Un día Don Alejandro volvió del acopio con Ciriaco. El padre de este quería que se formara en la “güeya”, al lado del viejo, que era un hombre derecho.
Ciriaco era grandote, reservado, sin vicios, hijo de buena gente.
A poco de llegar el muchacho empezó a sustituir tan bien a Don Alejandro que este le fue dejando el galpón por cuenta de él.
El patrón era un hombre viejo, muy fuerte, sanguíneo, con un desparramo de venillas en las mejillas. Había envejecido en el galpón entre cueros, sudores y tarros de veneno. Hablaba con desprecio de las mujeres, pero siempre andaba procurándolas o haciéndolas buscar con gancheras de profesión.
* * *
Don Alejandro comía, bebía, y salía “por ahí”… Ciriaco “agachaba el lomo”, cumplía meses sin sacar plata, sin andar con mujeres, sin dar quejas al viejo. Vivía días planos.
Ahora está “meta y ponga” en el galpón, curando cueros. Con el calor y la mosca está como loco, genioso. Los cueros se habían amontonado por razón de que él había estado una semana sin trabajar, medio descaderado de acarrear medias reses en el matadero. Fue a causa de una jugada que hicieron los otros para taparle la boca a un tal Espino, muy balaca. Él va al matadero a recibir los cueros de la carneada. El otro siempre está diciendo “que no hay hombre para él, en fuerza”…
* * *
Lo venció pero quedó “resentido”. Según le dijo “un hombre viejo que sabía”, se le habían abierto los músculos de la espalda. Le aconsejó se hiciera una cruz con cinta roja “en la mesma parte lisiada”.
Fue como con la mano.
Bueno. Está “meta y ponga” en el galpón. Con rabia, molestado, “yeno” de lavar los cueros con sal y pasarles el veneno y luego ponerles en las garras el espeque de estirarlas. A veces al hacer el rasgón pequeño con el cuchillo capador se le va la mano. Esto es otra cosa que no le gusta porque nunca fue frangollón. En este momento sonó el ¡plá!
¡plá! de unas manos. Una mujer.
—Ajah!… ¡Adelante!
La mujer despertó un enjambre de moscas que estaban al sol, sobre la tierra ardida donde el aguaza con que se lavan los cueros la ha resquebrajado y está toda vuelta para arriba, como escamas invertidas.
La mujer ya está diciendo como quien reza:
—¿Tan por acá?… ¿Don Alejo?
—Don Alejandro sestiando… ¿Eso es?… sí, sestiando…
Se miran en seco. Callados. Callados pero de rara manera. Sería que la siesta andaba suelta entre la cuerambre y la tierra caliente y la mosca volando a lo avispa, sin parar en nada, y la mancha hamacada del saucesito del fondo.
Ciriaco le resbalaba los ojos por el cuerpo. Ella estaba quieta. Achicada en el portón. Parecía que la luz de la calle la había traído hasta allí y le hubiera sacado los relieves. Desde Ciriaco era lisa. Un papelito.
—¿Entonces, no está, no?
—No, no está, eso es… estar está, sestiando… eso es.
Allí ella le pialó los “eso es” y comenzó a agrandarse.
—Sí, como está sestiando, no está, eso es… ¿Pero qué sol, eh?…
Le regañaba como si tal cosa.
¡Que la velen! —se dijo el mozo—, me está agarrando pa ella…
—¡Entre pues!…
* * *
Se vieron entrar al galpón. Los cueritos de cordero —que según dijo la ladina, parecían “chiripasitos de muchacho chico”— quedaron desparramados por el suelo. El galpón más callado que nunca sin él al frente, como solía.
Ella salió arreglándose las trenzas, “lo cual” Ciriaco cuando volvió de acompañarla hasta el portón, estaba como vacío. Como si le hubieran sacado los ojos…
* * *
Ella vino aquella tarde a buscar una “yelcita” o a encargarla para hacer un remedio contra el reumatismo. En el galpón solían tener, porque eran muy procuradas para eso. Aquella tarde de sol raja-tierra la yel les salió dulce a los dos.
Después él la volvió a ver alguna vez. La madre, que era curandera y gancheraza, le había sido muy servicial a Don Alejandro.
La muchacha era bien hija de curandera. Tenía conversación hecha de palabras y silencios, conversación con “más agujeritos que una puntilla”. Era fina, de muslos largos, menuda, color canela. Buscapleito con los hombres. “Busca vida”… Merecedora como ella sola. No tenía miedo de quemarse y salía a la siesta, que para una mujer es “deshora”. Aquel encuentro con Ciriaco la hizo volver con visitas desparramadas, bien calculados los espacios, cosa que Ciriaco estuviera siempre deseoso y se fuera “arrebatando” solo.
