Gopa

Diálogo filosófico en tres cuadros

Juan Valera


Teatro, Diálogo



CUADRO I

La escena es en la ciudad de Capilavastu: 593 años antes de Cristo.

Interior del magnífico palacio del Príncipe Sidarta. Es de noche. Cámara del tálamo, iluminada por una lámpara de oro.

GOPA.—PRATYAPATI.

Pratyapati.—Los más vigilantes siervos del rey Sudonán rondan en torno de este palacio. Las puertas de la ciudad están defendidas. No se irá. Es menester que no se vaya. Sin él ¿qué será de nosotras? Con igual vehemencia le amamos, aunque de manera distinta. Yo le amo como si fuera mi hijo. Cuando, a poco de darle vida, murió BU madre Maya Devi, por encargo suyo quedó Sidarta a mi cuidado. No quisieron los dioses que ella viviese, para que no padeciera lo que nosotras padecemos hoy.

Gopa.—Inmenso dolor nos agobia. ¿Por qué anubla su hermosa frente irremediable tristeza? ¿Por qué desea abandonarnos? ¿Qué falta, qué mengua encuentra en mí? Yo le hubiera preferido a los dioses, como Damayanti prefirió a Nal. Mi ventura se cifra en obedecerle con humildad y en ser toda suya. ¡Ingrato! Su corazón insaciable no logra aquietarse en mi amor. Su noble cabeza jamás reposa tranquila sobre mi seno. Ya no me ama. Me juzga indigna de su cariño.

Pratyapati.—No te atormentes, ¡oh Gopa! Sidarta te ama. Para él eres tú el ser predilecto entre todos los seres. Pero de amor nace su pena. Amor es su martirio. Amor le devora, creando en su alma una piedad infinita, que no consiente ni deleite, ni goce, ni paz tan sólo. Todos los males de la vida pesan sobre su corazón, que abarca en su afecto la vida de los tres mundos. Amor, primogénito de la naturaleza, por una fatal expansión de su esencia divina, dio ser a cuanto vive; y con la vida nacieron el dolor, la pobreza, la enfermedad y la muerte. Se diría que Sidarta es la encarnación, el avatar de Amor, que llora y lamenta haber creado la vida; que padece en sí cuanto todo ser que tiene vida padece, y que anhela retrotraer la vida a la nada para que el padecimiento acabe.

Gopa.—Efímera es la vida: el padecimiento que de ella nace debe de serlo también.

Pratyapati.—No, Gopa; la vida no tiene término. La muerte es cambio, no fin. Arrastrados en la perpetua corriente, mudamos de forma, pero no de esencia, la cual renace o reaparece siempre para el dolor. En este sentido, los dioses, los asuras y los hombres son igualmente inmortales.

Gopa.—¿Y no hay ningún dichoso?

Pratyapati.—Ninguno. La infelicidad es la primera condición de la vida.

Gopa.—¿Y por qué Amor creó la vida, y la infelicidad con ella?

Pratyapati.—Porque Amor no fue libre. Como del sol brotan los rayos, como el agua mana de la fuente, así de Amor brotó y manó la vida. Sólo movido de compasión sublime, en virtud de un esfuerzo superior a lo humano y a lo divino, recogiéndose en sí con abstracción portentosa, logrará Amor recoger también en sí la vida y darle quietud eterna.

Gopa.—Veo que piensas como Sidarta. Aplaudes, sin duda, su propósito, que yo no comprendo.

Pratyapati.—Hasta cierto punto pienso como él; pero su propósito es audaz, me parece irrealizable, y por audaz e irrealizable no le aplaudo. Si él estuviese llamado, como cree, a ser el libertador de los hombres, yo vería y haría con gusto cuantos sacrificios hay que hacer para lograrlo.

Gopa.—¡Oh Pratyapati! ¡Cuán encontrados sentimientos son los nuestros! Si tú le amas como madre, yo, como esposa, como mujer enamorada le amo. Este modo de amar es menos fuerte, por lo común, que el amor de madre. En el amor de madre hay mucho que nace de las entrañas y que allí se arraiga. Por eso, no ya las mujeres, sino las mismas fieras aman a sus hijuelos. La mujer enamorada de un hombre, cuando sólo le ama con el amor de las entrañas, no le ama más que le ama su madre; pero cuando le ama también con el amor del espíritu, le ama mil y mil veces más que la madre más amorosa; le idolatra; le mira como a un dios; tiene fe en él; le cree capaz de todo lo grande y de todo lo bueno; piensa que de la voluntad de él, que es ley para ella, han de nacer el milagro, el bien y la bienaventuranza para todos. No sé, no comprendo el propósito de Sidarta; pero sé y comprendo que será bueno su propósito, y que le logrará, si quiere. Si para que le logre he de hacer yo el mayor sacrificio, pronta estoy a hacerle.

