo explica todo!

—¿Y cuando amáis así, dijo la extranjera, no queréis arrostrar un peligro insignificante, frente a esa situación desesperada del emperador?

—Es que…

—Prestadme vuestras vestiduras y yo penetraré en la celda.

—¡Nunca! dijo Guadalupe celosa como una leona.

—La sangre de Maximiliano caerá sobre vuestra frente, yo he venido a rogaros que me prestéis vuestra ayuda para salvarle.

—Dadme las cartas, yo haré que lleguen a sus manos.

—Bien, aquí están.

La dama entregó un paquete a Guadalupe.

—Os juro que le serán entregadas.

—¿Vos le veréis personalmente?

—Sí, respondió la joven queriendo ver qué efecto producían en la extranjera sus palabras.

La dama quedó un momento cavilando; ya está establecida, decía, una correspondencia segura, aún hay esperanzas.

Aquel silencio fue interpretado desfavorablemente por Guadalupe, creyó que la dama era la querida del emperador y que buscaba aquel medio para comunicarse con él.

—Hemos concluido, dijo la extranjera, y saludando a las jóvenes salió de la celda poniendo en las manos de Clara su tarjeta.

Luego que desapareció, las dos amigas se precipitaron sobre el papel llenas de curiosidad y exclamaron a la vez:

—¡La princesa Salm Salm!

XXX. El gran proceso

I

El regio prisionero permanecía en el cuartel de Capuchinas.

La celda que le servía de prisión era pequeña, sombría, impregnada de la atmósfera pesada y densa de aquel clima.

En la puerta estaba permanentemente una fuerte guardia que hacía imposible toda tentativa de evasión.

Maximiliano, postrado en el lecho por una enfermedad aguda, pasaba aquellas horas lentas y sombrías leyendo a César Cantú.

Conferenciaba con los médicos que lo asistían, y durante algunas horas permanecía a veces sumido en un triste mutismo, aliñándose maquinalmente la barba con un peine de concha, y haciéndose viento con un abanico de madera.

¿Qué pensamientos cruzaban en el abismo insondable de aquella alma?

Aquel hombre, arrebatado a la grandeza de su posición para trasladarse a un cadalso, debía estar desmoralizado. Hay algo en el corazón humano que se rebela en los momentos supremos de la existencia… ¡la tumba lejos de la patria!… ¡Pensar que hay una madre que va a morir de angustia delante de los restos ensangrentados de su hijo!… ¡Delante de este espectáculo ver proyectados sobre ese velo que va a desgarrarse para siempre, las imágenes sombrías de las víctimas sacrificadas a la ambición, los patíbulos de la Lombardía, los cadalsos de México, las tumbas de esos soldados del extranjero para apoyar un trono levantado sobre las ruinas de una nacionalidad agonizante, y en el fondo de ese cuadro terrible ver atravesar la imagen de una pobre loca llevando en la mano la tea sombría del remordimiento, como esa furias fantásticas de la mitología!

¡Los últimos instantes, velados por fantasmas tan aterradores, debían ser espantosos!

II

El día 27 de mayo, el general en jefe del ejército del Norte comunicaba al Ministerio de la Guerra haberse comenzado a juzgar a Maximiliano, Miramón y Mejía.

En la tarde de ese día, el príncipe de Habsburgo pedía al presidente de la república que se permitiese la salida de la capital del barón de Magnus y de dos abogados que fuesen a Querétaro a encargarse de la defensa.

Solicitaba además una conferencia con el señor Juárez.

El telégrafo había hablado.

Ese hilo por donde se tocan dos corazones lejanos, ese alambre que envía en alas del rayo las confidencias de dos almas separadas por la distancia y que trasmite el consuelo que un corazón exhala a otro corazón ausente, ese hilo había comunicado la anhelante palabra del prisionero a los representantes de las naciones europeas.

Y estos diplomáticos, acompañados de tres abogados de los más prominentes en el foro mexicano, habían llegado a Querétaro.

Aquellos hombres de Estado europeos, pisaron la ciudad conquistada, con el terror y el desaliento pintados en su rostro. Ellos, que habían aprendido su derecho internacional puestos de rodillas en las gradas del trono, no comprendían la suprema altivez republicana con que el vencedor veía al vástago de aquellas regias dinastías.

Los defensores, por el contrario, aunque pertenecían al partido liberal, comprendieron cuán noble era la misión que se les confiaba, y con todo el valor civil de su conciencia se consagraron al desempeño de su encargo.

Dos de ellos, Riva Palacio, ese anciano patricio, y Martínez de la Torre, partieron para San Luis a gestionar al lado del gobierno cuanto favoreciera a su defendido. Ortega y Vázquez permanecieron al lado de Maximiliano.

Estos dos últimos tenían la tristísima misión de acompañar al reo ante el consejo, y acaso hasta sus últimos momentos.

III

La causa estaba en estado de verse en consejo.

Por más que lo habían intentado los defensores de los reos, no era posible ya obtener nuevas moratorias.

El 27 de mayo anunció el cuartel general que el proceso había comenzado en virtud de orden anterior, y ya casi el mes de junio tocaba a su mitad.

Pero todo estaba concluido respecto a los trámites jurídicos.

Dentro de la prisión que guardaba a los tres reos, había una agitación excesiva.

Aquel fuego lento y sombrío entre la vida y la muerte, cuando ésta tocaba ya con su ala de hielo las frentes de los prisioneros, era conmovedor.

Mejía estaba profundamente decaído. Su constitución raquítica, minada por una larga enfermedad, se había reanimado un poco durante los combates del sitio; pero después cayó en una atonía profunda. Aquel hombre se había abatido sin fe en el triunfo de su causa, pero con todo su valor proverbial; hecho prisionero, sabía que lo aguardaba un patíbulo; y lo aguardaba sumido en un silencio tenaz, único síntoma de su atonía moral.

Miramón, altivo, sereno en medio de la perfecta convicción en que estaba de ser fusilado, lanzaba constantemente epigramas sobre su situación. Al despertar, o más bien, al saludar por la mañana a los otros dos reos, lo hacía diciéndoles esta terrible frase: «Un día menos», que él pronunciaba con una sonrisa sarcástica y pasándose el dedo por el cuello de una manera significativa.

Maximiliano había dominado al fin las emociones de que había sido presa en los primeros momentos de su caída, y entonces insistía tenazmente en que no había tenido emociones, y esto lo decía sobre todo a los médicos que con él hablaban. Quería sostener la dignidad de su raza, quería caer como los gladiadores romanos, en una postura noble y artística.

Su lectura favorita, el eterno toilette que hacía en su persona, y las conferencias que tenía con sus defensores, eran sus ocupaciones de los últimos días que tenía que vivir.

Pero en sus noches de insomnio, ¡cuánto dolor, cuánta amargura y cuánta vacilación no agitarían a aquel rey arrojado por el infame cálculo de Napoleón III desde los palacios de Miramar hasta un oscuro calabozo del ex-convento de Capuchinas de Querétaro!

IV

El día 12 de junio la Mayoría general del cuerpo de ejército del Norte, expidió una orden general que contenía, entre otras cosas, estas líneas:

«El día de mañana a las ocho de la misma, se celebra consejo de guerra ordinario, para juzgar en él a Fernando Maximiliano de Habsburgo, archiduque de Austria, y a los llamados general don Miguel Miramón y don Tomás Mejía sus cómplices, por delito contra la nación, derecho de gentes, la paz pública y las garantías individuales.»

He aquí hecho, con todo el enérgico laconismo republicano, el juicio de la intervención y del imperio.

Con esas pocas palabras contestaba la república la Convención de Londres, la infame oratoria de Billault, el tratado de Miramar, y la proclamación del imperio hecha por los Notables en el palacio nacional de México.

La noticia se propagó rápidamente por toda la ciudad, y un terror pánico comprimió el corazón de cuantos se habían complicado en la causa del imperio.

Los que creían que los reyes son inviolables, quedaron anonadados ante la firmeza con que los hombres de la república iban a explorar la conciencia pública del hijo de cien emperadores, para tocar, si era culpable, con la mano de la justicia, su cabeza ungida.

Dos mujeres había allí, en la prisión de los reos, desgraciadas por el sufrimiento.

La esposa de Miramón, esa noble figura tan altiva, tan bella y tan inteligente, con su hija en los brazos, inquieta y loca por el pesar, organizaba con los abogados nuevos medios de defensa. Al fin, partió cerca del presidente en pos de la última esperanza, el indulto.

Iba la esposa, la madre, a arrojar la conmovedora elocuencia de su ruego en uno de los platillos de la balanza de la justicia nacional, en el otro pesaba una forzosa sentencia de muerte.

La otra, vertía sus calladas y tristes lágrimas al lado de Mejía.

Bella como un sueño de artista, oscura mártir de un amor lleno de abnegación y de sacrificios, también arrullaba en sus brazos a un niño de unos cuantos meses.

Ese niño no debía conocer a su padre.

