Algo de Todo

Juan Valera


Artículo, Ensayo, Crítica



LA PRIMAVERA

Nada hay en el hombre tan grato a Dios como el arrepentimiento; pero en ciertas cosas, tal vez en las más, nada hay tampoco humana y terrenamente tan inútil. Lo que al hombre le importa es no hacer nada de que después haya de arrepentirse. Y yo, lo confieso, hice algo en este género al prometer que escribiría un artículo sobre la Primavera.

Y no porque yo me crea incapaz de percibir, sentir y estimar en todos sus quilates el valor y la belleza de la estación florida. Nada menos que eso. Yo presumo de muy sensible a los encantos naturales. Me apuesto con el más pintado a sentir honda y poéticamente la gala de las fértiles praderas, la lozanía de los verjeles, el apartamiento silencioso de los sotos umbríos, el aire embalsamado por el aroma de las violetas, la sierra pedregosa cubierta de tomillo y romero, el blando murmullo de los arroyos, los amorosos gorjeos del ruiseñor, el lánguido arrullo de la tórtola y los trinos alegres con que las aves saludan a la blanca aurora cuando abre con dedos de rosa las puertas del Oriente.

Por desgracia, una cosa es sentir y otra expresar bien lo sentido. De este segundo don es del que carezco.

El asunto es de sobrado empeño para mí. ¿He de salir del paso repitiendo en mala prosa lo que ya dijeron en todas las lenguas vivas y muertas, con número y melodía, los poetas buenos y medianos, desde Hesiodo hasta Gracian y desde Virgilio a D. Gregorio de Salas? Yo no quiero hacer un centón tan deplorable. Yo quiero coger vivas las aves, las flores, cuanto tiene ser en la estación vernal, y trasladarlo a este papel, y de este papel a la imprenta: operación más difícil de lo que se imagina.

La Primavera es como fiesta espléndida que dan los espíritus elementales, como sagrada orgía, en que el aire, la tierra, la luz, el agua y cuantas inteligencias o misteriosos genios en el seno de los elementos viven ocultos, lucen su hermosura, se revisten de sus más ricos adornos, y se enamoran, y se acarician, y cantan y bailan. ¡Vaya usted a describir esto sin conocer los nombres de dichos genios, ignorando sus lances de amor y fortuna, y no acertando a distinguirlos bien unos de otros!

Lo que más se parece a la primavera, en mezquino y pobre trasunto, por artificio humano realizado, es un bonito baile. Pues declaro que yo no sé describirle. Los nombres de las señoras más lindas y elegantes se me borran de la memoria no bien tomo la pluma, y sólo sé decir que me gustan, lo cual es muy sujetivo, sin atinar a describir los trajes que llevan, los diamantes que fulguran en sus cabezas airosas, las perlas que ciñen lascivas sus desnudas gargantas, y todo aquello, en suma, que las determina y diferencia. Así es que, no pudiendo yo empezar por este analítico y circunstanciado estudio, no llego jamás a la síntesis, esto es, a dar una idea cabal, exacta y adecuada del baile.

Si esto me sucede con un espectáculo que no dura más de algunas horas y que se limita al breve recinto de uno o dos salones, ¿qué se puede esperar de mí como describidor del baile divino, al aire libre, que dura meses, que se extiende por todo un hemisferio del mundo, y donde cantan y bailan los inmortales al son de la concertada armonía de las esferas? Está visto, yo tengo que hacerlo muy mal.

Hasta el mismo entusiasmo, hasta el mismo semi-religioso fervor con que miro el asunto, es en mi daño y me le hace más difícil. Si yo le mirase con frialdad, ya me las compondría, tomando de aquí y de allí, no del natural, sino de libros, que me servirían de guía y modelo; ya lo compaginaría y arreglaría todo lo menos mal posible. Por desgracia mi entusiasmo es grande y no me deja acudir con serenidad a mi escasísima ciencia.

Lo primero que no sé es qué plan seguir; dentro de qué términos encerrarme. Porque a la verdad, si el más rastrero de los seres humanos da suelta a su imaginación y la echa a volar por esos campos verdes y por ese cielo sereno, durante los meses de Abril y Mayo, sólo Dios sabe dónde su imaginación irá a parar, y qué rico botín traerá cuando vuelva a casa, si vuelve y no se queda embobada, de estrellas y flores, de mariposas y calandrias, de perfumes y armonías, de luz y sombras, de amores y de cánticos, todo tan en desorden y tan enmarañado, que no habrá manera de cifrarlo en un libro en folio y mucho menos en 20 o 30 cuartillas.

Al considerar esto me entra temblor como de calentura, y pido al numen método y plan para mi obrilla; pero al numen le incomoda el método, y lo que es yo por mí no le trazo sino muy vulgar, sin atinar a aventurarme por nuevos caminos, y sin resignarme a seguir los muy trillados y seguidos por todos.

Para saber el día en que empieza y el día en que acaba la Primavera remito al lector al almanaque. Para saber la causa inmediata y natural de su vuelta periódica, le remito a cualquier compendio de Astronomía.

¿Qué me queda, pues, que decir acerca de la Primavera?

¿Sacaré a relucir las manoseadas y trivialísimas moralidades de que dicha estación responde a la juventud en nuestra vida, y de que conviene no gastar las flores a fin de que haya luego sazonados frutos en el otoño? ¿O daré lección de política o de filosofía de la historia, con ocasión de la Primavera, afirmando que las naciones tienen también la suya, o sea su juventud, durante la cual aman y cantan y dan flores; pero que, no bien llegan a su otoño, o dígase a su edad madura, deben dejarse de tales devaneos y trabajar mucho, que esto es dar el fruto que importa, a fin de pagar las deudas y proporcionarse las comodidades y el bienestar que el invierno y la vejez reclaman?

Imposible. Esto sería lo peor que se me pudiera ocurrir. Esto sería un sermón inaguantable. Hablemos, pues, de la Primavera, aunque sea sin orden. ¡Ojalá tuviese yo a mano al Pegaso o al Hipogrifo, para imitar a Perseo o a Astolfo, montar en él, y correr a rienda suelta a donde y por donde el monstruo quisiera llevarme!

En otras tierras más al norte que la nuestra, la Primavera, fuerza es confesarlo, si no es, parece más hermosa: el cambio de escena tiene mayor rapidez y doble hechizo; la mudanza hiere más la fantasía; se nos presenta como súbita y milagrosa resurrección de los seres. A orillas del Rhin o del Elba, la Primavera nos da concepto superior de la potencia creadora, de lo que debió de ser el nacer, el aparecer de la vida sobre nuestro globo. En nuestros climas más cálidos apenas hay mutación, o es tan lenta que no se percibe. En las huertas de Murcia y Valencia, en la hoya de Málaga, en las márgenes del Guadalquivir y hasta en la misma vega de Granada, la Primavera se deslía, se esfuma con el invierno: es una Primavera difusa o harto desvanecida.

Donde viene de repente, donde la rigidez del invierno la hace más deseable, es donde se muestra con más pompa y estruendo, donde da más alta razón de sí, donde resplandece más benigna en el trono de su gloria, donde más se la admira y donde merece ser más admirada. El hielo que cubre los ríos se quebranta, se rompe, y baja en gruesos témpanos hacia la mar con descompuesta furia. Casas, palacios, chozas, árboles y cielo, vuelven a mirarse con ansia y con amor en el líquido espejo de las aguas, velado antes y empañado por el frío. La cándida diadema que ciñe las cimas de los montes se derrite, aumentando las corrientes cristalinas. Los árboles, desnudos del verde follaje, brotan de improviso frescos pimpollos y renuevos lozanos, vistiéndose de tiernas y relucientes hojas. Los pájaros acuden a bandadas, guiados por infalible instinto. Turban las grullas el silencio de la noche con sus agudos gritos, cuando vienen avanzando en falange simétrica y bien ordenada. Las golondrinas y mil aves cantoras, al volver de su larga emigración, saludan con blando pío, o con chirrido alegre, o con trinos variados, sus antiguas conocidas viviendas. La cigüeña zancuda inmigra de Oriente o de Africa, y busca el nido en el viejo torreón o en el alto mirador de la alquería. Tal vez allí la rubia y joven campesina alemana le puso al cuello, antes de que se fuese, una cinta con algún romántico letrero. Cuando vuelve, se pasma la muchacha de ver que le contesta algún muftí del Cairo o algún santón de la Meca con otro letrero escrito en arábigo. Entre tanto, se ha liquidado la escarcha apretada que cubría los prados, y la hierba y las flores, como si hubiesen estado oprimidas bajo aquel peso, surgen por ensalmo. La anémona nemorosa es una de las más tempranas que abren por allí su cáliz para anunciar la Primavera. Pero otras mil flores, más olorosas y no menos bellas, aparecen después, llamando y excitando al céfiro a que respire los aromas que exhalan.

El céfiro viene, semejante al atrevido príncipe del cuento de hadas, y atraviesa por la esquiva floresta, y penetra en el silencioso palacio, y llega hasta el lecho de la encantada y dormida princesa, y le da un beso de amor. Entonces se desbarata el maléfico hechizo, el silencio y el reposo de muerte se truecan de súbito en movimiento, música, agitación y vida. Como si fuesen a celebrarse divinas bodas, todo se entapiza y hermosea. Se abren los tesoros, se despliegan las galas, se ponen las mesas y aparadores del regio banquete, y luce sobre el ancho tálamo la cubierta de púrpura, esmeralda y oro. Los convidados peregrinos ya hemos dicho que acuden de lejos cruzando los aires. Otros, que no peregrinan, despiertan de prolongado sueño, se revisten de sus vestimentas más ricas, y acuden también. Todos, como buenos vasallos, procuran imitar a los príncipes. Y como los príncipes están enamorados y van a casarse, todos se enamoran y se casan. Se diría que apenas hay ser vivo que no se embriague con el zumo de mágicas hierbas o con el perfume de extrañas flores, las cuales mueven al amor, al deleite y al regocijo, induciendo a la vida para que se acreciente y se difunda y abra nuevos caminos de ser. Ciertas ficciones poéticas parece que tienen entonces realidad, y se cree en el dudain, que buscaba Raquel harta de ser estéril; en el loto, que hacía olvidarse de todo a los compañeros de Ulises; y en el nepentes, que alegraba el alma, y que dio a Telémaco Elena.

Claro está que al decir yo todo esto de los climas del Norte no niego igual o mayor belleza a la primavera del Sur: lo que insinúo es que quizás la rapidez del cambio hace que por allá se sienta mejor.

Pero aquí se renueva también la vida, y llega la estación de los amores, y los gérmenes dormidos se agitan, y nacen las larvas, y, después de sus completas metamorfosis, les brotan alas de gasa de colores diversos, y elictras metálicas y resonantes, y trompas ligeras con que recogen la miel de las flores. Aquí también las plantas desnudas, los álamos, los chopos, las acacias y otros mil árboles de sombra vuelven a vestirse de hojas verdes, y florecen el almendro y la higuera y los demás frutales, y nos dan el fruto con la poesía de la esperanza.

Todo esto es cierto; pero lo es también que los hombres del Norte sienten ahora con más profundidad, describen y retratan mejor la primavera que los del Mediodía.

¿Será, como hemos dicho, porque la primavera viene por allí con más ímpetu, o porque los hombres están por allí más cerca de la naturaleza y más en comunión con ella; porque llevan menos siglos de civilización; porque están menos gastados; porque no es entre ellos tan marcado el divorcio y tan crudo el antagonismo entre el mundo de los espíritus y el mundo de los cuerpos?

Profunda cuestión es ésta. Yo no quisiera entrar en ella, pero se me pone por delante a pesar mío.

Yo veo desde luego que en las antiguas edades sentían los hombres del Mediodía y celebraban, por lo menos con igual entusiasmo que hoy los del Norte, la vuelta de la primavera. Atis resucitado, Osiris resucitado y Adonis resucitado lo atestiguan. Los misterios de Samotracia y de Eléusis eran en el fondo inspirados por la primavera. Cuando renacía la vegetación, cuando brotaban las hierbas y las flores, cuando las selvas se cubrían de pompa y de verdura, cuando subía la savia por los troncos, era cuando la madre desconsolada enjugaba sus lágrimas y desechaba el traje de luto, porque la hija, hundida en las entrañas lóbregas de la tierra, surgía fecunda, hermosa y resplandeciente de inmortales fulgores; porque Cora, fugitiva del tenebroso amante que la había tenido aprisionada en sus brazos, aparecía de nuevo a bañarse en las ondas de luz del sol enamorado, quien, por contemplarla y besarla, se detenía más tiempo sobre nuestro horizonte, e iba difundiendo por más horas y con mayor tino y eficacia, en este hemisferio boreal, la lluvia dorada de sus rayos ardientes.

Si esto se sentía con tal profundidad, y ya no es sin duda porque nos hemos hecho muy espirituales. Desdeñamos la naturaleza por amor del espíritu. ¿Qué vale la selva florida, qué vale el árbol más lozano y eminente, al lado del árbol místico, de quien dice el himno sagrado:

Crux fidelis, inter omnes
Arbor una nobilis:
Silva talem nulla profert
Fronde, flore, germine?

No es en el florecimiento de la primavera, no es en el árbol más fecundo, no es en el huerto más feraz donde recordamos el perdido Paraíso, donde más nos maravillamos, bendiciéndolas, de la potencia del Altísimo y de su bondad infinita, es en aquel árbol que sirve como de solio al mismo Dios:

Arbor decora et fulgida,
Ornata, Regis purpura,
Electa digno stipite
Tam sacra membra tangere.

Pero yo no me inclino a creer que sea el misticismo o el espiritualismo cristiano quien nos haga tan poco sensibles a la naturaleza y nos lleve tanto en pos del espíritu.

El amor de Cristo lo comprende todo, sin excluir la naturaleza material. Con él y por él subió al cielo la carne purificada y gloriosa. Él miró con afecto a todas las criaturas. Él no desdeñó los ramos floridos de oliva y las gallardas y vencedoras palmas con que le recibieron el día de su triunfo. Sus fieles, mas sencillos y candorosos, aman los objetos materiales por amor suyo, y rodean de rosas y de hierbas de olor, en los días primeros de Mayo, ese árbol sagrado, que fue su patíbulo; y cuando, ya más adelantada la primavera, en el momento más rico del desenvolvimiento vernal, celebra su Iglesia el sacrosanto misterio en cuya virtud quiso Él comunicarse a nosotros, infundiéndose en el licor que alegra los corazones y en el pan que nos alimenta, el pueblo cristiano alfombra con gayomba olorosa y verde y fresca juncia la vía por donde pasa, y las mujeres vierten una lluvia de flores sobre el artístico y áureo templete, arca de la nueva alianza, donde va Él en custodia.

Menester es confesarlo: es infundada, es injusta la acusación de los impíos. No vino la doctrina de Cristo a condenar o a endiablar la naturaleza. Los tres enemigos capitales de esa doctrina no tienen menor influjo, jurisdicción y mando en el reino del espíritu que en el de la materia. También siguiéndolos pueden las gentes ser espirituales. No hay sólo concupiscencia en la carne: la hay en el espíritu. Y si hay espiritualismo divino, no deja de haberle diabólico, y más común y frecuente por desgracia.

Ahora bien: yo entiendo que este espiritualismo diabólico, y no el divino, es el que nos aparta de la naturaleza y de su amor inocente.

Aunque se me acuse de pánfilo, de sobrado benigno, de querer disculparlo todo, voy a declarar aquí una cosa en confianza.

A mi ver, hasta el propio diablo no nos seduce y extravía así de repente y sin más ni más. Se guardaría muy bien de hacerlo: no le traería cuenta ninguna. El diablo se funda al principio en algo razonable; nos lleva por buenos términos y caminos, hasta que llegamos a cierto punto, donde ya, con mucha suavidad, empieza aquel maldito de Dios a engolosinarnos llevándonos por los atajos, y así nos extravía y nos pierde.

En el caso del espiritualismo, a que nos referimos, es evidente que no son malos los principios y fundamentos. La naturaleza hizo mucho por el hombre; pero el espíritu ha venido a completar la obra natural, tornándola más propia, más bella, más útil y más ajustada a nuestras necesidades y aspiraciones. Al hombre, más débil y más inerme que el cordero, el espíritu, convertido en herrero y en pirotécnico, le ha dado armas y fuerzas mil veces mayores que las del león; al hombre, más desnudo que el perro chino, el espíritu, convertido en tejedor, en sastre, en zapatero y en sombrerero, le ha vestido más primorosos trajes que al pavón, al colibrí y al papagayo; al hombre, poco más listo que el topo o el mochuelo en punto a ver, el espíritu, convertido en fabricante de catalejos, le ha dotado de vista más penetrante que la del águila; al hombre, que jamás hubiera hecho natural e instintivamente algo que valiese media colmena, el espíritu, convertido en arquitecto, le ha enseñado a construir alcázares soberbios, torres esbeltas, pirámides ingentes, columnas airosas, cómodas viviendas, catedrales, teatros, y en suma, ciudades maravillosas; al hombre, que en el estado de naturaleza selvática es propenso a comerse a sus semejantes, y que se regalaba, y aun suele regalarse en algunas regiones, con ásperas bellotas, con cigarrones machacados o con pescado crudo y putrefacto, el espíritu, convertido en cocinero, le prepara artísticamente manjares agradables, hasta a la vista, y hace que uno de los actos que más le recuerdan lo que tiene de común con el animal sea un acto solemne, de corbata blanca y condecoraciones, donde tal vez se celebran los triunfos más trascendentales de la religión, de la ciencia, de la filosofía y de la política; al hombre, en fin, que después del pecado, se entiende, y en el estado de naturaleza y ya sin gracia, debió de ser casi tan feo como el mono, y más sucio que el cerdo, y más pestífero que el zorrillo, el espíritu, convertido en ortopédico, en pescador de esponjas, en fabricante de baños, en civilización para decirlo en una palabra, le ha hecho limpio, oloroso, aseado y bastante bonito para servir de modelo a la Minerva y al Júpiter de Fidias, al Apolo del Vaticano y a las Venus de Milo y de Médicis.

Sería cuento de nunca acabar el ir refiriendo aquí cuanto ha hecho el espíritu para completar, hermosear y ensalzar la obra de la naturaleza.

Así es que, a ojo de buen cubero, bien se puede asegurar, sin recelo de ser exagerado, que hasta en las cosas que más naturales parecen, la naturaleza, si bien se examina, ha hecho de seis partes una, y el espíritu del hombre ha hecho las otras cinco. ¿Podría, por ejemplo, alimentar nuestro globo, en estado de mera naturaleza, doscientos millones de hombres? Yo me temo que no. Es así que hay, a lo que dicen, pues yo no los he contado, 1.200 millones: luego mil millones son hijos del arte, pura creación del espíritu, producto de nuestro fecundo ingenio.

Pongamos, pues, que una sexta parte de cuanto hay, y quizás sea mucho poner, lo ha dado, lo ha regalado la naturaleza. Las otras cinco sextas partes han costado mucho trabajo al espíritu. Y este trabajo del espíritu, este complemento a la naturaleza, es lo que tiene valor y precio, y se mide y se representa y se mueve bajo la figura redonda de la moneda metálica, o bien toma la traza de unos papeluchos mugrientos que se llaman billetes; los cuales, así como los discos o tejuelos de metal, vienen a ser encarnación del espíritu, lo más sutil y animado y circulante de su valor, la esencia imperecedera de su trabajo secular acumulado.

Hasta aquí las cosas van bien; pero ya aquí el diablo, como vulgarmente se dice, empieza a meter la pata. El espiritualismo nos induce y excita a querer, a adorar casi esta encarnación, o mejor expresado, esta empapelación y metalización del espíritu. Por este espiritualismo, y no por el cristianismo, desdeñamos lo natural: no sentimos toda la hermosura de la primavera. Si no tienes, ni en tu arca, ni en tu bolsillo, algunos de esos tejoletes o algunos de esos papeluchos espirituales, todas las flores te parecerán abrojos, y la primavera, invierno; los claveles te apestarán como la flor de la sardina; el almoraduj, el serpol, el toronjil y la albahaca, te inficionarán como la ruda; las hojas aterciopeladas de la begonia te punzarán las manos como si fuesen cardos borriqueros; al tocar la mimosa púdica creerás tocar aliagas y ortigas; serán para ti como tártago la hierbabuena y la manzanilla; la caña dulce te amargará el paladar como retama; a la roja flor del granado preferirás el jaramago amarillo; confundirás el canto del ruiseñor con el de la rana; se te antojarán cuervos las tórtolas y búhos las palomas; y las pintadas y aéreas mariposas, y los esbeltos caballitos del diablo, y los fulgentes cocuyos y luciérnagas y la aromática mosca macuba te causarán más asco que los gorgojos, cucarachas y escarabajos peloteros.

Una vez dominado el hombre por el susodicho espiritualismo, aborrece le vida rústica y el idilio y la égloga. Aminta y Silvia, Dafnis y Cloe, y Baucis y Filemon le parecen entes insufribles.

Lo que se opone, pues, a lo natural es lo artificial. Lo que tira a destruir el encanto poético del mundo es el espíritu de la industria, no el de la ciencia, ni el de la religión, ni el de la filosofía.

Mil veces lo tengo dicho y nunca dejo de pensarlo: los más ladinos y sutiles sabios experimentales no descubrirán jamás el secreto de la vida; siempre escapará a sus análisis químicos la fuerza misteriosa que une, traba y combina los átomos y crea los individuos; el amor, la conciencia, el pensamiento, la causa de moverse, de crecer orgánicamente, de sentir y de representarse en uno a los demás seres, no quedará jamás en el fondo de las retortas ni saldrá por la piquera de los alambiques. ¿Qué red delicadísima inventará el sabio para pescar ondinas, cazar silfos o sacar a los infatigables gnomos de las entrañas de la tierra? La única razón que tendrá para negar su existencia será que no logra cogerlos: que se sustraen a la inspección de sus groseros sentidos. Por lo demás, las ninfas, las diosas, todos los seres sobrenaturales, que poblaron el aire, la tierra y el agua en las primeras edades del mundo, pueden vivir y es probable que vivan ahora como entonces.

La ciencia no despuebla la naturaleza, ni penetra en sus más íntimos arcanos. El misterio sigue y seguirá siempre. Isis no levantará jamás el velo que la cubre.

El misticismo, que busca por camino más breve, a su Dios, en el abismo de nuestra propia alma, no aspirará a tenerle allí incomunicado. Su Dios estará en el abismo del alma, y en aquel centro se unirá el místico con Dios por estrechísimo lazo; pero Dios estará también por todo el universo, y todo Él estará en cada cosa y todas las cosas estarán en Él. El misticismo psicológico no excluirá, sino implicará la teosofía naturalista.

El axioma capital de esta ciencia sublime será que la inteligencia infinita no es el término último, sino el principio de las cosas, sin dejar por eso de ser su fin y el centro hacia donde gravitan, y el punto en donde sus discordias hallan paz, y su agitación reposo, y solución sus contradicciones, y unidad perfecta sus calidades y condiciones diferentes.

En este alto sentido, toda ascensión de las cosas hacia mayor bien y más perfecta vida toda evolución progresiva de cierto linaje de seres, dentro de un espacio marcado y de un período de tiempo mayor o menor, es una primavera. Las cosas, miradas en su totalidad, se mueven, sin duda, en círculo y vuelven al punto de donde partieron. En el todo no cabe progreso. Con él, si fuese total, podríamos suponer algo añadido a la gloria de Dios. Aunque allá en lo profundo de su ser, esté y viva la idea con todos sus futuros desarrollos y perfecciones, mientras ésta vaya de lo menos a lo más con proceso sin término, parecerá como que crece la gloria divina, como que Dios es más creador ahora que antes, como que sus obras van dando cada vez más claro y cumplido testimonio de su saber y de su omnipotencia.

Es, por consiguiente, innegable que no hay progreso total. La inmutabilidad de la perfección infinita de Dios implica la inmutabilidad total de la perfección del universo, que es obra suya. Cabe, sin embargo, mudanza en los pormenores, y de ahí el progreso parcial o temporal de esto o de aquello.

Ya que me he engolfado en meditación metafísica, añadiré, con el debido respeto (no a Dios, para quien sería absurdo y ridículo salir con esta salvedad, sino al parecer de otros meditadores), que la riqueza divina no crece ni mengua; no es cantidad: es lo infinito. Dios está siempre creando, y siempre lo tiene todo creado. Si crease un átomo más, sería más creador; si le aniquilase, sería menos; si mejorase en algo toda la obra, se corregiría, en cierto modo, a sí mismo.

Así, pues, vuelvo a sostener que el progreso de nuestro planeta es parcial y transitorio, está compensado por la decadencia o fin de otros mundos, y está limitado en el tiempo, aunque se dilate centenares de miles de años, y en el espacio, aunque abarque todo el sistema solar a que pertenecemos, y hasta un grupo completo de soles, de que nuestro sol sea mínima parte.

Considerando ahora esta evolución de la vida, dentro de tan ancho espacio, bien podemos declararla año máximo, del cual vivimos, por dicha, en la Primavera.

La primavera de este año máximo empezó, según sabios muy acreditados, hace veinte millones de años menores y usuales. Entonces apareció el primer ser organizado. Desde entonces trazan los sabios con la mayor escrupulosidad nuestro árbol genealógico. Empieza el árbol en un ser que llaman monera, término medio entre lo inorgánico y lo orgánico; germen, embrión, elemento primordial de la vida; dotado de una fuerza, de un prurito, de una propensión indistinta a ser vegetal o a ser animal. Va extendiéndose luego el árbol, y van las formas desenvolviéndose y diferenciándose, hasta que, al fin de la edad paleolítica, ya nuestros antepasados han conseguido elevarse a la categoría de lagartos o medios peces. Durante la edad mesolítica o secundaria, progresamos más. Al ir a llegar a su término, en el período cretáceo, somos marsupiales, esto es, tenemos, como los canguros y los jerbos, una bolsa, donde nuestros hijitos se esconden. En el período eoceno de la edad terciaria, logramos obtener la dignidad de monos; somos catarrinios, o dígase monos con las ventanillas de las narices hacia abajo y con cola. En el período mioceno, ya la cola se nos cae, y nos asemejamos al gorrilla, al orangután y al chimpancé. En el período plioceno somos casi hombres, aunque pitecoides y alalos, o sea sin palabra y sin entendimiento, como cualquiera mico. Por último, en la edad cuaternaria, en el período llamado diluviano, se nos desata la lengua, empezamos a charlar y somos verdaderos hombres. Desde este momento, los sabios menos exagerados y más tímidos y económicos en sus cronologías, ponen hasta el día de hoy unos 25.000 años. La raza alala, los antropiscos, los casi hombres, como si dijéramos, salieron del centro de Africa o de un continente austral llamado Lemuria, que ya se hundió en el mar como la Atlántida, y que estaba entre el Africa y el Asia. Estos antropiscos eran negros como la tizne, y vivían en manadas o rebaños para defenderse de las fieras. Así fueron extendiéndose por el mundo. Durante la dispersión y emigración, inventaron los idiomas, y de aquí que no puedan reducirse todos a un tipo primitivo. A la raza morena, que viene después, y a la que pertenecen los egipcios, se le da una antigüedad de 15.000 años, naciendo por mejora de la raza negra. Sale luego a relucir la raza amarilla, cuyos representantes más ilustres son los chinos y japoneses. Su origen se pone 10.000 años hace. Y se muestra, al cabo, la raza blanca, arios, semitas, caucasianos, etc., a la cual se concede una antigüedad de 8.000 años lo menos. A esta raza tenemos la honra de pertenecer, pero nadie nos asegura que no aparezca aún otra superior que nos deje postergados y tamañitos, lo cual será muy desagradable. Sea como sea, a pesar de los veinte millones de años que hace que apareció la monera, no se ha de negar que estamos aún en el período primaveral de este año máximo de que hemos hablado. ¿Qué progresos, qué maravillas, qué nuevas creaciones no deben esperarse aún? Apenas si la humanidad ha nacido. Yo he leído en un libro muy docto esta sentencia, que no olvidaré nunca. «La humanidad, en su vida colectiva, no ha nacido aún.»

Todo este largo pasado que llevamos ya, el vivir en la primavera del año máximo y el columbrar un extenso porvenir, esplendoroso y fecundo, no debe, sin embargo, alegrarnos en demasía, ni menos ensoberbecernos. Comparados nuestros veinte millones de años ya cumplidos, más otros veinte millones que por lo menos durará aún la primavera de este planeta, con otras primaveras y años máximos de otros planetas y de otros más grandes sistemas solares, tal vez parezca más breve dicha primavera que la ordinaria y menuda del año vulgar, que sólo dura tres meses.

Cavilando yo días pasados sobre este asunto, y hallándome en el campo, en soledad amena, en hondo valle circundado de rocas escarpadas, donde había silencio, frescura y mil plantas, hierbas y flores, tuve despierto un sueño, que parecía visión espiritual o intuición pura de algo real, aunque para mí materialmente imperceptible.

Dentro de la superficie de un kilómetro cuadrado entendí que había ciertas emanaciones sutiles de cierto fluido mil veces más tenue que el aire; fluido que penetraba el aire todo, infundiéndose en los vacíos e intersticios que dejan sus moléculas. Este fluido, que el hombre no verá, ni pesará, ni sentirá jamás con sus sentidos, no se eleva más allá de un kilómetro. Tenemos, pues, un kilómetro cúbico lleno de este fluido tenue, desleído en el aire como perfumes o efluvios. Figureme, pues, mi kilómetro cúbico como un mundo aparte, y vi que estaba poblado de un linaje de silfos tan diminutos, que, si por descuido se tragase cualquiera de ellos la más ruin molécula de aire, dicha molécula se le atragantaría y quizás le ahogaría como a cualquiera de nosotros un hueso de melocotón. Mi linaje de silfos respira, pues, el fluido tenue de que he hablado. Con las moléculas del aire hacen los silfos mil primores, y hasta juegan cuando son muchachos, disparándolas por medio de enormes cerbatanas.

Fuera del kilómetro cúbico está para mis silfos lo infinito, desconocido e insondable. Viven en una hora; pero su inteligencia es tan rápida y tan sutil, que en esta hora tienen tiempo de sobra para instruirse, enamorarse, propagarse, seguir una carrera, elevarse a las más altas posiciones, legar un nombre ilustre a su legítima prole, y hasta cansarse de la vida y apelar al suicidio. Un minuto para cualquiera de ellos es mucho más que un año para cualquiera de nosotros. Sus poetas componen versos desesperados y desengañados a los quince minutos de nacer, y sus sabios inventan los más profundos y alambicados sistemas de filosofía a los treinta minutos.

La voz de mis silfos es tan delgada, que sólo el fluido susodicho puede trasmitirla en ondas sonoras. Sus palabras van tan prontas, que en un segundo refiere un silfo una historia que el más conciso de nosotros tardaría tres o cuatro horas en contar. Todo lo que entre nosotros es extenso, es intenso entre los silfos. En las veinticuatro horas de cualquier día se extiende la historia de los silfos, y es tan fecunda en revoluciones, cambios, guerras y progresos, como la nuestra en los mil ochocientos setenta y pico de años que median desde la Era cristiana hasta el momento en que escribo.

Mis silfos tienen figura humana. Yo entiendo que toda alma, todo pensamiento que informa un cuerpo, grande o chico, le da esta figura, por ser la más hermosa.

La hermosura de mis silfos es tal, que si lográsemos fabricar un microscopio bastante poderoso para llegar a verlos, envidiaríamos a los varones y nos enamoraríamos desesperadamente de las hembras.

Están muy adelantados en civilización. Han tenido muchos profetas y fundadores de religiones; pero ya va pasando entre ellos la edad de la fe, y rayando la aurora de la edad de la razón.

Sus conocimientos históricos, sin mezcla de fábula, aquello que la crítica más severa da por cierto, no pasa de noventa días, lo cual, equivale a más de tres mil sucesivas generaciones. Y como un minuto para ellos viene a equivaler a un año para nosotros, puede afirmarse que ellos hacen subir la antigüedad de su civilización a más de 129.600 años. Más allá, yendo contra la corriente de los tiempos, los silfos no ven claro; pero, si entre ellos hay un Darwin o un Haeckel, sin duda colocará la aparición de la primera monera del mundo silfídico a una distancia proporcionalmente mucho mayor.

El concepto que forman del Universo es muy distinto del que formamos nosotros. Y no porque su razón no concuerde con la nuestra, sino porque son otros los datos de sus sentidos. No llegan con la vista al sol, ni a la luna, ni a las estrellas, por donde los torrentes de luz ardorosa que lanza sobre ellos el primero, y la luz tibia y plateada en que los baña la luna, proceden para ellos de un manantial oculto. Así es que forman mil hipótesis para explicarlo. Claro está que hay largos períodos históricos de una luz, y largos períodos históricos de otra.

En su mundo hay seres animados, de proporciones tan gigantescas, que nosotros ni siquiera las concebimos. Una avispa para ellos es más que lo que sería para nosotros el Nevado de Sorata, si arrancándose él mismo de cuajo, animándose y echando alas, se pusiese a volar y se nos mostrase por el aire. Por fortuna, la excesiva pequeñez de los silfos y su agilidad portentosa los salvan de tales monstruos.

Claro está que lo infinito es siempre lo infinito, así en la mente de un silfo como en la mente de un hombre. En este punto, si nos contraemos a la especulación racional, nuestros conceptos son iguales; pero en contar, en extenderse a mayor número, en notar mayor cantidad, los silfos nos ganan; penetran con sus sentidos, y ven y perciben abismos de extensión, de tiempo, de volumen y de duraciones en lo infinitamente pequeño, por donde lo mediano, lo mezquino para nosotros, su universo de un kilómetro cúbico, es más ingente para ellos que toda la inmensidad de los cielos para nosotros. Y no dejan por eso de poner más allá de su universo lo infinito inexplorado.

Andan todos ellos muy soberbios con su cultura y con sus progresos, que juzgan sin límites. Así como cuentan ya un pasado larguísimo, esperan un porvenir más largo aún. Y es lo cierto que no se equivocan. Ellos nacieron con esta última primavera y acabarán al fin del próximo otoño. Ahora, que es verano, están en todo el auge de su grandeza. Lo mismo nos sucede a nosotros.

¿Quién sabe si habrá seres, en comparación de los cuales seamos nosotros lo que para nosotros son mis silfos? Y si alguno de estos seres llega a averiguar que existimos, como yo he llegado a averiguar que existen silfos tales, ¿no se reirá, o nos compadecerá, al ver que esperamos aún tan largo porvenir? Los millones de años que llevamos de vida y los que esperamos vivir aún, serán para él una primavera. Acaso, cuando vuelva él de veranear o de bañarse en algunos baños de su mundo, encuentre ya el nuestro desolado y hecho ruinas, y extinguida, nuestra efímera raza. Pero no tendrá razón. Lo importante es la inteligencia, la cual no se mide por varas, ni por kilómetros, ni por diámetros terrestres. Su actividad, cuando es fecunda, puede condensar en un minuto más hechos, más ideas, más creaciones, más gloria y más infierno, que otra inteligencia reacia, perezosa y torpe, durante siglos de siglos.

Última moralidad. Todo es relativo, como decía D. Hermógenes. No hay menos ni más. En el tiempo que he tardado yo en escribir este artículo para cumplir mi imprudente promesa, un hombre de ingenio fecundo hubiera sido capaz de escribir la historia de toda la raza humana; y, en menos tiempo, mis silfos son capaces de realizar lo más importante de su propia historia. No lo daré por muy seguro, porque no he llegado a enterarme bien y no gusto de fantasear, pero es posible que mientras yo he estado afanadísimo componiendo todas estas candideces e inocentadas, a fin de salir del paso, mis silfos hayan fundado nuevos imperios, creado constituciones, inventado filosofías y máquinas, y erigido monumentos, en su sentir, imperecederos.

Tal consideración me avergüenza y humilla, en vez de llenarme de vanidad; y, aunque no sea de silfos, sino de hombres como yo, el público que ha de leerme, todavía le presento con grandísima desconfianza este escrito, que no he tenido reposo, ni humor, ni tiempo para hacer más breve.

LA CORDOBESA

El editor de esta obra tuvo la bondad de encomendarme, un siglo ha, uno de sus artículos; y yo, como es natural, elegí la cordobesa, por ser la provincia de Córdoba donde he nacido y me he criado.

Mi extremada desidia me ha impedido hasta ahora cumplir mi palabra de escribirle. Tal vez para cohonestar esta falta me presentaba yo un sinnúmero de dificultades y objeciones, por cuyo medio trataba de condenar el pensamiento del editor, a fin de justificar mi tardanza en contribuir a su realización con mi trabajo.

¿Qué diferencia esencial, ni siquiera qué diferencia accidental notable, puede haber o hay pongo por caso, entre la cordobesa, la jaenense o la sevillana? Allá en lo antiguo quizás la hubiese, porque no eran tan fáciles las comunicaciones, y era más fácil el vivir aislado y sedentario; pero en el día, en que, no ya los hombres y mujeres de contiguas provincias, sino los de remotas naciones, longincuos países y apartadísimos reinos, se ven y visitan con frecuencia, ¿cómo ha de persistir esa variedad y distinción de tipos, dando ocasión a que se describan mujeres que por sus costumbres, creencias, modos de sentir y de pensar, fisonomía, continente y traje, se diferencien hasta el punto de que las pinturas o descripciones que de ellas se hagan, varíen por el asunto, y no sólo por el estilo del que pinta o describe? Además, me decía yo, aunque el sello de casta y el de nacionalidad sean indelebles, sin que acierte a borrarlos o a confundirlos la continua convivencia y el íntimo comercio espiritual, en esta época en que tanto se escribe, se lee y se viaja, en este siglo del vapor y la electricidad, del ferro-carril y del telégrafo, todavía no logro persuadirme de que haya también un sello de provincialidad, como hay sello de nación, de tribu o de casta. Lo peculiar y lo castizo, en lo que tienen de exclusivas estas calidades, provienen de divisiones que hizo la naturaleza misma, y no de las divisiones administrativas o políticas, esto es, artificiales, como son las divisiones por provincias. Malagueñas o sevillanas habrá, sin duda, de casta y suelo más homogéneos con los de ciertas cordobesas, que los de muchas cordobesas entre sí. Una mujer de Cuevas de San Marcos, por ejemplo, debe parecerse más a otra de Rute, que una de Rute a otra de Belalcázar, y más se parecerá la de Casariche a la de Benamejí, que la de Benamejí a la de Almodóvar.

Harto se me alcanzaba que entre la gallega y la mujer de Cataluña, y entre la manchega y la vizcaína habían de mediar radicales diferencias; pero esto de que cada provincia, fuese la que fuese, había de tener un tipo especial, se me hacía difícil de creer. Sólo salvaba yo la monotonía de este libro y cifraba su variedad en el ingenio diverso de cada escritor, en el sesgo que atinase a dar al asunto, y en lo singular de su estilo, pensamientos y sentimientos.

Nunca pensé que el editor desease que escribiésemos una reseña erudita, una serie de vidas de todas las mujeres célebres de cada provincia. Esto sería quizás, no sólo ameno, sino ejemplar y didáctico; pero no se trataba de esto, ni yo me hubiese comprometido a escribir mi artículo, si de esto se tratase. No era obra histórica, ni biográfica, la que se trazaba y proyectaba, sino cuadro de costumbres y pintura al vivo o retrato fiel de lo que hoy se nota en cada provincia en los usos, cultura, ideas, y demás prendas, condiciones y actos de las mujeres. Y siendo la cosa así, repito que no me percataba yo de nada o de casi nada que impidiese la monotonía de la obra por el objeto, aunque por el sujeto, o mejor diré por los sujetos, viniese a ser un jardín de flores, como la capa del estudiante, merced a la diversidad de estilos y a la idiosincracia de cada escritor que en ella pusiese mano.