Pratyapati.—¡Oh desventurada y débil mujer! ¿Qué mísera resignación es la tuya? Tú sola puedes detener al Príncipe con la deleitosa cadena de tu afecto; mas la veneración que el Príncipe te inspira te excita hasta a romper esa cadena. La violencia no bastará a retenerle; pero si tus blancos y suaves brazos le cautivan, ¿cómo te apartará de sí para ir a donde sueña que su vocación le está llamando? El Rey pone en ti su esperanza. No la defraudes. Reten a Sidarta con el hechizo de tu amor y de tu hermosura. No le dejes partir.... Siento pasos. Sidarta viene. No quiero que me halle aquí. Animo, ¡oh Gopa!

(Se va Pratyapati.)

Gopa.—Animo.... para detenerle no me falta; no le necesito. Para dejarle partir he menester de todo mi valor.

(Entra el Príncipe.)

Sidarta (abrazando a Gopa)—¡Esposa mía!

Gopa.—Dime la verdad. ¿Me amas aún?

Sidarta.—Te amo más que nunca.

Gopa.—¿Por qué, entonces, estás inquieto, triste y como desesperado? ¿Por qué no se aquieta en mí tu voluntad?

Sidarta.—Si no te amase, mi voluntad no se aquietaría en ti, porque buscaría más alto objeto de su amor. Amándote, no se aquieta tampoco, porque teme perderte. En breve plazo nos separará el destino, y renaceremos bajo nuevas formas para no volver acaso a encontrarnos jamás. Y no nos separaremos en la plenitud de la hermosura y de la fuerza, jóvenes y robustos aún, sino tal vez marchitos por la vejez y sobrecargados de disgustos y enfermedades. Esto hará que el afecto que hoy nos tenemos se trueque en desvío y en horror, o dé origen a una piedad dolorosa. Pero aunque tú y yo ¡oh hija de Dandapani! lográsemos revestirnos de juventud perpetua y disfrutar perenne salud, viviendo unidos y enamorados siempre, nunca seríamos felices, como no fuésemos egoístas. El dolor de cuanto respira, el padecer de cuanto alienta, la muerte de cuanto vive y el espantoso espectáculo de la miseria humana acibararían nuestra ventura, o nos harían indignos de gozarla por la dureza de nuestros pechos sin compasión y por la sequedad de nuestros ojos sin lágrimas.

Gopa.—Tus razones son tan poderosas para mí, que no sé cómo responder a ellas. Si algún engaño contienen, no seré yo quien te saque del engaño; caeré en él contigo. Es cierto: lo sé por experiencia propia: no hay dicha cumplida. Ni cuando tú, violentando la dulce modestia de tu condición y prestándote al capricho de mi padre, te presentaste a competir con mis pretendientes, y en la lucha, en la carrera, en disparar flechas y en esgrimir las demás armas, los venciste; ni cuando me revelaste que me amabas; ni cuando toda yo fui tuya; ni cuando sentí en mi seno agitarse viva tu imagen; ni cuando alimenté a nuestro hijo con la leche de mis pechos; ni cuando, sentado en mi regazo, aquel claro descendiente de Gotama respondió por vez primera a mi sonrisa con su sonrisa y atinó a pronunciar tu nombre y el mío; nunca dejaron de acibarar mi contento el temor de perder el bien que le causaba y la consideración de que nuestro contento y nuestro bien eran privilegio odioso, eran contravención de la ley que condenó a los hombres a general infortunio. Pero dime; si me amas, ¿nuestro infortunio no será mayor separándonos? ¿Por qué, pues, me huyes? Afirman que nos quieres abandonar a todos. ¿Qué propósito llevas? Porque el dolor sea general y necesario, ¿hemos de acrecentarle por nuestra voluntad, como lo acrecentarás si nos abandonas?

Sidarta.—Bien sabes, hermosa nieta de Iksvacú, que por mi voluntad no se ha derramado jamás una sola lágrima. ¿Cómo había yo de darte voluntariamente el pesar más pequeño? Jamás me apartaría yo de tu lado, si esto me fuera lícito; pero no debo ocultártelo por más tiempo: un deber imperioso me impulsa a ir lejos de ti.

Gopa.—¿No te alucina, no te extravía ese deber?

Sidarta.—No es posible que me alucine. Mi resolución no ha sido súbita, sino nacida de largas y profundas meditaciones. Yo quiero y puedo libertar a los hombres de la miseria, del dolor y de todos los males: mostrarles el camino de la redención, redimiéndome yo mismo. Mi inteligencia, abstrayéndose de todo, desdeñando los deleites ilusorios con que nos brinda el Universo, en la contemplación de sí propia, en el éxtasis, irá poco a poco alcanzando la suprema sabiduría, elevándose por cima de los dioses y de los asuras, adquiriendo un poder mágico que rompa la ley fatal del encadenamiento de las causas; y, por último, llegada al colmo de su brío, realizada toda la virtud de su esencia, se extinguirá para siempre, como se extingue la llama cuando da al mundo toda la luz y todo el calor que están en ella latentes. Mi vida será así ejemplo y dechado para los que aspiren, como yo, a salir de la esfera tempestuosa de la vida y de las mudanzas sin fin, y busquen la paz eterna. Obra fatal de Amor, efusión de su esencia divina fue este Universo tan lleno de dolor. Sean obra reflexiva de Amor el aniquilamiento, el silencio y el reposo que nos salven del tumulto y de la guerra. Limitación y mengua son el fundamento de nuestra vida como individuos. Rompamos el límite, completemos el ser para que no tenga mengua alguna, y entonces nuestra existencia sin límites, y entera, sin mengua ni falta, será como si no fuese.

