Discurso Cívico

Juan Díaz Covarrubias


Discurso


Pronunciado en la ciudad de Tlalpan la noche del 15 de septiembre de 1857


Si pudo
mi corazón, sin compasión, sin ira
tus lágrimas oír, ¡ah!, que negado
eternamente a la virtud me vea,
y bárbaro y malvado,
cual los que así te destrozaron sea.

Quintana
 

¿De qué manera corresponder al llamamiento de la patria? ¿Cómo hacerme digno de la confianza que hoy el pueblo deposita en mí? Yo quisiera al presentarme en este sitio, donde el sentimiento popular me coloca, traer algo más que mis esperanzas de mexicano y mis creencias de joven. Yo quisiera ser uno de esos hombres de genio, cuyas palabras, semejantes a los rayos de luna que se cuelgan sobre la extensión de un cementerio, iluminando blandamente la oscuridad del mismo sepulcro, derrama las luces del consuelo, de la esperanza y de la fe en el corazón de los pueblos. Pero yo en esta noche, aniversario glorioso, sólo podré recordar al pueblo mi hermano los pasados días de nuestras victorias, juntos levantaremos una plegaria, plegaria tierna como del alma, a la memoria de nuestros muertos héroes, ya que juntos guardamos en el rincón más recóndito de ella las reminiscencias de días de triunfos, perdidos en la noche de los tiempos. Porque ¿en qué corazón de patriota, no encuentran un eco los nombres de esos héroes? Porque ¿qué mexicano no vive con la vida de sus recuerdos?

Era el año de 1810: habían transcurrido tres siglos desde que Anáhuac, la perla más preciosa del mar de Colón, había ido a adornar el florón de la corona de Castilla. Ruinas, ¡ay!, ruinas morales quedaban de la nacionalidad de los aztecas; ya no la alegría de la libertad, sino el silencio de la esclavitud, ¡triste y espantador silencio sólo interrumpido de cuando en cuando por el sofocado gemido de la pesadumbre del esclavo! La diferencia inmensa de riquezas, estableciendo una diferencia espantosa de clases; el español acumulando inmensos tesoros; el mexicano empapando con el sudor de su frente y las lágrimas de sangre de sus ojos su profanada tierra, la tierra de sus padres, y con el sentimiento de un pasado de libertad y un porvenir de servilismo, llorando; pero llorando con ese llanto del hombre esclavo que ahoga sus sollozos y sus suspiros, que cubre la desesperación de su vergüenza con el manto engañoso de la conformidad; la hipocresía llevando su aliento de veneno hasta el rincón más apartado del hogar doméstico; ahogando todos los sentimientos espontáneos del corazón, y marchitando en flor las esperanzas más tiernas de la vida: el sacerdote indigno, órgano de los virreyes, apoderándose de los secretos de las familias, especulando con su llanto, dominando con el poder de la conciencia, enseñando por credo una obediencia ciega al virrey, los privilegios y concesiones para el español bien nacido; el tributo y la extorsión para el indio, la inquisición con sus sombras, sus venganzas y sus martirios, los fueros de una nobleza que no era nobleza, nobleza reclutada en las montañas de Vizcaya, Galicia y Cataluña, una nación inerme, sin comercio; una nación que no progresa, porque aún no comprende ni anhela comprender el espíritu civilizador del siglo; una nación asida y arraigada a las ridículas preocupaciones del siglo XV; una nación, en fin, que parece un gran convento.