Sólo Maximiliano estaba solo. Acaso se delineaba junto a la cabecera de su lecho la tristísima sombra de Carlota, esa pobre loca que vagaba en los regios salones del palacio paterno sin recordar a su esposo. Acaso otro nombre se escapaba dulcísimo de sus labios. Pero el príncipe extranjero no sentía una caricia bienhechora que refrescara su frente, esa frente que iban acaso a romper las balas republicanas.

V

Llegó al fin el día 13 de junio de 1867.

Esa fecha fatídica seguía destacándose sombría y amenazadora sobre el destino de Maximiliano. Sus presentimientos debieron levantarse, al ver esa cifra ante sus ojos como esas aves nocturnas que lanzan un grito de terrible agüero.

A las seis de la mañana cincuenta cazadores de Galeana, y cincuenta hombres del batallón Supremos Poderes, formaron frente al convento de Capuchinas.

Una inmensa multitud llenaba la calle y se desbordaba por las esquinas de las calles confluentes.

A las ocho y minutos, Miramón y Mejía fueron extraídos de la prisión y conducidos en un carruaje al teatro de Iturbide, lugar adonde debía celebrarse el consejo de guerra.

Delante del carruaje y a los lados marchaban los cazadores; el piquete de infantería cubría la retaguardia.

Maximiliano había quedado en su prisión.

Un silencio profundo pesaba sobre la ciudad, tan intenso y tan sepulcral, como si fueran las altas horas de la noche. El sol radiante y risueño que se elevaba en el espacio, sobraba, estorbaba, era un sangriento contraste.

Llegó la comitiva al lugar designado, y los presos fueron colocados en el pórtico del teatro en medio de una guardia numerosa.

Los dos tomaron asiento.

Miramón tranquilo, dejando ver en sus labios una sonrisa casi burlona, saludaba a los que se aproximaban a verlos.

Mejía abatido, humilde, pero sereno guardaba una inmovilidad absoluta.

La puerta que conduce del pórtico al interior del teatro fue abierta; la multitud se precipitó por ella.

VI

El interior del teatro estaba profusamente iluminado por millares de bujías de cera, que ardían con una crepitación triste y sepulcral y que aumentaba lo solemne de aquel acto trayendo a la memoria esos cirios que se colocan junto a los cadáveres.

El estrado del consejo se había dispuesto en el foro.

A la derecha del espectador, estaba la mesa en torno de la cual se hallaban sentados los miembros del consejo, el asesor de éste y el fiscal.

El presidente era el teniente coronel Platón Sánchez, ese valiente soldado de la república que más tarde fue asesinado en un motín militar.

Asistían como vocales los comandantes capitanes José Vicente Rodríguez y Eulalio Lojero y los capitanes Ignacio Jurado, Juan Pineda y Auza, José Verástegui y Lucas Villagrán.

Era asesor el joven abogado Joaquín Escoto y fiscal el licenciado Manuel Aspiroz.

¡Cosa rara! de los individuos que formaban el consejo, el que tenía más edad no contaba veintiocho años.

Era la juventud juzgando al pasado, era la generación nueva consumando el pensamiento capital del siglo.

Porque allí no se trataba de la vida o la muerte de tres hombres. Eso aquí, en México, no tiene significación alguna. Nuestra raza está habituada a ver la muerte de frente y la arrostra con la suprema indolencia del desdén.

La cuestión era más alta, más grave.

La república iba a pronunciar su último fallo sobre la intervención y su raquítico engendro, el imperio: se iba a juzgar no sólo al emperador y sus cómplices, sino a la Europa monárquica, más aún, al derecho divino de los reyes, y del cual se cree que, por no tener nacionalidad, puede implantar uno de sus vástagos en cualquier parte del suelo sin cuidarse de la nacionalidad adonde van a enraizar.

A la izquierda estaban los tres banquillos donde debían sentarse los acusados, y detrás los abogados defensores de éstos.

Vázquez y Ortega defendían a Maximiliano.

Moreno y Jáuregui a Miramón.

Vega a Mejía.

Los cinco abogados estaban vestidos de negro, y en sus rostros se leía una emoción honda y profunda, pero inteligente.

El escenario del teatro estaba cerrado, por una decoración de salón: iba a representarse en él, la penúltima escena del drama del imperio.

El presidente del consejo tocó la campanilla: la sesión quedó abierta.

Los vocales y los defensores ocuparon sus asientos, aquéllos cubiertos y vestidos de riguroso uniforme.

El asesor comenzó la lectura de la causa.

El pueblo escuchaba atentamente aquellos documentos oficiales que al desarrollarse debían levantar una ola que ahogara a los culpados.

Después de los primeros trámites y de la confesión con cargos se leía una pieza en la cual Maximiliano declinaba la jurisdicción del consejo de guerra a que se le sujetaba.

En efecto: si se hubiera levantado en aquellos momentos de su tumba Carlos V, se hubiera estremecido de terror al ver a un miembro de su imperial familia arrastrado ante un consejo de guerra por un descendiente de los súbditos que le regaló la espada de Hernán Cortés.

VII

Dejemos entre tanto que nuestra vista vague por otras partes.

El patio del teatro estaba lleno de oficiales.

Ellos, los que no hacía medio año aún estaban por las montañas, perseguidos, proscritos, cazados como fieras, puestos fuera de la ley y sumidos en la más espantosa miseria, sin desistir por eso de luchar por la independencia de su suelo, hoy al ver vencido a su enemigo y con un pie ya en el escalón del patíbulo, no sentían un movimiento de odio ni de venganza en su corazón.

El pueblo que ocupaba el resto del salón, era presa de un intenso estupor: presenciaba un espectáculo nuevo para él, el juicio de un emperador.

Algunas señoras vestidas de luto se veían en algunos palcos.

En uno de éstos, el más sombrío, porque no llegaba hasta él la luz del foro, se veían dos Hermanas de la Caridad perdidas en la oscuridad del fondo.

VIII

Los reos continuaban entre tanto inmóviles en sus asientos en el pórtico del teatro y en el cuerpo de guardia.

Al ver Miramón que un amigo suyo cruzaba frente a él le hizo una seña imperceptible.

El amigo se le aproximó y Miramón con su sonrisa habitual le dijo:

—Tengo hambre.

Minutos después en el mismo pórtico, en el ángulo de la contaduría se dispuso una mesa, y Miramón comía en ella con una tranquilidad admirable.

Apenas había concluido cuando se notó un movimiento en el cuerpo de guardia.

Ocho soldados de «Supremos Poderes» condujeron a Mejía ante el consejo.

El acusado tomó asiento en el banquillo, y la escolta que lo había llevado se colocó a su espalda.

IX

El licenciado Próspero C. Vega comenzó la lectura de su defensa.

Aquello era una obra ciceroniana

El abogado del pueblo, como él mismo modestamente se llamaba, agotó los recursos oratorios para salvar al reo.

—«¿Por qué habéis de matar a Mejía?», dijo con una sencillez terrible recordando que su defendido muchas veces había tenido en su poder algunos jefes del partido liberal y había respetado su vida, como a Arteaga y a Escobedo.

Si no se hubiera tratado allí de asegurar la paz futura de México, el orador con su poderosa palabra habría arrancado al reo del patíbulo. Pero la república había marcado el «hasta aquí» a la revolución lanzando su fallo inflexible sobre los que la habían inundado en sangre.

Concluida la defensa la guardia hizo salir a Mejía del teatro.

Inmediatamente introdujo la misma fuerza a Miramón, quien tomó asiento en el banquillo con la misma elegante indolencia con que se habría sentado en un sillón de estrado.

Su defensa, pronunciada por Jáuregui y Moreno, fue también hábil y brillante.

Cuando terminó se hizo también salir al reo y ambos fueron conducidos de nuevo al ex-convento de Capuchinas.

X

La sesión se suspendió por un momento.

El fiscal fue a la prisión, y volvió momentos después haciendo presente la imposibilidad en que estaba Maximiliano de comparecer ante el consejo.

Los abogados Vázquez y Ortega dieron lectura a la defensa de Maximiliano.

Apelaron a todo.

Incompetencia del jurado, mala aplicación de la ley, la inconstitucionalidad de ésta, irregularidad en los procedimientos, la falta de piezas justificativas, cuestiones internacionales, a todo apelaron y todo lo invocaron para defender al archiduque.

Hicieron la historia de la intervención y del imperio: recordaron la insistencia de Maximiliano en no aceptar la corona hasta conocer la voluntad del país; disculparon la promulgación del decreto de 3 de octubre llamándolo ley ad terrorem. La inteligencia, en fin, pretendía arrancar del cadalso con mano salvadora al que había usurpado el poder de un país al amparo de un ejército extranjero.

Eran las nueve de la noche cuando el presidente anunció que se suspendía la sesión pública, porque el consejo iba a asesorarse.

XI

A las ocho de la mañana del siguiente día volvió a abrirse al público la sesión.

El fiscal leyó entonces su pedimento.

En aquella pieza estaban aglomerados los cargos sobre los reos con una energía terrible.

Cada inculpación estaba comprobada con un documento oficial publicado por el gobierno imperial.

Era el rayo hiriendo la conciencia de los reos, era la avalancha desplomándose sobre los imprudentes que habían intentado escalar la montaña, era la justicia de la república arrojando sobre la balanza reguladora las lágrimas sin cuento y los torrentes de sangre que le habían arrancado los tres acusados.

