Menchaca vivía en un rancho de mojinete sillón con la crimera de paja despareja y erizada. A pocos pasos del rancho crecía un tunal de higos chumbos, al que los muchachos arrojaban desde la calle trozos de lata y vidrio. Con sol fuerte, latas y vidrios hacían cerrar los ojos con su juego de reflejos. El desorden de tunas terminaba en un cerco de cina cina. Cicutas e hinojos crecían entre un osario de cabezas de vaca.
Se le veía dos veces por semana. Era cuando iba al mercado seguido por su perro, un "pelado" lleno de costras, con algunos pelos sobre los ojos pitañosos y en el tronco de la cola. Del mercado volvía con una cabeza de vaca, sin sesos y sin lengua, donde los ojos parecían escapar de la corteza rojiza, y los dientes de la carretilla parecían adelantarse en un avance de voracidad grotesca. La marcha del hombre con su carga, su perro lento y los ojos aquellos de la vaca, que no parecían estar muertos sino muriendo, daban al grupo una espantosa apariencia de vida y muerte, unidas y fraternas.
Después el rancho agresivo y triste, los guardaba como la vaina gusanera guarda al gusano.
* * *
Menchaca no tenía amigos, ni a su rancho llegaban vendedores de
cosa alguna. La excepción era Melgarejo que llegaba alguna vez, para
salir luego a comprar yerba o galleta. O cuando iba a llevarle perros
para sacrificar.
Entonces entraba conduciendo el perro por la parte de atrás del rancho, donde nacía un zanjón que iba a morir en la culata del cementerio, entre las tablas medio podridas de los cajones que dejaban las "reducciones" y el orín de las coronas de lata y alambres.
Tenía Melgarejo una manera especial de amansar perros. Aun aquéllos más acobardados por el hombre, "de ésos que ven venir un cristiano y cambian de rumbo", le seguían luego de dos o tres encuentros, cabrestiando tras un simple piolín de remontar cometas.
Claro que Melgarejo se ayudaba. Siempre llevaba en el bolsillo algún trozo de carne a medio abombar, para que diera enseguida en el olfato del animal.
Cuando le echaba el ojo a un perro vagabundo, le interesaba con esta especie de ceba que consistía en arrojarle pequeños trozos de carne. Después el perro venía solo, porque todo perro, aunque ande huyendo de los hombres, busca encontrar uno para amo.
—No hay perro que no desee amo —decía Melgarejo. Y agregaba—. Lo que pasa es que desea encontrarlo donde él mismo anda...
Que era decir en las carneadas y los basureros, porque él, los amigos los encuentra por el olfato.
Tras dos o tres encuentros, los perros se le entregaban. Entonces Melgarejo se los llevaba a Menchaca.
* * *
Ya estaba el desgraciado con la piola grasienta en el pescuezo,
cuando Melgarejo salía por la puerta del frente conduciendo al propio
perro de Menchaca.
—Ya estamos de degüello otra vez —comentaban los vecinos.
O esto otro:
—¡Desalmao! ¡No morir rabioso de perro!
Por el trabajo de pasear el perro de Menchaca, Melgarejo recibía tres reales. Aquél no quería que su propio perro viera el sacrificio de su hermano de raza.
—Quiere a su perro como a un hijo —decía Melgarejo.
* * *
Ya estaba el cuero estaqueado, oreando en el alero del rancho,
cuando volvía Melgarejo. El perro se acercaba a Menchaca con amorosos
aullidos apagados, que el hombre recibía agachado, dejándose acariciar, o
levantaba el perro de cara sobre el hombro como a un niño.
Melgarejo iba a enterrar el desollado y la cosa terminaba allí.
Sólo una vez, al regreso de estos paseos el perro aulló por horas.
—Será que olió el espíritu —dijo Melgarejo.
Y contestó Menchaca:
—Si lo enterraste bien no jiede... Y espíritu tienes, los cristianos cuando están vivos.
* * *
Al llegar el otoño Menchaca hacía una salida hacia las sierras.
Iba a buscar un yuyo que sólo él conocía, de cuyo cocimiento resultaba
un líquido vinoso con el que luego depilaba los cueros. Después venía un
lento trabajo, de sobeo a mordaza primero, y a mano después, con lo que
los cueros quedaban como seda. De la picana salían los tientos, sacados
a cuchillo de hoja fina como un silbido, para hacer las costuras. Con
estos materiales Menchaca retobaba pelotas de frontón. Era un artista en
el oficio. Desde lejos llegaban gentes que traían las esferas de goma
al retobador. A veces tenía vendida con un año anticipado su producción.
Le conocían su nombre en "medio país".
—Cuando este hombre se muera —decían los compradores de aquellas esferas perfectas— se acaba este oficio... Es un maestro sin discípulos.
Porque retobadores, como aquel no había ninguno.
* * *
Un día Melgarejo lo encontró muerto. Estaba sentado en el catre
de guascas "mirando la puerta". Parecía descansar tranquilamente. El
perro —ya estaba sordo y ciego el pelado— dormitaba a su lado.
* * *
Volvió Melgarejo con dos o tres vecinos.
—Fíjese —dijo uno— ha muerto como un santo este desalmao...
El otro contestó:
—¡Yo qué sé!... Hay desalmaos que mueren mejor que los buenos...
Y salieron todos a dar esas vueltas que siempre hay que dar para enterrar a un hombre...