Así, sobre poco más o menos, andaba yo cavilando, cuando deberes de familia me llevaron al riñón de la provincia de Córdoba; a una dichosa comarca donde el color local provincial está difundido a manos llenas por la Naturaleza pródiga e inexhausta en sus varias creaciones. Y estando este color, este sello, este tipo en todo, ¿cómo, me dije yo, no ha de estarlo en la mujer, la cual es blanda cera para recibir impresiones, y duro bronce para conservarlas sin que se desvanezcan?

Más de cinco meses pasé en mi lugar, y en este tiempo mudé por completo de parecer, respecto al libro del Sr. Guijarro. No me quedaba excusa para no escribir el artículo. Estaba persuadido de que si la cordobesa que yo pintase no era un tipo sui generis, era porque yo no sabía pintar lo que estaba viendo de un modo claro. Me decidí, pues, desde entonces a hacer esta pintura, confesando con ingenuidad que, si no sale original y nueva, la culpa será mía y no del modelo.

Una cosa me turba aún y dificulta mi propósito. Al ver y tratar a la cordobesa del día, acuden a mi imaginación las ya casi borradas especies que desde mi niñez y primera juventud, harto lejanas por desgracia, dormían o estaban sepultadas en mi mente, de la cordobesa del primer tercio de este siglo. La disparidad entre el recuerdo y la impresión presente me confunden un poco. El tipo cordobés femenino no ha desaparecido, pero ha habido cambio, si bien el cambio no ha sido de lo castizo a lo exótico. El cambio ha sido por interior desenvolvimiento de la propia esencia de la mujer cordobesa, la cual, como todas las esencias inmortales, permanece en su fundamento sustancial, si bien adquiere nuevas formas y nuevos accidentes. La cordobesa de este momento histórico no es la cordobesa del momento histórico anterior; pero es siempre la cordobesa, y siempre sigue realizando su esencia, como cada hija de vecina, exteriorizando la idea típica suya propia, y presentando diverso aspecto, en cada una de las diversas evoluciones con que la exterioriza.

Veo que me encumbro demasiado, y voy a descender y a hablar con más llaneza, dejando los raptos filosóficos para mejor ocasión.

Hoy se me presenta la cordobesa a la vista tal como es, mientras que la memoria me la retrae tal como era treinta o cuarenta años ha. De aquí se origina cierta confusión, algo como una antinomía; pero, si bien se estudia la antinomía, se resolverá con poco trabajo en una síntesis suprema. Esta síntesis, si acertase yo a crearla, sería un artículo primoroso. Es más: sin esta síntesis no es posible el artículo, porque yo no voy a pintar a la cordobesa muerta, parada, estacionaria, inerte, fósil, sino a la cordobesa viva, en movimiento, en desarrollo, en progreso; desenvolviéndose, no con prestado impulso, sino según las leyes propias de su gran ser y de su rico y generoso organismo.

Para adquirir el concepto total de la cordobesa es menester estudiarla en sus diferentes clases y estados: desde la gran señora hasta la mujer del rudo ganapán, desde la niña hasta la anciana, desde la hija de familia hasta la madre o la abuela; y verla y visitarla, ya en la antigua y espléndida capital del Califato; ya en la Sierra, al Norte del Guadalquivir, abundante en minas y en dehesas selváticas y esquivas; ya en la campiña ubérrima, donde hay lugares populosos y hasta lindas ciudades, y donde la riqueza, el bienestar y la cultura son mayores. Pero si fuésemos analizando y examinando por separado todas estas cosas, no tendría fin ni término nuestro artículo; y así conviene tocar sólo puntos capitales, y resumir y cifrar en dos o tres tipos todo lo que hay en la cordobesa de más característico y propio.

Claro está que en la provincia de Córdoba hay damas ricas, que han estado o están en Madrid, que tal vez han ido a Baden o a Biarritz algún verano; que hablan francés, que han paseado en el bosque de Boulogne, que conocen acaso varias cortes extranjeras, que leen las novelas de Jorge Sand y los versos de Lamartine en la misma lengua en que se escribieron, y que se visten con Worth, con Laferrière, con la Honorina o con la Isolina. En todas estas damas subsiste aún la esencia de la mujer cordobesa; pero sería menester ahondar y penetrar demasiado para descubrir esa esencia al través de tantos aditamentos extraños y de tantas exterioridades postizas. Busquemos, pues, a la genuina cordobesa donde no tengamos necesidad de profundizar o de eliminar para hallarla: busquémosla en la lugareña, ya sea rica, ya pobre; ya señora, ya criada.

La lugareña es en extremo hacendosa. Por pobre que sea, tiene la casa saltando de limpia. Los suelos, de losa de mármol, de ladrillo o de yeso cuajado, parecen bruñidos a fuerza de aljofifa. Si el ama de la casa goza de algún bienestar, resplandecen en dos o tres chineros el cristal y la vajilla; y en hileras simétricas adornan las paredes de la cocina peroles, cacerolas y otros trastos de azófar o de cobre, donde puede uno verse la cara como en un espejo.

La cordobesa es todo vigilancia, aseo, cuidado y esmerada economía. Nunca abandona las llaves de la despensa, de las alacenas, arcas y armarios. En la anaquelería o vasares de la despensa suele conservar, con próvida y rica profusión, un tesoro de comestibles, los cuales dan testimonio, ya de la prosperidad de la casa; ya de lo fértil de las fincas del dueño, si son productos indígenas y, como suele decirse, de la propia crianza y labranza; ya de la habilidad y primor de la señora, cuyo trabajo ha aumentado el valor de la primera materia con alguna preparación o condimento. Allí tiene nueces, castañas, almendras, batatas, cirolitas imperiales envueltas en papel para que se pasen, guindas en aguardiente, orejones y otras mil chucherías. Los pimientos picantes, las guindillas y cornetas y los ajos, cuelgan en ristras al lado del bacalao, en la parte menos pulcra. En la parte más pulcra suele haber azúcar, café, salvia, tila, manzanilla, y hasta té a veces, que antes sólo en la botica se hallaba. Del techo cuelgan egregios y gigantescos jamones; y, alternando con esta bucólica manifestación del reino animal, dulces andregüelas invernizas, uvas, granadas y otras frutas. En hondas orzas vidriadas conserva la señora lomo de cerdo en adobo, cubierto de manteca; pajarillas, esto es, asaduras, riñones y bazo del mismo cuadrúpedo; y hasta morrillas, alcauciles, setas y espárragos trigueros y amargueros; todo ello tan bien dispuesto, que basta calentarlo en un santiamén para dar una opípara comida a cualquier huésped que llegue de improviso.

La matanza se hace una vez al año en cada casa medianamente acomodada; y en aquella faena suele lucir la señora su actividad y tino. Se levanta antes que raye la aurora, y rodeada de sus siervas dirige, cuando no hace ella misma, la serie de importantes operaciones. Ya sazona la masa de las morcillas, echando en ella, con rociadas magistrales y en la conveniente proporción, sal, orégano, comino, pimiento y otras especias; ya fabrica los chorizos, longanizas, salchichas y demás embuchados.

La mayor parte de esto se suspende del humero en cañas o barras largas de hierro, lo cual presta a la cocina un delicioso carácter de suculenta abundancia. Casi siempre se reciben en invierno las visitas en torno del hogar, donde arde un monte de encina o de olivo y pasta de orujo, bajo la amplia campana de la chimenea. Entonces, si el que llega mojado de la lluvia o transido de frío, ya de la calle, ya del campo, alza los ojos al cielo para darle gracias por hallarse tan bien, se halla mucho mejor y tiene que reiterar las gracias, al descubrir aquella densa constelación de chorizos y de morcillas, cuyo aroma trasciende y desciende a las narices, penetra en el estómago y despierta o resucita el apetito. ¡Cuántas veces le he saciado yo, estando de tertulia, por la noche, en torno de uno de estos hogares hospitalarios! Tal vez la misma señora, tal vez alguna criada gallarda y ágil, descolgaba con regia generosidad una o dos morcillas, y las asaba en parrillas sobre el rescoldo. Comidas luego con blanco pan, con un traguito de vino de la tierra, que es el vino mejor del mundo, y en sabrosa y festiva conversación, sabían estas morcillas a gloria.

Es injusta la fama cuando asegura que se come mal por allí. En mi provincia hay un sibaritismo rústico que encanta. Bien sabe mi paisana estimar, buscar y servir en su mesa las mejores frutas, empezando por la que se cría en su heredad, mil veces más grata al paladar y más lisonjera para el amor propio que la tan celebrada del cercado ajeno. Ni carece tampoco, en la estación oportuna, de cerezas garrafales de Carcabuey, de peras de Priego, de melones de Montalvan, de melocotones de Alcaudete, de higos de Montilla, de naranjas de Palma del Río, y aun de aquellas únicas ciruelas, que se dan sólo en las laderas del castillo de Cabra; ciruelas, dulces como la miel, que huelen mejor que las rosas. En cuanto a las uvas, no hay que decir que son mejores ni peores en ninguna parte, porque son excelentes en todas: y las hay lairenes, pedrojiménez, negras, albillas, dombuenas de corazón de cabrito, moscateles, baladíes, y de otros mil linajes o vidueños.

Las aceitunas no ofrecen menor variedad: manzanillas, picudas, reinas, gordales, y qué sé yo cuántas otras. La mujer cordobesa se vale para prepararlas de mil ingeniosos métodos y de mil aliños sabrosos; pero, ya estén las aceitunas partidas o enteras, rellenas u orejonadas, siempre interviene en ellas el laurel, premio de los poetas.

Pues ¿qué alabanza, qué encarecimiento bastará a celebrar a mi paisana, cuando despunta por lo habilidosa? ¡Qué guisos hace o dirige, qué conservas, qué frutas de sartén, y qué rara copia de tortas, pasteles, cuajados y hojaldres! Ya con todo género de especierías, con nueces, almendras y ajonjolí, condimenta el morisco alfajor, picante y aromático; ya la hojuela frágil, liviana y aérea; ya el esponjado piñonate, y ya los pestiños con generoso vino amasados: sobre todo lo cual derrama la que tanto abunda en aquellas comarcas, silvestre y cándida miel, ora perfumada de tomillo y romero en la heroica y alpestre Fuente Ovejuna, que en lo antiguo se llamaba la Gran Melaria; ora extraída, merced a las venturosas abejas, del azahar casi perenne, que se confunde con el fruto maduro por todos los verdes naranjales, en las fecundas riberas del Genil y del Bétis.

Sería cuento de nunca acabar si yo refiriese aquí circunstanciadamente cuanto sabe hacer y hace la cordobesa en lo que atañe a pastelería y repostería. No puedo, con todo, resistir a la tentación de dar una somera noticia de lo más interesante. Hace la cordobesa gajorros, cilindros huecos, formados por una cinta de masa que se enrosca en espiral, para los cuales, a fin de que crujan entre los dientes y se deshagan luego con suavidad en la boca, es indispensable una maestría soberana, así en el amasijo como en la fritura. La batata en polvo y las carnes de manzana, membrillo y gamboa, que toda cordobesa prepara, debieran ser conocidas y estimadas en las mesas de los príncipes y magnates. Con el mosto hace la cordobesa gachas, pan y arropes infinitos, ya de calabaza, ya de cabellos de ángel, y ya de uvas, aunque entonces toma el nombre de uvate y deja el de arrope.

Quiero pasar en silencio, por no molestar al lector y porque no me tilde de prolijo y tal vez de goloso, los hojaldres hechos de flor de harina y manteca de cerdo en pella; los multiformes bizcochos, entre los cuales sobresale la torta o bollo maimón; los nuégados, los polvorones, las sopaipas, los almíbares y las perrunas, exquisitas, a pesar de lo poco simpático del nombre que llevan. Pero ¿cómo no detenerse en el debido encomio de ciertas empanadas, en mi sentir deliciosas, y tan propias y privativas de por allá, que la mujer que no haya nacido cordobesa no poseerá jamás el quid divinum que para amasarlas se requiere, ni acertará a darles el debido punto de cochura? Estas empanadas son, en dicho sentido, incomunicables. Aunque en mayor escala, acontece con ellas lo que con el turrón de Jijona, que al instante se conoce la falsificación. Bien puede tener la mas docta cocinera la receta auténtica, exacta, minuciosa, de estas empanadas; apuesto a que no las hace, si no es de mi provincia. A quien no ha comido de tales empanadas le parecerá abominable que, constando el relleno de boquerones o sardinas con un picadillo de tomates y cebollas, se tomen las empanadas con chocolate; pero así es la verdad, y están buenas, aunque parezca inverosímil.

No es nuevo este arte de repostería y pastelería, ni su florecimiento entre las cordobesas. Según un escrito fehaciente, reimpreso y divulgado poco ha (la verdadera historia de la Lozana Andaluza), dicho arte florecía ya a principios del siglo xvi. Aquella insigne mujer, que era cordobesa, hacía con admirable perfección casi todo cuanto aquí hemos mentado, si bien el autor lo refiere de corrida, sin detenerse tanto como nosotros en el asunto. Probado deja, sin embargo, que ya entonces era parte este gay saber en la educación de mis paisanas, y que de madres a hijas ha venido trasmitiéndose hasta ahora por medio de la tradición. Así es que cualquiera cordobesa, si no es manca y tiene mediano caletre, podrá jactarse en el día, como ha más de tres siglos se jactaba la Lozana, si es que la modestia lo permite, de que sobrepuja a Platina De voluptatibus y a Apicio Romano De re coquinaria.

Con todo, acerca de lo último (en lo tocante a cocina propiamente dicha), no hay, hablando con franqueza, tanto de que jactarse como en la parte de repostería. Este arte, incluyendo en él, aunque parezca disparatado, todo lo relativo a la matanza, es, en la provincia de Córdoba, un arte más liberal, menos entregado a manos mercenarias. Apenas si hay hidalga, por encopetada y perezosa que sea, que, según ya hemos dicho, no trabaje en estos negocios col seno e colla mano. Ya sazona el adobo; ya hecha con su blanca diestra el aliño a las longanizas; ya rellena tal cual chorizo con un embudito de lata; ya pincha las morcillas para que se les salga el aire, valiéndose de una aguja de hacer calceta o de una horquilla que desprende de sus hermosos cabellos.

Suele, en verdad, venir a las casas, en los días de matanza, o en los que preceden a la Noche-buena, cuando se hacen mil golosinas, o durante la vendimia, para hacer el arrope y las gachas de mosto, o poco antes de Semana Santa, para solemnizarla con hojuelas, pestiños, gajorros y piñonate, alguna mujer perita, de tres o cuatro que hay siempre en cada lugar, la cual se pone al frente de todo; pero rarísima vez la señora abdica en esta mujer por completo y se sustrae a toda responsabilidad. Esta mujer no pasa de ser una ayudanta, una altera ego. Quien en realidad dirige es el ama. Y sólo cede el ama la dirección, o, para hablar con rigorosa exactitud, no la cede ni dimite, sino que comparte la responsabilidad y divide el imperio, cuando se da la feliz circunstancia de que haya alguna mujer que sea un genio inspirado, con misión y vocación singular para tales asuntos. Así sucedía en mi lugar con una mujer que llamaban Juana la Larga, la cual murió ya; y es muy cierto que ha dejado una hija heredera de sus procedimientos arcanos: pero el genio no se hereda, y la hija de Juana la Larga no llega, ni con mucho, adonde llegaba su madre: es mucho menos larga en todo, como lo reconocen y declaran cuantas personas competentes han conocido a la una y a la otra.

Con la cocina, con el guiso diario, hay muy distinto proceder. Una señora cuidadosa y casera tendrá cuenta con lo que se guisa, irá a la despensa, dará órdenes: pero el verdadero guisar queda enteramente al cuidado de la cocinera. De aquí lo decaído del arte. La cocina cordobesa fue, sin duda, original y grande. Hoy es una ruina, como los palacios de Medina-Azahara y los encantadores jardines de la Almunia. Sólo quedan algunos restos, que dan señales, que son como reliquias de la grandeza pasada; restos que un hábil cocinero arqueólogo pudiera restaurar, como ha restaurado Canina los antiguos monumentos de Roma.

Sería menester una pericia técnica, de que carezco, para caracterizar aquí la cocina cordobesa, excelente aunque arruinada, y para definirla y distinguirla entre las demás cocinas de los diversos pueblos, lenguas y tribus del globo.

El lector me perdonará que hable casi como profano en esta materia trascendente.

Yo creo que, sin desestimar la cocina francesa, que hoy priva y prevalece en el mundo, hay restos y como raíces en la de Córdoba, que no deben menospreciarse. ¿Quién sabe si darán aún opimos frutos sin desnaturalizarse con ingertos, sino conservando el ser castizo que tienen?

Las habas, a pesar del anatema de Pitágoras, que tal vez las condenó como afrodisíacas, son el principal alimento de los campesinos de mi tierra. El guiso en que las preparan, llamado por excelencia cocina, es riquísimo. Dudo yo que el más científico cocinero francés, sin más que habas, aceite turbio, vinagre archi-turbio, pimientos, sal y agua, pueda sacar cosa tan rica como dicha cocina de habas preparada por cualquiera mujer cordobesa. Del salmorejo, del ajo-blanco y del gazpacho, afirmo lo propio, Será malo; harán mil muecas y melindres las damas de Madrid si le comen; pero tomen los ingredientes, combínenlos, y ya veremos si producen algo mejor.

Por lo demás, el salmorejo, dentro de la rustiqueza del pan prieto,

Y los rojos pimientos y ajos duros,

de que principalmente consta, debe pasar por creación refinada en las artes del deleite, sobre todo si se ha batido bien y largo tiempo por fuertes puños y en un ancho dornajo. En cuanto al gazpacho, es saludable en tiempo de calor y después de las faenas de la siega, y tiene algo de clásico y de poético. No era más que gazpacho lo que, según Virgilio, en la segunda Égloga, preparaba Testilis para agasajo y refrigerio de los fatigados segadores:

Allia, serpyllumque, herbas contundit olentes.

Dejo de hablar de la olla, caldereta, cochifrito, ajo de pollo y otros guisados, por no tener diverso carácter en Córdoba que en las restantes provincias andaluzas. Sólo diré algo en defensa de la alboronía, por haberse burlado de ella un agudo escritor, amigo mío, y por habernos suministrado la ciencia moderna un medio de justificarla, y aun de probar, o rastrear al menos, que la antigua cocina cordobesa fue una cocina aristocrática o casi regia, que ha venido degenerando. El sabio orientalista Dozy demuestra que la inventora de la alboronía, o quien le dio su nombre, fue nada menos que la Sultana Boran, hermosa, distinguida y comm'il faut entre todas las Princesas del Oriente. Tal vez el creador de la alboronía dedicó su invención a esta Sultana, como hacen hoy los más famosos cocineros, dedicando sus guisos y señalándolos con el nombre de algún ilustre personaje. Así hay solomillo a la Chateaubriand, salmón a la Chambord, y otros condimentos a la Soubisse, a la Bismarck, a la Thiers, a la Emperatriz, a la Reina y a la Pío IX. Para mayor concisión se suprime el nombre de lo guisado y queda sólo el del personaje glorioso; por donde cualquiera se come un Pío IX o un Chateaubriand, sin incurrir en antropofagia.

Sin duda, así como, en vista del aserto irrefragable de Dozy, la alboronía viene de la Sultana Boran, la torta maimón y los maimones, que son unas a modo de sopas, deben provenir del Califa, marido de la susodicha Boran, el cual se llamaba Maimón, ya que no provengan del gran filósofo judío Maimónides, que era cordobés, y compatriota, por lo tanto, de los maimones, sopa, torta y bollo.

Fuerza es confesar, a pesar de lo expuesto, que estas cosas se han maleado. Son como los refranes, que fueron sentencias de los antiguos sabios y han venido a avillanarse; o como ciertas familias de clara estirpe, que han caído en baja y oscura pobreza. Lástima es, por cierto, que así pase; pues los primeros elementos son exquisitos para la cocina en toda la provincia de Córdoba.

Entre las jaras, tarajes, lentiscos y durillos, en la espesura de la fragosa sierra, a la sombra de los altos pinos y copudos alcornoques, discurren valerosos jabalíes y ligeros corzos y venados: por toda la feraz campiña abundan la liebre, el conejo, la perdiz y hasta el sison corpulento, y toda clase de palomas, desde la torcaz hasta la zurita. No bien empieza a negrear y a madurar la aceituna, acuden de Africa los zorzales, cuajando el aire con animadas nubes. El jilguero, la oropéndola, la vejeta y el verdearon alegran la primavera con sus trinos amorosos. El gran Guadalquivir da mantecosos sábalos y sollos enormes; y dan ancas de ranas y anguilas suaves todos los arroyos y riachuelos. Sería proceder en infinito si yo contase aquí los productos del reino vegetal, la Flora de aquella tierra predilecta del cielo, sobre la cual, según popular convencimiento y arraigada creencia, está verticalmente colocado, en el cenit, el trono de la Santísima Trinidad. Baste saber que las mil y tantas huertas de Cabra son un Paraíso. Allí, si aun estuviese de moda la mitología, pudiéramos decir que puso su trono Pomona; y extendiéndonos en esto, y sin la menor hipérbole, bien añadiríamos que Pales tiene su trono en las ermitas, Ceres en los campos que se dilatan entre Baena y Valenzuela, y Baco el suyo en los Moriles, cuyo vino supera en todo al de Jerez.

La cordobesa mira con desdén todo esto, o bien porque le es habitual y no le da precio, o bien por su espiritualismo delicado. Sin embargo, algunas señoras ricas se esmeran en cuidar frutas y en aclimatar otras poco comunes hasta ahora en aquellas regiones, como la fresa y la frambuesa. Asimismo suele tener la cordobesa un corral bien poblado de gallinas, patos y pavos, que ella misma alimenta y ceba; y ya logra verse, aunque rara vez, la desentonada y atigrada gallina de Guinea. El faisán sigue siendo para mis paisanas un animal tan fabuloso como el fénix, el grifo o el águila bicípite.

Donde verdadera y principalmente se luce la cordobesa es en el manejo interior de la casa. Los versos en que Schiller encomia a sus paisanas, pudieran con más razón aplicarse a las mías. No es la alemana la que describe el gran poeta: es la madre de familia de mi provincia o de mi lugar:

Ella en el reino aquél prudente manda;
Reprime al hijo y a la niña instruye,
Nunca para su mano laboriosa,
Cuyo ordenado tino
En rico aumento del caudal refluye.

¡Cómo se afana! ¡Cómo desde el amanecer va del granero a la bodega, y de la bodega a la despensa! ¡Cómo atisba la menor telaraña y hace al punto que la deshollinen, cuando no la deshollina ella misma! ¡Cómo limpia el polvo de todos los muebles! ¡Con qué esmero alza en el armario o guarda en el arca o en la cómoda la limpia ropa de mesa y cama, sahumada con alhucema! Ella borda con primor, y no olvida jamás los mil pespuntes, calados, dobladillos y vainicas que en la miga le enseñaban, y que hizo y reunió en un rico dechado, que conserva como grato recuerdo. No queda camisa de hilo o de algodón que no marque, ni calceta cuyos puntos no encubra y junte, ni desgarrón que no zurza, ni rotura que no remiende. Si es rica, ella y su marido y su prole están siempre aseados y bien vestidos. Si es pobre, el domingo y los días de grandes fiestas salen del fondo del arca las bien conservadas galas: mantón o pañolón de Manila, rica saya y mantilla para ella; y para el marido una camisa bordada con pájaros y flores, blanca como la nieve, un chaleco de terciopelo, una faja de seda encarnada o amarilla, un marsellé remendado, unos zahones con botoncillos de plata dobles y de muletilla, y unos botines prolijamente bordados de seda en el bien curtido becerro. Sobre todo esto, para ir a misa o a cualquier otra ceremonia o visita de cumplido, se pone mi paisano la capa. Sería una falta de decoro, casi un desacato, presentarse sin ella aunque señale el termómetro treinta grados de calor. En efecto, la capa, como toda vestidura talar y rozagante, presta a la persona cierta amplitud, entono y prosopopeya. No es esto decir que en mi tierra no se abuse de la capa. Me acuerdo de un médico que nos visitaba en el lugar, siendo yo niño, el cual no la abandonaba jamás; iba embozado en ella y no se desembozaba ni aun para tomar el pulso, tomándole por cima del embozo. Claro está que quien no se quita jamás la capa, menos se quita el sombrero, sino en muy solemnes ocasiones. Hombre hay que ni para dormir se le quita, trayéndole hacia la cara para defenderla del sol o de la luz, si duerme la siesta al aire libre; así como se le lleva hacia el morrillo o cogote, sosteniéndole con la mano, para saludar a las personas que más respeto y acatamiento le merecen. Pero volvamos a nuestra cordobesa.

Pobre o rica se esmera, como he dicho, en la casa. En algunas hay ya habitaciones empapeladas, pero lo común es el enjalbiego, lo cual será grosero y rústico si se quiere, mas alegra con la blancura y da a todo un aspecto de limpieza. La misma ama, si es pobre, y si no la criada, enjalbiega a menudo toda la casa, incluso la fachada. Esta manía de enjalbegar llegó a tal extremo, que una señora de mi lugar, algunos años ha, enjalbegaba su piano; el primero que apareció por allí. Ahora hay ya muchos y buenos, hasta de palo santo, y se cuentan por docenas las señoras y señoritas que tocan y cantan.

Los patios, en Córdoba y en otras ciudades de la provincia, son como los de Sevilla, cercados de columnas de mármol, enlosados y con fuentes y flores. En los lugares más pequeños no suelen ser tan ricos ni tan regulares y arquitectónicos; pero las flores y las plantas están cuidadas con más amor, con verdadero mimo. La señora, en la primavera y en las tardes y noches de verano, suele estar cosiendo o de tertulia en el patio, cuyos muros se ven cubiertos de un tapiz de verdura. La hiedra, la pasionaría, el jazmín, el limonero, la madreselva, la rosa enredadera y otras plantas trepadoras, tejen ese tapiz con sus hojas entrelazadas y le bordan con sus flores y frutos. Tal vez está cubierta de un frondoso emparrado una buena parte del patio: y en su centro, de suerte que se vea bien por la cancela, si por dicha la hay, se levanta un macizo de flores, formado por muchas macetas, colocadas en gradas o escaloncillos de madera. Allí claveles, rosas, miramelindos, marimoñas, albahaca, boj, evónimo, brusco, laureola y mucho dompedro fragante. Ni faltan arriates todo alrededor, en que las flores también abundan; y para más primor y amparo de las flores, hay encañados vistosos, donde forman las cañas mil dibujos y laberintos, rematando en triángulos y en otras figuras matemáticas. Las puntas superiores de las cañas, con que se entretejen aquellas rejas o verjas, suelen tener por adorno sendos cascarones de huevo o lindos y esmaltados calabacines. Las abejas y las avispas zumban y animan el patio durante el día. El ruiseñor le da música por la noche.

En el invierno, la cordobesa tiene buen cuidado de que plantas de hoja perenne hermoseen su habitación. Canarios o jilgueros recuerdan la primavera con sus trinos; y si el amo de casa es cazador, no faltan perdices y codornices cantoras en sus jaulas, y las escopetas y trofeos de caza adornan las paredes. En torno del hogar, casi en tertulia con los amos, vienen a colocarse los galgos y los podencos.

Todavía en las casas aristocráticas de los lugares suele haber uno como bufón o gracioso, que recuerda, si bien por lo rústico, al lacayo de nuestras antiguas comedias. Este gracioso posee mil habilidades; caza zorzales con silbato y percha, y jilgueros con liga o red, y pesca anguilas metiéndose en los charcos y arroyos, y cogiéndolas con la mano. Alguno de estos suele tener su poco de poeta; da los días a la señora en décimas, y compone coplas en su elogio, y sátiras contra los rivales o contrarios de sus amos. Acompaña también y entretiene a los niños, y sabe una multitud de cuentos, que relata con animación y mucha mímica.

La criada de lugar no deja de saber también muchos cuentos, y los cuenta con gracia. Los sabe de asombros, de encantos y de amores; y todos éstos son serios. Para lo cómico y jocoso atesora una infinidad de chascarrillos picantes.

Siendo yo pequeñuelo, no me hartaba nunca de oír cuentos que me contaban las criadas de casa. El más bonito, el que más me deleitaba era el de doña Guiomar, cuyo argumento, en lo esencial, es el mismo del drama indio de Kalidasa, titulado Sacuntala. Los árabes, sin duda, trajeron este cuento y otros mil, en la Edad Media, desde el remoto Oriente.

La criada que descuella por lo lista, amena y entretenida, se capta la voluntad y se convierte siempre en la acompañanta o favorita del ama, o de la niña o señorita soltera. Viene a semejarse a la confidenta de las tragedias clásicas, y aun puede hacer el papel de Enone. De todos modos va con su ama a visitas, a misa y a paseo, le lleva y le trae recados, y procura tenerla al corriente de cuanto pasa en el lugar.

A esto de saber vidas ajenas y de murmurar, menester es confesarlo, hay una deplorable afición en las hidalgas y ricas labradoras de por allí.

Por lo demás, si hay algo de cierto en el mordaz proverbio que dice: Al andaluz hacedle la cruz, y al cordobés de manos y pies, bien puede afirmarse que no reza con las mujeres; antes son víctimas las pobrecitas de lo levantiscos, alborotados y amigos de correrla que son generalmente los maridos. Ya dice uno que va al campo a ver las viñas o los olivares y a inspeccionar la poda, la cava u otra labor cualquiera; ya supone otro que va a cazar sub Jove frígido, tenerae conjugis immemor; ya éste tiene que ir a negocios a la cabeza de partido, o a Córdoba, o a Madrid por motivos políticos; ya alega aquél que debe ir a Jerez a llevar muestras de vino, o a alguna feria, a ver si vende o compra ganado: en suma, jamás carece ninguno de pretexto para estar ausente de su casa la mitad del año. Si el marido es mozo y alegre, suele pasar meses enteros lejos del techo conyugal. La tierna esposa, entre tanto, queda en la soledad y en el abandono, y si a menudo se ve asediada por los pretendientes, imita a Penélope y aun se le adelanta, pues al cabo su marido, ni fue a pasar trabajos y a aventurar la vida en la guerra de Troya, ni de fijo, salvo raras y laudables excepciones, se muestra más fosco y zahareño que Ulises con las Circes y Calipsos que en mesones, hosterías, fondas y otras partes se le aparecen.

Muy de maravillar y muy digna de alabanza es esta fidelidad resignada de la cordobesa. No negaré, con todo, que a veces agota la cordobesa la resignación y rompe el freno de la paciencia. Entonces estallan los celos como una tempestad. Me acuerdo de cierta parienta mía que supo que su marido tenía con todo sigilo a una muchacha en su casa de campo, adonde iba todas las tardes y aun se quedaba algunas noches, con pretexto de las labores. Apenas lo supo, mandó que pusiesen las jamugas a la burra, se hizo acompañar en otra burra por su confidenta, y sin que su marido lo notase, se fue por aquellos vericuetos hasta llegar a la casería. Terrible fue la entrevista con la pecadora, a quien echó de allí a pescozones.

Debo advertir que en este y otros casos se avivan los celos con poderosas razones económicas. Tal linaje de mancebas suele ser muy costoso, y remata en la perdición de pingües y desahogados caudales. No se origina el gasto, ni nace de las galas y dijes, coches y primores que hay que comprar a la muchacha, ni del boato y pompa con que es menester sostenerla; aunque todo es relativo y proporcional, y en algo de esto se gasta también. La hetera de lugar es menos exigente, pedigüeña y antojadiza que las Coras, las Baruccis, las Paivas y otras famosas heteras parisinas: pero aquéllas son solas, se diría que nacieron como los hongos, y la lugareña tiene un diluvio de parientes, que se lanza y abate sobre la casa y la hacienda del mantenedor enamorado, como bandada de langostas hambrientas y voraces. Los primos, los sobrinos, los cuñados, la madre, las tías, todos, en suma, se creen con derecho a cuanto hay: con derecho al trabajo; y por consiguiente, con derecho a la asistencia y a la holganza. El aceite sale de tu bodega, no por panillas, sino por arrobas; las lonjas de tocino vuelan de la despensa; las morcillas transponen; la manteca se evapora; los jamones se disipan. La parentela entera se alumbra, se calienta, come, bebe y hasta mora a costa tuya. Si tienes casas, las habitará alguien de la parentela y no te las pagará; si eres cosechero de vino o aguardiente, menudearán las botas, botijas y botijuelas, y entrarán vacías y saldrán rebosando.

No se crea, no obstante, que, siendo tan lucrativo este oficio, se dedican muchas mujeres a él y abaratan el mercado con la competencia. En todo el territorio de Córdoba ha vivido siempre gente muy hidalga y harto difícil en puntos de honra. Colonia en lo antiguo de verdaderos ciudadanos romanos, y no de libertos, como otras, mereció y obtuvo el título de patricia; cuando la invasión mahometana, no vinieron a poblarla rudos y plebeyos berberiscos, sino claros varones de pura sangre arábiga; los linajes más ilustres de Medina y de la Meca; los descendientes de los ansáres, tabies y muhadjires. Y por último, habiendo sido mi provincia, durante dos siglos, fronteriza con el reino de Granada, ha debido tener y ha tenido para custodia y defensa de sus lugares fuertes, y para tomar el desquite de cualquier ataque, entrando en algarada por los dominios del alarbe, talando sus mieses y haciendo otras mil insolencias y diabluras, una población de hombres recios y valerosos,

Todos hidalgos de honra
Y enamorados de veras,

como canta el viejo romance. Desde entonces no ha deslucido Córdoba su bien cimentada reputación: y no por vana jactancia, sino con sobra de motivo, lleva por mote, en torno de los rampantes leones de su limpio escudo: «Corduba, militiae domus, inclyta fonsque sophiae.» Lucano, Séneca, Averroes, Ambrosio de Morales, Góngora y mil otros dan testimonio de lo segundo. Acreditan lo primero, en multitud innumerable, los acérrimos y audaces guerreros que por todos estilos ha criado Córdoba; ya para pasmo y terror de los enemigos de España, como el Gran Capitán; ya para perpetua desazón y sobresalto constante de los españoles mansos, como el Tempranillo, el Guapo Francisco Esteban, el Chato de Benamejí, el Cojo de Encinas-Reales, Navarro el de Lucena, y Caparrota el de Doña-Mencía.

No es, pues, llano el que haya por allí mucho marido sufrido, mucho padre complaciente, y mucha interesada y fácil mujer. La que lo es se lo hace pagar caro, no tanto por la rareza, sino por lo que pierde. Sólo a fuerza de regalos y de espléndida generosidad, y deslumbrando con su lujo, se hace perdonar en ocasiones sus malos pasos. Aun así, es mirada con desprecio, y no suelen llamarla con su nombre de pila, sino con un apodo irónico, como, por ejemplo, la Galga, la Joya, la Guitarrita. Tal vez la designan con el nombre genérico del país de que es natural, como para designar su origen forastero; y de éstas he conocido yo a la Murciana, a la Manchega y a la Tarifeña.

Si alguna mocita soltera o alguna casada joven siente veleidades de dejarse seducir y sonsacar, hay con frecuencia un padre o un marido que la sana y endereza con una buena vara de mimbre. Ni debe estar muy seguro y descuidado el seductor, por mucho respeto que inspire. No basta a veces la inocencia, si es que infunde recelos algún galán. Cierto compañero mío de colegio, en el Sacro Monte, fue, años ha, a curar las almas en un lugar de mi provincia. Era gran teólogo, recto y virtuoso; pero bien hablado, elegantísimo, peripuesto y agradable; era hombre que en el siglo xviii hubiera figurado, en una corte, como el más delicioso abate. Pues bien, en el pueblo la tomaron con él, y, como vulgarmente se dice, le abroncaron. El brónquis que le dieron llegó hasta tirarle algunos tiros, pero con pólvora sólo, para asustarle. Él calculó que de la pólvora, si no surtía efecto, se podría con facilidad pasar a los perdigones, y se largó con la música y la teología a otra parte menos difícil.

Semejantes extremos son raros, por fortuna. La cordobesa no es coqueta, sino muy prudente y sigilosa, y a nadie compromete. Aunque sea de la más humilde condición, acostumbra a desahuciar al paciente enamorado, hablando de su honor, como las damas calderonianas. Cuando esto no basta, ni chilla, ni alborota, ni escandaliza; pero se defiende cual una Pentesilea; lucha, como el ángel luchó con Jacob, en las tinieblas de la noche; y robusta, aunque angélica, suele echarle la zancadilla, derribarle, y hasta darle una soba, todo con muda elocuencia y en silencio maravilloso. Y no se extrañe esto, porque en la clase de muchachas pobres, y aun en algunas acaudaladas labradoras, es notable la robustez. Son más duras que el mármol, no sólo de corazón, no sólo en el centro, sino por toda la perifería. Cierto día hicimos una gira de campo con las más garridas y principales mozas del lugar. Una de ellas, creyendo el asiento más alto, se sentó de golpe sobre un montón de tejas. Eran de las macizas y mejores de Lucena. Tres vimos rotas. Ella nos dijo con encantadora modestia que ya, antes de la caída, lo estaban.

No se entienda, por lo dicho, nada que amengüe o desfigure en lo más mínimo la esbeltez y gentileza de mis paisanas. Una cosa es la densidad y la firmeza, y otra el desaforado volumen. La moza que desde niña trabaja, anda mucho y va a la fuente que está en el ejido, volviendo de allí con el cántaro lleno, apoyado en la cadera, o con la ropa lavada por ella en el arroyo, es fuerte, pero no gorda. La fuente o el pilar era el término de mi paseo cotidiano, y allí me sentaba yo en un poyo, bajo un eminente y frondoso álamo negro. Al ver lavar a las chicas, o llenar los cántaros y subir con ellos tan gallardas, airosas y ligeras, por aquella cuesta arriba, me trasladaba yo en espíritu a los tiempos patriarcales; y ya me creía testigo de alguna escena bíblica como la de Rebeca y Eliacer; ya, comparándome con el prudente Rey de Ítaca, me juzgaba en presencia de la princesa Nausicáa y de sus amables compañeras. Nada de miriñaques ni ahuecadores en aquellas muchachas. El pobre vestido corto, sobre todo en verano, se ciñe al cuerpo y se pliega graciosamente, velando y revelando las formas juveniles, como en la estatua de Diana cazadora.

Por desgracia, las damas del lugar han adoptado, en cuanto cabe, casi todas las modas francesas, y van perdiendo el estilo propio de vestirse y peinarse. Todas usaron ingentes miriñaques totales, y ahora usan el miriñaque parcial y pseudo-calípigo que priva. El día menos pensado abandonarán la mantilla y se pondrán el sombrerito. Todas se peinan, tomando por modelo el figurín, y suelen llamar a este peinado de cucuné o de remangué, a fin de darle, hasta en el nombre, cierto carácter extranjero. Las faldas, en vez de llevarlas cortas, las llevan largas, y van barriendo con la cola el polvo de los caminos. En resolución, es una pena este abandono del traje propio y adecuado.

A pesar de tales disfraces, la belleza, o al menos la gracia, el garbo y el salero, son prendas comunes en mis paisanas. Tienen en el andar mucho primor, y más aún si bailan. Los rigodones y el vals y la polca se van aclimatando; pero el fandango no se desterró todavía. Hasta las señoritas salen a hacer una mudanza, si las sacan y obligan en cualquiera fiesta campestre, y se mueven y brincan con gallardía y desenfado, y repiquetean con brío las castañuelas. Mujeres hay del pueblo que, en esto de bailar y tocar las castañuelas, vencen a la Teletusa, celebrada por Marcial, en aquel epigrama que principia:

Edere lascivos ad Bætica crusmata gestus.

Si la mujer casada, como ya queda expuesto, es un modelo de paciencia conyugal, la soltera es casi siempre un modelo de novias. Puntualmente baja a la reja todas las noches a hablar con el enamorado, a lo que se llama pelar la pava. En cada calle de cualquier lugar de Andalucía se ven, de diez a una de la noche, sendos embozados, como cosidos a casi todas las rejas. Tal vez suspira él y exclama:

—¡Qué mala es usted!

Y ella responde:

—¡Pues no, que usted!...

Y exhala otro suspiro.