Terminó pidiendo para ellos la pena de muerte.

Entonces se escuchó por todos los ámbitos del teatro un grito agudo, desgarrador, vibrante, como no es capaz de arrojarlo garganta humana.

Pareció que había salido del fondo del palco que ocupaban las Hermanas de la Caridad.

La puerta del palco sonó con estrépito, se oyó un murmullo de voces que se perdían por el corredor y todo quedó en silencio.

El palco estaba vacío.

Concluido el parecer fiscal la defensa continuó más viva, animada y tempestuosa.

Cada uno de los defensores fue aglomerando cargos sobre el fiscal. Se hicieron protestas, se habló de nuevas irregularidades en la sustentación del proceso durante la suspensión de la sesión, se anunció la abdicación formal de Maximiliano, se recurrió al fin a todos los medios posibles para salvar a los reos.

Terminadas las defensas se cerró la sesión pública y comenzó la secreta para sentenciar.

El consejo permaneció en sesión hasta las diez de la noche, hora en que se disolvió.

Y entonces, aunque se había guardado un profundo secreto, una noticia vaga y negra recorrió como una sombra por la ciudad.

Los tres reos estaban condenados a muerte.

En efecto, así era, y al momento en que el general en jefe se conformó con la sentencia, el fiscal la comunicó a los reos.

El telégrafo anunció al presidente de la república, que Maximiliano de Habsburgo y sus generales entraban en capilla esa misma noche.

XXXI. La princesa Salm Salm

I

La princesa es una joven alta, esbelta, bien formada; su cuerpo tiene un aire de elegancia y de distinción muy pronunciado. Su tez lleva el color del ámbar, sus ojos son grandes y color de verde mar, su boca no es muy pequeña pero es sumamente graciosa, y la dentadura admirable.

La princesa tiene la frente grande y despejada, y hay en aquella mirada y en todas las actitudes, una manifestación de viveza y talento incontrastables.

La princesa tendrá veintiséis años.

Arrojada, valiente, generosa, dotada de una alma grande, ha nacido para combatir; aquella mujer es el genio del peligro, todo lo abarca, todo lo comprende, es incisiva.

Se había propuesto salvar al emperador, y trabajaba con empeño y asiduidad incansables.

¡Pobre joven!, luchar con el destino es la locura.

El viejo marido de la princesa alentaba el entusiasmo de la joven, porque el príncipe amaba tiernamente a Maximiliano.

La princesa había recogido datos en la capital sobre Clara y Guadalupe por conducto de un oficial austríaco que estaba en los secretos del emperador y se encontraba en Querétaro, donde llegaba después de haber intrigado en el campamento de Porfirio Díaz, donde también buscó apoyo para la solicitud de indulto del archiduque.

Era el 18 de junio, víspera de la ejecución, y nada se había conseguido, sino la certeza de que Juárez no perdonaría a Maximiliano.

La princesa tenía instrucciones para gastar cuantas sumas fuesen necesarias para poner en salvo al archiduque; era el agente principal, y la empresa estaba en las únicas manos en que el éxito podía ser favorable.

La afligida princesa tocaba el último resorte: los tres días de plazo puestos por el gobierno, expiraban.

El emperador había arreglado todos sus negocios; las cartas que la princesa le había enviado por conducto de Guadalupe, llevaban la noticia de la muerte de Carlota.

Ignoramos con qué objeto se hizo circular como cierta esta noticia.

Maximiliano lloró a su desventurada esposa creyéndola muerta, y esta pesadumbre le dio acaso más valor para sufrir el último y doloroso trance.

Maximiliano dejaba tras sí una familia ingrata, es decir, no dejaba nada.

Guadalupe supo que al recibir el archiduque la correspondencia de la Salm Salm, había llorado amargamente.

La hermana del guerrillero confirmó sus celos, creyó que aquellos papeles encerraban una despedida, y maldijo a aquella mujer que acaso le arrebataba los últimos pensamientos del hombre de su amor.

Tenía celos de un cadáver.

II

La princesa hizo la última tentativa: se dirigió a la casa alojamiento de Pablo Martínez, que era uno de los custodios de Maximiliano, después de haber intentado infructuosamente corromper la fidelidad del coronel Palacios, ofreciéndole doscientos mil pesos por proteger la fuga de Maximiliano, oferta que rechazó el honrado militar como una ofensa a su patriotismo.

Pablo Martínez estaba profundamente emocionado: al tocar el ala oscura de la venganza se sentía desfallecer; porque el emperador, si bien había engañado a su hermana, al menos no se había atrevido a profanar su pureza, ni había abusado de su alta posición para seduciría.

Pablo no tenía que vengar nada, porque hasta en la ocultación del rango y nombre del emperador, existía un fondo de honradez.

El guerrillero le cobró afecto al desgraciado monarca, e insensiblemente tuvo simpatía ante un infortunio tan grande.

Pablo Martínez dormía, porque le tocaba la última guardia, hasta entregar a Maximiliano a la justicia.

La princesa se encontró con don Serafín, que educado en la alta sociedad mexicana, la recibió de una manera galante.

—Señora, ¿en qué puedo serviros?, dijo el dandy en lengua inglesa, que era el idioma de la Salm Salm.

—Caballero, me felicito de encontrar una persona distinguida con quien hablar.

Don Serafín hizo una reverencia.

—¿Vos sois el amigo de corazón del teniente coronel Martínez?

—Servidor vuestro, señora.

—¿Me conocéis?

—¿Quién puede ignorar el nombre de la señora princesa?

—Bien; vos sois un hombre de corazón y vengo a fiaros mi secreto, a pediros el favor más grande que podéis hacer y que durante vuestra vida no volverá más a ofrecerse

—Estoy a vuestras órdenes.

—No hay tiempo que perder, y seré breve.

—Hablad, señora.

—Se necesita salvar la vida del más desgraciado de los monarcas.

—¿De Maximiliano?

—Me habéis comprendido.

—Señora, yo soy impotente para una empresa tan difícil.

—Vuestra amistad con Pablo Martínez nos servirá para este trance.

—Señora, vos no conocéis a ese hombre, tiene un corazón dé roca; además, que desconfiaría de mí, de su mayor amigo, al aventurar una sola palabra.

—Pues la aventuraréis, caballero, dijo la Salm Salm tomando una mano de don Serafín.

Don Serafín se estremeció: hacía mucho tiempo que una mano delicada no se tocaba con la suya.

—¿La diréis, no es verdad?… yo necesito esa palabra.

En ese momento Pablo Martínez se dejó ver en el aposento.

—La señora princesa desea hablar contigo para un asunto de sumo interés.

—No sé, dijo el guerrillero, en qué pueda servir a esta señora.

—Caballero, dijo la princesa a don Serafín, dejadnos solos.

El dandy saludó a la Salm Salm, y se retiró.

Quedóse un momento la joven viendo tenazmente al guerrillero, que cruzado de brazos permanecía esperando que hablase la princesa.

—Hay un hombre, dijo al fin la dama, cuya vida me interesa, y a la Europa y al mundo entero.

—¿Y bien?

—El hombre de que os hablo, se llama Maximiliano de Habsburgo.

—No quiero ser descortés con una señora, pero la presencia de usted me compromete, me hace sospechoso a los ojos de mis compañeros; ruego a usted deje esta casa.

—Pablo Martínez, tú eres un hombre rudo; pero a fuerza de estar entre todos los hombres de capacidad y de instrucción, que han abandonado sus bufetes y despachos para lanzarse a la revolución, estás al tanto de cosas que antes no se te alcanzaban, porque la propaganda de la palabra ha sido acaso más terrible que el estrago de las armas; tus jefes más bien son oradores que soldados; ellos han infiltrado desde la tribuna todas las ideas que han germinado en el corazón del pueblo, y dado el triunfo a la idea grande de la independencia.

—Es verdad, señora, es verdad.

—Tú sabes que el emperador debe morir, como el conde Raousset y Crab filibusteros en la Sonora, como Walker en Nicaragua, como Narciso López en la Isla de Cuba.

—Sí, yo sé que todos ellos han asaltado una nación, y que han muerto como piratas.

—Se te habrá dicho que al archiduque se le ha condenado a muerte como a un usurpador, cómplice de Bonaparte en los horribles asesinatos perpetrados por el ejército intervencionista en su nombre; autor de la circular de 3 de octubre en que se decretaba el exterminio de los republicanos; reo de insistencia después de las juntas de Orizaba y México; asesino de Arteaga y Salazar, a quienes se les aplicó el fatal decreto antes de publicarse en Michoacán; ¡reo de lesa nacionalidad, convicto ante el tribunal del siglo y de las libertades!

—Sí, todo es verdad, dijo Pablo influido por las palabras febriles de la princesa.

—Pues bien, no te he ocultado nada de esos terribles cargos que pesan sobre el emperador; pero tú ignoras que él no ha obrado por sí, sino a impulso y bajo la influencia de Napoleón; que es inocente, que ama a México como vosotros, y que ahora lo que desea es alejarse para siempre de las playas mexicanas.

