Encuentro

Juan José Morosoli


Cuento


Decía Correa que al terminar la “quema” el cuerpo le pedía goces. Y él le hacía el gusto. Ocurría siempre así. Comenzaba a sentir deseos de comer cosas diferentes. Se despertaba a deshora llamado por sueños con mujeres y bailes. Era la señal de rumbear hacia el pueblo. Vendía el carbón, cobraba, y luego iba al boliche del turco Natividad a cenar a lo rico. Comía sardinas con masitas “María”, pasas de higo y ticholos; bebía vino seco y fumaba “lengüitas” de Bahía.

Después salía a caminar por ahí…

Músicas de guitarras y acordeones, con la sordina de las puertas cerradas, vagaban lentas como nieblas por las calles sin luz. Por el tajo caliente de una puerta, Correa entraba “a sacarse el monte de dentro”.

La aventura duraba una noche y media mañana, pues salía de hacer noche con el sol muy alto. Tomaba en dirección al arroyo, eludiendo conocidos, y llegaba nuevamente al boliche a “comprar surtido” y volvía al monte donde le aguardaban nuevamente tres o cuatro meses de soledad.

Hacía años que su vida transcurría así. Siempre así.


* * *


Fue una de esas noches que tuvo aquel encuentro. Era una mujer delgada. Sin afeites. Vestida de otra manera. Sin aquellos perfumes que se calentaban entre trapos rojos y que a él le empezaban a dar en cara cuando salía a la calle.

La mujer no era de allí. Esto se notaba en seguida, porque las mujeres de la casa eran siempre de la ranchada cercana —un pueblo “de ratas”, fronterizo.

Mujeres que aparecían un día, hacían unos pesos y luego desaparecían como habían venido. Algunas regresaban a sus casas simplemente. Otras eran llevadas de allí por soldados o contrabandistas.

La mujer tejía en un rincón cuando él entró. Tras el tabique de lienzo se sentían las risas de las otras. La mujer parecía estar fuera de los ruidos, los olores y la luz colorada. Era una mujer que estaba sola tejiendo en un rincón. Salvada del lugar por aquella soledad y la lana que estaba tejiendo.

Correa traía el poncho —largo hasta más abajo de la media bota— pesado de garúas. La barba cerrada, de caracolillo, le tomaba parte de los pómulos subiendo casi hasta los ojos. Ardía el cigarro grueso entre el pelerío espeso. Una fuerza lenta y densa venía con el hombre callado y seguro. Él siempre entraba así. No hacía rueda. Se acercaba a una mujer y le decía simplemente:

—¡Vamos!

Pero frente a esta que estaba sola y tejiendo se quedó callado. Ablandado de golpe.

—Buenas noches —dijo.

Y no pudo decir más.

La mujer levantó la cabeza. Regresó quién sabe de dónde y preguntó:

—¿No se sienta?

Se sentó. Un silencio desesperado de conversación lo desasosegó. Un silencio diferente al de la mujer, que era un silencio natural y feliz.

Se acercaba una carcajada salvando el lienzo cuando él pudo decir:

—¿Por qué no pasamo a prosiar un poco?


* * *


Conversaban tranquilos. Él tendido en la cama entre sentado y acostado. Una laxitud feliz le tenía sin movimientos. Las manos duras y perfectas tendidas en la ropa en un descanso blando. La cara de piedra, dura y suave, lamida por la luz de la vela. La barba y el cabello ensortijado y corto se unían por aquel barbijo crespo que llegaba dulcemente a las sienes.

—Las crecientes cruzan y se van… La isla se llena de bichos… Comemo, dormimo… Se siente el agua en la paja y en el tronquerío… Siempre se siente el agua. Usté está dormido y la siente…

—…Se levanta, toma mate… Se acuesta… Come… Después duerme otra vez… Toma mate…

Una sensación de tiempo suspendido jugaba en las palabras del hombre. Un tiempo sin hechos, donde no había sino agua en marcha.

—¿Solo?

—Dos negro. Peone. Del otro lao de la isla.

También solos los negros… A veces se iban. Pero por pocos días. Cansados y sin plata volvían.

Se detiene un poco, aclara:

—Yo nunca falto más de una noche… Alcanza y sobra…

¿No le parece?

Ella no contesta. Está inclinada sobre el hombre que está allí, tranquilo, contando su vida de árbol. Sola con él en la pieza donde hay una cama, una palangana y una jarra ceñida por una enorme moña de papel rojo y una vela ardiendo.

—¿Querés un mate?

Se asusta ella del “querés”. Y él se alegra. A las dos de la mañana toman mate.

Él, que siempre tomó mate solo, piensa que tomar mate así, como está tomando ahora, es una cosa bárbara de linda.


* * *


Recién habían llegado cuando comenzó la lluvia. Lentos truenos se arrastraban por el campo. Un relámpago intermitente revelaba las puertas mal ajustadas del rancho montaraz.

Acostados ahora. Buscaba el diálogo Correa. Respondía ella con monosílabos que cerraban todo intento de proseo.

Una cosa para hacer perder los estribos a cualquiera. Sin embargo él —tan genioso— no se alteraba. Le daba más bien lástima aquello.

Lo que hizo fue levantarse.

Le vio ella avivar el fuego casi estirado sobre el suelo. Sintió luego el gorgorito en la botella de caña. Bebía ávidamente. Le vio sentarse al fin, endurecido el rostro, fijo en las llamas, que le lamían pecho arriba.

Los truenos seguían arrastrando sus bronces. La lluvia dejaba sentir el rumor del río, dominante, sin tregua.


* * *


Tal vez estuviera ella desvanecida cuando él se acostó. O tal vez estuviera él medio inconsciente de alcohol. Después siguió pasando agua y tiempo.


* * *


Se despertó. Llegó a la puerta. Era noche nuevamente. Habían pasado horas y horas los dos sueños. El río seguía dominando el silencio. La mujer estaba quieta. Correa volvió a beber. Después se acostó otra vez.


* * *


Sin duda había dormido muchas horas. Tenía la sensación de regresar de algo. Un golpe sordo sacudía la puerta. Era el caballo al que el río implacable iba acorralando contra el rancho.

Fue entonces que recordó a la mujer. Encendió luz. La blancura del rostro de la durmiente le alarmó.

Levantó las ropas. Estaba fría. La delgadez de la mujer lo demudó. ¿En dos, en tres días, podía un cristiano enflaquecer así?

Sin embargo…

Se sentó en la cama. Miró la distancia anegada. Volvió a la botella y comenzó a beber.


Publicado el 27 de julio de 2025 por Edu Robsy.
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