Tierra y Tiempo

Juan José Morosoli


Cuentos, colección



El campo

El negro Sabino se consideró siempre un hombre feliz. Hasta aquel día en que fue con su patrón —Correa— a lo del finado Antúnez. Él era feliz porque allí tenía todo lo que necesitaba para ser feliz, según su propio pensamiento: yerba, carne, tabaco y caña.

La yerba y la carne se la daba el patrón. Y el tabaco no le faltaba nunca, porque en el campo había una picada por la que cruzaban los contrabandistas. Él les acercaba alguna oveja y a veces se encargaba de esconder —en un lugar que sólo él conocía— "descargas" completas de tabaco, cuando, la policía los traía cortos y tenían que alivianar cargueros o deshacerse momentáneamente de ellos.

Él era como la sombra de Correa. Donde iba el patrón iba él. Sabía —¡cómo no!— que al hombre nadie lo quería porque era un avaro miserable que se estaba tragando a todo el mundo y viviendo entre la mugre y la miseria, como si la vida la tuviera comprada y el campo se lo fuera a llevar en el cajón, cuando lo llevaran con los pies para adelante.

Todo el mundo sabía cómo vivía Correa. Plata que cayera en sus manos iba a dar a la escribanía, depositándola para cuando pudiera meter diente a otro pedazo de campo.

Pero para Sabino no era malo:

—Naides es moneda de oro para ser bueno pa todos...

* * *

Aquel día fueron a "las casas" del finado Antúnez. Allí estaban las tres mujeres —la viuda y las hijas— enfundadas en unas túnicas de color apereá.

Eran tres mujeres con el rostro sin sangre, sin vientre y sin senos. Tres tablas con hollejo de merino.

No bien entró Correa las mujeres se pararon detrás de una mesa de pino y se quedaron esperando la palabra del hombre. Parecían esperar la orden de morirse.

—Vengo —dijo Correa— así arreglamos la cuestión del campo... Lo estoy precisando y van a tener que irse.

El finado Antúnez había muerto en la miseria. Creyó hasta el fin que todas las enfermedades se pueden, curar cuando hay plata para pagarle a los doctores y éstos le fueron comiendo el campo mientras un cáncer le fue comiendo el cuerpo. Murió a los dos meses del día en que le dijeron "que no había nada que hacer". Ya Correa "le había puesto los dos pies en el título..."

Las tres mujeres se echaron a llorar. Sabino sentía aquel llanto que se fundía en uno solo. Ancho, despacito y sin parar. Parecía salir de las ropas que caían flojas y sin arquearse en una sola curva. Un llanto que venía de todo, no sólo de las mujeres.

—Bueno —siguió Correa—, con llantos no hacemos nada... Mañana vengo con el escribano, "consino" unos peso de regalo para la mudada y se me van...

Al salir montó, se afirmó en los estribos, hizo luz sobre los cojinillos, miró hacia adelante, dominando el campo y le dijo al negro:

—Me hacía falta... ¿No ves que cuadro la punta que termina en lo de Lemos?

El negro no lo oyó siquiera. No podía olvidar la figura y el llanto de las mujeres. Por eso dijo hablando para sí:

—¡Pobres! ¿Dónde van a dir estas cristianas?

Correa contestó:

—¿Adonde? ¡Al pueblo! ¡Donde van todos los pelaus!

* * *

El campo de Correa era sin fin. ¿Y para qué?

—Sólo él y yo —pensaba el negro—... Porque Correa no tenía siquiera un perro "personal"... Los perros que había allí eran para atajar gente y para matar bichos. Siquiera él —Sabino— tenía uno con el que hacía horas. Un perro que a veces lo hacía reír, y que hasta se parecía a una persona. Por eso lo llamaba "El viejo". Por no llamarlo Viejo Arce —a quien se parecía— "porque el respeto es el respeto".

Esta idea de que el campo de Correa era un disparate, se le empezó a presentar seguido en la cabeza después que estuvo con él en lo de las Antúnez.

—Porque mirando bien el campo era para Correa eso no más: el campo. ¿Lo disfrutaba? ¡No! ¿Se daba buena vida por tenerlo? ¡No!

Era el campo nada más. Y para el campo Correa era menos que un árbol. Porque el árbol se le clava en el pecho y está arriba de él... ¿Y el hombre?

—Menos que una paja echada en el agua... El hombre queda echao con el campo arriba del pecho...

Y terminaba:

—Mirá ¡qué lindo!...

* * *

Otras veces le tenía lástima a Correa. Él iba siquiera a algún rancho de visita. Y tenía parientes... Lejanos sí, pero tenía ... Y hasta gastaba algún peso que le "asentaba" a Correa cuando éste lo mandaba al boliche en un carro de pértigo con diez o doce cueros para cambiarlos por comestibles.

—Traés yerba, galleta y fariña... Todo en gasto porque yo no quiero plata en casa... Tenés que decir siempre eso en el boliche... Porque tener plata es como tener enemigos o remordimientos...

Todo el mundo sabía que él era rico pero que no tenía plata. Por eso no corría peligro su vida, porque nadie mata por matar...

—El oro y el campo es lo único que no muere... Pero el oro te lo pueden llevar y el campo no... ¿Entendés?

—Es razón —contestaba Sabino.

Le daba la razón en todo. Hasta en lo de no tener familia. Era lindo.

—Nunca muere nadie... Nunca se enferma nadie... Nadie te llora ni te pide ropa... Vivís para vos...

Pero ahora Sabino andaba con aquello en la cabeza.

—Sí, bueno... Pero un día el hombre se muere... ¿Y?... ¿Quién queda? ¿Cómo quién queda? —se preguntaba él mismo. —Sí. ¿Quién se hace cargo de todo...? Porque...

Tras un silencio seguía:

—Bueno. Un suponer se muere. Voy y digo en la comisaría... ¿Y quién dispone de todo?... ¿Quién? Porque el campo es de Correa, pero Correa ya no está... El campo sigue siendo campo y es de Correa... ¿Pero cómo va a ser de él, si él no está y no viene nunca más porque se murió?...

—Un lío... Y ¿qué importa que el oro y el campo nunca mueran si muere él?...

El negro no salía de aquello. Porque los negros son peores que los blancos cuando les da por cismar. Hacen pozo y de los pozos sólo se sale yendo para arriba... si usted va para abajo y cava y cava...

Y aquel día no pudo más. Fue cuando llegó el escribano con "las contribuciones".

En un momento en que Correa estaba dentro de la casa, Sabino se acercó al hombre y le preguntó:

—Cuando este hombre falte, ¿quién queda dueño del campo?

—¿Y usted no sabe? ¿Se ha pasado la vida con él y no sabe?

—¡Qué voy a saber! Yo sé cómo es ahora, pero pregunto para saber cómo es después que él muera...

—Tendrá parientes... Protegidos...

—¡Nada! ¡No tiene nada! Pero el campo es de él y alguno quedará de dueño...

Y siguió Sabino:

—Claro, si el hombre ya no está y sin embargo está todo, de alguno tendrá que ser... ¿No le parece?

—Entonces no se preocupe —le contestó el hombre— porque lo que es de España es de los españoles y lo que es de los españoles es de España... ¿Entendió?

Sabino se asombró de la pregunta.

—¿Quién va a entender? —dijo— ¡Nadie!

* * *

Vaya a saber en qué momento las cavilaciones de Sabino fueron a dar a la cabeza de Correa. Él creía no haberlas revelado. Pero los pensamientos vuelan como las semillas de cardo que se plantan solas, lejos de donde salieron.

Porque un día el propio Correa le preguntó a Sabino:

—¿Pero vos creés que este campo un día no sea mío y que no se sepa de quién va a ser?

Sabino lo miró y contestó:

—¡Vaya a saber!

—Yo pienso y pienso y cada vez sé meno...

Siguieron callados. Al rato —como si el diálogo no se hubiera interrumpido— Correa preguntó:

—¿Vos que harías en el caso?

Sabino tenía la contestación pronta:

—¿Yo? Comía cordero todos los días Tomaba vino, comía dulce de membrillo... Tal vez hasta me conseguía una mujer...

Correa no contestó.

* * *

Al otro día ordenó Correa:

—Te vas a la pulpería y traés caña y vino y guayabada y queso y todo lo que se te antoje. Después venís y le voltiás el cuero a un cordero. ¿Ta?

Fue un día feliz para Sabino. Correa no lo gozaba como él, porque rato a rato se paraba en la puerta de la cocina y miraba el campo interminable. Volvía como de una ausencia a meter diente y labio otra vez. Para salir nuevamente. Como si el campo lo llamara.

* * *

Iban por el campo siguiendo el alambrado que lo separaba del lindero. A lo lejos el cuadrado del monte de eucaliptus y el dado blanco de "la estancia" de Méndez se estampaban en el día claro.

Correa detuvo el caballo; tras un silencio, dijo al negro:

—¿Qué te parece si le salgo a comprar a Méndez?

—¿Y pa qué? —preguntó Sabino.

—¿Cómo pa qué? ¡Pa que sea de Correa! ¡Pa qué va a ser!

El negro calló un momento y luego volvió a preguntar:

—¿Total, cuántas cuadras tiene?

—¡Yo qué sé!...

—Pero tener no es disfrutar... Total...

—¿Total que?

—Que todos tenemos que morir... El que tiene y el que no tiene... No semos oro ni campo que no mueren nunca...

Correa no contestó.

Dieron vuelta, llegaron a las casas y desensillaron.

* * *

Salía poco Correa. Sentado contra la pared miraba y miraba el campo en un desesperado diálogo con el silencio. Ya no sólo se preguntaba cosas a sí mismo. A veces las preguntas se las hacía al campo que lo torturaba con su mutismo, con su presencia quieta y desafiante. O era el propio campo que se dirigía a él:

—¿Y quién queda por usted Don Correa? ¿No me sale a recorrer?

Punteaba el horizonte un animal. Otro. Correa levantaba la botella de caña. Bebía un trago.

* * *

Llovía. El campo mostraba su pasto abundante. En las depresiones se formaban lagunas.

—¿No querías agua? ¿No querías pasto? —le preguntaba—. ¡Se te va a podrir hasta la ráiz hijo una gran! ...

Tomaba otro trago.

—¿No sabés de quien vas a ser eh?... ¿No sabés? ¡Ojalá no seás de nadie!

Callaba. La caña levantaba su brasita desde el estómágo.

Entonces el campo le contestaba:

—¿Y vos no te vas a pudrir, eh?... ¿Y vos de quién sos?... ¿No serás de nadie también?

* * *

Los atardeceres eran de caña y mate. Se doraba la carne en el asador. Sabino veía que el patrón a pesar de que ahora se trataba como un rey, enflaquecía rápidamente. Además seguía en aquellos silencios que le venían de las cosas y del campo y "se le hacían piedra adentro". Unos silencios que a Sabino le daba miedo despertar, y más miedo aún sufrir, porque eran unos silencios donde se escondía una cosa tremenda. Correa no era sino eso: un hombre con una cosa tremenda dentro. Una cosa que vaya a saber lo qué era.

* * *

Correa sorbió otro trago de caña. Levantó la cabeza y miró hacia el campo. Se salvaban de la sombra nocturna que avanzaba, el cubo blanco y el borrón negro de la estancia y el monte de Méndez.

—Está sola... —murmuró Correa— . A Méndez se le importa un pito... una cascarria el campo y el monte y las casas y las vacas y todo... Cuando viene a verlos viene con ocho o diez y se vuelve pura comilona y chupandina... Él les oye el carcajerío de lejos... Después se va y vende otro pedazo... Y él. Correa, que vivía en él, que le agregaba todos los años un pedazo, lo tenía ahora de castigo, porque el campo le hablaba y le preguntaba cosas y se le venía hasta la puerta empujándolo hacia las piezas, siempre con lo mismo: "Que él no tenía a nadie... Y que de quién iba a ser él, el propio campo, y que él estaba flaco y que Sabino estaba relumbroso de gordo y que por qué no salía a caballo y"... cosas así.

Últimámente hasta le había preguntado: "y cuando te vayas, ¿te vas a quedar aquí?... ¿O te van a llevar al pueblo, donde van los pelaus?"

* * *

Sabino le veía enflaquecer día a día. La caña tal vez o las malas noches o ese fuego que Correa sentía en el estómago y que a Sabino le hacía acordar al de Antúnez "que así había empezado", lo estaba secando.

Pero Sabino seguía ida y vuelta al boliche del que volvía cargado como un turco, con las maletas llenas de las mejores cosas que podía haber para comer en el mundo.

Ahora ya no pagaba. Correa se había olvidado de la plata. Era "apunte nomás".

—Apunte a lo largo que a lo ancho le vamos a pagar, —decía el negro y se reía feliz mirando cariñosamente las latas de sardinas y guayabada.

* * *

Aquel amanecer lo encontró en la puerta, medio desnudo, mirando el campo, enfrentando al sol que punteaba tras las colinas lejanas.

Fue entonces que notó la flacura del patrón. Parecía un esqueleto del que colgaba una camiseta vacía y unos calzoncillos sin muslos. El vientre saltaba hacia adelante como el de una mujer embarazada. Aquel vientre hacía reír entre aquellos huesos y aquellas ropas vacías.

Le habló y el patrón no contestó. Sabino se paró delante de él y volvió a llamarle.

—¡Patrón! ¡Vaya pa dentro, patrón!

Pero el patrón parecía no oírlo ni verlo.

A Sabino le pareció que tenía los ojos de vidrio helado, con reflejos que saltaban para todos lados, como si estuvieran rotos por dentro.

El perro

Martiniano rara vez se acercaba al fogón de la estancia como lo hacían frecuentemente los otros puesteros. Y cuando lo hacía era para sentarse y quedarse callado, fumando, la cabeza medio levantada como haciendo un esfuerzo para acordarse de algo. No parecía oír ni ver. Recibía el mate, lo devolvía, lo volvía a recibir, y de repente, como si alguien lo llamara, salía al campo, montaba y partía.

Le acompañaba siempre el perro.

Con decir "el perro" ya se sabía que era el de Martiniano, pues los otros perros tenían nombre, o se distinguían por "el perro de tal o cual". El perro se parecía a Martiniano en muchas cosas. Ni al llegar ni al partir se acercaba a los otros perros. Ni los otros a él. Alguna cosa rara había en aquel perro que le alejaba de los demás.

Los dos —hombre y perro— parecían siempre encerrados dentro de ellos mismos. Una soledad que les salía de adentro los alejaba de hombres y cosas.

El único que solía conversar con Martiniano —lo necesario entre peón y patrón— era don Ramón, el dueño de la estancia.

Y para eso don Ramón iba al puesto, pues Martiniano no consideraba una obligación suya ir a dar cuenta de cómo iban las cosas en el campo a su cargo.

* * *

Al fondo del puesto estaba el pastoreo oficial a cuyo frente cruzaba el camino real. Algún carrero conocido que largaba allí la boyada, conversaba con él. Es decir, tomaba mate y hacía preguntas a Martiniano.

Fue en uno de esos encuentros que un carrero mirando el perro dijo esto:

—¡Mire que el perro es animal de buen aprender!... ¡Este parece hecho pa usté...!

Martiniano calló un segundo y respondió:

—¡Psss!... El perro es sin fin...

Hizo otra pausa y agregó:

—Al cristiano lo entiende aunque no hable...

El otro preguntó:

—¿Será verdad que es al único animal que no lo come ningún bicho?

—Es. Esté seguro que no lo come... Cuervadas muertas de hambre le vuelan y no se le arriman... Las trae el olor y las corre el reconocer que es perro.

—Respeto, tal vez.

No. Según Martiniano era un misterio. ¿No sabía cómo moría el perro? ¡Solo!

—¡Busca un echadero escondido y ya está!

—¡Fijesé!

Sí. Era así. El perro y el hombre eran los únicos que devolvían a la tierra todo el cuerpo.

El perro de tanto oírse nombrar estaba atento a la conversación. Y esto tenía asombrado al carrero.

* * *

Cuando Anselmo Díaz —medio pariente de Martiniano— después de aquellos tiempos en que hacía noche con una cirquera— empezó a andar medio débil de la cabeza, fue él el que hizo el diagnóstico:

—Va a terminar loco... ¿No ve que el perro se le viene y no quiere estar con él?

Porque según Martiniano, los perros saben cuando un hombre está por perder la razón o la vida.

Fue él a llevarle el perro a Díaz. A los pocos días éste lo degolló y se colgó del mojinete del rancho.

—Me dio más lástima el bicho que el hombre —fue el comentario de Martiniano.

Se divulgó la historia y la gente empezó a pensar que Martiniano y su perro tenían "algún algo raro".

La verdad era que los dos parecían tener algo que los alejaba de los demás, tanto como los unía entre sí.

Era simplemente el silencio donde los dos fundían su amistad.

Martiniano lo miraba a veces hasta hacerlo incorporarse. El animal levantaba la cabeza y parecía que los ojos se le iban a volver llanto de ternura.

Era una mirada que parecía agradecer algo muy grande.

* * *

Tenía dos perros más: la Paloma y el Pampa. Los encontró allí cuando llegó. Eran para el trabajo y la casa. No para compañeros. Le acompañaban en las recorridas del campo, mataban zorros y comadrejas, traían de la cerrillada a algún animal medio alzado, trabajaban, en una palabra. Pero cuando él salía al campo, porque sí, "a ver la noche" o "a pensar bobadas" o se iba a la casa del patrón o a la pulpería, ordenaba:

—Quedensén.

Y llamaba en seguida:

—¡Perro!

Partían los dos.

Los que quedaban, los miraban hasta que los perdían de vista.

Entonces se echaban, tristes, lentamente, dejando escapar una mezcla de lamento y aullido apenas audible.

* * *

La Paloma daba cría y Martiniano le mataba las hembras que nacían. Así tenían más que comer los machos. Además estaba convencido que las hembras estorbaban.

Daban el ejemplo los gatos monteses.

—Usté mata diez y no hay una sola hembra...

Las matarían los padres convencidos de la justicia de aquella ley.

Además tener hembras en la casa, era para juntar perros y hacer entreveros de sangre, de donde salían los matadores de ovejas o ladrones de carne.

Los machos siempre tenían quien los recibiera. El campo mata muchos perros.

* * *

El resentimiento con Curbelo fue por causa del perro. El le vino a pedir prestada la Paloma. Quería cría de ésta con su propio perro.

—No saca más que con "el perro" —contestó Martiniano.

Entonces Curbelo le dijo que no quería hijos de éste.

—¿Por?

—Es medio peligroso... Lo he visto trotar en la noche cruzando campos... ¡Vaya a saber en lo que anda!

Martiniano lo miró y por su rostro pasó la sombra de una sonrisa.

—Paseando andará —dijo, y le dio la espalda.

Entró en el rancho.

Curbelo esperó un poco. Y luego alcanzó a ver a Martiniano hincado, soplando el trafoguero.

Se fue convencido que había terminado la entrevista.

* * *

Una mañana llegó el patrón.

—Anoche aparecieron tres corderos muertos —dijo. Y agregó: — Tal vez sea tu perro...

—¿El perro?

—Sí. A Curbelo le pareció verlo. Vas a tener que matarlo...

Martiniano pensó un poco y contestó:

—¿Por qué no lo mata él si lo encuentra?...

—Si no lo matás vos...

* * *

Se despertó a medianoche y salió al patio. Llamó los perros y acudieron el Pampa y la Paloma. "El perro" no estaba.

Una helada bárbara hacía temblar las estrellas en un cielo altísimo. Los árboles colgaban de la noche levantados de la tierra.

Se fue despuntando el cañadón y llegó al lugar donde reposaba la majada como un río de espuma detenido. Un vaho lento se levantaba como una nube pesada. Un perezoso ondear, del centro al borde, fue lo que observó primero. Más cerca vio, como sobrenadando en la espuma, un punto negro. Luego le llegaron los balidos unidos entre sí, lentos y planos. Se agachó tanteando el cuchillo y siguió caminando encorvado. El perro venía hacia él arrastrando un cordero.

Fue cuando sonó un tiro. Martiniano cayó, dio dos o tres tumbos y luego quedó cara al cielo. Las estrellas se iban hacia arriba. Cada vez más arriba. Hasta que desaparecieron.

Arboleya

Cuando viene el carro de Arboleya hay que ponerse contra el viento...

—Mismo. Sentís el olor antes de verlo...

Era así. Cierto que él no era "muy cuidadoso de su persona", pero hay que comprender que ni él, ni el carro, podrían oler bien. "Le pertenecía" al oficio oler mal. El carro estaba toldado con bolsones de lana viejos, medio quemados de remedios de curar ovejas. La grasa lo había como encerado. Y en él ponía todo lo que compraba, que eran los desechos de las estancias. Cueros de epidemia, tajeados o mal curados, garras, descascarreo. Sobrantes de grasa que las peonas iban echando, colada a colada, en latas pringosas, derrites que ranciaban. Huesos. Bolsitas de yel para los curanderos...

El vestía unas bombachas sujetadas con un cinto, ancho de un geme, que bajaba desde los riñones al nacimiento del vientre, con lamparones de grasa y manchas de toda laya. Calzaba alpargatas tajeadas en el empeine, redondo como una galleta.

Algún curioso observando la carga, preguntaba a veces:

—¿Pero dónde colocás eso, Arboleya?

Y él respondía:

—En el pueblo... El pueblo es como el chancho; aprovecha todo...

—¿Pero en que?

—Si te digo que los güesos van a parar al azúcar y de las garras hacen "vernís", te reirás...

Entraban a conversar y entonces el curioso aceptaba que el negocio de Arboleya sería sucio, pero era bueno.

* * *

En un cajoncito ponía lo de vender o cambiar. Prefería el trueque a la compra-venta. Las cosas de vender se las proporcionaba el Turco Navidad. Eran cosas para mujeres casi todas. Prendedores, guardapelos. Polvos y cremas para la cara. Santitos.

En la orilla del pueblo tenía el rancho y un galpón de latas abiertas para guardar el carro.

En el campo, en verano, acampaba en cualquier lado. En invierno, en los galpones de las estancias o en el depósito del almacén de Alves, término de su viaje.

Hasta el día que resolvió cambiar de recorrido, para no "limpiar" muy seguido a sus proveedores.

Fue cuando llegó por el camino viejo de Carapé a lo de Rosas, que tenía almacén y "compra de frutos". Allí encontró el rastro de Méndez. Dio con él y esto le trajo cambios grandes en su vida.

* * *

Con Méndez eran más que amigos. Se consideraban hermanos. Un día, sembrados por la vida, lejos uno del otro, se perdieron. Ahora después de veinte años, se encontraron.

Hijos de peona los dos. Juntos habían crecido, mientras las madres lomeaban en las cocinas de las estancias o lavaban en el arroyo. Un día la madre de Arboleya se fue con un contrabandista y no se supo nunca más de ellos. El quedó con la madre de Méndez, hasta que a la pobre la llevaron al camposanto. Méndez fue a dar con un herrero vasco, más bueno que el pan. De aprendiz, de cocinero y "hasta de asistente"" porque el vasco, una vez al mes iba al boliche y hasta que no estaba borracho neto, de caerse al suelo, no dejaba de tomar. Entonces Méndez, ayudado por el bolichero, lo cargaba en el carrito de pértigo y tocaba para la herrería.

Arboleya quedó solo en la estancia. Y como "no era responsable de nadie y nadie de él", se fue al pueblo. Hizo de todo. Hasta dar con el negocio que tenía ahora.

Méndez cambió de pago y ya no se encontraron más. Hasta ahora.

* * *

Méndez se había casado. Era dueño de una herrería, una chacrita y padre de un niño. Estaba afirmado en la vida.

* * *

Después del encuentro, empezó una nueva vida para Arboleya.

Llegaba al almacén, dejaba el carro, se ponía en manos del barbero, levantaba una muda nueva y vestía un traje de sastrería, que depositaba allí, cuando regresaba. En invierno se bañaba en un viejo baño de ovejas; en verano partía hacia el arroyo. Se cambiaba y regresaba que era "un tendero o un violinista de bien vestido". Entonces se iba a lo de Méndez. Pasaba allí cinco o seis días.

La felicidad de Méndez, la amistad caliente que le demostraba, aquellos "hermano" con que llenaba su conversación, le conmovían. La mujer le había despertado una ternura que nunca conociera y "el machito", cuando él llegaba, lo seguía por todos lados como un perro.

—Estando yo, no tiene ni padre ni madre —decía Arboleya feliz.

Lo paseaba a caballo, lo sentaba en la falda y le contaba cuentos de animales, inventaba aventuras y viajes por lugares extraños para entretenerlo. A veces le llevaba al almacén y lo vestía de pies a cabeza. Una.vez le compró un traje de marinero. Fue cuando le tuvo que explicar lo que era el mar.

—Se lo expliqué... Y eso que nunca lo había visto... ¡Taba obligao!...

* * *

Si le preguntaban por qué no se casaba, respondía:

—¿Pa qué?

—Pa tener casa, familia.

—¿Quiere mejor familia que la de Méndez?

—Bueno, pero...

—¡Esa es mi familia! Ella es buenísima. El es un hombre especial y el niño no le digo nada... Me caso y a lo mejor me sale una quiebrafrenos y de hijo un pasmao... Pa mí esa gente es todo...

