Los Insurgentes

Continuación de Sacerdote y Caudillo

Juan Antonio Mateos


Novela


Dedicatoria
Prólogo. El Libro Rojo
Primera parte. El collar de esmeraldas
Capítulo I. De la noticia que recibió el general Morelos en su campamento de la Brea
Capítulo II. De cómo el tío Blas y la señora Fermina convirtieron en proyectiles los utensilios de la cocina
Capítulo III. Un héroe hace ciento
Capítulo IV. De cómo pueden reunirse en un mismo punto cuatro aves de mal agüero
Capítulo V. Del zafarrancho de moros que hubo en la hacienda de Chichihualco
Capítulo VI. Donde comienza la historia de la primera esmeralda
La primera generación
Capítulo I
Capítulo II. Que continúa el extracto de los documentos de la primera esmeralda
Capítulo III. Apuntes para una causa célebre
Capítulo IV. Un escrúpulo de conciencia
Capítulo V. De cómo el cura Morelos dio un segundo garrotazo al comandante «Garrote»
Capítulo VI. De cómo el cura Morelos hizo una de don Pedro el Cruel
Capítulo VII. Donde sigue la segunda parte del capítulo anterior
Capítulo VIII. La gruta de Michapa
Capítulo IX. De la conspiración tramada contra su Excelencia el virrey don Francisco Javier Venegas
Capítulo X. De la entrada de los insurgentes en la ciudad de Cuautla de Amilpas
Capítulo XI. De cómo es cierto el refrán de que «del plato a la boca se pierde la sopa»
Capítulo XII. De lo que verá el curioso lector como se decida a leer este capítulo
Capítulo XIII. De cómo dio principio el sitio memorable de la ciudad de Cuautla de Amilpas
Capítulo XIV. Donde se prueba con toda evidencia que el valor rompe las cadenas más bien forjadas
Capítulo XV. Una tragedia en la Acordada de México
Capítulo XVI. De una fecha memorable en la historia de México
Capítulo XVII. De la reunión de las tres esmeraldas
Segunda parte. ¡Viva la América!
Capítulo I. El legado de un héroe
Capítulo II. De cómo lo que está escrito tiene que suceder infaliblemente
Capítulo III. Siguen las peripecias de la revolución
Capítulo IV. La monja espirituada
Capítulo V. De los toros y cañas que hizo Iturbide en honor de su amo Fernando VII
Capítulo VI. En que se trata de la pena del talión
Capítulo VII. De la crisis que precedió a la independencia mexicana
Capítulo VIII. Donde siguen los acontecimientos de esta verídica historia
Capítulo IX. De la primer palabra y las últimas peripecias
Capítulo X. De la proclamación de la independencia mexicana
Capítulo XI. De lo que pasó en la cuesta del cerro de Barrabás
Capítulo XII. De cómo se encontraron tres señores virreyes en el territorio de Nueva España
Capítulo XIII. La leyenda de las tres esmeraldas
Epílogo. El Libro Rojo

Dedicatoria

México, octubre de 1869

Al Sr. D. Miguel Urrea, como la manifestación más sincera de simpatía y amistad, dedica las páginas históricas de este libro.

El Autor.

Prólogo. El Libro Rojo

Atravesaba el pequeño ejército de Hernán Cortés la soberbia muralla de Tlaxcala, que defendía la frontera oriental de aquella indómita República.

«Los soldados se detenían mirando con asombro aquel monumento gigantesco; que según la expresión de Prescott “tan alta idea sugería del poder y fuerza del pueblo que le había levantado.”

»Pero aquel paso, aquella fortaleza, cuya custodia tenían encargada los otomíes, estaba entonces desguarnecida. El general español se puso a la cabeza de su caballería, e hizo atravesar por allí a sus soldados, exclamando lleno de fe y entusiasmo:

»Soldados, adelante, la Cruz es nuestra bandera, y bajo esta señal venceremos» y los guerreros españoles hollaron el suelo de la libre República de Tlaxcala.

* * *

»El ejército español y sus aliados los zempoaltecas caminaban ordenadamente: Cortés con sus jinetes llevaba la vanguardia; los zempoaltecas la retaguardia. Aquella columna atravesando la desierta llanura, parecía una serpiente monstruosa con la cabeza guarnecida de brillantes escamas de acero, y el cuerpo cubierto de pintadas y vistosas plumas.

»Cortés caminaba pensativo: el tenaz fruncimiento de su entrecejo indicaba su profunda meditación: mil encontradas ideas y mil desacordes pensamientos debían luchar en el alma de aquel osado capitán, que con un puñado de hombres se lanzaba a acometer la empresa más grande que registra la historia en sus anales.

»Reinaba el silencio más profundo en la columna, y sólo se escuchaba el ruido sordo y confuso de las pisadas de los caballos.

»De cuando en cuando, Cortés se levantaba sobre los estribos y dirigía ardientes miradas, como intentando descubrir algo a lo lejos: así permanecía algunos momentos, nada alcanzaba a ver, y volvía silenciosamente a caer en su meditación.

»¿Qué esperaba, qué temía aquel hombre que procuraba así sondear los dilatados horizontes? —Esperaba la vuelta de sus embajadores: temía la resolución del gobierno de la República de Tlaxcala.

* * *

»Cuando Cortés determinó pasar con su ejército a la capital del imperio de Moteuczóma, vaciló sobre el camino que debía llevar; era su intención dejar a un lado la República de Tlaxcala y tomar el camino de Cholula, país sometido al imperio de México, y en donde esperaba encontrar favorable acogida, por las relaciones de amistad que le unían ya con el emperador Moteuczóma.

»Pero sus aliados los zempoaltecas le aconsejaron otra cosa. Tlaxcala era una República independiente y libre; sus hijos, belicosos e indomables, no habían consentido nunca el yugo del imperio azteca; vencedores en las llanuras de Poyauhtlan: vencedores de Axayacatl, y vencedores después de Moteuczóma, el amor a su patria les había hecho invencibles y les constituía irreconciliables enemigos de los mexicanos: los zempoaltecas aconsejaron a Cortés que procurase hacer alianza con los de Tlaxcala, abonando encarecidamente el valor y la lealtad de aquellos hombres.

»Comprendió Cortés que sus aliados tenían razón, y tomó decididamente el camino de Tlaxcala, enviando delante de sí como embajadores a cuatro zempoaltecas para hablar al senado de Tlaxcala, con un presente marcial, que consistía en un casco de género carmesí, una espada y una ballesta, y portadores de una carta en la que encomiaba el valor de los Tlaxcaltecas, su constancia y su amor a la patria, y concluía proponiéndoles una alianza, con objeto de humillar y castigar al soberbio emperador de México.

»Los embajadores partieron; Cortés continuó su camino, atravesó la gran muralla tlaxcalteca y penetró en el terreno de la República, sin que aquellos hubieran vuelto a dar noticias de su embajada.

* * *

»El ejército español avanzaba con rapidez; el general seguía cada momento más inquieto; por fin no pudo contenerse, puso a galope su caballo, y una partida de jinetes le imitó, y algunos peones aceleraron el paso para acompañarle; así caminaron algún tiempo explorando el terreno: de repente alcanzaron a ver una pequeña partida de indios armados que echaban a huir cuando vieron acercarse a los españoles: los jinetes se lanzaron en su persecución, y muy pronto alcanzaron a los fugitivos; pero estos, en vez de aterrorizarse por el extraño aspecto de los caballos, hicieron frente a los españoles y se prepararon a combatir.

»Aquel puñado de valientes hubiera sido arrollado por la caballería, si en el mismo momento un poderoso refuerzo no hubiera aparecido en su auxilio.

»Los españoles se detuvieron, y Cortés envió uno de su comitiva para avisar a su ejército que apresurase la marcha. Entretanto los indios, disparando sus flechas, se arrojaron sobre los españoles procurando romper sus lanzas y arrancar a los jinetes de los caballos; dos de estos fueron muertos en aquella refriega, y degollados para llevarse las cabezas como trofeos de guerra.

»Rudo y desigual era el combate, y mal lo hubieran pasado los españoles que allí acompañaban a Cortés, a no haber llegado en su socorro el resto del ejército: se desplegó la infantería en batalla, y las descargas de los mosquetes y el terrible estruendo de las armas de fuego que por primera vez se escuchaba en aquellas regiones, contuvieron a los enemigos, que retirándose en buen orden y sin dar muestra ninguna de pavor, dejaron a los cristianos dueños del lugar del combate.

»Sobre aquel terreno se detuvieron los españoles, acampando, como señal del triunfo, sobre el mismo campo de batalla.

* * *

»Dos enviados tlaxcaltecas y dos de los embajadores de Cortés se presentaron entonces para manifestar, en nombre de la República, la desaprobación del ataque que habían recibido los españoles, y ofreciendo a estos que serían bien recibidos en la ciudad.

»Cortés creyó o fingió creer en la buena fe de aquellas palabras: cerró la noche y el ejército se recogió, sin perderse un momento la vigilancia.

»Amaneció el siguiente día, que era el dos de septiembre de 1519, y el ejército de los cristianos, acompañado de tres mil aliados, se puso en marcha, después de haber asistido devotamente a la misa que celebró uno de los capellanes.

»Rompían la marcha los jinetes, de tres en fondo, a la cabeza de los cuales iba como siempre el denodado Cortés.

»No habían avanzado aún mucho terreno, cuando salieron a su encuentro los otros dos zempoaltecas, embajadores de Cortés, anunciándole que el general Xicoténcatl les esperaba con un poderoso ejército y decidido a estorbarles el paso a todo trance.

»En efecto, a pocos momentos una gran masa de tlaxcaltecas se presentó blandiendo sus armas y lanzando alaridos guerreros.

»Cortés quiso parlamentar, pero aquellos hombres nada escucharon, y una lluvia de dardos, de piedras y de flechas, vino a rebotar como única contestación, sobre los férreos arneses de los españoles.

»“Santiago y a ellos”, gritó Cortés con ronca voz, y los jinetes bajando las lanzas arremetieron a aquella cerrada multitud.

»Los tlaxcaltecas comenzaron a retirarse: los españoles, ciegos por el ardor del combate, comenzaron a perseguirlos, y así llegaron hasta un desfiladero cortado por un arroyo, en donde era imposible que maniobrasen la artillería ni los jinetes.

»Cortés comprendió lo difícil de su situación, y con un esfuerzo desesperado logró salir de aquella garganta y descender a la llanura.

»Pero entonces sus asombrados ojos contemplaron allí un ejército de Tlaxcaltecas, que su imaginación multiplicaba: era el ejército de Xicoténcatl que esperaba con ansia el momento del combate.

»Sobre aquella multitud confusa se levantaba la bandera del joven general; era la enseña de la casa de Tittcala, una garza sobre una roca, y las plumas y las mallas de los combatientes, amarillas y rojas, indicaban también que eran los guerreros de Xicoténcatl.

»Sonaron los teponaxtles, se escuchó el alarido de guerra y comenzó un terrible combate.

* * *

»Era Xicoténcatl, el jefe de aquel ejército, un joven hijo de uno de los ancianos más respetables entre los que componían el senado de Tlaxcala.

»De formas hercúleas, de andar majestuoso, de semblante agradable, sus ojos negros y brillantes parecían penetrar, en los momentos de meditación del caudillo, los oscuros misterios del porvenir, y sobre su frente ancha y despejada no se hubiera atrevido a cruzar nunca un pensamiento de traición, como un pájaro nocturno no se atreve nunca a cruzar por un cielo sereno y alumbrado por la luz del día.

»Xicoténcatl era un hermoso tipo; su elevado pecho estaba cubierto por una ajustada y gruesa cota de algodón, sobre la que brillaba una rica coraza de escamas de oro y plata; defendía su cabeza un casco que remedaba la cabeza de una águila cubierta de oro y salpicada de piedras preciosas, y sobre el cual ondeaba un soberbio penacho de plumas rojas y amarillas; una especie de tunicela de algodón bordada de leves plumas, también rojas y amarillas, descendía hasta cerca de la rodilla; sus nervudos brazos mostraban ricos brazaletes, y sobre sus robustas espaldas descansaba un pequeño manto, formado también de un tejido de exquisitas plumas.

»Llevaba en la mano derecha una pesada maza de madera erizada de puntas de ixtli, y en el brazo izquierdo un escudo, en el cual estaban pintadas como divisa las armas de la casa de Tittcala, y del cual pendía un rico penacho de plumas. Xicoténcatl, con ese fantástico y hermoso traje, hubiera podido tomarse por uno de esos semidioses de la mitología griega: todo el ejército tlaxcalteca le obedecía, y era él el alma guerrera de aquella República, la encarnación del patriotismo y del valor; y era él, el que despreciando las fabulosas consejas que hacían de los españoles divinidades invencibles e hijos del sol, conducía las huestes de la República al encuentro de aquellos extranjeros, despreciando los cobardes consejos del viejo Maxixcatzin que quería la paz con los cristianos, y sin intimidarse de que estos manejaban el rayo y caminaban sobre monstruos feroces y desconocidos.

* * *

»El choque fue terrible: un día entero duró aquel combate, y Xicoténcatl, que había perdido en él ocho de sus más valientes capitanes, tuvo que retirarse, pero sin creer por esto que había sido vencido, y esperando el nuevo día para dar una nueva batalla.

»Cortés recogió sus heridos, y sin pérdida de tiempo continuó su marcha hasta llegar al cerro de Tzompatchtepetl, en cuya cima un templo le prestó asilo para el descanso de aquella noche.

»Los soldados cristianos y sus aliados celebraban la victoria, Cortés comprendió lo efímero del triunfo. La inquietud devoraba su pecho.

»Se dio un día de descanso a las tropas.

»Xicoténcatl acampó también muy cerca de Cortés, y se preparaba, lo mismo que los españoles, a combatir de nuevo.

»Sin embargo, el general español quiso probar aún la benignidad y los medios de conciliación, enviando nuevos embajadores a proponer a Xicoténcatl un armisticio.

»Los embajadores volvieron con la respuesta del joven caudillo: era un reto a muerte y una amenaza de atacar al siguiente día los cuarteles.

»Cortés reflexionó que su situación era comprometida, y decidió salir a buscar en la mañana siguiente a los tlaxcaltecas.

* * *

»Brilló la aurora del 5 de septiembre de 1519. El sol apareció después puro y sereno, y a su luz comenzaron a desfilar peones y jinetes.

»Su marcha era ordenada y silenciosa como de costumbre: cada uno de los soldados esperaba el combate de un momento a otro, y todos sabían ya que su valeroso general los llevaba a atacar resueltamente el campamento del ejército de Xicoténcatl.

»Apenas habían caminado un cuarto de legua, cuando aquel ejército apareció a su vista en una extendida pradera.

»El espectáculo era sorprendente.

»Un océano de plumas de mil colores que ondulaban a merced del fresco viento de la mañana, y entre el que brillaban como las fosforescencias del mar en una noche tempestuosa, los arneses de oro y plata y las joyas preciosas de los casos de los guerreros tlaxcaltecas, heridos por la luz del nuevo día.

»En el horizonte, se perdieron entre la bruma, las banderas y pendones de los distintos caciques otomíes y tlaxcaltecas, y dominándolo todo, orgullosa, el águila de oro con las alas abiertas, emblema de la indómita República.

»Al presentarse el ejército de Cortés, aquella multitud se extremeció, y un espantoso alarido atronó los vientos, y los ecos de las montañas lo repitieron confusamente.

»El monótono sonido de los teponaxtles contestó a aquel alarido de guerra: los guerreros indios se agitaron un momento, y después, como un torrente que se desborda, aquella muchedumbre se lanzó sobre los españoles.

»No hubo uno solo de aquellos valientes pechos castellanos que no sintiera un estremecimiento de pavor.

»El ejército de Xicoténcatl avanzaba rápidamente levantando un inmenso torbellino de polvo, que flotaba después sobre ambos ejércitos, como un dosel, al través del cual cruzaban tristes y amarillentos los rayos del sol.

»Aquella era una hirviente catarata de hombres, de armas, de plumas, de joyas y de estandartes.

»Se levantó un rugido como el de una tempestad: los gritos de los combatientes que se miraban a cada momento más cerca, se mezclaban con el estrépito de las armas de fuego, el silbido de las flechas, los sonidos de los teponaxtles y de los pífanos y de los atabales.

»Los dos ejércitos se encontraron, y se estrecharon y se enlazaron como dos luchadores.

»Pasó entonces una escena espantosa, indescriptible.

»Ni los caballeros ni los infantes podían maniobrar.

»Se escuchaban los golpes sordos de los aceros de los españoles sobre el desnudo pecho de los indios, y como el ruido del granizo que azota una roca, el golpe de las flechas sobre las armaduras de hierro de los soldados de Cortés.

»Aquella carnicería no puede ni explicarse ni comprenderse.

»Las balas de los cañones y de los arcabuces se incrustaban en una espesa muralla de carne humana, y la sangre corría como el agua de los arroyos.

»Era una especie de hervor siniestro de combatientes que se alzaban y desaparecían unos bajo los pies de otros, para convertirse en fango sangriento.

»La traición vino en ayuda de los españoles, y un cacique de los que militaban a las órdenes de Xicoténcatl huyó llevándose diez mil combatientes, y la victoria se decidió por los cristianos.

»El pueblo y senado de Tlaxcala se desalentaron con la derrota. Xicoténcatl sintió en su corazón avivarse el entusiasmo y el amor a la patria.

»Las almas grandes son como el acero: se templan en el fuego.

»Xicoténcatl contaba con el sacerdocio, y los sacerdotes dijeron al pueblo y al senado que los cristianos protegidos por el sol, debían ser atacados durante la noche.

»Y el pueblo y el senado creyeron.

»Llegó la noche, y Xicoténcatl condujo sus huestes al ataque de los cuarteles de los españoles.

»Cortés velaba, y entre las sombras vio las negras masas del ejército tlaxcalteca que se acercaban, y puso en pie a sus soldados.

»Xicoténcatl llegó hasta el campo atrincherado de los españoles; un paso los separaba ya, cuando repentinamente una faja de luz roja ciñó el campamento, y el estampido de las armas de fuego despertó el eco de los montes.

»Los tlaxcaltecas atacaban con furor; pero en esta vez como en otras, los cañones y los arcabuces dieron la victoria a Cortés.

»El senado de Tlaxcala culpó la indomable constancia del joven caudillo, y lo obligó a deponer las armas.

»Los españoles entraron triunfantes a Tlaxcala.

»El águila de aquella República lanzó un grito de duelo, y huyó a las montañas.

»El senado de la República, que nada había hecho en favor de la independencia de la patria, temeroso del enojo de los conquistadores, destituyó al joven caudillo; pero el espíritu grande de Hernán Cortés sintió lo profundamente ingrato de la conducta del senado, e interpuso su valimiento para que Xicoténcatl fuese restituido en sus honores.

* * *

»Eran los primeros días de marzo de 1521. Cortés volvía sobre la capital del imperio azteca, de donde había salido fugitivo y casi derrotado en la célebre noche triste, con un ejército poderoso compuesto de españoles y aliados, como se llamaban a los naturales del país.

»En las filas de los tlaxcaltecas circulaban noticias alarmantes. Xicoténcatl había desaparecido del campo, y según la opinión general, aquella separación era provenida del mal trato que los españoles daban a sus aliados, y sobre todo del odio que Xicoténcatl profesaba a esta alianza.

»Se dio la orden para que los tlaxcaltecas se dirigieran para Tlacopan con objeto de comenzar las operaciones del sitio, y los tlaxcaltecas emprendieron el camino, dejando a la ciudad de Texcoco, en donde sin saber para quién, pero con gran terror, habían visto preparar una grande horca.

* * *

»Estamos en Texcoco.

»El sol se ponía detrás de los montes que forman como un engaste a las cristalinas aguas del lago: la tarde estaba serena y apacible.

»Por el camino de Tlaxcala llegaba un grupo de peones y jinetes conduciendo en medio de sus filas a un prisionero, que caminaba tan orgullosamente como si él viniera mandando aquella tropa.

»Atravesaron sin detenerse algunas de las calles de la ciudad, y se dirigieron sin vacilar a la grande horca colocada cerca de la orilla del lago.

»El prisionero miró la horca: comprendió la suerte que le esperaba pero no se estremeció siquiera.

»Porque aquel hombre era Xicoténcatl, y Xicoténcatl no sabía temblar ante la muerte.

»Los españoles le notificaron su sentencia: debía morir por haber abandonado sus banderas, por haber dado este mal ejemplo a los fieles tlaxcaltecas.

»Xicoténcatl, que comenzaba ya a comprender el español, contestó a la sentencia con una sonrisa de desprecio.

»Entonces se arrojaron sobre él y le ataron.

* * *

»La pálida y melancólica luz de la luna que se ocultaba en el horizonte, rielando sobre la superficie tranquila de la laguna, alumbró un cuadro de muerte.

»El caudillo de Tlaxcala, el héroe de la independencia de aquella República, expiraba suspendido de una horca, al pie de la cual los soldados de Cortés le contemplaban con admiración.

»A lo lejos, algunos tlaxcaltecas huían espantados, porque aquel era el patíbulo de la libertad de una nación.»

II

La noche avanzaba, las nubes se alzaban lentamente en el horizonte hasta tornar en crepúsculo la luz radiante de la luna, el aire que azotaba la superficie del agua y los matorrales de la orilla, daba sobre el cadáver de Xicoténcatl, esparciendo las madejas de su cabello y haciendo estremecer su cuerpo inanimado.

El lugar del suplicio no estaba desierto; bajo el árbol donde yacía la víctima como el pregón de la barbarie, estaba un anciano que parecía hundirse en profundas meditaciones: se dejó oír el andar de varios hombres que llegaron a la vez al funesto sitio.

—Aquí, dijo un arrogante joven que llevaba sobre sus hombros una piel de tigre.

—Aquí repitieron dos jefes del ejército mexicano, y todos simultáneamente fijaron sus ojos sobre el cadáver del ajusticiado.

—Tízoc, dijo el más joven, yo le he visto asesinar y he recibido en mi alma sus últimos acentos.

—¡Infeliz! murmuraron sus interlocutores.

—Yo os he convocado al festín de la venganza.

—¿Y bien?

—Es necesario jurar delante del mártir, que su sangre será vengada, y que las olas de nuestro rencor atravesarán por cien generaciones si es necesario.

—Prosigue, tú eres hijo de Xicoténcatl, y nosotros estamos contigo, como ayer al lado de tu padre.

—Bajad el cadáver, dijo el joven, y Tízoc y Popoca, que así se llamaban estos capitanes, ascendieron rápidamente por las ramas, y bajaron con gran cuidado a su señor, lo pusieron sobre la yerba, y esperaron a que el joven Xixoténcatl hablase.

Se arrodilló el hijo junto al cadáver del padre, posó la mano sobre el corazón, que lo halló sin palpitaciones, y el llanto se agolpó a sus ojos: pero aquel llanto parecía sorberse en las mismas pupilas, ni un sollozo, ni un suspiro, nada que revelase la profunda angustia que devoraba el alma del mancebo.

Sacó después de su aljaba un dardo, e hizo una incisión en el pecho del cadáver sobre el corazón; la sangre tibia aún, asomó polla herida; entonces el joven sacó un vaso, y recogió el jugo de las arterias, como si aquella sangre trajese algo del espíritu del héroe. Mezcló después un licor que llevaba consigo, y dijo a sus compañeros:

—Este es el brindis de la muerte, la libración de la venganza en el porvenir… ¡Padre, delante de tus cenizas y bajo las sombras de esta noche fatídica, juramos morir en defensa de la Patria!

—¡Lo juramos! repitieron con voz solemne Tízoc y Popoca, y los tres bebieron en aquel vaso la sangre de Xicoténcatl.

—Oídme, dijo la voz cavernosa del hombre que había permanecido oculto tras el árbol, presenciando la sacrílega ceremonia.

—¡Traición! gritó Xicoténcatl, y todos echaros mano a sus armas.

—Silencio, exclamó el desconocido, y descubrió su faz venerable ante aquellos hombres.

—¡El sabio Chichilica! dijeron todos a una vez, y saludaron al astrólogo.

—El destino os ha convocado bajo el árbol de la muerte mostradme vuestras manos.

Xicoténcatl se adelantó el primero, y presentó su mano abierta al sabio, este la examinó con cuidado, y después practicó lo mismo con Popoca y Tízoc.

—Jóvenes, continuó el astrólogo, estáis predestinados, pero la sangre que habéis libado, infiltra la muerte en vuestras generaciones, oídme: «ese cadáver que acaso escucha mis vaticinios, tiene al cuello tres esmeraldas marcadas igualmente en el centro por un foco de rayos semejante a los de una estrella; cada uno de vosotros conservará una de esas piedras, como el tesoro de vuestro juramento; esas esmeraldas las iréis legando a vuestros hijos, y cuando todos hayan desaparecido; el último de las generaciones que llegue a reunir las tres piedras preciosas, asistirá a la última batalla y morirá en la noche que preceda a ese gran día de la independencia de México: si no tenéis sucesión, el último de vosotros que quede en la lucha, verá a la patria independiente.»

Se inclinó después sobre el cadáver de Xicoténcatl, desató el collar, y repartió las esmeraldas a los tres jóvenes, que las besaron con respeto como un reo su sentencia de muerte.

Aquellos hombres eran los trabajadores del porvenir.

Se estrecharon las manos, y separándose para siempre, se alejaron los cuatro personajes, todos por rumbos opuestos, como los cuatro ángeles del apocalipsis.

Primera parte. El collar de esmeraldas

Capítulo I. De la noticia que recibió el general Morelos en su campamento de la Brea

I

Cuando el cura Hidalgo se dirigía con su ejército sobre la capital de la colonia, un eclesiástico abandonaba la humilde feligresía de Carácuaro, y marchaba sólo en busca del caudillo. En el pueblo de Charo tuvo lugar la entrevista de aquellos dos hombres extraordinarios, cuyos nombres coloca en sus primeras páginas la historia contemporánea.

Se enseña aún a los viajeros la casa donde aquellos genios se encontraron, como dos astros en un punto del horizonte.

Morelos estaba dotado de un gran talento militar, había nacido como Napoleón, para mandar ejércitos.

El destino había querido cambiar su ruta; pero aquella alma se sobrepuso a todo, quebrantando las cadenas que lo ataban con sus votos solemnes a la ara del sacrificio cristiano.

Entró de llenó en las faces luminosas de su horóscopo, hasta caer en el abismo de su predestinación; pero la estela brillante que dejó a su paso en el mar de la revolución quedaría eterna sobre la superficie, como la huella de su tránsito por su siglo.

Morelos combatió desde el primer día, levantó ejércitos y atacó las plazas y poblaciones, y recorrió victorioso al frente de sus soldados, las costas de Sur; dejó su nombre sobre los laureles del Veladero, en la Sabana, y el bronce de sus cañones se reconoce aún en los muros graníticos del castillo de Acapulco.

Aquel espíritu saciado de gloria en las selvas y las montañas, buscó un espacio más gigante, un teatro más extenso a sus ambiciones, y seguido de su ejército ascendió atrevido la cordillera central del Sur, se adelantó a esas pirámides más elevadas que las de Egipto, y en medio de aquella atmósfera de fuego, llegó, a las alturas del Camarón, bajó después hasta el seno donde corren las turbulentas aguas del Papagayo, allí aplacó la sed de sus corceles para encumbrar la sierra donde se posó, para ver como una águila la ciudad de Chilpancingo; cordera de las montañas que yace al abrigo de aquella vegetación del paraíso, acariciada por las áuras purísimas de su cielo; allí, desde esa altura, tenía el héroe a sus pies el profundo valle del Mezcala, donde el monstruo del contagio sacude sus melenas emponzoñando las ondas del caudaloso río, que, en un nuevo ascenso, divide sus aguas de las que en dirección opuesta van a enriquecer las linfas agitadas del Zacatuda.

La hora de la revolución había sonado; esa es la hora de los héroes. Morelos acudía con la ofrenda de su sangre al llamado de la patria. Las montañas se estremecieron, el sol tuvo una reverberación más luminosa, y el cielo recogió los primeros acentos de aquel hombre que ofrecía delante del porvenir una era de gloria a sus soldados.

II

El ejército independiente había acampado en la hacienda de la Brea, y Morelos se encontraba en su cuartel general improvisado, con todos sus jefes y un sin número de amigos; porque su popularidad estaba como el mar en la hora del flujo.

—Mi general, decía un ayudante joven y vivaracho que no se separaba nunca de Morelos, esos diablos de realistas no escarmientan, ya les hemos dado unas zurribambas de primera, y todavía se han atrevido hoy a seguir nuestra retaguardia… ojalá que se acerquen, estamos dispuestos a darle una lección…, pues digo, ya conocen a los soldados de Morelos para andarse con remilgos… dígalo el muy valiente compañero Ávila, que los ha hecho corretear como cabras, já, já, já, si parecían venados.

—Este Muñoz habla por los codos, dijo un ayudante igualmente joven, pero que en sus ojos revelaba una serenidad de espíritu terrible, era aquella mirada la superficie del mar en calma, en el fondo estaba la muerte.

—Sí, hablo, porque mi general me ha visto batir, y tengo derecho para…

—Yo no lo niego amigo mío, eres valiente, y soy el primero en confesarlo.

—Pues vamos una apuesta, señor capitán D. Alfonso de Piedra Santa.

—La acepto de antemano.

—Jugamos un ascenso que nos concederá el general, al que llegue en el primer encuento a confundirse con el enemigo.

—He dicho que acepto.

—Testigo el Sr. Morelos.

El general estaba hondamente preocupado, y apenas hizo una inclinación de cabeza.

—No está de humor mi general, dejémosle, y vamos a tomar un trago a la tienda.

Se levantó la nube de oficiales, y entre risas y bromas se marcharon a hacer las libaciones de ordenanza.

III

Luego que el caudillo quedó en el silencio de su alojamiento, se puso a ver su correspondencia, que era bastante voluminosa.

—Este Ávila es un valiente, murmuraba el general; en el campamento del Veladero está absolutamente seguro, y está en el lugar más estratégico de aquellos contornos, cubrirá nuestra retirada en caso de que la fortuna me sea adversa… la fortuna… la fortuna, hasta hoy ha seguido mis pasos, camino seguro de encontrarla donde se escuche la detonación de mis armas… estos realistas son, tan bisoños como mis soldados… es necesario activar los movimientos antes de la llegada de los cuerpos expedicionarios… este Calleja me tiene mortalmente inquieto… Hidalgo se ha empeñado en presentar grandes masas, y eso lo perderá al fin… es necesario observar precisamente la táctica contraria, poca gente, toda armada y lo menos bisoña que sea posible; en cuanto al valor es lo que más abunda… mis tropas están acostumbradas a vencer, este elemento trae un éxito casi seguro… sin embargo, bien pronto tendrá encima el ejército de Calleja, porque es seguro que alcanza a Hidalgo en su retirada… si pasara este primer momento sin dar cima a la empresa…, malo… malo. Quedóse un momento pensativo, y luego continuó como si conversase con alguien, y es que el espíritu habla con el genio de la inspiración.

—Organizar, he aquí todo el trabajo; la tarea es ardua, pero forzosa… tengo jóvenes vigorosos, y ya la idea de independencia no asusta a las masas, la hora del sacrificio ha pasado para cederle el puesto a la razón y al patriotismo… cuando esté al frente de él un ejército disciplinado para revindicar el honor de nuestras armas, entonces los vencedores de Guanajuato, Aculco y Calderón, verán sus laureles estrujados por las herraduras de mis caballos, y yo seré árbitro de la victoria… ¡qué sueño tan hermoso!…

Se anubló repentinamente la faz del caudillo, una nube negra había pasado por aquel cielo de esperanzas.

Morelos recordaba en aquellos instantes las palabras de Hidalgo: «los que comienzan estas grandes empresas, jamás ven el resultado.»

En aquellos momentos dieron tres golpes a la puerta.

—¡Adelante! dijo el héroe con voz serena, porque Morelos tenía un dominio absoluto sobre su corazón.

Se abrió la puerta, y el ayudante Antonio Muñoz penetró en el aposento.

—¿Qué hay? preguntó Morelos.

—Mi general, acaba de llegar un correo con estos pliegos.

—Está bien, que espere.

Muñoz salió al instante.

Abrió el caudillo el pliego, pasó sus ojos de águila por los renglones, devorándolos instantáneamente.

Luego que se enteró del contenido, se dejó caer en la silla, apoyó su frente en ambas manos, y comenzó a dar sollozos ahogados, sacó su pañuelo y enjugó sus lágrimas, agitó la campanilla, y Muñoz volvió a presentarse.

Algo notó el ayudante, porque acercándose al general le dijo asustado:

—Señor, algo pasa por Ud. ¿Ha sucedido alguna desgracia?

—Capitán, haga usted entrar al correo.

El ayudante cumplió con la orden, y dejó solo al caudillo con el mensajero.

—Vamos cuéntame como ha estado todo… quiero saberlo, ¿lo oyes?

—Señor amo, dijo el correo limpiándose la frente, no me pregunte su merced, porque… no; yo no he vuelto a hablar con nadie de esa desgracia…, quisiera haber muerto antes que…

—Vamos, cálmate, necesito que me digas si es cierto lo que dice este papel.

—Todo es verdad, señor amo… en las lomas de Baján nos traicionó el señor Elizondo, y ya mataron al señor cura Hidalgo y al niño Allende y a todos, señor amo, a todos, yo los he visto fusilar en la plaza de Chihuahua.

—¿Y la tropa?

—Toda se ha huido.

—¿Toda?

—No señor, no cuento la que se quedó con el general Rayón que anda peleando.

—Está bien, hijo mío, retírate a descansar, y no digas a nadie lo que has visto.

—No, señor amo, ni a bala vuelvo a decir una sílaba.

Quedó solo el general, su llanto se sorbió de improviso y un gesto dé crueldad apareció en el rostro de Morelos.

—¡Yo volveré sangre por sangre, y odio por odio!… me siento único en la lucha… el resto de ese ejército vaga disperso y desmoralizado; yo seré el centro de unión… El movimiento revolucionario está confiado a mis esfuerzos… sabré cumplir con la misión que el destino pone hoy en mis manos… mi brazo es robusto y fuerte mi aliento… nos llaman a la muerte, y acudimos como buenos… ¡a las armas!… ¡a las armas!… el cadalso es un sitio de victoria, una tribuna desde donde nos escucha el mundo entero… no importa, nuestro es el porvenir.

Tornó a agitar la campanilla, y el ayudante a presentarse.

—Que llamen a mi confesor.

Morelos había conservado el sentimiento religioso en un grado exagerado, todos los días hacía que el capellán le dijese misa, y se confesaba la víspera de los combates.

Desde que a su voz corrió la primera sangre en las costas del Sur, dejó en su conciencia de ser sacerdote, y se consagró todo entero a la patria.

Morelos hubiera sido también un héroe en los tiempos de Pedro el Ermitaño.

Arregladas sus cuentas con el cielo, entraba en batalla como un león, y después de darle gracias a Dios por haberle salvado, mandaba fusilar a los prisioneros; creía que esto era un deber según las circunstancias y plan que había adoptado, y cumplía fielmente con su misión… el corazón humano es un abismo, quererle sondear, ¡una locura!…

Se entró Fray Manuel de los Ángeles, y conversó la mayor parte de la noche con Morelos.

IV

—Algo pasa con el cuartel general, compañero Piedra Santa, decía el ayudante, que era joven, pequeño de cuerpo, y con una gran cabeza; el señor Morelos estaba demudado; te confieso que me asusté.

—Es asustarse por muy poco, dijo don Alfonso.

—Es que insisto en que ha pasado alguna desgracia; pero debe ser de las gordas, porque…

—No seas misterioso, Muñoz.

—Yo voy a salir de dudas ¡oh buen hombre! venga por acá, ea, a tí, al que trajo los pliegos, es a quien llamo.

Se levantó el correo, y se acercó a los oficiales.

—¿Qué manda usté, señor amo?

—¿De dónde vienes?

—De por ahí.

—Explícate.

—De allá arriba.

—¿Del cielo?

—Casi, casi, porque esas montañas están muy altas.

—¿Y qué has visto?

—Nada, señor amo.

—¿Qué dicen del cura Hidalgo?

El correo no respondió.

—Lo dicho, dijo Muñoz, aquí hay gato encerrado.

—Nada de gato, señor amo.

—¿Pues dónde has dejado al ejército?

—Por todas partes peleando.

—¿Y los gachupines?

—Peleando también.

—¿Has estado en México?

—No señor, si ni lo conozco.

—¿Qué has oído de la batalla de Calderón?

—Que la ganaron los del rey.

—Nosotros no reconocemos a ningún rey ¿lo entiendes?

—¿Para qué me pregunta su merced?

—Estás perdiendo el tiempo, dijo don Alfonso, este hombre se ha empeñado en callar, y no moverá la lengua aunque lo maten.

—Largo, dijo Muñoz, y ya me las pagarás todas juntas.

—Con permiso de su merced.

—Malo está el negocio, el señor Hidalgo la ha pasado mal.

—Así lo creo, murmuró Piedra-Santa.

—Están tocando orden general en el alojamiento del señor Morelos. Se acercó a los dos amigos un oficial, y dijo alegremente:

—Compañeros, estamos de marcha, pasado mañana atacaremos Chilpancingo.

—¡Esa sí es noticia! gritó Muñoz.

—Ya creía yo que nos iban a salir raíces en esta hacienda, murmuró Piedra Santa, que estaba impaciente cuando no estaba peleando o en víspera de una batalla.

Ya que hablamos de este personaje, diremos a nuestros lectores que era alto, delgado, con el cabello rubio echado todo hacia atrás, los ojos azules y la barba de oro, su frente despejada, la nariz un tanto acaballetada, su labio inferior algo salido y su continente reposado y sereno, su origen y familia más tarde lo sabremos.

Se esparció la noticia de la marcha en el campo insurgente, se atizaron las lumbradas, se levantaron los soldados, y comenzó la bulla y la algaraza en derredor de las hogueras.

—Compadre, pasado mañana a más tardar carneamos.

—¡Como que mi espada tiene una hambre que ya!, decía un suriano limpiando el machete en la manga de la camisa.

—Ese realista Páris podrá decir si parecen o no navajas de barba nuestros chafarotes.

—Como que ¡pif! ¡paf! cabeza abajo.

—Lo estoy viendo.

—Vamos Juan, gritó una soldadera (un francés escribiría cantinière) ya me habilité de gallinas.

—La hacienda paga.

Fuera de nuestro país no se conoce esa benemérita clase que forma la mitad del soldado, es decir, su mujer. No entraremos en la cuestión si las tienen con arreglo al Concilio de Trento o al Registro Civil, el hecho es que el soldado, sobre todo en campaña, nada vale sin una compañera.

Esas infelices mujeres son una especie de langosta que caen tanto sobre las fincas, como sobre los sembrados, como sobre los muertos, a quienes desnudan piadosamente.

En la época de la insurrección, realistas e insurgentes entraban en las fincas a ejercer el derecho de conquista; de aquí la ruina de tantas haciendas y pueblos que han desaparecido, y cuyos escombros apenas se perciben en medio de la desolación de los campos y de las comarcas.

En la época a que se refiere nuestra historia, los insurgentes caminaban en familia; así es que a la hora de una derrota las mujeres y los niños caían prisioneros de guerra y entraban en el botín del vencedor, hasta que podían escapar de la esclavitud a que las condenaban en las fincas de campo, dándoles un trato duro e inhumano.

El general había prescrito que las mujeres se quedasen a una gran distancia del campo de batalla, pero cuando menos se esperaba ya se las veía dando de beber a los soldados, y cargando a los heridos y ofreciendo algo que comer a los oficiales, aquello, como hoy, no tenía remedio.

Nosotros les tributamos un sentimiento de ternura, porque en esos momentos solemnes ejercen la caridad con noble desinterés; nosotros hemos visto morir a algunas infelices, víctima del plomo en los momentos de socorrer a sus maridos agonizantes.

V

Seguía el tumulto y la algazara en el campo insurgente; porque la alegría era peculiar de aquellas valientes tropas.

Parecía el campamento un cuadro fantástico: todos los personajes se veían a la luz de las hogueras; por aquí un rostro franco y alegre, por allí otro terriblemente feroz, más allá un grupo de mujeres arrullando a sus niños, soldados durmiendo en el regazo de sus mujeres; levantándose de aquel campo un continuo murmullo de voces, gritos y carcajadas, que hace la armonía de los campamentos.

Atravesó cerca de una hoguera el joven Hermenegildo Galeana, y se detuvo junto a un grupo de guerrilleros.

—¿Muchachos, no han visto al capitán Piedra Santa?

—Sí, mi capitán, adelante algunos pasos y lo encuentra; acaba de tomar un trago de mezcal con nosotros.

—Está bien; ya nos veremos, muchachos.

—Canastos, dijo un suriano, de que veo al capitán me salta el corazón; ese sí que es valiente, no lo olvido en el día del Veladero.

—El capitán es amigo de la muerte, son viejos conocidos.

—Parece imposible que lo respeten las balas.

—He observado que cuando los realistas nos oyen gritar ¡viva Morelos! les entran corvas, y esto es correr como unos gamos.

—A fe que mi general Morelos, no lo he visto ni pestañear, y que siempre va al frente de nosotros.

—Pobrecillo, dijo una insurgente, yo lo he cuidado durante su enfermedad en Tecpan, no pensaba más que en sus soldados, los quiere más que si fueran sus hijos.

—A fe que nosotros, le queremos como a un padre, no quiera Dios que le toquen un cabello, porque… ¡rayo de Dios!… solo de pensarlo me dan ganas de arremeter.

—Este Vildo adora al señor cura.

—Y todos nosotros, repitieron los insurgentes.

—Mucho respetaba yo al señor Hidalgo, dijo Vildo; pero no tanto como al señor Morelos; yo he visto al señor cura en el Monte de las Cruces, ¡qué hermoso estaba el viejecito! ¡si parecía un santo!… Después de la retirada tomé rumbo al Sur.

—¡Qué ingrato fuiste!

—Juro por la Virgen del Carmen que no lo he sido: si me separé fue porque me hirieron y tuve que ocultarme en Santiago: después me fue imposible reunirme al ejército, y como yo soy de la Costa y supe que había tumulto por aquí, dije para mi coleto, donde haya pleito allí está Patricio Vildo, y ¡viva la América!

—¿Y dónde encontraste al señor Piedra-Santa?

—Esa es otra historia; mi capitán es un soldado de primera, pero lo confieso, es algo misterioso.

—¿Misterioso?

—Sí, lo dicho, yo tengo mis razones.

—Dilas.

—Será otra vez, por ahora sólo les cuento que es muy devoto, trae siempre un relicario al cuello y lo cuida más que los ojos de la cara.

—Será de la Virgen de Guadalupe.

—Puede ser; pero a mí se me figura que es otra reliquia más sagrada.

—¡Si traerá dinero!

—Cállate, Peralta, sería muy poco lo que pudiera guardar en el relicario, además que el capitán es el hombre más franco, yo guardo su dinero y oigan sonar.

El guerrillero dio con su mano en las bolsas de la calzonera, que produjo un sonido metálico.

—¡Oro! dijeron los soldados.

—¡Oro! repitió Vildo.

—Luego no es oro lo que trae al cuello mi capitán, dijo Peralta.

—Eso lo averiguaremos más adelante.

En aquellos momentos se dejo oír el clarín que tocaba llamada.

—En marcha, dijeron a una voz los insurgentes, y se dirigieron a tomar su formación.

VI

Galeana siguió en busca de Piedra Santa, a quien encontró paseándose cerca de sus soldados.

—Demonio de hombre, te he buscado por todas partes.

—No me he movido de este sitio.

—Es necesario ponernos en marcha al instante.

—Estoy listo.

—Ha pasado una desgracia horrible.

—¡Habla!

—Es inconcebible, amigo mío.

—¡Me alarmas!

—La cosa no es para menos, el señor Hidalgo y todos los generales han sido fusilados en Chihuahua.

—¡Ira de Dios!… ya se me había pasado por el pensamiento.

—La revolución ha quedado acéfala.

—Te engañas, hoy está más poderosa, nosotros venimos a formar el centro de ella, el general Morelos está predestinado para ser la primera figura en la segunda época de éste movimiento.

—Así lo creo.

—Pasamos a ocupar el primer término.

—Y tendremos aliento para llevar adelante esta empresa; el general me envía a ver a los señores Bravos, con quienes está en inteligencia para que proporcionen recursos para la marcha.

—Conozco perfectamente a esos señores, servirán al general al pensamiento. Necesitamos llegar mañana a la hacienda, caminaremos toda la noche.

—Pues a ello.

Los dos amigos fueron en busca de sus caballos: Vildo ya tenía listos los del capitán Piedra-Santa y Peralta los de Galeana.

Se pusieron en marcha en medio de la oscuridad de la noche, cuando atravesó un jinete en la misma dirección, y tomando la delantera, a todo escape.

Capítulo II. De cómo el tío Blas y la señora Fermina convirtieron en proyectiles los utensilios de la cocina

I

Estamos en la hacienda Chichihualco, propiedad del Sr. D. Leonardo Bravo, cuya numerosa familia se encuentra reunida con motivo del casamiento del joven D. Nicolás.

La hacienda está llena de gente venida de Chilpancingo y pueblos comarcanos, porque los Sres. Bravo son gente de pro y gozan de una grande influencia en aquellos terrenos.

Dos o tres músicas de viento tocan en el patio, y una de cuerda en la sala principal, lanzando al viento sonatas tan alegres, que resplandece el gozo en todos los semblantes.

La novia es una muchacha guapa, graciosa, y pertenece a una de las familias más distinguidas de Chilapa; es hija del comandante de realistas Guevara, se llama Margarita.

Del novio nada decimos, buen mozo, apuesto, valiente, y caballero entre los caballeros. D. Nicolás está ufano con su prometida, y su alma comienza a inundarse con la luz apacible y bienhechora de la luna de miel.

Excusamos advertir que los jóvenes esposos, que acababan de recibir las bendiciones nupciales, no se ocupan de aquel mundo que los rodea, y están entregados a la ternura de sus amores.

—Qué bella estás, Margarita.

—Nunca me has parecido más simpático, mi cariño ha crecido hacia ti de una manera inexplicable.

—El mío no tiene límites.

—Qué placer, poderte llamar mío, solamente mío.

—¡Yo estoy loco!

—¡Y yo te idolatro!

Estos diálogos serán familiares a nuestros lectores siempre que hayan doblado su cuello al yugo matrimonial; diálogos amorosos; esperanzas soñadas en ese día espléndido de felicidad.

¡Parece que el horizonte de la vida se ensancha, que el alma se dilata como el océano hasta tocarse con el cielo!

—Niño don Nicolás, dijo un viejo ranchero, que atravesó entre la concurrencia con la mayor pasta del mundo, ha llegado un amigo de su merced.

—Que pase en el acto, hoy recibo a todo el mundo, quiero que mis amigos sean testigos de mi felicidad.

—¿Ya sabe su merced quién es?

—No, pero eso importa poco, dile que voy a darle un abrazo muy estrecho.

—¿Pero sabe su merced, insistió el tío Blas, quién es ese caballero?

—Vamos tío Blas, que me estás impacientando.

—Es que…

—¡Con mil demonios, revienta!… Perdóname, esposa mía, pero la sorna de este hombre me molesta.

—Es que…

—Vamos, este hombre quiere decirme algo, vuelvo dentro un instante, no ceses de pensar en mí.

—Nicolás, yo no acostumbro olvidarte.

Don Nicolás besó la mano de su esposa, y se acercó al tío Blas, que le volvió la espalda, y se echó a andar fuera de la sala.

—Este es un viejo misterioso, murmuró el joven.

Luego que el tío Blas estuvo en el corredor, se acercó al oído de Bravo, y procurando ahogar su voz, le dijo: el amo don Hermenegildo Galeana acaba de llegar a la Hacienda.

—Se va a armar una de todos los diablos: mira tío, hazle entrar en las piezas de mi padre, y dile que yo iré más tarde, que no me separo de aquí por no dar en que sospechar.

—Está bien.

El viejo caporal se fue al encuentro de don Hermenegildo Galeana, y le dijo secamente:

—Sígame su merced.

El viajero obedeció, y conducido por su guía llegó hasta la habitación de don Leonardo.

—Que espere su merced al amo don Nicolás, que está acabando de hablar, salvo la grosería, con su esposa y resto de concurrencia.

—Está bien.

—Y si su merced quiere tomar un bocado, se le sacará al instante, porque aunque yo soy un bruto después de su merced, sé lo que debe hacerse con los amos que tienen tantas educaciones.

—Será más tarde.

—Como su merced lo determine, porque aquí desde las bestias hasta el administrador obedecemos a todos los señores caballeros.

—Está bien.

—Y servimos tanto a los que andan en la América, como a los realistas.

—Y hablando de otro asunto, ¿no sabe el tío Blas el estado de la plaza de Chilpancingo?

—¡Pues no! el domingo estuve en la plaza, los aparejos están caros, y lo que es por lo tocante a las semillas hay muchas, los amos las guardan, porque dicen que se espera sitio.

—¿Y hay mucha tropa?

—Tocante a eso no le podré decir a su merced, porque los soldados no asoman ni las narices, y el que pregunta sobre algo de los tumultos del señor Morelos, lo amarran como un cohete, y no se vuelve a saber su paradero: así es que por lo que respecta, nada sé ni nada pregunto.

—Está bien.

—Con permiso.

El tío Blas se retiró muy satisfecho de su conversación.

El tío Blas era un antiguo vaquero de la Hacienda de Chichihualco; había pasado su vida en las labores del campo, y a esas fechas ya estaba jubilado. Era un viejecito de setenta años, pequeño y encorvado, sus piernas formaban un perfecto paréntesis, sus manos eran toscas y callosas, jamás les había tocado el jabón.

El tío Blas tenía una trenza apelmazada, el peine no había llegado a sus noticias; usaba como la gente del campo, calzón de cuero, bota de campana, cotona, manga azul con dragona negra y flecos, sombrero de palma, y zapatón de ala.

El tío Blas era casado en terceras nupcias con la señora Fermina, mujer perspicaz y de inteligencia; habían tenido dos hijos, un varón y una hembrita preciosísima, que a la razón contaba dieciséis abriles y treinta y dos enamorados.

El mancebo se llamaba Jacinto, era todo un buen mozo, su frente ancha, su nariz correcta, boca pequeña con una dentadura blanca y terriblemente fuerte, cortaba un mecate a la primera dentellada; su cuerpo era robusto, y toda su contextura revelaba fuerza y vigor. Jacinto tenía una mirada particular, jamás la dirigía directamente al objeto que trataba de examinar, sus visuales eran oblicuos, veía de lado como dice el vulgo (el vulgo somos nosotros).

Los ojos son el espejo del alma: sentado este principio, Jacinto tenía el alma atravesada.

Luz era una morena de ojos negros como la noche, bañados de una expresión tiernísima de sentimiento, y formaba el todo de aquel rostro hechicero: la nariz recta y un tanto pequeña, los labios de granate y un cutis arrosado como la hoja de una rosa de Castilla. La garganta torneada, y unos hombros que se escapaban de la camisa blanca como la nieve, eran dignos del estudio de un escultor, la mano pequeñita y pálida en su revés, como las azucenas, con remates de los dedos teñidos de un suave carmín, al pie tan pequeño como el de esas ninfas que nos dibuja Cordero meciéndose en las hamacas a la sombra de las frondosas y tendidas hojas del plátano.

Luz tenía un cuerpo pequeño y una cintura de abeja, que se ocultaba bajo la mata de cabellos negros, que caía en rizos cuando la joven venía de empaparla en el río cristalino que atraviesa en ondas de plata por la Hacienda de Chichihualco.

El tío Blas idolatraba a su hija, y arrimaba unas tranquizas de lo lindo a Jacinto, que despuntaba en calavera.

La tía Fermina adoraba a su hijo y reñía de continuo a Luz, llamándola la remilgada, porque su cutis delicado se estropeaba al hacer las labores y faenas de la casa: de esta contradicción resultaba una reyerta matrimonial que acababa en tragedia: el tío Blas daba un muletazo a su esposa, esta naturalmente enviaba sobre la respetable persona de su cónyuge, un jarro o el primer objeto que tenía a mano, y continuaba el tiroteo hasta que Luz y Jacinto mediaban, en uno con sus brazos y la otra con sus lágrimas. El mal humor duraba hasta que llegaba la hora de hacer la colación de la noche, porque el tío Blas no podía pasársela sin contar cuentecillos y hablar de sus mocedades y de la manera y modo como conoció, enamoró y trató a sus dos difuntas esposas y a la tía Fermina que era la tercera. Acababa la conversación con alguna moraleja, y por aconsejar a su hija Luz que no se casase nunca, que en él podía ver tres tomos sobre el matrimonio.

La tía Fermina daba entonces un gruñido y el tío Blas las buenas noches: así pasaba la existencia de aquella honrada familiar, hasta que la calma fue interrumpida por los sucesos que forman las páginas de este libro.

II

Decíamos que el tío Blas se entró en la cocina después de dejar al recién venido en las habitaciones más apartadas de la hacienda.

La cocina presentaba el aspecto más delicioso: en el ancho bracero había doce hornillas encendidas, conteniendo cada una de ellas una cazuela monstruo que despedía nubes, no de mirra ni de incienso sino de un aroma capaz de despertar el apetito de un difunto. Entre la multitud de olores llevaba la primacía en del mole de Guajolote, platillo nacional que desaparece de las mesas oficiales, proscrito como un conquistado, y que nosotros preferimos a las lonjas crudas o semiasadas de la cocina inglesa, y a las ratas en miel que se sirven con tanta pompa en el celeste imperio.

Gran mortandad de pichones se había verificado en el corral y a la vista de las palomas; aquello sí había estado sangriento; los marranos aborrecidos de Mahoma habían sucumbido, y dos terneras yacían debajo de la tierra con una pira encendida sobre la losa. Los peritos afirmaban que a las dos horas la barbacoa estaría en su punto; los muchachos milperos esperaban en torno de la hoguera el momento de la exhumación. Todo era algazara y ruido, las conversaciones se atravesaban, cada cual hablaba lo que le parecía, y la cocina era una cámara de diputados o una Babilonia, que es lo mismo.

—¡Muchachas! gritaba la tía Fermina, esos pollos no se cocerán en todo el día, y a las cuatro se ha de servir la mesa.

A esa voz, las inditas pelaban a todo pelar, y destrozaban gallinas como si fueran doctores en visita de hospitales.

—Tú todo lo echas a perder con tus prisas, mujer, gritó el tío Blas desde la puerta.

—¡Los calzones están mal en la cocina, fuera los hombres!

—Yo no soy hombre, soy tu marido, y aunque me esté mal en decirlo, salva sea la parte, no hagas que te lo recuerde con expresiones más comprometidas.

—Y yo que me asusto tanto, dijo la tía Fermina.

—¿Señor padre, interrumpió Jacinto que era un bellaco de cuenta, no se le sirve nada al caballero que acaba de llegar?

—Tienes razón; pero no, es necesario que todos ignoren que el señor Galeana está en la hacienda.

—¿El señor Galeana? preguntó con extrañeza el mancebo, ¿pues no estaba con el cura Morelos?

—Sí; y eso qué nos importa, los amos lo aprecian, y como yo soy de pecho me han confiado el secreto, porque ya te tengo digo que al buey por el cuerno y al hombre por la palabra.

—Pero, señor padre, ese señor vendrá cansado.

—Bien, llévale una botella de mezcal y unos bizcochos.

Jacinto se fue en derechura a la despensa, tomó la botella, y se dirigió al aposento donde el joven Hermenegildo Galeana aguardaba con impaciencia.

—¡Qué diablo pasa! preguntó el impaciente joven, viendo entrar a Jacinto.

—El amo don Nicolás habla en este momento con su suegro el señor Guevara y lo tiene muy entretenido, contándole sobre la orden que va a dar a sus tropas.

—Bribón, ya nos las pagarán todas juntas; no se pasan tres días sin que haga el general un escarmiento.

—¿Está muy cerca el señor cura?

—En la hacienda de la Brea.

—Como quien dice del pie a la mano.

—Precisamente.

—Y dice su merced que ya está en camino.

—¿Estás muy interesado?

—Yo lo digo en reserva, hace tiempo que deseo ir con los insurgentes, y sólo por no darle una pesadumbre al señor mi padre, sigo a revienta sinchas en la casa.

—Ya te darás gusto; porque dentro de poco tendrás que seguirnos.

—Yo sé que seré buen soldado.

—Tienes buena facha; vaya esta copa por el nuevo soldado.

—Gracias, señor amo.

—Lárgate, y dile a Nicolás que estoy desesperado.

—Con permiso de su merced me retiro.

—Con Dios, amigo mío, y no olvides que eres todo un insurgente.

—Y mucho que sí, dijo Jacinto dando una mirada terrible a Galeana, que este no pudo percibir bajo el ala del sombrero.

Luego que Jacinto salió del aposento, se fue derechura a las caballerizas, ensilló su caballo, y a todo escape se dirigió al camino que hace rumbo a la ciudad de Chilpancingo.

III

El tío Blas continuaba en la cocina, fumando un cigarro y haciendo observaciones que tenían quemada a su adorada consorte.

—Mira, Fermina, vas a romper la hiel de ese animal, y todo el guisote se va a echar a perder.

—No te importa; ni te metas en camisa de once varas.

—Mira, Fermina, que ese cerdo está más crudo que cuando estaba vivo.

—No le hace.

—Fermina, que se te van a arder las enaguas.

—No eres tú el que ha de sufrir las quemadas.

—Mujer, los amos no dilatan en pedir la comida, y tú estás con una paciencia de santo.

—Es la que necesito para tolerarte, demonio de viejo, gritó Fermina fastidiada con las majaderías del tío Blas.

—Parece que te incomodas, ¿eh? pues mira que yo soy capaz de…

—¿De qué?

—De armar una de Dios es Cristo.

—Pues ármala; y te advierto que los valientes hacen mal de estar en la cocina; en las filas de los herejes insurgentes tienen su lugar.

—Es que el señor cura Morelos es tan cristiano como tú y yo.

—Calla Blas; esos endemoniados están ya entre las llamas.

—Tú me quieres matar de una cólera.

—Ya había sospechado que eras insurgente.

—Pues bien; lo soy, gritó el tío Blas con la fuerza de sus pulmones.

Un rayo que hubiera caído en la cocina, no causara un espanto más grande que las palabras del viejo caporal.

Las indias y los criados dejaron su ocupación y se volvieron asombrados al tío Blas, como si hubiera dicho una blasfemia.

—Lo dicho, gritó el anciano, insurgente y muy insurgente; yo soy un bárbaro, pero sé que el señor Morelos es un hombre de bien y que quiere la independencia, y por eso no sirvo a los españoles sino a los mexicanos.

—¡Blas! exclamó Fermina, tú estás excomulgado; desde hoy nos divorciamos, te aborrezco como a todos los diablos: ¡cruz! ¡cruz!

La respuesta del tío Blas fue un soberano trancazo, que a no echarse hacia atrás su esposa, le divide la cabeza.

La respuesta no se hizo esperar; Fermina arrojó sobre su esposo una olla llena de tripas de pollo, que vino a situarse en la mitad del rostro del caporal; entonces comenzó una de Centauros y Lapitas que fue gloria, cazuelas, cucharas, trozos de tocino, capones; todo volaba y caía y se arremolinaban en aquel campo de Agramante; se dividió en bandas la multitud de los sirvientes, y la batalla se generalizó en toda la cocina, como diría un general.

Al ruido acudieron los convidados, y merced a sus gritos pudo calmarse aquella barahunda.

—El tío Blas y la tía Fermina ocupaban el centro del terreno como dos gladiadores, y se veían con furor y se amenazaban con los ojos y arrojaban espuma por la boca.

Don Nicolás Bravo, que ese día estaba en la plenitud de su buen humor, sacó al tío Blas de la cocina, diciendo a la tía Fermina y a su falange:

—¡Amazonas de Chichihualco! habéis triunfado, coronaos de cebollas y perejil, y dadnos de comer para que la victoria no sea infructuosa.

Aquella proclama restableció la alegría e hizo olvidar a los contusos y maltratados los azares de la batalla.

Capítulo III. Un héroe hace ciento

I

El capitán Hermenegildo Galeana estaba impaciente esperando a su amigo Nicolás Bravo, que ocupado en ver a su novia apenas se acordaba de su visita.

—¡Tú estás excomulgado, hombre de Dios! dijo don Nicolás dando un estrecho abrazo a su amigo.

—He venido solamente a felicitarte. Vamos, que estás loco con Margarita.

—Hasta hoy no tenía idea de las mujeres, son unos ángeles, unos serafines, unos…

—Hombre, estás entusiasmado como un colegial; ya se ve, hoy es el día más feliz de la vida, entras en la primera faz de la luna de miel.

—Te aseguro que no pasará tan pronto.

—Ya veremos.

—Supongo que vendrás por recursos para el señor Morelos.

—Ni más ni menos: necesitamos movernos, y nos falta dinero.

—Ya sabes que todos nuestros bienes están a disposición de la insurgencia.

—Nicolás, ha de llegar el día de la recompensa.

—¿Quién piensa en ella? tú sabes que amo a mi patria, que en mi familia no hay un, solo individuo que no pertenezca de corazón a la causa de la libertad.

—¡Si tú supieras cuantos sacrificios hemos hecho, te espantarías!… este general Morelos no tiene rival.

—Estoy siempre curioso por saber sus acciones, pero con los detalles más precisos; es un hombre a quien verdaderamente admiro.

—Quiero contarte nada más que el principio de la revolución.

—Aquí está mi padre y mis tíos, dijo Nicolás viendo entrar a don Leonardo y sus tíos don Miguel y don Víctor.

—Señores, a la disposición de ustedes.

—Caballero, dijo don Leonardo, mi hijo Nicolás me ha hablado de la buena amistad que ambos se profesan, y yo me siento satisfecho.

—Gracias, señor.

—Dígame usted algo del señor Morelos.

—Ya está completamente restablecido, y se encuentra a dos días de Chilpancingo, cuya plaza será atacada dentro de cuarenta y ocho horas.

—Perfectamente, la plaza caerá en su poder a pesar de los realistas.

—Aquí, dijo Nicolás, se cuenta todos los días que ustedes están derrotados y dispersos.

—Y hasta muertos, dijo Galeana, eso no importa, hasta hoy con muy ligeras excepciones, y eso de poca importancia; la victoria ha acompañado nuestras armas, dígalo la actitud que guarda nuestro campo del Veladero; que es el fortín de la costa: no hemos dejado por esos rumbos ni una sola partida del Gobierno, todas han desaparecido después de la derrota.

—Morelos es un gran hombre, dijo con entusiasmo don Leonardo.

—Sí, muy grande, repitió Galeana; salir de su curato con veinticinco hombres desarmados para recorrer la costa, hacerse de la pequeña guarnición de Zacatula, y con aquel cuerpo miserable de soldados emprender su marcha por esas montañas, como los marineros de una nave perdida: sí, dijo con exaltación el joven soldado, atravesamos la cordillera, señores, esa sucesión de montañas gigantescas donde podemos decir con orgullo, no había tocado planta humana porque los caminos que recorren los proscritos no pueden determinarse en las cartas geográficas; aquella soledad, aquella espesura, aquel silencio como el de la eternidad ¡nos asustaba!… no sabíamos donde estábamos, ni hacia donde íbamos… repentinamente la cordillera se interrumpió formando una solución de continuidad con otras montañas que se elevaban como hosamentas de gigantes desgastadas por los huracanes, y carcomidas por el soplo del tiempo… sobre aquel tajo de las rocas, venía a estrellarse el mar desesperado en empujes sobrehumanos.

Se detuvo allí la caravana delante de la muerte; porque aquel paso es una playa del otro mundo.

Al lado opuesto está la roca que se llama el Calvario de Petatlam, y a su falda el Cocoyular, bosque inmenso de palmeras donde apenas atraviesan los rayos del sol abrasante de la costa; bosque profuso y exhuberante, cuya apagada sombra sirve de abrigo a algunas cabañas del mesquino caserío de la pequeña colonia que duerme al son de las olas en ese eterno mugido del Océano.

Morelos comprendió el peligro, tendió su mirada desdeñosa y ceñuda sobre aquella superficie agitada y el horizonte oscuro, esperó que la ola que chocaba en la montaña, retrocediese al Océano, como Napoleón sobre el mar Rojo, atravesó sereno hasta llegar al pie de la montaña.

La tropa lanzó un grito de entusiasmo, y se lanzó en pos del caudillo.

¡La ola acudió con furia, y arrebató a los últimos soldados que se perdieron en las cavernas del mar y los abismos de la noche!

El general ascendió a las montañas como a un pedestal, donde pudiera contemplarlo el porvenir, se descubrió la frente, cruzó sus brazos y fijó su mirada tenaz en aquella extensión desconocida.

Los insurgentes estaban sentados en las piedras viendo de hito en hito a aquel hombre que podía representar la majestad de un siglo.

Parecía que el genio había ascendido a las montañas para conversar con Dios, y era que el destino determinaba en aquella noche del porvenir de ese hombre, haciendo aspirar en su alma todo el aliento del genio, toda la inspiración que resplandecerá en su espíritu hasta en la hora final de su existencia.

Partió de allí con la fe de su misión, levantó un ejército, y el aire de la gloria vino a mecer sus estandartes.

Parecía que los huracanes que azotan las arenas abrasadas de nuestras costas le habían prestado su aliento.

El sacerdote se había transformado en conquistador, ya no era la sangre del cordero la que libaba enmedio de los cánticos religiosos, y la atmósfera embalsamada del templo, la luz de los blandones; no, era el guerrero que tenía por antorcha el sol, y por incienso el humo de los cañones, por templo el anfiteatro de los combates; y que hollaba con las herraduras de sus corceles, los cuerpos palpitantes aún de sus enemigos esparcidos en la arena de la batalla.

La frente de Galeana resplandecía, la voz era la de la inspiración, y su entusiasmo se comunicaba como la electricidad.

—¡Cuán, hermoso es acompañar a un héroe! prosiguió el joven soldado, al lado de ese hombre todo es grande, todo es heroico, son nada las miserias de la existencia, todo desaparece y se anonada ante su grandeza… es un honor desenvainar la espada para combatir a su lado.

—Sí, gritó Nicolás Bravo, yo quiero combatir con él, unir mi nombre a sus victorias; ya he sofocado por largo tiempo esta llama que arde en mi pecho, y que acabaría por volver cenizas mi corazón; desde hoy juro banderas delante de mi honor, ya soy insurgente, ya soy soldado; ¡a la guerra! ¡a la guerra!

Galeana y Nicolás Bravo se estrecharon en un abrazo patriótico y fraternal.

—Ya soy viejo, dijo don Leonardo, y me siento avergonzado de que mi hijo me haya dado esta lección.

—¡Padre mío!

—Puede aún mi brazo sostener la espada, juntos caminaremos, juntos pelearemos, y si muero quedas tú, tú que sabrás honrar mi memoria y conservar mi nombre.

—Padre, desde hoy somos todos de la patria.

—¡Todos! repitieron los cuatro Bravo.

—¡Yo venía por pan para mis insurgentes, y me llevo cuatro héroes, dijo llorando Galeana, ustedes serán la honra del ejército y la patria… la patria, ella sabrá recompensarnos en el día espléndido de la victoria!

—Me basta ser soldado de Morelos, dijo don Leonardo.

—Hoy, dijo Nicolás, es el último día consagrado a la familia; regocijémonos, es el festín de despedida; no hay que recordar el peligro; vamos, nos esperan con impaciencia, mañana será otro sol, el sol del porvenir.

Galeana no quiso turbar la alegría purísima de aquellas horas revelando la terrible hecatombe de Chihuahua.

II

La sala de la hacienda estaba completamente llena, las jóvenes lucían sus elegantes trajes, y lo más granado de la población de Chilpancingo y los derredores, se encontraban en la fiesta nupcial envueltos todos en un perfume de esperanza y felicidad.

Los amantes hablando de próximos enlaces, los viejos recordando sus días de felicidad, y las ancianas refugiando sus ilusiones en el amor acendrado de los nietos.

La música poblaba el viento de voces alegres, y todo respiraba una alegría deliciosa.

—¡A la mesa! gritó la voz estruendosa de Nicolás.

Menos rumor y gritería se levanta en un buque al tirarse el cañonazo de leva, que el que se alzó de aquella multitud.

Los enamorados dieron el brazo a sus novias, los casados marcharon con quienes pudieron acomodarse, y las viejas llevando de la mano a los chiquillos; precedía la caravana el novio; estaba en su derecho.

En un salón próximo estaba dispuesta la mesa con lujo y un gusto exquisito: entre multitud de ramos de flores estaban las botellas de vino, y brillaba el cristal y la porcelana de china blanca, como los manteles, platones de dulces y cremas con hojitas de laurel, y los siriales de los desposados, y multitud de platillos encubiertos cuyo olor atraía como el imán a los convidados.

Aquello fue un verdadero tumulto que debía preceder al ataque de las viandas; los criados y las muchachas de la Hacienda atravesaban en todas direcciones y atropellándose por servir los manjares.

Ya toda la concurrencia estaba en sus asientos respectivos, cuando el tío Blas volvió a entrar con sus pasos tardíos en el comedor.

—¿Con permiso de la concurrencia respetable, dijo a don Nicolás, y perdonando la grosería, quiere mi amo dispensarme una palabra?

—¿Te ha vuelto a zumbar tu mujer?

—No es eso, salva sea la grosería de contradecir a los amos.

—Di en voz alta lo que quieres.

—Perdóneme su merced, pero son cosas para calladas.

—Pues dímelas en el oído.

—Su merced no lo tome a mal, pero disimule dos palabras.

—Ya son dos, señores, el tío Blas no se contenta con una, quiere dos palabras; no es extraño, ha querido a tres mujeres, y en esto nos va muy descaminado.

Una salva de aplausos fue la contestación al discurso del novio, que recibió por su cuenta un pellizco, de su novia, adelantado.

—Su merced tiene mucho de aquello, dijo el tío Blas, con que se hacen los sermones, pero vuelvo a insistir en que salga un momento al patio.

—Hoy es día de mercedes; con tu permiso, querida mía, voy a ver qué se le ofrece al tío Blas.

Se levantó el novio y siguió al viejo caporal.

—Ha triunfado el tío Blas, ¡una copa por el tío Blas! gritó Bravo, y todos aplaudieron y desalojaron sus vasos.

III

El capitán Piedra-Santa se había quedado en una hondonada que hay próxima a la hacienda de Chichihualco, esperando con una escolta a que Galeana le diera aviso para entrar en la finca.

Dos horas se pasaban y el capitán no volvía, lo que hizo entrar en cuidado a su amigo, porque en aquellos tiempos no había un momento seguro; las denuncias estaban a la orden del día, y era fácil que Galeana hubiese caído en un lazo.

Piedra Santa envió a uno de los insurgentes a la hacienda a ver lo que pasaba; pero el soldado que se encontró con la fiesta, asentó sus reales en la cocina, donde le sirvieron a las mil maravillas, y se olvidó de su misión, por sacar el vientre del mal año.

Los insurgentes estaban acostumbrados al peligro, con el cual estaban familiarizados; así es que Piedra-Santa se resolvió a ver claro, como él decía y haciendo montar a sus jinetes tomó rumbo a la hacienda de los Bravo.

El tío Blas se había trepado a una eminencia a ver si descubría en el sendero a su hijo Jacinto, que sin decirle una palabra se había marchado.

El tío Blas estaba acostumbrado a que el mancebo le fuera a besar la mano antes de salir, y a pedirle la licencia correspondiente, así es que estaba en extremo alarmado; era la primera vez que Jacinto tenía tales procederes y consumaba un acto de inobediencia.

Apareció Piedra-Santa con sus soldados en la cuesta, y el tío Blas se dirigió violentamente a dar aviso a su amo.

—Señor, un grupo de insurgentes viene para la casa.

—Veamos, respondió Nicolás; y salió a la puerta de la finca.

Efectivamente, el capitán adelantó hasta llegar al encuentro de don Nicolás.

Piedra-Santa era amigo de los Bravo.

—¡Abajo de ese caballo! gritó Bravo, y venga un abrazo.

El capitán entregó su caballo a su asistente Vildo, y saludó con grande afecto a don Nicolás.

—¿Vienes desertado?

—No, vengo buscando a un desertor.

—Pues ese reo está comiendo como un desesperado y bebiendo como un rabioso.

—Este Galeana no tiene remedio.

—Es todo un soldado.

—Lo cual no basta para que me haya dejado teniendo la peña.

—Vas a estar compensado, amigo mío: te diré que me he casado hoy, serás el primero de los convidados.

Piedra-Santa sonrió tristemente.

—Feliz, dijo, quien puede aspirar al goce de una familia.

—Sí, ya entré en el carril y soy el predicador de los solteros, le aconsejo a todos que se casen, aunque supongo que no todas las mujeres se han de parecer a Margarita.

—Te felicito, amigo mío, yo veo la dicha de los demás como un náufrago ve las playas de donde lo alejan las tempestades.

—Entremos, dijo Bravo; y luego dirigiéndose al tío Blas, vamos, haz que salgan de ese escondrijo las muchachas, estos señores insurgentes no roban a nadie, son amigos míos.

Los dos jóvenes penetraron en el comedor.

—Señores, les presento al capitán Alfonso Piedra-Santa, es el muchacho más guapo del ejército del señor Morelos.

Todas las miradas se fijaron en el insurgente, que saludó a la concurrencia con una gracia exquisita, como no lo hubiera hecho el más refinado cortesano.

—Le voy a colocar en un sitio tan bueno, que me va a dar las gracias.

Ninguno de los concurrentes extrañó la presencia de Galeana y Piedra-Santa, porque era sabida la opinión de los Bravo, aunque nadie se había atrevido a denunciarlos.

Don Nicolás dio asiento a su amigo junto al de Luz, que nunca había estado más hechicera.

—Un buen mozo debe sentarse junto a una hermosa.

Luz se ruborizó, y el capitán le tendió la mano para hacer las amistades.

Galeana se reía del plantón que había dado a Piedra-Santa; pero éste no se ocupaba sino en galantear a su compañera.

Luz, aunque era hija del caporal, los señores Bravo la habían adoptado; era una adopción de cariño, y se le contaba entre las señoritas de la familia.

El tío Blas veía con ternura a su hija desde el corredor, y decía para sus adentros: ha nacido para señora, por lo que toca a lo que respecta lo es, y aunque yo soy su padre, tengo ribetes de bellaco y de bruto; pero mi Luz sí que es lo que debiera ser… este Jacinto merece una paliza, se la daré en cuanto lo tenga a las manos y buena, esa sí que va a ser fiesta.

Las botellas se desalojaban y caían al suelo como los despojos de la mesa; la alegría se tornaba en locura, y toda la multitud estaba entregada por completo al goce purísimo de la gastronomía.

La música se dejó oír en la sala, y la concurrencia se trasplantó al lugar del baile, donde ya repicaban las castañuelas.

Piedra-Santa bailó con Luz, no le dijo una sola palabra, pero el contacto de aquella criatura lo tenía íntimamente impresionado.

El joven apartaba la vista de aquel rostro hechicero, se sentía fundir en las miradas de Luz, y el suavísimo olor de su aliento lo tenía magnetizado como a un pájaro el hálito de la serpiente.

Quería huir de aquella mujer, pero una fuerza irresistible lo contenía.

Estaba en la primera lucha, el primer combate del hombre y su destino.

Era extraño que el joven pretendiese huir de un fuego donde se queman las alas del corazón: ¡huir de una mujer!… esto a pocos les ocurre; algún misterio debía encerrarse en aquella existencia, algún secreto terrible que obligase al joven a alejarse de la prenda que le marcaba su destino en aquellos momentos.

Luz no había amado nunca, y recibía con la presencia de aquel hombre el primer aviso de un amor soñado en los primeros respiros de su alma.

La excitación de aquella fiesta, la presencia de la felicidad ajena, las armonías de la música confundidas con el perfume de las flores, todo contribuía a llevarla al paraíso de los sueños.

¡Ojalá que viviesen siempre en el cuadro de la vida sin desvanecerse!

¡Qué hermosos los primeros sueños del alma!… cielo purísimo de rosa con celajes de oro y de púrpura, estrellas siempre resplandecientes, cortinajes de luz que se extienden en los lejanos horizontes de la existencia, ¿por qué desaparecéis en la noche de la tribulación y de las vicisitudes?

IV

La noche había cerrado, y Jacinto aún no parecía: el tío Blas estaba inquieto, abría los ojos desmesuradamente para ver entre las tinieblas si se dejaba ver por el camino; el ruido del viento le parecía traerle los pasos del caballo: nada, todo estaba en silencio, sólo dentro de la hacienda seguía el ruido estruendoso de la fiesta.

—Algo va a pasar, dijo el viejo caporal; mi corazón nunca me ha engañado.

Entró en su aposento, cerró por dentro, y cuando se convenció de que estaba enteramente solo; sacó del fondo de una caja una bolsa con papeles, la abrió, tomó una esmeralda que puso en su escapulario que llevaba al cuello, guardó en el seno la bolsa con los papeles, y volvió al portón de la hacienda.

Pasó las horas en la mayor ansiedad, hasta que el crepúsculo comenzó lentamente a aparecer en las primeras líneas del horizonte; la música continuaba en la fiebre de un día de gozo y aturdimiento; los soldados de la escolta se bañaban en el río, y se escuchaban sus carcajadas y el golpeo del agua.

El tío Blas estaba como una estatua de piedra en el portal.

Se oyó un tropel de caballos, y a pocos momentos ruido de armas y un disparo de mosquetes.

—¡Ya lo sabía! dijo el tío Blas cayendo atravesado por el plomo.

Capítulo IV. De cómo pueden reunirse en un mismo punto cuatro aves de mal agüero

I

Jacinto se adelantó por el sendero escabroso que lleva al camino de Chilpancingo, cuando se detuvo al escuchar el ladrido de los perros y una voz robusta que los sosegaba.

—¡Caifás! ¡Sultán! ¡Sosegaos!

—Alguien llega, dijo otra voz, y los pasos se dirigieron al encuentro de Jacinto.

—¡Alto!

Jacinto se bajó del caballo, y visiblemente contrariado avanzó hacia el capitán Piedra-Santa, que estaba en espera de Galeana.

—¿A dónde vas, muchacho?

—Voy por ganado, señor amo.

—¿De dónde vienes?

—De la hacienda de Chichihualco.

—¿Son tus amos los señores Bravo?

—Precisamente.

—¿Y qué has visto?

—Mucho, señor amo; el niño don Nicolás se ha casado y tenemos gran fiesta, por más señas que el señor Galeana está por allá.

—No hay novedad, pensaba el capitán; no obstante, su inquietud no se calmaba.

—¿Me puedo retirar?

—Sí, respondió el capitán, conteniendo a los perros que no cesaban de ladrar.

Jacinto desapareció por las rocas; luego que se encontró sobre la montaña se detuvo, y comenzó a contar los grupos de insurgentes que formaban la escolta de Galeana.

—Son pocos, decía; no podrán formalmente resistir a los realistas; la cosa es hecha.

El hijo del tío Blas algo aguardaba; porque con ligeros intervalos silbaba de una manera particular, remedando el silbo de las culebras.

De repente se detuvo en una hondonada que hacía el camino, examinó el sitio, y convencido de que era el mismo que buscaba, dejó al caballo pastando en los matorrales, y tomó asiento sobre una piedra.

Jacinto tenía pintada en el semblante una desesperación horrible, su mirada se había hecho más torva y su frente amenazaba como la tempestad.

Se cruzó de brazos, inclinó la cabeza sobre el pecho y pareció entrar en meditación.

Después hablando consigo mismo, y sin notar que alzaba su voz, comenzó a decir claramente:

—No soy pobre, y sin embargo, no soy igual a esos señores… ella no ha reparado en nada… bien que jamás me atreví a decirle una sola palabra… ¡yo la amo con todo mi corazón!… ¡qué mañana tan horrible!… ¡vestía de blanco, y su corona despedía un olor de los cielos… sus ojos eran de fuego, y su semblante pálido como el de la luna!… yo me atreví a verla y quedé admirado.

—¿Jacinto, estoy hermosa?

—Yo no supe qué responderla; porque mi corazón se oprimía como si pesase sobre mi pecho una de estas piedras… Me alejé llorando… sin embargo, me atraía algo desconocido, torné a su presencia, ya estaba el altar encendido y el señor cura con el libro en la mano… y ella al lado de ese hombre aborrecido, viéndole con una ternura inmensa, parecía que los rayos de sus ojos penetraban hasta el fondo de su pecho… qué daño me hace este recuerdo… toda aquella concurrencia rodeaba a los esposos… yo oía la voz del cura como en las noches de la costa las corrientes lejanas del viento o del rumor del mar… nada comprendía… ¡estaban casados!… ¡unidos para siempre!… ¡para siempre!

Jacinto limpió con el dorso de su mano una lágrima que brotó como una chispa de fuego de sus pupilas abrasadas.

—¡He pensado mucho, continuó el mancebo… mucho… y no puedo soportar así la vida… siento que el demonio se me ha entrado en el corazón… quiero la venganza!

El hijo del tío Blas acarició el puño de un. machete suriano.

Después entró en un silencio mudo y terrible; el volcán de sus celos hacía su erupción, y las ideas del mancebo todas eran de sangre y de matanza.

Jacinto se había apasionado de la novia de Bravo, su condición lo alejó de aquella virtuosa joven, y los celos en un alma grosera e impetuosa debían provocar terribles resultados.

Había presenciado el casamiento, asistido a aquella solemnidad que le impuso en su alma el infierno de la desesperación.

Amar hasta la locura a una mujer, soñar con ella, vivir con sus desdenes, alentar con su misma indiferencia, aspirar igualmente a su odio que a su amor, sólo porque cualquier sentimiento de esos proviene de su alma, de quien se ambiciona un rayo, y verse despreciado, envilecido ante otro ser más dichoso, cuando se hubiera dado por aquella mujer la existencia entera, la sangre, todo el porvenir, el más allá de la tumba… ¡horrible… horrible situación!…

Jacinto era un desgraciado, y la desgracia es el imán del crimen; pensó en la venganza, y la casualidad tenía a sus manos el hilo de la trama fatal, precisamente en los momentos sombríos de su rencor.

Vio llegar a Galeana, a quien conocía, y desde luego se decidió por la denuncia.

Este paso era el primero en el precipicio, desde aquel momento tendría que afrontar una situación desesperante, seguir las banderas del rey, hacerse enemigo de su patria y de su familia; la marca de ingratitud pesaría sobre su frente, y sería maldecido de sus padres.

Todo lo pensó… sí, todo; pero aquel mar que se le venía encima, desaparecía al recordar su amor humillado… ¿para qué quería la existencia sin aquella mujer?… la tranquilidad lo asustaba, porque la soledad y el reposo son los verdaderos tormentos del alma que sufre.

La revolución le traería el olvido, y ese viento trae la sangre del corazón.

El amor del mancebo y su afán habían pasado desapercibidos; nadie había sospechado aquella agitación febril, excepto el tío Blas, que desde el fondo de su rudeza vigilaba a su hijo de una manera particular.

El viejo cuando se encontraba a solas con su hijo le decía:

—Jacinto, el matrimonio no se hizo para ti; me darás un gran disgusto el día que te vea enamorado; más tarde te explicaré mis ideas; tú has nacido para otras cosas, de las que te enteraré a su tiempo.

Jacinto parecía obedecer a su padre, porque no se le conocía novia alguna en la comarca; las muchachas más guapas del pueblo le eran indiferentes; nadie sospechaba lo que pasaba en el alma agitada del infeliz joven.

La tempestad se había preparado y le llegaba su hora; el destino se anuncia como el huracán, a una gran distancia.

II

Estaba el mancebo hundido en la pesada sombra de su infortunio, cuando tres jinetes llegaron al pequeño anfiteatro que formaban las rocas de la montaña.

—Hola, Jacinto, dijo un hombre alto, rubio y de barba larga, que tenía el acento y la traza de un extranjero.

—Señor David, hace dos horas que espero.

—Este señor Gago se ha detenido en cuantas chozas ha encontrado a su paso.

—Ese es mi único defecto, dijo Pepe Gago, que era un individuo pequeño y flaco como una anguila, pero siempre llego a tiempo.

—El señor Tabares, continuó David, es más serio y ofrece más garantías.

Se sonrió Tabares, que era un hombre como de cincuenta años, fornido y con la tez morena por el sol reverberante de la costa.

—Puesto que estamos reunidos, y sin más testigos que nuestra conciencia, hablemos de nuestros planes, que ya es tiempo de realizarlos.

—Hablemos, dijo Jacinto.

—Somos víctimas de la ingratitud de Morelos, dijo Tabares; yo le dispuse el campo de Tres-Palos para que derrotase a Páris, alcanzando con esa victoria gran fama en toda la costa; ¡sí señores, ese día se hizo del armamento que llevan sus soldados, y pensar que ese hombre me ha desairado llevando su ingratitud hasta el grado de desconocerme!

—Tienes razón, dijo David, yo me escapé del castillo de Acapulco en los momentos en que lo sitiaba; fui el mejor de sus oficiales, y como a Tabares hoy me posterga.

—¿Pero qué ha motivado ese cambio? preguntó Jacinto.

—Has de saber, dijo Tabares, que Morelos nos envió a los Estados Unidos como agentes para el reconocimiento de la independencia; el general Rayón nos detuvo en su ejército, le hemos servido en todas sus empresas, hasta alcanzar un grado regular, que juro hemos ganado en el campo de batalla.

—Hemos arriesgado cien veces la vida, dijo David, bajo las banderas de la insurgencia.

—Regresamos, continuó Tabares, al campamento de Morelos; luego que nos presentamos, se enciende en furia por esa rivalidad que tiene con el general Rayón, y no sólo nos ha tratado mal, sino que se ha permitido arrojarnos de las filas, diciendo que no reconoce más grados que los dados por él en los combates.

—Ya verán, dijo Pepe Gago, si yo tuve razón para jugarle aquella pasada.

—Hiciste bien, respondió David, si todos se portaran con ese valor y audacia, todo estaría arreglado.

—Yo ignoro, dijo Jacinto, la acción a que se refiere Gago.

—Estaba el general Morelos en el Veladero disponiendo el ataque de Acapulco, cuando nosotros, que defendíamos el fuerte, éramos un número muy escaso para rechazar su asalto bien combinado; así es que yo envié a un soldado a decir a Morelos, que cuando viene en uno de los baluartes asomar un farol, se dirigiese sin temor sobre el castillo, que yo se lo entregaría. Efectivamente, amigos míos, a las pocas noches y a la hora señalada, coloqué el farolillo, y vimos aproximarse una gruesa columna con todo el candor del que juzga encontrar llano el camino… ¡Dios poderoso! me acuerdo todavía, los dejamos aproximarse hasta tocar los muros del castillo… entonces una descarga de artillería y fusilería estalló sobre los insurgentes, haciéndolos pedazos y dispersándolos como parvada de tordos al golpe de la munición: ¡qué día! es decir, ¡qué noche!… todos me abrazaban, me subían en peso, me victoreaban; vamos, yo fui el héroe de la jornada.

—Ya puedes meterte bajo siete estadios de tierra; porque de caer en manos del general Morelos, no te da un minuto de vida.

Pepe Gago hizo un movimiento de desdén, pero su faz se puso intensamente pálida.

—Si hubiéramos sospechado lo que nos ha acontecido, dijo David, no nos ponemos a las órdenes de ese hombre; Jacinto, tú no lo conoces; es necesario decidirse a morir para acompañarle; ama los peligros con idolatría, juega con la muerte como Dios con los rayos, su valor es temerario, y su arrojo no conoce límites.

—Algo había de tener Morelos para ser tan temido de sus enemigos, dijo Tabares.

—Es que nosotros no le tememos, se apresuró a contestar David.

—Pues organicemos nuestro plan.

—Es muy sencillo, amigos míos, dijo Tabares; es necesario apoderarnos de Morelos, sorprender su campo del Veladero; allá tengo un, buen amigo llamado Mayo, que es uno de los oficiales de más fama en el ejército insurgente; él se encargará de poner a Ávila, que hoy representa a Morelos, en una situación bien distinta de la que hoy guarda; ya le tengo hablado, le he ofrecido una gran cantidad, y espero de un día a otro ver realizada en esa parte nuestra combinación.

—Yo marcharé, agregó David, y pondré en movimiento los pueblos de la costa, promoviendo una reacción realista.

—Y yo estaré en Chilapa, dijo Pepe Gago, donde está el centro de mis relaciones; me encargo de defender la plaza y traer en continua guerra a los pueblos del derredor, persiguiendo insurgentes; la influencia mía y la de los españoles es suficiente para tener a raya a Morelos, que ya está insolente por demás, merced a la fortuna que sigue sus banderas.

—Yo, dijo Jacinto, prestaré un gran servicio a la causa del rey.

—Habla, exclamaron a un tiempo David, Gago y Tabares.

—Anoche se han acercado a la hacienda los insurgentes.

—Luego están muy cerca, dijo Gago terriblemente inquieto.

—Se puede decir, continuó Jacinto, que estamos a una legua de ellos.

—Corremos un gran riesgo, amigos míos, vámonos; son capaces de colgarnos como racimos.

—Cálmate, Pepe, ellos no se arriesgarán a venir por este camino.

—¿Y bien?

—Don Hermenegildo Galeana está con los señores Bravo.

—¡Galeana! exclamó Gago, vámonos, ese hombre nos sorprende y nos descuartiza, créanlo ustedes, es una especie de fiera; Dios mío, estamos corriendo un riesgo espantoso.

—Este Gago es original, ese señor Galeana estará enfiestado en el casamiento de don Nicolás.

A ese recuerdo tornó a nublarse la frente del joven.

—Continúa, Jacinto, reflexiona que los insurgentes son el demonio.

—Cuando me he cerciorado de que ese oficial del ejército de Morelos estaba seguro en la hacienda, he determinado denunciarle lo mismo que a los señores Bravo, que hace tiempo se han declarado por los insurgentes.

—Podemos hacer buena presa.

—El general Morelos está en la hacienda de la Brea; si podemos hacemos de Galeana, sería fácil sorprender el campo insurgente, que tiene muy pocos soldados, todos han quedado en el Veladero.

—Bien pensado, y manos a la obra, dijo Gago.

—Nosotros marchamos a la costa, mientras Mayo se hace de las fuerzas de Ávila.

—Y yo a Chilapa a prevenir una sorpresa.

David, que había permanecido en silencio, detuvo a sus compañeros, y dijo con acento de Satanás:

—Vosotros no sabéis nada en materia de revolución, vuestro plan es parte de la gran combinación que necesitamos realizar.

—¿Qué piensas, David? preguntó Gago.

—Levantar la guerra de castas, asesinar a todos los blancos, degollar a Morelos como el jefe de la insurrección, lanzarnos sobre las ciudades, apoderarnos de sus tesoros, repartir las tierras, y en una palabra, hacernos dueños del país.

David era americano, tenía ese espíritu aventurero, no lo ligaban a México vínculo alguno; enemigo por raza y por historia, le era indiferente la existencia de esa generación, sobre la que caía como un buitre.

Sus compañeros de complot se escandalizaron, pero se cuidaron de decir una palabra; los cómplices se recelan mutuamente.

—Estamos arreglados, dijo Gago; por ahora demos el golpe de gracia a los Bravo, y más tarde realizaremos todas nuestras esperanzas.

Los cuatro conspiradores hicieron su juramento de costumbre, y partieron para sus destinos.

Capítulo V. Del zafarrancho de moros que hubo en la hacienda de Chichihualco

I

El año de gracia de mil ochocientos once, Chilpancingo era, como hoy, una población metida en una gruta de flores y enredaderas.

Parece una ciudad morisca por lo misterioso de sus edificios, sus jardines y sus innumerables fuentes.

Todo es fragancia y sombra, nidos de rosas y mujeres encantadoras.

En cada ventana hay un ramillete de flores y una hada de ojos centelleantes y seno de mármol.

A sus pies se extienden en olas de oro las aguas mansas y cristalinas del Huacapam.

La población está circundada de montañas y cubierta por la bóveda de zafiro, que la encierra como en un gigante fanal, donde acuden las estrellas como lluvia de brillantes que cae en lucientes meteoros sobre sus campos.

Chilpancingo es el Oasis de la montaña; todo es inesperado, uno de esos cuadros felices de imaginación que se reflejan, durante el sueño, en el alma de los peregrinos.

¡Paz, silencio, sombra, ilusiones, bienaventuranza, los elementos de la meditación y el recogimiento!

Las montañas están cubiertas de pinos, que forma un musgo uniforme y sombrío sobre aquellas gigantescas rocas, que amenazan desplomarse y sepultar a la población como las lavas del Vesubio a Pompeya y Herculano.

Se oye el canto de las aves que atraviesan por el valle en busca de horizontes, y los gritos de los pastores que espantan a las reses o recogen sus ovejas, porque se han visto las pisadas del lobo en las veredas de la montaña.

Algunos viajeros atraviesan las sendas en dirección a Tixtla; y grupos de rancheros sobre el camino que conduce a la hacienda de Chichihualco.

Nada turba el quietismo de aquellos bosques; el día y la noche son igualmente tranquilos y reposados.

Aquel suelo encantado debía perder la calma primitiva del patriarcado, para tornarse en un monumento histórico.

No se verificaría impunemente esta metamorfosis.

La sangre salpicaría aquellas piedras, humedecería los campos y entraría en el catálogo de las ciudades inmortales con la corona del martirio.

II

El Gobierno colonial guardaba a Chilpancingo como un baluarte avanzado, para detener el avance de los insurgentes, que comenzaban a aparecer por las cordilleras en son de guerra.

Las autoridades vigilaban como unos Argos, y el comandante militar recorría como un lobo los alrededores.

El comandante Garrote era el procónsul de Chilpancingo, y no será malo que lo conozcan nuestros lectores.

Garrote era alto, muy alto, parecía uno de esos morillos en que se colocan los espanta-pájaros, y tan delgado que podía tomar cuarteles en la vaina de su espadín de revista.

Una nariz larga, con un caballete capaz de sostener la montura; unos ojos como ojales de camisa; una frente deprimida y obtusa; una cabeza con la figura de los cocos, y tan vacía de sesos como ellos; unos carrillos secos y amojamados, cubiertos con el bigote canoso y recio como las puas del puerco espín, y que se enroscaban hasta llegar a las dos grandes orejas que cualquiera hubiese tomado por paños de sol; una boca desmesurada con los dientes en dispersión; un cuello como el de los buitres, al que llevaba un inmenso corbatín con aros de fierro; los brazos largos como aspas de molino, y las piernas arqueadas por la costumbre de montar a caballo, y sus pies capaces de sostener la torre de San Pablo.

Vestía una piqueta azul, estrecha, que parecía que después de calzada le habían atornillado las manos gigantes de Garrote.

Un pantalón azul con franjas amarillas, unos acicates de plata, y un gorro inmenso a veinte mil pies sobre el nivel de mar.

Ese individuo era el comandante Garrote, que vigilaba como los gigantes de los cuentos, al pueblo de Chilpancingo.

El militar tenía un lenguaje propio, o decía barbarismos o desvergüenzas, o lo que es lo mismo, barbaridades desvergonzadas.

Garrote era un bruto, lo cual es magnífico para la consigna; era un hombre de cartucheras al canon.

Garrote, a pesar de todo, era un cobarde de primo cartelo: cuando entraba en batalla se fingía malo del estómago; sacaba de su mochila la magnesia y cuidaba de pintorrearse el rostro más bien que de tomar la medicina, y todo para que no le notasen el miedo en el semblante.

Como en aquellos felices tiempos no había guerras, Garrote debía sus ascensos a las remesas que hacía a la corte de los mejores productos de la naturaleza en la fecunda zona de la tierra caliente.

Al estallar la revolución de 810, se pensó desde luego en Garrote, lo cual le supo malísimamente, porque presentía, como Hércules III, que le iba a suceder algo.

Levantó cuanta gente pudo en el pueblo y la comarca, se armó hasta los dientes, puso vigías, vigilantes y celadores en todas las encrucijadas, estableció correos y persiguió por sospechosos hasta las viejas de Chilpancingo, que rogaban a Dios lo espavilasen en la primera batalla.

Garrote estaba profundamente alarmado desde que Morelos expedicionaba por las costas del Sur; porque su corazón le avisaba que bien pronto el caudillo se descolgaría en el valle, y entonces, ¡ay! de todos los realistas.

Garrote fingía una gran serenidad, y eso a costa de un esfuerzo terrible de su espíritu pusilánime; así es que daba espectáculos muy acordes con sus sentimientos de antropófago.

Todos los días se formaba el cuadro en la plaza de Chilpancingo, y menudeaban los bancos de palos que era una gloria; Garrote se paseaba como un conquistador, gozándose con aquel espectáculo repugnante, con el cual suelen regalarnos los soldados de hoy a hurtadillas de la Constitución.

No había un solo habitante de Chilpancingo que tuviese amistad con el soldadón; hombres y mujeres lo odiaban a porfía y le jugaban bromas constantemente. Garrote bramaba como un toro herido y tiranizaba al pueblo como un verdugo, lo cual no obstaba para que apareciesen anónimos en las puertas de su casa, anunciándole que pronto estaría Morelos sobre el pueblo y lo ahorcaría como un bellaco.

III

La tarde del 6 de mayo de 1811, entraba por las puertas de Chilpancingo un jinete a todo escape, en dirección a la casa del comandante Garrote que acababa de acuartelar a sus milicianos.

El hijo del tío Blas había caminado violentamente, para que su plan no sufriese algo en su demora.

Dejó a su caballo cubierto de sudor, y se entró de rondón a la pieza del comandante.

—¿Quién es este hombre?

—Soy…

—Silencio, interrumpió Garrote, tú no debes hablar hasta que no se te pregunte.

—Es que lo que tengo que decir a usted es muy…

—He dicho con veinte mil pares de demonios, que no se hable.

—Entonces callo.

—Pues yo te haré hablar mal que te pese, y lo juro por los once mil condenados.

—Pero si usted me lo prohibe.

—¡Cuerno de Satanás, a mí nadie me comprende!

Jacinto guardó silencio porque con aquel estúpido no había medio de entenderse.

Garrote comenzó a pasearse, pensando cuál sería el asunto de que le iban a hablar, pudiendo salir de dudas sólo con preguntarlo.

—¿Muchacho, qué sabes del cura Morelos?

—Señor, ha abandonado su campo de la Sábana, ha dejado al insurgente Ávila bien fortificado en el Veladero, y ya lo tenemos en la Hacienda de la Brea.

Garrote dio un salto como un maromero en el trampolín.

—¿Por Satanás, que está a dos días de camino, es decir ya le tenemos montado en nuestras narices?

—Precisamente.

—¿Y de dónde sabes tú todas esas cosas?

—Es el asunto precisamente que me trae a Chilpancingo.

—Pues eres un soberbio animal, por ahí debías haber comenzado.

—Usted no me lo permitió.

—Habla con cincuenta macho-cabríos, y ten cuidado en no mentir, porque te hago colgar del pino más alto de la montaña.

—Pues señor comandante, dijo Jacinto, hace algunas horas que el señor don Hermenegildo Galeana ha llegado a Chichihualco a conferenciar con los señores Bravo.

—¡Alma de Lucifer, y te lo habías callado!

—No es eso todo.

—Mira, aguarda un momento, voy a mandar poner a mi gente sobre las armas porque Galeana sería capaz de venir solo a sorprenderme.

—No tema usted, señor comandante.

—¿Cómo es eso de que no tema? yo nunca he temido, la precaución es otra cosa bien diferente.

—El señor Galeana trae un pequeño número de costeños que le sirven de escolta.

—Ese algo me tranquiliza.

—Pues bien; mis amos son unos insurgentes ocultos que protejen a los revoltosos, y Galeana viene de parte del señor Morelos por recursos para moverse.

—Es necesario dar un golpe a los Bravo; dime ¿estarán prevenidos?

—No señor, en este momento se ocupan en bailar; el señor don Nicolás se ha casado esta mañana, y a la hora de esta deben estar en lo mejor de la fiesta.

—¿Luego te parece que sería fácil atraparlos a todos?

—Facilísimo, yo acompañaré a usted, y verá como todo se arregla.

—Capturar a Galeana, como quien dice, al brazo derecho de Morelos; echarle el guante a los cuatro Bravo, y luego… no sería muy aventurado marchar sobre el campamento de la Brea, no por falta de valor, que ese me sobra; sino por falta de elementos, no tengo artillería de sitio ni otras cosas tan esenciales para batir la Hacienda; contentémonos por ahora con reunir a cuantos hombres me sea posible, y apoderarme de esos pájaros de cuenta… vamos, que me voy a hacer de una fama imperecedera… ¿dices tú que has contado a los soldados de la escolta?

—Sí, señor, son unos cuantos.

—Fiado en tu palabra y llevándote a vanguardia, voy a emprender mis operaciones; saldremos dentro de ocho días que la expedición esté organizada.

—Es que mañana parte el señor Galeana para la Brea, y un golpe violento daría el resultado que usted se propone.

—No está mal pensado, yo me colocaré a la retaguardia de mis valientes soldados, para animarlos con mi presencia y no permitir que den un paso atrás; y el negocio es hecho.

Se salió el comandante, y como era un pícaro de cuenta, se previno para una denuncia, mandando que un piquete se adelantase al camino para impedir el tránsito, no fuesen a dar parte a Galeana, porque en aquellos tiempos los insurgentes recibían noticias de todas partes con una exactitud asombrosa.

Se reunieron los soldados del Fijo de México, patriotas de los pueblos comarcanos y lanceros de Veracruz, formando una brigada para ir a la aprehensión de cinco individuos, los cuatro Bravo y Hermenegildo Galeana.

Con el mayor sigilo salió Garrote de Chilpancingo, y sin perder su formación a pesar de lo escabroso del terreno y la velocidad de la marcha, se encontró al despuntar el día frente a la Hacienda de Chichihualco.

IV

Decíamos que el tío Blas estaba en espera de su hijo cuando percibió la descubierta de la columna.

En el acto comprendió el viejo caporal cuanto pasaba; la traición impía de su hijo, su infame denuncia, y su objeto al consumar aquella abominable acción.

Cerró tras sí el portón sacando fuerza de flaqueza, y dio el alto a la guerrilla.

La respuesta fue un disparo tan bien dirigido, que el viejo cayó agonizante empapando la tierra con su sangre.

Jacinto venía a la cabeza de la tropa y no pudo evitar aquel lance; había reconocido la voz de su anciano padre.

Desesperado se lanzó del caballo, tomó en brazos al tío Blas, lo colocó sobre su silla, y sin esperar el éxito del plan que en mal hora había concebido, se marchó desesperado por la misma senda, en dirección al pueblo de Chilpancingo.

El comandante Garrote, seguro de su victoria, mandó a su segundo que penetrase en la hacienda con toda la fuerza, y aprehendiese a cuantas personas encontrase en la finca.

La detonación de los mosquetes se escuchó perfectamente en la sala de baile; los Bravo y Piedra-Santa se echaron fuera, recogiendo al paso sus armas, mientras que Galeana se adelantaba llevado de su audacia hacia el lugar del peligro.

Se armó la gente de la Hacienda, y los soldados surianos que estaban bañándose, no se cuidaron de tomar su ropa, atendieron a apoderarse de sus magníficos machetes, y se lanzaron como fieras sobre el enemigo.

Dice un historiador, que parecían demonios en los momentos de la refriega. Se organizó una defensa violenta: eran pocos los insurgentes, pero aquel valor suplía al número; los Bravo estaban en el primer lugar de aquella resistencia, que llevó más tarde su nombre a las páginas más gloriosas de nuestra historia.

Galeana no tenía rival: era el hombre del combate salvaje, de esa lucha personal tan arriesgada y comprometida, el bravo soldado se mezcló con el enemigo acuchillándole, y salvando su existencia solo porque Dios aún no señalaba su hora en. el reloj de su destino.

Piedra-Santa era todo un hombre en el peligro: sereno y arrojado, no cesaba de observar los movimientos del enemigo para aprovecharse de los lances que le proporcionara su contrario.

En uno de los encuentros fue herido en el brazo derecho, entonces empuñó su espada con la izquierda, y en una carga ruda con la gente bisoña de la Hacienda, hicieron retroceder al enemigo, que comenzó a desbandarse por la montaña.

Allá a lo lejos se vio claramente al comandante Garrote huir despavorido azotando sin piedad a su caballo.

Su tropa, que se encontró sin jefes, perdió la moral, y el desorden más grande cundió en las filas, dando lugar a la derrota más completa y más vergonzosa.

—¡Mi caballo! gritaba Galeana lleno de furor.

Como la victoria da un aliento desconocido, los mozos de la Hacienda ensillaron al momento los caballos, y comenzó la persecución recogiendo armas y haciendo multitud de prisioneros.

Don Nicolás Bravo se presentó orgulloso delante de su novia, la que depositó como el primer laurel, un beso sobre la frente del soldado que juraba banderas aquel memorable día.

V

El comandante Garrote volaba como Satanás en su caballo, que arrojaba fuego por las narices e iba cubierto de espuma.

Pasó junto al tío Blas, que cárdeno y amoratado, estaba próximo a expirar en brazos de su hijo.

Llegó a Chilpancingo cuando apenas era medio día.

Los habitantes que se habían enterado del objeto de su expedición, esperaban de un momento a otro ver entrar prisioneros a Galeana y los Bravo.

Cual fue su asombro al percibir a Garrote sin corbatín y sin gorro, con su piqueta desabrochada y sin una bota, penetrar hasta la plaza temiendo aún la zaña del enemigo, que ni pensaba en perseguirle.

Los muchachos que salían de la escuela le dieron una de silbidos espantosa, las viejas fingieron toses sumamente cargantes, y las muchachas se reían a todo reír del primer disperso de la brigada Garrote.

El infortunado comandante llegó a su casa, donde se había proporcionado una jamona que le cuidase, y a quien malas lenguas atribuían amores con el susodicho Garrote.

—¡Estoy descoyuntado, señora!

—¿Qué pasa?

—Nada, ya todo pasó; esos insurgentes infernales me han dado una zurribamba, que a no ser por mi pericia militar ayudada por mi caballo, esta es la hora que me han colgado, si es que me han dejado un miembro con vida.

—¿Pero la tropa? preguntó afligida la señora.

—Lo ignoro, yo me alejé al verla huir; esos malditos me han comprometido… ¿qué diré al virrey?

—La verdad.

—Un soldado jamás dice verdad después de una derrota ni de una victoria: en el primer caso atenúa, en el segundo exagera.

—Pues atenuemos, señor Garrote, no hay otro remedio.

—Será más tarde, lo que deseo es dormir un momento, descansar, he corrido ocho leguas mortales, y extraviando caminos; me parecía oír la voz de Galeana en los vericuetos… ese hombre es mi pesadilla… vamos que los dos no cabemos en, este país.

—No sería malo que nos fuésemos y pronto.

—Señora, las mujeres a pesar de ser tan bonitas, a veces tienen talento; estoy por adoptar el consejo, mañana saldremos de Chilpancingo; entretanto, suba usted a la azotea y observe, porque el enemigo puede descolgarse cuando menos se espere.

La reverenda jamona fue a cumplir la orden del comandante que debería obedecer como un sultán, mientras este se entregó a la pesadilla del sueño.

La señora vio llegar a Jacinto con el tío Blas y entrarse en una de las casas contiguas.

—Pobre hombre, está agonizando… ya comienzan a llegar los dispersos.

Efectivamente, se descubrían en la próxima montaña algunos soldados de la caballería que venían a todo escape impulsados por el pánico, habiendo dejado a los infantes, que todos cayeron en poder de los Bravo como despojos del primer encuentro.

Llegó la noche, que era oscura y tempestuosa, las tinieblas después de una catástrofe son el paño mortuorio que cae sobre el espíritu acongojado.

La luz del relámpago; el azote de la lluvia; el trueno de las nubes, todo infunde un pavor desconocido, y es que el peligro deja sus huellas en el alma, como la tormenta en los bosques.

Ese terror no se explica, y los soldados le llaman simplemente perder la moral.

Las almas pusilánimes, que por lo regular la tienen perdida, se desbandan a la hora del miedo; ¡los árboles les parecen gigantes, las nubes montañas que se desploman, la bóveda del cielo una gran campana que retumba sonora reproduciendo los ecos fatídicos de la noche, las sombras fantasmas y endriagos, y los hombres trasgos y demonios!

Todo esto pasa delante de su cerebro en una confusión espantosa a la luz de una imaginación herida y susceptible.

Entonces la sangre se agolpa al corazón, la vista se anubla y el ser mezquino del hombre se presenta en una deformidad abatida, como una planta estrujada por el arado; ¡qué humillante es el terror!…

El comandante Garrote se despertó azorado cuando en las campanas de su parroquia sonaba el toque de ánimas.

Había soñado que Galeana lo mandaba suspender de un pino y que los muchachos del pueblo le tiraban los pies.

—¡Señora Gertrudis! ¡Señora Gertrudis!

—¿Qué se ofrece?

—¿No ha observado usted algo?

—Han llegado algunos soldados dispersos.

—¡Ah cobardes! me la han de pagar.

—Vea usted lo que dice, esos hombres le van a servir en la retirada.

—Tiene usted razón.

Se oyó en aquel instante una gran detonación a la puerta de la casa.

—¡Muerto soy! exclamó Garrote.

—¡Galeana! respondió doña Gertrudis.

El comandante cayó a gatas en medio de la pieza.

La jamona y su señor permanecieron así algunos momentos en expectativa, y notando el silencio que reinaba en la calle, se atrevieron a asomar las narices por la ventana.

—Ya, ya sé lo que pasa, dijo Garrote, los buenos vecinos de Chilpancingo se divierten conmigo, y han arrojado esa bomba que estaba destinada para una fiesta religiosa, ya volveré y los escarmentaré y los…

—Señor, es necesario salir de aquí, todos son enemigos.

—Marchémonos, y como ya no ha quedado batallón con vida, desaparezcamos la caja, tome usted todo el dinero, empaquételo perfectamente, que al menos esto no se lo lleven los insurgentes.

La señora se arrojó como una fiera sobre la caja, y la dejó vacía en unos cuantos minutos, se conocía que no era el primer ensayo, porque su señor desplegó una grande habilidad en el manejo de caudales.

Los cohetes y las bombas se sucedieron toda la noche no dejando un momento de calma al comandante, que al primo albore se marchó con la jamona y los dispersos a tomar cuarteles a la ciudad histórica de Tixtla.

Capítulo VI. Donde comienza la historia de la primera esmeralda

I

El hijo del tío Blas llegó después de una marcha trabajosa a Chilpancingo, llevando a la grupa de su caballo al infeliz viejo ya próximo a expirar.

Se detuvo a la entrada de una casuca, propiedad de un amigo suyo, y llamó con precipitación.

—¿Qué pasa Jacinto?

—Ayúdame, Pablo, mi padre se muere.

Pablo sin aventurar una sola palabra, tomó en sus brazos al tío Blas y lo condujo a un lecho.

—Es una desgracia espantosa, dijo el joven, y ella tiene la culpa de cuanto pasa.

—¿Quién es ella?

—Nadie, haz llamar a un médico, porque mi padre está herido mortalmente.

—Jacinto, cuando te he visto partir de aquí con ese infernal de comandante, quise decirte algo; pero no me atreví por no parecerte sospechoso; pero en tu fisonomía turbada comprendí desde luego que iba a pasar algo muy malo.

—El destino, amigo mío, el destino, yo quería vengarme, y Dios arroja sobre mi frente la sangre de mi padre.

—En fin, atendamos al enfermo, dijo Pablo, y salió en busca del médico.

El tío Blas estaba próximo a la muerte, dos balas le habían atravesado el pecho, y su existencia se apagaba por momentos, tenía una ansia terrible.

De repente hizo señas de que quería hablar, Jacinto se acercó al lecho lleno de una pesadumbre sombría.

—¡Padre, dijo sin poder contener sus lágrimas; perdóneme usted!

—Sí, yo te perdono… no eres culpable… estaba escrito…

—Pero yo soy muy delincuente y Dios no me perdonará.

—¡Dios sabe todo más que nosotros, y… yo me muero!…

Se arrodilló Jacinto, y tomó entre sus manos la mano callosa de su padre.

—Jacinto… toma estos… papeles… están rotos por las balas y… manchados de sangre…

Jacinto tomó la bolsa con los papeles, y volvió el rostro con desconfianza para los rincones y puerta del aposento, por si alguien le acechaba.

—Eso debe de ser interesante… yo no he leído… verdad es que no sabía… pero al entregármelos me dijeron que…, peleara por la libertad… y… yo no he sabido hacer nada… por ella… yo te trasmito ese encargo.

Jacinto estaba perplejo, comprendía que aquellos papeles encerraban algo de sumo interés; pero el encargo del tío Blas le contrariaba, los Bravo estaban en las filas insurgentes, y él deseaba encontrarse con ellos y saciar aquel rencor injusto que se había apoderado de las fibras de su corazón.

Jacinto aborrecía a los insurgentes, y en las filas realistas encontraba cuanto podía esconder sus siniestras miras; así es que entró decidido, y comenzó por herir a sus benefactores como la víbora al labrador que le dio calor en su seno.