Así se pasan horas y horas.

Tiene tal encanto este ejercicio, para el hombre sobre todo, que no pocos noviazgos se prolongan más que el de Jacob y Raquel, que duró catorce años, sólo por no perder el encanto de pelar la pava. Las pobres muchachas lo sufren con paciencia, pero languidecen y se ponen ojerosas.

Verdad es que luego, cuando se casan, no sucede, como en otras partes, que la mujer sigue sirviendo, trabajando y afanando. Aunque sea el novio un miserable jornalero, procura que su novia, no bien llega a ser su mujer, salga de todo trabajo, no vuelva a escardar ni a coger aceituna, y sea en su casa como reina y señora. Si está sirviendo, se despide y deja de servir; y ya no cose, ni lava, ni plancha, ni friega, ni guisa, sino para su marido y para sus hijos. El hombre, salvo en raras ocasiones, es quien trabaja, busca y granjea o garbea lo necesario para el sostén de toda la familia.

La cordobesa, sea de la clase que sea, es todo corazón y ternura: pero sin el sentimentalismo falso y de alquimia que ha venido de extranjis. Nadie (vergüenza es confesarlo) ha pintado a la cordobesa del pueblo, verdaderamente enamorada y apasionada, como el novelista Mérimée. Su Carmen es el tipo ideal de la humilde y baja de condición, aunque sublime por el alma. Como reza el dístico del poeta griego, que sirve de epígrafe a la novela, Carmen sabe morir y amar; es admirable cuando se entrega por amor y cuando por amor muere; tiene dos horas divinas: una en la muerte; otra en el tálamo.

De atrás le viene al garbanzo el pico, según el decir vulgar. Desde muy antiguo es la cordobesa espejo, luz y norte de enamoradas. Sus ojos, como los de Laura, inspiran platónicos y casi místicos afectos, y hacen que un moro, como Ibn Zeidun, escriba canciones más finas que las del Petrarca, merced a la princesa Walada, que era asimismo poetisa.

Los amores de dos mujeres cordobesas han tenido un inmenso influjo bienhechor en el mundo: han contribuido, casi han sido causa de las más preciadas glorias para España, y de acontecimientos tan providenciales, que sin ellos la actual civilización europea no se explicaría. Sin Zahira, enamorada de Gústios, no hubiera nacido Mudarra, los siete infantes de Lara no hubieran tenido vengador; la flor de la caballería castellana hubiera perecido antes de abrir el cáliz; acaso no hubiéramos poseído al Cid, pues a no inspirarse en la espada de Mudarra y cobrar aliento con ella, no hubiera muerto al Conde Lozano ni dado principio a tanta hazaña imperecedera. Si doña Beatriz Enriquez no se enamorara en Córdoba de Colon, consolándole y alentándole, Colon se hubiera ido de España; hubiera muerto en un hospital de locos; no hubiera descubierto los nuevos orbes, cuya existencia había columbrado y vaticinado más de mil y cuatrocientos años antes un inspirado cordobés, y para cuyo descubrimiento le dio ánimo y bríos aquella apasionada e inmortal cordobesa.

Véase, pues, de cuánto son y han sido capaces mis paisanas. Dios las bendiga a todas.

Imposible parece que, siendo tan buenas, las descuiden y abandonen los pícaros hombres. Además de las peregrinaciones de que ya hemos hablado, las dejan para irse al casino, donde se pasan las horas muertas. Razón le sobraba al gran Donoso al tronar tanto contra el casino, en su elocuente libro sobre el Catolicismo. Es verdad que siempre ha habido casino, sólo que antes, para los ricos, se llamaba la casilla, y estaba en la botica, y para los pobres, el casino estaba en la taberna. Pero, en el día, ni las boticas ni las tabernas han acabado, y todo lugar, por pequeño que sea, pulula, hierve en casinos. Cada bandería, cada matiz político tiene el suyo. Hay casino conservador, casino radical, casino carlista, casino socialista y casino republicano. Las infelices mujeres se quedan solas. ¡No sé cómo hay mujer que sea liberal! Todas debieran ser absolutistas, y muchas lo son en el fondo.

La única compensación que trae a la mujer el liberalismo novísimo es que debilita bastante la autoridad conyugal y paternal, que antes era terrible y hasta tiránica. A la vara se le llamaba el gobierno de una casa; pero a la mujer briosa, como lo es la cordobesa, más le duele cuando la desdeñan que cuando le pegan: más la quebranta un desaire que una paliza.

De todos modos, la mujer cordobesa, como las demás españolas, conserva siempre un manantial purísimo de consuelo para sus sinsabores y disgustos: este manantial es la religión cristiana. No hay cordobesa que no sea profundamente religiosa.

Entre los hombres ha cundido la impiedad. El soldado licenciado, de retorno a su casa, ha solido traer algún ejemplar del Citador; los periódicos se leen, y no todos son piadosos; y por último, no falta estudiante que vuelve de la universidad inficionado de Krause y hasta de Hegel, y que echa discursos a los rústicos, a ver si los hace panteistas y egoteistas.

La mujer no entiende, ni quiere entender, tan enrevesados tiquismíquis, y sigue apegada a sus antiguas creencias. Ellas son el bálsamo para todas las heridas de su corazón: ellas le llenan de esperanzas inmarcesibles; ellas abren en su ardiente imaginación horizontes infinitos, dorados por la luz divina de un sol de amor y de gloria.

Hasta para menos elevadas exigencias y para más vulgares satisfacciones es la religión un venero inagotable. Casi todo honesto mujeril pasatiempo se funda en la religión. Si no fuese por ella, ¿habría romerías tan alegres como la de la Virgen de Araceli y la de la Virgen de la Sierra de Cabra? ¿Habría Niño Jesús que vestir? ¿Habría procesión que ver? ¿Habría paso de Abraham, Descendimiento, judíos y romanos, apóstoles y profetas, encolchados, ensabanados y jumeones, hermanos de cruz, y demás figuras que salen por las calles, en la Semana Santa? Nada de esto habría. No tendría la mujer jubileos ni novenas, ni oiría sermones, ni adornaría con flores ningún altar, ni engalanaría ninguna cruz de Mayo, ni se complacería tanto en el mes de María. Las golondrinas, que ahora son respetadas porque le arrancaron a Cristo con el pico las espinas de la corona, serían perseguidas y muertas, y no acudirían todos los años a hacer el nido en el alero del tejado o dentro de la misma casa, ni saludarían al dueño con sus alegres píos y chirridos. Todo para la mujer estaría muerto y sin significado, faltando la religión. La pasionaría perdería su valor simbólico; y hasta el amor al novio o al marido o al amante, que ella combina siempre con el presentimiento de deleites inmortales, y que idealiza, hermosea y ensalza con mil vagos arreboles de misticismo, se convertiría en cualquiera cosa, bastante menos poética.

Tal es, en general, la mujer de la provincia de Córdoba. Si entrásemos en pormenores, sería este escrito interminable. En aquella provincia, como en todas, hay mil grados de cultura y de riqueza, que hacen variar los tipos. Hay además las diferencias individuales de caracteres y de prendas del entendimiento.

He omitido un punto muy grave. Voy a tocarle, aunque sea de ligero, antes de terminar el artículo. Este punto es el filológico: el lenguaje y el estilo de la cordobesa.

La cordobesa, por lo común (y entiéndase que hablo de la jornalera o de la criada, y no de la dama elegante e instruida), aspira la hache. Tiene además notable propensión a corroborar las palabras con sílabas fuertes antepuestas. Cuando no se satisface con llamar tunante a cualquiera, le llama retunante; y no bastándole con Dios, exclama: ¡Redios! En varios pueblos de mi provincia, así como en muchos de los pueblos de la de Jaén, es frecuentísima cierta interjección inarticulada que se confunde con un ronquido. La cordobesa, por último, adorna su discurso con mil figuras e imágenes, le salpimenta de donaires y chistes, y le anima con el gesto y el manoteo.

El adverbio a manta se emplea a cada instante para ponderar o encarecer la abundancia de algo. Las voces mantés, manteson, mantesada y mantesonada, mantesería y mantesonería, salpican o llenan tanto todo coloquio como en Málaga la de charran y sus derivados. Más singular es aún el uso del gerundio en diminutivo, para expresar que se hace algo con suavidad y blandura. Así, pues, se dice: «Don Fulano se está muriendito. La niña está deseandito casarse, o rabiandito por novio.»

En la pronunciación dejan un poco que desear las cordobesas. La zeda y la ese se confunden y unimisman en sus bocas, así como la ele, la ere y la pe. ¿Quién sabe si sería alguna maestra de miga cordobesa la que dijo a sus discípulas: «Niñas, sordado se escribe con ele y precerto con pe»? Pero si en la pronunciación hay esta anarquía, en la sintaxis y en la parte léxica, así las cordobesas como los cordobeses, son abundantes y elegantísimos en ocasiones, y siempre castizos, fáciles y graciosos. No poca gente de Castilla pudiera ir por allá a aprender a hablar castellano, ya que no a pronunciarle.

Sin adulación servil aseguro que la cordobesa es, por lo común, discreta, chistosa y aguda. Su despejo natural suple en ella muy a menudo la falta de estudios y conocimientos. Sus pláticas son divertidísimas. Es naturalmente facunda y espontánea en lo que dice y piensa. Amiga de reír y burlar, embroma a los hombres y les suelta mil pullas afiladas y punzantes, pero jamás se encarniza.

¿Qué otra cosa he de añadir? Una cordobesa es avara y otra pródiga, pero todas son generosas y caritativas. Cordobesa hay que lee todavía libros antiguos, devotos los más, que pertenecieron a su bisabuela, y que están como vinculados en la casa; v. gr.: La Perfecta Casada, del maestro Leon; El menosprecio de la corte y alabanza de la aldea, y el Monte Calvario, de fray Antonio de Guevara, y hasta las Obras completas (cerca de veinte volúmenes en fólio) del venerable Palafox. No lo digo fantaseando: he conocido lugareña cordobesa que tenía y leía estos y otros libros por el estilo. Otras leen novelas modernas de las peores. Otras no leen nada.

Mujeres hay que han estado en Sevilla o en Madrid, que han ido a Málaga y han visto la mar; y mujeres hay que jamás salieron de su pequeña villa, y se forman de Madrid idea tan confusa como las que yo me formo de las ciudades que puede haber en otro planeta. Casi ninguna está descontenta de su suerte. La buena pasta es muy común. El orgullo, además, las excita a menospreciar lo que no está a su alcance; y el amor de la patria, encerrado dentro de los estrechos límites del pueblo en que nacieron y se criaron, se hace más intenso, enérgico y vidrioso, y las mueve a amar con delirio aquel pueblo y aquella sociedad, prefiriéndolos a todo, y a revolverse casi con furor contra cualquiera que los censura.

Si hubiera yo de seguir contando y pintando circunstanciadamente las cosas, escribiría un tomo de quinientas o seiscientas páginas. Demos, pues, punto aquí: y, gracias a que este artículo no peque por largo, y a que tenga el lector la suficiente indulgencia, vagar y calma, para leerle todo sin enojo, fatiga ni bostezo.

UN POCO DE CREMATÍSTICA

MEDITACION.(a)

I

Cuando Virgilio, inspirado por los antiguos versos de la Sibila, por la esperanza general entre todas las gentes de que había de venir un Salvador, y tal vez por alguna noticia que tuvo de los profetas hebreos, vaticinó con más o menos vaguedad, en su famosa égloga iv, la redención del mundo, todavía le pareció que esta redención no había de ser instantánea, por muy milagrosa que fuese, y así es que dijo: suberunt priscae vestigia fraudis: quedarán no pocos restos de las pasadas tunanterías y miserias.

(a) Publicada en La Revista de España, en el año de 1870

Si esto pudo decir el Cisne de Mantua, tratándose de un milagro tan grande, de un caso sobrenatural que lo renovaba todo y que todo lo purificaba, ¿qué extraño es que después de una revolución, al cabo hecha por hombres, y no por hombres de otra casta que la nuestra, sino por hombres de aquí, educados entre nosotros, haya aún no poco que censurar y no poco de que lamentarse? Pues qué, ¿pudo nadie creer con seriedad que la revolución iba en un momento a hacer que desapareciesen todos nuestros males, todos los vicios y los abusos que la produjeron? La revolución podrá, a la larga, si es que logra afirmarse, corregir muchos de estos males, vicios y abusos; pero en el día es inevitable que aparezcan aún. Aparecerían, aunque los que combatieron en Alcolea en pro de la revolución hubieran sido unos ángeles del cielo, de lo cual ni ellos presumen, ni nadie les presta el carácter, la condición y la virtud sobrehumana.

Mediten bien lo que acabo de decir aquellos que vieron con júbilo la revolución, que la aceptaron y hoy se arrepienten, y aquéllos también que siempre la tuvieron por un mal y que siguen con más ahínco teniéndola por un mal en el día de hoy. Medítenlo, y ya conocerán que no hay mal ahora que no se derive de los pasados, como se deriva de la premisa la consecuencia; como nace el retoño de la raíz de toda planta antigua, si no se arrancó de cuajo y si no se extirpó; operación más difícil de lo que se piensa.

No es esto afirmar que el estado de nuestro país sea delicioso, envidiable y floreciente. Nada menos que eso. En nuestro país hay mucho desabrimiento, muchísimo mal humor, y un disgusto enorme. Y no hay que rastrear demasiado, ni que sumirse en oscuras profundidades para desentrañar la causa. La causa es que donde no hay harina, todo es mohína. El mal, fundamento de todos los males, es entre nosotros la escasez de dinero, o para valernos de término más comprensivo, la penuria o la inopia. En nuestra época nos dolemos más de este mal, porque la aspiración y el conocimiento del bien contrario están más difundidos, no porque el mal sea nuevo. De atrás le viene el pico al garbanzo, como dice el refrán. Sería, pues, una insolencia exigir de la revolución que renovara el milagro de pan y peces, o que convirtiera las piedras en hogazas. ¿Qué ha de hacer la revolución sino lo que siempre se ha hecho? Esto me retrae a la memoria el modo de saludar que suelen tener en algunos lugares de Andalucía, y que no puede ser ni más castizo ni más propio. Salen dos hidalgos a tomar el sol muy embozados en sus capas, y se encuentran al revolver de una esquina.—«Hola, compadre, dice el uno: ¿cómo vamos?»—Y el otro contesta: «Trampeando: ¿y V., compadre?»—«Trampeando, trampeando también,» replica el que hizo la pregunta. Así nada tienen que echarse en cara, y se van juntos de paseo, en buen amor y compaña.

Contra un achaque tan inveterado no sé qué remedio pueda haber. El arte de producir oro, la Crisopeya, se ha perdido por completo, y ya no tenemos más arte o ciencia en que cifrar nuestras esperanzas, a ver si nos saca del atolladero, que la Economía Política. Dios ponga tiento en las manos de los que la saben y la aplican a la gestión de los negocios del Estado. Y no lo digo porque dude yo de la ciencia. ¿Cómo dudar, cuando la ciencia es, ha sido y será siempre mi amor, aunque desgraciado? Dígolo a tanto de que pudiera ocurrir con algunos economistas lo que con ciertos filólogos que estudian un idioma, pongo por caso, el chino o el árabe, tan por principios, con tal recondidez gramatical y tan profundamente, que luego nadie los entiende, ni ellos se entienden entre sí, ni logran entender a los verdaderos chinos y árabes de nacimiento, contra los cuales declaman, asegurando que son ignorantes del dialecto literario o del habla mandarina, y que no saben su propio idioma, sino de un modo vernáculo, rutinario y del todo ininteligible para los eruditos: pero lo cierto es que por más que se lamenten, quizás con razón, no sirven para dragomanes.

Tal vez se explique esto de la manera que, yendo yo de viaje por un país selvático, acerté a explicar en qué consistía que cierto compañero mío, gran ingeniero, que se empeñó en guiarnos con su ciencia; no atinó nunca, y por poco no nos hunde y sepulta en charcos cenagosos o nos pierde en bosques sombríos, donde nos hubieran devorado los lobos. Yo estaba siempre con el alma en un hilo, pero ni un instante dudé de la ciencia. Lo que yo alegaba era que aquella tierra era tan ruda aún, que no comprendía la ciencia y se revelaba contra ella. Volvimos entonces a confiar la dirección de nuestro viaje al guía práctico y lego que antes nos había servido, y así llegamos al término que nos proponíamos.

Pudiera suceder, por último, que constando la Economía Política, si no me equivoco, de varias partes, como son: la creación de la riqueza, su circulación, su repartición y su consumo, hayamos por acá estudiado a fondo las partes últimas, y hayamos descuidado bastante el estudio de la primera, considerándola acaso como imposible de aprender, y exclamando humilde y cristianamente con el poeta:

Es el criar un oficio
Que sólo le sabe Dios
Con su poder infinito.

Vivo yo tan seguro de esta verdad, que nunca he querido engolfarme en el mare-magnum de la Economía Política, teniendo por tan complicada toda esta maquinaria de las sociedades, que ni remotamente he caído en la tentación de querer averiguar cuáles son los resortes que la mueven y cuáles las bases sobre que se sustenta. Siempre he tenido miedo de que venga a acontecer al economista lo que al niño que, movido de curiosidad, rompe el juguete para ver lo que tiene dentro. Mi propósito, al escribir esta obrilla, no es, por lo tanto, discurrir económicamente sobre el dinero: dar lecciones sobre el modo más fácil de adquirirle. ¿Quién sabe, dado que yo averiguase este modo, si, a pesar de mi acendrada filantropía, no me le había de callar, al menos por unos cuantos años, aprovechándome de él para mi uso privado y el de algún que otro amigo muy predilecto? Mi propósito es sólo hablar del influjo que ejerce el dinero en las almas: esto es, que yo no trato aquí de Economía Política, sino de Filosofía Moral, exponiendo algunos pensamientos filosóficos acerca del dinero, ora nacidos de mi propia meditación, ora de la mente profunda de los sabios antiguos y modernos que he consultado.

No quiero, con todo, que se me tenga por tan ignorante de la ciencia económica, que al hablar y filosofar sobre el dinero, no sepa lo que es y confunda unas especies con otras. Hace un siglo que a nadie se le hubiera ofrecido este pícaro escrúpulo que a mí se me ofrece ahora. Entonces la generalidad de los mortales creía saber a fondo lo que era dinero, y nadie veía ni la posibilidad de que sobre este punto naciesen dudas, equívocos, ni disputas. Hoy, con la Economía Política, ya es otra cosa. Tomos inmensos se han escrito para explicar lo que es el dinero y lo que no es. Sin duda que todas aquellas verdades, por palmarias, sencillas y evidentes que sean, que el interés de hombres poderosos o astutos ha tenido algunas veces empeño en encubrir o tergiversar, se han encubierto o se han tergiversado porque siempre ha habido infinito número de páparos en el mundo. De estas verdades, las que se refieren al dinero, al capital o a la riqueza, son las que han ofrecido más estímulo a estas tergiversaciones y engaños; pero aunque no pueda negarse que los economistas, que ponen, por decirlo así, definitivamente en claro estas verdades, hacen un gran servicio al público, no puede negarse tampoco que la mayor parte de estas verdades son de las que se llaman de Pero-Grullo. Para quien ignora la burla que han hecho algunos hombres de la credulidad de sus semejantes no es concebible, por ejemplo, que un sabio economista emplee gravemente medio tomo de lectura en demostrar que el dinero no es un mero signo representativo de la riqueza, sino que tiene y debe tener un valor en sí; que una peseta, no sólo representa el valor de cualquiera cosa que valga una peseta, sino que vale y debe valer lo mismo que cualquiera cosa que valga una peseta, y que cuatro cosas que valgan a real cada una, y que treinta y cuatro cosas que valgan a cuarto. Todavía han empleado más fárrago los economistas en demostrar otra verdad, de la cual es más inverosímil que nadie haya dudado nunca, y en cuya demostración parece absurdo, a los que no están iniciados en los misterios de la Economía Política, que nadie se afane con formalidad. Es esta verdad que el dinero no es toda la riqueza, sino una parte de la riqueza. ¿A quién ha podido nunca caber en el cerebro que no es rico cuando no tiene dinero, y tiene trigo, olivares, viñas, casas, hermosos muebles, alhajas, telas, etc.? Si todos estos objetos los reduce mentalmente a dinero, los aprecia y los tasa, encontrará que tiene una riqueza, por ejemplo, de dos millones de reales. Pero al hacer la tasación, no hace más que determinar con exactitud el valor de lo que posee, adoptando una medida común, que es el dinero. Si en vez de los reales, de los escudos o de las pesetas, fuesen los bueyes la medida, diríamos que tal propietario tenía una tierra que valía quinientos bueyes, y tal empleado un sueldo de veinte bueyes al año. La ventaja del oro o de la plata acuñados para moneda se deduce evidentemente de lo expuesto. ¡Bendito y alabado sea Dios que nos ha hecho nacer en una época en que todo se averigua y se explica tan lindamente! Un buey es poco portátil, no cabe en el bolsillo, no pasa en todos los mercados, gasta en comer y se puede morir, y el dinero ni come ni se muere. Además un buey puede ser más gordo o más flaco, más chico o más grande, más viejo o más joven; mientras que un escudo es siempre un escudo, goza de eterna juventud, y tiene o debe tener el mismo peso y la misma ley.

Tal es la gran ventaja de que goza esta ciencia. Es tan clara, tan pedestre y tan sencilla, que los niños de la doctrina pudieran entenderla si quisiesen. Y sin embargo (¡cosa, por cierto admirable!), apenas dan un paso desde terreno tan firme y seguro, y desde lugar tan claro suelen caer los economistas en un mar sin fondo o en el seno oscuro de la noche cimeriana. La Economía Política pasa a escape, salta de la perogrullada al sofisma con una agilidad portentosa.

En esta misma cuestión de si los metales preciosos, el oro y la plata, son mejores que los bueyes para moneda, ocurren dificultades y contradicciones imprevista. Sirva de muestra lo siguiente: Si la deuda que el Estado español ha contraído y sigue contrayendo se estimase en bueyes, no se podría rebajar en un 5 por 100, en una vigésima parte, a no ser que las siete vacas flacas del sueño de Faraón procreasen infinitamente y llenasen el mundo todo de bueyes cacoquimios y encanijados; pero estimada la deuda en pesetas, se ha hecho la rebaja con la mayor suavidad, de una sola plumada, y casi sin que nadie se percate de ello. Los bueyes, chico con grande, a no ser hijos de las vacas flacas, siempre serían bueyes; pero las pesetas nuevas no son como las antiguas, y el día en que la acuñación de la nueva moneda esté terminada, podremos asegurar que en vez de deber, por ejemplo, 20.000 millones de reales, deberemos 19.000, a no ser que la alteración de la moneda no rece con los acreedores del Estado, y les sigamos pagando los intereses con arreglo a la ley antigua.

Pero dejando a un lado esta cuestión, conste que, si bien aquí usamos de la palabra dinero en la acepción de capital o de riqueza, hacemos perfectamente la distinción de estas cosas, como la han hecho todos los hombres de todos los siglos, sin necesidad de que los economistas los adoctrinen. La razón que nos lleva a llamar dinero a toda riqueza, es que el dinero es una riqueza sin la que no se puede pasar. El dinero es además un valor que circula más fácilmente que todos los demás valores, y que los representa y los mide. El dinero no es toda la riqueza, sino la parte móvil, líquida y más circulante de la riqueza. La sangre no es toda la vida en el cuerpo, y sin embargo no viviríamos si la sangre no circulara o si toda la sangre se nos escapase; aunque no es completamente exacta la comparación, porque no hay comparación completamente exacta. Nada hay en el cuerpo que pueda reemplazar a la sangre; pero en la sociedad hay algo que puede reemplazar al dinero, y este algo es el crédito, el cual no crea un átomo más de riqueza, pero pone en circulación y presta movilidad y casi ubicuidad e mucha parte de la riqueza que está parada e inerte. En suma, el dinero, aunque reemplazable por el crédito, es una parte de la riqueza, y así por esto como por ser la parte más viva, más enérgica y más circulante, es un dolor que se pierda. La sociedad que no tiene dinero, o el individuo que no tiene dinero, ya están aviados. Después de largos estudios han deducido, pues, los economistas que el dinero es indispensable al hombre desde el momento que el hombre vive en sociedad; aguda sentencia, cuya verdad resplandece más que la luz del mediodía.

II

Sentadas ya estas bases, voy a discurrir y a filosofar un poco sobre las relaciones del dinero (y en general de toda riqueza) con las costumbres y con las más altas facultades del espíritu humano. Empezaré por combatir algunos errores.

El primero y más capital consiste en creer que, en nuestros días, es el dinero más estimado que en otras épocas. Nada más falso. En el día de hoy, los hombres son como siempre; pero si alguna mudanza ha habido, ha sido favorable. Casi se puede afirmar que los hombres se han hecho más generosos.

Fácil me sería acumular aquí una multitud de ejemplos históricos, desde las más remotas edades hasta ahora, a fin de probar que el interés ha dominado al mundo desde entonces, y su imperio, lejos de aumentar, decae. No quiero, sin embargo, hacer un trabajo erudito, sino una meditación filosófica.

Los poetas satíricos, los novelistas, los autores de comedias de todos los pasados siglos, han dado muestras de que en la época en que vivían se estimaba más el dinero que en la presente. Aun los mismos refranes, antiquísimos vestigios de lo que se llama sabiduría popular, vienen en apoyo de lo que digo.—Por dinero baila el perro.Cobra y no pagues, que somos mortales.Dádivas ablandan peñas.Ten dinero, tuyo o ajeno.Quien tiene dineros, pinta panderos.—Y así pudiera yo seguir citando hasta llenar un pliego de impresión. Pero aún citaré otro refrán que, por ser España un país tan católico, debe considerarse como la hipérbole más subida de que todo se logra con dinero; de que todo se compra y se vende, hasta lo más venerable y santo. El refrán dice: Por mi dinero, Papa le quiero.

En los países de una cultura atrasada, se advierte un fenómeno, que, conforme nos vamos civilizando y puliendo un poco más, mengua, ya que no desaparece del todo. Es este fenómeno la deshonra, el descrédito, la vehemente sospecha, y aun el horror que rodea al que es pobre, el cual es aborrecido, cuando no es despreciado. El refrán antiguo español declara que El dinero hace al hombre entero: esto es, que el dinero es garantía de rectitud, de probidad y de entereza en quien le tiene. Más lejos va aún otro refrán que dice: La pobreza no es deshonra, pero es ramo de picardía. Nuestro inmortal Cervantes, haciéndose eco de este sentimiento general, afirma, no una sola vez, que es dificilísimo que un pobre pueda ser honrado. El reverendo Fray José de Valdivielso, en su Poema de San José, no acierta a concebir que el Santo, padre putativo de Nuestro Divino Redentor, y descendiente de reyes, pudiese ser pobre y vivir de un oficio mecánico: así es que asegura que San José era carpintero por distracción, y no para ganarse la vida:

Pues debió de tener juros reales,
Cual descendiente de señores tales.

Bien se puede apostar que a nadie se le ocurriría, en nuestro siglo, disculpar a San José de haber sido carpintero, y suponer que tenía Treses o Billetes hipotecarios.

Ni por la nobleza de sangre se disculpaba la pobreza; antes el tener dinero ha sido en todos los siglos origen de hidalguía. Dineros son calidad, Más vale el din que el don, son refranes que corroboran mi aserto.

La profunda veneración que inspiran el dinero y quien le posee ha sido siempre idéntica. Lo que ha disminuido algo es el horror o el desprecio al pobre, y ciertas asechanzas de que el rico debía de verse, en lo antiguo, perpetuamente circundado. El hombre prudente y discreto tenía, no hace muchos años, en todas partes, y en el día tiene aún, en no pocas, que hacer, si puede, un gran misterio del estado de su hacienda, sobre todo si es o era muy rico o muy pobre: si es muy pobre, para que no le desprecien; y si es muy rico, para que no le roben o le maten. De aquí, de esta espantosa disyuntiva entre ser despreciado o amenazado de muerte, nació aquella sentencia de los moralistas, que hoy en los países cultos nos parece tan necia y tan absurda, de que lo que había que desear era una medianía de fortuna, a fin de vivir feliz y tranquilo, ni envidioso ni envidiado. Porque, a la verdad, si el dinero es un bien, mientras mayor sea el bien, debe ser más apetecible, y no se concibe la áurea mediocritas, celebrada por Horacio y por todos los poetas de otros tiempos, sino recordando que el hombre acaudalado estaba de continuo expuesto a que le matasen o maltratasen para robarle, ya el emperador o el príncipe bajo cuyo imperio vivía, ya la plebe codiciosa. Y cuando a la riqueza no iba unido un alto grado de poder, era más constante el peligro, y casi imposible de conjurar. No creo yo que el odio profundo que tuvimos en la Edad Media a los judíos proviniese sólo de que eran el pueblo deicida, sino de que eran ricos. Las frecuentes matanzas de judíos que hubo en España acaso no hubieran llegado a realizarse, si los judíos hubieran tenido la prudencia de quedarse pobres. Algo parecido puede afirmarse de los frailes en estos últimos tiempos, luego que perdieron el poder y conservaron la riqueza, si bien el escándalo ha sido menor, porque la dulzura de las costumbres, la mayor abundancia de dinero y de bienestar, y el más concertado y político modo de vivir de los hombres, han disminuido el aborrecimiento de los que no tienen a los que tienen.

Prueba de esta confianza de los que tienen es que ya, en los países cultos, nadie o casi nadie atesora. Pocos años ha, todos los que podían atesoraban. La literatura popular está llena de historias y leyendas de tesoros ocultos, guardados por un dragón, por un gigante o por un monstruo terrible, que nada menos se necesitaba para que no los robasen. Estos tesoros estaban, o se suponía que estaban, tan hábilmente escondidos, que era menester un don sobrenatural para descubrirlos. De aquí se originó la idea de los zahoríes, que descubrían los tesoros. La ciencia de los zahoríes, perdiendo hoy su carácter poético y sobrehumano, ha llegado a trasformarse en la Estadística, disciplina auxiliar de la Economía Política, con respecto a la cual, viene a ser lo que es la Anatomía con respecto a la Fisiología. La Estadística es un verdadero primor de ciencia, y a fin de que de ella formen pronto los profanos el concepto que merece, podemos definirla la ciencia que nos cuenta los bocados. Por esta ciencia se averigua cuánta harina, cuánta carne, cuántas judías y cuántos garbanzos se devoran al año; lo que se gasta en ropa y en calzado; lo que se produce y lo que se consume. Todo esto sería más fácil de averiguar si la gente, temerosa de que le imponga el Gobierno más contribución, no disimulara un poco lo que gasta, aparentando darse aún peor trato del que suele.

Sin embargo, el afán de ocultar la riqueza y de disimular que se tiene algún dinero ha desaparecido casi del todo en nuestra edad. En las pasadas era tanto el peligro que corría el dinero saliendo a relucir, que legítimamente tenía que ser usurero quien le prestaba. El crédito, que pone en movimiento las fuerzas productivas, apenas era conocido entonces.

Hoy, por el contrario, el desenfado, la movilidad, la animación del dinero, que se presenta sin temor en todas partes, menos en España, y que se agita y circula, es lo que hace creer a los hombres poco pensadores que vivimos en un siglo metalizado; que ahora no se piensa ni se habla sino de dinero. ¡Qué error tan craso! Pues ¿por ventura es más reverenciada, más adorada la imagen que sale por las calles y plazas, aun cuando sea en muy devota procesión, y doblando todos a su paso la rodilla, que la divinidad misma, oculta siempre en el fondo del santuario, por temor de que la profane el vulgo con sus miradas, y hasta cuyo nombre es incomunicable y desconocido a cuantos no están iniciados en sus misterios?

Hay asimismo otras muchas razones para que en el día se estime menos el dinero. Es la primera, que hay más. Es la segunda, que con el crédito llega más fácilmente a todas partes. Es la tercera, que produce menos intereses. (Ninguna de estas tres razones militan hoy en España. Los economistas explicarán por qué.) Es la cuarta, y quizás la más poderosa, que nuestro siglo, como más civilizado que los anteriores, es también más espiritualista.

Y aquí no puedo menos de detenerme a condenar la ridícula manía de los que dan en acusar de materialista a nuestro siglo. ¿Qué siglo hubo nunca más espiritualista que el nuestro? La música es el arte más espiritual de todos y florece ahora con florecimiento extraordinario. Apenas hay tonto, el cual, si hubiera vivido dos o tres siglos ha, no hubiera gozado más que en comer, que no goce ahora, o por lo menos que no diga que goza, oyendo la música más sabia y alambicada. Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, afirma que sólo hay dos cosas esenciales que mueven al hombre: a saber: mantenencia, y otra que no me atreveré a mentar, aunque el Arcipreste la mienta, escudado con Aristóteles:

Si lo dixiese de mió, sería de culpar;
Dícelo grand filósofo; no soy yo de reptar.

¡Tan materialista era el concepto que en el siglo xiv tenía un sacerdote católico, en la católica España, de los móviles esenciales de las acciones humanas! Fuera de estos móviles no acertaba a descubrir otro móvil. ¡Cuánto han variado las cosas en el día! La música mueve también al hombre y no hay quien no guste de ir al teatro Real.

Pero el espiritualismo de nuestro siglo es sintético, y ésta es la causa de que algunos, que no le comprenden, acusen de materialista a nuestro siglo. En los pasados, o no se hacía caso de la materia y se la dejaba a sus anchas como cosa perdida y dada al diablo, cayendo los que tal hacían en el molinosismo, o se la maltrataba y castigaba como a súbdito rebelde por donde venían las gentes a dar en el ascetismo más cruel. En nuestra época, tratan las gentes de rehabilitar la materia, en el buen sentido de la palabra, y la purifican cuanto pueden. La materia al fin es obra de Dios, y, aunque algo pervertida por el pecado, no es cosa tan abominable como se asegura. Al fin ella ha de resucitar y ha de ir al cielo, si bien trasfigurada y gloriosa. Por eso no me parece mal que vayamos puliéndola, perfeccionándola, hermoseándola y sutilizándola en este mundo. Para pulirla suelen los hombres, en ciertos países adelantados, lavarse ya todos los días, costumbre rara, cuando no desconocida de la cristiandad, ciento o doscientos años hace, y contra la cual aún fulminan sus anatemas el piadoso señor Veuillot y otros santos padres. Por eso no se comprendía bien la significación del principio de aquella oda de Píndaro: Alto don es el agua. Antes al contrario, el agua era mirada con horror y con miedo, como causa de los mayores males, sobre todo para las personas de cierta edad. De aquí el refrán hidrofóbico tan acreditado: De cuarenta para arriba, ni te cases, ni te embarques, ni te mojes la barriga. Un hombre de setenta años, cuándo o dónde no había, o no ha caído en desuso este refrán, debe, o debía de tener su piel cubierta de más estratificaciones que nuestro globo. Si en este descuido de la materia, que hubo en los siglos pasados, es en lo que consiste el espiritualismo, se debe preferir ser materialista. Pero se me antoja que el verdadero espiritualismo consiste en limpiarse, mondarse y purificarse, así el alma como el cuerpo. Un hombre limpio no es capaz de sentir tan bestiales apetitos como un hombre sucio. En muchos tratados de moral, escritos por frailes, que de seguro se lavaban poco, he leído precauciones tan inauditas para evitar la tentación, que me pasman y me hacen imaginar que los hombres y las mujeres de entonces serían como la yesca, la pólvora y el fuego. Uno de estos autores aconseja que, cuando haya que entregar algo a una mujer, se ponga lo que ha de entregarse en alguna mesa o en algún otro sitio, y no se dé con la mano, a fin de evitar el más ligero frote o casual tocamiento, y añade que las personas de diferente sexo, cuando estén más próximas, deben estar por lo menos a una distancia de cuatro varas. La efervescencia, que supone este exceso de precaución, provenía sin duda de la poca agua, la cual refresca, molifica y hasta espiritualiza.

Ello es lo cierto que la concupiscencia no es tan feroz en el día como en tiempos pasados. ¿Cuánto no sorprenden aquellos penitentes solitarios, que después de crueles y largos ayunos aun no podían domar y poner freno a ciertas malas pasiones, que representaban en su lenguaje místico llamándolas el asnillo? ¿Cuánto no espanta, por ejemplo, aquel San Hilarión, que no comía más que una docena de higos secos al día, y tuvo que acortarse la ración en más de la mitad, porque se sentía muy bravo y emberrenchinado? En este sentido somos también más espiritualistas ahora. Mientras entonces el estudio de la Teología sobreexcitaba los sentimientos y encendía en amor el alma afectiva, amor que con facilidad podía torcerse a mala parte; hoy, estudiando los jóvenes briosos, desde sus tiernos años, negocios tan serios como la Filosofía de Krause o la Economía Política, se hacen por fuerza más morigerados y menos traviesos; adquieren una gravedad que les cae muy bien; y todo el fuego y lozanía de la imaginación se les va, no en coplas y requiebros a las muchachas, sino en ditirambos dulcísonos en prosa rimada, ora al libre-cambio, ora al desestanco de la sal, ora a otro objeto del mismo orden, que allá en lo antiguo ni se sospechaba siquiera que pudiese ser blanco de tantos disparos poéticos y de raptos líricos tan maravillosos.

Estos síntomas de espiritualización se notan hoy por donde quiera. Ya con la homeopatía, hasta los achaques de la materia se curan casi espiritualmente. No se toman remedios, sino se toman, por decirlo así, las virtualidades, el espíritu, la sombra vaporosa de los remedios. ¿Quién sabe si dentro de poco se inventarán también alimentos homeopáticos, de que ya son precursores el extracto de carne de Liebig y la Revalenta, y nos nutriremos con la virtualidad o la esencia eléctrica e imponderable de los pavos y de los jamones, en vez de nutrirnos del modo vulgar y grosero que ahora se usa?

Los recientes descubrimientos de los fisiólogos prueban la grosería con que la naturaleza procede hasta hoy en esto de la nutrición. Asegúrase, como verdad evidente, que en menos de un mes mudamos por completo todos los átomos o moléculas de nuestro organismo y tomamos otros. El alma, el principio oculto de la vida, la virtud plasmante, la energía informante, la forma óntica, como la llama un sabio amigo mío, es sólo lo que permanece. Lo demás cambia sin cesar. La vida es, pues, no por estilo poético y figurado, sino con toda realidad, un rió, un torbellino, un torrente impetuoso. Un caballero, de regular corpulencia, que llegue a vivir setenta años y que pese seis o siete arrobas, puede asegurar que ha tenido, asimilado y poseído como parte de su organismo, desde su nacimiento hasta la hora de su muerte, unas 5.000 o 6.000 arrobas de sustancias, las cuales, si no están dotadas de gran densidad, tal vez formen un volumen de uno, dos o tres kilómetros cúbicos. Pregunto yo, ¿para qué es este jaleo, esta mudanza, esta incesante trasmigración de materia, cuando la forma persiste; cuando, si tenemos una berruga, conservamos siempre la berruga? ¿No sería mejor, y no es posible que se descubra, el que no perdamos sustancias con tanta frecuencia, y el que no tengamos tampoco que reponerlas de continuo? Esta si que sería Economía, si llegara a descubrirse. ¿Qué es la vida más que un desenvolvimiento de calórico, un fuego, una llama? Y qué, ¿no podremos jamás sacar de su estado latente ese fluido imponderable y sutil, sin la combustión de muchas sustancias? ¿No llegaremos nunca a producir el fuego que mueva nuestras máquinas, sin tener que consumir toda la Flora exuberante y gigantea de las edades primitivas, y a conservar el calor vital sin destruir tantas formas, y sin devorar tantos seres? Yo veo señales claras de que se acercan los tiempos de estas invenciones. La frenología y el magnetismo han venido a demostrar las armonías íntimas y misteriosas que enlazan el espíritu y la carne. La electro-biología es una ciencia que empieza ahora, y que tiene aún que dar mucho de sí. Tal vez no esté muy lejos el dichosísimo y gloriosísimo día en que, alimentados de un modo menos grosero, se volatilicen nuestros cuerpos, y se sostengan en el aire, y lleguen a ser ubicuos y compenetrables, y hasta diáfanos y luminosos.

