Clorinda

Juan José Morosoli


Cuento


I
II

I

Ni parecía que en aquella casa viviera una mujer “así”, como Clorinda.

Con la tina al fondo y la ropa colgada en los alambres, parecía la casa de un vecino como los demás. Eso sí, cortada de las otras. Como Clorinda de las gentes. Natural: podría vivir en el barrio donde están las mujeres que se dedican a lo que se dedica ella. Pero no quería porque era gustadora de la soledad.

—Cuanto menos bulto más claridá… —decía.

Y también:

—No porque una sea lo que es, le va a gustar el bochinche… ¿no le parece?…

Agregaba, al fin, para estar contenta con su presente:

—Yo soy así, pero me puedo enderezar… ¿Quién le dice q’alguna derecha no se tuerza?…

Además había gente a la que le gustaba la seriedad en estas cosas. ¡Gente que va allí por lo que va y se acabó!…

—Tu casa es como una escuela o com‘un asilo e viejos…

Eso le dijo Zenona Pérez, una vecina vieja, única que le sacaba prosa. Clorinda le respondió:

—¡Tan siquiera esos respetan!…


* * *


Temprano nomás Clorinda cerraba la casa. A las doce, cuando el guardia civil terminaba la ronda con una pitada doble, ella despedía el último visitante. El guardia civil se iba. Aquella casa no había por qué cuidarla. No peligraba la tranquilidad allí.


* * *


Clientela tranquila. Esa era la que ella quería. Y los que iban allí gustaban también la tranquilidad.

—Clorinda es una mujer que no alegra a nadie, pero tampoco entristece...

—Seguro… ¡dejesé con esas qu’están quejándose siempre!… ¡Como si uno las hubiera echao a perder!…

Natural. Que se quejaran a “el primero”…

En Clorinda habían comenzado a ser hombres muchos “picolisos”. En ella se habían despedido de la mujer muchos hombres... Podía hacer una colección si quería.

—¡Pues!... ¡Una colección de los que entran y los que salen!… Los que van por primera vez y los que van por última vez.

—Debe ser triste despedir a un hombre, ¿eh, Clorinda?

—¡Salí pa ya!… Decirle que no venga más. ¡Pero qué

se va hacer!…

Ella se lo decía al despedirlo. Cuando la puerta partía la noche con su luz.

Dejaba las palabras temblando en la calle y cerraba.

—¡Don Alejo!… Le via pedir que no venga más… ¡Pa qué le via robar la plata!…

También ocurría que había que tomar precauciones con un recién iniciado.

—Perate pa salir... ¡No sea que venga gente!…

Salía a la puerta; miraba calle arriba buscando bultos.

Sí. No fuera cosa que lo viera un pariente de edá…


* * *


Un muchacho estaba allí. Casi tembloroso. Sentada en la cama, ella esperaba que él se desvistiera.

—¡Pero colgá esos pantalones como la gente, muchacho!… —O si no:

—Pero mi hijo, ¿no tiene quién le pegue los botones?…

Iba por hilo y botones. El infeliz, asustado ya, pálido, demudado de ansiedad, esperaba. Parecía un enfermo.

Terminaba ella de fijar el botón. Entonces apagaba la luz.


* * *


¿Frente a ella quién no iba a tener curiosidad?

—¿Cómo comenzaste en esto?…

Bien se veía que ella no tenía genio para “el oficio”.

—¿Qué necesidá!… ¡Tan respetada en la casa ande estabas!…

—Sí; me respetaban las mujere, porque eran mujere…

Ahí está. Además se aburría.

La habían criado tres señoritas viejas, de apellido antiguo en el pueblo. Unas mujeres más derechas que una vela, “que tenían entusiasmo y bondá por las cosas de la Iglesia y nada más”.

Tras la llamada de misa de alba, las tres se escurrían empujadas hasta la iglesia por la luz crecedora, deslizándose por el callejón sonoro que nacía frente al zaguán de ellas y moría en la boca del templo. Asustadas de la calle, las luces muertas de las velas se distinguían al fondo.

Clorinda quedaba fregando el zaguán de costados de mármol donde temblaban suspendidas del techo las calagualas.

Lavaba todos los días el zaguán. “De gusto nomás”, pues tras el regreso de las mujeres ya no cruzaría nadie.

En verano tras mediodía, el patio lleno de plantas se ponía a arder a perfumes.

Las flores de los niamen emborrachaban con su olor a banana. A veces, temblaba el vuelo asustado de un pájaro, en el amontonamiento de tinas. Una de las señoritas salía entonces. Caminaba hasta marearse y después se entraba a sestear.

Había, además, un negro chico para hacer mandados. Un negro que se iba a enloquecer de tener que estarse quieto.


* * *


El día de la Virgen, desde temprano, Clorinda y el negro salían a procurar hinojo y menta que iban poniendo en el zaguán hasta que llegaba la siesta. Pasada esta “hacían piso” a la procesión, con las plantas.