La fatalidad había señalado como la primera víctima a su padre; pero el joven comenzaba a tranquilizarse sabiendo que el destino lo impulsaba a la senda de la fatalidad.

Un letargo terrible había acometido al enfermo, Jacinto creyó que su padre había expirado.

Pasados algunos instantes, el tío Blas volvió en su conocimiento, como una luz que recobra todo su fulgor primitivo para apagarse.

—Jacinto… Jacinto… quita de mi seno ese relicario.

El joven obedeció a su moribundo padre.

—¡Dentro encontrarás una piedra verde…, yo no sé lo que significa… pero la he llevado al cuello toda mi vida… consérvala y no la pierdas… sino con el último… aliento…!

Jacinto abrió con avidez el escapulario, se sorprendió al ver la esmeralda, y empezó a girar en su cerebro un mundo de dudas y de esperanzas, aquel misterio comenzaba a envolverlo en un velo de muerte; sin querer llevó la mano a su seno, y oprimió los papeles que le había entregado el tío Blas.

Se interrumpió el hilo de sus pensamiento al escuchar el estertor de la agonía, y fijó sus ojos espantados en, el rostro cárdeno de su padre.

En aquel momento entró Pablo con un médico, el único que probablemente había en Chilpancingo.

Se acercó el doctor, y al contemplar aquella faz descompuesta, y al escuchar el sordo ronquido de aquel pecho, se volvió a Pablo y le dijo:

—Haga usted llamar a un sacerdote.

Las mujeres de la casa ya se habían anticipado; el cura del pueblo se presentó a administrar la extrema-unción al enfermo.

Todos se arrodillaron durante la sagrada ceremonia; el párroco encomendó el alma al moribundo, que expiró entre las ansias más terribles.

Jacinto se arrodilló a su vez junto al lecho, y tributó el último homenaje de su piedad filial a aquellas cenizas veneradas.

Se levantó después sombríamente sereno; se sentó en un rincón del aposento, y veló la noche entera el cadáver.

II

Al amanecer se oyó un repique que anunciaba la fuga del comandante, y una gritería espantosa, porque Chilpancingo se declaraba por la insurgencia.

Jacinto estaba terriblemente comprometido; pero el joven no pensaba en el peligro que le amenazaba.

Una mujer del pueblo dio parte a los nuevos insurgentes, de que un realista de Chichihualco estaba en la casa de Pablo Dorantes.

La multitud se dirigió al instante al lugar señalado, para hacer un escarmiento.

El primer aviso fue el grito de «¡mueran los realistas!», dado en la puerta de la habitación.

Jacinto se levantó resuelto y abrió las hojas de par en par.

—Aquí estoy, dijo a la multitud.

—¡Muera! repitieron los insurgentes.

—Estoy dispuesto, replicó el joven, pero antes pido una gracia.

—¡Que hable! ¡que hable! dijeron los cabecillas.

—Señores, mi padre era insurgente, y acaba de morir atravesado por las balas de los realistas; aquí está su cadáver, no le nieguen una sepultura… ya pueden matarme.

Un grupo de pueblo entró en el aposento y vio al tío Blas muerto y ensangrentado.

Aquel espectáculo era conmovedor.

Todos retrocedieron ante aquel cuadro de horror.

—Yo no me atrevería a matar a ese joven, dijo uno de los cabecillas; allí está su padre que ya está juzgado de Dios.

—Ni yo me atrevería, dijo otro.

—Al fin es hijo de un insurgente.

—Vámonos.

—Vámonos, exclamó la multitud que cede a las órdenes del primero que habla, y se alejó el tumulto a seguir en los desórdenes del motín.

Jacinto condujo los restos de su padre al cementerio del pueblo, volvió a la casa de Pablo, montó en su caballo, y se dirigió a Tixtla, donde se estaban reuniendo los dispersos de Chichihualco.

Se presentó a las autoridades, que lo recibieron cordialmente dándole el mando de una compañía, y encomendándole uno de los puntos de la plaza más peligrosos.

El comandante esperaba ser atacado por Morelos y se preparaba a recibirlo, acumulando cuantos elementos de defensa pudo proporcionarse.

Cuando el desgraciado huérfano se encontró solo en el reducto, sacó los papeles que constituían la herencia de su padre; los desdobló con cuidado, procurando unir los fragmentos rotos por las balas; limpió la sangre, que había hecho desaparecer algunos renglones, y comenzó a leer con avidez las páginas del manuscrito.

La primera generación

Capítulo I

I

Estamos en el campo y son las doce de la noche.

El lector no debe amedrentarse; porque la noche es apacible. No hay negros nubarrones en el horizonte, ni el viento ruje en el fondo de las barrancas, ni el relámpago fulgura iluminando el contorno de los cipreses, ni voces misteriosas cruzan por el espacio solitario dilatándose como un gemido.

No, la noche coronada de estrellas sonríe desde la altura, es la hora del silencio solo para los hombres; porque del seno del ramaje se escapa el eco armonioso con que saluda a su querida el nocturno trovador de las selvas; el cielo es trasparente; en la llanura se mece el girasol con el oleaje de la brisa.

Allá, a lo lejos, sobre el costado del monte, se ven unas cuantas lucesillas; es el pueblo; más acá, los peñascos y los matorrales, después las simbras; hasta donde alcanza la vista.

Un hombre en pie, teniendo su caballo por la brida, permanece, como una estatua, en la extremidad de la vereda que conduce al pueblo. No da señales de impaciencia; pero su vista se clava con tesón en una de las casas más cercanas.

Allí brilla una luz, después se apaga; después el hombre da un suspiro, y pudiera oirse el rumor lejano de una voz pura que se aproxima cantando.

Al oír ese canto, donde el gorgeo que remeda los sollozos, se mezcla con dilatadas notas que se extinguen gradualmente con la dulce lentitud de una cuerda, dejando en el alma la impresión de esos días de la juventud, que huyen para siempre, no pudiera dudarse que la voz reproducía los que la soledad, el amor y un presentimiento de su destino, inspiraba acaso a los antiguos bardos de la América.

Pasados diez minutos la misma voz hermosa pronunció ya más cerca estas palabras:

—¡Don Pedro!

—¡Xóchitl! dijo casi al mismo tiempo el hombre del caballo, tendiendo la mano a una joven india que acababa de aparecer a su lado… ¡Xóchitl, ha llegado la hora, adiós!

La joven inclinó la frente, llevó su mano al corazón y ahogó un sollozo.

—¡Oh! dijo el caballero, ¿dudas de mi palabra? ¿dudas de mi juramento?…

—Yo no vierto lágrimas por el esposo, dijo la joven sin levantar el rostro; ¿qué valen esas ceremonias que vosotros mismos miráis con desprecio?… ¿qué lazo hay demasiado fuerte, que en un día de cansancio no rompierais con vuestra espada? Yo temo solo que vuestro amor…

—¡Xóchitl! ¡por Santiago!… por nuestro amor… por nuestro… no me hables de ese modo, mira que me haces una ofensa.

—¡Perdona! pero yo no tengo la culpa; yo no tengo las que llamáis supersticiones; pero me estremezco sin querer cuando el ave de las tinieblas revolotea silbando por el techo de mi cabaña.

—¡Pese a tal! no quiero verte triste, venga un abrazo y echa todas esas cosas a paseo, exclamó don Pedro atrayendo a la joven, que casi sonreía con estas últimas palabras.

—¡Adiós! dentro de dos meses me tienes a tu lado, ¡adiós!

Iba a partir el caballero, pero Xóchitl lo atrajo por una punta de su capa, y él volvió sobre sus pasos. La joven tiró más todavía…

Sonó un beso, y poco después Xóchitl se retiraba solitaria por un sendero del monte.

II

Don Pedro de Montellano era español y noble; muy joven había conocido a una mujer querida de su padre. Sin saberlo, se enamoró de ella, con una pasión verdaderamente dramática; fue correspondido, y corrió lleno de entusiasmo a rogar al autor de sus días que arreglase el casamiento.

Le cuenta una larga historia de miradas, de billetes y de citas; no sé qué de un viejo celoso; de misterios, de serenatas, de suspiros, primero despreciados, después oídos con lágrimas; y concluye diciendo claro, redondo y retumbante, el nombre y la habitación de ese ángel que lo tiene loco.

Se reveló de improviso al anciano el misterio de sus celos y el engaño de que era víctima; y sin poderse contener levantó la mano y la dejó caer sobre el rostro de su hijo.

La sangre y las tinieblas envolvieron la cabeza del mancebo; tuvo un frenesí repentino; echó mano de la espada y acuchilló a su padre… ¡horrible sacrilegio!…

Don Pedro, denunciado por un lacayo, es conducido a la prisión, desde cuyo fondo puede oír la bulla que meten los martillos en las tablas de un cadalso.

Esto pasaba en 1527.

El cristiano rey don Carlos se había propuesto hacer un escarmiento: pero una mujer aparece en las altas horas de la noche a don Pedro, y lo saca con la misma facilidad que los carceleros.

Era Blanca, la causa de sus desdichas.

Los dos se dirigen a Italia; Blanca se prostituye públicamente para sustentarlo; un día es arrebatada por la peste que desolaba aquel reino, y don Pedro, necesitado y temiendo ser conocido por los suyos, sale y se afilia en los regimientos de Runzo.

Cae prisionero de los españoles en el asalto que da a Roma el condestable de Borbón, y no va a remar en las naves de su majestad, gracias a un alférez que le propone la libertad a trueque de engancharse en una expedición para la América.

Don Pedro, hastiado de la vida, se distinguió en los combates, y como todos ignoraban su historia, y se hacía notar por sus modales y relativamente por sus conocimientos, no tardó en ser honrado con el nombramiento de capitán; y como todos los primeros soldados españoles, fue el dueño de cuantiosos marcos de plata, de bosques, de llanos, de ganados y de indios.

Xóchitl, hija de Tízoc, había nacido en un pueblo de la Sierra, cuando su familia fugitiva marchaba en busca de la libertad, con tantas como las turbas españolas empujaban a los desiertos, delante de sus corceles ensangrentados.

Tízoc era muy rico.

Antes de entregarse a esos trabajos que debían llevarlo a una muerte trágica, había comprado hogar, libertad y sosiego para su hija; la rodeó de amigos dispuestos a ser los guardianes invisibles de aquella niña, que era el encanto de su vida, y marchó tranquilo donde las tribus desterradas lo esperaban como jefe para marchar a la pelea.

Xóchitl vivía en un pueblo situado entre las florestas que descendían de los montes de la Sierra, probablemente en las cercanías de Cadereita.

Vivía con sus recuerdos, y lloraba a menudo en presencia de los males que afligían a sus desventurados hermanos; los protegía en silencio, y meditaba siempre en ciertas palabras misteriosas con que su padre moribundo le dio el encargo y le abrió los arcanos de una venganza.

Xóchitl era de una hermosura magnífica: su boca, su nariz, sus ojos, todo su rostro tenía esa belleza increíble que vemos en los cuadros donde los artistas representan a los pastores de la Arcadia, o a las almas cristianas arrobadas en. la deleitosa contemplación de su morada futura.

Su cabellera negra, sutil, ondulante; su mano pequeña, fresca, rosada cuajada de corales. Su pie precioso, cruzado por los cordones, rojos de sus zandalias, no se ve hoy sino en los templos en el pedestal de los arcángeles.

Xóchitl tenía veintitrés años, reunía la inteligencia al candor, y no era imposible en ella la unión de un valor varonil con la ternura y la sensibilidad de una niña.

III

Un día un pobre azteca iba a ser azotado.

Era un pobre labrador a quien el dueño de la tierra había dejado su caballo mientras se internaba en el bosque con el mosquete al hombro, en persecución de un ciervo.

Sonó el tiro; el caballo azorado se escapa, dejando el bosal en la mano del indio, que corre y vuela y se fatiga vanamente por alcanzar al animal que devora el espacio.

Vuelve ya el señor casi colérico, pues el ciervo lo ha burlado, se encuentra solo, da ese grito célebre con que los españoles llamaban a sus servidores, y ni el eco le responde.

Vuelve a cebar el mosquete, y se encamina por el llano, después de haber jurado por Santiago de Compostela, volar la tapa de los sesos a ese indio miserable que ha osado tomarse tan escandalosas libertades.

El indio se acogió bajo la sombra de un pinar impenetrable; pero pocos días después fue hallado, y conducido ante el señor, condenado a tres mil azotes en la picota de la Hacienda.

La madre aparece en las puertas de la casa de Xóchitl; le cuenta a la joven su desventura; y ésta le envía inmediatamente a proponer que pagaría el caballo en dos veces el duplo de lo que costara.

El señor, que más necesitaba emociones que dinero, permaneció inflexible.

Xóchitl tomó su manto, se hizo acompañar de un valiente joven Topiltzin, de que hablaremos después; y fue dispuesta a interponer sus ruegos, sus promesas, y en todo caso un golpe de mano, porque podía intentarlo sin serias consecuencias.

El señor quedó deslumbrado ante la belleza de Xóchitl, y una sensación parecida al amor, y otra a la codicia, se agitaron en su alma como al primer rayo del sol las víboras adormecidas.

Habló con el lenguaje de un caballero, y revistió la dureza de su carácter con la sonrisa generosa de un buen amo, que sólo ha tratado de intimidar con amenazas.

Xóchitl pudo notar también un no sé qué inolvidable, en el rostro y el continente de aquel hombre.

Sus ojos azules oscuros, tenían una mirada que la dominaban y le infundían sumo pavor; y no obstante su frente blanca y despejada, volvía la confianza; y sus labios finos sombreados por un bigote color de oro, sonreían con expresión benévola, dulce, casi amable.

Xóchitl al levantar los ojos sobre los del caballero, notó como éste tenía sobre los de ella esa mirada peculiar que brilla y después se disimula; ese relámpago que sale y se esconde cuando se encuentran por casualidad dos seres que deben amarse.

El labrador quedó indultado.

Desde este día la imagen de don Pedro de Montellano inquietaba en el silencio del hogar el sueño de la niña; y la niña aparecía en el de don Pedro con alas de armiño, como dicen los poetas, y sacudiendo sobre el casco del aventurero los diamantes y los zafiros que bordaban su clámide.

Xóchitl se avergonzó de su impresión, pensó en su padre, en sus hermanos, en su raza vilipendiada, y en Huemotzin tan joven, tan bravo, que la idolatraba, y que moriría de dolor cuando muriera su esperanza.

Pero don Pedro juró por toda la corte celestial hacer cuanto le fuera posible por poseer ese corazón nuevo, y esa mano que debía ser riquísima.

Rondó a pie y a caballo la casa, cantó como un ruiseñor, dio al viento suspiros y al césped lágrimas, y hubiera dado al traste con esta vieja táctica de los estudiantes, si frescas noticias sobre las garantías que la audiencia había vendido a la dama, no le impidieran escalar una pared o fracturar una puerta.

No necesitó gracias a Dios tanto: Xóchitl lo amó con toda su alma, y se deslizó en silencio un año bajo la planta de esos amantes, que en sus citas, ignoradas como era preciso, gozaban al pie de un álamo, o sentados sobre una roca, de esas conversaciones que son caricias, y de esas caricias que son un idioma entero.

La joven, con el acerado brazo del aventurero rodeado a su cintura, recorrió muchas veces los senderos solitarios del bosque, contando a su amante sus sueños y sus esperanzas.

No habían notado que un hombre se deslizaba silencioso tras de sus pasos, que un oído recogía en las sombras hasta el golpe de sus corazones, y muchas veces, si hubieran bajado a la tierra esas miradas que se extraviaban en el azul del cielo, Xóchitl se hubiera desmayado, y don Pedro hubiera puesto mano a la espada, al ver a sus pies, entre un hueco oscuro del follaje dos ojos relucientes, ansiosos, amenazadores, mirándolos con la fijeza de una serpiente.

Era Huemotzin, joven guerrero que idolatraba a Xóchitl con la dulce terquedad del primer cariño.

Habían crecido juntos; juntos habían peregrinado; juntos se habían inclinado sobre la misma linfa para apagar la sed, o cortar las flores; y juntos sobre la tumba de Tízoc habían llorado la ruina de su patria.

Xóchitl lo miraba como a un hermano, por más que comprendiera que Huemotzin la amaba; tal vez ya sentía en su seno esa lástima que es el preludio del cariño, si la figura de don Pedro apareciendo entre los dos no hubiera arrebatado a Xóchitl la gratitud, la conmiseración, el deber y hasta los recuerdos.

Huemotzin se estremeció un día en su escondite, cuando escuchó estas palabras tan comunes en las novelas: «soy madre»; iba a llevar la mano a su puñal, pero sus dedos se crisparon, arañó convulsivamente sus cuadriles, y quedó sin sentido.

A otro día don Pedro se alejaba con el pretexto de una comisión a muchas leguas de distancia.

Xóchitl, ajena a la perfidia europea, se disponía a esperar al caballero, y sin importarle nada el escándalo que daba a sus compatriotas oprimidos, soñaba con las fiestas de la boda y la bendición del cura.

Cuando los peligros del aborrecimiento, o del ridículo, vienen a causa del amor, la mujer los afronta todos.

IV

Pero pasó un año, y el prometido esposo no volvía.

Xóchitl dio a luz un niño hermoso, un serafín que oía con la sonrisa de la inocencia los sollozos de su madre engañada.

Ésta palidecía visiblemente, la ahogaban palpitaciones desconocidas, y su vigor antiguo desaparecía; dolores sordos pero continuos recorrían sus entrañas.

Una vez supo que las tierras de don Pedro habían pasado a un nuevo dueño.

Corre a verlo, se informa, y sabe que su amante ha vendido todo lo que tiene, y próximo a contraer un enlace ventajoso con una señorita española, hermana de un oidor, se dispone a regresar a la península.

Xóchitl no responde, se pone blanca como el mármol, clava una mirada atónita en el propietario, que a su vez la mira con extrañeza.

La cosa se prolonga así un cuarto de hora, hasta que Gavia que así se llama el nuevo vecino, cree notar que aquello se prolonga con demasía, y exclama:

—¡Bah! estamos divertidos. ¡Vive Cristo! ¡Pascual acompaña a esta mujer a su casa!

Un azteca, negro por el sol, se levanta del rincón de la pieza y le dice a Xóchitl:

—Vamos.

—No me voy, respondió ella tan repentinamente y con tal ademán, que el amo desprevenido dio un salto; y el indio retrocedió mirándola de arriba abajo.

—¡Por vida del diablo! dijo Gavia reponiéndose, si no sale esta loca, Pascualillo, te parto el cuero a mecatazos.

El indio se adelanta, pone una mano sobre la espalda de la mujer y la impulsa suavemente, diciéndole otra vez en su idioma, «vamos» pero ella se vuelve hacia Pascual, lo abraza y prorrumpe en dolorosos gemidos.

—¿Qué hago yo, Dios mío? dijo después de algunos instantes mirando como si volviera de una síncope. Sí, vamos, añadió dirigiéndose a Pascual, cuya respiración se había hecho rápida como en las personas ya enternecidas, tú que me compadeces ven conmigo…

V

Aquella misma noche se dirigió a la casa del cura, le contó sus desgracias y le pidió consuelo; pero aquel ministro del altar, que ocultaba debajo de sus hábitos el corazón de los españoles de su siglo, le dijo:

—Tú has tenido la culpa ¿pomo llegaste a creer que un noble señor como don Pedro de Montellano se enlazara contigo? Es cierto que dos o tres indias se han casado con españoles, pero estos han sido villanos…

—¡Padre! exclamó Xóchitl con las mejillas encendidas, tú eres villano, y don Pedro es villano, y tu señor y todos los tuyos son villanos ante la raza de mi padre.

Yo conozco vuestra horrible historia, y sé de dónde habéis salido todos para derramar sobre nuestras cosechas vuestra hambrienta sanguinaria muchedumbre.

Son villanos, son impíos, son poseedores de lo ajeno, son mendigos, y aun te figuras que honran el tálamo nupcial donde guerreros, nobles, poderosos y llenos de gloria más pura que la vuestra, hubieran tenido por dicha reclinar su sien cubierta de laureles.

Vé y denúnciame; soy noble, y he salido de esa raza que juró odio eterno a la tuya ante las plantas abrasadas de Guautimoc.

Denúnciame si quieres, soy amiga de la muerte, y no temo en la tierra el enojo de tus sacerdotes, ni en la eternidad la ira sombría de tu Huitzilopostli.

Xóchitl llegó a su casa, despertó a su niño, y le habló como si éste hubiera de comprenderla.

—¿Lo ves? hijo mío, ¿lo ves? no hay piedad para tu madre, no hay piedad para los vencidos; no hay sino condenación para los débiles, vergüenza para los traidores, maldición para los cobardes…

En aquellos momentos apareció Huemotzin, y antes que pronunciara una palabra corrió Xóchitl a sus brazos, y le dijo con lágrimas:

—¡Huemotzin mira el castigo del ultraje que lloraste! si me has amado alguna vez, ayúdame a vengarme, y después yo curaré con mi sangre la herida que atravesó tu pecho.

El joven guerrero la besó en la frente, y pocos días después Xóchitl con su hijo y Huemotzin, encumbraban la Sierra guiados por el genio de la venganza.

VI

Abreviemos.

Nuestros viajeros llegaron a México, supieron que don Pedro se hallaba en Texcoco, y llegaron a esa ciudad cuando la casa de Montellano se engalanaba en espera de los novios.

Xóchitl había recibido con la herencia de su padre una esmeralda, que debía colgarse al cuello para ser reconocida por todos los jefes misteriosos que elaboraban en silencio la grande obra.

Estaba segura de encontrarlos en todas partes, aun mezclados en la servidumbre.

La asociación secreta que hoy conocemos por masonería, existió aquí desde aquellos tiempos.

Pero Xóchitl no quiso hacer uso de la esmeralda; suspendió su odio por un momento, creyendo (así es el corazón) que si pudiera verla don Pedro, que si pudiera presentarle a su hijo, recobraría tal vez si no el amor, la compasión de ese hombre que no le parecía perverso.

El desayuno debía ser al pie del Tezcuzingo, junto a los baños de Nesahuatlcoyotl.

Multitud de convidados bullían bajo las enramadas de ciprés; los indios depositaban, sudando, tercios inmensos de flores al pie de los árboles, que debían revestir su tronco con las guirnaldas.

Todos esperaban.

Don Pedro no tardaba en llegar por el rumbo de Xochimilco.

Daban las seis de la mañana, y el agua jugando con los matices de la aurora, mezclaba al canto de las aves y al bullicio de la fiesta, ese rumor dulcísimo que habita por las soledades.

Xóchitl se dirigió con su hijo al camino que debía traer Montellano, se colocó sobre una eminencia del terreno, y tendió su vista ansiosa interrogando a las nubecillas de polvo que el aire levantaba a lo lejos.

En sus ojos llorosos había esperanza y desconsuelo, vagaba la sombra del dolor y el reflejo de una cercana alegría; y sus diminutos labios rojos estaban entreabiertos con la sonrisa amarga del náufrago que mira los horizontes.

Entre tanto, un criado antiguo de Montellano la ha reconocido, y corre a escape hacia donde éste se halla.

El capitán recibe la noticia como un rayo, y exclama en un acceso de cólera:

—¡Ira de Dios!… ¿Por qué no la has estrangulado?… ¡Imbécil!…

Era que la novia doña Beatriz Cainos hubiera retirado la mano de la del aventurero al saber que éste guardaba un hijo mal habido, y era perder mucho, porque doña Beatriz, aparte de un caudal inmenso, podía por sus influencias haber elevado a su marido al nivel de los títulos más nobles de España.

El criado respondió una cosa siniestra.

—Todavía es tiempo, señor.

VII

Entre tanto pasaba otra escena en la casa del oidor: la mano de la Providencia había conducido ante el magistrado a un hombre que le dijo:

—Yo conozco a ese don Pedro de Montellano; una mujer que me engañaba a mí y a su padre, lo arrebató de la horca el mismo día que debía ser ajusticiado por parricida; Blanca me hizo creer que era su hermano, me movió a compasión con sus lágrimas, me dejé atar y acepté la responsabilidad de la fuga.

Eran amantes; robaron el patrimonio de mi hijo, y huyeron a Italia, dejándome en la desesperación.

Ese don Pedro de Montellano se llama don Miguel de Hellin, ha hecho desaparecer al alférez Ocampo, que lo sacó de las galeras, y a otros muchos que lo conocieron; lleva en el pecho, en la piel, estampado con tinta azul el sello de los criminales.

El oidor, en concierto con este hombre y algunas personas de la casa, fingió que le acometía un grave accidente, y pidió los santos óleos. En consecuencia, la boda queda suspendida; corre doña Beatriz al lado de su padre, este le explica todo, y queda concertada una nueva comedia.

Don Pedro debía ser detenido en la casa, para lo cual se preparó un bonito alojamiento.

Era preciso no ofenderlo si acaso era inocente, así es que se tomaron las precauciones necesarias para espiarlo cuando se desnudara; pero don Pedro apagó la luz y se desnudó en las tinieblas.

No hubo remedio, esperaron que se durmiese, y un criado azteca, notable por su ligereza e inspirado por el odio a todo lo español, se encargó con gusto de abrirle la camisa y ver la susodicha marca.

Todo salió bien; Montellano roncando a pierna suelta, soñando tal vez en su próxima fortuna, ni sintió la luz, ni después los pasos del oidor, del acusador, de doña Beatriz, y varias personas que se fueron colando sucesivamente.

Allí estaba la marca medio carcomida y como plegada por varias cicatrices.

VIII

Fue indecible la emoción de don Pedro, cuando al despertar, en vez del desayuno, encuentra sobre su mesa una llave y un papel con estas palabras:

«Señor D. Miguel de Hellín,

»Tomad esa llave e marcháos aina por la parte que está a un lado de vuestro lecho. Non conservéis memoria de mi palabra. Ruego al señor Dios os guíe e non faga que esa mano que me regalabais, gire mañana sobre la punta de una escarpia.

Beatriz.»

Cuando el veterano, colocado en la escalera con orden de aprehender a don Pedro, vio que este no salía, se decidió a penetrar en su habitación, y se dio al diablo cuando la vio desierta.

Doña Beatriz fue reprendida severamente por su hermano, y un diluvio de alguaciles se lanzó en busca de don Pedro.

IX

Volvamos a Xóchitl.

La pobre joven, después de haber esperado mucho tiempo, vio pasar a Montellano con la velocidad del relámpago, seguido de varios jinetes azorados.

Supo después que la boda había sido interrumpida por la enfermedad repentina del oidor, y creyó que Dios no la había abandonado.

Se puso en marcha para México, y al otro día esperó con impaciencia las sombras.

No bien cayó la noche, se dirigió a la casa del oidor con el ánimo de ver salir a don Pedro.

Rondó por todos los costados; las horas de la noche avanzaban, las puertas todas se cerraron, y la calle quedó oscura y desierta; pero Xóchitl permaneció inmóvil, con la vista fija en los cristales.

Iba ya a retirarse, cuando cree oír el rechinido de una puerta, vuelve el rostro hacia donde escucha el ruido, y parece distinguir una sombra que avanza, deteniéndose de cuando en cuando; ya percibe sus pisadas.

Xóchitl se siente sobrecogida, no se atreve a respirar; la sombra sigue adelantando.

¿Sería acaso Huemotzin? ¿pero no han convenido en suspender el golpe? no obstante, aquello se acerca con lentitud horrible, y la joven grita con trémula voz:

—¡Huemotzin!…

—¿Quién eres?… respondió otra voz medrosa, cuyo timbre resonó en el alma de Xóchitl.

—¡Don Pedro!…

—¡Silencio, o soy muerto!…

Era efectivamente don Pedro que había permanecido oculto hasta esas horas en una caballeriza de la casa.

—¡Oh don Pedro! aquí estoy, nada temas…

—¡Silencio, por Cristo!… huyamos, llévame a donde nadie pueda encontrarme… pronto.

—No; nada temas, ven… ¿qué tienes? ¿qué pasa? ya alimentaré con mi cadáver las fauces de tus perseguidores… pero aguarda, tente, serénate… por Dios!

—Sí… sí… pero aprisa… huyamos…

X

Los dos llegaron a una casita que Xóchitl había comprado en un arrabal que hoy forma una de nuestras calles más hermosas.

Don Pedro conoció a su hijo sin emoción, y Xóchitl veló como un ángel sobre su agitado sueño.

Al otro día, al oscurecer, los tres tomaban el rumbo del Iztalzihuatl.

Poco después un hombre con la boca ensangrentada y una ancha herida sobre la frente, llamaba a la puerta de la casa.

Era Huemotzin, que venía de batirse con los asesinos que don Pedro había mandado sobre Xóchitl.

Cuando una anciana a quien éste dejó encargado su hijo mientras iba en busca de don Pedro, dio a Huemotzin las señas del hombre que llegó esa noche, el joven guerrero sintió por segunda vez que los celos le enterraban en el corazón sus garras candentes.

No le costó mucho trabajo saber el rumbo que debía tomar, y se perdió en el llano jurando tomar un desquite horrible.

XI

Después de cinco días de peregrinación por senderos extraviados, llegó Xóchitl a una cabaña.

El dueño abrió sus puertas a los viajeros con esa generosidad proverbial de los habitantes de México.

A media noche un hombre, después de aplicar el oído sobre las paredes de tule que guardan el sueño de los fugitivos, corta con su puñal los débiles troncos, penetra cautelosamente sale a poco rato con un niño en los brazos, y desaparece por las tenebrosas gargantas del monte…

XII

Pasaron cuatro años.

Era el 2 de marzo de 1548.

En la parroquia de San Sebastián daban las ocho de la noche.

Una mujer pobre con dos niños de la mano se dirigía presurosamente por la solitaria calle de N***; el aire, porque el aire ruge siempre tras del que lleva miedo, rugía haciendo tremolar como la flama de una vela el capote de los niños y las faldas de la señora.

Un farol de papel colocado en la esquina, delante de un cuadro de ánimas, daba sendas cabezadas contra la pared metiendo un ruido siniestro.

Cuando hubo llegado la mujer a la esquina donde el puente de San Sebastián desemboca en la plazuela del mismo nombre, se detuvo; los niños exhalaron una expiración ruidosa, y dejaron de afianzar la copa de sus sombreros.

Después de algunos instantes de silencio lanzaron una mirada a la plazuela.

Estaba pavorosa, y hasta el eco de la campana se había recogido en las tinieblas.

—Vamos, dijo la mujer apretando en cada mano una canilla de los niños; agárrense el capote, no volteén… ¡la Santísima Virgen de la Soledad nos acompañe!… ¡el Señor sea con nosotros!…

Y los tres parten como una exhalación atravesando el espacio que los separaba de la parroquia.

Llegaron a una puerta que se abrió a los primeros toquidos.

Allí vivía el sacristán.

—¿Qué hacías, mujer? dijo un hombre de montera que apareció delante de ellos resguardando con una mano la candela que sostenía en la otra.

—¿Qué he de hacer, hijo? si no hay carne hasta el mercado de Tlalelolco…

—Bueno, entren, date prisa, porque don Fernando ha de estar con un hambre del diablo.

Era éste un soldado español, como de 45 años de edad, entrecano, bien hecho, de nariz perfecta, ojos vivos y expresión bondadosa. Hacía tres días que había llegado de Valladolid; servía en un cuartel de Alvarado a las órdenes del capitán Moncada.

Don Fernando era un antiguo conocido del sacristán (que no describimos porque todos ellos se asemejan) y había venido aquella noche con el objeto de abrazarle.

XIII

A las nueve de la noche, el sacristán, los dos niños y don Fernando, sentados a una mesa de encina, cenaban con hambre de caminantes, oyendo la conversación de una mujer que desde el brasero donde humeaba la britanga y soplando los carbones decía:

—Sí, señor… tan cierto como María Santísima, que yo la he oído… ¡ay! ¡y qué voz tan dolorosa!… ¿pero, queréis decirme, añadía cesando de soplar, no le valen al alma de don Miguel Hellín tantas misas como se han dicho por su descanso?…

—Yo creo, dijo el guerrero, que el alma de los condenados no descansa nunca, pero no creo que anden por este mundo.

—¿No creo?… respondió el sacristán, pues a fe mía que os quisiera ver una noche junto a la horca de don Miguel Hellín.

—¿Habéis estado allí?

—Sí, muchas veces a las nueve de la mañana…

—¡Bah!

—Pero de noche, a eso de las once, yo y Ursula hemos visto desde aquella vidriera al fantasma, que va y viene como centinela y se reclina sobre el cadalso.

Yo no sé si será el alma del difunto, pero interrogad a todos los vecinos y, pese a mi abuela, si no os repiten todos lo mismo que os estamos diciendo.

XIV

—Puede ser… replicó el guerrero haciendo un gesto de incredulidad, e imprimiendo un movimiento circular a su plato vacío.

—Una vez, continuó después de una corta interrupción, veníamos de Otumba atravesando el monte yo y dos compañeros, con dirección a Ameca: la noche cerró sobre nosotros, con tal chusma de ráfagas y de sombras, que hubimos de renunciar a seguir adelante, pues no alcanzábamos a ver ni donde colocábamos las plantas.

—¿Qué hacemos? les dije.

—No hay más, replicó Céspedes, uno de los compañeros, sino que aquí hacemos nuestra cama.

—Pero el agua viene, observó el otro, y si Céspedes se refresca y se esponja con el rocío, nosotros quedamos aporreados y dejamos al pueblo con las cuartanas.

—Decid, le respondimos, ¿dónde tenéis alojamiento, que os metéis en las consideraciones de una dama?

—Tenéis poco seso, replicó en su tono festivo; venís con Pedro Medellín, vuestro amado sargento, que os ha sacado de otros lances menos miserables que éste, y aún dudáis de su genio. Ea, seguidme, que esta noche váis a dormir en un palacio.

Fiados en la conocida probidad de Medellín, nos afianzamos a su brazo y nos metimos de plano entre los matorrales.

El relámpago brillaba de cuando en cuando, y gruesos goterones comenzaban a tronar sobre nuestros cascos…

Al llegar aquí el llamado don Fernando, apuró su vaso como es costumbre en todos los narradores de historias de este género.

Úrsula se sentó en la esquina del asiento demasiado basto que ocupaba uno de los niños. El sacristán se caló bien la montera, cruzó los brazos y dio a su fisonomía la expresión, benévola de un oyente perfecto.

—Pues señor… continuó Fernando: después de muchas vueltas y revueltas pudimos divisar una pequeña luz allá en el fondo de la cañada.

—¡Por San Judas! exclamó Medellín, acaso nos han ganado la partida.

—¿Qué ocurre? preguntamos.

—Mirad, nos dijo; aquello es el palacio, pero esa luz me indica que tenemos huéspedes.

—«Tanto mejor, dije, cenaremos con ellos.» (Porque el frío, como sabéis, abre gana y yo la tenía espantosa.)

—Veamos, murmuró Céspedes, aunque no sea más que por curiosidad.

—¡Por San Judas! volvió a exclamar nuestro sargento, yo os daré la posada que os tengo prevenida, aunque tenga que habérmelas con Xicotencal.

Volvimos a ponernos en marcha.

Conforme avanzábamos, la luz que antes era un punto, se convertía en una faja, después esta faja se interrumpió formando varios fragmentos alargados; hasta que pudimos distinguir claramente que eran las ventanas de un edificio.

Aquello nos pareció muy extraño, pues no teníamos noticia de que existieran casas por esos sitios deshabitados. Pero Medellín, nos dijo que allí había desde muchos años una especie de templo azteca ya casi derruido, que servía de refugio sólo a las aves de la montaña.

Ahora, lo que nos llamaba la atención era verlo iluminado, y hasta llegamos a creer, que alguna gavilla errante de los indios insurreccionados estuviera vivaqueando en las ruinas.

Parámonos para ver si podíamos descubrir algo que nos sacara de la duda, y a pesar de las exigencias de Medellín, nos detuvimos algunos instantes ocultos tras de los peñascos.

—¡Por las barbas de mi suegra! decía el sargento, que comenzáis a poner miedo con vuestras conjeturas. La tormenta se nos viene encima, y menguados seríamos si cambiásemos aquel alcázar por estos malditos vericuetos.

En efecto, un manto más negro que la tinta, se columpiaba por la parte del Noroeste, y barría ya las cumbres que se alzaban, sobre nuestras cabezas.

—Vamos, dijo Céspedes empeñado en recibir el chubasco, yo no bajo más, idos si queréis, aquí me quedo aunque las panteras…

No concluyó, porque un rumor como de muchas voces que hablaban a lo lejos, nos dejó suspensos.

—¿Quién va? gritó el sargento echando mano a su arcabuz.

Dos o tres veces el eco remedó su voz, y todo volvió a quedar en silencio.

Camaradas, nos dijo Céspedes, voy viendo que tenemos más miedo de lo que conviene a un soldado.

—Ciertamente, dijimos Medellín y yo; y procurando mirarnos entre las tinieblas, soltamos los tres una carcajada.

—¡Adelante! gritamos como si se tratara de caer sobre los gentiles.

Cada cual descendió como pudo, y nos colocamos sobre el sendero que a seis tiros de ballesta terminaba en el templo. Pero de repente las luces desaparecen, y un relámpago nos muestra los muros descoloridos y las ventanas antes iluminadas, negras como boca de lobo.

El edificio en aquel instante pareció, según la expresión de mis camaradas, una de esas calaveras que miran con sus ojos vacíos la luna de los cementerios.

—¡Adelante! gritó Medellín con más fuerza.

—¡Adelante! repetimos nosotros ya comprometidos, pero sintiendo que una pavorosa inquietud comenzaba a agitar nuestros corazones.

Seguimos marchando, yo, francamente, maldiciendo a ese caprichudo sargento, que a diez pasos delante de nosotros marchaba con la serenidad de un valiente.

Por último, llegamos al pie de un árbol situado a una corta distancia de la puerta.

El agua arreciaba.

—¿Traes pajuela? dijo Medellín a Céspedes.

—Aquí está, respondió éste sacándola de su talega.

El otro la tomó, se dirigió a la entrada levantando un hombro para defender la cara de la lluvia, y penetró en el oscuro recinto. Nosotros llevamos la mano a las espadas, ya resueltos para cualquier evento.

—¿Pero no lo siguieron? dijo Úrsula.

—¡Cállate! le replicó el sacristán, llevando un dedo a sus labios, sin despegar los ojos de don Fernando. Éste continuó.

—J4o había pasado un credo cuando Medellín volvió a aparecer en la puerta, y nos llamó de un modo particular, como si temiese que su voz fuera oída por cualquier otro. Fuimos, nos encargó silencio, y nos condujo de la mano hacia el fondo de la galería, donde por una cuarteadura se divisaba cierta claridad rojiza.

—Mirad por ahí, nos dijo.

Yo noté en su voz un timbre extraño que me hizo pensar «¿Si tendrá éste miedo?»

Céspedes se acercó el primero.

—¡Bah! exclamó, veo la causa de nuestro asombro. Allí está un árbol incendiado por el rayo, el agua va a apagar…

—¡Silencio por Dios! dijo en voz baja el sargento, mirad hacia abajo.

—Nada veo.

—Mirad bien.

—¡Ah!… ¡Ah!… ¡Ah!… dijo Céspedes con creciente admiración atrayéndome por un brazo, ¡mirad!…

Y vi a la luz de las ramas próximas a extinguirse… vais a reiros… vi en pie a una muerta.

—¡Una muerta! exclamó el auditorio de don Fernando.

—Sí, una muerta, o si queréis una viva, pero salida del sepulcro.

Era una mujer pálida, enjuta, con la cabellera y el rostro mojados por la lluvia, y parecía mirar al cielo con ira, o yo no sé si con quebranto.

Luego inclinó la cabeza, y hacía como la madre que arrulla a su niño en los brazos.

Al llegar aquí, la cabeza de Úrsula giró rápidamente, y su mirada se clavó con asombro en la del sacristán más asombrada todavía.

—Sí… exclamaron los dos, seguid, seguid.

Fernando reanudó su historia.

—Era, no sé quién, pero quedamos aterrados al escuchar un gemido desgarrador que se escapó de su garganta.

—¡Silencio! nos decía Medellín con esa terquedad de una persona trastornada por el miedo o por el vino.

—¡Silencio!

Esto acabó de perdernos: cuando ese sargento endiablado, cubierto con las cicatrices de cien combates, se refugió tras de nosotros, no dudamos hallamos en frente de una cosa superior a la pequeñez humana.

Creimos que el Señor, irritado por nuestras grandes culpas, permitía que una voz salida de la tumba, nos hablara de su justicia terrible con el eco profundo de la eternidad…

Aquella mujer… sí… era tal vez una mujer viva; han pasado siete años, he visto muchas cosas, he hablado con muchos, he meditado mucho y me voy serenando… ¿quién sabe?… Aquella mujer lloró con tal angustia, que nosotros, mudos por el terror, sin saber dónde nos hallábamos, ni lo que pasaba delante de nosotros, sentimos que los ojos se nos humedecían, y que el llanto se anudaba en nuestra garganta.

Yo fui el primero que se atrevió a hablar.

Me encomendé de todo corazón a Nuestra Señora, y mientras mis dos compañeros oraban, interrogué al fantasma.

—¿Quién eres? le dije ¿por qué lloras? ¿es el Señor el que nos trae a ti, o es Satanás el que te envía a nosotros?

La mujer levantó el rostro, pasó las manos por sus sienes recogiéndose la cabellera, y luego levantando el puño cerrado, exclamó dirigiéndose al punto en que nos encontrábamos:

—¡Ay de ti miserable! ¡ay de los débiles! ¡ay de los perversos! ¿Adónde has volado, niño mío, de mi vida?

Y luego añadió con voz lúgubre y mirando a la otra puerta que daba al campo:

—«¡Pedro…! ¡Pedro! ven conmigo…» y cayó al suelo, o tengo para mí que se hundió debajo de la tierra.

Al nombre de «Pedro» pronunciado por el fantasma, oí que un cuerpo se había desplomado a mis espaldas.

Era el sargento Medellín —él se llamaba Pedro.

—Está muerto, me dijo Céspedes casi sofocado.

—Obedezcamos, le repliqué, marchemos de este lugar donde Dios acaba de castigar seguramente a un gran culpable, vamos.

Llegábamos a la puerta, cuando vibró un relámpago, y antes de verlo desaparecer, un trueno inmenso retumbó en los aires, y vimos en pie junto a nosotros, y amenazándonos, a la misma mujer de mirada iracunda… Céspedes cayó a mis pies como herido del rayo, y yo sentí un vértigo, una cosa inexplicable y después… nada.

Úrsula tenía la boca abierta, los niños se habían refugiado completamente en. su seno y el sacristán se espeluzaba mirando con ademán medroso la ventana que rechinaba con el viento.

Daban las nueve y media en la parroquia.

—Pues señor, continuó Fernando, después de haber tomado una nueva postura en su taburete, yo no sé el tiempo que permanecí privado de sentido, levanté la cabeza y me encontré con la luz del día. ¿Habrá sido un sueño? me dije en voz alta.

—Lo mismo digo yo, camarada, replicó Céspedes que estaba en pie enmedio de la pieza.

—Pero ved ahí a nuestro pobre amigo que aún no despierta y tiene los cabellos erizados.

Inmediatamente me acerqué a Medellín, y apliqué el oído sobre sus narices.

Fue mi gusto inexplicable cuando percibí que respiraba.

Lo sacamos al campo; tomé agua con mi casco en uno de los innumerables charcos que había producido el aguacero, y lo vertí en el rostro de nuestro compañero.

Se estremece, abre los ojos y después se sienta y nos tiende los brazos con reconocimiento.

Dos meses después tomaba el hábito de N. P. San Francisco, y marchaba lleno de caridad cristiana a las misiones de California, donde hoy se encuentra.

Yo no he sabido nunca lo que ese Medellín había hecho que ofendiera al Señor.

Hemos pasado juntos sin ofender a nadie, la edad de los desaciertos, y él no ha llegado aún a la del crimen…

XV

—Bendito sea Nuestro Señor Crucificado, dijo Úrsula aspirando sus palabras; yo quiero que él me hable, pero…

—¡Cáspita! exclamó el sacristán, estoy cierto, mi señor don Fernando, que si pudiéseis mirar al alma de Hellín, no tendrías la serenidad… ¿pero habéis dicho que imitaba el movimiento de… así… cuando se duerme a un niño? ¡La Virgen me valga!

—¿Qué?… ¿qué dices?…

—¿Qué horas son? preguntó el sacristán a Úrsula, en vez de responder a Fernando.

—Las nueve y media… ya dieron hace rato.

—¿Queréis quedaros? continuó el de la montera, veréis si os hemos referido una cosa falsa.

Fernando se puso a meditar.

—¡No! ¡no! exclamó Úrsula, ¡Dios mío! si es la misma vendría a buscaros hasta aquí…

—¿De veras?… replicó el sacristán sobrecogido.

—¿Y a qué horas aparece regularmente? dijo el soldado, refiriéndose al espectro.

—Poco antes de las diez…

—¿Y eso… es todas las noches?

—Sí señor, viene por esa calle que da al llano. Cuando desemboca en la plazuela, se para y, ¿habéis oído como ahullan los perros? pues así… después llega hasta la horca… dicen que anda en el aire…

—¿Decís que la habéis visto?

—Sí, señor.

—¿No recordáis sus señas?

—¿Qué señor? qué señas va tener… si es una sombra.

Fernando volvió a meditar, pudiera notarse que su frente iba tomando cierta palidez que sus interlocutores no observaban.

La mano con que acariciaba su barba palidecía y se agitaba visiblemente.

—Mira, dijo el sacristán a Úrsula, ¿por qué no llevas a esos niños a la cama? voy mientras a atrancar la puerta del corral, dame la lámpara.

Úrsula levantó con suavidad la cabeza de uno de los niños que dormía en su falda, le dio en la frente un beso maternal, y le dijo:

—¡Anda ya te dormiste! vamos a tu cama.

Y moviendo al otro, que se había clavado sobre la mesa, añadió:

—Vamos, pelón, a tu cama, anda.

Este peloncillo se enderezó inmediatamente con los ojos cerrados y pujando.

Y a un nuevo llamamiento de Úrsula, dijo entre dientes y rascándose la cabeza:

—¿Y qué sucedió con Zacate?

—¿Qué Zacate?

El niño volvió a clavarse.

—¿De qué Zacate habla esto? preguntó el sacristán con cierta curiosidad.

—Ha de ser, replicó Úrsula, de ese señor Céspedes… anda, niño, vamos a tu cama.

Y luego, dirigiéndose al sacristán:

—Allí en el agujero de la puerta está la linterna.

El sacristán la enciende y desaparece.

Úrsula lleva a los niños a la cama, y comienza a desnudarlos con el mismo trabajo que si estuvieran muertos.

Fernando permanecía abstraído en sus pensamientos.

—¿Y esto, dijo después, tiene alguna comunicación con la iglesia?

—Sí, señor, esa puerta da al corral; allí existe a mano derecha otra puerta que cae a una hortaliza. Esta hortaliza tiene su entrada por la sacristía.

—Bien.

Don Fernando se acercó a la ventana, no se veían más que sombras.

La plazuela estaba solitaria, por aquel tiempo, desde las oraciones de la noche.

Para nosotros había mucha razón, porque aun hoy, que han pasado tantos años y que la población abunda, y que estamos libres de preocupaciones, no hemos podido atravesar a deshora por aquel sitio sin apresurar el paso, sintiendo por la espalda el sople frío de pavorosas leyendas.

XVI

La noche en que vemos a Fernando, hacía dos años y tres meses que en la plazuela de San Sebastián, por el ángulo del Noroeste, se levantara un cadalso.

Corría la voz de que un español, célebre por sus maldades, refugiado en México, debía ser ejecutado por haber querido forzar a mano armada la casa de un alto personaje, y atentar a la honestidad de una tal doña Beatriz, que hacía tiempo se retirara a la Península.

Otros decían que el criminal, allá en Europa, fue el que mató al condestable de Borbón, metiéndole una bala en las ingles.

Otros referían cosas espantosas.

Un día todos salieron de la duda: apareció colgado por los pies el cadáver de un hombre con la cara deshecha, sin una mano y todo ensangrentado; había al pie de la horca un cartelón con estas palabras:

«Este es el cuerpo de Miguel de Hellín, encontrado sobre el camino de Zempoala comido de perros.—Fue perverso y Dios Nuestro Señor por su infinita justicia mandó sobre él a los demonios para que lo devorasen.—Su Majestad el rey de ambos mundos no permite que se revele a nadie la culpa de este criminal, ni que nadie sea osado de tocar sus despojos.—Rogad por su ánima.»

Desde entonces la plazuela fue abandonada por casi todos los vecinos.

El cadáver se puso negro, hinchado y hediondo; después el sol lo achicharró, y con el tiempo aquello no fue sino un esqueleto que se conservaba articulado por unos andrajos de carne corificada. Sólo la cabeza había caído, tenía cabellos todavía, y en las órbitas y por la nariz bullía siempre un mosquero repugnante.

Tal era el espectáculo que hubieran presenciado con horror los ojos de Fernando, si al dirigirse a la casa de nuestro sacristán no fuera tan abismado en sus recuerdos.

Ahora procuraba mirar a través de la oscuridad ese horrible palo que enseñaba a la tempestad aquel trofeo de la muerte.

Así permaneció algún tiempo, mientras Úrsula, con esa fe que por dicha se conserva aún, persignaba a los niños dormidos murmurando una oración al ángel de la guarda.

XVII

De súbito un ahullido prolongado y doliente turba el silencio, y atravesando el aire de la noche sube y retumba por los negros arcos del campanario.

—¡Jesús me acompañe! exclamó Úrsula, ¿habéis oído?…

—Sí… balbuceó don Fernando, cuya palidez subió de punto.

Se oyó a lo lejos una carrera, y poco después se abrió de golpe la puerta que daba al patio.

—¡Jesús mío! volvió a gritar Úrsula, escondiendo la cabeza en el seno de un niño que instintivamente la rodeó con su bracito.

La puerta había dado paso al sacristán, que con la montera casi hasta los ojos, y llevando la linterna apagada, apareció con el rostro de un difunto diciendo también:

—¿Habéis oído?…

—¡Demonio de hombre! Dios os haga un santo, le dijo Úrsula ya más repuesta. ¡Cerrad! por vida de vuestra madre.

El sacristán cerró, y fue a colocarse tras del veterano, tomando ese aire de los navegantes novicios cuando la mar saludada por el rayo comienza a estremecerse bajo la nave.

Un nuevo grito volvió a resonar más cercano.

—¡Dios mío! murmuró don Fernando, mientras el sacristán y la mujer se cosían por las espaldas como para guardarlas mutuamente.

—No sé, decía ella, por qué no permite Dios que nos mudemos de estos arrabales que no han de estar benditos.

—Calla mujer, cómo no lo han de estar; ¿qué, la llorona no se hubiera colado hasta nuestra pieza?

—Yo creo, decía Úrsula, que ese Divino Rostro que pusimos en el zaguán, es el que ahuyenta a los malos espíritus.

—El Señor tendrá misericordia de nosotros, replicaba el sacristán en el mismo tono del Christe eleison.

Pasó media hora. El actor de aquella escena espantosa que se había anunciado por dos lamentos, no aparecía ni daba señales de aparecer.

—Pues señor, dijo don Fernando, parece que el negocio ha concluido.

—¡Bendito sea Dios! dijeron respirando los cónyuges.

—Me voy con la curiosidad de ver a la llorona.

—¿Os vais solo?

—Voy con mi espada.

—Pero…

—Mañana volveré, porque estoy interesado altamente en ver la figura de ese espectro.

—Mirad que aquí no molestáis a nadie… mi cama.

—No, os lo agradezco, replicó el soldado tomando el sombrero que Úrsula se apresuró a ofrecerle. Antes de las once tengo que hacer en Alvarado, y ya es tarde. Mañana a las siete estoy aquí sin falta.

—Pero… cómo nos quedamos… es decir, cómo os marcháis por esas calles… a estas horas…

—¡Bah! exclamó Fernando tendiéndoles la mano, ya lo veréis cómo.

XVIII

Don Fernando, después de despedirse cordialmente, marchó hasta llegar a la puerta de la calle, guiado por Úrsula y el sacristán que alumbraban sus pasos.

Se despidió de nuevo, y la puerta se cerró a sus espaldas.

Oyó después cómo los pasos se alejaban.

Cuando se vio solo en la plazuela, envuelto en una oscuridad profunda, y oyendo el golpe que daba con el viento el esqueleto de Hellín contra el palo de la horca, dejó caer con, el embozo un brazo lánguido, y se reclinó en la puerta casi refugiándose.

—¿Qué es esto? dijo a poco rato, ¿yo tengo miedo? ¿y qué dirían si volviera a llamar?… ¡Pesta a tal!… yo no he temblado nunca… ¡Ah! ¡loado sea Dios! una ronda.

En efecto, por el callejón que hoy se llama de dos Cantaritos podían verse dos o tres lucecillas que luego desaparecieron.

Don Fernando comenzó a andar en aquella dirección.

No había llegado a la mitad de la plazuela, cuando un gemido más terrible que los que escuchara pocos momentos antes, resonó a poca distancia dejándolo petrificado.

Poco después oyó que unos pasos se le aproximaban con lentitud, y cayó de rodillas.

El fantasma se presentó a sus ojos.

—¡Infame! dijo, ¡devuélveme a mi Pedro, devuélveme a mi hijo! ¡ay de los débiles!

—¡Es ella! dijo Fernando, ¡socorro! y se desplomó sin, sentido.

XIX

Al mismo tiempo desembocó la ronda, aparecieron las linternas, y sonó el ruido de los arcabuces que se amartillaban.

—¡Por aquí! dijo uno de los que llevaban linterna.

—¡Un hombre! exclamaron todos.

—¡Está muerto!

—Registradlo, dijo otro que parecía el jefe, y se formó un grupo en torno del que aparecía en el suelo.

Estando en esta operación, suena todavía otro lamento:

—¡La Llorona! dijeron con voz cavernosa dos alguaciles, cayendo desvanecidos sobre Fernando.

—¿Quién va? exclamaron los que estaban en pie, apuntando a una mujer pálida que alumbraban las ráfagas de la linterna… ¿quién va? y se dejó oír el eco melodioso pero terrible que decía:

—¡Ay de ti! ¡miserable! ¡ay de los débiles! ¡ay de los perversos!

—Esto es demasiado, dijo el jefe… fuego… estalló la explosión de siete arcabuces ahogando otro lamento, y volvió el silencio.

—¡Es hombre muerto! exclamó el jefe; y todos se precipitaron al lugar de la catástrofe.

Pero allí no había nada.

Buscaron tentando el suelo y las paredes con el rayo de las linternas, interrogaron todos los callejones y nada encontraron.

—Era, no hay duda, una alma de otra vida.

Entretanto Fernando volvió en sí, se levantó sacudiendo con terror a los alguaciles que tenía encima; comprendió seguramente lo que pasaba, al oír las voces y ver a la ronda, y temiendo que lo conocieran como a un cobarde, huyó a todo escape siguiendo la primera calle que le deparó la suerte.

Cuando todos convencidos ya de la inutilidad de sus pesquisas llegaron a buscarlo había desaparecido.

—¡Señores! dijo el jefe descubriéndose, y dándole a su voz un tono solemne; ¡señores!

Todos se descubrieron.

—¡Señores! aquí anda el diablo… vámonos.

Cargaron, a sus alguaciles, y la plazuela volvió a quedar desierta.

XX

Suponemos que el lector ha descansado cinco días.

Con esta confianza lo trasportaremos a una legua al norte de México, al pie de un cerro, que envuelto en el prestigio de una leyenda, milagrosa, debía ceñirse un día, como el Horeb, una diadema de ráfagas sagradas.

El sol iba a ponerse.

Por aquellos sitios no se oían ni esos murmullos que trae la brisa a los poetas, como el último suspiro de la tarde.

Si en el pequeño pueblo de Tepeyacac existían algunas casas habitadas, sus moradores fatigados con la faena del día, o comenzaban a dormirse, o entregados a reservadas pláticas, su voz no traspasaba los umbrales, contenida por el misterio.

Entre una de las rocas salientes sobre la falda del cerro está sentado un hombre, cuyos ojos preñados de lágrimas contemplan un punto casi imperceptible que flota a lo lejos sobre las aguas de Tezcuco.

El hombre tiene en sus brazos, y dormido, un hermoso niño.

El hombre sería hermoso también, si su cabellera enmarañada, sus labios cubiertos de polvo y sus vestidos desgarrados, no dieran un aspecto de miseria y de ferocidad a esa frente que debía ser dulce al rayo de la luna, o sublime al resplandor de un combate.

De cuando en cuando bajaba la vista sobre el niño.

Éste no se movía.

Las finas guedejas de su pelo ensortijado, colocadas tras de la oreja, dejaban libres unas sienes blancas y puras, ligeramente humedecidas.

Dos o tres cabellos caídos sobre el rostro, cruzaban la línea encarnada de sus labios.

Temblaban a veces con el soplo de las auras que venían del lago, y el niño sonreía con dulzura.

El punto lejano que vagaba sobre las aguas era una barca.

Se acercaba con la velocidad de un pececillo perseguido por las culebras.

—Ya están aquí, dijo el hombre en voz alta.

Se dejaron oír los chasquidos de la pala y el rumor de las ondas, cuando al abrir paso al barquillo se deslizaban por sus costados cubriéndolo de espuma.

—Ya están aquí, volvió a decir el hombre poniéndose en pie.

Y luego con voz hueca lanzó a los aires estas palabras:

—¡Tláhuac! ¡TIáhuac! ¿respira?, ¿vive todavía?… ¡respóndeme!

Ya muy cerca dijo otra voz:

—Viene dormida, acércate… viene dormida.

El hombre que había hablado primero puso suavemente al niño sobre la roca, y descendió a saltos hasta la orilla del lago.

Cuando la barca estuvo cerca, le salió al encuentro metiéndose hasta las rodillas miró adentro, y dijo con el vano empeño de los que le hablan al sepulcro:

—¡Xóchitl! ¡Xóchitl!… ¡despierta!… ¡mírame! te traigo a tu niño. Vamos, dijo precipitadamente al que acababa de llegar, ayúdame a sacarla… pronto…

Los dos hombres sacaron envuelto en un lienzo un cuerpo, al parecer de un cadáver, y lo pusieron en la tierra.

El otro se arrodilló a su lado, la descubrió la frente, y volvió a decir:

—¡Xóchitl!… ¡Xóchitl!

Pareció que aquel bulto exhalaba un suspiro.

Entonces tomó el cuerpo en sus brazos, y como poseído de un frenesí, partió a escape sin oír al barquero que le gritaba:

—¡Huemotzin, no corras! si tropiezas las matas…

Huemotzin llegó al Tepeyacac, y empujó violentamente con el pie la puerta de una de las cabañas.

—Aquí está, dijo a un anciano que abandonó al momento la lumbre en que se calentaba. Sálvala, por Dios, y te haré rico, seré tu defensor, tu esclavo…

—Hijo mío, respondió el anciano mientras Huemotzin colocaba el cuerpo en un lecho de yerba, ya te dije que mi poder está estrechado en los límites que Dios ha puesto a todos los mortales; no te confíes en la visión de tu cariño; no te abandones a engañadoras esperanzas, porque mi ciencia poderosa contra los dolores, tiembla y se confiesa rendida cuando ve que en la pupila del agonizante se retrata la terrible faz de la muerte.

—Es decir, exclamó Huemotzin tendiendo su mano suplicante, ¿es decir que Xóchitl partirá de mi lado?… no dices… que…

—Serénate, hijo mío, dijo el anciano dirigiéndose hacia el lecho y descubriendo la pálida hermosura de una mujer próxima a extinguirse; serénate, porque tu agitación pudiera anunciar a esta mujer que lloras por su inevitable ausencia.

—¡Oh!… ¡malditas tus palabras!… gritó Huemotzin, ¡no!… perdona… y se desplomó como desvanecido, hiriendo el suelo con el rostro.

Al mismo tiempo la mujer levantó el suyo; parecía que el golpe de Huemotzin la arrancaba de un sueño.

—¿Quién eres? dijo clavando una mirada dolorosa en el anciano que se había inclinado para socorrer al joven.

—Soy, replicó el anciano acercándose a ella, el que procura calmar tus dolores; soy niña, el que compadece tus quebrantos, y el que pondrá en tu seno al niño amado que perdiste.

—¿Mi niño?… dijo Xóchitl casi incorporándose.

—Sí, tu niño, al que has llorado tanto tiempo… ¿quieres verlo ahora mismo?

—¡Oh! ¡sí!… ¡traémelo!… ¡bendito seas! iré contigo… ¡vamos!

—No, dijo el anciano sin poder disimular su emoción, tú no puedes, espérame; y lleno de esperanza se dirige a la puerta, y desaparece.

Al salir se encuentra con Tláhuac.

—¿Adónde está Topiltzin? le dice.

—No sé, le responde Tláhuac retrocediendo.

—¿Cómo?

—¿No lo ha dejado aquí, Huemotzin?

—No.

—Entonces debe estar en la casa de Coyotl.

—¡Ah! ¡corramos a buscarlo!

Partieron los dos a toda prisa.

Entre tanto Huemotzin abría los ojos, y después de recorrer con su mirada vaga los objetos que había en la habitación, se fijaba en el lecho, donde Xóchitl, puesta sobre un codo, esperaba con el aliento recogido la llegada de su hijo.

Después se puso en pie; su cabeza pareció serenarse, y su primera palabra fue el nombre que adoraba.

—¡Xóchitl!…

La niña dio un gemido, y se refugió en sus propios brazos.

—¡Ah! dijo Huemotzin, ¡vive todavía!… ¡Xóchitl, perdóname, voy a traerte a tu hijo, y después maldíceme, después mi vida miserable se exhalará a tus plantas.

Parte también Huemotzin, y a poco vuelve con el niño, que en pie sobre aquella roca y solitario, comenzaba a aflijirse.

Lo lleva hasta la cama, lo sienta allí, y le dice:

—Topiltzin, abrázala, es tu madre.

El niño, acostumbrado a obedecer sin duda, o atraído por ese instinto poderoso que según dicen obraría aún en circunstancias más extrañas, abarcó el cuello de Xóchitl con sus brazos, y posó su sien, refrescada con el aire de noche, sobre la sien marchita que su madre había dejado descubierta…

XXI

A otro día, casi a la misma hora, un alcalde de aquellos contornos firmaba dos partes.

En, uno daba cuenta de haberse hallado en un jacal un cadáver de mujer con una herida en el costado izquierdo; y a un niño, su hijo al parecer, que lloraba en la puerta.

En otro avisaba que había sido recogido un cadáver de hombre en el despeñadero del Tepeyac, con señales visibles de haber caído desde el cerro.

En el primer parte el alcalde recalcaba estas palabras:

«Todo me hace creer que esta muerta se ha robado de algún templo la hermosa esmeralda que le quitamos al muchacho.»

XXII

Xóchitl, hija de héroes y nieta de reyes poderosos, que en vida de Tízoc hubiera tenido un sepulcro digno de su estirpe, duelo, cánticos y coronas dignas de su virtud y de su alta hermosura, fue arrojada tras del Tepeyac en un zanjón, medio desnuda, y sin tener una mano amiga para enjugar la última lágrima que temblaba aún sobre sus ojos entreabiertos…

Capítulo II. Que continúa el extracto de los documentos de la primera esmeralda

I

El día 17 de enero de 1610, la casa del señor alcalde de mesta, don Antonio de la Mota, resonaba con un bullicio de los diablos.

Subían y bajaban por las escaleras multitud de personas, vestidas con toda la elegancia del lugar y de la época, había ruido de platos, de cubiertos, de cajones, voces, risas alegres, dejando apenas percibir una música de flautas, teponaztles y timbales que más de veinte hombres tocaban en el patio.

Todas las cornisas ostentaban sus verdes flecos de tule, sembrados de olorosos claveles, todas las columnas estaban revestidas de ciprés entretejido con trébol, cada canal de la azotea soplaba un chorro de guirnaldas, y el embaldosado cubierto con una gruesa capa de pétalos de todos colores, empapados aún con el rocío, formaban una alfombra embalsamada, muy digna de ser oprimida por el piececillo de las damas.

Don Antonio de la Mota, celebraba aquel día el cuadragésimo séptimo año de su nacimiento.

El señor alcalde era dueño de un inmenso caudal; era franco, alegre, buen gastrónomo, y por dar un convite hubiera sido capaz, a pesar de su orgullo, de festejar el santo de su cocinera.

El señor alcalde tenía muchísimos amigos, no por interés, porque en aquel tiempo todo el mundo tenía marcos de oro.

No, el señor alcalde tenía un atractivo más estimable que el dinero, y los señores de su corte llevaban en el corazón un sentimiento menos ruin que el de la avaricia.

El señor alcalde tenía, limpia y reluciente como un diamante, blanca, graciosa y flexible como el cuello de un cisne, risueña y fresca como la aurora, adorada como ídolo, servida como reina, y acariciada como paloma, una hija, una joven digna de tener una lámpara perpetua como las madonas, o de pulsar sentada sobre alguna nube, la lira sagrada de los cielos.

El hombre hace al nombre; pero los rústicos padrinos de esta joven merecían la hoguera, o el hábito perpetuo, por haberla bautizado con un nombre que haría espeluzarse a Cátulo.

La hija del señor alcalde se llamaba… Berenguela.

Sin embargo, había quien, oyera este nombre con la complacencia que un inteligente las enmarañadas sinfonías de Mozart. Era el joven don Francisco Tello de Guzmán, rico también, hermoso, gran valiente, y de una educación muy superior a la de entonces; pero su mano estaba impura.

II

Un día de gran fiesta, vio en, San Agustín a una dama enlutada y romántica, de bellas facciones.

La esperó en el atrio, y se propuso seguirla.

Esta dama, que tenía un marido muy celoso, notando sin duda las intenciones de Guzmán, se propuso extraviarlo, y después de haber andado por casi toda la ciudad, seguida por el importuno caballero, se introdujo en una casa y estuvo oculta en uno de los corredores.

Guzmán tomó las señas de la casa, se retiró para volver al día siguiente: vuelve a las ocho de la noche, acompañado de un amigo, que al ver la puerta, y ya conociendo por Guzmán el aire de la dama, le dice: «yo te prometo una entrevista».

Entra, llama a una puerta, habla con alguien, y vuelve diciendo a Guzmán que su desconocida ha consentido en escucharlo.

Guzmán habla con ella a través de un oscuro postigo; se le dan, esperanzas, y se le encarga un absoluto misterio; quedan en verse por la iglesia los días de fiesta, y obtiene la promesa de otra dulce plática por el postigo.

El domingo siguiente, a las primeras campanadas, don Francisco de Guzmán estaba arrodillado en el templo; él notó que la dama enlutada al verlo entrar cubría de carmín sus mejillas, pero no vio que su amigo, levantándose del lado de otra dama, lo señalaba con el dedo; después acercándose a Guzmán, le dijo al oído: «ahí la tienes» y desapareció entre el gentío.

Guzmán no pudiendo concebir esta facilidad, con quien al verlo se ruborizaba, hubiera tenido más cautela, pero recordando el diálogo donde había aniquilado todos los escrúpulos de la desconocida, y más enamorado de ella, creyó que era llegado el momento de ser audaz, y no pudo contenerse por más tiempo.

Se apostó en la puerta con ánimo de darle el brazo, y dar un paseo donde hubiera, para explicarse, más que los mezquinos momentos de la pasada noche.

La dama, roja como la púrpura, se alejaba tropezándose con el vestido, mientras Guzmán siguiéndola, tendía una mano atrevida para detenerla por la mantilla.

Así anduvieron algunos pasos; pero he aquí a un hombre que presentándose bruscamente en su camino, le intima no seguir adelante.

—¡Paso! grítale Guzmán haciéndolo a un lado con tal fuerza que el otro logra apenas no tocar la pared con la espalda; pero antes de haber dado otro paso, se siente retenido por un brazo, y escucha que le dicen:

—Sois un miserable, si dejáis que os abofetée sin desnudar la espada.

Guzmán respondió al desconocido:

—Seguidme; tengo que hablar con la señora, después haré lo que gustéis.

—Antes de permitirlo, exclamó el otro desnudando su acero, pasaréis sobre mi cadáver.

—Corriente, dijo Guzmán echando al aire su espada.

Pero la dama, pálida ya como un difunto, acude y afianza las armas a riesgo de rebanar sus blancas manos.

—¡Detenéos! les dice, no derraméis sangre antes de explicaros… ¡Tristán, escúchame! yo te lo diré todo… ese mismo caballero… caballero, decidle.

—Perded cuidado, le dijo Tristán envainando, marchaos a casa mientras yo me arreglo con este caballero.

Cuando los dos quedaron solos, aquel marido, queriendo descubrir si había algo de cierto, dijo a Guzmán con una voz perfectamente reposada:

—Perdonad; soy padre, idolatro a mi hija, y no puedo soportar…

—¡Ah! exclamó Guzmán interrumpiéndole y respirando con toda la fuerza de sus pulmones.

—¿Tratáis como los caballeros? continuó el otro, habladme con entera franqueza, y os diré si acepto para esa niña vuestra mano.

Guzmán, creyendo habérselas con un viejo mentecato, juró, aunque sin poder ocultar la afectación, que si le prometían tratar a la joven, dentro de ocho días arreglaría su casamiento.

Siguieron hablando, y en un momento astutamente aprovechado añadió Tristán:

—Pero vamos, es imposible que yo os lleve a mi casa, cuando Margarita no os conoce más que de vista, esto sería descender hasta un oficio degradante…

—¡Quiá! replicó Guzmán, figurándose que triunfaba, ya está previsto ese negocio; sois su padre, yo seré muy pronto su esposo, y creo que nada pierde si os confieso con ingenuidad…

Aquí Guzmán le refirió lo del postigo, añadiendo todo lo que juzgaba necesario para pintar el temor y la dulzura de un amor novelesco.

Tristán guardó en la copa de su indignación todas las palabras del imprudente joven, y prometió desposar a aquellos novios sobre un lecho de sangre.

III

Quedaron en verse al otro día en el mismo sitio.

Entretanto Guzmán cuenta a su amigo, en medio de risas y burlas, su graciosa aventura.

El amigo le revela que aquel hombre no es padre de la dama sino un tío muy venal, fácil de seducir con algunos doblones; le aconseja que vaya sin cuidado por aquella espada que parecía tan terrible, y se lamenta de no poderlo acompañar, diciéndole que un trabajo importante para su familia lo detendría en la casa.

Se despidieron, quedando concertados en volverse a ver para reírse con el nuevo sainete.

Guzmán encontró a su futuro suegro en el lugar convenido, y empezaron a andar.

—¿Adónde me lleváis? le dijo cuando notó que no iban por la casa.

—Es una precaución, le dijo Tristán, temo a los vecinos, y he querido que hablemos en otra parte; ya sabéis cómo se interpretan las cosas.

Llegaron a una casa; Guzmán fue invitado a sentarse, permaneciendo solo durante dos o tres minutos, al cabo de los cuales se presentó Tristán llevando a Margarita por la mano.

Don Francisco Tello de Guzmán se puso en pie para saludar a la que amaba, cuando ésta, con los labios temblorosos y la mirada iracunda, le dijo adelantándose hacia él:

O sois un loco, o sois un miserable calumniador que merecéis os mande arrojar con mis lacayos; y antes de que el joven volviera de su sorpresa, añadió: decidme, decidme aquí la hora a que me habéis hablado por la ventana.

—¡Vive Cristo! exclamó Guzmán comenzando a creer que soñaba, ¿no hemos hablado a las ocho de la noche en la calle de…?

—¿Lo oís? dijo Margarita a su marido, sin perder aún la palidez de la cólera, ¿lo oís? a las ocho, ¿estáis convencido?…

—Bien, respondió Tristán después de un momento de meditación, vete.

—¡No! exclamó su esposa, vámonos, no hagas nada a ese hombre que debe estar trastornado…

—Vete, repitió Tristán con un tono benévolo, nada se le hará… ¡por el cielo! vete.

Iba a retirarse Margarita, cuando don Francisco de Guzmán le dijo:

—¡Voto a tal!… hermosa, deteneos para oír al menos mis descargos.

—¡Atrás! le gritó Tristán con voz de trueno, dejándole caer un garrotazo que el galán evitó con la agilidad de un maestro.

—¡Por mi madre! yo os enseñaré, viejo holgazán, dijo don Francisco desnudando su espada, cómo se ataca a un caballero, y ciego de rabia tiró un tajo que hubiera dividido a Tristán, si éste no lo amortiguara con el garrote.

Margarita suplica y llora; pero viendo que eran vanos sus ruegos, piensa de otro modo en la salvación de su marido, y corre a la pieza inmediata en busca de la espada, pero acude muy tarde; Tristán cae a sus pies convulso, acribillado a cuchilladas.

Don Francisco lanza otra imprecación y arremete con Margarita, que sin más defensa que los brazos, recibe dos golpes sobre la cabeza y cae junto al cuerpo de su marido.

No saciada la cólera del infame con dos víctimas, huye meditando en aquel amigo por quien se cree engañado.

No lo desafía, no lo acomete como los valientes.

Le da el golpe de sorpresa cuando el infeliz abría los brazos para recibirlo, sonriendo, contra el pecho que le guardaba un afecto de hermano.

Este joven era el sostén y la providencia de su familia, que había quedado huérfana hacía dos años…

Si hemos intercalado aquí esta historia, desviándonos del hilo de la narración, es sólo por pintar el carácter de don Francisco de Guzmán, en toda la ferocidad de sus instintos.

Volvamos ahora a la casa del alcalde.

IV

En la sala principal, llena de lujosísimos canapés, comenzaban a encenderse velas de cera colocadas sobre pantallas de plata, y ya los candiles, girando lentamente para presentar sus lámparas a la mano de afanosos criados, hacían pasar sobre los cuadros y las paredes legiones de líneas luminosas y oscuras que se encontraban y se perseguían.

En la pieza contigua, el festín coronado de flores, repartía entre los convidados el licor, los brindis y el contento.

Don Tello de Guzmán, sentado enfrente de Berenguela, prodigábala delicadas atenciones, que la joven aceptaba con miramientos, pero con una seriedad que no pasaba desapercibida para aquellos adoradores, acostumbrados a notar la ligera contracción de sus labios.

Guzmán disimulaba a duras penas su despecho, hablando de cosas triviales con los que tenía a su lado, o sirviendo con afectada galantería a señoras menos bellas, pero no tan desapacibles como Berenguela.

Así voló el tiempo.

Las sombras, vagando sobre la ciudad, difundían por las calles el silencio y la pavura de la noche, sin menguar el brillo que despedían los cristales de aquella casa resplandeciente, y llevando en sus alas más agradables y sonoros, los ecos de una música aspirada por cien parejas que nadaban ya en la tibia atmósfera del baile.

La perla de la casa, Berenguela, confundida pero no olvidada en aquel mar de sedas, de bordados, de jazmines y de palpitantes blondas, danzaba con un joven cuyo traje, menos que mediano, había sido el blanco de punzantes epigramas.

Buen cuidado tenían empero aquellos maldicientes de que su voz no fuera a resonar en el oído del pobre hidalgo. Éste dejaba adivinar un brazo de hierro a través de aquella manga próxima a mostrar la hilaza; y en la noble profundidad de sus ojos, y en su frente pálida, despejada y severa, vagaba la expresión de un valor indomable.

—¡Por Dios! le decía Berenguela acercando el rostro hasta tocar casi al del joven con el hálito ardiente y puro de su boca, estoy temblando… os confieso que estoy verdaderamente arrepentida…

—¡Oh! le replicaba su compañero, no habéis meditado en ese desaire horrible…

—Sí, sí… pero no acierto a explicarme…

—¿Tenéis miedo?

—Sí, pueden extrañarme… Guzmán no cesa de mirarnos…

—¿Y qué os importa Guzmán? además, sois la señora de la casa, y podéis ausentaros con un pretexto plausible.

—¿Decís que no hay nadie en el patio?

—Estoy seguro.

—¿Mi tía?…

—Ahí está entretenida con el alférez Real.

—¿Y si alguno sale?…

—No saldrá nadie: un silbido anunciará todo.

—Pero…

—Son las diez y media; si dilatáis más, se marcha y la ocasión se pierde.

—Llevadme al comedor.

Los dos desaparecieron por la puerta del costado, seguidos por dos miradas indescriptibles: una, la de Guzmán repleta de soberbia, de menosprecio, de malicia; otra, la de una joven asida casualmente al brazo de Guzmán; mirada lánguida y congojosa como la de la virgen al exhalar un suspiro.

Comenzaban a levantarse ligeros murmullos.

En aquel tiempo no reinaba la escandalosa libertad que hoy, por espíritu de imitación, pretende introducirse en el santuario de nuestras costumbres domésticas.

¿Qué más? llamaba la atención de cualquiera una palabra dicha en voz baja, a una mujer; o ésta era solemnemente reprendida, si bailando con un desconocido, mostraba una sonrisa que fuera más allá de lo que prescriben las leyes de una severa cortesía.

El joven que había salido del salón con Berenguela, tornó solo a pocos momentos.

Se deshizo entonces la nubecilla tempestuosa, y cada cual no pensó ya sino en el talle, la torneada mano, y la gentileza de su dama.

La música seguía dilatando por aquel espacio sus temblantes círculos, y envolviendo a damas y caballeros en, abrazos de fugaz pero deliciosa ventura.

V

Entretanto, en la calle, junto a las negras tapias de la huerta, un hombre inmóvil, azotado por las ráfagas de la noche, reclinando su frente en el embozo de la capa, meditaba, oyendo como en sueños, la lejana vibración de las flautas.

El rechino leve de un cerrojo descorrido con precaución, le hizo volver el rostro hacia la puerta que tenía a las espaldas, y clavó en ella la vista con la trémula ansiedad del cazador que ha sentido que se agita el ramaje.

Se abrió a medias la puerta, y al vago reflejo de las luces interiores lejanas, pudiera descubrirse allí el busto inmóvil también azorado, como anhelante, pero siempre hermoso de Berenguela.

El hombre llevó la mano a su sombrero, y descubrió con timidez una cabellera negra y una frente pálida de emoción.

—Señorita… dijo con voz dulce y tartamudeando ligeramente.

Berenguela guardó silencio.

La mano que tenía puesta sobre el cerrojo se estrechaba con más fuerza, para dominar un ligero temblor que recorría todo su cuerpo.

El otro permanecía con la cabeza descubierta, y ella que bajaba los ojos, esperaba seguramente otras palabras.

—Señorita… volvió a decir el joven… yo… habéis tenido la bondad… he recibido vuestra carta…

—¡Jesús! ahí vienen… exclamó Berenguela, y cerró la puerta con precipitación, no dejando sino una abertura imperceptible donde aplicó el ojo.

Alguien venía; se acercaban pasos por el lado de la calle; una sombra torció con lentitud por la esquina, y transcurridos algunos instantes todo quedó en calma.

El postigo volvió a abrirse lentamente.

—¿Quién era? dijo Berenguela sin saber lo que preguntaba.

—Ya pasó… replicó el joven sin apartar la vista de las sombras, y después volviéndose: pues bien, señorita… os decía yo que os amo… de tal modo que aceptaría… no por vuestro amor… por uno solo de vuestros recuerdos, todos los sacrificios de la vida. Sé, añadió con una imperdonable imprudencia, que vuestro padre os reserva una mano poderosa y noble, más digna acaso; pero… ¿y lo amáis? decidme, por el cielo… ahora que os veo aquí de cerca, sintiendo el sagrado prestigio que os rodea, miro toda la altura que separa vuestras miradas de aqueste hidalgo miserable que osara levantar las suyas hasta vuestro rostro.

—¡Oh! señor… no digáis eso…

—Yo fui arrastrado al templo por una fatalidad desconocida… allí os vi… y desde entonces el humo del incienso y el acento… ¿qué?… vienen…

—Sí, sí, ocultaos.

Se oyó un silbido, y la sombra volvió a dibujarse en el fondo de la calle; no cabía duda, se aproximaba.

Conforme iban siendo más sonoros los pasos, el joven retrocedía, impulsando con la espalda la puerta que no oponía resistencia.

—¿Viene hacia acá?

—Sí.

—¿Quién es?

—¡Ah! ¡aquí está!

El hidalgo dio otro paso y se encontró adentro.

Berenguela cerró la puerta.

Los dos, con el dedo en los labios, y trasmitiendo a sus oídos la anhelante impaciencia de sus corazones, oyeron crecer, llegar, y extinguirse el rumor de los pasos.

—¿Pasó?… dijo el galán aplicando un ojo a la cerradura, y rosando con sus finos cabellos la mano de Berenguela, pendiente aún del pasador de hierro.

—Creo que sí…

—A ver, dejadme ver…

—¡Oh! no… esperad… podrían veros…

Y Berenguela fue la que aplicó a su vez el rostro al agujero de la llave.

El hidalgo abarcó entonces con una mirada codiciosa, triste, amorosa, indecible, aquel bulto palpitante, envuelto en perfumadas sedas.

Aspiró a través de la noche la fragancia de aquel peinado, y creyó numerar con los golpes de su corazón, la que aquella beldad acaso conmovida ahogaba sobre su blanco seno.

—¿Pagaron?… volvió a decir… porque necesitaba decir algo.

Entonces la mano izquierda de Berenguela se extendió hacia él con el ademán que marca la espera.

El joven extendió instintivamente sus dos manos, y se atrevió a tocarla, estaba fría y lánguida.

Poco después osó estrecharla; Berenguela no veía nada, pero no apartaba el rostro de la chapa.

Ya el transeúnte debía estar a doce millas por lo menos.

La mano de Berenguela fue entrando en calor, y el hidalgo podía notar, lleno de un dulcísimo espanto, como aquellos dedos se entrelazaban lentamente con los suyos, y a poco los oprimían con la fuerza continua, espasmódica, fija, que no viene sino de dos causas: la epilepsia o el amor.

* * *

Guzmán había hecho una señal imperativa con la vista, y la música había callado.

Fue luego a sentarse junto a un hombre de rostro sombrío, que al verlo venir le cedió el asiento.

—Os voy creyendo, le dijo.

—Ya acabaréis de creerme, replicó el otro, cuando os cuente…

—¿Qué? ¿qué?

—Acercaos.

—¿Y bien?

—Urrutia es…

—El amante, ya lo sé.

—No… Urrutia no es más que un tercero ¿no nos mira?

—No, adelante.

—Pues no hay tiempo que perder, tomad vuestra capa y seguidme.

Guzmán y aquel desconocido salieron, bajaron precipitadamente al patio, atravesaron un arco apagando el farol que allí ardía, y se acercaron con cautela a una gran puerta.

No escucharon sino el susurro del viento que mecía en la huerta el follaje de los álamos.

—¿Qué hay? dijo Guzmán.

—Esperad.

—¡Pesia a tal! decidme de una vez si hay alguno…

—¡Silencio! vais a ver.

El hombre aquel entreabrió la puerta, se quitó el sombrero y asomó la cabeza, tendiendo sus miradas a la sombra, y sus oídos al silencio.

—Venid, dijo a Guzmán, tirándolo por un pliegue de su capa; recatad vuestros pasos.

Y el uno tras del otro, comenzaron a adelantar sin ruido, tanteando las piedras y los rosales.

Llegados que fueron a un tosco senador que se levantaba más allá de la fuente, vino a ellos un rumor de voces y se ocultaron.

Poco después se pudo oír la voz armoniosa de Berenguela que decía:

—Pues bien… habladle a mi padre, porque de otro modo sería imposible vernos y hablarnos; qué sería de mí si alguna vez llegaran a saber…

—¡Ah!… vuestro padre, exclamaba otra voz dulce, pero con acento varonil, vuestro padre ¿no se indignaría con vos que despresiáis la mano que él mismo ha cultivado para enlazarla con la vuestra?… ¿no creería que os habéis dejado seducir?…

—¿Por qué?

—¿Por qué?… eso dirá, eso mismo… ¿por qué?…

—¡No! me ofendéis, Cristóbal, no quiero decir eso. Vos tenéis todo lo que halaga mi cariño, y realiza mis ilusiones y mis esperanzas; ¿qué me importa que seáis pobre? sois caballero, tenéis una alma noble, cultiváis un arte que en Europa, si quisiérais, os daría el renombre del Ticiano… ¿qué le importa a mi padre que no llevéis, como tantos miserables, robado un blasón honroso habido por el brazo, y salpicado con la sangre de algún adalid de otros siglos?

—¡Por vida mía! niña, que vos sois la noble, la más noble, la más hechicera de las criaturas; haced lo que gustéis, pero dejadme aquí pedidle a Dios que me conceda siquiera morir a vuestros pies, abrazarlos con el aliento de mi postrer suspiro…

—Alzad, alzad, Cristóbal… ¡por Dios!… ¡silencio!… os lo suplico…

Estas últimas palabras eran acompañadas con el gorgeo de un diluvio de besos que vertía Cristóbal en los dedos sonrosados de Berenguela.

Ésta se había sentado en un vigón carcomido ya por las lluvias, que soportaba una hilera de macetas.

Cristóbal estaba casi de rodillas.

—Mirad, le decía ella, con un acento cuya tierna vibración hubiera sentado más bien a un madrigal de Garailazo que a estas palabras, mirad, os estáis metiendo en el charco. ¡Válgame Dios!

—Pues bien, decía Cristóbal, si queréis, ahora mismo le hablaré a vuestro padre…

—No, no, idos; ya deben extrañarme en la sala…

—¿Saldréis mañana?…

—No os lo aseguro… Guzmán acostumbra…

—¡Guzmán! ¡maldito nombre!… ¡siempre enfrente de mi felicidad!

—¡Siempre! dijo una voz lúgubre a sus espaldas.

Los dos quedaron aterrados.

—Señora, dijo Guzmán, pues era él, os felicito por estos inefables instantes robados a la vigilancia de vuestro padre, al amor de vuestro futuro esposo, y al honor que… ya no existe desde el momento en que os acariciáis a oscuras con ese miserable.

—¡Tened la lengua! le dijo Cristóbal, procurando no alzar la voz y sujetándole por un brazo; tened la lengua, vive Dios, y no manchéis el nombre puro de esa dama: salgamos.

—¿Salgamos? gritó Guzmán ¿salgamos? no merecéis que cruce mi acero con el vuestro. Salid vos, si no queréis que os abofetée como a un villano.

—Si como sois grosero y audaz, replicó Cristóbal, fuerais bastante osado para tocarme el rostro, no me daríais esa respuesta de cobarde, vil calumniador de inermes mujeres.

Guzmán echó abajo el embozo de la capa, y su brazo con la fuerza de un muelle disparó un terrible golpe sobre Cristóbal.

—¿Qué hacéis, Guzmán? gritó Berenguela.

Pero Cristóbal, que había parado el golpe con la mano abierta, tenía el antebrazo de Guzmán ya fijo como en un tornillo.

—¡Por mi honor! señores, volvió a decir Berenguela, cayendo de rodillas, ¡por Dios! ¡por piedad! no hagáis un escándalo.

—¡Hola! exclamó Guzmán, con que sois fuerte, y dando una violenta revuelta que casi arrastró al otro, pudo desacirse y tiró inmediatamente de la espada.

—Idos, señora, dijo Cristóbal, idos, por la memoria de vuestra madre: no debéis ver lo que aquí va a pasar, os lo suplico.

—Salgamos, dijo Guzmán.

—Salgamos.

La capa de Cristóbal se escapó de las manos de Berenguela, y los dos adversarios desaparecieron.

Un hombre salió de entre la yerba y se deslizó tras ellos.

VI

—¡Arriba! señores, en pie gritaba un mozalbete en el salón, donde se oían ya templar los instrumentos.

Dos hileras de virtuosos galanes se cruzaron enmedio de la pieza, como los dedos llenos de sortijas de una dama.

Y fueron a pedir la pieza de baile a otras tantas hermosas que otorgaron inclinándose ligeramente con una sonrisa encantadora.

Solo el bajo, que es el último en afinarse, los tenía en espera.

Los dedos del artista retorcían la clavija, y el ronco entorchado se dilataba en una escala desapacible, como el bostezo de un criado dormilón a quien para el amo de una oreja.

El mozalbete, sin dejar de ver la reluciente hebilla de sus zapatos, se colocó junto a una jovencita delgada, pálida, de ojos negros, que componía sin cesar su peinado.

—No quiero, decía ésta en ademán lleno de resolución.

—Mirad, dijo el pisaverde que no os favorece la razón.

—Os lo había yo dicho.

—No es cierto.

—¿Tenéis celos?…

—No, tengo cólera, después de haberme convidado venís a ofrecerme un compañero.

—¡Vida mía! te juro que mucho antes había yo pedido esta pieza a otra señorita.

—Bueno dejadme.

—¿No me perdonas?

—Dejadme, no tengo humor de charlar.

—¿Magdalena… qué? ¿queréis formalmente que os deje?

—¿Es amenaza?

—Os pregunto… ¿queréis de veras que me marche? porque si no tenéis humor de hablar, yo no tengo paciencia ni necesidad de rogaros.

—¡Eduardo!

—Lo dicho, dicho.

—Sois un infame. Estoy segura de que sólo sois el amanuense en esas cartas, que hablan en un lenguaje más cortés.

—¡Cómo!… ¡sabéis!… bueno. Se las devolveremos a su dueño.

—Mandad por ellas; no tengo inconveniente.

—Sí, mandaré… si queréis… ¡ah! ¡aquí está Berenguela!

En efecto, Berenguela apareció en la puerta, con el color y la mirada doliente de una virgen de mármol.

—¡Urrutia! gritó con voz agonizante.

—¿Qué? ¿qué pasa? dijo Urrutia corriendo hacia ella, seguido de seis o siete caballeros y dos damas, mientras la música rompía en un preludio estrepitoso y se ponían en pie todas las parejas.

—¡Dios mío! ¡se matan! exclamó Berenguela ¡corred!…

—¿Quién?… ¿dónde?… ¡esperad!… dijo Urrutia, rompiendo el círculo formado por los curiosos, y yendo a tomar precipitadamente la espada y el sombrero.

—Aquí hay, aquí hay, le dijeron algunos.

—Silencio, caballeros, por favor… decía Berenguela juntando sus manos.

—¿Es en la calle? dijo Urrutia ya dispuesto.

—Sí…

—Bueno… no salgáis.

—¡Dios mío!…

—No hay cuidado, esperad, volvió a decir el joven, y partió a todo escape seguido por otro caballero que le gritaba:

—¡No vayáis solo!

En este momento, el mozalbete que ya conocen nuestros lectores, llegó corriendo hasta tocar a Berenguela.

—Señorita, le dijo, señorita, aquí me tenéis.

Todos lo miraron: Berenguela sollozaba temblando en los brazos de una dama, que interrogaba con los ojos a los circunstantes.

—Aquí estoy yo, señorita, volvió a decir Eduardo.

—¿Qué?… dijo Berenguela asombrada.

Eduardo hizo el arco de una caravana, y con una sonrisa que él creía seductora, dijo:

—Vamos, señorita, que se nos pasa la piecesita.

—¡Eh! exclamaron, todos, y más de doce brazos lo lanzaron del círculo, haciéndole ejecutar una cabriola.

Se quedó enmedio de la sala encogido, con las piernas abiertas, las manos sobre la cabeza y apretados los ojos como el pastor cuando la lumbre de la tempestad baja tronando por el árbol que escogió por guarida.

Todavía el susto no pasaba, cuando una voz le sopló en el oído estas palabras:

— ¡Me alegro!

Eduardo levantó la cabeza, y solo vio a la dama de ojos negros que desde los brazos de un galán arrogante lo miraba sonriendo de una manera picaresca.

VII

En la calle, por el lado de la huerta hablaban dos hombres.

—¡Aquí! decía uno de ellos, cuyo acento revelaba a Guzmán.

—Por vida mía, replicaba Cristóbal, ¿teméis fatigaros si pasamos adelante? ¿o queréis que salgan de la casa a interrumpirnos?

—¡Basta! gritó el primero trémulo de coraje, defendeos.

Cristóbal sintió en el hombro un dolor agudo, casi al mismo tiempo que la espada de Guzmán silbó como una víbora.

—¿Qué es esto?… gritó tirando de su espada; ¡ah! me olvidaba, continuó cruzándola con la otra, es vuestra costumbre… ha un año que no tirábais de este modo… veremos si me defiendo un poco más que Valdivieso… y que su esposa…

Guzmán sintió al escuchar estas palabras, que el acero iba a caer de sus manos.

Pero pronto pudo reponerse y acometió con redoblada furia.

Su espada era temible.

Un gran número de anécdotas que corrían en boca de las gentes, atestiguaban que Guzmán merecía los honores de la leyenda.

Cristóbal retrocedió tres pasos.

—No lo hacéis tan mal, dijo Guzmán sin dejar de estrecharlo.

—¡Oh! ni vos. Sin embargo, lo hacéis mejor con el puñal.

—¡Una! gritó Guzmán.

—No importa.

—¡Dos! volvió a gritar, confundiendo su voz con un quejido que no pudo contener Cristóbal.

—¡Dos! señor mío.

—¡Tres! exclamó el joven.

Tronó un chasquido, se inflamaron algunas chispas y la espada se escapó del puño de Guzmán girando con la velocidad de un rehilete.

—¡Rodrigo! exclamó Guzmán, tendiendo en las tinieblas su mano adormecida por el dolor. ¡Rodrigo!

Un bulto se levantó tras de Cristóbal, y este último, arrojando una maldición, rodó por la tierra.

Casi al mismo tiempo aparecieron dos hombres.

Uno de ellos, Urrutia, se lanzó al lugar de la catástrofe.

Los asesinos habían huido.

Sólo encontró una espada, y más allá, atraído por los choques que otro acero daba en la banqueta de una puerta, el cuerpo de Cristóbal, cuyo brazo se agitaba con las convulsiones de la agonía.

El caballero que acompañaba a Urrutia se inclinó sobre la sangre.

—¿Quién sois? dijo ¿estáis herido?

—Caballero… añadió Urrutia, creyendo hablar con Guzmán.

El herido hizo un violento esfuerzo y articuló confusamente algunas palabras.

—¡Cristóbal! exclamó Urrutia fuera de sí; Cristóbal… ¿qué?… ¿eres tú? ¡habla!… ¿qué tienes?… ah… ¡imposible!…

Luego, volviéndose, hacia el fondo de la calle, con los puños cerrados, gritó como si Guzmán hubiera podido oirlo:

—¡Miserable! ¡algún día haré que esta sangre caiga sobre tu cabeza!

Guzmán y el asesino, ocultos con el temblor del crimen, tras un estribo de la tapia, a unos cuantos pasos, pudieron escuchar la airada voz que los amenazaba.

Cristóbal fue trasportado por el pronto a la habitación del jardinero.

Pocos instantes después el jardín se llenaba de caballeros y de algunas señoras que habían abandonado el baile para enterarse mejor de lo que pasaba.

Urrutia, presa de una grande desesperación buscaba todos los medios para reanimar al amigo querido cuya herida era, al parecer de suma gravedad.

Con la ayuda de dos o tres caballeros amigos suyos Urrutia pudo conseguir de llevarse el herido a su casa.

El escándalo fue grande; cada cual explicando a su manera el suceso, y los comentarios fueron muchos y varios.

Berenguela al conocer el triste desenlace del duelo se desmayó y tuvo que ser llevada a su habitación donde, ya vuelta en sí, rompió a llorar sin que los consuelos de su tía, doña Fuensanta pudiesen devolver la calma a su corazón.

VIII

Al día siguiente don Antonio de la Mota hizo llamar a Berenguela a su despacho.

El semblante del alcalde ya no era el mismo y su palidez revelaba claramente cuán hondo era el pesar que embargaba su corazón. El golpe recibido había sido demasiado terrible para él.

El ridículo había caído sobre su casa, su misma situación e influencia estaban seriamente comprometidas y nada de bueno se reprometía de lo que había pasado la noche anterior por causa de su hija, de aquella hija que tanto quería.

Así es que cuando Berenguela se presentó delante de él, la recibió tan fríamente que la pobre niña bien comprendió de haber perdido, acaso para siempre, el cariño de su padre.

Don Antonio apenas miró a su hija y con voz de cólera le dijo:

—Después de lo que ha pasado anoche en mi casa por vuestra culpa, creo inútil deciros cuál es la resolución que he tomado respecto a vos, porque me figuro que ya la habréis adivinado. Dentro de ocho días ¿entendéis? estaréis en un convento. Ya podéis prepararos para salir de esta casa.

Y sin más palabras se salió de la habitación, Berenguela conociendo el carácter de su padre no intentó siquiera ablandar su corazón con ruegos ni con lágrimas y se volvió a su habitación donde pasó todo el día llorando sin que su tía pudiera aliviar sus penas.

Por la noche recibió una carta.

Era la hermana de Cristóbal que la escribía.

Berenguela, apenas hubo leído los primeros renglones se puso a temblar y las lágrimas le impidieron de continuar la lectura de la carta.

Doña Fuensanta se acercó a ella, y Berenguela le dio la carta para que la leyera, pero la pobre señora que no entendía la letra aquella, decía un disparate a cada palabra.

Cualquiera, a no ser esa joven que estaba mortal, hubiera sonreído con los disparates de doña Fuensanta.

—A ver, tía, volvió a decir la joven tomando el papel y leyendo con labios trémulos:

«Señorita: mi hermano está muy grave y no puede escribiros sino valiéndose de mí. Dice que morirá en la desesperación si Dios no le concede estrecharos la mano antes del viaje que le espera. ¿Podríais venir, señorita? un moribundo, una hermana infeliz que le ve morir… dos pobres que os aman os lo suplican por la memoria de vuestra madre.

María

—¿Ah, el joven ese?… exclamó la tía. ¿Y qué quieres que yo haga?

—Acompañarme.

—¿Cómo?, a estas horas…

—O prometerme que no lo sabrá mi padre…

—¿Y qué?… si te busca…

—Le diréis… nada… le diréis cualquier cosa, nada importa…

Berenguela se dirigió a la puerta.

—¡Pero niña! por Dios, exclamó Fuensanta ¿qué locura se te ha metido en la cabeza? ¡aguarda!

La joven se precipitó en la estancia inmediata sin escuchar estas palabras.

—¡Tente niña!… ¡qué muchacha!… ¡espera!… ¡iré contigo! gritó la tía con más fuerza; y después arrebatando un manto que pendía de una columna de la cama, y arrastrándolo por una punta, siguió a grandes trancos el camino de Berenguela.

X

Cristóbal con dos heridas en el muslo, y una, la más grave, en la parte superior de la cabeza, no sentía que se mitigaban sus dolores sino para entrar en la peligrosa excitación de extraños delirios.

Una niña velaba junto a su lecho.

María, hermana del enfermo, hermosa y afligida sostenía aquella cabeza envuelta en sangrientos bendajes, la acercaba a su seno y ponía en aquellos labios delirantes la cuchara que temblaba en sus manos.

Un indio casi desnudo que servía de criado, alumbraba lleno de silenciosa conmiseración aquel cuadro de cariño y de amargura.

Pareció que Cristóbal se serenaba. Fue reclinado suavemente en las almohadas, y bien cubierto, excepto el brazo, que ansioso de frescura, se empeñó en permanecer fuera de los cobertores.

—Vaya… así lo dejaremos, dijo María en voz muy baja, quiera Dios Nuestro Señor, que pase la noche con sosiego.

—¿Trajiste la bebida? añadió dirigiéndose al azteca.

—Sí…

—Bueno. Puedes acostarte, yo te llamaré si se ofrece.

El sirviente, después de haber colocado la luz sobre la mesa cubriéndola de modo que no diera sobre el rostro de Cristóbal, se retiró sin que sus pasos produjeran el menor ruido.

María tomó un libro y se sentó a leer.

Así permaneció más de una hora.

De cuando en cuando el enfermo lanzaba un suspiro, movía el brazo, y pronunciaba palabras confusas. Entonces la joven sin apartar la vista del libro, suspendía la lectura y recogía, conteniendo las palpitaciones de su corazón, aquel rumor, acaso el diálogo que traba el moribundo, en el silencio de la noche, con alguien invisible que viene a sentarse junto al lecho para hablarle de la eternidad.

Sonó un aldabazo en la puerta de la calle.

María levantó la cabeza.

—¿Quién será? dijo.

Se oyó otro aldabazo.

La joven se dirigió entonces a la pieza inmediata, abrió una ventana y miró.

Un embozado que apenas podía distinguirse a la vaga luz de las estrellas, era el que llamaba con tal empeño.

—¿Quién sois? le gritó María.

El hombre vino al pie de la ventana, y acercándose hasta tocar la pared con el pecho, respondió tan bajo como le fue posible para no ser oído sino de la joven.

—¡Yo, María! necesito hablarte.

—¿Cómo? ¿sois vos?

—¡Abre, por Cristo! yo te explicaré todo…

—Voy… sí…

María cerró la ventana, pasó recatadamente por la pieza de Cristóbal, descendió la escalera, atravesó un patio y abrió inmediatamente.

—¿Qué tienes? ¡por Dios! le dijo al hombre que cerraba tras de sí el portón, ¿te ha sucedido algo?… habla.

—Sí… me persiguen… quiero que me ocultes donde puedas, donde no pueda hallarme nadie…

—¿Pero qué?… ¿por qué?… ¿qué has hecho?…

—Vamos arriba.

María seguida por el desconocido comenzó a andar, lleno el pecho con la dolorosa inquietud que la hacía olvidar por un momento la imagen y los dolores de su hermano.

—Descansa, le dijo cuando llegaron a una pieza, vienes muy agitado… aquí no hay peligro, ¿qué tienes?

—Nada: enemigos, ¡desgracia… maldición! exclamó el otro descubriéndose.

Era Guzmán.

—¡Explícate, por Dios! dijo María tomándole una mano que quedó entre las suyas fría y como inanimada.

Iba a replicar Guzmán, cuando en la puerta de la calle sonaron varios golpes.

—¡Llaman! dijo estremeciéndose.

—Sí…

—No abras…

—Veré por la ventana.

María corrió a asomarse, y en el mismo sitio donde poco antes viera al caballero, notó que había dos damas.

—¿Quién es? dijo Guzmán cuando la vio volver.

—¡Silencio!… le respondió María: ocúltate en esa pieza.

—¿Pero… quién es?

—Ocúltate… no es cosa de cuidado… es una señorita que viene a ver a mi pobre hermano.

—¿Tu hermano?…

—¡Silencio!…

La joven tomó la luz y bajó rápidamente por la escalera.

Guzmán quedó a oscuras y siempre bajo la influencia del terror, o de ese atarantamiento que había mostrado en sus palabras y sus ademanes. Tanteando las paredes, halló una puerta que cedió a un leve impulso de sus dedos, y se encontró en una pieza débilmente alumbrada por una lámpara oculta tras de los libros que servían de pantalla.

Se respiraba allí ese aire denso, caliente, inmóvil de un dormitorio, y ese olor extraño, que mezcla el aroma del alcanfor, del éter, o de un bálsamo, con las fétidas emanaciones que despide el lecho de un febricitante.

Se dejaron oír en la pieza contigua las voces de María y de las damas que acababan de entrar.

—¿Y no ha despertado? dijo una voz donde Guzmán creyó reconocer el acento de Berenguela.

—Venid, señorita, replicó María, podemos despertarlo…

—¡No! no lo mováis…

—¡Si os viera!… ¡oh! veréis cómo vuestra presencia lo reanima.

—Mirad si no duerme…

María se dirigió a la puerta, seguida de las dos señoras.

Guzmán no tuvo sino el tiempo excesivamente corto para ocultarse tras de la mampara.

Cuando ésta se abrió quedó cubierto.

Cristóbal, que dormitaba, abrió los ojos, y vio que tres sombras se acercaban a su cabecera.

—¡Cristóbal!… dijo María, inclinándose sobre él, ¿duermes?

—No, replicó el enfermo débilmente, procurando sentarse.

—¿Se han calmado un poco?

—Sí.

—¿Conoces a la señorita?

—¿Cuál?

María tomó la luz y alumbró el rostro de Berenguela.

Cristóbal arrugó los párpados como herido por el resplandor, levantó un poco el lienzo que le cubría la frente, y procuró examinar la fisonomía de la joven.

—¿La conoces? volvió a decir María.

—¡Cristóbal!… dijo Berenguela, poniendo su mano sobre la del herido.

Éste exhaló un suspiro: después se arrebujó en las sábanas, como si quisiera continuar el sueño, y permaneció quieto algunos instantes.

—Malo, malo, malo, dijo moviendo la cabeza, una de las damas en cuya voz reconoceríamos a la tía doña Fuensanta.

Entretanto, su infeliz sobrina miraba a María con los ojos llenos de lágrimas, y María la miraba a ella poniendo en los suyos, secos por largas noches de llanto, la expresión de una gratitud infinita y de un sufrimiento sin esperanza.

—¡María! gritó Cristóbal, sentándose repentinamente: ¡mi espada!… ¡pronto!… ya vuelve ese traidor, y estoy desarmado… ¡atrás!… ¡ay del que me hiera por la espalda!…

—¡Señorita! ¡por Dios!… exclamó María, luchando contra el joven que pretendía ponerse en pie: Cristóbal, sosiégate… no viene nadie.

—¡Aparta!… ¡aparta!

—¿No hay vinagre? preguntó doña Fuensanta con exaltación.

—No, dijo María, sin cesar de contener a Cristóbal… mirad, ahí está la bebida… junto al tintero.

Berenguela se precipitó a la mesa, tomó la botella que estaba en el lugar designado, y a una nueva observación de la joven, vertió en la cuchara hasta llenarla, un líquido claro y ligeramente aromático.

—A ver, dijo, yo se la daré… dadle a mi tía la lámpara…

Después se acercó al enfermo. En aquel instante resonó por tercera vez la puerta de la calle.

Las tres damas se enderezaron a un tiempo y se miraron de un modo tan raro, que sólo puede comprender el que hallándose en el alegre hogar, departiendo con su familia, ve el primer efecto de esta palabra: ¡tiembla!

—¡Dios mío! dijo Fuensanta, acaso nos buscan a nosotras.

—¿Qué hacemos? añadió Berenguela.

—¿Qué hacemos? repitió María.

—¿Qué hago yo? ¡por Cristo! murmuró Guzmán desde su escondite.

Volvieron a llamar con más fuerza.

—¡Oh! yo veré, dijo la hermana del herido, esperadme… y se dirigió a la ventana que ya conocemos.

Había en el zaguán un grupo de hombres embozados. Uno de ellos, que era el que llamaba, oyó gemir los goznes al abrirse el postigo, entonces levantó la cara, y dijo con imperiosa voz:

—Abrid.

—¿Quién sois, señor?

—Abrid sin dilación, señora.

—¿Yo?…

—Abrid a la justicia, o sois presa.

—¡Ah!… voy allá, señores…

La joven se apartó de la ventana, y llegó aterida de pavor a donde Berenguela y Fuensanta, inmóviles, blancas, azoradas, y casi próximas a desmayarse, preguntaban maquinalmente:

—¿Quién?… ¿quién es?…

Y les dijo:

—No… es a vosotras… estad quietas, buscan seguramente a un hombre…

—¿Pero qué?… ¿qué hombre es ese?

—¡Oh! no sé lo que será de mí…

—¿Los habéis conocido?

—No… ¡tocan!… esperadme.

Nuevos golpes dados seguramente con el puño de una espada, retumbaban en la habitación.

María se precipitó por la puerta, que impulsada por la corriente de aire, estuvo a pique de cerrarse y descubrir a Tello de Guzmán, el cual temblaba, pudiendo apenas dominar el terror que le infundían aquellos aldabazos.

La joven entró inmediatamente a la pieza donde suponía oculto a Guzmán, y buscándolo con el objeto de prevenirlo, pronunció su nombre varias veces, y anduvo muchos pasos tentando las sombras.

No halló a nadie.

Le pareció que la presencia de su amante había sido un sueño.

—Pero no es posible… decía, hemos hablado… ¡ah!… ¡ahí está su sombrero!… añadió tocando por casualidad el que Guzmán dejara encima de la mesa: ¡ah!… sí, se ha salido indudablemente por el patio… Señor mío Jesucristo, líbrale de sus enemigos; allánale un camino, por los dolores de… ¡voy! señores… ¡voy!…

María le dio un grito a su criado, y bajó encomendándose a la Virgen.

XI

El delirio volvió a apoderarse de Cristóbal, como si aquella cucharada hubiera elevado fuego a su cerebro.

Se volvió a sentar con la febril agitación, que devolvía por un momento, vida a sus ojos, fuerza a sus músculos, y a su voz un eco resonante.

—¡Dejadme!… decía, dejadme con cien legiones de demonios. ¿Queréis que no corte esa lengua? ¿queréis que me deje atacar por la espalda?… ¡vive Dios, dejadme!…

Fuensanta lo tomó por la cintura, y Berenguela procuraba aquietarlo con sus ruegos y sus caricias, teniéndolo casi reclinado en su brazo.

—¿Lo ves, niña? exclamó la tía ¿lo ves?… yo tengo la culpa: Dios me castiga indudablemente como la cómplice de tu desobediencia… ¿qué hacemos aquí expuestas a la cólera de tu padre, a las suposiciones de las gentes extrañas, al peligro inútil de contagiarnos, abrazadas con este hombre?

—Apartaos tía, yo lo tendré sola, replicó Berenguela, dejando ver tras de su aflicción un poco de sarcasmo… a mí no me intimida el contagio… harto he vivido para temer la muerte…

—¡Niña!… ¡niña!… tú te propasas…

—Bueno, dejadme, no expongáis vuestra salud por una persona que os es indiferente. Para mí es una obligación… es mi esposo… y aquí he de estar mientras no haya quién me arranque a fuerza de sus brazos.

—Esta niña está loca, Señor.

—¡Vive Cristóbal! exclamó Cristóbal, cuyos ojos chispearon: acercaos más, señor Guzmán… salgamos… no es éste el sitio donde debéis hacer ostentación de vuestra fuerza… ¡María!… Berenguela… ¡teneos! ¡atrás, infame!… ¡atrás! ¡ah!… ¡maldito!

Al pronunciar esta última palabra, llevó las manos al bendaje, y lo arrancó violentamente. Un chorro de sangre se escapó de la herida, inundando sus espaldas, y los brazos de doña Fuensanta, y enrojeciendo el justillo de la joven, que sintió correr por su seno la onda hirviente de aquel líquido.

—¡Jesús! gritó la tía, ¡se muere!… un trapo… ¡agua! y se paró corriendo a revolver sobre la mesa todas las botellas. ¡Oh! no hay aquí nada: continuó con desesperación, y dirigiéndose a la puerta, ni una gota de nada… ¡qué gentes!… ténlo, apriétale con las sábanas… voy a buscar agua…

—¡Me muero!… exclamó Cristóbal, dejando caer los brazos y escondiendo sus pupilas sin brillo, tras el velo lánguido de sus párpados.

XII

—¡Alto ahí! gritó a doña Fuensanta un hombre que la salió al encuentro en el pasillo de la escalera.

La señora dio un salto, y exhaló un grito parecido al que dan las personas nerviosas al contacto del agua fría; quiso articular algunas palabras, pero aquel hombre la afianzó de un brazo, la hizo dar media vuelta, y con voz áspera y aguardientosa, le dijo:

—Guiad.

—Pero señor, dijo Fuensanta pudiendo apenas destrabar las mandíbulas, vengo a buscar agua para…

—¡Silencio! guiad a la justicia del rey.

—Si yo…

—¡Adelante!

Nada valieron las protestas; aquel esbirro, sordo al clamor de la razón e insensible al llanto de la inocencia, empujó a la anciana delante de sus pasos.

Cuando llegaron a la primera puerta desenvainó la espada, y sacando una linterna que traía tapada con el ferreruelo, dijo a Fuensanta:

—¿Vais a decirme dónde tenéis oculto al asesino?

—¿Yo… caballero?

—Sí.

—Pero si… señor mío… si yo no soy de aquí… yo he venido nomás…

—Decid la verdad, o esta noche dormís en un calabozo.

—La verdad, señor, os lo juro por Dios, es que no sé nada, y que seguramente me tomáis por otra persona.

—¿Os empeñáis en callar? replicó el hombre con ese tono inflexible aprendido en el tribunal de la fe, delante de una víctima en el tormento.

—Soy la hermana…

—Adelante, no me importa que lo seáis de Holofernes.

—¡Oh! si no me dejáis hablar…

—¡Hola! ¡hola!… ¿qué es esto?… ¿a ver los brazos?… ¡ah! ¡esto es sangre!

—¡Por Dios, señor! mirad… venid…

—Silencio, vieja infame, u os divido el cráneo. ¡Hola! añadió asomándose al patio, cuatro hombres arriba.

—¡Señor! exclamó Fuensanta ya mortal, no más está herido… os explicaré…

—¡Callad os digo! repitió el hombre blandiendo una ancha espada, ya se os pedirá explicaciones.

Se dejó oír por la escalera el sordo retumbar de muchas pisadas, y poco después aparecieron cuatro alguaciles con los aceros en la mano.

—Sujetad a esa vieja, les dijo.

Inmediatamente corrieron a ejecutar la orden.

—¡Señores! gritó Fuensanta, por compasión.

—Ponedle una mordaza.

—Si soy la prima de don… ¡señores! por Dios…

No pudo concluir; dos dedos como tenaza la afianzaron por la nariz, y un pedazo de hierro se le atravesó en la boca, apartando los pobres dientes que le quedaban, y prolongando la comisura de sus labios hasta los oídos como en la risa de una máscara.