—Yo sé, señora, que el país está lleno de tumbas; que todos los amigos y compañeros han desaparecido bajo el gobierno de Maximiliano; que frente a Querétaro han derramado su sangre los jefes más queridos: ahí está esa gasa enlutada que llevo aún, señora; las balas del imperio me han arrebatado a un joven a quien amaba más que si hubiese sido mi hijo.

—Todo es cierto; ¿pero su sangre será el cauterio de vuestras heridas?

—Yo soy nada, señora, pero la patria es mucho; ella necesita reparación, y la hora ha llegado.

—Tu alma es noble y generosa, en tus manos está la salvación del archiduque.

—Señora, yo no he traicionado nunca, me ofenden esas palabras; ¡es necesario que el emperador expíe sus crímenes o su fatalismo en un cadalso!

Levantóse airada la princesa Salm Salm, y poniendo su delicada mano sobre el hombro del guerrillero, y lanzándole una mirada terrible, le dijo con voz ahogada:

—Busca en tu conciencia una sombra, Pablo Martínez; tú no recuerdas a la patria, tú quieres ejercer la más negra de las venganzas.

El guerrillero se estremeció.

—¿No es cierto que hay en tu alma un sentimiento impío, prosiguió la princesa sacudiendo el brazo de Pablo Martínez, que te obliga a ser terrible con el archiduque?

—No, no es cierto, murmuró aterrorizado aquel hombre.

—¿Es falso también que hubo una noche en que pretendiste asesinar al emperador, y que el cielo te envió un rayo antes que consumar el crimen? ¿Es mentira también que al volver de tu vértigo prometiste vengarte, y que has seguido los pasos del príncipe hasta gozarte en su agonía?

—No, yo no sé vengarme.

—Tú ignoras que yo puedo lanzarte a la vergüenza y a la deshonra, y tú eres impotente para llegar hasta una mujer.

—Nadie creerá esas palabras, porque todos están al alcance de las pretensiones de la señora Salm Salm.

—¿Y si yo presento a tu hermana, que bajo un disfraz ha seguido al archiduque, porque sus relaciones han seguido a pesar tuyo, y se encuentra en el campamento?

El guerrillero sacó su pañuelo para pasarlo por su frente, que estaba inundada de sudor.

Al sacar el pañuelo, cayó de su bolsa un papel cuidadosamente cerrado.

Entonces la princesa, con una acción rápida como el pensamiento, fingió una escena cómica arrojándose a los pies del guerrillero, tomó el papel y lo puso entre el pañuelo, lo desdobló y leyó violentamente: «Contraseña para la noche del 18 al 19 de junio.—¡Alerta!»

—Perdóname, Pablo Martínez, gritó casi sin contener su alegría.

—Señora, por compasión, diga usted que no es verdad lo que ha dicho.

—No, no es verdad; supe por acaso las relaciones de vuestra hermana con el emperador, y quise obligaros por ese medio a salvarle; compadeceos de una mujer a quien horroriza la idea de ver muerto a un noble príncipe a quien le debe el porvenir de su esposo.

—Señora, yo nada puedo hacer.

Echóse el velo a la cara la princesa; ya estaba en su mano la clave; era una esperanza de salvación.

—Me queda el consuelo de haber cumplido con un deber sagrado; adiós, ya no insisto, siga el emperador su destino.

La princesa salió, sin despedirse de Pablo Martínez y sin saludar a don Serafín, que instantáneamente se había enamorado de la princesa, y que se quedó petrificado al ver el frío desdén con que la Salm Salm pasó junto a él sin inclinar siquiera la cabeza.

III

Llegó la princesa a su alojamiento, y se puso a escribir a Maximiliano.

«Señor, la contraseña para esta noche es ¡alerta! Disfrazaos como mejor os sea posible; decid la palabra a los centinelas, a corta distancia tendréis caballos de posta. Estáis próximo a la libertad.—Yo estoy ¡alerta!, adiós.»

—¡Drick!, gritó después llamando al oficial austríaco que acompañaba al emperador.

—¿Manda algo la señora princesa?

—Sí, enviad mis caballos a la esquina del convento de Capuchinas, haced que aposten otros en la garita de México, y esperadme en ese sitio: procurad que nadie se entere, pues va en ello la vida del emperador.

La princesa volvió a salir, tomó un coche y se dirigió a la fábrica del Hércules en busca de las Hermanas de la Caridad.

XXXII. Celos

I

En el aposento destinado en la fábrica del Hércules a la Hermanas de la Caridad, había un Crucifijo colgado a la pared.

Clara y Guadalupe yacían arrodilladas delante de aquella imagen.

Aquellas almas oraban en silencio por el reo de muerte.

El día 16 el emperador estaba ya en marcha para el patíbulo, cuando llegó la orden suspensiva por tres días.

Aquella prolongada agonía era un tormento horrible.

Arrebatar a un hombre de los brazos de la muerte, volverle a la vida por unos instantes más sin el deseo de salvarle, es una crueldad espantosa; suspenderlo sobre el abismo para que contemple la sima donde va a hundirse para siempre, era arrancarle el corazón a pedazos y extraer gota a gota la sangre de las arterias.

Guadalupe había oído las cajas y los clarines de la columna que servía de séquito a la muerte, y se había encerrado en su aposento para no oír la detonación de las armas, salva de la eternidad.

La infeliz criatura había llorado hasta agotar sus lágrimas, y falta de aliento, helada como un cadáver, desarraigada de la vida, y sin más sostén que una naturaleza nerviosa y calenturienta, permaneció desmayada hasta que su amiga Clara, ese ángel de resignación, la despertó para decirle que aún no era llegada la última hora.

Guadalupe salió del sopor que la embargaba, limpió sus pupilas y se dirigió al cielo en una súplica ferviente.

Pasaron así dos días en la ansiedad y el desvelo, sin alcanzar una sola ráfaga de esperanza.

II

Ya hemos dicho que era el 18 de junio cuando las Hermanas se recogían entre las sombras del aposento a orar por el infeliz sentenciado.

—¡Señor!, decía Guadalupe fijando su mirada cubierta por las lágrimas en la imagen del Redentor, ¡tú has probado el amargo cáliz del sufrimiento, has caminado al patíbulo con la frente ensangrentada y el corazón despedazado al recordar la angustia de una madre… ¡a ti te alentaba el espíritu divino, estabas fuera de las miserias humanas, y sin embargo, lloraste, y tu sudor de sangre empapó la tierra!… ¡Duélete de quien va a morir también al grito desesperado de un pueblo!… ¡Compadécete de esa alma atribulada que va a desatar sus lazos con el mundo!… ¡Señor! ¡Señor!, ¡uno solo de los rayos apacibles de tu misericordia… una palabra de perdón!…

La joven golpeaba su frente sobre las baldosas del aposento, y lloraba sin cesar.

Clara murmuraba aquella sombría y aterradora oración, a cuyas frases el corazón se paraliza y el alma se acerca a Dios sintiendo en todo su ser el aliento majestuoso del Creador del Universo, ese pavor solemne, ese respeto profundo, esa íntima conmoción que debe sobrecoger el espíritu en la hora en que debe comparecer ante el tribunal de Dios…

«Sal, alma cristiana, de este mundo, en el nombre de Dios Padre, etcétera.»

¡Desde aquel aposento se rodeaba el espíritu del reo del incienso y oraciones que lo acompañarían en su tránsito a la vida eterna!

III

Unos toquidos dados a la puerta, sacaron de su contemplación a las jóvenes.

Guadalupe, con aquel instinto de las mujeres celosas, reconoció a la princesa Salm Salm.

Le dio un vuelco el corazón y se despertó a la agitada vida del mundo.

—¿Qué queréis, señora?

—El último sacrificio; es necesario que este papel llegue a las manos del emperador: Guadalupe, en nombre del cielo, haced que se le entregue.

—Me es imposible, señora, estoy a punto de ser descubierta por mi hermano.

—¿Qué importa, si salváis a un hombre cuya vida nos es tan cara?

Guadalupe se estremeció de celos.

—Señora, prosiguió la princesa, si mi existencia pudiera darse a trueque de la suya, derramaría hasta la última gota de mi sangre.

—Esto es demasiado, murmuraba Guadalupe.

—Vuestro hermano ha permanecido inexorable a mis ruegos; pero Dios los ha escuchado: poseo la clave para su salvación. Tomad esta carta, señora; si llega a las manos del archiduque, está salvado, y partirá a Europa libre de las asechanzas de sus enemigos; alegre, feliz, entrará a una nueva existencia: el sol vuelve a salir para él que ha sido siempre tan desgraciado; yo estoy pronta a acompañarle, a seguir su destino, hasta verlo a bordo de la «Elizabeth», que lo regresará a las arenas patrias: ¡desde el mar os bendeciremos, Guadalupe, vos sois un ángel de redención y misericordia!

—¡Libre!… ¡feliz!… murmuraba la joven mexicana, ¡y en compañía de la princesa!… ¡no, mil veces no!

—¡Resolveos, Guadalupe, en nombre de vuestra madre!