* * *

Estaba al término del viaje, cuando supo que Méndez era muerto hacía días. Fue una noticia que lo dejó sin habla. Saltó al carro y empezó a castigar los caballos como un loco. Al anochecer llegó a las casas.

* * *

Frente al rancho, vio la mancha negra que formaban la madre y el hijo. La ropa negra, el silencio y la inmovilidad, les fundían en una sola figura que iba juntándose con la noche.

Arboleya bajó del carro, con su olor a grasa rancia, a creolina, su barba de veinte días, las alpargatas deshechas, los dedos pisando tierra.

Ya sobre la mujer y el hijo se quedó sin saber qué decir, abrumado por aquellas presencias que tenían sobre sí la muerte del amigo.

La mujer se levantó lentamente, le estiró la mano muerta y se puso a llorar suavemente. El niño se apretaba contra ella, la cara fundida en el merino negro de la pollera. Luego se dio vuelta hacia la casa.

—Voy a buscarle el mate —dijo.

Y ya sobre la puerta:

—No lo hago dentrar porque estoy sola...

Arboleya se acercó al carro. Se apoyó sobre las varas y se puso a llorar. Tenía la seguridad de que Méndez al irse, se había llevado la mujer y el hijo y lo había dejado solo...

Más solo que antes, cuando era solo y no lo sabía...

Un bicho

Funes, que recién había desmontado, le estaba diciendo que venía de parte de don Mario Gómez a buscarlo.

—¿Sos de la policía ahora? —bromeó Martín.

—No. Lo que pasa es que tu tío te quiere hacer hombre porque vivís como un bicho.

Martín replicó:

—Seré bicho porque vivo en el monte...

—A los bichos con un solo cuero les alcanza.

Cierto es que Martín tiene poca ropa y que la vida de él es comer, trabajar y dormir. Pero es cierto también que tiene un revólver, un cuchillo de plata y oro y un caballo "gordo y manso que es un perro".

—Sí —dice Funes— , pero con eso no vas a ir a ningún lao...

Martín ríe. ¿Con un caballo, un revólver y un cuchillo no va a ir a ningún lado?

Conversaron un rato y Martín resolvió irse.

Cuestión de probar, había dicho Funes.

—Pues... total nunca he probao cambios...

* * *

La vida de Martín fue siempre la misma. Era hijo del monte. Vivió siempre con el padre que era monteador y carbonero. De la madre nunca supo nada. El rancho donde vivían era andariego. Iba cambiando de lugar, según el padre iba rozando monte.

Cuando entre la vivienda y el carbonal quedaba mucho espacio sin árboles, el padre arrancaba los horcones y los acercaba a los árboles vivos.

Tendría diez años cuando el padre se enfermó. Lo llevaron al pueblo. El quedó con Arbelo —otro montaraz— de poca prosa, compañero de trabajo.

Un día llegó un guardia civil a avisar "que el pobre Menchaca hacía días que era muerto".

Arbelo despidió al chasque, ensilló, llamó a Martincito y lo llevó al boliche del Turco José. Habló algunas palabras con éste y se sentó en un rincón. Apuró tres o cuatro cañas metido en un silencio que hacía callar al Turco.

Después de ir y venir del mostrador a los estantes éste llamó a Martincito, le puso una camisa de merino negro y le dio un paquete de caramelos y ticholos.

—Cómalos todos nomás, —le dijo— son de regalo...

Arbelo pagó, ganó la puerta y ordenó al niño:

—Vamos.

El Turco abandonó la reja y llegó al resguardo de ramas que le hacía techo. Desde allí se animó a gritar a Arbelo:

—Cuídelo, pobrecito...

Arbelo ni le contestó.

* * *

Cuando llegaron al rancho miró al niño y le dijo:

—Usté sientesé nomá... Yo cocino.

Martincito comprendió que algo grande había ocurrido porque Arbelo no era hombre de comedirse para aliviarlo de esta tarea que le correspondía a él...

Después se asomó al monte, vio el caballo del padre y se puso a llorar.

* * *

Iban conversando. Se empeñaba Funes en convencerlo "que él vivía que era una desgracia".

—Taparse las carnes, le dice, y comer y dormir no es la cosa... También hay que divertirse y vos no sabés lo que es una diversión...

—Me he divertido —dice Martín.

—No te he visto salir del monte...

A Martín le hizo gracia la contestación y replicó:

—¿Zambullir en la noche en la laguna de Arreche haciendo callar el monte qué es? ¿Y llevar dos yeguas tapadas de contrabando desde lo de Gervasio a lo de Pérez por entre el monte sin trillo, qué es? ¿Y hacer echar al zurdo Arriola cansao como un perro en una monteada, qué es?

—¿Y qué ganabas vos?

—¿Vos sabés lo que es ver echao de cansancio a un hombre como el zurdo? ¿Y que tenga que cocinar pa todos quince días?

—Mirá que cosa...

—¿Cómo qué cosa? ¿El otro cocinando, atendiendo guiso o puchero y vos a lo coronel pitando y tomando mate al lao del fogón?

* * *

Ahora le daba la razón a Funes. Qué monte ni monte. La gente que vivía bien era la del pueblo. El se levantaba a las cinco. Tomaba mate hasta que quería. Después empezaba a trabajar. Al rato nomás "venía" el café con leche y pan fresco. Cualquier cantidad de pan fresco.

El trabajo era livianito. De muchacho. Ordeñar la vaca. Picar leña. Ir recibiendo lechones y gallinas y encajonar huevos.

El almacén lo atendía el tío, ayudado por un chiquilín de unos doce años, vivo como un rayo, que según aquél "cuando fuera mayor de edá capaz que ya se había comprado hasta la plaza del pueblo".

El no tenía sueldo. El tío lo vestía, lo calzaba y había prometido guardarle unos pesos por mes.

Estaba prosiando con "el dependiente", —pues el tío se había ido a surtir a la ciudad—, cuando llegó la vieja de Antúnez:

—Mijo, vengo a pedirle un poco de yerba y azúcar.

El chico le dijo que él no podía fiar nada.

—Esta es la casa de tome y traiga —dijo.

A Martín le dio lástima la vieja y ordenó:

— Dale un poco de cada cosa...

Cuando llegó el tío y se enteró se puso fuera de sí.

—¿Cómo? —le dijo—. ¿A usted quién le ordenó dar las cosas?... ¿Es suyo el boliche?

Y siguió con una retahila de reflexiones. Que él no tenía la culpa que la vieja no tuviera plata. Que había que ver qué elemento era cuando joven... Que "tener" se pelió con "dar".

Y remachó:

—Que si él estaba remediao era porque no daba... Que los bienes eran pa remediar los males... Que mejor era dar envidia que lástima.

Y que todo lo hacía para bien de él, de Martín...

* * *

Después de aquello las cosas siguieron bien. Hasta aquel día que llegó el negro Justino poco menos que de arrastro.

—¿Qué le pasa, Justino?

—Me pasa que tengo una pierna medio echada a perder... Me voy al pueblo... ¿Y usté sabe lo que es dir a los lamentos y sin fumar?...

Le pidió un paquete de tabaco y un poco de creolina suelta para curarse.

Entonces Martín le ordenó al muchacho:

—Dale tabaco, creolina, salchichón y galleta.

Calló un segundo y agregó:

—Y me apuntás todo a mí.

* * *

Cuando llegó Gómez y el muchacho le dio cuenta empezó a los gritos.

—¡Martín! ¡Martín!

Cuando éste llegó, el hombre estaba hecho una furia.

—¿No le dije, amigo, que no quiero que dé nada? Que el almacén no es suyo... ¿Qué tiene que proteger a nadie usté? ¿Eh?

—El pobre está enfermo...

—Qué enfermo ni enfermo. ¡Un negro que no sirve pa nada!

A Martín se le levantó la sangre.

—Vayasé a la tal por cual —le dijo.

Se dio vuelta y ganó el galpón.

* * *

Galopaba en la tarde mansita cuando se encontró con Funes.

—¿Y? —preguntó éste—, ¿ya dejaste a tu tío?

—¿Mi tío?... Más vale ser sobrino de un chancho que de un tío —contestó.

Y siguió rumbo al monte donde no había rejas, ni negros, ni tíos.

A vivir a lo bicho otra vez.

El coquimbo

Un hombre que llega a un lugar como aquél a entenderse con quince montaraces, tiene que andar con mucho tino. Más si el hombre es como Ibarra, medio universitario y acostumbrado a la vida muelle. ¿Por qué fue allí? Eso lo sabrá él. La cuestión es que el hombre al poco tiempo estaba allí como nacido.

* * *

Cuando llegó al monte, —medio día de enero— la gente sesteaba bajo los árboles cerca de las playas de los quemaderos de carbón. Un negro y un perro lo recibieron. Un perro tan indiferente como el negro. Ambos lo vieron acercarse y llegar, sin moverse de donde estaban. Ibarra le tendió la mano al negro y aludió al perro bromeando:

—¿Y éste?... ¿No ladra?

—De día no... De noche es otra cosa.

Ibarra le informó que era el nuevo administrador. Después pidió agua para lavarse y dijo:

—¿No se anima a ayudarme a hacer un asado?

—¿Ahora? Mientras terminamos son las dos...

El había almorzado ya. Allí estaba la olla, mediada de guiso de fideos, porotos y boniatos. Por decir algo —¡qué iba a comer aquel guiso el hombre!— la señaló y preguntó:

—¿No se le anima?

Ibarra contestó:

—¡Comonó! Tengo un estómago de fierro y un hambre bárbara...

—Menos mal. El sueño y el estómago es lo principal...

—Eso es.

— Como yo. Lo mismo duermo en una otomana que en un cardal...

Lavó un plato de lata y sirvió el guiso.

—¿Pan? —preguntó Ibarra.

—Aquí no. Galleta.

Ibarra intentó "abrir" la galleta introduciendo el cuchillo entre las lajas.

—No, no, así —dijo el negro, y la golpeó fuerte contra la punta de la parrilla.

Ibarra probó el guiso.

—Lindo —dijo.

El negro vio con alegría cómo Ibarra comía con gusto. Se quedó un rato callado con un asombro feliz al ver al hombre comer con fruición el guiso grueso. Luego se levantó lentamente.

—Bueno —dijo— , me voy a mandar vista...

Caminó quince a veinte metros y se tiró a la sombra de un coronilla. Desde allí le gritó señalando un árbol cercano:

—Si va a sestiar, ojo con ése que es aruera...

Al momento roncaba. Ibarra comía lentamente. El perro intentaba dormir aplanándose en el suelo, pero en seguida levantaba la cabeza, miraba al coquimbo y volvía a tenderse.

El silencio dorado, manchado de verde bajo los árboles, dejaba entrar el aserrín de hierro de las cigarras.

Al rato se sintió un golpe sordo a la distancia que despertó el monte.

Un monteador reiniciaba la jornada.

* * *

Hizo grupo con Churi, Dalmiro Prieto y el negro...

A los tres o cuatro días Ibarra se sentía tan natural allí como los otros con él. Ellos, al principio desconfiados, se habían entregado ahora. El grupo tenía un compañerismo de campamento. Sin tonterías, donde cada uno es como es y muestra sus flores y sus espinas.

Ibarra también empezaba a ser como debió ser a lo mejor...

Si había caña, tomaba caña. Fumaba tabaco de fardo —miliquero y fuerte— y había abandonado la costumbre de acostarse con sábanas. La barba se la dejaba un mes o dos. Y si se miraba alguna vez al espejo —grande como una hoja de libreta— era porque le gustaba verse así.

* * *

Festejaban un mes de funcionamiento de la "cooperativa de producción y consumo". Este mes cada montaraz había cobrado el doble, por lo menos. Ahora compraban el monte parado, por cuenta de ellos. Quemaban y vendían cuando querían.

— Ahora —decía el negro— nos mandamos nosotros...

El negro tocaba el acordeón. Se dormía sobre el gusano curvo del instrumento, lento y elástico, escuchándolo antes que tocándolo. A veces, buscando acordarse, o improvisando —vaya a saber— levantaba la cabeza como una gallina tomando agua.

Dalmiro Prieto —flaco, lampiño y de voz finita— se puso a imitar pájaros y bichos del monte. El gato montés mandando callar al chajá era de matarse de risa. Y el zorro bailando alrededor de la zorra y retorciéndose el bigote para enamorarla "peor, pa reírse más". Y al fin aquello del bolichero gallego, tratando a un cliente estanciero, brasilero y rico y a un cruza camino pobre como las ratas.

—Pará, pará —gritaba Churi— , que reviento...

Ibarra era feliz. Estaba viviendo sin revisarse la vida como en el pueblo.

—Mejor que una planta —dice él.

* * *

Cada, cierto tiempo venía Arbelo a vender contrabando: caña, tabaco, guayabada y cabrestiando a la vieja Juana Pelo y tres o cuatro mujeres de la ranchada cercana.

Eran mujeres "para suministrarse" a contrabandistas, carreros y troperos. También acudían allí los soldados del cuartel brasileño fronterizo. Los ranchos estaban allí, en la boca del pueblo, acechándolos y tragándolos. Como un sapo a las moscas.

* * *

Se quedaron dos o tres días. El negro vio cómo Ibarra iba interesándose hasta demás por La Pulga. Aquello lo entristeció. Juzgó necesario hablar con el hombre.

—Mire —le dijo— , que ésa es de domar con apadrinadores...

Ibarra se rió.

—Cuando quiero la ensillo, y cuando quiero la echo al campo...

—Usté abra l’ojo... Esa quiere plata y nada má... Amás es una jerga e’sucia...

* * *

Al otro día Ibarra resolvió terminar aquello.

—Mañana —le dijo a Arbelo— tiene que marchar con su gente...

Fue en la noche cuando resolvió obsequiarle unos pesos.

—"Efetivo" no —dijo ella—. Si querés osequiarme dejame un día más contigo.

—No.

Ella intentó unos arrumacos.

La mujer ya le había dado en cara y él ordenó severo:

—¡Déjate de bobadas!

Ahora podía estar conforme el negro.

Ella entró al rancho. Ibarra se quedó solo en la noche que estaba sin ruidos, oyendo el acordeón distante del negro.

Tenía la carne lejana y una laxitud feliz. Tomó caña cuatro o cinco veces y luego se dejó resbalar por el sueño, ya liviano de estar sin la mujer otra vez.

* * *

Cuando despertó encontró el rancho vacío. La Pulga había partido con toda la plata de la cooperativa. Allí estaba el cajón de velas, donde la guardaban, sin un centésimo.

Ibarra —callado como un ladrón— partió hacia el pueblo al otro día. Había perdido una fortuna de golpe: quince hombres.

Fronteriza

El sueldo era bueno. Pero él —Cedrés— no tenía interés en el empleo.

—Soy enemigo de responsabilidades —dijo— . Y poco amigo de recibir órdenes de mujeres... Soy de la idea de que las mujeres son buenas para prosear, tomar mate dulce y echar hijos al mundo...

Sabía bastante de la vida de "Chiquiña", pero estaba buscándole la boca al almacenero que le había ofrecido el puesto.

—¿Prosear y tomar mate? —contestó el otro—. Puede estar seguro que Chiquiña es capaz de estar un día entero haciendo las dos cosas... ¿Echar hijos al mundo? Eso es lo que menos le gusta ... Al menos la historia que anda por el pago dice algo de eso...

—¿Entonces? —se afirmó Cedrés—, ¿tiene algún hecho feo?

Sí. Chiquiña había pasado de la cocina a la sala... De fregaollas a señora ... y parece que era verdad que entre ella y el Comandante "afrentaban" a la patrona.

También se supo que Chiquiña estuvo por ser madre y que de la noche a la mañana, quedó señorita otra vez... La pobre mujer del comandante murió más de disgustos, que de enfermedad... El comandante se casó con Chiquiña, cuando las coronas de la sepultura de la finada estaban aún sin deshacer...

Cedrés iba dejando caer "fijesés y mireusted" con aire inocente y distraído o colocaba preguntas que parecían no tener importancia.

—¿Medio derrepente murió el comandante?

—El pobre murió sin caracú en los huesos... Para algunos, la juventud ajena es una enfermedad... Enfermedad que no pueden curar los doctores...

—¿Por?

—No ve que ella no quiso abandonar la pieza... Calculo que Chiquiña con mirarlo nada más, lo debilitaba...

Así fue como un día la mujer se encontró con una estancia y un camposanto adentro.

Cedrés pensó un poco y dijo estas palabras:

—No está lejos que me dé una vuelta por allí... Total, a mí no me va a comer el caracú...

Soltó la risa, montó, y partió.

* * *

Chiquiña le dijo que en el puesto del rincón robaban todas las noches. Que sus peones eran "unos negros caducos" de la gente del finado comandante. Que había tenido dos o tres puesteros, pero con familia... Y que hombres así no quieren ver sangre...

—¿Usted es soltero? —preguntó.

—En buena hora —respondió Cedrés sonriendo.

Ella no pareció oír la frase.

—Por eso le digo —siguió— , yo preciso un hombre que se haga respetar...

—¿Y habrá dao con él? —preguntó Cedrés.

—Figura tiene.

Y nada más. Ni ella agregó palabra, ni él preguntó cosa alguna. ¿Se quedaba? ¿No se quedaba? Por ahora estaban callados. El, grande y parejo, de bombacha fina que dejaba adivinar los muslos fuertes. Vestido sin coquetería paisana. Irradiando una fuerza de macho segura y tranquila. Ella, parada frente a él, midiéndole la fuerza sin aflojarle, en una actitud retadora. Era un poco gorda —"ni tanto tal vez, sólo de buenas carnes"—, de mejillas redondas, bien regadas de sangre, "apeligrando reventar de maduras, como una fruta". El pelo tirando a mota, estirado hacia atrás para no dejarle hacer caracol.

* * *

Chiquiña se presentó al puesto a los cuatro o cinco días. Cabalgaba como un hombre y tras ella venía un negro viejo como asistente.

Cedrés regresaba de la recorrida mañanera. Desensillaba cuando se presentó ella.

—¿Anda de recorrida con la fresca? —preguntó.

—No, señora. Vigilando las vacas. Parieron dos... Cuerié otra...

Lo dijo humildemente, en una información de peón a patrón.

Después fueron al potrero lejano. Sin hablar. Los caballos emparejados. Y con el negro viejo detrás, cuyos ojos y cuyo silencio sentía Cedrés en la nuca.

Llegaron al potrero, donde las vacas servidas comenzaban a parir. Se detuvieron frente a una vaca, que caminaba trillando en círculo, cuyo centro era un "sombra de toro" gigantesco.

La vaca se detuvo detrás del árbol y luego se corrió hacia un bajo. La sierra caía en rápido descenso y moría en un cañadón.

Cedrés se levantó, parándose sobre los estribos, visteándola.

Fue cuando Chiquiña lo vio realmente. Tal cual era. Parecía levantar el caballo con las piernas. En el cielo claro, coronando la sierra, donde se recortaba, parecía subir de la tierra, despegándose.

Volvió luego.

—Tengo ganas de comer bacaray con pelo largo —dijo ella.

—No sé matar vacas en ese estado —contestó él —. Y agregó: — Pa eso tiene mucha gente en la estancia...

La mujer no respondió. Luego al viejo:

—Vamos —ordenó, y dio la espalda a Cedrés.

Cedrés sonrió. Hizo un cigarro lentamente, le dio fuego y silbando, sin prisa, regresó al puesto.

* * *

Chiquiña se levantaba a media mañana. Se sentaba bajo la amplia enramada que enfrentaba a los galpones de la peonada y allí iba dando cuenta de la cebadura de mate dulce, acompañado de roscas y pasteles.

Sus mediodías eran largos, de guisos dulces y postres abundantes, bien regados de vino seco.

Tras la siesta larga, volvía a lo mismo, mientras la "negrita piecera" le alisaba el cabello, en un esfuerzo repetido por hacérselo lacio. Y la negra- vieja le acarreaba mate con canela.

* * *

A los tres o cuatro días de hacerse cargo del puesto, ya andaba Cedrés a los tiros. El sabía que matar a un hombre, porque robaba una oveja, era un crimen. Pero no le gustaba que no lo respetaran. Pensó bien lo que tenía que hacer y una noche descargó un arma de repetición, sobre el alambrado que dividía el campo de su patrona, con el pueblo de los negros. Al otro día se presentó a la comisaría.

—Anoche les prendí bala a los ladrones de oveja... Calculo haberle pegado a alguno...

El comisario fue al "pueblo" de los negros, revisó los ranchos, hizo preguntas, indagó. No encontró muertos, ni velorios. Pero antes de irse dejó caer esta frase:

—¡Tengan cuidao! ... El hombre que puso Chiquiña es agalludo.

Le gusta más matar que casarse, según me dijo.

—No pasó nada... Pero ha dao con un hombre que es capaz de todo... Me parece que pronto le va a atar las muñecas a los mano larga ... ¡Y va a ser a tiros!

* * *

Como pasaban los días y él no venía a comunicar novedades, ella lo mandó buscar.

—Que venga temprano —le dice al mandadero.

* * *

El llegó temprano, cuando aún Chiquiña estaba en la cama. La negra vieja parecía tener instrucciones, pues apenas él llegó, sin esperar nada, avisó a la patrona y volvió con la respuesta.

—Dice que dentre —anunció.

Chiquiña estaba en la cama. Era una cama grande, "como pa tres, lo meno", llena de colgajos y puntillas. Una bata de seda punzó le abrazaba cuello, busto y rostro.

Más que para esperar un peón, parecía vestida para esperar un novio.

Cedrés consideró la pieza. No había una sola silla para sentarse, pues la única que había desaparecía bajo un montón de ropas.

Entonces se volvió, cerró la puerta y dijo naturalmente:

—No sea cosa que oigan lo que no les importa;

Cuando salió, lo hizo acompañado de Chiquiña...

* * *

Fue a los cuatro o cinco meses que encontró en el campo a Gregoria Lemes, partera y curandera "que lo mismo ayudaba a entrar al mundo, que empujaba para salir de él". Sabía Cedrés que Chiquiña estuvo embarazada del comandante y que luego de una visita de días de Gregoria, aquélla había "aparecido señorita otra vez".

—¿Qué andás haciendo? —preguntó Cedrés a la mujer.

—Me mandó buscar Chiquiña.

—¡Vos te das vuelta, antes de que te curta a mangazos!

La vieja se asombró, pero frente a la actitud del hombre, dio vuelta.

—Y ojo con mandar mensajes, ¿oíste?, porque te prendo fuego al rancho con vos adentro —le dijo como despedida.

* * *

Cuando él llegó a la casa encontró a Chiquiña sentada frente a la puerta.

—¿No vio a nadie en el campo? —preguntó ella.

— Sí. A la vieja Gregoria. Le hice dar vuelta.

—¿Por?

—Porque no me gusta que deshagan lo que yo hago.

La mujer se irguió, en un súbito estallido de energía.

—Usted es un sinvergüenza. Busca que le abran la portera y lo pongan en el camino.

El contestó simplemente.

—Está bien. Quien manda, manda.

Y se fue.

* * *

Anochecía, cuando ella lo mandó buscar. El llegó con la ropa del camino, aquélla que traía la mañana que viniera a buscar trabajo. Se sorprendió ella.

—¿Qué le pasa? —preguntó.

—No me gusta estar de más ... Es mejor estar de menos... Y que me abran porteras. Las sé abrir solo.

—Usté es un consentido. Con muchas pretensiones... Sabe que no tengo quien cuide el capital.

Había bajado los ojos. Las manos sobre el vientre, como protegiendo algo.

El no dijo nada. Esperaba que ella siguiera, o esperaba encontrarle los ojos con la clave de su actitud o su decisión.

Como ella no dijera nada, ni levantara la mirada que él buscaba, preguntó:

—Bueno. ¿Y en qué quedamo?

Entonces ella levantó los ojos. Estaban al borde del llanto.

—Es que tiene que cuidarme todo —dijo débilmente.

El se acercó, ablandado por aquella voz que tenía las últimas fuerzas de la mujer. Le puso las manos sobre los hombros y dijo simplemente:

—Usted cuídese usted, que yo respondo por lo demás, ¿oyó?

Se volvió hacia la puerta, la cerró y ya junto a ella, casi sobre el rostro de ella, terminó:

—Y ahora vamos a hablar de nosotros, despacito, ¿quiere?

Destino

Cuando vio el monte que marginaba el arroyo, pasaba frente al boliche. En la enramada había ya tres o cuatro hombres observando los toros. Eran cinco rústicos cuadrados de gordos.

—Seguí vos hasta el pastoreo... Yo no demoro —le dijo al negro que lo acompañaba.

Era un hombre joven, de perfil recio, bien vestido y bien montado.

Se acercó al mostrador, pidió una caña, convidó a unos de esos "aposentados" de boliche —que de haragán ni se había movido a mirar los toros— y preguntó:

—¿Qué distancia habrá hasta la estancia de "El Francés"?

—A lo de don el Francés habrá cuatro leguas cortas o tres largas...

Siguieron algunas preguntas más con sus respuestas, cuando Olmedo dejó caer ésta:

—¿No hay unos Almadas por aquí?