—Estamos arreglados, dijo el caudillo de los policías. Aguirre, cuida tú a esa bruja; Barrientos, tú en esta puerta, añadió dirigiéndose sucesivamente a las personas designadas; vosotros dos venid conmigo.

Fuensanta quiso decir algo, pero sus labios enroscándose en la mordaza con inútil esfuerzo, no pudieron juntarse para pronunciar una palabra de salvación; apenas salieron por su garganta algunos sonidos ásperos que expresaban la horrible angustia de su situación.

Uno de los centinelas dijo al otro:

—¿Barrientos, qué dice la bruja?

—No entiendo.

—¿Cómo, no entiendes el francés?

Y los dos se rieron de su chiste. En aquel tiempo, y todavía en la época de los últimos virreyes, el vulgo, creyendo que no había más idioma que el nuestro, se reía del idioma extraño, considerándolo como una jerigonza, hablada solo por los locos o los borrachos.

El jefe de la ronda penetró en la segunda pieza con los otros dos alguaciles.

A mano derecha, sobra la ropa desordenada de una cama, y colgando la cabeza hasta barrer el suelo con la cabellera, estaba Cristóbal; la camisa que pareció negra al principio, se vio a la luz de las linternas tinta completamente en sangre.

En el suelo estaba una joven, Berenguela, sin sentido y con el pecho, toda la parte anterior de los vestidos, y las manos también, teñidas en sangre.

—¡Dos cadáveres!… exclamó el jefe.

—¡Dos muertos!… repitió el otro asombrado.

—¡Oh! continuó el primero, después de examinar atentamente las facciones de Berenguela, y qué joven debió ser ésta tan graciosa. Alumbrad.

El alguacil aproximó la luz y dijo:

—¡Demonio! y se la dieron en medio del alma… ¡qué lástima!… si no es una profanación, mirad qué pie tan delicado… qué pierna…

—Ea, cubridla con el vestido, y vamos a otra cosa; guiad por esa puerta.

Volvieron a la izquierda, y registraron la tercera pieza, que a poco abandonaron, no sin mover todos los muebles, y después de picar con las espadas toda la ropa de un perchero.

La pieza en que hallamos a Cristóbal no tenía más que una mesa, dos sillas y el lecho, que ocupaban uno solo de los ángulos. Esto salvó a Guzmán.

Aquellos hombres que vieron a la primer ojeada lo desierto del aposento, o acaso satisfechos con haber encontrado allí algo, volvieron a pasar, y salieron sin registrar aquella puerta, como lo hubiera hecho cualquiera de su oficio.

La cuarta pieza fue también sometida a un cateo escrupuloso, después el corredor, la escalera y el patio.

Cuando Guzmán tuvo la seguridad de que se habían alejado, se aventuró a dar un paso fuera de su escondite, y se introdujo en la habitación inmediata, la última, donde debía estar la ventana que era el camino de su salvación. Iba a observar la calle, cuando escuchó de nuevo los pasos, y se ocultó tras el perchero.

El jefe de la ronda volvió a entrar, cerró la ventana y se alejó haciendo lo mismo con todas las puertas. Llegando a la que daba sobre el corredor, cerró con llave, y descendió por la escalera arrebujándose en su capa. Poco después seguía por la calle tras de una procesión formada por dos literas y nueve hombres.

XIII

Serían las diez de la mañana.

Don Antonio de la Mota, sentado en un sitial junto a una mesa de su alcoba, con la frente sobre la mano, y el codo apoyado en la rodilla! parecía abismarse en pos de un pensamiento, u ocultar las lágrimas de alguna pesadumbre llorada en el silencio, o quizá el rubor de una dolorosa vergüenza.

—No es posible, decía, no comprendo esto… ¿con quién se ha marchado?… ¿por qué ha recurrido a ese expediente infame, digno solo de las mujeres tiranizadas, de la gente ordinaria, de las perdidas?… ¡oh! y esta vieja maldita… pero no… Fuensanta ha sido siempre un modelo de honestidad… era su madre… ¿la habrán seducido?… las mujeres se dejan seducir para todo…, pero no… no es posible… y luego… «¿señores, no habéis visto por casualidad a mi hija que anoche no se quedó en casa?»… ¡qué vergüenza!… ¿y adónde, adónde voy a preguntar?… ¿a quién?… ¿de qué modo?

Quién sabe el tiempo que se hubiera prolongado este monólogo, si un criado empujando ruidosamente la puerta, no hubiera llegado casi hasta tocar al caballero, diciéndole:

—Señor, señor…

—¿Quién?… ¿qué quieres?

—Os busca… de parte del señor escribano.

—Que vuelva mañana.

—Os trae…

—Que no recibo a nadie.

—¡Os trae este papel!

—¿A ver?

Don Antonio desdobló una carta, y leyó lo siguiente:

«Señor don Antonio de la Mota:

»Tened la bondad de pasar a ésta vuestra casa para un asunto que atañe al honor y la tranquilidad de la vuestra. Venid a cualquier hora que hayáis leído estas líneas.

»Seguid a mi criado.»

—A ver… ese criado, que pase.

El de don Antonio fue a llamarlo, y no tardó en presentarse.

—¿Sois vos el de esta carta?

—Sí, señor.

—Vamos.

Don Antonio se precipitó fuera de la pieza, dando gran trabajo a su sirviente que lo seguía gritando:

—¡Señor! olvidáis el sombrero.

Mota se lo puso, y comenzó a andar calles precedido por el portador de la carta.

XIV

—¿Adónde estoy, Dios mío? había dicho Berenguela volviendo en si, y al verse a oscuras.

Después se puso en pie, y comenzó a recordar vagamente lo que le había pasado. Su primera palabra no fue dictada por el amor sino por un miedo espantoso.

—¡Tía! dijo, ¿dónde estáis?

Nada… un silencio como el del sepulcro devoró en la sombra sus palabras.

—¡Tía! volvió a decir adelantándose a tientas a donde recordaba haber visto la puerta; entonces vio de par en par la que daba sobre el corredor, y descubrió ella en el fondo el cielo tachonado de estrellas.

—¿Adónde estoy, Dios mío? repetía cada vez más sobrecogida.

Una voz, la de Cristóbal, se dejó oír en este instante, débil y caliente como la queja, pero amorosa y tierna como el arrullo.

—¡María!…

—¡Cristóbal! exclamó Berenguela.

Entonces volvió a oirse la otra voz:

—¡Oh! ¿será un sueño?… ¡María!

Berenguela sintió algún consuelo viendo que estaba acompañada, y tuvo fuerza para responder; pero sin tener aún el uso completo de sus facultades.

—¿María?… ¡oh! no hay aquí nadie… no veo… se han ido todos…

—Por Dios, señora… dijo Cristóbal ¿sois vos o es el delirio?… ¿quién sois que habláis con ese acento consolador que da vida a mi espíritu? ¡acercaos, por piedad! permitid que os bendiga…

—Sí, Cristóbal, yo soy exclamó la joven acercándose al lecho, yo soy, pero no sé lo que me pasa… ¿adónde está mi tía?… ¿qué ha sido de vuestra hermana?…

—Señora, estáis a mi lado, sois vos, es ésta vuestra mano… seguid… no os apartéis de aquí… ¿por qué estáis trémula?…

—¡Oh!… Cristóbal… yo siento algo espantoso y amenazante en la oscuridad que nos rodea; hace poco hemos estado aquí las tres; yo esperé a que mi padre se durmiera para venir a veros…

—¡Cómo! ¿qué horas son?

—No sé, han dado las doce de la noche…

—¿Las doce?… ¿y María?

—Ya os dije… tocaron… me acuerdo… os vino una hemorragia; creíamos que os moríais…

—¡Ah! ya sé, sí, debe haber ido a llamar al médico; así hace siempre.

Los dos jóvenes permanecieron un momento en silencio.

Cristóbal respiraba con la convulsa precipitación del que duerme presa de una pesadilla, y la mano de Bcrenguela, que tenía estrechada contra el corazón, se movía al impulso de las palpitaciones.

Ninguno podía explicarse claramente la situación en que se encontraban, y ambos dejaban errar el pensamiento en las vagas regiones de pavorosas conjeturas, sin más lenguaje que aquellas manos enlazadas, frías, que ya oprimiéndose con más fuerza, ya aflojando el lazo estrecho que las unía, se transmitían no sé qué voces misteriosas del alma.

XV

Sonaron las tres de la mañana.

Perdido ya el eco de las campanadas, sonó la puerta del zaguán, y se escucharon pisadas de hombre.

Poco después, en la otra puerta que daba al corredor, se perfilaron varios bultos, y la misma voz del jefe de la ronda que nos es conocido, exclamó en un tono de sorpresa:

—¡Han abierto!…

—¡Bah! os olvidaríais de cerrar, dijo otra voz.

—Han abierto, os digo; juraría por Dios que se nos ha escapado…

—¿Pero no buscásteis?

—He buscado hasta en la juntura de los ladrillos.

—¿.Debajo de las camas?… ¿detrás de las puertas?…

—¡Ah! esperad… ¡soy un jumento!… un… demonio… soy un imbécil. No cometería una distracción semejante el último de los corchetes.

—¿Qué decís?

—¿Creeréis que no registré debajo de la cama? ¡Pesia a tal! no hay duda que el infame estaba cubierto con los dos cadáveres… no hay duda.

—Tal vez; ¿pero estáis seguro de haberlo visto entrar?

—Éste, replicó el jefe señalando a uno de los alguaciles, y yo, lo hemos visto; esperé a que le abrieran para pescarlo como en una ratonera, ¿no es cierto?

El alguacil a quien iba dirigida esta pregunta, se inclinó de un modo respetuoso.

—Entonces, dijo aquel que antes hablaba con el jefe, no debemos lamentarnos inútilmente; se ha escapado.

—Sí, pero os prometo…

—¿A ver, decís que están ahí los cadáveres?

—Sí señor, ¿queréis verlos?

—A eso veníamos.

—¡Ea! Barrientos, saca tu linterna y acompaña al señor escribano; voy mientras, con vuestro permiso, a buscar por el patío y las azoteas vecinas.

—Es inútil.

—No lo es, estoy seguro que no ha salido de la casa.

Diciendo esto el jefe desapareció, dejando al escribano acompañado de Barrientos.

Hemos dicho un poco más arriba, que al asomarse Berenguela descubrió el cielo cubierto de innumerables y rutilantes estrellas.

En efecto, la noche era magnífica, había un no sé qué solemne en el silencio sagrado, en la quietud del aire, de amoroso, en aquella tibia luz que manaba de la serena profundidad del firmamento.

Sin embargo, aquella casa abandonada, oscura, y silencioso teatro del crimen, estaba sombría: por el fondo de aquel callejón de la escalera, tras de los pretiles, y en todos los rincones adonde no llegaba la claridad, parecían moverse y avanzar sombras de formas caprichosas.

En medio del patio, la columna de una fuentecilla derruida cubierta con una cabellera de malvas, extendía un mutilado brazo cual si fuera la víctima que abandonando su sepulcro, saliera a pronunciar una maldición contra el asesino.

Más allá unos inmóviles arbustos, negros por la noche, pegados al arco de una puerta ya carcomida, parecían guardar el eco habitador de ese fatídico recinto.

Barrientos encendió su farola y señaló al escribano la entrada de la pieza.

—Guiad, dijo el del protocolo, haciendo una señal imperiosa al alguacil, y cediéndole el paso.

—Pasad, señor, respondió el otro; y alargó la luz rodeando con el brazo el filo de la puerta.

—No, entrad, entrad.

—Pero…

—Entrad.

—No, pasad vos, señor escribano.

—¡Ea! dejad de cumplimientos… y entrad.

—No señor, eso no lo permito.

—¿Por qué?

—Por qué…

—¡Bah!… entremos juntos; dadme vuestro brazo, porque este terreno me es desconocido… absolutamente.

—Vamos, señor, vamos andando.

Los dos aún ya enlazados, como no cabían juntos por la entrada, lucharon unos minutos más para ver quién pasaba adelante.

Barrientos, flaco, pero más fuerte, decidió el negocio empujando al señor escribano.

Ya enmedio de la pieza, los dos se miraron como si trataran de buscarse mutuamente en los ojos el valor que juzgaban necesario para llegar a la segunda puerta.

—¿Es decir, preguntó el escribano, que la joven tiene dieciocho puñaladas?

—No recuerdo bien, señor; pero tenía una enmedio del pecho.

—¿Y el occiso?…

—¡Ah! el occiso… creo que lo vi sin cabeza.

—Era bueno apuntarlo ¿no os parece?

—Sí… pero no estoy muy seguro…

—Pues hombre, qué diablos ¿dónde teníais los ojos?

—¿Pero qué diablos me estáis preguntando? ¿qué tiempo tenía yo de medir las heridas, ni de contar los muertos? id a ver vos que os toca por obligación…

—No, hombre, no digo lo contrario, replicó el escribano conteniendo su cólera por no romper con aquel tan útil acompañante, pero sí extraño que un hombre como vos, tan observador… tan…

—Ea, señor, dijo Barrientos, dejémonos de florilegios y veamos el aposento.

—Veamos, repitió el escribano.

Los dos avanzaron una pierna, y los dos quedaron con la pierna en el aire, esperando cada uno que el otro asentara la planta.

El escribano la volvió a su puesto; el alguacil también.

—Juraría que tenéis miedo, dijo el primero.

—¿Yo miedo? replicó el otro ¿miedo Barrientos?

—Sí, señor.

—¿Miedo habéis dicho?

—Sí, señor, miedo.

—¿Y vos?

—¿Yo? ¡bah! no me conocéis, según veo.

Aquí llegaban, cuando el alguacil vio que sobre la extremidad del rayo de su linterna, se levantaba el marmóreo rostro de una mujer, destacándose en la oscuridad de la puerta como en el hueco de una tumba.

—¡Ay! exclamó el infeliz, como si le hubiera dado un calambre en el estómago.

El escribano levantó la vista, y sus quijadas, perdiendo el resorte de la articulación, cayeron sobre su pecho, dejando colgar toda la lengua.

—¡Dios mío! dijo sin pronunciar las consonantes, y sus brazos también cayeron abandonando el bastón, que casualmente quedó atorado por el puño en un pliegue del capotillo de Barrientos.

Este valiente se estrechaba más y más con el escribano, como si pretendiera esconderse aquel cuerpo inmóvil, y cubrirse con aquella piel espeluzada.

De repente cayó el bastón; los dos dieron un salto sin abandonarse, y dos gritos ahogados salieron de sus gargantas.

El escribano permanecía descoyuntado; la cabeza del alguacil había girado hasta ponerse de perfil, mientras que el cuerpo fijo, cual si fuera de plomo, presentaba el pecho a la horrible entrada de la segunda pieza.

Pasado un rato, el saliente ojo de Barrientos rodó con lentitud en su órbita.

Ahí estaba, ahí los miraba todavía el rostro fúnebre de la mujer.

Hubo otra cosa peor: el instante fue espantoso; aquel rostro movió los labios, los labios hablaron; y frías como el hierro de una pica, atravesaron los oídos del escribano y de Barrientos estas palabras:

—Señores, os lo suplico por lo que más amáis sobre la tierra decidme… ¿adónde está mi tía?

Los trémulos oyentes a quien dirijía la voz esta pregunta, no hicieron más que enlazarse como dos culebras, y contener el aliento.

La linterna colgaba, y el foco luminoso pintaba sobre el suelo un pequeño círculo que reproducía las convulsiones epilépticas de Barrientos.

—Señores, volvió a decir la voz, responded por los huesos de vuestra madre.

—¡Los huesos! exclamó el escribano como si hablara en el fondo de una caverna.

Entonces comenzó a desprenderse lentamente de Barrientos, que lo asía con la fuerza de una ventosa.

De cada pliegue de su saco tenía que desatar un dedo, que no bien separado a costa de indecibles esfuerzos, volvía a engancharse pellizcando sus carnes.

Por último aprovechó un momento que juzgó oportuno, y dio un salto en dirección del corredor, pero el calzón prendido como en un zarzal sobre las cinco uñas de Barrientos, tronó por la pretina; dos botones fueron a chocar contra las paredes, y el señor escribano sintió pasar entre sus piernas una corriente de aire frío.

En este momento se presentó el jefe de la ronda.

XVI

Barrientos enderezó la luz, el escribano dio un suspiro.

—¿Qué es esto? dijo el jefe.

No respondieron. Sólo el alguacil tuvo valor para apuntar hacia atrás con el rabo de un ojo.

—¿Podréis decirme qué es esto, señores? volvió a decir el otro, asombrado con el cuadro que tenía a la vista.

Pero no obtuvo sino la misma respuesta.

—Señor… murmuró Berenguela desde el puesto donde apareció como un espectro.

—¡Cómo! exclamó el jefe casi con superstición, mientras que los dos personajes aterrorizados se encogieron sintiendo aún que la voz de la joven llegaba hasta ellos envuelta en una ráfaga sepulcral; ¿no estáis difunta?… no sois la misma que…

—Decidme, señor, continuó Berenguela adelantándose con ademán suplicante, ¿qué es lo que nos pasa? Hemos venido a ver a un enfermo, y sin saber cómo, me hallo sola. ¿Adónde está la joven que habita esta casa?… ¿cómo abandona a su hermano agonizante?… ¿y mi tía, señor?… la señora que me acompañaba… ¿adónde ha ido?… vos debéis saberlo… ¿qué habéis hecho de esas personas?…

—Serenaos, señorita… tened la bondad de tranquilizaros. Somos los servidores de la justicia, y nada hacemos que no sea en obsequio de la inocencia y para el terror y el castigo del crimen. Gracias a Dios que una de las víctimas, vos señorita, se levanta de su lecho de sangre para designar al infame, cuya cabeza debe rodar por el cadalso. Hablad, a vos os toca esclarecer los pasos de la ley en el camino que a una sola de vuestras palabras se abrirá en la absolución, en los calabozos o en. la muerte.

Berenguela sintió cierta simpatía inexplicable por aquel hombre cuyo acento conmovido con la presencia repentina de la joven que juzgaba por muerta, tenía la insinuante entonación del cariño, mezclado a la terrible solemnidad de una sentencia.

Se acercó más a aquel hombre que se presentaba como el vengador de sus agravios, y en cuyos ojos chispeantes de justa indignación recogía una promesa de consuelo para sus penas.

Tuvo confianza en él, y le explicó la situación sin ocultarle su salida furtiva de la casa paterna.

XVII

—¡Cáspita! exclamó el escribano cuando Berenguela hubo terminado, conque… sois hija de… ¿sí? ¡vamos! si os conozco más que si fuerais mi propia hija.

—¿Y decís que vive? preguntó el alguacil.

—Perded cuidado señorita, dijo el jefe, pasemos a verlo, pero antes permitidme un momento. Alumbra, añadió dirigiéndose a Barrientos.

Sacó de su bolsillo un tintero de cuerno, una pluma, una carta de donde arrancó la mitad no escrita, y escribió con prontitud varias líneas.

—Toma, le dijo al alguacil, vuelas a la casa de Cervantes y le das esto.

El enviado tomó el papel y desapareció como una exhalación.

Aquel papel decía:

«El odio que profiero a Guzmán y a todos sus secuaces, me ha cegado hasta el punto de cometer un error deplorable. Enviadme a esas damas con todas las consideraciones que merecen su sexo y su inocencia.

»Valdivieso

XVIII

María y Fuensanta volvieron rodeadas del respeto que Valdivieso había recomendado.

La primera que había sido presa y metida en la litera cuando abría la puerta de la calle, volvió a los brazos de Cristóbal, sin perder aún el temblor y la lividez del espanto.

Valdivieso pidió perdón a todos, y maldijo de veras aquella precipitación con que su espíritu envenenado por antiguas ofensas, juzgó culpables a dos criaturas inocentes e hizo caer sobre dos damas la grosera mano de sus alguaciles.

María y Fuensanta olvidaron la ofensa ante las protestas de aquel caballero.

Cristóbal, que parecía haberse mejorado con la hemorragia, o lo que es más probable, con la presencia de Berenguela, perdonó a Guzmán, y escuchó lleno de interés las palabras de todos, que se encadenaron para formar la explicación completa del asunto.

Valdivieso contó que un nuevo crimen que Guzmán intentaba aquella misma noche, y que él sabía por uno de los cómplices, fue lo que le dio pretexto para ejercer una venganza, arrojando sobre aquel hombre la vergüenza de una acusación ruidosa y después las cadenas, el lazo de la horca, o la vara del verdugo.

El escribano se ofreció de mediador entre la cólera de don Antonio de la Mota y aquellas damas afligidas, con el resultado probable de su ausencia.

Aceptaron ellas, pasaron a la casa del señor escribano, y este benéfico protector y astuto diplomático, llegó con su elocuencia más allá de los límites que ceñían la esperanza de sus protegidas, pues no sólo apagó el rayo que amenazaba desprenderse de la frente de don Antonio, sino que, tornándolo en el hermoso luminar de un porvenir de dicha para su hija, fijó las bases del matrimonio, que quedó aplazado para el alivia de Cristóbal.

XIX

Tres meses después María y el escribano apadrinaban la boda.

La casa de Berenguela volvió a brillar y a engalanarse con más lujo, y más amigos y más contento que en aquella malhadada noche en que la conocimos.

Urrutia, aquel amigo que recogió herido a Cristóbal, y que durante la enfermedad de éste no faltó un solo día a la cabecera de su lecho, volvió a bailar con Berenguela, sin omitir al platicar la forzosa comparación entre aquellas dos noches tan distintas y tan semejantes.

María, rodeada por innumerables adoradores de su hermosura melancólica, recibía las demostraciones de cariño con urbanidad, pero sin complacencia.

El corazón guardaba como una tempestad de llanto, el suspiro de su amor, que se exhalaba en el silencio de la noche buscando la inolvidable imagen de Tello de Guzmán.

Aquí parecería terminado este asunto, pero el matrimonio en los dramas de la naturaleza, no señala como en los del teatro, el término y el desenlace de una historia.

XX

Pasaron dos años.

Hacía uno que María recibió noticia de que Guzmán partía para el Japón con la embajada de Velasco.

Se ha dicho que el amor muere con la esperanza: pero no podemos afirmar si María esperaba, o si ya el amor no era más que el simple culto de los recuerdos.

No sabemos si era todavía el sueño de las vírgenes, o la sombra del desengaño aquello que vagaba por su frente siempre pensativa.

Cristóbal no tenía en la suya, si no la imagen de los tres seres idolatrados a quienes consagraba el trabajo de su mano y los tesoros de su corazón.

Berenguela, María, su hijo lo asían con un abrazo de bienaventuranza, y caminaba por el sendero fácil de la vida, guiado por un astro, y saludado por sonrisas de júbilo.

Berenguela había experimentado esa transformación que tanto aplauden el poeta y el artista, cuando el Himeneo da a la doncella, con su primera caricia, la dulce palidez y el lánguido encanto de la madre que lleva bendecidas por Dios las fuentes de su casta fecundidad.

El niño, llamado Antonio como su abuelo, era algo endeble, pero hermoso.

Además, hablaba ya esa jerigonza con que un peloncillo de año y medio logra formar en torno suyo un círculo de oyentes, dispuestos a aplaudir cuando entre la nube de los disparates destella el primer rayo de la inteligencia.

Ahora recordemos una cosa.

Cuando el historiador, o cuando el novelista han desarrollado ante nuestros ojos un cuadro de felicidad humana; el primero porque no hace más que reproducir la marcha natural de los acontecimientos, y el segundo porque tal vez desea arrojar un rayo consolador sobre los desventurados, pintan siempre tras los serenos horizontes una denegrida nube que más tarde crecerá envolviendo el paisaje en las destructoras ráfagas de la tempestad.

Nosotros somos aquí como el historiador.

Si esa nube asoma por el cielo de Berenguela, no es culpa nuestra.

«¡Nada hay estable bajo el Sol!» es el principio que sobrenada en la corriente de las narraciones verdaderas.

Lo único estable, según todos, sería esa oscilación entre la dicha amenazada por el temor, y el infortunio aliviado por la esperanza.

XXI

Un día se hallaba Berenguela en su habitación con su hijo sobre las rodillas, enseñándole a pronunciar el nombre de Cristóbal.

El sol que penetraba por los vidrios arrancando perfumes a varios tiestos de rosales colocados en la ventana, daba perfecta claridad a la expresión de aquellos dos semblantes, donde la paz, el cariño y la dicha, imprimían un sello de inefable contento.

La puerta se abrió de golpe dando paso a un criado que entraba de espaldas, procurando contener a un hombre que pretendía introducirse por la fuerza.

—¿Qué… qué es eso? preguntó Berenguela poniéndose en pie, dejad que pase.

El que luchaba con el criado se adelantó respetuosamente hacia la joven.

Era un anciano con la cabeza casi blanca; pero mostrando aún en sus formas la soltura, casi la gentileza de un adusto.

Su rostro no era hermoso; con todo, la honradez y la inteligencia que se retrataban en él, le daban un encanto varonil más duradero que la vana perfección de la carne.

Al ver a Berenguela no le fue posible contener un movimiento de sorpresa.

—Señora, dijo sin apartar de la joven una mirada llena de ternura y de curiosidad, perdonad si he penetrado aquí sin vuestro permiso; he sido un grosero; no he tenido en cuenta el impulso de mi corazón, y al saber que vos y Cristóbal vivíais en esta casa, no pude soportar que un cualquiera se atravesara en mi camino, y diera con las puertas al que en otro tiempo os abrió las de un amor sin límites. Perdonad, señora, esperaré allá fuera a que os dignéis concederme un solo momento…

—No señor, repuso Berenguela, a quien conmovía el acento de ese hombre; entrad a vuestra casa… sentaos, hablad lo que gustéis.

—¡Ah, señora! exclamó el anciano con cierta tristeza, ¡no podéis negarlo!… ¡me parece que tengo enfrente de mis ojos a vuestra misma madre! ya no os acordaréis de mí. Hace dieciocho años me arrancó la desgracia de vuestro lado: erais muy niña… ¡ah!… ¿y ese hermoso niño es vuestro?

—Sí señor… pero…

El anciano tomó a Antonio en los brazos y lo estrechó delicadamente, pero con efusión. Después preguntó con la familiaridad de un padre:

—¿Y queréis decirme… Cristóbal… está aquí?

Berenguela, que comenzaba a desconfiar del desconocido, pues no recordaba haberlo visto nunca, se acercó a una puerta y gritó el nombre de Fuensanta.

Después como si tratara de disimular sus temores, dijo volviéndose hacia el hombre que no cesaba de acariciar a Antonio:

—Cristóbal tardará un momento, pero mi tía viene aquí… ella tal vez ayude mi memoria…

Apareció Fuensanta haciendo una ligera cortesía al anciano.

Este retrocede con visibles señales de asombro, y apenas puede ahogar una exclamación y retener al niño, que parece escapársele de los brazos.

Doña Fuensanta queda inmóvil y balbucea un nombre:

—¡Ruy Gómez!

—¡Doña Fuensanta! dice el otro cual si negara la fe a sus sentidos.

—¿Sois vos? prosigue Fuensanta, Ruy… ¿y qué hacéis aquí?… ¡Ah! dadme razón… mira, niña, añadió dirigiéndose a Berenguela con un tono de cariñosa superioridad, el señor es un hermano de mi difunto esposo, tenemos que hablar sobre un asunto de su familia…

Berenguela tomó a su hijo, y se dirigió inmediatamente sin aventurar conjeturas sobre un punto ya explicado por su tía.

—¡Por Dios! dijo Fuensanta cuando se vio sola con Ruy Gómez, ¿qué hacéis aquí?… ¡marchaos! ¿no sabéis dónde estamos?

—¿Cómo? ¿adónde?

—Estáis en la casa de don Antonio de la Mota.

—¿De don Antonio?… ¡cómo!… ¿y Cristóbal?… ¿y María?… ¿por qué se hallan aquí?

—¿Qué decís? ¿y cómo sabéis esos nombres?

—¡Por Santiago! si yo mismo se los puse ¿queríais que se me hubiesen olvidado?

—Pues señor… o vos o yo… pero aquí hay alguno que no tiene en su lugar la cabeza…

—Ese seréis vos, señora… ¡por vida del diablo!

—¡Chist! ¡por la Virgen!… ¿queréis explicaros?

—¿Pero qué deseáis que os explique? yo perdí de vista a mis muchachos hace dieciocho años y tres días… pero mi hermana quedó como una madre para vigilarlos.

Hoy vuelvo con el deseo de darles un abrazo, y mi hermana me dice que están en México, viviendo en tal parte, y que Cristóbal, o María, o no sé quién, se ha casado no sé cuándo con… ¡Ah! señora… ¿qué es lo que tenéis?

Fuensanta había dado un salto y horrorosamente pálida retrocedía como de una serpiente.

—¡Oh! dijo, ¡el Señor tenga misericordia de nuestras culpas!… ¿pero estáis seguro de conocer a los niños?

—¡Bah! y cómo no, si María es un traslado… es doña Carmen que se levanta del polvo del sepulcro…

—Pues no… ¡qué hemos hecho, Dios mío!… esa que llamáis María, es Berenguela, hija de don Antonio.

—¿Y María?

—María salió… está en su habitación…

—¡Llamadla! ¡llamadla!… quiero verla y besar su frente.

—¡Silencio! Ruy Gómez, decidme, ¿estáis seguro de que los niños sean Cristóbal y María?

—Lo juraría por Dios.

—¿Podríais darme alguna seña de Cristóbal?

—Sí, muchas que no desaparecen con la edad: ojos garzos, nariz aguileña, frente hermosa, dos lunares sobre la sien derecha… y si ahora tiene barba es partida, y si tiene oficio es dibujante, y si tiene hijos…

—¡Callad! callad, Ruy Gómez… somos perdidos.

—¿Sí?

—Esa joven que acabáis de ver es hija de doña Carmen, ese niño que tenía en sus brazos, es su hijo y el hijo de Cristóbal…

—¿Qué?… ¿habréis autorizado un matrimonio sacrílego?

—¡Señor, perdónanos! exclamó Fuensanta sin responder a Gómez, ¡perdónanos! Adónde podría ocultarse el crimen que no fuera alcanzado por el rayo de tu justicia…

En la noche, Ruy Gómez, retirado con Cristóbal a una pieza aislada de las otras, refería al joven lo siguiente:

XXII

—Tu padre, cuando yo lo conocí, era un pobre huérfano recogido por la caridad de don Juan Alcántara.

Yo era mayordomo en la casa de don Juan, y no dilaté en hacerme amigo de aquel joven, atraído por la semejanza de la suerte, pues yo también vivía solo en el mundo.

Ambos crecíamos sin que los años entibiaran nuestra firme amistad.

El no tenía amigos, pues las visitas de la casa, damas y caballeros españoles todos, apenas se dignaban bajar sus miradas hasta el indio, como le decían, porque tu padre fue hallado en la puerta de un jacal, llorando a su madre, que era india. Con todo, entre aquellas damas soberbias con sus títulos o con su raza, había una que miraba a Ignacio (tu padre) con menos arrogancia, o más bien con afecto, o con esa compasión que inspira un hidalgo bien nacido, trasportado por el infortunio a una región inferior a su destino. Aquella dama era un ángel de los cielos.

Nadie, por vida mía, la aventajaba en gentileza, ni todas con sus brocados y sus perlas y sus hechizos, podían hacer sentir lo que esa niña con su modesto traje, y cuando sus manos de reina prendían la negra blonda sobre sus sienes puras como las de una virgen.

Un día me llamó Ignacio y me dijo:

—Rodrigo, tú me amas ¿no es cierto? pues bien, voy a confiarte un secreto, tú eres el único amigo mío, que no se mofará de un atrevido sueño que juega con mi fantasía. Necesito compartir con. alguien el peso que me abruma; necesito el consuelo de la esperanza, o si tú quieres, el de la mofa; pero algo que alivie mis penas, o arranque de mi frente las ilusiones engañosas.

Necesito de tu apoyo.

—Habla. Mi brazo, mis ahorros, mi corazón y mi vida, están a tu servicio.

—Gracias Rodrigo, pero nada valen tu generosidad ni tu valor contra la demencia… Estoy enamorado.

—¡Por vida de mi abuela! repliqué yo, ¿y eso es todo? vamos, anímate ¡qué diablo! yo prometo conquistar para ti a la dama que me designes. Si ella no quiere, la robamos y pax christi.

—¡Oh!… ¡si tu supieras!… prosiguió él sonriendo con melancolía y oprimiendo contra su pecho una de mis manos.

—¿Sí?…

—Amo a doña Carmen…

No bien oí este nombre, me acometió el desconsuelo. Medí toda la distancia que el orgullo de una familia noble ponía como un abismo entre mi amigo y doña Carmen, y quedé cabizbajo y mudo, maldiciendo en el alma aquella ley incontrastable de los grandes señores.

¿Quién era Ignacio? pobre y marchitado vástago de una raza infeliz, abandonada por el cielo en las cadenas, el desprecio y la muerte, para atreverse a codiciar a esa mujer cuyo blasón estaba custodiado por las picas de los mismos conquistadores. ¡Oh! pero existía una máxima demasiado vulgar, una verdad bastante luminosa para no recordarla en aquellos momentos. «El amor salva todas las distancias, y nivela todas las condiciones y rompe todos los obstáculos.» Qué diablo, si dos amantes, uno en el Sol y otro en la tierra, se tendieran los brazos, los dos astros chocarían rompiéndose, porque esos amantes se abrazaran.

—¿Y ella te ama? pregunté a Ignacio.

—¡Oh! no… no sé… ¡bah! ni ha reparado en que la miro, ni soñará siquiera que mi alma suspira por volar hacia ella.

—Háblala.

—¿Qué dices?… ¡hablarla!…

—¿Y por qué no?

—¡Ay! quieres que entregue el sueño de mi amor al capricho de la burla, a la risa de estos cortesanos, a la cólera y al menosprecio de ese hombre arrogante… y ella, ella sobre todo se indignaría si viese que pretendo alzarme hasta su corazón… creería tal vez… me miraría como al lacayo insolentado que osa tocar a su señora.

—Te engañas, le dije, y te humillas hasta un grado que no hace honor a ningún hombre.

¿Eres por ventura un mozo de cuadra, o es don Alonso el Cid, o su hija la princesa de Asturias? ¿qué es lo que dirían esos cortesanos a quienes aventajas en honor, en piedad, en belleza, en valentía, en fuerza y en todas las perfecciones del cuerpo y del espíritu? ¿Qué más dan los pergaminos de ese viejo, que tú con el saber o con la espada no conquistaras a la gloria para el dote de una joven sea cual fuere? ¿Y crees que doña Carmen se ofendería? ¿Crees que, como tú dices, arrojara tu amor al capricho de la burla? Por vida mía que doña Carmen no es de esas mujeres.

Háblala, y te juro que si no corresponde tu cariño, respetará a lo menos el secreto de tu corazón.

—Pero yo…

—Pero nada, le dije, hoy mismo te declaras y yo respondo del éxito con mi cabeza.

Ignacio me puso miles de argumentos, pero yo alenté de tal modo su esperanza, que aceptó la propuesta.

Me abrazó afectuosamente y me dio las gracias diciéndome, que si un desáire lo hundía en la amargura, le quedaba yo, su único amigo, para reconciliarlo con la vida.

¡Oh! lo que hoy me enseña la experiencia a deletrear en los ojos de una dama, la naturaleza lo marcaba entonces en mi corazón por medio de seguros presentimientos.

Doña Carmen escuchó con benevolencia, después con, agrado, después con lástima y ocho días después, desde uno de los balcones de su casa dejaba caer estas palabras a mi amigo, que las recogía y las acariciaba en su alma.

—Ignacio, os amo desde que os vi por vez primera.

Si os tenéis por el más dichoso de los hombres con mi cariño, también yo cifro mi ventura en el vuestro.

Sois mexicano… pero aunque ese nombre fuera de baldón como lo es de infortunio, yo compartiría vuestra afrenta con el júbilo que un día compartiré vuestras esperanzas…

¡Qué diablo! aquella vez tu padre y yo, tomados por las manos, bailamos en mi habitación hasta caer rendidos.

Pasó algún tiempo, Ignacio hablaba casi diariamente con aquella magnífica joven, y me relataba sus tiernos diálogos con ella, dándome lugar para apreciar en lo que vale una mujer que ama.

Una noche se presentó Ignacio trayéndome una noticia que daba al traste con sus proyectos de felicidad.

Venía con los ojos anublados y el rostro cadavérico.

Doña Carmen marchaba a la Península.

Su padre, que solo había venido a la América por unos cuantos meses para distraer con un viaje los achaques de su ancianidad, ansiaba partir para la España.

El mundo cristiano, amenazado por el turco en la corona de Felipe, llamaba en torno de la cruz el patriotismo de nobles y plebeyos, y don Alonso ardía por escuchar la voz de trueno de su señor y general el príncipe don Juan de Austria.

La nave que debía llevarse para siempre a Carmen, se mecía ya con impaciencia en las aguas del puerto.

—Pienso una cosa, me dijo Ignacio; haré que mi señor Alcántara me recomiende con don Alonso Zúñiga. Sé batirme, iré como escudero suyo, a ganar contra los infieles la mano de Carmen.

—¡Eh! ¿y si te matan?

—Prefiero sentir el frío de un albanje y no el de esa ausencia que me mataría lentamente.

—¿Pero qué, ignoras por ventura, que don Alonso ha conocido la inclinación de su hija?

—Nada sabe, o por lo menos no me conoce.

—¡Bah! pues yo te juraría que sí… y que los turcos son un pretexto que ha inventado don Alonso para enredar a Carmen.

—¡Oh! ¡tú no me engañas!… pero dime, ¿qué hago?

—Pedirla.

—¿Pedir qué?

—Pedir su mano ahora mismo.

—¿Estás loco?

—No, pero por vida mía, que no hay otro remedio; ¿no debías hacerlo alguna vez? ¿no amas y eres amado, y te aseguran las promesas de doña Carmen?

Don Alonso no casaría nunca con su escudero a su hija.

Y sobre todo, nada importarían las proezas y una vida de fidelidad y de servicios.

La respuesta que te daría entonces no sería distinta de la que te dará si le hablas.

Ignacio consultó con la joven su postrera determinación, y quedó en ver a don Alonso tres días después de aquella entrevista.

En efecto, yo lo acompañé quedándome en la puerta, él subió, y sentado en la sala más de dos horas, esperó a qué se dignaran recibirlo.

Por fin, un sirviente le señaló una puerta, y salió por ella la voz áspera de don, Alonso que gritó:

—¡Adelante!

El noble señor estaba con un traje de lienzo y cubría su cabeza con una montera negra.

La primer mirada, según me dijo Ignacio, revelaba en aquel semblante la aspereza del soldado y la arrogancia de un hombre que se considera como superior a todos, mezclada con el humor bilioso de un anciano harto de gota y acostumbrado a regañar por quítame allá esas pajas.

Mal corazonada le dio a Ignacio, pero avanzó sin vacilar y saludó con naturalidad y buena crianza.

Don Alonso correspondió aquel saludo y señaló a Ignacio un asiento…

Perdóname si me detengo en estos pormenores, pero ellos deberán justificar a tus padres y te elevarán a conocer el compromiso que la suerte ha depositado en tus manos.

—Seguid, seguid, dijo Cristóbal, habladme de mis padres y disipad cuanto antes los horribles temores que me ha infundido esta mañana una sola de vuestras palabras.

—Prosigo: Ignacio, después de un corto exordio, donde pidió excusas por su posición y su corta fortuna, entró de plano en el asunto, y concluyó como hábil orador con la consabida peroración, no dictada por precepto alguno del arte, sino por un entendimiento lleno de luz e inspirado por un amor infinito.

Descubrió a don Alonso aquel plan de seguirlo en la lid como escudero, para ganar honra y prez que poner a las plantas de doña Carmen como un título de gloria.

—¡Magnífico! exclamó don Alonso dándose una palmada en la rodilla. ¡Magnífico!

Ignacio quedó sin respirar aguardando la palabra decisiva.

—Conque… deseáis, prosiguió el viejo, dar vuestro nombre… ¿cómo os llamáis?

—Ignacio.

—¿Ignacio de qué?

—Ignacio Tízoc.

—¿Tízoc? ¡magnífico! ¿conque deseáis dar el nombre de Tízoc a la primogénita de Zúñiga?

—Señor, mi oscuro hombre…

—No, no no. No me meto en eso, algún día lo haréis tan ilustre como el de Machuca… no es más que una figura de retórica. ¿Y os urge el casamiento?

—Señor, sé que pronto dejaréis la América y que os lleváis a vuestra hija. Qué sé yo si podría esperar a que volvieráis, o partir…

—¿Partir? no señor, ni pensarlo.

Es más fácil arreglar este asunto dentro de algunos días.

Las mujeres no resisten nunca tan dilatados plazos sin contraer un nuevo compromiso.

Me parecéis un excelente caballero, y aunque pobre y oscuro como vos decís, no vacilo en darle prisa al negocio.

Tendréis como un apéndice de vuestra dicha, las dos cosas que os faltan, nombre y fortuna.

—¡Oh! señor… dejad que vuestro nombre os ilustre a vos solo, que lo habéis conquistado seguramente con honrosas proezas. Guardar vuestra fortuna, pues para mí es inútil, cuando me concedéis la mano de vuestra hija.

Ella dará temple a mi brazo y ánimo a mi corazón para hacerme digno de merecerla.

No me habléis de fortuna, que afrenta mi humilde posición, y tomaríais al parecer mis sentimientos de cariño, por el cálculo de indigna codicia.

—¡Oh!… no, pero sí juzgo prudente… qué diablo, ya conocéis las exigencias del mundo y de la corte… creo que el decoro de mi casa me obliga a haceros aceptar por lo pronto la mitad de mis bienes. Vosotros os amáis como criaturas sin experiencia, y viviríais contentos en un chiribitil, o en un bosque o a la orilla de un lago, al sol y al viento, sin que se os dieran un ardite las leyes que una inveterada costumbre impone a los de un linaje.

Ignacio festejó con una ligera sonrisa aquella sátira ya vieja y embotada por aquellos tiempos.

—¿No os parece? continuó don Alonso, ¿qué se diría de mí y de vos sobre todo? ¿Tengo razón? decidme.

—Sí señor, murmuró Ignacio acorralado en aquella pregunta.

—Bueno; pues espero que no llevaréis vuestra delicadeza hasta el punto de comprometer mi fama… o si queréis mi orgullo.

—Bien, señor, arreglad ese punto como os parezca; yo solo vengo a implorar una palabra de consuelo para mi amor.

—Esa ya la tenéis, por eso no me ocupo de vuestro amor; ahora yo espero la palabra de consuelo para mi vanidad, que es lo único que me resta: ¿aceptareis?

—Yo… una respuesta negativa se volvería tal vez contra mi corazón; una respuesta afirmativa se volvería contra mi honor… y antes que tal cosa…

—¡Eh joven! ¿adónde camináis? ¿queréis desesperarme? ¡vive Cristo! os ruego que aceptéis siquiera la mitad.

—Pues bien, señor, aceptaré lo que gustéis, replicó Ignacio cansado con aquel asunto que le parecía ya ridículo.

—Magnífico, exclamó don Alonso poniéndose en pie y tendiendo los brazos a mi amigo, venga un abrazo y asunto concluido. ¡Ah!… pero esperad… soy soldado y me agrada en todos los negocios la velocidad de la metralla… voy a casaros ahora mismo. ¡Hola!… continuó tomando de su mesa una campanilla y agitándola con impaciencia; hola… Sebastián… Ramiro… ¡Per Afan!… demonio de canalla… están sordos…

Ignacio miraba aquello con una especie de asombro, parecido a la desconfianza. No obstante, él conocía ya los caprichos que suelen tener los hombres como don Alonso, y esperó el término de aquella extravagancia tan favorable a su fortuna.

Cuatro lacayos se presentaron en la puerta.

Don Alonso les dijo algunas palabras no percibidas por Ignacio, y desaparecieron. Después volviéndose hacia el joven, se estregó las manos y le dijo:

—Ya vendrá el cura y todo lo necesario: no dilatamos un momento, sentaos. Va a darme risa la sorpresa de Carmen. Entre tanto voy a formar el apunte de una vez, prosiguió tomando un pergamino y una pluma, tened la bondad de responderme.

Ignacio acometido por el estupor, no hubiera acertado a pronunciar una palabra, si el rostro de Zúñiga, iluminado por el gozo y la benevolencia, no le diera aliento para hacer uso de sus sentidos.

—¿Cómo os llamáis? le preguntó el anciano.

—Ignacio Tízoc… Señor.

—Bien. ¿Patria?

—México.

Don Alonso escribía la respuesta con prontitud.

—¿Edad?

—Veintiséis años.

—¿Profesión?

—Vuestro empeño no me da el tiempo necesario para arreglar mi título… pero… yo… pasados ocho días…

—Corriente: decir no mas de qué será ese título.

—Licenciado en ambos derechos…

—Corriente: esperadme un momento.

Don Alonso continuó escribiendo, mientras Ignacio lo miraba como si estuviera envuelto en las nubes de un sueño.

En fin, don Alonso leyó con tono solemne lo que había escrito:

«El día 5 de febrero del año de gracia de 1570, yo, el infrascrito: Viendo que concurren en el licenciado don Ignacio Tilon las cualidades y requisitos necesarios en el esposo de mi hija y el heredero de toda mi fortuna, mando que el señor Ignacio Tilon…»

Ignacio se puso en pie.

«… de veintiséis años, mexicano, y doctor en ambos derechos, reciba… reciba…» ¡fuego! muchachos…

A estas palabras desembocaron por la puerta cuatro ganapanes armados con varas de bejuco, y cerraron con Ignacio descargándole una horrible paliza.

……………

—¡Oh… qué imbécil fue tu padre! ¿Creerás que una lágrima desarmó su indignación?… Yo te juro que hago trizas al viejo, y a su hija, y a su ángel custodio, y al que se hubiera puesto enfrente de mi cólera… Con todo… Ignacio era un amante, y ¿quién diablos resiste el llanto de una mujer amada?… y más cuando llora con los ojos de doña Carmen.

No quiero abusar de tu atención, y abreviaré lo que me fuere posible.

Doña Carmen fue obligada a casarse con un joven noble, rico, galán y no sé qué otras cosas; pero no suficientes para que la joven se olvidara de Ignacio.

Ella ciñó su corazón con el doble muro del honor y del juramento, e hizo lo que todas las mujeres honestas que se encuentran en este caso: relegó al amante en el confín de las ilusiones perdidas; ahogó hasta los suspiros, y echó el velo del deber sobre su rostro surcado por las lágrimas.

Don Alonso, creyendo asegurada la felicidad de su hija, partió a España; allí debía esperar a los esposos cuando el peligro de la patria se hubiese conjurado.

No te hablo de la horrible desesperación de Ignacio; es fácil suponer lo que ese hombre sintió cuando supo que perdía para siempre aquella esperanza de su vida.

Aquel día lo arranqué de la puerta de doña Carmen, donde lloraba dando golpes con la cabeza como un. loco.

Aquel mismo día, Ignacio pareció serenarse y me dijo:

—Amigo mío, yo me marcho; no me es posible permanecer por más tiempo tan cerca de lo que amo sin esperanza, y de lo que odio con frenesí. Tengo miedo a una sombra que se levanta en mi alma cada vez que me tienta el aborrecimiento.

Yo creía haberla desterrado, luchando con el instinto que una fatalidad extraña ha puesto en mi ser para desgracia mía.

Pero hoy vuelve a levantarse, y siento que me ahoga en un vértigo de sangre.

Me marcho, no quiero turbar el reposo de personas inocentes, ni manchar mi mano con un crimen.

Si me quedo, no respondo de un desatino que amargaría mi existencia, o haría infame mi muerte.

Yo iré contigo, le respondí, adonde quiera que señales; habla, y te acompañaré al fin del mundo.

A otro día, al despuntar la aurora, salimos de la ciudad por el rumbo de Puebla, dispuestos a lanzarnos por la Vera-Cruz, adonde quisiera la suerte.

Yo pensaba en marchar para la Andalucía, adonde se hallaban mi madre y mis hermanos, abrazarlos, y después aventurarme con Ignacio y otros amigos en la guerra santa donde podíamos hallar, él distracción, y nosotros fortuna.

Un incidente milagroso en verdad, cambió de un golpe nuestros juveniles proyectos. Don Juan de Alcántara había dado a Ignacio una hermosísima esmeralda. «Esta piedra, le había dicho, la llevabas suspendida al cuello cuando fuiste recogido en una cabaña del Tepeyacac; yo la he recabado para ti como tu única herencia» desde entonces Ignacio la llevaba en su seno.

Haciendo nuestras cuentas, nos faltaba mucho para completar el precio del pasaje, y determinamos de vender la esmeralda.

Cuando llegamos a la Puebla de los Ángeles, yo la llevé por todas las casas que se nos designaban como la habitación de ricos propietarios que admiraban la piedra, pero no se atrevían a desembolsar inmediatamente algunos cientos de pesos.

Una vez, ya desesperados, nos dispusimos a venderla al que nos diera un maravedí más de lo que había ofrecido el último postor; pero en. esos momentos se presentó un indio preguntándonos si éramos los que vendían una esmeralda, y ofreciendo dar por ella todo lo que quisiésemos, con tal de satisfacer las dudas que tuviera a bien exponernos. Quedamos arreglados.

—Veré la piedra, nos dijo, antes que todo.

Ignacio la quitó de su cuello, y se la dio inmediatamente.

El indio parecía mirarla con asombro; la hacía girar entre sus dedos, colocándola sobre el rayo de la luz, y nos miraba de cuando en cuando con un ademán de desconfianza.

—¿Y quién es el dueño de esta piedra? preguntó devolviéndosela a Ignacio.

—Yo, replicó este.

—¿Cómo ha llegado a tu poder?

—Es una herencia de mi madre.

—¿Quién fue tu madre?

—¡Qué sé yo! mi madre había muerto cuando yo tuve conciencia de la vida; me han dicho que su cadáver estaba caliente todavía cuando la caridad, o los alguaciles, me arrebataron de su lado.

El indio se inmutó ligeramente, y clavó su mirada sagaz en el rostro de Ignacio; después preguntó:

—¿Cómo te llamas?

—Ignacio Tízoc.

—¿Tízoc?… ¿y no recuerdas haber llevado otro nombre?

—Sí… creo que en un parte se me llamaba… Topiltzin…

—¡Topiltzin!… exclamó el indio tomando a Ignacio por un brazo, y acercándose a él como si tratase de ver el fondo de sus ojos. ¡Topiltzin!… ¡gran Dios! ¿tú eres Topiltzin?… y lo abrazó con una ternura sin igual, empapándolo con lágrimas.

—¿Quién eres?… por Dios, dijo Ignacio conmovido con la emoción de aquel hombre, ¿quién eres tú, amigo mío, que me hablas de mi madre?

El indio se enderezó limpiando sus mejillas, y le dijo con voz misteriosa:

—Tú eres Topiltzin, el hijo de Xóchitl y el nieto de Tízoc, y la dulce esperanza de tus hermanos oprimidos.

Tú has nacido el día que un español arrojaba sobre la frente de tu madre el baldón, que no basta a vengar la sangre toda de los conquistadores.

Fuiste mecido en una cuna de dolor, y aherreojado con tu madre en la vergüenza y la miseria como todos nosotros.

Tú eres la imagen de nuestra raza, tú representas sus dolores y eres su lágrima viviente.

Sé también, oh Topiltzin, la voz y el brazo de su justa venganza.

Llama si quieres, y aquí debajo de tus pies se abrirá la tierra para dar paso a las huestes vengadoras de Xicoténcatl.

Llama, y los guerreros diezmados por la lucha, la vida errante y el cadalso, estrecharán sus filas en torno de tu nombre, y se hundirán contigo en los abismos donde lances tu palabra de muerte.

Ven conmigo, y yo descubriré a tu vista el secreto de tu destino…

……………

No pasaban veinte días después de aquella escena, cuando tu padre y yo convertidos en seres de la insurrección, removíamos las tribus chichimecas para caer sobre los españoles.

Yo soy, o más bien, era español, pero no me batía contra la patria, y sí por un pueblo que me colmaba de favores.

Dejo a un lado los peligros, los reveces o los triunfos de aquella empresa para llegar a lo que importa inmediatamente.

Ignacio, respetado por las balas que casi buscaba con empeño, languidecía en una tristeza horrible.

Un día que hablábamos de nuestra suerte, retirándonos hacia una casa que teníamos en el monte, cae sobre nosotros una partida de auxiliares.

Queremos escapar, pero otro grupo que aparece a nuestras espaldas, nos pone entre la muerte o una victoria superior a los esfuerzos humanos.

Ignacio fue el primero que cayó herido en la cabeza por una piedra: yo poco después, acribillado a garrotazos y estocadas.

El 1.º de enero de 71, entramos aquí prisioneros entre el gozo insultante de la ciudad, que celebraba el quincuagésimo año de la conquista.

Un nuevo espectáculo preparaba D. Martín Enríquez al populacho.

Se levantaron en la plaza dos horcas, y dos franciscanos entraron en nuestro calabozo para disponernos a una muerte cristiana.

Ignacio no palideció, pero yo que dejaba una esposa joven y tres hijos expuestos a la ferocidad de Juan Torres de Lagunas o a la vida azarosa de los pueblos nómadas, sentí que me abandonaba el espíritu, compañero de mi juventud y de mis aventuras, y me desplomé llorando en los brazos de mi confesor.

—Esperad, me dijo este al oído, sin despegar la vista de su compañero; y sentí que me deslizaba un papel entre las manos.

Luego que mi amigo se hubo arrodillado en el otro extremo de la pieza, y cuando el padre, cubriéndose completamente el rostro con su capucha, se inclinó para recibir la confesión de Ignacio, yo me retiré también con un fraile, y afectamos la misma postura del confesor y el penitente.

—¿Quién me manda esto? le dije.

—Esperad…

Volvió a mirar al compañero. Este casi cubría a Ignacio con sus hábitos, cual si quisiera recoger para él solo el aliento mundanal de las culpas.

—Podéis leerlo, me dijo. Rompí el sello y leí:

«Ignacio: estad dispuesto para las doce de la noche.

»A estas horas derribad a vuestros centinelas de vista. Los otros os dejarán pasar.

»En la garita de Tacuba encontraréis dos caballos y un hombre hábil y resuelto, a quien podéis confiar vuestra salvación.

»Huid, por Dios; huid si podéis más allá de los mares, y olvidaos por siempre de este servicio.»—C. Z.

—¡Doña Carmen de Zúñiga! exclamé involuntariamente.

—¡Silencio!…

……………

La luz del sol nos alumbró ya caballeros en magníficos alazanes, dirigiéndonos por extraviadas veredas hacia los pinares del Ajusco.

—¿Adónde fuimos? ¿por qué nos separamos? ¿qué le pasó a él errante por lejanas tierras, sin más amigo que un recuerdo de su desgraciada juventud? ¿Qué me pasó a mí cuando la peste devoró a mi esposa y a mis hijos? ¿Dónde y cómo volvimos a encontrarnos? ¿Por qué nos lanzamos otra vez en la lucha? ¿Cómo diablos, después de tantos años que nublaban la imagen soñada por el cariño de otros tiempos, revivió el amor para llamar a Ignacio y arrojarlo en un torbellino de impuros deleites? ¡Oh!… alguna vez, hijo mío, te pintaré una por una las peripecias de nuestra vida… ¡Ah!

Ruy Gómez quedó un momento pensativo, moviendo de cuando en cuando la cabeza, y agitando sus labios como si hablara consigo mismo.

Luego continuó:

—Ea, pues, doña Carmen, poco antes de efectuar este casamiento, que fue por verdadera razón de estado, ligó a su futuro esposo con la promesa de no ser casados sino de palabra.

Aquel hombre, que ardía por una bella madrileña, a quien lo unían ya los brazos de un hijo, aceptó el empeño, meditando sólo en el caudal que doña Carmen vertía en sus desarrapados bolsillos.

Pero aquel hijo murió, y la ingrata madrileña, bien provista con los ahorros y las dádivas de siete años huyó con un aventurero a gozar de su fortuna en la Francia.

Desde entonces el caballero aquel volvió los ojos a su esposa, y fue acometido no de amor sino de un delirio. Doña Carmen tenía treinta años, y aunque algo enflaquecida y pálida, era un modelo de hermosura. Así, delgada y con su blancura transparente, hubiera sido la joya de un claustro, o el adorno regio de un sepulcro. Su marido se convirtió en su esclavo y regó con no fingidas lágrimas, la cadena con que una malhadada imprevisión lo ataba lejos de su esperanza.

En fin, tanto tiempo de llamar a las puertas del corazón, que lloraba ya por muerte su cariño, tanta constancia, tanto halago, y tan silencioso martirio, lograron si no lo que la joven sintió para el perdido amante, al menos una compasión afectuosa y una amistad que podría confundirse con el amor de hermanos.

Una vez ya cambiados por el tiempo, lo suficiente para no ser reconocidos por los extraños que nos vieran quince años antes, entrábamos a México a la sazón que gobernaba el marqués de Villa Manrique. Veníamos en pos de una arriesgada empresa.

Más de diez mil hombres, entre los cuales se contaban muchos españoles y gran número de negros, estaban confundidos entre la población, bien armados y dispuestos a nuestras órdenes, pues meditábamos el golpe más glorioso que hubiera registrado la historia de la Nueva España.

Yo traía cartas de Francisco Drak al mismo secretario del virrey y a otras personas de alta influencia, a quienes el célebre corsario había sabido complicar en. más de un abordaje sobre las aguas del Pacífico.

Veníamos, pues, dispuestos a concertar el golpe con Livingston, agente secreto de Francisco Drak, que había extendido una ringlera de osados vigilantes desde el palacio de Manrique hasta un apostadero de la Florida.

Un cacique de Xochimilco, el que debía poner el mayor contingente de hombres armados, tuvo (yo te diré por qué motivo) una disputa de palabras con Peralta, jefe de los españoles que eran nuestros.

Vinieron a las manos, y el rencoroso aragonés, que fue bañado en sangre al primer puñetazo del cacique, juró perderlo, y fue a poner sobre la mesa del virrey el secreto de los conjurados.

El anciano Tlahuac, amigo de tu padre, corre a avisarnos del peligro, mientras otros vuelan a la casa de Livingston, y el negro Jacinto se engulle un grueso cartapacio que encerraba nuestra peligrosa correspondencia.

Tlahuac, mientras que todos se ponían en salvo, nos buscaba loco, sin atender a su propia conservación.

Nosotros estábamos en otra empresa, voy a contarte:

Un día, Ignacio y yo, parados en el mismo sitio donde algunos años antes se levantaran nuestras horcas, contábamos al disimulo la escasa guarnición que custodiaba el palacio.

Dos damas cubiertas pasaron enfrente de nosotros. Una de ellas se detuvo un momento, después siguió andando, después se detenía de nuevo y volvía a dar otros pasos, siempre viéndonos a través de su tupido velo cual si tratase de reconocernos.

Por último, atraída por la otra dama siguió andando y la perdimos de vista.

—¡Oh! me dijo Ignacio, te juro que si no es doña Carmen, es el demonio que quiere perderme.

—¡Quia! le respondí, doña Carmen estará tal vez durmiendo la siesta en una de sus casas de Barcelona.

—Te juro que es ella.

—Te juro que será el diablo pero no ella.

—¿Quieres que la sigamos?

—Sea.

Apretamos el paso, y al llegar a la primera esquina, vimos que las damas, allá en un extremo de la calle desaparecían por una puerta que procuramos anotar en la memoria.

—Rodrigo, me dijo tu padre, tú has presenciado muchas locuras mías, no te espante la que hoy intento. Pronto sonará la hora del combate, y ¿quién asegura mi existencia? quiero por última vez mirar a Carmen; quiero que escuche un suspiro de este amor eterno que la profeso; quiero morir con el consuelo de su postrer mirada.

En efecto, el peligro que nos esperaba era una muerte casi segura, a la cabeza del asalto, o sobre el palo de la horca, y no quise discutir sobre aquel negocio aunque me pareciera temerario, por no privar a Ignacio de la última ilusión, ni privarme yo de las últimas estocadas.

Ya entrada la noche nos pusimos en camino a la luz escasa de una luna que rodaba entre lívidos nubarrones.

Llegamos enfrente del balcón, templé mi laud, y acompañé la doliente voz de Ignacio que aun conservaba notas llenas de armonía y de ternura. Era un canto que doña Carmen había escuchado algunas veces en la casa de Alcántara, allá en aquellos tiempos en que Ignacio, solitario en el retiro de su pieza, daba al viento los versos que la misma doña Carmen le había inspirado.

Aquella voz penetró como un relámpago del infierno hasta la alcoba donde la virtud y el silencio velaban sobre el tálamo y el casto sueño de una madre.

Una puerta del balcón giró sobre sus goznes haciendo estremecer los vidrios, y una figura de mujer se perfiló en el marco, bajo el rayo entonces limpio de la luna.

Era doña Carmen.

Ignacio se aproximó descubriéndose como delante de una imagen y habló largo tiempo, mientras yo vigilaba su espalda…

Quince días después, Ignacio depositaba en mi pecho las confidencias de un amor culpable… culpable, pero no manchado todavía.

El esposo de doña Carmen, don Antonio de la Mota, estaba ausente, y su prima doña Fuensanta se encargó de favorecer las entrevistas, con el objeto de saberlo todo e impedir bajo el pretexto de su tercería, que una debilidad infamara el nombre de su hermano.

Llegó por fin la noche aquella en que Peralta nos envolvía, como en la muerte, con su denuncia.

Yo estaba en la puerta de la casa de doña Carmen, esperando que esta diera fin a una de esas largas despedidas de los amantes, y llevarme a Ignacio a la última junta que debíamos celebrar en la casa de Livingston.

Acerquémonos al término de esta historia.

Tlahuac me encuentra y me avisa que estamos descubiertos.

Doña Carmen, que estaba en el secreto, y que calculaba nuestra perdición, pues conoce la ferocidad de los cobardes que nos persiguen, cae desmayada en los brazos de Ignacio, que no se atreve a abandonarla.

—¡Huyamos! le decía yo, por Cristo, después volveremos a encontrarla.

—Es imposible, me replicó. ¿No sabes que Peralta es enemigo de doña Carmen, y que esa riña con Coyotl, no debe ser más que el pretexto de la venganza? ¿Ignoras de lo que es capaz un hombre despreciado, cuando ese hombre tiene la perversidad de Peralta?

Ciertamente, aquel infame no se mezclaba con nosotros, sino atraído por el pillaje, y con la esperanza de robar a doña Carmen en el tumulto de la insurrección; pero no bien supo que doña Carmen estaba resguardada por el mismo Ignacio, concibió la sospecha del amor que realmente existía, y buscó la oportunidad para vengarse.

Fue el caso, que Coyotl, el cacique de Xochimilco, que nunca vio con buenos ojos a Peralta, sabiendo no sé como, que este aragonés meditaba la ruina de los conjurados, lo reprendió severamente, llamándolo al honor de caballero y dejando entrever el castigo infalible que caería sobre los denunciantes.

Peralta respondió con insultos.

El cacique le intima que calle. El otro alza la mano, se enfiazan y etc., y sabes el resultado.

De suerte que la infeliz doña Carmen, era perdida si la abandonábamos a su destino.

Qué diablo… ¿qué hacíamos en ese trance? ¿morir allí los tres como perros, o cargar con ella a riesgo de manchar su fama, y lo que era peor, de abandonar a su hija que tenía veinte meses? No hubo remedio, la niña quedó a cargo de la prima, y nos decidimos por lo último.

Preguntarás tal vez si no podíamos esconder a doña Carmen en la casa de alguna familia conocida. No, yo me opuse, porque esa familia llegaría a saberlo todo; y tu padre se opuso por razones muy fáciles de adivinar.

Partimos.

Nuestro viaje fue penoso pero sin peligros.

Mucho nos atormentó el llanto de esa madre que deseaba volver al lado de su niña; pero nosotros la serenamos, haciéndola ver que la suerte estaba echada, que la niña quedaba resguardada por el cariño sin límites de su tía, que diariamente enviaríamos emisarios a saber de ella, y por último, que se la traería cuando hubiésemos llegado a un lugar fuera del alcance de los enemigos.

Corrió el tiempo, y… qué diablo, veniste tú al mundo, y luego tu hermana, y quien sabe a donde hubiera llegado la fecundidad de doña Carmen, si tu padre… al bajar… al sepulcro… ¡vive Cristo! parece que dieciocho años no han agotado mis ojos.

En efecto Ruy Gómez se reía, pero tenía los ojos llenos de lágrimas.

Dios que nos crió para amar, nos da muchas, porque el dolor se reproduce toda la vida en recuerdos ávidos de llanto.

—¡Cuantas personas no lo vierten al escuchar solamente un nombre! Tal sucedía con Rodrigo.

Cristóbal no lloraba, pero estaba con el color del mármol.

—Yo, continuó Ruy Gómez, vi que doña Carmen se consumió de tristeza; siguió a Ignacio seis meses después, encargándome que velase por sus hijos… yo estuve con vosotros cinco años, caséme con una pobre joven, con la intención de daros una madre… después… hace dieciocho años que ansío verte… ya María, a mi María, porque os amo cual si fuérais mis hijos… ¡oh! dieciocho años… ¡y yo solo!… ¡solo!

Ruy Gómez abrazó a Cristóbal, sollozando largo tiempo sobre su pecho.

Cristóbal a su turno, sintió que lo sofocaba una ternura insoportable, y dejó caer sus lágrimas sobre el anciano…

Aquí concluye la historia de Topiltzin, que hemos tomado casi íntegra de un diario escrito por el mismo Ruy Gómez.

XXIII

Respecto de Cristóbal sabemos que una sentencia inexorable de las leyes divinas y humanas, lo separó para siempre de Berenguela. Sabemos que marchó a luengas tierras, donde Ruy Gómez lo hizo reconocer por todos los peones de la grande obra, y no volvemos a tener noticias suyas hasta el año de 1616, cuando muere arcabuceado por Gaspar Alvear en las inmediaciones de Durango.

Se puede leer en cualquiera historia de aquellos tiempos, que un azteca a la cabeza de los tepehuanes pasó a cuchillo en el pueblo de Santa Catarina, a más de trescientos españoles, entre los cuales se contaban multitud de sacerdotes odiados con, razón por aquellas tribus.

Se dice que aquel indio, blanco y hermoso como el hijo del sol, y mirado como tal por sus compatriotas, era un hechicero fraudulento, que ayudado por cierto diabólico talismán, se hacía obedecer ciegamente por aquellos ignorantes gentiles.

Nuestros lectores saben ya que aquel hijo del sol, lo era de doña Carmen Zúñiga, y que ese talismán diabólico no era sino la herencia de Tízoc, la esmeralda de Xóchitl.

XXIV

Hemos buscado con empeño entre los documentos de esta historia, una carta que debía decirnos algo sobre la suerte de las dos hermanas, y ante todo del hijo de Cristóbal.

Era la noticia que un don Francisco Balmaceda mandaba a los parientes lejanos de Antonio de la Mota, acerca de un fatal acontecimiento que los dejaba como los únicos herederos del antiguo alcalde.

La carta susodicha debía ser una de tantas, que empapadas en la sangre del tío Blas, y desgarradas, eran absolutamente inentendibles.

Capítulo III. Apuntes para una causa célebre

I

Pasaron más de cien años.

Ha volado un siglo infecundo para la libertad, inútil para el progreso, y muerto si no despreciable para la historia. ¿Qué diferencia existe entre el México de don Luis Velasco y el México de Casa-fuerte? ¿Qué obra, qué nombre célebre dejaron los virreyes en los fastos de la política, de la ciencia, de la industria, siquiera de la religión, que fue siempre el decantado objeto de sus acciones? Lerma, Córdoba, Salvatierra y la pequeña villa de Cadereita, formadas por unas cuantas casas y una iglesia, son las obras maestras que surgen de las ruinas de un vasto imperio, destruido por el fanatismo, y el pillaje. Más, novecientos arcos inútiles que traen a la ciudad el agua, menos abundante en verdad que el sudor y las lágrimas que costaron a los naturales, empleados siempre en, realizar las necias concepciones de los conquistadores, a trueque de un jornal de miserable verdura. Conventos, muchos conventos, hasta el grado increíble de haber uno en cada manzana, como Puebla puede todavía atestiguarlo. Muchos conventos, macizos como fortalezas de la tiranía, verdaderos castillos, por cuyos botareles parecía levantarse el rostro patibulario de Cortés, para espiar entre las tinieblas a la ciudad cubierta de silicio y arrodillada ante el sombrío dios de la conquista.

En 1644, dice un historiador, la ciudad de México pidió a Felipe IV que no diera más licencia para fundar conventos, pues los de las monjas requerían tal número de criadas que no bastaban para el servicio todas las mujeres de la ciudad.

Se pidió también que se pusiera un límite a los frailes en la adquisición de bienes raíces, porque amenazaban devorar la capital y el reino de la Nueva España. Continuamente los conventos abrían sus anchos muros para cobijar y esconder en su vientre las habitaciones de un barrio entero.

Las ciudades eran monasterios, las calles claustros, las iglesias altares, los frailes señores y los indios pilguanejos o bestias de carga.

¿En qué había mejorado la condición de estos esclavos? ¿Qué fue de la filantropía de Velasco, de las elocuentes representaciones de Zumárraga, de las lágrimas de una reina que pedía protección para los indios desde su lecho de muerte? ¿Qué fueron las benéficas leyes, ni el ruego ni las amenazas contra la codicia y la brutalidad de los encomenderos? Las mismas cédulas libradas por los reyes de España, dejan ver entre un laberinto de prohibiciones la horrible desventura de los indios. «Que no los sobrecarguen: que no les quiten a sus hijos; que no les peguen con garrote; que no los marquen con el hierro; que no los cuelguen por los pies; que no prostituyan a sus mujeres; que dejen ver a sus familias, siquiera una vez, a los trabajadores de las minas; que no se permita que los hacendados aporreen a los indios, es decir, que no les echen a los perros feroces; que no vendan indios a los dueños de minas; etc., etc.»

Una serie de virreyes desfilaba en silencio ante los horrores de la conquista; —unos devorando su indignación, otros dejando ver una lágrima, pero nadie con el ánimo de aventar su corcel entre el festín de los aventureros y volcar con el cabo de su lanza aquel monumento de ferocidad, que horrorizaba a los hombres y provocaba la cólera del cielo.

Si la historia guarda, después del de Jesús, el más alto asiento reservado para los bienhechores de la humanidad, hoy desde allí, ceñido con rayos inmortales, oiría el salvador de los aztecas el himno con que la humanidad agradecida saludaría su nombre bendito…

El hambre, la peste y las inundaciones ayudaban a maravilla para destruir a los indígenas o acabar de hundirlos en el estupor. La obra del embrutecimiento caminaba. El fanatismo se sonreía de gozo ante un pueblo ya diestro con las lecciones de ciento cincuenta años. «Viva la iglesia y el rey nuestro señor, y muera el mal gobierno de este luterano», gritaban al marqués de Gálvez cuando mandó al destierro a un arzobispo, Juan de la Zerna, gran ambicioso y alborotador del reino. «Malditos frailes» decía el marqués huyendo entre el incendio de su palacio, «han hechizado a la canalla

¿Y cuál era la educación de las clases un poco menos miserables que el populacho? ¿Qué se había caminado en el saber al cabo de ciento y cincuenta años? La teología ya en Europa esclava de las ciencias, y aquí respetada todavía como su reina, lanzaba, prendido en los silogismos de Aristóteles, un anatema contra las verdades que ya triunfantes saludaban el espacio levantándose en el genio de Newton. Aquí los doctores dormitando en los escaños de la universidad, dejaban que el Bárbara y el Daralipton zumbasen por sus calvas frentes como en torno de una colmena donde se elaboraba para el estudiante miel de error, de superstición y de pedantería.

Una nueva raza que salía del abrazo impuro de las esclavas de Osorio y los galeotes de Alvarado, plagada de vicios y envuelta en la más vergonzosa ignorancia, llevaba al pueblo las lecciones del crimen y la impúdica desfachatez del que mira el cadalso como el término seguro de su existencia…

Pero nos hemos distraído del asunto.

Vamos a referir en pocas palabras, y contando siempre con la indulgencia del lector, un episodio, la primera aventura de uno de los personajes que más tarde volveremos a ver con la primera esmeralda.

Decíamos que había pasado mucho tiempo. Comenzaba el año de 1727.

II

En una casita pintoresca, situada en uno de los suburbios de esta capital, habita Carlos Ponce, que con el trabajo de su poético pincel sustenta a una familia reducida a su esposa, linda muchacha de veintidós abriles, y a un criado anciano. Pudiéramos contar en la familia, y lo hacemos con gusto, a un pobre perro que velaba desde la huerta la casa de sus amos.

La joven está por segunda vez próxima a ser madre, y mientras mece la cuna de su hijo, el artista vela perfeccionando una Virgen de los Dolores, cuyo precio deberá satisfacer todos los gastos necesarios en un lance como el que le prepara su esposa.

Rosaura, este era el nombre de la joven, conoció a Carlos cuando obligada por una palabra imprudente veía próximo su enlace con cierto comerciante. De aquí resultó, que una noche se arroja a los pies de su padre, y bañada en lágrimas le dice:

—Padre mío yo sacrificaré todas mis esperanzas, puesto que usted lo exije… pero no amo a ese hombre; no lo he querido nunca, ni creo que su dinero sea el precio suficiente para un sacrificio de mi existencia entera.

El buen padre, ¡raro ejemplo! la levantó del suelo, y prometió desbaratar un contrato que, según dijo, no se formalizaba todavía. Después preguntó a su hija:

—¿Amas a otro?

Rosaura se puso encarnada, bajó los ojos y sonrió de una manera tan angelical, que su padre se dio por satisfecho, y separóse de ella dejándola consolada y alegre.

III

Al día siguiente don Epitacio Aranda, comerciante en pieles, salía de aquella casa pronunciando estas palabras, que se avenían muy mal con su sonrisa pálida y su mirada amenazante:

—No me empeño, señor… La niña tiene sobrada justicia. Jamás ha correspondido mi cariño… y tuve el mal proyecto de enlazarme con ella por un mandato. Pido a ustedes perdón.

Aranda juró desde ese instante, dar con la venganza un consuelo infame a su amor propio ultrajado y a sus celos.

Dejó pasar dos años, no sabemos si por impotencia, por miedo, o por un cálculo que tendía a desvanecer las sospechas.

Entretanto, Rosaura se casó, y poco después lloró la muerte de su padre.

IV

Era una noche y una hora escogidas a propósito para el crimen.

El cielo se cubría con denegridos nubarrones.

Los vecinos entregados al sueño, las calles desiertas, y la agonía del farolillo delante de una triste ermita, anunciaban las altas horas del silencio, interrumpido a veces por el aullido del perro solitario, que cree divisar a un fantasma torciendo por la lejana esquina.

Eran las doce.

Un hombre embozado hasta los ojos, llegaba a la puerta falsa de una huerta, sacaba un manojo de llaves, y sin meter el menor ruido las probaba en la chapa con el afán de un ladrón nocturno.

V

Penetremos en la casa de Carlos.

Este, después de cubrir cuidadosamente a su Virgen, comenzaba a desnudarse. Un brazo blanco y puro tendido a lo largo de la almohada, el brazo de Rosaura, que dormía ya profundamente, parecía convidarlo a reposar en un sueño de inefable dicha.

Se dejó oír entonces el ladrido del Moro, el perro estimado del artista, guardián cumplido aunque algo escandaloso.

Carlos no reparó en aquello, pero los ladridos se repiten. Quiere salir, mas teme despertar a su hijo o alarmar a Rosaura, y se limita sólo a escuchar. El Moro ha callado. Todo vuelve a quedar en calma.

—Sería ventolera o acaso pesadilla del animal, se dice Carlos metiéndose en la cama y cubriendo su lámpara.

El sueño comienza a descender sobre su cabeza fatigada. Caen sus párpados lentamente, y al ocultar los muebles de la pobre estancia desarrollan el panorama ideal donde se habla con otros seres, y se tocan con el dedo las más osadas concepciones.

Pasa media hora.

Ya las palpitaciones son unísonas, y un mismo velo vaporoso envuelve la frente de los tres seres que reposan, aislándolos del recuerdo y de las amargas realidades de la vida.

No sienten que la puerta se abre, ni ven que una cabeza horrible asoma, y arroja sobre el lecho una mirada, y difunde en la sombra de la habitación un aliento de muerte.

Aquella cabeza es la de Aranda —es el novio despreciado que viene a cumplir con su palabra.

VI

El antiguo pretendiente de Rosaura penetra en la alcoba, y se acerca silenciosamente a Carlos, que por un efecto ya explicado por el magnetismo, lo mira llegar y abre los ojos.

Entonces Aranda se arroja sobre el joven, lo sujeta con las rodillas, y de una puñalada hiela en su garganta el primer gemido.

Rosaura se incorpora con la velocidad y la fuerza de un resorte. Lo ve todo, y cae desfallecida. Aranda arroja al suelo el cuerpo del artista, que vierte un raudal de sangre; descubre el seno de Rosaura, y procura cometer una acción sacrilega, mientras Carlos ya muerto clava sobre él sus ojos mates, fijos, airados, como diciéndole: ¡maldito!

Rosaura vuelve en sí. El pudor la da fuerza, y logra derribar al asesino, que rápido como el tigre cae sobre ella otra vez y la afianza por la garganta. A este tiempo el niño se agita en la cuna y llama a su madre, pero Aranda lo tiene al alcance de su mano, y hunde varias veces el puñal entre la ropa, hasta que se apaga aquella voz que lo importuna.

Entretanto, Rosaura pugna por desacirse de la mano hercúlea que la sofoca. Lanza gemidos apagados y roncos, y sus ojos ya salientes expresan una angustia suprema. El asesino continúa oprimiendo, y observa el efecto lento y terrible de la agonía.

En este momento se escucha por la calle el sonoroso preludio de una guitarra, y una voz fresca y juvenil da al viento dulces notas, que vuelan sobre las brisas de la noche y se confunden con sus murmullos.

Rosaura ya no palpita. Sus ojos también giran por última vez, y se clavan en los de Aranda con expresión siniestra.

VII

Poco después, el mismo embozado que vimos en la entrada de la huerta, cruzaba por las calles del pueblo y se perdía en las sombras.

VIII

Creemos haber dicho al lector, que no somos sino simples narradores de una tradición. De otro modo no hubiéramos puesto en esta historia muchas escenas amorosas. ¿Pero qué vamos a hacer?

Por otra parte: ¿qué es la vida del hombre? dicen todos. ¿A qué se reduce la vida entera de este mundo y la vida de todo el universo? Al amor. El mundo del amor es más vasto que el de la inteligencia; y su historia gasta miles de páginas en la eterna crónica de los siglos.

Ya está dicho, el hombre ha nacido para el amor, como el ave para volar; pero este vuelo del alma no tiene momento de quietud, es infatigable, y no se sentiría satisfecho sino lanzándose con la mujer amada por el espacio que conduce a la fuente del amor infinito. Y si el amor es el destino de la humanidad, no es extraño que lo encontremos a cada paso.

Hélo aquí:

A las doce de la noche, un pobre estudiante envuelto en un raído ferreruelo, se detenía delante de una ventana, y descubriendo su vihuela comenzaba a templarla, posando una mirada llena de melancolía sobre el edificio que debía encerrar a la dulce causa de sus penas.

Lo esperaban seguramente, pues el alto postigo giró sobre sus goznes y dejó asomar una cabeza. Entonces nuestro estudiante se aproxima, y con voz meliflua pronuncia estas palabras:

—¿Estás ahí, mi vida?

—¡Chist!…

—¿Qué?… ¿viene tu mamá?…

—¡Silencio!… responde aquella cabeza, como si hablara en un templo.

El galán exhala otro suspiro, y se agazapa en el hueco de la puerta, esperando lleno de resignación el momento en que su señora dé la señal para hacer uso de la lengua. Entretanto, trae a la memoria, para inspirarse, los trozos más tiernos de Tibulo y Virgilio, y hasta en los mismos discursos de Cicerón, busca palabras ardorosas para revestir la frase que palpita ya en su cerebro. Ya que se trataba de una reconvención, por las dilatadas horas que la dama lo tenía en espera, qué bello hubiera sido decirle: ¿Quosque tandem, Catilina, abutere patientia nostra?

Todo el asunto consistía en sustituir el nombre del célebre conspirador con el nombre de la joven, Petrita Codalillo.

El caballero volvió a salir de su escondite, y se atrevió a decir:

—¿Podemos ya, Petrita?

—Sí.

—¿Sí?… Las gratas impresiones con que un amor, cuyos sagrados fines son patentes a la tierra y al cielo. Las lágrimas perdidas como la corriente de…

—¡Chist!… aquí viene la niña.

—¡Por vida del diablo! ¿Por qué no dices que eres tú, bestia?

—Pues si yo soy, señor…

—Pues tú, maldita… ¿ya le avisaste?

—No.

—Pues avísale.

—Tampoco.

—¡Por Barrabás!… ¿qué dices?

—Dice que ya viene.

—¿Está ahí el señor?

—Ya viene.

—¿Quién?

—La niña.

—Me alegro… ¿Pero el señor?

—Se quedó en la guardia.

—Bueno. Di a la niña que no se dilate.

IX

El postigo volvió a cerrarse, y el galán tornó al puesto que ocupaba al principio. Templó su guitarra, y entonó con fuego aquella serenata que hemos visto ahora firmada por un poeta moderno, y que comienza:


Sal aurora del alma,
rompe el cielo, y etc.
 

La aurora de aquella alma enamorada rompió el cielo, apartando el postigo cual si fuera una nube, y pronunció en voz baja el nombre del afortunado estudiante:

—¡Genaro!…

—¡Petra!…

Guardaron un momento de silencio, al cabo del cual dijo la novia:

—Ahora sí… ya me voy.

—¿Te vas?… ¡Oh! es una dicha haberte visto; ¿pero tan cortos momentos de felicidad me consolarán de una ausencia tan larga? No… media hora más, por vida tuya, cinco minutos…

—Ni uno.

—¿Tú me amas?

—Sí… pero me voy…

—Pues bien, ingrata, replicó el galán con voz trágica, puedes irte; yo también me marcho para no volver nunca.

Y dio algunos pasos con la resolución de ponerlo en práctica; pero la joven asomó la mitad del cuerpo y gritó con voz desesperada:

—¡Genaro!

Aquel nombre lanzado en el silencio, se dividió en, dos ecos: uno se perdió por las calles, y el otro penetró resonando hasta la pieza donde dormían los padres de Petrita.

Genaro, lleno de placer con el efecto de sus palabras, volvió el rostro, esperando seguramente una satisfacción.

—¿Qué has dicho? le preguntó la joven.

—He dicho, replicó el estudiante, que me marcharé para siempre. Tú no debes amarme, cuando niegas con increíble empeño, al que daría por ti la vida, un momento de conversación que otorgarías al último de tus amigos. Quiera Dios que sean una mentira los tenaces presentimientos que me persiguen; pero un amante no debe consultar sino el sobresalto de su corazón, porque el corazón es su oráculo. Yo lo escucho. Creo ver, adivino ya la horrible causa de tu indiferencia… Esa causa, odioso aborto de la codicia de tus padres, tiene un nombre que no vacilaré en pronunciar…

—¿Cuál?…

—Don Epitacio.

—¡Mientes, Genaro!

—Sí… don Epitacio Aranda, el caudaloso comerciante que no se aparta de tu casa, que halaga el interés de tu familia…

—¡Genaro!… tú me insultas, y abusas, no de mi debilidad sino de mi cariño.

—¡Ah! ¿me hablas de tu cariño? ¿lo he visto alguna vez, existe amor en la mirada fría de tus ojos, y son de amor los largos días que paso, porque tú lo quieres, hundido en la triste sombra de tu ausencia? Ha un año que nos conocemos, y todavía ignoro si soy tu amante o un simple conocido a quien hablas por cortesía. Tus cartas podía leerlas cualquiera, sin sospechar nuestros amores. El orgullo, sí, el orgullo, devora los renglones, donde tu corazón pondría tal vez una palabra de consuelo. ¿Crees, por ventura, que el júbilo que me inspirase una lágrima tuya vertida en mi memoria, se tornaría en vana soberbia y me llevara a despreciarte?

—No, Genaro. ¿Pero qué pretendes?… yo no sé poner cartas tan floridas como las tuyas, ni sé disfrazar con términos arrebatados el dulce bienestar que experimento con quererte.

—¿Luego me quieres?…

—¡Oh! como no lo mereces, infame.

—¡Ay! ¡ay! ¡ay!… ¡mamá!… ¡ay!… ¡por Dios santo!…

—¿Qué… qué dices?…

X

Genaro conoció que la habían sorprendido.

En efecto, hacía tiempo que la madre despertada por el imprudente grito de Petrita, se había deslizado hasta colocarse a las espaldas de ésta, y escuchaba con insidiosa calma el diálogo de los amantes.

Dejó pasar las frases insustanciales, el discurso sentimental, y hasta los piropos de Genaro, pero no pudo soportar que una niña a quien guardaba para un español acomodado, echara por la ventana el corazón, y como dijo ella, en el sombrero de «un colegialón desarrapado, y más mugroso que la pasta de sus libros viejos».

Aquella madre airada hincó sus uñas en el peinado de Petrita, cuando la pobre niña, como los héroes de Víctor Hugo, se mecía en las estrellas, y sacudió inhumanamente aquella cabeza coronada con las flores, con los botones todavía tiernos y aromáticos del primer ensueño.

Genaro queda petrificado, pero escucha que una llave araña la chapa del zaguán, y recogiendo todas las fuerzas que le quedan se pone de un brinco en el recodo que forma con la casa la tapia de una huerta. El zaguán se abre dando paso, no hay duda, al capitán Peñaza, el terrible padre de Petrita.

El estudiante se desliza hasta la puerta falsa del jardín.

El capitán olfatea por todas partes y pica las tinieblas con un garrote, dejando oír el resoplido de un toro, y las blasfemias de un condenado.

Genaro siente que se aproxima, y quisiera que aquella puerta que tiene a sus espaldas se rompiera para darle paso. Siente ya el aliento de Peñaza y retrocede estrechándose y procurando disminuir su volumen ¡pero dicha! la puerta cede bajo el peso de su cuerpo; la mano de un ángel benéfico lo convidaba a un asilo inviolable.

Entonces entra, vuelve a cerrar y escucha conteniendo el aliento, cómo el capitán llega, registra, lanza una nueva maldición y se aleja.

XI

Peñaza no era un capitán vulgar. Bien calculó que el enemigo debía estar oculto, y que no tardaría en aparecer cuando creyese desvanecido el peligro. En consecuencia, determinó poner una emboscada, y oculto en el recodo de la tapia esperó con el garrote enarbolado que llegase el momento.

XII

Genaro se encontró en una huerta, envuelto en emanaciones perfumadas y en los rumores que el viento exhalaba entre el enramaje, como el canto de las aves nocturnas.

Aquel silencio, aquella soledad, aquel romanticismo del jardín y de la noche, le infundieron una sensación agradable como la melancolía, respetuosa como la que inspira un templo, triste como el abandono, vaga como el sueño, fría como el espanto, terrible como la superstición.

Pasó el tiempo.

Genaro se olvidó por un momento de la causa que lo tenía en aquel sitio, para entregarse todo entero a su instinto de contemplación y al goce de las sensaciones pavorosas que tanto ansia el hombre como todo lo que agita su alma sin horrorizarla.

De pronto escuchó el ruido de unos pasos. ¿Quién podía ser a tales horas? ¿lo habrían sentido? ¿vendrían acaso a cerrar la puerta? Quiso salirse, mas un bulto bien perceptible que acababa de aparecer en un sendero cuyo extremo se perdía en la oscuridad, se acercaba con tal violencia, que apenas le dio el tiempo necesario para escurrirse tras un seto de rosales que tenía a su lado. Allí agazapado y a favor de la noche, inmóvil, atento y tembloroso, esperó al bulto que seguía aproximándose hasta llegar muy cerca de la puerta. Entonces vio que era un hombre con la capa al brazo que adelantaba con los pasos ya rápidos, ya vacilantes, volviendo la mirada hacia atrás, y con todos los ademanes cautelosos de un ladrón, o acaso de un amante que vuelve de alguna cita peligrosa, temiendo despertar bajo sus plantas la cólera de un esposo afrentado.

El hombre aquel se detuvo, sacó la cabeza por la puerta y vio la calle, después salió.

Iba Genaro a levantarse, pero el hombre volvió a entrar, extendió el brazo lanzando un objeto entre los rosales, y luego salió cerrando con cuidado la puerta.

Genaro escuchó con desconsuelo el ruido de la llave, y después los pasos que se extinguieron.

XIII

Sonaron las cuatro de la mañana.

El lector tendrá la bondad de acompañarnos al otro extremo de la casa, a un cuarto donde habita el anciano Gregorio, portero del artista. Buen madrugador, como buen campesino que había sido en otros tiempos, nunca esperaba en su petate la última campanada de las cuatro.

—¡Alabo a Dios! había dicho, y tomando de un rincón su escoba y un cántaro ya con agua, subió al corredorcillo, primer punto designado por Rosaura, que tanto le gustaba hallarlo regado y limpio a la hora que salía de su pieza, ya peinada a la primer sonrisa de la aurora, y entre el perfume de sus macetas y la algazara de sus pájaros.

—¡Erre!… ¿qué es esto? exclamó al ver de par en par la puerta del dormitorio del artista. Y después, notando que no se escuchaba el ruido de las respiraciones, añadió, yendo a emparejar las vidrieras:

—¡Bah! parece que están muertos.

Fue indescriptible su sorpresa cuando al asomarse por aquella puerta vio a su amo en el suelo, sobre un lago de sangre, con el rostro terriblemente expresivo, alumbrado por la escasa claridad de la mañana.

El suyo tomó también los tintes del sepulcro, sintió que el pavimento se hundía bajo sus pies, y próximo a desfallecer dejó escapar por su garganta, entre el esfuerzo del terror y la debilidad de la agonía, un grito doliente, sofocado, parecido al grito de socorro.

Volvió a mirar aquel cadáver, y su espanto se tornó en lástima, su lástima en indignación, y su indignación en sed, en avidez de una justicia tremenda. Entonces recobrando sus fuerzas, bajó corriendo la escalera, atravesó el patio, sacó de su cuarto una llave, y después de tantear la chapa del zaguán con sus manos temblorosas, abrió la puerta y salió a la calle alborotando con sus gritos al vecindario.

—¡Ea! compadre, le gritó un vecino apareciendo medio desnudo en la entrada de una triste accesoria ¿estás loco?

—¡Oh! no… ¡ven!… vengan todos… han matado a mi amo…

—¿Qué?… ¿quién?…

—No sé, pero está muerto… ¡está anegado en sangre! que llamen a la policía, ¡por Dios!

Muchos vecinos y algunos individuos que transitaban por la calle, rodean a Gregorio y lo martirizan con preguntas que él no acierta a satisfacer.

En esto llega el compadre, y se lanza con todos los curiosos por donde el dedo del anciano señala el lugar de la catástrofe. Al llegar, un grito de compasión se escapa de todas las gargantas. No es un solo cadáver, son dos: es también la hermosa señorita, la virtuosa vecina, Rosaura que yace en su lecho revuelto y ensangrentado, con la garganta amoratada, la lengua negra entre los dientes, y una mano afianzada en las cortinas de una cuna.

—¡Aquí hay un niño! exclaman otros.

Un nuevo grito de los espectadores retumba en los ámbitos de la pieza, y todos rodean a una mujer que saca de la cuna al hijo del artista, pegado por un coágulo rojo en sus almohadas.

—¡Le late, le late todavía! exclamó la mujer colocando su mano en el corazón de la criatura. ¡Agua! traigan agua.

Dos o tres mujeres y un muchacho se arrojan al instante sobre el cántaro que había dejado Gregorio, y llevan el auxilio, mientras un nuevo grupo de vecinos invade el corredor gritando:

—¡El criminal! ¡el asesino! ¡vengan! ¡aquí está! ¡por la huerta!

El tropel se lanza por la escalera, confundiendo el redoble de sus pisadas con gritos de cólera que presagiaban el exterminio.

XIV

En efecto, un hombre, un joven que pudiera tomarse por un difunto si no fuera por el temblor de su cuerpo, sus miradas llenas de agitación y el fresco pelo ondulante con la brisa de la madrugada, se había levantado del follaje al ver desembocar la multitud que lo ensordecía con sus maldiciones.

Era el pobre estudiante que después de luchar algunas horas con la cerradura de la puerta, se había decidido a pasar allí la noche, con el ánimo de esperar al jardinero y comprar su indulgencia con la relación de su fatal aventura.

—¡Por Dios! dijo atolondrado con la sorpresa, ¿me habré metido en la casa de los locos?… ¿qué queréis, señores?…

Pero los gritos de ¡muera! sofocan su voz, y cien manos coléricas se clavan en sus vestidos y lo arrastran hasta la encrucijada.

—¿Quién sois? ¡infame! le dice un hombre que tenía en el muslo una placa de cuero y un martillo en la mano.

—¡Ah! ahí está el perro, lo ha matado, gritaban otros.

—¿Quién eres? gritan todos.

—¡Señores!… yo soy un… soy Vilches… tartamudeó el estudiante.

—No eres mal bicho, tú, asesino, replicó el otro; vas a ver lo que te pasa… ¡a ver! continuó dirigiéndose a los asistentes, ¿no hay quién traiga una faja?

—Sí, sí, respondieron varias voces.

—Pero, señores, ¿por quién me han tomado ustedes, señores?… yo no soy asesino de nadie… yo…

—Aquí está el puñal, gritó un muchacho que venía corriendo a incorporarse en el grupo, y levantaba el brazo enseñando un cuchillo que todos miraron con. asombro.

—¡Ah!… dijo el vecino, ¡oh! ¿y está teñido en sangre…? pero no viene este maldito con la ronda. A ver la faja.

Se la dieron, y tomó a Genaro por un brazo para sujetarlo.

Entonces, la guitarra que Genaro había metido debajo de su capa, cuando se acercaron los vecinos, cayó al suelo remedando un gemido.

La turba respondió con silbidos; y aquel vecino que por su facha parecía un zapatero, blandió el martillo y dijo:

—¡Ah! roto ¿conque tú eres músico de la muerte? ya veremos cómo cantas en el tablado.

—¡Por Dios! señores, replicó el estudiante pugnando contra el zapatero que lo tomaba por los codos, por Dios que os habéis equivocado… ¡os diré lo que he visto!… ¡yo he visto!… al criminal…

—¡Eh! silencio, exclamó el zapatero, dándole con la rodilla un golpe brusco, si no te estás quieto te… ¡demonio! ¿fuercesitas?… ¡por vida del diablo!…

Estas últimas palabras fueron porque el preso dio una vuelta desprendiéndose violentamente de los brazos que lo tenían sujeto y dando en tierra con el zapatero.

¡Desgraciado! aquello fue una señal que rompió el dique, y la multitud aumentada ya por nuevos curiosos que sin cesar llegaban, se arremolinó en torno de Genaro, y lo tragó en un torbellino de brazos y de imprecaciones.

En este momento llega Gregorio, seguido por una docena de auxiliares, el desorden se calma a los primeros culatazos, los vecinos abren paso al comandante, y éste descubre por tierra a Genaro, con los vestidos desgarrados y la cabeza y el rostro llenos de sangre.

—¿Éste es? dice al verlo.

—Sí, sí.

—¡Señor! replicó el estudiante, con los ojos llenos de lágrimas, mirad la injusticia de estos señores… estoy cierto que se han equivocado… yo… ¿de qué me acusan?…

—Bueno, guarde las justificaciones para otra parte, vamos.

—¡Fuera! gritaron todos.

Genaro fue colocado entre dos filas de auxiliares, y salió entre los silbidos y los apostrofes obscenos de aquellas gentes indignadas.

Al salir de la primera calle, se oyó un grito. Se volvieron todas las miradas a una puerta, y se vio que una joven se desplomaba sin sentido. Era Petrita.

XV

Retrocedamos unas cuantas horas.

Dejamos al capitán Peñazas oculto y esperando que las sombras dieran paso al osado amante que conspiraba contra su interés y sus compromisos.

No pasaron diez minutos sin que se realizaran sus previsiones.

Al ver aparecer el bulto, sintió que la estrategia lo acariciaba con sus alas de fuego, y lo envolvía en un ósculo de triunfo, sonoroso como el estampido del cañón, y perfumado como la pólvora. Oprimió su garrote y adelantó una pierna.

El bulto se acercaba, ya estaba a dos pasos de distancia, ya lo tenía enfrente, ligero, trémulo y hermoso como el venado.

Entonces recogiendo aquella voz estentórea que domina el tumulto de las batallas, gritó como a la cabeza de su columna.

—¡Adentro! y descargó el golpe sobre don Epitacio Aranda.

Éste más bien por la sorpresa que por el dolor lanzó un grito.

—¡Indecente! le dijo Peñaza, ¿cree usted burlarse de la justicia? de la justicia de un…

—¡Perdón! exclamó Aranda cayendo de rodillas.

—¿Cómo es eso? ¡pícaro! ¿ahora son los perdones?

Aranda, con la voz desfigurada por el terror, o como suele decirse, ahogada por la sangre, tartamudeó:

—Déjeme usted… no lo niego… pero… le daré a usted como guarde silencio…

—¡Eh! ¡pillo!… calle la boca si no quiere que lo desgobierne a garrotazos… ¡perdón! y ¿de cuándo acá la viene?…

—¿Es usted… Peñaza?

—Marche usted, cobarde; y se lo juro, el día que vuelva yo a escuchar su jaranita por estos contornos: el día que siquiera lo vea yo a usted por este sitio, le estrangulo. Marche usted, y no olvide que la palabra del capitán Peñaza es duradera como el bronce, fatal como las profecías, severa como… en fin, lárguese usted, y no me haga decir más tonteras… lo dicho, dicho.

XVI

Aranda conoció a pesar de su situación, que todo había sido un simple equívoco, y tembló al considerar lo próximo que estuvo a venderse. Apretó el paso, y llegó a su casa.

No tocó la puerta, sino que, por esa perturbación que sigue al criminal y por ese miedo que es la previsión de un castigo, temió que el eco de los aldabazos despertase a la justicia, y solo gritó por el agujero de la llave con voz contenida.

—¡José!… ¡José!… ¡ábreme!

Afortunadamente el portero no se había dormido, pues no hacía dos instantes que cerrara, después de despedir a una de tantas perdidas que lo visitaban en ausencia de su amo. Tomó la llave y abrió a don Epitacio.

—¿Hay luz en mi cuarto? dijo éste.

—Sí, señor.

—Bueno.

Y se dirigió apresuradamente a su habitación, encerrándose en ella y arrojándose vestido en su lecho. ¿Cuáles fueron sus pensamientos? quisiéramos saber. ¿Qué diálogo sombrío tuvo allí en la soledad con su crimen, con su conciencia? ¿tuvo acaso remordimientos, o fueron sofocados por el júbilo infernal de una venganza satisfecha? ¿Dios que castiga al delincuente con los fantasmas de su propia imaginación, no presentó acaso a los ojos de Aranda el grupo sangriento de sus víctimas, retorciéndose en las convulsiones de la agonía? ¿Acaso el delirio del crimen es seguido como el de la fiebre, por el estupor, o hay hombres en quienes imperan los sentidos hasta el grado de sobreponerse a las emociones del alma?

Sea lo que fuere, falta de conciencia, o de conciencia de la impunidad, Aranda se quedó dormido.

La luz del día pareció disipar los escasos temores de aquel hombre, que tomó su sombrero y se dirigió a la calle.

—¿Cómo, señor, va usted así? le dijo el criado.

—¿Cómo?…

—Lleva su mercé roto el pantalón.

—¿Adónde?… ¿por dónde?…

—Aquí falta completamente el pedazo.

—¡Ah!… es cierto… ayer en la banca de la iglesia… voy a mudármelo…

Aranda pocas horas antes, cuando entró en la huerta de Rosaura, fue atacado por el perro. Se sintió afianzado por detrás y sacudido con tal fuerza, que hubiera caído si el pedazo de pantalón no quedara en los colmillos del animal. Cuando éste se abalanzó de nuevo sobre Aranda, cayó atravesado por el corazón apretando en su hocico el pedazo de trapo con la postrera convulsión de la cólera.

Aranda se mudó pantalón; además, se lavó la cara, humedeció y asentó sus cabellos, y dando a su semblante un aire de indiferencia casi sospechoso, marchó a la calle para recoger algunas observaciones importantes.

Caminaba por la calle que se conoce hoy por la de Cordobanes, casi desierta en esas horas, cuando oyó le gritaban:

—¡Aranda!

Volvió el rostro naturalmente, y no vio a nadie. Sintió que un soplo helado pasaba por todo su cuerpo, y apretó el paso.

La voz volvió a oírse:

—¡Aranda! espérame.

Tuvo valor aun para mirar hacia atrás, no había nadie, allá muy lejos una mujer pobre regaba su puerta con un cántaro. Ni el ruido del agua se escuchaba, ante todo la voz era de hombre.

—¡Bah! se dijo, vengo preocupado. Pero la voz sonando por tercera vez, se encargó de desmentirlo.

—¡Aranda! repitió, pero no con el mismo tono que había empleado unos momentos antes, sino con el tiple, burlesco, aflautado, diabólico que recuerda una noche de carnestolendas.

Aranda creyó que Satanás lo seguía regocijado, o que un genio vengador arrojaba su nombre al viento para que lo recogiera la justicia indignada.

Se detuvo apoyándose en la pared con una mano, y con la otra enjugando el sudor frío que corría por su frente.

Se dejó oír entonces una carrera, y poco después sintió que lo abrazaban por la espalda.

No se atrevió ni a dar un grito, y escondió su cabeza en el embozo de la capa.

XVII

Volvamos a Genaro.

Inmediatamente se entabló el juicio.

Aquel hecho que horrorizaba a la sociedad, y cometido en un tiempo tan infecundo en novedades, llamó sobre sí la atención, y concentró la actividad de los jueces, que sentenciaron en su corazón desde antes de escuchar al acusado.

Nunca se había presentado tan inflexible la opinión pública.

Todos esperaban una sentencia de muerte, y la opinión cuando espera, manda, y cuando manda constriñe, y no resisten ni los tiranos, y mucho menos los representantes de la opinión misma.

Se oyó a dieciséis testigos que declararon haber visto al acusado escondido en la huerta y con el puñal en la mano.

—Señor, dijo el joven ofuscado ya ¿por dónde entré? la puerta del jardín estaba cerrada con llave; ¿cómo yo mismo había de cerrarla cuando era el camino de la salvación?

—Por eso mismo, replicó el juez, no se cree que haya estado cerrada.

—¿Y no lo está? señor…

—No señor, el señor escribano y los testigos que la reconocieron, han visto corrido el pasador por fuera de la hembrilla.

—Eso no es cierto… perdone usted señor… ¿cómo no pude yo abrir esa puerta?…

Esta respuesta demasiado natural, levantó un murmullo en el círculo de los testigos, y hasta el juez creyó que el acusado se vendía.

Genaro paseó por aquellos fríos espectadores una mirada de amargura.

No faltaron algunos que se compadecieran y dudaran al ver aquel rostro juvenil, tan lleno de honradez, de belleza y de martirio.

El padre de Petrita declaró que había dado un garrotazo al acusado aquella misma noche, y que observó en la conducta de aquel joven un cambio tan notable, que bastaba para maliciar el crimen. Que sabiendo por buenas lenguas que el estudiante era valiente y pendenciero, no le parecía natural aquella sumisión, aquellas palabras de perdón, y aquella huida tan rápida.

Algo desconcertó a los jueces la declaración de Peñaza, pero la negativa de Genaro, la reputación de charlatán y mentiroso que tenía el testigo, y sobre todo, lo que ya no era dudoso para nadie, el hecho de haberse hallado al acusado escondido y con el puñal ensangrentado en la mano, volvía a colocar la cuestión en un punto de vista siempre fatal al estudiante. La verdad que éste repetía siempre, sin discrepar en la más mínima circunstancia, se tuvo por un cuento, y su tal cual reputación de inteligencia no sirvió sino de hacer que sospechasen todos un plan bien combinado, y encubierto hábilmente bajo el pretexto de una cita amorosa.

Se dejó al reo la libertad de escoger un defensor, y este oficio sublime recayó en un joven abogado recibido hacía poco, y de una gran reputación por su carrera llena de exámenes brillantes. Era lo que en aquel tiempo se llamaba con cierto desprecio un indio. Tendría veinticuatro años. Se llamaba Ramiro Galván. Puebla. Le conocemos por un retrato que se halló entre las ruinas de una casa de Cuautla, después del sitio de Calleja. Todos los descendientes de Ramiro quedaron sepultados con aquel retrato.

El busto del licenciado es la expresión más elocuente de una capacidad gigantesca. Su rostro, de color oscuro, parecería feo a los ojos de un muchacho malcriado, y horrible a las miradas de una vieja voluptuosa; pero nada más bello para un observador despreocupado, que aquellas pupilas relumbrantes como las chispas de esa hornaza de la inteligencia. Nada más bello que aquella frente espaciosa, velada por una sombra de filosófico desengaño; que aquella nariz algo incorrecta, pero dejando libre con su ligera desviación, una mirada oblicua, profunda como el cálculo, severa como la justicia, y punzante como el epigrama; nada más bello, en fin, que aquel labio dispuesto con una sonrisa indescifrable, que parece tan pronto a derramar palabras de benevolencia, como chistes irresistibles, como los grandiosos oráculos de la sabiduría. Al abarcar el conjunto de aquel rostro se adivina el saber de Tácito, la estoica imperturbabilidad de Quilón, la elocuencia de Demóstenes, el patriotismo de Catón y la sarcástica pobreza de Diógenes.

Nada resta de su defensa, que debe haber sido el modelo de la improvisación forense. El padre de un personaje que debemos conocer más tarde, nos dice en un apunte que el licenciado Puebla pronunció su discurso de memoria. Equívoco no extraño en esos tiempos. Añade que fue muy aplaudido, y que añadiendo a su elocuencia una costumbre de los oradores romanos, llevó ante los jueces a la anciana madre de Genaro, bañada en lágrimas y tendiendo sus manos temblorosas para implorar el perdón de su hijo, de su alma y único apoyo de su indigencia.

XVIII

Jamás se vio en los trámites una rapidez tan amenazante, a los quince días la causa rodó por las gradas de la audiencia, envuelta en un crespón de la muerte.

Cuando el escribano leyó la sentencia el estudiante cayó al suelo.

El escribano palideció, y al salir exclamó, poniendo una mirada paternal en el semblante de Genaro:

—¡Pobre joven! juraría yo que es inocente… ¡imbéciles!… Genaro fue puesto en capilla.

XIX

Era un domingo. Varios peones rodeados de curiosos cavaban enfrente a la casa del artista unos profundos hoyos donde debían colocarse las vigas de un cadalso; más allá los carpinteros disponían a toda prisa este horrible dosel de los ajusticiados.

El barrio estaba casi alborotado como en la proximidad de una fiesta. Se veía cruzar a los vecinos en todas direcciones, y asomados a todas las puertas y ventanas; y los aullidos de los muchachos se confundían en los aires con los gritos de los vendedores, el golpe de los martillos, el ladrido de los perros y el sordo murmullo de la muchedumbre.

Aquel zapatero que hemos visto en la huerta como el representante del vecindario, se hallaba a la sazón conversando con un compañero. Éste decía:

—Vaya compadre, será casualidad.

—No lo es compadre. Hace tiempo que estoy caluñando aquí en mi inteligencia, y yo sé lo que digo.

—¿Pero qué… usté cree que a ser el criminal, no estaría por lo menos a cien leguas de México?

—Pues por vida mía, compadre, que si yo no digo lo que veo me condeno. Mire usté el trapo y cotéjelo; si no es de ahí quiero que me…

—Sí, se parece.

—Es el mismo… ¡ah! allí va el señor don Puebla… y no he costeado los zapatos… ¡eh! señor, señor licenciado…

—¿Quién es?

—El señor Puebla… yo se lo digo.

En aquel momento el defensor de Genaro llegaba al sitio del suplicio, para dar por sí mismo a los trabajadores la orden de suspender la obra. Fiado en que el tiempo arroja en sus espumas, con el cadáver de las víctimas, el nombre de los asesinos y la justificación del inocente, logró aplazar por cuatro días la ejecución, prometiendo presentar una prueba irrefragable de inocencia, aunque allá en sus adentros desesperaba de encontrarla.

—Amigo no hay función, le dijo al zapatero cuando lo tuvo cerca.

—¿No hay, señor?

—Por ahora todavía no.

—¿Se ha descubierto al delincuente?

—¿Al delincuente?… pues usted mismo no dice…

—Ya no digo nada.

—Con razón.

—Con razón, sí señor… tengo que decirle a usté una cosa, ¡eh! compadre, añadió el maestro dirigiéndose a su primer interlocutor, ojo al Cristo, por vida de su señora madre.

Después llevó al abogado a varios pasos de la puerta, y le dijo:

—Mire usté este trapo, señor.

—Bien.

—Mire usté aquel sujeto de la banda encarnada.

—Bueno, le falta en la nalga este pedazo de trapo.

—Bien, señor; pues este trapo ¿sabe usté dónde lo cogí?

—De donde falta…

—No señor… estaba en el hocico del perro, del perro que estaba muerto en el jardín.

—¡Silencio! dijo el abogado palideciendo, ni una palabra, ni un signo siquiera… siga usted a ese hombre disimuladamente, y avíseme dónde entra… ¡cuidado!… a ver ese trapo; usted tendrá una buena recompensa.

XX

Hemos dejado a Aranda en una situación que no creemos necesario recordar a nuestros lectores.

Aquellos brazos que le parecieron los del artista no eran sino de un andaluz juguetón que acostumbraba ciertas chanzas con sus compañeros.

Mucho trabajo le costó celebrar el chiste, y fue su sonrisa tan forzada, que el andaluz le dijo:

—¡Bah! ¿te has picado?…

Conversaron un rato, y Aranda se retiró a su casa llevando aún el temblor del susto y de la cólera. Entró de prisa, y sin saber lo que decía, dijo si al portero que le pedía su pantalón vejo.

El pobre portero le pegó un remiendo de otro género, pues del mismo no pudiera encontrarlo sino en los cajones o en la bolsa del señor licenciado Ramiro Galván Puebla.

XXI

No engañemos la benévola atención del lector. Aquel trapo fue el acusador de Aranda.

La misma noche de aquel fatal domingo en que Genaro debía ser ajusticiado, Aranda y su portero comparecían ante los tribunales y el venturoso estudiante regaba con lágrimas de regocijo la frente de su madre y las manos de su defensor.

Tres días después el cadáver de Aranda pregonaba desde la horca la justicia de Dios y la vindicta pública.

Genaro adoptó como hijo suyo al hijo de Rosaura, que sobrevivió a las heridas.

La audiencia le entregó los pobres bienes del artista, Peñaza le dio satisfacciones, Petrita su cariño y Ramiro Puebla sus cátedras.

Es fama que aquella horrible calle, abandonada por casi todos los vecinos, fue el sitio de apariciones nocturnas. Se dice que los gemidos de Rosaura salían a las doce de la noche por las oscuras ventanas de su casa, y que Aranda recorría el solitario recinto de la huerta, perseguido por los aullidos de un perro negro.

Nosotros sabemos que esa calle, donde una pobre joven sufrió la doble muerte de la esposa y de la madre, pidiendo inútil perdón en la mirada suprema de la agonía, tomó el nombre que se conserva en nuestro tiempo.

Hoy la llaman: calle de la Amargura.

Capítulo IV. Un escrúpulo de conciencia

I

Era un alguacil.

Se llamaba Francisco Trinidad Lupe Churrigay y Bobadilla, nombre no extraño por aquellos tiempos en que el virrey se llama don fray Antonio María Bucareli y Ursúa, y un confesor suyo don fray Pelagio Trinidad Judas Obregón Casamata y Rivadeneira. Son un verdadero suplicio estos nombres para el que, a falta de poesía en el pensamiento, quisiera ponerla en las palabras.

Pasemos adelante.

Francisco realizaba la figura de don Quijote. Si su rostro enjuto, su larga y afilada nariz, su mostacho entrecano y su gallarda flacura se adunaran con el arrojo del manchego, no hiciéramos más que trasladar aquí, con el nombre de nuestro humilde personaje, las elegantes líneas donde Cide Hamete Benengeli retrata, al más gentil y esforzado caballero que hubo en los siglos.

Francisco era muy pobre.

El único tesoro que poseía en la tierra era sus hijos y una esposa, que lo idolatraba con las ilusiones de los quince años y la fuerza majestuosa de los cuarenta y nueve, Desideria, no despreciable allá en su mocedad, gran partidaria de los españoles, y cristiana vieja, más cristiana que el mismo Jesucristo.

Francisco tenía un corazón demasiado sensible a los encantos del bello sexo; y esta inclinación tan natural del alma humana, fuente de las nobles acciones y principio y fin de todo lo creado, era considerada por su esposa como la inspiración de todos los demonios conjurados para perderla.

