Mariquita y Antonio

Juan Valera


Novela



Lector benévolo: en la novela que te ofrezco no tengo más parte que la de haber pulido un poco el estilo del manuscrito original que ha tiempo obra en mi poder.

Compuso esta novela, o mejor diré, escribió estas memorias, puesto que cuanto, aquí se refiere ha pasado real y efectivamente, un joven llamado don Juan Moreno, que fue estudiante en Granada, donde yo le conocí y traté mucho.

Desde hace doce o catorce años no he vuelto a saber de su paradero. Moreno debe de haber muerto o emigrado a América.

Si aparece por Madrid algún día, quiero que conste que le declaro autor de este libro, y que así como ahora le doy toda la gloria que de haberle escrito pudiera originarse, estoy asimismo dispuesto a entregarle todas las riquezas que de su publicación, y venta se logren, y que sospecho que han de ser una buena ayuda de costas para cualquiera.

Sólo reservo incondicionalmente para mí la censura que los críticos, puedan hacer de este libro. Yo le publico y yo soy responsable del aburrimiento, del escándalo o del disgusto que promueva. No le defenderé como ingenioso, porque hay en él pocos lances, y éstos sucedidos y no inventados, y no trataré de demostrar que es verosímil su argumento, porque es verdadero, y lo verdadero suele no ser verosímil. Sólo sostendré, y sostengo, para disculpa de la publicación, que este libro está escrito con un candor y una buena fe maravillosos, y es cuadro exacto, o mejor dicho, una fotografía de costumbres más o menos honradas.

Intención filosófica, tendencia política o social, pensamiento profundo y, en suma, todo eso que ahora hay, o se estila decir que hay, en las novelas, no se descubre en ésta ni por asomo, al menos yo no he acertado a descubrirlo. En cuánto a moralidad..., perdone usted, por Dios. Por fortuna, el cuento no es inmoral, y esto es todo lo que hay que pedirle con tal de que entretenga. Mariquita y Antonio no son ni quieren ser más que un libro de entretenimiento.

¡Ojalá lo consigan! Tú, lector mío, eres juez inapelable y decidirás sobre este punto. Vale.

I. Nociones preliminares

Cuando yo era estudiante (¡dichosos tiempos aquéllos!), había en Granada, en la famosa Carrera de las Angustias, una casa de huéspedes de lo más aristocrático y confortable que a duras penas podía entonces hallar en aquella ciudad morisca el más curioso y sibarítico viajero. Había pupilaje hasta de dos duros; pero tanta suma no podía ni solía pagarla sino tal cual inglés que, disfrazado de majo, se descolgaba a veces por allí a visitar la Alhambra y el Generalife. Lo general y ordinario era que cada huésped pagase siete, ocho y hasta nueve reales al día. Por este precio le daban a uno cuarto, cama, luz, asistencia y una opípara comida. El almuerzo no era muy variado en cuanto a la materia; pero variaba infinitamente en cuanto a la forma. Cada huésped se almorzaba un par de huevos, postres, esto es, una naranja u otras frutas y, los domingos y fiestas, su jicarita de rico chocolate. La variación estaba en el modo de preparar los huevos, que ya eran fritos, ya revueltos con tomates, ya pasados por agua y ya en tortilla. De vez en cuando almorzaba el huésped pajarillas, y no del aire, o asadura en chanfaina en lugar de los huevos, y con el chocolate, migas y picatostes.

La comida era aún más espléndida: buena sopa, puchero, con morcilla o chorizo en las grandes ocasiones y siempre con garbanzos, verdura y tocino en abundancia, y, por último, un principio; y digo mal por último, porque siempre después del principio había un postre.

No contento con esto, todo huésped cenaba en aquella bendita casa. Constaba la cena de ropa-vieja o estofado, lo cual traía siempre consigo su correspondiente ensalada, y cuando no era tiempo de lechugas, apio o escarola, o bien, si estos artículos estaban por las nubes, un gazpacho supletorio.

En su época y sazón, se condimentaban y comían en aquella casa los mejores pimientos asados y las más deliciosas ensaladas de pepino que le ha sido dado saborear, desde hace muchos siglos, a un paladar andaluz.

Imposible parece que por tan poco dinero le diesen a uno tan buen trato; pero hay que considerar que Granada es lugar abundante de mantenimientos, y tan barato, que suele llamarse la tierra del ochavico; y hay que añadir que aún no se habían descubierto las minas de California, ni las de Australia, ni las tan ricas en plomo argentífero que hoy se explotan en las Alpujarras. El dinero estaba más caro que en el día y dos pesetas eran entonces, y allí sobre todo, una cantidad muy decente y tónica para gastada en el sustento y regalo de una personita del gremio estudiantil.

