Loreta

Juan José Morosoli


Cuento


¡Pobre Loreta! ¡Qué insignificante era!… ¡Qué infeliz fue y con qué poco hubiera sido dichosa!… Le hubiera bastado con un vestido blanco. De novia… Para ella el vestido hacía la novia… Y nunca pudo haberlo. Fue siempre un poco de pena que despertó risa.

La nariz ganchuda, el pañuelo muy coloreado, anudado en el cuello, las puntas endurecidas de sonarse.

Yo evoco las siestas de mi pueblo. El arroyo. Los cigarros “pectorales” o “Don Pepe”, a medio la cajilla… Y después aquellos bordes del arroyo con violetas sencillas donde sentimos en Loreta el gusto a morirse.

Pienso en las “tendidas” de ropa blanca que mirábamos con curiosidad.

—¿Che, “Lora”, ¿de quién son “aquellos”?…

—¿Verdá que son de…?

Amenazaba al Vasco chico que andaba de amoríos con la posible dueña de la prenda íntima.

—¡Mirá, desgraciado!…


* * *


Voy al colegio con Pedro, con Raúl, con Leocadio. Siesta. Apretadas del sol duermen las casas. Tamborileando en las piedras de la calzada va el aguatero. Las latas que cuelgan a los lados de los “limones” de la rastra cantan y se menean en la luz.

El aguatero va con “la pera” clavada en el pecho, sobre el overillo apunado. Desde el arroyo al café de Irisarri, donde vacía, hay cinco boliches… El copeo y el sol lo tienen “pescando” sobre el “enteco”.

Pedro toma una piedra chatita, que son las chatitas las más certeras y las que mejor cortan el aire, y ¡zas!… Suena la lata. Se recobra el aguatero. Disparamos. Nos siguen los insultos… La boca del hombre es un ají puntiagudo…

Luego el colegio. Un camoatí cuelga de la mocheta. Otra pedrada. Un vidrio cae en pedazos. Los ruidos son como una estrella que se abre en el silencio. Claritos. Y disparamos todos.

Constituíamos la sociedad “Orejas de burro” —según don Abelardo, el maestro irascible del traje verdoso y la familia numerosísima…


* * *


El arroyo. La siesta que hace de golpe hombres a los niños; que hace de las mujeres, mujeres…

Rincón como aquel no vi nunca más. Allí no entraban los pobres a recoger las charamuscas que las crecientes colgaban en el alambre costero. El cicutal crecía altísimo. El abrojo grande era capaz de ocultar un caballo. La menta doble enloquecía perfumando. Unos saúcos se alzaban en las barrancas a pesar de las mil enredaderas que se prendían desesperadas de las ramas para no dejarles crecer…

Y luego “islitas” de membrilleros que apretaban su gajadura como para defender la fruta, que solo podía cogerse de los bordes, mientras en el centro, las grandes piezas —las magníficas esferas agraces— iban madurando para los bichos peludos o para morir al fin en el mismo gajo, ocres de pasadas… Eran las más ricas; las que se comía el árbol.

Estaba prohibido entrar allí. Aquel era el campo del diablo. Del fisco. Una vieja historia de sucesiones y pleitos había oído yo de aquella tierra…

Por gracia de no sé quién entraba Loreta a lavar…


* * *


Aquel día, mientras nosotros íbamos a desenterrar la latita que guardaba los avíos de pesca, Pedro se perdió.

Cuando volvió tenía un labio roto y el pantalón de brin lleno de sangre…

Las rodillas, verdes del pasto y llenas de tierra.

¿Cuántos años tenía Pedro? Doce, trece… Avergonzados de colegio y agrandados a fuerza de gandulear; de ser muchacho sin madre, que podía pasarse el día a su antojo.

El vasco Artola, su padre, bien tenía con la recua de mulas, machos y “carretillas” de trabajo…

¿Loreta? Loreta contaría igual edad. ¡Si hubiera tenido más, no le hubiera valido gran cosa!…


* * *


Después la pobre nos vio llegar mil veces. Hundidas las manos en el agua huidiza, en el apoyo de la jabonadura blanca y liviana como ordeñada, haciendo una torturada figura sobre la ropa en desorden, estaba ella…

Todos empezamos “a ser hombres” allí, en aquella felpa de la siesta que escondía a Loreta. Nosotros debimos ser su mejor capítulo, porque no éramos malos en el fondo… Éramos muchachos grandes que ya sabíamos ciertas cosas…

Nada más…


* * *


Esta Loreta es la que evoco. Se me levanta en el espíritu una época. “Napoleones” de la panadería del gringo Piazza, boniatos y peras asadas en el recreo. Brutales partidas de hoyo de pelota…

“Mojadas de oreja” a la salida de la escuela, siguiendo al compañero escurridizo con los gritos, rítmicos como el paso, de:

—¡Arro-yó! ¡Arro-yó! ¡Arro-yó!…

En aquellos días unas manchas de sangre: las del pantalón de Pedro y las de mi pañuelo, el pañuelo que le presté a Roberti para que se enjugara la sangre, el día que le rompí “las ñatas” porque me llamó “chijetero”…

Loreta empezó a tener hijos. Uno rubio. Otro pardito. “Mujercitas”, chinitas, zambitas, otras rubias puritas pecas… Ella iba siempre al arroyo. Y como los vientos siembran semillas en las tierras aluvias y la casualidad realiza milagrosas fraternidades vegetales, así los cruza caminos iban sembrando en la pobre Loreta progenie desemejante y enfermiza. En el vientre aquel fraternizaban todas las razas…

Y venían los hijos para que la vida los deslomara a golpes desde chiquitos, o para que la muerte los trocara en “angelitos”…

Y cada vez un arrepentimiento y una resolución: nunca más le pasaría aquello.

Pero el arroyo y las cicutas y las siestas pesadas y lentas como culebras, la rendían.

Y Loreta, como los membrilleros, como los saúcos, daba una cosecha anual…

Cuando empezaba a estar “muy pesada”, Loreta se allegaba al rancho de la parda Eduviges:

—Vieja, otra vez… Para tal día…

Todo se reducía a calentar una lata de agua, a elegir un nombre, y a estar dos o tres días sin lavar…


* * *


Como había procesión ella iba a ver los vestidos de comunión. Cuando había boda, ella iba a ver la novia vestida de blanco…

—¡Qué linda, qué cosa más linda, vestida de blanco!…

—¡Está divina con la ropa blanca!…

Y la procesión se alargaba en la calle, se iba…

Y el cortejo con los coches repletos y el mosquerío de la muchachada pidiendo al “padrino pelado” unos cobres, se perdía en la noche…

Loreta estiraba en la calle sus miradas de pobre infeliz…


* * *


Uno se va. Vuelve. Pasan días; pasan mujeres…

Recordé a Loreta y ella se me borró en membrillos, en macachines, en pescas de “piavas”… Siestas…

¿Cómo murió? ¿Dónde está?… No sé. No pregunto.

Estoy seguro que murió joven, agotada de trabajar y parir muchachos pálidos, dolorosos, apunaditos…

¡Pobre Loreta!… ¡Qué espectáculo hubiera sido verla con sus hijos y los hombres que le fueron sembrando sus semillas de casualidad!…


Publicado por primera vez en El Terruño, año XI, Nº 131, junio-julio de 1928, p. 26. Por sus características, este relato es un eslabón entre las crónicas de Pepe y los cuentos más elaborados de Hombres.


Publicado el 26 de julio de 2025 por Edu Robsy.
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