Otro defecto, menos fecundo en resultados trágicos, pero sí en pequeñas incomodidades y en peligros para el nombre de los Bobadillas, era la costumbre que el alguacil tenía de buscar el consuelo de sus penas (que en obsequio de la verdad eran frecuentes), conversando solo en la taberna de un compadre suyo, enfrente de una copa que se vaciaba y se volvía a llenar como por encanto.

Sin embargo, aquellos pasatiempos no quedaban impunes. Cuentan que cuando Francisco llegaba, teniéndose de las paredes, a tocar la puerta de su casa, Desideria lo llevaba por la mano hasta la cama, lo tendía bocabajo, y desatándose de la cintura una flexible cuarta que había heredado de su primer esposo, zurraba al pobre Bobadilla con tal furia, que muchas veces provocó la compasión y hasta la intervención de las vecinas. Pero Bobadilla se tenía en sus trece.

Le dijeron un día:

—Hombre, por Dios, no tome usted tanto: el licor es muy malo para el hígado.

—Sí, respondió él; pero es una cosa muy buena para el bazo.

No nos aventuraremos a sostener que esta respuesta fuera suya; pero sí que nunca pudo prescindir de las visitas cotidianas a la taberna de su compadre.

Se cuenta también que Desideria lo encontró en cierta ocasión conversando mano a mano con una perdida, y lo que era peor, ¡oh inaudito sacrilegio! sentados como en un diván sobre su mismo tálamo nupcial. Que otra vez, volviendo de la misa la infeliz esposa, con un buen apetito para devorar ciertas fritangas que había dejado ya dispuestas, encontró la mesa cubierta con los restos del pan, las cazuelas limpias, los cubiertos sucios, y el mantel por los extremos con los dedos señalados con mole verde. Que una vecina, haciendo jurar a Desideria que no descubriría al autor del chisme, le refirió que Bobadilla vino a eso de las once con una trigueñita no fea, que se sentaron a la mesa, y ambos, después de haber vaciado platos y botellas, se habían marchado saliéndose por donde entraron, por la ventana.

Una mujer común hubiera firmado incontinenti la acta de divorcio; pero aquella señora supo castigar el perjuro de un modo que sin meter escándalo remediara el abuso, y no dejara a Bobadilla, como él hubiera deseado, la libertad de unirse con su amante fuera de los importunos celos de Desideria.

Volvió a tender a Bobadilla sobre aquel mismo lugar que éste profanó con el sueño de unos placeres ilegítimos, descolgó el zurriago, y cuenta la historia que aquello fue terrible, porque la ultrajada esposa, no satisfecha con herir sobre el cachirulo, bajó hasta donde pudo todos los obstáculos, y dejando al viento la desnudez de Bobadilla, descargó, nadie sabe cuántos crueles azotes sobre aquel infeliz que ni siquiera la maldijo.

¡Oh modelo de las esposas! Desideria lo puso en juicio, pues el buen hombre no salió de la casa en más de veinte días. Pero ¡oh modelo de los esposos! Bobadilla encontró en el seno mismo del cautiverio la reparación de sus agravios: tuvo un nuevo arreglo con una de las vecinas, comadre de su consorte, y juró no volver a poner pie fuera de la casa.

Aquello se llegó a saber con el tiempo, y Desideria se trasportó con sus trastos y su esposo a otro barrio de la capital, a una casa donde ahora lo encontramos.

Una noche los dos cónyuges estaban a punto de acostarse.

Desideria en un extremo del aposento, daba ya remate a sus oraciones bendiciendo el lecho de sus hijos. Francisco en la otra extremidad medio desnudo, metía la cabeza por la atetilla de su camisa, y se abismaba a la luz de una vela en la persecución de varias pulgas, que desde la tarde lo tenían en martirio. Cada vez que cogía una, la restregaba entre sus dedos con el feroz júbilo de la venganza, ya enconada por el abuso, y la arrojaba al cebo hirviente, contemplándola con la sonrisa que debió dilatar los labios de Felipe delante de la hoguera de los Templarios.

Tocaron la puerta.

—¿Quién?

—Yo, respondió una voz femenina.

Acudió Francisco; pero ya su esposa le había ganado la delantera, y lo contenía con un ademán amenazante.

—¿A quién busca usted, señora?

—Busco a un tal Bobadilla.

—¿Y qué le quiere usted a Bobadilla?

—Necesito hablarle.

—¿De parte de quién?

—De la mía.

—Yo soy su esposa, diga usted.

—No puedo hablar sino con él en persona.

—Pues entonces mi alma, puede usted marcharse…

—Le suplico a usted que me permita decirle dos palabras.

Bobadilla terció en el diálogo, diciendo a Desideria con un tono medio suplicante y medio colérico:

—¿Pero hija, por qué no abres? ¿Cómo sabes si será algún asunto del Santo Oficio?

—¡Quita allá, pícaro; no sabré yo cuál es tu Santo Oficio!

—Pero hija, veremos qué personas son esas, ¿no ves que puedes comprometerme?

Entonces resonó por fuera la voz de un hombre.

—¡Señora! exclamó, abra usted en nombre del Santo Oficio.

Aquella frase, que como el cañón, jamás encontraba resistencia, doblegó la voluntad de la señora, y la puerta se abrió para dar paso a dos personas que permanecieron en los umbrales. Una mujer y un hombre.

La primera parecía una anciana, que por su traje manifestaba ser de las últimas clases del pueblo; el hombre cubierto de una capa negra, y dejando asomar unas magníficas babuchas con hebillas de plata, formaba un verdadero contraste con la indigencia de su compañera.

—¿Quién es Bobadilla? preguntó este último, clavando una mirada en el rostro compungido de la señora Desideria.

—Soy yo, señor, replicó al alguacil.

—Acércate.

Bobadilla se acercó temblando.

Entonces el desconocido, volviéndose hacia la anciana, la preguntó con acento sombrío:

—¿Es éste?

—Sí señor, él es.

—¿Lo conoces bien?

—Sí señor, sí; si quiere su mercé la prueba le descubriremos la garganta.

—Veamos, dijo el familiar echando atrás su embozo, y tomando con una mano la luz que tenía Desideria, y con la otra un brazo de Bobadilla.

—Descúbrete el pescuezo, le dijo a éste.

Desideria se acercó a su esposo para ayudarlo en aquella operación, y una vez concluida, el familiar levantó la barba de Bobadilla con la tosquedad de un peluquero, y comenzó a examinarle minuciosamente la garganta. Allí presentaba el alguacil varias cicatrices, donde un facultativo hubiera sospechado la estirpación de lipomas voluminosos.

—¿Y recuerdas cuándo te hicieron ese chirlo? preguntó el familiar después que hubo concluido sus observaciones.

—No, señor…

—Bueno… ¿Eres huérfano?…

—Desde que vine al mundo.

—¿Dónde pasaste tu niñez?

—En la casa del señor licenciado…

—Bueno… sígueme.

Francisco se vistió, y arrojando una mirada tierna sobre el lecho de sus hijos, que dormían profundamente, dio la mano a su mujer, y salió tras de aquellas dos personas.

A dos pasos de la puerta descubrió un grupo de alguaciles, y a una señal del familiar lo ataron por los codos, le impusieron silencio y lo arrastraron por una dirección que tenía bastante conocida para no desvanecerse de espanto…

Esto pasaba más de cuarenta años después de aquella noche en que Rosaura y el artista bajaron al sepulcro.

III

Bobadilla fue aherrojado en un calabozo de la Inquisición, sin saber cuál era el crimen de que lo acusaban.

Al contemplarse en aquella tumba de los vivos, sin encontrar siquiera la paja que se ponía por lecho a los infelices habitantes de las mazmorras; al aspirar entre tinieblas un aire húmedo y saturado por emanaciones impuras; al acordarse de sus hijos, y al figurarse que la luz no alumbraría sino su esqueleto encadenado, rompió en llanto, y sus gritos retumbaron por largas horas, como los de tantas víctimas, sin atravesar el muro para resonar en los corazones compasivos y encontrar una lágrima.

El pobre Bobadilla pasó el tiempo, unas veces postrado elevando hacia los cielos oraciones fervorosas, donde mezclaba la eterna súplica de todos los hombres y de todos los pueblos: la libertad o la muerte; otras veces meditando en esas evasiones maravillosas, pero factibles, a costa de paciencia y de una actividad perseverante; otras, en fin, pensando que la mirada del Señor penetra hasta la sombra de los calabozos para reconocer a la inocencia, y hasta la sombra de los corazones para iluminarlos y abrasarlos con la luz de la justicia, de la verdad y del arrepentimiento.

IV

Una tarde ya al oscurecerse descorrieron los cerrojos, y Francisco no pudo menos que asombrarse con la presencia intempestiva del carcelero. ¿Qué le querían a tales horas? Ya tenía el pan y el agua que le llevaban a las tres diariamente. Creyó que llegaba la hora feliz de su esperanza, y adelantándose al llavero, le dijo, como si oyera que le nombraba:

—Aquí estoy, señor.

—Sígame usted.

—¿A dónde…? ¿podrá saberse?…

—A la sala.

No parecía que hubiera respondido a la sala, sino al infierno, según el ademán de indecible terror con que retrocedió el desventurado Bobadilla, cuando escuchó aquella respuesta.

—Pero señor, dijo, ¿de qué se me acusa? ¿qué quieren hacerme confesar estos señores? yo no hago mal a nadie…

—Amigo, yo cumplo con mi obligación. Si en mí estuviera…

—Vamos señor, Dios sabe lo que hace… yo estoy limpio, bien saben todos que profeso nuestra sagrada religión, y que ni con el pensamiento falté nunca al respeto que se debe a las autoridades, ni al que se le debe a todos los cristianos…

Las palabras de Bobadilla fueron haciéndose imperceptibles, conforme subía las escaleras. Ya próximo a la puerta del tribunal, seguía hablando consigo mismo, y accionaba cual si se viese ya frente a frente de sus injustos acusadores. Por fin entró.

Muchas plumas mucho más bien tajadas que la nuestra, han descrito el imponente aspecto de este temido tribunal para que nosotros fatigásemos al lector con una larga descripción. Bobadilla penetró inclinándose y plegando los ojos, como si la escasa luz de dos velas de cera que ardían sobre una mesa, no bastara para mostrarle el rostro de los jueces. Le mandaron que se acercase. Una frente calva y pálida, cuyas cejas se confundían con el brillante anillo de unas antiparras, fue lo que Francisco pudo distinguir en el fondo negro que tenía a la vista, y cuyo término era invisible, y le parecía frío y pavoroso como la entrada de un cripta.

Bobadilla creyó ver que por aquel severo y reluciente cráneo vagaba, como el soplo de la tumba, el destino de su existencia. Después volvió el rostro. Por el otro extremo de la sala se abría una ventana resguardada por rejas de hierro fuertes para estorbar una evasión, pero impotentes para detener el gemido de las víctimas. Por allí penetraba la postrera claridad de la tarde. El rayo crepuscular dejaba distinguir un cúmulo de configuraciones semejantes a una máquina, o a los trebejos de una bodega. Eran los aparatos del tormento. Moles cuadradas, cilindros suspendidos de la bóveda, sitiales trepados en un bastidor, confundidos con una especie de calentaderas, círculos de reata o de cadena sembradas por el suelo, puntales, tubos, envoltorios y montones de cosas indescifrables. Allí la rueda dilataba su curva con una gracia espantosa, y los piñones se enseñaban los dientes como mastines enfoscados. Se figuraba un metido en aquella molienda, arrebatado y comprimido, lacerado y saliendo por un lado convertido en sangre y por otro en gabazo.

Las cosas más sencillas adquirían allí el aspecto del suplicio, un mango de escoba puesto por acaso junto a la pared, daba lugar a sombrías conjeturas. ¿Por dónde entraría y hasta dónde, aquella estaca erizada de astillas?… Daba vértigos mirar un gancho, era pavoroso un tonel, horrible la boca del cántaro y satánica la nariz del embudo.

Al pie de una especie de cabrestante que era lo más próximo, se distinguía otro bulto irregular, formado por un montesillo de zapatos viejos. Era lo más horrible. Allí seguramente los dejaban los presos para no despertar con las pisadas a los que dormían ya en la eternidad.

Bobadilla se encontraba en el gabinete de física experimental del verdugo.

La frente aquella que reverberaba con los blandones se contrajo, y una voz siniestra pronunció estas palabras:

—Francisco Bobadilla…

—Presente y servidor de su… ilustrísima.

—Economice usted el tratamiento, y responda categóricamente a las preguntas que se le van a hacer. La práctica de este santo tribunal me autoriza para recurrir a los severos medios empleados para arrancar la confesión de un crimen; pero la confianza que me inspira su semblante de usted, donde creo notar el acatamiento a la verdad, y el justo temor del castigo irremisible para el que pretende escudarse con la mentira, me ahorrarán el empleo de esos medios harto repugnantes para mi sensibilidad, si bien necesarios para garantizar la fe de las declaraciones. Vamos a ver, ¿conoce usted esta carta?

—No señor… sí señor… no señor…

—Sí o no, replicó el juez, haciendo retumbar las bóvedas con su acento, puede usted leerla.

Francisco alargó su mano temblorosa y tomó la carta que le presentaban. Después sin mirarla, respondió:

—Señor… no sé leer…

—Recuerde usted lo que le dije hace un momento.

—Mi señor mío… si yo… le juro por Dios Nuestro Señor…

—¡Bah! preste usted… la carta dice así:

«Acapulco, 11 de mayo del año del Señor de 1738.

»Francisco, hijo mío: en este momento estoy a bordo del San Juan. He logrado escapar de las manos que a estas horas ya me hubieran dado la muerte. Adiós hijo mío, no sé cuándo volveremos a vernos. Voy a Dios y a la ventura, sin recursos y llevando en el alma todo el tormento de abandonar a mi Petra, tan buena, tan sufrida y tan linda, y cuando no he tenido el tiempo necesario para hacerla dichosa. Y a ti también, tan virtuoso y tan inteligente, a ti a quien amo desde que el crimen que segó la existencia de tus padres, te arrojó en mis brazos que no cesan de bendecirle. Sólo el odio que profeso a los gachupines y a sus frailes; sólo el fuego de la libertad, sólo el amor del pueblo, pudieron separarme de mi Petra y de ti, Francisco, para arrojarme a una lucha… cuyo triunfo no considero como imposible. ¡Adiós! yo volveré algún día; pero si muero… Petra puede subsistir con nuestros ahorros, y tú también… pero lee, lee mucho esos papeles de tu padre, para bañarte en ellos con la inspiración patriótica, y las lágrimas de tus antepasados. Lleva siempre al cuello esa esmeralda empapada con la sangre de tus padres y lánzate, y riégala con la de sus verdugos. Ya se acercan los tiempos, siento que las predicciones se realizan y escucho que un murmullo imponente como el del mar que me rodea, se levanta estremeciendo el solio de Roca-fuerte, que cruje como los costados de mi nave. Adiós. Adiós acaso para siempre, dale a mi Petra las adjuntas cartas y recibe mi cariño y mis lágrimas. Mueran los gachupines.—Tu Genaro

Cuando el juez hubo concluido su lectura, dejó la carta a un lado, y elevando el foco de sus antiparras en el semblante del asombrado Bobadilla, le dijo:

—¿Qué le parece a usted esa carta?

—No me parece mala, señor.

—¡Cómo!… replicó el juez brincando del asiento, ¿afirma usted que es buena la sedición, que es bueno el insulto, que es buena la blasfemia? ¿Cree usted que es muy buena esa carta que provoca a un joven a la rebelión contra la autoridad establecida, contra la sociedad, contra los ministros de Dios y el apoyo de la religión cristiana?

El mísero alguacil había retrocedido hasta colocarse fuera de aquel aliento que estremecía su corazón, como el huracán la hojilla de una planta marchita.

Su turbación, sus respuestas casi infantiles, hubieran sido la prueba casi irrefragable de su inocencia ante un juez menos imbécil, o menos desconfiado.

No era dueño de sus ideas, no comprendía cómo su nombre encabezaba aquella carta para él inentendible, y fijándose no más en esa dolorosa despedida que los renglones expresaban; no le pareció mal un acento que también cuadraba con su situación de padre separado, acaso para siempre, de su mujer y de sus hijos.

Mas cuando vio que su respuesta provocaba una explosión de cólera, cayó sobre sus rodillas exclamando:

—¡Miento! señor ¡miento! no sé lo que me digo, no lo hice con ninguna mala intención…

—Levántese usted, replicó el juez serenándose.

Bobadilla obedeció como un perro.

—Dos días después de haber leído esta carta ¿adónde marchó usted?

—Yo, señor, me quedé en mi casa.

—¿Contestó usted?

—No señor.

—Pues consta Jo contrario…

—¿Consta?

—Sí señor…

—Pues muy bien señor…

El juez extendió el brazo hasta tocar el mango de una campana y dijo:

—Hartas pruebas tenemos para poner en duda ese candor y esa falta de sentido que usted ha mostrado en todas sus respuestas. Un sujeto como usted, que lleva un título conquistado por el saber y la inteligencia, y que tiene la rara habilidad para disfrazarse bajo los arreos de un alguacil vulgar, con el objeto de sorprender el recinto mismo de la justicia, no es raro que hoy supiera figurar la desnudez de la inocencia, para extraviar los pasos de la ley, como ha extraviado los de sus agentes.

En consecuencia, requiero a usted por la postrera vez, a que abandone su papel ya inútil en estas circunstancias. Usted es don Francisco Ponce.

—No señor, Lope, Churrigay y Bobadilla.

El juez no dijo más; agitó la campana, y un hombre negro como teñido con la oscuridad del aposento, apareció junto a la mesa con los brazos cruzados y la cabeza inclinada con ademán sumiso.

El juez le dijo:

—Este hombre…

Y señaló a Bobadilla, que acaso ni había visto aparecer al verdugo.

—¡Qué!… ¿quién es usted?… exclamó el alguacil, cuando sintió que lo asían por un brazo.

—Despáchate, dijo el juez.

Bobadilla se dejó conducir por el verdugo unos cuantos pasos, pero viendo que se dirijían por la puerta, se volvió hacia el clérigo que permanecía en la mesa, y le dijo con verdadera naturalidad:

—Buenas noches, señor…

Es cierto que Bobadilla era alguacil, y quizá nuestros lectores extrañarían con justicia, que ignorase las prácticas del tribunal, si no nos apresurásemos a hacerles una explicación, que es la que encontramos en la historia y es ésta:

Bobadilla sabía las pocas noticias que acerca del negocio circulaban en boca de todo el mundo; pero jamás presenció ninguna ejecución, ni tuvo tiempo para ello, empleado como estaba siempre, con excepción de unas cuantas veces, en recorrer de noche la ciudad entera, siguiendo a un jefe desconocido y aprehendiendo a pobres diablos, sin saber por qué causa los aprehendía.

Tal era su deber. De día estaba libre, y mejor le parecía rondar por la fonda de una tuerta, vecina suya, o por la tienda de su compadre, que perder el tiempo en informarse de lo que pasaba en las prisiones.

Por otra parte todo es creíble cuando un hombre es inocente.

Bobadilla fue llevado ante una tosca rueda, detrás de la cual se habían levantado, y permanecieron inmóviles, dos nuevos bultos siniestros. Entonces conoció todo el peso de su desdicha, y volvió a caer de hinojos prorrumpiendo en dolorosos gritos.

Uno de los hombres que le ataba las manos por la espalda, se acercó a su oído, y le dijo rápidamente y en voz muy baja:

—Confiesa todo lo que quieran, es peor si callas.

Esto sí lo sabía muy bien el alguacil, y creyó más conveniente podrirse en los subterráneos de la Inquisición, o morir en el palo, que exhalar el último suspiro entre las lentas congojas del potro y del embudo.

—Quiero hablar, señores, dijo.

El clérigo mandó suspender el tormento, y se dispuso a escuchar la declaración de Bobadilla, pero viendo que éste permanecía en silencio, le dijo:

—Hable usted.

—Señor… tartamudeó el otro, no tengo nada que decir a su alteza, porque, como acabo de decir hace un momento, ignoro, podía jurarlo, qué motivo de queja existe contra mi persona; si es cierto que las malas jugadas que varios españoles me han hecho en el curso de mi vida, han llegado a causarme cierto aborrecimiento por algunos de ellos, no es menos cierto que jamás, ni de palabra ni obra… es decir, yo… respeto a todos los señores españoles, y pueden preguntarle a todos, a todos, porque todo el barrio me conoce… y verán si alguna vez he faltado…

—No se le interroga a usted acerca de sus enemistades personales, ni se le juzga por faltas que no incumben a este sagrado tribunal; se trata de un complot, se trata de un proyecto criminal, que tendía no sólo a trastornar la organización actual de los poderes políticos, sino a destruir la fe de Cristo, inmolando a sus propagadores, y sustituirla con los dogmas y los ritos gentílicos que existían con mengua de la humanidad antes de la conquista.

—¿Es decir, se me acusa de judío? respondió Bobadilla, que apenas vislumbraba el sentido en las palabras del clérigo.

—¡No! pero sí de impío, de criminal, de enemigo de la Iglesia y de sus ministros, de Dios y de las autoridades, que son su imagen en la tierra.

—¡Mienten! señor… soy cristiano viejo y…

—¿Vuelve usted a obstinarse?

Bobadilla sintió que el verdugo lo tiraba por una manga, y se contuvo. Reflexionó de nuevo que estaba en el lugar donde se confesaba lo que querían los jueces, y que sería mejor hablar con voz tranquila que en medio de los gemidos arrancados por el tormento.

—Señor, replicó, Dios que mira desde el cielo el fondo de mi corazón, sabe muy bien que guardo aquí el amor y el respeto a su bondad infinita. Ahora, si usted gusta, señor sacerdote, puede usted escribir los cargos que se me hagan, y al pie del escrito pondré la señal de la santa cruz. Confieso y afirmo lo que ustedes gusten.

—A este lugar, dijo el juez medio amostazado, no viene el reo al arbitrio de nuestra voluntad, ni la justicia se sujeta a los caprichos ni al gusto de nadie, ni nosotros gustamos de inventar cargos, ni la mano de la ley se levanta y cae por nuestro gusto. Nuestro gusto sería ver a usted libre de una acusación que hace al culpable un objeto de horror para la humanidad, y de justa cólera para un Dios que así recibe el pago de sus bondades…

—Así lo creo, y agradezco a su reverencia el buen deseo que lo anima por mi salvación. Si he ofendido a su señoría, eche la culpa sólo a mi escaso conocimiento de las palabras…

—No perdamos el tiempo. ¿Esa carta se dirige a usted?

—¿Qué carta?… sí señor.

—¿Usted es Francisco Ponce?

—Sí señor.

—Basta con eso. Puede usted retirarse.

Bobadilla marchó a su calabozo con ese desaliento de un reo que acaba de escuchar su sentencia de muerte. Se dejó caer al suelo, escondiendo el rostro entre las manos y confundiendo sus sollozos con el sonido de las llaves que aseguraban la pesada puerta de su encierro.

V

Pasarían cuatro horas.

Por un cálculo muy simple, Bobadilla conoció que era muy entrada la noche, porque la noche se hacía sentir en aquel sitio con la recrudescencia del frío y un cambio de carácter en el silencio.

Los cerrojos se descorrieron, la puerta volvió a abrirse, y el llavero seguido por otro personaje que llevaba un farol, penetraron hasta llegar a Bobadilla, que creyó ver sobre la cabeza del desconocido, pues tal estaba su imaginación, la fúnebre capucha de un franciscano.

El caballero del farol se inclinó hacia el preso, y con una voz donde pudiera notarse la mezcla de la conmiseración y del respeto, le dijo:

—Amigo mío, ponga usted un término a su aflicción. Ríase usted de los tormentos y de la muerte como de una pesadilla de que acaba usted de despertar en este instante.

—¡Oh! respondió el alguacil incorporándose, ¿han conocido mi inocencia?… ¡Que Dios sea bendito mil veces!…

—Hable usted más bajo, amigo mío, no es éste un lugar, ni la hora es conveniente para entrar en explicaciones. Salgamos.

—¿Adónde vamos, señor?

—A otra prisión…

—¡Cómo!

—A otro lugar donde quede usted fuera del alcance de los inquisidores.

—¡Oh! permítame usted que bese sus manos…

—¡Eh! que no soy más que un simple agente de otra persona, reserve usted sus besos para aquellas manos, donde sentarán mejor que en las mías.

VI

A fines del siglo pasado se veía en el sitio que hoy ocupa la esquina de la calle de López y los Rebeldes, un caserón viejo y denegrido, completamente abandonado.

Su fundador y dueño, don Jorge Villarroel, jesuíta, gran amante de la soledad y del estudio, pasó allí muchos años entregado a las elucubraciones de su espíritu filosófico hasta el año de 67, en que al tener noticia de la repentina expulsión de su orden cayó atacado por horribles convulsiones y exhaló el último suspiro, pronunciando cierto nombre misterioso y perdonando al injustísimo rey Carlos III.

Varias señoras, entre las cuales se contaban algunas más grandes en edad que el jesuita, se presentaron como hijas del difunto a reclamar la casa y otros bienes que completaban la herencia.

No había ejemplo en la historia sagrada ni profana de un patriarca más fecundo que el tal don Jorge Villarroel. Abraham no tuvo tan cuantiosa prole; ni Moctezuma, ni Francisco I, ni Abubeker, tuvieron el número de mujeres que le achacaban al pobre sacerdote.

Llovían sobre la mesa del tribunal los documentos irrecusables de parentesco, y aquellos bribones, que según justificaban eran hijos de un mismo padre, se aborrecían de muerte, y se arrojaban denuestos y miradas insultantes en la calle, en el templo y en el recinto mismo del pretorio.

En cierta ocasión, dos ancianas que pretendían ser esposas legítimas de don Jorge, trabaron una disputa de palabras, y olvidando que se hallaban en presencia del magistrado, vinieron a las manos, derribándose al suelo y dándose terribles calabazadas.

Unos versos latinos hallados entre los papeles del muerto, dieron término a aquel asunto, que iba haciéndose verdaderamente escandaloso.

Eran las confidencias de un infeliz que en el seno del silencio cantaba con la lira de Tíbulo, la irremediable desventura de Abelardo.

«¿Adónde está, decían, la frescura del aura?, ¿adónde el canto de las aves? ¿adónde la hermosura del campo? ¿adónde la dulce luz trémula de los astros?… ¿Qué es bello a mis ojos? ¿ni qué consuelo encontraré, si no me es dado acariciar a esos seres más frescos que la aurora, más armoniosos que las aves, más bellos que los prados, y cuyos ojos brillan con más divina luz que la que mana de las lumbreras celestiales?… No, nada me agrada, nada quiero sino la mar, la mar rugiente y pavorosa como mi espíritu, y a Dios la esperanza infinita, etc. etc.»

Dos facultativos reconocieron a don Jorge, y aseguraron bajo la fe de principios científicos innegables, que el finado no pudo tener nunca más hijos que los de confesión.

—Pues yo no sé cómo será eso, replicó una señora señalando a su hija; será el diablo, pero esta niña debe tener padre.

El fisco alargó el brazo, y recogió como los roleteros hasta el último centavo de Villarroel.

Al cabo de seis meses, la casa fue comprada por un don Alonso de Quesada. Desde entonces, hasta el año de setenta, por espacio de tres años, no cesaron los vecinos de señalarla como el sitio predilecto de fantasmas y de demonios, sitio donde se veían brillar a deshora luces siniestras, y se escuchaban lamentos, martillazos, ruido de cadenas y no se sabe qué otras cosas. Era muy común entonces, que las personas despreocupadas explicasen aquellas consejas achacando el escándalo a los monederos falsos, que tenían grande interés en alejar a los curiosos del sitio de sus oficinas.

Lo cierto es que el malogrado don Alonso de Quesada, amaneció un día suspendido por el cuello a una de las canales de su casa, quedando para siempre en el misterio el motivo de tan tremendo castigo.

No volvieron a encontrarse inquilinos, y ocho años de abandono, los temblores y las lluvias, pusieron aquel edificio en un estado lamentable. Las puertas estaban desvencijadas y cubiertas de telarañas. Los clavos y los cerrojos llenos de herrumbre, las paredes con grietas, donde podía caber el brazo; el cimiento, las canales y sus pretiles atestados de yerba, y la fachada con tres ventanas condenadas surcada por chorreaduras verdinegras como los peñascos de una barranca.

Espiando por una rendija de la puerta, se veía un ancho patio, lleno también de yerbas silvestres que salían por las junturas del empedrado. A mano derecha una escalera, ya en ruinas, terminando en un corredorcillo que se extendía al frente, lleno de macetas, unas con sus hojas marchitas, otras ostentando en aquella miserable soledad, la fragancia y ufanía que en las praderas. Siguiendo el corredor que hemos indicado, se llegaba a una puerta, único paso para todas las piezas, que eran extensas, frías, húmedas, débilmente alumbradas por altas ventanas con alambrado. Las paredes sucias, los techos negros, dejando penetrar por algunos puntos tenues rayos del sol que se perdían en un suelo enladrillado, cubierto de polvo y torcido por hundimientos.

A la hora en que Bobadilla dejaba su prisión, acompañado por el caballero, que sea dicho de paso compraba la libertad del alguacil a fuerza de doblones, varias personas se reunían en la antigua casa del jesuita, en la pieza más lóbrega, para tratar sobre un asunto de peligrosa importancia, se tramaban allí en el seno del misterio, los hilos de una conspiración contra los españoles.

Había entre aquellos conjurados, hombres que treinta y seis años después debían, brillar sobre la frente de muchos célebres caudillos de la independencia, por ejemplo, un Morelos, oriundo de Acapulco, un Galeana, un Ascencio, tal vez abuelos de los héroes de 810.

Acaso éstos atesoraban en sus venas una sangre palpitante con el odio de los conquistadores, trasmitida sin interrupción por corazones de héroes desde Guatimoc y Xicoténcatl.

Había también un Rocafuerte, maestro de escuela, cuyos discursos revelaban un talento muy superior a su destino, y un Lizardi, poeta, que hacía beber a sus hermanos en doradas estrofas el licor hirviente del patriotismo.

Los otros eran, Juan Avendaño, hacendado rico, pero buen ciudadano; Sebastián Pino y Mendoza, joven estudiante de cirujía; Trigueros, escultor; Antonio Bravo, clérigo; Pedro Bustamante, albañil; poca, presidentes ambos en el ayuntamiento de sus pueblos, de grande influencia entre sus conciudadanos; por último, Enrique Felow, José Bear, alias White-head, corsarios y un negro llamado por apodo Asmodeo, valiente, bello y tentador como el príncipe de las tinieblas.

Aquella mezcla de hombres tan diversos, consagrados a la salvación de la patria, simbolizaba la igualdad y la fraternidad que Dios prepara a los siglos de otra época.

Rocafuerte era el alma de aquella conspiración.

A un plan salido de su frente, nadie ponía sino ligeras observaciones, y era el primero que ofrecía su persona para realizar en las combinaciones el pormenor que necesitaba un brazo de buen temple, y un espíritu que no temblase ante ninguna consecuencia, aunque fuera el sacrificio de la vida. Su valor era tan conocido como su elocuencia, y su elocuencia como su desinterés y su amor patrio. Hubiéramos querido conocer su rostro, su estatura, su casa, sus libros, su vida íntima, para pintar su fisonomía sobre estas páginas. No queda sino su nombre, medio borrado en los papeles del tío Blas.

Rocafuerte ganaba la vida en una escuela de Tlalmanalco.

Le acusaron un día con el marqués de Croix, de ser propagador de doctrinas infames y un perverso corruptor de los jóvenes, porque enseñaba, se decía, en los libros escritos por los impíos filósofos de Francia.

Rocafuerte destruyó los libros que lo exponían a la hoguera, y se escapó de las garras de la Inquisición; pero su escuela quedó desierta para siempre, y él expuesto a los horrores de la indigencia.

Últimamente, subsistía trabajando como peón en el desagüe del valle. Así consta.

La noche en que lo presentamos a nuestros lectores, Rocafuerte hablaba con fuego, pero sin pretensiones oratorias, acerca de la lucha que trataban ya contra los ingleses los ciudadanos americanos del Norte.

Presagiaba el triunfo de éstos en Boston, sin intimidarse por la derrota Bunkers-Hill, y veía que sobre la tumba de Montgomery, se levantaba como un astro de libertad, la frente laureada de Washington, se trataba después acerca del estado de los preparativos, y cada uno dio cuenta a los demás sobre los asuntos encomendados a su diligencia.

Bustamante y Lozada, tenían pronto la gente de sus barrios.

Avendaño, tenía ciento cincuenta mil pesos, tan temibles como los puñales, y cien jinetes armados de su hacienda.

Mendoza, el estudiante de cirujía, tenía un cuchillo pronto a practicar sin miedo la amputación de la cabeza que le designaran; Trigueros, enseñaba su cincel de escultor, prometiendo eternizar en el mármol la memoria de los patriotas, y prestaba el juramento de luchar hasta la muerte por la independencia de México.

Bravo, que por un sublime abuso de su ministerio, había arrancado en el confesonario secretos importantes a la esposa del brigadier Villa de Lanzas, abría un tesoro de excelentes aplicaciones al talento revolucionario de Rocafuerte.

Felow y White-head, con el dinero de Avendaño, y las maniobras de Galicia, meterían parque y armas por la frontera.

Asmodeo removería con un relámpago las tinieblas de la esclavitud, y legiones de negros se levantarían con sus puñales, lanzando miradas de exterminio, al solio de los conquistadores.

Don Rafael González Galeana, y Ascencio, estrecharían a los soldados de la insurrección, entre las líneas matemáticas del arte, para dirigirlos a la victoria.

Quedaba Popoca. Se levantó y dijo:

—Señores, soy bastante viejo, tengo placer en observar, y he pasado la vida estudiando las probabilidades y la oportunidad de un golpe de mano. He visto que hay patriotas, y que esos patriotas son de tal temple, que si no temiera lastimar la modestia de los que me rodean, diría que son el mismo, genio del valor, de la virtud y de la inteligencia. Pero he visto también que esos hombres son en el seno de las ciudades, lo que esos astros llenos de brillo, que brillan solos en el fondo de un cielo cubierto de sombras. Conozco a cada uno de ustedes, los veo, y siento una admiración mezclada de júbilo y de envidia, y creo en ustedes, en ustedes nomás, sin alucinarme con la esperanza de un pueblo entero de patriotas…

Se detuvo un momento el anciano ante un murmullo de los circunstantes. Después continuó:

—En fin, señores, no sería extraño que yo me equivocara, o que ustedes tomasen a mal una palabra que va un poco más allá de mi pensamiento. Quise decir que desconfiásemos del pueblo de los arrabales, y de una fe comprada con el oro a los que son desde que nacen enemigos a muerte de todos nosotros. Es decir esos soldados del virrey…

Pues bien, señores, una gente más numerosa que los soldados de Asmodeo, más atrevida que los léperos de Lozada, más obediente que los rancheros de Avendaño, y con el amor puro de la libertad, el noble desinterés de todos ustedes, deberá ser el brazo en que depositemos el éxito de un combate donde se juega el destino de un pueblo y los principios de la humanidad.

Renunciemos, señores, a esas peligrosas alianzas de gente estúpida y fanatizada, que un día pregonará el secreto de la conjuración, y pondrá sus puestos junto a nuestras horcas y perseguirá a pedradas nuestros cadáveres, vitoreando al virrey, y mofándose de nuestro patriotismo como de una locura.

¡No! nos arrojemos en el seno del pueblo, del verdadero pueblo que aun conserva en su alma el calor de las generaciones muertas al filo de la espada de Cortés, y bendecidas desde lo alto por la mirada de Huitzilopoztli.

—Admito, dijo Rocafuerte, pero ese hombre maravilloso, ese talismán vivo, que según usted le bastaría dar a conocer entre las tribus para levantarlas y conducirlas a la lucha; ese hombre que usted ha prometido buscar…

—Ese hombre, replicó Popoca, lo he buscado, y acabo de encontrarlo.

Toda la asamblea se puso en pie al escuchar estas últimas palabras. En efecto, Popoca había revelado a sus amigos la existencia de una logia de que él era el jefe, logia precedida por otras muchas, que desde Xicoténcatl venían trabajando por la independencia de México.

Había revelado también la historia de una esmeralda que llevaban todos los descendientes de Tízoc, y que era el signo por el que los indios conocerían, según sus propias tradiciones, al caudillo que debían obedecer como representante de sus emperadores. Habló del prestigio que había rodeado a todos los que poseyeron la dicha esmeralda, y del entusiasmo que siempre despertaron entre aquellas gentes tan respetuosas con sus recuerdos.

—Señores, añadió Popoca, esa esmeralda fue robada por los agentes del Gobierno el día que apareció muerto Ponce, dejando por fortuna un hijo, que hoy es el último descendiente de la desventurada Xóchitl. Mi padre compró con un caudal esa esmeralda donde están impresos los labios de tantos seres desgraciados e ilustres. Yo vigilé al heredero de Tízoc, para entregarle esa piedra, cuyo color marcaba la esperanza de los corazones que sintió latir por la patria… después perdí de vista a Francisco durante cuarenta años por culpa de los que ya pagaron su trascendental descuido. Pero Francisco lleva dos señales que no me dejan duda acerca de su identidad con el hijo de Rosaura; dos señales que unidas, lo harán reconocer por todos mis conciudadanos: son su nombre y las huellas que el puñal del asesino dejó grabadas en su garganta.

Hace ocho días supe casualmente que la Inquisición juzgaba a un reo, cuyo nombre me hizo estremecer.

Señores, ese hombre marcado por el destino con el sello de la gloria, ese hombre a quien le bastará enseñar una de sus lágrimas para insurreccionar a toda la raza de Guatimotzin, ese brazo que será invencible, ese nombre que será una bandera, ese Francisco… yo lo tengo, yo lo he encontrado en el seno de la pobreza y de la ignorancia; pero no importa, nos bastan su nombre y su presencia para el éxito de la revolución…

VII

En la noche siguiente se presentó Popoca ante los conjurados, llevando por la mano al alguacil Francisco Bobadilla. Éste quedó mudo de asombro al escuchar las felicitaciones y los discursos de aquellos personajes a quienes conocía de nombre, por su riqueza, su valor, su talento, su saber, su influencia o su posición social.

Llegó al colmo su fascinación cuando le presentaron un árbol genealógico, donde pudo ver que las ramas de su ilustre prosapia se enlazaban por medio de Tizoctzin, con los troncos seculares de Acamipich, Pinahuitzin y Tlacahuepantzin.

Bobadilla, que no supo nunca quiénes fueron los autores de sus días, escuchó con emoción creciente la historia de Rosaura, del artista y la del infeliz Genaro Vilches, muerto de tristeza y de miseria en una roca de las Antillas; después dijo:

—¿Y sus mercedes tendrán la bondad de decirme si vive todavía mi madre Petrita?

—¡Oh! exclamó Popoca, esa segunda madre tuya te abandonó muy niño para marchar al lado de su esposo, tal vez duerme con él debajo de la tierra… pero nada temas, tu horfandad cesa desde este instante…

Después dio a Bobadilla los papeles cuya copia hemos tenido a la vista para contar a nuestros lectores la historia de Xóchitl y sus nietos. Le explicó cómo los agentes de la Inquisición, penetrando a la casa de Petrita el mismo día que ésta partió para San Salvador, hallaron las cartas de Genaro, entre las cuales iba la que el alguacil oyó leer al juez del Santo Oficio.

La infancia de Francisco Bobadilla se acomodaba perfectamente a la del hijo del artista, pues abandonado a los siete años vagó como un mendigo hasta la edad en que pudo subsistir por sí mismo, buscando la vida por diversos pueblos no muy lejanos de la capital. Y tal era la vida que Popoca suponía a ese huérfano que escapó a la vigilancia de sus agentes.

Nada quedaba, pues, por indagar, cuando las únicas señales que denunciaban al hombre del destino existían en Bobadilla. Si éste no recordaba nada de sus primeros años, era natural, por ser tan cortos cuando el alguacil quedó abandonado.

Ciertas respuestas vagas que éste dio sin saber lo que le preguntaban, acabaron de convencer al anciano Popoca de que tenía en sus manos al hijo del artista.

En consecuencia, Bobadilla recibió también la esmeralda, y todos convinieron en presentarlo al otro día en la logia de los indios, vestido con el traje de los guerreros aztecas, y llevando al cuello la piedra, que era el cetro de aquel reino misterioso.

VIII

Bobadilla fue ocultado en la casa de uno de los conjurados, Bravo, que lo alojó en un magnífico aposento. El alguacil dudaba, pero conforme con su suerte, dejó que aquel sueño venturoso lo envolviera en su dorado velo. Pensó en sus hijos; una palabra sola bastó para que Bravo mandara buenos auxilios a Desideria, que solo supo se los enviaba su marido, sin poder recabar una palabra más tocante a la suerte de Bobadilla.

Sin embargo, a fuerza de súplicas y de protestas llegó a conseguir el alguacil que su esposa, con la mayor reserva, entrase a visitarlo. Desde entonces fue Desideria conocedora del secreto.

IX

Pasemos ahora a conocer a un nuevo personaje.

Serían las seis y media de la tarde del 28 de febrero de 1775.

Una sombra majestuosa como la del mar comenzaba a difundirse por los ámbitos del templo de San Francisco, envolviendo los altares y la base de las columnas en un manto donde apenas llegaba el tibio resplandor que penetraba por las bóvedas.

Parecía que el silencio vagaba por las naves, extinguiendo los últimos ecos de las pisadas de los fieles.

Era religiosa la inmovilidad de las lámparas. Su cadena se dilataba por la altura como el suspiro de una alma contrita, y el santo, reclinado en los cristales de su nicho, clavaba una mirada triste en, la lucesilla agonizante que ardía enfrente de sus pies.

Era imposible figurarse que en aquella soledad sepulcral se atreviera a permanecer un ser viviente, y sin embargo, en la penumbra de un arco de la nave y en el fondo de un confesionario estaba un hombre, un fraile con el rostro cubierto por la capucha, dejando ver apenas sus labios agitados por la oración.

Después retumbaron en el pavimento lentas pisadas, y una mujer fue a postrarse junto al confesionario, donde estaba el fraile.

—Señor, dijo la mujer con voz más alta, después de haber hablado algún tiempo con el sigilo de la confesión: tengo aquí en mi corazón un peso que lo mortifica, y un secreto que lo hace temblar de espanto.

—¿Sí?… ¿y qué secreto es ese? preguntó el fraile con cierto menosprecio.

—Yo sé, padre mío, que la santa Iglesia y Dios nos mandan sacrificar lo más querido por evitar la perdición de una alma. Pero ignoro si en lugar de una obra meritoria he cometido una fealdad…

—Adelante… ¿qué has hecho?

—Yo, padre, temo a Dios, y respeto en la sagrada Inquisición, su brazo levantado siempre contra los enemigos de la fe cristiana… Y quiere usted decirme padre ¿no es un crimen callar cuando se sabe que callando se protege la maldad y se alienta al enemigo de la religión?

—¡Oh! ciertamente.

—Pues bien, padre mío, yo conozco dónde se oculta la maldad, y conozco a los enemigos que preparan la ruina de la religión…

—¿Sí?…

—Sí padre, y la del reino.

—¿Y quiénes son?…

—¡Oh! no los conozco a todos pero sí sus nombres, sé donde se juntan, qué piensan y lo que se imaginan.

El fraile tomó cierta postura cómoda para escuchar el fin de un asunto que iba excitando su interés. La penitente continuó:

—Sé padre mío, que existe una conspiración lo más terrible, lo más abominable que pueden inventar los espíritus ciegos a la luz de la verdad eterna, ¡oh!… y lo peor es que han arrastrado a mi marido, y que Dios lo castigará en su esposa y sus hijos si yo no evito que siga el camino de la condenación. ¿Pero no estará loco, padre?

—Explícate más, hija…

—Le han hecho creer que es un príncipe.

—¿Príncipe?

—Sí, padre.

—¿Quién es tu esposo?

—Francisco Trinidad Bobadilla.

—¿Francisco?…

—Sí, padre, pero se ha quitado el apellido. Le dicen Poncio… Francisco Poncio.

—¿No será Ponce?

—Sí, padre, creo que sí.

—Ya te escucho, hija.

—Pues bien, señor… yo creo que tiene vuelto el juicio, pues no habla sino de sus abuelos que eran nobles, y de no sé qué Rosauras y Genaros y Camapichos, y quién sabe cuántas cosas de una esmeralda.

—Adelante, exclamó el fraile con tal acento de severidad, que hizo estremecer a Desideria. Ésta procuró abreviar su relato.

—Diré, señor, en una palabra, que existe una conspiración, que la he denunciado…

—¿Sí? ¿cuándo?… ¿cómo?… ¿a qué hora? volvió a exclamar el fraile saliendo casi de su asiento. Pero después recobrando su serenidad, repitió la pregunta con voz más calmada.

—Ahora mismo, respondió la mujer, vengo de la Inquisición, padre; le dejé el aviso a un sacerdote, que fue inmediatamente a dar parte al arzobispo…

—¿Y sabes dónde estarán los conjurados?

—Sí, señor, ahora que están juntos aproveché la oportunidad…

—¿Y a dónde están? pregunto…

—En la casa de Villarroel, aquí adelante…

—Bien hija, respondió el fraile, poniéndose en pie con una visible agitación, corre al instante al tribunal del Santo Oficio, y espérame allí hasta que yo vaya… pero aprisa… ve, porque es importante que paremos el golpe…

Desideria casi arrastrada por aquella voz y aquellos ademanes salió a escape del templo, y tomó la dirección de Santo Domingo.

—¡Corramos a salvarlos! exclamó el padre, saliendo tras de Desideria.

X

Si el lector gusta dar unos cuantos pasos, lo llevaremos a casa del jesuita, para que presencie una de las últimas escenas de esta verídica historia.

Daban las siete de la noche. El barrio de San Francisco estaba solitario; en la casa de Villarroel, reinaba entre los conjurados una notable agitación. Un personaje, el mismo que hemos visto entrar con el llavero al calabozo de Francisco, estaba en pie, rodeado por las otras personas que escuchaban con febril ansiedad cada una de sus palabras.

—Señor, decía, yo estaba en la puerta con el padre González de Balcárcel, y esa mujer ha llegado a revelarle nuestros secretos, yo procuré disimular mi turbación, quise también disuadir a ese fanático, y poner en duda las aserciones de esa vieja; pero Balcárcel no escuchó sino la voz de su terror, y se apartó de mí, corriendo en dirección de la casa de Ricardo para llevarle la denuncia. Señores, el diablo se ha llevado nuestra esperanza cuando estaba tan próxima de realizarse. No queda más que pensar en nuestra salvación. Hace una hora que hemos sido vendidos, y los esbirros de la Inquisición y del virrey se aproximan, si es que no están ya apostados por nuestra puerta.

Un rugido de indignación partió del seno de los conjurados, y varios brazos se levantaron blandiendo la hoja de relucientes puñales.

En este momento se abrió de golpe una de las puertas, y apareció un hombre pálido y agitado. Era Bravo.

—Señores, exclamó poniéndose en medio de todos y volviéndose a todos sucesivamente, estamos vendidos. Huyamos… o dispongámonos a vender cara nuestra vida. Un fraile nos ha denunciado, y ese fraile seguido a lo lejos por un piquete de provinciales, procura en ese instante forzar la puerta que da sobre la calle.

—Señores, dijo Rocafuerte, la patria necesita de todos ustedes, y es preciso conservar para ella nuestra vida. No ensayemos la resistencia sino en caso de que sea imposible salvarnos. Pero todavía es tiempo. Debajo de la escalera hay una salida. Marchemos.

A estas palabras, se lanzaron todos por una puerta estrecha que daba al corredor, cuando un estruendo seguido de un grito de satisfacción, se dejó oír por el fondo del patio.

—Aquí están ya, dijo Felow con voz serena, y amartillando su pistola.

Rocafuerte amartilló la suya, y tomando la postura resuelta de un combatiente, gritó:

—Señores, ¡viva la independencia!

Este grito se reprodujo por cien voces, como los ecos de un canto de guerra.

—Silencio, señores, exclamó una voz desconocida que dominó el tumulto.

Entonces se vio aparecer en la escalera una sombra.

Felow se adelantó hacia ella, y disparó su pistola.

El arma no dio fuego, pero a la irradiación de un puñado de chispas que despidió la piedra de la llave, se vio que la sombra era un fraile, y que ese fraile sujetaba el brazo de Felow.

Éste, con la otra mano, desprendió de su cintura otra pistola.

Sonó un tiro, y el fraile rodó gimiendo hasta los últimos peldaños.

Todo quedó en silencio, los conjurados esperaron con la palpitación del combate, que aparecieran los esbirros, para lanzarse con pistola en mano a buscar una muerte menos oprobiosa que la del cadalso.

Pasaron diez minutos, nadie aparecía.

—Señores, dijo Bravo, aprovechemos el momento; acordaos de las palabras de Rocafuerte.

—¡Huyamos, huyamos! gritó este último.

Todos Se precipitaron tras él, brincando sobre el cuerpo del fraile que aún parecía moverse, y desaparecieron, por debajo de la escalera, hundiéndose en la oscuridad como en un abismo.

XI

A este tiempo, la puerta de la calle dio paso a un grupo de alguaciles y de milicianos que inundaron el patio, y se dispersaron por todas partes haciendo brillar las armas y las linternas.

Venía capitaneado por Oliverio Carbajal, uno de los policías más astutos y más valientes de aquel tiempo.

Carbajal se detuvo ante el cadáver del fraile, y lanzó una exclamación de asombro:

—¡Dios mío! dijo después, el padre don… ¿qué hace aquí?… ¡un médico!… pronto… respira todavía.

—¡Por aquí! ¡por aquí! gritaron varias voces en el corredor, donde los alguaciles pugnaban por abrir una puerta.

Oliverio se lanzó con varios soldados en dirección de aquellos gritos.

—Aquí hay gente, le dijeron.

En efecto por las rendijas de la puerta se veía luz, y alguien atrancando por dentro se oponía a la entrada de los alguaciles.

—¡Vive Cristo! exclamó Carbajal, quitándose el capote, no es la puerta de los infiernos; cárguense todos.

Dichas estas palabras, la puerta dio un crujido, sus dos hojas se abrieron con un azote, y cinco alguaciles y Oliverio rodaron por enmedio de la pieza dando un grito de cólera.

Al levantarse, vieron en un ángulo del cuarto, y a la luz de una vela puesta en el suelo, a un hombre, a un fantasma, a un ser que parecía la sombra de Guautimoc, en pie, inmóvil, con el penacho del guerrero, y blandiendo en su brazo la macana que resonó en el casco de los conquistadores. Aquél que aparecía con la pompa de Xicoténcatl, era Francisco Bobadilla, que debía ser presentado esa noche en las logias de los indios. Era Bobadilla, que al escuchar la pistola de Felow, había buscado un lugar de salvación, ocultándose en aquella pieza defendida por sus compañeros. Era Bobadilla, que trémulo de espanto, esperaba allí como el gamo acorralado por los perros.

—Prendan a ese hombre, dijo Carbajal señalándolo con la punta de su espada.

—¡Atrás! gritó Bobadilla, y dando un paso hacia adelante oprimió su macana, y lanzó a los alguaciles una mirada que nunca se había visto en sus ojos.

Los corchetes retrocedieron.

—¿Cómo es eso? exclamó Carbajal, ¿se atreve usted a resistir a la justicia?… ¡a ver ese garrote!

Diciendo esto, se acercó a Bobadilla con la resolución de desarmarlo, pero éste lo contuvo, y dijo con un acento solemne:

—¡Atrás! nadie toque al hijo de Tlacahuepantzin. ¡Miserables! yo lucho por la libertad de ustedes, pero si ustedes llevan su ingratitud hasta el grado de querer entregarme al Santo Oficio, juro por Dios vivo, que la sangre ilustre que corre por mis venas se mezclará en éste lugar con la de ustedes, antes de consentir que se me toque un solo pelo. Yo mostraré que soy digno de mi pueblo y de mis antepasados…

—¡Eh! borracho, replicó Carbajal, dese por preso y quítese de disputas. Vamos, continuó; poniendo la mano sobre Bobadilla, a ver ese palo.

—Téngalo… dijo Bobadilla con una de esas palabras enérgicas que no es permitido referir.

Casi al mismo tiempo resonó un golpe seco; Carbajal vaciló como un ebrio, y tropezando con los pliegues de su capa, fue a caer a los pies de sus alguaciles, que lanzaron un grito de rabia.

Bobadilla con un furor extraño a su carácter, inspirado tal vez por el recuerdo de su calabozo, no esperó que lo acometiera la turba, sino que levantando de nuevo su terrible macana, cerró con los soldados de la fe, sin darles el tiempo necesario para organizar la defensa.

Fue tal su acometida, tan redoblados, tan certeros los golpes de su brazo, y tal la sorpresa de los alguaciles, que pudo abrirse paso, ganar la puerta y escapar en dirección de la escalera.

Aquí llegaba, cuando sonó por sus espaldas la detonación de un arcabuz… Bobadilla rodó por la escalera con el cráneo hecho trizas, y fue a caer sobre las lozas, que un momento antes humedeciera el fraile con su capucha ensangrentada.

XII

Así concluyó la existencia del alguacil Francisco Trinidad Lupe Churrigay y Bobadilla.

Se ha dicho que éste se dejó matar por miedo, que solo acometió por libertarse de lo que le esperaba en los calabozos de la Inquisición… ¡Infames! así es como pretenden defraudar la gloria al que probó que su pensamiento estaba fijo en la patria, cuando arrojaba en la faz de sus perseguidores estas palabras:

«Yo lucho por la libertad… yo mostraré que soy digno de mi pueblo y de mis antepasados.»

Si Bobadilla es un hombre demasiado insignificante a la altiva mirada de la historia: si ésta, fija siempre en el solio de los tiranos, escucha apenas el grito de emancipación que un hombre del pueblo lanza a la posteridad desde las puertas de la tumba; nosotros, humildes narradores de su oscura gloria, parecidos a esos dolientes que siguen en silencio el ataúd de un pobre amigo, sin más pompa que sus lágrimas, ni más luto que su dolor profundo, seguiremos solos el ignorado nombre de ese alguacil, para ceñirlo con la corona que la libertad teje a la frente de sus mártires.

XIII

Con todo, como vamos a verlo, Bobadilla no era el hombre del destino.

Una hora después de la escena que acabamos de presenciar, y en tanto que Oliverio ya repuesto del golpe, daba sus órdenes para registrar todas las casas contiguas con la de Villarroel. se abrían las puertas del convento de San Francisco para dar paso a una camilla de donde salían débiles gemidos.

—¿Qué es esto? dijo el lego que abrió las puertas.

—Es fray Francisco… repuso un embozado, viene gravemente herido, ¿por dónde está su celda?…

—¿Pero dónde?… ¿cómo ha sido eso?…

—Después veremos; guíe usted sin tardanza.

Cuando llegaban por los corredores del primer patio del convento, un fraile que se paseaba meditando por aquel sitio, se acercó lleno de alarma, preguntando a todos qué traían y el nombre de aquél cuyos gemidos no cesaban de oírse. Cuando oyó pronunciar el del padre Tízoc, descubrió la camilla, y no pudo ahogar un grito de sentimiento:

—¡Oh! dijo, voy a dar parte… y corrió desapareciendo por el fondo del claustro.

Poco después el padre Tízoc se hallaba desmayado en su lecho, rodeado por toda la comunidad. Todos los rostros tenían el sello de la duda y de la pesadumbre. Todos clavaban su mirada ya en el padre, ya en la frente de un hombre que con reloj en la mano, contaba sobre el pulso del herido los callados pasos de la muerte.

El médico pareció meditar un instante; después se retiró con uno de los frailes hacia el fondo del aposento, y le dijo algunas palabras en voz baja. Después se despidió.

Casi todos salieron en pos de él para escuchar el fallo de la ciencia.

Quedémonos nosotros junto al moribundo, para recoger sus últimas palabras.

Acababa de abrir los ojos; sus labios se movían articulando trabajosamente un nombre.

El único fraile que había quedado en la estancia se acercó al herido, y le dijo con afligida ternura:

—Aquí estoy, Francisco…

Éste tendió una mano y atrajo por las suyas al fraile hasta tocarse las mejillas.

—Escúchame, Rafael, dijo después con tal debilidad que sólo el fraile podía oírlo. Tú has sido el amigo de mi infancia, el compañero de mis infortunios, el depositario de mis secretos…

—Sí, hermano mío…

—Te ruego que veles por mi hijo… todavía es muy joven, y puede perderse… no quiero tampoco… no quiero quede expuesto a los trabajos que nos han perseguido a nosotros… Ahí, en el cajón de mi mesa, está el único bien que puedo dejarle… es la escritura de la casa en que vive, el retrato de mi madre Rosaura… algunos papeles, que revelando a Blas su origen y su alto destino, le enseñen a sacrificarse por el bien de la patria… ¡Dios mío!

—¡Qué! ¿te sientes malo?… ¡Francisco!…

—No… no… me pasa… no es nada…

El padre Tízoc permaneció algunos instantes respirando con la agitación del que ha dado una carrera; luego continuó:

—¡Oh! mi pobre Blas… ¡pobre hijo mío!… dile que muero bendiciéndolo, tú, que eres un santo, bendícelo… ¿qué lloras?…

—¿Cómo no?… replicó el fraile con su voz varonil destemplada por el llanto, hablas con un lenguaje… no parece sino que te despides… ¿Qué tiene que ver Blas, ni a qué viene afligirse cuando se trata de una herida que cerrará mañana? ¡Bah! ¡estás fresco!…

—¡Dios mío! ¡me muero! aire…, aire…, gritó el padre Tízoc soltando la mano de Rafael, se rasgó el cuello de la camisa y dejando ver en su garganta unas profundas cicatrices, por Dios santo… bendíceme.

El padre Rafael cayó de rodillas junto al lecho, y escondió la cabeza entre las ropas de Tízoc. A este tiempo, atraídos por los gritos, entraron en confusión todos los frailes y el doctor, que aun estaba con ellos.

Este último se acercó a la cabecera del enfermo; los frailes se arrodillaron.

El padre Tízoc cesó de agitarse. Entonces comenzó la agonía.

El rostro venerable y hermoso del herido tomó el pálido perfil y la inmovilidad terrífica de la hora del Señor. Su boca entreabierta dejaba escapar por intervalos un rumor sordo que iba extinguiéndose gradualmente.

También la flama de la vela que reflejaba sobre sus pupilas, iba perdiendo el brillo con la lentitud de un astro que palidece.

La triste oración de la agonía se levantó del grupo de los frailes arrodillados, y llegaba al lecho de Tízoc, murmurando como el aire frío de los cementerios. Ya en. la torre sonaba de cuando en cuando la campana, repitiendo las horas de la eternidad.

Por fin, el médico dio un paso hacia atrás e inclinó su cabeza.

El padre Tízoc dio un suspiro, sus ojos se volvieron al cielo como siguiendo al alma que partía, y su cuerpo se alargó tomando de una vez la postura del sueño eterno…

XIV

El padre Rafael realizó las últimas disposiciones de su compañero. Mandó a Blas un paquete con los papeles de Tízoc, y una carta donde arrojaba el nombre de Balcárcel a la execración del joven, pintando al denunciante de la conjuración como la sola causa de todos los desastres.

La dicha carta refería también las últimas palabras del moribundo, y después de otras cosas concluía con este párrafo:

«El día que llegaban las cartas del señor Genaro, tu padre estaba muy lejos del hogar.—Petra partió.—Se supo que la casa abandonada era la del célebre rebelde Genaro Vilches, y la mano de los alguaciles forzó las puertas, y entregó a la confiscación hasta los últimos trebejos.—Aquella esmeralda cayó en poder del fisco; pero las cartas del señor Genaro fueron llevadas a la Inquisición, y desde entonces, hasta el día, buscaron con feroz empeño a ese joven Francisco, tu padre, cuyo origen, cuyo poder, no permitía poner en duda que sería un enemigo terrible de la dominación española.—Aquella esmeralda, por una sucesión de acontecimientos que sería largo referirte, llegó al poder del maestro Roca-fuerte, que hoy, víctima de un engaño, mezcla sus lágrimas con las que vierto sobre los restos de tu padre.—Hijo mío, recibe esa esmeralda como el grito que desde Xicoténcatl viene repitiendo, sobre las tumbas de tus abuelos un eco de venganza.—Allá en un tiempo inmemorial, un sacerdote azteca, rompiendo el collar de un muerto ilustre, repartió a tres guerreros tres piedras, que son la prenda de un juramento. El sacerdote dijo estas palabras proféticas: Esas esmeraldas las iréis legando a vuestros hijos; y cuando todos hayan desaparecido, el último de las generaciones que llegue a reunir las tres piedras preciosas, asistirá a la última batalla, y morirá en la noche que preceda a ese gran día de la independencia de México. Si no tenéis sucesión, el último de vosotros que quede en la lucha, verá a la patria independiente

XV

Se cuenta que Desideria murió de mala muerte. Si el caballo que la atropelló fue precisamente el del tío Blas, no lo sabemos con certeza; pero no sería la última vez: el Señor habla a los mortales en este idioma terrible de su alta justicia.

Luego que Jacinto acabó de leer el manuscrito, plegó el ceño y concentró sus pensamientos, recorriendo los eslabones todos de aquella historia, en, la sucesión trágica de los personajes de su familia.

El mancebo comprendió su misión; pero se propuso contrariarla, llevado de sus instintos depravados: pensó que el destino encomendaba a sus armas hasta la suerte de la patria: en su sed de venganza se creía dichoso en poder sacrificar al menos una generación:

—Esta esmeralda, decía el miserable, no podrán arrancármela, y la predicción no podrá realizarse; la revolución está en mis manos; yo puedo sentenciar a mis enemigos, ellos no verán el triunfo de sus ideas.

Mientras no se reúnan en un solo individuo estas piedras, todo será sangre y horrores; estoy en una atmósfera de muerte y de exterminio; yo llevaré a la tumba el misterio de esta inesperada revelación… ¡estoy vengado!

Abrió el escapulario, contempló algunos minutos la esmeralda como el talismán de la grande obra, y lo volvió a guardar como un amuleto.

Después acercó al fuego los papeles, y fijó su tenaz mirada en la siniestra llama hasta verlos convertirse en cenizas, que arrebató después el aire de la noche.

Se sucedieron las tinieblas, más densas después del resplandor del fuego, y aquel personaje quedó envuelto en la sombra, como el ser humano en las nieblas profundas de su destino.

Capítulo V. De cómo el cura Morelos dio un segundo garrotazo al comandante «Garrote»

De cómo el cura Morelos dio un segundo garrotazo al comandante Garrote

I

La hacienda de Chichuhualco estaba de fiesta: los señores de la finca recibían al generalísimo de la Independencia don José María Morelos, que se había adelantado lleno de inquietud, sabiendo que los realistas de Chilpancingo estaban próximos a dar un golpe a la fuerza enviada en busca de recursos a la casa de los Bravo.

Morelos llegó a los dos días de la victoria, y se hicieron grandes demostraciones al recibir a tan ilustre huésped.

Todo respiraba alegría y entusiasmo; los trabajadores se habían adelantado un cuarto de legua con banderas y músicas, y la finca estaba adornada al uso de aquellos tiempos.

Galeana y Piedra-Santa, los oficiales más queridos del caudillo, le estrecharon con efusión, y los Bravo fueron saludados por el general con aquella admiración con que Morelos distinguía a los valientes.

—Señores, decía el cura, es necesario aprovecharnos de la victoria; esta misma noche estaré sobre Chilpancingo.

Un aplauso unánime y un grito de entusiasmo respondió a las palabras del caudillo.

—Nunca he dudado del porvenir, continuó Morelos; pero al estar en presencia de tan buenos patriotas, se aviva mi fe por el completo triunfo de nuestras armas: ¡Dios está con nosotros!

—Con tan bravo general, dijo don Leonardo, iremos como Hidalgo, hasta la capital del reino.

—Muy bien, contestó Morelos, tendiendo su mano a Bravo, que éste estrechó con efusión.

—Pasaremos revista a nuestros soldados.

—Sí, dijo Morelos, eso es lo que importa, en cuanto a los enemigos, nunca he cuidado de saber su número.

Cuando un caudillo muestra un desprecio tan grande hacia las huestes a quienes va a combatir, los soldados cobran aliento y se sienten desde luego superiores a su adversario.

Galeana salió inmediatamente, y a los pocos minutos la tropa estaba formada.

Los dependientes de la hacienda perfectamente montados, esperaban órdenes para tomar la vanguardia.

El cura salió rodeado de sus oficiales, y recorrió las filas de sus soldados, que no cesaban de victorearle.

—Bien, bien, ya veremos; mañana al amanecer ya habremos disparado nuestras armas, y Chilpancingo será nuestro: señores oficiales, mañana daréis rancho en la ciudad.

Se organizaron los batallones, y comenzó el desfile en el mayor orden: Galeana mandaba la vanguardia, que al trote se echó sobre el camino, por si el enemigo preparaba alguna emboscada.

Morelos se detuvo en la hacienda con su estado mayor.

Luego que vio alejarse a sus soldados, llamó a los cuatro hermanos Bravo para ponerlos al tanto de la revolución.

—Señores, les dijo, estamos en un gran conflicto, una desgracia espantosa, increíble, acaba de tener lugar en Chihuahua.

Los hermanos palidecieron.

—El señor cura Hidalgo, Allende, Jiménez y todos nuestros más queridos compañeros han sido fusilados.

Aquellas almas nobles y generosas no pudieron contener su llanto al escuchar tan terrible nueva.

Morelos estaba sereno como la justicia de Dios.

—Señores, las sombras de los mártires están delante de la revolución, estas escenas de sangre, serán el espectáculo favorito, el perpetuo horizonte sobre el mar inquieto que atravesamos… el destino ha puesto a su vez en nuestras manos el rayo, y lo lanzaremos sobre la frente de nuestros enemigos con la calma de nuestra conciencia.

Dice un historiador, que el aspecto de Morelos, determinaba su carácter: un rostro torbo y ceñudo; inalterable en todas circunstancias, era la expresión de aquella crueldad calculada, con que fríamente volvió sangre por sangre, y pagó a sus enemigos centuplicados los males que de ellos recibió.

Aquella frente no se inclinó ni ante el patíbulo.

—Señor, dijo don Leonardo Bravo, es necesario levantar la revolución que agoniza, el prestigio de usted es solamente capaz de esta grande obra, todo ese torrente vendrá a buscar un sitio donde precipitarse; nosotros recibiremos los restos de un ejército que debe estar desmoralizado con la pérdida de sus caudillos… nunca como ahora corre un gran peligro la causa que defendemos… ¡Hidalgo nos ha enseñado a morir!

—¡Muramos! exclamaron a un tiempo aquellos cinco personajes, y todos llevaron la mano a la empuñadura de sus aceros.

—Señores, dijo Morelos, estas montañas serán el asilo de la libertad, aquí combatiremos sin tregua hasta morir, legando una historia de heroicidad a nuestros hijos.

—Sí exclamó el joven don Nicolás, nosotros pondremos los cimientos del edificio, hagamos comprender a México que somos hermanos de los hombres del Monte de las Cruces y Granaditas.

—Sea, dijo Morelos, y en marcha, mañana tomaré cuarteles en Chilpancingo.

Se oyó a pocos momentos el ruido de las espadas y el relincho de los caballos que impacientes esperaban el momento de la partida; las mujeres y los niños de la Hacienda de Chichihualco, lloraban al ver alejarse a sus amos, mientras la familia de los Bravo salía acompañada del coronel Piedra-Santa a tomar asilo en la cueva de Michapa.

II

El 24 de mayo al amanecer, Galeana penetró en la vanguardia del ejército de Chilpancingo, que como saben nuestros lectores, estaba abandonado por la fuga del desgraciado comandante Garrote.

La población en masa salió a recibir a Morelos, y aquella ciudad, cuna de los Bravo, recibió en medio del más puro regocijo, el primer rayo de ese sol que había estado durante tres siglos sepultado en las nieblas de la conquista.

—Señores, dijo Morelos, marchemos sobre Tixtla, vamos en pos del enemigo, que es necesario encontrarle.

Dos horas de descanso a la tropa, continuó su marcha con el inmortal Galeana siempre a la cabeza, como el primer soldado de los combates.

La nobilísima ciudad de Tixtesla, entonces uno de los pueblos más competente de aquellas comarcas, dio asilo a los realistas, que se pusieron en tren de batalla, tomando las alturas del Calvario, que es un cerro que domina la población, y practicando operaciones de defensa en el perímetro de la ciudad.

El comandante Garrote cedió el mando de sus dispersos, y se convirtió en espectador, porque en la derrota había perdido hasta los bigotes.

—Señor cura Mayol, decía Garrote hablando con un clérigo que era la crema de los realistas, aquí no se tiene idea de lo que son los insurgentes, no he visto canalla más endiablada: figúrese usted que tienen pacto con el diablo, que hoy están aquí, mañana acullá, después en la punta de un cerro, más tarde en el valle, luego en la montaña; vamos, que no se puede tener un momento de reposo con ellos… yo estoy temblando, positivamente nervioso; como que debido a mi caballo y a mi valor personal pude escaparme de sus garras… si he caído en sus uñas no me queda en su lugar ni la lengua.

—Señor comandante, usted ha perdido la moral; yo la conservo intacta, porque tengo armas invencibles.

—Podía usted proporcionarme alguna, porque temo mucho que esa gente se descuelgue por estos terrenos cuando menos se piense.

—Usted no se burle, señor mío; mis armas son las de la Iglesia, si me revisto soy invulnerable, el demonio no se atreverá contra los ministros de la Iglesia.

—Señor cura Mayol, no se descuide su merced, porque de cura a cura…

—¡Ea! calle usted hombre de Dios.

Un tercer personaje tomó parte en el diálogo: era Pepe Gago, el español aquel que había engañado a Morelos ofreciéndole entregar el castillo de Acapulco, en esa noche en que víctimas de su traición, murieron tantos insurgentes.

—¿Se trata de Morelos? preguntó Gago.

—Sí, señor, contestó Garrote, esa es la conversación del día.

—Ese hereje me tiene sin cuidado, seguro estoy de que no se atreverá, que digo a atacar, ni aun acercarse a la plaza.

—Eso digo yo, respondió Garrote, aquí la pasará mal, estamos fortificados hasta los dientes, y ¡ay! de los que osen combatir con nuestros valientes.

—Señor de Garrote, dijo el cura, no era esa precisamente la opinión de usted.

—No era, pero ya lo es; este señor Gago me ha dado valor, y estoy dispuesto a derramar hasta la última gota de mi sangre en defensa de…

No pudo continuar, porque el toque de generala dado en la plaza, lo dejó petrificado.

—¡Los insurgentes! exclamó el cura.

—¡Los insurgentes! repitió el español, poniéndose pálido como la muerte.

Se alarmó el pueblo, y el jefe de la guarnición comenzó a dar sus disposiciones.

El cura Mayol arengaba a los soldados, creyéndose fuerte bajo su inviolabilidad de sacerdote, y predicaba la matanza ofreciendo la vida eterna, el cielo y otra porción de cosas, al que muriese en defensa de S. M. el rey de España.

El comandante Garrote llegó a su alojamiento más muerto que vivo.

—Esposo mío, dijo la jamona que vimos cargar con los haberes del regimiento en Chilpancingo, vienes más descolorido que un difunto.

—Friolera si hay motivo, los insurgentes nos vienen pisando la cola.

—Ya me lo figuraba.

—Esto es horroroso, estupendo, no recobro mi ánimo del primer susto, y ya estas chusmas de Satanás están frente a mis narices.

—Lo que siento, exclamó la novia o esposa de Garrote, es que ya no hay cajas que salvar.

—Pero hay pescuezos, y es necesario ponerlos en salvo.

—¿Y cómo salir de la plaza?

—Mire usted, señora, finjamos que yo le mande a usted salir para quedarme libre y poder hacer todo aquello de estampilla, como derramar mi sangre, exhalar el último aliento al pie de la bandera, y otras cosas por ese estilo.

—¿Y bien?

—Saldrá usted con los caballos, y a los pocos minutos ya estaré a su lado, salir con honor es lo que interesa.

—¡Pues salgamos con honor! dijo trágicamente la jamona, y en un momento trepó a caballo y salió rumbo a Chilapa.

El comandante la vio alejar con un dolor infinito, tanto que tuvo su arranque poético: ¡Adiós! exclamó dejando correr una lágrima por su áspera mejilla, adiós hermoso animal (hablaba a su caballo) quién pudiera acompañarte… dentro de cinco minutos debemos encontrarnos y sin embargo me parece que te voy a perder para siempre… cuántas veces te he zurrado la pavana (no hablaba con la jamona) y ahora me arrepiento… adiós noble bruto, adiós.

El infeliz comandante pidió mandar el punto aquel, próximo a la vía opuesta a la que traían los insurgentes, para escaparse en la primera oportunidad.

El jefe le concedió esa gracia, porque sabía que Morelos pondría un cerco de circunvalación a la plaza.

Garrote estiraba un pescuezo de buitre y parecía husmear como los salvajes a una gran distancia, sus ojos diminutos estaban con más fijeza sobre el rumbo que debía traer Morelos, que el telescopio de un astrónomo sobre una estrella.

Cada remolino que se levantaba le hacía palpitar el corazón como si quisiese escapársele del pecho.

Al fin se dejó ver la primera guerrilla.

Un cañonazo anunció que los insurgentes estaban a la vista.

Morelos dividió su fuerza en varias columnas, que encomendó a los Bravo y Galeana, a quien llamaba su brazo derecho.

Morelos era impetuoso y terrible; hizo un ligero reconocimiento, y atacó decidido los puntos fortificados.

Ocho cañones que tenían los defensores de la plaza, descargaron a metralla sobre los insurgentes, que retrocedieron.

Galeana y los Bravo se rehicieron momentáneamente, y volvieron a la carga con un vigor extraordinario… la línea estaba rota, los puntos más importantes cedieron al valor temerario de los insurgentes, que clavaron su bandera en los parapetos.

Se introdujo el desorden en la plaza, y los machetes surianos comenzaron a esgrimirse como el rayo sobre los realistas, que se refugiaron en el Calvario, concentrando toda su fuerza.

La ciudad estaba tomada.

Los insurgentes ya no esperaron más órdenes, y comenzaron a ascender el cerro, batiéndose a la arma blanca con un denuedo admirable.

Los jefes realistas huyeron en completa desmoralización, y los soldados se entregaron prisioneros a las armas independientes.

Grandes eran la gritería, la confusión y el desorden, fue necesario que los cabecillas comenzasen a contener a los soldados, que dividían con sus machetes las cabezas de los dispersos, y se entregaban a esos excesos de venganza y de sangre que aun vemos hoy en los ejércitos más civilizados.

Morelos entró vencedor en la ciudad, felicitó públicamente a sus soldados y abrazó cordialmente a sus compañeros, que llenos de satisfacción, recogían los laureles de la victoria.

El cura Mayol, cerró las puertas de la iglesia donde se habían refugiado los vencidos, y tomó en sus manos la custodia.

Las chusmas respetaron al cura, a quien Morelos mandó retirar, y se apoderó de los soldados, constituyéndolos prisioneros.

Los ocho cañones que guarnecían la plaza, doscientos fusiles y más de seiscientos realistas, quedaron en poder de los insurgentes, como despojos de la victoria.

III

Tres jinetes corrían a todo escape por el camino de Chilapa, ciudad que está a cuatro leguas de Tixtla.

—Corramos, señor Gago, corramos, que si nos alcanzan nos cuesta la pelleja.

—Y eso que usted, señor comandante, no tiene cuentas atrasadas como nosotros.

—Calle usted, dijo un personaje, que no conocen aún nuestros lectores.

—El comandante es hombre de secreto.

—No importa.

—Ustedes pueden hacer lo que gusten; pero contengamos el paso, que ya voy sofocado.

—Ya estamos a una distancia respetable, y dentro de breve estaremos en salvo.

—Decía, continuó Gago, que el señor es don Toribio Navarro…

—Por muchos años.

—Servidor, dijo Navarro.

—Es el caso que nuestro amigo recibió de Morelos una cantidad en plata sonante para levantar fuerzas, y cate usted que se volvió con los realistas.

—Naturalmente.

—Pues vea usted lo que son las cosas, le dijo Garrote, esa naturalidad le puede a usted costar muy caro.

El sistema de las retiradas me salva.

—Que es el mío, caballero, lo que me contraría es que me voy retirando en sentido inverso.

—Yo también deseaba estar cerca de Veracruz, para decirle adiós a la colonia, dijo Gago.

—Sí, contestó Garrote, aquí el pescuezo huele a cáñamo.

—Eso tiene sus bemoles, amigo mío.

—No importa, lo ahorcarán a usted con música.

—Sería una chanza pesada.

—Entre paréntesis, ¿qué le decimos al coronel Fuentes, que está de guarnición en Chilapa?

—Que nos hemos batido los últimos, y que a los demás se los llevó el demonio.

—Perfectamente.

—Este es mi sistema, dijo Garrote, ahí están todos los partes de mis campañas.

—Ya nos lo figuramos, señor de Garrote.

—Con la amistad de Gago y el señor Navarro, voy a perfeccionar mi carrera militar.

—No somos malos preceptores.

—Y a propósito de la derrota, ¿dónde ha dejado usted a la señora, comandante?

—La despaché a buscar alojamiento a Chilapa.

—Es usted un hombre muy precavido.

—Enteramente; pero ya estamos en las puertas de la ciudad hospitalaria, y es necesario tomar la entonación de los héroes, entremos a escape.

—No está mal pensado, dijo el español; y los tres arrimaron acicates, y penetraron en la plaza, provocando gran ruido y alarma en la ciudad.

Capítulo VI. De cómo el cura Morelos hizo una de don Pedro el Cruel

I

El caudillo del Sur hizo fortificar la ciudad tomada, y la guarnición quedó al mando de los valientes Nicolás Bravo y Hermenegildo Galeana.

Morelos regresó a Chilpancingo con su fuerza, dispuesto a seguir su plan de operaciones, que hasta entonces le había dado resultados tan brillantes.

Los realistas abandonaron el sitio del Veladero, y se situaron en Chilapa, esperando por momentos ser atacados por los insurgentes.

En una de las casas céntricas de la población se habían alojado el español Gago, el comandante Garrote y Toribio Navarro, que ya conocen nuestros lectores.

El coronel Fuentes era el jefe de la plaza.

—Caballeros, decía Garrote, estamos en Jauja: aquí se bebe, se juega y se baila; no podemos negar que éste es el campamento más alegre de Su Majestad el Rey, que Dios guarde.

—A propósito de albures, dijo el español Gago, desearíamos que la señora de usted, señor comandante, nos pusiera el monte.

—No hay inconveniente, se apresuró a responder la jamona, tengo una cantidad pequeña, es decir, los ahorros de mi esposo, que es el hombre más económico en todas materias, hasta en cosas que no debía ser tan estricto.

—Mujer, tú quieres que yo me despilfarre.

—No lo digo por tanto.

—Vamos al negocio, dijo Navarro mediando en la cuestión; ponga usted la banca, que tenemos gana de darle un asalto.

—¡Al asalto! gritó Garrote, y en dos por tres se armó una de albures, más empeñada que el combate de Trafalgar.

La Garrote era indiablada: la baraja relampagueaba en sus manos, y los más peritos no podían atraparle un descuido, así es que se derrumbaron por completo.

—Deme usted caja, dijo el español.

—Señor de Gago, respondió la cotorra, eso no puede ser.

—Diga usted el motivo.

—No tengo garantía.

—Mi palabra de honor.

—Yo la respeto; pero si mañana lo cuelgan a usted los insurgentes, no vendrá su honor de usted a pagar la deuda.

—A palos muera el pronóstico.

—Vamos, señora, dijo el comandante, preste usted cien pesos, yo respondo.

—¡Valiente majadero!

—¡Con dos mil demonios, no quiero impacientarme!

—Pues no se impaciente usted.

—Donde se me atufen los bigotes…

—Donde se me suba la sangre a la cabeza, contestó la costilla.

—No hay que abusar de mi paciencia.

—No hay que abusar de la mía, por…

—¡Vieja de Barrabás, eres una canalla insufrible!

—¡Y tú un mentecato!

—Yo soy un soldado del rey.

—Sí, que corre como un caballo del rey.

Este insulto era demasiado: el comandante tomó el candelero, y con bujía y todo lo arrojó al rostro de su consorte.

La Garrote recogió el dinero de la banca con una rapidez admirable, y empuñando las espabiladeras, terribles como el puñal de Bruto, se lanzó sobre el comandante, hasta lograr derribarlo.

Gago y Navarro le arrancaron a su víctima, que se ahogaba en el corbatín de aros de fierro.

Se encendió la luz, se restableció la calma, y los dos contendientes se veían con la mirada del tigre.

—Señores, estoy de malas, las derrotas llueven sobre mí en un, perpetuo aguacero; por no dejar, hasta en el mismo seno de la familia se me estropea como a un lacayo.

—Estas son las tormentas conyugales, después vuelve con más fuerza el cariño.

—¡Cuerpo de Barrabás! no creo que venga con tanta furia como la que tiene esa mujer.

—Que no la emprendamos de nuevo, porque…

—Calma, señores, calma.

La jamona bufaba como una pantera, la cólera de las viejas es terrible.

Aquí llegaban de la contienda, cuando se oyeron dar golpes apresurados a la puerta.

—La autoridad va a intervenir en el lance.

—No hay cuidado, ¡adentro!

Se presentó un oficial en tren de camino.

—¿Qué se ofrece, señor González?

—El coronel Fuentes me encarga entregue esta orden al señor comandante Garrote.

El infeliz hombre tomó el papel, y conforme lo iba leyendo su boca se abría, amenazando descoyuntar las mandíbulas.

—¿Qué pasa, esposo mío? dijo la señora con voz tan tierna, que cualquiera hubiera dicho que estaba apasionada del comandante.

—El coronel Fuentes me nombra jefe de las caballerías, y me ordena que salga esta misma noche rumbo a Tixtla.

—¿Pero ese señor coronel está en su juicio?

—Señores, dijo el oficial, se ha recibido noticia por unos dispersos, de que Morelos está en Chilpancingo en la feria, y que la plaza está desguarnecida.

—¿Conque está desguarnecida eh?… pues ya me la pagarán esos bandidos, les cobraré las dos felpas que me han sacudido.

—Así lo esperamos, contestó el ayudante, y saludando se retiró al cuartel general.

—Estoy de enhorabuena, amigos míos, ustedes deben felicitarme; vamos, que me voy a rehabilitar.

—Nosotros no nos quedamos en la plaza, dijo Navarro.

—Acompañamos a usted hasta el último momento, añadió Gago.

—Seremos compañeros: yo le diré al coronel Fuentes que ustedes son mis ayudantes; en las filas del rey se recibe a todo el mundo.

—Pues a disponer la marcha.

—Listos, dijo Garrote despidiéndose de sus amigos, y se quedó solo con su esposa a gozar, como un buen soldado de caballería, las dulzuras de la reconciliación.

II

A las dos horas la guarnición de Chilapa salía en son de ataque en dirección a Tixtla, confiando en un golpe de mano.

Caminó Fuentes toda la noche para dar un albaso a los insurgentes.

Galeana y Bravo estaban en vela, para ellos las noches eran las temibles.

El comandante Garrote, creyendo sinceramente que la plaza no podría oponer resistencia, la quiso echar de héroe, y se lanzó sobre un parapeto que juzgó desguarnecido.

Bravo se había apercibido del paso de los caballos, y comprendió en el acto el movimiento de Fuentes.

—Compañero, dijo a Galeana, los realistas se acercan.

—No metamos ruido, prenda usted la yesca y pongamos fuego al mechero de la pieza.

—Muy bien; los dejaremos acercar, yo me encargo de esta maniobra en tanto que usted recorre la línea.

Bravo se marchó en seguida a visitar los parapetos poniendo en guardia a sus soldados, mientras Galeana esperaba sereno a la caballería realista, que se acercaba lentamente creyendo sorprender la plaza.

Luego que un grueso fuerte de jinetes se lanzó sobre la entrada, Galeana puso fuego a la pieza, que vomitó metralla haciendo un estrago espantoso en la caballería.

—¡Viva la América! gritaron en todas las trincheras, y comenzó un fuego tan nutrido que los realistas retrocedieron acobardados.

El comandante Garrote se desmoralizó inmediatamente, y puso pies en polvorosa, dejando a Gago y a Navarro al mando de su tropa.

Fuentes esperó a que amaneciese para seguir su ataque.

Desde luego comprendió que la plaza no podría sostenerse por mucho tiempo, veía que los soldados de caballería cubrían algunas trincheras, lo que revelaba la escasez de hombres, e insistió en tomar los parapetos.

Se travaron escaramuzas y combates serios, en. los que corrió la sangre con profusión.

Bravo y Galeana entraban ya en conflicto al ver que las municiones se agotaban, no obstante estaban resueltos a no entregar la plaza sino a costa de su vida.

Morelos recibió la noticia en Chilpancingo, y desde luego se puso en marcha.

—Señor Piedra-Santa, dijo al bravo soldado compañero de Galeana, se necesita llevar parque a los sitiados mientras llego con mis fuerzas.

—Comprendo, respondió el soldado, yo lo introduzco.

—¡Muy bien! gritó Morelos, tome usted dos mulas de los bagajes y adelante, Dios está siempre con los valientes.

—Con permiso de usted, mi general.

—Dígale usted a Galeana que se sostenga a todo trance, y que cuando esté yo a la vista haga una salida violenta, y la victoria es nuestra.

La fe de aquel hombre se comunicaba a sus soldados con la velocidad del rayo, tenía el poder de hacer de los hombres unos valientes, y de los valientes héroes.

Piedra-Santa se adelantó a escape, seguido de su asistente Vildo, que estaba en su elemento con aquellas aventuras tan peligrosas.

El endiablado suriano iba en su caballo, tirando de las mulas que conducían el parque, más alegre que si se hubiera sacado la lotería.

—Ahora sí que se les llegó a los coludos, señor amo, ya van a atirantarse, Morelos nunca pierde. ¡Viva la América!

Don Alfonso tenía fijo su pensamiento en otra idea que no era precisamente la de conducir el parque a sus compañeros, pensaba en una mujer a quien amaba con delirio, y es que las mujeres se presentan llenas de luz en la hora sombría de las vicisitudes y de los peligros.

¿Quién no ha pensado en la mujer amada, cuando la muerte ha extendido sus negras alas en el campo del combate?

La marcha había sido trabajosa, pero el insurgente está frente al pueblo de Tixtla.

Desde un bosque cercano vio las posiciones enemigas, y sin vacilar se lanzó atrevido, dando el grito de los insurgentes de: «¡Viva América!» hasta llegar a las trincheras.

Galeana lo había conocido, y mandó suspender el fuego mientras que los realistas descargaban sin cesar sus armas, tratando de incendiar el parque.

—Estamos salvados, gritó Vildo, dando un alarido como los comanches.

Don Alfonso abrazó a sus amigos, y con el entusiasmo producido por la noticia de la llegada de Morelos, los insurgentes se subieron a los parapetos, e hicieron largo tiempo ostentación de su denuedo presentando su pecho a los realistas.

Fuentes activó su ataque previendo lo que iba a suceder, pero sus operaciones fueron todas desgraciadas.

Al día siguiente, Morelos al frente de cien infantes y trescientos caballos, tomó la retaguardia del campo realista cuando menos se esperaba.

Fuentes quiso retirarse entonces, Bravo y Galeana hicieron una salida intrépida; dice la historia que los surianos desplegaron un denuedo admirable, batiéndose a la arma blanca.

Un furioso aguacero inutilizó el parque de los realistas, ya humedecido con el chubasco de la víspera.

La derrota fue completa, todos los jefes desaparecieron, excluso Fuentes, que se hizo trasladar en camilla a Chilapa, siendo el primer disperso de su ejército.

Los soldados huían en todas direcciones, y los insurgentes los acuchillaban sin compasión.

Galeana y Bravo tuvieron que contener aquella matanza.

Los vencedores metieron en triunfo a la plaza, cuatrocientos fusiles, tres cañones y más de quinientos prisioneros.

La llama de la fortuna que parecía haberse extinguido en el patíbulo de los mártires de Chihuahua, volvía a encenderse en las montañas del Sur.

III

Al día siguiente marcharon los insurgentes sobre Chilapa, de agredidos se tornaban en agresores.

Fuentes había formado un núcleo con los dispersos y las tropas de Oaxaca que llegaban en aquellos momentos.

Luego que se supo la aproximación de Morelos, comenzó el desorden, la dispersión, la fuga.

Chilapa abrió sus puertas a los vencedores. En la plaza le presentaron al general a todos los prisioneros.

El héroe del Veladero tenía la ciencia del mundo, conocer a los hombres.

Arengó a aquellos desgraciados, proclamó el perdón, y todos se fijaron bajo las banderas de la insurgencia con la fe de la gratitud y del reconocimiento.

Morelos pasó su vista de águila sobre aquellas filas.

Repentinamente plegó el ceño, y brilló en sus ojos un relámpago siniestro.

¿Qué había visto aquel hombre para aquella metamorfosis tan violenta?

—Que adelanten esos prisioneros, dijo con voz siniestra, señalando a Gago y a Navarro, que yacían trémulos y demudados entre las filas.

Morelos había reconocido a aquellos miserables.

A la voz del general sucedió un silencio de miedo y ansiedad.

—Toribio Navarro, dijo el general, tú me has traicionado…

Yo había depositado en ti mi fe de caballero, y te había confiado dinero de la Nación, para que lo emplearas en favor de la independencia de la patria.

Navarro cayó de rodillas delante del caballo de Morelos.

—Me has traicionado cobardemente, continuó el general; pasándote al enemigo has traicionado a tu patria, has traicionado a tu bandera… y vas a morir.

Navarro no pudo pronunciar una palabra, su voz se había ahogado en la garganta, y su lengua yacía muda y paralizada.

Morelos se dirigió a Gago, hablándole con acento profundamente severo: en aquel instante ejercía al sacerdocio de la justicia.

—Tú has sido un infame, me habías ofrecido entregarme la fortaleza de Acapulco, y al acercarme a sus fosos ha recibido el plomo a mis soldados… yo te perdonaría; pero esa sangre está clamando al cielo, y la justicia de los hombres debe caer sobre la frente de los criminales.

Un frío de muerte discurría entre todos los que presenciaban aquel acto solemne.

—En nombre de la justicia humana, en nombre de Dios ofendido por tanto crimen, en nombre de la causa santa que defendemos, os condeno a morir.

—Perdón, perdón, decía Gago aterrorizado y con el cabello erizado de espanto.

Se adelantó un oficial con la escolta, e hizo arrodillar a Gago.

Navarro no había podido levantarse del suelo, sus fuerzas le habían abandonado.

Se oyeron dos detonaciones de fusilería, y un rumor sordo como el del Océano que se desprendió de aquella multitud asombrada.

Los reos habían expiado sus crímenes en el patíbulo.

La tropa desfiló en silencio a sus cuarteles.

—Parece que hemos concluido, dijo Morelos, y seguido de sus ayudantes, adelantó rumbo a su alojamiento.

Capítulo VII. Donde sigue la segunda parte del capítulo anterior

I

Trasladémonos al campamento del Veladero.

Al partir el cura Morelos, había encargado el mando de la fuerza al insurgente Ávila, uno de los soldados más audaces de la insurrección.

Ávila tenía en jaque el castillo de Acapulco, pero a su vez se encontró sitiado por Fuentes, a quien hemos visto desaparecer para siempre de las filas realistas.

El bravo capitán se encontraba en la mayor aflicción, los víveres se habían consumido, el parque estaba al agotarse y la moral de la tropa comenzaba a decaer notablemente; algunos soldados de las avanzadas habían desertado.

Ávila comprendía lo negro de su situación, y esperaba de un momento a otro ver llegar a Morelos o recibir órdenes para salir de aquel atolladero.

Recordarán nuestros lectores, que el americano David y el realista Tabares iban en dirección del Veladero, con el plan de apoderarse de la fuerza y hacer una contrarrevolución.

—Amigo mío, decía Tabares, es necesario no dar a sospechar en lo más mínimo, porque Ávila es suspicaz y nos cuelga de un pino.

—Así lo tengo entendido, respondió el americano.

—Un golpe de audacia nos salva, los soldados creerán cualesquier conseja, y nuestros proyectos van a realizarse.

—Es necesario aprovechar la ocasión: los españoles no pueden dominar la insurrección, que se desborda de una manera terrible.

—Esta es la oportunidad.

—Estamos en plena conquista, y podremos hacer lo mismo que los españoles del siglo xvi en sentido inverso, ellos se repartieron las tierras y desheredaron a los indios, nosotros los despojamos a su vez, ¿qué nos importa dar a manos llenas? sobra territorio, procuraremos hacernos de los minerales y nada más.

—La ambición hará la propaganda.

—Ofrecemos degollar a todos los blancos, sirviendo a la venganza de los conquistados.

—Es algo vasto el plan.

—Pero realizable.

—¿Y crees que la Europa pasase por ese atentado?

—Vamos, que pareces un chiquillo; allí donde se aprisionan reyes, donde se roban naciones y se esclavizan pueblos, pasará esta revolución desapercibida.

—Es que en son de orden pueden arriesgar una expedición.

—Ya para entonces tendremos mucho oro y podremos emigrar a los Estados Unidos a disfrutar en grande escala.

—Yo tengo algunos escrúpulos.

—¿De conciencia?

—¡Quién piensa en ella!

—¿Pues entonces?

—Mis escrúpulos son de temor.

—Sabes, dijo Tabares procurando bajar la voz, que este indiano que nos sirve de guía, ha prestado mucha atención.

—Desagámonos de ese impertinente, dijo el americano, y montó una de sus pistolas.

El indio suriano se apercibió del ruido producido al amartillar el arma, y se echó con la violencia de un gato montés a un lado del camino.

Tabares y David quisieron seguirle, pero el insurgente descendió a una barranca, y se perdió entre los matorrales y las inmensas rocas.

—¡He aquí malogrado nuestro plan! dijo lleno de rabia Tabares.

—Ese indio no podrá llegar al Veladero antes que nosotros, apretemos el paso.

—Yo tiemblo por nuestro porvenir.

—Eres un hombre insufrible.

—Todos mis ensueños se desvanecen.

—Eres un cobarde.

—¡No tal! gritó.

—Tabares, ya veremos más adelante.

Los dos conspiradores siguieron a escape; temiendo que el insurgente les tomase la delantera andando por caminos extraviados, y al caer de la tarde llegaron al campo del Veladero.

II

Ávila estaba en un jacal donde se había refugiado, porque el agua comenzaba hacerse notar de una manera muy insinuante.

Los soldados habían formado sus barracas, pero sus lumbradas yacían apagadas por la lluvia.

Reinaba un silencio profundo, desde luego se percibía que aquella tropa era presa del hambre.

Los insurgentes estaban acostumbrados a los trabajos y a las vicisitudes; pero en determinados casos cedían a lo crítico de una situación.

Ávila estaba profundamente urgido, no podía contener por más tiempo aquel estado de cosas; pero estaba resuelto a perecer de hambre con sus soldados, antes que contravenir las órdenes de Morelos, a quien respetaba y temía horriblemente.

Se dejó oír el ladrido de los perros que los soldados llevaban a las avanzadas.

—Alguien llega, dijo Ávila saliendo de la choza, el general me envía sus órdenes.

—Señor, dijo su asistente suriano, es gente peregrina.

—Veamos qué pasa.

Habían andado algunos pasos, cuando sintió venir un tropel de gentes, amartilló sus pistolas y se adelantó.

—¡Quién vive! gritó Ávila.

—¡La América! respondieron los insurgentes.

—Adelante.

—Señor, dijo el jefe de la avanzada, dos señores particulares quieren hablar con su merced.

David y Tabares se aproximaron.

—Señor capitán Ávila, dijo Tabares abrazándole.

—Ola señores, no los hacía por estas tierras.

—El general nos envía.

—Pasen por aquí; porque la lluvia menudea que es un contento.

—Venimos empapados.

—Ya se secarán con el aire; porque las luminarias se quejan como nosotros del agua.

Los dos recién llegados se entraron en la choza, y los soldados contaron a sus compañeros, que dos insurgentes traían razón del cura Morelos.

Luego que David y Tabares se encontraron solos con Ávila, procuraron infundirle la mayor confianza.

—Capitán, estamos de enhorabuena.

—No alcanzo…

—Mañana verá usted solo el campo, hemos visto retirarse a Fuentes hacia Chilapa.

—No puede ser, toda la mañana nos hemos tiroteado.

—Dejó una pequeña fuerza mientras emprendió su movimiento, esto se concibe perfectamente.

—Señores, dijo Ávila lleno de gozo, estoy verdaderamente aturdido, llevo ya muchos meses de arrostrar una situación tan crítica, que esta noticia me parece una mentira.

Se levantó, y llamando a uno de sus ayudantes le dijo:

—Que salgan inmediatamente cinco guerrillas, y se avancen por diferentes rumbos a tirotear al enemigo.

El ayudante, que era un suriano renegado, se dirigió a los vivaques, y en persona dirigió a la guerrilla.

—Conque decían ustedes que Fuentes ha levantado el campo.

—Precisamente.

—Yo estoy falto de noticias, todos los correos me los han interceptado, así es que ignoro cuanto pasa.

—El general ha derrotado a los realistas, motivo por el cual Fuentes levanta el campo.

—Vamos, que esta es una fortuna inesperada, sólo nos queda Acapulco, que tarde o temprano caerá en nuestro poder.

—Suponemos que tendrá usted recursos suficientes para su tropa.

—Esa es una burla, caballeros, no tenemos una sola ración; cuando mis soldados salen a los próximos montes en pos de una res, siempre viene alguno de menos, así es que…

—Comprendemos.

—Yo creo, dijo Tabares, que este señor Morelos no debía haber abandonado el campamento.

—Él sabe bien lo que hace, contestó Ávila, yo no me meto nunca en fiscalizarle.

—¿Pero no le parece a usted, insistió David, que así se pierden las oportunidades, y se hace decaer la moral de los soldados?

—Eso será en otras partes, aquí cuando hay que comer, se come; cuando no hay se ayuna, y siempre se está dispuesto para batirse.

—Es una heroicidad.

—No sé cómo se llama, pero el hecho es cierto.

—Malo, pensó Tabares, decididamente que no podremos contar con este hombre.

—Usted señor capitán, se arriesgó a decir David, podía hacer la guerra por cuenta propia.

—No tengo elementos.

—Se engaña usted, esa misma tropa…

—¡Qué diablo! yo estoy notando algo extraño en esta conversación.

—Es que está usted preocupado.

—Puede ser, pero yo espero que ustedes me pongan al tanto de su misión.

—Es muy sencilla, respondió el americano, y sin que Ávila pudiera evitarlo, se arrojó sobre él, lo oprimió fuertemente entre sus brazos hercúleos, mientras que Tabares lo desarmó.

—Es usted nuestro prisionero, capitán.

—Está bien, contestó Ávila bramando de coraje.

—Un solo paso, una sola voz, y muere usted asesinado.

Ávila tuvo la energía suficiente para contenerse, esperando una oportunidad para salvar a sus soldados.

Mientras David cuidaba del prisionero, Tabares, a quien ya conocían los insurgentes, hizo tocar generala, y el campo se puso en movimiento. Todos los oficiales acudieron, porque aquel toque era una novedad.

—Señores, dijo Tabares, han levantado el campo.

—¡Viva la América! contestaron todos a una voz.

—En este momento se han enviado guerrillas exploradoras, no se escucha un solo tiro, lo que dice claramente que es verdad la retirada de Fuentes.

La alegría más grande reinaba en todos aquellos valientes que habían sufrido tantas penalidades.

—Tengo que dar a ustedes una noticia sensible.

Todos guardaron silencio.

—El general Morelos destituye al capitán Ávila del mando de la fuerza, y nombra al capitán Mayo para que lo sustituya.

Un rumor de desesperación circuló entre los insurgentes; porque Ávila era el ídolo de sus soldados.

—He dicho, continuó Tabares, que el general Morelos se ha visto precisado a dar este paso, por razones que importan al triunfo de nuestra causa.

Se necesitó invocar por dos veces el nombre de Morelos, para que aquellos hombres no se alzasen contra una orden tan injusta.

Desfilaron en silencio y llenos de tristeza, acusando en su interior al general, que así recompensaba tantos méritos y sacrificios.

Las guerrillas volvieron confirmando la noticia de la levantada del campo, tocaron dianas, hicieron salvas, y se durmió con tranquilidad después de tantos meses de estar en alarma.

III

El guía llamado José de la Luz, era un indio vivísimo: desde que David y Tabares lo buscaron para que los condujese por senderos desconocidos al campo del Veladero, comprendió que aquellos hombres llevaban miras torcidas, y se propuso acechar hasta enterarse de sus intenciones.

José de la Luz sabía que una sola palabra le daría la clave de aquel misterio, y fingiéndose más sordo de lo que era, espiaba a los conspiradores con esa tenacidad que caracteriza a la raza.

Ya habían caminado dos días, y José estaba tan, ignorante como el primero, hasta que Tabares llevado por su impaciencia, había emprendido aquella impertinente conversación que puso al guía al tanto de sus negocios.

No era ya tiempo de extraviarles el camino, porque el Veladero estaba a la vista; ni de adelantarse, porque sospecharían desde luego el objeto; esto pensaba José, cuando sintió a sus espaldas amartillar la pistola y se lanzó en la barranca con la mayor confianza, porque aquellos sitios le eran familiares.

Puso la cabeza sobre el suelo, y percibió las pisadas de los caballos que se alejaban a todo escape.

Ya no hay remedio, dijo el indio, éstos sorprenden a mi capitán Ávila; avisemos a mi general.

Iba a salir de la barranca, cuando oyó cerca de sí los rugidos del tigre.

—¡Diablo! ya me ha husmeado, exclamó José, y tomó asilo en una grieta de las rocas, y arrimó a la entrada varias piedras hasta encerrarse como en un sepulcro.

El tigre dio vueltas reconociendo el terreno, procuró acercarse, y no pudiendo hacer presa, se retiró a los próximos matorrales en espera del indio.

Pasó un día, y el hombre y la fiera estaban delante.

El indio y el tigre se sentían acosados por el hambre; el uno estaba resuelto a perecer allí antes que entregarse a una muerte segura; el tigre se enfurecía por momentos, sentía sus fauces secas y esperaba apagar con sangre aquel ardor.

José llevaba un puñal y una escopeta, pero sus armas no estaban al alcance de su enemigo. Aquella situación no podía prolongarse.

Al menor ruido, la fiera batía su cola, y sus miradas centellantes no se apartaban de la roca.

La agonía era espantosa.

La noche es favorable para huir de los peligros, para los animales no hay noche, son nictálopes.

Aquellos dos seres terribles esperaban una oportunidad.

El insurgente se resolvió a hacer una tentativa, quitó con estrépito una de las piedras que guardaban la entrada.

El tigre se acercó paso a paso.

Cuando estuvo a corta distancia, el indio disparó su escopeta, pero su tiro no fue certero.

El tigre se arrojó sobre la roca con una furia inaudita, pero no pudo penetrar, y retrocedió.

El insurgente volvió a cargar su escopeta.

La fiera tornó a su puesto de acecho.

No había remedio, la muerte se hacía inevitable después de una lucha desesperada.

José comenzó a examinar la roca, y notó que la grieta ascendía hasta la cima.

Subir por allí era dificultoso por las curvas y depresiones que el agua había formado en las rocas, pero el terror presta un ánimo de héroe, y el indio probó una tentativa aventurada.

Abrió sus piernas, y apoyó sus pies en las paredes, sosteniéndose con las manos arañando las piedras.

Ascendió algunas varas, cuando encontró su punto de apoyo cubierto de lama; los pies se resbalaron, y cayó hasta el fondo de la gruta.

Jadeante de fatiga tornó a subir, llevando el puñal entre los dientes.

Raspando las piedras donde tenía que colocar los pies y descansando unos instantes, y adelantando otros, y ya sintiéndose desfallecer, ya cobrando ánimo con la esperanza, asomó al fin la cabeza por el tajo de la roca y vio el cielo sobre su frente.

Bendijo a Dios; pero se heló de espanto al ver al tigre que se había apercibido de su movimiento, y lo seguía con sus ojos encendidos por la rabia.

Hemos dicho que la roca estaba tajada perpendicularmente, así es que era difícil la ascención.

José comprendió que una vez fuera de un próximo peligro, no le quedaba más que una fuga precipitada mientras su enemigo trataba de ponerse a su alcance.

Saltó sobre la cima, y ligero como un gamo, tomó la vereda sin volver la cabeza, huyendo de aquella espantosa pesadilla.

IV

Demudado aún por la emoción del camino, llegó el insurgente a Chilapa en los momentos en que los insurgentes solemnizaban la victoria alcanzada sobre los realistas.

El general estaba rodeado de sus oficiales oyendo las relaciones exageradas de los lances personales, todos presumían de héroes, y todos ofrecían distinguirse en los venideros azares de la lucha.

—Señor, dijo un ayudante, acaba de llegar un correo que viene del Veladero.

—Que entreguen la correspondencia de Ávila.

—Mi general, el correo quiere hablar personalmente con usted.

—Malo, pensó el cura, y dejando en su empeñada conversación a sus subordinados, salió al encuentro del correo.

—¡Oh! José de la Luz, ¿qué te haces por estos terrenos?

—Señor, vengo a dar parte a su merced, que a la hora de ésta ya hay tumulto en el Veladero.

—¿Vienes de allá?

—No, señor general, pero es el caso que unos señores me pidieron les acompañara, y como yo iba por el mismo camino, pues…

—¿Los acompañaste?

—Sí, mi general.

—¿Y bien?

—Oí que trataban de asegurar a mi capitán Ávila, y de acabar con todos, hasta con su mercé.

—¡Si Ávila se habrá dejado engañar! pensaba Morelos.

—Parece que un señor Mayo está de acuerdo.

—Malo, malo, es uno de los jefes más importantes.

—Yo no pude llegar al campo, porque esos señores sospecharon que los había oído y quisieron matarme; entonces me eché a la barranca, y hasta ahora no he podido llegar.

—Cuidado con decir una palabra; quédate esta noche en mi alojamiento.

—Lo que disponga su mercé, mi general.

Morelos volvió a la pieza de la tertulia.

—Veo, dijo, que todavía sigue la historia de las hazañas.

—Sí, mi general.

—Todos son valientes y están entusiasmados.

—Decididos por la causa de la América.

—Así lo creo; pero quiero probar esa decisión.

Los oficiales guardaron silencio.

—Que se disponga mi escolta, y ustedes estén listos para dentro de una hora.

Los jefes salieron sin comprender nada, porque sabían que ya no quedaban fuerzas realistas en todos aquellos contornos.

No había pasado aún la hora, y ya todos estaban en espera del general.

—¡A caballo! gritó el cura: y seguido de sus soldados emprendió ese camino que parece inaccesible y media entre Chilapa y el Veladero.

La marcha de los insurgentes era activa: todo indicaba que se iba a dar un golpe de mano.

Morelos dio orden de no dejar adelantar a pasajero alguno.

Después de una marcha trabajosa y pesada, llegaron los insurgentes ya entrada la noche del último día de su viaje, al campamento de Ávila.

—¿Quién vive? gritó el centinela.

—¡Morelos! respondió el general.

Aquella voz conocida pareció haber llenado el campo, porque los soldados se pusieron en alarma, y en tumulto salieron a recibir al caudillo.

—Bien, hijos, bien, decía Morelos; aquí estoy, ha cesado ya el hambre, los realistas han acabado.

—¡Viva el general! gritaban entusiasmados los soldados.

Al clamoreo de la tropa acudieron David y Tabares llenos de terror; su golpe estaba perdido.

—Mi general, dijo Tabares, he tenido necesidad de destituir al capitán Ávila, porque el campamento estaba en un desorden espantoso.

—Ya hablaremos de eso.

—Y se jugaba el dinero de los soldados, añadió David.

—Bien, bien, respondió Morelos; vamos al alojamiento para arreglar las cuentas.

El bravo Galeana comprendió en el acto cuanto pasaba, y mientras el general hablaba con los conspiradores, puso a la tropa sobre las armas, dándoles instantáneamente organización y poniéndose al frente de ella para el evento de un motín.

El cura se quedó sólo con Tabares y David.

—Hablen ustedes.

—Cuando llegamos a este campamento, dijo David, estaba a punto de caer en poder de los realistas, los soldados habían perdido la moral, todo era desorden, y la disciplina estaba relajada.

—Bien.

—El único modo de no perder estos elementos, era dar un golpe de mano, y nos resolvimos a ello contando con Mayo, uno de los jefes más adictos a la persona de mi general.

—Adelante.

—El señor Ávila está preso: se le han guardado cuantas consideraciones merece, simplemente se le ha privado del mando de esta guarnición.

—Yo reconozco el mérito de esta acción, dijo Morelos; ustedes me acompañarán a Chilapa, donde los ocuparé en una misión más importante que la de permanecer en este sitio, ustedes tienen prestigio y es necesario utilizarlo.

David y Tabares se dieron una mirada de inteligencia, creyendo que Morelos había caído en el garlito.

—Estamos a las órdenes de usted, mi general.

—La confianza que tengo en ustedes ya la he probado en otra ocasión, enviándoles a los Estados Unidos, donde desgraciadamente no pudo tener efecto ese plan; pero yo los emplearé como lo ofrezco, en una escala muy superior.

—Está bien, mi general.

—Por ahora, y para cortar rencillas, repondremos al capitán Ávila, dejándole de segundo a Mayo, y nosotros partiremos al amanecer.

Los dos aventureros creyeron que se les preparaba una era de bonanza, y que más tarde podrían realizar todos sus proyectos.

El general se dirigió a la choza donde estaba preso Ávila, dejando a Galeana al cuidado de Tabares y David, a quienes encomendó a una asidua vigilancia.

Luego que Ávila se encontró en la presencia del general, se arrojó en sus brazos y lloró como un niño.

Morelos lo amaba tiernamente, y no pudo verlo sin una profunda emoción.

—Son unos traidores que han abusado de mi franqueza y lealtad.

—Señor, esos miserables quieren la muerte de usted y nuestro exterminio; es necesario quitarlos de enmedio.

—Silencio, he conocido sus planes y yo los atajaré; quedas desde este momento repuesto en el mando: tú eres entre mis soldados el de más confianza, jamás se me ha ocurrido una idea en tu contra.

—Gracias, señor, esa es la verdad.

—Es necesario tener calma y sangre fría.

—Señor, se necesita un castigo ejemplar.

—Está reservado a mi justicia.

Ávila inclinó la frente: tras aquellas palabras adivinaba algo terrible.

—¿Permanecerá el general muchos días en el Veladero?

—Salgo mañana al amanecer; tú quedas aquí hasta que yo pueda volver; frente al castillo, estarás como un centinela, porque esa fortaleza ha de caer en nuestro poder, yo te lo ofrezco.

Tras aquella oferta había un mar de sangre.

—Yo cumpliré, como siempre, con las órdenes de mi general.

Morelos sacó una hoja de su cartera, y escribió unas cuantas líneas que entregó al capitán Ávila.

Se pasó la noche en dar disposiciones, en decretar ascensos para los sufridos soldados, y en darle organización a la fuerza.

Ávila recobró el mando, y Mayo fue nombrado su segundo.

Todos estaban admirados de la facilidad con que Morelos había vuelto al orden a aquella gente, y la docilidad con que Tabares y David habían cedido a las órdenes del general.

Mayo no comprendía el por qué de su nombramiento, y sentía una vaga tristeza: el corazón le daba un aviso oportuno.

Amaneció: el cura dio un abrazo a sus amigos, les recomendó la obediencia, les habló de la patria con aquella elocuencia que usaba en casos extremos, y partió para Chilapa, donde la noticia de la destitución de Ávila había llegado con todos sus detalles.

Luego que el general se perdió con su tropa en las gargantas de las montañas, Ávila sacó el papel y leyó estas terribles palabras:

«El capitán don Juan Ávila, pasará por las armas al traidor Mayo, a las doce horas de recibida esta orden.—Morelos.—Campo del Veladero, a las dos de la mañana.»

—Ya lo esperaba, murmuró convulsivamente el capitán, y se marchó a dar las disposiciones para la ejecución, que se verificó enmedio del silencio y consternación del campamento insurgente.

V

En Chilapa se comentaba el lance del Veladero dándole coloridos siniestros, y avanzando hasta decir que era aquel movimiento una contrarrevolución ramificada en toda la Costa.

Se creía que Morelos había caído en el lazo puesto por Tabares, y ya comenzaba a introducirse entre los insurgentes una inquietud terrible: porque todos profesaban un gran cariño a su general.

Los realistas cobraban aliento, y enviaron correos al virreinato asegurando la prisión de Morelos, y exagerando, o por mejor decir, inventando noticias.

Cuando menos lo esperaban, se presentaron los insurgentes en la plaza, acompañados de los cabecillas del motín.

Rayaba en delirio el gusto y alborozo de la tropa; se repicó hasta el aturdimiento, y el general fue felicitado con entusiasmo.

Morelos conservaba su continente severo: parecía altamente preocupado.

—Que llamen a don Leonardo Bravo, dijo fríamente a uno de sus ayudantes.