—¡Y ella, continuaba pensando la joven, se irá con él, la gratitud por tantos sacrificios llegará hasta el amor… y me olvidará, y sus recuerdos se apagarán, y mi cariño morirá como una flor estrujada por el arado!…

—Resolveos, por Dios, clamaba la princesa llena de angustia, porque las horas atravesaban violentamente.

—Señora, entregaré la carta al archiduque Maximiliano.

—Os repito que en ella va la salvación del príncipe.

—Descuidad, señora, que dentro de breves instantes estará en poder del emperador.

—¡Sois un ángel!, gritó la Salm Salm, y se arrojó al cuello de Guadalupe, que bañó su rostro con sus lágrimas.

Aquel llanto decidió de la suerte de Maximiliano.

La joven sintió que un dique de hierro se levantaba delante de su amor.

Al exaltarse en la fiebre espantosa de sus celos sonrió con desdén y profunda amargura, y apartó a la princesa que la estrechaba con emoción.

La joven extranjera salió llena de alborozo del aposento de las Hermanas de la Caridad a disponer todo lo conveniente para la fuga del archiduque.

IV

Luego que Guadalupe se quedó sola, fijó sus ojos en el papel que la Salm Salm había dejado en sus manos.

El sobre tenía puesto el lacre.

El huracán de las sospechas tornó a desatarse en su alma impresionada.

—¡Esa mujer me insulta!, exclamó con rabia; ignora que esta carta abrasa mi mano, que basta una sola mujer para hacerme desgraciada sin que ella venga a hacer más hondo el abismo que nos separa.

Guadalupe se arrojó en un sillón, y ocultando su rostro entre las manos, meditaba sobre lo que debía hacer.

Después de algunos momentos se levantó decidida y abrió resueltamente la carta de la princesa.

Pasó la vista por aquellos renglones, repitió la palabra «¡alerta!, contraseña para la noche del 18 al 19 de junio».

—¡Ella lo espera, y se marcharán los dos al extranjero, y ella será el todo para él, y la amará, y mi nombre no sonará en sus labios sino para compadecerme!… ¡no, este papel no penetrará las puertas de su prisión… que muera!… ¿no llevo yo la agonía en el corazón?, ¿no está mi existencia sepultada en un mar de lágrimas y de infortunio?, ¿no viviré de hoy más en la desgracia hasta que Dios me arranque una vida llena de dolores horribles y de sufrimientos?… Sí, le lloraré muerto, pero no en brazos de otra mujer. Yo quiero rezar por él, llorar… morir; ¡pero no execrarlo desde el fondo de mi desgracia, ni derramar mis lágrimas sin esperanza!… ¡Sí, que muera!, clamaba fuera de sí la infortunada joven; esa mujer le olvidará, y nadie vendrá a disputarme un cadáver encerrado en una tumba, allí será mío nada más, mío para siempre!…

Acercóse delirante y puso la carta sobre la llama de la lámpara de la Virgen.

El papel comenzó a arder lentamente.

Presentó una flama azulada, que se fue extinguiendo luego que la calcinación convertía en cenizas la última esperanza de aquella alma predestinada.

Aquellas cenizas vagaron un instante en la atmósfera y se arrastraron a los pies de Guadalupe.

—Hemos concluido, dijo la joven; está roto el ensueño de esa insensata… ¡pobre princesa Salm Salm!

V

Luego que cayó la noche, la princesa Salm Salm se situó en una calle adyacente al convento de Capuchinas, última prisión de Maximiliano.

Las horas pasaban.

La noche estaba quieta, pavorosa, sólo se oía el grito de los centinelas que se perdía como un eco en las cavidades de una gruta.

Los caballos dispuestos para la fuga del archiduque, herían con sus herraduras las piedras del embanquetado, como si participasen de la ansiedad de la princesa.

Cada soldado que atravesaba, cada sombra, hacía latir con violencia el corazón de la joven.

En esta expectativa nerviosa y llena de angustias, la sorprendió la primera luz de la mañana.

Las campanas tocaron el Ave María, y los clarines saludaron la llegada del sol con sus toques de diana.

¿A qué esperar? ¡Todo había sido infructuoso!… La muerte del monarca estaba decidida.

Era necesario creer en el destino manifiesto.

Las columnas comenzaron a desfilar a la sordina rumbo al Cerro de las Campanas.

XXXIII. El Presidente Juárez

I

Desde Moctezuma II hasta nuestros días, es decir, en un interregno que abraza tres siglos y medio, en el que aparecen sucesivamente las grandiosas figuras de Cuauhtémoc, Cuitláhuac y Hernán Cortés, el uno expirante en las llamas del tormento sin ceder a la muerte un rayo de su patriotismo, Cuitláhuac dando la batalla de la Noche triste y el feroz conquistador haciendo resonar su acerada armadura en todo un continente, hasta esa comitiva vulgar, fantasmagoría del virreinato enviada por la casa de Austria de fatídica enunciación en América y por la de Borbón regnante en las Españas, hasta detenerse ante el arco triunfal levantado a la Independencia Mexicana: desde Iturbide cuya falsa popularidad lo alzó en alas de la fortuna a la púrpura de un trono, para exhibirle después en un cadalso, hasta Comonfort suicidándose con su golpe de Estado la noche del 16 al 17 de diciembre de 1857, ningún hombre excepto el Presidente Juárez ha permanecido por más tiempo en el escaño del poder, ni legitimidad alguna se ha mostrado con tanta majestad, ni tan deslumbradora bajo el solio de la soberanía de un pueblo.

Juárez, ese mito de los republicanos del siglo, adelantándose a su época ha levantado el nombre de su patria a la altura de sus destinos.

Bañado en el espíritu de la revolución, firme en la piedra angular del derecho y de la conciencia, sereno ante las tormentas políticas, ni lo ha herido la injusticia, ni doblegado las vicisitudes, ni ensoberbecido el triunfo ni la victoria.

Jefe de una nación diezmada por la discordia civil, agotada por la guerra extranjera, entregada sin piedad a la conquista con beneplácito de la Europa, ha sostenido con robusta mano el estandarte nacional y vencedor en una lucha sangrienta de cinco años, teniendo a sus pies un cetro hecho pedazos, desde la solemne majestad de su asiento llevaba con atrevida mano el luto al mundo viejo, desde el Estrecho de Gibraltar al Estrecho de Behring.

Tal es el hombre que comparece hoy ante el juicio de la historia sin inquietarse por su fallo irrevocable.

Aguarda con frente serena al porvenir cuando pasadas las impresiones del momento se dé tregua a la justicia y se deje oír la voz de la razón que está por cima de las pasiones humanas.

La Europa acusaría más tarde a Juárez del asesinato perpetrado en la Majestad de Maximiliano de Habsburgo.

Juárez, acusa a la Europa del atentado contra la Independencia de México.

¡Un hombre por una nacionalidad!

Es una demencia política colocar en la balanza de la humanidad a un magnate como contrapeso a la independencia de una nación.

No era, pues, una represalia, la que levantaba un patíbulo en el memorable Cerro de las Campanas, no era una legitimidad sentenciando a la usurpación, no era la justicia popular vengando el atentado de lesa-independencia; porque la legitimidad y el pueblo estaban satisfechos con el hundimiento del trono y la caída del usurpador.

La paz y el porvenir clamaban por la desaparición de la dinastía levantada sobre los escombros de la república; era, pues, una razón de Estado la que fríamente abría la tumba al archiduque Maximiliano.

II

La posición de Juárez estaba determinada; en su larga peregrinación, había visto hoja por hoja de esa historia sangrienta del imperio, había encontrado a su paso los huérfanos y las viudas de los patriotas, había visto los campos talados, los pueblos vueltos escombros y presenciaba el número de heridos hechos diariamente por los proyectiles de Querétaro, y cuyos lamentos herían incesantemente sus oídos.

La revolución estaba delante con sus exigencias, era necesario satisfacerlas todas.

El perdón de Maximiliano perpetuaría la guerra civil, el partido de la intervención quedaba en pie, dejando el germen de las revueltas intestinas.

Cuando el emperador destronado volviese en sí, de ese temor que no lo abandonó sino hasta cerciorarse su espíritu de la realidad de su muerte; cuando recordase los bellísimos días de su imperio, con su lujo deslumbrador, sus alcázares, sus parques, sus jardines, sus arcas llenas de oro y la ilusión de siete millones de pecheros que le rindiesen homenaje y pleitesía, entonces, las ráfagas de la ambición tornarían a sacudir su frente soberana.

Los hombres que huyendo del castigo nacional buscarán refugio en el extranjero, le servirían de corte, y acaso apoyado en un fatal golpe de política en que se dejara sentir la mano de la humillada Europa, volvería a levantarse un trono derribado por la mano de la revolución.

Era necesario desarraigar para siempre ese árbol cuya sombra ha sido el fatalismo de la República.

Hasta aquí la razón de conveniencia privada y el cumplimiento de los deberes con la nación.

El mundo civilizado impone otros deberes acaso más elevados, el ejemplar castigo a la usurpación.

La lección terrible al atentado de independencia.

La personalidad desaparece, el principio queda encarnado en la forma humana de un hombre.