He aquí, el estado de la Nueva España, estado funesto de despotismo del que parecía casi imposible salir. Sin embargo, un trono perfectamente consolidado en España, se había abismado a los esfuerzos de un coloso, el estruendo que produjo al caer y el clamoreo de los vencedores habían llegado a la Nueva España como un eco perdido, eco que los dominadores intentaban apagar con el ruido de dobles y más pesadas cadenas; pero los mexicanos comenzaban a comprender que el edificio monárquico más sólido, cede a los esfuerzos de un gigante, y que muchos hombres unidos con el lazo de un martirio común, una igual voluntad, un mismo deseo y sufrimientos semejantes, bien pueden formar ese gigante. El sol de la libertad recientemente conquistada en los Estados Unidos, había lanzado débiles, pero distintos destellos sobre la noche de la esclavitud mexicana, alumbrando la razón del hombre servil, y haciéndole ver que también la dominación adquirida sobre un pueblo por el derecho de la fuerza, de la resignación necesaria, del tiempo y la costumbre se pierde por los esfuerzos de ese mismo pueblo que tiene la conciencia de un existir social independiente, y que en el espíritu mismo, eminentemente progresador del siglo, encuentra una palanca con que auxiliarse, diversos movimientos insurreccionarios en algunas provincias de la dominada América del sur y en la misma Nueva España, con motivo de la destitución del virrey Iturrigaray, que había sabido ganarse el cariño de los mexicanos, habían comunicado su oscilación a todo el país, y habían venido por fin a hacer comprender a sus desdichados hijos, que también podía lucir en el horizonte de las edades, un día en que la vida de tres siglos de despotismo se tomara en encantada vida de libertad; en que el sol que hasta allí sólo había alumbrado humildes frentes, inclinadas a la tierra bajo el peso del sufrimiento, lanzara sus consoladores rayos sobre la erguida frente de hombres libres; pero ¿quién podrá proferir esta palabra libertad fuera del círculo del hogar doméstico, sin temer que el viento del espionaje y de la denuncia la llevase hasta los oídos del orgulloso dominador? ¿Qué mano se alzaría armada de una espada, sin que dos cadenas la sujetasen?, ¿qué pecho lanzaría un grito de guerra, sin que mil puñales lo atravesaran?, ¿qué voz de desesperación podría llegar a unos labios, sin ser antes ahogados en una garganta? ¿Qué ojos húmedos por las lágrimas del desconsuelo brillarían con la expresión del entusiasmo varonil sin ser cerrados a la luz purísima de Dios?, ¿qué cabeza podría alzarse erguida al cielo, sin rodar ensangrentada a la tierra?… Sin embargo, señores, hubo un hombre por fin, de esos hombres cometas de los siglos, que sólo aparecen de cuando en cuando, fanales de las edades, cuyos destellos iluminan la noche de los pueblos, y guían sus pasos inciertos apagándose al soplo de las inclementes ráfagas de vendaval de la muerte, luego que la luz del sol de la libertad alumbró ya felices a los que ellos guiaron desdichados esclavos; hubo un hombre de la familia de los apóstoles que acompañaban a Cristo, que comprendió que la vida de un ser podía sacrificarse a la vida de un pueblo, y profirió la palabra libertad fuera del hogar doméstico, y levantó su ya débil y trémula mano armada de una espada, y arrancó de su pecho un grito de guerra, y al morir tornó a los suyos sus ojos preñados de lágrimas, indicándoles que siguieran adelante el camino que él les había señalado, y al rodar su cabeza ensangrentada, murmuraron sus labios las últimas palabras del nombre que enseñó a pronunciar a los mexicanos.

¡Pueblo, ya lo sabes, Hidalgo se llamó ese mártir! Hoy hace cuarenta y siete años, que ese anciano débil, solo, olvidado y pobre, dijo él primero una palabra que hacía tres siglos no se había pronunciado en Anáhuac; pero el pensamiento que ella identificaba, se lanzó con la velocidad de la idea, desde ese rincón apartado del pueblo de Dolores, por toda la extensión del dominado país, encontrando un eco de música en todos los corazones, y pocos días después, Hidalgo se dirigía a la cabeza de un ejército, o más bien de una masa de hombres que por momentos se aumentaba, sobre Guanajuato, primer ciudad de importancia que aquel huracán humano encontraba a su paso para derribar, y pocos días después flameaba sobre sus torres enrojecidas con la sangre, el pendón santo de los libres.

Aquella chispa se convirtió en llama, aquella llama en hoguera, aquella hoguera en incendio y aquel incendio arrojó sus lívidos reflejos por todo el país; a su rojiza claridad se vio levantarse del polvo de la esclavitud a Allende, Aldama, Abasolo, Morelos, Matamoros, a Galeana y a mil gigantes; y como tiemblan y se estremecen las aves a la llegada del azor, así temblaron y se estremecieron aquellos orgullosos castellanos a quienes el derecho de la fuerza había hecho crueles y la costumbre de la dominación inhumanos; y como tres siglos antes había llorado Cortés en Popotla, en aquella triste noche, al contemplar que el furor azteca destrozaba su ejército, así regaban con lágrimas de despecho la tierra ya humedecida con lágrimas de pesadumbre, al sentir que ya el cierzo del despotismo, en vez de apagar aquella hoguera encendida por un solo hombre, la atizaban más y más. Sin embargo lanza edictos el virrey, fulmina excomuniones la inquisición, un doble ejército se levanta para castigar el valor de los insurgentes y ambas huestes se chocan como en el fondo de una cañada dos despeñados torrentes; en la montaña de las Cruces, que se eleva en el valle de Toluca, donde por fin retumba venciendo y vengando afrentas de tres siglos el cañón de los libres. El ejército español se dispersa, es hecho pedazos y huye medroso, simulando al huir esas bandadas de aves que atraviesan ligeras el espacio y a quienes la presencia del cazador espantó. Mas, ¡ay!, aquella masa de indisciplinados insurgentes que sólo combaten porque les guía la luz de la fe, que sufren resignados con la esperanza de un porvenir para sus hijos, diferente del pasado que ellos tuvieron pero que se precipitan en las batallas sin orden, sin armas casi, es deshecho a su vez en un aciago día, en el puente de Calderón. El ejército naciente es hecho prisionero, o se dispersa, los calabozos escuchan más gemidos en su recinto, los patíbulos se enrojecen con la sangre de los libres, la inquisición se venga, en los templos de la corte se entonan solemnes Te Deum y se hacen suntuosas procesiones que forman un irónico y espantador contraste con la procesión de sangre que simulan los infelices mexicanos al huir. La desdicha les persigue y son derrotados de nuevo en las inmediaciones de Chihuahua, donde Hidalgo es hecho prisionero y fusilado como traidor. ¡Noble Hidalgo!, su vida fue una aspiración, su agonía una prueba, su muerte una transición a otro mundo mejor. Hijo de la esclavitud y la desdicha, tenía la bondad en el rostro. Y la resignación en el alma. Murió como había vivido, perdonando. Su sangre al caer, regó el árbol santo de la libertad. ¡Flor que ha vivido en la atmósfera pestilente y envenenada de la esclavitud, quiso en un día abrir su corola al perfume de la libertad; pero el huracán del infortunio arrastró sus hojas hasta las playas de la muerte, y las mariposas que solían acariciarla en la alborada, no la encontraron en la tarde! ¡Ave que una mañana cantó dulcemente en la enramada, denunciando su presencia al cazador, el último rayo de la luz crepuscular proyectó la vaga lumbre de su penumbra, sobre su cadáver ensangrentado!