A poco se presentó aquel hombre digno, a quien la historia ha consagrado sus homenajes.

—Estoy a las órdenes de mi general.

—Desearía dar algunas, porque quiero estar en reposo después de esa caminada tan pesada.

—Tiene usted razón, y debía descansar antes que todo.

—Es que hay un negocio de urgencia.

—Ya escucho, señor general.

—David y Tabares han cometido un atentado escandaloso, destituyendo a Ávila y haciendo una contrarrevolución que he atajado a tiempo, pero que hubiera sido de consecuencias fatales: esos hombres han venido con nosotros, deseo hacer un ejemplar con ellos.

—Uno de esos hombres es extranjero, según parece.

—Sí, y precisamente por esa circunstancia lo juzgo más oportuno; hace tiempo que somos el escarnio de tanto miserable aventurero que pisa nuestra tierra, y ha llegado el tiempo de hacerles saber cuánto valemos; la sangre que se iba a derramar por su causa, para ellos no tiene precio, porque nos aborrecen por instinto.

—Es verdad; pero hay que hacer una reflexión, puede con esas ejecuciones darse lugar a represalias sangrientas.

—Señor Bravo, hace tiempo que los insurgentes son fruta de patíbulo.

—Es cierto; pero la moralidad debe estar siempre de nuestro lado.

—No debe llegar hasta dejarnos traicionar por nuestros enemigos.

—No quise decir tanto.

—¿Conviene usted en la necesidad de hacer desaparecer a esos miserables?

—Estoy de acuerdo enteramente.

—Entonces no vacilemos.

—Señor general, dijo Bravo, yo nunca he vacilado, exponía simplemente una opinión.

—Cesa ya nuestra conferencia como amigos, señor Bravo, y el general va a dar sus órdenes.

Se levantó Bravo, porque se jactaba de ser todo un soldado, y prestó atención a las órdenes de Morelos.

—«Los dos individuos que han venido en mi compañía, llamados Tabares y David, y que son los conspiradores y cabecillas principales del motín del Veladero, serán degollados esta misma noche en un sitio fuera de la ciudad, procurando que la ejecución se verifique en el mayor silencio: los cadáveres serán sepultados inmediatamente.»

—Tenga usted por escrito la orden; encargo a usted de su ejecución.

Bravo tomó el papel, y saludando a Morelos, se dirigió al aposento de los sentenciados, que bebían alegremente por el feliz resultado de su expedición.

VI

A la media noche salían a extramuros de la ciudad Tabares y David, custodiados por una pequeña fuerza.

Los reos llevaban las manos atadas a la espalda.

La escolta hizo alto.

Nada se oía en todo el campo; de la ciudad venían por intervalos los gritos de los centinelas, y todo volvía a quedar en silencio.

Se oyeron unos golpes secos, acompañados de gritos dolorosos y ahogados… después ruido de pasos que se alejaban, y todo volvió a sumergirse en el silencio.

La ejecución se había hecho en la oscuridad, como la de los conjurados de Catilina.

……………

El cura Morelos se paseaba a lo largo de su aposento, deteniéndose algunas veces, cuando escuchaba pasos por la calle.

Llamaron a la puerta.

—¡Adelante! gritó Morelos.

Bravo se presentó con la serenidad de un soldado que ha cumplido con su deber.

—Las órdenes del señor general están cumplidas.

—Está bien, respondió Morelos, y saludó a Bravo, que se alejó respetuosamente.

Cuando el cura se encontró solo, sacó su rosario de la bolsa, se arrodilló, y después de rezar sus oraciones en el Oficio Divino, se metió en el lecho y durmió profundamente.

Capítulo VIII. La gruta de Michapa

I

En medio de un grupo de montañas de pórfido, que se alzan como fantasmas en el corazón de la Sierra Madre, se encuentra la gruta de Michapa.

Cuentan las tradiciones, que aquel sitio solemnemente majestuoso, es el asilo de los genios tutelares de la montaña.

En los altos picos de las rocas se posan de continuo las nubes, formándose sobre ellas tempestades, cuyo trueno interrumpe el perenne silencio de aquellos lugares.

En el hueco de las rocas forman su nido las águilas y los buitres, y se marcan en sus estrechos senderos las pisadas del tigre y del jaguar.

Los altos pinos y gigantescos cipreses, coronan de verdura las cúspides elevadas y porfíricas de las rocas, y los manantiales producidos por las vertientes, resbalan sobre el musgo con rumor somnoliento, que apenas se escucha en el silencio de la noche.

La gruta de Michapa es un lugar histórico, como lo son las Catacumbas; ella le dio asilo a los proscritos, y bajo aquellas bóvedas se elevaron plegarias ardorosas por el triunfo de la libertad americana.

……………

Es de noche.

La luna está resplandeciente, y ni una nube empaña el purísimo cristal del cielo.

Las estrellas centellan en la bóveda azulada, con un fulgor bellísimo y el viento parece dormir entre los cedros de las montañas.

Una tranquilidad apacible reina en aquellas soledades, como si fuese la primera hora de la creación.

La luz de la luna es centellante, y sin embargo, los picos de las rocas se levantan como fantasmas envueltos en sus mortajas y coronados de cipreses.

Un ambiente impregnado de esencia acaricia las flores de las grutas, perpetuos incensarios de la montaña.

Las rosas están abiertas, y tiemblan sobre sus hojas las gotas de la lluvia, como las lágrimas de las nubes.

Todo es silencio y melancolía.

Las yedras silvestres, agrupadas a las ramas de los árboles, forman toldos de sombra y de perfume, donde apenas penetran los rayos apacibles de la luna, que parece fija e inmóvil en el centro de los cielos.

Corren mansas las aguas plateadas de los arroyos, jugando con los visos de la luz que se refleja en sus cristales, y murmurando suavemente y deslizándose en pequeñas cascadas, que se deshacen en hilos trenzados, hasta perderse entre la profusión de hojas que se inclinan sobre su cauce.

¡Todo es paz y meditación!

Aquel sitio y aquella noche son de amor: el alma pertenece a la soledad; en sus misterios se desprende esa nube del espíritu que forma el fantasma de un ensueño, la sombra de una ilusión, la imagen halagadora de un profundo cariño…

El corazón se ensancha en la soledad: parece que el estruendo y el bullicio lo oprimen… el corazón es una planta del desierto; necesita estar circundado por el cielo, tener vastos horizontes y vivir en el silencio del misterio y de la abstracción.

Las alas del alma necesitan espacio para volar; por eso cuando vive encarcelada en nuestro pecho, se deshace en suspiros y se exhala en lágrimas y sollozos.

El alma es una ave, que cuando se siente herida se remonta y quiere tocar el cielo con su pluma…

II

En uno de los pequeños salones de la gruta, y cosiendo a la luz de un mechero, está la hija desgraciada del tío Blas.

El dolor ha dejado huellas profundas en el semblante angelical de la joven, una sombra apacible vela sus vivísimos ojos, y la palidez de la azucena cubre su virginal semblante.

Aquella frente de serafín yace abatida como las flores de la noche, y los labios antes purpurinos están suavemente descoloridos, sus manos de alabastro están sobre el lienzo confundiendo con él su color blanquísimo.

Son las altas horas de la noche: la familia hospitalaria yace entregada al sueño de la proscripción: nada se oye sino los ecos perdidos de los pinares, y el manso murmurar de la cascada.

Aquel silencio es interrumpido por un silbido dado de una manera particular.

—¡Dios mío! exclamó la joven, es un sueño… no, no puede ser; y se quedó escuchando hasta que el silbo volvió a sonar.

Se levantó precipitadamente y salió de la gruta, tendió su vista buscando algún objeto a la claridad reverberante de la luna.

De entre unos matorrales saltó un hombre, y se acercó a la joven.

—¡Jacinto! exclamó la huérfana.

—¡Hermana mía! respondió la voz del desconocido.

—Te vuelvo a ver… te he llorado tanto… aún me queda algo sobre la tierra.

—¿Qué dices, Luz?

—¡Que estoy sola en el mundo, enteramente sola!

Jacinto se pasó la mano por la sudorosa frente, no se atrevía a preguntar nada.

—¡Jacinto, continuó la joven, ya no tenemos madre!

Aquel hombre encallecido en el vicio, sintió un dolor intenso: su madre lo había amado mucho, y se sentía en aquel momento abandonado.

Por malo que fuese, pagó con sus lágrimas un tributo al amor filial; pero aquel dolor lo volvió más sobrio aún y más concentrado.

—Sí, dijo Luz, murió de pesadumbre cuando se encontró viuda y abandonada por tí.

—¡Soy un criminal! exclamó Jacinto, no merezco perdón, he asesinado a mis padres; pero yo no soy culpable… ¡el destino… el destino!…

—En medio de este infortunio, te queda el cariño de tu hermana.

Jacinto besó la frente de Luz con profunda ternura.

—Sí, y tras este cariño, vengo hoy arriesgando la existencia.

—¿Te quedarás conmigo, no es verdad?

—No, es imposible, yo pertenezco a los soldados del rey.

—Eso no puede ser, nuestros amos, esos señores a quienes les debemos tanto, son insurgentes, tú no puedes…

—Es verdad, no hay remedio; pero no es tiempo ya de retroceder.

—¿Sabes entonces a lo que te expones en estos momentos?

—Sí, a perder la vida; ¿y qué importa?… yo voy impulsado por la convicción de mi destino… tú ignoras… no, ya lo sabrás alguna vez… nuestros antepasados han sido todos infelices porque Dios lo ha querido así… Luz, yo tengo que realizar algo que está fuera de mi voluntad… esto me desespera.

—No comprendo nada de lo que dices.

—Más tarde… más tarde… ahora es necesario que te decidas a partir conmigo.

—¿Y adónde me llevarás? contestó la joven trémula de miedo.

—Marcharemos a México.

—¿Abandonar a mis bienhechores?

—Es preciso.

—Bien… les diré adiós, ellos han velado por mi desde mi niñez… ¡y ahora mi horfandad!

—Es necesario partir en silencio, que ellos ignoren todo.

—¡Imposible!

—Esos señores pertenecen a la insurgencia, y son mis enemigos, tú no puedes permanecer en esta casa ni una hora más, a no ser que quieras verme asesinar en tu misma presencia.

—Tú no los conoces, Jacinto, ellos te aman como a un hijo.

—Pero yo los aborrezco… les pagaré sus favores cuando pueda, pero no quiero que tú los sigas recibiendo.

—Sería una ingratitud.

—No importa.

—¡En nombre de nuestra madre!

—Calla, mujer y partamos.

—No tengo valor.

—Partamos.

—¡Es una crueldad horrible!

—Ya sabía la resistencia, y prometí vencerla.

—¡Jacinto!

—Vamos, no hay necesidad de reñir, tú ignoras mis negocios; luego te convencerás.

—¿Pero no besarles la mano, sin regarlas con mis lágrimas?

—Evítales ese momento, y sobre todo, no conviene que sepan, que estoy aquí.

—Yo sé que nada malo te pasará.

Se oyó un ruido de pasos de hombres, que llegaban por la roca cercana.

—¡Demonios… los insurgentes! exclamó Jacinto rechinando los dientes, si me ven soy perdido.

—Entra en la gruta.

—Imposible.

—Entra Jacinto.

—No, adiós, mañana en este mismo sitio nos veremos, es necesario alejarse de estos lugares que son fatales para mí.

Oprimió la delicada mano de la huérfana, y se alejó perdiéndose en las sombras de los cipreses.

III

Un destacamento de insurgentes rondaba por los contornos de la gruta, por mandato de Bravo que idolatraba a su familia.

Luz se fue al encuentro de los guerrilleros.

—¡Ola! señorita Luz, ¿usted despierta a estas horas?

—Está la noche tan hermosa.

—Sí, muy linda, pero nosotros queremos descansar.

—Pasen ustedes.

—¿No hay novedad?

—Ninguna.

—Pues adelante, que hemos corrido como unos lobos esas montañas.

Los insurgentes penetraron en la cueva, se les sirvió de cenar y se entregaron tranquilos al sueño.

Luz estaba en vela aquella noche tan terrible para su existencia; sus lágrimas acudían en torrentes a sus párpados, y el corazón se le oprimía dolorosamente.

Entregada a la honda tristeza de sus pensamientos, no se apercibió de que un. hombre se había acercado hasta ella.

Iba a dar un grito, pero reconoció sin duda a la persona que tenía delante, y el susto se tornó en una emoción profunda de cariño.

—¡Don Alfonso!

—¡Luz de mi vida!

Piedra-Santa estrechó a su corazón a la joven, que comenzó a sollozar con el llanto de las tórtolas.

—¿Tú sufres, vida mía?

—Sí, pero cuando estoy a tu lado me siento feliz.

—Gracias, Luz, gracias, tú sabes que en mi vida de infortunio y de peligros, eres el ángel de mi consuelo, la virgen apacible de mis horas de tristeza.

—¡Porque te amo! exclamó la joven, y llevó sus labios ardientes a la frente del guerrillero.

— ¡Yo estoy loco de amor por ti! Cuando me veo en, medio de la muerte, entre el polvo del combate, nada veo más que tu imagen que me sonríe diciéndome: lucha, pelea, yo estoy a tu lado defendiéndote con mi cariño, y yo lucho sin tregua; porque sé que me amparas, que tu espíritu va delante de mí como la ejida del destino.

—Don Alfonso, tú le hablas a mi alma con el lenguaje del amor, tú me dices palabras que jamás había escuchado, por eso mi alma vuela hacia ti, y mi aliento vive del tuyo, que es mi vida… sí, lloro, porque te amo; este cariño no tiene más que lágrimas de ternura, ellas son el rocío de mi espíritu sobre las flores de nuestro amor… pensar en ti, esperar el momento en que llegas, soñar con tu imagen, ver el sol que se pone y la noche que adelanta, porque ella me trae estos momentos de infinita felicidad a mi existencia… ¡y pensar que todo esto va a disiparse como las sombras!

—Habla, habla por compasión, exclamó agitado el insurgente, yo no he comprendido… no quiero comprender.

—Y sin embargo, es la realidad… esta noche, don. Alfonso, es la última… la última tal vez de nuestros amores.

—Repite… repite esas palabras… yo estoy loco… ¡ten compasión de mí!

La joven permaneció en silencio.

—Mírame, prosiguió el insurgente arrodillándose, mírame a tus pies, ten lástima de mí, siquiera por lo mucho que me has amado.

—Mañana, dijo con acento de profunda aflicción, ya habré dejado estos lugares.

—Pero eso no puede ser.

—Nada me preguntes… ¡soy muy desgraciada!

—No me desesperes, ¡por Dios!

—Don Alfonso, el destino nos separa, y yo no puedo contrariarlo.

—Pero tú sabes que yo puedo seguirte hasta el fin del mundo, que por tí haré cuantos sacrificios estén al alcance de un hombre… ¡sí, iré hasta la muerte!

—Yo voy envuelta en las sombras del destino… no sé donde voy, ni que será de mí.

El insurgente comenzó a pasearse a grandes pasos, su cerebro se fundía en un torrente de fuego, sus pensamientos se extraviaban delante del misterio de aquella mujer.

Se detuvo repentinamente delante de Luz, cruzó los brazos sobre su pecho, y arrancando un acento lúgubre y sombrío, dijo a la joven:

—¡Soy un hombre engañado!

Luz no contestó, las palabras se habían detenido en su garganta.

—¿Por qué haberme echo soñar un porvenir donde solo encontraba la ingratitud?

—Eres injusto conmigo… no sabes que el dolor está haciendo pedazos mi corazón, y que mi alma está devorada por la angustia.

—¿Entonces por qué atormentarnos?

—Pues bien, tú sabes que soy huérfana, sin más abrigo que esta noble y generosa familia… hace un momento que mi hermano, a quien lloraba muerto, se ha presentado aquí, y…

—Comprendo lo horrible de mi suerte…

—No, es más horrible todavía; mi hermano, por no sé qué circunstancia se ha filiado con los realistas: esto arroja entre nosotros su odio y su resentimiento.

—¿Y qué importa si tú me amas?

—Para mí nada, para él todo.

—Dime adonde está tu hermano… quiero verle, hablarle, decirle que te amo y que seré tu esposo.

—Mañana en este sitio le encontrarás, es mi última esperanza.

—El consentirá…

—¡Nunca! exclamó una voz que resonó con el timbre de la desesperación y de la venganza.

—¡Mi hermano! dijo la joven, y cayó sin, sentido a los pies de don Alfonso.

—Caballero, dijo el insurgente, ya lo ha oído usted, su hermana me ama, y yo deseo ser su esposo.

—Yo he jurado eterna guerra a los insurgentes: entre nosotros no puede haber sino sangre.

—Nuestra personalidad puede ser una excepción.

—¡No, por mi vida! sería necesario que usted me matase para lograr su objeto.

—Es que a mí no me anima ese rencor.

—La sangre de mi padre necesita venganza.

—Los realistas lo asesinaron.

—Usted no puede comprender ese misterio, y a mí me importa reservarle.

—¿Y si yo me opusiera a que usted se llevara a Luz?

—Entonces te mataría, dijo Jacinto, y sin dar tiempo a don Alfonso de defenderse, le tiró un pistoletazo a quema ropa.

El insurgente vaciló un, instante, y cayó después revolcándose en su sangre.

Jacinto tomó en sus brazos a Luz, y desapareció en la fragosidad de la montaña.

Capítulo IX. De la conspiración tramada contra su Excelencia el virrey don Francisco Javier Venegas

I

Nos trasladamos a la nobilísima ciudad de México, y estamos en el 2 de agosto del año de gracia de 1811.

En uno de los callejones más apartados de la ciudad, que lleva por nombre La Polilla, y está situado en la parte Sur de la población, estaba la casa de don Antonio Rodríguez Dongo, donde se recibía esa noche memorable a los conjurados.

Fray Juan Nepomuceno Castro y otros dos hermanos de la orden estaban en la junta, el licenciado don Antonio Ferrer, alma de aquella conspiración, un cabo del regimiento del Comercio, Ignacio Cataño, y otra porción de individuos que se registran en las páginas del célebre proceso.

Luego que todos los conjurados se encontraron reunidos, fray Juan tomó un crucifijo, y recibió juramento de no revelar ni una sola palabra de cuanto iba a pasar en la sesión.

Todos juraron silencio.

El licenciado Ferrer tomó la palabra.

—Señores, se trata de consumar la revolución iniciada por Hidalgo, y a la que ha dado tanto ser el cura Morelos, vencedor en cien encuentros, y que a esta hora se dirije sobre la capital con su ejército. Si hace un año hubiéramos hecho un solo esfuerzo, los insurgentes se apoderan de México, y ya seríamos independientes.

Aquella época de vergüenza para nosotros, que vimos con los brazos cruzados sacrificar a nuestros hermanos, ha pasado: toca rehabilitarnos ante la revolución y ante la patria.

Un aplauso unánime resonó en todo el salón.

—He recibido esta mañana unos pliegos del general Morelos, invitándonos a romper este yugo ignominioso; el coronel insurgente don Alfonso Piedra-Santa es el emisario que ha penetrado furtivamente en la capital.

— i Rayo de Dios! dijo uno de los conjurados, ¡ese hombre aquí!

Aquella exclamación fue recibida como un rasgo de entusiasmo.

—No se trata ahora, continuó Ferrer, de librar una batalla, sino de apoderarnos de la persona del virrey y hacerle firmar su abdicación, entregándole el gobierno al general Rayón, nombrado presidente de la junta instalada en Zitácuaro.

—¿Cuál es el plan? preguntó con avidez uno de los conjurados.

—La combinación es muy sencilla: el virrey sale diariamente, entre cuatro y cinco de la tarde, al paseo de la Viga; no le acompañan sino unos cuantos dragones, a quienes pondremos en fuga al primer disparo.

—¿Y la guarnición? insistió el conjurado, ¿qué hará al saber la aprehensión de Venegas?

Se alzó entonces Cataño, y dijo con voz sonora:

—Yo respondo del batallón del Comercio: cuento con todos mis amigos, y ya es un negocio arreglado; la fuerza que queda en la plaza seguirá el movimiento, y si no pelearemos hasta morir.

Las palabras de Cataño fueron acogidas con entusiasmo.

—Bien, continuó el hombre que se empeñaba en saber hasta el último detalle ¿y quién se encargará de la empresa?

Se levantó a su vez Rafael Mendoza, hombre atrevido y de valor indomable, y exclamó con acento siniestro:

—¡Yo!

—¿Y con qué elementos cuenta usted para ese lance?

—Cuento con José María González, que tiene ya dispuesta su gente para arrojarse sobre la guardia de la Acordada, y con Mariano Hernández, que me acompañará a la aprehensión de Venegas. Creo que no se necesita más.

Se puso a discusión el plan, que fue aceptado por todos los conjurados.

Fray Juan, que quería elevar a la altura de un asunto sagrado aquel negocio, exhortó a los conspiradores a no desistir de la empresa, les bendijo con la fe de un sacerdote, y la cita quedó concertada para el siguiente día, a las cinco de la tarde, en el paseo de la Viga.

II

Hemos visto a uno de los conspiradores enterarse con ansiedad de toda la combinación, y nuestros lectores seguramente lo habrán declarado sospechoso.

Efectivamente, aquel hombre salió de la casa de Dongo, y se dirigió a la de su habitación, que estaba situada en la calle del Amor de Dios.

Era una casa entresolada y sombría, apenas amueblada, parecía más bien un calabozo.

Se entró el conjurado hasta la última pieza, donde había una pequeña lámpara encendida frente al cuadro de una Dolorosa.

—¡Luz! ¡Luz!

—¡Hermano! contestó la joven despertando sobresaltada.

—¿Te has dormido?

—La soledad… la noche…

—Tienes razón, ya es tarde, van a dar las once.

—Te veo preocupado, ¿qué tienes?

—Nada…

—Es que tus ojos han tomado un tinte siniestro.

—¡Luz! gritó Jacinto, a quien habrán reconocido nuestros lectores, tú me ocultas algo.

—¿Yo? dijo asustada la joven.

—No sabes que soy terrible en mis venganzas, y juegas con. el rayo.

—¡Jacinto! ¡Jacinto! exclamó la joven arrodillándose.

—Vamos, levanta… dime; pero cuidado con mentir… ¿has visto a Piedra-Santa?

Una lividez mortal apareció en el rostro de Luz; su hermano le avisaba de la llegada de su amante, aquella era una felicidad inmensa.

Después de un momento de silencio, contestó con la seguridad de quien no miente:

—Jacinto, no le he visto.

—Ese miserable ha traído unos pliegos del cura Morelos… yo le atajaré en su camino.

—Pero hermano, ¿dime qué ofensa te ha hecho don Alfonso para que así lo aborrezcas?

—Oyeme, Luz, yo aborrezco a los insurgentes… ese es mi secreto… y cuando yo pensaba que entre ellos y yo no había más que sangre y venganza, se atraviesa tu amor como una maldición… ¡imposible!… ¡imposible!

Luz inclinó la cabeza, y empezó a llorar con amargura.

—He ofrecido, continuó Jacinto, contrariar mi destino, y lo lograré al fin…

Se acercó a la mesa, escribió algunos renglones en un cuarterón de papel, se lo puso después en la cartera, y se salió de la casa sin despedirse de su hermana.

Atravesó la calle de Santa Inés, siguió por el costado de Palacio, volvió a la izquierda, y se entró por la puerta principal de aquella estancia de los virreyes.

Subió la escalera, habló al oído algunas palabras al oficial de guardias, y penetró en la cámara de Venegas.

III

Luego que Jacinto abandonó su casa, un embozado que estaba en el dintel de un zaguán en la acera del frente, cruzó la calle y dio tres toques a la ventana.

—¡Él es! exclamó Luz, y abrió la madera, que apenas crujió al dar paso a la joven, que se puso a la reja.

—¡Al fin te encuentro! dijo con honda ternura don Alfonso.

—Sí, aquí estoy, y tuya como siempre, siempre tuya.

—He pasado tanto tiempo sin verte, sin oír tu voz, sin abrasarme en el fuego de tu aliento, que mi espíritu se ha agostado, como las flores cuando el sol les niega sus rayos y la aurora sus lágrimas… pero no te he olvidado un solo instante: he pensado contigo, he soñado, y tu imagen no me ha abandonado un solo momento… ¡porque yo te amo con delirio, con idolatría!

—¡Don Alfonso, tú me enloqueces… mira en mi semblante las huellas de un llanto continuo… desde aquella noche en que caíste atravesado por el plomo, te lloro muerto e invoco tu espíritu… hace un instante mi hermano me ha dicho que vivías… yo sabía que vendrías a mi encuentro: he sentido tus pasos en mi corazón… ¡Dios mío! estás a mi lado, y yo no he muerto de placer.

Don Alfonso tomó aquellas manos que acariciaban su frente, y las besó mil veces en la excitación ardiente de su cariño.

Hay momentos en que las palabras se agotan, porque son impotentes para expresar los sentimientos del alma; entonces los rayos del corazón se desprenden al través del pecho, y se deshacen en una mirada de pasión que nos hace estremecer como un soplo de aire a las ramas de los árboles.

¡El aliento de fuego, la palpitación del seno, la languidez del semblante, todo revela la transformación del espíritu en una emanación purísima de la divinidad; porque la hora de un amor santo es la hora del bien: parece desprenderse el alma del barro, sublimarse en el éxtasis de los ángeles, acercarse a Dios en vuelo manso y apacible a través de esa bóveda azul que nos rodea!

¡Amar!… ¡resplandecer!… ¡iluminar el cielo oscuro de la existencia con esa aurora boreal del corazón; tender pabellones de fuego sobre el horizonte de la vida; sentirse extraño a las miserias humanas; tornarse en aroma, en luz, en incienso, en rocío; extender las alas del pensamiento; ensancharse como un suspiro dentro del seno, y ceñirse de esa aureola que se llama amor en, el idioma de los serafines, es vivir en un momento una eternidad, apurar en una sola gota todo el bálsamo de la existencia en su encadenamiento con el cielo!…

Aquellos dos seres habían nacido para amarse, y entraban en la predestinación del infortunio.

La pobre niña no había sentido jamás lo que era amar antes de conocer al insurgente, y aquel hombre había mantenido en reposo el mar de sus pasiones, encadenando las olas que amenazaban devorarle, hasta que Dios le puso delante a aquella criatura como la cifra de su destino.

Don Alfonso amaba con idolatría, el amor tomaba posesión de aquel pecho, para no desarraigarse sino con el último aliento.

—Háblame, decía la joven, háblame, para convencerme de que no sueño.

—No, respondía don Alfonso, no es una quimera: toco tus manos, beso tu preciosa frente como en aquellas noches de dulzura y melancolía que pasábamos en las sombras de la gruta… ¿lo recuerdas?… allí te encontré recogiendo las flores de la montaña, y te conté mis amores, ¿no es verdad?… tú estabas trémula, agitada; yo te veía con pasión, porque te amaba desde que te conocí… tú me escuchabas con la timidez de la tórtola; ¡qué hermosa estabas!… yo esperaba de tus labios una palabra de compasión… Dios mío, ¡qué felicidad!… te acercaste a mí, reclinaste tu frente sobre mi corazón y lloraste, sí, lloraste: nuestro amor comenzó con lágrimas, como la mañana con el rocío.

—Sigue, sigue, decía Luz; la memoria de esa noche es mi tesoro.

—¡Desde entonces yo he sido feliz, muy feliz… me parece todavía respirar el aroma purísimo de aquellas flores, y escuchar el agua que corría a nuestros pies entre las hojas… me parecían tan cortas las horas!…

—Ahora todo es tristeza, respondió Luz, y dos lágrimas se desprendieron a lo largo de sus pestañas.

Embebecidos los amantes en el mundo de sus recuerdos, no percibieron que un grupo de embozados se acercaba entre las sombras hasta rodear la ventana.

—¿El coronel Piedra-Santa? dijo uno de los embozados.

—Yo soy, contestó don Alfonso.

—Os intimo prisión en nombre del rey.

Luz temblaba, asida a las rejas de la ventana.

—Estoy a las órdenes de usted.

—Pues adelante.

Don Alfonso se puso entre el grupo, y sin hablar otra palabra se dejó conducir paso adelante.

Una carcajada siniestra como el graznido del búho, se dejó oír junto a la ventana donde yacía la joven inmóvil y silenciosa como la virgen del dolor.

IV

Jacinto había denunciado la conspiración, y Venegas lleno de espanto, mandó aprehender a los conjurados, que cayeron en su mayor parte en manos de sus verdugos.

Dice la historia de aquellos días de opresión y vasallaje, que grande sobresalto causó en la ciudad el descubrimiento de la conspiración, aumentándose el terror del riesgo que se había corrido, con el aparato del acuartelamiento de las tropas, apresto de artillería y patrullas frecuentes en los barrios.

El virrey anunció por un proclama todo lo ocurrido, tratando en la misma de calmar la inquietud causada por las medidas precautorias que se habían tomado.

Los comandantes de los cuerpos que guarnecían la capital, se apresuraron a manifestarle la confianza con que podía contar con la tropa, siendo notable el oficio del coronel del Comercio, don Joaquín Collo, en que decía; «que con los ciento cincuenta granaderos de su cuerpo, formados delante del Palacio, no habría quien se atreviese a asomarse a él, ni aun a mirarlo.»

Todas las autoridades, todas las corporaciones civiles y religiosas de dentro y fuera de la capital, protestaron a Venegas su adhesión; el cabildo eclesiástico de México hizo celebrar una solemne función de acción de gracias, por haberse descubierto la conspiración. A su imitación, hizo lo mismo el de la Colegiata de Guadalupe y demás catedrales.

El consulado puso a disposición del virrey dos mil pesos, para gratificar al que había dado el primer aviso, ofreciendo cinco mil para los que en lo de adelante denunciasen las tramas de igual naturaleza que se formasen; y el ayuntamiento de México, excediendo a todos los demás cuerpos en sus protestas de fidelidad al soberano y adhesión al virrey, no sólo fue una de las primeras corporaciones que felicitó a éste, por medio de una comisión en la mañana misma del día tres, sino que acordó se esculpiesen en piedra dos inscripciones, en latín y castellano, que recordasen el suceso, y se fijasen a la fachada de las casas municipales.

Los presos estaban irremisiblemente sentenciados.

Los españoles estaban terribles: se esparció la noticia de que el licenciado Ferrer sería sentenciado a deportación, y en tumulto se dirigieron al Palacio, donde obtuvieron del virrey la promesa de que si la sala del crimen no condenaba al reo a la pena capital él lo mataría para tranquilizar los ánimos.

El 27 de agosto se notificó a los reos la sentencia de muerte: el licenciado Ferrer se desplomó sobre el suelo, rompiendo con su cabeza las hojas de la causa; así se conserva aún en nuestros archivos.

Cayetano Ayala, Dongo y los demás conjurados, oyeron impasibles aquella fatal sentencia, ni aún se inmutaron cuando el escribano se las dio a besar.

Al insurgente Piedra-Santa, no lo consideraron digno ni aún de escuchar su sentencia.

Los frailes salieron desterrados para la Habana, y fray Juan Nepomuceno Castro murió en los calabozos de San Juan de Ulúa.

V

El insurgente Piedra-Santa estaba en un calabozo de la Inquisición: nada se le había permitido, así es que estaba acostado sobre las losas húmedas, esperando el momento en que debían hacerle saber su sentencia.

Moría tranquilo, porque sabía que quedaba en la tierra una alma que lo llorase: este consuelo esparce un perfume de tranquilidad en las últimas horas de la existencia.

Aquella terrible situación no inquietaba como debiera el ánimo esforzado del insurgente; sabía que al tomar las armas, tarde o temprano su destino era morir, y estaba resignado.

A fuerza de pensar se había quedado profundamente dormido, como tantas veces en las piedras de las montañas y al raso de una noche de tempestad.

En el cuerpo de guardia los oficiales jugaban a los albures su prorateo.

—Querido ya estás empeñado hasta el mes de septiembre.

—No importa; aún puedo apostar mis alcances.

—Eso sería abusar.

—Puede que cambie la suerte.

—Pues sigamos.

El desgraciado capitán estaba de malas, y perdió sus billetes de alcance.

—Espérense un cuarto de hora; traigo quinientos duros, veremos si me los ganan.

—Te esperamos, respondieron a una voz los camaradas.

—Ese demonio va a traerse la caja del cuerpo.

—Como que es nuestro pagador; pero eso sí, se ha portado como un hombre, no ha echado mano de la caja hasta no perder el último peso.

—Es un guapo chico.

—Se pasó un cuarto de hora fumando y charlando, hasta que el capitán llamado Santa-María entró con las monedas.

—Ya estoy aquí, nos batiremos cuerpo a cuerpo.

—Aceptado el reto.

—Pues a ello, yo pongo la banca.

—Si se ha de creer en supersticiones, dijo un oficial, mi capitán está de malas, ya las cartas le volvieron la espalda.

—Es que este rey viene.

—Apuesto al caballo.

—Demonio, el caballo en puerta.

—Lo dicho, está de malas.

—¡No importa, adelante con dos mil diablos!

Siguió el juego, y Santa-María perdió los haberes del regimiento.

Luego que desapareció la plata, aquel hombre comenzó a reflexionar sobre su situación, que traía consigo la degradación, el destierro, la vergüenza y la muerte en el porvenir.

Abismado en este océano borrascoso de ideas estaba abstraido, cuando su asistente le dijo al oído: una señora quiere hablar con el señor capitán.

Se levantó maquinalmente, y salió a la calle.

Una dama perfectamente tapada lo estaba esperando.

El capitán conoció que era una gran señora.

—Deseo saber en qué puedo servirla señora.

—Es un negocio, señor capitán, muy arduo, y que sin embargo es necesario resolver ahora mismo.

—Ya tengo el honor de escuchar.

—El señor capitán acaba de perder sus haberes.

—Es cierto.

—Eso importa poco, pero ha seguido con los de su regimiento.

—Sí, y es horroroso lo que me espera.

—Pues bien, yo os traigo el duplo de lo que habéis perdido.

—¿Pero qué objeto?…

—Me daréis la revancha.

—Estoy pronto.

—Esta tarde ha sido sentenciado a la última pena un insurgente cuya guarda está confiada…

—A mi lealtad de soldado.

—Necesita la libertad de ese hombre.

—Es imposible, mi honor me lo prohibe.

—¿Se olvida el señor capitán que su honor lo ha perdido en una carta hace un momento?

Santa-María guardó silencio.

—Entre la fuga de un reo que puede atribuirse a un descuido, a una circunstancia irreparada, y la acción infame de robar los fondos del rey para despilfarrarlos en una mesa de juego, diga usted capitán lo que prefiere.

—La muerte por la fuga del reo, y no la deshonra, exclamó el capitán.

—Bien, dijo la dama, sois todo un caballero, tomad esta sortija, os puede servir alguna vez, aquí está esta bolsa con cien onzas de oro, cuidado con buscar la revancha.

—El capitán tomó lleno de vergüenza la bolsa con el oro, y se dirigió al calabozo de Piedra-Santa llevando un traje completo de soldado.

—Ea, despierte usted.

—¿Ya es hora?

—¡Demonio! no hay que hablar, póngase usted este uniforme, y sígame.

Piedra-Santa comprendió en el acto, se calzó el vestido y tomando un aire marcial, siguió al capitán hasta la calle, donde lo esperaba la dama.

—Adiós señora, dijo Santa-María.

—No os olvidéis de la sortija, contestó la tapada, que seguida de don Alfonso se perdió a lo largo de la calle.

VI

El 25 de agosto de 1811, se levantó un magnífico cadalso en la plazuela de Necatitlan, el tablado estaba forrado de paño negro.

Aquel lugar era el señalado para las ejecuciones.

Una doble hilera de soldados cerraba el frente y costados del patíbulo, y se extendía a una gran distancia en la calle, por donde afluía una gran cantidad de pueblo curioso de presenciar ese espectáculo de sangre.

A las diez de la mañana aparecieron los sentenciados, precedidos de una pieza de artillería dispuesta a ametrallar a la multitud, caso de un desorden.

Todos veían con espanto ese solemne aparato, ostentación miserable de crueldad y de injusticia.

El cabo Cataño había probado que pertenecía a una familia noble, y reclamó las distinciones de su rango en sus últimos momentos.

El licenciado Ferrer venía montado en una mula con gualdrapa negra, y los otros sentenciados a pie entre la tropa.

Los frailes venían exhortándolos, y los devotos y hermanos de cofradía rezando en alta voz como si se tratara de un auto de fe.

Ferrer y Cataño llevaban sacos verdes, y los demás reos, blancos y con cruces coloradas.

Ascendieron aquellos hombres las gradas del cadalso y… el verdugo hizo su fatal maniobra.

Un grito se exhaló de aquella multitud; era el gemido del pueblo, que veía expirar en el cadalso a unos de tantos mártires de la independencia mexicana.

Los cadáveres quedaron expuestos a la expectación pública, los de Ferrer y Cataño permanecieron sentados, los demás quedaron suspendidos de una cuerda.

Unos hachones de cera chisporroteaban delante de los ajusticiados, como las antorchas del patriotismo delante de las cenizas reverendas de sus apóstoles.

VII

Desde un ángulo de la plaza, y recatándose a las miradas del pueblo, un hombre había presenciado las ejecuciones con una ansiedad horrible.

Con las miradas llenas de avidez, buscaba una víctima conocida entre aquellas señaladas por el verdugo.

Cuando se convenció de que no estaba lo que en vano se afanaba por buscar, lanzó una terrible maldición, y abriéndose paso por entre la multitud, se echó a correr como un demente por las calles.

Llegó el desgraciado a la del Amor de Dios, empujó las pesadas maderas del zaguán, y se entró lleno de ansiedad a los aposentos… todo estaba desierto.

—¡Dios mío! exclamó con desesperación ¡ella… ella lo ha salvado… el destino… la maldición de Dios!

Después llevó las manos a su pecho, buscó el escapulario donde llevaba guardada la esmeralda que le había legado su padre como única herencia, y no la encontró.

Recordó entonces que había colgado el amuleto a la cabecera de su cama, lo buscó entonces con más ahinco, revolvió los muebles de la estancia sin lograr su objeto.

—¡Mi esmeralda! ¡mi esmeralda!, gritaba como un loco ¿quién me ha robado esa prenda de venganza?

Después serenándose un tanto, dijo:

—No importa, mientras yo aliente, la predicción no puede cumplirse, y yo vivo, y viviré; porque le sirvo al porvenir.

Se dirigió a la mesa donde tenía guardados los mil pesos, premio de su traición… también habían desaparecido, con ellos se había comprado la libertad de Piedra-Santa; ¡terrible coincidencia!

Jacinto sentía extraviar su cerebro y perderse en el mundo de lo irrealizable.

—¡Es necesario estar sereno para meditar mi venganza… ese hombre ha huido con Luz… me ha deshonrado… bien… yo le cobraré estos momentos de amargura y lavaré la mancha que me arroja a la frente… ya estoy tranquilo… Satanás me ayuda… yo soy el último vástago de esa trágica familia que ha dejado su nombre escrito con sangre en seis generaciones… parece que llegamos al fin… escondámonos en la tumba con la dignidad de nuestros antepasados… el viento de otra vida sopla sobre mis cabellos… la hora ha llegado!…

Procuró tomar, a fuerza de contener su rabia, su continente de reposo, se ciñó la espada, puso dos pistolas a su cintura, y abandonó la casa para siempre.

Capítulo X. De la entrada de los insurgentes en la ciudad de Cuautla de Amilpas

I

Cuautla de Amilpas es una de las ciudades más encantadoras de la Tierra Caliente.

Parece una gaviota posándose en un nido de hojas y de flores, mitigando el fuego del sol sobre aquella frescura, y durmiendo la siesta a la orilla de las cascadas y bajo el cielo purísimo donde irradia la luz con visos deslumbradores.

El viento posa sus alas en los bosques de platanares y de naranjos, que sacuden su esencia en aquella atmósfera impregnada de perfume.

En aquella zona abrasante todo es languidez: las mariposas apenas levantan el vuelo, y permanecen soñolientas sobre los pétalos de las flores, los pájaros que han saludado con sus cantos la venida del sol, se ocultan en las ramas de los árboles buscando la sombra y el beso del aire que apenas estremece las hojas en una pausada convulsión.

El aleteo de los insectos se oye por intervalos, penetrante y sonoro como la repercusión de la platina.

En esas horas en que la atmósfera parece de plomo, y la naturaleza enmudece como si se sintiera agobiada por el calor latente de la zona, el hombre no se percibe sino por el movimiento de las hamacas que se columpian suavemente, como las telas de los insectos en los troncos de los rosales.

Las casas son unos nidos, enmedio de aquella profusión riquísima de árboles y de flores.

Allí las noches son encantadoras: cuando el sol se oculta comienza la vida, el aire está tibio, y libre de los vapores, comienza a sacudir sus alas, y a recorrer los campos, y a despertar las rosas desmayadas, y a estremecer los árboles, y a verter el aroma que yace guardado en el cáliz de las azucenas.

En aquel paraíso todo respira melancolía y amor; el alma sale del abismo y se asoma a los ojos para ver el cielo.

¡El cielo! allí las estrellas toman una dimensión asombrosa, y parecen multiplicarse en una lluvia de oro que no llega a caer sobre la tierra.

Las exhalaciones son continuas y atraviesan el cielo en todas direcciones, como luceros desprendidos que caen en el abismo del espacio.

¡El espíritu de Dios está sobre el firmamento en la plenitud magnífica de su majestad!…

II

Estamos ya en esa ciudad de rosas y de ilusiones: la tarde ha caído, y apenas se reflejan, los últimos rayos sobre las fajas del cielo, que mintiendo todas las formas y deshaciéndose al fin en el horizonte, parecen llevarse los visos postreros de la luz.

El crepúsculo, ese ángel colocado entre la luz que muere y la sombra que se levanta, va a hundirse en las tinieblas, para reaparecer a los primeros tintes del alba.

La lumbre comienza a percibirse en las cabañas de los alrededores, y la campana de la parroquia da el toque de Oraciones.

El bronce sagrado saluda al día que se va y a la noche que llega.

Atravesemos un pequeño bosquecillo de naranjos, y penetremos en una de aquellas casitas, que sirve de asilo a dos desgraciadas criaturas.

Dos jóvenes, ambas hermosas, están sentadas en un banquillo formado por ramas secas.

Aquellas criaturas hablan en voz baja: temen sin duda despertar al niño que duerme en una hamaca suspendida de las maderas de la techumbre.

—Querida Luz, estás triste, decía la más joven, que era una muchacha de ojos negros y centellantes, de cabello oscuro como la noche, facciones bien delineadas, boca pequeña y nacarada, dejando asomar por los claveles de sus labios su dentadura blanquísima como el alabastro, su garganta es torneada y su seno como el de la Venus de la Concha, su cintura como la de las mariposas, y su pie pequeño y encantador.

—Te engañas, María; nunca como ahora he rebosado en esperanzas.

—Mal lo demuestras, con ese semblante siempre lleno de angustia y de melancolía.

—Es que yo gozo enmedio de esta tristeza, mi alegría no estalla, la guardo en el corazón.

—Vamos, yo sí que debiera llorar continuamente.

—Jamás he querido indagar tus secretos, y no por falta de cariño.

—Confieso que he sido muy reservada contigo, pero ha llegado el momento de entregarte las llaves de mi corazón.

—Ya te escucho; tus palabras caerán en el abismo de mi pecho para no salir jamás.

—Así lo espero, amiga mía, dijo la joven besando la casta frente de Luz.

—Hace dos años que vivía con mi hermana en, Nucupétaro al cuidado de una pobre anciana a quien mi madre nos había encomendado… ¡pobrecilla!… yo crecía siempre alegre y llena de ilusiones, porque los sufrimientos no han podido enturbiar el horizonte siempre claro de mi vida, yo me he sobrepuesto a las vicisitudes… Pasábamos la vida en una tranquilidad apacible, mi hermana, cuyo nombre no te revelo, porque he prometido callarlo, tenía un gran talento, y decía que su corazón no lo poseería ningún tonto… yo la oía con tristeza, porque a mí me enamoraban los jóvenes más simples de la población, y si yo seguía sus consejos, seguramente no me casaría jamás.

Luz se sonrió al escuchar la observación de su amiga.

—El propósito de mi hermana fue el origen de su desgracia.

—¿De su desgracia? preguntó Luz con extrañeza.

—Sí, amiga mía, nos visitaba por entonces una persona de alta capacidad; sus conversaciones estaban fuera del sentido vulgar, y pasábamos las horas enteras escuchándole… aquel hombre hizo una viva impresión en el alma de mi hermana… pero, ¡ay!, ese ser lleno de prestigio y de capacidad, no era libre, un voto lo retenía en el silencio de la vida… estaba consagrado a Dios.

Luz se estremeció.

—¡Cuando el corazón comienza a resbalar en la pendiente del abismo es difícil contenerle!… mi hermana amó hasta la locura… comprendió lo horrible de su falta, y entró en la angustia de la expiación hasta consumirse en la oración y en el llanto!… un día me llamaron a su aposento: María, me dijo mi pobre hermana ya moribunda… he cometido una falta… muero arrepentida… Dios que puso una venda delante de mis ojos, me ha perdonado… voy a morir… este niño es el fruto desgraciado de esa pasión que me lleva a la muerte… te lo entrego… vela tú por él… es el hijo de mis entrañas… besó la infeliz al niño que lloraba en aquellos momentos como si presintiera la desgracia que lo amenazaba. Yo le tomé en mis brazos, y llorando le juré que no le separaría un instante de mí… ¡a las pocas horas mi hermana había dejado de existir!

María inclinó su cabeza para ocultar su llanto, y después prosiguió:

—Desde entonces Juan ha sido mi hijo, le amo con la ternura de mis recuerdos, y le tengo una compasión profunda… hasta hoy nada ha sufrido, hay quien vele por él, y yo estoy rodeada de cuanto necesito… hoy se me ha avisado que llegará una persona a verle, y le aguardo, jamás se ha dejado de cumplir cuanto se me ha ofrecido.

Quedó María profundamente pensativa con la mirada fija en la hamaca del niño.

Luz le había pasado el brazo por la cintura, y la estrechaba a su corazón con profundo cariño.

III

Morelos, después de haber sofocado la conspiración del Veladero, salió para Cuautla de la Sal, donde derrota a los realistas y decapita al general Musim; entra en Izúcar, donde es atacado por el marino Lobo Maceda; se resiste heroicamente, y su enemigo cae a sus pies acribillado de heridas.

Sigue con su ejército vencedor hacia Taxco, avanza a Tenancingo, ocupa a Tecualoya, y emprende con sus armas, siempre victoriosas, la toma de Cuautla de Amilpas, donde entra sin hallar resistencia el 9 de febrero de 1812.

El capitán Larios sale inmediatamente en observación del enemigo, mientras se dispone la defensa de la plaza.

La posición es ventajosa.

«La ciudad de Cuautla se halla situada en un bajío llano, al que por todas partes domina, sin que sea dominada por ninguna, rodeada de platanares y de arboledas pegadas a los edificios por todos vientos, y por el Poniente que no lo está tanto, corre de Norte a Sur una atarjea de mampostería de vara y media de grueso, que gradualmente se eleva hasta doce o catorce varas de altura, terminando en la Hacienda de Buenavista, a cuyas máquinas de moler caña conduce el agua, hallándose la casa y oficinas dentro de la misma población, hacia el Sur de ella. Ésta se extiende algo más de media legua de Norte a Sur, y en esta dirección, corre una calle recta, en cuyo principio al Norte está la Capilla del Calvario: en anchura se extiende mucho menos, y en la calle principal, se hallan con sus plazas los conventos de San Diego y Santo Domingo, susceptibles de ser fortificados, siendo el último la Parroquia del lugar. Al Oriente de este, se levantan las lomas de Zacatepec, entre las cuales y el pueblo corre un río de doscientas varas de caja, y cuya corriente aunque abundante y rápida, se ciñe a un canal de doce o quince varas.»

Decididamente aquel punto era el señalado por la estrategia para recibir al enemigo.

Hermenegildo Galeana, el soldado más valiente de la insurrección, se encargó de fortificar San Diego y Santo Domingo, y Buenavista los valerosos Bravo y el capitán Matamoros.

La ciudad estaba de regocijo, había una animación desconocida y un entusiasmo sin límites.

Morelos visitaba todas las obras, dirigía la palabra a sus soldados, les ayudaba con su ejemplo y no cesaba de augurar un seguro y próximo triunfo.

El vigía de la torre anunció que se veía un grupo de jinetes que venían a escape en dirección a la plaza.

Galeana, el inmortal Galeana, salió al encuentro de la fuerza.

—¡Hola! capitán Larios, ¿qué sucede?

—Estamos de enhorabuena, los realistas están sobre el camino.

—¿Muy cerca?

—Hemos venido tiroteándonos, y me vienen quemando.

—Pues entre usted a dar parte al general.

—Al momento.

Se entró el capitán, y se llegó al alojamiento del cura.

—Mi general, Calleja viene mandando el ejército realista, que dentro de una hora debe estar al frente de la plaza.

—Perfectamente, tenía deseo de habérmelas con ese miserable asesino, aquí le cobraré los fusilamientos de Granaditas y de Calderón.

—Trae lo más granado de la guarnición, de México.

—Eso no importa, me he propuesto batirlo, y lo batiré.

—Es que su gente es de lo mejor.

—Basta, dijo Morelos, y saliendo al patio, tomó un caballo, y seguido de su escolta tomó rumbo fuera de la ciudad.

¿Dónde va, mi general? preguntó Galeana.

—Voy a hacer un reconocimiento.

—Conozco perfectamente de lo que se trata, y no saldrá usted sino sobre mi cuerpo.

—Vámonos, que se hace tarde, dijo Morelos, disimulando la emoción que le causaba el cariño de su valiente soldado, que lo cuidaba como a un niño.

—Digo que no pasará usted, mi general.

—Déjeme usted, Galeana, voy solo al Calvario a reconocer con mi anteojo al enemigo.

Galeana no quiso insistir, y apostó centinelas en las torres en observación, de sus movimientos, porque conocía el carácter de aquel hombre extraordinario.

El enemigo se avistó, llevando a la descubierta un cuerpo de caballería.

Morelos se avanzó con su escolta, que comenzó a escaramuzar, empeñando un combate que debía decidirse por Calleja, visto la gran superioridad numérica.

Los realistas cargaron con vigor, y los soldados de la escolta se pusieron en dispersión.

Morelos se quedó con sus ayudantes, e hizo un disparo con sus pistolas.

A un lado iba un andaluz a quien decía el tiro Curro, que cayó atravesado por una bala.

—Que recojan ese fusil, dijo Morelos haciendo alarde de serenidad, para que no se pierda todo.

Los dragones seguían en una carga brusca, y Morelos se batía heroicamente en retirada.

Los vigilantes gritaban sobrecogidos ¡que matan al general!… ¡que matan al general!

Este grito fue una señal de alarma; Galeana salió con un grupo de insurgentes dispuesto a salvar a su jefe. Los Costenos tiraron los fusiles, y se arrojaron con sus machetes surianos sobre los realistas en una lucha desesperada.

Las infanterías no llegaban aún, así es que las caballerías del rey se retiraron al Guamuchilar, donde acampó el ejército de Calleja.

Morelos abrazó a Galeana, procurando contentarlo, porque el soldado estaba furioso por la imprudencia del general.

Los insurgentes volaron en grupos al encuentro de su querido jefe, lo habían creído prisionero, y Dios se los devolvía para arrebatárselo más tarde en los momentos más aciagos de la revolución.

Entre los oficiales que se acercaron a felicitarlo, llegó un tixteco, joven aún, moreno, con la cabellera agrupada sobre la frente, los ojos negros y la mirada penetrante, los pómulos pronunciados, los labios entreabiertos, dejando ver una hermosa dentadura que revelaba la fuerza de aquel hombre.

Toda aquella fisonomía manifestaba un gran talento natural y una grande obstinación de carácter.

—Hola, capitán Guerrero, dijo el general, es usted un valiente, no necesitaba esta pequeña escaramuza para conocer en usted al hombre de valor indomable; usted será uno de los soldados de más nombre en el ejército americano.

Aquellos labios proféticos le anunciaban al modesto suriano su venidera gloria, como a Napoleón uno de sus generales, que sería uno de los hombres de Plutarco.

IV

Llegó la noche de ese día, primer eslabón de la era de gloria y de combates que durante cuatro meses recogería la historia para formar la epopeya sublime del sitio de Cuautla, donde Morelos, Galena y los Bravo dejarían la fama de su nombre como una herencia en el álbum de nuestros recuerdos nacionales.

La noche estaba tranquila, sólo se oía por intervalos el grito de los centinelas que se iba alejando como un eco en la extensión de la ciudad.

Algunas patrullas pasaban en silencio por las calles, y luego se perdían en las sombras como el ruido de sus armas.

En la casa que ya conocen nuestros lectores, permanecen aún las dos amigas, la una canta junto a la hamaca, y la otra reza en un rincón del aposento, frente a una lamparita que arde delante de una estampa del Crucificado.

Se oyó el ladrido de los perros que olfateaban a alguien.

¡Caifás! gritó, por aquí, ¡ven! ¡ven!

Caifás era un mastín ordinario y terrible, que se había robado de una ranchería el asistente Vildo, que hemos visto seguir al coronel Piedra-Santa.

Caifás era el guardián de las jóvenes, y las defendía valientemente: sólo para ellas tenía amor, y para el niño que retozaba con él a todas horas.

Decíamos que Caifás ladraba desaforadamente desde la puerta de entrada, defendiéndola de un embozado y varios insurgentes, que trataban de entrar.

—Contengan a ese perro, o lo vuelo de un balazo, dijo uno de los soldados.

—Mucho cuidado, gritó Vildo, que ese mastín es mi asistente.

Luego que el perro oyó la voz de su amo, se lanzó haciéndole fiestas.

—Vamos, que eres un buen centinela, y así me gusta; esta noche misma voy a darte ración doble por cuenta de los realistas… dispense usted, señor general, ya puede usted pasar adelante.

El general penetró en la casa, dejando a los insurgentes a la puerta.

Atravesó el patio y se entró en el aposento de las jóvenes.

—Señor Morelos, dijo María, hemos pasado esta tarde un susto horrible, creíamos ver a usted muerto de un balazo.

—Cuestión de tiempo, hija mía.

—Es que no quiero ni pensarlo.

—¿Y usted, Luz, cómo sigue? dijo Morelos.

—Señor, yo vivo en perpetua agitación.

—Sé de donde provienen esos temores: cuando el corazón sufre una de tantas tormentas que le azotan, la vida es una ola que recorre la extensión creyendo chocar a cada instante.

—Es verdad.

—Yo pondré término a esos padecimientos: puede usted avisar al coronel Piedra-Santa, que mañana venga a primera hora, celebraremos el matrimonio, y usted será la esposa del insurgente.

—¡Señor! reclamó Luz besando las manos del sacerdote; ¡usted me hace la mujer más dichosa sobre la tierra!

—Ya sabe usted que Piedra-Santa es uno de mis soldados más valientes, y quiero halagarle… ¡ha sufrido tanto!… vamos, no quiero ni pensar en las angustias y trabajos de todos los hombres que me siguen; sí, Luz, yo los amo como a mis hijos; sin ellos, las esperanzas todas de la patria quedarían muertas; ellos avivan con su sangre y con sus lágrimas la hoguera encendida de la revolución… ¡pobres soldados míos!… yo finjo desconocer sus penalidades; pero cuando los veo rendidos de cansancio atravesar las montañas y vencer las llanuras, muertos de sed y de hambre, cuando tengo que llevarlos enfermos o heridos enmedio de la intemperie, entonces el corazón se me destroza… ellos ignoran estos ocultos dolores… ¡ah! si lo supiesen, sus penas se aumentarían, porque todos me aman… ¡Dios recompensará en el porvenir tantos sacrificios!

Quedó un momento en silencio aquel hombre, que llevaba sobre sus hombros el peso de una situación tan comprometida.

—¿Conque me ha dicho usted que mañana se celebrará mi matrimonio?

—Sí, hija mía, deseo verte tranquila; y en cuanto a tí, María, te tengo destinado un novio magnífico.

La muchacha hizo una mueca graciosísima.

—No te burles, que te estoy hablando la verdad; es un oficial guapo, y como todos los míos, valiente a toda prueba.

—Ese es un gran defecto.

—¿Defecto?

—Sí, señor Morelos, yo lo quiero muy cobarde, más tímido que una mujer.

—Es difícil encontrarle entre los insurgentes.

—Les tengo miedo a los arrojados; esto de estar pensando quedar viuda de un momento a otro.

—¿Pero y la gloria?

—Yo no la he visto nunca, a pesar de oírsela mentar a todas horas a los soldados.

—No se ve, pero se siente.

—Señor cura, yo insisto en mi idea primitiva: así es que cuando vea usted que alguno de los oficiales corre al oír los primeros tiros, acuérdese usted de señalármelo, yo lo tomaré por esposo con mucho gusto.

—Se sonrió el general con aquella célebre ocurrencia.

—Yo seré la madrina de Luz, continuó María.

—Estás señalada de antemano, se apresuró a contestar la joven estrechando la mano de su amiga.

—Y yo traeré a Galeana, dijo Morelos, él servirá de padrino; vamos, que yo estoy loco con ese hombre, los hermanos Bravo y él son el orgullo de mi ejército; sin ellos estaría derrotado y acaso muerto.

—Puede usted, señor cura, dijo Luz, invitar de mi parte al señor capitán; baste el ser señalado por usted, para que yo le acepte de corazón.

—Valen mucho estas criaturas, dijo Morelos, y les prometió volver a la mañana siguiente a la ceremonia.

Las jóvenes se retiraron.

Entonces el general se acercó a la hamaca donde dormía su hijo, levantó el lienzo que le cubría el rostro y lo contempló por algunos momentos.

Posó su consagrada mano en la frente sudorosa del niño, después se inclinó y depositó un beso en aquella infantil cabeza.

—¡Pobre Juan! murmuró con voz imperceptible, y abandonó la casa seguido de sus ayudantes.

V

Aquel niño que dormía el sueño de la inocencia, se alzaría más tarde de la cuna con el prestigio heredado de su padre, como una sombra que crece, y que se ensancha y cubre el horizonte.

Medio siglo después atravesaría los mares, y regresaría, seguido de los bajeles de tres naciones, a encadenar a esa patria tan querida del héroe, y por cuya libertad se vertía entonces a torrentes la sangre mexicana.

¡Víctima de la lucha tenaz de su espíritu, vagaría sin consuelo, agitado en el mundo del arrepentimiento y de la expiación, hasta sucumbir en el abatimiento misterioso de su alma!…

¡Quién nos hubiera dado verle en sus últimos momentos, con la mirada fija en el cielo, y las manos enclavadas sobre el pecho, pidiendo al Juez Eterno misericordia por sus errores!

Acaso sus últimos pensamientos fueron para su patria… acaso sentía aparecer en sus ojos la lágrima postrera, como la expresión de la angustia del proscrito que muere en tierra extraña…

Dios, compadecido de esa trabajosa agonía, cerró sus ojos al sueño eterno…

¡Crimen o error, la historia ha pronunciado su fallo condenatorio!… ¡Dios lo haya absuelto en el suyo!…

Aquel niño se llamaba Juan Nepomuceno Almonte.

Capítulo XI. De cómo es cierto el refrán de que «del plato a la boca se pierde la sopa»

I

El general quería dar una gran sorpresa a Piedra-Santa, disponiendo una verdadera fiesta para el día siguiente, en que debía celebrarse el matrimonio del insurgente.

Vildo, que era un suriano alegre, de buen humor y endemoniado, dispuso la compostura de la casa, haciendo multitud de coronas tejidas de azahares, y arcos de flores, y tapizando el suelo de rosas, y colocando banderas de colores y gallardetes, que pidió prestados al sacristán de la parroquia, bajo su palabra de honor de devolvérselos a la mañana siguiente.

El sacristán se oponía al principio; pero la palabra de honor de Vildo, y sobre todo, el machete suriano afilado hasta la cacha, lo hicieron más amable y condescendiente.

Vildo cargó con los arneses del altar, un crucifijo y un retablo de los Santos Mártires, que los oficiales tomaron por epigrama o alusión a la coyunda matrimonial.

No recordamos si hemos hablado algo sobre la fisonomía del suriano; pero diremos que tenía la cara redonda, los ojos negros, vivos y alegres, el pelo caído sobre la frente, la boca grande, enseñando a cada carcajada una dentadura de tigre.

Vildo era pinto de chocolate y azul.

Llevaba una camisa de manta abierta del cuello, y unos calzones blancos fajados bajo la camisa, un cinturón de cuero y un formidable machete más afilado que una navaja de afeitar.

Usaba guaraches y un sombrero corriente de palma.

Vildo tendría veintisiete años, y en su hoja de servicios tenía cien riñas, en las cuales no había salido bien librado, porque le faltaba un dedo de la mano derecha, y una cicatriz profunda le surcaba el pecho.

Era mocetón, alegre, bailador y pendenciero; esta alhaja era ni más ni menos el asistente del coronel Piedra-Santa.

Volvamos a la fiesta.

La oficialidad se preparaba a darse un día de baile y de algazara.

Todos estos aparatos se hacían teniendo a media legua de distancia al enemigo.

No extrañará esta serenidad a nuestros lectores, cuando sepan que en los días memorables del sitio de Cuautla, Morelos le daba grandes fiestas a sus soldados.

El campo insurgente estaba en continua bulla, esto caracterizó siempre sus campamentos.

Amaneció, y una salva de cohetes anunció la primera luz, las músicas comenzaron a tocar frente a la casa de los que iban a desposarse.

El general pasó a recorrer los parapetos y puntos fortificados de la plaza; Piedra-Santa lo acompañaba lleno de emoción.

Vildo se había situado en la cocina, y estaba empeñado en sazonar el mole de guajolote, asegurando que en toda la costa era proverbial su fama de cocinero.

Las muchachas estaban alegres, y era tal el batiboleo de la cocina, que parecía un motín en toda forma.

Caifás se lamía los bigotes, esperando un convite opíparo.

Luz y María se ocupaban en su tocado, esperando impacientes la hora, que parecía prolongarse demasiado.

—¡Señoritas, dijo Vildo, están ustedes como unos luceros de la mañana!

—Calla, hombre, dijo María.

—Eso es pedir imposibles, de que veo una muchacha, me repica la lengua y me vuelvo melado.

—¡Que calles!

—Eso es, entonces quién contará por todos los cuarteles que ustedes son las más lindas de la población… ¡ay!… si yo estuviera en Nucupétaro, ya estaría mi Ramona como un perro de fiesta; porque eso sí, se pone más guapa que una amapola: figúrense ustedes que cuando la enamoré, era la chica más principal del pueblo, y el barbero estaba pelándoselas por ella: yo, que no entiendo de dianas, le dije: oiga maestro sanguijuelas, donde me ande equivocando a la Ramona, lo rebano como sandía; entonces el maestro muela se retiró como los realistas, pero en seguida se apasionó de ella el notario: con ese sí que entré en pleito, porque era hombre de armas tomar; él me tiró el dedo, pero yo le arranque la oreja; a los dos meses me leía las amonestaciones, y los dos estábamos descompletos.

—¡Bonita historia!

—Ramona me ha salido algo dura de cabeza, y celosa como un tigre; apenas me robo alguna hembrita, cuando salta como si la picara una salamanquesa.

—Le sobra razón.

—Yo para qué lo he de negar, soy aficionado a las costillas de Adán.

—Este Vildo es un bribón de cuenta.

—Han de saber, que el tumulto de la América me salió que ni de balde, me ha sacado de unos relances que…

—Estos hombres no tienen remedio, dijo María.

—Sí lo tenemos, niña; en dejándonos hacer lo que se nos antoje, somos los muchachos más buenos del mundo.

Aquí llegaba la charla del asistente, cuando se presentó el coronel Piedra-Santa.

—¿Qué le cuentas a las muchachas, hombre de Dios?

—Nada, mi coronel, los remienditos que he hecho en mi vida.

Se acercó el presunto marido, y besó la mano de Luz, que estaba verdaderamente encantadora.

—¡Qué hermosa estás, vida mía!

—Como que yo la he arreglado, dijo María.

—A tí siempre te parezco hermosa.

—Y lo es usted mi coronela, dijo el asistente.

—Lárgate, gritó María.

—Con permiso de usted, respondió Vildo, llevando el revés de su mano a la falda del sombrero.

—Me hace mucha gracia tu asistente, dijo Luz dirigiéndose a Piedra-Santa.

—Tiene gracia y valor; porque es un tigre en los momentos de la batalla, yo le he admirado muchas veces, no teme el peligro, y desafía osado a la muerte.

—¿Tardará mucho el señor cura?

—En este momento visita el último punto.

—Ya va a llegar el instante, Luz, de nuestra felicidad: comprenderás cuanto te he amado: hemos vivido solos, y mi respeto ha igualado a mi amor, Dios me ha prestado su aliento, y me creo digno de tí.

—Sí, don Alfonso, yo siento en mi alma un amor profundo hacia tí, muchas veces he pensado en este cariño, y me he dicho: este hombre es el único que debo amar en la vida, amémosle con toda la fuerza del corazón; y no he pensado más que en tí, que eres mi Dios sobre la tierra.

—¡Luz, yo te idolatro!

—Desde hoy nuestra existencia va a tomar otro rumbo, mis inquietudes se disipan, y entro en la senda de flores que debe conducirme al cielo de la dicha y de la felicidad.

—Yo sé que en el mar borrascoso de mis infortunios, tú alejarás las tempestades, alumbrarás con la luz del alma el cielo siempre oscuro de mi existencia.

—¡Piedra-Santa, yo te amo!

Los labios de la joven buscaron la frente de su amante, e imprimieron un beso ardiente de pasión.

II

—¡Llega el señor Morelos!, dijo María que estaba a las ventanas de la casa.

La música saludó al general, que llegó seguido de un gran número de soldados.

—Vamos pronto señores, que tengo noticia de que el enemigo se ha movido.

—No importa, repitieron algunas voces.

Galeana se había vestido de lujo, y los Bravo concurrían también a la fiesta.

Don Leonardo, a quien Piedra-Santa había referido la manera con que se había hecho de la hermana de Jacinto, después de la denuncia de la conspiración que costó la vida a Ferrer y Cataño; hacía las veces de padre con Luz, a quien vio nacer en su hacienda de Chichihualco.

Mientras el cura Morelos se disponía a la celebración del matrimonio, don Nicolás Bravo se acercó a su inseparable amigo Piedra-Santa.

—Vas a hacer una barrabasada, amigo mío.

—No deja de pasárseme por las mientes.

—Vamos a ser compañeros de infortunio, pasaremos la luna de miel en los parapetos, nunca como hoy he recordado a mi Margarita…

—¡Ea! no vayas a entristecerte, hoy es día de regocijo.

—Es verdad, pero esa pobre niña metida en la cueva de Michapa, rodeada de temores y llena de pesares…

—Lo dicho, exclamó Piedra-Santa, vas a ponerme de mal humor.

—No he dicho nada… dices bien, hoy es día de bulla, y no está bien recordar ciertas cosas, por más que el corazón nos las esté diciendo a gritos.

—¿Dónde está el novio? preguntó Vildo quitándose el sombrero y presentando a su coronel una copa de tequila.

—¡Vete con dos mil diablos! tú quieres envenenarme con ese infernal aguardiente.

—Mi coronel no sabe lo que se pesca, este es un licor magnífico y capaz de volver joven a una suegra, eche un trago, mi coronel, para entonarse; mire, mire que eso del casamiento es cosa muy dificultosa.

—¡Qué te largues, hombre del diablo!

—Eso es otra cosa; pero yo deseo que mi coronel pruebe…

—Vamos a la salud de todos mis amigos.

—¡Viva la novia! gritó el asistente.

—¡Viva! repitieron los concurrentes.

Luz se puso como una escarlata, y María la dijo al oído:

—¿Cuándo me tocará a mí?

Se levantó un murmullo en la sala, era que el señor Morelos aparecía con el traje sacerdotal.

La frente estaba serena, el semblante había perdido ese tinte sombrío adquirido en los peligros y ante la muerte, sus ojos revelaban una concentración grande de misticismo.

—Los señores novios, dijo el sacristán de la Parroquia.

Piedra-Santa tomó la mano a su prometida, y se puso frente al sacerdote.

Luz estaba bellísima, llevaba sencillamente un traje blanco y un velo de punto, sujeto por una corona de azahares, que esparcían en torno de la virgen un perfume de los ángeles.

Los ojos de la joven tenían el brillo de las estrellas, una densa palidez se extendía por su semblante, como esas gasas trasparentes que lleva el viento en torno de la luna.

Sus labios dulcemente descoloridos, se estremecían en convulsiones imperceptibles, y su seno se agitaba manso como la espuma de los lagos.

María presentaba el contraste, su rostro resplandecía con el tinte de las amapolas, su fisonomía era sonriente y su semblante todo revelaba una alegría infinita.

Se había vestido como la desposada, con la única variación de llevar en su tocado prendida una rosa.

Galeana y María tomaron su puesto.

El cura comenzó a leer en el libro sagrado.

Repentinamente se oyeron algunos tiros y gritos que sonaban en la calle.

Caifás fue el primero que entró dando furibundos ladridos, y después José de la Luz, el correo que ya conocen nuestros lectores, y en seguida varios oficiales.

—Mi general, dijo uno de ellos, los realistas se dirigen a paso de carga sobre la plaza.

— ¡A la guerra! gritó Morelos con voz terrible, y despojándose de los arreos sacerdotales, empuñó la espada, y salió con ese ademán imperioso y solemne que le distinguía en las horas del peligro.

—Luz y María quedaron solas en el aposento llenas de terror.

La ceremonia se había interrumpido.

Todo quedó en silencio, a pocos momentos entró Vildo demudado, su semblante no tenía ya aquella expresión franca y abierta, la rabia, la desesperación, se pintaban en todo su salvaje continente.

—Señoras, tengo orden de llevarlas fuera de la ciudad.

Las jóvenes no respondieron.

—Es que se pasa el tiempo, y los realistas avanzan a toda prisa, los caballos están dispuestos.

—Vamos, dijo María; tomando por el brazo a Luz, que parecía haber perdido la razón.

Vildo puso a las jóvenes en los caballos, y se echó a andar rumbo opuesto a donde iba a empeñarse la refriega.

Ya estaban en los suburbios, cuando un jinete se llegó a ellas cubierto de polvo y de sudor.

—¡Don Alfonso! gritó Luz con la voz del alma.

—¡Adiós! dijo Piedra-Santa, no temas, pronto nos volveremos a ver.

—Cuida tu existencia… ya no te pertenece, es enteramente mía.

El bravo coronel se acercó hasta dar su brazo a la infeliz criatura.

—Toma este escapulario, dijo Luz, y puso al cuello de Piedra-Santa aquel escapulario que su hermano había olvidado y que contenía la esmeralda.

Piedra-Santa ignoraba que ya poseía dos de las piedras preciosas del misterioso vaticinio.

Sonó el primer cañonazo.

—¡Adiós! dijeron los amantes, y su acento se perdió entre las detonaciones de la artillería.

III

La historia va a hablar.

Serían las siete y media de la mañana (miércoles 19 de febrero de 1821), cuando Calleja avanzó en cuatro columnas: traía la artillería en el centro y su caballería cubriendo los flancos.

Sus cañones graneaban el fuego lo mismo que sus fusiles, y se notaba una especie de fuerza nada común en aquellos soldados.

Calleja se había quedado a retaguardia en su coche, y parece que tenía por tan seguro el triunfo, que no creía fuese necesario montar a caballo.

Los americanos respondían a los fuegos pausadamente, y todos se propusieron emplear bien sus tiros certeros, lanzados desde sus parapetos.

Se dirigieron los asaltantes por la calle Real, en derechura a la trinchera de la plaza de San Diego, donde desengancharon las mulas de las piezas y se armó la primera batería.

Calleja formó su batalla a medio tiro de los reductos.

Entonces se separó de las filas un coronel a batirse con Galeana, que estaba enfrente.

—¡A tí te buscaba! gritó el español, y le disparó su pistola.

Galeana a su vez disparó un mosquete y le dejó tendido, le recogió las armas, y tomándolo por un pie, lo metió arrastrando dentro de las trincheras y mandó que un confesor lo auxiliase.

La tropa enemiga, testigo presencial de este suceso, enmudeció como atónita y avergonzada; tanto le impuso este brío digno de los siglos de Roma.

Apareció un coronel dando sus órdenes y llevando un tambor a su lado, Galeana mandó hacer fuego, y el jefe cayó muerto en los brazos de sus ayudantes.

La tropa española avanzó haciendo fuego hasta llegar a la trinchera, donde comenzó la lucha a la bayoneta.

Los realistas fueron rechazados, para tornar luego con más vigor.

Los indios honderos colocados detrás de San Diego, descargaron su nublado de piedras, que no les daba punto de reposo a los realistas; ya entonces perdieron su primitiva formación, y se subdividieron en trozos por todas las casas del pueblo que barrenaban, ejecutando en las personas inermes, mujeres y niños que encontraron en ellos las mayores crueldades, como lo indicaban los cadáveres hallados después de la acción.

Galeana y sus soldados quedaron reducidos a sólo las trincheras, y además flanqueados, pues los realistas penetraron por una tienda inmediata a la contra-trinchera establecida en la calle Real.

En este conflicto, destacó a su sobrino Don Pablo Galeana para que contuviese al enemigo, como lo verificó, arrojándoles granadas de mano y disparando el cañón Niño que Morelos mandó poner en la azotea de la casa por donde habían penetrado.

El general se hallaba situado en una casa de la plazuela de Santo Domingo, que mira al Occidente, plaza que como ya se ha dicho, estaba a cargo de Don Leonardo Bravo.

A pesar de las ventajas obtenidas por el enemigo, no faltó un malvado que en el cementerio de San Diego, esparciera la voz de que se había perdido el punto mandado por Galeana.

La gente salió agolpada en el mayor desorden con dirección al centro: la creyó Larios que estaba con su compañía, y un cañón sosteniendo el fuego, costado de Galeana, así es que retiró el cañón de la batería, y caminó con rapidez a buscar un asilo.

Galeana montó a caballo, y con espada en mano, hizo a sablazos que ocuparan sus puestos los que corrían hacia el centro, y regresó a su puesto luego que el orden quedó restablecido.

Esta voz falsa de alarma produjo también funestos efectos en otros puntos, pues afectados de pavor sus defensores, abandonaron la artillería, y la plazuela de San Diego casi quedó escueta.

Sólo se vio en ella un muchacho de doce años llamado Narciso.

Se vino sobre él un dragón que le hirió el brazo con su espada.

No tuvo el desgraciado niño más refugio, que abrazarse de un palo de la misma batería, y tomar la mecha que estaba clavada en el suelo.

Dio casi maquinalmente fuego al cañón, que disparado en el momento más oportuno, mató el dragón y contuvo al enemigo que avanzaba rápidamente.

Con este inesperado suceso volvió a su puesto Galeana, y quedó nuevamente restablecido el orden.

Continuó el fuego sin intermisión hasta las tres de la tarde, disputándose los contendientes palmo a palmo las posiciones.

El parque de los realistas se había acabado, y Calleja mandó la retirada del ejército, pero hizo una última tentativa, disponiendo se abandonara la artillería, separándose la tropa a una regular distancia, a fin de que saliendo de sus parapetos los mexicanos, se les diese una carga de caballería.

Morelos mandó que nadie se moviese, comprendiendo el artificio del enemigo, por lo que ambos campos se mantuvieron como una hora sin ofenderse, hasta que pausadamente recogieron sus cañones los realistas, y fueron a tomar cuarteles al pueblo de Cuautlixco, una legua de la ciudad atacada.

Galeana salió a reconocer el campo, levantando más de trescientos cadáveres, entre los cuales había treinta y dos artilleros, que mandó sepultar en la Parroquia y fuera de los reductos.

Se hallaron vestigios de sepulturas hechas por el enemigo, y muchos rastros de sangre con que se tiñó aquel campo.

Calleja estaba derrotado, y así lo avisó a la Corte de México, que envió el mayor número de fuerzas para emprender el sitio de Cuautla.

Capítulo XII. De lo que verá el curioso lector como se decida a leer este capítulo

Vildo y José de la Luz llevaban a todo escape a las jóvenes, que no volvían en sí del terror.

Se detuvieron a una distancia conveniente para presenciar el hecho de armas, no sin disgusto de Vildo, que quería adelantar camino por si ocurría alguna catástrofe.

Cuando vieron que los realistas penetraban en la plaza y que los fuegos de los insurgentes se habían apagado, creyeron que la plaza estaba perdida, y echaron a huir rumbo a las montañas para escaparse de la zaña de los vencedores.

—¡Dios mío, exclamaba Luz, si le habrán matado!

—No tenga cuidado la señorita, respondió el asistente; en peores nos hemos visto y hemos escapado la pelleja.

—Mucho temo, dijo María, que no hayan podido salir de la plaza; ese infernal Calleja es un asesino y no les perdonará.

—Difícil es el negocio, señoritas: vean ustedes que el señor cura y sus soldados tienen más agallas que un tiburón… en el sitio de Acapulco nos andaba la muerte muy de cerca… cuando no está de Dios, ni las balas pueden… figúrese su mercé que estando frente al castillo, mi general se recargó sobre una roca y se puso a mirar con su anteojo; cansado de observar y maquinalmente se separó de aquel sitio, que ocupó un señor cuñado del capitán don Vicente Guerrero; ¡ay, señorita! no habían pasado dos segundos, cuando una bala de cañón, perfectamente dirigida, vino a estrellarse en la roca e hizo pedazos al señor que ocupaba el lugar del señor Morelos… esto es brujería; pero repito que cuando no está de Dios…

—Eso no puede consolarnos, replicó María; además, que si han tomado la plaza, procurarán que nadie salga y los perseguirán.

—Ése es un mal pensamiento: tenga usted por regla, señorita, que cuando realistas o insurgentes tomamos una plaza, nos ocupamos en habilitarnos.

—¿En habilitarse? preguntó María.

—Figúrese la señorita, pongo por caso, que anda uno por estas veredas muerto de hambre, y desnudo, y maltratado, y dado a todos los diablos, y repentinamente se arma una de Dios es Cristo, y se arroja uno sobre las trincheras y acuchilla, hasta el sur sum corda y se hace dueño de la plaza; ¿de qué sirve todo eso si ha de quedar tan perdido como antes?… no señor; marcha uno a la tienda más rica, y toma la manta que necesita, y las monedas y cuanto encuentra; eso sí, todo con permiso del dueño, a quien se le tiene de cuerpo presente ahorcado en la puerta del establecimiento.

—¡Qué horror!

—Sí, mucho; pero a los nuestros les pasa otro tanto; ya saben ustedes que esta es guerra a muerte, el que cae la pela sin remisión; vean ustedes, vean ustedes, en ese árbol hay dos realistas colgados; ¡demonio! a ese ya le sacaron los ojos los pájaros, y el otro tiene colgando las tripas, ¡já! ¡já! ¡já!

Aquel espectáculo era espantoso: dos cadáveres estaban suspendidos de un mecate a las ramas de un árbol, y la fetidez que exhalaban en derredor era insoportable.

Luz y María no se atrevieron a levantar los ojos, y rogaron a Vildo que las apartara del camino.

José de la Luz se apeó del caballo, y puso una cruz de ramas frente aquel árbol del suplicio.

—Esto no es nada, señoritas; dos cristianos colgados es como si dijéramos dos bellotas en un encino… ¡he visto ya a tantos!… no hay cuidado, todavía me falta el rabo por desollar.

—Por aquí ha pasado gente, dijo José de la Luz, observando la marca de pasos en la vereda.

—Ya lo había notado, respondió Vildo: es necesario perder la pista; no sé por qué me parece que en el monte hay algo; echémonos fuera del camino y embosquémonos: yo husmeo algo…

—¡Yo tiemblo de miedo! exclamó Luz.

—Y yo estoy aterrorizada… no puedo ni hablar.

Efectivamente, aquellas criaturas estaban, acometidas del pánico.

Los insurgentes nada habían visto; pero su instinto les decía que el peligro no estaba distante.

Seguían embarrancándose por veredas que solo Vildo conocía, y en la espesura de los árboles abrigándose de las miradas de algún, pastor que pudiera descubrirlos.

Repentinamente se oyeron algunos disparos de mosquete, que resonaron en la montaña.

—¡Dios mío! gritaron las jóvenes.

—¡Silencio! gritó Vildo, y preparó su mosquete.

—¡Alto! ¡alto! exclamó José, veremos lo que pasa.

Los caballos se detuvieron.

Los dos insurgentes se deslizaron entre las matas como dos serpientes, y se asomaron a un pequeño valle por donde se percibía el ruido.

Después de un momento dijo a José:

—Desciende con las niñas por la barranca, pasa el río y sigue camino, que yo los alcanzaré.

José de la Luz obedeció, y caminando a pie comenzó el descenso trabajoso de la montaña.

Las jóvenes estaban rendidas de fatiga; pero el miedo les prestaba aliento.

Resbalando unas veces, otras asiéndose de las raíces para detenerse, y luchando con las dificultades de aquel escarpado terreno, llegaron a las orillas del río que se precipitaba en el fondo de la barranca.

Un puente natural de rocas, combatidas por el agua y donde se chocaban y dividían las olas facilitaba el paso a la ribera contraria.

Aquel paso se llamaba de las Águilas.

El río no era muy profundo, la dificultad consistía en mantenerse sereno para no resbalar en las peñas, porque el agua ejerce cierto magnetismo de atracción irresistible.

—Pasemos pronto, dijo José de la Luz, y estamos salvados; yo las tomaré por una mano, y sirviéndoles de apoyo iremos poco a poco avanzando: conque valor, y en el nombre de Dios y María Santísima.

—Tú primero, dijo María; yo tengo un temor inexplicable.

Luz se santiguó y comenzó a rezar en su interior.

José de la Luz saltó sobre la primera piedra, se apoyó en la segunda y tendió su robusto brazo.

Luz se agarró a la mano del insurgente, y trémula dio un paso hacia el abismo.

María se arrodilló delante del cielo.

Aquella escena era terrible.

El insurgente vertía sudor por todo su rostro, y con el ceño plegado, y mordiéndose los labios y procurando dar a sus nervios una tensión de acero, avanzaba… y avanzaba, cuidando a aquella criatura, cuyos delicados pies se mojaban al salpicar las olas contra las peñas.

Se detuvieron un instante en la mitad de aquel peligroso puente.

—Un momento de descanso, dijo José de la Luz: pero cierre usted los ojos para no desvanecerse.

—Luz cerró instintivamente los ojos.

—¡Adelante!… ¡adelante!… volvió a decir el insurgente, y el gran poder de Dios nos acompañe.

Después de dos minutos de agonía saltaron en las arenas de la orilla.

—¡Gracias, Dios mío! exclamó la joven cayendo de rodillas.

José de la Luz se quitó el sombrero y dio una mirada al horizonte.

Después con una ligereza de ciervo, saltó sobre las piedras y volvió al lado de María, que estaba impresionada de una manera espantosa.

—Ahora nos toca a nosotros, señorita.

María se ató el pano a la cintura, puso el barbiquejo a su sombrero de palma y se avanzó a la orilla con la intrepidez del miedo.

En aquel momento aparecieron por las gargantas de la montaña multitud de soldados en un terrible desorden, buscando todos el paso del río.

José de la Luz y María se refugiaron en un pinar.

El insurgente no pudo contenerse, y comenzó a hacer fuego con el mosquete:

Los soldados que venían en fuga creyeron que habían caído en una emboscada, y sin buscar el paso comenzaron a refugiarse en las montañas, arrojando sus armas.

Véamos lo que había pasado.

II

La noticia de la derrota de Calleja llegó a la Corte de México con la velocidad de las malas nuevas.

El virrey ordenó a un tal don Ciriaco del Llano se dispusiese, con el ejército del centro, a batir a la insurrección.

Morelos había dejado en Izúcar una corta fuerza, al mando de los capitanes Guerrero, Sánchez y Sandoval.

Llano salió con una fuerza de más de dos mil hombres, inclusos los batallones expedicionarios de Lobera, Asturias y Mixto, con su correspondiente artillería, y la mañana del 25 de febrero ocupó el cerro del Calvario, que domina por completo la ciudad de Izúcar.

Dice un historiador que en aquel punto fijó su artillería, comenzando un fuego vivísimo sobre la villa.

En la tarde de ese día formó dos columnas de los batallones expedicionarios, cada una con un cañón, y dando a Andrade el mando de la caballería, atacó la villa por diversos puntos.

Nada pudo conseguir a merced de estos esfuerzos, ni aun continuando toda la noche desde el punto del Calvario, adonde se había retirado después de su intentona.

Repitió su ataque al día siguiente con doble ferocidad, reduciendo a una sola las dos columnas, para darle mayor vigor a la masa de hombres que arrojaba sobre los parapetos, sosteniéndola con un fuego nutrido de artillería.

Los insurgentes se parapetaron en el centro de la plaza, como lo había hecho Morelos tres meses antes en la misma villa, auxiliándose con los indios honderos situados en las azoteas.

Los insurgentes sostuvieron el ataque con un brío digno de todo elogio, rechazando la columna y acribillándola a pedradas y balazos.

El capitán don Vicente Guerrero descendía con sus compañeros a los lugares de más peligro, y se batía con una serenidad admirable.

Los realistas no cesaban de enviar sus proyectiles sobre la plaza.

La segunda noche el capitán Guerrero estaba rendido, y se acostó algunos momentos a descansar.

Le rodeaban muchas personas, principalmente niños y mujeres, que no se creían seguros sino a su lado, porque aquel valor imponía y era la sombra de los desgraciados.

Repentinamente una granada abre las vigas del techo, y rueda bajo el catre de campaña de Guerrero.

Hubo un momento de ansiedad espantosa.

El bravo soldado creyó llegada su última hora, y confiando la barca de su vida al mar embravecido de su destino, se cruzó de brazos y esperó la muerte.

Reinó un silencio profundo en la estancia; se oía el ruido de la espoleta, que seguía encendiéndose hasta llegar al depósito de pólvora… revienta al fin: la estancia se envuelve en una nube de humo; se escuchan algunos lamentos, y cuando el polvo y el humo se han disipado, todos se vuelven hacia el general, que estaba de pie buscando a las víctimas del proyectil.

Todos le abrazaron: la misma muerte le rindió homenaje a la serenidad de aquel hombre… ¡no eran balas extranjeras las que debían arrancarle la existencia!…

Al día siguiente, el ataque se generalizó por los puntos todos de la línea de circunvalación.

Los realistas incendiaron los barrios de la Santísima y del Calvario.

Las guerrillas hicieron horrores con las familias inermes, cebando en ellas el furor de su impotencia.

Los realistas levantaron el campo, habiendo recibido órdenes para concurrir al sitio de Cuautla.

Guerrero salió en su persecución, atacando la retaguardia y provocando la deserción.

Perdieron mucha gente en la retirada y una pieza de artillería.

Izúcar fue defendido por ciento treinta insurgentes del ejército de Morelos.

III

Los dispersos se internaron en el monte, seguidos del capitán Jacinto Castaños, oficial de toda la confianza de los realistas.

Jacinto se había hecho temible: sus instintos sanguinarios se habían desarrollado en la revolución, y la piedad nunca tuvo asilo en su corazón.

Aquel hombre feroz fusilaba a todos los desertores: era un azote de ira que venía en pos de aquellos desgraciados; así es que cuando llegaron a las montañas donde estaba José de la Luz y las jóvenes, se ahuyentaron al escuchar los disparos que hizo el insurgente.

Vildo se descolgó por las montañas vecinas, creyendo que sus compañeros habían pasado el río, y se encontró con Luz temblando por el terror.

Intentaba pasar sobre las rocas, cuando el capitán Jacinto Castaños apareció en las montañas.

Con su mirada de águila buscó en derredor, y vio en la orilla opuesta a una mujer.

Fijó sus ojos en aquella desgraciada, e instantáneamente la reconoció.

—¡Luz! ¡Luz! gritó con furor concentrado, aguarda, que voy allá.

José de la Luz dejó a María y saltó sobre el puente, se echó a la cara el mosquete y detuvo al capitán.

Vildo comprendió que su compañero le cubría la retirada, y tomando a la joven en sus brazos desapareció en las fragosidades del monte.

El capitán Castaños estaba furioso, y descargaba sus pistolas dragones sobre el insurgente sin lograr tocarlo.

José no se resolvía a abandonar aquel sitio, donde estaba oculta la infeliz María, pero la gente de Castaños le comenzaba a hacer fuego y su muerte era estéril; así es que emprendió la fuga violentamente entre las balas enemigas, y desapareció como el ciervo de la montaña.

—Sigan a esa mujer que huye con los insurgentes, y ofrezco un premio al que los aprehenda, gritó Jacinto arrojando espuma por la boca.

Los soldados de la escolta atravesaron el río, y se lanzaron en pos de los fugitivos.

María estaba presenciando oculta entre los árboles aquella escena.

Esperaba la infeliz criatura que todos se alejasen para seguir su camino, por si encontraba algún corazón amigo que la salvase.

El capitán Castaños estaba fatigado con la persecución, y buscó la sombra para descansar.

Se dirigió al sitio donde la joven se guarecía, y la descubrió entre las ramas de los encinos.

Castaños comprendió que la joven no era una persona vulgar.

—Señora, dijo con tono respetuoso ¿qué hace usted en este paraje?

—¡Nada sé, respondió María, sino que soy muy desgraciada! y se echó a llorar con desesperación.

—Señora, cálmese usted: yo no soy insurgente y sabré respetarla.

—¡Capitán, usted es un hombre de honor, sálveme usted, por Dios!

—Yo lo juro señora, por mi fe de soldado.

—¡Devuélvame usted a mi familia!

—Luego que sea posible.

—Yo todo lo espero de la caballerosidad de usted.

—Sí, y yo cumpliré, señora… perdone usted, hace un momento… no, no puede ser ilusión… del otro lado del puente estaba una mujer… acaso yo haya soñado…

—No, capitán, dijo María; esa joven era mi amiga, mi compañera, mi hermana.

—Cuente usted, por Dios, señora; cuente usted cuanto sepa, y seré su esclavo.

—Pues bien; esa joven se llama Luz.

—¡Es ella! exclamó Jacinto sin poderse contener.

—¿La conoce usted, capitán?

—No; continúe usted, yo se lo suplico.

—Esa joven fue educada por los señores Bravo; ha tenido muchas desgracias: figúrese usted, capitán, que su padre murió víctima de una intriga horrible del hermano de Luz.

—Sí, dijo Jacinto trémulo de emoción; pero él… no, no es posible… continúe usted.

—Afortunadamente, dijo María, mi amiga se encontró con un joven apuesto, tipo completo de caballerosidad y abnegación.

Jacinto se llevó las manos a la frente.

—El coronel Piedra-Santa logró arrancarla del poder de Jacinto, que así se llamaba el hermano de Luz; ese infame había denunciado una conspiración, que costó la existencia a hombres que no habían nacido para morir en el cadalso.

Jacinto no podía ocultar la emoción de que era presa.

—El señor Morelos supo por la misma Luz sus sufrimientos, y determinó unirla con el hombre de su amor, con el coronel Piedra-Santa, que había escapado milagrosamente de la prisión donde le arrojara el implacable encono de su enemigo; porque habéis de saber que ese miserable había tratado de asesinarle, disparándole a quemarropa un pistoletazo, que afortunadamente no le hirió de muerte.

—¿Y llegaron a casarse, señora?

—Precisamente en los momentos en que tenía lugar la ceremonia atacaron los realistas, y hemos salido huyendo de Cuahuila.

—¡Dios me ha oído! exclamó Jacinto, yo no debo desconfiar de mi destino.

María vio con extrañeza a aquel hombre.

—Señora, dijo Jacinto, espero que nuestros favores sean recíprocos, y usted va a escuchar un secreto, que la sorprenderá por inesperado.

—Ya escucho, capitán.

—Ese ser miserable y aborrecido de los extraños y de los suyos; ese hombre vil, que ha hecho derramar la sangre de su padre; ese monstruo que está llenando de crímenes la tierra, soy yo.

—¡Dios poderoso! exclamó la joven.

—Sí, continuó Castaños; yo que me vengo del mundo: yo que llevo la muerte en el corazón, y a quien el infortunio azota sin piedad… Luz es mi hermana… era el solo y único amor que conservaba encendido en mi corazón… pero ella ama a uno de mis contrarios, y me arroja en la desesperación más horrible… yo había pensado hacerla feliz, sacrificarme, remunerar en ella todos los males que he causado… y ella ¡Dios mío!… ella me pone sobre el cráter de un volcán que ha comenzado a vomitar fuego… mis lágrimas, mis dolores, serán míos, solamente míos; no habrá una mano que enjugue mis ojos, ni una voz que me hable de misericordia… por eso voy arrastrado por un destino irresistible… y no hago un solo esfuerzo para detenerme en esa pendiente en que resbalan mis pies… qué desgraciado he nacido… maldita la existencia a que vivo encadenado…

Jacinto se echó a llorar como el apóstol renegado.

María sintió compasión por aquel desdichado.

—Capitán, yo os he referido cuanto sabía.

—Ignoráis aún todos mis crímenes y mis infortunios.

—Echad un velo sobre ellos; yo nada quiero saber.

—Señora, yo he pasado por todo; pero quiero respetar vuestra honra.

María guardó silencio.

—Para que esa chusma de gente que me sigue no atente a la virtud de usted, es necesario decirles que usted es Luz mi hermana, a quien he recogido al paso del pueblo donde la había dejado.

María tendió su mano a Castaños; este la estrechó con respeto.

—Desde hoy oculto mi nombre.

—¿Y vuestra familia? preguntó Castaños.

—Capitán, el señor cura Morelos quedó encargado por mis padres de protegerme.

—Os juro que al avistarnos al primer campamento de los insurgentes, yo mismo llevaré a usted hasta encontrar al general.

—¡Hermanos desde hoy! dijo María.

—Sí… hermanos, murmuró sombríamente el capitán.

Al montar en sus caballos, apareció en el sendero un mastín ladrando furiosamente.

Caifás había husmeado a la joven, y comenzó a dar de saltos frente al caballo.

Capítulo XIII. De cómo dio principio el sitio memorable de la ciudad de Cuautla de Amilpas

I

El 4 de marzo de 1812 había un gran barullo en la ciudad de Cuautla: multitud de hombres, mujeres y niños llevaban provisiones a los depósitos, y entraban atajos con las semillas de las haciendas de los contornos.

A pesar de ese batiboleo producido por la afluencia de gente, la operación se verificaba en el mayor orden posible.

El general Morelos recorría los puntos todos de su línea; daba órdenes que eran cumplidas con exactitud.

El mayor entusiasmo reinaba en el pueblo y la tropa, y todos se disponían a defender los muros de aquella ciudad.

Los realistas avanzaron sobre Amelzingo, Jacatepec Cuahuistla y Buenavista.

Galeana salió de trincheras a escaramucear con el enemigo, que se fortificaba a toda prisa, con una actividad admirable.

Los cuatro puntos mencionados se destinaron como fortines para establecer sus baterías.

Calleja estableció su línea de circunvalación a medio tiro de la plaza, esto indicaba que los combates debían sucederse sin interrupción.

Los cañones hicieron sus primeras descargas.

El pueblo de Cuautla no había visto nunca ni oído el estruendo de las bombas, y comenzó a sobrecogerse de pánico, buscando asilo en sus iglesias y edificios que parecían más sólidos.

Pasada la primera impresión, los muchachos se atrevían a apagar las espoletas, y se apresuraban a presentarlas a Morelos como un trofeo.

El general puso precio a los proyectiles del enemigo, para servirse de ellos caso de consumirse sus municiones.

Galeana, el inmortal cura Matamoros y los Bravo, sostenían la plaza con el ardor de su aliento, con el espíritu gigante de su patriotismo.

El sitio se formalizaba, los realistas cortaron el agua, y los pozos no daban abasto a la población; era necesario hacerse del punto surtidor, disputar a la bayoneta el ojo de agua.

Galeana que parecía estar reñido con su existencia, se ofreció a levantar un fortín en ese punto peligroso.

Galeana y D. Víctor Bravo batieron a los realistas desalojándolos del ojo de agua.

Calleja recuperó el punto después de un combate, y era necesario el establecimiento de un fortín para sostenerlo.

El 25 de marzo salió Galeana con sesenta hombres, llevando costales con arena y trabajadores, que hoy se llaman zapadores, para levantar el reducto.

La operación comenzó en medio del fuego del enemigo.

Galeana levantó una trinchera y emprendió un camino cubierto.

La operación duró desde las ocho de la mañana hasta las cinco de la tarde.

El capitán Ramírez anunció a Morelos que Galeana era dueño del ojo de agua, y que ya estaba establecido el baluarte y la artillería para defenderlo.

Morelos clavó sobre aquel muro una bandera, bautizándola con el nombre de Galeana.

Irritado Calleja ante el valor heroico de los insurgentes, emprendió su ataque sobre el fortín a las once de la noche de ese mismo día y sus soldados llegaron hasta el muro, donde quedó su sangre como el pregón del escarmiento y el recuerdo del valor del enemigo.

He aquí el parte de Calleja al virrey:

«Al amanecer de ayer quedó cortada el agua de Xuchitengo que entraba en Cuautla y terraplenado sesenta varas de zanja que la conducía, con orden al Sr. Llano, por hallarse próximo a su campo, de que destinase al batallón de Lobera, con su comandante, a sólo el objeto de impedir que el enemigo rompiese la toma; pero a pesar de todas mis prevenciones, y en. el medio del día, permitió por descuido que no sólo la asaltase el enemigo, sino que construyese sobre la misma presa un caballero o torreón cuadrado y cerrado, y además un espaldón que comunica el bosque con el torreón, por cuya obra cargó un gran número de trabajadores, sostenidos desde el bosque. A pesar de su ventajosa situación, dispuse que el mismo batallón de Lobera, ciento cincuenta patriotas de San Luis y cien granaderos, todo al cargo del Sr. coronel D. José Antonio Andrade, atacasen el torreón y parapeto a las once de la noche, lo que se verificó sin efecto, y tuvimos cuatro heridos y un muerto.»

Esta es la relación de un general que deseaba ocultar sus derrotas y moralizar a sus soldados.

La historia recoge esas palabras al traer a su juicio los acontecimientos de esa época.

II

En la hacienda de Buenavista ocupada por los realistas, estaba el capitán Jacinto Castaños herido de un brazo en una de las escaramuzas con los sitiados.

Al lado de su lecho estaba María prodigándole las atenciones de una hermana.

—Luz, decía Jacinto, esta herida va mal, tengo fracturado el brazo.

—El médico dice lo contrario.

—Donde entre el tétano soy hombre muerto.

—No hay que perder la esperanza.

—Yo le he ofrecido a usted entregarla al Sr. Morelos y voy a realizar mi promesa.

—Yo no me separaré de esta cabecera hasta ver a usted restablecido.

—¿Y qué le importa a usted mi existencia?

—¿Y usted me lo pregunta?

—Estoy acostumbrado a vivir solo, a no probar el interés de nadie, a estar desamparado.

—Yo tengo una deuda de gratitud inmensa con usted que necesito satisfacer.

—Señora, yo soy un ser extraño a todo, la gratitud o el amor de los demás es enojoso, quiero vivir en el aislamiento… me había propuesto ser fiel a mi palabra, defender a usted; velar por su honor, y estoy satisfecho… mañana sea cual fuere el estado de mi salud, acompañaré a usted hasta el parapeto, y Morelos recibirá a su hija adoptiva.

María estaba triste, aquella noticia que en otra vez la hubiera llenado de gusto, le torturaba el alma.

Impondremos al lector del secreto de la joven.

En el regimiento expedicionario de Lobera, llegado a Nueva España para combatir la insurrección, venía un joven oficial llamado Edmundo Fonterravía.

Este noble soldado pertenecía a una de las familias más distinguidas de la Península, y el virrey le dispensaba grandes consideraciones.

Al partir de España, había recibido las charreteras de capitán.

Edmundo era uno de aquellos calaveras de gran corazón, capaz de arriesgar su vida tanto por hacer una buena obra, como por una mala.

Con la misma facilidad se daba de estocadas por una mujer que nada le importaba, como ayudaba a soplarle la dama a un marido.

Fonterravía manejaba las armas admirablemente, y su serenidad era grande en los lances de honor y en los combates.

Edmundo era alto, robusto, bien, formado, su cabello echado hacia atrás, frente despejada, ojos garzos, bigote castaño, sobre unos labios bien delineados, nariz recta, y todo su rostro lleno de expresión y de nobleza, el traje militar lo llevaba con arrogancia, sin tener el aire de mal gusto de los matones de oficio.

El regimiento de Lobera había concurrido a la batalla desgraciada de Izúcar, y en ella el capitán Castaños hizo las amistades con Edmundo.

Jacinto aborrecía por instinto al español, sentía algo de rabia en su contra inexplicable, y sin embargo la atracción del odio lo arrojaba al paso de aquel hombre, tendiéndole la mano de amigo.

Fonterravía conoció a la supuesta hermana de Jacinto, y su alma sintió los primeros síntomas de un amor verdadero.

María notó con emoción que el capitán Edmundo no le era indiferente, y como las almas predestinadas se tienen de comprender, los jóvenes se amaron con locura.

María estaba en la aurora de las ilusiones y su cariño no tenía límites ni horizonte.

El joven soldado idolatraba a la indiana con todo su corazón, y estaba resuelto a hacerla su esposa.

Edmundo no tenía motivo para dudar, así es que creía que su novia se llamaba Luz y era hermana de su compañero de armas Jacinto Castaños.

Jacinto no sospechaba nada de esta correspondencia, acaso se hubiera enfurecido aunque sin razón.

No era difícil que entonces se arrepintiese de haber estado dos meses al lado de una mujer hermosa, siendo árbitro de su suerte, para que al fin viniera otro hombre afortunado a arrebatársela.

El corazón despierta cuando lo hieren.

Decíamos que María estaba a la cabecera del enfermo oyendo la determinación de volverla a su hogar, porque se sentía contrariada en sus inspiraciones, cuando dieron tres toquidos a la puerta del alojamiento.

—¡Adelante! gritó Castaños.

El capitán Edmundo Fonterravía penetró en el aposento, tendió una mano a su novia y estrechó con la otra la de su amigo.

—Capitán, dijo Edmundo, tengo un negocio que comunicar a usted.

María se levantó y saludó a Fonterravía.

Luego que los compañeros se encontraron solos, Edmundo dijo a Castaños:

—Hace tiempo que oculto un secreto a nuestra amistad, señor capitán Castaños, y vengo a pedir mis excusas.

Jacinto plegó el ceño y se puso a escuchar con atención a aquel hombre a quien aborrecía. Edmundo continuó:

—Estamos en una situación muy peligrosa, de un momento a otro podemos morir… nuestra existencia está en un perpetuo peligro ¿no es verdad?

Jacinto no respondió. Fonterravía hizo una pausa, y luego prosiguió:

—Parece una locura pensar en el porvenir… y sin embargo esta idea me preocupa de una manera alarmante… yo juro, señor capitán Castaños, que esta es la primera vez que he sentido miedo.

Jacinto se incorporó en su lecho.

—No ese miedo degradante que envilece al hombre, sino el temor de llegar al término de la vida sin haber visto realizados los sueños del corazón.

—No comprendo nada todavía, dijo Jacinto.

—Caballero, me voy a explicar con más claridad: una simpatía secreta me llevó a usted, lo he apreciado como el mejor de mis compañeros, lo he estimado por su arrojo y más aún por su lealtad.

—¿Pero este hombre qué me quiere? se preguntaba Jacinto ya impaciente.

—Ruego al señor capitán Castaños perdone mi atrevimiento, pero yo no pude resistir a los encantos de Luz, la amo con adoración, y pido a usted el honor de concederme su mano.

Un rayo que hubiera caído en la cabeza de aquel hombre, le habría hecho menos impresión, sintió que aquella mujer podía haberle consolado de un amor desgraciado, que con ella hubiera recobrado las esperanzas de una soñada felicidad, que tal vez su destino hubiera cambiado de rumbo, aquietando la exaltación dolorosa de su espíritu… ese sueño se desvanecía en el horizonte opaco de su existencia yendo a confundirse con las ilusiones perdidas de su juventud.

Sintió que amaba a María, que aquel hombre le arrancaba a pedazos el corazón y quiso disputársela a la fortuna.

Señor capitán Fonterravía, dijo Castaños, no es de extrañar la emoción dolorosa que me agita en estos momentos, porque yo no sospechaba esta inteligencia con mi hermana… siento mucho que haya desconfiado de mi cariño… no importa, la ingratitud sigue mis pasos… ¡mi mejor amigo!… ¡mi hermana!…

Jacinto bebió dos lágrimas de rabia, que el joven Edmundo atribuyó a ternura.

—Jacinto, dijo el joven, he recibido la orden de atacar esta misma tarde el punto más comprometido de la plaza, y creyendo firmemente que va a pasarme una desgracia, he venido a pedir una esperanza que acaso no podrá realizarse… ¡al menos quiero morir tranquilo!…

—¿Dice usted que ha recibido orden de atacar?

—Precisamente.

—Yo lo acompañaré a usted.

—Está usted enfermo.

—Eso no importa.

—Espero antes la decisión sobre este negocio.

—Al acabar el sitio de Cuautla: será usted el esposo de Luz.

—¡Gracias capitán! exclamó Edmundo, estrechando entre sus manos la mano de aquel hombre, que le juraba venganza desde los centros de su corazón.

—Exijo de usted, capitán, dijo Jacinto, que oculte a mi hermana nuestra conversación. Descubriendo el secreto, viviríamos violentos, y…

—Es verdad, respondió Edmundo, prometo guardar reserva, sé que soy feliz, y con esto me basta.

—¡Adiós capitán! ¡adiós! esta tarde nos veremos en el asalto.

Edmundo salió delirante, loco, de la estancia de su amigo.

En la puerta encontró a María, a quien estrechó ardientemente a su pecho, y partió lleno de entusiasmo a disponerse para el asalto.

Luego que el capitán abandonó el aposento, Jacinto saltó del lecho, furioso como una pantera.

—¡El diablo me favorece! dijo, en medio del combate, le levantaré el cráneo de un pistoletazo.

III

El 19 de febrero a las cuatro de la tarde, los realistas atacaban por cuatro puntos la ciudad, con un valor desesperado.

Desfilaban las columnas guareciéndose en las aceras, y avanzando a paso de carga sin cesar de hacer fuego.

Los sitiados descargaban a metralla sus piezas, y las calles estaban cubiertas de cadáveres.

Los realistas rompieron con barras las puertas de las casas intermedias, y se apoderaron de algunas azoteas.

La artillería jugaba a toda fuerza sobre la plaza.

Los insurgentes hacían un fuego espantoso desde las torres, por las troneras y desde los parapetos.

Las columnas fueron rechazadas simultáneamente en los cuatro puntos.

El regimiento de granaderos se desmoralizó por completo y comenzó a replegarse en desorden.

Calleja se puso al frente de ellos, y tornó a la carga por dos veces, pero sin éxito.

Se volvía todo desorden y carreras, hasta que la reserva contuvo la deserción que era grande.

En una de las trincheras tuvo lugar un episodio.

El capitán Edmundo Fonterravía, cargaba con los soldados de Lobera, y disputaba el terreno a la bayoneta.

El parapeto estaba defendido por el bravo coronel Piedra-Santa.

Jacinto Castaños, bajo el pretexto de ayudar a los suyos, disparaba un mosquete queriendo asesinar al prometido de María; pero Dios velaba por él.

Don Alfonso saltó sobre la trinchera seguido de sus soldados; los realistas huyeron, y Piedra-Santa hizo prisionero a Fonterravía.

—Los valientes deben conservar su acero, dijo don Alfonso volviéndole su espada al capitán.

—Los valientes, contestó Edmundo, son los que saben respetar ese sentimiento, aquí está mi mano si es digna de tocarse con la del vencedor.

Don Alfonso estrechó con placer aquella mano, y ambos se juraron amistad en el campo de batalla.

Jacinto estuvo en acecho, no vio volver a Edmundo, y creyó que lo habían matado.

Se dirigió entonces a su alojamiento, y fingiendo una gran pesadumbre dijo a María:

—Señora, acabo de perder al mejor de mis amigos; el capitán Edmundo Fonterravía queda como bravo en el campo del honor.

María cayó sin sentido, dando un grito espantoso de dolor.

—Estoy vengado, exclamó Castaños, y lanzó una carcajada del infierno.

Ha llegado la hora de la venganza… Satanás está en mi corazón… me entrego a él como apague con sangre la sed devoradora que me consume…

—¡Miserable! exclamó con desdén volviéndose a la joven, pusiste la mano sobre mi corazón y te hirió la víbora que tengo enroscada a él… sufre… llora… ¡yo también sufro y estoy desesperado!

Capítulo XIV. Donde se prueba con toda evidencia que el valor rompe las cadenas más bien forjadas

I

Han pasado cuatro meses de lances sangrientos y de combates, la plaza de Cuautla está desmantelada; pero sobre aquellas trincheras arruinadas permanecen serenos los insurgentes, velando su estandarte, que ondea acribillado por la metralla.

Hacía diez días que Morelos, lleno de aquel arrojo invencible que lo hizo el primer soldado de América, se había arrojado sobre las baterías del Calvario y hecho huir al enemigo, pero su tropa hambrienta se lanzó sobre los carros de víveres, y los realistas recobraron su posesión.

El inmortal cura Matamoros que ocupa un lugar tan distinguido en nuestra historia, había salido de la plaza abriéndose paso entre las filas contrarias, y reuniéndose a las fuerzas de don Víctor Bravo, intentó introducir víveres en la ciudad, y fue derrotado completamente por los soldados del rey.

El sitio se estrechaba de una manera terrible, la peste hacía un estrago más espantoso aún que las balas enemigas.

El hambre tenía exhaustos a los insurgentes.

Dice un historiador, que una caja de cigarros llegó a valer veinte reales. Se chupaban las hojas de los árboles, alfalfa, rapé y polvos colorados de tabaco y lechuguilla de jarcia; entonces se conoció el imperio que tiene el vicio de fumar tabaco. Un gato valía seis pesos, una iguana veinte reales, las lagartijas y las ratas se vendían a precios altos. Se acabaron los cueros, que remojados y tostados parecían más sabrosos que la carne de puerco. Acabados los cueros se comían las patas viejas de toro, tomando el agua caliente, como si fuese caldo de una rica gallina. Sólo abundaba el aguardiente, azúcar y mieles corrompidas, alimentos que acabaron de apestar a los negros costeños.

Cuautla era a la verdad en aquellos días, un remedo de la infeliz Jerusalén asediada por las legiones de Tito y Vespasiano.

Aquella situación apremiante, parecía no sobrecoger a los sitiados, que hacían alarde de su heroísmo.

No queremos tomar las palabras de los defensores de la independencia mexicana, porque se tendrían por parciales, apelamos a las notas del general que asediaba la plaza.

«Si la constancia y actividad de los defensores de Cuautla fuese con moralidad y dirigida a una justa causa merecer algún día un lugar distinguido en la historia.

»Estrechados por nuestras tropas, y afligidos por la necesidad, manifiestan alegría en todos los sucesos: entierran sus cadáveres con repique en celebridad de su muerte gloriosa, y festejan con algazara, bailes y borracheras sus frecuentes salidas, cualquiera que haya sido el éxito; imponiendo pena de la vida al que hable de desgracias o de rendición.

»Este clérigo es un segundo Mahoma, que promete la resurrección temporal, y después el Paraíso con el goce de todas sus pasiones a sus felices musulmanes.»

Morelos resplandecía como un astro, cegando con su luz a sus mismos enemigos.

Ellos recogían las páginas de su gloria, ellos las trazaban con su propia mano, así se venga el genio en el porvenir.

Llegó el terrible momento de elegir entre la rendición o la ruptura del sitio.

No había disyuntiva, la muerte estaba colocada sobre los dos extremos de la balanza.

Morelos después de oír el parecer de sus compañeros, se decidió a abandonar la ciudad, y lo anunció a su ejército en la orden del 27 al 28 de abril de 1812.

Galeana y los Bravo hicieron reconocimientos sobre varios puntos; y el enemigo se puso en alarma cubriendo la salida más probable de los sitiados.

Morelos señaló sin vacilar los puntos más difíciles, que eran el Calvario y Amelcingo.

¡Esta decisión, que es un reto en los momentos supremos del peligro, sólo la tienen los héroes!

II

Se disponía todo lo concerniente para la salida, los soldados estaban inquietos esperando la noche, y los oficiales no se apartaban de sus cuarteles.

El coronel Piedra-Santa estaba en su alojamiento en conversación tirada con su amigo el capitán Edmundo Fonterravía, a quien había salvado de la muerte.

—Está triste el prisionero, dijo don Alfonso en tono de broma.

—Estoy admirado de cuanto pasa, respondió Edmundo, el general Morelos es un hombre extraordinario, un verdadero genio.

—Es verdad, yo lo respeto y admiro como a un Dios.

—La Corte de México ignora quién es este hombre, coronel Piedra-Santa; yo he visto muchas batallas en España, he estado en las ciudades sitiadas por los franceses, y sin embargo el valor y la abnegación de Morelos me infunden una verdadera veneración.