—Hubieron pero se fueron yendo...

—¿Todos?

—Yo conocí dos: don Pedro y María... Ya ni los huesos les quedarán... Se ahorcaron los dos: padre e hijo.

—¿Buenos vecinos?

—Buenos. Malos para ellos... Mucha pulpería.. Mucho juego... Gente que no veía venir las tormentas...

—Destinos.

—Pues...

Alzó galletas y dulce de membrillo. Pagó y partió rumbo al pastoreo. Ya de cabeza caída porque María era su padre.

* * *

Cuando llegó al pastoreo ya había recorrido toda su vida. Recordaba que había visto algo raro en la casa aquel día que lo llevaron para lo de un vecino. Cuando salió vio ocho o diez hombres... Después —dos o tres días habían pasado— vino la madre y se lo llevó lejos. Lejísimo. Estaban en un rancherío con un hermano de ella. Después fue de peoncito a una estancia. Después nada. La madre se fue con el hermano...

—Me he hecho hombre sin saber cómo... ¡Fíjese cómo es la cosa!...

Desensillaba. El negro ya había acercado la carne al fogón y le alcanzó un mate.

—¿Taba bien?

—Sí. Tres o cuatro leguas...

Soltó el caballo. Y se quedó allí mirándose las botas. Luego sin ordenar el recado —los pelegos tirados por allí— sin sacarse el poncho se acucliyó. Callado.

El negro lo miró y luego de una pausa preguntó:

—¿Pero hubo algún inconveniente?

—¿Por?

—Por nada...

Pero bien comprendió el negro que algo había pasado en el boliche.

* * *

El campo se tendía en colinas ondulantes con algún cuadrado de arboleda de eucaliptus. Los animales caminaban contra la luz poniente, lentamente, buscando las aguadas ocultas tras las suaves elevaciones.

Había fumado dos o tres cigarros en silencio cuando —incapaz de aguantar sus propios pensamientos y el mutismo lleno de esperas del negro— exclamó:

—¡Campos tristes!... ¿No te parece?

—Sí...

No dijo más el negro. Pero pensó: "Campos tristes no hay. Hay campos buenos —gramillados, engordadores— o campos ruines... ¡Pero campos tristes!"...

Ya no tuvo dudas de que en el boliche le había pasado algo al compañero.

* * *

Regresaron. Pero Olmedo volvía ya con la vuelta pronta. Volvería a lo de El Francés que le había hecho una proposición muy buena.

Iban llegando a la estancia desde donde había partido con los toros cuando el negro preguntó:

—Total... ¿Le gustó la convidada pa irse pa allá?

—Sí y no...

El negro no preguntó más. Bien sabía él que algo inconcreto —misterioso, pensaba— se llevaría al hombre. Algo que había comenzado en el boliche.

"Porque uno anda sin que el destino se acuerde de uno, hasta que un día lo encuentra, se acuerda de uno y"...

Seguro, el destino se había topado con Olmedo.

* * *

El Francés era un hombre bueno como el pan, que un día le dijo a Olmedo "que él le había gustado porque era un hombre bueno para amigo de un viejo sin hijos".

Cuando Olmedo volvía del trabajo lo encontraba siempre con el mate pronto para empezar.

—Pero patrón, —decía— no se olvide que el mimoso da más trabajo que el picaro...

El Francés reía bondadoso.

Bajaba la tarde y subía la noche.

Una conversación llena de silencios y estrellas les endulzaba las horas.

El Francés iba sacando de adentro su alma de padre frustrado y a Olmedo le empezaba a nacer una como niñez que nunca había conocido.

* * *

Dos o tres veces se había parado frente a aquel canelón negro que estaba solo, cortado, a media cuadra del monte. Era un árbol raro, dramático.

"Enojado con el monte" —pensó un día Olmedo.

Y otro:

"Enfermo"...

Mostraba la corteza llena de manchas seniles, trozos medio curvados, como bordes de conchas. Algunas ramas parecían secas y sin embargo en ei extremo mostraban algunas hojas que parecían escamas sucias. Algunos agujeros del tronco mostraban la saña de los pica-palos. No tenía ni nidos, ni claveles del aire. Era un árbol que estaba solo, mostrando su soledad rencorosa y triste.

Aquella tarde El Francés lo vio detenido frente al árbol.

Al otro día montaba para la recorrida cuando El Francés ordenó a un peón:

—Lleve el hacha y corte el canelón negro.

—¿Cuál? ¿El separado?

Olmedo no pudo reprimirse:

—¿Por qué lo corta? — preguntó.

—Se está secando... Es viejo...

—No patrón... Dejeló...

Montó y partió.

Cuando volvió el árbol estaba aún de pie.

Enojado o enfermo.

* * *

—Volvía del entierro de El Francés. Llegó a la casa con la noche, y se tiró en el galpón en un montón de cueros.

Fumaba cigarro tras cigarro.

Los demás dormían definitivamente, cobrándose de la noche anterior en que habían velado al muerto y del día lleno de conversaciones, aguantando a pie firme.

Olmedo salía al portón. Desde allí miraba la noche ciega de astros. Sin voces, sin perros —también dormían totalmente como los hombres—, sin nada vivo.

"Como si El Francés se hubiera llevado todo con él" —pensó.

Salía al portón Olmedo. Desde allí miraba la puerta abierta de la pieza donde había vivido y había muerto el hombre. Se acercó a ella. Miró hacia adentro. Entró.

Se sentó en una silla. Fumó.

Después salió despacio hacia la noche.

* * *

Al otro día lo encontraron.

Pendulaba en el canelón, como antes lo habían hecho los Almadas...

Un gaucho

Montes llegó a la pulpería de Anchorena en su propia carreta. Tendría poco más de veinte años. Era fuerte, buen mozo, callado y guapo.

Se acercó a la reja y le dijo al pulpero:

—Sé que murió su carrero viejo y vengo por si me precisa.

Anchorena, con su gran franqueza de vasco, le preguntó:

—¿De dónde sos?

—De Puntas de Pan de Azúcar.

—¿Y en tu pago no tenían trabajo?

—Mi pago es donde yo ando —le contestó Montes.

El vasco le dio trabajo pero se quedó pensando: "¿Por qué un viaje tan largo, de vacío, para solicitar trabajo? Cambiaban de pago los contrabandistas. Los domadores. ¡Pero los carreros...!"

Al fin dejó que el tiempo le contestara las preguntas.

Después se convenció que Montes había cambiado de pago porque sí. Y que cualquier día levantaba el poncho otra vez. Era un buen carrero, pero no tenía alma de carrero.

Estuvo allí poco más de un año. Hasta el día en que Martina dio a luz una niña. Martina era la peona de la casa. Cocinaba, lavaba y ordenaba la pieza del dueño, que era cincuentón y soltero. Atendía, además, la mesa del almacén cuando llegaba algún viajero. Allí solían parar "corredores" de comercio o "cuarteadores" de contrabandistas, que venían a vender parte de la carga de sus compañeros.

Una mujer así puede tener un hijo y el hijo ser de ella nada más.

Al irse, Montes, le dio paternidad a la hija de Martina.

* * *

Mucho tiempo después se supo que estaba en el Chuy, allí cerca del almacén del turco Gómez. Morales encontró la carreta. Llegó al negocio y preguntó por Montes.

—Trabajaba aquí —contestó el turco— . Un día dejó la carreta, cruzó la frontera y no vino más.

—¿No será muerto? —interrogó Morales.

—Tal vez esté de contrabandista... Pero no aquí... Mucho más arriba...

Estaba en Piedras Negras, diez o doce leguas más arriba del desagüe del Chuy, tras la frontera. Con rancho y mujer.

Allí tuvo querencia tres o cuatro años. Rico un mes, pobre dos. Hacía vida con la Bayana Paula, que no le aflojaba en nada. Era una vida brutalmente linda o extremadamente peligrosa, sin término medio.

Cuando Montes realizaba tres o cuatro "pasadas" de contrabando, por cuenta de otros que no querían exponer la vida, volvía al rancho, platudo y ansioso de caricias. La Bayana lo acechaba más que lo esperaba. Ardían los dos como dos brasas. Eran amores como fiebres con pausas de caña, buena mesa y siestas que terminaban a boca de noche.

Cuando él empezaba a faltar del rancho buscando "pasadas", la mujer, que era celosa, barullenta y boca sucia, comenzaba a exasperarse.

Montes le contestaba con el silencio hasta que la mujer se hacía insoportable. Entonces le daba una buena "untada de lomo" y partía.

Ella soportaba la soledad tremenda del lugar hasta que él volvía. Era entonces una fruta de piel tirante y ardiente que se deshacía en mieles.

Una noche apareció el caballo de Montes ensillado frente al rancho.

Ella no supo más de él.

* * *

Ocho o diez años después, el negro Beracochea, que subió hasta Aceguá con una tropa, trajo noticias suyas. Lo había encontrado de mercachifle de frontera, en un carro de cuatro ruedas.

—¡Güé! —lo paró el negro—. ¡Contestá si sos Montes!

—El mismo —dijo él.

El negro recostó el caballo al carro.

—¿Me conocés? —preguntó.

—De Los Tapes. ¿Beracochea?

—¡Pues! ¿Y qué es de tu vida?

—Bien. ¿Y la gente? ¿Don Anchorena?

Preguntaba como si fuera ayer que hubiera dejado el pago.

—Bien. Todos bien. ¡Grande la muchacha! ... Se anda por casar.

Pareció recordar Montes.

—¿La de Martina?

—¡Claro!

—¡Mirá!

La tropa se iba lentamente camino adelante. Montes y el negro se habían quedado sin tema. El negro no se atrevía a preguntar más y Montes no necesitaba hacer preguntas nuevas. Nunca necesitaba hacer preguntas, Montes.

—Los guampudos no esperan —dijo Beracochea terminando—. ¿Nos veremos después? —agregó.

—En el camino estamos —contestó Montes.

Y cada cual siguió su rumbo.

* * *

Tal vez hubieran pasado seis u ocho años del encuentro con Beracochea, cuando Anchorena fue a Meló con unos lanares finos para una exposición.

Bajó frente a la enramada de una pulpería, a fresquear un rato, cuando llegó Montes.

Manejaba un carricoche con un cajón atrás. A su lado venía otro hombre. Era un gallego que vendía vírgenes y santos, oraciones para curar las picaduras de víboras y libros de versos criollos.

Anchorena le saludó con alegría ruidosa.

—¿Anda bien? —le preguntó.

—¿Bien? —señaló al gallego y agregó:

—¿No ve que ando llevando este hombre vendiendo santos?

Era una respuesta con espinas y fastidio. Anchorena lo invitó a tomar algo y se acercaron a la reja.

Después el vasco sacó unos pesos y se los ofreció.

—Tome Montes... A mí me sobran y usté los precisa.

—Gracias —rechazó—. No lo voy a ver más pa devolvérselos.

El vasco insistió un poco pero comprendió que era inútil.

—¿Dónde vive, Montes?

—En todos lados... ¡Qué v’hacer!...

El vasco se despidió y partió.

Montes ni se movió de la reja donde estaba como preso del camino, empujado hasta allí por el camino, mirando hacia adentro del negocio, como si mirara una tierra tendida hacia el horizonte.

* * *

En la pulpería de Bentos en la franja fronteriza, se realizaban unas carreras. Hasta el otro día en que enfrenaran, la gente hacía tiempo jugando al monte. Casi a oscuras, en un galponcito de guardar pelegos y cajones, ocho o diez viejos despuntaban el vicio en jugadas de a real. Entre ellos estaba Montes.

Un negro viejo medio borracho negó una jugada.

Montes se levantó, se acercó al hombre y lo tomó del pañuelo del cuello.

—¡Si no tenés plata andá pa afuera!

El negro sacó un cuchillo y se lo sepultó en el vientre.

Ahora que estaba frío se veía la vejez y la pobreza de Montes.

Calzaba alpargatas, con la lona cosida con tientos en la suela deshecha. Vestía una bombacha brasilera mal zurcida y llena de remiendos. Una camisa vieja y sucia le malcubría el pecho donde tiritaba la pelambre gris, como hilos de ceniza. La barba subía hasta las sienes hundidas de golpe. La boca chupada hacia adentro, hacía saltar la nariz de filo helado.

* * *

Mientras la gente gritaba sus apuestas en la pista de Borges, cuatro o cinco viejos conducían el cajón hacia el camposanto.

Contra camino galopaba un hombre.

Alcanzó el cortejo. Era buen mozo. Venía bien montado. Tenía buena ropa.

—¿Montes? —preguntó.

—Sí. Él.

* * *

Uno de los viejos se agachó, tomó un terrón y lo arrojó sobre el cajón de madera limpia.

El mozo lo imitó.

El que había arrojado el primer terrón se incorporó y preguntó:

—¿Usted lo conocía?

—No —dijo el mozo— pero no está lejos que fuera mi padre...

La vuelta

El viejo Hernández le llevó el pedido de "la patrona" —su tía— de que volviera. Y él volvía, pues "no tenía nada que agradecerle" a la ciudad.

Al llegar se encontró con el velorio del tío. Llegó pues a acompañarlo por última vez. A su tía —la viuda— no entró a verla.

Cuando se fue tenía diez y seis años. Era menor de edad, pues. Y podían haberlo detenido si él —o ella— lo hubieran ordenado. Porque el tío era el tutor.

Pero no. No pasó nada. Es decir "pasó" que se encontró con veinte pesos en el bolsillo.

—Estuve por darme vuelta —le contaba a Hernández— porque a lo mejor mi tía me los había puesto para hacerme prender por ladrón...

Pero las cosas pasaron de otro modo según Hernández se lo aclaró. Ella misma le había informado de esto, cuando le pidió que lo fuera a buscar.

—Ella vio cuando escondiste la muda de ropa y los botines ... Te puso la plata para que no pasaras hambre.

Era un niño cuando lo llevaron allí. Fue cuando murió su madre. Y fue la primera noche que le oyó decir a la mujer:

—Acostalo en el rancho largo... Aquí puede ver cosas que no le convienen...

Y se quedó solo —solito— en aquel rancho ladero del de la pareja, mitad granero y mitad cocina, llorando hasta que se durmió, acunado por el ruido que hacían los chanchos, rascándose en los palos del chiquero que estaba tras la pared.

Después, mañanas con heladas. Y veranos con los pies ardiendo, entamangado hasta el mediodía, cuidando que los bueyes no se fueran a los sembrados, o días y días de otoño desgranando maíz, marlo con marlo. O cosechando porotos de manteca, caminando sobre las rodillas de no poderse parar luego del trabajo.

El tío, como un buey, obedeciendo. Era hombre porque tenía pantalones y bigotes. Siempre mirando el suelo. Flaco, que parecía estarse secando por dentro.

Ella no. Era una mujer ágil que parecía pisar en el aire. Salía poco de los ranchos. Cuando lo hacía se ponía unos lienzos volantes en la cabeza para defenderse del sol.

A él no lo miraba nunca de frente. Le daba las órdenes dura y breve.

—Andá a tal cosa... Hacé tal cosa...

Una vez él la miró de frente. Le encontró los ojos diferentes a la voz. Eran unos ojos con la mirada descansando sobre él, como una luz suave.

Y un día, haría dos o tres años —antes que él huyera— pasó aquello en la cañada. Se estaba bañando con el agua hasta el ombligo, cuando se encontró de golpe con la cara de ella que parecía estar sola —sin su cuerpo—, entre los juncos.

—¿Estás bañándote? —le dijo, y sin esperar respuesta agregó:

—¡Qué cuerpo estás echando!

A las casas no llegaba nadie. Tampoco ellos hacían visitas. Al terminar la jornada él iba al rancho largo. Y ellos se quedaban allí tomando mate, callados y alejados entre sí. El, con la cabeza echada, la mirada sobre la pava que tenía entre las piernas. Ella, de cabeza levantada, como buscando con la nariz un aire alto, o esperando ver aparecer algo desde lejos.

* * *

Volvía con dos o tres linderos. Cuando llegaron al alto divisaron el rancho del difunto. Ya habían quitado la bandera negra que indicaba el duelo. La costumbre quería que a la doliente la acompañaran los parientes tres o cuatro días. Al salir el último acompañante se quitaba la bandera. Era la señal de que el duelo había terminado. Se conocían casos de gentes que al otro día del sepelio quitaban la señal. Pero esto que ahora veían no se había visto nunca.

—¡Quiere estar sola ya!... ¡Qué mujer bárbara!...

El consideró la situación. Ir a la casa tenía que ir. A ofrecerse para algo. A saber qué pensaba hacer ella, para saber lo que iba a hacer él.

Al llegar a la portera se cortó del grupo.

—Bueno, vecinos... ¡Vamo a ver por allá!...

Replicó Hernández:

—Me parece que poco vas a calentar el banco...

Él agregó:

—Y... alguno habrá quedao con ella...

—¡Parece que no te animás a ir solo!...

* * *

Ella estaba en la pieza donde estaba la cama en la que había muerto el hombre y otros más —la otomana matrimonial— y una silla con las ropas del difunto. Debajo los tamangos grotescos y las lonas de retobarse los pies.

Y como una afrenta otra silla con ropas de ella, blancas, azuladas de añil y frescas como si tuvieran una helada encima. Y al fin cuatro cajones, con los candeleros y los restos de velas.

Él entró y le tendió la mano.

—¿Viste cómo terminó? —dijo ella y agregó: —Andá sacando todo, menos mi ropa y la otomana...

* * *

Había terminado.

—Ahora quédate tranquilo... Voy a cebar mate...

La noche llegaba despacio vaciando la tierra de árboles y ruidos. Cuando ella llegó, sólo se veían las luces lejanas de los ranchos.

Se sentó cerca de él. La sintió dejarse caer liberada de toda otra cosa.

—¡Ahora sí! —dijo como si hubiera terminado definitivamente con algo.

* * *

La sentía respirar. Miraba hacia afuera, pero veía la ropa aquella, blanca, fresca y dura, como con una helada encima, que tenía a la espalda.

Tal vez habían estado mucho allí, cuando ella sintió que podía decir —al fin— todo aquello que la había hecho tan cerrada y dura para los demás. Se dio cuenta —sin duda— que él estaba blando y dulce, ya sin el muerto y sus recuerdos, para oírle la revelación.

—...Cuando nos casamos ya no tenía naturaleza... Un buey le dio una patada allí, donde el hombre es hombre...

—...Él creía que trabajando y guardando plata cumplía... Al final yo ya no podía verte ni oírte... Estaba acostada con él y me parecía que tenía el cuerpo prendido por dentro... No dejaba arrimar vecinos... Cuando te fuiste ya no podía más...

Dulces las palabras. Profundas. Estaba casi ronca, lenta y agotada.

Las luces de los ranchos se iban muriendo.

Ya no existía nada más que aquella voz que también iba muriendo, quemada por la sangre de la mujer. Aquella ronquera que él —que sólo oía— también sentía dentro de sí, quemándole.

Y aquella ropa azul, fresca y blanca que estaba detrás de él, como una cosa viva del rancho.

* * *

Fue a los tres o cuatro días que salieron al campo siguiendo la yunta de bueyes y el arado.

La mañana estaba llena de sol, árboles y pájaros.

Ellos iban detrás del arado. Débiles y felices, como dos convalecientes.

El asistente

Cuando su mujer murió, el pago se quedó sin partera. En el mismo momento de morir ella, él heredó la profesión.

Alguien se horrorizaba:

—Mire usted que un hombre en eso...

—Pero si es como una mujer el pobre. ¿Usted ha estado en su casa?

Y contaba que Almada se remendaba y lavaba la ropa, cocinaba y zurcía sus trapitos. Que andaba siempre limpio y bien afeitado.

Era verdad. Usaba unos pantalones negros, estrechos y lustrosos y un saco blanco. De pecho angosto y pie chiquito, como de mujer, calzado siempre en zapatillas de cuero puntiagudas y lustradas. Caminando livianito como un peluquero.


* * *


A él dándole golosinas ya lo tenían contento. Lo que menos apreciaba era la plata. Si acaso algún regalo para la casa: floreros, estatuas de santos.

—Por eso Rodríguez se había hecho nombrar con un regalo de estos.

—¿Algún juego de vidrio?

—No. Un busto.

—¿Santo o general tal vez...?

—No. Un busto de los Treinta y Tres Orientales. Parados. Completo. Ni uno más ni uno menos. Y un monte atrás.

Cuando llegaba a las casas, lo recibían con un surtido de especialidades de boliche: anís, pasas de higo, cocoa, café... Era hombre de buena prosa y de buena atención para la prosa de los demás.


* * *


Su mujer era muy gruesa y se cansaba de todo menos de comer y tomar mate dulce. Almada hacía la tarea de la casa.

—A tu patrona la has puesto de patrón...

—¿Y qué querés? ¿Que yo parteree y ella cocine?


* * *


Así hasta aquel día que ella se quedó muerta tomando mate.

Estaba al lado de la cama donde una infeliz se retorcía de dolor en trance de alumbrar.

Cuando Almada entró a buscar el mate, la encontró en el suelo. La pobre se había "quedado" sin moverse del asiento.

—Era asunto medio serio aquello —comentaba—. ¿Usted sabe lo que es tener una muerta de ciento veinte quilos de un lao y una primeriza con un parto seco del otro?

No dijo una palabra. Cerró la puerta y enfrentó el problema. Salió bien todo. La gente decía que si en vez de él hubiera sido otro, aquel día sacan de la pieza tres muertos. O dos.


* * *


En casos así, Almada corría la gente.

—Morir y parir es cuestión del que está en eso... Y lo que no sirve que no estorbe.

Se sentían los ayes y quejidos de la parturienta. A pesar de eso, Almada, encuadrado en la puerta de la pieza, fumaba.

—Cuando tiene que estar, está. Esto tiene su tiempo como una fruta...

No iba a estar allí parado. Era "como pararse delante una olla para apurar la comida".

Si se asombraba alguno, sentenciaba:

—Creasé que el que está adentro tiene más apuro en salir, que usté en entrar a verlo.

La serenidad del hombre se contagiaba. Además convencía su razonamiento:

—Déjeme solo nomás... Las viejas andan tropezando con todo, agarran por derecho y no saben doblar... A los hombres usté les pide una palangana y le traen un jarro. Además se asustan hasta de un ronquido. Y cuidao con un asustao... contagia.

Quejidos iban y venían.

Él esperaba el momento.

—Cuando la cosa esté, está.


* * *


Ahora había una comadre en el pago y él no tenía ganas ni obligación de continuar con aquella profesión. Por eso había cambiado de clientela. Asistía enfermos.

Lo llamaban para medicinarlos y acompañarlos.

Su especialidad eran los viejos.

—Usté esté como si estuviera de visita... No le dé importancia. Y si la cosa se pone fea, ande como si estuviera linda...


* * *


Un instinto certero le anunciaba el final.

Era el momento de sacar la gente.

—Váyanse... Precisa tranquilidá... Déjenme con él nomá...

Era cuestión de correr los llantos ante el difunto. Siempre se acordaba de Lantes sobre el final ya. Los ojos cerrados, tranquilo, hasta que los de la familia "se pusieron a llorar a gritos como caballos" y el pobre tuvo una agonía espantosa. Él se acercaba al moribundo con una tranquila sonrisa. El otro intentaba levantar la cabeza. Almada le hacía señas, la palma de la mano para abajo, que había que sosegarse.

Después, de puño cerrado hacía una seña afirmativa. Era un "macanudo", tirado al borde de la laguna negra cuando ya, el otro, sin dolores ni pensamientos, sólo tenía ojos que se prendían de las cosas, tratando de llevarlas hacia adentro, por llevar algo que estuvo en su vida.

Cuando la agonía terminaba, salía él y daba la noticia.

—Bueno... El hombre se fue contento...

Era como la orden para que los parientes entraran a llorar y desmayarse.

A él esto lo fastidiaba.

Entonces tomaba su taza de café, su copita de anís y partía.

El burro

Umpiérrez se levantaba, empezaba el mate, encendía el fuego y ponía un churrasquito en las brasas. Después desayunaba y se iba al horno de ladrillos donde trabajaba. Al mediodía se apartaba del grupo de "cortadores" que hacían fuego común, encendía su propio fuego, tomaba mate, ponía un churrasquito y almorzaba. De tarde, al regresar del horno, pasaba por el matadero, levantaba unas achuras, las asaba, tomaba mate y cenaba. Luego se sentaba frente a la noche, fumando. Por el camino ciego que moría en el horno, no pasaba nadie. A sus espaldas las tunas y cina-cinas, borroneaban la noche. Después se iba a dormir.

Al otro día hacía lo mismo ... al otro día igual. La única excepción era el domingo, porque ese día no trabajaba y hacía comida de olla: puchero o guiso.


* * *


Una vez Anchordoqui le preguntó:

—¿Pero vos no vas nunca al boliche?

—¿Pa qué?

—A jugar un truco ... A tomar una caña...

—¿Para salir peliando después?

—¿Y las mujeres no te gustan?

—¿Pa qué? ¿Para llenarte de hijos?

Anchordoqui seguía preguntando. Esperaba dejarlo sin respuesta.

—¿Y perro no tenés?

—¿Pa qué?