Gopa.—El fin a que caminamos es para los ojos de mi mente tenebroso como el abismo. Como en el abismo, hay en él algo que me seduce y que me atrae. No penetro, sin embargo, lo que puede ser este fin; pero los móviles que a él te llevan son generosos, admirables, dignos de tu alma. Sidarta mío, aun cuando fuese errada la dirección que llevas, es tan noble el impulso que por ella te ha lanzado, que, lo presiento con orgullo, las generaciones futuras por siglos y siglos habrán de bendecirte y ensalzarte como al más glorioso de los hombres. Mil tribus, naciones y pueblos seguirán tus huellas y aprenderán tu doctrina. Por mi amor de esposa, por el amor que tengo a nuestro hijo, quisiera oponerme a tu empresa y retenerte a mi lado; pero el amor de tu gloria, que reflejará en mí y en tu hijo, me mueve a no impedir tu partida, aunque el impedirla estuviera a mi alcance. Ve, pero llévame contigo. Déjame primero compartir tus trabajos y después tu triunfo.

Sidarta.—No puede ser. Debo partir solo.

Gopa.—Mi corazón se deshace de dolor; pero me resigno devotamente. ¿Y cuándo, bien mío, ha de ser tu partida?

Sidarta.—En el instante, ¡oh hermosa nieta de Iksvacú! Estamos en la mitad de la noche. Mira al claro cielo. ¿Ves aquella luz que brilla en Oriente? Es mi estrella, que se levanta para iluminarme y guiarme. Chandac, mi escudero, tiene enjaezados los caballos. Los que guardan la puerta oriental de Capilavastu, por donde ya asoma mi estrella, están ganados y me dejarán partir. Queda en paz, ¡oh Gopa!

Gopa.—¡Oh señor del alma mía! Tu esclava gemirá abandonada por ti mientras viviere. Si no lo repugnas, ya que no a la mujer querida, concede el último favor a la madre de tu hijo. Sella mi rostro con tus labios.

(Sidarta besa a Gopa en silencio. Gopa le estrecha en sus brazos y le besa también. Sidarta se desprende de ella con suavidad y huye. No bien Sidarta desaparece, Gopa cae desmayada.)

CUADRO II

Sigue la escena en la ciudad de Capilavastu: 593 años antes de Cristo.

Es de día. La misma cámara del tálamo.

GOPA y PRATYAPATI.

Pratyapati.—Quiero decírtelo, aunque sea dura contigo. No; tú no le amas, ya que estaba en tu mano detenerle y le dejaste partir.

Gopa.—Él es mi señor; yo, su sierva. No estaba en mi mano detenerle. Su voluntad es firme y superior a todos mis halagos; pero, aun pudiendo yo detenerle, no le hubiera detenido.

Pratyapati.—¿Por qué? ¿Acaso crees en su doctrina?

Gopa.—Yo creo en el impulso magnánimo que le mueve, y esto me basta: creo en su dulce compasión por todos los seres; en su amor a los hombres, a quienes mira como a hermanos, sin distinción de castas; y en su deseo vehemente de enseñarles el camino de la virtud y de la paz. Sólo no creo en una cosa de las más esenciales que él afirma; y si de esto dudo, o más bien, si esto niego, es por lo mucho que le amo. ¿Cómo he de creer yo en nuestra incurable miseria, en nuestro inconsolable dolor, y en que la actividad de la mente es don funesto, cuando, en el colmo de mi amargura, abandonada por él para siempre, todavía vale más el recuerdo de la dicha alcanzada y de la honra obtenida en ser suya que todo el pesar del abandono en que me deja? ¿Cómo he de creer que la vida es un mal, cuando veo y columbro la suya, que ha de ser fuente de tantos bienes? ¿Cómo he de apreciar en poco la vida, cuando el precio infinito de la vida de él bastará para el rescate del linaje humano? ¿Cómo he de llamarme infeliz y no bienhadada, si el fruto de su amor vive en nuestro hijo, si la gloria de su nombre me circundará de fulgores inmortales, y si el recuerdo de que ha sido mío, de que le he tenido a mis plantas, idolatrándome, embelesado en la contemplación de mi belleza, a par que lisonjea mi orgullo, es inagotable manantial de consuelo para mi alma?

