Almeida cerraba definitivamente el boliche. Por eso había invitado a comer a aquellos hombres. Amigos, lo que se llama amigos no tenía. Seguramente por aquello que repetía frecuentemente:
—Mi único amigo es el mostrador porque es el único que me da... El amigo pobre, pide... y el rico no da ni presta.
Ahora estaba gordo y se acordaba de los flacos.
Uno de los invitados era Tertuliano. Tampoco éste tenía amigos. Y no los tenía porque no los necesitaba. Se acompañaba solo, como buen
cantor. Era soldado y cuando estaba "franco" iba a lo de Almeida a tomar tres o cuatro cañas. Algunas veces se quedaba horas allí, ayudándole a sacar grelos a las papas almacenadas, llamadas antes de tiempo por la temperatura tibia y húmeda, o paleaba maíz para que no se calentara en las estibas.
Otro de los invitados era Antonio Fretes, pariente de Almeida, que le visitaba cada cuatro o cinco meses y alojaba allí por días.
Fretes era contrabandista. Se daba buena vida y el mismo Almeida participaba de su generosidad. Fretes no pagaba pensión, pero mandaba echar vino del mejor, hacía abrir latas de sardinas o traía del matadero achuras y "vacaraises" de tres o cuatro lunas, que guisados por él mismo se deshacían en la boca.
El otro invitado, Toledo, era el chacrero que proveía a Almeida de zapallos, boniatos, papas y maíz, pues "los frutos del país y la compra de sueldos eran la especialidad de la casa" de éste.
Toledo se había acercado a la fiesta trayendo un lechón asado que ahora estaba allí, sobre la mesa, tironeando de la nariz a los presentes con su color dorado y el olor de su adobe.
* * *
—Yo —decía Almeida—, estoy contento de mi marcha y de ser como soy... Con este boliche mugriento me he llenado de plata...
Había empezado comprando sueldos de seis pesos a los viejos de la pensión, y "ahora compraba de trescientos a muchos grandes"...
Gentes a las que le daba vergüenza pedir en los bancos y se entregaban a él.
—Les hago firmar "unos papeles con ciertas cláusulas y no se me escapa ninguno", comentaba.
* * *
También Toledo se había contagiado con la alegría de Almeida.
Estaba diciendo que "trabajaba y disfrutaba de la vida porque era solo y
a él no lo mandaba nadie".
—¡Dejesé! ¿Reventar trabajando entre abrojos y chanchos! ¡Ver acostarse las estrellas arando de talón rajao! ... ¡Si sabré lo que es eso!
—Parece mentira Tertuliano, contestó Toledo amablemente, que usted diga eso. Trabajo, es cierto. Se trabaja... ¿Pero qué me dice del invierno? Terminó de plantar el trigo y el trigo viene... Carneó dos chanchos... Empieza a llover y el rancho queda aislado... Usted se come un guiso de porotos lleno de cosas de cerdo... Toma buen vino, después mate de café y al fin se acuesta a dormir ... Y de noche otra vez... ¡Y que siga el tiempo nomás!... Llueve y llueve y usted abrigado y contento en un catre con la bolsa justa para su cuerpo... ¡Haga el favor!...
Ahora está más triste Tertuliano. Todos tienen algo. Almeida es feliz. Fretes igual. Y Toledo con la olla llena y un campo con lluvia para él solo... ¿Y él? ¡Doce años soldado!...
Uno, piensa, aburrido o cansado de la vida, entra. Entra para salir y después se va quedando... El no tiene nada. Costumbres es lo que tiene. ¡Pero tener cosas para uno solo!...
Fretes va y viene. Tiene los caminos. Los amigos. Las mujeres. Muchas mujeres que encuentra... Toledo el rancho con lluvia. Y lo tiene días y días...
—No sé —dice Fretes— cómo usted ha aguantado tanto... ¡Y de soldado!
Tertuliano se fastidia:
—¿Por qué? ¿Tiene a menos a los soldados usted?
—¡Qué esperanza! Yo, siendo contrabandista como soy, le tengo respeto... No ve usted que apeligran como nosotros. ¡Pero los mandan!
—¡Vaya p’aquí!... ¡Salga p’allá! ... El hombre tiene que ser dueño hasta de salir pa un lado y agarrar pa otro...
—Yo —sigue diciendo— soy amigo suyo porque usted es un hombre bueno... Y, fijesé: a lo mejor mañana nos agarramos a balazos... Yo defiendo mi capital..: ¿Y usted? ¡Nada!... Yo defiendo mi gusto de andar por todos lados y no tener patrón... Y usted, Tertuliano —termina—, no anda por ningún lado y tiene un patrón bárbaro...