—¿Cómo pa qué? —dijo Anchordoqui malhumorado—. ¿Pa qué?... ¡Para tenerlos nomás, para lo que se tienen los perros!

—Para tenerlos nomás, mejor no tenerlos...

—Pero alguna diversión tenés que tener —dijo Anchordoqui en retirada.

—¿Querés mejor diversión que vivir como yo vivo?

Esta vez fue Anchordoqui el que no contestó.


* * *


Con los vecinos se llevaba bien. A Nemesia la lavandera, vecina de metros más allá, la veía cuando se levantaba. Ella le daba los buenos días, arrimaba el carrito de manos, en el que llevaba las bolsas de ropa al arroyo y al fin las cargaba. Alguna vez Umpiérrez le ayudaba a levantar las bolsas.

Con Vera —el guardiacivil lindero del otro lado—, se veían a boca de noche, cuando regresaba de "el servicio", y solían cambiar algunas palabras. Una vez que éste estuvo enfermo fue a acompañarlo. Llevó la pava y el mate y se sentó al lado de la cama, le preguntó si quería que le hiciera algo y luego se puso a tomar mate callado.

Al rato Vera le dijo:

—Yo no le hablo porque tengo la garganta mal...

—Quédese callao nomás —le respondió él—, yo no vine a hablar. Vine a acompañarle.

Así estuvo hasta que Vera se durmió.

—El hombre está dormido —se dijo. Levantó la pava, puso el mate en un bolsillo y se fue.


* * *


Un día partió hacia la estancia de Ramírez. Iba a hacerle cuatro "quemas" de ladrillos "por un tanto" con techo y comida.

Al terminar le dijo a Ramírez:

—El trabajo está... Si no precisa algo más...

Ramírez le contestó que no. Le dijo —además— que estaba muy contento con él y con el trabajo que había hecho.

—Le voy a regalar una manta de charque, medio capón y una bolsa de boniatos.

—La cuestión es llevarlo —comentó él.

—Cargue en el burro y cuando llegue a su rancho lo echa al camino...

—¿Y cabrestiará? —preguntó Umpiérrez.

—Pruebe...

Era un burro sin dueño y cansado de caminos, que había llegado allí un día que encontró la portera abierta. Era de pelo gris, con basteras que empezaban a pelechar, de orejas quebradas que le caían sobre las quijadas.

Él ensilló su caballo, cargó el burro y partió. El burro emparejó el trotecito del caballo sin dificultad. Cabrestiaba que daba gusto. Había marchado como una hora olvidado del burro, cuando se le ocurrió mirar para atrás. El cabestro se había desprendido de la asidera, pero el burro seguía la marcha como si nada hubiera ocurrido.

—¡Mirá! —dijo Umpiérrez.

Desmontó, sacudió la clinera del burro con simpatía, ató otra vez el tiro y siguió camino adelante.


* * *


Llegó, desensilló y luego de refrescar el caballo lo soltó allí nomás en el potrero lindero al horno. Luego consideró que el burro tendría sed. Sacó la lata de lavarse los pies, la llenó de agua y esperó.

—Sin duda el burro después de beber —pensó—, tomará el camino. Hambre tiene que tener...

Pero no. El burro bebió y luego se paró frente a él, mirándole con curiosidad llena de ternura.

—¿Pero ha visto? —dijo Umpiérrez, hablando para sí mismo a media voz. Y tras un silencio:

—Umpiérrez traele un poco de chala... Te trajo el charque y el capón y los boniatos.

Y cuando él se aconsejaba, siempre aceptaba los consejos.

Por eso fue a buscar un brazado de chala.


* * *


Al otro día cuando volvió del trabajo, encontró a López —un español riquísimo dueño de medio pueblo—, parado frente al burro.

—¡Qué lindo animal! —le dijo y agregó:— Cuando yo era niño y cuidaba ovejas en la montaña, tenía uno igual...

Umpiérrez pensó que López se estaba riendo de él y del burro. Pero no, porque López siguió así:

—Mañana traigo a mis nietos a verlo y te mandaré un saco de maíz y otro de afrecho.

Umpiérrez quedó cavilando. Halló que la actitud del burro con él, y la de López con el burro eran una cosa rara. Y aquella generosidad, conociendo a López, más.


* * *


Él iba al horno. Venía. Se iba otra vez. El burro lo veía partir, de pecho al camino, como hace un perro cuando se va el amo. Al atardecer, cuando Umpiérrez volvía, el burro estaba allí, esperándole.


* * *


Aquella tarde estaban López y Nemesia frente al rancho.

—¿Qué pasa? —preguntó Umpiérrez.

—Pasa que los muchachos casi matan el burro a pedradas. Si Nemesia no llega a tiempo... Mañana hacemos el alambrado y un galpón de cajones...


* * *


Era un galpón abrigado, de piso seco, con olor a pasto. Cuando llovía, Nemesia iba allí a lavar y a secar la ropa. Umpiérrez cebaba mate para los dos. Un día ella se comidió para hacer la comida, y él aceptó.


* * *


Anchordoqui terminó el comentario:

—No quería bichos ni mujer, pero el asunto es que los tres se la pasan mejor que yo...

La señora

Llegaron, colocaron la corona de flores artificiales, prendieron algunas velas y empezaron a rezar.

Una vez al año hacían esta visita. Así, rezando, parándose, hincándose, estaban allí hasta que las velas se consumían.

Cedrés iba hasta el portón de entrada, fumaba, volvía.

No podía comprender cómo aguantaban tanto tiempo en aquella situación.

—Porque —pensaba— ¡mire que una vela cuando uno está esperando que se apague dura tiempo prendida!...

Esta vez se puso a hablar con el camposantero. Miraban los dos a aquellas cuatro figuras negras, de cabeza caída sobre el pecho, con una rigidez de madera.

—Mire que ha sido gente fiel con el finado...

—¡Déjeme! —respondió Cedrés—. Gente de ésa ya no queda. ¿Usté sabe lo que son seis años de luto cerrado?

—¡Seis años!

—¡Seis! Pero éste es el último... Ella dice que ya cumplió con él... Les va a repartir el campo.

Y siguió contándole:

—"La Señora" quiere que ellos se arreglen por su cuenta...

—¡Y está bien nomás!

—Dice que no van a ser güérfanos toda la vida ... Y que ella ya fue doliente seis años...

—¡Ha cumplido hasta demás!...


* * *


Siempre fue ella la que llevó la dirección de la familia y de los negocios. El finado fue un hombre muy blando.

—¿Ve el más grande de ellos? Así era el padre... Pero capaz que lo envolvía un chiquilín... Todo marchó bien porque ella era un general para disponer.

Él andaba siempre como sorbido por ella, que es una mujer alta, medio gruesa, amiga de apretarse la ropa lisa sobre el cuerpo, con una cara donde la piel parece querer reventar por no poder contener la sangre, con un bozo azul sobre el labio grueso.

De tarde, cuando él llegaba del campo, andaba tras ella como arrastrado por aquellas formas, que la ropa lisa torturaba, y aquella voz medio borrada que parecía una voz con fiebre.

Los hijos iban creciendo, pareciéndose cada vez más al padre. Grandes y felices bajo la voluntad de la madre, repitiendo a cada rato el "sí señora" que habían aprendido del padre.


* * *


Alguna vez aquélla lo invitaba a que dispusiera algo.

—Ordená... Una se cansa de gobernar...

O lo mandaba al almacén, cansada de su compañía pasiva y anhelante.

—Andá a divertirte, Borges... Encontrate con los otros hombres... Traé noticias, cargá cuento...

Y el pobre Borges contestaba:

—Voy, llego y en seguida comenzás a faltarme...

Regresaba. Tenía que tener cerca aquella, voluntad fuerte y oír aquella voz que le encendía la sangre.

También a los hijos ella les invitaba a salir:

—¿Por qué no van a las carreras?...

O les ponderaba la amistad:

—Al hombre no le alcanza con tener parientes. Tiene que tener amigos que son parte de la familia.

Pero no. Tampoco ellos parecían poder alejarse de ella.

Hasta que un día el hombre empezó a irse de a poco. Un mal desconocido lo fue llevando, descarnándole y desangrándole, mientras a ella se le ponía más tensa la piel y se le acentuaba más el bozo que parecía un humo azul sobre la boca.


* * *


Ya salían de la escribanía cuando ella ordenó:

—Ahora ustedes se van... Cada cual empiece como si estuviera solo...

Les dijo que se iba a sacar la ropa negra.

—Anduve con él veinticinco años vivo y seis muerto... Ahora la doliente ya cumplió. Al menos creo... Ahora me van a gustar las chucherías y las ropas de color...


* * *


Llegó con Cedrés a la fonda. Eligió dos piezas contiguas y le ordenó:

—Me espera hasta que venga...


* * *


Cuando volvió, Cedrés se quedó asombrado. Sintió que aquella fuerza terrible se enfrentaba a él ahora.

Venía vestida de color, liviana y como levantándose de la tierra, con el bozo saliéndose de la boca. El vestido ondulaba como una nube y la bata apretaba con rabia el pecho adelantado como una proa.

—Bueno —le dijo tras el silencio que los dejó sin palabras—, ahora va usted...

Y Cedrés también fue a cambiar las ropas a la tienda, como si también hubiera cargado un muerto seis años con sus trapos negros.


* * *


Comían juntos. El con el angustioso placer de estar frente a ella, en el comedor, donde tenía que salvarse de las miradas de ella y de los otros, y de la vista de aquel cuadro con un barco ardiendo que tenía enfrente, algo más alto que la cabeza de la mujer.

A veces bajaba los ojos hasta sus propias manos, y al levantarlos volvía a golpearse con aquel barco envuelto en llamas.

Al fin se levantaron.

—Ahora a sestiar... Después vamos a salir a ver gente.


* * *


Caía la tarde cuando empezaron a sentir la angustia del tiempo sin destino.

Pasaron frente a la iglesia.

—Vamos a entrar —ordenó la señora.

Fueron. Salieron casi en seguida.

—A veces da vergüenza estar en la iglesia —dijo ella.


* * *


Sentía él cómo se movía ella tras el tabique de la pieza, y trataba de no hacer ruidos para sentir mejor los que hacía ella. Eran unos ruidos que no sabía de qué eran, pero le dolían.

Así hasta que sintió el ruido que hacía la llave de la luz al apagarse. Se apresuró y apagó él también.

Le danzaban en la cabeza los vestidos de la mujer apretándola en algunos lados y escapando en vuelos en otros.

Después la cama recibió a la mujer, que dijo enseguida:

—Cedrés, mañana entra y me llama.

Cedrés no entendió las palabras porque ahora —como el pobre Borges— las sintió quemadas en la garganta de “La Señora", quemándole a él también, sorbiéndole en una atracción, que borró de golpe ruidos, lugares y todo.

Hermanos

Montes llegaba a la casa de Justina una vez por mes. Siempre a boca de noche. La casa daba frente a la calle real a la que le hacían costado una veintena más, entre ranchos y viviendas de ladrillo.

Se apeaba en los fondos que daban a un sendero que moría en el callejón. No quería que la gente lo viera llegar allí.

Justina colmaba todas sus necesidades de hombre, de ser social y hasta de ternura.

Los "m’hijo" con que la mujer salpicaba la conversación, le producían un placer extraño. Le ablandaban por dentro.

Ella lo decía naturalmente. La expresión le había nacido frente a aquel hombre, sin que ella misma lo hubiera advertido.

Era raro que las cosas pasaran así, porque él era un solitario sin parientes —"que si tenía los había perdido y que no precisaba tampoco"— y ella era una mujer de poca prosa y poco amiga de trasmitir emociones.

Con excepción de Montes, los que llegaban allí lo hacían por las otras mujeres. Venían a beber cerveza y a bailar con la música del viejo gramófono. Cuando llovía, jugaban a la escoba y comían tortas fritas.

Justina pasaba a una pieza lindera, dejando la puerta entornada para hacer presencia y no fastidiar con su frialdad a los demás. No se le conocían amistades ni relaciones. Ni con vecinos ni con parientes. A los hombres, en general, parecía despreciarlos. Esta falta de amistades masculinas le daba a los ojos de las otras, una autoridad que ninguna quebrantaba, convencidas como estaban que los hombres eran buenos sólo si se les trataba así, como lo hacía Justina.

Estos encuentros de Montes —poco más que un adolescente— con aquella mujer que se acercaba a los cuarenta años, les llenaban de asombro.


* * *


Hacía ya como dos años que Montes hacía estas visitas, en las que apenas hablaban a pesar de compartir cena y lecho.

Llegaba al anochecer y partía al despertar la mañana.

—No se pierda m’hijo —le decía ella al partir.

—Pierda cuidao —respondía él.


* * *


Esa mañana volvió. Hacía buen rato que había partido cuando ella le vio regresar.

—¿Qué pasa?

—Me olvidé —dijo él— , y le tendió la mano cerrada apretando dinero.

—Hágame el gusto —dijo ella—, váyase como vino... Así quedo más contenta

El obedeció. Taloneó. El caballo arrancó al galope.

Seguro él sospechó que ella seguía mirándole. Sin darse vuelta levantó el rebenque agitándolo en el aire y se estrelló en la luz saltada de golpe salvando los cerros.


* * *


Aquel día se encontró con una situación imprevista. Cuando golpeó la puerta salió a recibirlo una niña. Justina estaba enferma, pero no bien sintió los golpes ordenó a gritos:

—¡Andá criatura!... ¡Andá!...


* * *


Justina estaba acostada. La niña luego de abrir la puerta entró en la cocinilla y volvió con una taza que entregó a la mujer y allí se quedó mirándose los pies, tratando de salvarse de la presencia del hombre.

Era una niña de edad indefinible, delgada, de rostro pálido, menudo y alargado, de ojos grandes, de pelo lacio estirado hacia la nuca y rematado en una trenza fina como de arreador. Se desprendía del rostro una dulzura ya definitiva.

Pesaba el silencio. Era casi insoportable ya, cuando Justina devolvió la taza a la niña.

—Andate y te quedás no más...

Apenas salió la niña, Justina empezó a informar a Montes:

—Tengo que irme al pueblo... ¿No ve que el doctor viene una vez por mes no más?... Fijesé esto ahora... La niña me la mandó la madre...

Montes se sentía incapaz de hablar. Lo único que pudo decir, ya con el viaje de regreso en la cabeza, fue esto:

—...Es una desgracia mismo.

Ella pareció advertir la idea de regresar que apuntaba en Montes. Ordenó:

—Cébele mate a Montes m’hija...


* * *


Ya había sorbido él dos o tres mates cuando propuso:

—¿Por qué no la mandamo a lo del Turco a buscar salchichón y galleta?

—No quiero que vaya a lo del Turco... Es un perdulario... Capaz de cualquier cosa...

—Entonces voy yo.


* * *


Comía la niña frente a él, que iba cortando el salchichón y el pan, rodaja a rodaja. Lo hacía lentamente, deteniéndose a veces.

—Coma no má... Si no come va a ser flaquita toda la vida.

El tono de la voz de Montes se había hecho lento y cariñoso. Parecía anegado de una dulzura que lo infantilizaba. El, que era tan voraz, comía despacio, según observó Justina desde la cama.

La luz del farol cayendo desde arriba le daba al cuadro una sencilla naturalidad que hacía feliz a la enferma.


* * *


La niña se fue a la cocina. Montes se acercó a la cama.

—¿No sabe Montes —preguntó Justina— que sabe leer y escribir como una maestra?

—¿Sabe?

—¡Sabe!... Parece mentira que me hayan entregado una criatura así... ¡Mire que hay cada alma!

Montes percibió en la voz de la mujer una tristeza que lo penetró a él también. Dio dos o tres pasos enfrentando la puerta fondera y empezó a liar un cigarro. Le daba fuego cuando sintió los sollozos de la mujer. Lloraba suavemente.


* * *


Se acostó en la cocina, pero no durmió. Gastó tabaco toda la noche.

Al amanecer se levantó y se lavó, dejándose caer el agua pecho adentro. Se disponía a sacar el recado acercándolo al caballo para ensillar cuando se abrió la puerta. Justina lo llamó.


* * *


—¿Por qué no se la lleva Montes?... Usté precisa una hermana...

Llévela que es una santa... Llévela, sabe leer... Sabe cocinar.

El se había quedado callado, sin poder hablar. Sin poder decirle nada a aquella mujer que hablaba casi llorando, y que lo iba dejando débil, sin fuerza para irse, ni para hacerla callar, ni para hablar él, que ahora estaba pensando en el Turco, y la tristeza de los ojos de la niña, tan flaquita y tan dulce.

—Bueno, bueno —dijo—. Callesé, pues... ¿No ve que a lo mejor viene ella y la ve?


* * *


El iba adelante, firme y solemne. Más atrás la niña, en un petiso que apenas caminaba. El se volvía de cuando en cuando y parecía hablarle.

Cuando se perdieron campo adentro, Justina comenzó a sollozar. Primero lentamente y luego a corazón desbordado.

Era como si una fuente ciega se le hubiera libertado y partido, ya libre para siempre.

Después subió al sulky que la llevaba hacia el pueblo.

La cuña

El abuelo Toledo quedó descontento con la noticia del casamiento de la nieta con Rondán. Muy descontento.

—¿Pero no es bueno Rondán? —pregunta Juan, el hermano de la novia.

—Matar no ha matao a nadie...

Esta no es contestación de dar un viejo a quien se va a consultar por obligación, pues entre los canarios, esto de consultar al más anciano del apellido, en casos como éste es tradicional. Si el consultado da su bendición, la nueva sangre que entra en la familia es sangre que manda Dios. Si desaprueba, la familia queda menos obligada con la pareja. La solidaridad de la sangre se debilita.

Juan, disgustado por la contestación del viejo, responde:

—Mire que Rondán es resuelto y de ojo largo...

—Es. Si hay un ñudo no desata, corta...

Admite Juan que Rondán es medio atropellado. Pero es hombre de tranco largo, sacador de pecho. De cabeza levantada.

—La oveja de cabeza más alta es la más flaca...

No puede Juan explicarle al abuelo que lo que más le gusta de Rondán es que es hombre de boca pronta, avasallador. Justo al revés de ellos, que siempre están mirando la tierra, domados por treinta años de renta juntada a lomo.

Los Toledo son hombres de buey y melga. Del pueblo conocen la casa del propietario de la tierra, la iglesia y el cementerio.

Allí están las chacras como hace treinta años, porque ellos son gente quieta, echadora de raíces. El pago está cundido de ranchos. Cada uno de éstos centra un pedazo de treinta cuadras. Cinco apellidos cruzados componen la población, que es una familia larga al fin. Es toda gente mansa, manejada por la lluvia y la seca. En sus fiestas podrá haber indigestiones, pero peleas no hay...


* * *


Rondán ha sido siempre hombre de caballo, monte y frontera. Cuando se pone a contar sus andanzas, los Toledo mozos se sienten absorbidos por el relato.

Según dice el mismo Rondán, "se ha pasado más de la mitad de la vida a caballo". Ha tenido como mil oficios "pero todos de andar". Compositor, domador, contrabandista, siempre le ha gustado ganar la plata con "lo otro" más que con el lomo, como los burros. Cuestión

iglesia, sabe poco.

—Conozco a Dios porque está siempre clavao y sé que los santos son varones y las vírgenes mujeres... ¡Demás está!

Es de esos hombres que en la miseria no sufren la miseria y en la abundancia disfrutan la abundancia.

Agarrando corriente arriba en su familia se viene a dar con él fácilmente:

—Mi tata era conocido en toda la República Oriental. Usaba bombacha y no conoció pantalón. Mi abuelo usaba chiripá y no conoció bombacha. Mi bisabuelo sería indio y mi recontra bisabuelo bicho del monte...


* * *


Ahora, al borde de los treinta años, "muy catangueado" por la vida, le ha dado por sosegarse y casarse con una canaria.

—Vas a tener la panza llena, chanchos hasta pa tirar pa arriba y un hijo en cada zafra, le dice Llanes, un mercachifle que llega a las casas.


* * *


—Le arrendamo un pedazo pa que trabaje —dice Juan buscando la aprobación del viejo..

Pero el abuelo sigue desconforme y bíblico:

—El pez agua, el pájaro cielo, el vagabundo camino...


* * *


Pero Rondán se casa. Mete su apellido y sus costumbres en la familia como cuña en un tronco.


* * *


Se fue al fondo de la chacra a tamanguear terrones. Trabajar, trabaja, pero es medio desgobernado. Tan pronto guapea de estrella a estrella, como se pasa tres o cuatro días tomando mate, mirando el campo. Pensando o no pensando. ¡Vaya a saber!

Ahora ha caído en un desgano de éstos. El arado del cuñado anda y desanda abriendo la tierra. Primero apenas se ve deslizándose en la distancia.

Rondán ya lo tiene cerca. Encima casi, de molestarle el repetido:

—Siga... Primero... Vuelta Parejo...

El toma mate a veces. Otras, el mate muerto en la mano, mira el campo pensando o no pensando.


* * *


La mujer, "muy pesada" ya, por un embarazo de esos deformes, cocina, da grano a las gallinas, raciona los cerdos. Esta tarea de racionar cerdos la realizaba Rondán. Hasta que un día le dijo a ella:

—Ocúpate vos de los chanchos... Yo los aborrezco...

Mismo, piensa. No es bicho pa chanchos...


* * *


Vive una vida sin barquinazos que no lleva a ningún lado. Para mejor le ha tocado en suerte una mujer que es una desgraciada para conversar.

—Esta —le dice a Llanes señalándola— secante de hablar de chanchos, enfermedades y renta, es una bolsa e lana pa conversar...

Ahora suele llegar el abuelo con cualquier pretexto. Rondán está hace dos o tres días desganado.

El viejo, luego de lento conversar de bueyes perdidos:

—¿No aprovecha este húmedo pa sembrar? La tierra no espera... Si sigue así se va a morir de hambre...

Entonces Rondán se deja caer:

—No he ido a ningún velorio de un muerto de hambre... Reventaos de trabajar, sí he visto...


* * *


Aquel día fue al pueblo a llevar unas rejas de arado para "estirarlas".

Allí encontró a Rosano, flor de hombre, amigo del pago viejo. Este había atado una penca y traía el caballo a "hacerle agarrar senda y

galpón".

—¿Por qué no me cuidás el matungo? —preguntó Rosano. Te pasás unos días y después te vas...

Rondán tendría que haberle explicado muchas cosas y decirle que no podía quedarse. Pero le vinieron otros pensamientos:

... El trigo estaba sembrado. Con dejarlo venir ya estaba... Verlo "venir" era diversión de canarios ¡Pero él!...

Al entrar a la caballeriza, lo abrazó un olor a alfalfa lindísimo. El pingo, como un bronce, de cabeza levantada, estaba "llenando la vista como una pintura". Dos hombres — un negro y otro— al lado de un fueguito, tomaban mate y caña. Olvidada por la charla, una parrilla con unos chorizos en el lomo...

Rondán se quedó nomás. Por unos días no oiría hablar de enfermedades y rentas. Alfalfa, relinchos, hombres, caña...

Rondán se quedó mandado por aquellos olores, aquellos ruidos y aquella escena.


* * *


Se acordó de la chacra y de la familia —donde entró como una cuña en un tronco— aquella mañana que le vinieron a avisar que la patrona "le había dao un compañero".

Un huérfano

Aparicio arrojó sobre el cajón un puñado de terrones. Los acompañantes hicieron lo mismo. Después colocó sobre la tierra que cubría la fosa un ramo de cedrón e hinojo. Aquél no era pago de flores. Isidro —el tío— dijo entonces:

—Bueno, sobrino, vamos.

El grupo inició el regreso.

En la portera del camposanto los hombres fueron despidiéndose, montaron y llenaron el valle de galopes.


* * *


Aparicio e Isidro tomaron el callejón.

Iban callados, sin nada que decirse. Habrían andado veinte cuadras cuando habló Isidro:

—Ahora que te faltó ella, vamo a visitarnos seguido...

—Pues...

La finada era una mujer de mal genio, mandona, "capaz de ponerle la pata a un hormiguero". Si la familia de Isidro —que era hermano de ella— estaba distanciada, si no llegaban vecinos a la casa, la culpa era de ella. Siempre fue así. Porque el pobre finado Juan —el marido— "fue un para escuchar nomás".

Enfrentaban la estancia cuando Isidro volvió a hablar:

—¿No querés seguir conmigo?

—No señor, gracias...

—La casa te va a resultar grande... solo y güérfano...

Solo y huérfano. Lo dijo sin pizca de ironía. La verdad era que Aparicio con sus treinta años y sus cien kilos era un huérfano...


* * *


La pieza, con aquella cama enorme, parecía más grande. En el muro frontero medían la soledad tres cuadros pequeños: uno con la marca de la estancia, un Jesucristo de manto celeste con un corazón rasgado como una granada, goteando sangre, y un retrato del finado, cara fina, pera en punta y un quepis militar medio cuadrado.


* * *


Ganas de llorar no tenía Aparicio. Sentía que estaba solo, como desprendido de algo protector. Como cortado de una raíz.

Sin embargo podía hacer cualquier cosa.

El —y nadie más que él— tenía que resolver lo que deseaba hacer.