Pratyapaty.—No es hondo el dolor que tan fácilmente halla consuelo. No: tú no le amas.

Gopa.—Quien no ama ni entiende de amor eres tú, Pratyapati. Porque le amo, en el mismo dolor hallo consuelo, y no sólo consuelo, sino deleite y gloria. Y mientras el dolor es más intenso, es la dulzura más grata. Padecer por él, llorar por él, verse condenada por él a soledad horrible y a viudez prematura, es sacrificio santo que hago en aras de su amor y que encierra una virtud beatificante. Tú estás más prendada de su doctrina que de su persona. Yo adoro su persona, y en parte desecho su doctrina. Por amor suyo la desecho. No es funesto don la luz de mi inteligencia, ya que alumbra su imagen; no es funesto don mi memoria inmortal, ya que su recuerdo vive en ella. Abomino del reposo, de la extinción que él busca y desea, y prefiero un tormento sin fin, con tal de que viva en mí el rastro del amor que me tuvo. Bajo la presión de mis penas dará mi amor su más balsámico aroma, embriagándome el alma, como huelen mejor las hierbas y las flores de la selva cuando el villano al pasar las ofende y las pisa.

Pratyapaty.—Perdóname, ¡oh enamorada mujer! Bien presumía yo que le amabas; pero quería medir la energía de tu amor. La he negado, para cerciorarme de ella, oyendo tus palabras. Todavía tienes que pasar por un amargo trance, y ansiaba yo conocer el brío que hay en ti para sufrirle.

Gopa.—Antes de su abandono, antes de que esta desgracia me hubiese herido el alma, la imaginación medrosa me fingía mayor la pena que iba a sobrevenir, y me menguaba los medios de consuelo. Ahora nada hay ya que me aterre. El bien que he gozado y perdido mitiga y aun endulza con sus dejos toda la amargura del mal presente. Mi corazón es cual vaso que ha contenido un licor oloroso y de sabor gratísimo. El licor se ha derramado, pero lo más sustancial y rico que en él había quedará para siempre en el fondo del vaso e incrustado en sus paredes interiores, y trocará en miel el acíbar que en él se ponga, y en bálsamo el veneno.

Pratyapaty.—Me tranquilizo al notar que el amor que tienes a Sidarta te da energía para sufrirlo todo. Sabe, pues, que fue en vano que el Rey enviase en su persecución a sus más fieles servidores. No han podido dar con él. Sidarta se ha perdido en el seno de impenetrable y sombría floresta. Allí no es ya el príncipe Sidarta, sino el áspero penitente Sakiamúni. Su elegante traje le trocó por el traje de un mendigo. La negra y rizada cabellera que ceñía sus cándidas sienes, formando undosos y perfumados bucles, se la cortó él mismo, y te la envía como último presente. El escudero Chandac tiene el encargo de entregártela, y ya se adelanta a cumplirle, si le dejas penetrar hasta aquí.

(Gopa hace seña de que entre, y entra Chandac, trayendo en un plato de oro la cabellera de su tenor.)

Gopa (tomando en sus manos el plato de oro y colocándole sobre el tálamo.)—¡Cuántas veces, amados cabellos, cuando estabais aún prendidos en su cabeza, os besaron mis labios y os acariciaron mis manos! Ya estáis muertos y separados de él. Estáis muertos porque no tenéis memoria y no le recordáis. Yo también, separada de él como vosotros, arrancada de él como la flor de su tallo, carecería de vida, si mi vida no fuese su recuerdo.

Pratyapaty.—¿Y por qué no también la esperanza de que volverás a verle?

Gopa.—Porque el recuerdo es verdadero y leal, y la esperanza falsa y engañosa; porque el recuerdo evoca para mí a Sidarta, enamorado, tierno, humano conmigo; todo él para mí, y toda yo para él; mientras que la esperanza me niega para siempre a Sidarta, y sólo me ofrece ahora a Sakiamúni, y más tarde, cuando Sakiamúni alcance su última victoria, a un ser incomprensible, más luminoso que los astros, y mayor en poder que los dioses, pero inferior a Sidarta, joven, hermoso y enamorado.

Pratyapati.—¡Pero Sidarta será el Buda libertador de los hombres!

Gopa.—Jamás el Buda valdrá para mí lo que Sidarta valía. Reniego de la libertad que el Buda me dé, y la trueco mil veces por la esclavitud con que Sidarta me esclavizaba. Doy la fría calma que la doctrina del Buda me proporcione por la agitación y la guerra amorosa que, con las caricias, los rendimientos, los celos, la ausencia y hasta los desdenes de Sidarta, me han perturbado y atormentado.

CUADRO III

La escena es en la ciudad de Francfort sobre el Mein, 1866 años después de Cristo, y 2488 después de Buda.

Habitación del doctor Seelenführer. Es de noche. Una lámpara de petróleo ilumina la estancia, donde hay mucho librote.

El doctor seelenführer y el autor.