¿Cómo herir a ese principio dejando en pie la representación?

Las monarquías siguen a los hombres a su destierro.

Para los reyes hay derecho de postliminio.

Aquí el hombre y la idea se confundían.

Era necesario matar al hombre para darle el último golpe al pensamiento. Tras de Lincoln quedaba Johnson y la Constitución de la República.

Tras de Maximiliano, una regencia perdida para el mundo de la inteligencia y del porvenir.

El archiduque estaba sentenciado irremisiblemente.

III

El Presidente Juárez aceptó ante el mundo la responsabilidad de este acontecimiento.

Quien había afrontado la convención de Londres, la intervención francesa y el imperio, todo en el meridiano de su grandeza, en el auge de su prosperidad, sin abatirse ante la desgracia, sin sobrecogerse en la derrota, sin abdicar ante el infortunio, no era extraño afrontarse también el desbordamiento de los intereses monárquicos en el asombro de esa profanación al derecho divino.

IV

El 16 de junio, a las once y cuarenta y cinco minutos de la mañana anunció el telégrafo que la sentencia del consejo de guerra confirmada por el jefe de las armas, se notificaba en aquellos momentos a los acusados.

Los defensores acudieron con más ardor solicitando el indulto de Maximiliano. El emperador debía ser ajusticiado a las seis de la tarde de ese mismo día. He aquí la respuesta del gobierno de Juárez a la solicitud.

«Secretaría de Estado en el despacho de Guerra y Marina.—En el ocurso presentado por ustedes, con fecha de hoy, al C. Presidente de la República, solicitando se le conceda la gracia de indulto a Fernando Maximiliano de Habsburgo, que ha sido sentenciado en Querétaro por el consejo de guerra que lo juzgó, a sufrir la última pena, ha recaído el acuerdo siguiente: —Examinadas con todo el detenimiento que requiere la gravedad del caso, esta solicitud de indulto, y las demás que se han presentado con igual objeto, el C. Presidente de la República se ha servido acordar que no puede accederse a ellas, por oponerse a este acto de clemencia las más graves consideraciones de justicia y de necesidad de asegurar la paz de la nación.—Y lo comunico a ustedes para su conocimiento como resultado de su ocurso citado.—San Luis Potosí, junio 16 de 1868.—Mejía

¡El fallo era irrevocable!

Las naciones de la convención intervencionista esperaban inquietas el fallo de la república, como la república esperaba cinco años atrás las decisiones de la Europa sobre sus destinos.

Juárez, que como la última luz del tenebrario había permanecido solo entre las sombras de la conquista, haría estremecer a los cómplices de la convención de Londres. El cable trasatlántico emprendería un trabajo fúnebre para anunciar al continente de las dinastías la sentencia de la república, en la hora solemne de la justicia nacional.

XXXIV. El reo de muerte

I

El fiscal se presentó en la prisión y comunicó la sentencia de muerte a cada uno de los reos.

Maximiliano recibió aquella nueva con esa aparente frialdad de su raza.

Mejía con la inercia de la postración en que yacía desde el principio del sitio: su enfermedad acaso lo tenía así.

Era un cuerpo arrebatado a la tumba para llevarlo al cadalso.

Miramón, al oír su sentencia, dejó ver en sus labios una sonrisa de profundo desdén.

Retirado el fiscal, se estrechó más la prisión, redoblándose la vigilancia.

Los defensores se agruparon en torno de los reos, y las familias de éstos se abismaron en ese mar de dolor que se desata en torrentes de lágrimas y se exhala en sollozos desgarradores.

II

Dos mujeres salieron momentos después del ex-convento de Capuchinas.

Una alta, esbelta, vestida de negro y cubierto su rostro con un velo.

Se lanzó dentro de un carruaje que la aguardaba, y los caballos partieron al galope dirigiéndose a la casa de postas.

Allí subió en una diligencia extraordinaria que partía para San Luis Potosí.

Era la esposa de Miramón, que iba a solicitar del Presidente Juárez un imposible, el perdón de su marido.

Éste con una compasión previsora y para ahorrar a su esposa el sangriento espectáculo que le aguardaba, la estimuló a hacer ese viaje.

Así lo había aconsejado también Maximiliano.

La otra mujer también era joven.

Bella como una ilusión primera, blanca como la corola de una azucena, alta y mórbida como una estatua griega, aquella joven se precipitó a la calle, loca, perdida, ciega en su inmenso dolor.

Lanzaba gritos de angustia, y de sus párpados corría un raudal de lágrimas.

Era Agustina, la modesta compañera de Mejía, la que en sus momentos de sufrimiento estuvo siempre a su lado, la que había secado con sus caricias el sudor de su frente cubierta con el polvo de las batallas, la que con una abnegación sin igual había compartido con él los peligros de su vida azarosa.

Llevaba en sus brazos un niño que contaba unos cuantos días de nacido.

Tierno retoño que brotaba al pie del árbol derrumbado por el huracán.

El pueblo veía pasar a aquella joven desolada escuchando conmovido sus sollozos, y abriéndose para hacerle paso.

Iba en pos de Vega, el defensor de Mejía.

Pasadas algunas horas, este inteligente abogado partió para San Luis Potosí.

Iba a impetrar indulto para el prisionero.

III

Solamente el príncipe austríaco estaba solo.

En aquellas horas de agonía no se alzaba una voz conocida a su lado que derramara en su corazón esas notas del lenguaje materno que en palabras de amor vertieran el consuelo del sentimiento.

El extranjero no tenía junto a sí un solo pecho adonde reclinar su frente.

Todo era extraño a su lado.

Hombres, idioma, leyes.

Y sin embargo, sus defensores tuvieron con él la solicitud de un hermano.

El príncipe se quedó por un momento solo.

A lo lejos se escuchaba ese ruido tumultuoso de los cuarteles.

Los pasos metódicos de los centinelas, el ruido que hacían al descansar sus armas, todo lo escuchaba el reo como un rumor vago y perdido.

Se dejó caer sobre un sillón, y apoyándose de codos en una mesa ovalada que tenía enfrente cubrió su rostro con las manos.

Así se entregó a una meditación profunda, más quizá a ese estupor penoso y difícil que invade el cerebro de los condenados a muerte.

Ese estupor se llama el sueño de la capilla: es el terrible coma que sienten de una manera irresistible los reos que van a morir.

¿Qué pensaba Maximiliano?

Allí en una perspectiva lejana veía los regios salones de Miramar adonde vagaba la sombra de la nieta de cien reyes, que lo llamaba desde el oscuro dintel del otro mundo.

Y cruzaban en su memoria los sucesos últimos de su vida. El ofrecimiento de la corona de México, su llegada a las tostadas playas de Veracruz, la regia recepción que le hizo la ciudad conquistada.

Todo pasó delante de sus ojos velados en una rápida fantasmagoría.

¡Y quién sabe cuántos reproches y cuántas maldiciones lanzaría contra los que lo arrastraron a aquel trono que iba a convertirse en un cadalso!

Permaneció así durante algunas horas, hasta que lo hizo volver de su éxtasis un ruido extraño.

Era que entraba el sacerdote que iba a auxiliarlo en sus últimos momentos.

IV

Dentro de la misma celda que servía de prisión a Maximiliano se improvisó un altar.

El clérigo que estaba a su lado era el canónigo Ladrón de Guevara.

Era este sacerdote un hombre de cuarenta y siete años, robusto, bajo de cuerpo, de pelo rubio, y de ojos vivos y centelleantes.

A una inteligencia notable unía un carácter firme y un alma enérgica e inflexible.

Pero de resultas de un ataque apoplético, se movía con dificultad arrastrando penosamente los pies.

Su voz era lenta y temblorosa.

El que había ocupado un trono se puso de rodillas delante de aquel oscuro sacerdote.

Qué contraste entre aquellas palabras vertidas sobre el corazón del condenado a muerte, y aquellos solemnes cantos que se habían dejado oír en las catedrales al recibir al archiduque en los días esplendentes de su grandeza: ¡Domine salvum fac imperatorem!

V

Entre tanto el telégrafo hablaba sin interrupción.

Los defensores de Maximiliano hacían los últimos esfuerzos, y sus compañeros tenían largas conferencias con los ministros del Presidente de la República.

Todo había sido en vano.

El indulto estaba denegado.

VI

Amaneció el día 16 de junio.

Era un domingo.

Conforme avanzaban las horas los reos comprendían que se acercaban al sepulcro.

Las tropas comenzaron a formar muy temprano.

Cuatro mil hombres se dirigieron al Cerro de las Campanas poco después del mediodía.

Eran la hora y el lugar designados para la ejecución.

El resto del ejército se situó parte en la Alameda y parte se repartió en las plazas de la ciudad.

Los batallones permanecieron así formados y descansando sobre sus armas.

Por la ciudad corría un rumor vago, sorda, como el que precede a los grandes sacudimientos de tierra.

El pueblo se aterraba ante aquel acto terrible de la justicia de la república.

Las mujeres lanzaban una maldición contra los ejecutores de aquel acto.

En la clase acomodada, sobre todo, era donde se veía un movimiento desusado.