Pero el hecho es que andaba como esperando una orden para hacer algo y escapar de la presencia de aquella cama y aquel muro con cuadros.

Buscó encontrar algo o desear algo. Entonces encontró una tabaquera, papel y fósforos, puestos allí, en la mesa nochera arrinconada, por algún concurrente al velorio y olvidados sin duda.

Hizo un cigarro y empezó a fumarlo, de cabeza levantada, echando humo hacia el muro y la cama y la puerta.

Desde aquel día —tendría quince años— en que ella lo encontró fumando y "le bajó el cigarro de un guantón" no había fumado más.

El cigarro le achicó la pieza, venció la soledad que la finada había amontonado en su vida y le trajo aquel algo que él necesitaba para no estar solo, abrumado por las cosas.

Entonces preparó el mate.

Y estuvo horas dele mate y cigarro. Cigarro y mate.


* * *


Al otro día apareció Ayala, un lindero de campo chico y familia grande, hombre "muy general", de ojo largo, que según decía él mismo "se había criado con dos maestras superiores: Hueya y Carpeta..."

Tomaron unos mates en silencio hasta que Ayala propuso:

—¿Qué le parece si carneo...? Usté con tristezas no se va a alimentar.

Aparicio aceptó y agradeció.

Ayala volvió al rato con una oveja carneada. Después ensartó un costillar, arrimó al fuego, proseó y luego comieron los dos.

Al despedirse Ayala anunció:

—Caigo mañana otra vez... Usté no está acostumbrado a disponer...


* * *


Por allá venía Isidro. Ayala lo anunció:

—Ya tenés otro chasque de la dueña de casa de tu tío...

Isidro había venido dos o tres veces. Con pretexto de acompañarlo, venía a aconsejarle casamiento con una parienta de su mujer, "una cristiana flaca y barullenta" —según Ayala.

Entre mate y mate dejó caer el consejo:

—Tenés que casarte... Tan solo. ¿No le parece Ayala?

—Y... Yo que sé... Aparicio no es hombre de hacer sala... Si le sale rigurosa como la finada...

Como Isidro no encontrara respuesta, prosiguió:

—Claro que si es de poca prosa y fogonera... El hombre se casa por comodidá... Y la mujer cómoda es gorda... ¿No le parece?

Isidro, ya sin asunto, partió.

Desde ese día no volvió más a la casa.


* * *


Un día Ayala apareció acompañado. Con él venía Zunilda, la hija mayor, "a limpiar un poco".

—Té la traje porque no es cuestión que la casa se vuelva cueva de lechuza...


* * *


Ayala salió con las primeras garúas, casi al anochecer. Fue al potrero del arroyo a traer una punta de ovejas "no fuera cosa que el arroyo creciera de golpe como solía".


* * *


Aparicio y Zunilda, parados frente a la noche esperaban el regreso de Ayala. Él angustiado por la espera, sin palabras para aliviar aquel silencio. Zunilda tranquila, segura ya de su destino, con la casa a sus espaldas, donde iría ordenando los acontecimientos.


* * *


Al otro día amanecieron como a las nueve.

Ella se levantó primero, prendió fuego y volvió a la pieza con el mate. Al alcanzarlo ordenó:

—Ahora se levanta y va y le dice a tata que vamo a comer un cordero... Que estamo de festejo...

Aparicio sonrió feliz. Ya tenía quien dispusiera, quien mandara.

—Bueno —dijo—, ahora fumo un cigarro en la cama y dispués voy...

El viudo

Al terminar un surco e iniciar otro, enfrentando al naciente, Arbelo miraba con insistencia hacia el rancho. Primero veía un borrón empujado por la luz lechosa del amanecer. Después el chiquero de los cerdos y los árboles que parecían sin tronco. Hasta que al fin veía venir los hijos, tomados de la mano. El menor, Laurencito, balanceándose entre los terrones para no caer. Eran varones pero vestían polleras, como si fueran niñas. Entonces Arbelo clavaba la reja en la tierra, y les salía al encuentro.


* * *


Se levantaba a las cuatro. Ordeñaba las vacas, uñía los bueyes y partía. Los niños se levantaban al amanecer. El mayor, de siete años, vestía al hermano que apenas contaba tres, y salían al encuentro del padre.

Ya en el rancho los tres, Arbelo encendía el fogón, hervía la leche y desayunaban. Luego partían hacia el campo.


* * *


De regreso al campo otra vez, los niños quedaban bajo un árbol, callados, mirando el ir y venir de los bueyes. A veces se entretenían buscando alguna piedra, o ensartaban "trompitos" de eucaliptus en un alambre. Arbelo sentía al verlos una tristeza profunda. Siempre estaba triste Arbelo, porque los niños estaban callados, el rancho estaba sin humo y en el jardincillo se iban muriendo las plantas. Las manchas rojas de los malvones que al amanecer venían corriendo sobre la tierra negra mientras él araba, ya no se veían más.

El campo hacía tiempo que era muy distinto.


* * *


Después que desuñía los bueyes tenía que cocinar y fregar. Y luego lavar su propia ropa y la de los hijos. Cuando terminaba la tarea se acostaba un rato. Y vuelta a enyugar y después desuñir y hacer la cena y fregar y acostar a los niños.

Y ellos callados, mirándole, siguiendo con los ojos sus pasos por el rancho.

Laurencito no se dormía enseguida. El hermano le acompañaba mientras estaba despierto. Cuando se dormía "voliaba la patita" y se iba a su propio catre. Esta protección del hermano mayor al pequeño, la mano, las polleritas de los niños, como hacía la finada.

Luego recorría la cara de los durmientes con la luz de un fósforo y se acostaba. La muerta venía siempre a su recuerdo en estos momentos.

Le parecía que estuviera siempre allí, cuando los niños estaban solos.


* * *


Se estaba poniendo flaco. Ya no iba los domingos al boliche a prosear con los vecinos. No podía dejar solos a los niños, ni tenía gusto tampoco.

El domingo era el día en que la ausencia de la finada le vaciaba más la vida.


* * *


Enlutó a los niños y se enlutó él. Bombacha negra, blusa de merino negra, pañuelo negro. Prendió el sulki y partió hacia lo de Sofilda. Él no sabía zurcir ni coser y la ropa de los hijos "se estaba volviendo garra".

Sofilda vivía una media legua más allá. Sola. En una tierrita heredada de los padres. Había sido como una hermana de la finada. Era una mujer limpia, de buen corazón y de una conducta que daba gusto.

Cuando salía, de la casa era para acompañar un enfermo o para asistir a un velatorio.


* * *


Los niños estaban sentados frente al camino lleno de gentes, que iban a las pencas en el boliche de Borges.

Arbelo esperaba el regreso de Sofilda que aprontaba el mate en la cocina.

Comprendía ella que esta vez la visita tenía un porqué. Lo notó en la actitud de él, que apenas entró sacó el banco y ordenó a. los niños:

—Se sientan afuera y se quedan hasta que los llame.

Ya estaba ella con el mate. Lo recibió él y tras un silencio, como dándose una orden comenzó:

—Le traje los trapitos... Me veo loco... Cocine usté, lave usté, ordeñe... Y los pobrecitos solos, como arbolitos... Le garanto que no puedo más...

La cara hacia abajo, los ojos sobre el suelo, la voz parecía salir de una distancia, sin gente, sin animales y sin árboles.

Ella parada frente a él, le veía la cabeza abatida, el pañuelo negro, la blusa negra, todo quieto como de ropa sola. Hasta que dijo, casi llorando:

—Cállese Arbelo... Cállese Arbelo...

—No puedo más... ¿Qué hago solo con estos inocentes?

Apareció Laurencito y se puso de espaldas entre las piernas del padre. No hablaron más. Ella iba y venía con el mate.


* * *


Fue una noche bárbara en que no pegó los ojos e hizo humo de dos cartuchos de tabaco. Al amanecer partió solo hacia lo de Sofilda.

Regresó a media mañana. Los niños sentados frente al rancho le vieron llegar al galope. Traía para ellos caramelos y masas y dos pañuelitos rosados para el pescuecito.


* * *


Le preocupaba ahora lo del luto. Hacía apenas ocho meses que la finada estaba bajo tierra. Fue a lo de Sofilda.

—Es una herejía desenlutarse tan pronto... Usté vea Sofilda... ¿Qué le parece?

Le parecía a ella que el luto era sagrado. Eso es lo que le contestó.

—Es razón —decía él—, es razón... Me saca un peso de encima Sofilda...


* * *


Primero bajó él del sulky. Camisa negra, pañuelo negro, bombacha negra. Ella después, con el traje gris que usaba en velorios y visitas. Antes de pasar al salón del juez, compró para los niños galletitas y cartuchos de suerte. Ellos estaban vestidos de negro, pero de machitos. De pantaloncitos por primera vez. Se quedaron quietos y felices esperando.

El retobador

Menchaca vivía en un rancho de mojinete sillón con la crimera de paja despareja y erizada. A pocos pasos del rancho crecía un tunal de higos chumbos, al que los muchachos arrojaban desde la calle trozos de lata y vidrio. Con sol fuerte, latas y vidrios hacían cerrar los ojos con su juego de reflejos. El desorden de tunas terminaba en un cerco de cina cina. Cicutas e hinojos crecían entre un osario de cabezas de vaca.

Se le veía dos veces por semana. Era cuando iba al mercado seguido por su perro, un "pelado" lleno de costras, con algunos pelos sobre los ojos pitañosos y en el tronco de la cola. Del mercado volvía con una cabeza de vaca, sin sesos y sin lengua, donde los ojos parecían escapar de la corteza rojiza, y los dientes de la carretilla parecían adelantarse en un avance de voracidad grotesca. La marcha del hombre con su carga, su perro lento y los ojos aquellos de la vaca, que no parecían estar muertos sino muriendo, daban al grupo una espantosa apariencia de vida y muerte, unidas y fraternas.

Después el rancho agresivo y triste, los guardaba como la vaina gusanera guarda al gusano.


* * *


Menchaca no tenía amigos, ni a su rancho llegaban vendedores de cosa alguna. La excepción era Melgarejo que llegaba alguna vez, para salir luego a comprar yerba o galleta. O cuando iba a llevarle perros para sacrificar.

Entonces entraba conduciendo el perro por la parte de atrás del rancho, donde nacía un zanjón que iba a morir en la culata del cementerio, entre las tablas medio podridas de los cajones que dejaban las "reducciones" y el orín de las coronas de lata y alambres.

Tenía Melgarejo una manera especial de amansar perros. Aun aquéllos más acobardados por el hombre, "de ésos que ven venir un cristiano y cambian de rumbo", le seguían luego de dos o tres encuentros, cabrestiando tras un simple piolín de remontar cometas.

Claro que Melgarejo se ayudaba. Siempre llevaba en el bolsillo algún trozo de carne a medio abombar, para que diera enseguida en el olfato del animal.

Cuando le echaba el ojo a un perro vagabundo, le interesaba con esta especie de ceba que consistía en arrojarle pequeños trozos de carne. Después el perro venía solo, porque todo perro, aunque ande huyendo de los hombres, busca encontrar uno para amo.

—No hay perro que no desee amo —decía Melgarejo. Y agregaba—. Lo que pasa es que desea encontrarlo donde él mismo anda...

Que era decir en las carneadas y los basureros, porque él, los amigos los encuentra por el olfato.

Tras dos o tres encuentros, los perros se le entregaban. Entonces Melgarejo se los llevaba a Menchaca.


* * *


Ya estaba el desgraciado con la piola grasienta en el pescuezo, cuando Melgarejo salía por la puerta del frente conduciendo al propio perro de Menchaca.

—Ya estamos de degüello otra vez —comentaban los vecinos.

O esto otro:

—¡Desalmao! ¡No morir rabioso de perro!

Por el trabajo de pasear el perro de Menchaca, Melgarejo recibía tres reales. Aquél no quería que su propio perro viera el sacrificio de su hermano de raza.

—Quiere a su perro como a un hijo —decía Melgarejo.


* * *


Ya estaba el cuero estaqueado, oreando en el alero del rancho, cuando volvía Melgarejo. El perro se acercaba a Menchaca con amorosos aullidos apagados, que el hombre recibía agachado, dejándose acariciar, o levantaba el perro de cara sobre el hombro como a un niño.

Melgarejo iba a enterrar el desollado y la cosa terminaba allí.

Sólo una vez, al regreso de estos paseos el perro aulló por horas.

—Será que olió el espíritu —dijo Melgarejo.

Y contestó Menchaca:

—Si lo enterraste bien no jiede... Y espíritu tienes, los cristianos cuando están vivos.


* * *


Al llegar el otoño Menchaca hacía una salida hacia las sierras. Iba a buscar un yuyo que sólo él conocía, de cuyo cocimiento resultaba un líquido vinoso con el que luego depilaba los cueros. Después venía un lento trabajo, de sobeo a mordaza primero, y a mano después, con lo que los cueros quedaban como seda. De la picana salían los tientos, sacados a cuchillo de hoja fina como un silbido, para hacer las costuras. Con estos materiales Menchaca retobaba pelotas de frontón. Era un artista en el oficio. Desde lejos llegaban gentes que traían las esferas de goma al retobador. A veces tenía vendida con un año anticipado su producción. Le conocían su nombre en "medio país".

—Cuando este hombre se muera —decían los compradores de aquellas esferas perfectas— se acaba este oficio... Es un maestro sin discípulos.

Porque retobadores, como aquel no había ninguno.


* * *


Un día Melgarejo lo encontró muerto. Estaba sentado en el catre de guascas "mirando la puerta". Parecía descansar tranquilamente. El perro —ya estaba sordo y ciego el pelado— dormitaba a su lado.


* * *


Volvió Melgarejo con dos o tres vecinos.

—Fíjese —dijo uno— ha muerto como un santo este desalmao...

El otro contestó:

—¡Yo qué sé!... Hay desalmaos que mueren mejor que los buenos...

Y salieron todos a dar esas vueltas que siempre hay que dar para enterrar a un hombre...

El cumpleaños

Arce, el dueño de la fiesta, era un hombre "bárbaro para la plata". Todo el año explotaba a aquellos pobres infelices que le vendían huesos, papeles, botellas y chatarra. Todo el año, menos el día de su cumpleaños. Ese día los convidaba a comer y tomar y se conmovía por cualquier cosa. Una fraternidad y una generosidad sin límites lo desbordaba. Era un día en que se sentía bueno y le tenía lástima a todo el mundo.

Ya habían dado cuenta —él y los miserables proveedores de su negocio— de dos botellas de caña y habían acercado el cordero a las brasas, cuando llegaron con la noticia: Juancito, el hijo de Doña Rosa la lavandera, que vivía del otro lado del cerco de tunas, había muerto.

La noticia los llenó de tristeza. El niño era amigo de todos ellos. Siempre andaba por allí y los días de la celebración del cumpleaños de Arce, solía quedarse largo rato, hasta que éste le regalaba un buen pedazo de asado.

Eran momentos en que algo angélico les ponía discreción en lo que decían, obligándoles a medir las palabras, para no herir la inocencia del niño. Se sentían todos ellos un poco padres de él.


* * *


Un silencio largo les alejó de la fiesta, hasta que el ciego dejó caer estas palabras:

—Mire usted, tantos que estamos de más en el mundo, y muere este angelito...

Arce se paró entonces y dijo:

—Vamos a dejar la fiesta por un rato. Tenemos que acompañar a la madre...

Ordenó después a Luis Pedro que cortara un costillarcito con riñón y todo y se lo llevara a doña Rosa.

Luis Pedro cortó la carne, desparramó las brasas, levantó el resto del asado que quedaba, lo guardó en el galpón, y luego partieron todos para el velorio.


* * *


Aldama, que según don Pedro Correa "estaba medio borracho desde el año que salió el cometa", trataba de consolar a la madre:

—Si tenía que perder la piernita —un camión se la había quebrado en tres partes— casi lo mejor es que se haya ido —decía—... Moría angelito y un angelito podía nacer otra vez...

La mujer seguía llorando sin oírle, y él, ya empujado por su propio pensamiento, seguía monologando:

—Se va un hombre y uno se da cuenta que se va... Una cosa tan grande como un hombre. Los niños no saben que se van...

Arce lo arrastró hacia un rincón.

—Cállese —le dijo—, está desconsolándola más.

Aldama seguía su cavilación llena de angustia. Cuando él se muriera estaría todo terminado porque no tenía familia... Era una cosa que terminaba terminantemente...

Arce le estaba diciendo a la mujer que había que consolarse. Que ella era muy buena y trabajadora y que había hecho todo lo que había podido.

—Usté porque no tiene hijos, usté no sabe lo que era este niño —contestaba la pobre.

El ciego estaba frente a ella, estirando los brazos, buscando vencer el vacío con las manos para posarlas sobre la mujer.

Fue cuando entró Luis Pedro con la carne.

—Tome —le dijo—, haga el favor...

La mujer lo miró reclamada por la voz nueva, pero no se movió ni hizo un gesto.

—¡Sacá esa carne para afuera! —ordenó Arce.

El ciego había encontrado destino para sus manos. Tocó la cabeza de la mujer y ella la puso sobre su hombro.

Ahora lloraba despacio y sin gemidos.

En ese momento entraron cinco o seis mujeres y empezaron a llorar a gritos.

Arce abandonó la pieza. Le daba rabia oír llorar así.


* * *


Al rato ya estaban todos de vuelta. Consideraban que ya no los necesitaban allí.

Volvió el cordero al fogón y la botella de caña fue dando vuelta a la rueda.

Arce sentía necesidad de hablar de aquella muerte tan injusta, mientras Aldama le escuchaba con su vigilante crueldad burlona. Le tenía mucha antipatía a Arce porque los explotaba, y porque los convidaba una vez al año con asado y caña, y creía que era bueno. Con fingida inocencia lo estaba acorralando, haciéndole pensar en su propia muerte.

—Mire usted —dice—, qué cosa más misteriosa. Gente llena de recursos, con remedios de siete pesos el frasquito, en una de esas se va...

Arce sorbe un mate, la cabeza baja, mirando la tierra.

—La muerte es cosa interminable... Una cosa que no termina nunca.

—Lo que no se terminan son los vivientes —dice Luis Pedro.

—No se terminan para los demás... Cuando usted se termine, para usted se terminó. Y usted haga de cuenta que con usted termina todo. Todito... ¿No le parece Arce? —preguntó.

La caña parecía aclararle las ideas, en tanto que a Arce se le iban oscureciendo.

—Bueno —dijo éste—, vamos a dejarnos de bobadas. Hay que comer y chupar a discreción, total... Yo pago lo que sea...

Aldama, implacable, terminó:

—A veces los cumpleaños sirven pa contar la vejez... Yo festejo el de los otros... No sé cuándo nací y no festejo nada.

Miró la botella casi vacía. Bebió un trago y dijo:

—A ésta también le queda poca vida...


* * *


Se acercaron a la parrilla chica donde estaban las achuras. Sentados allí el negro Caravia y el ciego sostenían una conversación seria, iniciada hacía buen rato.

—La mortandá de niños tiene que venir —decía el negro—, ¿no ve que si no sería un disparate?

—Callesé Caravia —respondió el ciego—, yo no lo puedo oír hablar así... Ni perro tengo por no llorar muertes... No tengo nada y lloro toda muerte... A ese cordero asado yo lo veo con lanita, saltando, lo más lindo...

—Ustedes —interrumpió Arce— parece que no quieren verme contento... Parece que no han venido a festejar...

—Antes de vernos con cuatro velas es mejor comer y chupar —terció Aldama.

Luis Pedro llena la fuentecita con las achuras y se vuelve al fogón grande seguido de Arce y Aldama.

Tras un silencio, Caravia vuelve a dirigirse al ciego:

—Cosa que no me gusta velorio sin vela ... La electricidad para velorios es una porquería. Los mejores velorios son los de los desgraciados como nosotros, con velas de almacén no más...

El ciego se paró.

—No tengo ganas de fiestas —dijo—. Me voy al velorio.

—Yo lo acompaño —dijo Caravia.

Pasaron frente a los otros. Aldama dijo, dirigiéndose a Arce:

—¡Mire qué fiesta!... Los hombres se van pa el velorio.

Nadie respondió.

Tras un silencio volvió Arce:

—¿Ustedes creen que ésos sufren más que yo? Yo quisiera ser doña Rosa en este momento... Me gustaría llorar alguna cosa ... Lo que pasa es que no puedo...

Luis Pedro es el que responde:

—Hay hombres así... En cambio el ciego dice que él, si no tiene tristeza, no está contento.

—Sí señor —dice Aldama dirigiéndose a Arce—. Usted es un hombre que es usted y nada más ... A usted no le tiene lástima nadie...

Arce volvió a beber caña. Sentía que era un desgraciado porque nadie le tenía lástima y terminó echándole la culpa a los otros, de que él fuera como era.

—Yo les pido de favor que me ocupen... Que me pidan cualquier cosa... Soy un hombre generoso... Ustedes no saben cómo me gustaría ser infeliz como ustedes... ¿Ustedes creen que me acuerdo que esta fiesta la pago yo? ¿Eh?

Tomó otro trago.

—Vamos a dejar la fiesta otra vez —dijo.

Y se dirigió a Luis Pedro:

—Llévate toda la comida pa tu casa... Hacé de cuenta que vos pagaste todo.

Luis Pedro empezó a meter la carne en una bolsa. Arce se había quedado agotado. Daba lástima verlo así, tan abrumado de tristeza.

—¿Y ahora? —preguntó Aldama— ¿qué vamos hacer?

—Usté se va y compra una corona de diez pesos. Le pone una tarjeta y la lleva... Póngale en la tarjeta el nombre de todos... Que no quede nadie... Mi plata es de todos...

Aldama recibió el dinero. Luis Pedro terminó de llenar su bolsa.

—¿Vamos? —dijo.

Los dos partieron. Arce se quedó solo, verdaderamente solo, más allá de la soledad sin gente.


* * *


Entró en el galpón donde todo —hierro, trapos, latas— era viejo, miserable, oscuro y triste y sintió otra vez que estaba solo, dejado por los demás. Más solo que los otros que algunas veces se sentían infelices, pero que siempre tenían a otro infeliz cerca, para apoyarse.

Entonces no pudo más. Cruzó el fondo, salvó el cerco de tunas y entró al velorio con la ilusión de encontrar al ciego y sentarse cerca de él.

Una virgen

Las tres tías, solteras y viejas, tejían. Celia bordaba o leía la "Historia Sagrada". Ellas iban siguiendo la marcha de la tarde hacia los cerros. Lentamente acercaban las sillas hasta el ventanal enfrentado al poniente. La casa daba al callejón de la iglesia que era una vía muerta.

Veían regresar los niños del colegio. Al rato cruzaban los soldados que iban a hacer la guardia nocturna a la cárcel. Después la campana alta llamaba a novena. Las ondas sonoras iban a perderse en el campo, desde donde regresaban las palomas de los mechinales de la torre. La

torre cambiaba con el campo sonidos por palomas.

Instantes después salían las cuatro para la iglesia. Era la hora de la novena.


* * *


Un día las tías resolvieron que Celia fuera a los bailes del club. Tenía ésta veinticinco años. Vestida de largo con el talle alto, su cuerpo de campanilla escolar, frente a los pesados cortinados de pana morada, parecía suspendido desde arriba.

Fue una noche para ella sola. Las otras mujeres vieron cómo los hombres se la disputaban en cada vals. Bailó hasta el amanecer; en cada danza un compañero distinto.

Cuando regresó a la casona familiar cubierta de jazmines en flor, las tías esperaban el regreso prontas para la misa del alba, negras de capas y rosarios.

Caminaban ya las cuatro hacia la iglesia. Las tres mujeres escoltaban a la joven. Como tres escarabajos, empujando un pétalo de azahar.

A los pocos días entró en "Las Hijas de María".


* * *


De su niñez guardaba un recuerdo de muñecas y el ruido de una puerta al cerrarse.

Fue aquella puerta la que la alejó por siempre de los hombres. De la madre muerta cuando ella tenía diez años, recordaba las manos. Era un recuerdo que estaba junto con el otro, el de la puerta.

La escena se repetía siempre. La madre llegaba a acostarla. Rezaban. Mullía las almohadas con aquellas manos largas y tibias que iban después a ordenarle los bucles de la frente.

Entonces venía el padre. Se inclinaba. La besaba.

—Vamos —le decía después a la madre.

Se lo decía en tono bajo, pero era una orden.

Apenas transponían la puerta, sentía Celia correr la llave —el padre la corría— que cerraba con un golpe definitivo.

Esto la separaba de la madre y de toda cosa, dejándola sola.

El padre era el culpable.


* * *


Recordaba algunas muñecas. Las tías las vestían siempre de novias o de pastoras.

Ella iba al cuarto de las muñecas, como otras niñas iban a la plaza a cantar y hacer juegos de ronda.

—Las niñas de ahora saben más que las viejas de antes —decían las tías.

Por eso ella no podía jugar con las niñas.