Autor.—Aseguro a V., mi querido doctor Seelenführer, que cada día estoy más encantado de haber contraído con usted estas relaciones amistosas. Oyendo a V. comprendo el movimiento intelectual de Alemania, en lo que tiene de más hondo, y por consiguiente el de toda Europa, porque (¿cómo no confesarlo?) Alemania es nuestro norte en ciencias y en filosofía, casi desde Leibnitz, y sobre todo desde Kant. Usted es un resumen vivo de cuanto ahora se sabe o se supone que se sabe: usted es un sabio a la última moda. Todo esto me divierte mucho, porque no puede V. figurarse lo aficionado que soy a la filosofía; pero confieso que hay dos cosillas que me afligen.

Seelenführer.—Dichoso V., a quien sólo afligen dos cosillas. ¡A mí me afligen y me desesperan todas!

Autor.—Pues justamente es ésa una de las cosillas que me afligen: el que a V. le aflijan todas y le desesperen. De lo que antes yo gustaba más, en la filosofía alemana, era del optimismo. Desde el doctor Pangloss hasta hace poco (al menos yo así lo entendía) han venido siendo optimistas los grandes filósofos. El ser llorones se dejaba a los poetas exóticos, como Byron y Leopardi. En Alemania, ni los poetas siquiera eran quejumbrosos y desesperados. En el más grande de todos, en Goethe, celebro yo con singular contentamiento cierta alegría reposada y majestuosa y cierta olímpica serenidad. Pero ¡amigo mío! ¡cómo ha cambiado todo! Lo que ahora priva es la filosofía de la desesperación. La poesía la precedió en este camino, el cual, seguido poéticamente, confieso que me encantaba. Cuando yo era mozo y estudiante, ¿quién no hacía versos desesperados? Los versos desesperados eran como blasfemias y reniegos de las personas atildadas y cultas. Había uno perdido al juego la mesadita de 30 ó 40 duros que le enviaba su papá; había estudiado tan poco, que había salido suspenso y le habían dejado para el cursillo; la hija de la pupilera, o la pupilera misma, le había plantado y preferido a otro huésped; en cualquiera de estos casos, o de otros por el estilo, leer o hacer versos desesperados a lo Byron, a lo Leopardi o a lo Espronceda, era un desahogo, con el cual se quedaba sereno el vate o genio en agraz, y comía luego con más apetito que nunca. El asunto es mil veces más serio en el día. La desesperación no se muestra en jaculatorias y raptos líricos, más o menos elegantes y poco metódicos, sino que se deduce de todo un sistema dialéctica y sabiamente construido. Confiese V. que esto es lastimoso. Si el término del progreso no es la desesperación momentánea, poética y romántica de un poeta impresionable, sino la desesperación reducida a reglas y demostrada como una serie de teoremas de Geometría, convenga V. en que debemos maldecir el progreso. Aquí tiene V., pues, las dos cosillas que me afligen. Los dos artículos principales de mi fe filosófica quedan destruidos con la filosofía a la moda: la fe en el optimismo y la fe en el progreso. ¿No sería puerilidad ridícula alegar, como prueba del progreso, el que vamos ahora en ferro-carril o en tranvía, en vez de ir a pié o a caballo; el que los retratos en fotografía salen baratos; el que se teje con prontitud y primorosamente por medio de máquinas de vapor, y el que envíamos a decir a escape lo que se nos antoja por medio del telégrafo, si en lo esencial estamos, de un modo sistemático, pertinaz y dialéctico, desesperados y dados a todos los demonios?

Seelenführer.—¿Y por qué ha de ser puerilidad ridícula? ¿Quién, que penetre en lo esencial, cree que el progreso pasa de los accidentes a la esencia? El telégrafo, el vapor, la fotografía, los cañones rayados son, pues, el progreso.

Autor.—Yo entendía, sin embargo, que el objeto y fin de la filosofía era la bienaventuranza, y el término del progreso la perfección del hombre hasta llegar a la bienaventaranza deseada: a su ideal, en el sentido más lato. Así, pues, no puedo convencerme de que caminamos hacia la bienaventuranza, cuando veo que, no sólo estamos desesperados, sino que es tonto probadísimo, hombre ajeno a la filosofía, acéfalo o microcéfalo insipiente, el que no se desespera.

Seelenführer.—Esa desesperación, hoy más vivamente sentida que en otras edades, es la prueba más clara del progreso. Cuando el viandante va acercándose al fin de su jornada pica y da de espuelas a su caballo para acabarla pronto y descansar. Así el progreso, que va caballero en la humanidad, la pica y la espolea para que llegue y se repose cuanto antes.

Autor.—¿Y cuál es la posada a donde el progreso nos lleva?