Por todas estas consideraciones y por otras que callo, a fin de no hacer muy prolija la digresión, tengo por cierto que nuestra edad, si peca por algo, es por pneumatosis o sobra de espiritualismo.

Y sin embargo, se me dirá, en este siglo tan espiritualista, se ama el dinero poco menos que sobre todo. Convengo en que hay este amor, pero no en que no le haya habido siempre, y quizás más vivo. No voy a disculparle ahora, pero sí a explicarle.

Al compás que una sociedad vaya siendo más perfecta y bien organizada, el dinero irá adquiriendo una virtud más significativa (aproximándose a la infalibilidad) de que es inteligente, laborioso y precavido quien le posee. El dinero representará entonces el talento, el trabajo y otras muchas virtudes. El no tener dinero significará, casi equivaldrá a ser holgazán, ignorante y para poco. No hemos llegado aún, por desgracia, a este grado de perfección social, y hay aún muchas personas que adquieren mal el dinero. Mas como el confesar que el mayor número le adquiere mal, aun dado que esto fuera cierto, sería ocasionado a gravísimos peligros, y daría pretexto a los pobres para odiar a los ricos, todas las personas razonables y amigas del orden y del sosiego públicos, debemos creer y creemos que no hay dinero mal adquirido, mientras un tribunal no pruebe lo contrario. Por donde legítimamente, y echando a un lado la mala pasión de la envidia, el ser rico significa, y tiene que significar, que vale más quien lo es que el que es pobre. En resolución, el dinero es y tiene que ser la medida exacta del valer de una persona.

Cierto que hay algunas rarísimas virtudes y prendas superiores al dinero, que no traen dinero, y que, en el momento en que se tuviesen o ejerciesen con el fin de adquirir dinero, dejarían de ser tales virtudes; pero tales virtudes tienen su precio en ellas mismas. La virtud por excelencia es tan preciosa, que nada hay en la tierra que pueda pagarla. Por esto me ha parecido siempre ridículo todo premio ofrecido a la virtud. Quien se pusiera a ser virtuoso para ganar el premio, no sería virtuoso. Ni siquiera suelen ganarse con la virtud la fama y el respeto de los hombres, porque es difícil de averiguar si el virtuoso lo es por firmeza y rectitud de alma o por apocamiento, necedad o cobardía; y los hombres, como no sea la virtud muy manifiesta, procuramos siempre atribuirla a dichas calidades negativas. Así es que, en casi todos los idiomas antiguos y modernos, la palabra bondad, apartada de su sentido recto, significa simpleza, como dabbenaggine en italiano, euetheia en griego, bonhomie en francés, etc., etc. Pero como la virtud es y debe ser también superior a la vanagloria, el virtuoso, no sólo debe serlo aún a trueque de ser pobre, sino a trueque de pasar por un solemne majadero.

Ciertas declamaciones y diatribas contra los vicios, la corrupción y el lujo, me han parecido siempre más propias de la envidia o de la sandez que de un espíritu recto y juicioso. Cuando se dice, por ejemplo, el hombre de bien está arrinconado y desatendido y vive pobremente, y tal bribón habita en un palacio y da fiestas espléndidas; la mujer honrada anda a pie por esas calles, llenándose de lodo, y tal manceba va con sedas, encajes y joyas, en un soberbio coche; cuando esto se dice, repito, yo no puedo menos de reírme en vez de conmoverme. Pues qué, ¿se quiere que la probidad se pague con palacios, y la castidad con diamantes y trenes? Entonces los mayores galopines se harían probos para vivir a lo príncipe, y las suripantas echarían la zancadilla a Lucrecia y a Susana, a fin de conseguir por ese medio lo que por el opuesto logran ahora. La verdad es que el mundo anda menos mal de lo que se cree.

Mucho tiene que sufrir la virtud; pero si no tuviera que sufrir ¿sería virtud? ¿Qué mérito tendría? Y sin duda que la piedra de toque, en que se aquilata y contrasta el sufrimiento, es esta duda en que deja el virtuoso a los demás hombres acerca de si su virtud es tontería, impotencia o amilanamiento y poquedad de espíritu. Hombres hay que no resisten a esta prueba. Han tenido valor para quedarse pobres, pero no le tienen para pasar por tontos. Mujeres honradas ha habido que tienen valor para vivir con poco dinero, mas no para que crean que ha faltado quien se le quiera dar. ¡Dios nos libre de esta gran tentación de evitar la nota de mentecatos y para poco! ¡Dios libre a las mujeres honradas de esta gran tentación de evitar la nota de faltas de donaire y atractivo!

Fuera de estas excelencias y sublimidades de nuestro ser, apenas hay otra calidad en el hombre que no tenga por medida el dinero. La ciencia especulativa y la poesía más elevada se sustraen sólo a dicha medida. Ni la ciencia especulativa, ni la poesía más elevada, están por lo común al alcance del vulgo. Al sabio y al poeta rara vez la fama puede consolarlos de ser pobres, si lo son. Los pensamientos sublimes, y la delicadeza y el primor del estilo, son prendas que pocos saben estimar. La gloria es casi siempre tardía para este linaje de hombres. Pocos semejantes suyos aciertan a comprender lo que valen. Así es que su fama va cundiendo y acrecentándose por autoridad, disputada y contradicha a menudo, y tan lenta y pausadamente, que el sabio y el poeta suelen morirse sin gozar de aquel respeto y aun adoración que más tarde se tributa a su memoria.

El mismo sabio, y más aún el poeta, por excelente crítico que sea, no se pueden consolar con la conciencia y seguridad de su valer, por los demás hombres desconocido o negado. No saben a punto fijo si el juicio que forman sobre ellos mismos está torcido por el amor propio.

Una obra de ingenio es harto difícil de juzgar, y la buena reputación que adquiere se debe a pocos sujetos entendidos que logran imponer su opinión, a veces al cabo de muchos años, cuando no de siglos. Los demás hombres se someten a esta opinión por pereza, o porque habiendo ya muerto el autor de la obra, les importa poco que sea celebrado y ensalzado. La idea de que la fama de aquel autor redunda en honor de la patria o de la humanidad toda, contribuye a que, contenidos por cierto egoísmo, sean pocos los hombres que tiren a destruirla. Por lo demás, la gloria de los grandes escritores suele ser póstuma y sumamente vana. De cada mil personas que citan, por ejemplo, a Homero como al primer poeta épico, diez a lo más, en los países cultos, le han leído, y de estas diez, nueve se han aburrido o dormido leyéndole: una sola ha gustado acaso de aquellas bellezas y excelencias.

La poesía, pues, en su más elevada acepción, así como la virtud en su acepción más elevada, tiene sólo la recompensa en ella misma, en la creación de lo ideal, en la fijación y depuración de la belleza, que aparece escasa, mezclada con elementos extraños y fugitiva en el mundo, y a quien el poeta aparta y sustrae de lo feo, y da una vida inmortal, a fin de que gocen de ella las pocas almas que por su propia hermosura son capaces de comprenderla.

Entiéndase, con todo, que, salvo las mencionadas archi-sublimes excepciones, nada es más falso en cierto sentido que aquello de que honra y provecho no caben en un saco. Al contrario, cuando el público no honra es cuando no enriquece, y siempre enriquece cuando honra. El más o el menos de enriquecer depende de circunstancias que nada tienen que ver con la honra. En los países ricos y prósperos, el buen poeta que, por la condición de su ingenio, se hace popular y famoso, se hace también rico. Y, aparte el respeto que se le debe, Adam Smith se equivocó al suponer que los comediantes, cantores y bailarines, ganaban mucho dinero en compensación del decoro que perdían en su oficio, el cual, si fuese más honrado, sería ejercido por más personas hábiles, y esta concurrencia haría bajar el precio. Los susodichos artistas están mucho mejor mirados en el día que en tiempo de Adam Smith, y no por eso abundan los buenos, ni se venden baratos sus servicios. Se venden caros, porque hay pocos que sean aptos para hacerlos; y porque la manera de pagarlos se presta a que subsista la carestía, compartiéndose la carga entre muchísimas personas.

Resulta de lo expuesto, y aún resultaría más claro si me extendiese cuanto pide la magnitud del asunto, que por la misma naturaleza de las cosas, y sin que deba nadie quejarse de ello, ni hacer un capítulo de culpas a nuestro siglo, ni a los pasados, ni a los hombres de ahora, ni a los de entonces, lo más universalmente respetado, amado y reverenciado es el dinero, y por lo tanto, aquel que le posee. Aun las mismas almas celestiales y puras, enamoradas del amor, de la gloria y de todo lo bueno y santo, andan también enamoradas del dinero, como medio excelente de que tengan buen éxito aquellos otros enamoramientos etéreos.

La generalidad de los hombres ama más el dinero que la vida. Cualquiera persona, por poco simpática que sea, cuenta de seguro con unos cuantos amigos que aventurarían por ella la vida, que le harían el sacrificio de su existencia. ¡Cuántos salen al campo en duelo a muerte por defender a un amigo! Casi nadie, sin embargo, sacrificaría por un amigo su caudal, ni la vigésima, ni la centésima parte de su caudal. Se está un hombre ahogando, se está otro quemando vivo en una casa incendiada, y, dicho sea en honra de la humanidad, rara vez falta quien por salvarle se aventure, se arroje a las ondas embravecidas o a las llamas. Sin embargo, el héroe salvador quizás ha rehusado algunos días antes dar una limosna de dos reales a la persona salvada ahora tan generosamente. Viceversa, los agraciados estiman siempre más el sacrificio que se hace por ellos de una pequeña suma de dinero, que el de la vida misma. Y esto por mil razones muy justas. La vida se sacrifica o se expone por cualquiera cosa; el dinero no. No hay pelafustán que no tenga una vida que exponer como cualquiera otra vida; pero no todos tienen dinero que exponer o sacrificar. El funámbulo, el domador de fieras, el albañil subido en un andamio, el minero que penetra en una mina insegura, en fin, casi todos los hombres exponen su vida por cualquier cosa, por un miserable jornal, por una mezquina cantidad de dinero. ¿Qué hizo más Edgardo por Lucía de Lammermoor, qué hizo más D. Suero de Quiñones por la señora de sus pensamientos, que lo que puede hacer y hace a cada instante, con menos estruendo, el último perdido, por ganar unas cuantas pesetas? Por consiguiente, una considerable suma de pesetas vale más que los arrojos de Edgardo y que las bizarrías de D. Suero.

Es evidente que el pobre, aunque puede amar, no puede expresar su amor de un modo tan claro y tan brillante como el rico. Así es que los ricos suelen ser más amados que los pobres, aun por las mujeres desinteresadas.

El dinero da asimismo mérito intrínseco, y el no tenerle le quita, le merma o le anubla. El dinero da buen humor, urbanidad, buena crianza, y, como diría cierto diplomático, soltura fina. Nada, por el contrario, ata y embastece más que la pobreza. El pobre es tímido y encogido, o anda siempre hecho una fiera. Toda palabra en boca del rico es una gracia, por donde, la misma confianza que tiene de que sus gracias van a ser reídas y aplaudidas, le da ánimo e inspiración, para ser gracioso. El pasmo con que todos le miran, el gusto con que todos le oyen, hace que parezca gracioso, aunque no lo sea. Pero lo es, y no cabe duda en que lo es. Yo, por ejemplo, he oído en boca de un señor muy rico todos los cuentecillos más groseros y sucios que refieren los gañanes de mi tierra, y que ya ni el atractivo de la novedad debieran tener para mí ni para nadie, y sin embargo, me he reído como un bobo, me han hecho mucha gracia, y los he encontrado llenos de aticismo en boca de dicho señor. Creo, además que, en efecto, lo estaban, porque yo no me movía a reírlos ni a celebrarlos con falsa risa, ni por interés alguno. La seguridad, la superioridad, el magnetismo sereno, que trae consigo el tener dinero, producían este fenómeno.

No se debe extrañar, pues, que las personas ricas sean amadas y admiradas. En el día las amamos con más desinterés que antes. Nunca, por ejemplo, ha habido menos hombres mantenidos por mujeres que en esta época, si se exceptúa bajo la forma legítima, aunque desairada, del coburguismo. En otras edades era frecuente, casi general, y no estaba mal mirado el coburguismo ilegítimo masculino, desde Ciro el Menor con Epiaxa, reina de Cilicia, señora es de creer que ya jamona, a quien aquel héroe sacaba mucha moneda, hasta los galanes caballeros de la corte de Luis XIV y Luis XV.

Lo que es el coburguismo femenino, legitimo, o ilegítimo, sigue hoy como en las primeras edades del mundo, desde Raab y Dalila hasta la gallarda y elegante Cora. Este coburguismo es más disculpable que el masculino. Lope de Vega le disculpaba diciendo:

No estaba pobre la feroz Lucrecia,
Que, a darle Don Tarquino mil reales,
Ella fuera más blanda y menos necia.

Y Ariosto, con la leyenda El Perro precioso, inserta en el Orlando, le disculpa mucho más. Yo no le disculpo, pero le excuso, aunque no sea más que por el desinteresado amor y la admiración sincera que infunde el hombre rico, como no sea una bestia, aun en las almas más escogidas y nobles.

El hombre rico se hace en seguida gran conocedor de las bellas artes y de la literatura, y las protege, remedando a Lorenzo el Magnífico y a Mecenas; adorna y hermosea su patria con soberbios monumentos, como Herodes Atico; y hace, por último, otros cien mil beneficios.

Aunque no haya sido muy moral ni muy amante del orden antes de ser rico, luego que lo es, el mismo interés le presta por lo menos una moralidad y una religiosidad aparentes que no dejan de ser útiles.

Infiero yo de todo lo dicho que no debemos achacar a corrupción de nuestro siglo, ni a perversidad del linaje humano, este amor entrañable que todo él profesa al dinero. ¿Qué otra cosa ha de amar en la tierra, si no ama el dinero, que las representa todas, las simboliza y las resume? Lo cierto es que casi todo lo útil, lo conveniente, lo práctico que se hace en el mundo, se hace por este amor. El dinero es la fuerza motriz del progreso humano, la palanca de Arquímedes que mueve el mundo moral, el fundamento de casi toda la poesía, y hasta el crisol de las virtudes más raras. La mayor parte de los hombres que desprecian o aparentan despreciar el dinero, lo hacen por despecho y envidia; imitan a la zorra, diciendo: no están maduras. Los que aman con sinceridad la pobreza, los que la creen y llaman dádiva santa desagradecida, o son locos, o son santos: son Diógenes o San Francisco de Asís; a no ser que entiendan por pobreza cierta virtud magnánima que consiste en poseer y gozar todas las cosas con desdén y desprendimiento, como si no se poseyesen ni gozasen.

No hay nada en este mundo sublunar que proporcione más ventajas que el tener dinero. Los pocos inconvenientes que trae, o son fantásticos, o son comunes a toda vida humana, o se van allanando o disipando con la cultura.

Era antes el principal, como ya he dicho, el peligro de muerte en que se hallaba de continuo el acaudalado, como no ocultase mucho sus riquezas. Para ser impune, paladina y descuidadamente rico, era menester ser tirano, señor de horca y cuchillo, o algo por el mismo orden, que diese mucho poder y defensa. Este inconveniente va desapareciendo ya casi del todo.

Otro inconveniente, que encuentran en el dinero los corazones extremadamente sensibles y los espíritus cavilosos, es fantástico y absurdo. Consiste en el temor de ser amado por el dinero y no por uno mismo. Nada más ridículo que este temor. Ya hemos probado que el dinero es más que la vida. El dinero es, por consiguiente, una parte esencial de la persona. Un filósofo alemán diría que el dinero se pone en el yo de una manera absoluta. Más necio es, pues, atormentarse, porque quieren a uno por el dinero, que atormentarse porque quieren a uno porque es limpio, bien criado, elegante, instruido etc.; calidades todas que se adquieren artificialmente lo mismo que el dinero; que se deben al dinero en más o en menos cantidad. Acaso no sea yo mejor que el último mozo de cordel de Madrid, ora física, ora intelectual, ora moralmente considerado, y con todo, suponiéndome soltero, cualquiera linda dama podría tener aún el capricho de enamorarse de mí, sin que nadie lo censurara; pero, si del mozo de cordel se enamorase, todo el mundo tendría esta pasión por una extravagancia o por una locura. Luego, en último resultado, lo que mueve a amar, a no ser extravagantísimo el amor, es el dinero, o algo que representa dinero, o que se adquiere con dinero. Lo que yo he gastado en instruirme, pulirme, asearme y atildarme, no es más que dinero.

Finalmente, la mayor y más envidiable ventaja que el dinero proporciona, es la autoridad y respetabilidad que da a quien le tiene, y la justa confianza que quien le tiene inspira.

III

De estas consideraciones sobre el influjo del dinero o de la riqueza en el individuo, quisiera yo pasar a discurrir con mayor extensión sobre el influjo de la riqueza en la cultura y poder de las naciones; pero no haré más que consignar aquí algunos ligerísimos conceptos. Me arredra el temor de extraviarme, y la conciencia de mi poquísimo saber en Economía Política, ciencia que, al cabo, después de mucho cavilar, han venido todos los autores a coincidir con Aristóteles en que trata del dinero, o, en general, de la riqueza, por donde la llama Crematística el sabio de Estagira. Y es mayor infortunio aún que el de mi propia ignorancia, el de que,

Después de haber revuelto cien mil libros
De aquesta ciencia enmarañada y torpe,

nadie logra saber a las claras lo que es riqueza. Todas las definiciones son discordantes; y resulta que la ciencia empieza por no saber definir, determinar y declarar el objeto de la ciencia misma. Ni está más adelantada en la definición de las otras palabras científicas, como valor, precio, capital, industria y cambio; lo cual no es extraño, porque ignorándose aún lo que es riqueza, que es la idea o palabra fundamental, por fuerza se ha de ignorar o se ha de estar en desacuerdo sobre lo restante.

Malthus decía: «Después de tantos años de investigaciones y de tantos volúmenes de descubrimientos, los escritores no han podido entenderse hasta ahora sobre lo que constituye la riqueza; y mientras que los escritores que se emplean en este negocio no se entiendan mejor, sus conclusiones no podrán ser adoptadas como máximas que deban seguirse.»

Dedúcese de aquí, por sentencia y autoridad de Malthus, que no debemos seguir las máximas ni hacer caso alguno de cuantos economistas le precedieron en los siglos xvi, xvii y xviii, y en el primer tercio del presente. Todos estos economistas no sabían lo que decían, según Malthus; y cuenta que entre ellos están Smith, Say, Storch, Ricardo, Gioja, Mac-Culloch y otras eminencias. No han adelantado más posteriormente otros sabios en dar estas definiciones. Stuard Mill desiste de definir lo que es riqueza, y dice que basta que en la práctica lo entendamos, con lo cual sigue adelante. Bastiat se enreda en sus Armonías con otros economistas rivales, y trata de probarles que son unos ignorantes o unos necios que desconocen lo que es el valor.

En efecto, uno de estos economistas se empeña en demostrar que el valor de una cosa consiste en el obstáculo vencido para producirla; de lo cual deduce que, mientras más fácil se haga la producción, disminuyendo los obstáculos, menos valor tendrán las cosas; de modo que, mientras más cosas haya, seremos más pobres. Conviene, pues, crear obstáculos para la producción, a fin de que, costando mucho el producir, valgan mucho también las cosas producidas, y seamos ricos. Imposible parece que tales ideas se sostengan, y hasta que se impugnen con seriedad. Entre tanto, Bastiat, que está razonable en este punto, entiende luego el cambio, no como es, sino como debiera ser; y sobre este cambio modelo, ideal y fantástico, levanta todo un edificio científico que trae enamorados a nuestros jóvenes economistas. En el cambio, no cabe duda que debe darse siempre lo superfluo por lo necesario, y ganar, por lo tanto, todos los cambiantes. Pero ¿es esto lo que en realidad acontece? ¿No es, al revés, frecuentísimo el que, por vanidad, por moda, por capricho, o por extravagancia, demos lo necesario, no ya por lo superfluo, sino hasta por lo dañino? Se dirá que ambos cambiantes satisfacen una necesidad, y que en este sentido ganan. Pero si por necesidad se entiende un vicio, una manía, una mala costumbre, un apetito bestial, ¿cómo hemos de convenir? Pues que, ¿ganan los chinos comprando opio para envenenarse con él? ¿Ganan y prosperan los jornaleros que, de los cinco o seis reales que tienen de jornal, emplean dos o tres en vino y uno en tabaco, matando quizás de hambre a sus mujeres y a sus hijos? ¿Gana el marido, débil o vano, que se empeña para que su mujer tenga palco en la Opera? ¿Gana, en suma, el que no ahorra, el que consume más de lo que produce, el que sobre sus rentas gasta su capital, el que tiene habilidad para adquirir diez y tiene necesidad de consumir treinta o ciento? Claro está que no gana, sino que pierde, y al fin se arruina. Y lo que sucede con los individuos, ¿no puede suceder, y no sucede también con las naciones?¿Así como hay individuos poco hábiles para producir y muy hábiles para gastar, no puede haber, y no hay, naciones con las mismas cualidades? La holgazanería, el despilfarro y la ineptitud, ¿no pueden darse en una nación como se dan en un individuo?

Yo no temo que ninguna nación europea, por muy plagada que esté de los mencionados achaques, venga al fin a perderse y a destruirse, como se destruyeron y perdieron aquellos imperios colosales del centro del Asia; como se hundieron aquellas poderosas civilizaciones, asombro del mundo antiguo. Yo no temo que a Madrid, a Sevilla, a Lisboa o a Florencia, les venga a suceder lo que a Sidon y Tiro, Susa, Ecbatana, Nínive, Bactra y Babilonia. Aunque consumiesen mucho más de lo que produjesen, el castigo se limitaría a largos períodos de forzada abstinencia y de lastimosos apuros, a que el atraso con relación a otros pueblos de Europa fuese mayor, y a que siguiesen arrastrándonos y llevándonos como a remolque las demás naciones. Pero tal es la fe que yo tengo en la virtud progresiva, en la energía vital de la civilización europea, que ni siquiera puedo concebir que muera una nación que esté en su seno poderoso y vivificante. Sin embargo, la abstinencia de que hemos hablado, los apuros, el ir a remolque y la vergüenza del atraso y de la inferioridad, no dejan de ser rudo castigo.

Para discurrir, partiendo de un punto fijo, sobre estos asuntos tan difíciles, convendría primero explicarse el por qué de ciertos fenómenos que ofrece la moderna civilización europea, fenómenos al parecer contrarios a todo aquello que en las antiguas civilizaciones se notaba; de donde proviene el que haya hoy sentencias, que se dan por axiomáticas, y que son enteramente contrarias a otras sentencias que poco ha pasaban por axiomáticas también.

En lo antiguo, y al decir en lo antiguo no vamos muy lejos (Miguel Montaigne y Machiavelli pensaban así), la rudeza y la pobreza se creía que daban bríos y nervio a las naciones mientras que la riqueza y la cultura las enervaban. Pobre era Alejandro y venció al rico Darío; pobres y rudos eran los romanos y subyugaron los ilustrados, cultos y ricos reinos de Macedonia, Siria y Egipto. Cuando los godos invadieron la Grecia, se refiere que intentaron quemar todas las bibliotecas; pero un astuto y discreto capitán de los godos hubo de persuadirles de que con las bibliotecas los griegos se hacían afeminados, muelles y cobardes, y que así era conveniente dejarles los libros para tenerlos siempre bajo el yugo. De esta suerte las bibliotecas se salvaron.

En nuestros días, por el contrario, si una nación se propusiese debilitar a otra, procuraría hacerla ignorante y pobre. La ciencia y la riqueza, lejos de enflaquecer hoy a los pueblos, les dan energía y pujanza; pero, bien consideradas las cosas, no hay en esto la menor contradicción. En lo antiguo, solía ser uno de los más usuales modos de adquirir riqueza el despojar a los vecinos por medio de la guerra. En el día de hoy, si bien estos despojos, estos robos violentos siguen haciéndose, no se hacen en tan grande escala. Las costumbres más suaves no lo consienten. La guerra, además, este modo de despojar violentamente una nación a otra, se ha hecho harto costosa. Los gastos de producción suelen en la guerra moderna ser mucho mayores que lo producido, si producido puede llamarse lo que se toma contra la voluntad de su dueño. De aquí, en primer lugar, que apenas se emprenda ya guerra alguna con el propósito de enriquecerse; y en segundo lugar, que los pueblos enriquecidos sean los que tienen más medio de hacer la guerra y más probabilidad de vencer. Antes, los pueblos se hacían fuertes y guerreros a fin de enriquecerse; en el día los pueblos se enriquecen con el propósito de ser fuertes y guerreros. Sin duda que será un progreso más, cuando los pueblos se enriquezcan sólo para ser más morales, más felices y más ilustrados; pero esto aun está lejos. La manía de dominar y de prevalecer sobre los demás no se curará en muchos siglos.

Sostienen hoy no pocos autores, Buckle entre otros, tan celebrado por todo el mundo, que la Economía Política conspira de un modo incontrastable a que terminen las guerras sangrientas, a que la utopía de la paz perpetua venga a realizarse. Por esto, sin duda, y por otras razones no menos singulares, han llegado a tan loco extremo la admiración, la adoración y el fanatismo por la Economía Política. Para Buckle, Adam Smith ha hecho más por la humanidad que todos los sabios, que todos los profetas y que todos los genios inmortales que han nacido de madre y que han revestido carne humana en este pícaro mundo. Ni las leyes de Solon, de Numa y de Manú, ni todos los libros de filosofía, ni los mismos Evangelios, importan un pito comparados con la Riqueza de las Naciones. Según Buckle, la Riqueza de las Naciones es «el libro más importante que se ha escrito jamás; su publicación ha contribuido en mayor grado a la dicha del humano linaje que el talento reunido de todos los hombres de Estado y de todos los legisladores, de quienes nos conserva la historia un recuerdo auténtico.»

Todo esto podrá ser verdad; pero también lo es que, desde el año de 1776, en que salió a luz por vez primera el libro divino, salvador, redentor y pacificador, las guerras han sido tan frecuentes como siempre y mil veces más espantosas por los millones de hombres que en ellas miserablemente han perecido. Cuando no hay guerra, hay una cosa tan mala, tal vez peor que la guerra: la paz armada. El dinero se gasta desatinadamente en sostener ejércitos inmensos, y los hombres más robustos, jóvenes y fuertes de Europa, apartados de todo trabajo útil, están siempre con las armas en la mano, acechándose, espiándose y amenazándose. Cierto que la Economía Política y el libro maravilloso de Adam Smith no han puesto remedio a tanto mal. Si algo ha de ponerle remedio, ha de ser la filosofía, la religión mejor entendida que en otros siglos, y el exceso mismo del mal, que tal vez acabe por hacerle imposible.

Los medios de destrucción se aumentan por tal arte que es de temer que dentro de poco puedan matarse en un minuto millones de hombres; puedan dispararse en un segundo más bombas, balas y metralla que un siglo ha se disparaban en treinta o cuarenta años; y tales y tan estruendosos podrán ser los disparos, que el coste de uno solo baste a mantener durante un año a toda una familia. Horrorizados de tanto gasto y de tanta efusión de sangre, los hombres políticos clamarán, y claman ya muchos, por la paz y aun por el desarme; no porque Adam Smith y sus discípulos los hayan convencido. No creo yo que Napoleón III tenga el corazón de mantequilla y de jalea; pero el tremendo espectáculo del campo de batalla de Solferino, de tantos millares de cadáveres, hubo de oprimirle y angustiarle el corazón, decidiéndole a la paz, aun antes de cumplir su promesa de hacer libre a Italia hasta el Adriático. Adam Smith y todas sus teorías no tuvieron parte alguna en esta determinación.

Si algún pensamiento económico impide la guerra o la hace más difícil en lo venidero, es independiente de la ciencia: no es menester haber leído a los economistas para concebirle. El pensamiento es sencillo y claro: es el pensamiento de lo mucho que la guerra cuesta. Los Gobiernos, además, tienen casi siempre que acudir a empréstitos para hacer la guerra. Los que prestan el dinero tienen interés en que el del dinero prestado sea lo más crecido posible; por donde, aun sin contar con otras causas, el papel de la Deuda baja, y la fortuna pública padece.

Los que tienen que perder, los hombres acaudalados, son, por consiguiente, pacíficos; y como los que tienen dinero mandan en el día más que nunca y ejercen una influencia grandísima sobre la opinión, resulta que las guerras son condenadas por la opinión, cuando no hay un fuerte estímulo de egoísmo que induzca a hacerlas; como, por ejemplo, abrir un nuevo mercado para los productos nacionales; introducir en algún país poco culto la libertad de comercio, las obras divinas de Adam Smith, el opio u otra droga peor, a cañonazos y a bayonetazos; entretener y recrear y embriagar al pueblo con gloria para que no se fastidie y se subleve; y tal vez deshacerse, siguiendo las doctrinas de algún economista, de aquella parte de la población que está de sobra, que no tiene cubierto preparado en el festín de la vida, que turba o rompe el justo equilibrio que debe haber entre el producto y el consumo, entre los que subsisten y los medios de subsistencia.

Además de la guerra material y sangrienta, ha tomado en nuestros días más auge que nunca otra guerra que trae a la humanidad infinitos bienes, y que la lleva en volandas, no ya por el camino real del progreso, sino por una trocha o atajo. Pero, como no hay atajo sin trabajo, de esta otra guerra, que es la industrial y comercial, nacen temerosas perturbaciones, duros padecimientos, horribles desengaños y desconsoladoras ruinas. No me incumbe explicar esto ni hacer aquí la sátira del modo de ser de las sociedades modernas. Remito al lector a los socialistas, hijos legítimos de los economistas y sus más crueles y acérrimos adversarios. Aun que la Economía Política no tuviese más pecado que el haber criado a sus pechos al socialismo, no podría ser absuelta del todo. Por lo demás, el socialismo, salvo que hasta hoy no es más que un conato, un desideratum, una aspiración, es, según algunos, esto es, será con respecto a la empírica y pedestre Economía Política, lo que son las matemáticas sublimes con respecto a las cuatro reglas de la Aritmética. La ciencia social o dígase la Sociología (¡híbrido y ridículo vocablo!) está aún por inventar, aunque sostengan lo contrario los positivistas. Lo malo es que los problemas que esta ciencia ha planteado y no ha resuelto, y la crítica audaz, inteligente y destructora con que ha hecho vacilar la fe en el orden social existente, tienen a los hombres todos llenos de recelo, dentro de cada Estado, presumiendo siempre que pueda sobrevenir la violencia a resolver los intrincados problemas de la ciencia novísima; a desgajar de sus cimientos todo el edificio de la sociedad con el fin de fundarle sobre otros mejores y más sólidos. De aquí el que no haya sólo guerra o paz armada entre unos Estados y otros, sino también guerra o paz armada, esto es, peligro y sobresalto constante, dentro de cada Estado. En todo lo cual no parece que ha puesto remedio la Economía Política, sino que ha venido a empeorarlo.

No crea el discreto lector que no conozco lo que podrá decir de mis divagaciones en este escrito. Sírvame de excusa el haberle llamado meditación, y el ser la meditación sobre un asunto tan vasto y tan en relación con todos los asuntos como es el dinero. Para tratarle a fondo, y con la claridad, el orden y el método convenientes, me hubiera sido necesario escribir un grueso volumen. ¿Pero por qué, se me dirá, has elegido tan vasto asunto, cuando no pensabas escribir ese grueso volumen, sino un artículo de periódico? A lo cual respondo: que la falta de dinero, la penuria pública, los apuros del Tesoro, las lamentaciones que oigo por todas partes, la esperanza que muestran algunos de que los economistas nos van a salvar, la poca confianza que advierto en otros en la eficacia saludable de los economistas, los discreteos de todos, los medios que tantos proponen, convertidos en arbitristas, para llevarnos a puerto de salvación, y las diversas explicaciones que dan sobre las causas del grave mal que padecemos, todo me ha impulsado con irresistible vehemencia a meditar y discurrir sobre estos asuntos, en los cuales confieso mi escaso o ningún saber. Pero, considerándome yo como vulgo, como profano, todavía he creído que, si no útil, al menos podría ser entretenido y curioso el exponer lo que cavila el vulgo, lo que alambica y divaga sobre el particular. Así es que me he hecho eco fiel del vulgo en esta meditación, adornándola con algunas sentencias morales sacadas de la lectura de los filósofos. No se extrañe, pues, que yo no pruebe nada, que yo no concluya nada, que no presida un pensamiento dominante a todo este escrito mío.

Mucho temo dilatarle haciéndome pesado; pero se me ocurren varias observaciones que no tengo valor para pasar en silencio.

Es la primera que, en el estado actual de la civilización, y aun estoy por afirmar que siempre, no acontece con las naciones lo que con los individuos, los cuales, como ya dijimos, pueden ser sabios, santos o poetas y ser pobres. Una nación, si es inteligente y activa, por santa, por sabia y por heroica y poética que sea, tiene que hacerse rica también. Si se queda pobre, da marcadas y evidentes señales de que no es inteligente, o de que no es activa, o de que padece alguna enfermedad secular de que no ha logrado curarse.

Decía, en 1629, el Padre Maestro Fray Benito de Peñalosa y Mondragón, en un curiosísimo libro que dio a la estampa, que el ser España muy católica y muy monárquica, y el tener otras tres excelencias más, causaban su despoblación y su ruina. Lo mismo asegura Buckle, en perfecta consonancia con el Padre Peñalosa, a quien ha adivinado y no leído. Nuestra religiosidad y nuestro amor y fidelidad a los reyes nos han traído tan perdidos y tan atrasados. En cambio, según el mismo Buckle, en Escocia ha habido y hay gran prosperidad y progreso. Allí, aunque también tienen la desgracia de ser sobrado religiosos, han tenido la fortuna y la excelente cualidad de ser muy desleales a sus soberanos.

Los escoceses, dice Buckle, han hecho la guerra a casi todos sus reyes, han decapitado a varios, han asesinado a otros; y hasta han vendido a uno de ellos, por cierta suma de dinero que les hacía mucha falta. Esta cordura de los escoceses les ha valido el prosperar y el progresar, y sobre todo la gloria de que el salvador Adam Smith nazca entre ellos.

La extraña doctrina que acabo de exponer, idéntica en Buckle y en Peñalosa, no puede refutarse o censurarse con ironía. Es menester desecharla con seriedad. No es asunto de burla. No. La riqueza y la prosperidad y la cultura no acuden a los pueblos, porque los pueblos abandonen a Dios y maten o vendan a sus príncipes.

En un individuo, tal vez la bondad y excelencia del carácter han sido obstáculo a la fortuna: en un pueblo, no queremos ni podemos creerlo. Por consiguiente, si España está hoy pobre y atrasada, culpa es, no de sus virtudes sino de sus vicios; no de buenas calidades, sino de malas.

Dan otros por causa de nuestro atraso y de nuestra pobreza la aridez y esterilidad del suelo, que ofrece pocos recursos; pero aunque dicha aridez y dicha esterilidad fuesen ciertas, como una nación no vive sólo del suelo, sino del ingenio y de la laboriosidad de sus hijos, no podría esta falta ser origen del mal. En los siglos pasados y en los presentes hubo y hay naciones ilustres que han florecido en suelo estéril. El suelo del Atica es un ejemplo de esto, y a su esterilidad atribuye Tucídides el que allí viniese a formarse tan glorioso y próspero Estado, porque, en los principios de la civilización griega, los hombres huyeron de los terrenos fértiles, invadidos o infestados continuamente de ladrones y piratas, y vinieron a refugiarse en Atica, para estar al abrigo de las depredaciones y devastaciones. Venecia, que fue tan poderosa y rica, tuvo también un origen semejante, y fue fundada en unas lagunas por gente fugitiva de los bárbaros invasores de Italia. La misma Escocia será todo lo pintoresca y linda que se quiera, pero no hay quien no convenga en que naturalmente es estéril; sin duda, más estéril que España. Lo propio puede afirmarse de Holanda y de otros muchos países, si apartamos de ellos con la imaginación lo que por mejorarlos han hecho ya el arte y el ingenio.

Pensadores hay que se van al extremo opuesto, y atribuyen la inferioridad soñada o verdadera de nuestra civilización a la abundancia de mantenimientos y a la facilidad de la vida para la gente pobre. Esto dicen que afloja todo resorte de acción y que hace al pueblo débil y propenso a la servidumbre: mientras que en los países donde el pueblo ha tenido que luchar mucho y que vencer grandes obstáculos para ganarse la vida, luego que los vence y vive, es más digno y enérgico, y menos sufrido de ninguna especie de yugo y de sujeción. Ponen por ejemplo de tal aserto la India y el Egipto, y no se ha de negar que son ejemplos que tienen fuerza. Sostienen, además, que la causa del atraso de Irlanda y de su humillación han sido la abundancia y la baratura de las patatas. Más razón llevan, a mi ver, los que piensan así, que los que atribuyen el atraso, o mejor dicho el estancamiento a la esterilidad del suelo; pero yo no me atrevo a dar la razón ni a unos ni a otros; y sobre todo, en el caso particular de España. No creo que ni el clima, ni el suelo, ni la fertilidad, ni la exuberancia de la naturaleza y de sus productos, sean ni hayan sido entre nosotros como en la India y en el antiguo Egipto, ni hayan podido nunca producir efectos semejantes.

Dicen otros pensadores, que piensan poco, que todo nuestro mal proviene de los malos Gobiernos. Sentencia es esta indigna de refutación. Ningún país, a no estar bajo el yugo de una tiranía invencible, tiene más gobierno que el que se da y merece. Cuanto hay en España de más enérgico, de más ilustrado, de más discreto, la ha gobernado ya. Apenas habrá quedado hombre de alguna nota en todos los partidos que no haya sido Ministro. Si todos han sido inhábiles, fuerza es conjeturar que España no da más de sí.

No falta tampoco quien atribuya nuestro atraso al ningún amor al bienestar y al lujo; a que nos contentamos y conformamos con vivir mal, y, no sintiendo el aguijón del deseo de goces, no nos movemos al trabajo. Este raciocinio es absurdo por la falsedad de la premisa en que se funda. Todos los hombres, y peculiarmente los españoles, salvo algún extravagante, prefieren comer foie-gras y pavo trufado a comer chanfaina y revoltillos; vestir ricos paños y terciopelos, a vestir bayeta; vivir en un palacio, a vivir en una choza; y andar en coche, a andar a pie. No es una ciencia oculta el saber que hay coches, buena cocina, excelentes manjares, telas de seda, joyas de oro y pedrería, y otros muchos deleitosos objetos, ni es menester tener un alma muy levantada para ambicionarlos. No hay nadie que no los ambicione. Si del deseo, del afán de ser ricos, dependiese la riqueza, España sería una de las naciones más ricas del mundo.

Síguese, pues, que no sabemos por qué es pobre España, a no ser que afirmemos, y a esto me inclino yo, que somos pobres por una calidad opuesta a la que acabamos de mencionar: por el amor al lujo, por el despilfarro, por el desorden, porque somos indiscretamente muy rumbosos y generosos, y sobre todo, porque no sabemos gastar y gastamos sin discernimiento y sin lucimiento. De este defecto adolecen y han adolecido siempre en España los particulares y el Estado.

En tiempo de Felipe II, cuando estábamos en la cumbre de la prosperidad, cuando dominábamos y despojábamos tantas regiones, cuando

La tierra sus mineros nos rendía,
Sus perlas y coral el Océano;

Campanella se pasma de que tanta riqueza se disipe sin saber cómo, y de que siempre estemos sin un real y pidiendo prestado. «Est, dice, admiratione dignum, quomodo consumatur tanta divitiarum vis, sine ullo emolumento; cum videamus Regem fere perpetua inopia laborare, atque etiam ab aliis mutuo accipere.» Lo mismo ocurría entonces entre los particulares que en el Estado. En ningún país se puede decir con más verdad que en España, que no se sabe dónde se va el dinero. Al caer la dinastía austriaca, que se había enseñoreado de lo mejor del mundo, Madrid era (permítaseme lo vulgar de la expresión) un corral de vacas. ¿Dónde estaban los palacios, los templos, los monumentos, las estatuas? En parte alguna. ¿En qué gastamos las riquezas de América? ¿En qué empleamos el botin de los pueblos subyugados?