Días antes de la "fiesta de la virgen", la casa empezaba a llenarse de risas de niñas —los varones estaban excluidos— que venían a ensayar para la velada. Celia adquiría en estos días una importancia excepcional. Dirigía los ensayos, ordenaba coros y ropas livianas como nubes. Crinolinas y muselinas para los cuadros plásticos, representando vírgenes y ángeles.

Las tías armaban pequeñas coronas de jazmines artificiales y azucenas de papel encerado. Eran flores para vírgenes muertas —de yeso o de mármol— que enfriaban las frentes de las adolescentes.

Durante ocho o diez años, Celia ocupó el centro del escenario en el cuadro de la Coronación de la Virgen, rodeada de ángeles, fina y pálida entre gasas celestes.


* * *


Las tías cazaban los regresos de los bailes en la madrugada. Acechaban aquellos regresos, para saber si en alguna de aquellas noches quedaba un hombre detenido en la vida de Celia.

Esperaban que algún día llegara un hombre a desordenar sus cosas y su vida, a desatar llantos y risas, a deshacer los aspectos definitivos que ellas les habían dado a algunas cosas.

Una vez Ana Luisa, la mayor, le preguntó:

—¿Pero nunca te dijo nada un hombre?

—Que soy linda sí... Que agrado... Que bailo bien.

—Pero eso no es el amor.

Ella calló un segundo. Recordó la puerta que se cerraba tras el beso que le daba la madre y respondió:

—A mí me gusta el amor sin hombres...


* * *


Resultaba ahora una solución, para los matrimonios maduros que no deseaban trasnochar llevando sus hijas a los bailes.

Celia parecía la paloma señalera que saca a la pichonada del año a volar campo adentro.

Carcajadas y risas y carreras despertaban las sombras de la casona, apretadas bajo las diosmas y los jazmines y las angélicas...

Era dulce aquel destino de Celia de iniciar en las fiestas de la música y la danza a las adolescentes. Ella era feliz...


* * *


Algunos de aquellos murmuradores de la rueda del club hizo el descubrimiento...

—Muchacha que vaya a los bailes con Celia, no se casa...

La frase entró en los zaguanes y se quedó dando vueltas en las piezas de costura de las muchachas.


* * *


Aquella noche la negrita de los mandados volvía de una y otra casa.

—Dice que no va...

—Dice que va sola...

—Dice que va con la señora...

Y al fin:

—Me dijo la señorita Julia que no va ninguna.

—¿Por qué?

—Porque la que va con usted no se casa...


* * *


Desde aquella noche Celia no se vistió más de blanco.

Nunca más el portal de la quinta se abrió de noche.

Canteros

Aún no había aclarado cuando se sintió una explosión. Algunos obreros de la cantera grande, de ésos que duermen una hora menos con tal de tomar mate tranquilos, comentaban:

—¡Ya están los locos meta y ponga! Hoy le ganaron al sol...

"Los locos" eran tres. Rosi, Arboleya y Fagina.

El dueño de la cantera era Rosi, pero se podía decir que era de los tres. La caliza que sacaban de allí la vendían a la "Sociedad Anónima", y el dinero que recibían lo gastaban los tres. Allí no había ni mío ni tuyo.

Ellos perforaban el banco, cargaban los barrenos, los hacían explotar, picaban y repicaban la piedra. Después se la entregaban a "la Anónima", cobraban y asunto terminado.

Eran tres hombres que valían por diez.

Eso sí, cuando les daba por no trabajar lo mismo estaban cinco que diez días, dándose buena vida, hasta que se gastaban la plata.


* * *


Arboleya era un maestro en el arte de abrir una cantera y llevarla a corte parejo como si fuera un queso, con el piso "sin tumultos", que parecía de un salón de baile. Llevar una cantera sin que se aterre, interpretando los nudos —¡la piedra es como la madera, amigo!— no contrariándola, buscándole las vetas que corren, evitando las bochas duras, como si fuera un río cuerpeando islas, no es para cualquiera.

Claro que la cantera de ellos era sin fin. De una caliza noble, ni muy blanda ni muy seca. Fácil de cocer. Tan fácil que anunciaba el punto de cochura pues se empezaba a poner color leche cuando estaba a punto.

Cuando "la Anónima" compró todos los yacimientos de la zona, Rosi se negó a vender su pedazo. Le ofrecieron "un carro de oro" pero no quiso desprenderse de su cerrito.

—Me hago de plata pero quedo bajo patrón... Más, un patrón al que usted no le ve la cara... Las anónimas, mire, tienen eso: usted los sufre pero no los ve... Son como las enfermedades...

Así fue que resolvió venderle la piedra extraída, en la boca de la cantera.


* * *


Trabajaban sin asco diez, doce, quince días. Sabían cuándo era domingo porque paraban en la cantera grande. Así hasta que un día paraban el trabajo y se iban al arroyo que quedaba como a quince cuadras de allí.

Se aposentaban en él hasta que les empezaba a faltar plata. Pescando, acostados en el tiempo, dejándole pasar sin hacerle caso.

No les faltaba buen vino, ni buena caña. Buenos guisos, asados flor y unas sopas que usted las tomaba y las sentía en los muslos. Rosi, que era el cocinero, decía cuando se las ponderaban:

—Mi padre decía que para hacer una sopa buena hay que no ser nervioso y tutearse con las cosas que se le eche...

Fagina guitarreaba. Sabía poco, pero improvisaba cosas que hacían reír a cualquiera. Siempre tocaba y cantaba después de comer. Y tras el vino y el asado aquellas cosas que decía hacían reír a los otros y a él mismo, hasta que Arboleya pedía:

—Callate Fagina, que la comida se me va a salir a oírte.

Después se acostaban a sestear. Se levantaban, pescaban. A veces empezaban a hacer la comida a las tres de la mañana. Desde lejos se veía el resplandor del braserío como una llaga en la noche.

—Mirá, ya están levantados o no se han acostado...— comentaba alguien. Y contestaba otro:

—¡Pero amigo! ¡Se han encontrado por casualidad! Los tres locos iguales que hay en el mundo son ellos...

—¡Locos, locos!... ¡Pero se la pasan que son unos reyes!...


* * *


Cuestión de política y mujeres, nada. En esto último Arboleya era la excepción. Alguna vez rumbeaba a la ranchada vecina a morder un pedazo de la noche entre aquel nido de cotorras que era el rancho de Juana Pelo.

Al regreso los otros lo esperaban con un tiroteo de bromas.

—Dicen que el piojo de cotorra es bravo de matar...

—Sí. Pero la helada mata todo.

—Hasta la catinga... ¿No ves que el carpincho se serenea antes de asarlo?...


* * *


Algunas veces hablaban de sus vidas.

—Yo hallo que mejor no se puede vivir...

Rosi reflexionaba:

—Mismo... yo digo: suerte que nos vinimos a reunir...

—Sernos tres en uno...

—Como el trespié del gringo Cayetano...

—No te olvidés que si se rompe un pie tenés que tirar el aparato porque no sirve más...

—¡Calíate lechuza!...

Callaban. Pensaban. Eran hombres enteros, sí. Pero ya viejancos. Cincuenta cumplidos...

Sin familia Fagina y Arboleya. Rosi tenía una hermana con dos hijas. De cuando en cuando iba a verlas y les llevaba algún peso. Estaban lejos.


* * *


A los demás les pasaban cosas. A ellos nada. Buen diente, conciencia tranquila, buen catre...

—No tenemos de qué quejarnos...

—¿Quién se queja? —dice Arboleya.

Y remata Rosi:

—¡Elegí alguno pa compararte!...

—Mejor que vos, éste... mejor que yo, vos ... y mejor que vos y aquél, yo...


* * *


Hasta aquella mañana que sucedió lo que sucedió. Una de esas cosas que no se pueden creer.

Rosi aún no había prendido la mecha del barreno. Estaba fumando, eso sí. Se dio vuelta para retirar el cajoncito en que tenía las herramientas. Cuando volvió explotó el barreno.

Lo encontraron a cinco o seis metros sin conocimiento. La explosión le había llevado un trozo de pierna. Un poco más abajo de la rodilla un hilacherío de carne, con el hueso mostrando el caracú y una lluvia de sangre.

Lo ligaron con un alambre de quinchar y en el camión de "la Anónima" lo llevaron al pueblo.


* * *


Cuando regresaron salieron a buscar los pedazos de la pierna. Encontraron tres dedos y unos trozos de huesos.

Pusieron aquello en un pañuelo de seda del propio Rosi.

Lo iban a enterrar cuando dijo Fagina:

—Espérate... Le voy a poner el relicario con pelo de la finada mama...

Fagina esperó. Cuando volvió el compañero ordenó:

—Ahora esperame vos.

Fue al rancho y regresó.

—Ponele esto...

Y le dio una moneda de oro.

—Me la dio padrino poco antes de morir...

Pusieron todo en el pañuelo y luego se acercaron a una coronilla bajo cuya sombra solían matear, y lo enterraron.


* * *


Rosi volvió a los siete u ocho meses. Con muletas, viejo, triste.

—Pero hermano, ¿por qué no avisó que lo íbamos a buscar?

—¿Pa qué?

Se hizo un silencio. Un silencio que no les dejaba sacar de adentro todo lo que tenían que decirse.

Así hasta que Rosi ordenó:

—Ensíllame el Caballo que me voy... Tenés que apretar la cincha arriba de las muletas...

Cuando salió Arboleya se dirigió a Fagina:

—Me van a tener que subir como a los payasos...

Quién sabe cuántos minutos habían transcurrido, cuando preguntó Fagina:

—¿A lo de tu hermana?

—Sí... Tres mujeres solas... Voy de hombre ... En las casas hace falta...

Fagina le adivinó las lágrimas, y como él no podía aguantar las suyas, entró al rancho y se tiró en el catre, boca abajo.

Cuando entró Arboleya lo observó y lo sacudió con rabia:

—¡Levántate, infeliz! —le dijo—, ¿no te da vergüenza que Rosi te vea?...

Soledad

Domínguez llegaba recién de las lagunas cortadas, con la ración para el caballo. Era su única tarea. Iba allá todos los días a recoger gramilla de superficie, y hojas de parietaria de los troncos podridos de los sauces, para darle a su viejo caballo. Era éste un animal sin dientes, bichoco y con los ojos opacos de nubes lechosas. Pero era también la única cosa viva que tenía Domínguez, para ocuparse de algo en la vida. Después de alimentarse él, no tenía nada, absolutamente nada de qué ocuparse. Estas hierbas que Domínguez traía a su caballo, eran el único alimento que el pobre animal podía comer. Enflaquecía a ojos vistas y era seguro que no salvaría con vida el invierno que comenzaba.

Ahora que había terminado con la tarea de racionar el caballo, Domínguez acercó la silla petisa, de asiento de cuero de vaca, hasta las tunas, se sentó y empezó el mate dulce. Era el desayuno.

Pero no tenía azúcar. Hacía dos días que desayunaba, almorzaba y cenaba con mate dulce y el azúcar se había terminado.

Pensó si iría a lo de un sobrino que tenía del otro lado del pueblo a procurarse algún alimento.

No tenía deseos de ir, porque el sobrino, junto con algún trozo de carne, gustaba darle consejos. Siempre le decía que parecía mentira que siendo tan viejo no hubiera aprendido a vivir. Y Domínguez se tenía "que olvidar sus canas y sujetarse las manos para que no se le estrellaran en los cachetes del mocoso".

Sí. No deseaba ir. Pero dos días sin comer ablandan el cogote... Tal vez podía pedir fiado en el boliche nuevo. Pero a lo mejor el bolichero nuevo estaba avisado por los bolicheros viejos ... a los que Domínguez tenía "marcados y contramarcados". Y no es que fuera mal pagador. Lo que pasaba es que la pensión era muy chica. Y que cuando él cobraba se olvidaba que debía y se iba a comprar al centro con la plata en la mano.

Además por tres o cuatro días le gustaba ver vino, queso y dulce en la mesa.

Fue entonces que oyó el tambor y el clarín del circo. Un payaso jinete en un elefante andaba por las calles anunciando la función de la noche. Recordó enseguida que el hijo menor de Umpiérrez había pasado por allí, arrastrando una bolsa de gatos —una gata parida con seis gatitos— camino del circo.

—¿Qué herejías le andás haciendo a esos bichos? —le preguntó.

—Los llevo al circo... Compran gatos, perros y caballos, para darle de comer a las fieras...

Domínguez miró al fondo del terreno donde estaba el caballo viejo.

Que el animal estaba cerca del fin no había duda...

—Habrá que enterrado, pensó. Sacarlo de allí en una rastra... Pagar por ese trabajo... La policía siempre aparecía en esos casos... El rancho estaba en la "planta urbana"... Un caballo muerto es un problema bárbaro ... Si no estuviera en la planta urbana se muere y se lo comen los cuervos... Pero... Lo volvió a mirar y lo hallaba cada vez más flaco...

Se paró con la yerba del mate sin mojar todavía. Se acercó al animal. Sobre los ojos tenía dos pozos como dos nueces... En el hocico empezaba a prosperar una granazón como una eczema fina y supurante. De noche tosía como un hombre... Algunos días ni las yerbas de la laguna comía... Pensándolo bien, con matarlo se le hacía un favor... Porque era evidente que se estaba muriendo en pie...

Pero morirse porque a uno le llegó la hora, o porque quién sabe quién lo ordena, es una cosa y que a uno lo maten para darle de comer a los bichos que hacen prueba, es otra cosa...

Está bien.


* * *


El caballo viene hacia él. Siempre hace así. Se queda al lado hasta que él se vuelve hacia el rancho y entonces lo va empujando cariñosamente con la cabeza calzada en sus espaldas...

Es lo que hace ahora.


* * *


De tardecita salió. Ya había resuelto todo.

La resolución era esta: irse al boliche nuevo a pedir fiado. Si el hombre le fiaba, bien. Si no, iría al circo. ¿Qué iba a hacer?

—Bueno —le dijo al bolichero— yo soy Domínguez, el que vive en el rancho aquel... Soy pensionista pero todavía no vino el pago... necesito gastar dos o tres pesos...

Y agregó solemne:

—Si quiere saber cómo cumplo mis compromisos, pregunte en los otros boliches... Cuido más mi nombre que mi ropa ... Y tengo fama de aseao...

Sonrió y esperó la respuesta.

Pero el otro también era especial. Le dijo lo siguiente:

—Mire, señor Domínguez, siento mucho no poderle fiar, porque usted se ve que es bueno derecho, y porque es pensionista además... a mí la gente pensionista, me gusta mucho. Pero mi capital son cien pesos... Cuando tenga más capital venga no más... ¿oyó?

Se dio vuelta y se fue.

—Si algún día tengo plata, —se dijo— lo que es a éste no le compro nada... Se ve que es un desconfiado número uno...


* * *


Entre aquel olor a pasto, orines y carne podrida estaban las jaulas.

El iba por el corredor a oscuras. Las jaulas estaban a los lados. Se sentían movimientos y quejidos y ronquidos, pero no se veía nada. Sólo cuando se paró a hablar con el hombre vio ocho o diez puntos azules, como botones con luz, que sin duda serían los ojos de los leones o de los tigres.

—Vengo a vender un caballo. Medio grande —dijo.

—¿Gordo?

—No. Viejo... Caballo viejo gordo no hay... Pero es un caballo sano...

—Ocho pesos —contestó el otro.

Domínguez preguntó:

—Dígame una cosa: ¿Cuánto vale un cuero?

—¿Usted viene a vender un cuero o un caballo?

—Un caballo.

—Bueno, si quiere lo trae sin cuero ... Y ocho pesos... Y hoy, tiene que ser hoy... Pasado mañana nos vamos...

—¿Ustedes lo van a buscar?

—No, lo trae usted, hoy. Pasado mañana nos vamos.


* * *


Lo trajo. Venían despacio. Muy despacio. Casi nadie se daba cuenta de que caminaban. Iban en la oscuridad como otra oscuridad que caminaba.

El caballo le había calzado la cabeza en la espalda, como empujándolo, pero sin duda para no perderse...

Domínguez sentía la cabeza en la espalda como un dolor que le llegaba del caballo.

Entró. Los bichos parecieron enloquecerse. Sabían que aquello era la comida.

Lo entregó allí en el corredor lleno de olores ácidos y rugidos.

—¿Cómo lo matan? —preguntó.

—Con eso.

El hombre, con una pequeña linterna señaló un marrón enorme lleno de sangre y pelos.

—¿Ahora?

—Sí, antes de la función. Los leones son viejos... Matamos el caballo delante de ellos y no les damos de comer... Cuando entran al circo parecen leones jóvenes.

Le dio los ocho pesos.

Domínguez empezó a caminar por el corredor a oscuras como borracho.


* * *


Salió a la noche. Estaba enfermo. Con náuseas.

Entró en el primer boliche, tomó dos o tres cañas y después rumbeó hacia el mercado. Al fin llegó al rancho.

En medio de la noche sentía los ecos de la banda. Después los rugidos y aplausos y música otra vez. En el cielo la estrella de luces del circo se levantaba como un barco detenido.

Era muy tarde. Ahora ya no sentía nada ni estaba la estrella de luces. La noche se había vaciado de golpe y en ella quedaba solamente él, al lado de las tunas, con un fuego apagado y un asado que no había comido, esperando que amaneciera.

No fumaba, no pensaba, no estaba triste, no hacía nada más que estar en la noche, hasta que se dio cuenta que era una bobada esperar que amaneciera.

No tenía nada que hacer. Ni traer pasto de la laguna.

Ya nunca, nunca, lo que se dice nunca, tendría más nada que hacer.

Nada. Nada.

Entonces se puso a llorar.

Un soldado

Almeida cerraba definitivamente el boliche. Por eso había invitado a comer a aquellos hombres. Amigos, lo que se llama amigos no tenía. Seguramente por aquello que repetía frecuentemente:

—Mi único amigo es el mostrador porque es el único que me da... El amigo pobre, pide... y el rico no da ni presta.

Ahora estaba gordo y se acordaba de los flacos.

Uno de los invitados era Tertuliano. Tampoco éste tenía amigos. Y no los tenía porque no los necesitaba. Se acompañaba solo, como buen

cantor. Era soldado y cuando estaba "franco" iba a lo de Almeida a tomar tres o cuatro cañas. Algunas veces se quedaba horas allí, ayudándole a sacar grelos a las papas almacenadas, llamadas antes de tiempo por la temperatura tibia y húmeda, o paleaba maíz para que no se calentara en las estibas.

Otro de los invitados era Antonio Fretes, pariente de Almeida, que le visitaba cada cuatro o cinco meses y alojaba allí por días.

Fretes era contrabandista. Se daba buena vida y el mismo Almeida participaba de su generosidad. Fretes no pagaba pensión, pero mandaba echar vino del mejor, hacía abrir latas de sardinas o traía del matadero achuras y "vacaraises" de tres o cuatro lunas, que guisados por él mismo se deshacían en la boca.

El otro invitado, Toledo, era el chacrero que proveía a Almeida de zapallos, boniatos, papas y maíz, pues "los frutos del país y la compra de sueldos eran la especialidad de la casa" de éste.

Toledo se había acercado a la fiesta trayendo un lechón asado que ahora estaba allí, sobre la mesa, tironeando de la nariz a los presentes con su color dorado y el olor de su adobe.


* * *


—Yo —decía Almeida—, estoy contento de mi marcha y de ser como soy... Con este boliche mugriento me he llenado de plata...

Había empezado comprando sueldos de seis pesos a los viejos de la pensión, y "ahora compraba de trescientos a muchos grandes"...

Gentes a las que le daba vergüenza pedir en los bancos y se entregaban a él.

—Les hago firmar "unos papeles con ciertas cláusulas y no se me escapa ninguno", comentaba.


* * *


También Toledo se había contagiado con la alegría de Almeida. Estaba diciendo que "trabajaba y disfrutaba de la vida porque era solo y a él no lo mandaba nadie".

—¡Dejesé! ¿Reventar trabajando entre abrojos y chanchos! ¡Ver acostarse las estrellas arando de talón rajao! ... ¡Si sabré lo que es eso!

—Parece mentira Tertuliano, contestó Toledo amablemente, que usted diga eso. Trabajo, es cierto. Se trabaja... ¿Pero qué me dice del invierno? Terminó de plantar el trigo y el trigo viene... Carneó dos chanchos... Empieza a llover y el rancho queda aislado... Usted se come un guiso de porotos lleno de cosas de cerdo... Toma buen vino, después mate de café y al fin se acuesta a dormir ... Y de noche otra vez... ¡Y que siga el tiempo nomás!... Llueve y llueve y usted abrigado y contento en un catre con la bolsa justa para su cuerpo... ¡Haga el favor!...

Ahora está más triste Tertuliano. Todos tienen algo. Almeida es feliz. Fretes igual. Y Toledo con la olla llena y un campo con lluvia para él solo... ¿Y él? ¡Doce años soldado!...

Uno, piensa, aburrido o cansado de la vida, entra. Entra para salir y después se va quedando... El no tiene nada. Costumbres es lo que tiene. ¡Pero tener cosas para uno solo!...

Fretes va y viene. Tiene los caminos. Los amigos. Las mujeres. Muchas mujeres que encuentra... Toledo el rancho con lluvia. Y lo tiene días y días...

—No sé —dice Fretes— cómo usted ha aguantado tanto... ¡Y de soldado!

Tertuliano se fastidia:

—¿Por qué? ¿Tiene a menos a los soldados usted?

—¡Qué esperanza! Yo, siendo contrabandista como soy, le tengo respeto... No ve usted que apeligran como nosotros. ¡Pero los mandan!

—¡Vaya p’aquí!... ¡Salga p’allá! ... El hombre tiene que ser dueño hasta de salir pa un lado y agarrar pa otro...

—Yo —sigue diciendo— soy amigo suyo porque usted es un hombre bueno... Y, fijesé: a lo mejor mañana nos agarramos a balazos... Yo defiendo mi capital..: ¿Y usted? ¡Nada!... Yo defiendo mi gusto de andar por todos lados y no tener patrón... Y usted, Tertuliano —termina—, no anda por ningún lado y tiene un patrón bárbaro...

Siguieron conversando los cuatro hasta la madrugada.

Siempre —como decía Almeida— de "usted Tertuliano". Porque a esa hora los tres estaban diferenciados de Tertuliano y lo compadecían. Diferente era su alegría de vivir a lo ancho de la vida, haciéndose los gustos. En cambio él...

Fretes y Tertuliano quedaron solos. Cuando amaneció habían resuelto una cosa importante.

Tertuliano pediría la baja y se iría con él a contrabandear juntos.


* * *


Ahora está vestido de civil. Con un traje de lanilla que para peor le queda chico. El saco le estrecha tanto el pecho que se le pueden contar las costillas.

Se siente desamparado con aquel traje. Con las piernas livianas, como débiles. Extraño a sí mismo. Pecho abajo siente frío...

—El pantalón y las botas... —piensa.

—¡Salud Tertuliano!

Va tan ajeno a las cosas de la calle que recién a los dos o tres pasos, advierte el saludo y se vuelve para contestarlo. El otro sonríe.

—¿Quiere creer que no lo conocía? —le dice—. Cuando estuvo arriba mío vi que era usted.

—Claro, cambié de ropa...

—Hasta camina diferente...

Hace una pausa y prosigue:

—¿Así que dejó el batallón?

—Eso es. A veces hay que cambiar.

—¿Y qué va a hacer?

—Si le digo, usted sabe tanto como yo...

Y sigue calle adelante el otro.

...Contrabandista. Su propio padre lo fue y murió de viejo. Nunca lo tocó una bala. Y ganó plata. Si la gastó y murió en la miseria fue porque jugaba... La plata es lo de menos. Caminar... ¡Cosa linda caminar y conocer! Fretes tiene cosas que contar. Va y viene. O se queda. El, doce años parado como agua de pozo... ¡Parece mentira!

Llegó a lo de Almeida.


* * *


—¡Bendito sea Dios!... —le pondera el traje y la corbata colorada Almeida...—. Lo que te falta —agrega— es cambiar por dentro... Andás como juido.

Se quedó a comer allí. Después durmió la siesta.

Se levantó y salió.

Cuando quiso acordar estaba frente al cuartel. Lo vio Méndez, el caballerizo.

—Vamos a la caballeriza y tomamos mate —invitó—. ¿Qué vas a andar haciendo por la calle?

Entró. Tomó mate. Después cenó. Y finalmente se quedó a dormir allí.

Habían pasada cinco días. Fue a lo de Almeida pero éste no estaba. Caminó por la orilla del pueblo y volvió al centro. Eran sólo las diez.

La mañana no terminaba nunca. Fue a la plaza y se sentó. No había nadie a esa hora.

Pasó un conocido.

—¿Estás cuidando los yuyos? —preguntó. No esperó respuesta y siguió.

Hizo un cigarro, Tertuliano. Después otro. Volvió a lo de Almeida.


* * *


Tal vez fueran las doce. O la una. Le pesaba el tiempo sin destino. Caminando al azar volvió a pasar frente al cuartel. Lo llevaron los pies. Fue cuando lo vio Méndez.

—¿Todavía andás aquí?

—Sí. Fretes no vino. Almeida se fue...

Había desconsuelo en la respuesta.

—¿Y vendrá Fretes?...