¡Adiós, Hidalgo, adiós! Si al fin, al otro lado de ese cielo de zafir, hay un Dios que recompensa, un Dios que perdona y olvida, tu alma reposará allí blandamente en su seno. Si más allá de esas nubes flotantes, que conducen el rayo o transparentan el Sol, girando encima de nuestras cabezas, hay un mundo todo luz, todo aromas, todo virtud, tú habitarás en él, porque el cielo es la república de la eternidad y tú soñaste en la vida en esa república.

Si en ese cielo en que los hombres hemos pensado en las tediosas horas del infortunio, se puede volver una mirada a la lejana tierra, si es posible aun recordar lo que otro tiempo se adoró en la vida, si queda al menos una reminiscencia vaga como crepúsculo de luna, de los nobles delirios del pensamiento que abrasaron nuestra mente con su fiebre, tú nos verás en esta noche solemne a nosotros tus hijos, los hijos del pueblo; tú en esta noche, te acordarás de aquella noche; tú pensarás en tu libertad querida, y llorando nos bendecirás; ¡adiós, Hidalgo, adiós! Nosotros pensaremos en ti, mientras haya vital aliento en nuestro ser, nosotros rezaremos por ti mientras haya plegarias en nuestro corazón, te suspiraremos mientras haya suspiros en nuestro pecho, te lloraremos mientras quede una lágrima en nuestros ojos; y si un día, el viento del olvido y del desengaño político, se lleva esa memoria y esas plegarias de nuestro ser, oreando al pasar esas lágrimas, te buscaremos a nuestro alrededor en los vergeles de Anáhuac; contemplaremos tu noble cabeza que emblanqueció la fiebre de una idea gigante, en la nevada cima de nuestros volcanes; escucharemos los suspiros de tu pecho, en esa brisa soñolienta que murmulla en las hojas de los árboles de nuestros campos, al desmayar la tarde cuando el Sol se recuesta fatigado detrás de las colinas; escucharemos tu voz en el gemidor arroyo que canta quejándose al pasar. ¡Adiós, Hidalgo, adiós! ¿En qué luz de esas estrellas que bordan el azul del firmamento en las noches tibias del estío se nos revela la luz de tu mirar? ¿Cuál de esos fugitivos celajes de las tardes de primavera, forma la huella de tu planta cuando atraviesas por el cielo? ¿En qué brisa de aurora está tu aliento? ¿En qué música de río está tu acento pronunciado aquella palabra santa que dijiste en 1810?… ¡Adiós, Hidalgo, adiós! Tu recuerdo es para nosotros mexicanos, como es para nosotros hombres la memoria de nuestra madre o de un ser adorado que perdimos en la infancia; recuerdo dulcísimo y triste, que a veces medio borran las impresiones juveniles de la vida; pero que renace más vivo y más querido, en las horas calladas de la melancolía; si te hemos olvidado en medio de nuestras convulsiones políticas, puesto que hemos olvidado esa misma libertad que nos legaste al morir, ya nunca te olvidaremos. De hoy en más, las letras de tu nombre serán para nosotros como los ecos que aún despiertan muchos años después en nuestro corazón, los cantos monótonos con que arrullaban nuestras madres nuestro sueño cuando niños, cantos que alguna vez apagaron las tempestades de los errores del corazón; pero que de nuevo escuchamos, cuando tendemos llorando la mirada a nuestro mejor pasado. ¡Hijo del pueblo!, si aún hay plegarias en tu alma, reza por Hidalgo que era tu padre, y tú, ¡pobre hijo del pueblo, no has tenido muchos padres; si aún hay lágrimas en tus ojos, llórale, porque fue mártir!, si aún eres bueno, ¡piensa en él, piensa en él!…