A pesar de estas consideraciones, para hablar con verdad y hacer justicia a la patrona, conviene que yo deje aquí consignado que lo bien que nos iba en su casa (pues de más habrá comprendido el lector que yo he sido su huésped) se debía en gran parte a la buena traza que ella se daba para arreglarlo todo, ora en la cocina dirigiendo a la cocinera, y auxiliándola col seno e colla mano, ora en nuestras habitaciones cuidando de que los pocos muebles que había en ellas estuviesen limpios, curiosos y en orden ora en la plaza del mercado, logrando con su mucha discreción y notable ingenio para regatear que le diesen la mejor fruta, los huevos más frescos y gordos y la carne mejor pesada y con menos hueso. Tenía, además, la patrona, que se llamaba doña Francisca, el tino más prodigioso para escoger melones.

No hay que decir que iba a la plaza por las mañanitas, con mucha autoridad acompañada siempre de una criada que llevaba uno y hasta dos cenachos para traer el avío. Cuando había en casa muchos huéspedes y la compra era o tenía que ser considerable, doña Francisca recurría a un coadjutor del sexo fuerte. Era éste un ciudadano que, a fuerza de vivir entre estudiantes, sabía más leyes que los más de nosotros que decíamos que las estudiábamos; decidor, chistoso, despierto y siempre alerta, citaba muchos latines, vendía y compraba libros, llevaba empeñar o a vender nuestra ropa cuando nos faltaba dinero y la limpiaba y cuidaba los demás días, que no eran de tribulación y penuria. En fin, era Merengue. Y con decir Merengue está todo dicho, al menos para mis camaradas, a cuya mente, al leer tan dulce nombre, acudirá un enjambre de recuerdos, como las moscas a la miel. Para los que no tuvieron la dicha de estudiar en Granada en la época en que Merengue florecía, ya haremos de suerte que poco a poco vayan conociendo y aun ponderando los subidos quilates de su mérito. Baste saber por ahora que doña Francisca iba a veces al mercado acompañada de Merengue.

En repostería y confitería rayaba muy alto doña Francisca, y se pintaba sola para hacer pestiños, buñuelos, piñonate y otras frutas de sartén. De cocina en general se le alcanzaba bastante y dilucidaba las más arduas cuestiones mejor que pudiera un sanedrín gastrosófico. Nunca me olvidaré en la vida de aquella inagotable facundia y de aquel vigor de argumentación con que sostenía que el cochifrito de lechones era el más sabroso de los guisos (ella le condimentaba magistralmente), y que de los dulces, los roscos de Loja y las tortillas de Morón son los mejores, pues a par que deleitan y lisonjean el paladar, nutren y no son como las yemas y otras golosinas, que estragan el estómago y echan a perder las muelas.

En los trabajos de Minerva, quiero decir en lo tocante a costura, no puedo elogiar, sin pecar de apasionado, la habilidad de doña Francisca. Apenas si sus conocimientos iban más allá de los meramente indispensables para pegar un botón. Zurcir un desgarrón o coger un punto a una calceta eran negocios que estaban muy por cima de sus facultades.

Por fortuna, doña Francisca tenía consigo una sobrina que era nuestra providencia. En toda Granada no había manos como las suyas para cualquiera linaje de puntos, pespuntes, bordados, zurcidos, calados, dobladillos y vainicas; por manera que los estudiantes que vivíamos en aquella casa no estábamos ni rotos ni descuidados como otros suelen andar, sino que íbamos siempre muy atildados y con todos nuestros botones, y a menudo hasta primorosos, por poco que la sobrina nos quisiese bien. Mariquita, que así se llamaba, era limpia como una plata, y el poco aseo ofendía su natural delicado y le crispaba los nervios. Así es que cuando venía a vivir a la casa algún estudiante zarrapastroso o hidrófobo, como hay tantos, no paraba ella de excitarle con suaves burlas, con afectuosas sonrisas y con elocuentes, y por lo común eficaces palabras, a que se puliese, lavase y pergeñase según es justo. Si nos visitaba un amigo y ella descubría rasgón o descosido en su traje, punto en sus medias, luto en sus uñas, churrete en su cara o sarro en sus dientes, luego se lo daba a entender con ingeniosos rodeos y con delicadeza bastante para que no se ofendiese, mostrándonos a nosotros con orgullo, como otros tantos dechados de pulcritud, curiosidad y esmero en la persona.