Méndez siguió conversando. Le dijo que Fretes era de esos hombres que son capaces de hacer algo por los otros cuando tienen tres o cuatro cañas de más...

—Después se olvidan ... Se olvidan, ¿sabés? Ni se ha acordado más de vos ... Y, al fin, ¿qué necesidad tenía él de andar de un lado para otro? El batallón te viste... No tenés que pensar en la comida... Te enfermás y tenés doctor...

Tertuliano oía. Hasta que Méndez preguntó:

—¿Y qué te dio por cambiar de golpe?

—¡Nada!

Fue lo único que se le ocurrió contestar, porque en ese momento no se acordaba por qué había querido cambiar de vida.

—Bueno —dijo Méndez— ¿qué me voy a sorprender yo si una vez hice lo mismo?

Y terminó:

—¿Comiste?

—No.

—Entonces entrá...


* * *


Al otro día Tertuliano salió a la calle vestido de soldado. Llevaba el traje de civil envuelto en un papel. Era un bultito chico. Más parecía la ropa de un niño que la de un hombre.

La negra

Todas las adolescentes —varones no nacieron del matrimonio— morían tísicas en las grandes camas llenas de cortinas y brocados, vestidas con ropas de blancos desvaídos y puntillas color marfil que parecían enfermas como ellas. Según las gentes, cosas y ropas estaban contagiadas del mal terrible.

La amplia sala de los lejanos saraos se abría con frecuencia para los velatorios. Tras la ancha puerta de medio punto, que limitaba la sala con las piezas de labor, cerrada herméticamente, el ataúd blanco con moños celestes como para unos esponsales, aparecía como levantado por una marea de flores. También blancas las flores como el ataúd y el rostro de la muerta.

Aquellas muertes vaciaban de flores los patios del pueblo.

Criadas con túnicas duras de almidón, cruzaban las calles rumbo a la casa señalada por la muerte.

Magnolias y jazmines con su olor caliente, dejaban por días su perfume de boda con la muerte, dulce y sin sangre, por los rincones y los terciopelos profundos.


* * *


Se salvó la niña Angela —la menor de la familia— por los pechos de la negra Alcira que daba a luz todos los años, destetando un hijo para ponerle el pezón en la boca al otro recién nacido.

Angela compartió con cuatro negritos la leche de aquella mujer de pechos inexhaustos.

Cuando nació María Celeste —el quinto hijo de la amamantadora— Angela terminó la lactancia.

Fue entonces que Alcira anunció que María Celeste sería de la niña Angela. Aquel regalo resucitaba la abolida costumbre de la colonia —cuando "los esclavos se podían dar, regalar y vender"— y los esclavitos negros eran los juguetes vivos de los "niños" hasta que dejaban de ser niños.


* * *


Tras la tutoría del tío soltero, iglesero y solitario, Angela quedó dueña y señora de la casa familiar de patio inmenso, fresco de calagualas y helechos temblorosos siempre, perfumado de azahares y jazmines.

María Celeste era ya maestra en confituras, yemas y batidos. Gastaba sus días junto a la niña, tejedora de sutiles encajes, pintora de almohadones de seda. La vida de ambas iba en serena marcha sin que la vida o la muerte de los demás alterara su ritmo.

La casa era una isla en el tiempo y era, además, la casa donde aún quedaba una adolescente para la tisis, por lo cual las demás no llegaban a ella. Tras el alba, las dos jóvenes cruzaban las calles para entrar en la iglesia y asistir a la misa del lucero que apagaba el último toque de campana. La estrella de los pastores se anunciaba én el cielo, cuando ellas cruzaban nuevamente las calles para los novenarios, que terminaban a boca de noche.

Algún mediodía, María Celeste, con una bandeja de plata cubierta con finas servilletas de encaje, llegaba a la casa parroquial o a la escuela de "las hermanas", con sus presentes de frutas de la casa o dulces o pasteles de su mano. Después la casa se cerraba a la calle y vivía su propia vida sin sucesos.


* * *


Nunca fue María Celeste a la casa materna. La madre y sus hermanos estaban en un mundo diferente, donde había perros, aguateros y bailes; acordeones, peleas y trabajos. Ellos eran parte de la negrada. Ella era una señorita negra, como la niña Angela era una señorita blanca.

El único tributo que pagaba a la familia eran los rezos en la semana de ceniza, pidiendo gracia para los hermanos que gozaban del carnaval entre bailes, quebraderas y torneos de zancadillas, en plena plaza ardiente de trapos rojos y gritos, o alguna pañoleta "más linda para guardar que pa ponerse" que hacía llegar a la madre en su cumpleaños.


* * *


A veces llegaba la madre-nodriza hasta la casa. María Celeste le cebaba mate con canela y le servía panes y roscas de leche. Al volver al rancho, la mujer decía a los hijos:

—No voy más... Parecen dos momias. No saben hablar de nada.

También ella se quedaba sin voz. Como si las dos, los cuadros, los sofás enfundados y el orden de la casa, la fueran encerrando en ella misma. Era una hora insoportable. Sin ruidos y sin palabras, sin referencias a la vida de los demás y a los hechos que ocurrían. Un mundo que sólo tenía bordados, patios sin ruidos y flores para los muertos y la iglesia.

—Un día se van a quedar mudas para siempre y no se van a dar cuenta —terminaba Alcira.


* * *


Tres días hacía que la señorita Angela se había ido para acompañar a sus hermanas. Aún estaban los perfumes de las flores muertas en los rincones, cuando llegó el escribano.

—La señorita hizo testamento. Le deja todos los bienes a la iglesia. Usted tiene que abandonar la casa...


* * *


La señorita negra empezó a caminar por la casa en sombras. Llegó a la cocina. En la oscuridad brillaban como lunas de verano, los tachos de cobre tan amigos de sus manos. Su brillo, su luz como ardiendo más atrás de sus formas, la detuvo.

Después comenzó a llorar lentamente porque de golpe se habían muerto los tachos de cobre, la señorita, los árboles frutales y las iglesias.


* * *


Cuando llegó a los ranchos, la negrada empezaba a revolverse.

Los hermanos marchaban a los hornos de ladrillo. La madre, cargando una enorme bolsa en equilibrio imposible sobre la cabeza, rumbeaba para el arroyo.

Ella la seguía. Iba cinco o seis metros detrás, haciendo chasquear los dedos, mientras un perro bailoteaba a su costado. No habían llegado al arroyo cuando se volvieron al rancho.

Con aquella ropa que vestía no iba a ponerse a lavar.

Olmedo

Amores, lo que se dice amores, nunca llevó Olmedo. Ni cultivó amistades, ni gastó tardes en trucos o carreras. Fue siempre un hombre sin domingos.

Pero por aquellos días Juana —la ahijada del patrón— le empezó a llenar el ojo. Hasta que ella se dio cuenta. No le disgustó el interés del hombre.

Entonces Olmedo empezó a juntar plata. Poca, eso sí. Diez pesos por mes. Calculaba que con doscientos pesos podía parar un rancho y casarse. No le dijo nada a ella, porque no le gustaba andar haciendo perder el tiempo a nadie. Y sin rancho, no se puede pensar en gozar mujer.

Ya estaba cerca de aquella cantidad, cuando una tarde fue al rancho paterno.

Fue cuando su hermana le salió con aquello, de que "andaba con ganas de quitarse la vida por lo que había hecho".

Conversó con el novio de ella, "que había hecho el barro de abombao nomás", le dio el dinero para que se casara y abandonó la estancia.

De Juana ni se despidió.


* * *


Fue a dar a los montes de Soria. Ya desmoralizado, porque es más difícil juntar resolución para hacer una cosa grande, que juntar plata. Allí hizo una iguala con dos negros para hacer carbón. Al poco tiempo se dio cuenta que lo único que podía juntar allí era vejez, porque los negros eran más picaros que Pedro Malasartes. Ventajeros en el trabajo y en el reparto del dinero que resultaba de la venta, pues vendían el carbón y compraban las provisiones en el boliche.

Salió del monte con unos pocos pesos, el caballo que llevaba cuando entró, y una perra que un día se le allegó al fogón y no se fue más.


* * *


Fue a dar a un boliche que estaba como a tres leguas del monte y preguntó si no sabían "de algún trabajo para un hombre general". Le indicaron lo de Sosa, donde el hombre podía necesitarlo porque estaba enfermo.

Habló con la mujer de Sosa y luego con él, que estaba enfermo en cama. Quedó de encargado del campo hasta más ver.

A los ocho o diez días ya estaba arrepentido de trabajar allí. El pobre Sosa había sido siempre un hombre llevado y traído por la mujer. Si era hombre, era porque usaba pantalones y tenía bigotes.

Para mejor el campo era de ella. Heredado. El nunca había tenido nada y cuando se vio obligado a disponer y mandar, se achicó más.

Olmedo se quedó allí porque estaba acobardado de pasar trabajo en el monte y no quería andar como un gitano.

—Tenía gañas de echarme en el tiempo —pensaba.

A las tres semanas de estar allí, el patrón empeoró y empezó a irse de a poquito. Él entraba a verlo y notaba que la cama iba planchándose, porque el infeliz apenas abultaba.

A veces —cuando él se levantaba de la silla para irse—, le pedía con voz mansita:

—No se vaya... Quiero ver algo delante...

Porque se iba quedando solo, ya casi distante de su vida.

La mujer siempre tenía algo que hacer. En la cocina o en el galpón de las herramientas.

Así hasta que el pobre se fue del todo.


* * *


Ella estuvo haciendo duelo dos días. Olmedo realizaba la tarea de rutina. Salía, llegaba. Miraba la puerta mayor, tras la que la mujer hacía horas de soledad.

Cuando ella abrió fue a darle cuenta y a preguntarle qué pensaba hacer.

Se sacó el poncho y entró. Lo seguía la perra...

La mujer pareció enderezarse de golpe tras la ropa negra, lisa como un sudario.

—¡Ya, afuera!... —gritó al animal.

Olmedo miró a la compañera.

—Vaya, vaya le digo. Yo ya voy.

Y a la mujer:

—¡Pobre!, me sigue como a la sombra... Siempre hemos andao juntos... Y como ahora está al parir, ya no sale...

Luego conversaron.

—Usted disponga —terminó ella— Si me quiere pedir un parecer, me lo pide...

—Usted vea —contestó él—, y cuando no le guste mi marcha me dice...

Ya iba a salir, cuando dijo ella:

—Mañana me trae las bombachas. Están necesitando remiendos.


* * *


A los pocos días, al volver del campo, encontró las bombachas y las botas del finado sobre el catre.

Cruzó el guarda patio con ellas.

—Me disculpa, patrona, pero no me gusta usar cosas de finado.

Al otro día encontró unas bombachas y unas botas nuevas.


* * *


Había dispuesto hacer domingo. Se vistió con lo nuevo. Iba a montar, cuando llegó la pregunta de ella:

—¿Qué va a hacer Olmedo?

—A lucir el estreno, patrona...

—¡Quedesé! —pidió ella—. ¿Cómo me va a dejar sola? ¡Entre y comemo junto!...

Él se quedó. Vestido así parecía una visita. Una visita con un mensaje. Ella buscaba hacer historia, pero la falta de preguntas de él, cerraba el camino. Entraba y salía del relato, hasta que al fin lo entrilló.

—Tuve que hacerme dura, porque él era un infeliz... Los peones se hacían patrones a los pocos días... Fue un hombre que me hizo faltar todas las cosas de un hombre ... y una no va a llevar la desgracia pegada a la vida...

Olmedo la iba viendo ahora, saliéndose de la soledad y del luto. Hablaba con la segura esperanza de que había dejado un tiempo triste.


* * *


Algunas veces tenía miedo de quedarse solo con ella, con la única presencia separante de la perra, que siempre estaba echada al lado de él, lejos de la perrada, que no entraba nunca al guarda patio.


* * *


Nunca había sentido frente a ella, deseos de ninguna clase. Pero cuando recibía alguna atención de la mujer, se apichonaba. Tenía la sensación de tener ahora una cosa tibia y liviana, que le corría por dentro, como debilitándole dulcemente.


* * *


Cuando llegó del campo, la encontró con la azada, encimando tierra en un pozo. A los pocos pasos, achatada sobre la tierra, se lamentaba la perra.

—¿Qué hace? —preguntó Olmedo.

—Las enterré... Eran todas perras...

—¿Pero no ve que la madre está viendo?...

Llamó al animal, le dio la espalda a la mujer y enderezó a las casas.


* * *


Había caminado cuatro o cinco pasos, cuando sintió los sollozos de ella. Se detuvo.

—¿Y ahora? —preguntó.

—No puedo más, Olmedo... Perdóneme.

—¡Callesé!... ¡Callesé! —decía él.

Ella cayó entonces, con todo el peso de su llanto y su soledad, sobre el pecho de él, y así, pecho a pecho, estuvieron hasta que iniciaron el regreso al rancho.

Iban callados y unidos ya.

A los tres o cuatro pasos, la perra les seguía.

Cipriano

Según algunos, Cipriano era "lo más parecido a un chancho". Según otros, era "un chancho parao de manos". Lo que se puede decir, es que si Cipriano caminara en cuatro patas arrastraría la barriga.

Él ha tenido siempre dos preocupaciones: la comida y los cerdos.

Come hasta quedar dormido, la cabeza apoyada sobre los brazos en equis, en la misma mesa donde comió. Cuando se recobra, es para empezar a racionar los cerdos o andar vigilando las cerdas, ojeando las pariciones, para separar la lechonada de las madres, pues ya sabe que las cerdas —tengan o no tengan hambre— se comen los hijos.

Si usted lo quiere ver feliz, háblele de cerdos o de lechones.

—¡Salga paya —dice — un lechoncito mamón asao...

Una voluptuosidad repugnante le recorre el cuerpo.

Y continúa:

—La mitad del animalito se va en grasa... ¡Lo que queda, usted se lo come y todo el cuerpo le da las gracias!...

Siempre le gustó criar cerdos. Cuando tenía la chacra solía tener cinco o seis en engorde. Además una cerda en cría. Decía que "cuando se inventó la chacra se inventó el chancho. Siempre hay alimento para los chanchos en una chacra. Boniatos, zapallos pasmados, sandías que se pasan o no maduran. Y hasta gallinas que se mueren.

Un día abandonó la chacra. Era trabajo rudo y se ganaba poco. Fue entonces que se dedicó a criar y a comprar cerdos. Se hizo acopiador, según decía. Acopiador de cerdos y de desperdicios. Levantaba en las chacras los frutos perdidos. Hasta que se le ocurrió mandar al pueblo cercano sus dos grandes pipas, a levantar "las sobras" en los hoteles y las casas ricas.

Esto lo consideró siempre una idea genial. No se acordaba cómo se le había ocurrido, pero debió ser en un momento de ésos, en que uno no parece uno.

—¡Qué alimento bárbaro!... ¿Cómo no vas a engordar fácil? ¡Con eso, capaz que engordás un palo...!

Cipriano sonreía vanidoso:

—¡Cuando gasté los setenta pesos en las pipas decían que era loco! ¡Y ahora el loco se está llenando e’plata!

No hay cosa más linda que ir contra la opinión general y terminar por tener la admiración general. Esto le pasa a Cipriano según él cree.


* * *


Al poco tiempo tuvo otro momento feliz. En los mataderos tiraban la sangre, las panzas y alguna otra achura de los animales que faenaban.

Cipriano "fue, habló con la Junta" y obtuvo permiso para levantar esos desperdicios.

—¿Qué les parece el loco?... —pregunta—. Después andan, por ahí, diciendo que tengo comprada la suerte y que esto y que l’otro...

Y terminaba:

—Yo a la suerte le llamo cabeza...


* * *


El negocio marchaba cada vez mejor. Ni siquiera tenía que molestarse como antes, saliendo a buscar negocios. Se los traían a su propia casa.

—Saben que dejan los chanchos y levantan plata. Aquí es puro "tome". A "venga luego", Cipriano no lo conoce ni de vista...

Era feliz, recorriendo el amplio terreno sin vegetación, todo hozado y lustroso de grasa, los revolcaderos llenos de polvo oleoso, cómodos como camas...

Con su bota corta y su bombacha por debajo del ombligo, caminaba de un extremo a otro del terreno. Feliz.

—¡Como un dotor recorriendo un escritorio e’libros!...


* * *


En verano el sol hacía arder el páramo lustroso. En las solanas quinchadas, dormían decenas de cerdos. La tierra parecía roncar. Un sordo rumor —como el de una olla gigantesca tapada, repleta y a punto de reventar—, era como una soñera que se esparcía por el campo.

Como los cerdos de las solanas, dormidos y repletos, roncaba Cipriano. Su total felicidad orgánica le tenía por horas, bajo la quincha, que la resolana hacía vibrar de luz.


* * *


Nuevos negocios le obligaron a comprar un automóvil. Tenía que ir a los palmares y a las tierras anegadizas del Cebollatí a comprar cerdos semi-salvajes, butiaceros o de monte, que venían erizados como jabalíes y eran finos y nerviosos como galgos. De ojos que veían a la distancia y oídos que percibían los más lejanos rumores.

—La grasa termina con los nervios —reía Cipriano, cuando alguien ponía en duda que pudieran engordar—. Deles de comer hasta que se echen... Al poco tiempo miran pa abajo como todos... No oyen ni ven... ¡El cerdo es como el cristiano!...


* * *


El automóvil le trajo antojos. Los sábados iba al pueblo. Descubrió que le gustaba "el biógrafo"... Y que a la salida era lindo andar por ahí... Tomar alguna cerveza y dejarse hacer algún mimo por las mujeres.

—Amigo, la plata es linda por lo que da... Fíjese de gusto: donde yo estoy tengo atención...

A la vuelta, feliz del todo —con un día redondo vivido a gusto, donde había hecho todo, absolutamente todo lo que deseó hacer, pensaba con asombro en su inteligencia.

Tenía razón Álvez: hombres como él no entraban más de diez en la docena... Sin trabajar, alimentando chanchos, se estaba llenando de oro...

Se acostaba. Como la gordura le tenía los ojos medio cerrados, poco le costaba cerrarlos del todo.


* * *


Aquella maestra particular que había en lo de Rodríguez, fue la que le turbó las noches por primera vez. Aquel día volvió a la casa desasosegado. Con el perfume de la mujer en todo el cuerpo. Y con los ojos de la mujer abriéndole los suyos, cuando estaba acostado. Era una mujer madura, amiga de libros, tal vez con muchas carreras perdidas y ganadas...

En pleno insomnio se asombraba Cipriano:

—Tiene que ser una mujer bárbara pa enloquecerme a mí.

De veras. Porque él para ser feliz nunca precisó mujeres.


* * *


La mujer le quitó de golpe, toda la paz que había en el peladar grasiento que recorría por la mañana y las siestas felices, cuando la solana hervía con los ronquidos de la piara cebada, después que él comía cualquier cantidad de lo que se le antojara.


* * *


Él madrugó y dejó a la señora durmiendo en la gran cama llena de cortinas. La mujer era amiga de gasas y colgaduras.

—No se duerme casi hasta el día —la disculpaba Cipriano—. Agarra el sueño cuando yo lo suelto...

Como quien dice nunca estaban los dos despiertos en la cama. Además él era loco por la siesta y ella a esa hora "se le prendía a los libros".


* * *


Cuando Cipriano salió a la portera se le acercó Veiga.

—Se me descaderó una vaca... Se la vendo barata —le propuso.

Cerraron el negocio. Ayudado por el hombre, Cipriano cargó en una rastra el animal recién "despenado".

Los cerdos butiaceros recién encerrados, llamados por la sangre del animal aún caliente, embestían la cerca entre gruñidos y mordiscos.

Cipriano, con un hacha de mango largo, hachaba la res como si fuera un árbol.

Tras los vidrios, la mujer miraba la tarea.

Cipriano, la camisa ensangrentada y las manos rojas de sangre, iba tirando los trozos de carne tras la cerca.


* * *


Cuando terminó, la mujer no estaba en la casa.

Desde aquel día, Cipriano ya no fue más el hombre de antes.

El casero

—La visita que le hicieron sus inquilinos a Don Elías, el comprador de chatarra, huesos y trapos viejos, fue como la que le hicieron los animales al gato montés cuando se descaderó...

—¿Y cómo fue?

—Cuando estuvieron seguros que el gato no podía moverse fueron a visitarlo... ¡Hasta la paloma que nunca pudo ver volar un hijo por culpa de él!...

Álvarez, —el propio narrador, que le debía al enfermo nada menos que tres meses de alquiler, encabezó el grupo.

—Venimos a ofrecernos... Estamos a la orden...

—Don Elías estaba en la cama —puro armazón y poca ropa— con la boca torcida y medio cuerpo inmóvil. Lo tendió "un bruto ataque".

—Lo agarró almorzando, porque el hombre era tacaño que daba asco pero comía que daba miedo.

El pobre tras el ofrecimiento de Álvarez hace un esfuerzo para mover la boca. Quiere contestar. Pero no puede.

—Uno se va a quedar con usted —dice Álvarez. Y luego, a gritos como si el enfermo estuviera a tres cuadras:

—¡Ya fueron a buscar el doctor!

Y dirigiéndose a los otros:

—Vamos a retirarnos si no capaz que cree que se va a morir...

Doña Rosaura le hace una seña poniéndose el índice en los labios.

Y Álvarez tranquilo responde:

—¿Usted cree que oye?... ¡Va a ver que el doctor dice que no oye!...


* * *


Don Elías es propietario de diez casillas de tablas de cajón y chapas viejas negras de orín. Cobra por estos refugios unos alquileres brutales. Además se pasa el mes murmurando:

—El mes termina el último día... El primero es otro mes...

Y el primero anda ya con los recibos reclamando su pago.

—Antes que el sol, entra el viejo con el recibo, dicen los inquilinos.

—Un desgraciado que vive peor que nosotros, dice Álvarez.

—Eso es. Tiene rentas... ¿pero le sirven para algo?

—Para hacerse odiar...

—Yo —sentencia otro— prefiero un peso para disfrutarlo que mil para andarlos cuidando...

Está dicho que no lo quiere nadie. Pero ahora el hombre está duro como un palo, caído de espaldas sin poderse dar vuelta, "como una tortuga sobre su cáscara".

—Y compadecerse de un hombre así es una humanidad...


* * *


Vino el médico y dijo que había que llevarlo al sanatorio.

Cuando lo fueron a sacar de la casilla clavó la mano muerta en el colchón como una garra.

—El hombre no está entregado —comenta Álvarez— todavía quiere agarrar algo...

—Si se llega a prender del colchón tienen que llevarlo con colchón y todo...

Y otro reflexiona:

—Si sale bien será para vender las casillas...

—¡Seguro!... ¡En el sanatorio!...

Cuando el automóvil partió, Álvarez tomó asiento al lado del enfermo. Los demás hicieron calle como cuando sacan un muerto.

Después fueron entrando en las casillas.


* * *


Al otro día advirtieron el cambio tremendo de sus vidas. Era primero de mes. Un primero de mes sin recibos ni persecuciones ni amenazas. Además cada cual se acercó al grifo del agua y sacó toda la que quiso. Corría el agua por el canalón como si fuera agua del cielo y no costara nada. En la tarde Álvarez ensilló el caballo del enfermo. Es el caballo que tiraba del carro donde el hombre cargaba los hierros viejos.

—Hay que moverlo, pobre animal... Un caballo medio viejo, si no camina se envara...

Al otro día utilizó el carro también.


* * *


A los dos o tres días doña Rosaura fue al sanatorio a interesarse por el enfermo en nombre de todos.

—Lo encontré igual —dijo al regresar.

—¿Habla? ¿Mira y ve bien?

—Los ojos los tiene abiertos pero sin miradas...

—¿Hablaste con el dotor?

—No. Pero bien atendido está.

—¡Claro! Tiene bienes y los bienes son pa remediar los males...


* * *


Ahora que han pasado dos meses hablan del alquiler y el agua. Porque nunca se ha visto que se pueda vivir así, con el techo gratis y gastando agua sin medirla.

—Esto va a terminar mal, —dice el viejo Bermúdez, un guardia civil jubilado—. Algún, día caen con un "procedimiento’’ y vamos todos a las guascas...

Otra cosa que les hace pensar es la situación de aquel hombre del que nadie sabe nada de su vida anterior.

Sin parientes ni amigos.

—Hay cristianos así, extranjeros que siguen extranjeros... En esos países raros hay gente así...

—Gente misteriosa... Parecen nacidos de güevos guachos...

Y Álvarez, que anda con la imaginación quién sabe dónde, remata:

—¿Pero querés cosa más misteriosa que un muerto?


* * *


Doña Rosaura trajo la noticia:

—Bueno. El hombre se fue.

Se reunieron y resolvieron ir juntos al sanatorio a acompañarlo.

Pero allí les dijeron que no lo podían ver.

—Mas bien mañana, cuando lo saquen, lo acompañan.

—Entonces podemos prenderle unas velas, propuso doña Rosaura.

Las trajeron. Y Álvarez —sólo a él lo dejaron entrar— fue a encenderlas.

Cuando volvió le dijo a los otros:

—Es mejor que no hayan entrado... Si lo ven capaz que no duermen esta noche.


* * *


Al otro día cuando fueron, ya lo habían llevado para sepultarlo.

