Velásquez golpeó y se corrió hacia el costado de la puerta, como si temiera ser visto al abrir.
Se asomó apenas una mujer.
—Pase —dijo.
Él se acercó al cuadro de luz, que al abrirse la puerta se había tirado sobre la noche. Fue cuando ella advirtió el traje de soldado.
—¡Ah!… —dijo—. Disculpe… no va poder entrar…
—¿Eh?
—Sí. Soldados y negros… no son órdenes mías…
—Yo creo que mi plata es igual a la de los otros…
—Será, sí…
—Será, no. ¡Es!
La mujer frente a la aparente energía del hombre se ablandó.
—Sí, es… ¡Claro!… Pero yo no puedo…
Como él no decía nada, y para consolarlo un poco, agregó:
—Más abajo hay casas generales… para todos…
El pobre Velásquez, después que alegó aquello de que su plata era igual a la de los otros, se había quedado entristecido y estaba allí, frente a aquella luz tan caliente que venía de adentro de la pieza, llena de olor a mujer y jabones olorosos.
Afilado el rostro medio indio, menudo, abrumado bajo el peso del capote militar que le había puesto una barrera entre la calle y la casa.
La mujer también, tras lo que dijo, se quedó allí, sin resolución.
—Bueno —terminó—, ¿que estamo haciendo?… pa usté
es igual una que otra. ¿Noverdá?
—La vide pasar cuando estaba de guardia… No es igual, no…
Una desolación terrible le venía desde el fondo. Una desolación para ella más linda que las risas que venían de adentro.
—Bueno, adiós…
—¡Adiós!… —Y cerró la puerta. ¡Tras!
Se asomó un poco después, a luz apagada. Él iba entrando despacio en la calle negra, empujado por la luz del farol colgado en la cruz de las calles. Sus zapatos de brega iban goteando pasos en la calzada empedrada primero, y, después, apagados y planos en el secante del polvo.
En la esquina se detuvo. Allí no había luz de arco. Un breve brazo fijo en la pared. El último de la calle.
Y Velásquez se quedó allí como colgado de la luz.
Recordó ella un viejo suceso del pago. Un vecino que se ahorcó de un árbol.
Claro, una cosa sin juicio. Una cosa que no tenía revés ni derecho.
Al entrar a la sala, donde las otras esperaban, una comentó:
—Creíamos que tenías novio de puerta…
Ella respondió con mal humor:
—¡A lo mejor!…
* * *
Iban a cerrar cuando se asomó.
Cerca, a cuatro o cinco pasos, él otra vez.
Ella se asombró.
—¿Pero cristiano, qué anda haciendo?
—Nada.
Y otra vez lo mismo. Ni para atrás ni para adelante, atados por algo que no se desataba con palabras.
—¿No procuró otras?
—¡Ni busqué tampoco!…
Ya aquel era asunto de ellos dos. Resultaba que parecía que era a ella, a nadie más que a ella a quien buscaba. Como si no hubiera otra mujer en el mundo.
—Usté con su plata hubiera buscao…
Ella tenía la pieza sola, despegada de los otros, en el fondo. Se lo dijo:
—Si quiere, dentro de un ratito salta el cerco…
Velásquez se endureció. Quedó armado, erguido dentro del capote.
—Bueno… sí… ¡cómo no!…
* * *
Ella miraba el cerco, anhelante, con una ruborosa ansiedad. Como cuando tenía diez y ocho años y esperaba el primer hombre que fue a buscar su juventud.
Al fin saltaba. Un esfuerzo lo hizo sostenerse un poco sobre el caballete del cerco para dejarse caer lento y suave como un montón de ropa.
Cruzó el fondo y entró.
* * *
—¿Cómo es su gracia, me dijo?
—Velásque…
—Converse despacio…
Le dijo también que se sacara los zapatos y el capote.
—¿Vamo apagar la luz?
—Sí. Apague nomás.
Fue una concesión que él no estimaría nunca. Se lo dijo:
—Mire Velásque, usté no sabe lo que ha conseguido…
Yo estando con hombre nunca apago la luz…
En la oscuridad Velásquez se sintió más fuerte. La oscuridad le sacaba aquel traje que era lo que hacía de él un hombre apocado. Se lo confesó.
—¿Quiere creer?… Yo de soldao soy muy desgraciao…
—¿Por?
—Me da lástima andar de soldao… será por eso…
—¿Y entonce pa qué anda?
Velásquez se quedó sin respuesta. Pero después halló una que le venía bien. Una contestación soberbia.
—¿Y usté?
—¿Yo qué?…
—¿Por qué es… lo que es?…
—¡Ah!… sí, ahí tiene usté… Y… uno no sabe… uno viene al pueblo a hacer una cosa que le gusta… y tiene que hacer otra que no le gusta…
A Velásquez, una necesidad inmensa de contar las cosas de su vida le desataba la lengua.
—Fíjese usted las cosas… Yo quería ser mercachifle… Pero pa dir del campo al pueblo, siempre igual, no.
—¿Y entonces cómo iba a ser la cosa?