La inopia nos trabajaba entonces tanto o más que en el día, y la inopia nos humilló y nos hizo bajar de la altura en que nos habíamos puesto.

En el día de hoy, el movimiento ascendente de la civilización europea nos lleva en pos sí, y no puede negarse que en medio de mil disgustos, de mil apuros y de doscientas mil mortificaciones de amor propio nacional, España progresa y se mejora; pero buenos azotes le cuesta. La torpeza en el producir y la mayor torpeza en el gastar tienen la culpa de estos azotes.

Yo soy un libre-cambista teórico furibundo. Bastiat y Cobden me han convencido: pero en la práctica me asusto del libre-cambio. ¿Qué hay en España que pueda competir libremente con los productos extranjeros? El vino quizás; y con todo, salvo el vino de Jerez, los demás vinos españoles suelen ir a Francia, les echan un poco de zumo de moras, de alumbre y de raíz de lirio, y nos le vuelven a vender, dándonos una sola botella en el precio que recibimos por una o dos o tres arrobas. Esto es, que damos cincuenta o sesenta botellas por una del mismo líquido, con la ligera modificación del alquimista o boticario.

¿Qué mar de vino, qué rió de aceite no tendrá que gastar cualquiera rica dama andaluza para comprar un vestido de casa de Worth? Pues ¿si la dama es de Almería y tiene que comprarse el vestido de Worth con el producto del esparto? Entonces tendrá que mondar y desnudar centenares de leguas cuadradas para vestir su lindo y airoso cuerpo. De casi todos nuestros cambios, más o menos libres, puede decirse lo mismo. Hasta el precio del trasporte nos es perjudicial, estableciendo natural y fatalmente un derecho protector en contra de nuestras voluminosas, groseras y pesadas mercancías. Y todo esto, sin contar con el fraude, con la burla, con lo que vulgarmente se llama primada. Por cuentecillas de vidrio de colores, por clavos y otras baratijas, tomaban los compañeros del capitán Cook cuanto había de bueno y exquisito en Otahiti. Algo de esto, aunque en menor proporción, ocurre siempre en los cambios entre un pueblo adelantado y otro más atrasado. A menudo se dan objetos que tienen un verdadero valor, por otros que no tienen ninguno, sino el de la moda o el capricho. La sola palabra chic, abreviatura del nombre de un menestral borracho que bailaba el can-can primorosamente, ha producido a todas las industrias parisienses, legítimas e ilegítimas, un número considerable de millones.

Se dirá que éstos no son argumentos serios; que si la palabra chic es tan productiva, debemos inventar nosotros otra palabra que lo sea más; que en nuestras manos está echarle al vino, desde luego, todos los polvos y drogas que le echan en Francia, o descubrir, fabricar o confeccionar algunos primores por los cuales nos den tanto o más que lo que damos por los vestidos de Worth. Pero a esto se contesta que, aun siendo nosotros capaces de tales invenciones, no acertaríamos a darles valor, porque aún no tenemos el prestigio y la autoridad que se requieren. Además que, según aseguran muchos autores y pretenden haber demostrado, los españoles estamos dotados de una incapacidad invencible para todas aquellas artes e industrias que conducen a hacer más agradable, más cómoda, más dulce la vida. Personas muy religiosas y patrióticas, entre ellas un académico de la Historia, en su elegante discurso de recepción, han sostenido que esta ineptitud, calificada de sublime, es una prueba de nuestro gran ser, de nuestros pensamientos levantados y celestiales, de nuestro severo espiritualismo. Buckle coincide también en este pensamiento, como coincide con el P. Peñalosa, pero explicándolo todo a su manera. Según él, la causa principal de esto son los terremotos, frecuentísimos y terribles en España, los cuales nos traen siempre asustados y contritos, y no acaban de quitarnos el temor de Dios, con lo cual no es posible el progreso. Se infiere, por lo tanto, que por culpa de los terremotos no tenemos chic, ni tenemos un sastre como Worth, ni una fabricadora de sombreros como Mme. Virot, ni un abaniquero como M. Alexandre: en suma, no sabemos hacer nada o casi nada primoroso. Nuestro orgullo, además, nos impide buscar salida para nuestras mercancías, encomiándolas, presentándolas y ofreciéndolas con insistencia. Casi todos los españoles tenemos por artículo de fe y por norma de nuestra conducta mercantil aquello de que el buen paño en el arca se vende, y cuanto paño fabricamos nos parece bueno.

Deduzco yo de todo lo dicho que en España pudieran por ahora salir fallidas las leyes del libre cambio, porque al fin no hay ley ni regla sin excepción, y que, a no ser por otra ley más poderosa, la ley de afinidad europea, que nos hace seguir el movimiento ascendente de toda esta gran república o confederación de naciones, las agonías que pasamos pudieran convertirse en muerte. Entre tanto, es indudable para mí, y para todo el que no esté obcecado por vanas teorías, que España consume hoy mucho más de lo que produce. Y esto, no sólo el Estado, sino también la sociedad. En balde nos afanamos por enjugar el déficit. Es menester trabajar mucho más o gastar mucho menos. Es menester, sobre todo, no pedir prestado; no seguir trampeando.

Prescindiendo de la honra de España que ha sido puesta en la picota y sacada a la vergüenza en muchas casas de contratación, las condiciones con que nos dan dinero son espantosas, judaicas, usurarias por modo heroico. Cada millón nos cuesta más de cuatro, que si hoy son nominales, podrán ser efectivos, si por un milagro de la Providencia llegamos a salir de la miseria presente. Hacemos un contrato aleatorio; jugamos con nuestro porvenir; de suerte que, si alguna vez tenemos el gusto de mejorar de fortuna, este gusto se acibarará con el disgusto de deber realmente cuatro a quien no nos prestó más que uno; de proporcionarle una moderada ganancia de 400 por 100 en el capital. Entre tanto, los intereses que pagamos son por lo menos de un 12 por 100. Tal vez nos arreglemos por tal arte que sean de un 16 o de un 18.

Cualquiera trato o negociación que se haga, o se haya hecho o se esté haciendo, para obtener dinero, disimulará tal vez el sacrificio a los ojos profanos; pero no le mitigará. Es seguro que el dinero que tomemos, por enrevesado que sea el método de tomarle, nos ha de costar lo mismo o más que por el método sencillo y expeditivo de emitir Treses. Trasmitida la operación al idioma pintoresco del vulgo, será siempre tirar de los pies a un ahorcado.

Dicen los que entienden de Hacienda, que es menester proporcionarse recursos y que no nos los podemos proporcionar con menos sacrificios. Si esto es así, Dios me libre de criticar al Sr. Ministro de Hacienda. Lo único que yo diré y digo es que el artificio de tomar prestado de un modo tan ruinoso no es muy ingenioso, ni muy sutil, ni muy peregrino, y que, si la ciencia de la Hacienda consiste en eso sólo, se puede suponer que no hay tal ciencia de la Hacienda, y que el último patán puede hacer lo mismo que el profesor más hábil.

He vacilado y vacilo aún en publicar esta Meditación, harto rara; estos desordenados pensamientos míos, que la angustia en que vivimos y el terror que infunde en algunos corazones la ciencia económica española, me han inspirado, sin poderlo yo remediar.

Repito asimismo que aquí no se aducen otras razones que las del mero sentido común más rastrero; y que desde la bajeza de este sentido común a la altura de la ciencia ha de haber una distancia infinita.

Todo esto lo reconozco y lo proclamo. Sin embargo, tal es el amor que tenemos a nuestros hijos, y la presente Meditación es hija mía, que aunque haya nacido enclenque y ruin; no he de atreverme a matarla. Más bien me atreveré a darle vida, aunque sea vida efímera y trabajosa, publicándola en un periódico, y exponiéndome por amor paternal a las iras o al menosprecio de los sabios, que tal vez hacen en este momento la felicidad de la patria. Tal vez murmuramos, como murmuraba la chusma a bordo de las carabelas la víspera de aquella feliz y memorable aurora en que por vez primera aparecieron a los ojos espantados de los europeos las risueñas y fecundas costas del Nuevo Mundo. Tal vez murmuramos, como murmuraban los israelitas en el desierto porque no llegaban a ver la Tierra Prometida; y eso que el Maná y las codornices que les daba su Moisés no costaban nada, y los millones que nos da nuestro Moisés cuestan mucho.

En fin, sea como sea, yo me atrevo a publicar esta endiablada Meditación. Al cabo, no soy esparciata para dar muerte a mis hijos enfermizos, aunque tenga que ser esparciata y tengamos que ser esparciatas todos los españoles para tragar la salsa negra, si siguen las cosas así.

Considere el pío lector que esta Meditación es como un entretenimiento y nada más, y sea verdaderamente pío, que harto lo exige el caso. Lea mi Meditación sobre el dinero como quien lee un libro de cocina cuando tiene hambre, y hallará en mi Meditación algún consuelo y alivio.

Si por dicha, que no es de esperar, mi Meditación no pareciese muy mala, tal vez me animaría yo a escribir otra sobre las contribuciones y los empréstitos de España, diciendo siempre lo que dice el vulgo y nada más que lo que dice el vulgo, sin meterme en honduras.

LAS ESCRITORAS EN ESPAÑA

Y ELOGIO DE SANTA TERESA

Nada podría lisonjearme y agradarme más que el encargo que me habéis dado de contestar al bello discurso que acabamos de oír. Su autor, recibido hoy en el seno de esta corporación, está unido a mí por lazos de parentesco, y, lo que es más estimable y grato, por amistad de mucho tiempo, jamás interrumpida hasta ahora y que promete no serlo nunca.

(b)Discurso leído en la Real Academia Española, el 30 de Marzo de 1879, en la recepción del Conde de Casa-Valencia

Si la disposición de ánimo, que de este afecto nace, no tuerce mi juicio, inclinándole a la benevolencia, me atrevo a afirmar que la obra literaria, que el nuevo Académico nos ha leído, corrobora las razones que para elegirle tuvisteis, siendo dichosa muestra de sobriedad, tersura y sencilla elegancia de estilo y cumplido dechado de crítica juiciosa.

Pero, por mucho que valga su discurso, el Conde de Casa-Valencia había exhibido antes otros títulos de más valer para aspirar a tomar asiento entre vosotros.

No pocas veces he discutido yo con él acerca de un punto importantísimo en la historia de toda literatura, y singularmente de la española, en nuestros días. Fundábase nuestra controversia en este aserto, que dábamos por sentado: en nuestra España apenas tiene el escritor el incentivo del lucro, o es tan ruin el incentivo que no debe suponerse que sea él y no el amor de la gloria quien a escribir estimule.

La controversia era, pues, sobre si tal carencia, ineficacia o escasez de incentivo, era un bien o un mal para las letras.

Como yo no vengo aquí a hacer pública confesión de mis culpas, no diré si por carácter vacilo; pero sí confesaré que, salvo en ciertas cuestiones de primer orden, en que sostengo siempre la misma opinión, rayando en tenacidad mi consecuencia, suelo en muchas otras, que considero secundarias, vacilar con demasía y no acabar nunca de decidirme, fluctuando entre los más encontrados pareceres. Percibo o imagino qué percibo cuantos argumentos hay en pro y en contra, y ya me siento solicitado por unos, ya atraído por otros, en direcciones opuestas.

En este asunto de las letras mal remuneradas me ocurre, mil veces más que en otros, tan lastimosa fluctuación.

Prescindo del interés que como escritor me induce a desear que los libros se vendan a fin de hallar en componerlos medio honrado de ganar la vida. Y libre mi criterio de esta seducción, diré en breves frases lo que en pro de ambos pareceres se presenta a mi espíritu.

Cuando era yo mozo, me encantaba la lectura de un tratado del célebre Alfieri, cuyo título es Del Príncipe y de las letras. Nada me parecía más razonable que lo que allí se afirma. Todavía, en tiempo del autor, los poetas, los filósofos, los que componían historias, todos los escritores, en suma, contaban poco con el vulgo, y esperaban o gozaban remuneración por sus trabajos de algún magnate, monarca, tirano o señor espléndido, que los protegía. Contra esto se enfurece Alfieri, declama con severa elocuencia y se desata en invectivas y en raudales de indignación. Para complacer al príncipe, magnate o tirano, a quien se sirve y de quien todo se espera o teme, importa adular, encubrir a menudo las verdades más provechosas al género humano y emplear un estilo sin nervio. El escritor, pues, que se respete y que estime su misión en lo que vale, es menester que se sustraiga y emancipe de la protección y tutela del tirano, que aprenda y ejerza oficio manual para vivir independiente, y que, de esta manera, escribiendo sólo por amor a la gloria y por filantropía, esto es, por deseo santísimo y purísimo de adoctrinar a los hombres y de hacerlos más virtuosos, componga obras merecedoras de pasar a la posteridad, para bien de las generaciones futuras, a quienes sirvan de guía y norte.

Todos estos razonamientos repito que me encantaban. Y yo daba gracias fervientes al cielo porque me había hecho nacer en una edad en que las cosas habían cambiado de tal suerte, que el escritor, contando con el público, para nada necesitaba de tirano a quien adular, ni a fin de no incurrir en su enojo se veía obligado a callar las más útiles y hermosas teorías.

Después vinieron la contradicción y la duda. Esto que hoy se llama público y que en lo antiguo con vocablo menos respetuoso se llamaba vulgo, ¿no es tirano también? ¿No es menester adularle si queremos ganar su voluntad? ¿No conviene decirle las cosas que le deleitan para tenerle propicio? ¿No se necesita callar las verdades más sanas para que no se enfade?

Si el público fuera en realidad equivalente al vulgo, si el público y el pueblo fuesen la misma entidad, aún se podría sostener que posee, si no reflexivo acierto para apreciar la bondad, la verdad o la belleza, instinto semi-divino y casi infalible que le lleva a fallar sobre todo ello con justicia. Pero, entre las muchedumbres que gozarán, a no dudarlo, de tan noble instinto, y el escritor que a ellas se dirige, siempre o casi siempre se interpone cierta capa social, aunque leve y sutil, muy tupida, donde la voz se embota y apaga o el escrito se detiene, sin llegar ante los ojos o sin penetrar en los oídos de ese vulgo o de ese pueblo, que exento de prejuicios y con certera candidez sabría decidir lo justo, si la voz o el escrito se pusiera a su alcance. Detenidos éstos en la mencionada capa social, sólo de ella pueden los escritores esperar hoy el galardón que apetecen. Lo malo es que las gentes que forman esta capa social son, a mi ver, poco a propósito para el fallo. Egoístas en grado sumo, se dejan arrastrar de la pasión o del interés del momento. Hasta lo más excelso y trascendental se subordina a la moda: ora por moda son creyentes; ora por moda son impíos. A la adulación se hallan tan propensos como el más engreído tirano. Y suelen carecer del buen gusto de que algunos tiranos, protectores de las letras, han dado pruebas brillantísimas. Bien puede ponerse en duda que haya habido jamás clase media bastante ilustrada para competir en tino, al proteger la poesía y las demás letras humanas, con Pericles, Augusto, Mecenas, Bembo, Leon Décimo, Lorenzo el Magnífico, Luis XIV de Francia y el Duque de Weimar. Ni sé yo, si se ahonda y escudriña bien este negocio, qué cosas tan útiles al linaje humano se hubieron de callar los protegidos por no incurrir en el desagrado de sus egregios protectores. ¿Qué prohibiría decir, por ejemplo, el Duque de Weimar a Herder, Wieland, Lessing, Goethe y Schiller? Yo me doy a entender que ellos dijeron todo lo que quisieron, y que, sin miedo de perder el favor del amable soberano que los hospedaba y regalaba con generosa magnificencia, permítaseme lo familiar de la frase, se despacharon a su gusto.

No se opone esto a que Alfieri en general tuviese razón; pero es menester hacer extensivo su argumento no sólo al escritor que se somete a un príncipe, sino también al escritor que al público se somete. Por donde vendrá a inferirse que la verdadera independencia y nobleza de quien escribe está en el propio ser de su alma y no en la circunstancia exterior de que viva asalariado por un príncipe o por un mercader de libros que le paga con lo que del público cobra.

Sea como sea, en el día este segundo modo de ganar algo con las letras es el único posible. Los príncipes no son señores de vidas y haciendas; apenas se halla tirano, amable o no amable, que pueda disponer de la fortuna pública para proteger a los poetas y literatos; y lo más natural es que éstos se hagan pagar por el público su trabajo; porque no se ha de confundir por ningún estilo el antiguo patrocinio de los príncipes con lo que hoy se llama protección oficial. Esto, por muchas garantías que se den y por más exquisitas precauciones que se tomen, tiene todos los inconvenientes de los otros dos modos de protección. En lo tocante a servilismo baja hasta lo ínfimo, pues no se trata ya de adular a los Médicis o al distinguido y simpático Duque de Weimar, sino al Ministro, tal vez zafio y oscuro, al Director, tal vez lego, y acaso, acaso, al triste Oficial del Negociado. Las elegancias cortesanas, los primores del estilo, la atildada compostura, que para ganar la protección de la Corte se requerían, están aquí de sobra. Por todo lo cual entiendo que de esta protección oficial, concedida en virtud de prosaicos expedientes, sólo nace una literatura enfermiza y enteca, como planta criada en invernáculo: libros de pacotilla, sin elevación ni libertad de espíritu en quien los escribe, y desprovistos además de aquella distinción y de aquella pulcritud aristocráticas, que siempre son un mérito, no existiendo otros de más sustancia.

Así, pues, yo propendo a creer que es inútil, si no por todo extremo nociva, la protección oficial a la literatura, y en particular a la amena, y sólo comprendo que proteja y subvencione el Estado ciertas producciones tan hondas, sutiles y tenebrosas, que se pueda presumir razonablemente que no cuentan en una nación, medio culta siquiera, con un público que pase de cien personas, como por ejemplo, un libro de matemáticas sublimes, erizado de fórmulas, signos y figuras, y atiborrado de cifras, misteriosas para el profano. Lo demás, o dígase novelas, versos, historia, política, y hasta filosofía, el público debe pagarlo, y si no lo paga, mejor es que no se escriba o que se escriba de balde.

Casi se puede afirmar que tal es el caso en España.

Aquí renace la cuestión. ¿Esto es un mal o es un bien? Yo, a pesar de mis vacilaciones, y a pesar del interés personal que me lleva a creer lo contrario, creo que es un bien.

Todo el que tiene o imagina tener algo peregrino, bello y nuevo que decir, de seguro que no se lo calla; lo dice, aunque no se lo paguen. Por decirlo es muy capaz de pagarlo, si tiene dineros. ¿Hay mayor hechizo que el de que nos escuchen o nos lean? Fiado en este hechizo, trazó Leopardi el gracioso y lucrativo proyecto de una compañía o sociedad de oyentes, que se haría pagar por oír a los autores. El filósofo que inventa un sistema, el vidente que percibe al numen agitando su alma, y el poeta a quien el estro hiere y aguija con invencible brío, escribirán sus filosofías, sus poesías y sus visiones, aunque nada les valgan. El escribir entonces será de veras sacerdocio: algo de devotísimo y sagrado que no se tomará por oficio. Se escribirán pocos libros medianos. Sólo se escribirán algunos buenos.

Y se escribirán muchos pésimos, por los alucinados de la gloria; pero esto no obsta, porque el rió del olvido los arrastrará en su corriente, a poco de haber salido a luz y sin dejar huella ninguna.

De que los libros no valgan dinero resultará que todos aquellos hombres de entendimiento, que sirven para algo, harán mil cosas útiles y no escribirán. Sólo escribirán los verdaderamente inspirados, los amantes de la gloria, los punzados e impelidos por el estro, los que tienen algo grande y nuevo que decir, o el que absolutamente no sirve para nada, y, como ha seguido carrera literaria, se hace escritor, desesperado de no poder ser otra cosa y para consolación en su desventura.

Infiero yo de aquí que no reflexionan derechamente los que, llenos de terror de que haya tanto letrado en España, dicen que deben dificultarse las carreras a fin de que muchos tomen oficio o se empleen en más humildes menesteres; porque nuestras aficiones hidalgas o señoriles no lo consentirán nunca; y, si el que estudia algo, aunque sea poco, se convierte hoy en autor, cuando no estudie nada, y no espere regalo y favor de las musas, como ya hacen muchos que no han cursado en las Universidades, se convertirá en hacendista, y las cosas empeorarán. Un poeta, por perverso que sea, es al cabo menos dañino que cualquiera aspirante a ministro de Hacienda, o a banquero o a director del Tesoro.

El argumento no vale, sin embargo, sino para probar que no son dañinos los muchos autores, y no para excitar a que se paguen sus obras.

Donde éstas se pagan bien, por lo rico y más próspero del pueblo para quien se escriben, hay que lamentar hoy cierta plétora. Así en Inglaterra. Tauchnitz, editor de Leipzig, hace una edición de autores ingleses, contemporáneos los más. Es de presumir que sólo publica lo mejor. Su biblioteca o colección, no obstante, consta ya de mucho más de mil volúmenes. Convengamos en que esto pone grima. ¿Es posible que el espíritu humano, por fértil que sea, tenga suficientes primores, novedades y lindezas que decir, para llenar tantos volúmenes, o habrá harto de repeticiones y de palabrería? Lo confieso: al ver esta viciosa lozanía, esta intrincada selva o matorral de libros, que nacen donde se pagan, casi me avengo a que no se paguen aquí o se paguen mal, a fin de que sólo escriban los que por ilusión sandía se creen genios, o los que tienen algo de genios y no pueden menos de escribir. Los libros de aquéllos pasarán y los pocos de éstos quedarán, como conviene que queden, sin confundirse en el fárrago insulso de tanto como por oficio se escribe.

Por otra parte, donde no valen dinero las obras literarias, los autores no suelen ser tan prolijos en escribir, y esto es gran ventaja. Aunque yo disto infinito de ser profundo, venero la profundidad, si bien me guardo de confundir lo profundo con lo difuso. Y cierto que hoy se peca gravemente en esto, donde los libros valen. Hay, verbigratia, una Historia de Inglaterra, que se toma por modelo. No empieza la narración sino doscientos años ha. El autor murió dejando escritos, en unos ocho tomos de la citada edición de Tauchnitz, ocho años sobre poco más o menos de dicha historia. Para escribirla toda hasta hoy hubiera sido menester en el autor la facilidad del Tostado y la vida de Matusalen, a fin de escribir doscientos tomos. Y hasta para leer toda la historia uno que no leyese muy de priesa tendría que consumir lo mejor de su vida.

Si estas razones tengo para no sentir que el oficio de escritor sea bien retribuido, no faltan razones desinteresadas para desear que lo sea. Y es una de gran peso el considerar que no se logra escribir bien y sacar a luz obras inmortales con larga meditación y estudio, sino que las mejores obras suelen brotar de repente, y el autor las produce como por milagro y caso divino, escribiendo veinte cosas malas o medianas antes de atinar con una buena.

En los terrenos feraces, si se siembra trigo y se cultiva bien, el trigo nace en abundancia; pero no dejan de nacer cizaña y otras yerbas perniciosas; y, sin embargo, no es razón que, a fin de evitar que la cizaña nazca, se quede por cultivar el terreno y no se eche en él buena simiente. Ya vendrá en su día y sazón quien escarde el haza o sembrado, y arranque lo que allí ha nacido de más, a fin de que el trigo crezca, medre y cunda sin ahogo.

Esto, en las letras, lo hace la crítica. Porque yo me figuro, pongo por caso, que había de haber un sin número de cantos o narraciones populares sobre la guerra de Troya, y que sin duda algún sabio discreto desechó lo más y escogió lo menos y más hermoso, y, enlazándolo entre sí con artificio y orden, compuso los maravillosos poemas de la Ilíada y de la Odisea. Y del gran moralista antiquísimo de los chinos, no ya por presunción se colige, sino que a ciencia cierta se sabe, que de fatigosa cantidad de sentencias, eliminando muchas, ya por vanas y frívolas, ya por repetidas, reunió lo mejor y más sustancioso, y esto le dio la fama, el crédito y la autoridad semidivina de que él goza entre los de su nación y casta, con provecho y bienandanza de todos.

Por este lado, pues, yo me inclino a desear que se escriba mucho, aunque se nos antoje que no es de mérito, porque sin tanta rapsodia no hubiera salido la Ilíada, y sin tanta sentencia no hubiera podido extraer las suyas el sabio Confucio.

En España, dejando en suspenso el decir si es bien o mal, ya que en mi entender para todo hay razones, se escribe poco en proporción de lo que en otros países se escribe. Y aun de eso poco que se escribe en España, no suele ser lo peor lo que, por incuria o falta de estímulo, queda inédito o pasa ignorado.

Notable prueba de lo que digo pudieran dar bastantes varones ilustres, que ocuparon las sillas de esta Academia, cuyas obras, de gran importancia unas, y otras de sabrosísima lectura, andan perdidas en los periódicos, o existen manuscritas y expuestas a perecer, sin que nadie las imprima y publique en colección: así, por ejemplo, los escritos de D. Agustín Durán, de D. Antonio Alcalá Galiano, de D. José Joaquín de Mora y de otros.

Los españoles son más aficionados al tumulto del espectáculo público que a la soledad y al retiro, y más se avienen con emplear los oídos en escuchar, que los ojos en leer las creaciones del ingenio, por donde éste suele mostrarse, mejor que en el libro, en el teatro y en la tribuna. De aquí que nuestra Academia elija gran parte de sus individuos entre los autores dramáticos y los oradores.

De los últimos hay varios que apenas han dejado escritos, por faltarles tiempo y aliciente para escribir, si bien por lo poco que dejaron es fácil rastrear y columbrar cuánto hubieran acertado al hacerlo, si con afán hubiesen dedicado a tales tareas las altas prendas de escritores que los adornaban. Valga como muestra la bellísima cita, hecha por el Conde de Casa-Valencia en el discurso a que contesto, de un artículo del Sr. Ríos Rosas, La mujer de Canarias, única producción en prosa, que a más del discurso de recepción aquí, confieso conocer, como trabajo meramente literario, de tan eminente republico y tribuno.

El nuevo Académico, a quien tengo la honra de contestar, se cuenta entre aquellos que vienen principalmente aquí a título de oradores, como Pacheco, Olózaga, Gonzalez Bravo y el citado Ríos Rosas.

Su elocuencia parlamentaria y didáctica es harto digna de este premio. Fácil y discreto en cuanto dice, une el Conde, a la elegancia de la frase, la nitidez, la corrección y el método, que valen tanto para hacerse comprender; la amenidad y la gracia, que atraen al auditorio y ganan las voluntades; la firmeza que infunde el convencimiento; y la circunspección, la mesura y el sereno reposo, que cuadran y se ajustan tan bien con la índole del hombre de Estado.

Pero el nuevo Académico no ha lucido sólo en las Asambleas políticas las dotes que como orador le distinguen, sino que, durante tres años, ante numeroso y complacido concurso, ha dado en el Ateneo interesantes lecciones sobre La libertad política en Inglaterra, las cuales, con aplauso general y no escaso fruto de los que estudian seriamente la política, corren impresas en tres volúmenes. En ellos, a más de campear las excelencias que ya he encomiado, se atesoran no pocas noticias históricas, para la generalidad de nuestros compatriotas desconocidas, y muchas advertencias y máximas, sacadas con tino y agudeza de los mismos hechos que se refieren.

Entre otros trabajos del Conde, es muy de alabar además uno bastante extenso, publicado en la Revista de España, con el título de La embajada de Don Jorge Juan en Marruecos, en el cual, no sólo se descubren excelentes condiciones del estilo propio para la narración histórica, sino la aptitud didáctica, sesuda y reflexiva de que el autor da tantas señales en las precitadas lecciones.

De su discurso de recepción sería petulancia en mí el hacer aquí panegírico. ¿Cuál mejor que vuestro aplauso? ¿Qué prueba más clara de su mérito que el deleite e interés incesante con que le habéis oído?

Grande es mi deseo de contestar dignamente a dicho discurso; pero ni la premura del tiempo, ni las dolencias y graves disgustos, que en estos días me han aquejado, ni mi falta de serenidad y de paz interior, habrían de consentirlo, aunque la pobreza de mi erudición y la cortedad de mi entendimiento no lo estorbasen.

El tema sobre que versa el discurso no puede serme más simpático; pero esto no basta.

Con ocasión de que las mujeres se complacen ahora en asistir a estas reuniones, encarece mi amigo y compañero la capacidad que hay en ellas para el cultivo de las letras y cuán útil y conveniente es que las cultiven. En todo esto mi mente se halla en perfecta consonancia con la suya. Nada diría yo, aunque supiera decirlo, para invalidar sus razones. Lo poco que yo añada será para esforzarlas.

El ser espiritual de la mujer no me parece, con todo, igual al del hombre, sino radicalmente distinto. Lo que el espíritu de ellas concibe sería, a mi ver, monstruoso, si no diese señales de que es de mujer. Mas esta desigualdad no implica diferencia de valer, ni presupone inferioridad mucho menos. La diferencia está en las condiciones y calidades: en algo que se siente de un modo confuso y que es difícil de determinar y de expresar.

Pero la diferencia existe, y, aunque no sea más que por esta diferencia, deben escribir las mujeres. Si sólo escriben los hombres, la manifestación del espíritu humano se dará a medias: sólo se conocerá bien la mitad del pensar y del sentir de nuestro linaje. En los pueblos donde la mujer vive envilecida en la servidumbre, y no se la deja educarse y saber, la civilización no llega jamás a completo florecimiento: antes de llegar, se corrompe o se marchita. Es como si al alma colectiva de la nación o casta donde esto ocurre se le cortase una de las alas. Es como ser vivo que tiene la mitad de su organismo atrofiado o inerte por la parálisis.

Si el alma de la mujer es diferente de la nuestra, hasta en la operación más inmaterial debe notarse. Y yo creo justo y consolador sostener esta diferencia. Si yo cayese en la tentación de hacerme espiritista y de dar fe a la palingenesia, metempsícosis, o como quiera llamarse, imaginando que renacemos en otros astros y mundos de los que pueblan el éter insondable, entendería que la mujer siempre quedaba mujer; pues tendría yo una desazón grandísima si me volviese a hallar, en Urano o en Júpiter, con la linda señora, a quien hubiese amado en nuestro planeta, aunque fuese de un amor más platónico que el de Petrarca por Laura, convertida en caballero o en algo equivalente, según los usos de por allá.

No puede ser mero accidente orgánico el ser de un sexo o de otro, sino calidad esencial del espíritu que informa el cuerpo.

Repito, no obstante, que no implica esto que se dé inferioridad en las mujeres, ni en el alma ni en los órganos que la sirven. Los españoles nos hemos inclinado siempre a creerlas superiores en todo. El sublime concepto que de ellas tenemos se cifra en cierta sentencia que Calderon, no una, sino varias veces, pone en boca de sus galanes:

Que si el hombre es breve mundo,
la mujer es breve cielo.

Recuerdo que Juan de Espinosa, en cierto diálogo que escribió en laude de las mujeres, titulado Ginaecepaenos, se extrema en ponderar lo superiores que son en todo las mujeres, valiéndose para ello de las doctrinas escolásticas, de la historia, de la teología y de los argumentos más raros y sutiles. Dice, por ejemplo, con darwinismo profético y piadoso, que Dios sacó de lo menos acabado y perfecto lo más perfecto y acabado. Del hombre sacó a la mujer, no sin menoscabo y detrimento, pues que le sacó una costilla; y de la mujer, sin detrimento ni menoscabo alguno, sacó un perfectísimo bacón, en quien quiso humanarse. Otra observación no menos curiosa del Ginaecepaenos es que el hombre fue creado por Dios en cualquiera parte, mientras que a la mujer la creó Dios en el Paraíso.

Dejando a un lado estas cuestiones, sobrado profundas, digo que la mujer, aun cuando no escriba, influye benéficamente inspirando lo mejor de cuanto se escribe. ¿Qué poesía, qué drama, qué leyenda, qué novela, no tiene por asunto principal el amor de la mujer? Inspirado por su amor y deseoso de conquistar su amor, canta casi siempre el poeta. Mas no contentas las mujeres con tanta gloria, no satisfechas de inspirar sólo, han querido y debido escribir también, a fin de que una de las faces de nuestro espíritu, colectivamente considerado, no quede en la sombra, sin dejar rastro y sin dar razón permanente de sí.

El nuevo académico, concretándose a nuestra patria, ha hablado con elogio merecido y ha hecho el recuento de las mejores escritoras que enriquecen el idioma castellano con sus producciones.

Es evidente que, en un discurso que por fuerza no ha de extenderse demasiado, no puede esto hacerse por completo. España ha sido tierra fecundísima en escritoras, y el Conde de Casa-Valencia ha tenido que hablar poco de las que ha hablado y que dejar de hablar de muchas.

Con más reposo y tiempo, que los que tengo ahora, no me sería difícil, ya que no completar, añadir algo, citando otras autoras de la época cristiana, y hasta hablando de las poetisas muslímicas, que las hubo en gran número y muy notables.

Un compañero nuestro, el académico correspondiente D. Gumersindo Laverde, pronto, por dicha, llenará este vacío. Sé que reúne noticias con diligencia, y que escribe sobre el asunto. Yo espero que Dios mejore su quebrantada salud, así por lo mucho que estimo y quiero a tan laborioso, entendido y modesto amigo, como para que el público goce del libro que acerca de las escritoras españolas está componiendo, y que será de seguro bueno y provechoso; como toda obra suya.

Quisiera yo, no obstante, añadir aquí algo, sobre lo que ha dicho el Sr. Conde, en alabanza de nuestra gran poetisa doña Gertrudis Gomez de Avellaneda; pero temo repetir lo que ya en algunos escritos míos, a que me remito, dije de sus obras líricas y de alguna dramática.

La premura del tiempo me incita además a no hablar de la gran poetisa, para consagrarme todo, en lo que puedo decir aún sin fatigar vuestra atención, a otra mujer, a otra poetisa harto más asombrosa, hija de nuestra España y una de sus glorias mayores y más puras; la cual, aun considerándolo todo profanamente, me atrevo a decir, sin pecar de hiperbólico, que vale más que cuantas mujeres escribieron en el mundo.

Mi pluma tal vez la ofenda por torpe e inhábil; pero mi intento es sano y de vivo entusiasmo nacido. Mi admiración y mi devoción son tales, que si respondiese mi capacidad a mi afecto, diría yo algo digno y grande en su elogio.

Bien pueden nuestras mujeres de España jactarse de esta compatriota y llamarla sin par. Porque, a la altura de Cervantes, por mucho que yo le admire, he de poner a Shakspeare, a Dante, y quizás al Ariosto y a Camoëns; Fenelon y Bossuet compiten con ambos Luises, cuando no se adelantan a ellos; pero toda mujer, que en las naciones de Europa, desde que son cultas y cristianas, ha escrito, cede la palma y aun queda inmensamente por bajo, comparada a Santa Teresa.

Y no la ensalzo yo como un creyente de su siglo, como un fervoroso católico, como los santos, los doctores y los prelados sus contemporáneos la ensalzaban. No voy a hablar de ella impulsado por la fe poderosa que alentaba a San Pedro Alcántara, a San Francisco de Borja, a San Juan de la Cruz, al venerable Juan de Avila, a Bañes, a Fray Luis de Leon, al Padre Gracian, y a tantas otras lumbreras de la Iglesia y de la sociedad española, en la edad de oro de nuestra monarquía; ni con el candor con que la amaban y veneraban todos aquellos sencillos corazones que ella robó con su palabra y con su trato para dárselos a su Esposo Cristo; sino desde el punto de vista de un hombre de nuestro tiempo; incrédulo tal vez; con otros pensamientos, con otras aspiraciones, y, como ahora se dice, con otros ideales.

En verdad que no es este el punto de vista mejor para hablar de la Santa; pero yo apenas puedo tomar otro. No hay método además que no tenga sus ventajas.

Para las personas piadosas es inútil que yo me esfuerce. Por razones más altas que las mías, comparten mi admiración. Y en dicho sentido, nada acertaría a escribir yo que ya no hubiesen escrito tantos teólogos y doctores católicos de España, Alemania, Francia, Italia y otras naciones, devotos todos de la admirable monja de Avila, y que, en diversas lenguas y en épocas distintas, elogiaron sus virtudes, contaron su vida y difundieron su inspirada enseñanza.

Aunque este escrito mío no fuese improvisado, aunque me diesen años y no horas para escribirle, nada nuevo podría añadir yo de noticias biográficas, bibliográficas y críticas, después de la edición completa de las obras de la Santa, hecha por D. Vicente de la Fuente, con envidiable amor, con afanoso esmero y con saber profundo.

Véome, pues, reducido a tener que hablar de la Santa sólo como profano en todos sentidos.

Mis palabras no serán más que una excitación para que alguien, con la ciencia y el reposo de que carezco, no en breve disertación sino en libro, exponga por el método que hoy priva aquella doctrina suya, que Fray Luis de Leon llamaba la más alta y más generosa filosofía que jamás los hombres imaginaron.

Algo de esto ha hecho, para vergüenza nuestra, un escritor francés, Pablo Rousselot, en libro que titula Los místicos españoles, donde, si deja mucho que desear, aún nos da más que agradecer, ya que ha sido el primero en tratar el asunto como filósofo, moviendo a algunos españoles, a par que a impugnarle y completarle, a imitarle y a seguir sus huellas. Tales son un distinguido compañero nuestro, que no nombro, porque está presente y ofendería su modestia, y el filósofo espiritualista de Béjar, D. Nicomedes Martín Mateos, a quien me complazco en mentar aquí y con cuya buena amistad me honro.

La dificultad de decir algo nuevo y atinado de Santa Teresa crece al considerar lo fecundo y vario de su ingenio y la multitud de sus escritos; y más aún si tenemos en cuenta que su filosofía; la más alta y más generosa, no es mera especulación, sino que se trasforma en hechos y toda se ejecuta. No es misticismo inerte, egoísta y solitario el suyo, sino que desde el centro del alma, la cual no se pierde y aniquila abrazada con lo infinito, sino que cobra mayor aliento y poder en aquel abrazo; desde el éxtasis y el arrobo; desde la cámara del vino donde ha estado ella regalándose con el Esposo, sale, porque él le ordena la caridad, y es Marta y María juntamente; y embriagada con el vino suavísimo del amor de Dios, arde en amor del prójimo y se afana por su bien, y ya no muere porque no muere, sino que anhela vivir para serle útil, y padecer por él, y consagrarle toda la actividad de su briosa y rica existencia.

Pero aun prescindiendo aquí de la vida activa de la Santa y hasta de los preceptos y máximas y exhortaciones con que se prepara a esta vida y prepara a los que la siguen, lo cual constituye una admirable suma de moral y una sublime doctrina ascética, ¡cuánto no hay que admirar en los escritos de Santa Teresa!

Divertida y embelesada la atención en tanta riqueza y hermosura como contienen, no sabe el pensamiento dónde fijarse, ni por dónde empezar, ni acierta a poner orden en las palabras.

A fin de decir, sin emplear muchas, algo digno de esta mujer, sería necesario, aunque fuese en grado ínfimo, poseer una sombra siquiera de aquella inspiración que la agitaba y que movía al escribir su mente y su mano; un asomo de aquel estro celestial de que las sencillas hermanas, sus compañeras, daban testimonio, diciendo que la veían con grande, y hermoso resplandor en la cara, conforme estaba escribiendo, y que la mano la llevaba tan ligera que parecía imposible que naturalmente pudiera escribir con tanta velocidad, y que estaba tan embebida en ello que, aun cuando hiciesen ruido por allí, nunca por eso lo dejaba ni decía la estorbasen.