Siguieron conversando los cuatro hasta la madrugada.
Siempre —como decía Almeida— de "usted Tertuliano". Porque a esa hora los tres estaban diferenciados de Tertuliano y lo compadecían. Diferente era su alegría de vivir a lo ancho de la vida, haciéndose los gustos. En cambio él...
Fretes y Tertuliano quedaron solos. Cuando amaneció habían resuelto una cosa importante.
Tertuliano pediría la baja y se iría con él a contrabandear juntos.
* * *
Ahora está vestido de civil. Con un traje de lanilla que para
peor le queda chico. El saco le estrecha tanto el pecho que se le pueden
contar las costillas.
Se siente desamparado con aquel traje. Con las piernas livianas, como débiles. Extraño a sí mismo. Pecho abajo siente frío...
—El pantalón y las botas... —piensa.
—¡Salud Tertuliano!
Va tan ajeno a las cosas de la calle que recién a los dos o tres pasos, advierte el saludo y se vuelve para contestarlo. El otro sonríe.
—¿Quiere creer que no lo conocía? —le dice—. Cuando estuvo arriba mío vi que era usted.
—Claro, cambié de ropa...
—Hasta camina diferente...
Hace una pausa y prosigue:
—¿Así que dejó el batallón?
—Eso es. A veces hay que cambiar.
—¿Y qué va a hacer?
—Si le digo, usted sabe tanto como yo...
Y sigue calle adelante el otro.
...Contrabandista. Su propio padre lo fue y murió de viejo. Nunca lo tocó una bala. Y ganó plata. Si la gastó y murió en la miseria fue porque jugaba... La plata es lo de menos. Caminar... ¡Cosa linda caminar y conocer! Fretes tiene cosas que contar. Va y viene. O se queda. El, doce años parado como agua de pozo... ¡Parece mentira!
Llegó a lo de Almeida.
* * *
—¡Bendito sea Dios!... —le pondera el traje y la corbata colorada
Almeida...—. Lo que te falta —agrega— es cambiar por dentro... Andás
como juido.
Se quedó a comer allí. Después durmió la siesta.
Se levantó y salió.
Cuando quiso acordar estaba frente al cuartel. Lo vio Méndez, el caballerizo.
—Vamos a la caballeriza y tomamos mate —invitó—. ¿Qué vas a andar haciendo por la calle?
Entró. Tomó mate. Después cenó. Y finalmente se quedó a dormir allí.
Habían pasada cinco días. Fue a lo de Almeida pero éste no estaba. Caminó por la orilla del pueblo y volvió al centro. Eran sólo las diez.
La mañana no terminaba nunca. Fue a la plaza y se sentó. No había nadie a esa hora.
Pasó un conocido.
—¿Estás cuidando los yuyos? —preguntó. No esperó respuesta y siguió.
Hizo un cigarro, Tertuliano. Después otro. Volvió a lo de Almeida.
* * *
Tal vez fueran las doce. O la una. Le pesaba el tiempo sin
destino. Caminando al azar volvió a pasar frente al cuartel. Lo llevaron
los pies. Fue cuando lo vio Méndez.
—¿Todavía andás aquí?
—Sí. Fretes no vino. Almeida se fue...
Había desconsuelo en la respuesta.
—¿Y vendrá Fretes?...
Méndez siguió conversando. Le dijo que Fretes era de esos hombres que son capaces de hacer algo por los otros cuando tienen tres o cuatro cañas de más...
—Después se olvidan ... Se olvidan, ¿sabés? Ni se ha acordado más de vos ... Y, al fin, ¿qué necesidad tenía él de andar de un lado para otro? El batallón te viste... No tenés que pensar en la comida... Te enfermás y tenés doctor...
Tertuliano oía. Hasta que Méndez preguntó:
—¿Y qué te dio por cambiar de golpe?
—¡Nada!
Fue lo único que se le ocurrió contestar, porque en ese momento no se acordaba por qué había querido cambiar de vida.
—Bueno —dijo Méndez— ¿qué me voy a sorprender yo si una vez hice lo mismo?
Y terminó:
—¿Comiste?
—No.
—Entonces entrá...
* * *
Al otro día Tertuliano salió a la calle vestido de soldado.
Llevaba el traje de civil envuelto en un papel. Era un bultito chico.
Más parecía la ropa de un niño que la de un hombre.