Muy temprano, ellas daban la orden.

—Vas a lo de Ramírez. Decile que muchos recuerdos y que si te dejan juntar hinojo…

Y al negro:

—Vos espulgá bien de caracoles… y sacate el calzao pa entrar…

Un día de estos fue que Clorinda dejó la casa. La culpa la tuvo el negro. Ya cubierta la calle, apareció en la alfombra verde que formaban las plantas, una bosta de caballo.

Jacoba —la que paseaba en la siesta entre las plantas— se enfureció y le pegó al negro con un palo en la cabeza. Fue un golpe tremendo. El negro casi no cuenta el cuento. A Clorinda aquello le dio mucha rabia y se fue a lo de una tía que regenteaba una de “esas casas”.

Un procurador tomó el asunto de la defensa del negro y le hubiera ido mal a las mujeres si no compran al padre del negrito por diez pesos. El procurador que era un hombre que según decía era “pa arreglar la gente y no pa desarreglarla” le aconsejó al moreno viejo que “transara”.


* * *


La tía de Clorinda la aconsejaba:

—Vo así, no entusiasmás a nadie… Tenés que alegrar la gente… Los hombres salen de tu pieza como de un duelo…

Pero Clorinda no aprendía. Entonces puso casa sola. La siguieron de clientes dos o tres pasmaos como ella.

Ya establecida, comenzó a darse cuenta que siguiendo así como iba, podía juntar unos pesos.

—Un día que tenga un poco ’e plata, compro dos o tres casitas y me retiro.

Viviría de los alquileres.

Como el trato de ella era serio, empezó a progresar. La gente que no quería bochinche, iba allí. Gente bien que la conocía a ella de cuando estaba con las señoritas.

—¿Voj’as visto a Clorinda saludar en la calle?…

Nunca. Tampoco habían salido enfermos de allí. Los que iban una vez, volvían. Se retiraban cuando tenían que retirarse.

—Si son muchacho pa casarse… Si son viejo, tené la seguridá que de allí salen pa no ir más a ningún lado…

Seguro. Era cierto.


* * *


Cuando llovía, la casa era una isla en el barrial. A las cansadas llegaba alguien en un coche chapaleando en el barro.

—¡Pero don Fulano; con esta noche!… Capaz de agarrarse una peste!… —y luego:

—¿A qué hora viene el coche a buscarlo?


* * *


Se ponían a jugar a la escoba.

Cuando pasaba al dormitorio apagaba la sala. Los que llegaban sabían cómo era la cosa. Esperaban un poco.

Se quedaba sola, ahora. Aprontaba el mate dulce. Las doce horas saltaban como niñas por el campanario de la iglesia y se iban en rebotes del eco, de cerro en cerro.

Salía, convidaba al guardia civil con unos carneritos con grasa.

Se acostaba; leía la última entrega de una novela a la “que estaba suscrita” y se dormía.


* * *


Pasaba mi juventud despidiéndose:

—Bueno: que te vaya bien… ¿Por qué no dejás esto, mujer?…

—Pronto. Cuando pueda vivir de renta… Via comenzar a deslomarme ’e lavandera, ahora?

—Tenés razón, Clorinda…

II

Vino con un atado de ropa en la cabeza y un niño en la mano. Un gurí de seis o siete años, comiendo un pedazo de pan. Un pedazo de pan más grande que él.

Clorinda tiene ahora unas caderas abiertas, anchas. A lo mejor, el muchacho es hijo de ella.

—¡Pero que has echao cuerpo!… ¡Ya veo, ya!…

Y le señalo el gurí.

—No —dice ella—. Hijo de crianza nomás. Pero… Te toy por decir que lo quiero pior que si lo hubiese parido!…


* * *


—Las cosas vienen como tienen que venir.

—Pasó que una vecina se tiró al agua y dejó est’inocente ’e meses. Me lo trajieron a casa…

Entonces ella tenía “casa pública”.

—Esa noche cerré. ¿Cómo iba a tener la criatura y la casa abierta?

Se quedó sola con el muchachito.

—Cuando lo’el negro lloré de rabia… La noche esa lloré de otra cosa.

—Cerré y no abrí más…


* * *


Se reía ahora:

—Me metí en aquello pa vivir de rentas… y toy de lavandera… ¿Ves vo? ¿Pero comu’iba a seguir con el niño en la casa?…

Miró al muchacho desde muy adentro:

—Este tiene la culpa que esté burriando…

Y se fue Clorinda, el atado de ropa en la cabeza y el gurí comiendo pan.


Incluido en la segunda edición de Hombres, 1942. Se publicó en el Nº 4 de la Revista Mástil de Pan de Azúcar, Maldonado, abril de 1936.


Publicado el 27 de julio de 2025 por Edu Robsy.
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