La muerte de Hidalgo, fortificó a la tiranía con la muralla del desaliento que se apoderó de los mexicanos, las venganzas continuaron, de nuevo asesinó la inquisición, de nuevo se ensangrentaron los cadalsos y la mayor parte de los hombres que componían aquel ejército, tornó a llorar a sus cabañas creyendo que Dios le retiraba su amparo; hubo en Anáhuac más familias huérfanas, hubo más madres sin hijos, hubo más desdichados en las oscuras prisiones, encontraron vasto y justificado campo las crueldades de los favoritos de los virreyes que suspiran por un puesto honorífico, nuevos mártires conquistaron el cielo en el cadalso; pero, ¡ah!, bien se pueden destruir millares de hombres sin destruir una idea, y si por algún tiempo cesaron las batallas, continuó esa guerra silenciosa, guerra de ideas, guerra de principios, guerra de razas, y entonces apareció venciendo ese gigante Morelos, ese Hidalgo de 1811 que sin elementos dominaba las costas del sur de la Nueva España; Terán, general científico, que por sus talentos militares parecía un jefe del ejército de Bonaparte; Guerrero, ese noble y desdichado caudillo, que durante diez años mantuvo encendido el fuego santo de la libertad, en las montañas del sur y a quien el porvenir preparaba la traición y el asesinato en pago de su constancia heroica. Victoria, ahora prófugo, fugitivo, errante en los desiertos de Veracruz y que un día arrojara en Oaxaca su espada al agua para atravesar a nado un foso, a cuya opuesta orilla le aguardaban masas enemigas que huyeron espantadas de este rasgo sublime de valor espartano; bravo, que perdonaba a los asesinos de su padre. ¡Cuánta orfandad, cuántas venganzas, qué de lágrimas, cuántos rasgos de valor, cuántos sacrificios! ¡Qué de martirios, qué de lástimas!, no habría en esa lucha tenaz de once años, lucha horrible, constante, que ya no podía prolongarse por más tiempo. Iturbide, ese Morelos de 1821, dio el último paso, organizó un plan salvador, reunió un ejército para proteger el partido por él antes combatido y marcha a ponerse de acuerdo con Guerrero, el único jefe que continuaba la guerra con algunos soldados. Los dos caudillos se encuentran en Acatempan. Guerrero que conoce las ideas de Iturbide, le dice con una voz entrecortada por la emoción: «¡Ah, señor, encargaos del mando de esta pequeña tropa de valientes que me sigue hace diez años y yo serviré como simple soldado a vuestras órdenes!» Iturbide no puede contenerse a este rasgo admirable de generosidad y desinterés patriótico y se echa llorando casi en sus brazos. Los dos generales permanecen así un instante abrazados, sin que los sollozos les permitan hablar; pero sin hablar se lo han dicho todo; uno se acuerda de los sufrimientos de una azarosa guerra de diez años, se acuerda de los desdichados valientes que ha visto morir a su lado, por la miseria, las privaciones o el acero enemigo; el otro piensa en el tiempo funesto en que el error lo ha tenido afiliado a las banderas españolas, y se arrepiente y promete sacrificarse en las aras de la patria. ¿Qué pensaron esos dos hombres que caracterizaban la honradez y el genio militar; en ese momento solemne en que una misma idea les arrancaba iguales sollozos? ¿Qué pensaron cuando ellos, naturalezas sufridas así se conmovían? ¡Quién sabe!, pero los soldados al ver conmovidos a sus jefes, se conmueven también, y sus manos se estrechan fraternales jurando no volverse a armar con contrarias espadas, y un lamento universal de entusiasmo se alzó en aquel campo. Ese abrazo, fue una restitución, y pocos meses después la Independencia estaba consumada, y el ejército vencedor y libertador era recibido en la capital que en aquel día solemne parecía despertar de un letargoso y espantador sueño de tres siglos.

¿Pero a qué referir la vieja historia de nuestra Independencia, que ninguno de vosotros ignora? ¿Quién de vosotros no la ha escuchado, acaso de los mismos testigos presenciales, cuando niño en un rincón del hogar, en las noches inclementes del otoño, mientras la lluvia caía gemidora fuera?; ¿quién no le conoce envuelta por el encanto de las tradiciones populares y aumentada en proporciones por el sencillo terror de las nodrizas?, ¿quién no ha jugado de niño con una de esas viejas y mohosas espadas que yacían olvidadas en un rincón del hogar y cuya vista arrancaba lágrimas de alegría y despertaba gratos recuerdos a un anciano que tal vez había combatido con ella? ¿Quién no ha llorado con el suplicio de Morelos y las crueldades de Calleja?, ¿quién pálido por el entusiasmo, con los ojos húmedos por la emoción no le ha escuchado a un orador del pueblo?

Referiremos ligeramente los sucesos posteriores.

Conquistada la Independencia a costa de sangre, Iturbide se puso al frente de la nación para regir sus destinos; pero este héroe se dejó deslumbrar demasiado por el brillo de su gloria, y tuvo el error de hacerse nombrar emperador. Yo nada diré de ese nombramiento; pero creo que se necesitaba hasta cierto punto en el país, un gobierno absoluto que algo dominara la anarquía y la desmoralización que debía quedar naturalmente, después de una guerra de diez años, y más tarde aquel imperio se hundiría por su propio peso, sin que se derramara sangre, y el mismo hombre que en la desmoralización se había llamado emperador, en el orden republicano se podría llamar presidente. Esta cadena natural de los sucesos, habría enseñado al pueblo a respetar los gobiernos, puesto que había amado al mismo emperador, porque veía en él aún al héroe de Iguala; el pueblo se habría enseñado a conservar la paz, la paz regeneradora, que es la vida de las naciones, el secreto de su felicidad, y no se le habría acostumbrado a la desmoralización y la desobediencia; pero hubo un hombre, señores, hubo un hombre funesto, nacido para la desdicha de México, un hombre más traidor que Judas, que dio al pueblo el primero ejemplo de desobediencia y fundó la escuela de rebeliones y motines, que desde entonces han ensangrentado al país, sin dejarle respirar por un momento la consoladora brisa de la paz; hubo un hombre que cambió el tierno lazo de la unión nacional en las cadenas de la venganza, y el arado del campesino en el fratricida puñal de las discordias y la lucha civil. ¡Ya sabes, pueblo, cómo se llama ese hombre!, por desgracia te has enseñado a pronunciar su nombre con horror. Hoy el abandono político pesa sobre él y no debemos referir su criminal historia para maldecirle. Harto tiene ya con su conciencia, con el torcedor de su pasado, y acaso con la luz de un arrepentimiento tardío para México. ¡Que el Señor le quiera perdonar, en el último día, en el día de la reparación!