Seelenführer.—Nos lleva a la nada; al fin del Universo y de toda la vida; a la extinción del egoísmo y al triunfo del amor, que es la muerte. No le quepa a V. la menor duda: la ciencia llegará a poder destruir toda esta pesadilla horrible del Universo, que es lo que nos conviene. En el no ser nos aquietaremos todos y cesará esta lucha incesante por la vida que traemos ahora, ya valiéndonos de la fuerza, ya de la astucia. ¡Cesará el dolor y se extinguirá el deseo! ¡Qué paz tan hermosa!

Autor.—Guárdesela V. para sí; que yo no la quiero.

Seelenführer.—Pues no hay otro remedio. Para todos vendrá. Es el único fin de nuestros males. La idea de Hegel, después de llegar a su total desenvolvimiento, por medio de mil y mil evoluciones y determinaciones, se replegará sobre sí misma con toda la plenitud del ser, sin algo que la límite y determine, y será el no ser. La esencia de los krausistas se realizará toda, y la realización de la esencia será la nada. La voluntad de Schopenhauer, este prurito, este amor primogenio, que lo ha sacado todo de sí, como representación y fantasmagoría, dará fin a la representación trágica de la vida, y lo volverá a encerrar todo en sí. Mientras llega este día dichoso, en que ha de acabar la vida, crea usted que los adelantamientos científicos sirven de mucho para hacerla menos intolerable.

Autor.—Póngame V. algún caso.

Seelenführer.—Pondré uno o dos de los más capitales, pero será menester cierta explicación previa.

Autor.—Pues dé V. la explicación.

Seelenführer.—Ya V. sabe que pasó la edad de la fe.

Autor.—Sea, pues V. lo asegura.

Seelenführer.—Los hombres, en esta edad de la razón, no pueden dejarse llevar para sus actos del temor ni de la esperanza de premios o de castigos ultramundanos. Los hombres son autonómicos. Ellos mismos se imponen las leyes que quieren, las derogan cuando gustan, y se absuelven cuando las infringen. No hay ser superior al hombre, que legisle y juzgue, salvo un fantasma que tal vez crea la conciencia y proyecta fuera de sí, agrandándole, como la figurilla pintada en el vidrio de una linterna mágica se agranda al proyectarse en la pared, a causa de la oscuridad. Traiga V. una luz clara, y la figura grande que había en la pared desaparece, y sólo queda la figura pequeña dentro de la linterna. Así la proyección del fantasma que había en nuestra mente, y que nos fingíamos en lo exterior, inmenso, infinito, se borra, se desvanece del todo, ante las claras luces del siglo en que vivimos.

Autor.—Enhorabuena. ¿Y qué?

Seelenführer.—Los hombres, pues, no tienen para sus actos sino dos móviles, o, mejor dicho, uno solo, que se bifurca: lo que los positivistas ramplones llaman la utilidad. La bifurcación consiste en que unos buscan la utilidad exclusiva de ellos, y otros, los menos, la utilidad de todos. Esto no implica mérito ni demérito en el hombre: todo está predeterminado: todo es fatal: todo es obra de esa voluntad inconsciente, de ese prurito que creó el mundo, y que se agita en nosotros y nos impulsa: a unos a la devoción, al sacrificio, negando al individuo por amor al todo; a otros al egoísmo, procurando la conservación, el deleite y el bienestar del individuo, a despecho y tal vez en perjuicio de la totalidad. Nace de aquí que no poca gente de la más ruda, menesterosa y fiera, alentada y capitaneada por espíritus inquietos, trate de subvertirlo todo por envidia o por codicia, en virtud de teorías que se llaman, por ejemplo, socialismo, comunismo y nihilismo. ¿Cuál es el mejor modo de evitar esto? Aquí de la sabiduría, ha dicho mi docto amigo Ernesto Renan; y ha discurrido un medio, que pronto ofrecerá a los sabios en un libro precioso. Consiste su medio en que los sabios se reúnan en corporación o cofradía; se comuniquen sus inventos sin que el público los trasluzca, volviendo a la época de las ciencias ocultas y de la magia; y, no bien chiste la plebe, se alborote o no los deje en paz, reciba su merecido, produciendo los sabios contra ella, ya un buen terremoto, ya una inundación o un diluvio, ya una epidemia, ya un par de volcanes en actividad, ya otra plaga por el estilo. Así llegará al cabo el gobierno de los sabios: todos los que no lo sean nos obedecerán y temblarán, y el mundo estará lo menos mal posible. Seguirá entre tanto progresando la ciencia, y no bien logremos poseerla del todo, acabaremos este drama del Universo y de la historia con un suicidio colosal, o mejor expresado, con un totalicidio y aniquilamiento de cuanto existe. El otro caso de ventajas que ha de traernos la ciencia es el de dar una nueva religión a la plebe ignorante. La ciencia y la filosofía niegan a Dios; pero los que no son científicos ni filósofos es menester que le tengan. Esto nos conviene. La religión será, pues, nuestra misma filosofía, expuesta, no ya en términos dialécticos y con método, sino en imágenes, símbolos, alegorías y otras figuras retóricas, cada una de las cuales tomará consistencia en la fantasía del vulgo y será una persona divina, un ente mitológico, Dios en suma. Ya varios amigos míos andan por esta manera confeccionando la religión del porvenir. Difícil es la empresa; pero ¿qué no puede la ciencia novísima? Yo creo que acabará por salirse con la suya.

