Pedro el garcero aprontaba su arma. Ya había ordenado sus bártulos y estaba pronto para partir hacia los bañados a hacer zafra de plumas.
Aprontar el arma era un trabajo delicado. Desarmar su mecanismo bañándole en fino aceite, tomaba tiempo. Ablandarla y hacerla celosa al dedo, era obra de paciencia y atención.
Fue entonces que llegó a la puerta de su rancho aquella mujer.
Era una parda retacona, de dulces curvas que hacían brotar firmes los senos y la manzana del vientre. Un milagro de la ropa hundía el centro de la fruta.
—La señora —se regañó— me pidió el mandao y vine…
Quería que él, Pedro, le trajera una bolsa de plumón de cisne.
—¡Hay que verla!… ¡Siempre durmiendo en chala y ahora quiere pluma!…
Pedro tomó el encargo sin convenir precio. Tenía el arma acostada en el brazo. Como a un niño. Deseaba terminar con la mujer. Que se fuera.
Pero ella buscaba atar prosa.
—Cuando vuelva, ¿cómo me anoticeo?
Él buscaba la contestación cuando ella volvió a hablar:
—Mire, mejor que vaya a casa… Golpée nomás.Yo estoy sola.
—¿Dónde?
—Es al lao del rancho largo…
El rancho largo tiene muy mala fama. Allí es donde los soldados van a divertirse cuando cobran. Casi siempre hay bailes que terminan mal.
Como si él hubiera dicho algo, ella continúa:
—¡Como yo vivo sola y no me meto con nadie!…
Además vive más en el arroyo que en la casa. Es lavandera.
—¡Ajá! —aprueba él.
—De lavandera es bravo, pero no tengo que aguantar a nadie…
—¡Pues!
Ella sabe que él también vive solo. Se lo ha contado el turco que vende cosas a plazos en aquel barrio.
—Sí —dice Pedro para terminar—; el turco Felipe…
Este le ha dicho delante de todos, en el boliche, que le tiene envidia:
—Daría mi capital por vivir como usté…
Sería feliz viviendo solo. Tres o cuatro meses en los bañados, comiendo cuando tiene hambre, durmiendo cuando tiene sueño, tirando tiros.
—Volver al pueblo. Apreciar las mujeres dos o tres semanas y no necesitarlas más. Como al sueño y al hambre…
Pedro hace jugar el gatillo del arma. Algo que debe moverse no se mueve. Esto le borra la mujer.
Busca el juego de la pieza, ya todo él en eso.
Ella comprende. El hombre ya no la ve.
—Bueno… ¿No quiere que le mujerée un poco la pieza?
—No —termina Pedro—. Ahura toy en dirme… Cuando vuelva…
Ella se va.
Pero este final de prosa no le conforma…
Parece que ha sido una cosa sin terminar…
Esto lo va pensando ella.
* * *
Pedro partía su vida entre aquellos juncales donde cazaba, en tranquilas temporadas de soledad en su rancho, tejiendo sillas de mimbre, y en tempestuosas rachas en que solo las mujeres, el juego y la caña le interesaban.
Sí. Su vida se partía en estaciones como la vida del bañado. Soñaba, “ido”, sorbido por las lejanías, tendido el espíritu sin sexo, o ardía enloquecido quemándose de caña, en las noches que compartía con las chinas bravas del rancho largo…
* * *
Hirvientes de silbidos y estridencias, zurcidas de alas metálicas en los resoles de los veranos de fuego, las bandejas flojas de las orillas del bañado se iban llenando de cicatrices. Cerrándose por los bordes como las heridas.
Los vientos perezosos del medio día, arrancaban a los caraguatáes, cortantes como latas, sonidos que daban sed. Fiebre.
En los días de invierno engordaban. Lunas aguanosas, sin borde, se quedaban enredadas en los juncos. Vahos de espesas nieblas sobrenadaban en los espacios sin vida. Desde el fondo del bañado —como respiraciones— reventaban en la superficie bombas de aire con sonidos de úes.
Pedro era como el bañado.
Ardía quemándose o se tendía en los días, indiferente frente a las cosas sin contornos, en una lejanía que le venía de la soledad.
De la soledad.
Primero comenzaba a sentir una necesidad de salir del rancho. Luego el llamamiento. Era el de la soledad del bañado. Los primeros días dorados de otoño traían desde los horizontes lejanos a las aves volvedoras. Habían completado el replume y venían hacia el esteral. Él las sentía llegar sin verlas.
Comenzaba entonces a irse hacia allá.
Días y noches, luchaba contra aquel llamamiento. Luego iba resbalando hacia el viaje. Sin darse cuenta. Las armas y los bártulos aparecían en sus manos.
En uno de estos días llegó la parda.
* * *
Pedro está ahora en el pajonal.
En los islotes de árboles que ascienden desesperados de sol, desde las barrancas anegadizas.
Ya había sembrado de aripucas, ramas, paja mansa y barro, el contorno del esteral.
Levantados en varejones altísimos para salvarlos de moscas de queresa y tábanos moros, los trozos de charque como banderolas iban señalando las zonas de caza.
Las colonias de garzas comenzaban ya a aquietarse en los abrigos del bañado.
Algunas veces un alboroto de alas rompía el silencio.
Levantándose y cayéndose, resoplando fatigado, algún toruno arisco, avisado por el instinto de la proximidad de la lluvia, ganaba el campo alto.
Volvía el silencio.
* * *
Aquella mañana estaba sucediendo algo raro.
Aleteaban horneros y chajáes. Con asombro vio Pedro organizarse como para un vuelo de primavera un breve collar de aves.
Era en el borde del pajonal, pero hasta su apostadero llegaba el desordenado batir de alas.
El desorden venía sin duda del campo alto.
Pedro se disponía a ganar el trillo escondido, por donde rumbeaba hacia los claros, cuando intuyó el intruso. La intrusa. Era la parda.
Tajos, barro y sonrisas. La cara sangrando, chuceada por las cortaderas y los caraguatáes. Feliz y orgullosa de la llegada. Una sonrisa resplandecía.
Los dientes, de una blancura espléndida, herían los labios de relieve dulce. Pedro el garcero la veía llegar, implacable y dominadora.
Cuando llegó, hombre y mujer se ensangrentaron de besos.
Y por el trillo escondido, como dos bestias, se fueron pajas adentro…