Desde entonces acá no ha habido en México, más que infortunio, venganzas encubiertas con el manto de la política y protegidas por el desmoronamiento social en que hemos vivido, persecuciones, asesinatos, destierros, orfandad, todas las consecuencias, en fin, de la guerra civil, y ¡cosa admirable!, en medio de esa anarquía en que nos hemos agitado. México ha progresado notablemente, probando que sólo necesitaría el descanso de la paz y la emulación que da la fraternidad, para ponerse a nivel y aun aventajar a las naciones cultas de Europa; pero es México, sirviéndome de una comparación trivial, como esos desdichados que se entregan al desenfreno de la prostitución, robustos, lozanos, llenos de juventud y vigor; pero a los pocos meses, su vida se envenena con aquella atmósfera viciada, y languidecen, y comienza a apagarse su existencia, como lámpara que azota inclemente el vendaval; mas entonces, si la voz de la razón y de la conciencia habla a su corazón, arrancándoles de ese estado funesto, en pocos meses, también recobran su vigor, su juventud y su lozanía, dejando ya de simular cadáveres vivientes.

¿Qué ha sido de la libertad de 1821? Partido que has especulado con la desdicha del país, partido deshonrado que intentas llamarte: aristocracia, clero y ejército de México, y que no eres más que clase inútil, clero impuro y ejército desmoralizado, ¿dónde están Iturbide y Guerrero, raza de tigres que te has alimentado con la sangre de los buenos ciudadanos?; ¿qué hiciste de Mejía?, Revolucionarios, hijos de inquisidores, convertisteis el laurel del héroe de Iguala en un patíbulo; pero nosotros os conocemos, porque nunca se borrarán de nuestra frente las manchas de sangre, nosotros vemos brillar en la sombría oscuridad de la traición, el siniestro puñal de vuestras venganzas. Familia de Caníbales, ¿qué habéis hecho de Guerrero?, ¡cobardes!, le asesinasteis porque era oscuro, porque era hijo del pueblo, porque no os erigió en nobleza como lo deseabais. ¡Traidores!, le llamasteis a un festín, al festín de la muerte, de donde érais vosotros, ¡asesinos!, dignos convidados.

¡Ejército que un hombre desmoralizó!, ¿de qué otra cosa has servido que de ciego instrumento a venganzas y ambiciones?

Infames revolucionarios, en vez de buscar el sustento con el trabajo del hombre honrado y del buen ciudadano que respeta a su gobierno amparándose con la ley, en vez de formar, el soldado fiel a su nación y que como el pan bendito del orden religioso y civil, habéis convertido a la patria en ensangrentado teatro de vuestras ambiciones, por ceñiros una banda de general, por llegar a un ministerio habéis caminado sobre una alfombra de cadáveres, sin ver los arroyos de sangre que atravesabais, y sin oír los lamentos desgarradores de las familias, que vuestra rapacidad había dejado huérfanas.

¡Noble ejemplo por cierto, nos habéis dado a nosotros jóvenes! Nosotros al nacer hemos recibido por bautismo las lágrimas de nuestras madres que gemían a nuestros muertos o desterrados padres, que bebían el agua de ríos extranjeros amargada por su llanto, y comían el mendigado y negro pan del proscrito; nosotros desde niños hemos visto brazos hermanos armados de contrarios puñales, hemos contemplado el vendaval envenenado de la guerra civil penetrar hasta el rincón más santificado de la casa, quemando y agostando las más hermosas y de más blando perfume, flores del jardín paterno.

Esta juventud del día os debe avergonzar, esta juventud que ya no escucha vuestros pérfidos consejos, que ya no imita vuestro funesto ejemplo, a vosotros apóstatas del presidio, Bonapartes de procesión, caudillos de motines; esta juventud que estudia y progresa al estruendo del cañón fratricida; este pueblo sufrido que prefiere el rudo trabajo y la miseria, a las galas postizas de la deshonra y de las victorias de un día, ese indio que no se aprovecha para conquistar con el derecho de la fuerza que por egoísmo le ofrecéis, una ciudadanía que hasta aquí sólo tiene de nombre, y espera en silencio, que un gobierno justo le dé sus garantías sociales.