No traigo aquí esta cita como prueba de milagro, sino como prueba candorosa de la facilidad, del tino, del inexplicable don del cielo con que aquella mujer, que no sabía gramática, ni retórica, que ignoraba los términos de la escuela, que nada había estudiado en suma, adivinaba la palabra más propia, formaba la frase más conveniente, hallaba la comparación más idónea para expresar los conceptos más hondos y sutiles, las ideas más abstrusas y los misterios más recónditos de nuestro íntimo ser.

Su estilo, su lenguaje, sin necesidad del testimonio de las hermanas, a los ojos desapasionados de la crítica más fría, es un milagro perpetuo y ascendente. Es un milagro que crece y llega a su colmo en su último libro; en la más perfecta de sus obras: en El Castillo interior o las Moradas.

La misma Santa lo dice: El platero que ha fabricado esta joya sabe ahora más de su arte. ¡En el oro fino y aquilatado de su pensamiento, cuán diestramente engarza los diamantes y las perlas de las revelaciones divinas! Y este diestro artífice era entonces, como dice el Sr. La Fuente, «una anciana de sesenta y dos años, maltratada por las penitencias, agobiada por enfermedades crónicas, medio paralítica, con un brazo roto, perseguida y atribulada, retraída y confinada en un convento harto pobre, después de diez años de una vida asendereada y colmada de sinsabores y disgustos.»

Así escribió su libro celestial. Así, con infalible acierto, empleó las palabras de nuestro hermoso idioma, sin adorno, sin artificio, conforme las había oído en boca del vulgo, en explicar lo más delicado y oscuro de la mente; en mostrarnos, con poderosa magia, el mundo interior, el cielo empíreo, lo infinito y lo eterno, que están en el abismo del alma humana, donde el mismo Dios vive.

Su confesor el Padre Gracian y otros teólogos, con sana intención sin duda, tacharon frases y palabras de la Santa y pusieron glosas y otras palabras; pero el gran maestro en teología, en poesía y en habla castellana, Fray Luis de Leon, vino a tiempo para decir que se podrían excusar las glosas y las enmiendas, y para avisar a quien leyere El Castillo interior «que lea como escribió la Santa Madre, que lo entendía y decía mejor, y deje todo lo añadido; y lo borrado de la letra de la Santa delo por no borrado, si no fuere cuando estuviere enmendado o borrado de su misma mano, que es pocas veces.» Y en otro lugar dice el mismo Fray Luis, en loor de la escritora, y censurando a los que la corrigieron: «Que hacer mudanza en las cosas que escribió un pecho en quien Dios vivía, y que se presume le movía a escribirlas, fue atrevimiento grandísimo, y error muy feo querer enmendar las palabras, porque, si entendieran bien castellano, vieran que el de la Madre es la misma elegancia. Que, aunque en algunas partes de lo que escribe, antes que acabe la razón que comienza, la mezcla con otras razones, y rompe el hilo comenzando muchas veces con cosas que ingiere, mas ingiérelas tan diestramente y hace con tan buena gracia la mezcla, que ese mismo vicio le acarrea hermosura.»

Entiendo yo, señores, por todo lo expuesto, y por la atenta lectura de los libros de la Santa, y singularmente de El Castillo interior, que el hechizo de su estilo es pasmoso, y que sus obras, aun miradas sólo como dechado y modelo de lengua castellana, de naturalidad y gracia en el decir, debieran andar en manos de todos y ser más leídas de lo que son en nuestros tiempos.

Tuve yo un amigo, educado a principios de este siglo y con todos los resabios del enciclopedismo francés del siglo pasado, que leía con entusiasmo a Santa Teresa y a ambos Luises, y me decía que era por el deleite que le causaba la dicción de estos autores; pero que él prescindía del sentido, que le importaba poquísimo. El razonamiento de mi amigo me parecía absurdo. Yo no comprendo que puedan gustar frases, ni períodos, por sonoros, dulces o enérgicos que sean, si no tienen sentido, o si de sentido se prescinde por anacrónico, enojoso o pueril. Y sin callarme esta opinión mía, y mostrándome entonces tan poco creyente como mi amigo, afirmaba yo, que así en las obras de ambos Luises, como en las de Santa Teresa, aun renegando de toda religión positiva, aun no creyendo en lo sobrenatural, hay todavía mucho que aprender, y no poco de que maravillarse, y que, si no fuese por esto, el lenguaje y el estilo no valdrían nada, pues no se conciben sin pensamientos elevados y contenido sustancial, y sin sentir conforme al nuestro, esto es, humano y propio y vivo siempre en todas las edades y en todas las civilizaciones, mientras nuestro ser y condición natural duren y persistan.

Pasando de lo general de esta sentencia a su aplicación a las obras de la Santa, ¿qué duda tiene que hay en todas ellas, en la Vida, en El Camino de perfección, en los Conceptos de amor divino y en las Cartas y en Las Moradas, un interés inmortal, un valer imperecedero, y verdades que no se negarán nunca, y bellezas de fondo, que las bellezas de la forma no mejoran sino hacen patentes y visibles?

La teología mística, en lo esencial, y dentro de la más severa ortodoxia católica, tenía que ser la misma en todos los autores; pero ¿cuánta originalidad y cuánta novedad no hay en los métodos de explicación de la ciencia? ¿Qué riqueza de pensamientos no cabe y no se descubre en los caminos por donde la Santa llega a la ciencia, la comprende y la enseña y declara? Para Santa Teresa es todo ello una ciencia de observación, que descubre o inventa, digámoslo así, y lee en sí misma, en el seno más hondo de su espíritu, hasta donde llega, atravesando la oscuridad, iluminándolo todo con luz clara, y estudiando y reconociendo su ser interior, sus facultades y potencias, con tan aguda perspicacia, que no hay psicólogo escocés que la venza y supere.

Rousselot concede a nuestros místicos, y sobre todo a Santa Teresa, este gran valor psicológico: la compara con Descartes: dice que Leibnitz la admiraba; pero Rousselot niega casi la trascendencia, la virtud, la inspiración metafísica de la Santa.

Puntos son estos tan difíciles, que ni son para tratados de ligera, ni por pluma tan mal cortada e inteligencia tan baja como la mía.

Me limitaré sólo a decir, no que sé y demuestro, sino que creo y columbro en Las Moradas, la más penetrante intuición de la ciencia fundamental y trascendente; y que la Santa, por el camino del conocimiento propio, ha llegado a la cumbre de la metafísica, y tiene la visión intelectual y pura de lo absoluto. No es el estilo, no es la fantasía, no es la virtud de la palabra lo que nos persuade, sino la sincera e irresistible aparición de la verdad en la palabra misma.

El alma de la Santa es un alma hermosísima, que ella nos muestra con sencillo candor: esta es su psicología: pero, hundiéndose luego la Santa en los abismos de esa alma, nos arrebata en pos de sí, y ya no es su alma lo que vemos, sin dejar de ver su alma, sino algo más inmenso que el éter infinito, y más rico que el universo, y más luminoso que un mar de soles. La mente se pierde y se confunde con lo divino; mas no queda allí aniquilada e inerte; allí entiende aunque es pasiva; pero luego resurge y vuelve al mundo pequeño y grosero en que vive con el cuerpo, corroborada por aquel baño celestial, y capacitada y pronta para la acción, para el bien y para las luchas y victorias que debe empeñar y ganar en esta existencia terrena.

Lo que la Santa escribe como quien cuenta una peregrinación misteriosa, lo que refiere como refiere el viajero lo que ha visto, cuando vuelve de su viaje, no ganaría, a mi ver, reducido a un orden dialéctico: antes perdería; pero sería, sin duda, provechoso que persona hábil acertase a hacer este estudio para probar que hay una filosofía de Santa Teresa.

Yo, señores académicos, deseoso de responder pronto y lo menos mal que pudiera a mi pariente y amigo, me comprometí para hacerlo hoy, sin contar con los males y desazones que en estos días han caído sobre mí. He tenido poco tiempo de que disponer: tres días no más, por esto he sido más desordenado e incoherente que de costumbre. Vosotros, con vuestra indulgencia acostumbrada, me lo perdonareis. Así me lo perdone también este escogido auditorio, y el público luego.

La misma priesa me ha hecho ser más extenso de lo que pensaba. Para decir algo sin escribir o hablar mucho, se requiere o tiempo y meditación, o gran brío de la mente: y todo me ha faltado.

Por dicha, el Conde de Casa-Valencia, con el discurso que leyó antes, recompensó, con paga adelantada y no viciosa, la paciencia que gastasteis en oírme; y no dudo que seguirá pagando este favor, auxiliándonos en nuestras tareas, con la discreción y laboriosidad que le son propias y con la erudición y el ingenio de que nos ha dado hoy gallarda muestra.

SOBRE EL FAUSTO DE GOETHE

Den lieb' ich, der Unmögliches begehrt.
(Fausto, segunda parte, acto II.)

Difícil es decir algo nuevo y bueno sobre Goethe, de quien tanto se ha escrito. Hacer aquí un extracto de juicios y opiniones de otros, no nos parece bien, y no se aviene además con la condición de nuestra tarea, que ha de ser breve, no ha de abarcar en su totalidad a Goethe y sus obras, y ha de concretarse a una: el FAUSTO. Sin embargo, aunque no publicamos el FAUSTO completo, sino la primera parte, no es posible hablar de ella sin hablar de la segunda, ni es posible tampoco hablar de todo el poema sin dar alguna noticia sobre el ingenio, los estudios, la índole y demás prendas del autor de dicha obra, la más importante, sin duda, de cuantas Goethe compuso, y aquella por la cual vino a ser más ilustre, y a merecer más alabanzas y aplausos en todas las naciones civilizadas.

No hablaremos, pues, exclusivamente del Fausto; pero del Fausto hablaremos principalmente; y, procurando prescindir de los juicios extraños, tal vez se logre que los propios tengan alguna novedad, sin que, por el prurito de buscarla, nos extraviemos.

El Fausto es una obra dramática, y la primera parte, con el arreglo indispensable para la escena, se representa en los teatros alemanes; pero, así dicha primera parte aislada, como el conjunto que de ambas tragedias o partes resulta, aspiran a tener muy superior importancia.

No basta para calificar el todo afirmar que es un poema. Toda narración o acción escrita en verso es poema también. Para determinar aquello a que el Fausto aspira, se requiere una previa explicación.

En la aurora de toda cultura humana, antes de que hubiese grandes ciudades y de que se edificasen y aun se inventasen teatros, nació la poesía; nació quizá al nacer el habla; y la poesía fue de dos modos principales: lírica y épica. Un himno, un cantar, una mera copla, donde el autor muestra su amor, su veneración, su ira, o donde nos trasmite la expresión que del mundo exterior recibe, o donde expresa sus deseos, temores o esperanzas, se llama poesía lírica: y se llama épica cuando cuenta el poeta batallas, lances de amor y fortuna, sucesos, en fin, de la vida de los hombres.

Ya se entiende que la tal división es muy posterior a lo dividido. Hubo poesía lírica y épica siglos antes de que a nadie se le ocurriese distinguir los géneros con los nombres que aquí les damos, o con otros.

Es de advertir asimismo, que, en la manera de hacer la demarcación y deslinde de ambos géneros, ha habido graves diferencias, según el punto de vista de los críticos en esta época o en aquélla.

No satisface, a la verdad, decir que lo narrativo es épico, y lírico lo no narrativo. Odas, canciones, idilios, églogas hay, donde se cuentan hechos, y nadie afirma resueltamente que sean épicas tales composiciones. Se dan romances, cánticos triunfales, epitalanios, himnos en loor de dioses, semidioses, héroes o santos, donde también se narra, y no son épicos puros. Llamar épico-líricas a estas poesías porque tienen en sí los dos caracteres, no resuelve la dificultad. Dentro de la epopeya más tenida por epopeya, hay a veces mucho lirismo.

La existencia de uno y otro género es evidente; pero no aquieta al espíritu el poner por fundamento de la distinción algo de tan externo como el narrar o el no narrar. ¿Qué poesía no narra? ¿En qué obra escrita no se cuenta algo, a no imaginarla compuesta de ayes, suspiros e interjecciones?

Lo épico, por consiguiente, quizá se pueda distinguir con más profundidad de lo lírico, si en este último género vemos la personalidad del poeta, su singular inspiración, y en el otro género consideramos al poeta como sabio popular, archivo con voz y con vida, y peregrino observador y colector, que recoge, guarda y enlaza en el tesoro de su memoria, y divulga luego, las tradiciones heroicas y religiosas, las ideas sobre el universo y los dioses, y cuantas doctrinas, en suma, todo pueblo impersonalmente ha ido creando en el árbol de las civilizaciones.

En este caso, los libros sagrados, serían épicos, y más aún, los de aquellos países donde estos libros no se forjan y custodian en el seno de una carta sacerdotal, sino que nacen espontáneamente, y por impulso impremeditado y divino, del seno de la muchedumbre. Y en este caso, no serían épicos sólo los poemas que narran, sino también los que enseñan, ya toda una religión, ya toda una moral, ya por medio de reglas o sentencias desligadas y por estilo de refranes, con tal de que se pierda o se exfume la personalidad del poeta, y el contenido sustancial de la obra aparezca como dictado por el pueblo mismo o por un numen que viene a ser la propia conciencia del pueblo, la cual toma ser en la fantasía como persona superior y del cielo.

En el principio de toda civilización, el vivir del pueblo, aparece heroico y divino, esto es, consiste en empresas guerreras, en aventuras y en hazañas, donde intervienen los dioses (que viven entonces confundidos con los mortales y que se apasionan por ellos); como auxiliares unos y como contrarios otros; de donde resulta el carácter distintivo de la poesía épica, aquello que constituye la unidad de todo gran conjunto o poema. Este carácter es guerrero y religioso a la vez y por lo común el argumento del poema, viene a ser una empresa feliz del pueblo para quien se escribe, cuyas virtudes, excelencias y energías capitales, están cifradas y personificadas en un héroe castizo, de su raza, si bien con no poco de Dios, engendro, concepción o encarnación de alguna deidad, como Aquiles o Rama.

La epopeya, así entendida, requiere, como se ve, el momento dichoso en que aparece el entendimiento colectivo de un pueblo: es la primera flor de su cultura, y pide para abrirse la primavera. Y siendo además indispensable, a fin de que la epopeya logre vida inmortal y clara, gran primor de forma y nitidez y flexibilidad de expresión, es indispensable también, la rarísima coincidencia de que, en ese momento inicial, en ese florecer intuitivo de la inteligencia y de la fantasía de la muchedumbre, posea ésta un idioma formado, rico y hermoso, como aconteció en Grecia, cuando surgió por vez primera la Ilíada o fueron apareciendo los diversos cantos de que más tarde hubo de tejerse toda ella.

De aquí que se cuenten muy pocas epopeyas con esta perfección genuina y legítima. En unas, la rudeza o deformidad del lenguaje afea torpemente la obra, y no permite que su beldad interior se exprese con limpieza y brío. En otras, cuando el pueblo no ha de lograr en lo futuro un alto desarrollo intelectual, tampoco se dan los gérmenes al principio, y de aquí lo vano o rastrero del contenido épico. Y en otras, interviene una casta superior sacerdotal, o si no casta, congregación o clase, que quita a la epopeya mucho de lo popular, espontáneo y candoroso. En suma, es difícil o fue difícil que la epopeya, así entendida, se diese de un modo digno. Apenas se pueden contar más que las homéricas.

Importaba, además, que el pueblo, donde la epopeya iba a nacer, tuviese el germen de una gran civilización propia, no ofuscada por recuerdos distintos de otra civilización pasada o extraña; y que, si algo o mucho tomaba de otras civilizaciones, fuese con tal brío plasmante, con tal fuerza de asimilación, que lo disolviese todo, mezclándolo con el jugo de sus entrañas, y que todo lo derritiese y fundiese con su calor natural, y que luego esta masa, fundida y hecha sustancia propia, la vaciase en molde, propio también, de donde saliera a luz, reluciente, nueva, con forma adecuada y castiza, y con sello peculiar, indeleble.

De esta suerte puede afirmarse con fundamento que la Minerva griega salió grande y armada, del cerebro de Homero; esto es, que filosofía, historia, ideas religiosas y políticas, artes de la guerra y de la paz, teatro, todo, en una palabra, se muestra, no ya sólo como germen fecundo, sino como flor que va a abrir el cáliz y a dar fruto sabroso y semilla abundante, en los versos divinos, de la Ilíada y la Odisea.

Cuando un crítico italiano, a fin de ensalzar a Dante, igualándole a Homero, dice que la Minerva italiana salió del mismo modo de la cabeza del vate florentino, incurre en error evidente, hasta para quien mira estas cosas del modo más superficial. La Minerva italiana estaba ya nacida y harto crecida. Toda la literatura de los romanos, de Italia era y en la memoria de los hombres vivía. Una religión con moldes definidos e inflexibles, con sistema moral completo, había sido adoptada viniendo de fuera; sobre estos fundamentos habían razonado y filosofado sabios enciclopédicos como Alberto Magno y Santo Tomás de Aquino; y, por último, no se ignoraba la antigua cultura helénica, anterior y posterior al Cristianismo. Todo esto formaba ya un conjunto de conocimientos, un sistema entero, informando una civilización italiana y católica. Dante sería un hombre capaz de abarcarlo en su mente, hábil para expresarlo y reflejarlo en sus versos, hasta donde era posible que tanto asunto en sus versos cupiese; pero Dante no producía un documento inicial, sino un reflejo brillante del saber y del sentir de muchas generaciones, reflejo que sin duda podría iluminar y encender el ánimo de los hombres de su edad y de los venideros. Ni se alegue que toda aquella doctrina era antes propiedad de pocos eruditos, que estaba en latín o en otra lengua muerta, y que Dante la divulgó en lengua viva, creando casi la lengua o haciéndola apta para expresar tales conceptos: lo cual implica, sin duda, mérito extraordinario, pero no tan subido que con el mérito y valer de Homero podamos equipararle. Y esto con plena independencia del valer de cada poeta, porque proviene de la misma naturaleza de las cosas.

En la edad primitiva, el poeta es profeta, sacerdote, legislador, teólogo, astrónomo, moralista, geógrafo, y todo a la vez; o más bien no es nada de esto; apenas si es persona; su personalidad se exfuma y desvanece en la penumbra crepuscular de la historia. Homero, Viasa y Valmiki casi son mitos; son como los patriarcas, no ya de la sustancia corpórea, sino del espíritu de las naciones; son como los héroes epónimos, no de la asociación política, sino de la comunidad mental; son, en suma, el eco inmortal y sonoro del verbo creador y del espíritu fecundo de un noble pueblo que nace. Su obra abarca cielo y tierra. En ella se reúne la candorosa enciclopedia de la edad divina. Nada falta. Todo está allí por modo eminente.

Por espacio de muchos siglos no se entendió así la epopeya, antes bien, con crítica más exterior que íntima, y fijándose en el asunto o trama, y más que en la sustancia en la forma, se creó la epopeya artificial, según ciertas reglas, y cantando las hazañas de algún héroe o de varios. Así Virgilio escribió La Eneida, Camoëns Los Luisiadas, y La Jerusalen Tasso.

Cierto que se han dado algunas epopeyas espontáneas, en épocas, no de primera juventud para un pueblo o raza, sino hallándose ésta, por siglos destrozada y caída: pero tales epopeyas, sea cual sea el encanto que haya sabido darles un singular poeta, en lo esencial, más que nacidas, parecen desenterradas y resucitadas con ocasión de grandes esperanzas que se despiertan en el pueblo vencido, no bien sus vencedores y opresores son a su vez vencidos y oprimidos por otros.

Así brotó, transfigurado y esplendente todo el ciclo del rey Arturo y de la Tabla-redonda, cuando los normandos, venciendo a los anglos, vengaron a los bretones; el Shah-Nameh de Firdusi, cuando los turcos, venciendo a los árabes, vengaron a los pueblos del Irán; y hasta el Kalewala, aunque más por esfuerzo de mera erudición que por flamante inspiración poética, cuando Finlandia pasó al dominio de Rusia, vencidos los suecos, sus dominadores antiguos.

Reconociendo otros poetas, o por virtud crítica o por atinado instinto, que el tiempo de la gran epopeya había pasado ya, y viendo que hay tesoros de materia épica, difusa e informe, quisieron reunirlos en armónico conjunto; pero, careciendo ya de fe en aquello que cantaban, pusieron en el canto cierta discreta ironía y burla y risa más o menos disimulada. Así, por ejemplo, Ariosto escribió El Orlando, y Wieland El Oberon, ya casi en nuestros días.

Consideraron otros que, si bien la epopeya heroica, tiene hoy que ser anacrónica, no debe serlo la religiosa; y con esta idea más equivocada aún, porque lo épico a lo divino implica mucho de infantil en el concepto de la divinidad, o bien algo de tan metafísico y desnudo de imágenes que no es poesía o es poesía narcótica, escribieron poemas épicos religiosos, como Milton El Paraíso perdido, y Klosptock La Mesiada.

Los más acertados, en nuestro sentir, fueron aquellos que, prescindiendo de la epopeya grande y completa, donde todo se quiere explicar o representar, redujeron la poesía épica a menores proporciones, y eligieron por héroes y asuntos de la narración, no lo fundamental, sino lo derivado del fundamento; no el misterio religioso y dogmático, sino algún prodigio que realza el misterio; no la religión o el mito, sino la leyenda o el cuento. En este género, acudiendo siempre a la tradición, se han escrito obras muy bellas, y quizá una de las mejores, sea de un español: El Estudiante de Salamanca. Otros poetas hasta de la tradición han prescindido, desechando la colaboración del pueblo en su obra, y han escrito cuentos, o bien tomando el argumento de la historia más o menos anecdótica, o bien creándolo todo en la fantasía: así Byron, en El Corsario, Parisina, Lara, El Giaour y La Novia de Abidos.

De todos modos, desde el renacimiento hasta más de mediado el siglo XVIII, prevaleciendo el gusto llamado clásico, que se fundaba en preceptos juiciosos, por más que en algunos puntos fuesen superficiales, y hasta rayasen en arbitrarios (preceptos que Vida y Boileau habían sacado de la interpretación de Aristóteles y de Horacio), la epopeya, en la práctica al menos, no se aspiró a que fuese trascendental, enciclopédica ni muy docente, y se redujo a narrar una acción gloriosa de algún héroe nacional, o de toda Europa, o de todo el humano linaje, agrupando en torno, como ornamento y con simétrica economía, varios episodios bien traídos y no impertinentes, que no rompiesen la unidad del poema, ni embarazasen demasiado la marcha de la acción, la cual había de ir con el debido crecimiento de celeridad hacia su término y final desenlace.

Lo docente en grado superlativo quedó desechado y aun fue objeto de burlas. Parecía en efecto que, dado el desarrollo actual de la ciencia, quien tratase de enseñar mucho en su poema había de ser un delirante. Todavía Moratin, al dar consejos burlescos a un poeta ridículo, le dice que ponga en cifra en su epopeya todos los conocimientos humanos.

Botánica, blasón, cosmogonía,
Sacra, profana universal historia,
Cuanto pueda hacinar tu fantasía
En concebir delirios eminente.

Sin embargo, aun antes que se rompiera el yugo clasicista, el filosofismo francés del siglo pasado había movido a los poetas de más alientos a crear el poema que todo lo enseñase; pero los más desecharon la acción, se limitaron al género didáctico, y trataron de escribir el nuevo poema De la naturaleza de las cosas. En este sentido hubo tentativas de Le Brun, Fontanes, Andrés Chénier y muchos otros.

Se hacían por entonces estudios más completos sobre el arte en general; había nacido y hubo de divulgarse una a modo de ciencia moderna, llamada filosofía de lo bello, estética o calología, y llegaron a comprenderse con más profundidad crítica las diversas literaturas. Esto trajo grandísimas ventajas, pero dio vida a extrañas aspiraciones, inspiró sobrado menosprecio de reglas, que, por estar formuladas de un modo empírico, no dejan de ser razonables y prudentes, y avivó en muchos el deseo, y engendró el imposible propósito, no ya de enseñar una ciencia en un poema didáctico sin acción, sino de enseñarlo todo en la acción del poema, acción maravillosa y simbólica, cada uno de cuyos momentos había de entrañar misterios profundos.

Nuestra ciencia metódica, dividida en multitud de ciencias que entre sí se enlazan, fundada en un inmenso cúmulo de hechos que la observación y la experiencia han ido suministrando, cuyo ser y valer estriban en el más severo encadenamiento dialéctico, y cuya vida y organización dependen de la rigorosa precisión de la definición, del lenguaje técnico, de una árida y enojosa clasificación, y de una nomenclatura tan útil como arrastrada y prosaica, se oponían y se oponen a la pretensión de tales poetas. Los que han tenido dicho intento, y no han sido pocos, han dado a luz por lo común monstruosos engendros. A nuestro ver, la epopeya trascendental, menos realizable que la cuadratura del círculo, que el movimiento continuo, y que el arte de hacer oro, es una mala tentación, muy cercana de la locura.

El ejemplo de los metafísicos ha seducido y extraviado a los poetas; pero los metafísicos tienen disculpa. Allá en las edades primeras, los hubo también que abarcaron todas las cosas visibles e invisibles, divinas y humanas, y se pusieron a explicarlas. En esto resplandece el candor de la niñez. Así las escuelas de Elea, de Pitágoras y de otros. En el día se concibe el mismo propósito, aunque por más difícil y largo camino. Declamen cuanto gusten los positivistas, es innegable que el más completo conocimiento de los seres o de sus calidades al menos, la experiencia activa de siglos, y el haberse elevado el sabio, de la observación y estudio de los hechos, a leyes generales de certidumbre notoria, han infundido la natural e inevitable ambición de reunir y enlazar dichas leyes bajo un principio único de donde emanen, de someterlo todo al mismo fin y al mismo comienzo, y de fundarlo sobre base inconcusa, encerrando, con la explicación debida, a Dios, al universo y al hombre y sus destinos, dentro de un armonioso sistema. Si al intentar esto no se ha logrado nunca llegar a la verdad, donde el espíritu se satisface y aquieta, al menos se han creado obras pasmosas de imaginación, como, por ejemplo, las de Leibnitz y las de Hegel.

Pero el error del poeta ha estado en no ver que el camino, por donde se va a dicho término, no es ni puede ser el suyo. Ese camino es el de la cavilación científica, del severo meditar, de los argumentos, antinomias y silogismos, del método lógico, ya subiendo por el análisis, ya bajando desde la síntesis, operaciones todas contrarias por naturaleza a la poesía: la cual no puede construir ese palacio encantado, ora sea de la verdad, ora del sofisma deslumbrador, sin que esto se oponga a que entre en él cuando esté ya construido, y le célebre en un himno, en un ditirambo, en un epinicio, o en una oda colosal. Claro se ve, por lo dicho, que comprendemos a un poeta cantando dignamente en un rapto lírico las Mónadas, la Armonía prestablecida, el eterno desenvolvimiento de la Idea, o algo por el mismo orden. Lo que no comprendemos es que cree él o fabrique algo por el mismo orden en toda una epopeya. La epopeya, que nazca de tal prurito, será una pesadilla, un delirio, un caos, una mesa revuelta, una fantasmagoría, y casi una borrachera, que al mismo tiempo explicará y fundará poco o nada; que aburrirá a los ignorantes por demasiado honda; y que tal vez por demasiado somera provocará la desdeñosa sonrisa del filósofo y del hombre científico.

Sin embargo, de la manía de componer una obra poética de dicho género no han adolescido sólo los locos, sino también hombres de juicio, de reposo y de peso, entre los cuales, sin duda, descuella Goethe.

Si la empresa no fuera imposible, nadie mejor que él, de un siglo a esta parte, hubiera podido realizarla en Europa. Veamos qué prendas tenía, con qué elementos contaba, y examinemos luego la obra misma, el Fausto, donde pretendió realizar su descomunal y titánico propósito.

Goethe no es poeta sólo: es el escritor por excelencia. Se comprende, sin que por eso se apruebe, que Emerson, suponiendo un alma suprema, a quien representa en el mundo, en diversas y elevadas funciones, cierto número de varones egregios, haga de Platón el filósofo, de Montaigne el escéptico, de Napoleón el hombre de acción, y el escritor de Goethe.

La mente de Goethe era terso y mágico espejo, donde se reflejaban el mundo visible y el invisible, la naturaleza y la historia, lo real y lo ideal, con brillantez y claridad no comunes. Y no era espejo meramente pasivo, sino que ordenaba las imágenes y representaciones, las iluminaba del modo más artístico, y hacía que unas resaltasen más y otras se perdiesen o desvaneciesen en los últimos términos del cuadro, según convenía a la evidente demostración de la verdad o a la aparición celestial y limpia de la belleza.

Sabio a par que poeta, toda inspiración suya va precedida, moderada y templada por la reflexión. Su anhelo constante de la verdad, hace que a veces se le pueda tildar de indiferente y frío; pero la serenidad no le abandona nunca.

Sin fe viva en nada sobrenatural, fijo y concreto, no es fácil que se eleve Goethe a superiores esferas, a no ser por el ordenado empuje del entendimiento discursivo. Tal vez no percibe la unidad soberana; tal vez no es hondo en él el sentimiento moral, tal vez las más nobles cuerdas faltan a su lira. Escritores mucho más pobres de ingenio, tienen acentos más penetrantes y tocan y hieren mejor el alma humana. Pero Goethe se adelanta a los demás poetas de su época y aun a no pocos de las pasadas, porque todo lo comprende y de todo se vale hábilmente para su poesía. Sus últimas creaciones parecen el resultado de ochenta años de observación y de estudio. Hechos inconexos, doctrinas, experimentos y especulaciones; todo se baraja y se agrupa con cierto orden en torno de una idea capital: la equivalencia de los tiempos; la afirmación de que las desventajas de una época existen sólo para los espíritus débiles y enfermizos; la negación de que nuestra edad sea la edad de la razón por contraposición a la edad de la fe; y el convencimiento de que la fe y la razón viven en perpetuo sincronismo; de que la poesía y la prosa de la vida se compenetran y funden; de que el mundo es joven y la humanidad casi niña; y de que los patriarcas, videntes y profetas, se entienden con nosotros, a través de las edades, y nos saludan y nos alargan la mano, y nos animan a tener confianza y a escribir nuevas Biblias y a unir la tierra con el cielo.

Como se ve, Goethe no era un creyente, si por creyente entendemos el que cree en religión determinada; pero distaba mucho de ser un escéptico. Nos inclinamos a afirmar que era optimista, como casi todos los grandes pensadores alemanes, desde Leibnitz hasta que aparecen Schopenhauer y Hartmann. Y en lo tocante a la bondad del espíritu del siglo, no ya de creyente, sino de apóstol conviene calificarle.

Añádase a lo dicho otra condición esencial de su mente, que Emerson señala muy bien, y que el mismo Goethe patentiza con complacencia en Poesía y Verdad, que es su autobiografía. Para Goethe la vida vale más como teoría que como práctica. La especulación es más noble y alto fin que la acción. Hasta la acción, por lo que más significa y vale es porque la especulación vuelve sobre ella y la toma por objeto. ¿De qué serviría, de qué valdría todo este Universo; a qué la pompa de los astros, la armonía de las esferas, la armonía de las plantas y de los animales, los sucesos de la Historia, la vocación de las razas, la fundación y destrucción de los Imperios, las pasiones, los bienes y los males, los amores y los odios, si no hubiese una inteligencia que lo comprendiese todo, que lo pintase en su centro, y hasta que lo reprodujese con más primor, orden, sentido y hermosura, que ello tiene de por sí?

Esto pensaba Goethe, escritor por todos los poros, y en este pensar, hasta nuestros propios actos, faltas, extravíos, dolores y miserias, son objetos de la teoría.

Proceden del mencionado concepto, que la gente, por lo común, forma de Goethe, raras acusaciones y defensas no menos raras.

Se supone que hay ciencias y artes, cuyas perfecciones y cultivo requieren terribles experimentos. Se cuenta de algún pintor que se hizo bandido y asesino para estudiar bien como mueren violentamente los hombres; de cirujanos y naturalistas que, a fin de profundizar los misterios del vivir y del morir, cometieron crueles anatomías y disecciones en personas vivas; y aún del médico Vesalius que, aprovechándose de su valimiento y privanza con el Sultán Amurates, lograba que a menudo cortasen cabezas humanas delante de él para enterarse a fondo de la contracción de los músculos, de los rápidos estertores de la agonía y en cierto modo de cómo se desprende el principio vital del cuerpo que está animando.

Se nos antoja que gracias a Dios, tales estudios experimentales no han de ser muy necesarios para que nadie adelante en su oficio; pero si lo fuesen, si a tanta costa hubiera de ganarse la maestría, valdría más quedarse de simple oficial o de aprendiz que llegar a maestro.

Como quiera que ello sea, no nos atrevemos a creer que Goethe, aunque no por medios tan sanguinarios, se complaciese en causar dolores, en excitar sentimientos tiernos y fervorosos y en pagarlos mal luego, en atormentar a algunas mujeres sencillas y enamoradas, y en otras lindezas del mismo orden, a fin de estudiar bien en la naturaleza los infortunios, las angustias, la desesperación y hasta la muerte por corazón destrozado, que luego había de describir en sus más simpáticas heroínas.

No nos incumbe escribir aquí la vida de Goethe; pero de seguro que, bien estudiada y escrita, no había de dar motivo ni pretexto para tan dura acusación.

Por otra parte, aunque la bondad o maldad moral sea independiente de los escritos, esto es sólo en cierto grado y de cierta manera. La diferencia, por ejemplo, entre el héroe o el mártir y el poeta que le canta, está en que el uno tiene constante y perpetua voluntad, y el otro quizás no la tiene.

Figurémonos que tal poeta se echa a temblar si ve una espada desnuda y hasta se asusta de un ratón; y todavía, si describe y representa con hondo sentir y con verdadera expresión al mártir o al héroe, hemos de creerle capaz de heroicidad y de martirio. Es mártir o héroe, si no perpetuo, fugitivo y momentáneo, pues si no lo fuera, sería mentirosa y vana su poesía, y toda persona de buen gusto la rechazaría como se rechaza la moneda falsa.

Inferimos de lo expuesto, que aun creyendo lo peor de un buen poeta, sólo podremos creer que peque por debilidad y no por maldad. Quien siente y expresa lo bueno, lo noble, lo heroico y lo santo, puede ser débil, pero nunca será impío, ni cruel, ni vil, ni perverso.

Para quien esto escribe, la prueba crítica del valer estético de una obra de poesía, implica un certificado de valer moral para el autor. O la poesía es mala o no es malo el autor de la poesía. Lo que dijo del orador el preceptista hispano-latino, un autor griego lo dijo del poeta: que había de ser ante todo bacón bueno.

Pero no todos ponen por condición indispensable en el buen poeta la bondad moral; y así, cuando no acusan a Goethe de duro y sin entrañas, le acusan de egoísta en grado superlativo: sostienen que todo lo sacrificaba al cultivo de la propia inteligencia, a su serenidad y olímpico reposo, mirándose a sí mismo como objeto preciosísimo que exigía el más cuidadoso esmero.

La defensa que hacen algunos de Goethe en este punto, es peor que la acusación. Presupone una doctrina más absurda que la de aquellos que creen que para adelantar en ciertos oficios se necesitan terribles experimentos. Es doctrina semejante a otra que está en moda, y que consiste en afirmar que esto que llamamos genio es una enfermedad que proviene del mal de alguna entraña, o de la atrofia de todo un aparato, a espensas del cual se desarrolla el cerebro, o de alguna perturbación de todo o parte de nuestro organismo. Afirman, pues, que el genio es como una divinidad que reside en el alma de quien le posee, y a cuyo culto y manifestación debe el poseedor consagrar su vida y sacrificarlo todo: amistad y amor de las mujeres, patriotismo y ley moral. Así los singulares defensores de Goethe a quien aludimos, suponen que el poeta sacrificó nobles afecciones y hasta sagrados deberes; pero, lejos de condenarle, le encomian por ello. Su genio lo exigía, de suerte, que todos los egoísmos, frialdad de corazón e ingratitudes, que atribuyen al poeta, se convierten en un remedo del sacrificio de Abraham, si bien hecho al genio, Dios implacable y que no ceja como Jehová, salvando a Isaac y contentándose con un cordero.

Lo cómico de esta apología no la salva de lo peligroso. ¡Pues no faltaba más sino que bastase ser genio, o creérselo, para no cumplir con las obligaciones, ponerse por cima de todo precepto y de toda Ley, desechar del corazón todo santo y puro entusiasmo, y hacerse un egoísta frío y repugnante, añadiendo a todo ello la insolencia de asegurar que se es así por devoción y sacrificio costoso al genio mismo, y que más bien que censura, se merece admiración, alabanza y pasmo!

Lo juicioso es creer lo contrario: que lo que el genio pide para su culto, educación y manifestación, es la virtud y las bellas pasiones y el verdadero sacrificio. Y esto no es afirmar que hayan sido santos todos los hombres calificados de genios, sino que fueron genios, no a causa de sus egoísmos, mezquindades y miserias, y sí, a pesar de todos estos vicios, porque si no los hubieran tenido, no sólo hubieran valido más como personas morales, sino como genios.

Por último, la defensa, a más de ser sofística, es inútil para Goethe, en quien no vemos esas malas cualidades que le suponen, convirtiéndolas en buenas o cohonestándolas por la inmoral doctrina del culto del genio.

Goethe nada hizo para lograr su elevación y su privanza con el duque Carlos Augusto de Gemirá, quien le amó tanto como Goethe pudo amarle, y le admiró y le lisonjeó más de lo que el gran poeta le lisonjeaba. En la corte de aquel amable príncipe, Goethe, más que cortesano, parecía el príncipe, el genio a quien todos servían y adoraban. Tan alta posición no le ensoberbeció nunca, y se valió de ella para hacer bien a no pocas personas, y singularmente a otros sabios, literatos y poetas, con noble emulación a veces, con envidia nunca. La misma amistad profunda y durable, que Goethe supo inspirar a multitud de personas, compartiéndola, prueba que había calor y ternura en su alma. Por mucho que se sepa, por elevadas que sean las prendas del entendimiento, no se ganan así las voluntades cuando no se tiene corazón. El cariño que supo inspirar a Gleim, a Herder, a Wieland, a Merch, a Kestner y a tantos otros, prueba que Goethe era digno moralmente de aquel cariño y capaz de sentirle. De su devoción y celo en el servicio del príncipe dan testimonio los escritos privados y los documentos oficiales en que dicho príncipe habla de él. El amor fraternal con que Goethe se unió a Schiller; el influjo benéfico que ejerció en él; el mayor y más alto influjo que Schiller, por repetidas confesiones de Goethe mismo, ejerció en su alma; las Xenias, que escribieron juntos; las más bellas obras del uno y del otro, que mutuamente se consultaban, se corregían y hasta se inspiraban, prueban que Goethe no era egoísta, o al menos, que si lo era, era el más amable y excelente de los egoístas.

En sus amores, hay que atender a la nada severa moralidad de la época en que vivía. Y aun así, lo único censurable es el abandono de Federica Brion, cuya apoteosis hizo luego el poeta en la Clara de Egmont, en ambas Marías de Clavijo y de Goetz, en la Mignon de Wilchem Meister, y en la Margarita de Fausto. Pero la verdadera apoteosis de Federica y la defensa de Goethe las hizo ella misma, cuando rehusó la mano de Reinhold Lenz, diciendo que «La que había sido amada por Goethe no podía pertenecer a otro hombre»; y cuando, más tarde, estando ya Goethe en la cumbre de su gloria, decía ella a los que la compadecían: «Era muy grande para mí, estaba llamado a muy altos destinos: yo no tenía derecho a apoderarme de su existencia.» Palabras de santa resignación y de amor a toda prueba, que ennoblecen a Federica, pero que dan a la vez claro testimonio de que Goethe no fue tan malo; no destrozó duramente aquel corazón, donde dejó tan sublime concepto de sí propio y tan dulce recuerdo.

Contra la soñada impasibilidad de Goethe protestan otros amores, y singularmente los que le inspiró Carlota Buff.