—Por él estamos prontos a sacrificar la existencia.

—Yo me honraría en pertenecer a su ejército.

—Nuestros brazos están abiertos para todos los que quieran luchar por la libertad.

—Acaso pertenezca de corazón a los insurgentes, contestó Edmundo, dando a sus palabras cierto aire de misterio.

—Si pudiera explicarse más claro el señor capitán…

—Acaso más tarde… yo tengo un secreto que debo comunicar a alguien… a usted precisamente lo he señalado para ello… desde que estoy en América, me he sentido influenciado por un poder desconocido… yo sé que mis mayores han vivido en este país, que muchos fueron mexicanos, y sin querer amo esta tierra.

Piedra-Santa tendió su mano al prisionero.

—No es una adulación: cuando yo haya levantado la piedra que está sobre mi corazón, entonces me concederán… en fin, ya he dicho que el seno de un amigo será la urna donde deposite mi secreto, y lo cumpliré.

—Gracias, capitán.

—Ahora, señor coronel, me toca a mí el turno: ¿por qué está usted triste aquí a solas, cuando se muestra tan alegre delante de sus soldados?

—Capitán, yo necesito dar ejemplo de valor a esos hombres, que exhaustos por el hambre y por la peste, sostienen el honor de nuestras armas casi desde el borde de la tumba… ellos deben ignorar nuestros sufrimientos… si apareciera en nuestros semblantes una sola sombra de desconsuelo, arrojarían sus aceros, y la plaza sería entregada a saco, y… no, no lo quiero pensar.

—Tiene usted razón.

—Además, yo llevo en mi alma un profundo pesar.

—Amores desgraciados…

—Sí, capitán: la mujer que amo ha desaparecido; ignoro si existe… figúrese usted que en los momentos de celebrarse nuestro matrimonio, las fuerzas realistas atacaron la plaza… ¡fatalidad!… tuve que entregar a mi prometida a uno de mis amigos más fieles para que la salvase; ese hombre no ha vuelto, y yo estoy desesperado.

—¿Y qué rumbo?…

—Lo ignoro; sé que debe haberla cuidado como a su misma existencia; pero esto no aquieta mi espíritu.

—Acaso el sitio haya impedido a ese hombre entrar en la ciudad.

—Puede ser.

—Capitán, dijo don Alfonso después de un momento de silencio, voy a hacer a usted un encargo.

—Y lo cumpliré, bajo mi palabra de honor.

—Así lo espero.

—Esta noche vamos a romper el sitio.

—Lo sé.

—Al quebrantar esa cadena de acero que hace seis meses tiene opresa a la ciudad, puedo morir.

—No hay que pensar en ello.

—Yo, que jamás he temblado, tengo miedo por ella… ¡sí, por ella, a quien amo tanto!

—Estoy dispuesto a cumplir cuanto se me ordene.

—Recoged mi cadáver… llevo al cuello un relicario que ella me puso al partir: devuélvaselo usted, y dígale que la amé hasta el último aliento.

—Vamos, esas ideas son raras, y…

—No convienen a un soldado, es verdad; pero cuando uno ama se vuelve un niño.

—Está bien, dijo Fonterravía; yo comprendo esos sentimientos porque también estoy enamorado y sufro la ausencia de esa mujer a quien idolatro; ¡Luz es mi vida!

—¡Luz! exclamó don Alfonso, ¿se llama Luz esa criatura?

—Precisamente, y tiene una historia singular.

—Cuente usted: le escucho con un gran interés; figúrese usted que Luz se llama mi prometida.

—Es una coincidencia feliz.

—Sí, respondió don Alfonso.

—Esta joven es hermana de un realista amigo mío, hombre que inspira terror: tiene una mirada torva, habla muy pocas veces y es terrible a la hora del combate.

Una ansiedad extraña comenzaba a agitar el corazón de Piedra-Santa.

—El capitán Castaños es todo un valiente.

Don Alfonso ignoraba que Jacinto había tomado un apellido, supuesto, y comenzó a tranquilizarse.

—Decía, señor coronel, que por una sucesión de casualidades que yo no he querido averiguar, esa niña fue retenida por un general insurgente que la amaba como a una hija.

—¿Un general? preguntó don Alfonso.

—Sí, coronel, estoy seguro de no equivocarme: Castaños, filiado en el ejército realista, tuvo que recoger a los dispersos de Izúcar, y al atravesar el monte encontró a Luz, que iba en dirección de una de las posesiones del general, que está lejos del teatro de la guerra.

—Continúe usted.

—La pobre niña tuvo un gran placer al encontrarse bajo el amparo de su hermano; yo la conocí en la hacienda de Buenavista, y me enamoré profundamente… ella, coronel, ella me ama con el fuego de los primeros amores.

—Continúe usted, capitán.

—La pedí en matrimonio a Jacinto, y…

—¿Jacinto ha dicho usted? gritó Piedra-Santa.

—¡A qué exaltarse, coronel!

—Es que hace una hora me está usted haciendo pedazos el corazón… esa mujer es Luz, hermana de Jacinto, de ese miserable asesino… sí, capitán esa mujer está colocada entre los dos, ¡y no cabemos sobre la tierra!

—Puede usted equivocarse.

—El alma me lo está diciendo a gritos… ¡Dios mío!… ¡ella infiel!

—Pero está usted loco…

—Señor capitán Fonterravía, es necesario batirnos en duelo a muerte.

—Eso es imposible.

—¿Luego es usted cobarde?

—Coronel Piedra-Santa, soy prisionero de los insurgentes, y podrían sospechar que he sido asesinado.

—Bien: comprendo lo horrible de esta situación; pero quedamos emplazados.

—¡Emplazados! gritó Edmundo; la vida por esa mujer.

—¡La vida por mi honra! exclamó Piedra-Santa; y aquellos dos hombres se separaron furiosos, aplazando el momento de su venganza.

III

El general dio orden para que no se corriese la palabra en su campamento: parecía que la ciudad había entrado en el sopor de un letargo.

Calleja envió a un comisionado, que se presentó con bandera blanca frente al baluarte del agua.

Las trincheras se coronaron de gente; Morelos en persona recibió el pliego presentado por el oficial.

Para no infundir sospechas a su ejército, leyó en alta voz el contenido, que era nada menos que su indulto, el de Galeana y el de Bravo.

Se enrojeció la faz del caudillo ante aquel terrible insulto, y sacando el lápiz de su cartera, trazó al reverso del pliego algunas palabras, que leyó después con fuerte acento.

—«Por mi parte, señor general Calleja, otorgo igual gracia a usted y a los suyos».

Los soldados dieron vivas entusiastas a su general, y el enviado llevó la respuesta arrogante de Morelos al jefe de la expedición realista.

Los campamentos permanecieron en expectativa; no se disparó un tiro en toda la tarde.

Llegó la noche; la luna de abril se ostentaba hermosa y resplandeciente en el horizonte; ascendía entre las transparentes gasas de las nubes, dando una luz reverberante sobre el campo y la ciudad.

Reinaba un silencio de muerte: parecía que los defensores de la plaza se habían petrificado, como esos caballeros que están de pie sobre las tumbas de la edad media.

El campo de los realistas estaba en reposo: la luz de la linterna que ardía hasta muy avanzada la noche en la tienda del general, estaba apagada.

Las horas corrían con una lentitud, que parecían prolongarse una eternidad.

Dieron los tres cuartos para las doce.

Un ruido de armas se escuchó a lo largo de las calles de Cuautla, parecido a un golpe de mar sobre una playa abandonada.

Las columnas del ejército insurgente estaban en guardia para la salida.

La mayor parte de la fuerza estaba en la plazuela de San Diego.

Sonó la hora histórica en el reloj del destino.

Galeana se puso a la vanguardia.

En el centro se colocaron los Bravo; Morelos entre centro y vanguardia.

La retaguardia la mandaba el capitán Anzures.

Comenzó el desfile enmedio del silencio más aterrador.

Morelos se detuvo para ver pasar a sus soldados, y cuando hubo salido el último de los parapetos, volvió su rostro ceñudo a la ciudad, pasó su mirada de águila sobre ella, contempló sus altas torres y sus edificios.

—¡Adiós, dijo con voz conmovida; tú conservarás el nombre de mis soldados, y serás una de las páginas más gloriosas de nuestros días!

Avanzó después al lugar que le correspondía, porque la cabeza de la columna ya asomaba entre dos de los reductos enemigos.

Aquel era el momento de la crisis.

Llevaban una hora de camino, cuando al atravesar un puente Galeana tropezó con un centinela, a quien dio muerte con su pistola.

La detonación atrajo a los sitiadores, que comprendieron desde luego que los insurgentes trataban de romper el sitio; o por mejor decir, que ya lo habían roto, burlando la vigilancia de los puntos avanzados.

Se rompió el fuego en toda la línea y sobre la plaza; los insurgentes dieron su grito de ¡Viva la América!

Se trabó un combate terrible, la columna avanzaba enmedio del fuego, hasta llegar al punto de Guadalupita, donde los realistas se arrojaron sobre sus flancos, y ya cortada se mantuvo batiéndose sobre el campo; se dispersó después, dejando a dos campamentos enemigos batiéndose sin reconocerse.

Estos campamentos eran los de Santa Inés y Zacatepec.

Galeana se confundió con los realistas enmedio de una tormenta de plomo, mientras los insurgentes se ponían fuera de tiro.

Morelos cayó en la zanja fracturándose las costillas; los soldados se arrojaron a salvar al caudillo, que a pesar de sus dolores montó a caballo y continuó su marcha, batiéndose en aquel terreno palmo a palmo.

Mientras Morelos llamaba la atención por aquel sitio, don Leonardo Bravo y su hermano don Víctor salieron por el Calvario, en medio de las dos baterías, Santa Inés y Zacatepec, con trescientos infantes de su regimiento, con los que quitaron dos cañones y tres tiendas de campaña.

Pasaron del fortín a la hacienda de Guadalupe, donde batieron un piquete de caballería.

Siguieron su marcha apresurada a Ocuituco, donde llegaron al mismo tiempo que Morelos con los insurgentes.

Bravo venía seguido por una partida de dragones de San Carlos.

Morelos le preguntó con calma:

—¿Qué fuego es ese que trae usted a la espalda?

—No es nada, respondió Bravo; son unos realistas que me han venido a hacer salva.

Multitud de familias que habían participado de las penalidades del sitio, salieron con el ejército insurgente, dividiendo también los peligros de aquella salida tan arrojada.

Galeana luchó como un león, sosteniendo la retirada hasta tomar cuarteles en Tejacaque.

Calleja supo a las dos de la mañana que la plaza había sido desocupada; esta noticia lo llenó de entusiasmo militar, y con grandes precauciones y después de multitud de reconocimientos, hizo entrar a su reserva en la ciudad.

Destacó en seguida a la caballería sobre el pueblo que abandonaba la plaza, e hizo una carnicería espantosa en las infelices mujeres, niños y ancianos.

Los realistas entraron a saco en Cuautla de Amilpas; se entregaron al pillaje más desenfrenado, vengándose en los inermes de las humillaciones recibidas de los insurgentes.

Calleja escribió a la Corte de México:

«El día en que justamente se cumplen cuatro meses de la toma de Zitácuaro, ha entrado mi ejército siempre vencedor en Cuautla, a las dos de la mañana.

»El enemigo intentó una salida, por dos puntos de la línea: fue rechazado en el uno, y con mucha pérdida, penetró por la caja del río, y en aquel momento destaqué la infantería a que se apoderase de Cuautla, y la caballería a que siguiese el alcance tan próximamente que iba mezclada con él».

Se recibió la noticia en la capital: todos buscaban la lista de los prisioneros, creyendo a los caudillos de la independencia en poder de Calleja.

Ni uno solo apareció en el detall; aquello decía en voz alta que Morelos, el inmortal soldado de la patria, había roto valientemente la cadena forjada en torno de la ciudad, y que las ruedas de sus cañones habían pasado sobre los cadáveres de los sitiadores.

¡Allí estás tú, monumento augusto, con tus ruinas y tus recuerdos!…

El sol de la independencia da de lleno sobre tu frente, coronada con los lauros de tus victorias.

¡Duerme, ciudad augusta, al son de los himnos que levanten los libres ante tus muros; tú serás el caballero alto de la revolución, en las memorias sublimes de aquellos días!

¡Sobre esas piedras carcomidas por el bronce, se levanta la sombra de un héroe!…

IV

Todo el ejército insurgente se reunió en Cuautla de la Sal, donde pasaron revista públicamente.

Faltaban diecisiete hombres de la clase de tropa y un general.

El ejército entró en una consternación sombría: nadie se atrevía a preguntar, ni a inquirir, ni a aventurar una sola palabra.

En el alojamiento de Morelos estaba un joven oficial lleno de inquietud: su semblante pálido como la muerte y su mirada turbia indicaban que estaba poseído de una pesadumbre mortal.

Llegó un correo que puso en las manos del joven una carta.

«Hijo mío: —He sido entregado a mis enemigos por mano de la traición más horrible.»

La carta estaba fechada en la hacienda de San Gabriel.

Se levantó el joven soldado, y arrojándose en brazos del general exclamó con acento conmovido por el llanto:

—¡Mi padre, señor!… ¡mi padre!…

El ejército supo que don Leonardo Bravo, uno de los caudillos más eminentes de la revolución, había caído en poder de los dominadores.

Capítulo XV. Una tragedia en la Acordada de México

I

José de la Luz corría a todo escape por las montañas, llevando a la hermana de Jacinto, que daba alaridos de desesperación al dejar abandonada a María en poder de los realistas.

—Cállese, señorita, cállese, que esos malditos nos siguen la pista; mire que el escándalo nos ha de traer un perjuicio.

Luz no cesaba de llorar, considerando la espantosa suerte que esperaba a la infeliz criatura.

Muy lejos estaba de pensar que su hermano sería el protector de su amiga.

José no cesaba de azotar los caballos, que en penosa fatiga trepaban por aquellas montañas casi inaccesibles.

El guía tomaba siempre el camino del Sur, para internarse en la sierra que conocía perfectamente.

Quedándose días enteros en las grutas, caminando por la noche otros, y arrostrando un sinnúmero de trabajos, llegaron al anochecer del 1.º de septiembre de 1812, a la cueva de Michapa.

Se detuvieron, a la entrada, porque escucharon gritos de dolor y sollozos hondísimos de desconsuelo.

Luz, que al ver su antigua estancia había sentido una emoción inmensa de placer, y creído entrar en el reposo que su alma tanto ambicionaba, quedó como fuera de sentido ante el espectáculo que se presentaba a su vista.

Las señoras todas de la familia Bravo yacían hundidas en la desesperación del dolor.

Algunos indígenas estaban sentados sobre las rocas, llorando también en silencio, y un grupo de insurgentes echaba ternos y juramentos en la puerta de la cueva.

Luz se acercó a Margarita que tenía en sus brazos desmayada a la esposa de don Leonardo Bravo.

—¡Luz! gritó la joven, ¿tú aquí?

—Sí; yo que he sufrido cuantas vicisitudes pueden afligir a una mujer desdichada.

—¡Llegas en los momentos de la adversidad! gritó la joven; una desgracia espantosa está sobre nosotros.

Luz no se atrevía a preguntar.

La esposa de don Leonardo volvió en sí, y fijó sus ojos en Luz.

—¡Hija mía! exclamó: vas a perder a tu padre adoptivo; Leonardo ha caído en manos de los realistas.

—¡Dios poderoso! balbució Luz, y sus ojos se anegaron en llanto.

Quien haya estado proscrito y perseguido, podrá imaginar todo el valor de esa situación por la que pasaba aquella familia.

—¿Pero es verdad? preguntaba la joven.

—El coronel Piedra-Santa ha traído la noticia.

—¡Piedra-Santa! exclamó la joven.

—Sí, ese bravo soldado, que en este instante va a partir para el campamento del señor Morelos.

Luz se olvidó por un momento del pesar de la familia protectora, para pensar en la dicha inmensa que le aguardaba de ver al hombre a quien tanto amaba.

Tal es el corazón humano.

Luz salió de la gruta, y se dirigió al lugar donde tantas veces había hablado de amores con su amante; sabía que él iría en su pos luego que supiese su llegada.

Don Alfonso se entró en la gruta y dijo a las señoras:

—El señor general cree que los españoles no atentarán contra la existencia del señor Bravo… ¡ay de ellos si no sucede así!

En medio de las vicisitudes siempre es grato oír una voz de consuelo y misericordia.

—Yo, dijo la esposa de Bravo, salgo esta misma noche para México; debo estar a su lado; partir con él hasta la muerte si es preciso… yo no podría vivir en esta espectativa.

—Tiene usted razón, señora: los insurgentes la acompañarán hasta cerca de la capital; nuestros amigos se han posesionado de toda la línea, y caminará usted sin riesgo alguno; su nombre de usted es un escudo, un talismán; la prisión del señor Bravo trae conmovida a la insurgencia.

Aquel interés mitigaba un tanto la aflicción de la familia.

—Siento mucho, señora, no poder servir de compañía; pero vuelo al campo de la Sábana, donde esperamos al general, que atacará la fortaleza de Acapulco.

—Señor don Alfonso, estamos profundamente agradecidas a tantas atenciones.

—Señoras: he cumplido con un deber; yo tengo esperanzas de ver a ustedes tranquilas y salvo a mi general.

Piedra-Santa saludó a la familia, y saliendo de la gruta atravesó por el sendero que conducía a ese lugar de recuerdos para él.

Involuntariamente volvió la vista al bosque; detuvo su caballo, llevó las manos a los ojos; le parecía que soñaba, que era víctima de una alucinación.

Era que había visto a Luz bajo las ramas de los árboles y a los rayos fosfóricos de la luna.

Sombra o realidad, era encantadora y triste aquella aparición.

Luz comprendió lo que pasaba por el corazón, del mancebo, y dijo con un acento de gozo y de pasión:

—¡Alfonso! ¡Alfonso!

—Sí; su voz es esa, exclamó el guerrillero, y apeándose del caballo se encaminó con paso trémulo hacia aquella mujer, a quien siempre amaba.

—Señora, dijo el insurgente, ¿qué hace usted aquí?

Al oír aquel acento severo, la joven se recogió como la sensitiva y retrocedió dos pasos.

—Guarda usted silencio, continuó Piedra-Santa, porque cuando se ha burlado a un hombre, cuando se le ha estrujado el corazón, se le ha hecho despertar de un sueño de felicidad para hundirlo en un abismo de infortunios, se tiene siempre un remordimiento, ¿no es verdad?

—No comprendo a usted, caballero, contestó Luz, y su lenguaje me parece harto singular.

—No nos engañemos más, señora, yo siento una humillación horrible al tener que recordar ciertas ofensas; pero es preciso.

—Deseo una explicación.

—¿La ha salvado a usted un hombre?

—¿A qué negarlo? en esa clase se encuentran corazones más nobles y generosos.

—Basta, contestó don Alfonso; nada tenemos ya entre nosotros: mi amor queda depositado en el fondo del alma, mis labios guardarán un silencio eterno.

—¡Pero eso no puede ser: explíquese usted, en nombre del cielo!

—Yo sé que la negativa sería la respuesta, y no puedo dejar de creer lo que he palpado… ese hombre ha dicho la verdad.

—¿Pero qué hombre es ese?

—Vuestro amante, señora, dijo con ira don Alfonso.

—¡Es usted un miserable! exclamó la joven.

—¡Y se atreve! murmuró Piedra-Santa.

—Caballero, ningún hombre me ha ultrajado de esa manera; creí que al menos por mi sexo sería acreedora a las consideraciones de un hombre; pero me he equivocado: siga usted su camino, y no me recuerde jamás.

—Adiós, señora; si ese hombre a quien ha entregado usted su corazón y ofrecido su mano, me mata en el duelo que tenemos pendiente, recuerde usted que no contenta con haberme destrozado el corazón, me ha abierto las puertas de la tumba.

—Ese hombre está loco, murmuró Luz.

Don Alfonso saltó sobre su caballo, y a todo escape partió por la vereda con la velocidad de la desesperación.

Luego que desapareció entre los pinares, Luz cayó de rodillas en las rocas, y levantó al cielo sus manos trémulas por el dolor.

—¡Dios mío! ¡Dios mío… exclamó llorando, mándame la muerte, pero sálvale!

……………

A la madrugada de ese día, la esposa del general don Leonardo Bravo, acompañada de Luz y escoltada por los insurgentes que se corrían la palabra en las montañas, salieron de la cueva de Michapa con dirección a la capital del reino.

II

En la Cárcel de Corte de la ciudad de México, estaba preso el general don Leonardo Bravo.

La Cárcel de Corte estaba entonces en el Palacio, hacia el baluarte de la puerta Mariana, y en los salones de los Ministerios de Guerra y Hacienda estaban las salas del crimen.

El edificio estaba literalmente lleno de soldados: había centinelas en las azoteas, corredores, pasillos y patios de la prisión.

Toda aquella tropa estaba a las órdenes del capitán Jacinto Castaño, uno de los realistas más acendrados, cuyo valor se había hecho proverbial en los asaltos a las trincheras de Cuautla.

En uno de los cuartos interiores de la cárcel estaba el reo, dando sus últimas declaraciones al fiscal de su causa, oidor Bataller.

—Señor Bravo, decía aquel malvado, usted contaría con algún agente en la capital para sus trabajos revolucionarios, ¿no es verdad?

—Me supone el señor oidor poco caballero, si trata de que yo me vuelva un denunciante.

—Nada menos que eso, señor; pero cuando ha llegado la hora de decir la verdad, es necesario no ocultarla.

—Yo no tengo más que decir, señor Bataller, sino que he peleado por la libertad de mi patria.

—Se mordió los labios el oidor hasta hacerse sangre.

—Voluntariamente me he afiliado en el ejército independiente, y nada tengo que reprocharme.

—Es que usted ha estado en Cuautla con los bandidos.

—Yo he estado, respondió el anciano Bravo, con el general Morelos, cuya conducta no se permiten censurar ni sus más encarnizados enemigos.

—Ese clérigo no puede nunca llamarse general.

—Señor oidor, sin tener pretensiones de serlo, ha humillado a todos los militares del ejército realista.

Bataller iba a estallar; pero seguro de su venganza guardó silencio por unos momentos.

—¿Y cuántas batallas ha perdido usted? preguntó en tono incisivo.

¡Ninguna! contestó Bravo con arrogancia.

—Sois irrespetuoso con vuestro juez, grito el oidor, haciendo una explosión, de rabia infernal.

—Más bajo, señor oidor, más bajo, dijo el prisionero; que alguien puede escuchar a usted.

—No importa voy a extender la sentencia.

—Ya la supongo extendida.

—La suponéis bien; porque vuestras palabras e insistencia os condenan.

Bataller salió de la cárcel hecho un tigre.

En el camino encontró una multitud de gente formando corrillos amenazadores, lo que puso en inquietud su espíritu.

—Estos insurgentes malditos están ramificados por todas partes, y nos es difícil que nos hagan una de todos los diablos… quien sabe si convendría indultar a Bravo… ¡demonio! un motín sería cosa de perder la cabeza… a mí me traen entre ojos desde hace tres años… eso de morir ahorcado no me hace mucha gracia… veremos a Venegas, en todo caso le echaremos encima la responsabilidad.

Llegó el oidor a palacio, y fue introducido a la cámara virreinal.

Venegas, aquel hombre fatuo y miserable, estaba recostado en un sillón con un aire de conquistador, ocultando el pánico que hacía tiempo lo tenía desmoralizado.

Su Excelencia hablaba de la situación con el auditor Foncerrada, cuando entró Bataller.

—¿Qué cosa nos dice el buen oidor? preguntó Venegas.

—Nada y mucho, Excelentísimo Señor.

—No comprendo bien.

—Yo no sé ocultar la verdad.

—Ni he tratado jamás de que me la ocultéis, dijo el virrey, por lo cual los pueblos han dado en llamarme el justiciero.

—Es verdad Excelentísimo Señor, exclamó Foncerrada.

—Decía, que me ha parecido ver en las calles síntomas de una asonada.

—Ya había tenido el honor de hacérselo presente a Su Excelencia, dijo Foncerrada.

—Yo no tengo miedo de nada, dijo con petulancia Venegas; pero deseo evitar la efusión de sangre, no quiero ametrallar a la canalla.

—Bien dicho, Excelentísimo Señor, exclamó Bataller, yo soy de la misma opinión.

—Había pensado conmutar la pena de muerte que de seguro debe imponerse a Bravo, en confinamiento.

—Precisamente en destierro, Excelentísimo Señor, dijo Bataller.

—Perdone su Excelencia, observó Foncerrada, pero yo no estoy de acuerdo con esa opinión; Bravo es una persona influente en la revolución, y esa circunstancia hace necesario un escarmiento con él: se diría mañana que el castigo se reservaba para los infelices, y que los caudillos gozaban de inmunidad.

—Eso no es exacto, dijo Bataller, ahí está Hidalgo y Allende y otra porción de personajes con cuyos ejemplos pudiera demostrarse lo contrario.

—Es que estamos en la segunda época de la insurrección, y es de absoluta necesidad manifestarse severos e intransigentes sin dar un síntoma de debilidad.

Aquel miserable le hablaba en su idioma al corazón infame de Venegas.

—insisto, dijo Bataller, en que es necesario algún tacto político.

—Eso es precisamente lo que me caracteriza, dijo el virrey, y os anuncio que estoy resuelto a hacer un escarmiento público con ese cabecilla de la insurrección.

Los oidores se despidieron de Venegas, y al salir del palacio dijo Bataller a Foncerrada:

—Yo me lavo las manos, Bravo muere por manos de un criollo.

—Lo soy, contestó Foncerrada, pero soy adicto a mi religión y a mi rey.

III

La sentencia de muerte fue comunicada al caudillo insurgente notificándole que desde luego entraba en capilla.

Bravo la escuchó con serenidad, su conciencia no le acusaba de crimen alguno, y estaba dispuesto a comparecer ante Aquel que debe pesar nuestras acciones en la balanza eterna, para pronunciar su fallo soberano.

Un sacerdote penetró en la prisión, y oyó en su tribunal al héroe, que recibió los consuelos del cristianismo con la filosofía de un hombre pensador.

La desgraciada esposa del reo había llegado a la capital y pretendido en vano dar un último adiós a su compañero.

Los verdugos se mostraron implacables ante aquel gran dolor. Frente a la cárcel estaban dos mujeres queriendo penetrar con sus miradas las gruesas paredes del edificio.

Junto a ellas y sentado en el dintel de una puerta, estaba un hombre con el traje de los campesinos; era José de la Luz que no se apartaba un solo instante de aquellas infelices.

Se llegó a él un embozado y le dijo al oído: José, sígueme.

El guía iba a dar un grito, cuando el embozado le tapó la boca.

Echaron a andar algún trecho, y el embozado se descubrió.

Era Vildo, el asistente de Piedra-Santa.

—¿Qué haces por aquí, hombre de los infiernos?

—Nada, a mí me encargó el señor Morelos a la niña María, y no la he perdido de vista.

—¿No te han conocido?

—Ya estaría yo ahorcado.

—Dices bien.

—Oye de lo que se trata; ¿te acuerdas del hijo del tío Blas?

—Vaya, si no he podido olvidar al demonio de Jacinto.

—Pues ese maldito es capitán de los gachupines, y el que está cuidando al señor don Leonardo, dile a la niña que le hable, y es negocio arreglado, nos lo sacamos esta noche.

—Voy al instante, respondió José de la Luz, y se fue en derechura a sus amas.

—Señoritas, aquí está Vildo, ya lo conocen ustedes… el asistente de mi coronel Piedra-Santa.

—¿Y bien?

—Me ha comunicado que Jacinto, el hijo del tío Blas, es el guardador del amo don Leonardo, y que en queriendo ya…

—El cielo nos ayude, dijo Luz, vamos a verle.

—Yo no me separo de aquí, Luz, las tropas se están formando a lo largo de la calle, y no sé lo qué va a suceder.

—Yo me arrojaré a los pies de mi hermano, y haré un esfuerzo supremo para salvarle.

—Ve, hija mía, dile a tu hermano que arranque del cadalso a su protector, que yo voy a morir de angustia, que lo haga en memoria de su padre.

Luz se encaminó a la casa de su hermano guiada por José, que seguía a lo lejos a Vildo.

Ya la noche estaba cayendo cuando Luz penetró en el aposento de su hermano.

Llamó a la puerta, y se dejó ver una joven que ya conocen nuestros lectores.

Las dos amigas prorrumpieron en un grito de sorpresa y se estrecharon en un fuerte abrazo.

—¡Luz!

—¡María!

—¡Te encuentro al fin, amiga mía!

—¡Sí, hermana, he sufrido mucho; pero soy feliz en este momento!

—Me había olvidado con el placer de verte… ¿dónde está mi hermano?

—En estos momentos lleva al señor Bravo a la Acordada, donde mañana será ahorcado.

—¡Dios mío! ¡Dios mío! eso no puede ser, María, ese hombre ha sido nuestro protector, nuestro padre, y Jacinto no será su verdugo, Dios lo castigaría.

—Tu hermano tiene un odio irreconciliable a esa familia.

—Jacinto es un monstruo de ingratitud.

—Espérale, debe venir esta noche.

—Sí, lo esperaré, y oirá de mis labios lo que su conciencia le está gritando… ¿pero tú, qué haces en esta casa?

—Escúchame: tu hermano, por una de aquellas rarezas de su carácter, se ha hecho mi protector, defendiéndome de los peligros que me rodean en mi orfandad.

¿Y no te ha requerido de amores?

—Nada; por el contrario, me ha hecho pasar por hermana suya, y yo he usurpado hasta tu nombre, aquí me llamo Luz como tú.

Una idea atravesó como relámpago por el cerebro de la joven, y preguntó con inquietud a su amiga: ¿no has amado a nadie?

María guardó silencio.

—Habla, por amor de Dios.

—Jamás te he ocultado mis secretos, y debo revelarte hoy esta historia de desventura.

Luz estaba profundamente inquieta.

—Te he dicho que el capitán Castaños, como hoy se hace nombrar tu hermano, me ha protegido sólo por intercesión de nuestra amistad, yo le estoy profundamente reconocida… aquí se han reunido varios de sus camaradas, y entre ellos un joven apuesto y distinguido, el capitán Edmundo Fonterravía… la frecuencia de sus visitas y las grandes estimaciones de que he sido objeto, bien pronto me declararon que el capitán me amaba, tú sabes que mi corazón jamás se había despertado; pero yo sentía una vaga tristeza, un malestar profundo, un deseo irresistible por estar al lado de ese hombre, por oírle, por saber en fin, que yo era el objeto de su cariño… cuando el alma se siente abandonada, y el mundo parece huir delante de nosotros, y el desierto de la existencia se prolonga, entonces necesitamos en el tránsito, una alma que nos comprenda, un brazo amigo de quien apoyarnos.

—¿Y le has amado como yo a don Alfonso?

—Sí, le idolatro, pero la desgracia lo ha arrebatado a mi cariño… en uno de los ataques dados a la ciudad de Cuautla, cayó prisionero… ¡tu hermano creyó que había muerto, y al notificármelo, sentí que me faltaba hasta el aliento!… después recibí un billete que me trajo un desertor de la plaza, ¡cuanto fue mi gozo al saber que existía!… para calmarme me dijo que estaba preso en el alojamiento del coronel Piedra-Santa, de quien era íntimo amigo.

—Todo lo comprendo ahora, ¡desgraciado!

—Explícame por compasión esas palabras.

—Tú has tomado mi nombre, el capitán Edmundo Fonterravía ha contado a don Alfonso sus amores con la supuesta hermana de Jacinto, y entre los dos hay una promesa de duelo a muerte.

—Perdóname, yo no podía ni aún siquiera imaginar esta coincidencia fatal… ¡aún es tiempo de aclarar todo!

—Yo ignoro el sitio donde se encuentran; además, quien sabe si en estos momentos ya se habrán batido, porque Edmundo va preso con los insurgentes.

Las jóvenes guardaron un silencio de ansiedad espantosa, cada una creía ver muerto a su amante, y entre aquellas conjeturas iba a tenderse un abismo de resentimientos.

IV

Pasaban las horas impelidas por el aliento poderoso del tiempo.

El virrey, temiendo una asonada, mandó que la ejecución se verificase en uno de los patios de la Acordada.

El batallón de América y otros cuerpos expedicionarios, se formaron en toda la carrera, y se municionaron como si se tratase de una batalla.

Un desgraciado oficial que se hacía llamar «el conde Colombino» fue el comisionado para conducir al general Bravo, que según cuenta la historia, marchó con la misma dignidad y entereza conque avanzaba en campaña sobre sus enemigos, y con la misma se condujo en los días de la capilla.

Pasó la noche del 13 en esa agonía de expectativa que abrasa el corazón la víspera de un gran crimen.

Amaneció el lunes 14 de septiembre de 1812.

El tablado se puso en el centro del patio principal para darle garrote vil al general Bravo.

¡Garrote vil! oidlo, es necesario no olvidarlo jamás; ¡muerte infamante a un héroe!

El capitán Castaños entregó a los verdugos a la ilustre víctima, y temiendo ser reconocido por su protector, se retiró a su alojamiento.

¡Cuál fue la sorpresa de aquel malvado, al ver a su hermana que se arrodilló a sus pies y los baño con lágrimas!

—¡Levanta!… ¡levanta!… ya te escucho, ¿qué quieres?

—La vida de nuestro padre adoptivo, gritó la joven.

—Yo no puedo hacer nada.

—Aun es tiempo; en nombre del cielo sálvalo, y mi padre te perdonará.

—¡Calla! gritó Jacinto, ¡calla! que esa sombra viene cuando la evocan… tú no sabes que el extravío del corazón me ha traído hasta aquí… ¡yo no soy culpable, no, no lo soy!

—¡Que el tiempo avanza! gritaba Luz… lo van a matar…

—¡Soy impotente para arrancarle de manos del verdugo!

—Haz un esfuerzo supremo… te lo ruego por nuestra madre, que murió de pesar cuando la abandonaste… aun puedes revindicarte con el cielo… nuestros padres te bendecirán desde la tumba.

En aquellos momentos las campanas de las iglesias dieron el toque solemne de rogación, anunciando que el alma del caudillo llegaba a los umbrales del cielo.

Hubo un instante de silencio, en que los actores de aquella escena estaban con el vértigo del espanto.

Se levantó Luz, terrible como la justicia divina.

—¡Miserable! exclamó con torvo acento, has hundido a tus padres en la tumba, y asesinado a tu benefactor… queda entregado a los horrores de tus remordimientos… la maldición de Dios estallará más tarde sobre tu cabeza… desgraciado de tí, que estas condenado a la expiación sobre la tierra.

Jacinto estaba trémulo como un reo delante de su juez, la frente sudorosa, y el semblante desencajado.

Cuando levantó la cabeza, la joven había desaparecido.

En la noche de aquel tristísimo día, tres mujeres cubiertas de luto, estuvieron llorando sobre el cadáver del ajusticiado.

Siguieron después el ataúd hasta el cementerio, oyeron retumbar la tierra sobre la caja, besaron aquel suelo bendito, y tomaron rumbo fuera de la ciudad.

A corta distancia iban dos hombres del pueblo seguidos de un perro que daba ahullidos espantosos.

—Caifás ha olido la muerte, dijo uno de los hombres.

El otro no respondió… las lágrimas le habían estrechado la garganta.

Aquella fúnebre comitiva se perdió entre la oscura sombra de la noche, como los espíritus en los pliegues de las tinieblas.

V

El general don Nicolás Bravo, hijo de la víctima, acababa de derrotar a los realistas en un combate, haciéndoles más de trescientos prisioneros.

Ignoraba el arrojado joven la terrible desgracia que caía como una sombra sobre aquel hogar, antes tan tranquilo y lleno de felicidad.

Se esparció la noticia en los pueblos y ciudades, hasta llegar al paraje donde estaba el hijo infortunado del mártir.

Antes de recibir noticia alguna enviada por sus amigos y parciales, ya en los cuarteles se sabía la nueva fatal, y la efervescencia más terrible y el coraje más desesperado se apoderaba de los insurgentes.

El cariño que profesaban al general les hacía guardar silencio; pero la tormenta no dilataba en estallar.

Llegó al fin un correo, terrible mensajero para el soldado, que dormía al rumor de sus victorias.

Abre el pliego, pasa su vista por aquellos fúnebres renglones, un vértigo ataca su cerebro, y cae desplomado dando un furioso grito.

Los ayudantes lo levantan y procuran tranquilizarlo; pero el hijo llora con todo el esfuerzo de su alma la muerte de su padre.

El velo estaba roto: los insurgentes salen en tumulto de los cuarteles, llevando a la plaza a los prisioneros para inmolarlos.

Todo aquel torrente respira venganza, venganza formidable, que tenía trémulos de espanto a los realistas.

Se oye el rugido del pueblo como el del Océano, y crece, y crece pujante como el huracán.

—¡Mueran los prisioneros! gritan los insurgentes, y aquellas voces se convierten en una sola, retemblando como el estallido del rayo.

Los prisioneros esperan de un momento a otro el golpe del acero sobre sus cabezas; creían llegado su último momento.

—¿Qué pasa? preguntó Bravo saliendo de su estupor.

—Señor, dijo uno de los jefes, los soldados del general Bravo piden venganza, y desean que se les entreguen los prisioneros.

El clamoreo continuaba como los truenos del cielo.

Aquella era una escena del infierno: los rostros descompuestos, las fisonomías salvajes, las voces estentóreas, y todo entre el sonido de las armas y algunos disparos.

Nada hay más temible que la cólera popular.

La multitud estaba frente a la casa del general, chocando como las olas sobre aquellos muros, en un estrépito horroroso.

Se oía el grito de los niños asustados y las imprecaciones de las mujeres, que estallan con más ardor en sus odios y resentimientos.

El general aparentaba serenarse por momentos; la primera lluvia del dolor había refrescado su espíritu.

Pensó al principio tomar venganza de aquel terrible golpe; después su semblante se aclaró como el cielo después de la tempestad.

Se alzó de su asiento y se dirigió resuelto al balcón.

Luego que el general se presentó a la vista de sus soldados, pálido intensamente por la aflicción, cuando se renovó la gritería con más estrépito.

El joven hizo señal de que guardasen silencio.

Como Dios aquieta las olas encrespadas del Océano, así aquel hombre impuso un silencio solemne a sus soldados.

—¡Compañeros, dijo con voz conmovida: vuestro general acaba de sufrir el último suplicio… esa es la muerte de los héroes!

La patria necesitaba su sangre para ungir su bendito suelo… su sombra está delante de nosotros, para animar nuestro espíritu en la lucha que sostenemos.

Cada mártir que asciende al suplicio, es un ejemplo más de heroísmo para los defensores de la independencia.

Pedís a gritos el sacrificio de los prisioneros; eso sería imitar la conducta odiosa y reprobada de nuestros enemigos…

Yo estoy más ofendido que vosotros… ¡yo que he perdido a mi padre!…

Nadie osaba interrumpir al general: la admiración había sustituido a la ira.

—Yo quiero vengarme en nombre mío y en el de vosotros; pero mi venganza humillará a nuestros adversarios.

Compañeros: no vertamos sangre sobre las tumbas de nuestros mártires… ellos quieren los laureles de la victoria, y no los despojos de los combates ni de las grandes matanzas.

En nombre de las víctimas sacrificadas por la ferocidad de los dominadores; en nombre de vosotros, y delante del cadáver de mi padre y de vuestro general, perdono a los prisioneros, y mando que sean respetados hasta volver a sus hogares.

Las grandes acciones hallan siempre un eco en el corazón del hombre.

Se levantó un grito de entusiasmo y admiración; los prisioneros cayeron de rodillas, y arrancaron del fondo de su alma un himno al Dios de las misericordias.

Un viva a la América se desprendió de la multitud: era que los prisioneros se acogían a la bandera sacrosanta de la libertad.

……………

Esos rasgos sublimes de heroísmo, que están fuera de las extendidas órbitas del corazón, son meteoros luminosos que se desprenden de siglo en siglo del espíritu humano.

Capítulo XVI. De una fecha memorable en la historia de México

I

Morelos había realizado empresas dignas de la edad media: su ataque a Oaxaca, el sitio de Acapulco, y cien y cien combates y encuentros en los que había salido siempre victorioso, le daban el renombre que hoy alcanza en la historia contemporánea.

Los insurgentes tenían una inmensa línea disputada por los realistas constantemente, y recobrada a fuerza de valor y de heroísmo.

Rayón, el sucesor de Hidalgo, no daba tregua ni descanso al enemigo: derrotado unas veces, vencedor otras, seguía en esa peregrinación que lleva a las puertas de la inmortalidad.

En aquel cuadro majestuoso sobresalían siempre las figuras prominentes de Galeana, los Bravo, el cura Matamoros, Ávila, el doctor Cos, y multitud de caudillos que venera orgullosa nuestra generación.

Morelos era la cabeza del gran movimiento revolucionario: llegó el tiempo de pensar no solo en la guerra, sino en la política: era necesario que el cuerpo social comenzase a tomar una forma determinada.

Morelos pensó en la instalación de un Congreso: manifestó claramente que no admitiría el sistema monárquico aunque se le eligiera rey.

La Junta de Zitácuaro serviría de base a esta idea, que bien pronto iba a realizarse.

El general llegó a Chilpancingo el 13 de septiembre de 1813.

Las autoridades, las tropas y la población, salieron a su encuentro; porque aquel hombre era el ídolo de los mexicanos.

El cura atravesó afable entre la multitud, que lo saludaba con muestras de grande interés.

Llegó a la casa donde se le preparaba un magnífico alojamiento, y allí recibió las felicitaciones y los espléndidos homenajes de gratitud y reconocimiento.

Los individuos de la Junta de Zitácuaro estaban a la sazón en Chilpancingo, donde iba a instalarse el primer Congreso de América independiente.

El viejo Quintana Roo, nuestro querido escritor don Carlos María Bustamante, el licenciado Rayón, Verduzco, Liceaga, Ortiz de Zárate y don José Manuel Herrera, electo en aquellos momentos como representante a la asamblea, rodeaban al caudillo, hablándole de proyectos para el porvenir.

—Señores, decía Morelos: deseo que se reuna el Congreso, para dar cuenta de la misión confiada a mis esfuerzos por don Miguel Hidalgo y Costilla, y declinar la responsabilidad que pesa sobre mis hombros.

—Bastante robustos son, dijo Quintana Roo; y a fe que llevan perfectamente ese peso.

—Señor, agregó el historiador Bustamante: nosotros no somos competentes para resolver esa cuestión; pertenece a la patria y nada más; es ella ante quien se resigna el poder.

—Deseo combatir como el último soldado; pero no quiero mandar: temo que la estrella que ha lucido para mí desde 810, se eclipse, llevando tras sí la suerte de un ejército.

—Adolece de modestia el señor general, observó Verduzco.

—Estoy fatigado, y desearía una tregua.

—Creo, repuso Bustamante, que no está en nuestro arbitrio aconsejar esa suspensión a los realistas.

—Estoy convencido, dijo Morelos, de que se necesita hacer un último esfuerzo: nuestros enemigos no abandonarán el terreno hasta el último momento; pero se hace indispensable una nueva organización en el ejército: ya no se combate como el año diez; la escena ha variado por completo.

—Así lo creemos, dijo Verduzco.

Morelos continuó:

—Yo no me hallo investido de las facultades anexas al encargo de un jefe de ejército, y no quiero abusar del estado en que se encuentra la nación; motivo por el cual he creído no solo oportuno, sino indispensable, la reunión de un Congreso.

—Es verdad, dijo Quintana Roo.

—La Junta de Zitácuaro no ha podido conceptuarse hasta el punto de tener una autoridad ampliamente reconocida: era necesario darle mayor suma de facultades, constituir un verdadero poder conservador y al mismo tiempo directivo de la revolución: cuestiones son estas, que los señores diputados tomarán en consideración en los momentos supremos de constituir el país.

—Aceptamos todos esas ideas, dijo don Carlos María Bustamante: trabajaremos en dar una Constitución; pero antes proveeremos a las urgencias del momento.

—Señores: dijo Herrera, ya es la hora de la reunión; hoy debemos quedar definitivamente instalados.

—Sea cuanto antes, dijo Morelos, y se despidió de aquellos patriotas cuyos nombres debía recordar la posteridad.

II

Las campanas de las iglesias de Chilpancingo repicaban a vuelo, la artillería se dejaba oír majestuosa como en las batallas, y un entusiasta clamoreo se escuchaba por las calles todas de la ciudad.

Aquella suprema alegría, anunciaba que los representantes de la nación mexicana se reunían bajo la bandera de la independencia, para declarar su alta soberanía ante el mundo civilizado.

En la sacristía de la iglesia parroquial de Chilpancingo se reunieron los diputados, y a las doce del día se abrió la primera sesión de la primera asamblea.

El licenciado don José María Murguía, diputado por Oaxaca, fue nombrado presidente, y secretario el licenciado Ortiz de Zárate.

El pueblo y la oficialidad llenaban el ámbito de la iglesia, guardando un silencio de profunda veneración.

El presidente, después de un breve discurso, declaró instalado EL PRIMER CONGRESO DE ANÁHUAC EL 13 DE SEPTIEMBRE DE 1813.

Aquellas solemnes palabras fueron acogidas con el entusiasmo de un pueblo al ver el rayo primero de su libertad.

Morelos se levantó como la gigante figura de la revolución, y con voz sonora, como si el genio de sus mayores le hubiera prestado su majestad, pronunció una alocución, de la cual tomamos algunos pasajes, que importan mucho a la causa de la insurrección y a la historia del célebre caudillo.

—«Señores: Nuestros enemigos se han empeñado en manifestarnos hasta el grado de evidencia, ciertas verdades importantes que nosotros no ignorábamos; pero que procuró ocultarnos cuidadosamente el despotismo del gobierno bajo cuyo yugo hemos vivido oprimidos; tales son… Que la soberanía reside esencialmente en los pueblos… Que trasmitida a los monarcas por ausencia, muerte o cautividad de estos, refluye hacia aquellos… Que son libres para reformar sus instituciones políticas siempre que les convenga Que ningún pueblo tiene derecho para sojuzgar a otro, si no precede una agresión injusta…

»¿Y podrá la Europa, principalmente la España, echarnos en cara, a la América, como una rebeldía, este sacudimiento generoso que ha hecho para lanzar de su seno a los que, al mismo tiempo que decantan y proclaman la justicia de estos principios liberales, intentan sojuzgarla, tornándola a una esclavitud más ominosa que la pasada de tres siglos?

»Gracias a Dios que el torrente de indignación que ha corrido por el corazón de los americanos, los ha arrebatado impetuosamente, y todos han volado a defender sus derechos, librándose en las manos de una Providencia bienhechora, que da y quita, erije y destruye los imperios, según sus designios.

»Este pueblo oprimido, semejante con mucho al de Israel trabajado por Faraón, cansado de sufrir, elevó sus manos al cielo, hizo oír sus clamores ante el solio del Eterno, y compadecido este de sus desgracias, abrió su boca y decretó que el Anáhuac fuese libre.

»En el pueblo de Dolores se hizo oír esta voz, muy semejante a la del trueno, y propagándose con la rapidez del crepúsculo de la aurora y del estallido del cañón, hé aquí transformada en un momento la presente generación en briosa, impertérrita, y comparable con una leona que atraviesa las selvas, y buscando sus cachorrillos se lanza contra sus enemigos, los despedaza, los confunde y persigue.

»No de otro modo, Señores la América irritada y armada con los fragmentos de sus cadenas opresoras, forma escuadrones, organiza ejércitos, instala tribunales, y lleva por todo el continente sobre sus enemigos, la confusión, el espanto y la muerte.

»¿La libertad, este don del cielo, este patrimonio cuya adquisición y conservación no se consigue sino a precio de sangre, es de los más costosos sacrificios, cuya valía está en razón del trabajo que cuesta su recobro, ha cubierto a nuestros hijos, hermanos y amigos del luto y amargura: porque ¿quién es de vosotros el que no haya sacrificado algunas de las prendas más caras de su corazón? ¿Quién no registra entre el polvo de nuestros campos de batalla el resto venerable de algún amigo, hermano o deudo? ¿Quién el que en la soledad de la noche no ve su cara imagen, y oye sus acentos lúgubres con que clama por la venganza de sus asesinos? ¡Manes de las Cruces, de Acúleo, de Guanajuato y Calderón, de Zitácuaro y Cuautla! ¡Manes de Hidalgo y Allende, que apenas acierto a pronunciar y que jamás pronunciaré sin respeto, vosotros sois testigos de nuestro llanto! ¡Vosotros, que sin duda presidís esta augusta asamblea, meciéndoos plácidos en derredor de ella… recibid a par que nuestras lágrimas, el más solemne voto que a presencia vuestra hacemos en este día de morir o salvar la patria… Morir o salvar la patria!… dejéseme repetirlo.

»Estamos, señores, metidos en la lucha más terrible que han visto las edades de este continente: pende de vuestro valor y de vuestra sabiduría, la suerte de siete millones de americanos comprometidos en vuestra honradez y valentía: ellos se ven colocados entre la libertad y la servidumbre. ¿Decid ahora si es empresa ardua la que acometemos y tenemos entre manos? Por todas partes se nos suscitan enemigos que no se detienen en los medios de hostilizarnos, aun los más reprobados por el Derecho de Gentes, como consigan nuestra reducción y esclavitud. El veneno, el fuego, el hierro, la perfidia, la cábala, la calumnia; tales son las baterías que nos asestan y con que hacen la guerra más cruda y ominosa.

»Pero aun tenemos un enemigo más atroz e implacable, y ese habita enmedio de nosotros… Las pasiones, que despedazan y corroen nuestras entrañas, nos aniquilan intensamente, y se llevan además al abismo de la perdición innumerables víctimas… Pueblos hechos el vil juguete de ellas… ¡Buen Dios! yo tiemblo al figurarme los horrores de la guerra: pero más me estremezco todavía al considerar los estragos de la anarquía: no permita el cielo que yo emprenda ahora el describirlos; esto sería llenaros de consternación, que debo alejar en tan fastuoso día; sólo diré, que sus autores son reos, delante de Dios y de la Patria, de la sangre de sus hermanos y más culpables con mucho, que nuestros descubiertos enemigos. ¡Tiemblen los motores y atizadores de esta llama infernal, al contemplar los pueblos envueltos en las desgracias de una guerra civil, por haber fomentado sus caprichos! ¡Tiemblen al figurarse la espada entrada en el pecho de su hermano! ¡Tiemblen al fin, al ver, aunque de lejos, a esos cruelísimos europeos, riéndose y celebrando con el regocijo de unos caribes, sus desdichas y desunión, como el mayor de sus triunfos!

»Este cúmulo de desgracias reunidas, a las que personalmente han padecido los heroicos caudillos libertadores del Anáhuac, oprimidos ya en las derrotas, ya en las fugas, ya en los bosques, ya en los países calidísimos dañinos, ya careciendo hasta del alimento preciso para sostener una vida mísera y congojosa; lejos de arredrarlos, sólo ha servido para mantener la hermosa y sagrada llama del patriotismo, y exaltar su noble entusiasmo.

»Permítaseme repetirlo: ¡todo les ha faltado alguna vez, menos el deseo de salvar la patria, recuerdo tiernísimo para mi corazón!

»Ellos han mendigado el pan de la choza humilde de los pastores, y enjugado sus labios con el agua inmunda de las cisternas; pero todo ha pasado como pasan las tormentas borrascosas: las pérdidas se han repuesto con creces; a las derrotas y dispersiones, se han seguido las victorias; y los mexicanos jamás han sido más formidables a sus enemigos, que cuando han vagado por las montañas, ratificando a cada paso y en cada peligro, el voto de salvar la patria y vengar la sangre de sus hermanos.

……………

»Al 12 de agosto de 1812 sucedió el 14 de septiembre de 1813: en aquel se apretaron las cadenas de nuestra servidumbre, en México Tenoxtitlan; en este se rompen para siempre, en el venturoso pueblo de Chilpancingo.»

Aquella voz que resuena aún en el cielo de nuestro siglo, pronunció sus últimas palabras como la profecía del porvenir.

Un aplauso nunca oído, una voz salida de todos los corazones respondió a los acentos solemnes del héroe.

Después, como con homenaje a la tolerancia de la nación, se leyó un manifiesto de Morelos, en que daba cuenta de sus acciones, como si el mundo entero no las supiera.

El caudillo pedía órdenes a la asamblea para continuar en sus conquistas.

Los miembros todos de aquel memorable Congreso, nombraron por unanimidad al cura de Carácuaro, al humilde párroco, Generalísimo del ejército mexicano.

III

Los hombres ilustres de aquella asamblea, no dejarían aquel sagrado recinto sin pronunciar su última palabra.

Profetas del porvenir, augurarían la independencia mexicana; vaticinarían la libertad de un pueblo.

Después… vagarían proscritos y miserables en su misma patria, condenados a muerte, buscados por sus enemigos, y dispersados por el huracán del infortunio.

Los hombres desaparecieron; pero sus hechos quedaron consignados en el libro eterno de la historia, y las generaciones escriben con letras de oro esos nombres que recuerdan un gran principio a la humanidad.

La nación entera va a ponerse de pie, y a escuchar con la frente descubierta las palabras de su consagración en el augusto templo de las nacionalidades.

Acta de la Independencia Mexicana

«El Congreso de Anáhuac, legítimamente instalado en la ciudad de Chilpancingo de la América Septentrional por las provincias de ella, declara solemnemente a presencia del Señor Dios, árbitro moderador de los imperios y autor de la sociedad, que los da y los quita; según los designios inescrutables de su providencia, que por las presentes circunstancias de la Europa ha recobrado el ejercicio de su soberanía usurpado: que en tal concepto queda rota para siempre jamás y disuelta la dependencia del trono español: que es árbitra para establecer las leyes que le convengan para el mejor arreglo y felicidad interior: para hacer la guerra y la paz, y establecer alianzas con los monarcas y repúblicas del antiguo continente, no menos que para celebrar concordatos con el Sumo Pontífice romano para el régimen de la Iglesia católica, apostólica romana, y mandar embajadores y cónsules: que no profesa ni reconoce otra religión más que la católica, ni permitirá ni tolerará el uso público ni secreto de otra alguna: que protegerá con todo su poder, y velará sobre la pureza de la fe y de sus demás dogmas y conservación de los cuerpos regulares. Declara por reo de alta traición a todo el que se oponga directa o indirectamente a su independencia; ya protegiendo a los europeos opresores, de obra, palabra, o por escrito; ya negándose a contribuir con los gastos, subsidios y pensiones para continuar la guerra hasta que su independencia sea reconocida por las naciones extranjeras; reservándose al Congreso presentar a ellas por medio de una nota ministerial, que circulará por todos los gabinetes el manifiesto de sus quejas y justicia de esta resolución, reconocida ya por la Europa misma.—Dada en el palacio nacional de Chilpantzingo a seis días del mes de noviembre de mil ochocientos trece.—Lic. Andrés Quintana Roo, vice-presidente.—Lic. Ignacio Rayón.—Lic. José Manuel de Herrera.—Lic. Carlos María de Bustamante.—Dr. José Sixto Berduzco.—José María Liecaga.— Lic. Cornelio Ortiz de Zárate

IV

El generalísimo del ejército independiente, salió después de esta augusta ceremonia al campo de los combates.

El sol había llegado a su cenit.

Desde aquel momento comenzaba a declinar en el áreo gigante de la revolución.

Aquel genio de la gloria militar tendría su Ocaso.

¡Dios, que lo había amparado en las batallas, le dejaría caminar sereno al apoteosis de los héroes… al cadalso!

Ya no era aquella nave empavezada que partía en pos del nuevo mundo de la libertad: era el bajel combatido por las olas y las tormentas, que perdía su arboladura y encallaría al fin en las rocas, para hundirse después en los abismos de la predestinación.

La humanidad combatiendo con su destino; ¡Dios, señalando con su mano esa vía que conduce al último puerto, por donde atraviesa el hombre impulsado por la voluntad eterna!

Capítulo XVII. De la reunión de las tres esmeraldas

I

Mientras que la población de Chilpancingo se entregaba al regocijo entusiasta de las solemnidades cívicas, dos oficiales del ejército insurgente arreglaban en su alojamiento las condiciones de un duelo.

—Señor Fernández, decía el capitán Álvarez, es necesario tratar este negocio con la mayor reserva.

—He pensado mucho, y aún no estoy decidido: el capitán Fonterravía es un prisionero, y creo que la condición de los combatientes debe ser absolutamente igual.

—Entre caballeros importa poco esa observación, porque no dando ventaja alguna a la hora del lance…

—Perdone usted si lo interrumpo: no se trata precisamente de ellos, sino de nosotros; podría pensarse que abusamos, y esto nos coloca en una situación por lo menos equívoca.

—Haremos firmar a Fonterravía un documento en que conste la verdad de los hechos, y estamos salvados.

—Acepto, y entremos desde luego en las cláusulas del desafío.

—Entremos.

—El capitán Fonterravía y el coronel Piedra-Santa se batirán a muerte.

—Perfectamente.

—¿Las armas?

—A espada.

—Me parece bien.

—El duelo se suspenderá, siempre que haya alguna herida que impida a alguno de los combatientes el uso de sus armas.

—Bien.

—Elegiremos un terreno a propósito, y esta tarde a las cinco se verificará el lance.

—No tenemos más que hablar.

—Ahora, tomemos una copa, dijo Álvarez, por la proclamación de la independencia.

—¡Por ella! gritó Fernández; y tomando una botella llenó dos copas, que apuraron los dos camaradas con el mayor placer del mundo.

—Avisemos a nuestros ahijados.

—Es decir que esta tarde habrá un hombre menos.

—Así lo espero.

—Cuestión de números.

—Nos veremos camarada.

—A las cinco en punto en este mismo sitio.

Aquí nos reuniremos, y…

—Cartucheras al cañón.

Los dos insurgentes se separaron dándose un apretón de mano, y con la serenidad de dos camaradas que quedan invitados para una comida.

II

Daban las cinco de la tarde, cuando el capitán Edmundo Fonterravía y su padrino el capitán Fernández, entraban en el alojamiento de Piedra-Santa, que conversaba con su camarada el capitán Álvarez, que lo apadrinaba en el duelo.

—Hola, señor de Fonterravía, dijo don Alfonso saliendo al encuentro de su adversario.

—Creo que es la hora, dijo sencillamente Edmundo.

—Exactitud militar, dijo Álvarez: estas cosas es necesario no dilatarlas; no obstante, si ustedes quieren decir alguna palabra, son libres para hacerlo.

—Una sola tengo que decir, dijo don Alfonso.

—Entonces, despejemos los importunos.

—Precisamente iba a rogarles que se quedasen, pues lo que tengo que hablar con el señor capitán Fonterravía, debe estar al alcance de las personas que nos han dispensado el honor de arreglar este negocio.

—Arreglados, dijo Álvarez.

—Señores: declaro delante de ustedes, que son hombres de honor, que no abrigo rencor alguno contra el señor capitán Fonterravía; que un negocio que hace imposible nuestra amistad y hasta existencia, es el que me obliga a batirme en duelo a muerte con él.

—Yo, señor, dijo a su vez el prisionero, hago la misma declaración, y lo juro con la mano puesta sobre mi corazón.

—Es una lástima que hombres así tengan que matarse, murmuró Álvarez.

Fernández se levantó, y tomando dos espadas las presentó a los contendientes, que las tomaron sin examinarlas.

Se leyó el acta del duelo.

—Hemos elegido este terreno por más a propósito, dijo Fernández, hemos querido evitar todo escándalo.

Nadie respondió.

Los dos adversarios se despojaron de sus uniformes: una persona que no hubiera estado con la agitación que produce siempre la presencia de uno de esos espectáculos, hubiera notado que Edmundo y don Alfonso llevaban dos escapularios absolutamente iguales.

Piedra-Santa llevaba además otra reliquia.

El duelo comenzó de una manera encarnizada.

El insurgente y el realista se batían perfectamente.

Pasaron dos minutos sin que se hubieran tocado: los padrinos dieron la voz de «alto» y el combate se suspendió por tres minutos.

Comenzó de nuevo la lucha: ya no se trataba de matar, sino de morir; Fonterravía tuvo un momento feliz que aprovechó desde luego: su espada penetró en el costado de don Alfonso; pero la hoja resbaló sobre las costillas, la sangre comenzó a correr sin, que Piedra-Santa se inmutase siquiera.

—No es nada; me siento fuerte, dijo don Alfonso, y continuó el asalto.

Fonterravía fue herido a su vez en el hombro: chocó el acero de su contrario contra el homóplato, y se hizo dos pedazos.

El duelo era a muerte; así es que dieron otra espada a don Alfonso.

Se prolongaba demasiado aquella escena terrible.

Súbitamente don Alfonso se fue a fondo: Fonterravía esquivó el golpe; pero el acero del capitán resbaló en el escapulario e hizo saltar la esmeralda.

Piedra-Santa arrojó su espada, y exclamó en voz alta:

—Yo no puedo matar a ese hombre.

Todos guardaron silencio, esperando alguna explicación que aclarase el enigma.

Fonterravía recogió la esmeralda, y esperó a que hablase don Alfonso.

—Señores: necesito estar un momento a solas con el capitán.

Álvarez y Fernández despejaron.

Piedra-Santa rompió su escapulario, y mostró su esmeralda a Fonterravía; este dio un grito y se lanzó a los brazos de don Alfonso.

—Olvidemos nuestros resentimientos: hay algo más grande que nos está encomendado… más tarde se arreglará todo.

—Nuestra sentencia de muerte está echada, dijo don Alfonso: no malgastemos nuestra existencia como nuestros antepasados; si hemos de sucumbir sea por la patria.

—Nos veremos esta noche para comunicar nuestros secretos.

—Sí; por ahora demos cualesquiera explicación a nuestros padrinos.

—Bien; pero escuche usted una palabra, si no es indiscreción.

—Hable usted, señor Fonterravía.

—Lleva usted al cuello un escapulario igual al mío: ¿tiene usted acaso la otra esmeralda?

—Caballero: es una reliquia que me dio esa mujer, a quien no quiero ni aún recordar, y que iba a causar una desgracia entre nosotros; ignoro lo que contiene el escapulario.

—Es una coincidencia la semejanza.

Don Alfonso rompió el amuleto, y apareció la esmeralda que el tío Blas había legado a Jacinto.

—¿Qué es esto? dijo Piedra-Santa.

—¡La tercer esmeralda! murmuró Fonterravía.

—Juro por mi honor que yo ignoraba…

—Lo creo, caballero, lo creo, dijo Edmundo; es necesario explicarnos.

—Sí, respondió maquinalmente don Alfonso, pensando en el misterio que encerraba aquella casualidad.

Fonterravía salió a decir a los padrinos que todo había concluido con una explicación satisfactoria de ambos.

Álvarez y Fernández se dieron el parabién, y se marcharon, al cuartel general más contentos que si hubiesen ganado una batalla.

III

Piedra-Santa estaba sombrío, y Edmundo parecía no comprender cuanto pasaba en su derredor.

—Caballero: dijo Piedra-Santa poniendo las esmeraldas sobre la mesa, este es el collar de Xicoténcatl; el misterioso collar que debe llevar uno de nosotros el gran día de la independencia.

—Es verdad, murmuró Fonterravía.

—Uno de los dos tiene que morir, ¿no es cierto?

—Cierto, dijo con acento apagado el prisionero.

—Ignoramos si existe alguno de los descendientes de Tízoc: yo soy hijo de Xicoténcatl.

—Y yo de Popoca.

—Bien; yo he sospechado que Jacinto Castaños, que debe estar al tanto de su destino, es el último de esa raza: el destino nos reúne en el punto de la muerte; esta es una cita para el otro mundo.

—Lo sé desde mis primeros años, y oid lo que alcanzo de esta historia, dijo don Alfonso.

Fonterravía concentró su espíritu, y escuchó con atención marcada el breve relato de Piedra-Santa.

—Nuestros padres pertenecían a la indomable raza de los aztecas; esos hombres de la tradición y del valor, que sólo ante la muerte doblaban la cerviz, dejando un ejemplo de abnegación al pueblo que se hundía en los horrores de la conquista.

—Sí; gritó Fonterravía, ellos prefirieron las llamas y el tormento, a rendir su homenaje a los dominadores.

—Bien; dijo Piedra-Santa, reconozco la sangre de esos héroes.

Los dos amigos se estrecharon las manos con efusión.

—¡Mis padres, continuó don Alfonso, vagaron proscritos en las montañas, luchando siempre contra los españoles, y legando en herencia la esmeralda, como prenda de la venganza nacional; amuleto de un pueblo que veía derribados sus dioses, sus altares, sus templos, sus hogares, vendidos a sus hijos, ultrajadas a sus mujeres, y todo entre el escombro de una nación que se hunde y se pierde ante la espada de un siglo nuevo, que todo lo arrasa y lo destruye!… Seguir eslabón por eslabón de esa cadena de martirio y de sangre, de patriotismo y de muerte, sería envenenar las fuentes que quedan abiertas en nuestro corazón a la piedad y a la misericordia.

—Bien, coronel.

—Hemos pasado por trescientos años de conquista, pisando fuego con los pies descalzos; llamando desde el fondo de, nuestro corazón a la libertad, que hoy ven venir nuestros ojos ya calcinados por las lágrimas… el destino, contrario allá con nuestros antepasados, se encargó de realizar los vaticinios… yo al menos, no creía ni aún conocer a los poseedores de esas piedras: todo augura que ya la hora se acerca, y que nuestra tumba va a abrirse; porque nosotros debemos morir la víspera del gran día de la libertad.

—Así lo han dicho los oráculos, dijo con tristeza Fonterravía.

—Antes me asustaba, exclamó Piedra-Santa; pero desde que he perdido la esperanza de ser feliz, ansio por el momento señalado en la profecía.

—Continuad, que vuestra historia está relacionada con un secreto que hasta ahora no ha salido de mi corazón.

—La esmeralda, como un amuleto de muerte, pasaba de padres a hijos, hasta llegar a manos de una mujer.

Esa mujer ignoraba el secreto, y poseía la esmeralda como una herencia de sus padres.

Marina era una joven hermosa: conservaba en su rostro aquel tinte melancólico de raza, y del orgullo de sangre.

La joven criolla estaba en la capital del reino; su padre la había encomendado a una anciana, que le prodigaba la más tierna solicitud.

El viejo hacía continuos viajes: sin decir jamás el lugar de su dirección, volvía cargado de oro, y Marina pasaba por una de las mujeres más ricas y hermosas de la sociedad.

Su casa era un punto de reunión de personas desconocidas, a quienes su padre recibía en la intimidad de familia.

De repente desaparecían aquellos personajes, sin que nadie volviese a mentarles.

Esto despertó naturalmente las sospechas del Santo Oficio, y el padre de Marina fue arrestado en la Inquisición.

Una noche se presentó en la casa de la criolla don Álvaro de Vasconcelos, personaje de gran valía en la Corte de España y Visitador de México.

Marina lo recibió con extrañeza.

—Señora: dijo el Visitador, sé que tenéis un gran cuidado.

—Es cierto.

—Que vuestro padre está en la Inquisición.

—La noticia está al alcance de todo México.

—Bien; lo que no está al alcance de todos, es que vengo a proponeros verle.

La joven clavó su mirada en el rostro del Visitador.

—¿Buscáis tras de mi frente la pureza de mi pensamiento?

—Tal vez.

—No me ofende la duda, porque estáis acostumbrada a ver en la Corte a hombres desleales, que todo lo sacrifican al vil interés del oro.

—¿Y cuál es el vuestro, señor Visitador?

—Más tarde lo sabréis.

—Acepto, dijo la joven, vuestra promesa, y desde luego me tenéis a vuestras órdenes.

El Visitador ofreció el brazo a Marina, y ambos sé dirigieron a las cárceles del Santo Oficio.

Cuando el anciano vio entrar a su hija, lanzó un gritó de furor: creía que la llevaban, al tormento.

Marina se estrechó llorando en sus brazos.

—¡Silencio! dijo el viejo, contén esas lágrimas; no quiero saber que has llorado.

—Caballero: dijo el Visitador, os dejo un momento con vuestra hija, y creedme siempre un caballero.

El anciano no respondió: conocía en el acento de aquel hombre su buena fe, y sin embargo, odiaba todo lo que venía de los conquistadores.

IV

—¡Si ese miserable atentase a mi honor! gritó el padre de Marina viendo salir al Visitador.

—Soy bastante fuerte para resistir.

—Tienes pocos años.

—Pero me sobra aliento.

—Hija: yo estoy próximo a morir; ayer he podido resistir al tormento, hoy me siento débil, muy débil… hace veinte años seis vueltas de la rueda, apenas me hubieran hecho impresión; hoy mis huesos están, triturados horriblemente.

La criolla lanzó el rugido de la leona herida.

—Siempre te he dicho que yo debía sucumbir al golpe de mis enemigos, y el momento ha llegado… estoy dispuesto.

—¡Morir!… ¡morir!… repetía la joven.

—¡Sí: morir como mis mayores: con dignidad, con valor, con heroísmo!… Marina, yo no desdeciré de mis antepasados, ni legaré a tus hijos un ejemplo de cobardía ni de miseria… Sí, de tus hijos, porque es necesario que tú te cases… voy a abrirte mi corazón.

La criolla veía irradiar en la frente de su padre la luz que precede al rayo.

—Hasta hoy mi vida ha sido un misterio para tí, ¿no es verdad?

—Es cierto.

—¡Pues bien, hija mía: yo he recibido al nacer la misión de trabajar por la independencia de América, y no he cesado de conspirar un solo día… todas esas personas que has visto pasar días enteros a mi lado, son mis compañeros, mis parciales; ellos, como yo, trabajan por romper el yugo de esclavitud que nos ahoga… Mira, esta esmeralda es el signo de la revolución; si yo tuviera un hijo varón, él la heredaría, para continuar en esa empresa que ha dado tantas víctimas al rencor insaciable de nuestros enemigos… tómala, y cuando tengas un hijo entrégasela, y dile que muero bendiciéndole, que luche por la independencia de su patria!

El viejo colgó al cuello de la joven el amuleto.

—Déjame morir… es mi destino… llora en silencio… sí, llora; pero que tus lágrimas no las vea el mundo…

La criolla besó la frente de su padre, y salió de aquel antro con la calma sombría de los mártires.

—Señora, dijo Vasconcelos: voy a empeñar todo mi influjo para conseguir la libertad de vuestro padre.

—Os debo un, gran favor, caballero, y sin embargo, necesito pediros otro más grande aún.

—Ya os escucho, señora.

—No me tachéis de ingratitud; pero necesito que dejéis seguir a mi padre su destino.

—No os comprendo.

—Vuestro noble comportamiento os da derecho para saber un secreto.

—Ved que no lo exijo.

—Lo deposito en un hombre de honor.

—Me hacéis justicia.

—Hay una maldición que cae sobre mi familia desde los días primeros de la conquista, y no hay poder humano que pueda contrariarlo.

—Soy el Visitador, y una palabra mía era suficiente para cambiar por un momento ese destino.

La joven sintió llegar a su alma un rayo de esperanza, que halagó su cariño filial.

—¡Don Álvaro, no me hagáis consentir en lo que Dios no quiere!…

—No pretendo oponerme a sus designios; pero os ofrezco por ahora salvar la vida de ese anciano.

—Sois mi Providencia, caballero… trabajad, empeñaos; yo no quiero creer en la predestinación.

El Visitador dejó en su casa a Marina, y marchó a toda prisa al palacio del virrey.

Su Excelencia estaba en acuerdo, y don Álvaro tuvo que esperar una media hora.

Cuando concluyó el acuerdo, el Visitador fue introducido a la cámara virreinal.

—Perdone, Su Excelencia, dijo el magistrado, si acaso lo he hecho esperar; pero negocios de suma importancia me han retardado la satisfacción de recibir al señor Visitador.

—Perfectamente, contestó don Álvaro; los negocios antes que todo.

Hemos estado a punto de tener un conflicto, dijo el virrey: nos amenazaba un tumulto; pero en grande escala.

—¿Y lo habéis sofocado?

—Del todo, señor Visitador.

—Me congratulo de ello, y os doy el parabién.

—Habéis de saber, que hace mucho tiempo se le sigue la pista a un criollo descendiente de caciques; hombre revoltoso e inquieto, que está relacionado con los sublevados de las montañas: este viejo es de un carácter de hierro, ha sufrido con entereza y valor las pruebas del tormento; pero no ha pasado lo mismo con el testimonio de sus cómplices.

—¿Ha confesado al fin?…

—Nada de eso: se obstina en negar todo; pero los jueces lo han sentenciado a morir.

—No está mal pensado.

—He querido evitar el escándalo, y he determinado simplemente hacerlo desaparecer, para que sus parciales no tomen revanchas, que son desagradables y por lo regular sangrientas.

—Señor virrey: a propósito de reos, vengo a interesarme por un desgraciado.

—Vuestras indicaciones son órdenes, señor Visitador; desde luego están obsequiados vuestros deseos.

—Hay en la Inquisición un hombre llamado Ixtompo…

—Ese es precisamente el preso de quien os he hablado, dijo el virrey interrumpiendo al Visitador.

—¿Y ha muerto ya?

—Ignoro sí se ha llevado a cabo la sentencia, cuya ejecución estaba señalada para esta noche.

—¡Os prevengo e intimo de orden del rey, exclamó don Álvaro, que no atentéis contra la vida de ese hombre!

—Aquí está la orden de libertad, contestó asustado el virrey, y entregó al Visitador un papel, sobre el cual trazó algunas líneas.

Don Álvaro salió violentamente del palacio, y se hizo conducir a la Inquisición.

El carcelero abrió la puerta del calabozo, y alumbró con una tea la estancia.

Don Álvaro retrocedió horrorizado.

De un clavo puesto al muro y pendiente de cuerda, yacía el cadáver de Ixtompo, con el rostro renegrido por la estrangulación.

Sus manos estaban crispadas, el cabello caído sobre el rostro, y los pies caídos con la tensión de la falta de vida.

Aquel rostro participaba del sentimiento que había agitado el alma del sentenciado en sus últimos instantes… ¡la venganza!

Don Álvaro se embozó en su capa, y salió de aquella mazmorra impresionado terriblemente.

V

Marina estaba inquieta esperando al Visitador: las horas corrían, y esto alentaba más las esperanzas de la joven.

Se detiene un coche a la puerta: baja un embozado, que entra pausadamente en la estancia de Marina.

La hija de Ixtompo interroga con una mirada al Visitador: este ni aún levanta sus ojos; trémulo y descompuesto por las impresiones, la palabra había expirado en sus labios.

—¡El destino! gritó la joven, y se puso a dar de alaridos y a estrujar sus cabellos y vestiduras.

—¡El destino! murmuró don Álvaro.

—Sentaos, caballero, dijo la joven al Visitador, que estaba fijo e inmóvil como una estatua.

—No es oportuna mi presencia en estos momentos en que el más justo de los dolores embarga vuestro corazón, y os pido permiso para retirarme.

—Señor don Álvaro Vasconcelos, gritó la joven: vos no conocéis a los de mi raza; si cedemos un instante al sentimiento, es para alzarnos más fuertes aún y vigorosos en el porvenir… mi padre ha muerto hace algunas horas… me ha enviado sus últimas palabras… he pagado el tributo del corazón a su cariño; pero ya estoy tranquila, y dispuesta a cumplir su voluntad; esa encomienda sagrada para mi fe.

—Señora, yo os admiro.

—Escuchadme en estos solemnes instantes, en que la fatalidad acaba de dejarme sola sobre la tierra.

—Estoy a vuestras órdenes.

—Huérfana, desamparada, y con el mar irritado del mundo ante mis ojos, estoy amenazada en mi presente y en mi porvenir.

—Es verdad.

—Acaso vaya a sorprenderos lo que voy a deciros.

—Hablad, señora, y no desconfiéis de mi lealtad.

—Pues bien: vos ignoráis mi pasado, que se pudiera encerrar en una palabra; he vivido en el misterio, y mi corazón no ha amado nunca.

—¡Nunca! exclamó lleno de júbilo el Visitador.

—Ningún hombre ha logrado impresionarme hasta ahora: mi alma está virgen al amor, quizá por estar predestinada a empresas mayores.

—Proseguid, señora.

—Mi nombre es noble y mi familia distinguida, sin que haya bastado a mancharle esa nota de infamia que han pretendido echar sobre la frente de ese anciano.

—Es verdad, es verdad, dijo el Visitador.

—¡Señor don Álvaro, mi familia se remonta hasta Xicoténcatl!

El Visitador comenzaba a influenciarse con el aliento de aquella mujer.

—Pues bien, continuó Marina; yo os ofrezco mi mano.

Don Álvaro no supo qué responder: tan inesperadas fueron las palabras de la joven.

—¿La rehusaréis, caballero?

—Señora, exclamó el Visitador arrojándose a los pies de Marina: el amor me ha traído hasta vos, y la felicidad sale a mi encuentro: acepto vuestra mano; sí, la acepto con el corazón.

—Gracias, caballero.

—Pero es necesario que sepáis que yo tengo de volver a la Corte de España: mi misión ha concluido en América.

—Os seguiré a la Corte, don Álvaro.

—Nuestro matrimonio se celebrará en secreto.

—Perfectamente; lo mismo iba a proponeros.

—Saldremos dentro de tres días de la capital.

—Estoy dispuesta.

—¿Os arrepentiréis, señora?

—¡Jamás! exclamó la joven saludando al Visitador.

Don Álvaro salió casi delirante de aquella casa, a soñar en la dicha inesperada que le aguardaba.

Luego que don Álvaro dejó la estancia, Marina se arrodilló, y levantando las manos al cielo dijo con la voz del alma:

—¡Señor! ¡préstame tu ayuda; favorece a los de mi raza… dame un hijo… un hijo nada más, a quien confiar la herencia de mi padre, y mátame después!…

VI

Al día siguiente se celebraba el matrimonio de don Álvaro con Marina: un viejo indiano los apadrinaba, y un sacerdote español les daba la bendición nupcial.

A los diez días de esta ceremonia, el navío «Hernán Cortés» levaba anclas, llevando a bordo a Su Excelencia el Visitador, don Álvaro de Vasconcelos.

VII

Marina fue recibida con grande aceptación en la Corte de Madrid.

La criolla había llevado inmensos tesoros, y vivía en medio de la más grande opulencia.

Don Álvaro estaba enamorado profundamente de su esposa; nada faltaba a su felicidad.

La joven sentía los primeros síntomas de la maternidad, y esto alegraba su corazón como la venida de una nueva aurora.

Sus deseos estaban realizados; ya podía morir tranquila.

Una noche en que daba don Álvaro un baile de máscara en su palacio, se presentó un joven vestido con el traje de Xicoténcatl. Un penacho de plumas magníficas, entrelazadas con sartas de perlas y de rubíes, las vestiduras tejidas también de pluma de cisne, los cacles de oro, las pulseras de piedras preciosas y al cuello un collar con tres esmeraldas.

—Profunda sensación causó la aparición de aquel personaje.

Se dirigió a la joven criolla, quien lo saludó en lengua mexicano en tono de broma.

Cual fue su asombro cuando el del disfraz le contestó en el mismo idioma.

—¿Vienes de América?

—Y en pos de tí.

—¿Quieres hablarme?

—Con precisión.

—Mañana estaré en este mismo lugar.

—No lo olvides.

Don Álvaro se apercibió de esta inteligencia y se puso hondamente triste.

La fiesta continuó hasta la primera luz, en que la concurrencia abandonó los salones.

El indio tornó a acercarse a la dama.

—Mañana, dijo en voz baja.

—Mañana, repitió la criolla.

Marina comprendió la causa de la tristeza de su esposo, y se propuso desde luego no ocultarle nada de lo que iba a pasar.

—Estas preocupado, don Álvaro.

—Sí; pero no es nada.

—¿Qué tienes?

—Nada.

—Tú no dices la verdad.

—Es que te amo tanto, que… estoy celoso.

La criolla se sonrió.

—La presencia del indio, habrá despertado en tu memoria los recuerdos más dulces de tu infancia y recuerdos también dolorosos ¿no es verdad?

—Es cierto.

—Acaso habrás maldecido la hora de nuestro enlace… y esto me hace estremecer.

—Álvaro, dijo la criolla pasando su brazo torneado por el cuello de su marido, eres injusto, ¿tú no sabes que la lealtad es hija de nuestra raza?

—Sí, pero el que ama desconfía siempre.

—¿No llevo a tu hijo en, mis entrañas?

Estas palabras hicieron estremecer de cariño a aquel hombre, se arrodilló a los pies de Marina, besó sus manos y las llenó de lágrimas.

—Tú eres el ángel de mi porvenir, exclamó la criolla, yo te amo con ternura porque me llevaste a darle el último adiós a mi padre; porque me aceptaste en las horas más sombrías de mi existencia y porque eres el padre de mi hijo.

Si don Álvaro hubiese tenido en sus manos el mundo, lo hubiera puesto bajo las plantas de aquella mujer.

Al día siguiente la criolla recibía a un indio que en un buque español había llegado a las playas españolas.

Don Álvaro presenciaba oculto aquella entrevista, Marina se lo había rogado.

—Señora, dijo el indio, una gran desgracia acaba de afligir a la familia de Popoca, su último descendiente ha muerto en un combate.

—Conocí a ese valiente, era digno de su nombre, y los laureles de una muerte gloriosa deben sombrear su sepulcro.

El indio continuó:

—Le llevamos herido a los bosques, y en nombre de nuestros mayores, nos suplicó que te buscásemos para entregarte esta esmeralda, porque moría sin sucesión.

—Yo la recibo en su nombre, mi hijo llevará dos de esas piedras, los vaticinios anuncian que la hora se acerca.

—Perdona, señora; pero tú estás casada con español y tu hijo no combatirá por la independencia mexicana.

—Te engañas; mi hijo será fiel a las tradiciones, y su padre, ese hombre caballero y leal, no cortará la cadena de su destino.

—Tú lo dices, señora.

—Y lo juro en nombre de nuestros sufrimientos.

—Yo regreso a la patria.

—Adiós, vuela a los campos de América, tranquiliza a nuestros hermanos, diles que pronto nacerá un caudillo, que la esmeralda de Tízoc falta para completar el collar de Xicoténcatl.

El indio besó la mano de su señora, y dijo en tono suplicante:

—Quiero llevar al Nuevo Mundo la noticia del nacimiento de ese niño.

—Sea en horabuena, dijo la joven.

El indio quedó alojado en el palacio del Visitador.

VIII

Pasaron seis meses, Marina dio a luz unos gemelos.

Cuando se los presentaron a recibir el primer beso maternal, la joven colgó a su cuello una esmeralda.

—Vuelven a separarse las piedras del amuleto, dijo llorando, Dios lo ha querido.

Don Álvaro estaba radiante de felicidad al lado de su esposa y junto a la cuna de sus. hijos.

—¡Tu alma es grande! exclamó la joven, y quiero ponerla a prueba.

Don, Álvaro se estremeció.

—Tú has oído que los míos desconfían del porvenir, porque eres español.

—Es verdad.

—Mira don Álvaro, el cielo nos ha dado dos hijos.

—¿Y bien? preguntó asustado el Visitador.

—Esos niños están llamados a realizar su destino en el porvenir de América, tú has visto los acontecimientos que se han sucedido durante algunos meses.

—Es cierto.

—Voy, pues, a exigirte el sacrificio más grande que pueda aceptar el alma en su grandeza.

—No sé lo que vas a decir Marina, y me estremezco.

—Transijamos con el destino.

—Habla.

Es necesario enviar a uno de nuestros hijos al Nuevo Mundo.

—¡Jamás! gritó don Álvaro, y se arrojó sobre la cuna y besó con ternura a aquellos ángeles.

—¡Es preciso! exclamó la joven.

—Pero si ellos son mi vida, lo único que poseo en el mundo.

—Primero es la patria.

—Ellos son españoles.

—Pero llevan la sangre de Xicoténcatl en sus venas.

—¡Arráncame a pedazos el corazón, mátame, pero no exijas tanta crueldad del alma sensible de un padre!

—¿Y yo no sufro?

—No lo sé: pero sólo al pensar en la separación me siento morir.

—¡Basta! dijo la criolla, y entró en ese silencio de meditación que precede a las grandes resoluciones.

A la mañana siguiente, Marina entregó a uno de los gemelos, confiándole a la lealtad del indiano que partía de España para las Indias.

—Será vuestro rey, cuidadle, y cuando su inteligencia se haya despejado con la edad, instruidlo en las tradiciones, decidle que luche sin cesar por la independencia de su patria, y que yo le he bendecido desde el instante de su ser.

Besó la joven la frente del niño, la cubrió con su aliento, y después lo entregó al indio, que salió por una puerta secreta del palacio de don Álvaro.

El desgraciado padre entró en el aposento de su esposa, probando a convencerla.

La encontró sombría como la imagen de la fatalidad.

Le habló largo tiempo, la criolla no respondió, entonces aquel hombre se dirigió a la cuna de sus hijos… ¡faltaba uno!

La sangre se agolpó a su cabeza, dio un grito sofocado, y cayó instantáneamente muerto, como herido por un rayo.

……………

—Yo soy el hijo de aquel hombre, exclamó Piedra-Santa, he vagado en los bosques y en los desiertos, he vivido en la proscripción, me he nutrido en el infortunio, esperando siempre el momento de la lucha; yo soy el heredero de la esmeralda, ese amuleto que me da paso entre los pueblos y entre los hombres, a mi voz dejan el arado y vienen a nuestras filas… ya sabéis mi historia, señor capitán Fonterravía, y sabéis a donde voy, las armas de la insurgencia son las mías, yo no puedo luchar contra mis hermanos, esa piedra me revela que pertenecéis a nuestra familia, y yo estoy de vuestro lado.

—¡Bien, coronel! exclamó Edmundo, yo no sé nada de mis antepasados, una mujer moribunda me ha llamado a su lecho, y me ha dicho con voz apagada por los últimos acentos de la existencia: «Eres mi hijo, busca a tu hermano en América, tu sangre es mexicana, y yo he jurado ante Dios que moriríais en defensa de la libertad»; yo he ocultado mi nombre de familia, he venido al Nuevo Mundo, y te he encontrado al fin; porque tú eres mi hermano, yo también soy hijo de don Álvaro.

Los gemelos se estrecharon llorando, y juraron no separarse hasta que Dios cortara el hilo de sus días.

Segunda parte. ¡Viva la América!

Capítulo I. El legado de un héroe

I

El sol está claro, y atraviesa explendido viajero enmedio de un cielo azul y trasparente.

El Popocatépetl y el Ixtacíhuatl levantan sus frentes coronadas de eternos hielos, destacándose como dos colosos en el fondo purísimo del horizonte.

El campo está árido, y parece alfombrarse con el oro de las espigas tostadas por el hielo.

Un aire sutil recorre la llanura, levantando pirámides de polvo que se remontan hasta las nubes, recorren algunos puntos de la extensión y se deshacen al soplo de un aliento desconocido.

Las bandadas de aves atraviesan en pos del remanso ofrecido por el cristal sereno de las aguas.

Se oye a lo lejos el grito de los pastores que conducen sus ovejas, y vuelve a quedar todo en ese silencio del medio día.

Las barcas pescadoras yacen atracadas en la orilla, todo respira calma, y la soledad callada de aquel pintoresco cuadro respira melancolía y tristeza…

Por la ancha vía que comienza en la salida de la Capital hacia el Noroeste, y ya pasada la cordillera donde se agrupa el histórico Tepeyac, va una caravana de dragones escoltando un coche que camina pausadamente.

Los jinetes se avanzan en todas direcciones, y van examinando todos los puntos del camino, revelando el temor de ser sorprendidos.

De una de las casucas de una ranchería se desprende un hombre montado en un alazán soberbio, y se dirige al jefe de la escolta.

—Capitán Rosales, ¿qué se ofrece?

—Nada, señor Verdeja, hace un cuarto de hora que percibimos sobre la carretera a la escolta, y nos ha llamado la atención.

—Traemos a un reo de mucha importancia.

—¿Se puede saber?

—Sí, pero en reserva.

—Puede usted hablar, ya sabéis que soy fiel a la causa del rey.

—Pues el reo es el cura don José María Morelos.

—¡Poder de Dios!

—Vamos a San Cristóbal Ecatepec, donde será fusilado hoy mismo.

—¿Quién lo había de pensar, señor Verdeja?

—A mí me trae triste este acontecimiento.

—Como que es un golpe terrible de la fortuna.

—El hombre de tantos combates y de tantas combinaciones, venir a morir como un simple soldado.

—Esta es la suerte de los que andamos en la guerra, tal vez mañana nos toque a nosotros.

—Eso es seguro.

—Desde que el señor Morelos perdió la batalla de Valladolid, y fue sorprendido en Puruaran, la desgracia le ha seguido por todas partes, derrotas tras de derrotas.

—Le han faltado sus dos brazos, el señor Galeana y el padre Matamoros.

—Yo he oído contar esas historias; su Excelencia el virrey decía algunas noches, que estos señores merecían otra suerte; figúrese usted capitán, que el padre Matamoros era uno de los soldados más valientes y de más capacidad, se había improvisado en un gran general, y en la batalla del Palmar que perdimos los realistas, hizo proesas dignas de un héroe; como organizador era inimitable.

—Yo estuve en esa acción, cuando derrotamos al señor Morelos, el cura Matamoros no pudo huir y el coronel Iturbide lo mandó fusilar.

—Peor estuvo lo de Galeana: figúrese usted que iba batiéndose en retirada, cuando su caballo dio un salto al pasar un arroyo, desgraciadamente había un árbol, y Galeana casi estrelló su cabeza contra el tronco; entonces un dragón realista le disparó el mosquete a quemarropa y le atravesó el pecho; Galeana quiso ya moribundo sacar su espada, pero la muerte se lo impidió, el dragón le cortó la cabeza, y poniéndola en su lanza la llevó a Acayucan en triunfo; algunas mujeres osaron insultarle y hacer mofa, pero nuestro jefe les riñó, y mandó poner la cabeza en la puerta de la iglesia.

—Dicen que el señor Morelos no pudo contener sus lágrimas al recibir la noticia, y agregan que exclamó: ya nada valgo, me han cortado la mano derecha.

—Vea usted, capitán, estos señores insurgentes también han tenido la culpa con esas matanzas horribles que han hecho: el señor Morelos, para vengar al cura Matamoros y a Galeana, entraba a las poblaciones y hacía matar a cuantos españoles encontraba.

—En eso estamos parejos, el coronel don Agustín Iturbide fusiló en el puente de Salvatierra a trescientos insurgentes, y eso que era Viernes Santo; dejó aterrorizadas las poblaciones.

—Es verdad, después ha seguido matando a los prisioneros, ese señor Iturbide ha hecho correr muchísima sangre.

—Tiene un corazón atravesado, de que dice a matar, nadie lo detiene, yo le he oído decir que es necesario acabar con los insurgentes.

—Yo no murmuro, señor capitán, pero no me parece bueno incendiar los pueblos, ni derramar tanta sangre.

—Allá con los responsables, que nosotros no hacemos más que obedecer.

—¿Con que dice usted que hoy será ejecutado el señor Morelos?

—Precisamente.

—¿Y quién es el encargado del negocio?

—El coronel Concha.

—Pues ya puede encomendarse a Dios.

—El general va muy tranquilo, cuentan que no se inmutó ni aun en el momento de su prisión y que se batió con una serenidad admirable hasta el postrer instante.

—Entre el pueblo corren mil detalles.

—Y todos son ciertos; cuando entró cargado de grillos en Tepecuacuilco, el venerable clero mandó repicar, entonces el cura dijo: «se conoce que vengo yo aquí», aludiendo a sus días de gloria.

—Dicen que al presentarse el oidor Bataller a tomarle declaración, le dirigió la vista poniéndose la mano derecha sobre las cejas para observarlo, y le dijo: «¿Usted es el oidor Bataller?»

—Sí, yo soy; respondió el golilla con altanería.

—¡Cuánto siento no haber conocido a usted antes!

—¡Es muy bravo este hombre!

—Cuidado señor capitán, esas palabras pudieran denunciar algo de simpatía hacia la causa de la insurgencia.

El capitán guardó silencio.

II

La caravana llegó sin novedad a San Cristóbal Ecatepec, punto destinado para la ejecución del héroe.

Las vicisitudes humanas habían azotado la existencia de aquel genio, como el huracán a los cedros gigantes de los bosques.

De derrota en derrota, de infortunio en infortunio, había caminado aquel hombre extraordinario hasta detenerse en la última roca de la pendiente, donde comienzan las gradas del patíbulo.

Peregrino en los desiertos, fugitivo en las selvas de la sierra Madre, perseguido cruelmente más por la desgracia que por sus enemigos, los días de sus antiguas glorias comenzaron a entoldarse con el humo de las batallas de Valladolid y de Puruaran.

Una huella de sangre marcaba su tránsito por los campos de la revolución, sus corceles estropeaban los cadáveres de los insurgentes, de aquellos hombres magnánimos que lo habían acompañado cuando Dios tendía el iris sobre sus armas.

Presenciando las terribles matanzas, llorando en silencio el martirio de sus amigos, cediendo a veces al instinto de destrucción y aniquilando cuantos enemigos caían en sus manos, su existencia se había tornado en una profunda noche donde cruzaban relámpagos de furor y rayos de exterminio.

El destino con ese aliento pujante, irresistible, marcó el hasta aquí de aquellos días, y el mandato de Dios no cabe en el poder del hombre contrariarlo.

El general Morelos había determinado que el Congreso se trasladase a Pilcayan.

El coronel Concha se apoderó de Tesmalacan, y cuando vio a las tropas americanas entrar en la cañada, cargó con tal brío que la derrota fue inevitable, a pesar del valor con que se condujeron jefes y soldados.

Cuando Morelos comprendió que la acción estaba perdida, le dijo a Bravo: «Vaya usted a escoltar al Congreso, que aunque yo perezca no le hace, pues ya está constituido el gobierno.»

Morelos se sacrificaba a la unidad revolucionaria, condenaba su existencia ante la forma de la nación; ¡merecía bien de la patria!

Aquel Congreso, que no pudo sobrevivir al caudillo, había promulgado la Constitución en Apatzingán, donde se consignaban los derechos del hombre en el código de los pueblos independientes.

LA CONSTITUCIÓN FUE QUEMADA POR MANO DE VERDUGO EN LA PLAZA PRINCIPAL DE MÉXICO, Y A LOS PIES DE LA ESTATUA ECUESTRE DE CARLOS IV.

¡Decapitad al siglo XIX! llevad a la hoguera a la revolución francesa; proclamad como un dogma político las actas del Concilio Ecuménico; detened al sol en su carrera, que el mundo seguirá su marcha imperturbable, llevándoos como un despojo en el campo de la civilización y del progreso.

III

Dice la historia que se formaron dos causas a Morelos: una por el gobierno militar de México, y otra por la Inquisición, donde estuvo dieciocho días.

El caudillo compareció ante el Tribunal de la Fe: ante ese grande aparato cuyos cimientos estaban próximos a hundirse en el polvo de los siglos.

Los hombres del fanatismo formularon cargos terribles a los que el héroe respondió con entereza, provocando la ira de los inquisidores, que pretendían verlo humillado y contrito como un arrepentido.

Allí, delante de la tiranía y de la opresión, dio un ejemplo sublime de grandeza y de patriotismo al pueblo que lo escuchaba.

¡El banquillo del reo se tornaba en tribuna, desde donde podía hablarle a la humanidad entera!

«Por respuesta a tales cargos, el tribunal de la Inquisición, en sentencia definitiva, falló: que el presbítero don José María Morelos era hereje formal, cismático, apóstata, lascivo, hipócrita, enemigo irreconciliable del cristianismo; y como a tal, lo condenaron a la pena de deposición, a que asistiera a su auto en traje de penitente, con sotanilla sin cuello y vela verde, a que hiciera confesión general y tomara ejercicios, y para el caso inesperado y remotísimo de que se le perdonara la vida, a una reclusión para todo el resto de ella en África, a disposición del inquisidor general, con obligación de rezar todos los viernes del año los salmos penitenciales y el rosario de la Virgen; fijándose en la Iglesia Catedral un Sambenito, como a hereje formal reconciliado.

Quedó el señor Morelos para siempre desnudo de su carácter sublime de sacerdote, reformado a la clase de un secular oscuro e infinitamente detestable, por sus maldades sin ejemplo.»

Se verificó la ceremonia de la degradación con la mayor pompa, porque la Inquisición quería ostentar un poder que ya se le escapaba de las manos.

Los clérigos rodearon al héroe, lo despojaron de sus vestiduras según las prevenciones de los Cánones: Morelos se mantuvo sereno y como extraño a aquel sacrilegio, pero cuando el clérigo que llevaba la voz en la ceremonia tomó el cuchillo para rapar sus manos y cabeza, y pronunció con sonoro acento.

«Con esta rasura, te quitamos la potestad de sacrificar, consagrar y bendecir, que recibiste en la unción de tus manos y pulgares».

«Declaramos que la curia secular reciba a este en su foro, destituido de todo orden y privilegio clerical».

El caudillo se inmutó terriblemente.

Ya hemos dicho que Morelos era fanático, y aquella escena era superior a sus fuerzas mostró un abatimiento grande; pero muy en breve recobró su aplomo, oyó su sentencia y entró con tranquilidad bajo el poder de la autoridad civil, que debía fulminar un anatema de muerte.

El reo fue trasladado a la Ciudadela, donde Bataller siguió el proceso, se pasó al fiscal, quien pidió que se le amputase la cabeza y las manos, situándose en Oaxaca.

Aquel pedimento fue condenado hasta por los enemigos de la insurgencia.

El Arzobispo Fonte resistió, y las comunidades religiosas multiplicaron sus ruegos al virrey para que no se consumase aquella horrible mutilación.

Era tal la alarma que había producido en México la suerte del caudillo, que Calleja dispuso que la ejecución tuviese lugar en San Cristóbal Ecatepec, a cuyo efecto el coronel Concha sacó al reo de la Ciudad, la mañana del 22 diciembre 1815.

IV

Hemos dicho que la caravana de la muerte llegó al sitio fatal.

El caudillo fue encapillado en el cuartel del destacamento: por las ventanas se veía el lugar destinado a la ejecución, el cura lo reconoció perfectamente.

Sirvieron de comer, y Concha le acompañó a la mesa.

—Hermoso día, dijo Morelos.

Concha no respondió.

—Hemos traído un camino inmejorable, la mañana está serena; hace mucho tiempo que no he gozado de un reposo tan grato como ahora, y es que se aproxima el descanso eterno.

Concha estaba avergonzado de su papel de verdugo.

—Es hermosa la fábrica de esta iglesia, dijo Morelos.

La sacristía se improvisaba en capilla.

—¡Qué diferencia entre esta y la iglesia de Carácuaro! no obstante, yo le tengo un gran cariño: ahí están todos mis recuerdos.

—No hubiera permitido Dios que la hubiese usted dejado.

—Señor coronel Concha: cada criatura tiene una misión sobre la tierra; yo estaba predestinado para proclamar la independencia de mi patria: no me arrepiento de cuanto he hecho; mi conciencia no me acusa: yo he cedido a mis inspiraciones.

—Yo respeto el juicio de los hombres.

—Usted, señor Concha, cree obrar bien al defender la causa española; juzga que tiene un derecho el rey para imponerse en esta nación y que la conquista le ha dado ese derecho.

—Es verdad.

—Si usted fuese americano, seguramente no opinaría de esa manera.

—Soy simplemente un soldado.

El cura guardó silencio algunos momentos.

La comida había terminado.

—Señor, dijo Concha con voz trémula: ¿sabe usted a qué ha venido?

—No lo sé; pero lo pienso… a morir.

—Sí, señor, y puede usted tomar el tiempo que necesite.

—Dentro de breve despacho; permítame usted que fume un puro, pues lo tengo de costumbre después de comer.

Lo encendió con tranquilidad, y se puso a pasear por la estancia.

Un fraile apareció en la puerta de la capilla: Concha se iba a retirar.

—Señor coronel, dijo Morelos: que venga el cura, pues no he gustado nunca de confesarme con frailes.

El fraile se marchó hecho un energúmeno.

Poco después vino el vicario, se encerró con el héroe, abrió las fuentes de su conciencia, mostró su alma al ministro del Altísimo, y recibió la absolución.

Se arrodilló después, y encomendó su alma al Señor que la había creado.

El hombre devolvía su aliento a la divinidad.

Al oír el toque de los tambores, se levantó erguido como en los días de batalla; su corazón respondía a los sones marciales de las cajas.

Se asomó a los cristales, y vio desfilar la tropa.

—Esa llamada es para formar; nos mortifiquemos más… deme usted un abrazo, señor Concha, que será el último que nos demos.

Aquel miserable verdugo sintió su infinita pequeñez delante de aquel hombre, y se acercó confuso al caudillo, que le tendió sus brazos.

Se ajustó después el traje talar.

—Esta será mi mortaja, pues aquí no hay otra.

—Permítame usted que le venden los ojos, señor general, dijo Concha.

—No hay aquí objeto que me distraiga.

Sacó después el reloj, vio la hora con la serenidad que acostumbraba hacerlo al comenzar una batalla.

Pidió después un crucifijo, y con la voz solemne de quien se halla delante de Dios desde los dinteles de la vida dijo:

¡Señor, si he obrado bien, tú lo sabes; y si mal, yo me acojo a tu infinita misericordia!

—Perdone usted, señor general, mi insistencia, dijo, Concha; ruego a usted que permita vendarle.

—Bien; yo lo haré.

Sacó su pañuelo, y se anticipó él mismo las tinieblas de la tumba.

Se tomó del brazo de Concha, y se encaminó al lugar de su suplicio como el Mártir del Gólgota.

Iba perfectamente sereno; pero al sentir la yerba bajo su planta, reconoció el lugar de la ejecución, que había visto desde la ventana de la capilla.

—Aquí es el lugar, dijo, y se detuvo.

Se arrodilló para recibir la muerte.

Un gentío inmenso rodeaba aquel siniestro lugar: los semblantes todos estaban demudados; la tropa conmovida profundamente.

Tenían razón; allí estaba el héroe que en nueve batallas campales y cien encuentros, había arrancado sus laureles a la victoria.

Allí estaba el hombre de la política, que había puesto su nombre en el Código de la libertad y de la emancipación de su pueblo.

Allí, allí estaba el caudillo, que con la serenidad del heroísmo, unas veces había pronunciado el perdón, y otras caído sobre sus enemigos como el rayo de la justicia inexorable de Dios.

Dios, que abate al ser humano cuando se alza amenazante sobre la tierra, hería aquella frente que la muerte había respetado en los combates.

El héroe llamaba resuelto a las puertas de la eternidad, después de haber implorado la divina misericordia…

V

Hubo un momento de expectativa terrible.

Los soldados tendieron sus fusiles sobre aquel cerebro, donde el astro del genio y del valer irradiaba en su postrer momento.

El oficial vacilaba… hizo al fin una señal con. su acero, y el plomo fatal, precedido de la detonación, hizo su estrago formidable.

El caudillo hirió con sus manos ungidas la tierra, que se estremeció a su contacto.

Se oyó otra descarga casi simultánea: entonces resonó un grito terrible como el de la justicia humana; un clamor arrancado al pecho del héroe como una maldición lanzada desde el suelo empapado en sangre, invocando la venganza eterna…

Después… el silencio de la muerte.

VI

El pueblo lloraba.

Cuando los verdugos llevaron aquellos sagrados despojos, las mujeres piadosas recogieron en pequeños lienzos, como el óleo santo, la sangre del mártir.

Dice la tradición, que el terremoto sentido en aquellos momentos hizo encrespar las olas agitadas de las lagunas, que crecieron y se hincharon hasta trasponer sus márgenes, y penetraron en el campo del suplicio.

Cuando volvieron a su cauce, la sangre había desaparecido, arrebatada por las corrientes.

¡Cuántas veces al pasar por aquellas márgenes históricas, cuando el sol ha caído en la tumba de su Ocaso y el agua se riza en ondas de púrpura, hemos recordado la leyenda narrada en el hogar por nuestros abuelos!…

Parece que la sombra del héroe vaga por aquellos contornos; y cuando la tormenta se descuelga en mangas inmensas sobre los lagos, se le ve atravesar a la luz de los relámpagos con sus sudarios ensangrentados.

El lugar del suplicio lo pueden reconocer los peregrinos en el sitio donde se levanta una modesta pirámide, en el pueblo de San Cristóbal Ecatepec.

Capítulo II. De cómo lo que está escrito tiene que suceder infaliblemente

I

Rota la gran columna del templo de la revolución, los muros se derrumbarían enmedio de la catástrofe más terrible.

La muerte de Morelos fue la señal de la derrota.

Las ciudades todas, los pueblos, las fortalezas, todo cayó en poder de los realistas, y los insurgentes fueron perseguidos, dispersos, asesinados por las tropas vencedoras, hasta refugiarse en pequeños grupos en las montañas.

El ala de la devastación y de la muerte tocaba la sien marchita de la libertad agonizante.

Estrechos son los límites de este libro para narrar los mil y mil episodios que tuvieron lugar en la segunda época de ese gigante levantamiento.

Se llenarían muchas páginas sólo con los nombres de las víctimas y la narración histórica de sus hazañas; baste saber que los cadalsos se ensangrentaron como en los días nefandos de la Restauración, que la denuncia se puso a la orden del día, que las visitas domiciliarias eran constantes, y que la menor sospecha era una sentencia de muerte.

Aquellos días eran más espantosos que los de la conquista.

En el fondo de aquel horizonte sangriento cruzado por relámpagos de exterminio, se destacaban tres figuras que la historia no ha podido olvidar.

Iturbide, Concha y Armijo.

Estas tres espadas caían como un rayo sobre las cabezas de los insurgentes, como la del Ángel de las venganzas.

El incendio, la muerte, la sangre, el tormento, iban marcando sus huellas en la haz del suelo americano.

Iturbide se distinguía por sus rasgos de barbarie, hacía cavar su propia tumba a los defensores de la libertad, y el monumento de sus glorias podía levantarse con las osamentas de los mártires.

La Divinidad reservaba a ese miserable uno de sus rayos, para reducirle a cenizas en el día de su justicia vengadora.

Parecía que la España recobraba todo su poder antiguo.

Allá en las montañas del Sur, un hombre oscuro, cuya frente se había visto desde las primeras batallas, había recibido el legado de los héroes: a él le estaba confiado el depósito de la revolución.

¡Hidalgo!… ¡Morelos!… ¡Guerrero!… los tres eslabones de aquella cadena que ahogaría al despotismo.

Los hombres-épocas, los tres mitos de la independencia mexicana.

Guerrero había heredado la fe de los caudillos y el valor de sus antepasados: sería la roca donde se estrellarían las olas terribles de aquel mar embravecido.

Sacerdote de la libertad, conservaría encendido el fuego sagrado; aquella antorcha luciría como el fuego del Sinaí, sobre la cúspide de granito de las montañas…

Dios bajaría enmedio de truenos y de relámpagos, a poner en sus manos las Tablas de la Independencia…

II

En uno de los pueblecitos inmediatos a Chilpancingo, estaba la familia infortunada de don Leonardo Bravo, llorando una víctima más de la barbarie enemiga.

Don Miguel Bravo acababa de morir fusilado, después dé habérsele ofrecido el perdón de la vida sin que él lo solicitase.

La noche había caído: era una de esas noches profundamente lóbregas, en que la desgracia parece sacudir sus alas enmedio de las cortinas negras de la atmósfera.

Era una tempestad sorda, sin relámpagos ni truenos; el aire apenas se dejaba sentir, y reinaba un silencio profundo.

En una de las casuchas del pueblo, el cura del lugar platicaba con las señoras, que estaban inquietas en espera de alguna persona.

—He recibido una carta, decía Margarita, la esposa de don Nicolás Bravo, en que me dice que hoy estará con nosotros.

—Me parece increíble, respondió Luz.

—Después de tres años de ausencia, es una felicidad inesperada.

—El señor general llegará, no tenga usted duda, dijo el cura; yo he recibido aviso por conducto de los guerrilleros, y ellos no me han engañado jamás.

—¿Y no le han perseguido a usted, señor cura?

—Me vigilan constantemente: el padre Matamoros era mi íntimo amigo, y sabidas fueron nuestras relaciones.

—¡Qué muerte tan espantosa!

—Hemos perdido a la mayor parte de nuestros amigos; pero yo espero el día…

—Lo creo muy lejano.

—Dios sabe acercar las horas de su justicia.

Luz y María escuchaban atentas la conversación del sacerdote.

En aquel momento entró Vildo, el asistente de Piedra-Santa resplandeciente de alegría.

—Señores, señorita, oigan ustedes: el general acaba de llegar, y mi coronel y todos los amigos… ¡Viva la América!

—¡Viva la América! repitió José de la Luz echando al aire su sombrero.

Margarita, el cura y las jóvenes, salieron corriendo al encuentro de los insurgentes.

El general Bravo lloró al estrechar a su esposa.

Luz estaba temblando delante del coronel Piedra-Santa.

María se acercó a Edmundo, que formaba parte de la caravana.

—No nos conocemos, señora, dijo Fonterravía.

La joven se quedó confusa y con el llanto próximo a desbordarse de sus pupilas.

Los gemelos no osaban levantar la vista; su situación era difícil.

Bravo y su esposa, que sabían los amores de Luz y de María, los dejaron solos.

—Deseara una explicación, dijo Luz.

—No se necesita, señora, respondió Piedra-Santa; durante nuestra ausencia usted ha tenido amores con el capitán Fonterravía.

—No lo conozco caballero.

—Basta, señora; ese es un disimulo criminal.

—¿Qué pasa aquí? dijo Fonterravía: no es esta la señorita de quien yo te he hablado, sino de Luz la hermana de Jacinto.

—Yo he usurpado ese nombre, dijo María: he pasado por hermana del capitán Castaños, para que se me respetase, y la casualidad ha traído esa equivocación; yo, yo soy la que amo a Edmundo: mi nombre es María.

—¿Lo oyes? gritó Luz, y sin poderse contener se arrojó en los brazos de Piedra-Santa.

—¿Luego yo he sido el juguete miserable de una intriga? gritó Fonterravía; esta mujer ha vivido con Jacinto, y…

—Silencio caballero, usted no tiene derecho para hacer suposiciones injuriosas, ese hombre me ha respetado, y yo lo juro por la madre que me dio el ser… madre mía, mírame huérfana y calumniada.

María lloraba amargamente, aquellas lágrimas eran el rocío purísimo de la virtud.

Fonterravía no dudó de las palabras de la joven, se acercó a ella, y tomándole una mano le dijo con ternura:

—María, yo te creo; mi corazón me dice que el aliento del crimen no ha pasado sobre tu frente, que tu cariño es santo y que yo debo adorarte como a un ángel.

Los gemelos se estrecharon con efusión.

—¡Dios se ha compadecido de nosotros! Sí, gritó Piedra-Santa, él no ha querido que la sangre se derrame por nuestra misma mano.

El general Bravo se presentó en aquel instante.

—Señor, dijo Fonterravía, hemos seguido la bandera de la Independencia como los primeros, nos hemos batido al lado del general Morelos, y participado de las vicisitudes de la campaña…

—¿Y bien, señor capitán?

—Hoy nos atrevemos a pedir un favor al general.

—Ya escucho, contestó con benevolencia el joven soldado.

—Señor general, estas jóvenes son hijas adoptivas de la familia, y las pedimos en matrimonio.

—Señor, dijo Luz, aguardábamos impacientes este momento.

—No tengo, agregó don Alfonso, sino recordar al Sr. Bravo la escena de Cuautla, cuando el general Morelos…

A este recuerdo los ojos de Piedra-Santa se humedecieron.

Desde luego, dijo Bravo, van ustedes a casarse: señor cura, dispóngase usted a celebrar la ceremonia.

La tristeza que reinaba en la casa, se tornó en una alegría estruendosa, los insurgentes olvidaban sus desdichas, y comenzó la frasca.

Se encendieron lumbradas delante de todas las chozas, salieron las jaranitas, y comenzó el baile en torno de las hogueras.

La gente iba al lado de Bravo, que reconocía a sus antiguos trabajadores de la hacienda.

En medio de aquella bulla sobresalía la voz destemplada de Vildo, que decía cantares de amores a las muchachas.

Fonterravía y Piedra-Santa se sentían enteramente felices, llevaban del brazo a sus novias, y se entregaban a esas conversaciones dulcísimas que son de ordenanza en las horas que preceden al casamiento.

—Las dos luces de nuestro destino, decía Edmundo.

—En poco estuvo que fuesen las de nuestro entierro, contestó don Alfonso.

—No lo quiero pensar, exclamó Luz, aún me horrorizo.

—No estaba de Dios, dijo María.

—Si no es impertinencia, señorita María, dijo don Alfonso, podrá usted decirme qué pasó con el niño aquel…

—Sí, con Juan, el señor Morelos lo envió a los Estados Unidos.

—¡Pobrecillo!

—¡Viva mi coronel! gritó Vildo cuando vio pasar a las parejas.

Era gracioso ver al valiente suriano con su cara franca y alegre alumbrada por el fuego, mostrando sus dientes blancos y las manchas de su pecho, y arrastrar el machete en cada paso del jarabe, y a José de la Luz rascando las cuerdas de su jarana en un son alegre y entusiasta.