Una nación traidora se ha aprovechado de nuestra desunión, ha ensangrentado nuestro florido suelo con una guerra injusta y afortunada vencedora de un vencido desdichado, ha hecho flamear su triunfante pabellón en el palacio mismo de Moctezuma; afortunada, sí, afortunada no más; especuladora de las circunstancias, porque, ¿podría acaso su ejército compararse con el verdadero ejército de México, el ejército del pueblo, que se llamó, ejército del norte y que prefirió la muerte a la deshonra? A la Europa se le dijo que un puñado de hombres había penetrado hasta el centro de nuestro país; pero la Europa no vio, que por mala disposición o por desdicha, nunca se combatió con fuerzas iguales al menos. Nunca, no, siempre un grupo de hombres, dos o tres batallones solamente, conteniendo el esfuerzo de todo el ejército invasor, aunque a poca distancia se encontrasen inermes, millares de soldados, que muchas veces veían perecer a sus hermanos, sin poderles auxiliar, porque entretanto sus jefes reñían, o decían esperar órdenes.

¿Habrá alguna vez entre los soldados de esa nación un Gelaty, atando a su cintura la bandera de su cuerpo al morir, por no entregarle, un general León, un Balderas, un Peñuñuri…?

¿Y después de tanta afrenta ha podido crearse un nuevo partido, que se llama anexionista? ¡Imposible!, en ningún corazón mexicano puede albergarse tan siniestro pensamiento; ningún hombre sin ser traidor, puede tener más que una patria. ¡Imposible!, pueblo, te quieren engañar; no les creas, intentan hacerte órgano ciego de privadas venganzas. ¿Podría alguna vez un mexicano, olvidarse de la derramada sangre de sus infelices hermanos?, ¿podrá pensar sin horror en Texas, Nuevo México, Chihuahua, Sonora, California? Ése sería un hombre todo contradicción, que se alegraría de ver a otro hombre insolente, engalanado con vestidos que le pertenecieron y que con la ley de la fuerza le arrebató. ¡Imposible! Si me dicen que la civilización debe extender sus progresos a los países desiertos y abandonados, yo responderé: que la propiedad es la justicia, y que la justicia es Dios, es la salvaguardia contra la injuria y que «justicia» debe ser la base de los países que se llaman republicanos y civilizados.

Las funestas consecuencias de tan continua discordia, han sido la creación de un nuevo partido, partido de egoísmo, partido nulo que desentendiéndose completamente de una patria con que ya ha especulado demasiado, ha hecho su patria del yo y su ley de su conveniencia, o más bien, con la ponzoña de su envenenada lengua ha atacado a los gobiernos progresistas, con intrigas mujeriles, intrigas de portería; ha presenciado indiferente una invasión extranjera, y dos veces traidor ha vivido degradado junto al soldado invasor por los intereses de un comercio servil, y con el dinero maldito del enemigo de su patria que también debía ser su enemigo, ha comprado un bienestar de oprobio y de vergüenza.

En medio de este caos político, en que hemos vivido, sin contemplar la luz, han pasado desapercibidos los hombres de genio que son fanales de las naciones; la luz de la ciencia y de la filosofía religiosa no ha podido alumbrar el abismo de la superstición que la guerra civil ahondaba más y más; las consoladoras palabras del evangelio político, imitación del Evangelio de Jesucristo, se han perdido entre el estruendoso rumor de los cañones, los lamentos y el clamoreo de vencidos y vencedores, que no habían conquistado más principio que el de la fuerza. Los científicos, los artistas y los literatos, flores de civilización, han sido despreciados, la hiel del despecho y del desencanto ha destilado lenta a su corazón, la ingratitud les ha hecho morir, pobres, miserables, desdichados, acaso enterrándose de la caridad, dejando por herencia a su familia, la mendicidad y sus obras como inútil padrón de la nobleza del talento, o la envidia y la miseria les ha obligado a refugiarse en lejanos países y vender sus trabajos y sus útiles descubrimientos a gobiernos extranjeros.

En vez de crear como en Europa la nobleza verdadera, la del talento, el valor, los antiguos servicios, la nobleza republicana, se ha erigido una aristocracia; nobleza de dinero, parodia de la aristocracia de Europa, clase inútil y ridícula que ni como parte de consumo sirve, puesto que emplea artesanos extranjeros; mujeres hermosas, sin afecciones patrias que sueñan con un título de damas de la reina; jóvenes sin creencias políticas que deliran con un nombramiento de conde, o cortesano de rey. ¡Risible, monarquía sin monarca que no forma ni ciudadanía!

Los artesanos se consumen sin trabajo, el pueblo no forma parte del pueblo. La lucha civil no ha dejado crear ni un carácter, ni unas costumbres nacionales, desarrollando una sociedad mixta de lo más extravagante, aristocracia arlequín, aristocracia «polichinela» que en sus costumbres, su idioma, sus inclinaciones y hasta en su traje, imita o procura imitar a diferentes sociedades de Europa, sin dejar fijar un sello de originalidad que indique un existir político, apacible, uniforme y progresador. La diversidad de opiniones ha ido hasta el corazón de las familias a establecer la diversidad de costumbres, y no es raro encontrar una familia viciada, cuyos miembros difieren de la manera más extraña. Una madre que guarda aún y se arraiga a las preocupaciones del gobierno virreinal; un padre, que lanzado completamente al torbellino de las revoluciones, descuida la educación de sus hijos; unas jóvenes que imitan el lujo y el desenfreno escandaloso de la sociedad parisiense; un joven que se reconcentra inútil en las excéntricas ideas de los ingleses; niños que con tan funesto ejemplo a los diez años ya tienen opiniones diversas y ya se inclinan a afiliarse en un partido de los que dividen al país; criados víctimas, que por el estado de servilismo en que se les tiene, no se diferencian de los desdichados hijos de África o de los salvajes de nuestros desiertos.