—¡Que lastima! —dijo conmovido Álvarez—, porque nosotros venimos a ser los parientes...

Y regresaron a las casillas.


* * *


Cuando los otros se levantaron encontraron a Álvarez ocupando la casilla del muerto. Estaba sentado en la puerta tomando mate.

—Me cambié pa cuidarla —dijo—. No porque el hombre se haya ido le vamos a abandonar los intereses...

Y agregó:

—Pero estén tranquilos que las cosas van a seguir igual.

Y como viera que doña Rosaura no había cerrado bien el grifo del agua, se levantó y lo tornillo bien.

Dos viejos

Fue una amistad que se inició en la ventanilla de una oficina de pagos para jubilados.

Don Llanes tenía que escribir algunos datos personales.

—¿Y usted no me la puede escribir? —preguntó al empleado.

—No. Pero aquel hombre tal vez le ayude.

Señaló a un hombre que estaba esperando. Este se paró y se acercó a la ventanilla, cobró y luego fue a hacerle el trabajo a Llanes.

A fin éste presentó el papel, recibió el dinero y salió con el otro de la oficina.


* * *


Ya en la calle Llanes invitó:

—¿Vamos a tomar una copa?

—Le agradezco, pero no bebo.

—Entonces acépteme unos bizcochos.

—Mire, le digo la verdad, pero a esta hora no apetezco.

Don Llanes lo miró de frente. Advirtió que era un "viejo poquito". Suave. Delgado. Atildado. Tenía buena corbata. Buenos botines lustrados. Y unas manos finas y blancas. Parecían de mujer.

—Ta bien —dijo—. Yo cuando cobro, como alguna golosina y me paso alguna caña para adentro...


* * *


La mañana estaba linda. Bien soleada la plaza. Bajo las acacias de sombra redonda, medallones de sol se hamacaban suavemente. Había un silencio agujereado por los píos de los gorriones. Don Llanes miró hacia los árboles. Sacó lo tabaquera y se la tendió al otro.

—Haga uno. Es de contrabando.

—Gracias, no fumo.

Entonces Llanes preguntó:

—¿Es enfermo usted?

—No señor, pero me cuido.

Se hizo una pausa.

En el centro de la plaza, bajo una acacia dorada, el banco donde siempre se sentaba a comer bizcochos, parecía esperarlos.

—¿Qué le parece si nos sentamos a prosear?

—Sí. Eso sí.

Don Llanes era un hombre bajo, de cuello corto. Vestía bombacha ancha, de abrochar bajo el tobillo y calzaba alpargatas. De él se desprendía una fuerza tranquila. Su cara era plácida. Sin sonrisas, de mirada fuerte pero no dura. Una mirada que se quedaba un poco en las cosas.

Hablaba despacio con voz gruesa y baja. Una afeitada reciente hacía resaltar más el tostado de la piel en el cuello y en la frente. Un tostado color ladrillo.

—Yo estoy acostumbrado a sentarme aquí cuando cobro.

—Yo lo he visto. Vengo seguido, pero después me canso. Pero al rato vuelvo a venir...

—¡Fíjese!

Entonces "el viejito" —así lo había bautizado Llanes— ya seguro del interés del otro por su charla, prosiguió:

—Como no tengo familia vivo en una pensión...

—Una cosa que yo no podría, ¿ve? —acotó don Llanes.

—Sí; es triste... pero...

Don Llanes esperó un poco la continuación del relato, y preguntó después:

—¿Y?

—Eso. Tres en una pieza. Los otros son jóvenes. Trabajan. Vienen a comer y se van. Después vuelven y se acuestan.

La necesidad de contar algo de su vida parecía haber desbordado su prudencia frente a aquel hombre con quien hablaba por primera vez y que parecía tan diferente de él.

Siguió:

—Y no han caído en las camas y ya están dormidos.

—Las camas son para eso...

—Sí. Eso sí. Pero yo me acuesto y demoro en dormirme ... Y después que me duermo me despierto otra vez... Me cuesta volver a dormirme. Hasta que me levanto temprano a esperar.

—¿A esperar qué?

—¡Nada! ¿Usted sabe lo que es esperar nada?

—Si le digo que no entiendo.

—Espero la hora de almorzar... Salgo y entro y salgo otra vez... Doy vuelta la manzana y vuelvo... Me siento aquí y espero. Calculo que son las doce y son las diez... Las doce demoran mucho en venir... Almuerzo y tengo que esperar que pase la tarde y la tarde no se va nunca. Cuando llega la noche espero la cena... Me acuesto... No me duermo y lo peor es que me tengo que quedar quieto porque tengo miedo de despertar a los otros...

Llanes le escuchaba. No entendía bien la tragedia del hombre pero se daba cuenta de que aquello era una cosa de ésas que parece que no pueden ser.

El otro seguía y Llanes se iba fastidiando con él porque aguantaba aquello y lo contaba con una lentitud que no estaba de acuerdo con su deseo de que terminara en algo. Que le pasara algo, en fin. Hasta que le interrumpió:

—Pero amigo —le dijo—, ¿usted no se enloquece?... Porque eso es peor que estar tullido.

—¿Cómo peor que estar tullido?

—¡Pues! Un tullido está tullido. Pero usted puede andar. Irse. Hacer algo. Usted no está atado ni enfermo, ni preso, ni yo qué sé qué es lo que le pasa!

—Sí, sí. Tiene razón, pero...

Los dos se habían desahogado. Parecían quedar vacíos. El silencio ni los separaba ni los unía. Como si hubieran vuelto a su natural soledad.

Así hasta que Llanes invitó:

—¿Qué le parece si vamos a mi rancho y comemos un asado?

El viejito aceptó porque le faltó resolución para rechazar la invitación.

No se explicaba por qué había ocurrido esto que le sacaba de su orden, de su destino de pieza engranada en un vacío que le hacía funcionar sin que hiciera falta. Que le hacía funcionar porque sí. Sin explicación posible.


* * *


Palabras fueron y palabras vinieron. La tarde se les fue sin advertirlo. Habían recorrido la quintita de Llanes. Llegaron hasta las barrancas del arroyo que distaba unas centenas de metros.


* * *


Ya estaban cerca de la pensión. Habían caminado dos o tres cuadras sin hablar cuando Llanes dijo esto:

—Lo que tiene que hacer usted es venirse a vivir conmigo. Pruebe. Si no le gusta se va...

El viejito vaciló. Miró a Llanes y contestó tímidamente:

—Bueno... Si usted quiere...


* * *


El rancho era amplio. Limpio. Paredes de ladrillo y techo de quincha, plantado en un terreno de dos mil metros bien cultivado. En dos horquetas clavadas en la tierra, el mazo de cañas de pescar, con una bolsita enfundando las puntas.

Llanes al lado del fogón tomaba mate. Era la primera mañana que iban a compartir. El viejito se lavó, se peinó y se acercó al fogón.

—Buen día —dijo.

Llanes por contestación le entregó el mate. Más que invitarlo le ordenó:

—¡Tome!

—Es temprano —dijo el otro—, usted madruga.

—¿Temprano? Son las seis...

Tras breve pausa, siguió:

—Cómo va a dormir de noche si se levanta a media mañana...

El otro no dijo nada. Pero pensó:

—Si le llama media mañana a las seis, se levantará a las cuatro...

Tomaron cuatro o cinco mates. Llanes volvió a ordenar.

—Vamos al mercado... Hoy vamos a pucheriar...

Cuando volvieron Llanes fue por verduras y leña. Al viejito le pareció que su deber era ayudar al amigo y se puso a lavar la carne.

Cuando Llanes volvió lo encontró en eso.

—¿Pero qué está haciendo, hombre? —le preguntó fastidiado—. ¿Se cree que la carne es una camisa? ¿No ve que le saca todo el jugo?

El otro se quedó callado. Abrumado por la reprimenda. Llanes lo advirtió y le dio lástima.

—Parece una criatura —pensó. Y dijo:

—Usted no haga nada sin preguntar... ¿No ve que no sabe.


* * *


El viejito empezó a agrandarse en la estimación de Llanes aquel día en que leyó el diario "para los dos".

Leía y hacía consideraciones sobre lo que leía. Explicaba todo y Llanes le entendía. Le parecía "estar viendo" lo que él le relataba. Se le "representaban" las cosas, según le dijo.

Era una crónica policial y al final comentó Llanes:

—Es grandemente claro... Pero la muerte está bien hecha.

—Sí —dijo el lector—. Pero una muerte es una muerte...

—Según. El que sabe cómo fue es él...

—Sí. Pero la cárcel...

—Eso no es nada. Yo le digo porque sé... Feo es dormir con un muerto abajo la almohada... Si usted mata pa defenderse el muerto se va... Si no, se queda... La justicia es usted ¿no le parece?

—Eso sí... Pero...

Callaron un momento. Luego preguntó el viejito:

—¿Usted conoció algún caso?

—Sí. Me tocó a mí. Tuve preso y después salí... Y si le digo que no me acuerdo de la cara ni del nombre del muerto, no le miento...

Y tras un silencio:

—Bueno... Si las cosas no entraran y salieran de uno... ¡Dios nos libre!


* * *


Estaban tomando mate cuando llegó aquel hombre. Era joven. Descendió de un camión.

—Buen día —dijo. Y se dirigió a Llanes:

—¿Cómo está?

—Bien... ¿Y vos?

—Bien.

Señaló el camión y dijo:

—Ahora trabajando bien... Es mío...

—¿Y tu madre?

—Bien.

Se callaron. Parecían haber dicho todo hasta que Llanes preguntó:

—¿Querés quedarte a comer?

—No. Me tengo que ir... Tengo que cargar leña...

Otro silencio. Pesado.

—Así que me voy a ir...

Le tendió la mano a Llanes y siguió:

—Bueno... Que siga bien...

—Gracias. Y dale recuerdos a tu madre.

El joven subió al camión y partió.

El viejito preguntó:

—¿Y este mozo?

—Dicen que es hijo mío...

Se asombró el viejito. Nunca había oído a Llanes hablar de su familia.

—¿Así que es casado entonces?

El que se asombró ahora fue Llanes.

—¿Casado? ¡no! Pero hijos debo tener dos o tres...

—¡Ajá!

—He caminado mucho. Uno anda por aquí y por allá. Y como ni ayuda ni pide ayuda ... Y los hijos son de la madre, no del padre ... Si uno sigue y ella queda, quedan ellos.

El viejito calló. Se concentró. ¡Qué hombre este Llanes! Sembró hijos. Mató un hombre. Olvidó a los vivos y a los muertos. Está solo y es feliz.

Comprendió que los hechos de su vida los iba dejando olvidados, como si no hubieran tenido consecuencias. Como hechos que al realizarse murieran.


* * *


Llamaban a la misa las campanas de la Iglesia. El viejito se levantó, se vistió con su traje dominguero y salió del rancho.

Llanes mateaba.

—Se durmió —le dijo y le alcanzó un mate.

—Gracias —dijo el otro—. Hoy no puedo. Tengo que estar en ayunas.

Esperó que Llanes le preguntara algo. Que le averiguara por qué se había vestido con aquel traje que desde que vivía con él no se había puesto nunca. Pero Llanes no pareció interesarse ni por la contestación que él dio al rechazar el mate, ni por el traje nuevo.

—Voy a la Iglesia —dijo—. A comulgar... Voy medio seguido... —Y preguntó después:

—¿Usted no va?

Llanes pareció asombrarse.

—¿Para qué? —preguntó a su vez. Y siguió—: No estoy enfermo... No preciso nada... ¿Para qué voy a ir?... ¡No le parece?

El viejito no le contestó y ganó la calle. Camino a la Iglesia pensaba.

—Sí. Algo iba a pedir él... Pero no era para ahora. Era para después... Pero Llanes ni eso precisaba... Y recordó algo que le oyó decir un día ¿Pedir lo que a uno le tienen que dar? ... Si se lo tienen que dar y no se lo dan el que está mal es el que lo tiene que dar... Entonces usted lo agarra... Por eso él no pedía nada...


* * *


Ahora la vida de ambos tenía un ritmo parejo. De yunta. Comían, tomaban mate, pescaban. A veces recorrían la costa del arroyo. Hablaba el viejito y Llanes callaba. A veces hasta preguntaba algo, parando las lecturas del otro. Llanes cavaba la tierra. El viejito le seguía con fidelidad de perro, o iba al costado de él o le alcanzaba pequeñas plantas que el otro trasplantaba.


* * *


Aquella tarde fueron al arroyo. El viejito vio cómo Llanes se desnudaba y zambullía en la laguna desde la alta barranca. Después iba y venía nadando de orilla a orilla. Cuando salió le dijo:

—¡Pero qué hombre es usted Llanes!

No entendió Llanes y preguntó:

—¿Qué dijo?

—¡Que sería lindo ser como usted!

Se fastidió Llanes.

—Déjese de bobadas —dijo. Y luego—: Decirme eso a mí que no sé leer!... ¡Cállese!

El viejo caminó dos o tres pasos, recogió la ropa de Llanes, y al tiempo que la alcanzaba dijo:

—Vístase ligero Llanes... ¡Hace frío!...

Llanes sonrió.

Desde que estaban juntos era la primera vez que sonreía.

Acuña

Sería la hora en que la encontraron muerta cuando él llegó al café. Y fue allí que le dieron la noticia.

Después oyó la historia de la carta que la suicida había dejado dirigida al juez. Y al fin la noticia de que el padre de la muerta, quería saber lo que decía la carta. Y el juez se negó a entregársela.

Entonces aquellos comentarios que oyó después y que le acarrearon el desprecio del pueblo, no habían salido de la boca del juez.


* * *


Al velorio no fue. Y al café dejó de ir por ocho o diez días.

Hasta que una noche —no habían llegado los diarios que leía uno a uno para matar las horas— volvió a ir.

Don Anselmo, con quien hacía mesas de carambolas, se le acercó.

—Le acompaño el sentimiento, Acuña...

—Gracias —dijo él, y bajó los ojos hasta las manos que andaban a la altura de la cadena del reloj, armando y desarmando un cigarro.

Don Anselmo esperó alguna otra palabra y tras un silencio agregó:

—Fíjese... Ahora que tenía una novia linda y con plata...

Acuña buscó la contestación. No la encontró y contestó aquello que no alcanzó para detener al otro.

—Eso no me importaba a mí.

—Es que es una familia que tiene a menos a todo el mundo...

Acuña no pudo más. Se irguió y contestó ofendido:

—Creo que usted también me tiene a menos.

Y se fue.


* * *


Cenaba y se_sentaba bajo el parral del patio, o iba hasta la caballeriza a entretenerse mirando moverse en la sombra los caballos de los paisanos, que extrañaban el encierro. El fondo sombreado de paraísos, hervía de luciérnagas y el hinojal de los fondos vecinos, de grillos. A veces un saltamontes introducía su estridencia en el sonido unánime.

Sentía acercarse luego, dando tumbos en el pedregal del camino, la pipa de Soria que venía a llevarse las sobras y restos de comida del hotel.

Después empezaba la ronda de los policías midiendo las horas y al fin como cerrando la noche, el pito del tren. Entonces llegaba a la estación, que estaba allí nomás, a recoger los diarios.

El pueblo, tras la partida del tren, se dormía. Sólo quedaban con luz dos puertas: las del café y el club.

Los diarios lo salvaban por dos o tres horas de aquella soledad nocturna que nunca conoció antes. Porque él siempre fue "hombre de café".

Después dormía. La tortura empezaba al otro día en que tenía que cruzar el pueblo.

Porque le había tomado miedo a la gente.


* * *


A las pocas noches fue Farías. Él volvía de la estación.

—Hace días que no lo veo en el café —le dijo.

—No salgo.

—Claro. Después de lo que pasó... Pero hay que ser hombre —le dijo.

Él calló un instante y respondió:

—Es que hay cosas bárbaras...

—Pero usted no se entregue... El Juez es usted ... Si las cosas no pasaron como dicen, estese tranquilo.

—Es fácil decir —contestó y siguió hacia el hotel.

Allí fue que la frase se le tiró arriba. "Si las cosas no pasaron como dicen". ¿Cómo era esto? ¿Qué quería decir?

En eso estaba la clave. Quién sabe qué cosas andaban diciendo por el pueblo.

Resolvió volver al café.


* * *


Allí estaba Fuentes, con el que siempre había hecho buenas horas, gastando tiempo, cuando el café se fundía con la noche y quedaban los dos conversando cosas, de ésas que luego no se recuerdan.

—No te he buscado —le dijo el amigo—, porque comprendí que no querías compañía.

Acuña comenzó a descargar su angustia.

—He sentido que la gente es mala... Yo no merecía el desprecio de la familia... La mataron ellos...

Fuentes le dejaba decir. Cuando terminó le dijo:

—Vos pónete en el caso de la familia.

Acuña se irguió.

—¿Por qué? ¿Qué tienen que yo no tenga?

—Plata. Pero no es eso ... Si vos has hecho bobadas la culpa es tuya.

—Seguí, seguí...

Sí. Siguió Fuentes. Había que decir la verdad. Acuña era un desconocido.

—Bajaste del tren a las ocho y a las diez ya tenías tarjeta para el club... Claro, la tarjeta se la dieron a tu vestir, a tu cargo...

Esa misma noche salió novio de la muchacha. Era linda y además su familia era la más rica del pueblo.

—Al otro día te vieron en la Iglesia... Fue un acierto tuyo... Este no tiene nada de bobo, dije...

...Pero al otro día vino una mujer a cantar tangos en el café del pueblo. Y Acuña, olvidándose del respeto que le debía a la familia y al pueblo anduvo con ella por la calle "como si tal cosa".

Y después el asunto de la pensión. Acuña llegó del café a media noche y encontró a la mucama en la puerta, llorando. Era una infeliz de campaña, de dieciséis años... El patrón la había encontrado "de puerta cerrada" en la pensión. La echó.

Acuña, conmovido, la llevó a lo de Vargas, que tenía un hotelucho de mala fama.

—¿Qué hubieras hecho vos? —preguntó Acuña.

—Yo lo que te digo que la gente no va a ser tan boba de creer que lo hiciste por tu buen corazón...

Acuña ya no se indignaba. Una tristeza infinita le había como debilitado. Oía. Los ojos se le iban humedeciendo. Tenía tristeza por Fuentes, por el pueblo. Por todo lo que le hería a él.

Fuentes siguió hasta la revelación brutal:

—Y si resolviste matarte con ella, tenías que haberlo hecho...

Esa noche Acuña mandó al sereno de la pensión por una botella de alcohol.


* * *


Se disponía a colocar el ramo de rosas en la tumba de la muerta cuando llegó el hombre.

—Tengo orden de la familia de no dejárselo poner...

Acuña no dijo nada. Levantó el ramo y lo dejó al borde de otra tumba.

Al otro día se fue del pueblo.


* * *


Vargas lo vio en la ciudad al poco tiempo. Estaba leyendo un diario en el banco de un parque.

Lo encontró viejo, barbudo y mal vestido.

Y no tuvo interés en encontrarse con él.

Flora

Cuando la familia se fue a la capital dejó la casa puesta. Las señoritas —sesentonas, solteronas, amigas de bordados, iglesias y cementerios— no se resignaban a dejar solos los viejos salones. Sin sus cuadros, su confidente rodeado de un coro de butacas enfundadas y sus viejas cómodas, llenas de ricos vestidos que un día vistieron los abuelos y los padres. Tampoco querían que transformaran el viejo patio colonial, siempre perfumado del olor consolador del cedrón y la menta.

Fue cuando le encargaron a Flora, una "muchacha" de treinta años, criada por la familia, que no quiso seguirlas, el cuidado de la casa y el panteón.

—Reparas la casa, cuidas las flores, limpias el panteón.

Y eso es lo que hace Flora.


* * *


Desde la ciudad llegaban noticias de las mujeres. Cada vez más lejanas. Primero escribían las señoritas, preguntando cosas del pueblo, nombrando vecinos... Después las cartas fueron breves, con órdenes a cumplir.

Luego dejaron de escribir. Lo hacían por ellas las sobrinas. Cada vez con menos órdenes.

Un día vinieron a sepultar a Ángela, la mayor de las señoritas.

Flora lo supo cuando ya el cuerpo estaba al borde del panteón. Artemia, la hermana sobreviviente, no vino.

—La pobre ya no está para viajes ni entierros... Del sillón a la cama... Le queda poca vida...

Le dijeron eso a Flora y partieron.


* * *


En el invierno espaciaba las visitas al cementerio. No había flores y no quería ir con las manos vacías. Alguna vez llevaba sendos ramos de cedrón.

Le parecía el de esta planta, un perfume de enfermedad pues le había entrado al espíritu siendo niña, cuando la finada Manuela se estaba alejando de la vida y llenaba la pieza con ramos de la planta.

—Es un olor consolador que me entra al corazón —decía.

Con la primavera menudeaba las visitas. Era lindo llevar las flores mojadas de rocío y quedarse allí a charlar con el sepulturero, un hombre de buena prosa que además era medio pariente de ella.

Algunas veces venían los peones de la funeraria a abrir los panteones para depositar los cajones. Subían y bajaban con baldes. Los sacaban colmados con las virutas rojas como orujos, de los lechos de los cajones deshechos.

—Parecen los italianos Piantín subiendo y bajando al sótano haciendo vino —decía el enterrador.

—¡Avemaria, Lemos! —respondía Flora.


* * *


Llegaban los cortejos siguiendo los muertos.

—¡Pobre don Benito!

—Le gustaban las menores, las comisiones y los discursos...

Otro día era Gómez, el gallego.

—¿Ve a dónde va a parar tanto capital?

—Sí. Valía lo que tenía... Él valía poco...

—Ahora no tiene nada... Ahora es él...

—Era.


* * *


A Flora le encargaban el cuidado de otros panteones. Así se fue quedando a cargo del centro del cementerio, donde estaban las familias antiguas, dentro de los panteones con ángeles, vírgenes y flores de mármol que venían de Italia.

Algunos preciosos... Como el del General De Armas, acostado en la cama mirando pasar un ejército, despidiéndose de él. Era un ejército que le daba mucho trabajo a Flora, pues como era de bronce, luego nomás se ponía verde y había que frotarlo fuerte con pomada, para hacerlo brillar nuevamente.


* * *


Había tomado aquello como una profesión. Cuando llegaban los aniversarios de los muertos que estaban en los panteones, escribía a los parientes de la capital pidiendo órdenes.

Le contestaban que no podían visitar la tumba, pero le enviaban dinero para flores.

—Los vivos se sinten tranquilos cuando gastan un peso con los muertos —pensaba.


* * *


Se sentaba en la tabla empotrada en la pared, a un costado de la entrada, a charlar con los hombres que trabajaban allí.

Sobre una saliente, donde se ponía el álbum para firmar —atestiguando la concurrencia a entierros y recordaciones—, solía estar el mate con el cajoncito para el calentador. Tomaba mate con Lemos, mientras conversaban.

—Hoy traen al viejo García.

—Deja viuda joven...

—Sí. Y la va a ver llorar tras el cajón...

Los tiempos habían cambiado... Ahora las mujeres venían presidiendo los cortejos.

—Antes, después del casamiento o la muerte, las mujeres hacían soledad... Por muchos días no se dejaban ver...

—Ahora, al otro día del casamiento ya andan como si tal cosa... Y a los entierros vienen sin velos siquiera...

—Cállese, que ahora no hay velos para nada...


* * *


Sus servicios profesionales eran cada vez más completos. Cuando "en fecha" de algún muerto conocido, cuya familia residía en la capital,

llevaba el álbum de recordación casa por casa.

—Se lo traigo para firmar, así ellos ven que usted se acordó.

Le daban algunos reales al firmar.

—¡Cómo es la gente del pueblo! —decían los parientes al recibir el álbum—. ¡Pensar que todavía se acuerdan de fulano!

Le agradecían el recuerdo y le enviaban algunos pesos.


* * *


Hacía como dos años que don Martiniano había enviudado. Un día, allí mismo frente al panteón que guardaba a la finada, le dijo a Flora:

—Usted sabe que vivo afuera... lejos. Que estoy achacoso... Usted cuídeme el panteón... Ponga flores... Yo le pago...

Ella cumple el pedido. Cuando él venía —cada dos meses— a ordenar una misa por la finada, le acompañaba hasta el panteón. Le ayudaba a subir y bajar del carruaje campesino.


* * *


Una vez el hombre sufrió un enfriamiento. En la estancia no había mujeres. Flora fue a cuidarlo.

Mejoró el viejo estanciero y se acostumbró a aquella compañera fraternal.


* * *


Se casaron. Pero igual iban al cementerio con frecuencia. Hasta aquel día en que Flora propuso:

—¿Qué le parece si compramos una corona de cuentas? Las flores se marchitan... Dejamos la corona y no tenemos que venir tan seguido...

Él dijo que sí.


* * *


Demoraron en volver. Cuando lo hicieron la corona estaba allí, más linda que el día que la pusieron.

—El sol parece hacer arder los vidrios de colores —dijo Flora—. ;No le dije que era más linda que las flores?

Él asintió.

Y luego no fueron más.


Publicado el 10 de junio de 2025 por Edu Robsy.
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