Ya en aquellos tiempos había multitud de coplas alusivas a la Independencia, que se cantaban en todo el interior y en el Sur poco antes de la insurrección.

III

Entretenidos los del pueblo con. la bulla que metían los insurgentes, no notaron que un gallego llamado Mojarra, se había escurrido bonitamente y largado por las montañas.

Anduvo tres leguas, donde encontró un destacamento de los realistas.

—¿Quién vive? gritó un centinela avanzado.

—¿Quién ha de vivir? ¡yo!

—¿Quién vive? repitió el soldado.

—Yo hombre, Rosendo Mojarra, súdito de S. M. Fernando VII.

—Adelante…

El gallego se adelantó.

—¿Qué se ofrece, señor Mojarra?

—Friolera, que los insurgentes están en el pueblo.

—¿Salió usted inmediatamente?

—Sí, luego que me consumieron todos los efetos de la tienda.

—¿Conque usted les ha vendido a los enemigos del rey?

—Efetivamente, respondió, es decir que ellos me compraron el queso y los caldos.

—Ya nos pagará otro tanto.

Perfetamente; pero Jo que importa es dar la instrución de que Bravo en persona es el mismo que ha llegado.

—Eso es más grave, avisemos al capitán Castaños.

—Que entre ese hombre, dijo Jacinto.

El gallego compareció ante el capitán.

—Diga pronto lo que sepa.

—Pues señor capitán, es el caso, que como a las horas en que ya no había luz se entraron los galli-coyotes gritando ¡mueran los gachupines! y como yo soy de esos, le dije a Perico: mientras que yo me escondo, abre la tienda y vende todo lo que pidan.

Perico cumplió con su obligación, y no quedó títere con cabeza; esos malditos llevaban muchas onzas.

—Ya se las quitaremos, observó un oficial.

—Cuentan, principió el gallego, que la señorita Luz, hermana de usted, se casa al amanecer, lo mismo que la doña María que está con la familia de Bravo.

—¿Las dos se casan? preguntó Castaños.

—Las dos; allí está un tornadizo llamado Fonterravía que es el presunto.

—Está bien; ya puede usted largarse.

—Sí, con la música a otra parte.

El gallego se salió a divertir con su conversación a los realistas.

—¿Conque ese hombre ha llegado? exclamaba Jacinto lleno de rabia.

—Yo creía sofocado este amor que ha vivido tantos años en el fondo de mi alma… yo me había arrepentido delante del patíbulo de Bravo… sí, dos hermanos, dos miembros de esa familia aborrecida, han muerto a mis manos… ya era suficiente para mi venganza… hoy vuelve a soplar el huracán de los celos… esa mujer nunca sospechó mi amor, y sin embargo me he sentido muerto por su mano… ¿de quién me vengo, Dios mío?… ¡ah! sí, del destino… él me ha impulsado a la pendiente del crimen… el rencor hierve en mi seno… amar es aborrecer… anunciar el encono del infierno en los que nos rodean… apurar gota a gota el acíbar que destila en el corazón… maldecir a la humanidad… escarnecerla… vilipendiarla… cada vez que pienso en esa mujer me enloquezco… yo me he alejado de ella; pero ella me sigue por doquiera… ¡casada!… ¡casada!… y yo no he muerto todavía…

Jacinto se paseaba como un tigre furioso dentro de su jaula.

—La tengo muy cerca de mí; a un paso… a un paso nada más… quisiera verla… yo sé que después el diablo de la desesperación entrará en mi alma… ¡que importa!… he sufrido tanto, que un dolor más es una gota de agua en el Océano borrascoso de mi alma.

Salió del aposento, montó en su caballo, y como impulsado por el huracán, atravesó las montañas, siguió por el sendero escabroso, y a las pocas horas detuvo su corcel lleno de espuma, en una loma, desde donde se distinguía el pueblo alumbrado por el fuego de las luminarias.

El rumor de la fiesta llegaba hasta sus oídos; entre la débil armonía de la música, oía las carcajadas de los bailadores, los gritos de los insurgentes y el clamoreo de los muchachos que saltaban sobre las llamas.

—Allí, allí está ella, murmuraba aquel miserable; es preciso acercarse.

Ato su caballo a un árbol, y arrebujado en su jorongo, descendió al pueblo y se mezcló entre la multitud.

Ya hemos dicho que Jacinto había alimentado en el silencio de su alma una pasión terrible por Margarita aún antes de que esta se enlazase con el general Bravo.

Aquel amor era el sentimiento salvaje del hombre sin educación, que una vez rotas sus esperanzas converge hacia lo desconocido, donde están las groseras pasiones del crimen.

Jacinto había jurado un odio eterno a la familia, y en su demencia vengadora sólo ansiaba el exterminio de las personas que tantos cuidados le habían dispensado en los años de su infancia.

Aquella alma extraviada no se detendría en el camino tortuoso del vicio, ni cedería un ápice de sus designios.

Hay seres a quienes arroja la Providencia sobre la tierra como a las plantas venenosas.

Aquel hombre estaba predestinado para un drama sangriento.

IV

Los novios estaban impacientes esperando que las jóvenes acabasen su tocado, que era en extremo sencillo, en atención al lugar donde se encontraban y el momento en que se había dispuesto la ceremonia.

El general Bravo y Margarita apadrinarían a los dos insurgentes.

Llegó al fin la hora, las novias aparecieron en la pequeña sala, adornada sencillamente, pero con gusto exquisito.

Entre la gente que se agolpaba a la puerta había un embozado que seguía con torvas miradas a los actores de aquella escena.

Se dejó ver al general Bravo trayendo por la mano a Margarita, que estaba resplandeciente de belleza, porque su fisonomía siempre triste había recobrado su hermosura.

El embozado lanzó un grito escapado de las cavidades de su pecho.

Se volvieron los circunstantes hacia el lado donde venía la exclamación.

—¡Es un realista! gritó José de la Luz.

—¡Muera!… ¡muera! gritaron cien voces.

Cuando Fonterravía y Piedra-Santa se echaron fuera de la casa, ya Vildo y José de la Luz llevaban arrastrando al hermano de Luz.

Aseguraron al realista, poniéndole a buen recaudo.

—Mañana, dijo Bravo, veremos quién es ese hombre, por ahora sigamos, y no hay que molestarse.

Se verificó la ceremonia religiosa, los cuatro jóvenes oyeron con recogimiento las palabras del sacerdote católico, los preceptos de la Epístola de San Pablo, y recibieron las bendiciones nupciales.

Bravo y Margarita abrazaron a los desposados, la música tocaba dianas y los cohetes poblaban el espacio.

Aquellos jóvenes ignoraban que eran los eslabones de una cadena que iba a quebrantarse en el choque misterioso de su destino.

Soñaban en el porvenir, evocando el mundo de ilusiones por donde tendían su vuelo los ángeles de su inspiración amorosa… sueños dorados, imágenes resplandecientes en el fondo azulado de los cielos, horizontes sin límites, celajes de púrpura sobre la bóveda abrillantada, un sol perenne sobre el arco del firmamento, y Dios en el centro de aquel universo bendiciendo el cáliz perfumado del alma abierta a las ráfagas de un amor, y acariciado por las áuras balsámicas de la esperanza…

Estos son los horizontes del alma en sus sueños de candor y bienaventuranza.

V

Jacinto vio aparecer a aquella mujer a quien tanto había amado, y el infierno de los celos estalló en su corazón; no pudo contenerse, y lanzó aquel grito que lo denunció a los insurgentes.

Conducido a una prisión improvisada, y atado de pies y manos, yacía arrojado en el suelo, rechinando los dientes como un condenado, y azotando su cabeza contra el suelo de su cárcel.

Si el demonio acudiera al llamado de los hombres, seguramente hubiera aparecido entre llamas a la voz del realista.

Se pasó la noche en la desesperación más espantosa, aumentada con la idea de que solo él sufría encadenado y en espera de la muerte, porque en aquella lucha se jugaba la existencia irremisiblemente.

Entretanto el baile de la boda había durado hasta el amanecer, y la población dormía la desvelada.

La música que llegó a la puerta de los desposados, los hizo levantar: ya con un desayuno perfectamente dispuesto bajo unos árboles frondosos, los invitó a continuar en los goces que anuncian siempre los albores de la luna de miel.

El general estaba satisfecho; pero una leve sombra de tristeza oscurecía su frente, al recordar que bien pronto tenía que abandonar a su familia para volver a los azares de la campaña.

Reinaba una alegría encantadora en aquella fiesta íntima.

Los corazones formados para la virtud, convergen hacia el bien en todas circunstancias, así es que no extrañarán nuestros lectores, ver a la joven desposada levantarse de su asiento, correr al lado del general, rodearle el cuello con sus brazos y decirle con voz dulce y suplicante:

—Señor, hoy es el día de la felicidad, y no debe enturbiarse el cielo de nuestras dichas: en nombre de estas horas que llenarán de recuerdos apacibles y tiernos nuestra existencia, pido el indulto del realista que ha caído anoche en poder de los insurgentes.

—¡Gloria a Dios! dijo enternecido el general; ese hombre está perdonado.

Un aplauso universal respondió a las palabras de Bravo.

Piedra-Santa besó la frente de su esposa con una veneración infinita.

—Yo debo, dijo Luz, ir a romper sus cadenas.

—¡Vamos! ¡vamos! gritaron todos, y en grupo, seguidos de la música, se dirigieron a la cárcel.

Se abrió la puerta con estrépito: Jacinto creyó que le sacaban para el patíbulo.

—Está usted perdonado, dijo Luz acercándose al prisionero.

Luego que aquel hombre se sintió libre de sus ligaduras, se adelantó a la puerta del calabozo que estaba densamente oscuro.

Luz dio un grito, acababa de reconocer a su hermano.

Cuando el capitán Castaños se halló en presencia de todos los seres que aborrecía, comenzó a gritar como un nervioso.

—¡Yo quiero la muerte!… ¡la muerte!… odio el perdón… aquí he venido a morir… quiero que mi sangre sea hollada por todos…

—Jacinto, exclamaba Luz trémula y asustada, cálmate, yo soy, somos nosotros.

—Yo no conozco a nadie… ¡malditos seáis todos!…

Aquel loco desgarraba sus vestidos y arañaba su pecho, por donde corría la sangre.

—Ese hombre ha perdido el juicio, dijo el general.

—Bien, gritó Jacinto, me perdonan… yo volveré como el tigre, me empaparé en sangre… ¡malditos sean!… ¡malditos sean!

Aquel desgraciado se echó a correr por las rocas dando de alaridos; se detuvo en la última cuesta, hizo señas de amenaza terrible y desapareció como el genio de las furias, en las quebraduras de las montañas.

Apareció en aquel momento la caballería de los realistas en el sendero.

Bravo y los suyos se dispusieron a morir como buenos.

Jacinto trepó en un caballo, que corría furioso como el caballo del Apocalipsis.

Comenzó el tiroteo de los insurgentes.

Piedra-Santa y Fonterravía querían distinguirse delante de sus esposas, y luchaban con un ardor desconocido.

Empeñados en la escaramuza, Edmundo se revolvió entre los enemigos, que aprovecharon aquel instante y lo hicieron prisionero.

En vano Piedra-Santa intentó disputárselo, los realistas se alejaron a todo correr con su presa.

Las señoras veían el ataque desde la azotea de la casa, y percibieron perfectamente lo que acontecía.

La esposa de Edmundo cayó desmayada en brazos de Margarita.

El general regresó consternado, y al siguiente día salió para la campaña.

Capítulo III. Siguen las peripecias de la revolución

I

La lucha se había ensangrentado de una manera terrible: los realistas querían dar el último golpe al gran movimiento revolucionario, y sus últimos esfuerzos eran rudos como los golpes de la tempestad.

Los insurgentes peleaban con la desesperación de la agonía, y la muerte cernía sus alas sobre la vasta extensión americana.

El general Guerrero era el hombre de aquella angustiosa situación, su existencia era el pararrayo en la tormenta desencadenada.

Perseguido de los suyos por esa fiebre contagiosa de la ambición, se encontró rodeado de un grupo de valientes, decididos a sacrificarse por él; era la lucha gigante de la independencia.

El bravo suriano había llegado a las orillas del Tacachi, en cuyas aguas apagaron su sed los sudorosos corceles de su tropa.

El enemigo le venía siguiendo la pista muy de cerca.

Un explorador le anunció que los realistas estarían bien pronto sobre su campo.

Guerrero se encaminó al cerro de Papalotla, y tomó posiciones para hacer un último esfuerzo, seguro de ser derrotado; para él era ya una carga pesada la existencia.

Setecientos hombres mandados por Peña, acamparon frente al cerro, es decir, la derrota y la muerte estaban al frente de los surianos.

Retroceder, era imposible; desbandarse, era buscar una muerte segura y anticipada.

Los que se hayan encontrado en esos lances supremos de la vida, saben que el corazón busca por instinto algún augurio, y es que el hombre apela al misterio, cuando la realidad aparece desgarradora ante sus ojos.

Guerrero meditaba sobre el partido que debía tomar en aquellas circunstancias, cuando se dirigió a él un jovencillo suriano.

—Mi general, vengo a pedir un favor.

El general esperó a que hablase el muchacho.

—Quiero suplicarle a su merced, me regale el tambor de cobre que les vamos a quitar a los realistas.

La súplica de aquel niño era tal vez un aviso del cielo.

—Concedido, dijo Guerrero.

El muchacho se fue saltando de júbilo.

Las horas avanzaban, y al amanecer los insurgentes serían atacados irremisiblemente.

Guerrero reunió a sus soldados, y con, el acento de la verdad les dijo:

—Tenemos al frente un enemigo poderoso, sus armas no pueden compararse con las nuestras, y su número es superior; no veo en las manos de mis soldados, sino pedazos de madera arrancada a los árboles de la montaña, ¿es esto suficiente?

Todos guardaron un silencio religioso.

Guerrero continuó:

—La fuga es la muerte, la lucha una locura.

Los soldados comprendieron perfectamente todo aquello.

—Nos queda un recurso muy aventurado por cierto; pero el único en circunstancias como esta.

—Morir matando, dijo uno de los oficiales.

—Sí, morir matando… ¿puedo contar como siempre con la decisión de mis soldados?

—¡Como siempre! gritaron los surianos.

—El fuego contra la madera, el fusil contra el palo.

—No importa, volvieron a gritar los insurgentes.

—Entonces, ¡a morir!

Se formó la pequeña expedición armada de garrotes y algunos machetes, y descendieron a las márgenes del Tacachi.

Guerrero fue el primero en lanzarse al agua y atravesar a nado la corriente.

Los soldados lo imitaron con un arrojo desmedido.

Se acercaron al campo de los realistas, que dormían soñando en su próxima victoria, y cayendo sobre ellos como el rayo, comenzó un combate terrible entre las tinieblas.

Se desordenó el ejército realista, y comenzó la dispersión más escandalosa.

Los insurgentes se apoderaron de las armas, y acuchillaron a su sabor al enemigo, que huía en todas direcciones.

El crepúsculo alumbró el campo de batalla sembrado de cadáveres.

La victoria había coronado con sus laureles la frente osada de aquellos aventureros del heroísmo.

Cuatrocientos fusiles, un gran número de prisioneros y los bagajes todos de los realistas, formaron el espléndido botín de aquella atrevida jornada.

—¡Mi general, aquí está el tambor! gritaba un muchacho mostrando la caja a Guerrero.

—Es tuyo, dijo el general, y abrazó a sus valientes soldados, a sus compañeros de fortuna y de vicisitudes.

II

La fortuna seguía los pasos del caudillo; llegó a Tecozautitlan, donde derrotó a Lamadrid, alcanzándole en la retirada: se hizo de su artillería, ocupó el cerro del Chiquihuite, y apenas atrincherado, sostuvo un formidable ataque de dos mil realistas, a quienes rechazó valientemente.

Emprendió una falsa retirada de Alcosauco, y tornó en el silencio de la noche con tanta rapidez, que derrotó a los piquetes de Lobera, Cataluña, Santo Domingo y dragones de la reina.

Se consumaron el día siguiente terribles ejecuciones, entre ellas la del comandante Combe, que rehusó la vida antes que abrazar la causa de la insurgencia.

Siguió el caudillo a Tlamaljacingo del Monte, donde estableció una fundición de cañones, elaboró pólvora, construyó municiones y dio forma a su ejército.

Se sitúa en el cerro del Alumbre; derrota al enemigo que conducía un convoy, da la batalla de Hostocingo, ataca a Armijo en la Caballería, donde está a punto de caer prisionero, derrota en Amatlán al conde de la Cadena, triunfa en Huamostitlan, es derrotado en los Naranjos, reaparece en Pixtla, y persigue vencedor a los realistas; y se vuelve al centro de todas las partidas que vienen en fuga acribilladas por el enemigo.

Todos le buscan instintivamente, todos quieren militar a sus órdenes, y un nuevo iris de esperanza aparece sobre la faja de las montañas, anunciando el día espléndido de la independencia de América.

Aquella ola crecía y se encrespaba en el mar revolucionario, amenazante y terrible como la justicia nacional.

Entre tanto los realistas tomaban la revancha, y no pasaba un solo día sin perpetrar asesinatos, de los que se resiente aún la humanidad.

Guerrero libertó a los pueblos de ese azote, levantó las Mixtecas, que se portaron heroicamente, y recorrió victorioso las costas abrasadas del Sur.

Juan del Carmen, guerrillero de primera fuerza, iba siempre a la vanguardia de los insurgentes, como la manifestación del valor temerario.

No es posible numerar los combates y encuentros parciales de los insurgentes, porque este libro es mezquino en sus páginas.

Los muros acribillados de las ciudades, los pueblos incendiados, las ruinas amontonadas que aun se encuentran en los valles y los desiertos, y la tradición viva de nuestros padres referida aún hoy en nuestros hogares, atestigua lo terrible y grande de ese movimiento.

Quedan aún algunos de los que presenciaron aquellas escenas, son pocos, y el autor de este libro ha recogido de sus labios, leyendas sangrientas que alguna vez verán la luz pública.

El volcán estaba en los momentos supremos de su erupción, cuando Calleja, ascendido a virrey de Nueva España por sus méritos en la primera época de la insurrección, tuvo noticia de que llegaría muy pronto a las playas mexicanas, don Juan Ruiz de Apodaca, conde del Venadito a sustituirle en su encargo.

El tigre de Calderón informó a la Corte de Madrid, que todo había concluido, y que los insurgentes quedaban reducidos a bandas de ladrones.

He aquí el solemne mentís al informe de Calleja.

Desembarcó el virrey Apodaca en Veracruz, escoltado por los regimientos Fijo de México y Puebla, que estaban en la Isla de Cuba.

Emprendió desde luego su marcha a la capital.

Los insurgentes se apoderaron de San Juan de los Llanos, en espera del conde del Venadito.

A la madrugada de ese día salieron las guerrillas hasta el punto de Vicencio, donde esperaron la real caravana.

Como a las once y media de la mañana, se dejó ver el acompañamiento del virrey, compuesto en su mayor parte de aduladores.

Los insurgentes se arrojaron de improviso sobre la fuerza.

Los ayudantes le presentaron un caballo al virrey, que estaba atarantado y confuso en aquel lance inesperado.

Las tropas expedicionarias desconocían la táctica de los insurgentes, y se encontraron envueltas cuando menos lo creían.

Formaron martillo, hicieron algunos movimientos; pero todo en el mayor desorden.

El virrey estaba a punto de caer prisionero, porque su tropa vacilaba por momentos.

En lo más reñido de la acción, y cuando ya estaba al consumarse la derrota, se dejó ver en el campo a Márquez Donayo con una división; esta circunstancia hizo emprender la retirada a los insurgentes, llevándose multitud de armas y prisioneros.

La caballería de Donayo no pudo darles alcance, por lo fangoso del terreno.

Algunos dispersos cayeron en, poder del enemigo.

Lances atrevidos como este, llenan nuestra historia.

III

Volvamos a los personajes de nuestra novela.

Las montañas están pobladas de insurgentes y de realistas, que traban escaramuzas y combates a todas horas.

En aquella lucha los vencedores de hoy son vencidos mañana, y la guerra sin cuartel no tiene término.

En lo profundo de una de esas barrancas que están en el corazón de la Sierra, hay una gruta natural formada por alguna corriente, según puede observarse por las huellas del agua; sus filtraciones son perpetuas, produciendo una humedad y un frío perpetuos.

Sentados sobre las rocas están algunos soldados realistas, que traen encadenado a un prisionero.

Los caballos apagan su sed en la corriente que atraviesa entre las quebraduras.

El capitán Jacinto Castaños está recargado al tronco de un árbol entregado a la soledad oscura de sus pensamientos: el tiempo y las desgracias han dado un tinte sombrío a su rostro, quemado por el sol y el aire de las montañas.

Su mirada torva se ha sublimado en aquel constante sufrimiento de su alma, y él aspecto todo de aquel hombre es repugnante.

Sus vestidos están estropeados por las caminatas; sólo sus armas relucen por el juego constante de la guerra.

Jacinto parece reflexionar sobre algún asunto que lo preocupa de una manera incisiva: sus miradas caen a plomo sobre el prisionero, que con los brazos cruzados sobre el pecho y la cabeza inclinada, es presa de una desesperación callada.

Brilló algo de siniestro en el rostro de Castaños; se dirigió a sus soldados haciendo seña de que despejasen.

Fonterravía y Jacinto quedaron solos.

—Es preciso, señor capitán, dijo Castaños, que esta situación tenga algún término.

—Lo deseo vivamente, contestó Edmundo; ansio la muerte, que pondrá término a mis sufrimientos.

—Es necesario hablar por última vez.

—Ya escucho.

—Usted es español, y su gobierno le había confiado sus armas para que lo defendiera, ¿no es verdad?

—Es cierto.

—Al principio fue usted el más decidido campeón de la causa del rey, hasta caer prisionero combatiendo por la bandera española; después esas armas se han tornado contra nosotros.

—Usted no puede comprender el misterio que se encierra en mí.

—¿Podría usted explicármelo?

—Nunca.

—Pues entonces es preciso resignarse a morir.

—Yo sé, dijo Fonterravía, que no son motivos políticos los que precipitan el desenlace de este drama…

Jacinto se estremeció.

—Hay algo en el corazón de usted que lo impele a la venganza y yo soy una de las víctimas escogidas por su furor sanguinario… la presencia de usted en la casa del general Bravo, el acceso de locura que acometió a usted en aquellos momentos, la rabia de que se posesionó al aspecto de sus protectores, todo me indica que hay algo terrible que…

—Calle usted, calle usted, dijo Castaños; yo nada quiero recordar.

—Entre usted y la familia de los caudillos hay un mar de sangre inmenso: usted asistió a las ejecuciones de don Leonardo y de don Miguel Bravo: usted testigo mudo de esas escenas de matanza, fue a aliviar sus rencores junto al patíbulo de los héroes.

—¡Es verdad! gritó Castaños; ellos me llamaron al combate, y yo he aceptado.

—Ellos, contestó con ira Edmundo, sirvieron de abrigo a toda la familia; ellos le han prestado a usted la sombra de su cariño en sus primeros años, alimentando en su seno la víbora que debía volverse contra su corazón.

—Así como usted guarda un secreto, yo también lo tengo; pera impenetrable… mis antecesores todos forman una cadena trágica que ata mi existencia… yo voy impulsado por el aliento de la fatalidad… no busque usted la causa en los afectos vulgares, porque de arriba es de donde viene la maldición que cae sobre mi frente… yo he nacido para el exterminio de los míos… soy una sombra maldita, y estoy predestinado al mal… en mi sangre se infiltra un veneno que corroe cuanto alcanzan mis ojos y tocan mis manos… ¡capitán Fonterravía; soy digno de compasión!

El acento de aquel hombre se dulcificó por algunos momentos; el llanto apareció en, sus pupilas, y refrescó aquel corazón cubierto con la lepra del crimen.

—Sí, continuó; yo he nacido en hora aciaga… mil veces he querido retroceder ante ese abismo, cuyas sombras envuelven mi alma en la tribulación… sí, me he querido detener en la pendiente; pero mis plantas resbalan en la sangre…

—Sí, dijo Fonterravía; usted era bueno: la fatalidad lo hizo salir de aquella paz que disfrutaba en el fondo del hogar… muerto el anciano Blas por una vicisitud inesperada, el horizonte se enlutó, y…

—Desde aquel día, exclamó llorando Jacinto, no he vuelto a nombrar a mi padre, y ahora se renueva la antigua herida… soy un criminal… ¡un parricida!… ¡merezco la muerte!

Se exaltó el cerebro de aquel desgraciado, y sus facultades mentales se turbaron con el recuerdo sangriento de su padre.

—¡Ya no hay remedio! gritó furioso; esas cenizas no pueden levantarse sino para maldecirme… ¡adelante, furias del infierno!… ¡adelante!… yo quiero víctimas… mis fauces están secas, y su ardor sólo se calma con sangre… ¡Paso! ¡paso!… hola, soldados, ¡aquí!… ¡aquí!

Los realistas acudieron a la voz de su capitán.

—¡Agarrotad a ese hombre!

Uno de aquellos verdugos sacó dos cadenas que traía preparadas; puso una al cuello del prisionero y otra al pie, remachándolas a golpe de martillo, y haciéndole sufrir dolores terribles.

Clavaron las almellas a las rocas, y Fonterravía quedó adherido a las piedras como Prometeo.

—¡Bien! gritaba Castaños: así, así lo quiere mi venganza…

Se acercó a Edmundo para gozarse en su tormento, cuando descubrió sobre el pecho el escapulario con la esmeralda, que ya hemos dicho era absolutamente igual al suyo.

Se precipitó como una fiera; rasgó con los dientes el amuleto y se apoderó de la esmeralda.

—¿Qué es ésto? gritaba con estupor.

—Es la herencia de mi familia, exclamó Fonterravía.

—¡Luego tú eres descendiente de Xicotencatl!

—Sí; hé aquí el misterio que no quería revelarte.

—¡Piedra-Santa, tú y yo! gritó Jacinto: los últimos vástagos de esa familia que ha atravesado tres siglos en pos de la venganza… yo he nacido para contrariar los vaticinios… soy el enemigo de mi raza.

—¡Miserable! exclamó Fonterravía: has bebido el licor emponzoñado de la traición; pero el destino es inexorable… ¡morirás, sí; morirás, porque el día de la libertad se acerca!… no está en tu arbitrio detenerle… ya está en tu mano la esmeralda… tú o Piedra-Santa reunirán el collar de Xicotencatl, y entonces la América será libre, y sobre nuestras tumbas se dejará oír el primer grito de emancipación.

—Yo contrariaré el destino… no, no morirás, porque está escrito que mientras exista uno solo de nosotros, la América vivirá encadenada, y yo gozo con su esclavitud… Vive, sí, vive, y que la lucha se prolongue… todos ignorarán que mientras alientes, el triunfo se aplaza.

—Te engañas, hijo de Tízoc: el momento ha llegado; nuestros mayores jamás se conocieron… yo he venido de tierras lejanas con el amuleto, y los tres herederos nos encontramos juntos en el suelo americano… este mismo combate en que entramos, augura el postrer instante de nuestra vida… moriremos los unos a manos de los otros… ya no tendremos descendencia que nos herede… la aurora de la libertad aparece en el horizonte…

—Aun es tiempo, gritó Castaños; los tres vivimos.

—Mátame, sí; ¡con mi muerte abro tu sepultura!

—¡Dios tenga piedad de tí, exclamó Castaños, y saltando sobre su caballo se alejó a todo escape, seguido de sus jinetes!

Capítulo IV. La monja espirituada

I

Toda la familia del general Bravo había presenciado la escaramuza en que los insurgentes hicieron retirarse a los realistas, llevándose prisionero al capitán Edmundo Fonterravía.

La esposa de este desgraciado se sintió desfallecer bajo el peso de aquella espantosa desgracia: pero una reacción violenta se apoderó de su alma, y sin que nadie pudiera detenerla, marchó atrevidamente en pos de su marido.

Vildo, aquel noble y servicial insurgente, se prestó a hacerle compañía, y los dos se echaron a andar sobre las huellas del enemigo.

—Va su mercé a exponerse demasiado, decía Vildo; no conoce lo que son estos coludos.

—No importa; si tienes miedo déjame sola: yo no quiero comprometer a nadie.

—Que no es eso, señorita: uno es decir que jugamos la pelleja en este negocito, y otro afirmar que tengo miedo… no faltaba otra cosa… Vildo nunca ha conocido a ese señor… y que ya saben los realistas cuanto vale mi mujer…

—Creo que deben haber tomado este rumbo.

—Por aquí van las pisadas de los animales y de la tropa: pero en el punto de adelante se han de perder.

La noche comenzaba a caer en el horizonte; el crepúsculo agonizaba entre las primeras sombras, y pronto la oscuridad más completa envolvería a los viajeros.

—Vamos arreciando el paso, señorita María, porque este es un lugar peligroso; ya he visto las señales del lobo en la tierra del camino.

—Estoy segura, respondió la joven, de que hoy ni los elementos pueden contra mí.

—Está su mercé desesperada.

—Completamente; y no cesaré de caminar hasta encontrar a Edmundo.

—Pues caminemos, señorita, que yo en peores me he visto; Vildo nunca ha dicho que no andaba.

La joven y el insurgente seguían su marcha apresurada entre las tinieblas.

El viento empezó a apoderarse de los copos de los árboles, haciéndolos crujir con un rumor sordo y amenazante.

Se anunciaba una tempestad de aire terrible: se oía mugir en las quebraduras, reproduciendo los ecos entre las rocas y los pinares.

—Ya estamos cerca del ranchito del tío Colás, dijo Vildo; y supongo que la señorita querrá descansar esta noche.

—Sí, respondió María, a quien la fatiga comenzaba a languidecer.

Efectivamente, como a un cuarto de legua, y allá en una encrucijada de la vereda, se descubrieron a la luz de los relámpagos unos miserables jacales.

Caifás, compañero inseparable del insurgente, comenzó a ladrar luego que husmeó gente en la ranchería.

—Hemos llegado, señorita, dijo Vildo, después de haber silbado por tres veces y oído la contestación.

—Tío Colás, ¿qué tenemos de noticias?

—Nada, y mucho: los gachupines han pasado al anochecer.

—Buen hombre, dijo María, ¿y vio usted a un joven prisionero que llevaban?

—¡Pues no! y a fe que iba el señor más triste que una doncella.

—¿Y qué decían de él?

—Nada; pero se creía que por esta vez se escapaba.

—¡Dios mío, consérvale la vida!

—Parece que la señora es parienta del prisionero.

—Es su costilla, tío Colás; y entre paréntesis, dígame si tiene algo que cenar, y vaya alistando su cama, porque la señora tendrá gana de descansar.

—Ya lo había pensado, señor insurgente, y sin que su mercé me lo dijera, ya todo estaba listo.

—¿Es usted adivino, tío Colás?

—No, pero los gañanes me dijeron que venía con este rumbo.

—Este hombre tiene buenos sabuesos.

—Ya como que si me descuido me cuelgan esos malditos.

—Pues entrando, dijo Vildo; y bajó a María del caballo y en brazos la llevó hasta la casuca.

—Estoy rendida.

—Ya lo creo, como que hemos hecho una caminata infernal.

Se sentaron a una mesa humilde, pero cual fue su sorpresa al ver que el tío Colás comenzó a servir una cena magnífica y vinos exquisitos.

—¡Demonio! gritó Vildo, este hombre tiene un tesoro escondido.

—No haga usted caso, señor insurgente, este es un pequeño convoy que se quedó retrasado y me lo presté para cuando tenga con que pagar.

—Esa es mi cuerda, tío Colás.

—Además, dijo el ranchero, que yo tengo una muy buena memoria.

—¿Y de que se acuerda el tío?

—Vamos que yo conozco a la señora.

María fijó sus ojos en aquel hombre; pero no pudo recordar su fisonomía.

—Yo estuve, dijo el tío Colás, en el sitio de Cuautla.

—¡Demonio! gritó Vildo, este hombre es tan insurgente como nosotros.

—Ya lo creo.

—Quiere usted contar algo de esa época, dijo María.

—Con mucho gusto.

—Todo me vuelvo orejas, dijo Vildo.

—El día aquel en que mi coronel Piedra-Santa estaba a punto de casarse, yo iba con el señor cura Morelos.

—¡Es verdad! volvió a gritar Vildo.

—El tío Colás continuó: cuando sus mercedes salieron a todo escape de la plaza, yo me lancé por otro rumbo con el niño Juan, y seguí mi camino hasta entregarlo a la familia, que lo despachó a los Estados Unidos.

María se puso a llorar amargamente.

Después volví al lado del señor cura, y lo acompañé hasta que… vamos yo no quiero recordar al general, porque… mire usted señora, yo nunca he llorado, pero ese día eché todas las lágrimas que tenia en el alma… desde entonces estoy aquí… y no pierdo la esperanza de vengarlo.

El tío Colás había sido un guerrillero terrible; a consecuencia de una herida se imposibilitó de montar a caballo, y permanecía en aquella venta como un espía de los insurgentes.

Cuando aparecían los realistas daba aviso, y multitud de ocasiones los habían sorprendido en aquel lugar teatro de horrorosas escenas.

El rancho se llamaba de las Cabezas a causa de ser puestas en escarpias varias cabezas de realistas y de insurgentes.

El tío Colás era un hombre sanguinario, la idea de vengar a Morelos lo preocupaba hondamente, y para él todos los españoles juntos, no eran suficientes a lavar la sangre del caudillo.

Cruel por instinto, mal educado, y nutrido en la lucha salvaje de aquellos días, había asesinado a cuantos prisioneros cayeron en sus manos, consumando asesinatos espantosos.

A la sazón pasaba por un labriego, su barba larga y crecidos cabellos, impedían conocerle, y pasaba desapercibido de los realistas, a quienes daba hospitalidad a pesar de su odio.

Estaba el tío Colás entretenido en el mundo de sus recuerdos, cuando se dejó oír el ladrido de los perros.

—Gente nueva, señores, matemos la luz.

Vildo y María quedaron en acecho, mientras el tío Colás salió a la puerta de la choza.

Un indio muchachuelo se acercó y dijo en mexicano:

—Son realistas.

El tío Colás echó una maldición terrible.

Se acercó un grupo de jinetes al rancho.

—Pasen sus mercedes, dijo el tío Colás.

—Hola tío; respondió la voz conocida del comandante Garrote, a quien deben haber olvidado nuestros lectores.

—Señor comandante, está haciendo una noche de perros.

—Propiamente, amigo mío, y sobre todo, una noche de hambre y sed que escarapela.

—Pues no hay más que pasar, tengo una cena escasa, pero sobra la voluntad.

—Gracias, y que coman los animales.

El indio llevó los caballos a un sitio donde no había pastura, y el tío Colás sirvió una cena (si es que así puede llamarse) tan mala y escasa que el comandante Garrote se daba a todos los diablos.

—¿Pero hombre de Satanás, no tiene usted ni un trago de catalán?

—No señor; pero hay una agua tan fresca, que da ganas de bebérsela toda.

—¡Maldito sea usted tan miserable!

—Es que los señores realistas cargaron con todo.

—No sería el capitán Edmundo Castaños, que va renegando de la ranchería y el dueño.

—Los soldados me saquearon la casa.

—Tío Colás, tiene usted más agallas que un tiburón.

—Todo puede ser; pero esos se llevaron la casa a cuestas en nombre del rey.

—¿Y no han pasado los insurgentes?

—Ni uno solo, hace ya mucho tiempo que no se les ve la cara.

—Es decir que puedo dormir tranquilo.

—A pierna suelta.

—Harto lo necesito.

—¿Y no sabe el señor capitán qué le ha pasado al prisionero que llevaban?

—Sí, es un español llamado Fonterravía, traidor a su patria y a sus banderas, que ya debe estar colgado en un palo del camino.

Se oyó un grito sofocado en el jacal inmediato.

—¿Qué pasa? preguntó Garrote.

—Nada, que mi costilla tiene ataque de corazón, y se habrá asustado con la llegada de su merced.

—Vamos, que estas mujeres son muy delicadas; no se parecen a mi difunta esposa, que era capaz de comerse vivos a dos docenas de insurgentes. Y a propósito de esos infames, ya sabrá usted que los han excomulgado nuevamente.

—Ya me lo habían dicho.

—Con esas excomuniones, ya están en completa derrota; tanto aquí como en el cielo.

—Eso es visto.

—Me parece, tío Colás, que tiene usted mucho de bellaco.

—Son parecimientos de su merced.

—Cuidado, porque le cuesta cuando menos una zurribamba de azotes.

—No hay cuidado, yo estoy perfectamente con la Inquisición y el rey.

Basta de charla, y durmamos, que nuestra escolta se aloje perfectamente.

—Y como que sí, dijo el tío Colás, y alojó a los dragones en una caballeriza.

—Venga su merced, señor capitán, ya que los soldados están perfectamente, su merced dormirá en un jacalito que es lo más aseado, ya le he puesto una cama de petates más blandos que la cama del virrey.

—No hay que chancearse.

El comandante Garrote tomó posesión de su alojamiento, que estaba situado junto a una zahúrda.

No bien el desgraciado se acostó, cuando los clalajes (piojos de puerco) le invadieron todo su cuerpo, y comenzaron a picarlo de una manera horrible y tenaz.

Figúrense nuestros lectores la agonía de Garrote al sentir el escosor, sin luz para ver al enemigo.

La comezón producida por el clalaje no tiene comparación, el comandante a fuerza de rasquidos y araños, se produjo la llaga que trae consigo el piquete de ese animal.

Se levantó de la cama, se echó fuera del jacal y comenzó a llamar a gritos al tío Colás.

—¿Qué se le ofrece a usted? preguntó el labriego con la mayor calma del mundo.

—Lo que se me ofrece, es que voy a darle a usted un balazo por haberme alojado entre esos bichos.

—¿Qué bichos?

—Los piojos de puerco.

—Vamos, ya lo esperaba, seguramente lo han desconocido, como ya nosotros estamos acostumbrados; pero ustedes…

—¡Viejo infernal! dame un remedio, o mueres a mis manos.

—Vuelvo, dijo el tío Colás, y por supuesto no volvió ni a asomar las narices.

El comandante Garrote bufaba como un león, la broma había sido más que pesada.

Se acercó a la casuca donde estaban Vildo y María, y de un empellón abrió la puerta.

Vildo había encendido un mechón para ver a la joven que yacía desmayada; tal era la impresión que le habían causado las palabras de Garrote, noticiando la próxima muerte de Fonterravía.

—¿Qué es esto? dijo el comandante.

—Caballero, dijo María volviendo de su desmayo, yo soy tina mujer desgraciada a quien la suerte acaba de dar un golpe rudo.

Serán tal vez los clalajes, pensó Garrote.

—Han asesinado a mi esposo, y quedo sin amparo.

—A fuer de caballero me ofrezco a servir a usted, señora.

—Necesito ir a México.

—Para allá voy precisamente.

—Saldremos al instante, yo me siento morir aquí.

—Y yo también, respondió Garrote rascándose como un mico.

—Vildo ensilló los caballos, y a la primera claridad de la mañana, salieron escoltados por los dragones rumbo a la capital.

II

Pasaron dos meses.

Hay un convento en México llamado de Santa Brígida, instituido especial y únicamente para las viudas.

En ese monasterio había entrado la esposa de Edmundo, pronunciando votos de servir al Señor todo el resto de su existencia.

Ya hemos hablado del carácter exaltado de la joven, de aquella imaginación romancesca levantada hasta la poesía.

La soledad del claustro, los días eternos llenos de paz y de silencio, las preces sagradas, las armonías del órgano, los cantos religiosos, todo llenaba de recogimiento el corazón apasionado de la joven; pero la imagen del esposo aparecía en medio de aquel mundo, como la memoria de la tierra destacada en la sombra del claustro.

Pensaba en Dios y soñaba en su amante, quería orar y llamaba con voz de amor a aquel hombre de quien estaba apasionada.

A fuerza de querer huir de su pesadilla, caía en ella, hundiéndose en la pesada languidez de un ensueño de cariño.

Cansada de este perpetuo combate se dejó arrastrar por una idea, que como las olas de un mar desconocido, la llevaron insensiblemente a las playas del mundo.

¡Amaba a una sombra!… pasadas las primeras impresiones creyó, que había obrado con ligereza al sepultarse en la tumba de un convento sin estar persuadida de la muerte de Edmundo, y la desesperación de no poder quebrantar los hierros de su clausura, concurrió a exaltarla terriblemente.

Comenzó por hablar sola en voz alta, siguió por causarle tedio la oración, cuando antes le había servido para mitigar las pasiones de su espíritu.

La joven entró en la indolencia del sufrimiento, quería estar siempre sola, le parecía que sus compañeras la interrumpían en los coloquios con su alma.

La acometió en fin el histérico, esa terrible enfermedad que presenta las fases de la locura, con sus llantos y sus risas, con su desesperación y sus arranques.

La joven se levantaba a deshoras de la noche, recorría los claustros, atravesaba los patios, se sentaba bajo los árboles y llamaba a gritos a su amante.

Las monjas se despertaban, la seguían, la acechaban, se condolían de sus dolores; pero no lograban tranquilizarla.

Cuando las viejas se enteraron de que aquella desgraciada era viuda de un insurgente, todas las simpatías desaparecieron, y quedó ese goce reconcentrado que sienten las almas depravadas ante los sufrimientos de los seres a quienes se detesta.

—La hermana Sor María está excomulgada, dijo la abadesa; esos sufrimientos son el castigo de Dios.

—¡Excomulgada! repitieron las monjas, y todas se alejaron de ella como de una apestada.

María comprendió el horror de su situación, y maldijo la hora en que había pisado aquellos umbrales.

Se cerraron para ella las puertas del coro, es decir de la oración, las reglas ya nada tenían de común con la monja, se la toleraba por no dar un escándalo.

Entonces el despecho no conoció límites, la joven sintió perder el juicio ante el odio de las que había creído almas hermanas, se desató como el huracán, las llamó hipócritas y malditas de Dios.

—Está espirituada, dijo la abadesa, los espíritus malignos se han apoderado de su alma: vade retro Sotanas.

—¡Espirituada!

—¡Espirituada!

Las mozas del convento no querían encontrarse con ella, y cuando por casualidad no podían evitarlo, se cubrían el rostro y le ponían la señal de la cruz.

Cuando asistía a la misa, las monjas no le quitaban la vista, esperando verla retorcerse en convulsiones a la hora de la elevación.

Las viejas aseguraban que por las noches hablaba con los demonios, y hubo una que sostuvo haber visto al enemigo malo (en esa materia ninguno es bueno) arrojando llamas por la boca y diciendo horribles blasfemias.

Las almas fanáticas se sentían estremecer, y todo el convento andaba revuelto.

Las devotas ocurrían a la misa conventual, situándose frente al coro para ver a la espirituada.

La ciudad oía con terror el toque de rogativa, y las maldiciones caían en lluvia sobre los insurgentes acusándoles hasta de maleficio.

Aquel terrible rumor sobre que Sor María estaba poseída del demonio, circuló con terror no sólo en el convento sino en la ciudad entera.

La viuda del insurgente está tentada por los espíritus malignos, decía la gente, y se agolpaba a los muros del templo, esperando oír los gritos de la monja y los bufidos del diablo.

María estaba indignada al sentirse presa de aquella ironía fanática; su ánimo se había exacerbado contra toda aquella turba, que le huía poniéndole la señal de la cruz.

Una mujer despechada es peor que un hombre furioso.

La impetuosa María se arrojó sobre las criadas del convento, y estuvo a punto de ahogar a una de ellas.

Se rezaron letanías, caminando con vela en mano la comunidad por todo el convento, se echó agua bendita en la puerta de la celda, se rezaron los salmos penitenciales, la letanía de los santos y cuantas oraciones hay contra los condenados.

Aquellas farsas irritaban a María hasta la demencia.

—¡Dios me ha abandonado! gritaba la desdichada, ¡Dios me ha abandonado!

—Ya la oís, exclamaba la abadesa, el Señor le niega su alta misericordia: dejémosla, Dios sabe más que nosotras: huyamos de esa criatura apestada, y el Señor la ayude.

Se apagaban las velas, y todas las monjas corrían a encerrarse en sus celdas.

Entonces la joven, en esa reacción del espíritu, lloraba las horas enteras su orfandad, y rogaba al Ser Eterno se compadeciera de sus sufrimientos.

Los frailes acudieron en masa, hablaron a la joven espirituada, la conjuraron, manifestándole que los conjuros eran una lección que manifiesta a los cristianos, el horror que deben tener a cualquier comercio o pacto directo o indirecto con el espíritu maligno; que no deben dar crédito a las imposturas y vanas promesas de los pretendidos hechiceros, adivinos o mágicos, que por esta razón se bendicen con oraciones y exorcismos las aguas del bautismo.

María escuchaba con indiferencia todo aquel cúmulo de palabras sin comprenderlas, y sufría el anatema terrible de la soledad y el alejamiento de todos.

III

Las reglas de la comunidad ya no la comprendían, así es que la desdichada subía a las azoteas y torres de la iglesia.

Una tarde que veía a la ciudad desde lo alto de la cúpula, percibió a un hombre que le hacía señas con el sombrero, al mismo tiempo que un perro ladraba furiosamente.

Fijó su vista en el hombre y en el perro, y los reconoció perfectamente.

Hizo una seña de que esperasen, y acudió corriendo a su celda, escribió algunos renglones en un pedazo de lienzo, y los arrojó al atrio.

Vildo el insurgente recogió el lienzo; pero no sabiendo leer, esperó que pasase alguna vieja de esas que llevan la voz en el rosario.

Efectivamente apareció en la calle de San Juan de Letrán una beata.

—Señora, dijo el insurgente, hágame favor de leerme lo que dice aquí.

Se caló la vieja las antiparras, y se puso a leer más bien por curiosidad que por prestar un servicio a Vildo.

—«Esta noche al toque de ánimas».

—Y bien ¿esto? preguntó la vieja.

—Nada, es una cita que me da mi patrón, porque yo soy arriero.

—No cuela esa, pensó la beata, esta tiene un misterio.

—Gracias abuela, dijo el insurgente.

—Vaya con Dios, contestó la vieja, y entró en la portería de Santa Brígida.

—Deo gracias, madrecitas, dijo acercándose al torno.

—A Dios sean dadas, madre Ponciana, ¿qué se ofrece?

—Nada, acabo de tener un encuentro, que por lo raro voy a contárselo a su reverencia.

—Diga madre Ponciana, diga pronto, que en el mundo pasan cosas maravillosas e incomprensibles.

—Esta es una de ellas.

—Ya escuchamos, dijeron varias voces en tono de salmodia, y era que varias monjas estaban en acecho del chisme, porque las mujeres no dejan de serlo ni bajo el sayal.

—Acabo de encontrar a un hombre de muy mala facha, con un perro ordinario que se parecía al demonio.

—¡Ave María Purísima! dijeron tras las maderas del torno.

—Sepa su reverencia, que sacó un trapo, donde me dio a leer estas palabras «esta noche, al toque de Ánima.»

—En eso hay maleficio.

—Puede ser muy bien; pero lo que me chocó fue que el lienzo era de la misma tela que se usa en este convento, el mismo que llevan sus reverencias.

—¡Dios nos ampare, madre Ponciana!

—Estoy segura de no equivocarme.

—Eso huele a una cita mundana.

—Ni más ni menos.

—Y decía usted madre Ponciana, que el hombre estaba en esta calle.

—Precisamente.

—Este es caso de conciencia, y voy a dar parte a nuestra madre abadesa.

—Como guste su reverencia.

A pocos minutos, bajó una vieja seca como espárrago y trigueña como el cacao, con los ojos encontrados, la nariz de gancho, la barba puntiaguda, con una verruga cubierta de pelos recios como las espinas de una viznaga, las manos como disciplina y los pies largos como los de un mono.

Se enteró con empeño de los menores detalles de la relación, y comprendió desde luego, que alguna de sus amadas hijas traía campaña con un mundano.

—No ha de ser Sor Guadalupe (pensaba la abadesa), porque el sujeto que la perseguía no está en México… la hermana Refugio tampoco; porque ya le costó un billete dos meses de reclusión… la hermana Cipriana, menos; porque su confesor le ha prohibido hasta la reja, la hermana Jacinta, no puede ser, porque tiene ochenta años… ¡ah!… ¡ya!… no, imposible, la hermana Luisa, ya me prometió no pensar más en ello.

—¿Qué dice su reverencia? preguntó la beata.

—Nada, estaba reflexionando sobre cosas que no están a vuestro alcance.

—Ya.

—No sea la endemoniada, dijo la monja tornera.

La abadesa tenía el mismo pensamiento en aquel instante.

—No hay duda, y es necesario impedir una desgracia: pero… pero…

—Desearía saber su reverencia quién es el atrevido sacrílego.

—Precisamente.

—Pues yo me ofrezco a estar esta noche en el atrio a las ocho en punto.

—Perfectamente, así prestarás un servicio a la iglesia.

—Demos parte a la policía para la aprehensión del malvado.

—Muy bien.

—Vaya con Dios.

—Él quede con su reverencia.

La beata endemoniada se estuvo en acecho, y cuando la campana dio el primer toque de la plegaria de ánimas, se entró en el cementerio de la iglesia.

IV

María escribió a Vildo que la esperase, meditando la más arriesgada de las empresas.

La joven estaba resuelta a abandonar el convento, y proyectó descolgarse por la cuerda de la campana hasta el atrio.

Sabía que el insurgente no faltaría a la cita, y esto la animaba hasta el grado de arrostrar por todo.

Las monjas la acechaban, sin que ella se apercibiese de ello.

Luego que la abadesa la vio subir a la azotea, comprendió su proyecto: podía con una sola palabra haberla atajado, pero el escándalo era para ella el plato más exquisito.

La policía estaba avisada, y tenía tomadas todas las avenidas.

Vildo rondaba con su perro la calle de Letrán, esperando el toque de ánimas desde las seis de la tarde.

Sonaron los tres cuartos.

María subió atrevida al campanario, cortó uno de los hilos de una esquila, lo paso por el conducto que daba paso a una canal, ató perfectamente la cuerda, y esperó el toque de las ocho.

Pasaron quince minutos en la mayor ansiedad, las campanas de la Metropolitana anunciaron la hora.

María se persignó devotamente, encomendándose a Dios de todo corazón, tomó la cuerda con las dos manos y abandonó el pretil de la azotea.

Comenzó a descender pausadamente, apoyando sus delicados pies en la pared, y rozando sus manos que oprimían a la cuerda.

Caifás daba ahullidos de gusto, pues había reconocido a su antigua amiga.

La beata esperaba llena de inquietud.

Vildo nada veía, porque la oscuridad era intensa.

Al fin la joven llegó al suelo, pero tropezó instantáneamente con la madre Ponciana, que dio un grito.

Se asustó María con la presencia de la beata, y corrió a refugiarse a la puerta de la iglesia.

El insurgente se arrojó en la oscuridad sobre el primer bulto, y creyendo que todo se malograría si la joven hablaba, le tapó la boca, y tomándola en brazos huyó a lo largo de la calle.

—¡Alto! gritó la policía.

—¡Soy perdido! exclamó el insurgente.

—Amarren al raptor, y lleven a esa mujer a la cárcel.

Vildo estaba desesperado.

A la media hora estaba el juez tomando la declaración preparatoria.

—¿Dónde conoció a esa monja?

—Yo no conozco a nadie, dijo Vildo, esa señora estaba tirada en el atrio, y por caridad la recogí.

—Sacrílego, infame, las vas a pagar todas juntas; tú ignoras que el atrevido que roba a Dios sus esposas es un criminal.

—Será todo lo que su merced quiera; pero yo no sé de lo que se trata.

—Ya lo sabrás más tarde, por ahora procedamos al careo, venga esa mala religiosa.

Los alguaciles introdujeron a una mujer completamente cubierta.

—Señora, dijo el juez, usted ha hecho un voto sagrado, y no obstante hoy lo quebranta infamemente, yo le mando a usted que se descubra, para ver si ese hombre la conoce.

Cayó el manto, y apareció el rostro abominable de la madre Ponciana.

El juez, el insurgente y los alguaciles, abrieron tamaña boca, aquello sí era obra de Satanás.

—Usted es la espirituada, gritó el magistrado, usted ha variado de fisonomía por arte del diablo.

—Señor juez, yo soy Ponciana Muñoz, la que ha sido siempre y seré hasta que me muera.

—Es la misma, dijo un alguacil, yo la conozco perfectamente.

—Explíquese usted; señora.

—Si no sé lo que ha pasado.

—¿Cómo se ha dejado usted conducir en brazos de este caballerito?

—Yo tengo por costumbre, señor juez, entregarme a la voluntad de Dios.

—Y parece que también a la del prójimo.

—Dios me libre de tentaciones.

—Vamos, que pongan a estos dos canallas en libertad, y que las monjas no vuelvan a desvelarnos con patrañas.

—Está bien, señor juez, dijo un alguacil, y sacó a puntapiés a Vildo, que al sentir el aire de la calle, exclamó con el corazón ¡viva la América!

Capítulo V. De los toros y cañas que hizo Iturbide en honor de su amo Fernando VII

I

Iturbide era el jefe más sanguinario de los realistas: podía haberse ahogado con la sangre de sus víctimas.

Los insurgentes lo odiaban a muerte, y el solo nombre de aquel miserable llenaba de terror las ciudades y las comarcas.

La historia nos presenta episodios de ese hombre que nos hacen ver en su muerte la mano inexorable de la justicia de Dios.

Iturbide tenía una imaginación caballeresca, las acciones ganadas a los insurgentes, le habían hecho soñar en la heroicidad de los tiempos medios, y se creía un grande hombre.

El ejército realista que estaba a sus órdenes acampaba en Irapuato, cuando se dispuso un simulacro en honor de la batalla de Calderón.

Simulacro ridículo, farsa inoportuna en los momentos en que la revolución surgía con todos sus horrores.

Tres mil soldados con sus correspondientes trenes, se armaron en son de guerra, se figuró el puente, se dividieron las columnas y comenzó el ataque, que fue bizarro seguramente por falta de adversarios.

Se tocó diana, se hizo salva, y el nombre de los vencedores se pregonó en son de trompetas.

Como los realistas hacían el simulacro, los insurgentes perdieron la batalla, esto se encuentra muy natural.

Concluida aquella célebre manifestación, Iturbide dividió su gente en treinta secciones, que recorriesen los pueblos comarcanos en pos de los insurgentes, estando precisamente en el Valle al otro día.

Aquellos ogros se lanzaron furiosos, y aprehendieron a cuantos infelices labradores encontraron en los campos.

Iturbide llegó a la cita fatal, y sin inquisición alguna que pusiese en claro la inocencia de los prisioneros, los hizo pasar por las armas, con una ostentación de ferocidad abominable.

—¡Cincuenta fueron las víctimas ese día!

II

La hacienda de la Quemada, yendo en silla de posta, es hoy el punto medio entre Querétaro y San Luis Potosí: se reunía allí multitud de gente con motivo de una pequeña feria, a jugar gallos, y a hacer corridas de toros.

Se improvisó una plaza con madera, sirviendo al medio día de palenque, y en la tarde de plaza de lid a los aficionados.

Se agolparon los concurrentes, llevando la mayor parte en brazos sus gallos, cuyos cantos sobresalían entre el rumor de la multitud.

Se ajustaban peleas, se entablaron disputas, se hacían ensayos topando los gallos; aquello era una Babilonia.

Repentinamente se dejó oír una voz chillona, que salía de la garganta de un individuo, cuya catadura era la siguiente:

Sería un hombre como de cincuenta y cinco años, flaco como una baina de huitsache, llevaba el cabello largo, saliendo un mechón de canas entre el ala y la copa del sombrero de petate, su fisonomía era ingrata, nariz pequeña, ojos chicos, barba rala como pelos de un gato salido del agua, boca grande y despoblada, garganta zurcada de venas y tendones muy pronunciados, pelo en pecho, brazos enjutos y manos largas, con uñas corvas como las del águila, los pies desnudos y todo aquel ser raquítico, envuelto en una sábana blanca, cogida por bajo del brazo, y unos calzones de manta anchos y de un color entre arcilloso y negro.

Tal era el sujeto encargado de los pregones.

Se adelantó en medio del estadio, se quitó el sombrero y dijo con el acento de los caballeros de armas.

—¡Ave María Purísima! Señores, comienza la diversión con un giro y un malatova, ajustados en cincuenta pesos, vamos señores, el que la quiera la suelta… ¡lárguenla!… ¡lárguenla!…

Dos adversarios se presentaron en el terreno, dos galleros, viéndose con recelo y mascando las plumas arrancadas a sus gallos, se pusieron frente a frente.

Luego que Ja multitud examinó a los contendientes, comenzaron a atravesarse las apuestas.

En los palenques no se toma por divisa el color del gallo, sino el nombre del dueño, así es que la voz de «Vildo contra Serapio» comenzó a discurrir por el circo.

Vildo el insurgente era dueño del giro, que se paseaba como un general en jefe delante de su adversario.

Nuestros lectores querrán saber algo del insurgente, y nosotros diremos cuatro palabras sobre esta historia.

Vildo y la beata fueron puestos en libertad por el alcalde, que mandó un regaño a las monjas de Santa Brígida.

El insurgente salió ligero como un gamo, echándose a andar para el barrio de Santa Ana, donde tenía un conocido, que se ocupaba en vender caballos que no bebían agua, lo cual quiere decir en romance «robados».

—Amigo, dijo el insurgente, hágame favor de darse un volteado por el convento de Santa Brígida, y tome lenguas de lo que pase.

—Usted siempre asuntando.

—Cállese y no dilate, porque yo tomo camino esta misma noche… el tercer mono se ahoga.

El amigo de Vildo se echó unas mantas al hombro, tomó el aire bonachón de los comerciantes, y se dirigió a San Juan de Letrán.

Se paró en la casa donde hoy crujen las ilustradas prensas del Monitor, y se puso en acecho.

Un verdadero tumulto había en la calle, portería y atrio de la Iglesia.

Aquella gente buscaba algo por todas partes, y las miradas se dirigían hacia la azotea, donde una cuerda se mecía al son del viento.

Dentro del convento estaba la autoridad practicando una averiguación sobre el hecho de haber desaparecido la religiosa Sor María.

—Señor Juez, decía la superiora, ya he dado parte al señor Alcalde, que no hizo aprecio, y él es la causa de este escándalo.

—Es que el hombre y la mujer que le presentaron nada tenían que ver en este asunto.

—Yo creo, dijo la tornera, que a su merced lo hechizaron.

—¡Hechizado! repitieron las monjas.

—¡Hechizado! dijeron las mandaderas, y la voz salió del convento como por hilo telegráfico hasta la calle, y a la media hora la ciudad entera sabía que el Alcalde estaba hechizado.

La averiguación continuaba.

—Le juro a su merced, prosiguió la abadesa, que Sor María estaba posesionada del espíritu maligno: en las noches se paseaba por los claustros, alumbrándolos con el fuego que salía de sus ojos.

La autoridad y las monjas se santiguaron.

—Se oían gritos y aullidos de condenados, y su celda era el mismo infierno.

—¡Ave María!

—Una noche se la vio estar en coloquios con un macho-cabrío.

Nanita, interrumpió una monja, luego se averiguó que el macho-cabrío era el padre confesor.

—Calle la loca, y no interrumpa.

—Vamos a la prueba, dijo el juez.

—Yo señor, echaba asperges y agua bendita en su puerta; pero esta operación irritaba al enemigo malo.

—Cuente su reverencia lo de la fuga.

—Me parece importante decir a vuestra merced, que Sor María se retorcía en convulsiones al escuchar el nombre de San Antonio.

—Vamos al caso.

—Y que hubo vez que me diera un bofetón sólo porque…

—Señora, dijo el juez, ya hablaremos de eso, ahora al negocio.

—En eso estamos señor, y no se impaciente vuestra merced, que la historia es interesante.

—Todas esas relaciones las dará su reverencia a la autoridad eclesiástica.

—Bien, pero la justicia ordinaria debía enterarse.

—Cuando esté más desocupada.

—Bien, entonces diré, que como los demonios se habían apoderado de…

—No vuelva a comenzar su reverencia, porque es cuento de nunca acabar.

—Bien, ¿qué es lo que se me pregunta?

—La manera como la religiosa salió del convento.

—Eso es otra cosa: si se me hubiera preguntado eso desde el principio, ya todo estaría terminado, porque hubiera respondido que… que no lo sé.

—Es que hay una cuerda en la azotea.

—Siempre la ha habido, yo insisto en que a Sor María se la han llevado los diablos.

—¿Pero por dónde?

—Por donde se llevan a todas las mujeres.

—¿No tiene su reverencia más que decir?

—Quiero que conste que se me ha atajado la palabra.

—Constará.

—Y que no he dicho lo del pacto con el demonio.

—Constará.

—Y que…

—Nos vemos, Dios guarde a su reverencia.

—¡Está visto, gritó la abadesa, todos los que tienen que ver en este asunto, están tocados de Satanás!

El justicia salió seguido de los alguaciles, que descolgaron la reata y la llevaron como cuerpo del delito.

La gente siguió a la autoridad, y los frailes llegaron a bendecir la celda, y la torre, y la azotea, y el campanario y cuanto encontraron.

Las monjas tomaron nota del modo, manera y circunstancias con que su compañera había perpetrado la fuga, y aseguran las crónicas que no lo echaron en saco roto.

III

El hombre de las mantas pidió una poca de agua en la portería hizo personalmente indagaciones, y volvió donde Vildo lo esperaba.

—¿Qué pasa amigo?

—Cosas que no nos importan.

—Suéltelas.

—Que a una monja se la ha llevado una legión de diablos, y ha desaparecido dejando un olor a azufre en todo el convento.

—¡Bendito sea Dios! ¡Viva la Améri…

—¡Que diablo!

—Compadre, necesito un macho para el viaje.

—¿Y yo que gano?

—Le devolveré media docena como tope con los realistas.

—Eso es otra cosa.

—Ya sabe que sé cumplir.

—¿Y para dónde se encamina?

—Para el Interior.

—Mire que el coronel Iturbide está haciendo de las suyas.

—Verá si yo le hago una de las mías.

—Corriente.

—Quiero salir esta noche.

—Va precisamente mi atajo para San Juan del Río.

—Venga una calzonera de arriero, y estamos ajustados.

—Pues entre.

Vildo se entró en una casuca, se puso el disfraz, y quedó perfectamente.

Mientras Vildo se preparaba para su expedición, su amigo se dirigió al próximo mesón en busca de objetos.

Se acercó un muchacho, y tirándole de las mantas le dijo:

—Tío Canija, lo llama una señora que está en el número seis.

—Ya voy.

—Que sea pronto.

El tío Canija, que era un zorro de marca, comprendió que se trataba de un buen negocio, puesto que se le llamaba con urgencia.

Se acercó a la puerta y tosió.

—Adentro, dijo con voz trémula una mujer.

El tío se deslizó, y quitándose el sombrero, la dijo:

—Mande su merced lo que guste, que yo soy hombre de pecho.

—¿Usted es el tío Canija?

—Sí, para servir a Dios y a su merced.

—Necesito un caballo.

—Tengo buenos.

—Sé que es usted dueño de atajos, y que va a salir uno para el Sur.

—Eso será más tarde, el que sale mañana es con rumbo al Interior.

—La señora quedó pensando unos momentos, y luego dijo:

—Me conviene, mañana saldré para el Interior.

—Procuraré que su merced vaya muy bien cuidada, tengo muchachos de entera confianza, y sólo que mueran le sucederá algo a su merced.

—Gracias, aquí tiene usted dinero, es todo cuanto poseo.

El tío Canija se quedó mirando a la señora, que apenas asomaba los ojos, pues tenía el rostro cubierto con el manto.

—Su merced está muy afligida, ¿no es verdad?

—Sí, mucho.

—Conozco que necesita mucho de auxilio.

—Sí.

—Pues haga confianza de mí su merced que no le pesará.

—Yo me abandono en manos de la Providencia, dijo la desconsolada dama, y se descubrió.

—¡La monja espirituada! exclamó el tío Canija, y soltó el dinero que tenía en la mano.

—Sí, dijo María, yo soy esa mujer calumniada que ha vivido durante muchos años en el convento agobiada de infortunios; yo que he invocado a Dios en medio de mis sufrimientos.

—Pronuncia el nombre de Dios, dijo el tío, luego el demonio está muy lejos.

—Buen hombre, usted no conoce los odios de los conventos.

—Conozco los de los mesones, contestó sencillamente el hombre de las mantas.

—Pues bien, yo deseo volver al seno de mi familia, morir al menos con tranquilidad.

—¿Y qué tengo yo que hacer?

—Guardar silencio, no denunciarme.

—¿Denunciador el tío Canija?

—Yo no conozco a usted.

—Primero sufriría el tormento que decir una palabra… ¡malditas monjas!

—Yo me fío enteramente a usted.

—Y hace muy bien su merced, porque yo la sacaré de aquí como en un baúl.

—Gracias.

—Precisamente se va un amigo, que es hombre entre los hombres, y a ese será al que encomendaré el negocio.

—Bien, yo le pagaré, le daré cuanto poseo.

—Voy a llamarle para que se conozcan, es un, muchacho arriero hombre de bien y de toda confianza.

El tío Canija salió en busca de Vildo.

Retrocedamos unas cuantas horas.

La infeliz María al descender por la cuerda, buscó al insurgente segura de que la esperaba en el atrio, cuando percibió el equívoco con la beata.

Se acurrucó en un rincón mientras los alguaciles se llevaban a la vieja, y a poco se encontró sola enmedio de la noche.

Se echó a andar por el rumbo de Santa Isabel, siguió el Factor, calzada de Santa Paula, y sin rumbo vagó por los potreros de Tlaltelolco hasta dar en el barrio de Santa Ana.

La luz comenzaba a alumbrar la ciudad, entró en el primer mesón que encontró, tomó un cuarto, y esperó a que llegase la noche para buscar un asilo más seguro, porque la policía andaba en su busca.

Acosada por el hambre, llamó a un muchacho hijo del huésped, que le trajese algo que comer.

Los muchachos de los barrios son, vivos y maliciosos como avispas; el chico sirvió perfectamente a María.

—¿Muchacho, no sabes de una familia que salga fuera de la capital?

—No sé ahora, pero el tío Canija alquila animales, y hace viajes para todas partes.

—¿Y dónde vive ese hombre?

—Muy cerca.

—¿Lo puedes llamar?

—Sí, señora, al momento.

El muchacho salió corriendo, y a poco volvió con un hombre.

María le dio una buena propina.

Muy poco dilató el tío Canija en presentarse con Vildo en el cuarto de la joven.

Luego que el insurgente le echó la vista encima la reconoció.

—¡Señorita María!

—¡Vildo! exclamó la joven llena de alegría, el cielo me favorece.

—He estado a punto de ser colgado en la horca por estos malditos realistas, pero el insurgente tiene siete vidas como los gatos.

—Temí por tu vida.

—No importa, será que no ha llegado la hora.

—Puesto que ustedes se conocen, ya no tenemos que hablar, dijo el tío, me marcho y buen viaje.

—¡Tío Canija, un abrazo!

—Doscientos, muchacho, y no hay que hacer muchas de estas, porque en una estacas la salea.

—No me lo cuente usted que ya me lo sé de memoria.

Al día siguiente, la joven y Vildo emprendieron la marcha, y después de doce días de camino llegaron a la hacienda de la Quemada, precisamente en los momentos de la feria.

Muchos insurgentes habían concurrido. Vildo se unió a sus amigos, se hizo de media docena de gallos y entró como bueno en el palenque.

IV

Decíamos que el giro y el malatova estaban en la arena esperando ansiosos el momento de la pelea.

Los conocedores hicieron grande al gallo de Serapio, y las apuestas se ajustaron a un veinticinco de rebaja.

Vildo contra Serapio… Vildo contra Separio… esta era la voz que se escuchaba por toda la plaza.

Se despejó el anfiteatro, y el silencio más profundo reemplazo la gritería.

Vildo estaba risueño, Serapio profundamente emocionado.

Se retiraron a los extremos de la barra, y soltaron los gallos.

No hay animal más hermoso que el gallo, tiene algo del león al sacudir su melena y contemplar orgulloso a su enemigo.

El gallo giro, que era el de Vildo, quedó como clavado sobre la arena, mientras el de Serapio caminaba paso a paso oblicuamente.

Luego que ambos estuvieron a tiro, se lanzaron como dos saetas en un choque terrible.

Al separarse se notó perfectamente, que el malatova había desjarretado de una pierna a su adversario.

Vildo se echó el sombrero hacia atrás, y fijó sus ojos en el gallo herido.

Se siguieron los lances de la lucha, siempre desfavorables al giro, que apenas podía sostenerse por la fatiga y pérdida de sangre.

—Ha perdido la chica, murmuraba la gente.

—Todavía no, murmuraba Vildo.

El malatova a pesar de su triunfo, estaba también desangrándose y fatigado terriblemente.

Ya entre las convulsiones de la agonía, se probaron a dar el último golpe, chocaron como las nubes produciendo el relámpago de la muerte.

El gallo de Vildo se desplomó en la arena; entonces el insurgente, con una rapidez que hacía honor a su ciencia, alzó el gallo, le mordió el cerviquillo con rabia, le sacudió las alas, y logró ponerlo unos momentos frente al malatova.

Fuese por las heridas, o porque ya no esperase ver a su enemigo, el gallo vencedor echó a huir a todo escape delante de aquel cadáver galvanizado que cayó sobre la arena.

Un ruidoso palmoteo resonó en toda la plaza, sobresaliendo la voz chillona del gritón:

—Se hizo la chica… ¡abran la puerta!

Vildo había ganado en buena lid.

Las peleas siguieron con más o menos lances hasta las tres de la tarde, en que debía comenzar la corrida de toros.

El insurgente era tan bueno para el juego de gallos como para la tauromaquia; así es que apareció como capitán al frente de la cuadrilla de aficionados.

Las muchachas de los alrededores ocupaban los sitios principales de la plaza.

Saludaron a Vildo con entusiasmo, y el maldito suriano respondía jugando al aire su sombrero de palma.

Saludó la cuadrilla a la autoridad, se dispersó en el terreno, sonó la trompeta, y el toro se dejó venir como furia hasta el centro de la plaza.

Vildo se encaramó en la viga más alta, lo que comenzó a provocar la hilaridad en la concurrencia.

Los aficionados no esperaban un animal tan bravo; pero el puntillo de estar allí las mozas de los pueblos, les prestó valor para desafiar al toro.

Vildo descendió de la viga, y lleno de orgullo le presentó la manta a la fiera.

El toro que se hacía esperar demasiado, acometió con brío y el insurgente se vio levantado a seis varas sobre el nivel del suelo.

Los jinetes se lanzaron al toro mientras el aficionado se reponía de su caída.

—No me han hecho correr los realistas, gritaba el insurgente, y me había de ganar un animal, y poseído de rabia, buscó por segunda vez al toro.

Entonces desplegó su destreza de una manera admirable, buscó al toro cien veces con la manta, hasta lograr atarantarlo.

Cuando el vértigo tenía paralizada la acción del animal, Vildo se acercó, y puso su mano con arrogancia sobre los cuernos.

La música reventó en una armonía estruendosa, las muchachas agitaban sus pañuelos encarnados y la gritería atronaba la plaza.

El insurgente se adelantó llevando en la mano un par de banderillas, la concurrencia entró en el silencio de la expectativa.

Se oyó repentinamente un gran ruido de armas y caballos, y gritos, y detonación de armas.

Se puso en pie toda aquella multitud.

—Es Iturbide… Iturbide… gritaron por todos lados.

Ya hemos dicho que ese hombre odioso, era el terror, la plaga, la muerte de todas aquellas comarcas.

Gran número de insurgentes estaban en la plaza; pero no pudieron organizarse entre la confusión producida por la sorpresa.

La tropa de Iturbide rodeó la plaza, e hizo salir uno a uno a todos los concurrentes constituyéndolos prisioneros.

Como la fuerza debía llegar a la cita del Valle de Santiago, no podía detenerse; entonces se determinó fusilar a los prisioneros sobre la marcha.

Faltaba tiempo para que los sentenciados, cuyo número era poco más de doscientos, recibiesen los auxilios espirituales; además, la tropa no podía ocuparse en ejecuciones parciales, así es que se mandaron formar a aquellos desgraciados; y la soldadesca hizo fuego graneado a discreción sobre la multitud, causando un estrago espantoso.

Como era natural, muchos quedaron agonizantes sufriendo dolores horribles, y otros simplemente heridos.

La división siguió impertérrita su marcha al valle de Santiago.

Vildo se revolcó en la sangre de sus compañeros, fingiéndose muerto, y esperó a que llegase la noche para tomar las de Villadiego.

La infeliz María que estaba en la casa de la hacienda, luego que sintió la aproximación de los realistas, se escondió en una troje, pero al presenciar la sangrienta hecatombe, no pudo resistir su cerebro, y perdió el juicio acosada por el terror.

Mesó sus cabellos, rasgó sus vestidos, dio de alaridos, y salió extraviada completamente al sitio de las ejecuciones.

Recordó la desgraciada a Edmundo, se figuró que había sido fusilado, y se echó a buscarlo entre los muertos.

Sumergió sus plantas entre los lagos de sangre tibia, sacudió los cadáveres y ahulló como una loba herida.

La poca gente que había escapado en los campos cercanos, estaba de vuelta, y contemplaba aterrorizada a la loca.

—¡Aquí! aquí está, exclamaba María tomando por las melenas una cabeza ensangrentada, ¡él es!… ¡yo lo disputo cadáver a la muerte!… me lo querían robar, y le encuentro al fin… aquí está mi amor.

Después la infeliz lanzaba carcajadas histéricas que hacían estremecer de terror a los circunstantes.

Las aves de rapiña y los perros comenzaban a acudir a aquel convite fatal.

¡Espectáculo siniestro, cuya memoria llena de espanto y enfría las carnes!

Memoria sangrienta, que pasará más tarde a la historia del romance y de la leyenda.

Capítulo VI. En que se trata de la pena del talión

I

Estamos al terminar nuestro libro, y sería una grande injusticia histórica dejar en la sombra algunos nombres que son templos vivos de la posteridad.

El inmortal Javier Mina, español distinguido, hombre de alta reputación en su país, que formó atrevido una escuadra para venir al golfo mexicano como La Fayette, a trabajar por la independencia de América; este bravo soldado, vencedor en cien combates, y que ofrecía su existencia en bien de la humanidad, porque peleaba por una patria que no era la suya, acababa de morir en un cadalso víctima del rencor de sus compatriotas, que le persiguieron encarnizadamente hasta arrojar en la tumba sus despojos ensangrentados.

Su pequeño ejército se había desbandado con la muerte del caudillo, y los dispersos tomado el rumbo del Sur en busca del general Guerrero, centro de la revolución de independencia.

Por aquellos tiempos el guerrillero Asencio renovaba con sus correrías el recuerdo de la primera época de la insurrección: hombre patriota pero de sentimientos refinados de crueldad, no perdonaba a sus enemigos, y hacía la guerra a muerte.

El coronel Concha, aquel miserable que mandó la ejecución del general Morelos, hacía una marcha militar por las montañas, asolando a su paso los pueblos y las rancherías.

Llegó con su guarnición a un punto llamado de los Nopales.

Los caminos estaban abandonados, las veredas descompuestas y obstruidas, y los campos entregados al olvido.

Entre los oficiales que rodeaban al coronel Concha, estaba el comandante Garrote, que buscaba la sombra de la fuerza armada, porque su cara mitad le había pronosticado al morir, que sería ahorcado irremisiblemente.

El comandante oía a todas horas el vaticinio, le zumbaban las orejas, y el corazón le saltaba en el pecho como un pájaro que busca la salida.

—¡Morir ahorcado!

Vamos, que aquella última ocurrencia de su consorte le hacía muy poca gracia al veterano.

—Esa infernal mujer me ha dejado sama que rascar, decía el malaventurado, y no cesaba de pensar en su destino.

—Señor Garrote, dijo el coronel Concha, está usted triste como un colegial.

—Mi coronel, yo no puedo alejar de mi memoria el recuerdo de mi consorte.

—¿La amaba usted mucho?

—Sí… mucho; pero no es ella precisamente la que…

—¿Pues quién, hombre de Dios?

—Es decir… yo me entiendo y bailo solo.

—Pues no tiene usted traza de bailarín, si no es en una cuerda.

Garrote dio un, salto como pelota.

—¿Le impresionan a usted estas palabras?

—¡Caracoles!… ¡vamos que si me impresionan!

—Usted guarda algo, amigo mío.

—Sí; guardo un secreto abominable, una nefanda predicción, que es mi constante pesadilla.

—¡Tengo yo tantas! dijo sombríamente Concha.

—Ya lo creo, respondió el comandante, como que ha fusilado usted a tanta gente.

—Sí; pero no guardo memoria más que de un hombre… ¡uno solo!

—¿Y se puede saber de quién?

—Señor comandante: he mandado muchas ejecuciones, he visto morir a multitud de insurgentes; pero ninguno me ha causado la impresión que el general Morelos.

—¡Demonio! ese cura tenía el corazón en su lugar.

—Me parece verlo, dijo Concha, con su frente serena y su mirada profundamente tranquila… aquella voz vibrante y sonora traía un eco de la eternidad… creo oírla… algunas veces me la trae el viento de la noche, y me estremezco sin saber por qué.

—Yo también, señor coronel, estoy profundamente asustado, inquieto… por orden del gobierno he mandado degollar insurgentes, y temo que llegue mi hora.

Concha no respondió.

—Lo que no comprendo, dijo Garrote, es la causa que mueve a usted a no perdonar.

—Es que temo caer a mi vez en poder de los mismos a quienes he perdonado… quisiera acabar con todos los insurgentes, aniquilarlos; sólo así me consideraría seguro.

—Pero eso es imposible.

—Lo sé; y una vez tirados los dados sobre la carpeta, es necesario arriesgar el todo por el todo… gozarnos en los tormentos de esos hombres, que mañana serán infaliblemente mis verdugos.

—Tiene usted razón: cabeza contra cabeza.

—Me parece que oigo alarma en la tropa.

—Voy a ver lo que pasa, señor coronel.

El comandante Garrote se echó fuera de la casa.

Por la cuesta de una montaña próxima al paraje de los Nopales bajaba un grupo de realistas trayendo seis prisioneros insurgentes.

—Pasen estos condenados a la presencia del coronel, dijo con énfasis el comandante Garrote.

Los seis desgraciados sabían, a no dudar, que su sentencia sería de muerte.

—Señor Castaños, dijo Concha, buena presa nos trae usted.

—Regular: aquí viene un suriano llamado José de la Luz, antiguo correo del general Bravo, y que no ha desertado jamás de las filas de los insurrectos.

—Ya le ajustaremos las cuentas a este bribón.

—Dos de estos excomulgados, dijo Garrote, no es la primera vez que caen en poder de nuestras fuerzas.

—¿En qué lo conoce usted, señor comandante?

—No hay más que examinarlos: yo, como hombre benigno y que veo siempre por la humanidad, cuando atrapo a un insurgente que no me parece de los menos peligrosos, le hago cortar las orejas, para conocerle en caso de reincidencia.

Efectivamente, dos pobres indios estaban mutilados, y temblaban en la presencia de aquella hiena.

—¿Con que ustedes, dijo Concha, han vuelto a las filas de los herejes?

—Padrecito, respondió uno de los indígenas, yo estaba en el campo cuando el amo me agarró.

El comandante Garrote descargó una soberbia bofetada sobre el rostro del prisionero, que le hizo saltar la sangre por boca y nariz.

—Bien hecho, dijo Concha; estos miserables no deben permitirse hablar delante de nosotros.

El indio guardó silencio; los oficiales todos se reían, como si el viejo estúpido hubiera hecho una gracia.

—Me gusta el método del comandante, dijo Concha; a tres de estos criminales que les corten las orejas; los que ya están mutilados que los entierren vivos; y en cuanto a José de la Luz, que lo aten a un árbol hasta que muera de sed y de hambre.

Como si se tratase de una fiesta, la oficialidad sacó a los prisioneros entre una jácara escandalosa.

Se cortaron las orejas a los tres prisioneros, que no manifestaron con gritos ni lágrimas sus dolores; a José de la Luz lo ataron al árbol más seco para que el sol le diese de lleno, y pusieron frente al desgraciado una jícara encamada llena de agua clara y trasparente como la atmósfera; a su aspecto José de la Luz moría desesperado.

Se cavó después una sepultura, y dos de los insurgentes entraron vivos en la caverna de la muerte dando alaridos espantosos que sofocaron sus verdugos pisoteando las sepulturas.

El comandante Castaños y el coronel Concha, contemplaban sombríamente aquella escena de salvajes.

II

Ya estaba consumado aquel drama sangriento, cuando se oyó repentinamente y casi en todas direcciones, el grito de ¡Viva la América! y un clamoreo que repetían las rocas de las montañas.

Concha y Castaños no tuvieron tiempo para montar a caballo, y ocultándose entre los matorrales se escaparon a toda prisa hasta descender al fondo de una barranca, desde donde escuchaban los tiros y gritería de los insurgentes.

El tío Colás, dueño de la ranchería de las Cabezas, había llamado a los suyos, y caído de improviso sobre los realistas, que no le esperaban.

La oficialidad de Concha se atarantó con la sorpresa, y fue hecha prisionera con multitud de soldados que ni trataron de defenderse.

El tío Colás desató a José de la Luz, que se revolvió como una pantera, para gozarse en la más espléndida de las venganzas.

—Tío Colás, exclamó lleno de ira, acaban de sepultar vivos a dos de los compañeros, y a estos les han cortado las orejas, déjeme usted vengarlos.

—A eso venimos, y haz lo que te parezca.

—Empiezo por este maldito que aún tiene las manos llenas de sangre, dijo Vildo rechinando los dientes, y se apoderó del oficial verdugo.

—Sacó el insurgente una navaja perfectamente afilada, y haciendo que los soldados ataran al oficial, le cortó los párpados, y colocó a su víctima con la cara vuelta al sol.

¡Espectáculo espantoso!… ¡aquellos dos ojos mates abiertos, ensangrentados, con las pupilas inmóviles y fijas en la luz encandeciente del sol!

Siguió la saturnal impía de las represalias; el comandante Garrote, que se había mezclado entre los prisioneros fingiéndose soldado raso, fue descubierto por el tío Colás.

—Salga de ahí, viejo pícaro.

—Tío Colás, exclamó el desgraciado, estoy rendido, y a la merced de ustedes… soy un infeliz que merezco el perdón, porque todos mis crímenes los he hecho por mandato de mis superiores.

—Usted me delató, dijo José de la Luz.

—No; fue el comandante Castaños; yo no hice sino dar una bofetada a un señor insurgente.

—Ahora son señores, ¿no es verdad? la vas a pagar muy cara.

—Yo me arrepiento de todo lo que he hecho; permítanme al menos confesarme: ¡un sacerdote!… ¡un sacerdote!…

—¿Y quién confesó a esos hombres que enterraron vivos?

—Yo no he tenido la culpa… ¡perdón!… ¡perdón!…

—Tú a nadie has perdonado.

Los insurgentes se apoderaron de aquel miserable, le quitaron las botas, y con los machetes surianos, afilados como una navaja de afeitar, le cortaron la piel de la planta de los pies.

El viejo bramaba como un toro.

Concluida esta cruel operación, lo levantaron por los brazos y lo hicieron andar sobre las piedras candentes de la montaña, y a la acción de un sol abrasante como ninguno.

Las arenas se incrustaban en la carne viva, produciendo la más cruel de las sensaciones.

El calor trajo la gangrena instantánea, y una calentura espantosa invadió a aquel hombre, con los síntomas determinados de una próxima muerte.

El comandante no pudo resistir y cayó desfallecido.

Se revocó la algazara con la captura de un nuevo prisionero: era Jacinto Castaños.

—A este, dijo José de la Luz, lo condenamos a la misma muerte que me habían deparado.

Ataron a Jacinto al árbol, con la misma impiedad con que los realistas lo habían hecho con el insurgente.

Castaños no pronunció una palabra, se dejó llevar por el torrente de su destino.

Se siguió después la ejecución de los prisioneros: nada de fórmulas; la carnicería más desordenada; herir sin compasión, dar la muerte al primero que se encuentra, saciar el encono hasta en los cadáveres…

Las represabas en toda su manifestación de barbarie…

Concluida aquella bacanal, pusieron fuego a las casuchas de la ranchería, y se alejaron por las quebraduras de la Sierra con el botín de su victoria.

III

Jacinto Castaños quedó abandonado en la mayor desesperación: sus fauces estaban secas por la sed abrasadora.

El infeliz cerraba sus párpados acalenturados, huyendo la vista del agua, que le producía hidrofobia.

El comandante Garrote yacía agonizante en medio del camino: su pecho se agitaba como el de un buzo que acaba de salir del mar.

Los perros de los pastores, atraidos por el olor de la sangre acudieron al funesto lugar, se acercaron al comandante, y comenzaron a roerle los pies, que se estremecían convulsivamente.

……………

El sol se había puesto, y la tormenta comenzaba a iniciarse en el horizonte.

Las nubes se condensaban bajando a los picos de las montañas, y los relámpagos se sucedían alumbrando siniestramente el campo de la muerte.

Los truenos se escuchaban en el fondo de las barrancas con un eco pavoroso; las aguas de las corrientes se enturbiaban, y las aves pasaban en bandadas huyendo de la tempestad.

Jacinto llamaba a gritos a la muerte con la furia de un condenado.

—¡Un rayo!… ¡un rayo!… quiero morir en esta noche… el sol me calcinará los sesos… mi cerebro se abrasa… Dios se ha ocultado para siempre… las furias se han apoderado de mi alma… el infierno es mío… sólo mío…

Un rayo bajó como serpiente de fuego desgajando las ramas de los pinares: a su luz resplandeciente se vio aparecer sobre la cresta de la roca a una mujer.

La visión traía en desorden el cabello y desgarrados sus vestidos, descendió con paso vacilante, y se detuvo al ver a Jacinto con su rostro lívido y desencajado.

Se acercó después creyendo reconocerle.

Los dos se contemplaron como seres extraños que vagaban en una atmósfera que no era la del mundo.

—Tú… tú miserable, exclamó la mujer, tú lo arrebataste de mi lado… ¿dónde?… ¿dónde está? y lo amenazaba con su puño descarnado.

—Desátame María, exclamó Jacinto, y te devolveré a ese hombre.

—¡Vive! gritó la loca, vive…: le voy a ver… a acariciarle… a estrecharlo contra mi corazón…

Desató a Castaños con una fuerza que no revelaba su físico extenuado.

—Sí, murmuró Castaños, le devolveré una sombra, porque debe haber muerto… el infierno me ha oído… él ha roto mis ligaduras… ¡yo estoy predestinado!…

Luego que Jacinto se vio libre, dijo a la loca:

—Sígueme.

María tomó uno de los maderos encendidos de la cabaña incendiada, y marchó sobre la ruta en pos de aquel hombre a quien amparaba la fatalidad.

La tormenta se dejó venir con toda su fuerza, la manga de agua cayó con estrépito, y al amanecer solo se veía una corriente en la hondonada de la ranchería.

El sol rompió la niebla, y la corriente se hizo mansa hasta percibirse los cadáveres mutilados de realistas e insurgentes.

El coronel Piedra-Santa llegó al lugar de la catástrofe seguido de José de la Luz.

—¿Estás seguro de que era él? preguntó el insurgente.

—Sí, tari seguro que yo lo he atado a ese árbol que ha derrumbado el huracán.

—Busquemos su cadáver, dijo en voz alta don Alfonso, y luego murmuró, nadie ha visto la esmeralda, debe tenerla al cuello.

Registraron las avenidas adyacentes sin encontrar el cadáver de Castaños.

—Esto es brujería, murmuró José de la Luz.

—Creo que te has equivocado.

—Puede ser, pero yo creo que ese hombre tiene pacto con el diablo; aquí están los cordeles, no hay duda que se ha escapado.

—Está cerca de mí ese hombre, pensó don Alfonso; la fatalidad nos vuelve a reunir… es necesario encontrarle a todo trance.

—Aquí hay un olor infernal, vámonos mi coronel; con, el sol se corrompen a toda prisa los cadáveres.

—Sí, marchémonos; contestó Piedra-Santa, y los dos insurgentes se perdieron a poco en el sendero escabroso de la montaña.

Capítulo VII. De la crisis que precedió a la independencia mexicana

I

El Virrey Apodaca publicó en la nobilísima ciudad de México la Constitución jurada por S. M. Fernando VII.

Esa carta tenía consignados los derechos del ciudadano y los principios más avanzados de la democracia.

La Constitución no podría sostenerse adaptada al sistema monárquico, y mucho menos con un hombre tan despótico como el hijo de Carlos IV.

Ese criminal e hipócrita monarca, había jurado la Constitución obligado por circunstancias excepcionales; pero no sin la promesa sangrienta de vengarse algún día de los demócratas.

Puede decirse que desde aquella hora solemne estaba preparado el patíbulo de Riego.

El clero se sintió amenazado en sus preeminencias y en sus tesoros, los dos brazos de la palanca que había levantado al mundo en, los días nefandos de la opresión y de la tiranía.

El clero levantaría la bandera de la rebelión abierta y se opondría como siempre a los avances del siglo.

Se murmuraba en público que S. E. el virrey había recibido una carta de Fernando VII, en que le anunciaba que vendría a México huyendo del incendio en que se abrasaba la metrópoli; se dieron las órdenes respectivas para recibirle en los puertos del golfo, y los comisionados salieron violentamente de la capital.

La colonia participaba de la ansiedad revolucionaria, de ese contagio que se ejerce aún a distancia en los movimientos que tienden a la libertad de un pueblo.

«El estado de fermentación en que se hallaba la Península; las maquinaciones de los descontentos; la falta de moderación en los causantes del nuevo sistema; la indecisión de las autoridades y la conducta del gobierno de Madrid y de las Cortes, que parecían empeñadas en perder estas posesiones, según los decretos que expedían y los discursos que por algunos diputados se pronunciaban, avivó en los benévolos patricios el deseo de la independencia; en los españoles residentes en el país, el temor de que se repitiesen las horrorosas escenas de la insurrección; los gobernantes tomaron la actitud del que recela y tiene la fuerza, y los que antes habían vivido del desorden se preparaban a continuar en él. En tal estado, la más bella y rica parte de la América del Septentrión iba a ser despedazada por facciones.

»Por todas partes se hacían juntas clandestinas en que se trataba del sistema de gobierno que debía adoptarse: entre los europeos y sus adictos, unos trabajaban por consolidar la Constitución, que mal obedecida y truncada era el preludio de su poca duración: otros pensaban en reformarla; porque en efecto, tal como la dictaron las Cortes españolas, era inadoptable en Nueva España, y otros suspiraban por el gobierno absoluto, apoyo de sus empleos y de sus fortunas, que ejercían con despotismo y adquirían con monopolios.

»Las clases privilegiadas y los poderosos, fomentaban estos partidos, decidiéndose a uno o a otro según su ilustración y los progresos de engrandecimiento que su imaginación les presentaba. Los americanos deseaban la independencia; pero no estaban acordes en el modo de hacerla, ni en el gobierno que debía adoptarse: en cuanto a lo primero muchos opinaban que ante todas cosas debían ser exterminados los europeos y confiscados sus bienes; los menos sanguinarios, se contentaban con arrojarlos del país, dejando así huerfanas multitud de familias, y otros más moderados, los excluían de todos los empleos, reduciéndolos al estado en que ellos habían tenido por tres siglos a los naturales. En cuanto a lo segundo, monarquía absoluta, moderada con la Constitución Española, con otra Constitución republicana federal, central, etc., etc., cada sistema tenía sus partidarios, los que llenos de entusiasmo se afanaban por establecerlo.»

Tal era la crisis que había producido en México la Carta fundamental expedida por las Cortes Españolas.

En medio de tanto proyecto la revolución de independencia seguía firme en su terreno, segura de ser más tarde el faro que alumbraría el puerto de salvación en aquel mar borrascoso y desencadenado.

Habían pasado diez años de combates y de muerte, diez años de una peregrinación sangrienta y trabajosa; pero aquella constancia y martirio, decían al mundo que la obra de redención estaba al consumarse.

Las agujas del reloj eterno estaban próximas a señalar la hora. El año de 820 entraba en agonía.

II

En la casa de los capellanes del convento de Santa Teresa, se reunió la noche del treinta de noviembre una gran Logia Masónica.

Frailes, canónigos, multitud de oficiales de los cuerpos expedicionarios, abogados y comerciantes ricos, todos filiados en la asociación condenada por la iglesia.

—¿Qué esperamos para comenzar? decía el comandante Jacinto Castaños a uno de sus compañeros.

—Que llegue el coronel Iturbide.

—Veo mucha gente.

—Todos los defensores de la religión y de la autoridad real.

—Perfectamente.

—Esos infames diputados quieren arrebatar sus preeminencias a la iglesia y a la corona, y no debemos permitirlo.

—Ya lo creo.

—Ya oiremos lo que dicen esos señores.

—Todo está puesto en razón.

Un fraile tocó la campanilla que estaba sobre la mesa, los masones tomaron sus asientos, y la junta entró a funcionar en el más perfecto silencio.

—Señores, dijo un jesuíta, tenemos hoy junta general; porque nuestros intereses están amenazados por la herejía y el comunismo.

Hubo un movimiento en la asamblea.

—Los herejes, continuó el jesuita, tratan de suprimir las comunidades religiosas, de destruir la religión de nuestros padres y apoderarse de los inmensos tesoros de la iglesia.

Los frailes sacudían el cerviguillo, y los soldados manifestaban indignación.

—La sociedad católica, prosiguió el jesuita, se encuentra conturbada, y estamos al borde de un abismo… yo vengo a comunicaros los deseos de S. M. Fernando VII, que se halla en estos momentos sumergido en el abatimiento más espantoso, y casi preso en su palacio de Madrid.

Los masones entraron en esa ansiedad que precede a un gran acontecimiento.

El jesuíta sacó de una cartera un pliego cuidadosamente conservado.

Se levantó con aire trágico, y poniendo sus manos sobre el Evangelio, dijo con voz solemne:

—¿Juráis no revelar a nadie este secreto?

—Lo juramos, respondieron a una voz los masones.

—Pues oid:

«Madrid, etc.—Mi querido Apodaca.—Tengo noticias positivas de que vos y mis amados vasallos los americanos, detestando el nombre de Constitución, sólo apreciáis y estimáis mi real nombre; este se ha hecho odioso en la mayor parte de los españoles, que ingratos desagradecidos y traidores, sólo quieren y aprecian el gobierno constitucional, y que su rey apoye providencias y leyes opuestas a nuestra sagrada religión.

»Como mi corazón está poseído de unos sentimientos católicos, de que di evidentes pruebas a mi llegada de Francia en el restablecimiento de la compañía de Jesús y otros hechos bien públicos, no puedo menos de manifestaros, que siento en mi corazón un dolor inexplicable, esto no calmará ni los sobresaltos que padezco, mientras mis adictos y fieles vasallos no me saquen de la dura prisión en que me veo sumergido, sucumbiendo a picardías, que no toleraría si no temiese un fin semejante al de Luis XVI y su familia.

»Por tanto y para que yo pueda lograr de la grande complacencia de verme libre de tales peligros, de la de estar entre mis verdaderos y amantes vasallos los americanos, y de la de poder usar libremente de la autoridad real que Dios tiene depositada en mí: os encargo, que si es cierto que vos me sois tan adicto como se me ha informado por personas veraces, pongáis de vuestra parte todo el empeño posible, y dictéis las más activas y eficaces providencias, para que ese reino quede independiente: pero como para lograrlo sea necesario valerse de todas las inventivas que pueda sugerir la astucia (porque considero que ahí no faltarán liberales que puedan oponerse a estos designios) a vuestro cargo queda el hacerlo todo con la perspicacia y sagacidad de que es susceptible vuestro talento, y al efecto pondréis vuestras miras en un sujeto que merezca toda vuestra confianza para la feliz consecución de la empresa, que en el entretanto, yo meditaré el modo de escaparme incógnito, y presentarme cuando convenga en esas posesiones; y si esto no pudiera verificarlo porque se me opongan obstáculos insuperables, os daré aviso para que vos dispongáis el modo de hacerlo, cuidando si, como os lo encargo muy particularmente, de que todo se ejecute con el mayor sigilo y bajo de un sistema que pueda lograrse sin derramamiento de sangre, con unión de voluntades, con aprobación general y poniendo por base de la causa la religión, que se halla en esta desgraciada época tan ultrajada, y me daréis de todo oportunos avisos para mi gobierno, por el conducto que os diga en lo verbal (por convenir así) al sujeto que os entregue esta carta.

»Dios os guarde.—Vuestro rey que os ama.—Fernando».

—¡Viva el rey! exclamó toda la asamblea poniéndose en pie.

—¡Viva el rey! repitió el jesuíta.

—Señores, dijo un fraile español, esa palabra independencia suena muy mal a nuestros oídos, nos parece muy peligrosa.

—En efecto, contestó el jesuíta, es alarmante, pero con una ligera aclaración quedan tranquilos los ánimos.

—Ya escuchamos.

—Se trata de separar este reino de España, para que no se contamine de herejía, tal es el sentir de S. M., pero esta determinación no quiere decir que el pueblo conquistado se emancipe, eso está fuera del sentido político y de la conveniencia; México quedará bajo el poder de los españoles, tal es su destino, y debe realizarse, el derecho de conquistar no debe subalternarse; ¡España y siempre España!

Un aplauso acogió las palabras del jesuita.

—En estos días nefandos, continuó el clérigo, se ha despertado un entusiasmo terrible por la libertad, esa libertad a la francesa, y los criollos se insolentan día a día y momento a momento, es necesario recordarles su posición comenzando por batir a los insurgentes, porque su causa nada tiene de común en nuestros planes. Iturbide, ese hijo predilecto de la fortuna, y súbdito fiel de S. M., será el propuesto para la realización del proyecto, acabará con el ejército de Guerrero, proclamará la independencia del reino, y tendremos la alta dicha de recibir a S. M. Fernando VII, como absoluto dueño y señor de estos dominios.

Aquel chabacano discurso mereció la entera aprobación de los circunstantes.

Esperemos al señor Iturbide, que conferencia en estos momentos con las personas más interesadas en este gran negocio.

Se suspendió la sesión de la logia en espera de este personaje.

III

Trasladémonos a la casa de ejercicios de la Profesa.

La Profesa es uno de los templos más grandiosos de la capital, el oro y el estuco lucen en los altares, y la severidad arquitectónica distingue su refinada estructura.

Nuestro inmortal Cordero ha venido con sus pinceles maestros a dar el último toque a aquel tesoro del arte.

El nombre del artista sobrevivirá a las magníficas figuras que se admiran en las bóvedas de la Profesa.

Contiguo al templo, donde hoy comienza a levantarse un palacio de mármol y granito, existía la casa de ejercicios, edificio sombrío con su jardín abandonado, sus claustros semi-oscuros bordados de pinturas representando la vida de San Ignacio, su portería, con cuadros alegóricos de los pecados mortales, en los cuales el diablo hacía siempre un papel interesante, unas veces como vencedor del ángel custodio, y otras como vencido.

La reforma vino a descolgar los cuadros en honor del buen gusto, y más tarde serán una curiosidad mosaica, una civilización en marcada decadencia.

En uno de los departamentos de aquella casa, estaba Iturbide conferenciando con los clérigos y combinando el plan de independencia, aquel sueño de los conquistadores que bien pronto debía convertirse en pesadilla.

—Señor coronel, decía un jesuíta hipocondriaco y terrible, he mandado a la junta de los masones escoceses un delegado, para que fije las bases del movimiento, y no se confundan en nada con las tendencias abominables de los insurgentes.

—Ya sabe usted señor, contestó Iturbide, que yo he condenado siempre a Hidalgo y su desordenada revolución, y que combatiré principios tan absurdos como los proclamados el año de 810.

—Comencemos a escribir el plan, dijo otro clérigo después de haber escuchado con atención a Iturbide.

—Irá de mi puño y letra, dijo el furibundo realista.

—De su puño y letra, murmuró el jesuíta, como desconfiando de aquel hombre.

—Bien, escriba usted señor coronel.

—Dice usted, puesto que estamos enteramente de acuerdo.

—Primero: la religión católica, apostólica romana sin tolerancia de otra alguna.

Segundo: La absoluta independencia de este reino.

Tercero: Gobierno monárquico templado por una constitución análoga al país.

Cuarto: Fernando VII, y en sus casos los de su dinastía o de otra reinante, serán los emperadores, para habernos con un monarca ya hecho y precaver los atentados funestos de la ambición.

Las manos de Iturbide se crisparon al trazar esas líneas.

El jesuíta continuó.

Quinto: Habrá una junta Ínterin se reúnen Cortes que hagan efectivo este plan.

Sexto: Esta se nombrará gubernativa, y se compondrá de los vocales propuestos al señor virrey.

Séptimo: Gobernará en virtud del juramento que tiene prestado al rey interin este se presenta en México y lo presta, y hasta entonces se suspenderán todas ulteriores órdenes.

Octava: Si Fernando VII no se resolviese venir a México, la junta o la regencia mandará a nombre de la nación, mientras se resuelva la testa que debe coronarse.

Noveno: Será sostenido este gobierno por el ejército de las Tres Garantías.

Décimo: Las Cortes resolverán si ha de continuar esta junta, o constituirse una regencia mientras llega el emperador.

Once: Trabajará luego que se unan la constitución del Imperio Mexicano.

Doce: Todos los habitantes de él, sin otra distinción que sus méritos y virtudes, son ciudadanos idóneos para optar cualquier empleo.

Trece: Las personas y propiedades serán respetadas y protegidas.

Catorce: El clero secular y regular, conservado en todos sus fueros y propiedades.

Quince: Todos los ramos del estado y empleados públicos, subsisten como en el día, y sólo serán removidos los que se opongan a este plan y sustituidos por los que más se distingan por su virtud y adhesión y mérito.

Dieciséis: Se formará un ejército protector que se denominará de las «Tres Garantías», y que se sacrificará del primero al último de sus individuos, antes que sufrir la más ligera infracción de ellas.

Diecisiete: Este ejército observará a la letra la ordenanza, y sus jefes y oficialidad continuarán en el pie en que están, con la expectativa no obstante a sus empleos vacantes, y a los que se estimen de necesidad o conveniencia.

Dieciocho: Las tropas de que se componga se considerarán como de línea, y lo mismo las que abracen luego este plan; las que lo defiendan y los paisanos que quieran alistarse, se mirarán como milicia nacional, y el arreglo y forma de todos, lo dictarán las Cortes.

Diecinueve: Los empleos se darán en virtud de informes de los respectivos jefes, y a nombre de la nación provisionalmente.

Veinte: Interin se reúnen las Cortes, se procederá en los delitos con total arreglo a la Constitución Española.

Veintiuno: En el de conspiración contra la independencia, se procederá a prisión, sin pasar a otra cosa hasta que las Cortes dicten la pena correspondiente al mayor de los delitos después del de Lesa Majestad Divina.

Veintidós: Se vigilará sobre los que intentaren sembrar la división, se reputarán como conspiradores contra la independencia.

Veintitrés: Como las Cortes que se han de formar son constituyentes, deben ser elegidos los diputados bajo este concepto: la Junta determinará las reglas y el tiempo necesario para el efecto.

He aquí el ridículo aborto que debía proclamarse en Iguala.

—Nada tenemos que añadir dijo Iturbide, el clero y el ejército obedecen como hasta aquí a Su Majestad Fernando VII.

—Nombraremos, agregó el jesuíta, al Virrey presidente de la junta, vocales al oidor Bataller, al Cura del Sagrario, y a otros representantes del clero.

Iturbide guardó silencio.

—El nombramiento de usted, señor coronel, para la comandancia del Sur corre de nuestra cuenta: reunirá usted el mayor número de tropa que le fuere posible, y cuando se encuentre fuerte, batirá al general Guerrero, que será fácil exterminarle; dueño de la situación, proclamará usted el plan en la Ciudad de Iguala, que nosotros haremos secundar en todo el reino.

—Cuenten ustedes con mi adhesión, contestó Iturbide.

—Vaya usted ahora a la junta, nada diga usted del plan, hable en lo general, que mañana quedará extendido el nombramiento para que marche usted a comenzar esa obra tan meditada por nosotros desde que la herejía y el cisma han asomado su infernal cabeza en la Metrópoli.

Se despidió Iturbide de los jesuítas, y marchó en seguida a la reunión masónica, donde fue recibido como el oráculo de la revolución.

IV

El día 9 de noviembre de 1820, don Agustín de Iturbide fue nombrado por el Virrey don Juan Ruiz de Apodaca, Conde del Venadito, Comandante general del Sur y rumbo de Acapulco.

Capítulo VIII. Donde siguen los acontecimientos de esta verídica historia

I

Jacinto Castaños, a quien la suerte favorecía, en los lances más desgraciados, se propuso dar un terrible desengaño a la pobre loca, llevándola a la cueva donde había encadenado a Edmundo Fonterravía.

Caminaban la joven y el descendiente de Tízoc como los genios malditos de la montaña.

María extraviada completamente, y el capitán con el rostro sombrío como el de los sentenciados.

Atravesaban senderos y quebraduras, estropeando sus plantas en las rocas astilladas, y a veces deteniéndose fatigados a la sombra de los árboles gigantes de la sierra.

Al dar vuelta a un sendero que caía sobre una pendiente de rocas que amenazaban desplomarse, levantaron simultáneamente el vuelo una parvada de aves de rapiña.

—Hemos llegado, dijo Castaños, no hay más que penetrar en esa cueva.

María se echó a correr, mientras que Jacinto trepaba por las piedras para Contemplar desde lo alto de los picos aquella escena.

Atado a una roca, estaba un esqueleto revestido en algunas partes de carne hedionda.

Las órbitas las tenía vaciadas, y la fuerza del hierro de la cadena había desprendido una pierna.

Edmundo Fonterravía había muerto de hambre, desesperado de no poder quebrantar sus ligaduras, y abandonado en lo profundo de aquellas soledades.

La loca contempló por algunos instantes aquel espectáculo espantoso; vio palpablemente a la luz misteriosa de su alma, la imagen de su esposo, y se arrojó demente sobre el esqueleto.

Al abrazar la osamenta, se desprendió el cráneo y rodó por el suelo.

Jacinto lanzó una espantosa carcajada, que la loca ni aún escuchó.

La joven tomó con sus manos la cabeza yerta de su amante, fijó su tenaz mirada en aquellos ojos sin luz, y exclamó con la voz del alma:

—¡Aquí… aquí estás junto a mí… cuanta felicidad… mi amor te dará el calor que la muerte te ha arrebatado… sé que no existes para el mundo, pero vives para mi corazón… me parece sentir ese aliento que me abrasaba en las horas dulcísimas de nuestro amor…

A este recuerdo se agolpó un mar de llanto a los ojos de la joven, amenazando ahogarla.

—Dios me había avisado de tu muerte… Dios que todo lo ve sobre la tierra… ¡pobre de mí!… ¡pobre de mí!

Aquel momento de lucidez pasó como una exhalación, porque las ideas de María volvieron a trastornarse.

—¡Habla! gritó con voz de trueno, ¡habla, ese silencio es espantoso!… ya comienzo a escuchar tu acento… ¡me preguntas porqué no he muerto todavía! vivo, sí, vivo para llorarte… ¿qué se hizo la tersura de tu frente y el perfume de tu cabello?… reclínate en mi regazo como antes… ¡háblame de nuestro amor!…

Aquella criatura infortunada pasó sus ardientes labios por el cráneo hollado de su esposo y los retiró instantáneamente bajo impresión tan terrible.

—¡Muerto! ¡muerto! exclamó palideciendo como si la sangre toda se le hubiese consumido.

Quiso llorar, arrancar con sus lágrimas aquel dolor que la martirizaba; pero las lágrimas no vinieron a sus pupilas: entonces comenzó a dar alaridos que se escuchaban como si saliesen del fondo de la tierra.

Después apoyó su frente contra las húmedas piedras de la gruta, y quedó absorta en el mundo inquieto y perdido de sus ideas extraviadas.

Pasó una hora larga en aquella rígida situación, cuando escuchó ruido de voces en el sendero.

Se levantó instantáneamente, y salió al encuentro de una pequeña caravana que atravesaba por sus laderas.

II

Alfonso de Piedra-Santa y Luz habían vivido en Chichihualco desde el desaparecimiento de María y su entrada al convento de Santa Brígida.

Dios había concedido a su amor un precioso niño, objeto de las más dulces solicitudes; se llamaba Edmundo.

Piedra-Santa había puesto ese nombre a su hijo, en memoria de su amigo Fonterravía.

En la época a que se refiere nuestra historia, los realistas estaban en las cercanías de Chichihualco, y amenazaban a los insurgentes que no abandonaban aquellos contornos.

Luz había temido por Piedra-Santa y más por su hijo.

El tierno niño podía caer en poder de los realistas y ser una de tantas víctimas inmoladas a la barbarie.

Piedra-Santa creyó que debía trasladar a su familia a un punto seguro de la costa y entregarse descuidado a esa lucha, cuyo término señalaba el destino.

Adoptada esta resolución emprendieron la marcha.

La tarde iba cayendo en el ocaso, y la naturaleza nunca había dado un espectáculo más hermoso y encantador.

El viento había agrupado las nubes dándole esas formas que sólo puede descifrar la imaginación y adivinar la fantasía.

Por allí grupos de fantasmas con sus sudarios, mas allá genios arrodillados con las manos vueltas al cielo, grupos de ángeles con alas blancas teñidas de púrpura, palacios inmensos, gigantes amenazadores, y allá más allá todavía, un mar de olas de fuego y la luna creciente, meciéndose como una barquilla en el Océano de espuma y olas de escarlata.

Las arboledas cruzadas por los últimos rayos solares, y el vapor de la tierra cayendo en polvo de oro, formando un cambiante de luz encantador.

El agua quebrándose con tumbos sobre las rocas, reflejando aquella lluvia de matices y decorándose con. las galas de la tarde.

Las flores con sus corolas vueltas al sol dándole su despedida, y las mariposas revolando por doquiera sintiendo el enfriamiento de la atmósfera precursor de la noche.

El aleteo de los insectos que siguen en grandes grupos por todas direcciones con su eterno zumbido, y sobre aquel mundo que iba desapareciendo en las sombras transparentes del crepúsculo, en un velo dulcísimo de melancolía, en una atmósfera de soledad y de silencio.

Luz conversaba íntimamente con su esposo, llevando en su regazo a Edmundo.

—Que bien te conoce ¿no es verdad? se sonríe cada vez que lo acaricias.

—¡Hijo mío! exclamó Piedra-Santa.

Alfonso, tú estás triste, dijo Luz; no parece sino que el nacimiento de este niño te ha arrebatado la alegría.

—Luz, respondió Piedra-Santa, hasta hoy te había ocultado un secreto que voy a revelarte.

—Habla. Alfonso mío.

—Tú y yo estamos predestinados a la desgracia, y nuestro hijo recibirá por herencia el infortunio.

—No te comprendo.

—Escúchame, esa esmeralda que llevo a mi cuello es el amuleto de una predicción espantosa… tú sin saberlo posees otra y las dos las heredará nuestro hijo.

—Yo no he visto…

—En el escapulario de tu hermano venía la piedra, y los vaticinios han dicho que al reunirse en un solo individuo las tres esmeraldas del collar de Xicotencatl, la América será independiente pero el poseedor de las piedras morirá en la última batalla.

Luz abrazó instintivamente a Edmundo.

—Cuando yo tenía esperanza de ser el último de los de mi raza y regar con mi sangre el árbol de la libertad de mi patria, viene al mundo este niño, diciendo con su existencia que el día de la libertad se aplaza para la otra generación.

—Yo tengo un sentimiento profundo de egoísmo, dijo Luz, acaso por el cariño inmenso que te profeso a tí y al hijo de mis entrañas, ¿qué me importa que se esclavice el mundo entero si tú vives? permanezca encadenado este suelo, yo no cambio mi felicidad por el tesoro mayor de la tierra… Piedra-Santa, lo que a tí te entristece a mí me alegra: este niño me dice que tú vivirás tranquilo a mi lado, y yo bendigo la hora en que Dios lo puso en mi seno.

Luz besó repetidas veces a su hijo y lo presentó a su padre para que lo acariciase.

—Tienes razón, Luz, dijo don Alfonso, yo mismo debo sacrificarme por ustedes, es lo único que halaga mi existencia y me hace pensar en el porvenir, conservemos la vida de este niño, ella es nuestra salvación.

Se oyó ruido entre los matorrales del camino, don Alfonso echó mano a su escopeta.

De entre la yerba salió un hombre casi desnudo, sin sombrero y con el cabello erizado como el de los salvajes.

—¡Alto! gritó Piedra-Santa.

—Viva la América, contestó la voz conocida de Vildo.

—Demonios, ¿quién te había de conocer?

—Yo soy el mismo, mi coronel.

—¿Qué haces aquí?

—Es largo de contar.

—Toma ese caballo y cuéntame esas aventuras.

El antiguo insurgente cuyo rostro comenzaba a descomponerse en diez años de campañas, saltó ligero sobre el caballo, y emparejando con el de sus amos se acercó a Luz.