Y en medio de este caos revolucionario ¿qué ha sido de ti, pobre indio?, ¿qué se ha hecho por tu existir social? ¡Nada, absolutamente nada!, ha continuado tu vida de agonía y esclavitud. Tú ilevas en tu ser los gérmenes para formar un pueblo honrado, laborioso, civilizado; pero te han relegado al olvido civil y te han negado de hecho el derecho de ciudadanía; víctima de la tiranía de un mal juez y la codicia de un mal sacerdote, se ha traficado con tu sangre y con tus lágrimas. Esclavo de un propietario rico y cruel, tu vida ha continuado casi tan espantosa como bajo la dominación española. Hijo de la degradación y el servilismo, la desgracia te ha hecho supersticioso y hasta idólatra, cerrando tu corazón a los efectos dulces de la vida; te has vuelto a la naturaleza, y cansado de la ingratitud de los hombres tus hermanos, has consagrado toda tu ternura a los objetos. Hasta tus cantos populares respiran esa tristeza desconsoladora que te consume. En medio de las tinieblas de la ignorancia en que vives, a veces siniestros pensamientos cruzan por tu mente; conoces que una agitación de tu parte te volvería tus derechos; pero los rechazas; porque tú, ¡pobre indio!, no eres vengativo ni sanguinario; porque tú, ¡pobre indio!, esperas aún tu felicidad por el camino de la paz y la justicia; porque tú, ¡pobre indio!, eres demasiado bueno para sufrir, y demasiado noble para resignarte.

¿En dónde están los elementos de la prosperidad de México? Están en la paz, la unión y el trabajo, esa trinidad social que da reposo a las naciones, que ata a sus hijos con el dulce lazo de la ternura y las afecciones patrias, y los hace marchar con identidad de voluntades al progreso.

¿Cuál es la forma de gobierno que más conviene a México? La república, la verdadera república, que es la justicia, la fraternidad, la garantía, el apostolado, los mandamientos, Dios. ¿Podremos alcanzar la felicidad nacional? Sí, si lo queremos. ¿De qué manera? Yo lo diré en pocas palabras.

Que en la formación del gobierno haya acierto para elegir a los funcionarios, prefiriendo a la honradez y al talento; que en vez de crear un ejército numeroso que el país no puede sostener, y formarlo con los frutos podridos de los presidios abiertos por los motines y las revoluciones, se destruya la leva, ese ataque contra el derecho que todo hombre recibe de Dios al nacer, ese manantial de lágrimas de las familias, ese comercio de sangre, ese dominio de la fuerza; creando al soldado voluntario, garantizándole su subsistencia y sus derechos de hombre y en vez de concentrar, afeminándolo en las capitales se le lleve a las fronteras amenazadas por los filibusteros y los bárbaros; el soldado mexicano, es el verdadero soldado, valiente, sufrido, pero los motines lo han desmoralizado, y ha derramado su sangre en beneficio de un hombre ambicioso y no de la conservación de una república; que el gobierno cuide minuciosamente de la educación del pueblo y de los indios, planteando escuelas numerosas, vigilando a los fraccionarios de las aldeas; que el cura, en vez de ser un tirano, sea una providencia; que se castigue a los revolucionarios y alborotadores, que los legisladores y diputados en vez de decir hermosas palabras, velen por la felicidad o conserven los intereses del pueblo que los envía al congreso; que el propietario ampare a los indios sus obreros, ya que el indio es honrado ciudadano, excelente labrador, fiel soldado, apegado con todo su corazón a las afecciones de familia que son el origen de las afecciones patrias; que vea un padre en el gobierno, y entonces enviará a su hijo a la escuela, sustituirá a esos nidos humanos donde la miseria lo tiene, sencillas y aseadas cabañas; cubrirá con vestidos sus desnudos miembros y contribuirá al bienestar y al progreso de la nación. Que la agricultura y la minería, verdaderas fuentes de riqueza del país, encuentren la protección del gobierno; que se fomente la colonización, que se arregle la propiedad, y entonces donde hoy hay incultos desiertos habrá haciendas; los brazos hoy ociosos encontrarán un trabajo útil; que se establezca un código que cada ciudadano pueda conocer, para evitar ser víctima de la codicia de un abogado embrollador; que se quite a los abogados esa intervención funesta que tienen en todos los negocios del país, que el telégrafo conduzca el pensamiento de un extremo a otro de la nación; que el camino de fierro atraviese desde el istmo de Tehuantepec hasta las llanuras de Sonora, desde el océano Pacífico hasta los puertos del Golfo de México, y en los países donde hay caminos de fierro, no hay ladrones y hay trabajo para los artesanos y los científicos, y encuentran un giro los capitales muertos; que el talento encuentre recompensa; que se comprenda el verdadero espíritu de la religión, de esa religión, purísima fuente de felicidad, bálsamo de las llagas incurables del alma, que enseña en las aldeas el modesto párroco o en los desiertos el sufrido religioso, y no ese cristianismo de procesiones y prácticas exteriores que enseña el clero noble de las ciudades, el canónigo rico y perezoso que tiene más de gran señor de la edad media que de apóstol de Jesucristo. Que se infunda en el corazón del pueblo ese respeto a las autoridades civiles y religiosas y no los malvados y los insolentes, apoyados en las palabras, «progreso», «libertad», «adelanto», «igualdad», «fanatismo», se crean con derecho para desobedecer la ley que dicte su honrado juez, o para insultar a su modesto y virtuoso sacerdote. Que no se descuide tanto la educación de la mujer y se recogerán provechosos frutos y palpables buenos resultados. Que los hombres en vez de formarse una profesión de la política, se hagan científicos o artesanos. El pan que se gana con las revoluciones está empapado con lágrimas y sangre. Que la prensa en vez de ser órgano de persecuciones, y centro de ridículas cuestiones privadas, de insolencias y de parodias, sea fuente de luz donde se discutan los intereses nacionales, que en vez de desacreditar al funcionario público honrado e intachable, echándole en cara sus defectos de hombre, y penetrando hasta el centro de la familia para sacar a la pública luz sus flaquezas, dé el primer ejemplo de moralidad, desterrando esas teorías de progreso impracticables y extravagantes que sólo prueban el talento de un erudito; pero no la buena intención de un hombre patriota.