Autor.—Y dígame V.: ¿se va ya entreviendo a cuál de las religiones positivas, existentes hasta hoy, se parecerá más la religión del porvenir?

Seelenführer.—Vaya si se entreve. Se parecerá, al budismo.

Autor.—Hombre, me alegro. Buen lazo de fraternidad, así que seamos budistas, vamos a tener con más de doscientos millones de ellos que hay en Asia y en Oceanía. Pero me alegro también por otra razón.

Seelenführer.—¿Por cuál?

Autor.—Porque estoy escribiendo un diálogo, donde Gopa, la mujer de Buda, es la heroína, y no sé cómo terminarle. Usted, que ya es casi budista, debe de tener vara alta con Gopa. ¿Podrá V. evocarla y hacer que yo hable con ella?

Seelenführer.—No hay nada más llano. Antes de todo, quiero que sepa V. que yo no soy un espiritista adocenado, sino el más ilustre de los espiritistas. Yo he hecho dar un paso gigantesco al espiritismo. En primer lugar, le he conciliado con mis ideas a lo Schopenhauer. Mi escepticismo, a fuerza de negarlo todo, nada niega. La misma duda cabe en que V. sea ilusión o realidad, que en que Gopa, aparecida ahora ante nosotros después de cerca de veinticinco siglos de muerta, sea realidad o ilusión. Los puros materialistas son necios. Por medio de combinaciones y operaciones físicas y químicas de lo que llaman materia, y donde sólo ven o pretenden ver la realidad, se jactan de explicar el espíritu, la voluntad, la inteligencia y el deseo, que ellos creen cualidades o resultados; y la verdad es que el resultado, tal vez aparente, es la materia, y que de la voluntad y del entendimiento, única cosa real, si hay algo real, es de donde procede todo. Así, pues, no hay fundamento alguno para negar que existan aún la mente y la voluntad individuales de Gopa, aunque los órganos que esta voluntad y esta mente se proporcionaron o se crearon para su uso, en cierta época dada, hayan desaparecido.

Autor.—De eso no tiene V. que convencerme. Yo creo en la inmortalidad de las almas. Lo que se me hace duro de creer es que ni V. ni nadie las evoque.

Seelenführer.—Yo no trataba de convencer a V. Quería sólo justificarme de haber incurrido en contradicción. Por lo demás, V. se convencerá de mi poder nigromántico. Gopa aparecerá y hablará con V. ahora mismo. No en vano me apellidan Seelenführer, que equivale en griego a Psicopompo o conductor de almas, epíteto dado a Hermes, tres veces grande, y a otros hábiles taumaturgos de la antigüedad.

Autor.—Y dígame V., ¿por qué medio se comunicará Gopa conmigo?

Seelenführer.—Por la perla de los medios. Mi medio es una paisanita de V., una lozana andaluza, cuyo nombre es Carmela, a quien hallé, cinco años ha, extraviada en Homburgo, haciendo sortilegios, que no le salían bien, al rededor de una mesa de treinta y cuarenta. Desde entonces está conmigo y se ha mediatizado, ejerciendo la mediania de un modo que no tiene nada de mediano, y sí mucho de nuevo. Yo embargo magnéticamente su espíritu, y queda su cuerpo como casa deshabitada, donde el espíritu evocado penetra, se infunde, y, valiéndose de los órganos de ella, emite la voz con sus pulmones y garganta, y articula palabras con su boca.

Autor.—Amigo mío, estoy encantado de oírle. Linda invención la de V. Eso sí que me gusta, y no aquella pesadez de los golpecitos en las mesas y de la escritura después. Vea yo cuanto antes a Carmela.

Seelenführer.—Aguarde V. un momento. (Hace ciertos ademanes y pases con las manos, como quien vierte por ellas diez chorros de fluido magnético.) Ya está Carmela dormida. Ahora evoquemos el espíritu de Gopa para que se infunda en el lindo cuerpo de Carmela. ¡Gopa! ¡Gopa!

(Se abre la puerta que debe de haber en el fondo, y Gopa aparece, toda vestida de blanco, muy guapa moza, aunque algo morena, y con los hermosos, largos y negros cabellos, sueltos por la espalda.)

Gopa.—¿Qué me quieres?

Seelenführer.—Que respondas a lo que este caballero te pregunte.