—¡Válgame Dios! ¡y qué linda criatura!… todos los ojos de la señorita, y la frente de mi coronel… este sí que será un insurgente de primera, ya me parece que lo veo azotando realistas… ¡qué manos tan monas…! ¡vamos, ven conmigo, yo soy lo mismo que si fuera tu padre, tal vez más cercano… se ríe…! ven, ven, aquí en mis brazos estarás más cómodo, yo no he tenido muchachos, sí, ya recuerdo, tuve uno que luego resultó ser de un señor muy rico, vamos, esta criatura me ha encantado.

Luz entregó a su hijo en brazos de Vildo.

El niño comenzó a jugar con las melenas del soldado.

—Tira recio, tira, decía Vildo, estos cabellos son de la patria.

—¿Y de dónde sales ahora? preguntó Piedra-Santa.

—He corrido una, mi coronel, que estoy vivo por milagro de Dios: figúrese usted que me aprisionaron los soldados de Iturbide, precisamente cuando iba a poner una banderilla y ¡zás! que me fusilaron.

—¿Cómo está eso? dijo Luz.

—Como lo oyen sus mercedes, nos ahorcaron a todos los prisioneros e hicieron un fuego graneado de lo lindo, yo me eché al suelo dándome por muerto, y me estuve entre la sangre hasta que a favor de la oscuridad pude fugarme.

—Es un milagro.

—Lo que no se me olvida es la figura de la niña María.

—¿De qué María hablas?

—De la esposa del capitán don Edmundo.

—Explícate.

—Se fugó del convento de México, y yo me la traía para Chichihualco cuando nos cayeron los realistas.

—¿Estás seguro de lo que dices?

—Como que los gachupines de la Corte me querían colgar como chorizón de Extremadura; luego resultó que me pusieron en libertad y que ya la monja no parecía; pero como yo soy devoto de las cuarenta mil vírgenes, cuando menos lo creía me topo con la monja, y ¡zás! que echamos a andar como desesperados, cuando en la hacienda de la Quemada nos atrapan… ¡Dios mío!… aquello fue una, que no se me olvidará mientras viva, figúrese mi coronel, que la mayor parte de los insurgentes quedaron nada más heridos, y no querían quejarse por temor a que los mataran.

—Ya vengaremos a nuestros compañeros.

—A eso he venido.

—Decías que…

—Que no he podido olvidar a la niña María: la pobre niña se ha trastornado completamente.

—¡Loca! exclamó Luz llorando.

—Sí, loca rematada, se echó a buscar al capitán Fonterravía entre los muertos; levantaba con una facilidad los cadáveres, que me dejaba asombrado… ¡demonio! la niña estaba llena de sangre, y con unos ojos tan grandes y espantados que daban miedo… cuando llegó la noche busqué a la señorita y ya no la encontré: tomé mis rumbos, es decir, la montaña, huyendo de los realistas, cuando… ¡Ave María Purísima! veo a la loca atravesar enmedio de la tempestad, dando unos alaridos tan espantosos que se me erizaron los pelos.

—¡Pobre María! murmuró don Alfonso.

—¿Dices que en estos lugares viste a mi infortunada amiga?

—Con estos ojos que se han de comer la tierra.

—¿Y no podremos averiguar dónde se encuentra?

—Me parece imposible, ya la he buscado y nada he podido averiguar.

—Es necesario recomendar a los insurgentes que la conduzcan a Chichihualco caso de encontrarla.

—Yo siento una pesadumbre horrible, dijo Luz.

Llegaba a este punto la conversación, cuando la loca que había percibido a los viajeros, lanzó una carcajada histérica que resonó en las montañas.

Se detuvo aterrorizada la caravana.

—¡Es ella! dijo en voz baja Vildo.

—¡Ella! murmuró Luz.

El insurgente entregó a Edmundo en brazos de la madre.

La loca bajó pausadamente por el declive de las rocas, y se fue aproximando a sus amigos.

—¡María! ¡María! gritó Piedra-Santa.

La joven pareció no escuchar.

Luz adelantó su caballo.

—¡María, amiga de mi alma!

—¿Eres tú, tu Luz, de mi vida?… pero no, estoy loca… loca…

—No te engañas, yo soy tu amiga, tu hermana.

—Ya te reconozco, ten lástima de mí… los pesares me han arrebatado el juicio… me persiguen… oye las campanas del convento… es la rogativa por mí… estoy espirituada… ¡Dios me ha condenado!

—María, sosiégate, somos nosotros.

—Ya estoy a los pies del altar arrepentida… escucho las oraciones que caen sobre mi cabeza como la lluvia del cielo…

— ¡Perdida! ¡perdida! exclamó Piedra-Santa.

—¡Amparadme! ¡amparadme! gritaba la loca, yo estoy condenada en el mundo… él ha desaparecido… me lo han arrebatado… allí, allí está muerto, y muerto para siempre…

—Cálmate, insistía Luz.

—¿Y este niño? preguntó la loca fijando sus ardientes miradas en la criatura.

—Es mi hijo, es Edmundo.

—¡Edmundo!… ¡Edmundo! ¡luego es mío! gritó con furia, y antes de que pudiera evitarle, y ligera como un rayo, arrancó al niño de los brazos de Luz y corrió por las rocas hasta detenerse en una pendiente horriblemente peligrosa.

Piedra-Santa y Luz siguieron a la loca, pero se detuvieron ante el inminente riesgo que corría su hijo en brazos de aquella desgraciada.

Luego que la loca estuvo en la última roca de la pendiente, comenzó a asomar al niño en el precipicio.

Edmundo se reía con. la inocencia del serafín.

—Edmundo han dicho gritaba con furor, Edmundo es mío.

—¡Compasión!… ¡compasión! exclamaba la infeliz madre, recibiendo la agonía horrible de la tribulación.

—Ven, ven, decía don Alfonso con voz trémula, voy a devolverte a tu esposo, aquí está con nosotros.

—Tú, gritó María rechinando los dientes, tú me lo robaste… lo recuerdo perfectamente… allí frente a esa casa testigo de nuestros amores… tú lo hiciste prisionero y lo asesinaste…

—¡Mientes! gritó don Alfonso, fue Jacinto Castaños.

—¡Ah! sí, sí, el hermano de esa mujer… ¡gracias, Dios mío!… gracias… tú quieres que me vengue… que vengue yo su sangre… este niño es hijo de esa mujer hermana de mi verdugo.

—No, no lo harás, yo me arrodillo a tus pies, mírame María, reconóceme, compasión de un desdichado padre.

—¿Quién ha tenido compasión de mí?… el templo se ha cerrado y las casas de los hombres… ¡pero yo me vengaré! ¡yo me vengaré!

—Siento la muerte, decía Luz, Dios mío, mátame, mátame por compasión.

Aquella escena era espantosa: la loca parecía una figura del infierno sobre el pico de la roca, el viento esparcía sus cabellos y los girones destrozados de sus vestidos.

Aquel cuadro tenía por fondo los últimos celajes que parecían fajas de sangre tendidas en el horizonte.

La naturaleza parecía callada ante aquel espectáculo conmovedor.

El insurgente probaba arrastrarse como una serpiente por entre las rocas, para apoderarse de María y evitar la consumación de aquel crimen.

Los padres de la criatura apuraban gota a gota aquel licor emponzoñado, y la loca se erguía en la altura, y medía el precipicio con cierta especie de ferocidad abominable.

Vildo seguía arrastrándose por los matorrales, y ya estaba a corta distancia.

Piedra-Santa tendía sus brazos queriendo alcanzar a su hijo como si él pudiera extender sus alas y volar al seno de su padre.

—Esperas en vano miserable, gritaba María, Dios pone en mis manos el rayo de la fatalidad… este niño tiene la sangre del verdugo de mi Edmundo, y va a bajar al abismo por él.

Aquella mujer impía azotada por la cólera de Dios, lanzó a la criatura al abismo, y lanzó carcajadas estridentes, que apagaron el eco de los golpes que iba dando el niño contra las peñas.

Luz cayó sin sentido. Piedra-Santa llevó las manos al corazón, y murmuró con voz cavernosa:

—¡El destino!… ¡Dios!… ¡las predicciones!…

Cuando Vildo quiso arrojarse sobre María, esta había tomado un sendero extraviado, gritando palabras extrañas y cantando como el pájaro de la muerte.

III

Hemos visto a Jacinto Castaños presenciando desde lo alto de la gruta la escena de María con los restos de su esposo.

El realista escuchó el andar de los caballos de la caravana, y se ocultó para observar tras de las piedras.

Luego que sus miradas de águila se posaron en los insurgentes, reconoció a Piedra-Santa y a su hermana Luz: su primer instinto fue el de hacer fuego sobre ellos; pero lo detuvo una idea siniestra.

—Si le mato, murmuró Jacinto, quedo solo y dueño de las esmeraldas, y la independencia de América está consumada; dejémosle vivir para su propia condenación: ese niño debe ser su hijo, la muerte aplazó la realización del horóscopo: volvemos a ser tres los herederos del collar de Xicoténcatl.

En ese momento vio encaminarse a la loca hacia los viajeros, hablar con ellos y después arrebatar al niño, y finalmente contempló con horror la muerte impía de aquel ángel.

Jacinto descendió a toda prisa por la escarpada cuesta, y recogió el cadáver ensangrentado del niño.

—¡Dios eterno! exclamó al ver en la garganta de la criatura el escapulario con la esmeralda; ya soy dueño de la otra piedra, el infierno se conjura contra mí.

Cuando don Alfonso lleno del dolor más profundo y poseído de la rabia más espantosa descendió a la barranca en busca de su hijo, vio a Jacinto Castaños huir, llevando en sus manos el amuleto.

Capítulo IX. De la primer palabra y las últimas peripecias

I

Los insurgentes habían conseguido que don Agustín Iturbide saliera como primer jefe de la expedición realista, a consumar en el corazón del país aquel plan ilusorio.

Sabido es que en las revoluciones se conoce el punto de partida: pero nunca el de su término.

El plan de independencia podía ser funesto a sus autores, porque es difícil contener el torrente una vez desbordado; tenemos un grandioso y sublime ejemplo en la revolución francesa.

Iturbide se soñaba dueño de la situación, creía poder arrollar a sus enemigos, y encontrarse dueño del campo a la proclamación de la independencia.

El destino que contraría los planes más bien combinados, preparaba un desengaño al caudillo de los realistas.

Se armó un tren para dirigirse al seno de la costa donde Iturbide organizaba su ejército para invadir las ciudades que había conquistado en mejores días.

El intrépido suriano estaba solo en la lucha.

Los Rayón y Bravo habían caído en poder del enemigo, y jefes sin nombre militar eran los que recorrían el país en todas direcciones.

Guerrero contaba con hombres de un valor temerario, entre estos se distinguía Pedro Asencio, rayo matador en las batallas, y otros insurgentes a quienes no ha olvidado la historia.

Los realistas preparaban una campaña en toda forma, al efecto se detuvo una columna, que al pasar por el punto de Almololla, fue batida y derrotada completamente por Asencio.

Salió Iturbide de Teloloapan a San Martín, para encargarse del mando de Temasceltepec, en el cerro de San Vicente estaban apostadas desde tres días antes las fuerzas de Guerrero formando una emboscada para caer de improviso sobre el enemigo.

El punto de la acción fue una vereda dominada por un gran cerro boscoso, y al borde de una barranca profunda, no permitiendo el camino formar dos hombres de frente.

Pasaba el ejército realista, cuando los insurgentes cargaron la retaguardia desordenándola por completo.

Pedro Asencio se presentó amenazando la vanguardia, entonces Iturbide protegió la parte atacada, y se previno a resistir al enemigo que avanzaba por su frente, enviando una fuerza a la parte culminante de la vereda, porque los insurgentes se le venían encima a toda prisa.

Avanzaban en tiradores los de Asencio, hasta llegar a batirse a la bayoneta, y el punto fue tomado a viva fuerza.

Siguió la batalla con una fuerza encarnizada, perdiendo terreno las fuerzas de Iturbide, acribilladas por vanguardia y retaguardia, desordenándose el centro de la columna por la posición difícil que ocupaba en aquellos momentos.

El encuentro fue espantoso, los cadáveres cubrían totalmente la vereda, y en la parte del bosque se consumaba una carnicería horrorosa.

Iturbide viendo perdida la acción, se retiró del campo con cincuenta dragones rumbo a Tejupilco.

El 27 de diciembre de ese año memorable de 1820, los insurgentes traían gran batiboleo en la hacienda de Chichihualco, tan conocida ya de nuestros lectores.

Vildo y José de la Luz mandaban como unos generales a multitud de arrieros que cargaban en sus atajos víveres para el ejército de Guerrero.

—Mi general, decía el insurgente, con este viajecito tenemos socorro para seis meses.

Guerrero estaba rodeado de sus ayudantes viendo con gusto el entusiasmo de su campamento.

—Con estos soldados, decía, no se puede perder; después de once años de combates, están tan animados como el primer día… vamos, no quiero pensar en los que faltan.

—No hay que pensar en esas cosas, mi general, ¿quién no tiene memorias amargas en esta vida?

—Señor Piedra-Santa, contestó el general, siento haber iniciado esta conversación.

Piedra-Santa estaba totalmente cambiado en su fisonomía, el pesar profundo de la muerte de su hijo, lo tenía preocupado hasta la atonía, sus ojos estaban sepultados en lo más hondo de sus órbitas, su frente pálida como la de una estatua de marfil, sus labios pálidos y la barba y cabello crecidos por el abandono.

Aquel hombre no era seguramente el de otros días, su ánimo esforzado se había extinguido; entraba en el combate con la indolencia del que no teme a la muerte, presenciaba los dramas de la revolución con más sangre fría que el espectador los de un teatro donde todo es ficción.

—Señor coronel, dijo Guerrero, adelántese usted con una sección, y ocupe el punto de la Cueva del Diablo, fortifique usted aquel lugar, porque tengo noticia de que los realistas nos seguirán a la salida de la hacienda.

—Con permiso de usted, mi general, contestó Piedra-Santa, y ordenó a su clarín de órdenes que tocase «llamada.»

Entretanto se dirigió a las habitaciones de la hacienda, donde yacía su infeliz esposa presa del desconsuelo y del sufrimiento.

—Llegó el momento de separarnos, dijo don Alfonso.

Luz no contestó, sus ojos relucientes se volvieron hacia su esposo, y su respiración comenzó a hacerse dificultosa.

—Vamos, Luz, exclamó Piedra-Santa llorando, vas a empeorarte; ya sabes que tu corazón se revela… ¿quieres morir?… ¡vamos, mira que en el mundo no tengo más que a tí!…

—Sí, ya estoy tranquila… resignada…

Piedra-Santa besó la frente de Luz, que estaba yerta.

Aquella infeliz madre estaba a las puertas de la tumba, víctima de una hipertrofia; su hijo la llevaba en pos a la eternidad, y los momentos de su vida estaban contados.

Una ansia terrible la atacó en aquel instante de aflicción, y comenzó a desgarrar sangre.

—¡Sangre otra vez! gritó Piedra-Santa al ver su pañuelo.

—No te asustes Alfonso, no es nada… ¡yo procuraré vivir para tí! y tendió su mano descolorida buscando la frente de su esposo.

Don Alfonso se arrodilló, y tomando aquella mano delicada la besó con sus lágrimas.

Vildo se presentó en la estancia.

—Esto es peor que las balas de los realistas, murmuró el insurgente, y tienen razón… ¡maldita loca!… si yo hubiera llegado a tiempo la aplasto como una víbora… ¡qué diablo! desde ese día me he vuelto como una muchacha de quince años, tengo las lágrimas en los ojos… veo a la niña y ¡zás! lloro sin poderme contener… ¡rayo del diablo!… la niña Luz se va a morir, tiene un cara de difunto… el coronel es todo un hombre; pero se va secando como los pinos en el invierno… ese sí que sufre por todos… vamos a tener muchas pesadumbres juntas… ¡yo que soy un mandria!… ¡Vildo, Vildo! más vale que te marches al infierno que ver estas cosas…

Caifás, el perro del insurgente, comenzó a ahullar como si husmease la muerte.

—¡Sal, maldito de todos los diablos! gritó Vildo dándole una fuerte patada al perro.

Caifás se fue a echar a los pies de Luz.

El insurgente se quedó viendo a la joven, que apenas podía hablar, presa de una agitación espantosa.

—¡Esto es más de lo que puede sufrir un hombre! exclamó Piedra-Santa.

No es nada… nada, contestó Luz acariciando la frente de don Alfonso.

El insurgente salió corriendo en busca del ministro de Dios.

—Alfonso… mío… las predicciones… han dicho que ninguno de… nuestra familia… sobreviviría a… ese día de… la independencia… y ya aparece la aurora…

—¡Pero si yo debo morir también!… ¿porqué no bajo a la tumba antes que tú?… Dios me reserva todo el licor amargo de la angustia… ¡tú… mi hijo!

A ese recuerdo, la joven moribunda se agitó convulsivamente como si fuese a exhalar el último aliento, su pecho comenzó a levantarse y la respiración se hizo tan difícil y trabajosa, que todo anunciaba una muerte próxima.

Vildo tornó con el sacerdote.

Piedra-Santa dejó sola a su esposa.

Después de un cuarto de hora la puerta se abrió.

Piedra-Santa entró en el aposento, se acercó al lecho, se arrodilló temblando, y tomando la mano de Luz exclamó:

—Pronuncia una palabra… una palabra siquiera de despedida… ¡Luz!… ¡Luz!…

La joven ya no le escuchaba, el espíritu de la vida estaba próximo a extinguirse.

—¡Mírame, gritaba Piedra-Santa, una sola mirada… una sola!… quiero recoger la luz postrera de tu existencia… ¡Dios mío!… ¡Dios mío!… ¡ten compasión de mí!

El sacerdote rezaba las últimas oraciones a la cabecera de la moribunda.

Hubo un momento en que Luz parecía volver en sí de su letargo, y reconocer a las personas que la rodeaban.

—¡Vive! gritó Alfonso.

La joven contrajo sus labios esforzándose por sonreirse y esa sonrisa era la del ángel que regresaba al lugar luminoso de su partida.

—Rogad a Dios por su alma, dijo el sacerdote, y abandonó la estancia.

Piedra-Santa se abrazó del cadáver, besó mil veces aquellas mejillas que tomaban el frío y la rigidez de la muerte; la llamó con los gritos del alma; lloró como un niño, y fue necesario arrancarle de aquel sitio funesto, porque estaba al perder el juicio.

El oráculo se realizaba, dos vástagos quedaban de aquellos hombres que habían jurado venganza al pie del cadalso de Xicotencatl.

A la mañana siguiente de aquel día funesto, el coronel Piedra-Santa dejó para siempre la hacienda de Chichihualco.

El general Guerrero situó sus fuerzas en la Cueva del Diablo, y esperó a los realistas que se movían amenazándole con una batalla.

Berdeja mandaba las fuerzas del rey, y Guerrero en persona a los insurgentes.

La batalla comenzó a las siete de la mañana.

Los realistas intentaron arrojarse sobre las trincheras, pero fueron rechazados valientemente.

La senda que conducía a los parapetos estaba obstruida.

Era el terreno sumamente pedregoso.

Berdeja emprendió una falsa retirada para sacar a los insurgentes de sus trincheras.

Guerrero comprendió el movimiento y aceptó el plan de su enemigo, lanzando dos columnas al terreno donde se le llamaba.

La tropa de Berdeja perdió la moral, y la dispersión más completa dio fin con la columna desgraciada de los realistas.

Los insurgentes tomaron como siempre la revancha, y el jefe tuvo que escaparse a uña de caballo.

Los proyectos de Iturbide fracasaban por todas partes.

Dice un historiador, que el 2 de enero de 1821, don Carlos Moya sufrió otro descalabro, valiéndole una seria reprimienda de Iturbide, que se desesperaba con la ineptitud de este oficial.

Le informó este jefe de que Guerrero con trescientos o cuatrocientos hombres había invadido la línea de Acapulco, destrozando a los granaderos del Sur, mas con tanta rapidez, que la noticia primera que tuvo de la aproximación de Guerrero, fue acompañada de la sexta desgracia, pues lo suponía más distante.

Informó también que le había tomado el punto de Zacatepec, cortado su línea, y que eran muy rápidos sus progresos, por lo que concluyó pidiendo a Iturbide, le mandase en su socorro a marchas dobles una división.

El 25 de enero la sección puesta al mando de don Miguel Torres, sufrió un fuerte ataque por una partida de Pedro Asencio, en las inmediaciones de San Pablo, camino de Totomoloya.

En dos meses las fuerzas de Iturbide recibieron cinco derrotas.

Preocupado estaba el jefe realista con tanto contratiempo; aquella lección le tenía acobardado, sentía respeto por la causa de la independencia, y comenzaba a comprender que la libertad de un pueblo es tan sagrada que no lo mide ningún respeto humano.

Recorrió las páginas sangrientas de su vida, recordó a Hidalgo en el Monte de las Cruces, y a la multitud entusiasta que seguía sus estandartes prodigando su sangre en el campo de batalla, peleando por su emancipación; se asustó con el mundo negro de sus memorias, pensó que estar en las filas del extranjero era un sacrilegio, más… ¡un parricidio!… se arrepintió de la sangre que había derramado con tanta impiedad, creyó ver los espectros de sus hermanos asesinados que le pedían cuenta de su martirio, oír las lamentaciones de los huérfanos y de las viudas desconsoladas, y todo este cuadro alumbrado por las llamas del incendio que consumían las poblaciones, cuyas cenizas arrebataban los huracanes…

Dios llamaba a las puertas de aquel corazón empedernido…

Volvió su rostro hacia los suyos, y encontró hombres sin fe y sin virtudes, lanzados en el suelo de la patria, consumando cuantas escenas guarda la barbarie para castigo de los hombres… Quiso huir de ellos, esconderse de su conciencia, regenerarse en la luz purísima del arrepentimiento, retroceder en la vía del crimen, expiar su existencia pasada con una acción grande, igual a sus faltas, y se decidió a proclamar la independencia de su patria.

Ni era aquel plan combinado en los claustros de la Profesa para encadenar a un pueblo, y remachar las cadenas de tres siglos; sino la emancipación completa de todo poder extraño, la independencia de América con todo el vigor de un pueblo nuevo, un astro más en el firmamento de las nacionalidades.

Tomó la pluma y dirigió sus letras a Guerrero, era el único que podía comprenderlo; le habló con reserva sobre sus planes, le juró por su honor que estaba pronto a sacrificarse por el bienestar de su patria, y concluyó por invitarlo a que tomase parte en su plan revolucionario.

El modesto suriano, el hombre del patriotismo y del valor, le contestó en una extensa carta, de la cual presentamos algunos párrafos a nuestros lectores.

«Usted y todo hombre sensato, lejos de irritarse con mi rústico discurso, se gloriarán de mi resistencia, y sin faltar a la racionalidad ni a la justicia, no podrán redargüir a la solidez de mis argumentos; supuesto que no tienen otros principios que la salvación de la patria, por quien usted se manifiesta interesado. Si esto inflama a usted, ¿qué puede hacer retardar el pronunciarse por la más justa de las causas? Sepa usted distinguir, y no confunda: defienda sus verdaderos derechos, y esto le labrará la corona más grande: entienda usted que yo no soy el que quiero dictar leyes, ni pretendo ser tirano de mis semejantes: decídase usted por los verdaderos intereses de la nación, y entonces tendrá la satisfacción de verme militar a sus órdenes, y conocerá a un hombre desprendido de la ambición e interés, que sólo aspira a sustraerse de la opresión, y no elevarse sobre las ruinas de sus compatriotas.

»Esta es mi decisión, y para ello cuento con una regular fuerza disciplinada y valiente, con la opinión general de los pueblos, que están decididos a sacudir el yugo, o morir; y con el testimonio de mi propia conciencia.

»Compare usted que nada me sería más degradante, como el confesarme delincuente y admitir el perdón que ofrece el gobierno, contra quien he de ser contrario hasta el último aliento de mi vida; mas no me desdeñaré de ser un subalterno de usted, en los términos que digo, asegurándole que no soy menos generoso, y que con el mayor placer entregaría en sus manos el bastón con que la nación me ha condecorado.

»Soy de sentir que lo expuesto es bastante para que usted conozca mi resolución y la justicia en que me fundo, sin mandar sujeto a discurrir sobre propuestas ningunas; porque nuestra única divisa es libertad, independencia o muerte

Ante esa actitud firme y valerosa del caudillo, Iturbide se descubrió la frente, y rindió su homenaje al soldado de la libertad.

«Señor general don Vicente Guerrero.—Estimado amigo.

»No dudo darle a usted este título, porque la firmeza y el valor son las cualidades primeras que constituyen el carácter del hombre de bien, y me lisonjeo de darle a usted en breve un abrazo que confirme mi expresión.

»Este deseo, que es vehemente, me hace sentir que no haya llegado hasta hoy a mis manos la apreciabilísima de usted del 20 del próximo pasado, y para evitar estas morosidades como necesarias en la gran distancia, y adelantar el bien con la rapidez que debe ser, envío a usted al portador, para que le dé por mí las ideas que sería muy largo de explicar con la pluma; y en este lugar solo aseguraré a usted, que dirigiéndonos usted y yo al mismo fin, nos resta únicamente secundar por un plan bien sistemado, los medios que nos deben conducir indudablemente, y por el camino más corto. Cuando hablemos usted y yo, se asegurará de mis verdaderos sentimientos.

»Para facilitar nuestra comunicación me dirigiré a Chilpancingo, donde no dudo que usted se servirá acercarse, y que más haremos sin duda en media hora de conferencia que en muchas cartas.»

Después de diez años de sangre y de combates, los dos caudillos enemigos, se tendían la mano, simbolizando con su alianza la obra más grande que registra la historia contemporánea.

Capítulo X. De la proclamación de la independencia mexicana

I

A corta distancia de la ciudad de Iguala existía a principios del siglo, una hacienda pequeña, que ignoramos si ha desaparecido; se llamaba Acatempan.

El general Guerrero y don Agustín Iturbide debían reunirse en ese lugar histórico a conferenciar.

Los oficiales del ejército realista estaban impacientes en espera del caudillo de la insurrección, y don Agustín Iturbide redactaba una nota al gobierno virreinal, pidiendo engrosase su ejército porque los insurrectos tomaban una actitud alarmante.

Se avistó Guerrero seguido del grupo de sus ayudantes, y los realistas batieron marcha, haciéndole los honores de un general.

Diez años de vicisitudes y penalidades tenían cambiada la faz del insurgente, su rostro estaba renegrido al fuego abrasador de la costa, su barba era larga y su cabello parecía una mata sobre aquella frente tan serena ante el peligro.

Iturbide salió a su encuentro tendiéndole los brazos, Guerrero aceptó aquel abrazo como el nuncio feliz de la terminación de una guerra tan desastrosa.

Luego que los caudillos se encontraron solos, Iturbide tomó la palabra iniciando tan grave asunto.

—Tengo el alto honor de encontrarme ante la presencia de un valiente, a quien me complazco en tributar un homenaje de respeto.

Guerrero inclinó su cabeza sin poder contestar aquellas frases de galantería.

—Señor, continuó Iturbide, ha llegado el momento de unirnos, haciendo causa común para libertar a la nación de un yugo de trescientos años.

Guerrero manifestaba extrañeza al escuchar aquel lenguaje en boca de uno de los enemigos más encarnizados de la insurrección.

—He pensado que la Independencia mexicana es una gran necesidad para el país; pero no bajo las bases proclamadas en 1810.

—Yo creo, señor, dijo Guerrero, que Hidalgo fijó precisamente las bases, y que nosotros no podemos separarnos de ellas.

—Aquel desorden hizo más enemigos que amigos a la causa nacional.

—No juzguemos aquella revolución, porque yo soy fanático por los hombres de aquella época.

—Bien, ahora se trata de que nos unamos bajo las bases que acuerde este plan.

—Tengo el sentimiento, señor Iturbide, de negarme por completo; veo en ese plan que México permanece tan esclavo como antes, que los Borbones se arraigan más y más en nuestro suelo y no es esto seguramente por lo que hemos peleado durante once años.

—¿Habrá en México quien pueda ocupar ese puesto?

—Sí, el pueblo, contestó sencillamente Guerrero.

—Borrar este artículo equivaldría a echarnos la enemistad de todos los comprometidos en la revolución.

—Ya hemos luchado contra ellos y reconocido su impotencia para exterminarnos.

—¿Es decir que no hay más que la proclamación del principio radical?

—Todo lo demás sería falsear un movimiento en el cual se encierran las esperanzas todas de la patria.

—No será precisamente un rey de la casa de Borbón, sobran casas reinantes en Europa…

—Señor Iturbide, yo no cejaré un solo punto: el pueblo quiere ser libre y lo será; imponerle amos es esclavizarle entregándole a una conquista más vergonzosa.

—Tenemos que obrar con política.

—Explíquese usted, yo soy hombre rudo y no sé ocultar la verdad, aunque comprendo que a veces perjudica la franqueza.

—El clero y multitud de europeos quieren la independencia, por escaparse del azote de esa Constitución regeneradora que proclama los principios más avanzados de la democracia: nosotros queremos la independencia para romper la cadena que ata a los dos mundos; pues bien, aprovechémonos de los elementos, y conseguiremos un fin próximo y un éxito completo.

—Nos reclamarán después nuestros compromisos.

—La idea de la emancipación está tan generalizada en las clases todas de la sociedad, que la venida de los Borbones a México no pasará de una quimera sin consecuencias.

Guerrero movió la cabeza en son de duda.

Iturbide continuó:

—Sería necesaria otra conquista para que la América volviese al dominio europeo, y España no está en aptitud de emprender una nueva expedición como la del siglo XVI… Señor general Guerrero, primero es ser, después veremos la manera con que nos constituimos.

—Yo no comprendo, dijo Guerrero, ese juego de política, pero estoy convencido de que el estado de la revolución va a cambiar, que tomaremos en sus propias redes a nuestros enemigos, que tendrán que pasar por la independencia.

—Precisamente, entonces cambiaremos la faz de la cuestión, desarraigando ese trono secular, plantado sobre los escombros del reino azteca, y nosotros, señor general, alcanzaremos la gloria de haber hecho independiente a la nación mexicana.

—Sí, contestó el bravo suriano, ese es mi único pensamiento: cuando me he visto en el campo cubierto de heridas y con la muerte delante de los ojos, me ha atormentado la idea de abandonar a mi patria encadenada, y a merced de sus opresores: mi muerte, pensaba yo, servirá tal vez para alentar a mis soldados, y así como yo no he abandonado la obra de Hidalgo, ellos seguirán en la lucha tan valientes y tan sufridos como hasta hoy… sí, yo he sufrido mucho, pero el corazón me avisa que nuestros males van a tener término, si la idea de usted es la de quebrantar los yerros de la esclavitud; aquí está mi vida, mi sangre, la existencia toda de mis patriotas; seré el último soldado del ejército de la libertad, la primera víctima, pero que mi patria sea feliz… yo nunca he ambicionado nada, mi persona vale menos que la de cualquiera de esos soldados que me acompañan; no tengo más aspiraciones, que morir después de un día tan deseado, y que mis huesos reposen en el seno de una tierra libre, y que mi tumba no sea hollada por la planta del conquistador… ¿y para qué quiero más? ¿no es esto suficiente?… yo he consagrado mi juventud, y he sacrificado familia y porvenir por la independencia de México, merezco la recompensa de verla libre e independiente.

Las lágrimas bañaban aquel rostro endurecido en los combates.

Iturbide contemplaba al héroe con admiración.

—Decir a usted los sufrimientos horribles de los insurgentes, el hambre y la miseria que nos ha acosado en las montañas, sería encarecer nuestros débiles esfuerzos; los recuerdo para manifestar el orgullo que sentimos en nuestro sacrificio y lo decididos que nos encontramos a seguir en esta lucha hasta conseguir nuestro objeto… hemos visto subir a los patíbulos a la mayor parte de nuestros amigos, presenciado ecatombes horrorosas, incendiados nuestros hogares, a nuestras esposas en la esclavitud y a nuestros hijos huérfanos y abandonados… ante nada hemos retrocedido; todo nos ha parecido insignificante comparado a la desgracia de la patria… diez años, señor, diez años de lágrimas y de sangre… nuestro corazón se ha empedernido y nuestra alma se ha hecho feroz ante espectáculos tan conmovedores… en medio de esta tormenta hay siempre una luz que nos acompaña, un aliento que sopla sobre nuestra frente, una voz que nos habla al corazón… es que la idea que nos legaron los hombres de 810, vive entre nosotros, es la herencia que recibimos y que legaremos a nuestros hijos.

—Señor general Guerrero, dijo Iturbide, yo me siento criminal en presencia de tanta grandeza… yo he sido un hijo extraviado… mis padres me habían enseñado a respetar al rey como a la imagen de la Divinidad, y luchaba con el aliento del fanatismo; pero este hecho me ha convencido de mis errores, he vuelto sobre mis pasos en los momentos en que puedo regenerarme, y mi espada, que ha combatido tantos años a mis hermanos, herirá a su lado peleando por la libertad de mi patria… yo me haré digno de que los mexicanos mis compatriotas me estrechen la mano, yo sabré ofrecer mi vida en aras de la independencia.

—Bien, gritó Guerrero; y aquellos dos hombres se estrecharon como dos hermanos a quienes reconcilia la generosidad.

—¡Seré el último soldado del ejército libertador!

—No, exclamó Iturbide, a usted le toca de derecho el mando.

—Señor, la nación nos mira en estos momentos y va a juzgarnos severamente, podría decirse que la ambición me traía a las filas del ejército, y quiero que mi nombre se conserve intacto, además que ese plan proclama, porque así se ha creído conveniente, la venida de los Borbones, y mi firma bajo esos artículos sería una traición a la causa, mis soldados desconfiarían de mí.

—Alcanzo esa razón, dijo Iturbide, me encargo del mando, que renunciaré oportunamente, porque tengo fe en el triunfo de nuestra causa.

—Bien, acepto esa palabra como el nuncio de la paz nacional.

—Marche usted al Sur, cuente usted con todos mis elementos, que hoy mismo marcho para Iguala y mañana doy el grito de libertad.

—¡Independencia o muerte! gritó Guerrero.

—¡Independencia o muerte! repitió Iturbide con la voz del corazón.

Los dos caudillos salieron abrazados delante de sus tropas, que los victorearon con un entusiasmo sin límites.

Esa página la recuerda nuestra historia bajo el nombre de El Abrazo de Acatempan.

II

El 1.º de marzo de 1821, reunió don Agustín Iturbide en su casa de alojamiento en la ciudad de Iguala, a todos los jefes y oficiales del ejército, a los comandantes de los puntos militares y a otras personas de influencia en aquella provincia.

Iturbide con aquel acento de profunda convicción que da la fe en un principio, manifestó de la manera más clara y terminante, que la independencia de Nueva España estaba en el orden inalterable de los acontecimientos; que a ello conspiraban la opinión y los deseos de las provincias; habló de los diversos partidos que existían bajo el sistema común de la independencia, indicó los síntomas que anunciaba un próximo rompimiento; y ponderó las terribles consecuencias de este, si para precaverlas no se adoptaban medidas prontas y eficaces que concentrasen la opinión e identificasen los intereses y los votos que se notaban encontrados, y concluyó diciendo:

«Que los deberes que a la vez me imponen la religión que profeso y la sociedad a que pertenezco, estos sagrados deberes sostenidos con su tal cual reputación militar que me han conciliado mis pequeños servicios, en la adhesión al valeroso ejército que tengo el honor de mandar; y para no hacer mención de otros apoyos en el robusto que me franquea el general Guerrero, decidido a cooperar a mis patrióticas intenciones, me han determinado irremisiblemente a promover el plan a que se va a dar lectura. Libres para obrar cada uno según su propia conciencia, el que desechare mi plan, contará desde luego con los auxilios necesarios para transportarse al punto que fuese de su agrado, y el que guste de seguirme, hallará siempre en mí un patriota que no conoce más interés que el de la causa pública, y un soldado que trabajará constantemente por la gloria de sus compatriotas».

Aquella reunión guardó silencio, el golpe era tan rudo e inesperado que nadie pudo pronunciar una palabra.

Se levantó el capitán de Tres Villas, don José María de la Portilla, y leyó en voz alta el plan que conocen ya nuestros lectores, y que fue redactado en la Profesa.

Luego que se escuchó la palabra mágica de independencia, se levantó un clamoreo estruendoso de entusiasmo.

Dios encendía la llama inmortal del sentimiento patrio en aquellos corazones ensañados contra la causa de la libertad.

Iturbide lleno de emoción, dijo a sus soldados que lo aclamaban teniente general del ejército:

—Mi edad madura, mi despreocupación y la naturaleza de la misma causa que defendemos, están en contradicción con el espíritu de personal engrandecimiento. Si yo accediese a la indicada pretensión, hija del favor y de la merced que esta respetable junta me dispensa, ¿qué dirían nuestros enemigos? ¿qué dirían nuestros amigos? ¿y qué en fin la posteridad? Lejos de mí cualquiera idea, cualquier sentimiento que no se limite a conservar la religión adorable que profesamos en el bautismo, y a procurar la independencia del país en que vivimos. Esta es toda mi ambición, y esta la única recompensa a que me es lícito aspirar.

Insistió la junta en reconocerle por caudillo; entonces Iturbide dijo con voz sonora:

—Señores, esta solicitud me hace ciertamente mucho honor; pero al mismo tiempo es una trasgresión manifiesta del plan que estamos proclamando. Admitiré el título de primer jefe del ejército, sin perjuicio de los oficiales beneméritos que manifestaré a su tiempo, y bajo cuyas órdenes serviré con la más sincera complacencia en clase de soldado.

Había llegado el momento de la abnegación y de la generosidad.

Hé aquí el acta del grandioso acontecimiento de ese día, y que pedimos a la historia para estamparla en las páginas oscuras de este libro.

«En el pueblo de Iguala, a los dos días del mes de mayo de 1821, en la casa de alojamiento del señor don Agustín de Iturbide, primer jefe del ejército de las tres garantías se congregaron a las nueve de la mañana los señores jefes de los cuerpos, los comandantes particulares de los puntos militares de esta demarcación del Sur, y los demás señores oficiales, para proceder al juramento prevenido en la acta del día anterior.» Se había preparado en la sala donde se celebró esta concurrencia, un Santo Cristo y un misal: leyó el padre capellán del ejército, presbítero don Fernando Cárdenas, el Evangelio del día y habiéndose acercado a la mesa el señor jefe, puesta la mano izquierda sobre el Santo Evangelio, y la derecha sobre el puño de su espada, hizo el juramento que recibió el referido capellán, en los términos siguientes:

«¿Juráis a Dios, y prometéis bajo la cruz de vuestra espada observar la santa religión católica, apostólica romana?

»Sí juro.

»¿Juráis hacer la independencia de este imperio, guardando para ello la paz y unión de europeos y americanos?

»Sí juro.

»¿Juráis la obediencia al señor don Fernando VII, si adopta y jura la Constitución que haya de hacerse por las Cortes de esta América Septentrional?

»Sí juro.

»Si así lo hiciéreis, el Señor Dios de los ejércitos y de la paz os ayude, y si no, os lo demande.»

En seguida los señores oficiales otorgaron uno a uno el mismo juramento en manos del señor jefe y del nominado padre capellán.

Acto continuo, presidida la comitiva de la música del regimiento de Celaya, se dirigió a la iglesia parroquial para asistir a la misa y Te Deum que en acción de gracias se cantaron solemnemente.

Hicieron las descargas de estilo, una compañía del regimiento de Murcia, otra de Tres Villas y la de cazadores de Celaya. Habiendo regresado el señor jefe a su casa, acompañado de toda la oficialidad, desfiló la tropa a su presencia, y se sirvió después un decente refresco.

A las cuatro y media de la tarde, formaron en la plaza por orden de antigüedad los cuerpos del ejército que se hallaban, presentes. En el medio se puso una mesa con un Santo Cristo, y al lado derecho se colocó la bandera del regimiento de Celaya, escoltada por la compañía de cazadores del mismo cuerpo.

Se presentó a caballo el señor general con su estado mayor, y a su vista hizo la tropa el juramento bajo la fórmula expresada en manos del mayor de órdenes, teniente coronel graduado don Francisco Manuel Hidalgo y del padre capellán.

Desfilaron los cuerpos pasando debajo de la bandera, y volvieron a tomar su posición.

Entonces el señor general, puesto al frente del ejército, dijo con voz entera y animada:

«Soldados: habéis jurado observar la religión católica, apostólica, romana, hacer la independencia de esta América; proteger la unión de españoles, europeos y americanos, y prestaros obedientes al rey, bajo las condiciones puestas.

»Nuestro sagrado empeño será celebrado por las naciones ilustradas, vuestros servicios serán reconocidos por nuestros conciudadanos, y vuestros nombres colocados en el templo de la inmortalidad.

»Ayer no he querido admitir la investidura de teniente general, y hoy renuncio esta divisa.

»La clase de compañero vuestro, llena todos los vacíos de mi ambición. Vuestra disciplina y vuestro valor me inspiran el más noble orgullo.

»Juro no abandonaros en la empresa que hemos abrazado; y mi sangre, si necesario fuere, sellará mi eterna felicidad.»

El ejército respondió con vivas y aclamaciones a su primer jefe, que no cesaron mientras que a su presencia desfilaban los cuerpos para retirarse a sus cuarteles.

El señor general acompañado de su estado mayor, se retiró también a su casa, donde se hallaba el resto de la oficialidad.

Allí se renovaron las enhorabuenas con expresiones que dictaba el entusiasmo, y se acordó que se extendiese esta relación y se conservase en el archivo.

Por lo demás, todo fue júbilo y regocijo en este memorable día.

En la plaza, en la calle, en los cuarteles, no se oían sino músicas, dianas y continuos vivas.

El regimiento de Celaya previno dos marchas que tocaron y cantaron primorosamente, la una dedicada al señor Iturbide, su antiguo coronel, y la otra a la unión de americanos y europeos.

De las diez de la noche en adelante, comenzó a reinar el más profundo sosiego.

Todos se retiraron a sus cuarteles y alojamientos, sin que se hubiese notado el menor desorden.—Agustín Bustillos.

III

¡La Independencia estaba consumada!

Desde aquel día comenzaba a surgir una nueva era en la existencia política de la nación, pero el plan de Iguala sería más tarde el gérmen terrible de la anarquía, porque enseñaba una promesa, consignaba un derecho hasta cierto punto a las casas reinantes de Europa, a quienes reservaba el trono de México.

Pudo pasar entonces como un juego de la política esa reserva; nadie pensó ni por un momento en esos artículos, sino en la idea de la independencia absoluta de la Metrópoli.

El instinto del pueblo, su deseo por la libertad, salvaban aquella situación comprometida; la revolución convergería hacia su cauce natural; no había temor de que se pronunciase la opinión en favor de los reyes católicos; la presencia de Guerrero y otros jefes notables de la insurrección, garantizaba el principio regenerador de la América, la independencia.

Medio siglo vivió en el polvo de los archivos el plan de Iguala, hasta que las bayonetas francesas lo sacaron de su olvido por traer al infortunado Archiduque de Austria al trono… más tarde las hojas destrozadas de esc plan, cayeron en girones sobre la sangre que salpicó las rocas del Cerro de las Campanas.

IV

Luego que la ciudad entró en el silencio del sueño, el comandante Jacinto Castaños que había presenciado las sesiones celebradas por los jefes del ejército de Iturbide, montó en su caballo y abandonó la población.

Solo en aquellas montañas, sentía el soplo de la muerte sobre su existencia.

—El momento se aproxima, decía delirante, los pies se me hunden en la tierra de la tumba… quedamos dos de aquella raza maldita, ¿quién entrará primero en el sepulcro?… temía que este hombre aborrecido muriese de la pesadumbre… acaso me engañe… ¿cómo vendrá la última esmeralda a mi poder?… yo me abismo en estos lúgubres pensamientos… vamos por la pendiente resbaladiza del destino… ¿qué será de mí?… nunca como ahora he pensado en mi padre… hace algunas noches que aparece ensangrentado en medio de mis sueños… viene a pedirme cuenta de su vida… yo le arrebaté sus últimas horas… ¿y para qué tanto crimen?… este hombre desleal ha vendido al rey y nos entrega al rencor de los insurgentes… al luchar contra ellos defendía mi existencia… ¡este secreto me ha quemado el corazón!… ¡yo he sido el genio de la destrucción y de la muerte!… ¡aun me sobra aliento!… yo me hundiré con las últimas víctimas, saciaré mi encono y entraré satisfecho en la tumba… creen los traidores que doblaremos la cerviz humildes y resignados, y ¡vive Dios que se engañan!… grande es el país, Inexpugnables las montañas y fuerte nuestro aliento… ¡entramos en, un duelo a muerte!… ¡el todo por el todo! yo avisaré a los incautos que ese plan es una red de engaño, que se conspira contra el rey, que la independencia de México está escondida tras esos artículos insidiosos… pero yo estoy cansado de luchar… siento que el espíritu desfallece, que mi alma decae como los árboles al soplo primero del invierno… la fatalidad me lleva por la mano… cerremos los ojos y entreguémonos al destino.

Aquel desdichado entró en la noche del fatalismo como una de tantas víctimas a quienes arrastran las olas turbulentas de la predestinación.

Capítulo XI. De lo que pasó en la cuesta del cerro de Barrabás

I

Convencido el general Guerrero de las intenciones de Iturbide sobre la independencia mexicana, marchó lleno de entusiasmo a las costas del Pacífico, para organizar su ejército y emprender esos movimientos atrevidos que le dieron, el nombre de soldado.

Iturbide se encontraba en una situación verdaderamente difícil: su previsión había hecho reunir a multitud de fuerzas bajo su mando, pero al dar el grito de libertad, se encontraba sin recursos, y la miseria sería el elemento destructor de su ejército.

Iturbide estaba profundamente inquieto, veía peligrar su gran movimiento revolucionario y derrumbarse la inmensa gloria que había levantado con un solo rasgo de patriotismo.

El alojamiento del jefe de las Tres Garantías estaba lleno no sólo de oficiales, sino de multitud de personas que acudían a Iguala a tomar parte en la revolución.

Se hablaba con entusiasmo de la independencia, se hacían apuestas sobre distinguirse en las batallas, y sotto voce se murmuraba sobre aquello de la venida de Fernando VII a México, creyéndolo una conseja que más bien provocaba la hilaridad.

Iturbide acababa de despachar su correspondencia que era voluminosa, había escrito al Virrey, a las Cortes de Madrid, y a las personas más influentes de México y España, comunicándoles su plan de independencia.

Esas cartas las conserva la historia como cabeza de proceso de Iturbide, sobre sus intenciones de mantener al país bajo la dominación de los reyes de España, y como una acusación sobre el odio que profesó siempre a los hombres de 1810.

Los acontecimientos se encargarían más tarde de romper el velo de las conjeturas y poner la luz de la verdad resplandeciente en el mundo de las nacionalidades.

Decíamos que aquel hombre singular se paseaba inquieto por su aposento, meditando sobre aquella idea gigante que llenaba su cerebro.

—Hemos llegado, decía, al punto más difícil de esta cuestión que afecta al porvenir del país en su moralidad, tal es la de proporcionarnos recursos para subsistencia del ejército.

—Señor general, dijo el secretario, si usted me permite, le indicaré un medio, sin lisonjearme de haber acertado…

—Hable usted, señor secretario.

—Está sobre esta mesa una comunicación en que se avisa que hoy pasa por aquí la conducta de caudales que debe embarcarse en Acapulco para Manila.

—¿Y bien?

—Esas cantidades pueden no sólo salvar al ejército de la crisis actual, sino servirle hasta la consumación de la gran obra que ha emprendido.

—Señor secretario, respondió Iturbide, le tengo miedo a la historia.

—Ella justificará esta determinación, creo que todo debe desaparecer ante la idea que se trata de realizar.

—Puede desconceptuarse, dirán que ella se ha basado en el robo.

—Señor general, dirijámonos a los dueños de los caudales, garanticemos su pago, declaremos esta deuda nacional, comprometamos a la misma revolución a salvar su crédito.

Iturbide vacilaba en asentir a dar el paso que podía en una vicisitud arrojar sobre su frente una mancha.

—Si triunfamos, continuó el secretario, estamos justificados; porque la deuda será pagada.

—Y si por uno de aquellos eventos que están fuera del cálculo humano, la revolución naufraga, yo, dijo Iturbide, yo solo seré responsable de ese baldón.

—No insisto más, señor general: tiembla usted ante la historia, sabiendo que ella misma será su acusadora; porque mañana, hoy, ya es imposible la subsistencia del ejército, los cuerpos empezarán a desbandarse formando grupos de salteadores que caerán como langostas en las haciendas y poblaciones, y habrá usted convertido en una horda expoliadora al más brillante de los ejércitos: entonces la historia sí que se alzará inflexible; tuvo en sus manos, dirá, un elemento para conservar la moralidad de sus tropas, y para la realización del pensamiento pospuso su honra a la salvación de la patria, ¿qué importaba jo que dijeran los enemigos, si la nación le hacía justicia aún después de la muerte? ¿no han execrado a Hidalgo, no le han llamado ladrón, incendiario y asesino? y no obstante su nombre se conserva ileso al través de estos diez años que llevamos de guerra.

—Es verdad, es verdad.

—Y cuando México vuelva a la tiranía que se le impondrá más terrible aún que hasta aquí, cuando una sola sospecha haga subir a centenares de hombres a los patíbulos, porque se tengan perdidos los elementos de guerra y de éxito, ¿qué dirá la historia de ese hombre que se detuvo ante un compromiso de dinero, cuando la nación entera le pedía su libertad?… Señor general Iturbide, usted ha nacido para fijar la época más gloriosa de este país; siga usted los eventos de la revolución por más tristes y comprometidos que ellos sean: empeñe usted todo menos su conciencia, si ella dice que este paso es malo e injustificable, no lo de usted, retroceda, pero sepa que la nación se hunde para siempre, y que la honra de usted no está salvada después de la proclamación del plan de independencia.

—Escriba usted, señor secretario, lo que voy a dictarle.

El secretario tomó la pluma y esperó las órdenes de Iturbide.

«Iguala.

»Señores: El imperio de la necesidad apenas tiene término conocido, y con especialidad cuando se trata de una gran familia, de la sociedad, de un reino entero.

»En este caso, el más arduo que podía presentarse a un hombre de sentimientos y de honor, es justamente el en que me hallo, costándome algunos días de meditación y sacrificios muy fuertes la resolución que al fin he tomado.

»Es a saber: que si el Exmo. señor conde del Venadito conviene en el plan justo, razonable y necesario que le propongo en esa fecha, y de que ustedes se impondrán por las copias que al efecto les acompaño, sin pérdida de momento se situarán en Acapulco, o donde ustedes gusten, los caudales de su pertenencia que he mandado detener, y si por desgracia no conviene S. E., como sea preciso tener dinero a mano para pago de las tropas y demás gastos indispensables del momento, no podrá dejarse de tomar alguno de aquellos fondos, y en este caso ingratísimo para mí, espero lo llevarán ustedes a bien, y se servirán admitir el pago en esa capital o en otra provincia por cuenta de la nación, que lo verificará puntualmente y con el premio correspondiente: esta medida que ciertamente no es ajustada en un todo a mi voluntad, conciba al menos en la parte posible, los intereses de ustedes y la equidad y justicia con la necesidad pública, y con la delicadeza de quien no puede separarla de su alma, y ha tomado la firme resolución de promover al alcance de sus fuerzas el bien de nuestra patria, establecer y afirmar la más interesante unión, y dar si es preciso por objetos tan grandiosos, su vida, y sacrificar la suerte de su numerosa y carísima familia.

»Es de ustedes afectísimo seguro servidor y amigo que S. S. M. M. B.— Augustin de Iturbide».

«Señores interesados en las platas que se hallan en vía para Manila».

El secretario agitó la campanilla, y un ayudante se presentó.

—Haga usted llamar a don Rafael Ramiro.

El ayudante salió en busca de esa persona. Iturbide estaba sombrío, aquel paso podía comprometer su nombre. El secretario le contemplaba; viendo la lucha que sostenía con su espíritu aquel hombre levantado a la esfera de los héroes.

El ayudante presentó a don Rafael Ramiro y se retiró.

—Estoy a las órdenes del señor general.

—Las grandes empresas, dijo Iturbide, se les confían a los hombres incorruptibles y que tienen en un grado superior el sentimiento de su honra.

Ramiro era todo un hombre de bien, incapaz de subalternar su conciencia ante interés alguno. Iturbide continuó:

—Usted es una de las personas más adictas, no ya a mi persona que nada dice en esta cuestión, sino a la gran causa de la independencia.

—Es cierto, señor general.

—Pues bien; voy a depositar un gran secreto, a hacer una revelación que no puede rebajarme ante quien conoce mis intenciones, y el fin a que he de dirigir mis esfuerzos.

Ramiro comprendía que algo terrible iba a confiársele, pero no suponía ni aún remotamente adónde iba a parar aquel trabajoso preámbulo.

—Tenemos un ejército, dijo el general, que necesita para su subsistencia grandes cantidades, yo no soy partidario de las exacciones ni de los préstamos, ellos traen la ruina de los particulares y el odio hacia quien dicta tales medidas; esta revolución se efectuará en el mayor orden posible, porque la causa que defendemos es noble y generosa.

Ramiro esperaba con ansia la conclusión.

—He determinado en virtud de esta necesidad, y a riesgo de dar las armas de la injuria a nuestros enemigos, ocupar los caudales de la conducta de Manila.

Ramiro retrocedió dos pasos.

—He determinado también el modo con que se ha de pagar, y hoy me dirijo a los interesados avisándoles de este paso y dándoles todas las garantías que están a mi alcance, para que sean reembolsados en sus intereses.

El secretario leyó la nota dictada por Iturbide.

—Yo espero las órdenes del señor general, dijo Ramiro.

—Ninguna persona más a propósito que usted, para confiarle el depósito de la conducta.

—Señor, es una gran responsabilidad, se trata de medio millón de pesos, que excitarán la codicia de los tropas realistas que aun existen en estos contornos.

—Elija usted la fuerza que le parezca suficiente para su custodia.

—En Iguala no está segura la conducta, me parece que la debemos llevar a otro punto más a propósito.

—Lo dejo a la elección de usted.

—En el Cerro de Barrabás estará completamente a salvo, el general Guerrero ha dejado aquí una sección de sus tropas, ellos son conocedores del terreno, y me servirán de escolta para llevar y custodiar los caudales.

—Este negocio es de la responsabilidad de usted.

—Señor general, yo no tengo más que mi vida, ella responderá de mí.

—Acepto esa promesa, díjo Iturbide abrazando a Ramiro, que salió del cuartel general a cumplir su comisión.

II

Ramiro se encaminó con las tropas surianas al encuentro de la conducta, se apoderó de ella y tomó rumbo al Cerro de Barrabás.

—Estas operaciones me gustan, decía Vildo el insurgente a José de la Luz, su antiguo compañero de aventuras.

—Yo estoy que brinco de contento, les hacemos la guerra con su mismo dinero.

—Pues yo tengo todavía la boca abierta, no me pasa que ese señor Iturbide que me mandó fusilar, ahora sea tan amigo del general Guerrero, aquí hay su más y su menos.

—Yo no sé, pero el caso es que los realistas nos están haciendo la barba, y es que ya saben lo que valemos, nos tienen más miedo que a un escorpión, como que mi machete ha comido más carne que un fraile en día de vigilia.

—¿Pues y el mío? eso sí, que ha corrido algunas veces; pero después he dado la revuelta como tigre, mi coronel Piedra-Santa es testigo.

—Está el coronel más triste que…: vamos, tiene razón, desde la muerte de la niña anda sin sombra, se ha quedado solo en el mundo, ya nada más nosotros quedamos de su familia.

—¡Demonio! diez años de caminatas y de desgracias; con razón ya tenemos gana de dormir una noche tranquilos.

—Ese diablo de cuñado que tiene el coronel don Alfonso nos ha dado una guerra endiablada.

—Y todavía no sabemos el final de esta comedia.

—Los dos se la han prometido, y el encuentro será de primera.

—Jacinto es fuerte y valiente: yo lo vi en la hacienda de los señores Bravo cuando era todavía muchacho, arrastrarse una res, estando a caballo, con la facilidad conque yo me llevo a un realista.

—Pero el coronel no es zurdo.

—Ya se ve que no, por eso le tengo miedo al careo.

—Veo por allí brillar armas.

—Pues avancemos por si es el enemigo.

Vildo y José de la Luz seguidos de un pequeño destacamento, se dirigieron al sitio donde vivaqueaba una compañía de realistas de los del ejército de Iturbide.

—¿Quién vive?

—¡Independencia!

—Son amigos.

Los insurgentes se acercaron a estrechar las manos de sus antiguos enemigos.

—¡Olá camaradas!

—Señor capitán Mojarra, mucho gusto de verle.

—Este Vildo siempre de aventura.

—Hasta que clave la salea o llegue a la capital del reino.

—Bravo, muchacho.

—Como que escapé de aquella, ¿se acuerda el señor Mojarra?

—No recuerdo.

—¿Cómo no, cuando se escapó usted del pueblo y nos fue a denunciar?

—Esa fue chanza.

—Sí, bromita que por poco me cuesta la pelleja.

—¿Quién se acuerda de esas cosas?

—¡Nadie! yo lo decía por lo que son las casualidades.

—Toma un trago, y olvídate del pasado.

—Venga él, nunca he dicho que no.

—Arriba, y adelante.

Los insurgentes comenzaron a pasarse la botella, que quedó vacía en un momento.

—¿Qué hay de noticias?

—Nada, que unos realistas de México han venido al Cerro de Barrabás a querer tantear al señor Ramiro.

—¿Se trata de que traicione y entregue la conducta?

—Precisamente.

—¿Y él que dice?

—El señor Ramiro es todo un valiente, y primero le arrancan la lengua o lo entierran que hacer una felonía.

—¿Y no han conocido a las personas de México?

—Yo estaba en acecho, y conocí a una de ellas.

—¿Y se puede saber cómo se llama?

—No hay inconveniente, Jacinto Castaños.

—Ese demonio ha de meter su cola en todas partes: figúrese el señor capitán, que la noche del plan de Iguala, consumó deserción.

—Es un realista furibundo.

—Nos ha jurado guerra a muerte.

—Como nosotros a él.

—Es necesario estar en vela, porque anda con una partida por estos contornos, tiene en jaque al cerro, y sueña con los caudales.

—Pues que despierte, porque en un descuido lo colgamos.

Caifás, el perro del insurgente, comenzó a ladrar con furia.

—Es gente enemiga, observó Vildo, y todos se pusieron en acecho.

Por la cumbre de un cerro vieron atravesar a una partida de realistas que iba flanqueando el cerro.

—Es el capitán Castaños.

—Nos emboscaremos por si se atreve a bajar.

—Es que ya nos ha visto.

—Pues subamos a la posición.

Realistas e insurgentes ascendieron por las rocas, y dieron aviso a Ramiro de que Castaños andaba por aquellos terrenos.

—Vildo, dijo Ramiro, saldrás esta misma noche con dinero para tu general.

—¡Listo! gritó el insurgente.

—Es necesario que extraviemos veredas.

—El negocio corre de mi cuenta; tengo quien me ayude de una manera poderosa, y el insurgente señaló al cielo.

Efectivamente, las nubes comenzaban a condensarse, y apuntaba una recia tempestad de aire.

—Dentro de algunas horas, dijo Ramiro, ya todo estará envuelto en el polvo y la oscuridad.

—Eso aguardo precisamente, señor, para echarme al camino con el atajo; además que llevo conmigo a José de la Luz, que es un buen compañero, y valiente como no he visto otro.

—Confío en tí.

—Yo juro por los huesos de mi señora madre, que en paz descanse, que este dinero llegará a manos de mi general.

—Salva en un lance lo que puedas.

—Primero dejo la vida en manos de esos condenados, que un solo peso.

—Mira, Vildo, toma seis mulas que ya están cargadas, y márchate; temo que el huracán y la noche te hagan perder la pista.

—Por las ánimas benditas que el señor no me conoce: figúrese su merced que estas montañas son como si dijéramos mi casa; aquí he nacido, y las he visto y andado durante muchos años; perderme en ellas sería tanto como darle cuchilladas a caballo de espadas.

—¡Es muy guapo este mozo!

—Así dice mi general Guerrero.

—Y tiene razón que le sobra.

—Así somos sus soldados, tercos como un lobo viejo; figúrese su merced que el padre del general le ha rogado que se indulte, y él erre que erre, pelea y pelea, y eso que la señora su esposa está como de esclava en una hacienda de los gachupines, y la niña Doloritas su hija, arrimada en casa extraña y pobre como todos nosotros.

—Ese general es un hombre como hay pocos.

—Hoy es otra cosa, los realistas se han vuelto insurgentes, y hemos ganado con su misma baraja.

—Bien, bien, márchate, que cierra la noche.

—Con su permiso, señor amo.

Vildo se fue en dirección al lugar donde ya las mulas estaban dispuestas para el viaje.

José de la Luz, Vildo y una escolta de cincuenta surianos, comenzaron a descender por la cuesta del Cerro de Barrabás. La noche avanzaba, el aire se había desencadenado de una manera formidable, destrozando las ramas de los pinos y derribando los troncos carcomidos de los árboles. Se oía el zumbido del huracán en el seno de los precipicios, y el chasquido de los jarales de las veredas. El aullido de los lobos resonaba en las arboledas, al que respondía el constante ladrar de los perros que iban tras de la escolta.

—¡Brava está la noche!

—De los diablos, contestaba José de la Luz, que llevaba el lazo de la primera mula.

—Que buen chasco se lleva el capitán Castaños si cree que por miedo del huracán no salimos esta noche.

—¿Quién le habrá dicho algo sobre nuestra salida?

—No faltan soplones, muchos de los realistas han de estar desesperados con la revolución de Iturbide.

—Es que nosotros somos de esa opinión.

—Me parece que nos quieren tender un lazo, ya oíste eso de que siempre ha de mandar el rey, y que S. M. ha de venir a México.

—No creas esas cosas, ya me han explicado que para contentar a los gachupines sueltan esas mentirillas.

—Puede ser.

—La prueba es que el general Guerrero ha entrado en el convenio y a él no le dan atole con el dedo.

—Ya lo creo, eso me tranquiliza.

—Sabes que Caifás está más asustado de lo regular, ladra como un furioso.

—Estos animales saben más de lo que les han enseñado.

—La noche, dijo Vildo, está oscura como nunca, y ya tengo algo de miedo.

—¡Por todos los diablos! gritó José de la Luz, que es la primera vez que oigo esa palabra en tu boca.

—Qué quieres, hay veces que no está uno tan templado como quisiera.

—¿Y a qué le temes?

—A nada, pero esos aullidos del viento me han hecho temblar.

—Más feos los hemos visto, y no nos han hecho nada.

—Demonio, este Caifás me espeluzna, algo ve que nosotros no alcanzamos en medio de la oscuridad.

El perro había husmeado a los realistas, que estando en acecho desde la salida de los insurgentes, les iban siguiendo la pista hasta encontrarse en terreno a propósito para sorprenderlos. La columna insurgente iba en el declive del cerro y entrando a la barranca, aquel lugar era el más a propósito para caer sobre ellos. Castaños era conocedor del terreno y valiente a toda prueba, seguía como impulsado por el huracán en pos de la escolta, de seguro se haría dueño de los caudales. Vildo escuchó en las piedras del camino las herraduras de los caballos.

—Somos perdidos, dijo a José de la Luz, los realistas nos tienen envueltos.

—Nada se ve.

—Pero se oye.

El insurgente se apeó del caballo, puso la cabeza en el suelo, y escuchó perfectamente el paso de los caballos.

—No hay duda, ellos son.

Vildo impresionado terriblemente por un motivo que no estaba a su alcance, hizo un esfuerzo sobre humano para recobrar la moral, y dijo resueltamente a su compañero.

—Me quedo aquí, adelanta lo más que te sea posible con la mitad de la escolta, que yo les hago parada, aunque carguen conmigo todos los diablos, lo primero es lo primero, si me matan, dile al general que le había ofrecido morir por la América, y que he cumplido.

—Quien piensa en eso, dijo José de la Luz, me marcho a toda prisa, y ya nos veremos.

—¡Lárgate, y adiós!

José se marchó a toda prisa tomando una vereda contraria, y dejó a Vildo en espera del enemigo.

III

Nada más sombrío que una noche de tormenta sin relámpagos, parece que la tierra se alza llena de pavor a los azotes del huracán y conmovida se azota entre las rocas en una desesperación de rabia espantosa. Se oyen bramidos tan profundos como los del Océano y el quejido del aire perenne entre las arboledas.

Cruzan la atmósfera ecos perdidos que se desprenden de los abismos y atraviesan en todas direcciones, el hombre tiembla como las aves: aquel espectáculo sería terrible si se pudiese contemplar fuera de alcance.

Las montañas parecen tocar el cielo con sus frentes oscuras, y el mismo cielo es un caos en que todo se pierde… sombras por todas partes envuelven a la creación entera.

Ocultos entre las rocas esperan los insurgentes al enemigo, esperando detenerle mientras se pone en salvo aquel depósito confiado a su lealtad. Los realistas se acercan y caen en la emboscada.

Una descarga a quemarropa los pone en desorden; pero a la luz de las descargas calculan el número de sus adversarios.

Retroceden, y acostumbrados a aquel género de combates tratan de envolver la posición, que es defendida con arrogancia por los surianos. El fuego continúa por ambas partes con la misma desesperación, y la lucha se hace terrible en el seno de las tinieblas.

Repentinamente se oyeron detonaciones a la retaguardia de los insurgentes: la retirada estaba cortada.

Vildo comprendió que estaba perdido, y se lanzó con sus soldados en busca del enemigo a la arma blanca.

Los realistas los dejaron avanzar, seguros de su movimiento, y cuando ya los tuvieron en el sitio a propósito, los rodearon, haciéndoles un grande estrago. Vildo fue hecho prisionero.

—¿Dónde está el dinero? preguntaba Castaños.

—¿Qué dinero? dijo Vildo.

—El que traían en las mulas.

—Ya va muy adelante, la escolta salió desde temprano, nosotros veníamos a ver si estaba libre el camino.

—Es decir que nos han burlado.

—Así parece, respondió el insurgente, que había recobrado por completo su sangre fría.

—Hemos errado el golpe, mi capitán.

—Sí, gritó con desesperación Jacinto, pero nos vengaremos de estos miserables.

—Ya lo teníamos tragado, murmuró Vildo.

—Al amanecer que fusilen a estos traidores.

—¡Alto! gritó Vildo, eso de traidores, poco a poquito, yo siempre he sido insurgente, y lo seré hasta que muera.

—Ya te conozco, gritó Castaños.

—Ya nos conocemos señor capitán, somos paisanos.

—¡Yo nada tengo de común contigo!

—Hemos nacido en, la hacienda de Chichihualco, fui amigo del tío Blas, padre de su merced.

Jacinto no respondió, el nombre de su padre invocado en aquella noche siniestra y por un hombre sentenciado a muerte, le conmovió las fibras más hondas del corazón.

—¡Mi padre! murmuró el desgraciado, hasta hoy nadie había pronunciado su nombre ni avivado su recuerdo… ¡este es un presagio fatal!… he seguido la carrera del crimen con la marca del parricida sobre la frente sin hallar un solo instante de consuelo… ¿llegará alguna vez la hora del arrepentimiento?… ya he olvidado a esa mujer cuyo amor me impulsó al abismo sin fondo en que me agito… ¡Dios mío!… ¡Dios mío!… yo siento que el momento del castigo se aproxima, y ese mismo temor me da aliento para luchar contra el destino siempre adverso… ¿dónde voy?… vuelvo mi vista al silencio tranquilo de mi hogar y no encuentro a nadie: estaré abandonado, y abandonado para siempre… mis padres han desaparecido en el silencio de la tumba, y Luz, mi hermana querida… ha muerto también… nadie me queda ya sobre la tierra… la justicia de Dios va a caer sobre mi frente… ¡parricida!… ¡parricida!

Aquel hombre encallecido en el crimen comenzó a llorar como una mujer. Dios y los hombres lo habían abandonado en la desastrosa senda de la desesperación.

Queriendo ocultar la emoción que lo dominaba, no considerando suficientemente densa la sombra de la noche, se echó a andar sin rumbo por el sendero.

Pasaron algunas horas, el huracán se había calmado, sólo se veían a la luz primera de la mañana los destrozos del vendaval.

El bosque tenía tramos extensos de árboles desarraigados y hasta las piedras parecía que habían cambiado de sitio.

—Ya es hora, dijo un oficial a Vildo; si quiere rezar alguna cosa hágalo, porque ya lo vamos a fusilar.

—Para luego es tarde, contestó el insurgente; pero su voz se hizo trémula y su rostro tostado por el sol tomó un color ceniciento.

Caifás parecía comprender lo que iba a pasar, porque se puso delante de Vildo, amenazando devorar al que osase tocar a su amo.

Vildo hincó una rodilla, y tendió el brazo conteniendo a su fiel amigo, que aullaba husmeando la muerte.

Los soldados de la escolta avanzaron.

El insurgente abrió su camisa mostrando su pecho desnudo lleno de cicatrices cosechadas en el campo de batalla.

—Buena puntería, dijo a los soldados, que no quiero padecer mucho.

—¿Nada tiene que ordenar? podemos hacer llegar un recado a su familia.

—Mi familia, dijo Vildo, son los soldados mis compañeros, no he conocido jamás otra; en cuanto a dejar algo, no tengo más ropa que la puesta, y eso va a quedar inservible con las balas; lo que les ruego es que me entierren con mi machete suriano, ese me ha librado muchas veces la vida, y quiero que duerma conmigo debajo de la tierra.

—Concedido, dijo el oficial.

Vildo balbuceó algunas palabras: seguramente rezaba una oración en aquel trance fatal, hizo la señal de la cruz, se santiguó el rostro, y esperó sereno el último trance.

Se oyó una descarga que resonó en el fondo de las montañas… Vildo el insurgente acababa de expirar, revolcándose en aquella sangre derramada tantas veces en los campos de la patria…

Jacinto escuchó la detonación, y lanzó su caballo por si podía escapar de la muerte a los otros prisioneros.

Envuelto en la negra túnica de sus remordimientos, se olvidó de que había dado la orden fatal; cuando llegó al sitio los insurgentes habían sido ejecutados.

IV

El general Guerrero envió a Piedra-Santa con un destacamento en busca de la conducta, que ya suponía en camino.

Serían las once de la mañana cuando José de la Luz descubrió la avanzada del general Guerrero.

—Señor, dijo al coronel Piedra-Santa, es necesario auxiliar a Vildo, que ha quedado con una fuerza muy corta cubriendo nuestra retirada.

—¿Cuántos hombres tiene?

—Doce apenas; lo primero es lo primero, se trataba de salvar las monedas, y ya están aquí sanas y salvas: ahora volvámonos, porque los realistas deben estarlo atacando.

—¡En marcha! gritó don Alfonso, y ustedes muchachos sigan con la conducta adelante, ya todo el camino está seguro y bien escoltado.

La caballería insurgente salió a escape en auxilio de sus compañeros, auxilio tardío, porque todos habían caído bajo el golpe inexorable de la muerte. Después de cuatro horas llegaron al lugar de las ejecuciones.

Unos montones de tierra recién escarbada indicaban las tumbas de los insurgentes.

Cuando Caifás reconoció a José de la Luz, comenzó a aullar espantosamente y a cavar la sepultura con un ahinco ardoroso.

La cabeza de Vildo apareció ensangrentada y destrozada por el plomo. José de la Luz se tiró en el suelo dando de alaridos y diciendo imprecaciones y blasfemias.

—¡Infame! murmuraba Piedra-Santa, has asesinado a tu padre, has abierto la tumba a la infeliz a quien debiste el ser, y a mí me has arrebatado al hijo de mis entrañas y a la mujer de mi amor… ¡has sido el azote de tu familia, el verdugo de los tuyos!… hoy me arrebatas a un hermano, a un compañero de tantos años, a un soldado de la patria… ¿y el cielo estará sordo a tantos crímenes?… ¿y no guardará un rayo de su justicia eterna para aniquilar a este miserable?…

Los insurgentes todos estaban demudados y con los ojos llenos de lágrimas. Vildo era uno de los patriotas más queridos y el mejor de los amigos.

—¡En marcha! gritó Piedra-Santa.

José de la Luz cubrió el cadáver con la tierra que el perro había esparcido, plantó una cruz de ramas, besó el suelo, y se alejó llorando como un niño.

Caifás no quiso separarse de aquel sitio, quedó echado sobre la sepultura velando el cadáver de su amo.

Capítulo XII. De cómo se encontraron tres señores virreyes en el territorio de Nueva España

I

La voz de independencia dada en Iguala resonó en los ámbitos de América como el acento poderoso de la resurrección de un pueblo. El pensamiento de Hidalgo había tomado la grandiosa forma que el anciano de Dolores le había dado en esa concepción gigante de su cerebro.

Los enemigos encarnizados de la libertad venían a rendir sus banderas, a confesarse vencidos delante de las tumbas de los mártires, y a venerar esas cenizas como las de los dioses del mundo nuevo, que aparecía saliendo del caos de la esclavitud para girar en la esfera luminosa de la libertad. El destino había unido las fuerzas contrarias, y la palanca se había movido con un poderoso esfuerzo. La luz y las tinieblas produjeron la aurora.

Los enemigos del progreso quisieron arrebatar a la España liberal estos dominios, y los partidarios de la independencia se aprovecharon de su encono para romper las cadenas de esa ancla, que sujetaba a la nación como a una nave a las rocas del suelo extraño. Salió el sol, dio de lleno sobre el manto de las tinieblas, y apareció la verdad, resplandeciente como un destello de la mirada de Dios.

La política es como el Océano: tiene un momento de calma y trasparencia en que se ve su seno, como si el agua fuese la atmósfera azul del firmamento.

Amigos y enemigos, propios y extraños, sintieron su alma tocada por el sentimiento de esta grande verdad: «La independencia es ya un hecho en América»; entonces la desesperación más horrorosa se apoderó de esos corazones, sacudidos por el aire infesto de la venganza; maldijeron su política, se encontraron burlados en sus planes, desconcertados en sus previsiones y perdidos para siempre.

Habían soñado en un nuevo reino, para entregarlo al absolutismo y tiranía de los Borbones, y se les escapaba de las manos como una esfera de fuego que entraba en la órbita de las nacionalidades.

Dijeron anatema al plan de Iguala; pregonaron desde luego que todo era una superchería de los insurgentes, un insulto a su rey; pero aquel grito llegó tarde, ya no había quien pudiera escucharle.

La capital de la colonia estaba conmovida profundamente; los movimientos del ejército trigarante eran sabidos, a pesar de una policía de Argos, que trataba de desvanecerlo todo.

En el palacio del virrey se recibían continuas comunicaciones de pronunciamientos, porque las ciudades, los pueblos, las aldeas más pequeñas, se levantaban a la voz de independencia, renovándose los gloriosos tiempos de Hidalgo. Todos hablaban de las peripecias sangrientas de los once años; todos pretendían haber concurrido a las batallas, y el espíritu de nacionalismo se exaltaba al grado más alto, enmedio de aquella efervescencia patriótica y entusiasta.

Los españoles y realistas hacían esfuerzos desesperados por contener aquel desbordamiento universal; pero en vano, porque el volcán estaba en plena erupción.

Bustamante proclama la independencia en el Bajío; marcha el ejército a Guanajuato, y delante de aquellos monumentos sagrados, piedras constructoras de la columna de nuestras glorias, se santifica la memoria de los mártires de 1810; se arrancan las jaulas de hierro donde yacían las cabezas venerandas de nuestros héroes, y se les coloca en los altares de la patria.

Allí Iturbide, el vencido del Monte de las Cruces, rinde sus homenajes a Hidalgo, como el hombre de aquella inmortal jornada.

Sigue Iturbide para Guadalajara, nada le detiene, pero su labio aún no pronuncia la verdad: sostiene aunque débilmente los artículos del plan de Iguala, que el pueblo ha roto ante el pensamiento de la emancipación.

Iturbide se presenta en el lugar de su cuna, en esa heroica tierra de Michoacán, en ese santuario de la libertad: allí se resisten los realistas; pero sucumben luego a los horrores de un sitio, y la bandera trigarante es saludada por las auras que mecieron la cuna de Morelos.

Aquel torrente, impulsado por la mano de Dios, atraviesa victorioso por el seno de la nación: solo a su aspecto se rinden los ejércitos y las ciudades; San Julián depone sus armas, y la histórica ciudad de Querétaro se entrega en los brazos de sus libertadores, después de las conmociones de un sitio.

Se libra una batalla en las inmediaciones de Toluca, en que un gran núcleo de fuerzas realistas son despedazadas: aquella causa estaba sentenciada y entraba en agonía.

El país entero estaba en conmoción: nuevos héroes aparecen en la liza; Victoria, ese rayo de las batallas, disputa sus laureles al enemigo; Santa-Ana se apodera del puerto de Alvarado; joven aun y ardoroso, se vuelve sobre Jalapa y toma la ciudad, se fía en su fortuna, y asalta Veracruz, de donde es rechazado en un combate terrible.

Don Nicolás Bravo, el hijo de aquel sublime mártir que fue agarrotado en una de las plazas de México, está con los suyos, como en los días de Morelos y de Galeana, renovando su nombre en los combates.

Le pone sitio a Puebla, y la hace capitular: allí se reúne Iturbide con sus tropas, y formando un ejército poderoso converje hacia el centro, hacia la capital, foco de sus esperanzas y último término de su jornada histórica.

II

Como acontece en las situaciones extremas, la alarmada corte de México acometida del pánico, comenzó a sospechar de los suyos, y acusó de complicidad con los insurgentes al virrey Apodaca.

No pudiendo aquella turba de cortesanos salir al encuentro de Iturbide, se contentaba con hacer conspiraciones que hacían más desesperada su situación.

El conde del Venadito era un hombre leal y honrado; pero no tenía el talento suficiente ni los conocimientos para resolver crisis tan tremenda.

El día 7 de julio 1821, entre nueve y diez de la noche, se advirtió que fueron saliendo de sus cuarteles, tropas del regimiento de Órdenes Militares, del de Castilla e Infante don Carlos, que silenciosamente se dirigieron al palacio del virrey, ocupándole una parte y rodeándole otra.

La misma operación practicó el regimiento de Marina, y en frente de la plaza se situó la primera campaña de los dragones Defensores de la integridad de las Españas.

El virrey estaba tranquilo presidiendo una junta de Guerra, cuyos vocales eran los mariscales de campo Novella y Liñan, el coronel Espinosa y el ingeniero Sociato.

Un oficial de guardias entró en la cámara virreinal.

—¿Hay alguna novedad? preguntó Apodaca.

—Señor, dijo el oficial, el coronel Buccelli y otros jefes pretenden hablar a V. E.

—Que esperen.

—Es que insisten de una manera que…

Se alteró visiblemente el semblante de Apodaca, y dijo con voz trémula:

—Que pasen.

El oficial salió inmediatamente.

La puerta se abrió, y un grupo de jefes acaudillados por Buccelli se presentó ante la autoridad real.

El cabecilla era impetuoso, se adelantó hasta el bufete, y dijo con acento claro:

—Señor: las cosas políticas han llegado a un extremo, en que es necesario ver definitivamente con quienes contamos en el último trance; los jefes de los cuerpos desconfían altamente de V. E.

Apodaca hizo un movimiento, pero se reprimió.

Buccelli continuó:

—Hay un gran disgusto con las rendiciones de varios puntos, y sobre todo con la sumisión de San Julián, en cuyas fuerzas estaba lo más florido del ejército español.

—Yo participo de ese mismo disgusto, dijo el virrey.

—Creemos que la mala administración ha hecho que se sacrifiquen inútilmente muchos de los soldados más distinguidos, y vemos adelantar sin obstáculo a Iturbide, en dirección a la capital.

—Ya se han tomado las medidas más convenientes para ese caso, y…

—Perdone S. E., dijo Buccelli interrumpiendo al Conde, nosotros venimos a suplicar a S. E. que resigne el mando; porque sus hombros son débiles para tanto peso.

El mariscal de campo Liñán se levantó indignado.

—¿Es esta la manera, dijo, de dar ejemplo de disciplina a vuestros soldados? ¿De cuándo acá le es permitido a un súbdito rebelarse contra los mandatos de su rey?… Señor coronel Buccelli, retírese usted a su cuartel y espere en él las órdenes de S. E.

—Señor, no es la determinación que ha tomado la tropa que guarnece la capital un acto de insubordinación, no, muy lejos estamos de ello; pero la idea de ver perdido el país, nos hace dar este paso, el tiempo nos justificará.

—Señor Buccelli, no está encomendada a la tropa la salvación del estado.

—En un naufragio todos tienen derecho de salvarse; nuestra existencia está comprometida, más aún que la causa de S. M.; yo en nombre de las tropas, declaro: que si el señor virrey, conde del Venadito, no se separa del mando resignándolo en uno de los subinspectores, su seguridad personal está amenazada.

El conde se levantó lleno de ira, y dijo al atrevido coronel:

Yo no tengo miedo a vuestras amenazas; firme en el apoyo de mi conciencia y en la rectitud de mis intenciones, permaneceré firme ante los eventos de esta situación tan terrible como se presente, y sucumbiré después de haber hecho el último esfuerzo.

—No podemos retroceder.

—Es vergonzoso que los mismos españoles den este escándalo.

—No hay otro remedio.

—Bien está, no puedo oponerme a la fuerza, mi sangre sería estéril: el señor mariscal de campo Novella recibirá el mando, mientras yo doy parte a S. M.

El conde, que al principio se manifestaba inflexible, varió de rumbo repentinamente, reflexionando que los insurrectos le proporcionaban la salida más honrosa que pudiera encontrarse en aquella situación.

Novella se rehusó agitado del propio pensamiento; pero la ambición del virreinato lo cegó, y quiso ser virrey aunque fuese la víspera del derrumbe.

Se oía muy cerca el tumulto de los soldados, que arrollaron la guardia de alabarderos, y en la plaza se escuchaban gritos de sedición.

Los oficiales repartían licores y dinero entre la tropa, y todo anunciaba el desorden más horrible.

—Señor Buccelli, dijo Apodaca, mitigue usted ese desorden, puesto que nada tenemos que hablar.

—Es necesario que V. E. firme este papel en que está la renuncia.

Era ya demasiado ultraje para un hombre de honor. Apodaca tomó el pliego y lo hizo pedazos, y dirigiéndose a un escritorio, escribió de su puño y letra estas líneas históricas:

«Entrego libremente el mando militar y político de estos reinos a petición respetuosa que me han hecho los señores oficiales y tropas expedicionarias, y por convenir así al mejor servicio de la nación, en el señor marisca] de campo don Francisco Novella, con sólo la circunstancia de que por los oficiales representantes, se me asegure la seguridad de mi persona y familia, manteniendo la tropa de marina y dragones que tengo, y se me de además la escolta competente para marchar al siguiente día a Veracruz para mi viaje a España, dejando a cargo de dicho señor Novella, con toda la autorización competente, dar las disposiciones y órdenes para la continuación del orden y tranquilidad pública, y entenderse en vista de esta cesión que hago, con las autoridades tanto eclesiásticas como civiles y militares del reino.

México, 5 de julio de 1821.—El Conde del Venadito

El virrey Apodaca al trazar aquellos renglones, ignoraba que su renuncia la hacía en nombre del porvenir, porque su nombre cerraría el catálogo de los virreyes de Nueva España.

III

Los mexicanos que representaban a México en las Cortes Españolas, trabajaron sin descanso porque se nombrase primer jefe de la colonia al general don Juan. O-Donojú, eminente liberal que llevaba en sus manos la marca del tormento, que la barbarie del rey le había impuesto en Sevilla, en la célebre causa del general Richard, sin que aquel hombre hubiese cedido a tan espantosa prueba.

O-Donojú saltó en Veracruz la mañana del 2 de agosto, se enteró de los acontecimientos, se puso en contacto con Iturbide, y concurrió el 24 de ese mismo mes a la ciudad de Córdoba, a la gran conferencia que señala la historia como el acta de la independencia mexicana.

Dice un testigo presencial, que acordada por Iturbide la traslación del general O-Donojú a Córdoba, y dadas providencias para que allí se le recibiera con el decoro correspondiente, para lo que se le mandó una lúcida escolta de Puebla, comisionado el conde de San Pedro del Álamo y Marqués de Guardiola, que entendiese en su recibimiento; partió Iturbide para la villa de Córdoba, donde llegó al ser de noche.

A pesar de esto y de estar lloviendo, salió mucha gente al camino a recibirle, la cual quitó las mulas del coche, y a brazo lo condujo hasta su posada, encontrándose iluminada la Villa.

Lo aguardaba en su misma habitación el señor O-Donojú: ambos jefes rodeados de un brillante concurso, se abrazaron y dieron muestras de un cordial cariño.

Iturbide pasó a cumplimentar a la señora O-Donojú.

Al día siguiente, como día festivo, cada general oyó misa que se dijo en el altar privado de su casa: Iturbide pasó a la de O-Donojú, y antes de que se extendiesen los tratados y se tomasen los puntos, Iturbide dijo:

—Supuesta la buena fe y armonía con que nos conducimos en este negocio, supongo que será muy fácil cosa, que desatemos el nudo sin romperlo.

Dados los puntos, y encerrados en el despacho de O-Donojú dichos jefes con sus respectivos secretarios, el de Iturbide extendió el despacho.

Se aprobó la minuta, y sólo fueron tachadas por mano del español, algunas frases relativas a su persona y que ofendían su modestia.

Este tratado no era otro que el plan de Iguala, con variaciones que no alteraban el pensamiento.

O-Donojú creyó dar un golpe de alta política, y cayó en el lazo tendido hábilmente por los insurgentes.

Aquel hombre llegaba a las playas mexicanas investido de altos poderes, como el último eslabón de esa cadena de hierro candente que empezaba en Hernán Cortés, y se desprendía de las rocas americanas después de trescientos años, como un cable arrebatado por las olas.

O-Donojú firmó el pasaporte a la independencia de México.

IV

Luego que el enviado de Fernando VII se retiró, Iturbide fue arrebatado por el espíritu gigante de la ambición.

Paseó su mirada audaz en torno de sí, se sonrió con desdén, y exclamó con voz ahogada por el júbilo:

—¡He triunfado!… el pedestal de mi gloria se levanta… yo ascenderé sin temor, y una corona oprimirá mis sienes… dueño soy de ese ejército que me aclama, ¡mío es ese pueblo que me rodea!…

Luego volviendo una mirada hacia los papeles que estaban sobre el bufete, murmuró:

—¡Imbéciles!… creen que un pueblo ha luchado diez años para entregarse en las manos de sus verdugos… ¡aclamar a Fernando VII!… ¡miserables! es la última ofensa que podían hacernos… yo he trazado ese nombre para hollarle después, para escarnecerle… cederle un trono que el pueblo me ofrece, arrojar a sus pies la corona… ¡nunca!… ¡nunca!…

Aquel hombre se alzaba más alto que su ambición.

Yo he combatido a los insurgentes, y sus sombras me rodean en este supremo instante… ¡Hidalgo!… ¡Allende!… ¡Matamoros!… ¡Bravo!… todos vosotros, los que caíste al golpe de nuestras armas, ¡perdón!… ¡perdón!… las luces de esta gloria que me rodea son todas vuestras… yo soy el usurpador de vuestra herencia; pero no entregaré a vuestros hijos al yugo de los conquistadores.

Se cubrió el rostro con las manos, y en la óptica de sus recuerdos, atravesó la sangrienta historia de tantos años de sangre y de combates.

La frente del héroe brotó en sudor de congoja y su pecho se agitaba terriblemente.

—¡Dios mío!… ¡Dios mío! ese trono está formado con los huesos de los mártires… es una impiedad apoderarme de él, es un sacrilegio…

Se dejó oír un golpe de música seguido de aclamaciones entusiastas.

—¡Me llaman! exclamó reponiéndose de su vértigo, el pueblo acude, la fortuna bate sus alas sobre mi cabeza ¡he triunfado! ¡he triunfado!

Capítulo XIII. La leyenda de las tres esmeraldas

I

El ejército trigarante estaba al frente de la Capital.

Hacía trescientos años que el más sublime de los aventureros del siglo XVI, sitiaba la gran Tenochtitlan, donde agonizaba el último resto del ejército mexicano.

La escena había cambiado después de tres siglos, los conquistadores eran a su vez vencidos por los conquistados, y estaban en el último reducto.

Las plazas, los castillos, las ciudades y los pueblos, todo había caído en poder de los insurgentes: sólo faltaba el corazón de la antigua colonia, cuya arteria estaba abierta.

El destino realizaba la más brillante de las metamorfosis.

Para los americanos no llegarían, las sombras aciagas de la noche triste. Mientras Iturbide firmaba los tratados de Córdoba con O-Donojú, las tropas vencedoras de la insurgencia circundaban la capital.

Nada más alegre que el campamento de los independientes; cuando la victoria sacude sus alas sobre un ejército, un iris de esperanza se tiende en el cielo, y nadie recuerda que la muerte puede pasear con, sus pendones por aquellos campos.

En una de las casucas de un pueblito cercano a la capital, estaba el coronel Piedra-Santa tomando sombra, y sus guerrillas se disponían a reconocer los lugares inmediatos, porque los realistas hacían salidas continuas de la plaza.

Novella, aquel virrey de última hora, desaba sostenerse a todo trance, desconociendo la autoridad de O-Donojú, que como hemos visto se había adherido a la causa de la independencia.

Decíamos que don Alfonso estaba descansando, cuando se le presentó José de la Luz, aquel asistente tan fiel y adicto a su persona.

José de la Luz era ya subteniente, cuando otros que habían trabajado menos portaban divisas de coroneles.

Cierto es que José no sabía leer, pero esto no importaba en aquellos tiempos en que era más útil esgrimir la espada que manejar la pluma.

—Mi coronel está muy triste, dijo el asistente.

—Te engañas José, contestó don Alfonso, nunca he estado más alegre, la hora de la libertad se acerca, y con ella la de mi descanso.

—Lo dice usted con un tono…

—Me he sacrificado por la libertad de mi patria, y estoy satisfecho.

—Sin embargo, tenemos una cuenta pendiente.

—No te has olvidado.

—¡Demonio! si tengo presente a ese hombre a todas horas; haber asesinado a Vildo y causado a la familia tantos pesares…

—Es verdad, dijo Piedra-Santa, y plegó el ceño como si aquel recuerdo fuera un puñal que le hiriera el corazón.

—Yo no me separaré jamás de mi coronel, porque ese miserable ha jurado matar a usted, y es capaz de cumplirlo.

—¡Dios me lo ponga delante! gritó don Alfonso, estoy ansioso de su sangre, con él quiero cobrar la hiel de mis desventuras… pero él no es culpable, obedece al destino, y nada más…

—Yo creo señor, que ya no volveremos a tener otro encuentro; porque la ciudad se rinde el día menos pensado.

—No puede ser… estoy seguro que falta una batalla; y que ha de ser terrible.

—Lo deseo, porque tengo en el corazón que ese hombre ha de ser mío.

—Ya veremos, entre tanto marcha de avanzada por si alguien viene a inquietarnos.

—Con permiso, mi coronel.

En aquellos momentos se escucharon varios tiros y rumor de voces y carreras.

—Mi caballo, gritó Piedra-Santa.

José de la Luz salió corriendo, y presentó en seguida el caballo al coronel, que poniendo mano a su espada, salió en busca de sus soldados.

II

Los realistas habían avanzado hasta las orillas del pueblo de Tacuba.

Los insurgentes lanzaron sus guerrillas sobre las avanzadas enemigas y se trabó desde luego una escaramuza.

La caballería realista engrosó sus guerrillas, los insurgentes acudieron al lugar del encuentro, y comenzó una batalla en toda forma.

El general Bustamante, que no pensaba atacar en aquel punto a los realistas, intentó retirar las fuerzas, pero los insurgentes se lanzaron como desesperados, desalojaron a los realistas de un puente, y ya no había más que aceptar la situación.

Se replegó el enemigo a Tacuba.

Los insurgentes reconocieron los puntos inmediatos, cuando los realistas salidos de México alcanzaron la retaguardia en el puente llamado de Careaga, donde comenzó otra acción.

Las guerrillas de Sierra de Guanajuato, Príncipe, Frontera, Granaderos de la Corona y primero Americano, reforzados por una de San Luis, dieron una carga a la bayoneta, continuando sin interrupción, hasta lograr que el enemigo se replegase en Atzcapotzalco, donde tomó posesiones.

En medio de aquel espantoso fuego, y cuando las caballerías se encontraron en el choque del arma blanca, Piedra-Santa y Jacinto Castaños se vieron frente a frente.

El demonio del rencor sopló con furia sobre aquellas almas, y la venganza y el odio hizo estremecer el corazón de aquellos hombres que se detestaban a muerte.

—¡Nos encontramos al fin! gritó don Alfonso.

—Sí, exclamó con voz ronca Castaños, y vas a morir entre mis brazos.

A aquellas palabras siguieron dos disparos simultáneos y a quemarropa.

Se disipó el humo, y ambos aparecieron terribles como la desesperación. Un segundo disparo se confundió entre el estruendo de la batalla.

Piedra-Santa se bamboleó en el caballo, dos balas le habían hecho una profunda caverna en el corazón por donde salía un mar de sangre.

Vaciló algunos instantes, y se desplomó del caballo, que echó a correr asustado por las detonaciones de la artillería.

Se acercó Castaños al cadáver ensangrentado, y rechinando sus dientes de furor y sacudiendo la sudorosa cabellera, dio un alarido salvaje, un grito de Satanás.

—¡La última sangre! gritó, la última vertida por mis manos; ya nadie queda de mi raza, aquí está la última esmeralda; yo burlaré las predicciones; y azotando con furia su caballo, tornó a mezclarse entre sus soldados que se batían en retirada.

José de la Luz había visto a lo lejos aquel duelo singular; en vano quiso acudir en defensa de Piedra-Santa, el campo estaba obstruido, y cuando pudo llegar al sitio, solo encontró el cadáver de su coronel.

Aquel hombre no derramó una lágrima, no dijo una palabra, se arrodilló, besó la frente helada del muerto, y gritando después: ¡viva el rey! ¡mueran los insurgentes! se entró en las filas de sus jurados enemigos.

Llegó la noche.

El cielo se había entoldado y la tempestad estallaba con fuerza.

Los insurgentes se habían retirado de las inmediaciones de Atzcapotzalco, y los realistas tenían un momento de respiro. José de la Luz estaba en la torre con los soldados que mandaba Castaños.

Cuando los vigías anunciaron la retirada del enemigo las fuerzas españolas comenzaron a desfilar rumbo a la capital.

Luego que llegó su turno al destacamento de la torre, Castaños ordenó el desfile, quedándose a retaguardia para que no se ocultase alguno de sus soldados.

José de la Luz estaba en el dintel de la escalera cuando Jacinto puso el pie en el primer escalón.

—Alto, dijo el insurgente, poniéndole dos pistolas al pecho.

Jacinto no preveía aquel lance, y permaneció estático con la sorpresa.

Dos soldados de la escolta de Piedra-Santa que acompañaban a José y estaban en el secreto, se arrojaron sobre el asesino, y lo ataron fuertemente por los brazos.

—El vaticinio se realiza, murmuró Jacinto: «el último de las generaciones que llegue a reunir las tres esmeraldas, asistirá a la última de las batallas, y morirá en la noche que preceda a ese gran día de la independencia de México

Los insurgentes creyeron que Castaños rezaba.

—Haces bien, dijo José de la Luz, porque vas a morir.

En seguida ató una cuerda al cuello de aquel desgraciado, poniendo el extremo en la barandilla de la torre.

Jacinto no suplicaba, sabía que su muerte era inevitable, y estaba resignado.

Los soldados sacaron fuera de la torre a aquel hombre y lo lanzaron al espacio.

Con el peso corrió la lazada, y la estrangulación fue momentánea: el cuerpo azotó fuertemente contra los muros.

Osciló unos momentos el cadáver, y después tomó su reposo natural.

El rostro se puso amoratado, conservando el aspecto de fiereza que había distinguido a aquel malvado.

Último vástago de aquellos tres hombres que habían jurado venganza al pie del cadalso de Xicotencatl, cumplía con su misión al realizarse el horóscopo de la fatalidad.

José de la Luz se precipitó por las tinieblas de la escalera seguido de sus compañeros, y se perdió en el silencio de la noche.

III

Al día siguiente las tropas de la insurgencia contemplaban un cadáver colgado a uno de los balaustrados de la torre de Atzcapotzalco, y que mostraba en su pecho desnudo tres esmeraldas.

IV

Los caudillos todos de la insurrección concurrieron al sitio de México, con el mismo entusiasmo que en los primeros días de la revolución.

La capital no tenía el aspecto de una ciudad sitiada: con excepción de los europeos, todo el mundo respiraba júbilo, y el pueblo veía aparecer sobre el cielo de la patria la luz del astro que resplandecía en el horizonte.

Perdida la esperanza del triunfo, acudió esa sombra de gobierno a pedir la extrema-unción a la iglesia.

Se hicieron triduos y rogativas, se invocó el poder del cielo con preces y procesiones; pero el cielo permaneció sordo a las súplicas.

La situación era más triste cada día; las avanzadas se desertaban, los personajes salían prófugos y la desmoralización más grande devoraba los últimos restos del gobierno colonial.

Un virrey con los independientes, otro virrey defendiendo la ciudad, otro más destituido y protestando contra todo, presentaban el espectáculo de la disolución más completa.

El virrey sitiado estaba perdido irremisiblemente; así es que el 11 de septiembre, promovió una junta, y para salvarse de la derrota hizo la siguiente declaración:

«Quedo satisfecho absolutamente por los despachos originales que he visto, de que el señor don Juan O-Donojú es capitán general y jefe político superior de estas provincias, nombrado por el rey, en cuya virtud lo reconozco como autoridad legítima.»

Aquella declaración fue la entrega de la ciudad.

Novella, O-Donojú e Iturbide, celebraron una última conferencia y la capital quedó a merced del ejército independiente.

El general Filisola al frente de cuatro mil insurgentes, tomó posesión de la capital, señalándose el 27 de septiembre para la entrada triunfal del Ejército trigarante.

Arriado el estandarte de los Castillos y Leones, apareció nuestra bandera como un iris sobre el antiguo alcázar de Moctezuma.

V

¡Sombras de nuestros mayores, mártires todos de la libertad americana, alzaos de vuestras tumbas al toque de resurrección de vuestra patria!

¡Vosotros, que habéis regado con vuestra sangre el campo infecundo de tres siglos, coronad vuestras frentes con las inmortales siemprevivas de la victoria!

¡Tended vuestras alas como los genios tutelares de América; imprimidle ese sello de grandeza sublime que os acompañó resplandeciente en las hogueras del siglo XVI, y en los patíbulos del siglo XIX, y llevad intacta vuestra bandera a las generaciones del porvenir!

Epílogo. El Libro Rojo

Llegó por fin el día de la libertad de México. Once años de lucha, un mar de sangre, un océano de lágrimas. Esto era lo que había tenido que atravesar el pueblo para llegar desde el 16 de septiembre de 1810 hasta el 27 de septiembre de 1821. 16 y 27 de septiembre, 1810 y 1821. Hé aquí los dos broches de diamantes que cierran ese libro de la historia en que se escribió la sublime epopeya de la independencia de México.

«¡Y cuánto patriotismo, cuánto valor, cuánta abnegación habían necesitado los que dieron su sangre para que se inscribieran con ella sus nombres en ese gran libro!

»Pero el día llegó; puro y trasparente el cielo, radiante y esplendoroso el sol, dulce y perfumado el ambiente.

»Aquel era el día que alumbraba después de una noche de trescientos años.

»Aquella era la redención de un pueblo que había dormido en el sepulcro tres siglos.

»Por eso el pueblo se embriagaba con su alegría, por eso la ciudad de México estaba conmovida.

»¿Quién no comprende lo que siente un pueblo en el supremo día en que recobra su independencia? Pero, ¿quién sería capaz de pintar ese goce purísimo, cuando se olvidan todas las penas del pasado y no se mira sino luz en el porvenir; cuando todos se sienten hermanos; cuando hasta la naturaleza misma parece tomar parte en la gran fiesta?

»México se engalanó como la joven que espera a su amado.

»Vistosas y magníficas colgaduras y cortinajes ondeaban al impulso del fresco viento de la mañana, en los balcones, en las ventanas, en las puertas, en las cornisas, en las torres. Cada uno había procurado ostentar en aquel día lo más rico, lo más bello que tenía en su casa.

»Sus calles parecían inmensos salones de baile: flores, espejos, cuadros, vajillas, oro, plata, seda, cristal, todo estaba en la calle, todo lucía, todo brillaba, todo venía a dar testimonio del placer y de la ventura de los habitantes de México.

»Y por todas partes, cintas, moños, lazos, cortinas con los colores de la bandera nacional, de esa bandera que enarbolada por Guerrero y por Iturbide en el rincón de una montaña, debía en pocos meses pasearse triunfante por toda la nación, y flamear con orgullo sobre el palacio de los virreyes de Nueva España.

»Aquellos tres colores simbolizaban: un pasado de gloria, el rojo; un presente de felicidad, el blanco, y un, porvenir lleno de esperanzas, el verde; y en medio de ellos el águila triunfante hendiendo el aire.

»Y entre aquella inmensa multitud que llenaba las calles y las plazas, que se apiñaba en los balcones y ventanas, que coronaba las azoteas, que escalaba las torres y las cúpulas de las iglesias, ansiosa de contemplar la entrada del ejército libertador, no había quizá una sola persona que no llevase con orgullo la escarapela tricolor.

* * *

»El sol avanzaba lentamente; y llena de impaciencia esperaba la muchedumbre el momento de la entrada del ejército trigarante.

»Por fin, un grito de alegría se escuchó en la garita de Belen, y aquel grito, repetido por más de cien mil voces, anunció hasta los barrios más lejanos que las huestes de la independencia pisaban ya la ciudad conquistada por Hernán Cortés el 13 de agosto de 1521.

»1521, 1821. ¡Trescientos años de dominación, y de esclavitud!

»A la cabeza del ejército libertador marchaba un hombre, que era en aquellos momentos objeto de las más entusiastas y ardientes ovaciones.

»Aquel hombre era el libertador don Agustín Iturbide.

»Iturbide tenía una arrogante figura, elevada talla, frente despejada, serena y espaciosa, ojos azules de mirar penetrante, regía con diestra mano un soberbio caballo prieto que se encabritaba con orgullo bajo el peso de su noble jinete, y que llevaba ricos jaeces y montura guarnecidos de oro y de diamantes.

»El traje de Iturbide era por demás modesto; botas de montar, calzón de paño blanco, chaleco cerrado, del mismo paño, una casaca redonda de color de avellana, y un sombrero montado con tres bellas plumas con los colores de la bandera nacional.

»Al descubrir al libertador, el pueblo sintió como una embriaguez de placer y de entusiasmo, los gritos de aquel pueblo atronaban el aire, y se mezclaban en gigantesco concierto con los ecos de las músicas, con los repiques de las campanas de los templos, con el estallido de los cohetes, y con el ronco bramido de los cañones.

»Iturbide atravesaba por el centro de la ciudad para llegar hasta el palacio; su caballo pisaba sobre una espesa alfombra de rosas, y una verdadera lluvia de coronas, de ramos y de flores caía sobre su cabeza y sobre la de sus soldados.

»Las señoras desde los balcones regaban el camino de aquel ejército con perfumes, y arrojaban hasta sus pañuelos y sus joyas; los padres y las madres levantaban en sus brazos a los niños y les mostraban al libertador, y lágrimas de placer y de entusiasmo corrían por todas las mejillas.

»Las más elegantes damas, las jóvenes más bellas y más circunspectas se arrojaban a coronar a los soldados rasos y a abrazarlos; los hombres, aunque no se hubieran visto jamás, aunque fueran enemigos se encontraban en la calle, y se abrazaban y lloraban.

»Aquella era una locura, pero una locura sublime, conmovedora; aquel era un vértigo, pero era el santo vértigo del patriotismo.

»Por eso será eterno entre los mexicanos el recuerdo del 27 de septiembre de 1821, y no habrá uno solo de los que tuvieron la dicha de presenciar esa memorable escena, que no sienta que se anuda su garganta y que sus ojos Se llenen de lágrimas, al escuchar esta pálidá descripción, hija de las tradiciones de nuestros padres, y nacida sólo al fuego del amor de la patria.

»Aquel fue la apoteosis del libertador Iturbide!»

II

Han pasado tres años. Una sucesión de errores y atentados políticos entre los que se registra la disolución de un congreso, ha abierto la tumba al primer imperio. El hombre de Iguala, el grande, el aclamado por el pueblo, yace proscrito y sin nombre en las regiones extranjeras. La bandera de la República está plantada en la patria de Hidalgo; ella le dice al virgen continente y a las naciones del viejo mundo, que la independencia está consumada, y que ella será respetada en la apoteosis sublime de su soberanía.

………………

«Era la tarde del 15 de julio de 1824. Frente a la barra de Santander (Estado de Tamaulipas), se balanceaba pesadamente el bergantín “Spring” anclado allí desde la víspera.

»La tarde estaba serena, apenas una ligera brisa pasaba susurrando entre la arboladura del buque, las olas se alejaban mansas hasta reventar a lo lejos en la playa, y los tumbos sordos de la mar llegaban casi perdiéndose hasta la embarcación.

»Las gaviotas describían en el aire caprichosos círculos, anunciando con sus gritos destemplados la llegada de la noche, y se miraban de cuando en cuando bandadas de aves marinas que volaban hacia la tierra buscando las rocas para refugiarse.

»Melancólica es la hora del crepúsculo en el mar cuando el sol se oculta del lado de la tierra; tristísimo es contemplar esa hora desde un buque anclado.

»Sobre la cubierta del bergantín había un hombre que tenía fija la mirada en la playa.

»Mucho tiempo hacía que permanecía inmóvil en la misma postura. Esperaba y meditaba.

»Y esperaba con paciencia, porque no se contraía uno solo de los músculos de su fisonomía y meditaba profundamente, porque nada parecía distraerle.

»La noche comenzó a tender su manto, y aquel hombre no se movía. Por fin los contornos de la tierra desaparecieron entre la oscuridad, las estrellas brillaron en el negro fondo de los cielos, y asomaron sobre las inquietas olas esos relámpagos de luz fosfórica, que son como las fugitivas constelaciones de esa inmensidad que se llama Océano.

»El hombre del bergantín no veía pero escuchaba, y repentinamente se irguió.

»Era que en medio del silencio de la noche había percibido el acompasado golpeo de unos remos.

»Aquel rumor era a cada momento más y más distinto; sin duda alguna se acercaba al bergantín una lancha.

»—¿Jorge, eres tú? —dijo el hombre del bergantín a uno de los remeros cuando la pequeña embarcación llegó.

»—Sí, señor —contestó una voz desde la lancha.

»—¿Y Beneski?

»—Espera aquí —contestó otra voz.

»El hombre saltó resueltamente a la escala y con una firmeza que hubiera envidiado un marinero, descendió por ella y llegó a bordo de la lancha.

»—¡A tierra! —exclamó sentándose en el banco de popa.

»Los bogas no contestaron, sonó el golpe de los remos en el agua, y la lancha obedeciendo a un vigoroso y repentino impulso, se deslizó sobre las aguas, ligera como una ave que hiende los aires.»

* * *

«Al día siguiente, cerca ya de Soto la Marina, caminaba una tropa de caballería, enmedio de la cual podía distinguirse al mismo hombre que el día anterior había desembarcado del bergantín.

»Al lado de aquel hombre marchaba otro que parecía ser el jefe de la fuerza.

»Los dos caminaban en silencio, parecían hondamente preocupados y poco dispuestos a emprender una conversación.

»Por fin el hombre del bergantín rompió el silencio, y acercando su caballo al de su acompañante, le dijo con voz firme:

»—Señor general Garza, supuesto que soy prisionero de usted, ¿no podría decirme la suerte que me espera?

»Garza levantó los ojos, lo miró por un momento, y con acento casi lúgubre contestó:

»—La muerte.

»El prisionero no palideció siquiera, pero tampoco volvió a desplegar sus labios; poco después llegaron a Soto la Marina.

»En la misma noche toda aquella población sabía que a la mañana siguiente sería pasado por las armas el destronado emperador de México, don Agustín Iturbide, hecho prisionero al desembarcar en la barra de Santander, por el general don Felipe de la Garza.

»Los historiadores no están conformes en el modo con que fue aprehendido don Agustín Iturbide.

»Algunos de sus biógrafos, más apasionados de la memoria del desgraciado emperador que de la verdad, afirman que Iturbide llegó a las playas mexicanas ignorando el decreto de proscripción fulminado contra él en la República, y agregan que desembarcó disfrazado, fingiéndose colono, en compañía de Beneski; pero que fue reconocido por el modo expedito y airoso que tenía de montar a caballo.

»Todas estas dudas se disipan y todas estas relaciones se desmienten, con sólo trascribir el principio de una carta que en el momento casi de desembarcar escribía Iturbide a su corresponsal en Londres don Mateo Flétcher, y que inserta don Carlos Bustamante en su apéndice a los Tres Siglos de México.

»Dice así:—“A bordo del bergantín ‘Spring’ frente a la barra de Santander, 15 de julio de 1824.—Mi apreciable amigo:

»”Hoy voy a tierra, acompañado sólo de Beneski, a tener una conferencia con el general que manda esta provincia, esperando que sus disposiciones sean favorables a mí, en virtud de que las tiene muy buenas en beneficio de mi patria… Sin embargo, indican no estar la opinión en el punto en que me figuraba, y no será difícil que se presente grande oposición, y aún ocurran desgracias. Si entre estas ocurriere mi fallecimiento, mi mujer entrará con usted en contestaciones sobre nuestras «cuentas y negocios, etc.”

»Y esta carta está firmada:—“Agustín de Iturbide.”

»Toda la versión, pues, sobre el incógnito de Iturbide, no pasa de ser una novela.

* * *

»Amaneció el día 17 y se notificó a Iturbide que dentro de pocas horas debía morir.

»Su muerte estaba decretada por Garza, que se fundaba para dar esta determinación en la ley que proscribía a Iturbide para siempre de la República.

»Se notificó al preso la sentencia y la escuchó sin inmutarse; pidió que viniera, para auxiliarle en el último trance, su capellán que había quedado en el buque, y envió a Garza un manifiesto que había escrito para la nación.

»La serenidad de Iturbide y la lectura del manifiesto conmovieron sin duda al general, porque mandó suspender la ejecución y se puso en marcha para Padilla, en donde estaba reunido el congreso del Estado, llevando consigo al prisionero y tratándole con tantas consideraciones como si él fuera mandando en jefe.

»Llegaron por fin a Padilla, y el congreso determinó que sin excusa ni pretexto fuese pasado por las armas. En vano Garza, que asistió a la sesión, procuró probar, convertido entonces en defensor de Iturbide, que el decreto de proscripción no alcanzaba a tanto, que Iturbide daba pruebas de sus intenciones pacíficas, trayendo consigo a su esposa y a sus pequeños hijos. El congreso se mantuvo inflexible, y Garza fue encargado de ejecutar la sentencia dentro de un breve término. Volvió entonces a notificarse a Iturbide que podía contar con tres horas para arreglar sus negocios, después de las cuales debía morir.

»Iturbide se preparó a morir como cristiano, y se confesó con el presidente del congreso que era un eclesiástico, y que había salvado su voto cuando se trató de la muerte del prisionero.

»Las seis de la tarde del día 19 fue la hora señalada para ejecutar la sentencia.—Iturbide salió de la prisión sereno y firme, y deteniéndose al encontrarse en el campo exclamó:

»—Daré al mundo la última vista.

»Después pidió agua que apenas tocó con los labios, y se vendó él mismo los ojos.

»Se trató entonces de atarle los brazos; se resistió al principio, pero después se resignó con humildad.

»Se detuvo allí, caminó cosa de setenta u ochenta pasos y llegó al lugar del suplicio, repartió el dinero que llevaba en los bolsillos entre los soldados, y entregó su reloj, un rosario y una carta para su familia al eclesiástico que lo acompañaba.

»En seguida, con firme acento habló a la tropa, rezó en voz alta algunas oraciones y besó fervorosamente un crucifijo.

»En ese momento el jefe hizo la señal de fuego, y se escuchó el ruido de la descarga.

»Cuando se disipó el humo de la pólvora, don Agustín de Iturbide no era ya más que un cadáver cubierto de sangre.»

III

En la suntuosa Catedral de México, y en la sexta capilla de la nave izquierda, consagrada al mártir mexicano Felipe de Jesús, se ve sobre uno de los altares una urna de mármol negro, donde se lee esta inscripción en letras de oro:


AGUSTÍN DE ITURBIDE
AUTOR DE LA INDEPENDENCIA MEXICANA.
COMPATRIOTA LLÓRALO
PASAJERO ADMÍRALO.
ESTE MONUMENTO GUARDA LAS CENIZAS
DE UN HÉROE.
SU ALMA DESCANSA EN EL SENO DE DIOS.
 


Publicado el 17 de junio de 2019 por Edu Robsy.
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