Y este cuadro no es la ilusión del deseo y la esperanza.

Si México respirara durante diez años «el regenerador aliento de la paz», se realizaría tan dulce ilusión patria.

México, permitiéndoseme la comparación; es como esos jóvenes de buena educación que por las circunstancias de la vida, se lanzan demasiado temprano al torbellino del gran mundo y a los catorce años ya consumen sus noches en las orgías y la voluptuosidad, los brindis y las blasfemias, apurando muy tiernos, niños casi, las fuertes emociones y gastados cierran su corazón a los efectos dulces al comenzar su juventud; pero entonces un buen consejo, la religión, un puro amor, una santa afección, los vuelve al buen sendero, recuerdan su primera educación y abandonan sus errores haciéndose buenos ciudadanos. México tiene en su voz los elementos para la felicidad, pero ha consumido temprano su vida embriagada en las orgías de estériles triunfos sobre humanos. La paz la regeneraría.

México es como esas bellezas sin amor que se consumen de tedio a los veinte años, porque las impresiones de pasiones tempestuosas, o de banales adulaciones de salón han agitado su existencia; pero los goces de la maternidad y las santas dulzuras de la familia les vuelven la alegría y la paz del corazón.

Yo tengo esperanza; yo creo en el porvenir dichoso de México. ¿Acaso sientan bien las manchas de sangre en la frente y los gritos de guerra en los labios de esta beldad que tiene por espejo un cielo siempre azul, retratado en aguas purísimas de dormidos lagos; por alfombra flores; por aliento aromas ele nardos y rosas, y por acento músicas de aves?

Un célebre escritor ha dicho: «Todo progreso es un esfuerzo, todo esfuerzo una pena, y toda pena tiene su gemido. Las transformaciones políticas son una labor, el pueblo es el obrero de su propio porvenir. ¡Cuidado!, el porvenir le mira y le aguarda.»

Sí, mexicanos aún es tiempo, agrupémonos en torno de la bandera nacional, amparémonos con las leyes republicanas, procuremos olvidar el pasado para pensar en el porvenir, estrechemos llorando nuestras manos dándonos el dulce título de hermanos. Hemos cometido errores, más que crímenes. Si el pasado es un abismo, el presente es una esperanza, y el porvenir es la felicidad. Formemos una gran familia unida con los dulces vínculos de la ternura y el amor. Seamos como bandadas de palomas que atraviesan dolientes el espacio, heridas por un mismo tiro. Dios perdona y olvida los errores de los pueblos, seamos buenos ciudadanos y seremos buenos hijos y honrados padres.

¿Qué es el porvenir para la virtud? Es la vida en esa república de la eternidad que se llama cielo y está al otro lado del sepulcro.

¡Que esta noche de recuerdos preceda al primer día de felicidad; que el yermo erial y solitario que formó la guerra civil, se torne en el encantado vergel de la libertad, donde nos embriague dulcemente el perfume suavísimo de las flores de la civilización! ¡Ya no más odios, ya no más lágrimas, ya no más sangre, ya no más proscripciones! Lloren de alegría los ojos que lloraron de pesadumbre; levante plegarias de gratitud el corazón que las levantó en las tribulaciones de la patria; besen la bandera nacional, los labios que profirieron blasfemias; vuélvanse a Dios en acción de gracias las manos que se armaron de puñales; formen la muralla del gobierno republicano y la religión, los pechos que exhalaron gritos de rencor y suspiros de despecho, y esas lágrimas, esas plegarias, esos besos, esos suspiros, formarán el himno más elocuente que de un pueblo pueda llegar hasta el trono del Señor.

¡Mexicanos: el pasado se olvida, el presente pasa, el porvenir espera! ¡Mexicanos!… Dios ampare a la nación.


Publicado el 18 de junio de 2019 por Edu Robsy.
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