Los hombres se encerraron en su pánico, mientras que las jóvenes y las matronas de aquella pretendida aristocracia hicieron de la impunidad de su sexo un acto de valor civil.

Y vestidas de luto, reunidas en numerosos grupos se lanzaron a las calles de la ciudad.

Se hicieron anunciar en el cuartel general.

Hacía muchos días que el general Escobedo las había recibido.

Ellas impetraron la gracia de los reos, pero el jefe republicano les había contestado que el gobierno sólo tenía la facultad de conceder el indulto.

En aquellos angustiosos momentos, cuando sólo faltaban horas para que se ejecutara la sentencia, se agotaron todos los esfuerzos para salvar a los prisioneros.

Pero el porvenir de la nación estaba encargado a la vigilancia de sus defensores más leales.

Cuando las señoras se presentaron en el alojamiento del general en jefe, éste había salido de la ciudad.

VII

A legua y media de la capital de Querétaro existe un convento llamado del Pueblito.

En su iglesia se veneraba antes una virgen que la población había adoptado como su patrona.

De ese culto nacía una constante romería que alimentaba a una infinidad de familias indígenas, que fabricaron sus chozas en torno del convento.

El clero no podía desatender a aquel rebaño semi-idólatra y erigió, junto al río que atraviesa el pueblo, una parroquia: las obvenciones tenían que ser pingües y fecundas.

Así llegó a ser el Pueblito una especie de villa sagrada, la Meca de Querétaro.

Más tarde, en medio del torbellino republicano desapareció la imagen, el altar, el templo y la comunidad religiosa encargada del culto.

En el convento del Pueblito nada quedaba ya de su antiguo esplendor.

Era un hospital militar.

En los claustros, en las celdas, en el coro, en la iglesia, en todas partes se veían camas de heridos, del ejército liberal.

Más tarde se condujeron allí a los heridos prisioneros, porque el general en jefe quiso que a todos se les atendiera con igual esmero. En el lecho del dolor no hay distinciones, y esa generosidad honra en alto grado al soldado de la república.

Por aquellos salones cruzaba el general Escobedo visitando a sus soldados heridos.

Junto a cada cama se detenía para alentar a los tímidos, para consolar a los que desesperaban con sus sufrimientos.

Entre tanto, allá en la ciudad se aprestaban a marchar al suplicio los que habían derramado aquella sangre.

VIII

La hora terrible sonaba ya.

A las dos de la tarde debía sacarse a los reos de la prisión.

Los cuerpos del Norte que debían escoltarlos estaban ya formados frente al convento de Capuchinas.

Los prisioneros se despidieron de cuantos los rodeaban, e hicieron sus últimos encargos.

Sus rostros estaban intensamente pálidos y sus ojos brillaban con una febril irradiación.

Ya daban los primeros pasos para el patíbulo, cuando recibió el jefe una orden para que la ejecución se suspendiera.

Era que el gobierno concedía una prórroga de tres días a petición de los defensores de los reos, para que éstos pudieran arreglar mejor sus intereses de familia.

El telégrafo había comunicado esa orden, que había sido transmitida al general en jefe al Pueblito.

Éste inmediatamente se dirigió a la ciudad, comprendiendo que allí era indispensable su presencia en medio del sacudimiento que esa suspensión iba a causar en el ejército y en el pueblo.

XXXV. «Consumatum est»

CONSUMATUM EST

I

Habían pasado los tres días de prórroga.

Inútiles habían sido cuantos esfuerzos se hicieron en su transcurso para conseguir de Juárez el indulto.

La ejecución debía verificarse el día 19 de junio a las seis de la mañana.

El estado moral de los reos era horrible.

Tener durante cinco días la muerte siempre delante, y una muerte sin lucha, sin defensa, y sin el estupor de la enfermedad. Tener siempre enfrente el sol bellísimo que no volverían a ver, amigos cuyas manos no estrecharían más, esposa, hijos que dejarían para siempre…

Y la religión rodeándolos constantemente con ese aparato solemne y aterrador que vierte un estupor más grande en el alma del condenado…

Ese cáliz es inagotable.

En la tarde del día 18 el telégrafo de San Luis Potosí avisó a los defensores de los reos que ninguna esperanza quedaba ya de la salvación de éstos.

Maximiliano dando fe a la noticia de la muerte de Carlota que una voz amiga le había mentido, estaba más tranquilo.

Comprendió que sólo le quedaba ya que sostener la dignidad de su raza.

Entonces se sentó en la mesa, y tomando un pequeño pliego de papel, con mano firme escribió estas líneas al general Escobedo.

Son auténticas, y hemos cuidado de conservar no sólo la dicción, sino hasta la ortografía de esta terrible esquela.


Querétaro, junio 18 de 1867.

Señor general.

Deseo, si me es posible, el que mi cuerpo sea entregado al señor barón de Magnus y al señor doctor Samuel Basch para que sea conducido a Europa, y el señor Magnus se encargará de embalsamarlo, conducirlo y demás cosas necesarias.

MAXIMILIANO.
 

Escribió aún algunos otros billetes, y después se quedó dormido por algunos momentos.

II

Miramón recibió dos partes telegráficos, el uno traía el último adiós de su esposa y de sus hijos que lo aplazaban hasta el cielo.

El otro telegrama era de la Asociación Gregoriana.

Los amigos de la infancia le enviaban sus últimas palabras de consuelo y simpatía.

Los Gregorianos, esas aves dispersadas por el huracán del destino han tornado bajo la sombra bienhechora de la fraternidad a reunirse bajo el techo ruinoso de sus hogares.

Los rencores se han estrellado ante aquellos muros de granito, allí viven aún los recuerdos y cariños de la infancia.

Los Gregorianos son como los árabes, aman como a hermanos a los que han comido pan y sal bajo sus tiendas.

La Asociación Gregoriana tendió su mano bienhechora a sus amigos encarcelados en las mazmorras de Ulúa proscritos por el imperio, y ahora participaba de la agonía terrible de Miramón.

El valiente general que había permanecido sereno ante su misma esposa, sintió humedecerse sus pupilas al recibir el postrer adiós de sus amigos.

El ángel de los primeros años batió sus alas sobre aquella frente que iba a doblegarse para siempre.

III

Comenzaba apenas a despuntar el 19 de junio.

Los reos hicieron el terrible tocador de la muerte.

Se vistieron con un esmero sumo: ninguna insignia militar llevaban en su traje.

Maximiliano tomó una taza de chocolate.

Entonces apareció en la puerta de la celda un oficial que dijo estas solemnes palabras: «Ya es hora».

Un calosfrío de muerte recorrió el cuerpo de cuantos estaban presentes.

Y todos se arrojaron en torno de los reos para darles el abrazo último.

La confusión era mucha.

Por fin la tropa que debía escoltarlos los colocó en su centro.

Maximiliano al salir de su celda dirigió al interior de ella una mirada triste y doliente.

Entonces percibió lo que se le había escapado en medio de aquel desorden.

Dos Hermanas de la Caridad, puestas de rodillas frente al altar que se había levantado para que orara el archiduque, tendían hacia él las dos manos.

Una de ellas, con voz sofocada por los sollozos, pronunció esta sola palabra… ¡Adiós!, y cayó desmayada en los brazos de su compañera.

Era Guadalupe.

Maximiliano se enjugó una lágrima y respondió desde el fondo de su pecho a aquella despedida eterna.

IV

Los carruajes que debían conducir a los reos estaban frente a la portería del ex-convento de Capuchinas.

La escolta los rodeaba.

El pueblo se agolpaba por todas partes.

Maximiliano, al llegar a la puerta, se detuvo un momento y pidió un pañuelo a pesar de que llevaba uno en la mano y otro en la bolsa.

Inmediatamente de una casa cercana le enviaron uno blanco y grande como lo deseaba.

Los reos subieron a los coches y la comitiva partió rumbo al sitio de la ejecución.

V

El Cerro de las Campanas levantaba sus crestas cubiertas de bayonetas que brillaban a la luz del sol naciente.

En su base y en sus costados se extendía un mar de gente.

El silencio era profundo.

Repentinamente se escuchó un murmullo sordo y vago, que tomó creces. Era que los reos habían llegado ya.

La fuerza toda preparó sus armas a la voz del jefe que mandaba el cuadro.

Los carruajes hicieron alto, y los reos saltaron a tierra.

Al poner el pie en ella Maximiliano vaciló; pero inmediatamente se agarró al sacerdote que iba a su lado y se repuso, recobró su espíritu, adelantó la pierna izquierda para buscar más firme apoyo, y llevó las manos al corazón cuyos latidos le sofocaban en sus últimas palpitaciones.

Los tres prisioneros estaban dentro del cuadro.

Mejía, triste y sumido en el más profundo silencio, veía como el secretario de Cuauhtémoc a su señor, en el patíbulo.

Miramón altivo, sereno y como si hubiera concurrido a una gran parada: en sus labios se veía su eterna sonrisa.

Maximiliano dirigió algunas palabras en voz alta, saludando al concluir, a la nación.