—Decía de tener un carro y recorrer con él toda la República Oriental… ¡El hombre que camina da gusto!…
Todo esto allí, encerrados en el cuarto de un prostíbulo, corriendo el riesgo de que la patrona supiese y armase un escándalo.
Con un hombre al que no le había visto bien la cara.
Porque lo que se dice bien, no se la había visto.
—¿Por qué tenía tantas ganas de verme?
—Y, vaya a saber… cuando me cerró la puerta no supe dir pa ningún lao…
Conversaban con un dulce goce, felices y buenos.
Al fin la mujer consideró la situación:
—Bueno, Velásque… váyase… ¿No se anima a venir otra vez de día?…
—Y… yo vendría… ¿Pero, y la ropa?…
—Se pone otra.
—Usté no sabe que hasta que terminamo no podemos cambiar de vistuario… Pa cambiar tenemos que pedir.
Ella no sabía esto. Una cosa que parecía mentira. A ella al menos le parecía mentira.
—¿Entonces un hombre no es dueño de él?
—No será… Hasta que se acaba la contrata, no es.
Y otra vez el silencio.
—Mire —dijo Velásquez—, podíamos vernos por ahí… ¿Es gustosa?
—No.
—Entonces tal vez usté tenga algún hombre…
—No. Le juro que no… si a usted no le gusta su ropa a mí no me gusta la mía. ¿Entiende o no entiende?
* * *
Se iba Velásquez cuando tropezó con una mesilla de esas de arrimo, con tres patas de palo de escoba.
—¡Por Dios! La nena…
Sobre la mesita había una muñeca y se había roto.
—¡La primera vez que viene y me va hacer llorar!
Y Velásquez se fue triste por aquello. Angustiado por lo que había hecho. Como si hubiera muerto un niño sin querer.
Saltó el cerco. La calle pareció desatarle las piernas y caminó ligero. En la esquina embocó una carreta leñera.
Estas carretas le gustaban mucho. A veces se levantaba de madrugada por verlas…
La carreta le borró la muñeca muerta, y siguió contento, chiflando como un carrero.
Así hasta que se miró la ropa.
Entonces se calló.
Los soldados contratados no silban.
* * *
Un día al fin fue a verla de particular. Fue para ella una verdadera sorpresa, pues él no le había dicho nada.
—¡Ah! —le dijo al verlo— ¡está paquete que da miedo!…
Él le confesó que extrañaba aquel traje nuevo.
—Lo mismo le pasaría a los bichos si un día cambiaran de cuero… ¿No le parece?
—Talvé…
Y comenzaron a conversar de cosas sin importancia. Cosas lindas que solo podían hablar entre ellos.
Al fin Velásquez tras un silencio y un carraspeo:
—Mire Etelvina: yo nunca le manifesté nada… hemos hablado de todo meno de amores…
—Sí, eso es. Sí, eso es —decía ella.
—… Pero ahora ya me saqué el uniforme… No podremo estar así toda la vida…
Terminó Velásquez y comenzó Etelvina.
Le dijo que como ella nunca le había tenido ley a ningún hombre ahora tenía alguna plata.
* * *
Velásquez volvía de día a la casa. Iba a golpear de día “con sol y moscas” aunque se asustaran los vecinos.
Cuando “La Colorada” abrió, se asustó del tono del hombre.
—Vengo a buscar a Etelvina —dijo.
—Dentre.
—No. No dentro. Que salga ella.
Y Etelvina salió con un traje que le había conseguido Lola Terrones, una mandadera de esas a las que la vejez obliga a dejar el oficio.
Un traje que le quedaba mal, pero que no acercaba hombres.
Un traje que le cambiaba el destino. Que le daba un destino nuevo al cuerpo.
El mujererío se quedó haciendo cruces.
* * *
En el arroyo, Velásquez preparaba el asado.
—Yo te traigo la leña —dice la mujer.
—Usté —le dice él— no se me mueva pa ningún lao… Usté cuida las cañas…
Se miraban y se reían.
Él se hizo un pequeño trabón en el pantalón con una rama. Etelvina estuvo resistiendo la risa hasta que estalló, bien abierta. Una risa física, fuerte, total.
Frente a la extrañeza de él, ella le señaló el pantalón que dejaba ver la pierna.
Entonces él también rió con una risa que le sacudía todo el cuerpo.
* * *
Al atardecer, mientras “juntaban las cacharpas”:
—¡Mire que hemos pasado bien hoy!… Y con nada, como quien dice… Bueno: pa reirse basta con tener ganas…
Pero Etelvina estaba mirando hacia el campo que se iba horizonte adentro, plano y suavecito de colinas. Desde aquella lejanía vino hacia él y comenzó a llorar a borbotones, con todo el cuerpo. Velásquez le levantó la cabeza y comenzó a besarla despacio.
Llamada por aquel beso Etelvina regresó con otro beso.
Era el primero que se daban.
* * *
Etelvina y Velásquez andan averiguando quién quiere vender un carro a medio uso.
Van a salir campo adentro a vender cosas.
—¿Cosas, Velásquez? —preguntan los curiosos.
—Sí… bien no sabemo… pero de hambre no nos vamo a morir, ¿noverdá, Etelvina?