No se mató por ella; pero Werther fue el precio de su rescate y de su vida. La poesía le libró. Aquella tremenda y apasionada novela, por más que en Goethe esté siempre el poeta objetivo, que se pone fuera de su obra, que juzga y sentencia a sus personajes sin compartir sus extravíos, que los mueve quedando él inmóvil, como el primer Cielo mueve las otras esferas, contiene también en su protagonista al otro Goethe, apasionado y vehemente, que el Goethe crítico y severo logró parar al borde del abismo.

En otras relaciones amistosas o amorosas con mujeres, muestra siempre Goethe pasión y no cálculo; fuego y no frialdad; ternura y no egoísmo. La mujer del profesor Boehme le censuraba sus juveniles composiciones, las enmendaba y podaba sin piedad, y le convencía al cabo de que eran malas y hacía que él las quemase. ¿Qué poder y que autoridad no debe ejercer una mujer sobre un poeta para obligarle a tamaño sacrificio? Catalina Schönkopf rompió con Goethe, no por la frialdad sino porque la atormentaba con celos. Ana Isabel Sohönmann inspira a Goethe las lindas composiciones A Lilí y tal vez es ella quien le deja. A la Baronesa de Stein rindió Goethe un culto espiritual de amistad y de estimación, y, ya en todo el goce de su celebridad la hizo juez del mérito de sus obras e inspiradora de algunas. Por último, si Goethe se apasionó de Cristiana Volpius, y vivió con ella en unión inmoral y escandalosa, enmendó al cabo la falta, casándose. Su idea del amor, unido al deber, de la vida santa y respetable del hogar, y de todo lo bello que pueda encerrarse en dos existencias humildes y honradas, queda para siempre en el más puro de los idilios, en su poema Hermann y Dorotea, donde nos dejó asimismo la expresión sincera de su amor a la patria alemana, duramente humillada entonces por las conquistas napoleónicas.

Ya hemos dicho que no nos incumbe escribir aquí la vida de Goethe. Baste lo apuntado rápidamente para desvanecer infundadas censuras.

Que él diese culto a su clara inteligencia y a sus otras facultades, no se debe censurar sino aplaudir. Es un deber cuidar de los talentos que Dios nos confía. Lo contrario, el no ganar nada por ellos o el disiparlos malamente, es una ingratitud y un abuso de confianza.

Goethe supo cumplir con este deber que sus prendas intelectuales requerían. Su insaciable y siempre despierta curiosidad le llevó a estudiarlo y a aprenderlo todo: bellas artes, literatura de cuantos pueblos la han tenido o la tienen, ciencias naturales, teología, filosofía y hasta magia y otras ciencias ocultas. Su mente se enriqueció con todo linaje de conocimientos.

Y no estudió y aprendió solamente en los libros, sino en el seno de la naturaleza y en la revuelta corriente de la vida humana.

Su larga vida, su actividad infatigable, su inexhausta fecundidad hacen que el conjunto de sus obras sea grandísimo y variado. Fue poeta lírico, épico, dramático y didáctico, novelista, filósofo, botánico, zoólogo, filólogo, autor de cartas y de memorias, de obras de estética y de arqueología, y apenas parece que haya materia sobre la cual no dejase algo escrito. Los naturalistas le colocarán siempre en muy elevado lugar al escribir los anales de su ciencia; y los filósofos, al redactar la historia de la suya, no pueden ni deben olvidarle.

Goethe siguió con honda penetración y con vivo interés el gran movimiento filosófico, que se verificó en Alemania durante su vida. Conservando su independencia, se apropió ideas de unos y de otros, según se adaptaban más a la índole de su pensamiento, pero coordinándolas en él, y poniéndoles el sello singular de su persona.

Sobre el deslumbrante hechizo de todo nuevo sistema, desde Kant hasta Hegel, puso Goethe su alto espíritu crítico, su juicioso escepticismo un mal llamado sentido común, porque más bien era raro y exquisito, ciertas teorías leibnizianas, y un arraigado sentimiento religioso que jamás lo abandonó en época de tanta incredulidad, y de tanta fermentación y florecimiento de metafísicas nuevas.

Goethe creía en Dios; pero su inclinación natural le llevaba a buscarle, no en el centro del alma, sino derramando el alma en la naturaleza, donde Dios se le revelaba. Era, pues, más teósofo que místico. Así propendía más hacia las doctrinas de Bruno, de Espinosa, y de Schelling, que hacia las de Fichte; pero, del mismo modo que no se dejó llevar jamás del sensualismo, hasta pensar que la realidad de las cosas y la impresión que causan en nosotros pueden dar ser a la ciencia, tampoco su sentido común consintió nunca en dar crédito a la creación de lo real por lo ideal. Admite ambos elementos, y vagamente los concierta en un método que llama empirismo intelectual, donde la intuición ejerce el oficio de la observación del sensualista y de la especulación del idealista.

Hegel atrae y repugna a la vez a nuestro poeta. Le enamora el eterno desenvolvimiento de la idea, y su conciencia rechaza el cambio perpetuo, y el pensamiento de que provenga ya nazca lo más de lo menos, lo consciente de lo inconsciente, el ser del no ser. Para afirmar en su mente la existencia de un Dios personal y de la inmortalidad del alma, vuelve con amor a las monadas de Leibnitz. Dios le parece la monada eterna e infinita. El alma humana, una monada superior e indestructible, aunque limitada.

La moral de Goethe es poco severa, mas no por relajación, sino por bondad propia, y por firme creencia en la bondad divina y en la flaqueza humana. El Dios de Goethe es blando, indulgente y benigno, y a veces hace casi un mérito del error en el hombre que yerra, porque yerra el que aspira.

Pacífico, amante del orden, enemigo de la grosería, toda revolución parece a Goethe un acontecimiento pavoroso. Los horrores de Francia le indignan y aterran.

Y sin embargo, este conservador, este amigo de los poderes legítimos y justos, tiene fe en la libertad y en el progreso, y comprende la rebelión contra la tiranía y no cree en la duración de ningún gobierno tiránico y violento.

Su sed de religión es grande y perpetua. Se crea una religión natural y no le basta. Sin fe en el Cristianismo, sueña con nueva religión positiva. Tal vez se finge monadas intermedias entre las que son almas humanas y la que es Dios; y en estas monadas ve genios, espíritus elementales, demiurgos, inteligencias misteriosas ya ocultas, que mueven los astros, que dan vida a las plantas, que son la naturaleza misma con personalidad y conciencia. A veces se inclina Goethe por esta senda a un neo-platonismo flamante y a un paganismo espiritualizado; a veces vuelve con ansia de fe a la doctrina de Cristo y lee fervorosamente los Evangelios y los libros devotos.

Sus doctrinas sobre estética, de acuerdo con su filosofía fundamental v con la natural condición de su espíritu, tienen no escaso valer en la historia de esta ciencia nueva, y preparan la gran reforma y el desenvolvimiento que Schiller llevó a cabo, bajo los auspicios y siguiendo las huellas de Kant.

Diderot y Winkelmann son los dos autores que más influjo ejercen en las teorías de Goethe sobre el arte, y que más relación tienen con ellas. Goethe debe más, no obstante, a su propio sentir y pensar, iluminados, desde su viaje a Italia, por la inteligente y fervorosa contemplación de los tesoros artísticos que en aquel hermoso y privilegiado país se conservan.

Goethe, que en un principio había sido romántico, como el romanticismo se entendía entonces en su nación, y como lo muestran sus dos obras capitales escritas antes de ir a Italia, el Werther y el Goetz de Berlichingen, volvió de allí completamente clásico, aunque clásico a su manera, y no con el clasicismo sensualista de los franceses. Su clasicismo es un término medio entre el de moda en Francia, y el nuevo romanticismo alemán, si bien informado por más altas ideas, que no le hacen transacción, sino síntesis.

No quiere Goethe la mera imitación, ni tampoco la fantasía pura y libre, sino ambas facultades enlazadas, de cada uno de cuyos ejercicios nace una manera, mientras que de la unión de ambos procede el estilo. Al que imita solo, le llama imitador, al que inventa sin imitar, fantasmista. El artista y el poeta verdaderos, son los que inventan imitando. Lo característico, que debe entrar en toda obra de arte, lo da la imitación: es como el esqueleto, la trama o el cañamazo de la obra; y la vida, los músculos, la sangre, el color, el bordado, vienen luego por la fantasía. De la combinación de estas cosas nace la belleza. Artista minucioso, dibujante seco y mezquino es el que imita sólo: autor de informes bosquejos el que sólo fantasea: la perfección estriba en fantasear y copiar a la vez.

En la naturaleza está la beldad difusa, mezclada y en germen; está también como prurito, como anhelo de realizarse cada vez más limpia y completamente.

De ella debe extraerla el artista, escogiendo lo mejor y apartando lo feo; pero, aun dada esta operación de extraer, la belleza no se crea, sino se encarna e individualiza en una forma sensible. La aspiración del artista y del poeta es lo ideal, pero ideal que debe ser individual al mismo tiempo. El fin del arte es representar el todo en uno, y expresar lo infinito en forma finita.

Goethe rechaza, en virtud de esta doctrina, la doctrina, la división, entonces tan en moda del arte en cristiano y pagano. Para él no hay más que un arte, cuyo fondo, cuya sustancia, por infinita y sublime que quiera suponerse, debe entrar y ajustarse, con número y medida, y exactitud y precisión, dentro de una forma limitada e individua.

La imitación busca a través de las cosas la idea primordial, la idea madre, que en ellas se realiza impuramente, y que debe en el arte realizarse con mayor pureza. En este sentido es lo artístico superior a lo natural. Lo es también, porque de lo artístico se aparta todo lo impertinente y lo insignificante que en la naturaleza está mezclado. Por lo demás, para Goethe el arte tiene su fin propio: la creación de la belleza. Bien es verdad que en esta creación va implicado un fin, moral y social, utilísimo y benéfico: lo que llamó Aristóteles la purificación de las pasiones: lo que Goethe llama el rescate, la redención o la libertad.

Es evidente que lo característico, lo que se toma por imitación de la naturaleza, puede y suele ser pasión dolorosa, acción llena de tumulto y de pena, algo que en la realidad lastima, hiere, mata o aflige, en vez de causar deleite. El arte, al reproducirlo y trasformarlo, cambia en contentamiento la amargura, y encalma la desesperación. Así el terror y la piedad se vuelven gustosos sentimientos, llenos de inefable dulzura. Este cambio se debe al principio suavizante de la belleza; a la gracia, a la simetría, orden y medida de la forma. De aquí que, para Goethe, el tipo ideal del arte en estatuaría, no fuese el Apolo, sino el Laoconte, donde el dolor, la compasión, y el espanto, están suavizados por la gracia divina de la belleza, hasta el punto de trocarse en soberano y tranquilo deleite.

Con arreglo a este principio, Goethe se libertaba de sus pasiones desgraciadas, de los recuerdos que más pesar le traían, de los deseos que más le atormentaban y hasta de sus remordimientos, tomándolos por objeto de su observación, haciéndolos asunto de su imitación, buscando en ellos lo característico, y acudiendo luego con la poderosa fantasía a bordar sobre aquella traza primera un poema, una leyenda o un drama; una obra de poesía, que le dejaba consolado y libre, y que debía ejercer sobre los demás hombres el mismo benéfico influjo que sobre él ejercía.

En este sentido bien pudo asegurar y aseguró Goethe que todas sus obras de imaginación eran como fragmentos de sus confesiones. Fue, pues, poeta subjetivo, si se atiende a que, por declaración propia, no hay una sola de sus fábulas que no forme parte de su autobiografía; y objetivo, por que él mismo se ponía como objeto de su observación, y, con otro independiente, creaba la obra, juzgaba y condenaba a sus héroes, y absolvía al cabo o consolaba al menos con el bálsamo celestial, con el calmante maravilloso de la beldad poética. Esta virtud consoladora y purificadora del arte se logra hermoseando o sublimando, cuando el objeto, la pasión o la acción, se prestan a ser sublimados o hermoseados. Cuando no se prestan, el arte tiene otro recurso: lo cómico o lo ridículo. Así, por ejemplo, un dolor de vientre o de muelas, la simplicidad que se deja engañar, el miedo, el no tener dinero suficiente, las enfermedades, el ser feo o canijo y otras cosas por el mismo orden, no tienen más poesía, ni más consuelo que la risa, mientras no pasan de cierto grado inferior. Cuando pasan de dicho grado, y tocan en lo trágico, son malas representaciones artísticas, porque son pasiones, defectos y dolores impurificables que no se hermosean. No producen ya lo cómico, ni menos lo patético, sino lo deforme y lo repugnante y asqueroso; realismo deplorable de que hoy padecen el drama y la novela. Nada más contrario a la verdadera poesía que el hambriento, el mendigo, el tísico o el jorobado. Estas son impurezas de lo real, que ni en la poesía trágica ni en la cómica pueden hallar consuelo. Búsquese el consuelo en la caridad, y el remedio en la ciencia, hasta donde fuere posible.

Tal, en resumen, fue el hombre, y tales las prendas principales del hombre que concibió y produjo el poema de Fausto.

La idea de Fausto le acompañó siempre: fue la mayor preocupación de su vida. Su realización completa comprende también su vida toda. En su primera mocedad Goethe empieza a escribir el Fausto; en su extrema vejez, ya de ochenta años, es cuando le termina, o mejor dicho, no le termina: aun después de su muerte deja pedazos, paralipomenos, que al Fausto pertenecen, que son la parte póstuma del gran poema.

La misma energía de Goethe para desprenderse de sus personajes, aunque los saque de su propio ser y para apasionarlos y moverlos, permaneciendo él impasible y sereno, le hizo preferir al poema narrativo, una forma más objetiva, perfecta e impersonal aún: el drama. En el drama el poeta desvanece por completo su personalidad. Los personajes sólo sienten, padecen, se mueven y llevan a término la acción.

Dramas comprensivos, como las epopeyas de que hablamos al empezar, se habían dado ya en la historia de la poesía. ¿Qué otra cosa era el Prometeo de Esquilo, que el mismo Goethe trató de escribir de nuevo y del que escribió en efecto trozos notables? Además, prescindiendo de las dificultades materiales; contando para tramoyista y pintor escenógrafo con una exuberante y voladora imaginación; construyendo en el seno del espacio sin límites un teatro ideal, donde quepan cielo, infierno y creación entera, y proporcionándose una compañía de comediantes, donde haya ángeles, diablos, ondinas, sílfides, Oberon, Titania, Ariel, dioses del Olimpo, dioses subterráneos, todos los bienaventurados de la corte celestial, el Padre Eterno, la Virgen María, brujas, monos y gatos, y hasta estrellas, ríos, montes, y terremotos que hablen y accionen, el estrecho cuadro dramático se ensancha hasta llenar la inmensidad y todo cabe en él con holgura.

Esto no quita, sin embargo, que el Fausto, en su conjunto, sea tan grande que no se pueda representar. Hasta para leído es dificultoso. La síntesis de la obra no se abarca así como quiera. Figurémonos un cuadro al ólio de media legua de largo. Sería menester, o verle desde muy lejos con un telescopio, o irle recorriendo a caballo, a todo galope, para conservar bien la impresión de lo que hubiese pintado en un extremo cuando al otro extremo se llegase.

No se extrañe, pues, que vacilemos sobre el método que hemos de seguir para dar una idea del Fausto, y que, por último nos decidamos por hacer una división.

Consideremos primero el Fausto como drama sencillo, como drama humano; esto es, no veamos en él sino la primera parte, descartando de ella todo aquello que justifica, pide y exige la creación de la segunda. Y hablemos después de la segunda parte, y de todo aquello que hace del Fausto un poema misterioso, enciclopédico, filosófico y con pretensiones o realidades de archi-profundo.

De aquí adelante vamos a cerrar todos los libros, menos el Fausto mismo, y a emitir nuestro parecer, sin dejarnos guiar por el de nadie. Sólo diremos que los pareceres de los críticos son diversos y aun encontrados; y que los extranjeros suelen ser los más entusiastas encomiadores de la segunda parte, como Blaze de Bury y Lerminier, mientras que algunos críticos e historiadores alemanes de la literatura alemana, de gran nota, como por ejemplo Gervinus y Kurz, no estiman la segunda parte; llegan hasta una injusta severidad con ella; y aun ven en ella una caída. Comparando a Goethe con Milton, afirman que el primer Fausto es al segundo Fausto lo que es el Paraíso perdido al Paraíso reconquistado.

Adoptando, por lo pronto, la comparación, empecemos por el Paraíso perdido.

Goethe tuvo el tino de no inventar asunto y protagonista para su drama: el pueblo se los dio creados. La leyenda de Fausto era popular no sólo en Alemania, sino en otros países de Europa. Sus lances y aventuras se representaban en teatros de muñecos, en ferias y mercados, y encantaban al pueblo. Poetas de valer habían ya gustado del asunto y del personaje legendario, y habían tratado de escribir o habían escrito dramas sobre Fausto. El ilustre Lessing había dejado empezado un Fausto, en drama.

Si prescindimos del nombre y del fundamento histórico del personaje, que es centro de la leyenda, la leyenda es aun mucho más popular, más antigua y más conocida y aplaudida en todos los pueblos cristianos. No hay nación de Europa donde no exista la historia del sabio que se harta de estudiar sin honra ni provecho; que reniega del saber, que no le proporciona goces; y que, excitado por la rabia, por los desengaños, por la ambición o por la sed de deleites, acaba por hacer pacto con el diablo, a fin de divertirse y tener dinero, y lo que llaman ahora posición, aunque después haya de pagarlo todo en los profundos infiernos. El sabio, en efecto, se divierte merced al diablo que le sirve bien: y, por último, por intercesión de algún santo, o por bondad de la Virgen María, o por la infinita misericordia de Dios, suele dejar burlado al enemigo malo, y logra irse al cielo. En nuestra literatura tenemos esta leyenda en Las Cantigas del Rey Don Alonso, y en Gonzalo Berceo; y algo semejante da asunto a Calderon para su famosa comedia El mágico prodigioso.

El asunto estaba muy bien elegido y no podía ser más adecuado para Goethe, que era un sabio como Fausto, y que si bien más dichoso, habría tenido, como todos los sabios, no pocos instantes de amargura en que se desesperan de pedantear, y de querer enseñar a los otros lo que ellos mismos no saben; y dudan del valer y de la utilidad de sus escritos; y exclaman remedando a Doña Mariquita.—Si yo llorara perlas, esto es, si yo tuviese dinero, no tendría necesidad de escribir disparates;—y se hallan en suma, muy predispuestos a darse al diablo si el diablo quiere tomarse el trabajo de apoderarse de ellos y de comprarles el alma.

El mérito y la significación de tales historias, se patentizan en su misma universalidad. No sólo las leyendas, sino también los hechos históricos, que tienen la hermosura de las leyendas, están repetidas varias veces. No es Hernán Cortés el único, por ejemplo, que echa a pique las naves. Lo mismo habían hecho antes Agatocles en Africa, los muladíes cordobeses en Creta, y los aragoneses y catalanes en Galípoli. No es tampoco Guillermo Tell el primero, que obligado a ello por el tirano, quita la manzana con un flechazo de la cabeza de su hijo. Estos lances, o reales o inventados por la fantasía popular, vagan primero de acá para allá, sin acabar de fijarse bien; sin que adquiera gran consistencia y gloria el héroe del lance.

Después atina el pueblo con un héroe a quien el lance cuadra y se ajusta como hecho a su medida. Y ya este héroe eclipsa a los otros y la leyenda se encarna en él y cobra mayor realce y vida. Así Fausto, antes de que Goethe le adoptase por hijo de su espíritu, había ya oscurecido a todos los sabios que se han dado al diablo, desde que hay diablos y sabios en el mundo.

Personajes, pues, por el estilo de Fausto, como en nuestra España, v. gr., Don Juan Tenorio y Lisardo el Estudiante, están llamados a ser joyas preciosas de todas las literaturas, y a inspirar los mejores dramas, óperas, novelas y poemas, que pueden componerse. Para recorrer el mundo en triunfo, sólo esperan que llegue en genio que de ellos se apodere, y, de materia épica algo informe que son todavía, los convierta en seres artísticos, con más realidad y significación y brío, para vivir en el alma y en la memoria de los hombres, que los héroes más reales y conocidos de la historia; para convertirse en personajes reales, aunque no hayan existido jamás, como sucedió con Semíramis y con tantos otros, de quienes la crítica ha venido a averiguar más tarde que nunca existieron.

Para el héroe legendario es una gran fortuna que un poeta de mérito se apodere de él, pero mayor fortuna aún es la del poeta que logra dar con el héroe. Don Juan debe mucho a Tirso, y Tirso más a Don Juan, Lisardo a Espronceda y Espronceda a Lisardo. Del mismo modo debe mucho Fausto a Goethe y Goethe a Fausto. No es extraño que Goethe se apoderase de él en su primera juventud, y no le dejase durante más de 50 años, hasta cumplir 82. ¿Cuánto no escribió Goethe en este medio siglo largo? ¿Qué asuntos no trató? ¿Qué género de literatura no cultivó con éxito? Limitándonos sólo al teatro, Goethe compuso dramas históricos como Egmont, Goetz y Tasso, comedias sentimentales, como Clavijo; comedias aristofánicas; tragedias a la griega como Ifigenia; farsas; algo semejante a lo que llamamos por aquí zarzuelas; comedias satírico-literarias, por el orden de El Café, de Moratin, etc., etc.; pero todo esto lo pensaba, lo escribía, lo abandonaba y quizá lo olvidaba luego, mientras que en el Fausto estuvo trabajando toda la vida. Concretémonos ahora, como hemos dicho, y con las restricciones que hemos dicho, a la primera parte sola. Es evidente que, sobre lo suministrado por el pueblo, Goethe ha creado una obra admirable.

Del estilo, del lenguaje, de la versificación, no hay alemán de gusto que no se pasme, y que no asegure que es un dechado el Fausto. Hablemos nosotros de la disposición de la fábula y de los caracteres.

Imaginemos, por un instante, que Fausto ve a Margarita y se siente enamorado de ella antes de remozarse; que por amor de Margarita, a par que por ambición y deseo de goces hace el pacto; que lo que luego sucede, sucede del mismo modo; y que después de la muerte cruel de Margarita, Fausto la llora, se arrepiente, hace penitencia, burla a Mefistófeles y se va al cielo. Así tendríamos la leyenda toda en una sola tragedia y no en dos. La obra ganaría así en regularidad y en unidad, si bien perdería en grandeza. Era menester, por lo tanto, que el amor de una mujer, por linda y por candorosa que fuese, no diera el motivo principal de que sabio tan grande como Fausto se endiablase de aquel modo. Y era menester que en la primera tragedia se diesen ya cosas que presupusiesen y preparasen la segunda, dejando no pocos cabos sueltos que enlazasen después la una con la otra. No nos fijemos ahora en estos cabos.

Aislada la fábula de los amores de Fausto y Margarita, su disposición y desenvolvimiento merecen más elogio que censura. Fausto, con todo el ardor y el ímpetu de su renovada juventud se apasiona de la sencilla y linda muchacha, y quiere lograrla pronto, sin que le arredren obstáculos ni reflexione en malas consecuencias. Mefistófeles, fuera de las joyas que lleva de presente a Margarita, apenas emplea más medios para ayudar a la seducción, que los que podría emplear un lacayo listo de nuestras antiguas comedias de capa y espada. Así es y así debe ser. Si en el amor que Fausto inspira interviniese algún artificio o prestigio diabólico, la belleza de este amor, casi toda su poesía, y más aún su ulterior virtud, redentora y santificante, habrían de desvanecerse. El nacer de este amor, el desenvolverse y el llegar a su colmo en el alma candorosa de Margarita, son hechos meramente humanos, profundamente observados en la realidad y expresados luego con superior hermosura en la ficción dramática. La sencillez y naturalidad del lenguaje y la precisión y concisión del estilo de Goethe, donde nada huelga, donde no hay redundancia, ni vana pompa, ni falso y sobrecargado lirismo, dan a cuanto dice Margarita seductor encanto. En este encanto está el misterio de que Margarita, desde las primeras escenas, adquiera tal vida y se destaque con tal verdad del cuadro y del alma del poeta que la crea, que tenga ser propio y se grabe de un modo indeleble en toda memoria, como si hubiera existido.

Su madre no aparece. Goethe tiene el buen gusto de no dejárnosla ver; pero su madre existe. No sucede como en nuestras antiguas comedias, donde casi nunca hay madre. En lugar de la madre, pone el poeta a un personaje muy cómico, y bien caracterizado: a una vecina, ya de años, vulgar, aficionada a conversación, falsa devota, y con otras malas cualidades, que la hacen apta para mediar en cualquier intriga galante. Los diálogos de Mefistófeles con Marta, que así se llama esta mujer, tienen gran fuerza cómica: ora cuando Mefistófeles trae a Marta la nueva de la muerte de su marido, ora cuando la requiebra y enamora.

En el jardín de Marta se ven y se hablan Fausto y Margarita. Margarita queda ya cautiva, herida en el corazón, inflamada por un afecto irresistible e inextinguible.

Sigue a esto un bellísimo soliloquio de Fausto en un bosque. Fausto vacila. Orgulloso de verse amado, a pesar del ardor violento de los sentidos, piensa, por el amor que Margarita le infunde, que debe apartarse de ella, a fin de no perderla y engañarla. Conoce que sólo puede darle un alma escéptica y gastada, en cambio de su alma juvenil y pura. Menester es de la intervención elocuente del diablo para sacar a Fausto de su vacilación. Mefistófeles le hace presente que el mal está ya hecho, que el amor devora ya el alma de Margarita, y que no satisfacerle, después de haberle encendido, sería la mayor de las crueldades.

La hermosa canción, que canta Margarita mientras que está hilando en su cuarto, deja ver en seguida el estado de su alma; muestra que se halla poseída, completamente dominada por su galán amigo, y que no tiene más voluntad que la suya. La canción prepara magistralmente la escena que viene luego. Margarita que ya es toda de Fausto, quiere que Fausto sea de Dios, y manifiesta su pesar de verle poco religioso. Fausto la aquieta más con cariño que con razones, y por último concierta con ella una cita.

Aquí hay pormenores sobre cuyo valer no nos atrevemos a decidir. Sin duda es admirable la fuerza creadora de Goethe, que tan real nos presenta a Margarita y que por tal arte la circunda de candor, que, apesar de todas sus faltas, sigue pareciéndonos inocentísima, como si hubiere en ella un numen maléfico que le roba responsabilidad y libre albedrío. El amor ha sido obra del amor y no del diablo; pero en la dirección que toma tan bella pasión, ya el diablo interviene. No en balde ha logrado del mismo Dios el permiso de probar a Fausto; no en balde ha hecho pacto con él. Son necesarios los delitos; importa que nazca y vaya en aumento el terror trágico; pero a pesar de esto, y a pesar de que mucho de diabólico ha de haber en la historia en que tan importante papel hace el diablo, ¿no se pudiera haber excusado el pormenor del narcótico, dado por Margarita a su madre para que durante la noche no se desvele y la sorprenda en los brazos de su querido? Aunque Margarita tenga la certidumbre de que el narcótico no hará mal a su madre, ¿no es todavía horrible que se le dé, y que luego la tenga a su lado, en aquel sueño violento, en aquel remedo de la muerte, mientras ella se goza con el hombre a quien ama? En todo linaje de pecados hay su más y su menos. No faltan mujeres que burlen a sus madres y a sus maridos; pero estamos ciertos de que, de cada ciento, apenas habrá una que no deseche el recurso del narcótico. Hasta los libertinos más sin conciencia se nos figura que apurarán antes todos los medios; y, aunque no hallen ninguno, se detendrán espantados antes de proponer a sus amigas este medio de adormecer a la madre o al marido para tenerlas luego con toda tranquilidad. Por otra parte, Margarita, que iba sola en casa de Marta, mujer poco escrupulosa y que a todo se prestaba, ¿qué necesidad tenía de infundir a su madre sueño profundo?

Se nos dirá que el infanticidio es peor; que el infanticidio es el más odioso de los crímenes; pero el infanticidio era necesario para motivar el suplicio de Margarita, cuya bondad queda a salvo merced al delirio. Loca, arroja a su hijo a un estanque, donde se ahoga; mientras que a su madre le da el narcótico deliberadamente, en todo el despejo de su juicio, y sin que el narcótico quite ni ponga al argumento o desarrollo de la acción. Es un refinamiento de diablura y de realismo pecaminoso, enteramente inútil y que está de sobra.

Crimen espantoso es también la muerte de Valentín dada a mansalva por Fausto; pero era inevitable; se justifica estéticamente. Además, aquí se perdonaría cualquiera defecto en el poeta, en caso de que le hubiese, en gracia del carácter del rudo y honrado militar, hermano de Margarita. El orgullo y la jactancia que le inspiraba ella, antes de su caída; la rabia que le causa la pérdida de su honra; las palabras todas que pronuncia antes y durante el duelo; y sus terribles reconvenciones a Margarita, cuando está ya moribundo, todo esto es real y bello a la vez. Goethe en tres o cuatro hojas, levanta una figura viva, que no se borra nunca de la mente de nadie. Hablando con franqueza, Don Diego de Pastrana queda muy por bajo de Valentín, en ser individual y propio.

Lo que ocurre en el aquelarre, donde Mefistófeles lleva a Fausto para distraerle, sería en gran parte, no ya impertinente, sino también inconveniente, si el drama fuese sólo drama, y no drama y poema trascendental. Choca ver a Fausto bailando con una bruja joven, en indecente jaleo y cantando coplas picarescas y lascivas, después de haber muerto traidoramente al hermano de su querida y hallándose ésta en el mayor peligro, desconsuelo y abandono.

El intermedio que lleva por título Las bodas de oro de Oberon y Titania, es más extraño al drama, y estamos por decir que a todo el poema trascendental, que El curioso impertinente al Quijote, y que el Canto a Teresa al Diablo Mundo; con la diferencia de que El curioso impertinente y el Canto a Teresa son dos obras de gran valer, y que las tales Bodas de oro valen poquísimo. Son unos epigramas alusivos a cuestiones literarias y científicas de entonces, que sospechamos no perderían su frialdad aunque se conociesen hasta los ápices de las circunstancias y razones que movieron a Goethe a escribirlos.

Después de este mal traído intermedio, la acción se acelera y precipita, como debe, llegando a su término en la escena más patética, sublime, apasionada, llena de verdad y de poesía, y más hondamente conmovedora que jamás escribió poeta dramático en el mundo: la escena del calabozo. Shakspeare lo haría tan bien; pero mejor jamás pudo hacerlo. El terror de la próxima muerte en un patíbulo, los remordimientos, la vergüenza, combaten el alma de Margarita. A todo se sobrepone el amor, apenas vuelve a ver a Fausto. La lucha de sus afectos, su dulzura, el extravío de su razón, la vacilación entre quedar allí para morir, o seguir a su amado y salvar la vida, todo resalta natural, apasionada y divinamente en sus palabras. Quiere seguir a Fausto y cree notar que la mano de él está manchada con la sangre de Valentín; quiere salvarse y se ofrece a su pensamiento que ella ha asesinado a su madre y ahogado a su hijo. En todo el diálogo, cada exclamación, cada frase es una joya poética. El tiempo pasa, y crece el peligro en la demora. Mefistófeles aparece para dar priesa. Margarita se llena de espanto al verle, y prefiere la muerte a aquella libertad espantosa. Margarita se entrega resignada a las justicias divina y humana, y pide a los ángeles que la protejan contra su amado, que viene a salvarle la vida. El hombre a quien tanto ha amado le inspira entonces horror. Los ángeles dicen desde las alturas:—¡Está salvada!—Mefistófeles se lleva a Fausto solo, y el drama o la primera tragedia termina.

Los caracteres meramente humanos del drama están trazados y aun acabados de mano maestra: parecen más reales que la realidad. Marta y el fámulo Wagner son dos personajes cómicos que pueden servir de modelos. Margarita y su hermano están llenos de alta poesía, y no por eso dejan de pertenecer a una humilde posición social y a una época en que no estaba tan extendida como ahora la cultura.

La sencillez y naturalidad de ambos hace más distinta, viva, honda y persistente la impresión que dejan.

Fausto es ya criatura harto más complicada. Lo sobrenatural y lo trascendental influyen en la formación de su carácter, y entran en él como elementos lo alegórico y lo simbólico, pero despojándole imaginariamente de estas condiciones, queda un ser verdadero, noble, real y simpático, a pesar de sus errores y delitos. Se diría que Goethe, cuya defensa hemos hecho y a quien no creemos malo, allá en los momentos de mayor severidad contra sí mismo, cuando más descontento se hallaba de su pensamiento y de su corazón, hundió en él la mirada aguda y escudriñadora, hizo cruel examen de conciencia y sacó de allí las malas pasiones, las iras, las envidias, las concupiscencias, los demás apetitos viciosos, las tempestades, los desórdenes y las otras negras tintas con que traza la figura moral de su héroe. Claro está que por cima de todo ello, hay cierta esencial nobleza, cierta radical excelencia en el alma de Fausto, y tal abundancia de motivos para atenuar humanamente sus pecados, que nos mueven a desear el perdón del Cielo para ellos y a conservar al pecador nuestra simpatía. Y claro está igualmente que para que este perdón se logre, dada la violencia inicial con que sale disparada el alma de Fausto en su extravío, es menester aún mucho a fin de que describa la curva que debe describir en su movimiento. Así, pues, al terminar la, primera parte, se ve que no termina más que un episodio. El drama queda aún a gran distancia del desenlace.

Mefistófeles, por último, es un personaje extra-natural. Goethe no creemos que tuviese tratos con él, pero le pinta tan a lo vivo, que cualquiera diría que le conoció de cerca. La índole de este diablo y su consecuencia en palabras y en acciones, desde el Prólogo en el Cielo hasta el fin de la segunda parte, acreditan la firmeza con que Goethe trazó su imagen y atinó a prestarle vida. Mefistófeles tiene además el mérito de ser el diablo fino de nuestra edad, el diablo que corresponde a un Dios benévolo, el diablo de los optimistas y de los progresistas pacíficos y por medios lentos y legales.

Lejos de ser un monstruo horrendo, si bien con toda la majestad de quien estuvo cerca de Dios, y con toda la soberbia de quien aspiró a vencerle; lejos de ser un revolucionario titánico casi un anti-Dios como el Satán de Milton, apenas es malo de veras. Es un tuno, un galopin, un bufonzuelo y poco más. El Padre Eterno confiesa que no le odia, que le tolera y hasta que se divierte con él. En vez de creerle dañino, le considera útil para los hombres, los cuales se echarían a dormir y no harían nada memorable ni poético, si no se entregasen al diablo con frecuencia. Mefistófeles, como Dios, gusta de oír sus epigramas y chistes y le emplea en sus altos designios de promover la actividad humana, anda bien avenido con Dios, suele hacerle visitas, y sale muy satisfecho de que Dios le trate con cordialidad y confianza.

Por lo que se ve, el mal para nuestro poeta es chico mal y está subordinado al bien al cual concurre, a pesar suyo. Así, Mefistófeles es chico diablo. Aunque sabe y puede bastante, está en una posición relativamente humilde, en la jerarquía de los espíritus.

Se columbra que Goethe comprende a Dios por cima de la naturaleza, y llenándola toda e infundiendo en ella la hermosura y la vida. Para esto ni para nada necesita ministros; pero es mayor riqueza y magnificencia tenerlos; y así hay espíritus, inteligencias y genios, monadas más o menos poderosas, unidas por lazos de amor divino, que crean, mueven y cambian los mundos y cuanto en ellos hay. Cualquiera de estos genios vale y puede mil veces más que Lucifer y que todos sus diablos. No es el genio del Universo, no es el Espíritu del Macrocosmos el que se aparece a Fausto. El que cede a su evocación y se le aparece es sólo el espíritu de este nuestro pequeño planeta. Y con todo, este espíritu es tan superior, tan inadecuado a la flaqueza del espíritu humano más valiente y atrevido, que Fausto, al sentirle, se aterra, está a punto de morir y reconoce que no puede entrar en relación con él. El Espíritu de la tierra es quien da a Fausto la desesperada conciencia de su debilidad y quien le provoca al suicidio. Los cánticos por la resurrección del Salvador le traen de nuevo a la vida. Toda esta parte de la tragedia, mientras no aparece Mefistófeles, está como en más altas esferas. La aparición de Mefistófeles trae las cosas a una esfera más baja. No se trata ya de infinitas aspiraciones, de sentir y de comprender en ambiciosa mente humana a la naturaleza, a sus genios y a Dios, si no se trata de algo más práctico y terreno.

Mefistófeles no es sobrenatural; es, según hemos dicho, extra-natural. No es un espíritu dominador, creador y superior a todo o parte de la naturaleza, sino un espíritu, semejante al humano, en lo que tiene de más vulgar; astuto, travieso, grosero, cuya misma grosería no le distrae de lo que es útil y le lleva a burlarse de lo bello y de lo sublime. Por eso domina a los espíritus humanos, que no se elevan: pero a los que se elevan, jamás los domina, aunque los sirva, deseosos de dominarlos.

En vez de anonadar a Fausto, como le anonadó con el Espíritu de la tierra, Mefistófeles le hace reír con su aparición, al salir del cuerpo del perro, rendido a los conjuros y amenazas. Cuando Fausto le obliga a que él mismo se defina, Mefistófeles se define una parte de aquella fuerza que siempre quiere el mal y que hace el bien siempre.

Mefistófeles quiere destruir, viciar y corromper; mas como sólo puede hacer esto al por menor, concurre al bien general y a la creación entera y continua, muy contra su gusto.

Fausto, al firmar con él un pacto, le trata como superior a inferior; como un amo a un lacayo; y está casi seguro de que el diablo no ganará nunca la apuesta; no le dará lo que él desea. No sólo no cae, por decirlo así, bajo la jurisdicción y poder del diablo mucho de lo deseado por Fausto, pero ni siquiera está comprendido por el espíritu diabólico; porque está en regiones superiores, hasta donde dicho espíritu jamás se encumbra. En el numen, que vive en Fausto, hay una fuerza interior mil veces más pujante que todas las potencias del diablo. Lo malo es que esta fuerza no se ejerce fuera de Fausto mismo. En él, crea de un modo ideal cuanto quiere: fuera no puede nada. Pero de esas cosas ideales, que Fausto crea en sí, concibe y apetece, el diablo sólo las mínimas y de menos valía puede realizar en el mundo exterior: otras, ni siquiera las entiende.

Aunque Mefistófeles, gracias a la fantasía del poeta, tiene ser propio y personalidad independiente, todavía, para concebir nosotros mejor su esencia, podemos figurárnosle como un resultado del análisis psicológico del alma de Fausto. Es la parte más bestial y terrena de dicha alma, la parte astuta y lista, que sirve para proporcionarse goces, riqueza, poder, autoridad e influjo en este mundo; parte que Fausto había descuidado y hasta atrofiado y desechado, a fin de entregarse a sus altas sabidurías. Desengañado de estas altas sabidurías, y ansioso de todo lo que por ellas había despreciado, se diría que vuelve a él aquella parte más ruin de su alma, bajo la forma y con el ser de diablo.

Esta inferioridad diabólica respecto a Fausto y respecto a los demás espíritus superiores, no se desmiente nunca. La ciencia, el progreso, la subida de nivel de las almas humanas, han hecho del diablo un personaje de poco más o menos. Su poder incontrastable no se ejerce ya sino en un mundo ruin, entre brutos, que se empeñan en jugar y en ganar dinero para parecer hombres, y en que por casualidad les salga algo bien para que se diga que tienen entendimiento, y entre viejecillas ignorantes y viciosas, que poseen algunos secretos y recetas, ignorando el por qué y el cómo, de los mismos prodigios que obran, como son la bruja y los gatos y los monos que la sirven y acompañan.

Fausto se siente tan rebajado de apelar a la inmunda poción de la bruja, a fin de recobrar la mocedad, que casi está a punto de quedarse viejo y de romper desde el principio el pacto con Mefistófeles sospechando lo poco que el diablo puede, y vale y lo más poco que de él puede esperar un noble espíritu.