Ella le duraba lo que un trago. Se maduraba él entre los cueros y los soles rabiosos que se revolcaban en el patio, en el polvo con olor a veneno. Cuando ella se iba, apenas llegada, se ponía malo. Estaba como pasmándose de no poder desahogarse con ella o aliviarse conversando con alguien, pues trabajaba solo. A veces terminaba por sentarse bajo el sauce que parecía una melena y le hacía correr su llanto verde cerca de los ojos. La mancha que hacía la sombra parecía un cuerito que jugaba como un animalito chato amansando el calor de la tierra. Una mano alisando.
* * *
Como siempre. De tarde. Ya él tenía pensado ponerle pieza.
—Toy con ganas de hablarle a la vieja…
—¿Pa qué?… Vas a hacer una bobada.
—¿Cómo una bobada?… ¿no querés formalizar?
—¡No sé pa qué!… al lao de la vieja estoy bien.
Ya iba a marcharse cuando él la tomó de la mano.
—¿Cómo no?… ahora que quiero cumplirte, eso es, cumplirte, ¿vos no vas a querer?…
—¿Y que ganás vos? Yo vengo lo mismo a veces… ¿Pa qué me voy a sujetar a un hombre solo?
Hablaba con formalidad. Ciriaco estaba desconcertado con estas salidas.
—¡Entonces serás una loca!
—¿Y yo te he pedido algo a vos?… ¿eh?, ¡decí!
La verdad que en eso ella tenía razón.
—¿Y entonces cómo vamos a seguir?…
—¡Es que no me vas a ver más!
Le hizo perder la serenidad. Tenía ganas de ponerle la mano encima.
—Bueno, bueno, ¡contestá, te hablo!
—No. Ya no me importás un…
No aguantó más. Después que la sacudió, le torció el brazo, haciéndola caer de plancha, boca arriba. Se le pobló.
—¡Eso era lo que vos querías!, ¡miliquera!…
* * *
No fue más por el galpón. La veía él cuando venía del matadero con el carro lleno de cueros sangrantes.
Como no se la podía sacar de adentro fue a dar al rancho con pretexto de curarse de una sacadura mal acomodada.
Una, dos veces después. Un día cuando la vieja entró los encontró “desparramando cosas”. “La mocosa” tuvo que decir entonces lo que pasaba.
Como el hombre se estaba poniendo cada vez más peligroso, la vieja “sacó vejez” para arreglar el asunto:
—Bueno mozo, aquí no viene más o se viene del todo…
Creía ella que secándolo a gastos —pues: los gastos de una casa— el hombre “iba a abrir los dedos”. Aceptó el irse del todo. La vieja aclaró:
—Mire Ciriaco que usted corre con todo… habiendo un hombre no van a trabajar las mujeres…
Fue. Ya estaba haciéndose un arrastrao por ese tiempo. En el rancho, donde había que entrar agachándose, y salir afuera a darse vuelta, se le empezó a ensuciar el alma.
Alguna vez porque se dormía y otras porque no podía dormir, la cuestión es que nunca se sabía si iba a ir a trabajar. Seguro, Don Alejandro lo echó.
* * *
Don Alejandro era amigo de la vieja. Amigo porque la vieja le recorría el espinel buscándole siempre “alguna cosita a medio madurar”. Como viejo, le gustaba la fruta verdiona. Sentado está Ciriaco —parece mentira, ¡el mismo que estuvo con él!— tomando mate y pitando. En el alambradito y las tunas chumberas ondean los ponchos patrios de los milicos.
* * *
Ya hace rato que Don Alejandro, tras un proseo animado, se fue. Ahora es la muchacha que sale.
—¿Adónde vas? —dice.
—¡Qué se te da a vos!…
—¡No vas!…
Interviene la vieja:
—No. Déjala ir.
—No va… ¡Qué va ir!… ¿Se cree que no me doy cuenta?…
La vieja no está acostumbrada a que la contradigan. Allí “no hay más hombre que ella”.
—¿El qué? ¿Que no va? ¡Si podrá ir! ¡Andate! ¿Qué más quiere? ¡Tomara ella ir seguido!…
Se fue nomás. Pero Ciriaco va tras ella. Es nochecita.
Ya están prendiendo los faroles.
* * *
Están pito y pito. Los guardias civiles que hay en el pueblo parecen multiplicados. Corren.
Es frente al galpón. Entran muchos.
Después entra la gente también y empiezan todos a andar como sombras entre los cueros en fardos. Algunos prenden fósforos. Las lucesitas se apagan de miedo. Allá donde Don Alejandro tiene la cama y los grandes encuadernadores llenos de notas, y los diarios doblados en tres y pinchados en la pared, está el drama.
Publicado por primera vez en El Terruño, año XIII, Nº 144, junio-julio de 1929, p. 30. Incluido en la primera edición de Hombres, 1932.