Repartió el oro que tenía, a los soldados que estaban a su frente, les recomendó que le tiraran al pecho, y con el pañuelo que había pedido en la puerta de la prisión se amarró la cara, para evitar que al hacerle fuego se le incendiara la barba.

Miramón también dirigió una alocución al pueblo con voz sonora, clara y armoniosa.

Los tres ocuparon sus puestos, Miramón en medio, Maximiliano a su izquierda y Mejía a su derecha.

Como estaba el cuadro situado en el declive del cerro, los reos dominaban el espacio, y las tres figuras se destacaban en el fondo de aquel horizonte hermoso, que bien pronto les daría paso a aquellos espíritus vivificados por la clara luz de la regeneración.

Miramón tendió su vista a la ciudad que tenía a su frente.

Maximiliano la dirigió al cielo, murmurando con acento melancólico estas palabras: «En un día tan bello como éste quería morir».

El príncipe tenía la serenidad de la resignación.

Si la archiduquesa Carlota hubiera sido la sentenciada, México hubiera presenciado el magnífico espectáculo de la Francia de 1793 en la ejecución de la valerosa e inolvidable Carlota Corday.

Mejía, a quien sin justicia se inculpa de haberse acobardado, Mejía con su frialdad habitual fijó tenazmente sus ojos brillantes y dominadores en los soldados que le apuntaban.

VI

Vibró un relámpago descolorido por la luz del sol.

Se oyó una detonación siniestra, cuyo eco se perdió rápidamente en el espacio.

Levantóse una nube de humo cruzada por el fuego instantáneo de los fusiles, y los tres reos cayeron como impulsados por el aliento poderoso de Dios.

Un grito horrible, único, intenso, desgarrador como el rugido de una fiera herida, vibró en el espacio.

Miramón lo había lanzado al morir.

Maximiliano azotó el suelo con su frente ungida, se sacudió con algunas convulsiones y expiró al fin.

La sangre de los Carlomagno empapó la tierra siempre infecunda y maldita de la usurpación.

El Cerro de las Campanas, bañado con la sangre del emperador extranjero, se elevará allí con sus tres figuras sombrías hasta el instante supremo de la catástrofe universal, tumba de la usurpación y monumento gigante de la heroicidad de un pueblo.

VII

Cerró la noche, prolongación de aquel día memorable y espantoso. Los restos mortales del archiduque de Austria reposaban en un féretro colocado junto al altar mayor del templo de las Capuchinas.

Cuando el crepúsculo comenzó a disipar las tinieblas de aquella iglesia sombría, una de las Hermanas de la Caridad se acercó al cadáver, besó su frente con respeto y desapareció como una sombra en las oscuras naves de las Capuchinas.

Un hombre que había permanecido oculto tras una de las columnas llorando en silencio, se aproximó al cadáver luego que la Hermana de la Caridad hubo desaparecido, fijó su vista en el semblante lívido del emperador y dijo con voz entrecortada por los sollozos:

—¡Pobre Guadalupe… pobre hermana mía!

XXXVI. El último día

I

El estandarte de los grifos sobrevivió veinticuatro horas al emperador.

La ciudad rebelde estaba aterrorizada con la ejecución de Maximiliano.

El jefe de la plaza, invadido por el pánico, desapareció entre las filas de sus soldados, consumó deserción al frente del enemigo.

El 20 de junio la plaza sitiada enarboló bandera blanca.

El general Alatorre recibió a los comisionados, notificándoles de orden de Porfirio Díaz, que no tenía facultad para hacer concesiones, que se rindiesen a discreción.

Los comisionados tornaron allende sus parapetos a conferenciar.

La ciudad esperaba con ansia las palabras del general republicano.

Cumplido el término señalado para la respuesta, las baterías comenzaron a vomitar bronce sobre la plaza y las columnas se organizaban para el asalto.

La guarnición de México no tenía moral para resistir, los soldados se desertaban en grupos y los generales no tenían pretexto ostensible para la prolongación de la lucha, ni elementos para sostenerla.

El fuego era vivísimo y más tarde la ciudad sería tomada a viva fuerza.

La bandera blanca volvió a aparecer sobre las trincheras.

La plaza se rendía a discreción.

¡La capital del imperio abría sus puertas a las huestes vencedoras de la REPÚBLICA!

Epílogo

Pocos espectáculos más sorprendentes y magníficos podrá presenciar la actual generación, que puedan rivalizar con la pompa y magnificencia de la ceremonia habida para la distribución de premios hecha por el emperador Napoleón en la Exposición de París.

Veintiún mil personas se reunieron en el gran salón central del edificio, ocupando todas las vías de acceso y todos los balcones.

La multitud de afuera era tanta, que formaba, como un océano, olas que chocaban contra las paredes del gasómetro imperial.

Cuando la regia procesión con sus dorados carruajes, tirados por altos y soberbios caballos, con sus soldados montados, con sus generales de riguroso uniforme, con sus señoras vestidas como los lirios del campo, con sus príncipes y potentados, había llegado al salón donde iba a verificarse la ceremonia, parecía que todo cuanto la Naturaleza tiene de bello y de grande se había concentrado en ese lugar.

Sentado en un suntuoso trono real se elevaba el emperador Napoleón.

En uno de sus lados estaba la emperatriz, vestida de raso blanco, rica y elegantemente adornada, llevando en el cuello un magnífico collar de perlas y diamantes, que tenía en el centro una gran piedra de un brillo extraordinario.

El otro lado lo ocupaba «Haroun Raschid», o lo que queda de él, y abajo de estas tres luces del imperio se colocaron una multitud de príncipes, nobles, dignatarios, notabilidades, generales, etc., y a poco un gran movimiento hizo sentir la existencia del pueblo de París y del mundo reunido allí.

Contemplaba la vista este espectáculo, cuando repentinamente percibe el oído las armonías de los instrumentos que tocaban mil doscientos músicos, que absorbieron con aquellas y por un largo rato la atención de ese mundo.

Cuando todo quedó en silencio, el emperador se levantó de su asiento y pronunció un discurso tan sabio, tan elocuente, que parecía que un genio, un espíritu sobrehumano hablaba por los labios de aquel hombre.

Un notable incidente ocurrió después de este acto de tan regia y solemne ceremonia.

Cuando Mr. Hugues, el inventor del telégrafo-prensa, o que imprime a la vez, fue llamado a recibir su premio, el Emperador le dio la mano, distinguiéndole así de todos los demás que estaban recibiendo también sus premios.

Mr. Hugues, al tocar la mano imperial, puso en la palma de ella un pedacito de papel que contenía el último mensaje recibido por el cable, e impreso por la misma máquina que se premiaba en ese momento.

El mensaje contenía estas frases: «Maximiliano está fusilado»: sus últimas palabras fueron: «¡Pobre Carlota!»

La majestad imperial leyó el telegrama e inmediatamente se notó en ella una profunda agitación.

Su semblante palideció, sus manos temblaban, y los diamantes de la imperial jarretera se movían tanto, que la multitud admirada lanzó una exclamación.

Lo que el Emperador pensaba y sentía no podía saberse, por supuesto; pero sí podemos creer que, sobre las exclamaciones y la música, sobre el ruido de las cornetas y las detonaciones de la artillería, oía sólo el tiro lejano que hería a la víctima, cuya sangre caía sobre él, y el grito de una mujer, joven, bella y buena, respondiendo a la última exclamación de su joven esposo, de «¡Pobre Carlota!». «¡Pobre Maximiliano!».

En medio de esa multitud alegre y encantada, en medio de tanto esplendor y de tanta pompa, estaban para Napoleón las víctimas de su bastarda ambición, de su abuso de poder.

¡Y por el resto de su vida le seguirán de cerca esas víctimas!

Dondequiera que vaya encontrará el pálido rostro de una mujer mirando hacia él desde la celda donde ella, demente y en completa desolación, perderá pronto lo que le queda aún de la vida.

Cuando Napoleón contemple la cara de su mujer, hermosa aún, verá, no los ojos de ella, sino los de otra, llenos de indignación y tan elocuentes, tan fijos sobre él, que no podrá mirarlos; mas buscará en vano un lugar donde ocultarse de ellos.

Él vivirá, pero su corazón atormentado, con su conciencia llena de remordimientos, sintiendo que aquellas víctimas lo rodearán hasta su fin.

Él oirá por siempre aquel tiro y aquella exclamación: «¡Pobre Carlota!»

El día de la expiación ha comenzado para él, y toda la pompa y todo el esplendor de que se rodee, todos los placeres y distracciones que se procure, no podrán ocultarlo a él de sí mismo.

Luis Napoleón dará cuenta de esa sangre cuando los descendientes de los Carlovingios le pidan cuenta de su hermano, arrastrado a la más loca de las aventuras.

Tendrá que responder a la Bélgica por la hija predilecta del rey Leopoldo, y el mundo entero condenará al César de las Tullerías, que ha sacrificado en aras de la ambición a una desgraciada princesa y al joven archiduque de Austria, cuyos restos ensangrentados claman venganza desde las tumbas imperiales de Viena, donde aguardan tranquilos el soplo vivificante de la resurrección.


Publicado el 18 de junio de 2019 por Edu Robsy.
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