El bien del diablo vale tan poco como el mal. Por cima del diablo, así como hay bien, hay mal inmensamente mayor de que Mefistófeles no podrá jamás curar el alma de Fausto. Fausto, para recibir algún bien del diablo, así como para someterse a su dominio, tiene que ahogar esa aspiración superior de su alma. Cuando vive y alienta con ella, el diablo no le da el menor alivio para los tormentos que produce; pero también el alma se sustrae por completo a todo influjo del diablo, y se ríe de todos los pactos.

En la rara teogonía de Goethe, el diablo, no sólo está por bajo de lo sobrenatural, término y mira de las aspiraciones del alma de Fausto, sino también muy por bajo de lo natural, en cuanto lo natural tiene de creador y de divino. Por esto, en la plebeya y estúpida sociedad del aquelarre, donde Fausto por un momento se encanalla, Mefistófeles se pavonea y triunfa; pero, en la segunda parte, cuando, por el esfuerzo de la voluntad y por los milagros del saber y de la inteligencia de Fausto, aparecen los genios antiguos, que imaginó Grecia, todos aquellos poderes personificados de la naturaleza creadora e inteligente, Mefistófeles se encoge, se humilla y casi se acobarda; Mefistófeles tiene que esconderse y disfrazarse bajo la fea apariencia de una de la Forquiadas. No sólo en poder, sino hasta en fealdad, superan a Mefistófeles aquellas antiguas creaciones.

Aunque sea rápidamente, sin la detención que tan grande asunto reclama, y a fin de no extralimitarnos y dar a este trabajo una extensión impropia del objeto a que se destina, algo debemos decir de la segunda parte del Fausto.

Varias personas han llamado al Fausto completo la Biblia del panteísmo. Nada nos parece más injusto. Goethe no era resuelto panteísta; pero, si en alguna obra suya se inclina al panteísmo, no es por cierto en el FAUSTO, donde más bien le contradice.

Es verdad que para afirmar esto debemos dar por sentado que entendemos la segunda parte, y es opinión muy común que nadie la entiende. Tal vez, los mismos que la llaman Biblia del panteísmo, lo cual, en buena lógica, presupone que la entienden, la apellidan libro de los siete sellos, delirio, laberinto, enigma perpetuo. Nosotros, aunque parezca paradoja, y se nos impute a arrogancia, afirmamos lo contrario: que todo está clarísimo en la segunda parte.

¿Dónde, si no, está la oscuridad? ¿En qué consiste? ¿De qué procede? El estilo terso, conciso, lapidario, epigráfico, y lleno de precisión de Goethe, llega, en esta segunda parte, al último límite de la nitidez, de la elegancia desnuda de hojarasca e inútiles adornos, y de la sobriedad significativa e intencionada. ¿Cómo, pues, decir con tal estilo lo vago, lo incierto, lo indeciso, lo que nadie entiende, ni tal vez el poeta que lo escribió? Esto no puede ser.

La supuesta no inteligencia de la segunda parte, sólo puede explicarse por dos maneras. Y por ambas, no ya el Fausto, sino la obra más clara y más llana vendrá a ser ininteligible. El Quijote, pongamos por caso.

Aunque no creemos en la epopeya trascendental, comprensiva y omni-docente, creemos que el poeta canta a veces lo que no se dice; va más allá del punto a que llega el hombre científico con la reflexión y con el estudio; y adivina y vaticina, y se eleva a esferas inexploradas, adonde el saber humano no llegó todavía; pero si todo está en el ritmo o en la poesía pura, es inútil traducirlo en prosa. No es inútil, es imposible. En prosa será inefable. Sería tan necia pretensión como la de querer explicar el efecto de la mejor sinfonía, y aun producirle igual, haciendo un discurso sobre la sinfonía. Pero si lo importante no está en el ritmo, y dialécticamente se revela en la frase, todo el mundo lo entenderá, sin que se traduzca o comente. Al que no lo entienda, podrá decírsele lo que el hidalgo manchego o el cura dijo una vez al barbero que se quejaba de no entender a cierto poeta: «Ni es menester que le entienda vuesa merced, señor rapista.»

La poesía y aun obras en prosa de carácter poético, pueden encerrar hondas verdades, bajo el velo de la alegoría o del símbolo; pero, una de dos: o el símbolo y la alegoría son trasparentes o no lo son. Si lo son, todo se ve claro. Si no lo son, podrán escribirse mil y mil comentos, y cada comentador imaginar que el poeta quiso decir esto, aquello, lo de más allá, y aun cosas que al pobre poeta no se le ocurrieron en la vida.

Comentos tales se han hecho ya del Quijote. ¿Por qué extrañar que se hagan del Fausto? Y si al Fausto se le culpa por esto de ininteligible, ¿por qué al Quijote no se le pone defecto igual?

No está, pues, lo ininteligible de una obra en lo misterioso, exotérico o recóndito que se aspire a hallar en ella. Basta con que lo exotérico, el sentido directo, tenga un valor y un significado. Y la segunda parte del Fausto le tiene. ¿Es ininteligible, es oscuro, es tenebroso el Cantar de los Cantares? Para un profano cualquiera nada hay más inteligible. El Cantar de los Cantares es un idilio, una égloga, un poema de amor, donde el amado y la amada se requiebran de lo lindo, se dicen mil ternuras, se hacen mil finezas, se ensalzan y describen menudamente y con morosa delectación los primores y gracias corporales de él y de ella, y se pintan los goces que han de lograr o ya logran ambos, besándose, abrazándose y queriéndose mucho. Pero, si esto es tan claro, entendido así, búsquese el sentido místico que dan al Cantar de los Cantares exegetas y teólogos y el Cantar de los Cantares habrá menester de comento, y aun con el comento nos quedaremos a oscuras, y apenas habrá quien entienda una palabra. ¿Por qué no afirmar lo mismo de la segunda parte del Fausto, si es lícito equiparar en algo lo sagrado con lo profano?

No es de suponer tampoco que la difícil inteligencia del Fausto dependa de la erudición previa que para entenderle se requiere. Basta, a nuestro ver, con una cultura mediana. El comento erudito es inútil. Todos los personajes míticos están caracterizados tan bien, que el ignorante podrá ganar algo, allegar un caudal de erudición, si, con motivo de leer el Fausto, adquiere y hojea algún Diccionario manual de la fábula; pero lo que aprenda en dicho Diccionario añadirá poco a la comprensión del poema. Lo mismo puede decirse de las doctrinas cosmogónicas, geológicas, filosóficas etc., a que el Fausto alude. Lo que Goethe quiere decir lo dice por entero, y no es menester acudir a otros libros para explicarlos, a no ser que se desee saber de quién lo tomó o por qué lo dijo. En este caso es dable decir del comento erudito lo mismo que del filosófico: a saber, que dicho comento cabe tanto como en el Fausto en el Quijote. También en el Quijote hay quien investigue si tal pasaje se tomó del Amadís o del Orlando, si tal cuento o sentencia proviene de Conon sofista o de la Leyenda áurea.

Veamos, pues, sencillamente, no lo que se supone o columbra en el Fausto, sino lo que se dice, y esto en resumen y cifra brevísima, porque tememos que nos tilden de prolijos. Para mayor prontitud y claridad, marcaremos cada uno de los cinco actos en que esta segunda tragedia está dividida.

Acto I.—El destino de Fausto no puede encerrarse en el de Margarita. Fausto tiene aún muy larga carrera. Aspira a todo, y para satisfacer sus aspiraciones cuenta con varias potencias. Cuenta con Mefistófeles, esto es, con el espíritu de astucia y de conducta para la vida, que ya le devolvió la juventud y que podrá aún darle riqueza, poder, fama y deleites materiales. Y cuenta, por cima de Mefistófeles, porque la magia natural toca puntos más altos que la magia negra o hechicería, con la ciencia, que le revelará los arcanos del universo, y con la poesía y el arte, que realizarán para él la ideal hermosura.

No bien Fausto se recobra de sus violentas emociones, merced a un sueño mágico, arrullado por cantos de genios y de ninfas, en un fertilísimo y ameno vergel, las mencionadas aspiraciones empiezan sucesivamente a realizarse, hasta donde la condición finita de Fausto y del mundo lo consiente.

Fausto brilla en la corte del Emperador y encuentra que en ella puede ser lo que se le antoje, merced a su propio mérito y al diablo.

Esto, no obstante, no le satisface. De las damas no hay una sola que le haga impresión, y se enamora de Elena, personificación de la hermosura corporal perfecta.

El diablo no tiene poder para proporcionarle a Elena. Lleno de turbación le habla de las Madres, o dígase de las ideas ejemplares, de las formas puras antes de unirse a la materia prima y producir los diversos seres; las cuales Madres, cuyos misterios el diablo no entiende, viven en el vacío eterno, fuera del tiempo y del espacio, y sólo por medio de hondísima y solitaria contemplación, reconcentrándose en el meditar, y arrojándose en horribles abismos, puede llegar a ellas un ánimo atrevido. La empresa es tal, que el propio diablo no se atrevería a acometerla. Fausto, sin embargo, la acomete, y el diablo le ve partir con asombro, y duda de que vuelva del seno tenebroso, infinitamente más profundo que el infierno, adonde se ha lanzado.

En este viaje de Fausto a ver a las Madres está la clave del poema; el núcleo de la segunda parte. Nosotros creemos que el diablo tiene razón, y que Goethe no la tiene. Fausto no vuelve en realidad. El Fausto vivo y humano, el doctor melancólico, el remozado por la bebida mágica, el amante natural, como son todos los amantes; de la natural, viva y real Margarita, se queda por allá con las Madres, y sólo vuelve su sombra, su idea pura, un símbolo, una alegoría tan diáfana y clara, que más no puede ser.

De aquí que toda la segunda parte sea poesía, en virtud del estilo bellísimo del poeta, de la riqueza lírica y gnómica que derrama, de mil primores de todos géneros que sabe difundir en los pormenores; pero en el conjunto, la segunda parte, o no es poesía o es poesía al revés.

Sin duda que el poeta, allá en los tiempos antiguos, con inspiración inconsciente, con estro divino, agitado por un furor que le viene del cielo, crea personajes y acciones, que entrañan y simbolizan grandísimas verdades. Más tarde viene el crítico, el pensador dialéctico, el hombre frío y reflexivo, y va desnudando del símbolo las verdades en él ocultas, y deshace la poesía y crea la ciencia.

Éste, en nuestro sentir, es el procedimiento natural.

Pero Goethe procede del modo contrario. En la segunda parte del Fausto es un poeta al revés: demuestra prácticamente lo que al principio dijimos: que la epopeya trascendental y comprensiva es imposible ahora: que es delirio querer realizarla.

Por lo expuesto, nos pasma tanto el encarnizamiento con que censuran muchos de poco inteligible la segunda parte del Fausto. El defecto nos parece que está en lo contrario: en que se entiende de sobra; en que todo es símbolo; en que es una larga parábola de millares de versos; en que ninguno de aquellos personajes nos puede ya interesar, porque no son tales personajes, sino figuras alegóricas, que representan pensamientos religiosos, morales, filosóficos, físicos, químicos y geológicos del autor. Y francamente, una parábola, una alegoría tan continuada, sería insufrible, si no fuese de Goethe. Parecería, además, una puerilidad enojosa y cansada. ¿A qué esas imágenes, esos misterios, ese estilo figurado, para exponer doctrinas? Aunque se ven a las claras bajo el velo trasparente de la alegoría, aún se verán mejor sin ese velo.

La poesía se asemeja en esto a la religión. Imaginemos, por un instante, y Dios nos lo perdone, que la de Cristo es como la explica Hegel. Será así muy filosófica, muy profunda, muy interesante; pero, no bien se acepte la explicación de Hegel, tendremos un ingenioso y dialéctico trabajo, y lo que es religión no tendremos. Hegel, no obstante, está en su derecho (entiéndase que somos partidarios de la absoluta libertad de pensar); Hegel puede exponer racionalmente todos los dogmas, y reducirlos a filosofía.

Lo absurdo sería que después, emprendiendo la misma caminata en dirección inversa, agarrásemos la Idea, el Yo, el No-Yo, el Ser, el No-Ser, el Llegar-a-Ser, el Prurito, la Voluntad, la Vida, la Muerte, el Uno y el Todo, y convirtiéndolos en personas, fraguásemos la religión del porvenir, ya con las filosofías de Hegel; ya con las de Hartmann; ya con las de otro cualquiera. ¿Quién había de creer en religión semejante? ¿Qué apóstoles, qué confesores, qué mártires tendría? Y no es esto negar que la ciencia, la doctrina, la afirmación, despojada del símbolo inútil, sobrepuesto y anacrónico, no puede tenerlos.

Convenimos en que en religión, por razones largas de exponer aquí, resalta más lo absurdo de tomar al revés estos caminos; convenimos en que cabe en poesía lo alegórico, como gala de imaginación, como juego ingenioso, y hasta como medio gráfico de que hagan las verdades más impresión en el ánimo, y hasta como recurso mnemotécnico para que duren con más persistencia y distinción en la memoria. Pero aun así, no se comprende, parece producto del frenesí, parece una pesadilla, tan larga alegoría.

No obstante, la segunda parte del Fausto, por cima de todo lo alegado en contra, se lee con interés. Esto consiste, en que la alegoría poética tiene y seguirá teniendo siempre alguna razón de ser. La verdad, velada en la imagen o símbolo, seguirá siempre grabándose mejor en el alma de las muchedumbres, que la verdad, o la teoría que pretenda pasar por tal, expuesta con método didáctico rigoroso. Así la poesía será menos poesía, será menos bella, será más fría y más sin alma; pero podrá ser útil. Interesa además, e interesa principalmente la segunda parte del Fausto, porque el lector, acaso sin percatarse de ello, la convierte en una enorme poesía lírica, en una serie de ditirambos, en una obra, no épica y objetiva, sino subjetiva en grado sumo, donde ya no hay más héroe que Goethe; Goethe, disfrazado de Fausto, y empeñado en algo de monstruoso, descomunal e imposible. Saludemos, pues, al altísimo poeta con las mismas palabras con que saludaba a Fausto la profetisa Manto:

Den lieb' ich, der Unmögliches begchrt!

Yo amo a aquel que desea lo imposible.

Fausto, en este sentido, esto es, la sombra de Fausto, su idea, que Goethe lleva en sí, vuelve del seno de las Madres. En una fantasmagoría semi-real, en un teatro, delante del Emperador y de toda su corte, Fausto hace que Elena y Paris aparezcan. Cuando Paris roba a Elena, Fausto tiene celos, no puede contenerse, quiere quitar a Paris la beldad que lleva en los brazos, y deshace el encanto con una explosión, cayendo él como muerto.

Acto II.—Todo este acto es un aquelarre pagano y clásico en contraposición con el aquelarre romántico y correspondiente al cristianismo, que se lee en la parte primera. Si alguna vez nos olvidamos de la alegoría, y hasta nos parece que deja de haberla y que tocamos algo real, es porque Goethe, en virtud de sus monadas, de sus genios y espíritus elementales, de sus inteligencias misteriosas que mueven las cosas naturales, casi cree en los seres que evoca, por donde los seres que evoca toman cuerpo y dejan de ser figuras retóricas solamente.

Para explicar la doctrina de este segundo acto sería menester escribir tanto al menos como el acto contiene. Goethe es conciso y por consiguiente difícil de extractar. Baste saber que ya el diablo, según hemos dicho, hace aquí muy triste papel. Hasta Homúnculus, el engendro raquítico de la ciencia pedantesca de Wagner, sabe más que él y le sirve de guía.

Fausto, llevado de su anhelo incesante, penetra en el seno de la Naturaleza, quiere desentrañar sus arcanos y el origen de los seres. Su amor a Elena, esto es, su afán de poesía y de hermosura, no se entibia sin embargo. Nada distrae a Fausto de este amor. Halla al centauro Chiron, monta sobre sus espaldas, y corre en busca de Elena. La profetisa Manto le indica el modo de dar con ella: le dice por qué sendas debe bajar al reino sombrío de Plutón, en las más hondas raíces del Olimpo, adonde ya bajó y de donde nunca volvió Orfeo; Fausto con no menos brío que Orfeo, y con mejor fortuna, desciende al Orco en busca de su amada.

Acto III.—Aquí se advierte más aún el defecto de la realidad; lo frío de la alegoría. Nada más bello, sin embargo, como forma. Es todo dichosa imitación de la poesía griega antigua, combinada magistral y armónicamente con lo caballeresco, trovadoresco y galante de la poesía de los siglos medios.

Fausto tiene un castillo en la cima del Taigetes, y es capitán y príncipe de guerreros salidos del seno de la noche cimeriana. Elena, huyendo de Menelao, que la quiere sacrificar, se refugia en el castillo de Fausto, quien la recibe como Amadís hubiera recibido a Briolanja o a otra princesa menesterosa, que viniese a que la socorriera en su cuita. Fausto, con sus guerreros, destroza el ejército de Menelao, y con sus modales refinados enamora a Elena en seguida, que, por otra parte, como es sabido, no era una roca de firme ni un mármol de fría.

Después de este doble triunfo, Fausto y Elena se retiran a Arcadia, donde hacen vida bucólica. Allí tienen un hijo: Euforion. Remedo de Hermes, apenas nace inventa y toca la lira, y quiere sometérselo y apropiárselo todo y subir a los cielos.

Euforion se lanza en el aire y cae despeñado, cual nuevo Ícaro. Goethe celebra en Euforion a Lord Byron, y lamenta su muerte. Es un episodio de extraordinaria belleza. Euforion, además, es símbolo de la poesía moderna, nacida de la antigua belleza clásica y de la ciencia reflexiva de nuestra edad.

Muerto Euforion, el lazo que une a Fausto con Elena queda deshecho. Elena vuelve al Orco; pero antes de partir abraza a su esposo y le deja como prenda de amor la túnica y el velo. Estas vestiduras no son la misma deidad; pero son divinas y tienen la fuerza de elevar a quien las posee por cima de las cosas vulgares. En efecto, estas vestiduras envuelven a Fausto y le suben hacia las regiones etéreas.

Acto IV.—Prosigue en él la alegoría, y en nuestro sentir es el menos divertido de todos. El emperador lucha con un anti-emperador, y con auxilio de Fausto y de Mefistófeles le derrota. Fausto, que ha tratado ya de calmar su anhelo infinito con la ciencia, con la poesía, en el seno de la Naturaleza y en el seno de la belleza ideal, procura ahora satisfacerle con el poder y el dominio.

Acto V.—Todavía, ya en una extrema vejez, Fausto busca el bien supremo en la filantropía, en hacer la felicidad de sus semejantes, en los adelantamientos sociales. Con este empeño de adelantamientos, como el sonido de las campanas le fastidia, hace que el diablo queme la cabaña de Baucis y Filemon, emblema de la vida antigua, y queme además la ermita, que estaba al lado y donde sonaban las campanas; esto es, acaba con la religión, en nombre de lo cómodo y progresivo.

A pesar de su poderío, comodidad y bienestar, si bien Fausto impide que entren a visitarle en su palacio la Deuda, la Necesidad y la Miseria, no impide que el Cuidado entre y le aflija y le consuma.

En medio de sus proyectos benéficos de hacer la dicha de los hombres, de crear un pueblo libre, industrioso y lleno de virtudes, Fausto muere. La alegoría no puede ser más clara. Fausto ha deseado, ha buscado cuanto hay o puede haber de bello en la sociedad humana, en la mente, en la fantasía, en el arte y en la Naturaleza. Sólo no ha acertado a elevarse por cima de todo esto, en alas de la fe, y no ha buscado jamás en Dios el bien supremo. Pero Margarita (y aquí cesa la alegoría, y precisamente en lo más sobrenatural, vuelve el poema a parecer real y a ser por lo tanto más poético); pero Margarita, repetimos, que se ha salvado, ha intercedido por Fausto cerca de la Virgen Santísima, y Fausto se salva, a pesar del pacto con Mefistófeles, el cual queda burlado, aunque no muy desesperado, a la verdad. Mefistófeles era un diablo de buen humor, y sus bufonerías y chistes duran hasta lo último. Los ángeles tan bonitos que vienen volando para llevarse el alma de Fausto, le hacen muchísima gracia, y, si bien el pícaro no se siente inflamado de amor espiritual, lo que es profana y lascivamente, les echa mil piropos y les dice sus más atrevidos pensamientos y sentimientos. El acto, no bien desaparece Mefistófeles, termina con una escena mística, en una Tebaida celestial, donde los Padres del yermo, la Magdalena, la Samaritana, Santa María Egipciaca, la misma Margarita, y los doctores extáticos, seráficos y profundos, cantan dignamente de la caridad, de la redención, de la gloria y del amor divino, mientras el alma de Fausto sube al cielo en virtud de lo femenino eterno: expresión filosófica con que Goethe designa a la Madre de Dios o al concepto de que procede, y con que pone fea discordancia en los dichos cantares religiosos.

Tal es, en compendio, todo el poema de Fausto, del cual sólo la primera parte va aquí traducida.

Sería tarea interminable si nos pusiéramos a hablar de cada una de sus escenas y a buscar interpretaciones.

Sin interpretación alguna, como ya hemos dicho, todo tiene un sentido simbólico inmediato por demás trasparente. No hay que interpretar el poema hasta leerle.

Sus defectos están sobrepujados por sus bellezas. El sabio, el poeta, el filósofo, el corifeo del gran siglo de oro de las letras alemanas se muestra en este poema en todo su poder, y todo él con sus inmensas facultades.

Él solo pudo acometer empresa tan grande sin caer en algo digno de risa. ¡Ay del poeta inexperto e iluso que, sin medir sus fuerzas, sin tener el genio, la ciencia, la habilidad y la perspicacia crítica del poeta alemán, se atreva a seguirle al seno de las Madres y quiera traernos de allí a otro Fausto y a otra Elena! Lo más que nos traerá, con menos arte y paciencia que Paracelzo o que Wagner, será un Homúnculus ridículo, que jamás saldrá de su redoma, cuya luz no guiará a nadie por los caminos de lo ideal, y cuyo fuego amoroso, excitado por Galatea, no derretirá y fundirá el vidrio, derramándose en el seno del Océano.

Sólo nos queda que añadir que en una traducción, por fiel que sea, se pierden las dos terceras partes de las bellezas que estriban y se sostienen en la energía y tersura de la expresión original. Contentémonos, pues, con que, en nuestra fiel traducción, persista toda aquella belleza íntima, que reside en el fondo, y no en la forma, y que el lector atento sabe hallar y gustar, aunque la limpia y espléndida estructura, el metro resonante y el hechizo de la rima hayan desaparecido.

SOBRE SHAKSPEARE

Mi amigo el estudioso y entendido joven D. Jaime Clark me pone en un grande apuro. Publica una traducción de los dramas de Shakspeare y me pide que escriba yo un breve prólogo. Esta distinción honrosa, este aprecio que de mí hace D. Jaime Clark, me lisonjea por extremo; pero el apuro no es menor para mí.

¿Cómo, por breve que el prólogo sea, he de prescindir del autor traducido y he de limitarme a juzgar la traducción solamente? Fuerza es decir algo sobre Shakspeare, y esto es lo difícil, lo enojoso para mí, sobre todo en pocas palabras.

Shakspeare es el ídolo literario de Inglaterra. El influjo civilizador, la preponderancia política de esta gran nación, en todo el auge ahora de su fortuna, riqueza, prosperidad y brío, han difundido y acrecentado la gloria del poeta amadísimo entre cuantas naciones pueblan la faz de la tierra. ¿Qué podré yo añadir a las alabanzas de Shakspeare dadas en Alemania por Wieland, ambos Schlegel, Lessing y tantos otros críticos y poetas, que le aclaman el príncipe de los dramáticos y la fuente de inspiración de donde ha surgido el genio de la moderna y hermosa poesía alemana? ¿Cómo hablar, cómo escribir de Shakspeare después del encomio hecho por Víctor Hugo, ciclópeo monumento, serie de ditirambos desaforados, estatua colosal, fundida en una imaginación de fuego por un entusiasmo que raya en delirio, y abrillantada y retocada después por un cincel de diamante? ¿Cómo atreverme a desplegar los labios o a dejar correr la pluma, habiendo leído la apoteosis bellísima, el saludo sublime que Emerson envía a Shakspeare desde el otro lado del Atlántico?

Mi espíritu frío, tardo para los raptos de admiración, aunque no incapaz de ellos, harto indeciso y vacilante para no ver el contra al lado del pro, y tranquilo hasta la pesadez, es imposible que siga, ni desde muy lejos, el remontado vuelo encomiástico de los precitados autores.

Shakspeare, dicen, es inconcebiblemente sabio: los demás sabios que ha habido en el mundo dejan al menos que su sabiduría se conciba. Shakspeare ni esto deja. En punto a facultad creadora Shakspeare es único. No se puede imaginar nada mejor. Shakspeare está más por cima de Milton, Cervantes o el Tasso, que éstos del vulgo.

De la venida de Shakspeare al mundo no han hecho algo tan sobrenaturalmente importante como la encarnación de un Dios; pero han hecho más, según el gusto y forma con que tales encarecimientos pueden hacerse en el día. Shakspeare, dice Emerson, es en historia natural una producción del globo que anuncia nuevas mejoras; alguna casta nueva, con relación a la cual seamos los hombres de las demás castas lo que el mono es con relación al hombre.

Ni mi escasa anglomanía, ni mi poco fervor romántico, ni mis inveteradas preocupaciones en pro de la medida, orden, reposo y arreglo de los poetas griegos y latinos, ni mi amor a mi propia casta y nación y a los grandes ingenios que ha producido, entre los cuales Cervantes, y Lope, y tal vez. Tirso, se levantan a mis ojos sobre Shakspeare, consienten que yo adopte por míos tan superlativos encomios.

Me veo, pues, en la precisión de rebajar el mérito del autor, que mi amigo Clark presenta al público de España, en vez de ponderarle y sublimarle. Harto me aflige tener que hacer un papel tan ingrato; pero no me faltan consuelos.

En primer lugar me remito a Emerson y a Víctor Hugo para el que busque elogios. Añadir es casi imposible. Declaro con sinceridad que en España no creo que hay en el día más que un hombre que, si se pone a encomiar a Shakspeare, acierte a decir algo que supere a Víctor Hugo y a Emerson en epinicios agigantados y en hipérboles sonoras. Claro está que este hombre es D. Emilio Castelar, el Víctor Hugo de la cátedra y de la tribuna.

En segundo lugar me consuela la consideración de que, si yo rebajo a Shakspeare, siempre le dejaré bastante alto para los españoles, poniéndole, como le pongo, ya que no a la altura de Cervantes, al nivel de Calderon, y casi hombreándose con Lope.

En tercer lugar, por último, y como tercer consuelo, me parece que más bien acudo en favor del traductor asegurando a los lectores que Shakspeare no es impecable, que no presentándole como el limpísimo dechado, donde, sin lunar ni falta, resplandecen todas las bellezas poéticas, o como la joya soberana donde se han acumulado a manos llenas, sin mezcla de falsa pedrería ni de metales de baja ley, las perlas, los diamantes y el oro puro de la más acrisolada inspiración. Los lectores podrán hallar oscuridades, confusiones, rarezas, groserías y bufonadas en estos dramas y achacárselas al traductor. Sepan desde ahora que son del poeta. El traductor, escrupulosamente fiel, lo traduce todo con exactitud pasmosa. Nos hace un inmenso servicio. No nos da un arreglo de Shakspeare, suprimiendo y poniendo a su antojo. Nos da a Shakspeare tal cual es: con sus defectos y con sus bellezas; con sus aciertos y con sus extravíos; con sus bajezas y sus sublimidades. Por D. Jaime Clark va a tener el público español al propio Shakspeare, sin cambio, ni enmienda, ni disfraz alguno, en nuestra lengua castellana. Donde Shakspeare habla en prosa, Clark habla en prosa; donde en verso libre, en verso libre; donde en versos aconsonantados, en versos aconsonantados. El estilo del traductor se ajusta también al del autor, y ya es enérgico, conciso y sublime, ya culterano, ya natural, ya claro, ya oscuro, ya elegante y sostenido, ya bajo y rastrero. El Sr. Clark quiere, más que traducir, calcar a Shakspeare, y creo que lo consigue. Vamos, por consiguiente a tener a todo Shakspeare por primera vez en castellano. Menester será juzgarle, rápidamente al menos, pero con la misma imparcialidad que si fuera nuestro compatriota.

Disto mucho más que de los encomios exagerados de Víctor Hugo y Emerson, del desdén y de las burlas de Voltaire y su imitador Moratin. Confieso que el análisis que hace Voltaire del Hamlet me ha arrancado varias veces lágrimas de risa: mas no por eso he dado nunca la razón a Voltaire. Ya sé que lo sublime lo bello, lo grande es lo que se presta a la parodia.

Mi vacilación y mi duda están en otra cosa. ¿Hasta qué punto eran requisito indispensable, condición precisa de todo lo que hay de profundo y de íntimamente verdadero en el Hamlet, las rarezas de estilo, las excentricidades de que se muestra acompañado? ¿Serán defectos, reales defectos los que Voltaire y Moratin señalan como tales, consistiendo sólo la falta de estos críticos en no ver y reconocer en todo su brillo y hermosura los numerosos aciertos que hacen que toda falta se borre y se olvide? ¿Estos defectos, aunque inevitables, dados la época en que Shakspeare escribió y el público a quien se dirigía, son, a pesar de todo, defectos? ¿O por último, no son defectos los que Voltaire y Moratin señalaban, sino excelencias y perfecciones que no comprendían? Para responder a estas preguntas, para decidirme por cualquiera de estos términos, necesitaría yo mucho tiempo, larga meditación y escribir luego un tomo y no algunas páginas. Aun así no sé con certeza si cesaría mi vacilación y me aventuraría a dar un fallo definitivo.

Sea como sea, y sin dar el fallo, nadie niega que Shakspeare es un ingenio de primer orden. Ni Voltaire ni Moratin lo negaron.

La gloria de este poeta empezó cuando vivía y escribía sus dramas. Después no se ha eclipsado nunca y ha ido e irá creciendo cada vez más con el andar del tiempo. Pero la grandeza de las montañas no se ve ni se mide de cerca. Aunque se sabe poco de la vida de Shakspeare, parece probable que le conocieron y trataron muchos hombres eminentes de la brillante época en que vivió Raleigh, Bacon, el conde de Essex, Milton, Hales, Keplero, Belarmino, Alberico Gentile, Paolo Sarpi, Vieta y otros mil le conocían. Ninguno despreció su talento: ninguno dejó de estimar el mérito de sus dramas; pero ninguno tampoco le rindió aquel culto, aquella adoración que hoy le rinde lo más ilustre, instruido, inteligente y dichoso del linaje humano. Hasta que llegó el siglo XIX, exclaman sus más fervientes admiradores, hasta que llegó este siglo, cuyo genio es Hamlet viviente, no pudo haber lectores que entendiesen la tragedia de Hamlet. Ahora la literatura, la filosofía y el pensamiento todo, son Shakspeare. Su espíritu es el horizonte más allá del cual nada vemos, nada descubrimos, aunque nos esforcemos con ansia por columbrar lo venidero.

Singular sería que siendo Shakspeare tan adorado entre los extraños, lo fuese menos entre los propios; entre los ingleses, que son tan patriotas. En Inglaterra ha tenido el gran dramático multitud de biógrafos, críticos, comentadores y panegiristas. Los que en España han escrito sobre Cervantes son en número cortísimo comparados con los que en Inglaterra han escrito sobre Shakspeare. Nuestras alabanzas a Cervantes son tibias en comparación de las que se han dado a Shakspeare en Inglaterra. Por lo demás, mucho parecido en todo: hasta en ciertos infantiles y candorosos regalos que lo mismo se han hecho por allá a Shakspeare, que a Cervantes por acá. Ambos han resultado filósofos, médicos, abogados y buenos oficiales o maestros en casi todos los oficios; pero en verdad, ambos eran ingenios legos, y Shakspeare más que Cervantes, si bien todo lo sabían por penetración, por viveza de ingenio, por agudeza y perspicacia en la serena mirada para observarlo, abarcarlo y comprenderlo todo a primera vista.

En lo que no han tenido que afanarse tanto los eruditos ingleses como los españoles, es en averiguar quiénes eran, de dónde procedían los personajes que ponía en acción su poeta. Don Quijote, Sancho, Dulcinea, Sanson Carrasco, los Duques, Clara, Dorotea, Lucinda, Cardenio, Altisidora, Maese Pedro, y tantos otros, no tienen antecedentes, y es menester buscarlos con fatigosa diligencia en los archivos, y revelar luego al mundo la interesante verdad de que todos estos personajes vivieron vida real, y fueron bautizados en tal o cual parroquia. Pero los personajes de Shakspeare, así como las acciones que ejecutan o en que intervienen, están, antes que en sus dramas, en crónicas, poemas y leyendas, o en otros dramas, que Shakspeare refundía.

Pocos autores han tomado más de los otros que Shakspeare. Todo lo que le parecía bello, sublime, divertido, agradable, gracioso, lo tomaba sin escrúpulo donde lo hallaba. Ha dicho un discreto, que en literatura, no sólo se disculpa, sino que se glorifica el robo cuando le sigue el asesinato. Shakspeare sabía esta máxima, y no dejó de asesinar a cuantos robó. De los autores robados nadie se acordaría si no hubieran sido robados. Todos murieron: mas Shakspeare vive, y los personajes que aquellos autores crearon o evocaron a una vida vaga y como de sombra, y a una luz indecisa, crepuscular e incierta, han sido traídos por Shakspeare a la radiante y meridiana luz de la gloria inmortal, y a una vida más firme, más clara, más real que la de todos los héroes de la historia.

Este es, sin duda, el mayor mérito, el mayor misterio, el encanto más poderoso del genio de Shakspeare. Por este lado, y este lado es el más importante, pocos poetas se le adelantan en todas las modernas literaturas. Eminentes han existido algunos que, en mi sentir, sólo han logrado personificar las virtudes o los vicios, producir tipos o símbolos con habla y figura humana: el hipócrita, el avaro o el misántropo; pero la fuerza creadora para no limitarse a la abstracción, a la generalización, a un concepto destilado y extraído de lo real por medio del discurso, y vestido luego de cuerpo por la fantasía, y sí para producir individuos verdaderos, definidos, determinados, complejos en su carácter y condiciones, como son todas las criaturas humanas, y con más vida y más perfecta vida que la vida que da naturaleza: este don, este arte, pocos le han tenido como Shakspeare. Ofelia, Desdémona, Julieta, Miranda, Beatriz, Hero, Lady Macbeth, Otelo, Hamlet, Shylock, Falstaff, Yago y tantos otros, viven en la mente de los hombres con mayor firmeza y consistencia, que los más ilustres y claros varones que fueron en realidad: que todos los gloriosos sabios, héroes, políticos y capitanes que vivían en el mundo, mientras que estos personajes fantásticos iban saliendo del cerebro de Shakspeare, provistos ya del elixir de perpetua juventud y vida, desde el año de 1589 al de 1614. Después, lejos de evaporarse, lejos de desvanecerse tales creaciones, han adquirido mayor brío y virtud inmortal, se han bañado en nuevos fulgores de gloria, se han revestido de cuantos hechizos logra crear el arte humano. El escultor las ha fundido en bronce o las ha dado cuerpo en el mármol; el pintor ha empleado en ellas todo el primor de sus pinceles y las más ricas tintas de su paleta; el grabador ha agotado la finura y maestría de su buril, y el músico ha buscado y hallado, para expresar sus pasiones, las melodías más conmovedoras y las armonías más profundas.

Grande ha sido el valor de Shakspeare para conseguir esto: pero ha sido mayor su fortuna. ¿Quién duda, sin embargo, de que la fortuna es el más poderoso elemento del valor?

Fausto, Margarita y Mefistófeles, y Werther y Carlota, en la literatura alemana, y sólo D. Quijote, Sancho, Dulcinea y D. Juan Tenorio, en la española, son los personajes que por la notoriedad, la fama, y el fulgor glorioso, pueden compararse a los personajes de Shakspeare, en las otras literaturas europeas.

Pero ¿depende esto de que en los dramas de Lope, Tirso, Calderon, Moreto, Alarcón y Rojas, de que en todo nuestro gran teatro español no haya más personajes que D. Juan, con tanto aliento de vida, con tanta predestinación para la inmortalidad, como los héroes shakspearianos? La verdad es que no hay en nuestro gran teatro español otros personajes que vivan como aquellos. ¿Fue mengua de nuestros poetas o de la fortuna?

Shakspeare escribió para un pueblo que empezaba a ser grande, que iba a extender su imperio, a mejorar su civilización castiza y propia, a difundirla y a hacerla valer por todas las regiones del mundo. Como escribió para el pueblo, escribió inspirado y lleno de los pensamientos y sentimientos del pueblo, y su mente y sus obras están henchidas de lo porvenir; contienen en germen todo el espíritu de Inglaterra en el día. Nuestros dramáticos escribieron también para el pueblo, inspirados y llenos de los sentimientos del pueblo, pero de un pueblo que moría, de un pueblo cuya civilización castiza y propia iba a desaparecer, y cuyo espíritu de entonces no había de ser el espíritu de ahora. De aquí que aquellos héroes hablen una lengua que apenas entienden ya los españoles, y expresen sentimientos e ideas de que los españoles mismos ya no participan. ¿Cómo, pues, han de entenderlos los extranjeros, cuando los españoles no los entienden ya?

Aquellos poetas, con todo, eran también soberanos; pero ni ellos, ni sus héroes, pueden hoy vivir como Shakspeare y los suyos. Vista y reconocida su grandeza; no se les puede negar otro destino, que ya empieza a cumplirse. Para el vulgo de otros países, y aun para no pocos de sus más eruditos escritores, no sólo la potencia política, sino la potencia intelectual de España, se ha extinguido ya. La Revista de Edimburgo, encomiando a Fernán Caballero, supone que en Quevedo acabó nuestra literatura, y que después, hasta Fernán Caballero, nada hemos tenido digno de mentarse. Taine asegura que la literatura española feneció a mediados del siglo XVII. Considerada, pues, nuestra literatura como una literatura muerta, y nuestra civilización como una civilización pasada, es de esperar que los eruditos, arqueólogos y humanistas, nos desentierren o nos acaben de desenterrar, para hacernos justicia, y que, ya que no vivan nuestros poetas como Shakspeare, ni unos héroes como otros, sean Lope y Calderon, como Esquilo y Sofocles, y valgan y vivan sus personajes, como Prometeo y Edipo y otros anticuados personajes del teatro griego.

Por lo pronto, ocurre una cosa muy triste, pero inevitable, que se explicará con un ejemplo. Tengo yo un amigo pintor. Ha pintado lindamente a Fausto y Margarita, y a Julieta y Romeo. Varias veces le he rogado que pinte algo tomado de nuestra literatura dramática. Ha contestado, sin consentir réplica ni hallarla yo: nadie entendería mi cuadro, nadie reconocería los personajes, nadie sabría la acción, como no diese yo de antemano a cada espectador del cuadro un pliego de papel escrito, donde se explicase todo por menudo. Mi amigo el pintor tenía razón de sobra.

En cambio la vida de Shakspeare y de sus héroes es clara, notoria y contemporánea vida. La generalidad del público conoce ya de fama a muchos de estos héroes, o los conoce por imitaciones o por estampas y pinturas, o por las óperas en que aparecen cantando. Bueno es que los conozca tales como son, en su primitiva fuente, en Shakspeare mismo.

La traducción de D. Jaime Clark vale para esto como pocas traducciones. Para quien no sepa con toda perfección la lengua inglesa, y sea nacido en España, esta traducción será más útil y mil veces más agradable que el original inglés y que toda traducción francesa por buena que sea.

Creo que debo terminar felicitando a mi amigo D. Jaime Clark por su excelente trabajo.

FIN


Publicado el 29 de abril de 2016 por Edu Robsy.
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