Gopa.—¿Qué he de responder? No: yo no quiero responder a nadie. Acabas de herirme, de emponzoñarme el corazón. Hace veinticinco siglos que gozaba yo con el recuerdo de Sidarta, noble, generoso y enamorado. Su último casto beso, el de la noche en que se despidió de mí, estaba en lo íntimo de mi ser como luz celestial que le iluminaba. Todo mi encanto se destruye ahora. Yo no he vuelto a ver a Sidarta. No he vuelto a saber de Sidarta en todo este tiempo. ¿Conseguiría su propósito? me he preguntado a veces. ¿Lograría escaparse de la esfera de la vida y hundirse en el nirvana? En el mundo de los espíritus me he encontrado con muchos espíritus, y nunca con el de Sidarta. He aprendido mil verdades. He conocido el error de Sidarta, pero mi afecto tenía razones para disculparle. En Capilavastu, allá en el centro de la India, seis siglos antes de que viniese al mundo Nuestro Señor Jesucristo, nada sabíamos de Dios; no alcanzábamos que hubiese un Ser omnipotente, bueno, infinitamente sabio, principio y fin de todas las cosas. Nuestros dioses eran los astros, los elementos, las fuerzas naturales personificadas; dioses ciegos, sin amor y sin inteligencia; sin libertad; esclavos del destino; inferiores a la naturaleza; muy inferiores a toda alma humana. ¿Qué mucho que con este ateismo por deficiencia, con este desconocimiento infantil del Ser supremo, y movido Sidarta de caridad sublime, imaginase su absurda aunque benévola doctrina? Pero en la culta Europa, en el siglo XIX, sabiendo ya cuanto los profetas de Israel han revelado, cuanto han especulado racionalmente los filósofos de Grecia sobre Dios personal, y cuanto nos han enseñado el Evangelio y la ciencia moderna, que de él dimana, es una mala vergüenza hacerse ateos, caer en la desesperación y retroceder al budismo. Imagina, pues, cuán hondo será mi dolor cuando en ti, que te llamas ahora el doctor Seelenführer, acabo de reconocer a mi Sidarta, a mi Sakiamúni y a mi Bagavat, porque todos estos nombres te dábamos. Tú no caes en ello; pero no lo dudes: tú fuiste el Buda y quieres volver a serlo. Entonces, como era en sazón oportuna, fuiste un grande hombre; hoy me pareces un charlatán o un mentecato, y o te desprecio, o te abomino. Adiós para siempre. Para siempre acabaron ya nuestros amores.

(El espíritu de Gopa abandona, a lo que puede inferirse, el cuerpo de Carmela, que cae por tierra como exánime.)

Autor.—¿Qué es esto, amigo Seelenführer? ¿Es verdad o mentira? Si es burla de Carmela, es burla harto pesada, y si son veras, las veras son más pesadas aún.

Seelenführer (atolondrado).—¿Si habré sido yo el Buda? ¿Si estaré loco? ¿Si se burlará de mí esta muchacha? (Se acerca a Carmela para levantarla del suelo.) Está fría como el mármol. ¡Qué desmayo tan horrible! ¿Si estará muerta? Carmela, Carmela, vuelve en ti.

Carmela (volviendo de su desmayo y levantándose.)¡Ay, Jesús mío!

Seelenführer.—Muchacha, respóndeme con franqueza. ¿Te has estado burlando de mí? ¿Qué diabluras son las tuyas?

Carmela.—¿Qué diabluras han de ser sino las que V. hace conmigo y que al fin han de costarme caras? He tenido una pesadilla feroz; me he caído redonda en el suelo, y estoy segura de que tengo el cuerpo lleno de cardenales.

Seelenführer.—¿Y no recuerdas nada de lo que has dicho?

Carmela.—Nada recuerdo. Déjeme V. ahora. Tengo necesidad de descanso.

(Carmela se va.)

Autor.—Mi querido Doctor: yo no sé qué pensar de lo que acabo de ver y oír; pero, francamente, todos estos pesimismos, ateismos y espiritismos me parecen malsanos y disparatados.

Seelenführer.—Ya sabía yo que V. pensaba así V. es un metafísico superficial, burlón y escéptico, que no sabe lo que se pesca.—Usted es un descreído, anticuado en más de cien años; un discípulo de Voltaire.

Autor.—Seré lo que a V. se le antoje. Aunque no he tomado a Voltaire por maestro, Voltaire me divierte, y los pesimistas alemanes me aburren. Voltaire, a pesar del Cándido, no era un pesimista radical. Voltaire, en el fondo, era tan optimista como Leibnitz, de quien quiso burlarse. Fácil me sería demostrarlo, si no estuviese de priesa. Y en cuanto al descreimiento, digo que Voltaire jamás negó con seriedad las más altas y consoladoras verdades, de que son fundamento la existencia de Dios, su justicia, su providencia, y la libertad y responsabilidad del hombre. Me atrevo, por último, a dar por evidente que, si Voltaire hubiera previsto los abominables y desesperados sistemas de estos últimos tiempos, en vez de hacer la guerra al cristianismo, se hubiera hecho amigo de los Padres Jesuitas, hubiera oído una misa diaria, hubiera ayunado una vez por semana, y se hubiera confesado cada mes un par de veces.


Publicado el 30 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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