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El monte se le entregaba como una mujer.
Parecía esperarlo. Correr toda vida urgente y egoísta de su interior para quedarse escuchando cómo él iba y venía despacio, juntando leña para el fueguito del puchero, planchando a lomo de cuchillo varas de junco para hacer asientos de sillas.
Hasta las vacas que pastoreaban en los peladares se echaban sobre las patas a rumiar, lentas, los ojos perdidos en la distancia.
Andrada con una pereza dulcísima también, se ponía a mirarlas mover lentamente la lengua como suavizando algo.
Gustaba también quedarse extendido, haciendo espalda en los troncos, las piernas en la solana, el cigarro apagado en los labios.
O tirarse en el campo de gramillas trenzadas y duras, el sombrero en los ojos, los brazos extendidos, estaqueado al sol que le derramaba una líquida sensación de plenitud.
Andrada y el monte se entendían en silencio. En el silencio hablaban solos.
Andrada tenía sus ideas sobre la amistad.
Los amigos había que aceptarlos como eran.
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Publicado el 14 de junio de 2025 por Edu Robsy.
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