Con esto, con la gentil presencia de la sobrina, que era muy linda muchacha, y con el cuidado y manejo de la tía, la mujer más hacendosa que yo he conocido, los huéspedes, estudiantes los más, llovían en aquella casa como una bendición del cielo. Bueno es confesar, sin embargo, que la causa principal de esta concurrencia era el incentivo y señuelo de las patronas, viudas ambas y celebradas por su ameno trato, buen humor y honesta desenvoltura.

Doña Francisca podría tener entonces unos cuarenta años; mas a pesar de ellos y de su más que mediana gordura, estaba fresca y colorada como rosa de mayo, y pasaba por de muy buen parecer. Presumía, y con razón, de discreta y sentenciosa, y las máximas y documentos que dejaba escapar de sus labios estaban llenos de concisa y utilísima doctrina, que corría de boca en boca por toda la ciudad, con no escasa admiración de los entendidos y aprovechamiento de la gente inexperta.

Su filosofía era toda práctica, y no por eso menos poética. Dividía el universo mundo en dos partes, que llamaba cosas de tejas arriba y cosas de tejas abajo. De las primeras nunca se aventuraba a discurrir, pero las segundas pocas se libraban de su crítica inflexible y severa, tan sólo indulgente con ciertas debilidades o fragilidades, hijas de la ternura. Sobre este punto, a pesar de su catolicismo acrisolado, se solía elevar, o por mejor decir, solía caer en consideraciones algo heterodoxas y molinosistas, porque juzgaba, según su manera de ver las cosas, y por experiencia propia, a lo que tengo entendido, tan difíciles de cumplir algunos preceptos que no le parecía que debían tomarse al pie de la letra y los interpretaba de un modo holgadamente herético.

Salvo este extravío (que yo le perdono, y que, si bien no quiero meterme en escudriñar los altos y escondidos designios de Dios, todavía me complazco en creer que S. D. M. habrá también de perdonársele), era doña Francisca muy buena cristiana y sumamente devota. Tenía en su cuarto una pila de agua bendita a la cabeza de la cama, varios libros piadosos sobre la mesita que le servía de tocador, sobre la cómoda un San Antonio de barro, muy dorado de peana, muy circundado de flores de papel y resguardado por un fanal, y en las paredes no pocas estampas y pinturas de santos, entre las cuales formaba singular contraste un Hércules harto mal pintado que, depuestas la clava y la piel del león Nemeo, se entretenía en hilar, mientras que Cupido le encadenaba con una guirnalda de rosas.

El corazón de la buena señora era benévolo y afectuoso. Amaba doña Francisca a su sobrina con amor de madre, y aún guardaba en el alma tesoros de cariño para otros objetos, siendo el dogo Palomo, constante y fiel compañero suyo, el ser a quien más se los prodigaba.

Este animalito, aunque bastante feo, no ha de negarse que se merecía tanta amistad. Yo le conocí mucho cuando viví en aquella casa, y por cierto que nunca he visto en perro alguno mejores cualidades. No le faltaba más que hablar, y hasta imagino que a veces andaba melancólico y desabrido pensando en aquella imposibilidad en que se veía de expresar sus pensamientos por medio del lenguaje. Puede ser que yo me equivoque; en esto de anima brutorum es menester irse con tiento; Dios me perdone si me entrometo en cuestión tan resbaladiza; pero sospecho que los perros, cuando no otros animales, tienen por alma algo que se aproxima más al espíritu que a la materia, y que si no hablan los perros consiste en defecto físico y no en otra cosa. Aun así, yo he leído, no recuerdo dónde, que Leibnitz enseñó a hablar en alemán a uno suyo. Pero sea de esto lo que se quiera, es lo cierto que doña Francisca notaba cierta prodigiosa semejanza entre el carácter de su difunto marido y el de su dogo. Como a su marido le llamaba siempre Palomo, dio al perro el mismo nombre, ya cuando viuda, y hablando de ellos colectivamente, los apellidaba sus dos palomos. El humano había sido de tropa y hombre de pelo en pecho, que hizo prodigios en la guerra de la independencia, y aunque no pasé de teniente de Infantería, hubiera llegado, sin duda, a general, si hubiera vivido en nuestra época en que se premia más el mérito. Su viuda solía hacer esta reflexión con lágrimas en los ojos. Desgraciadamente, aquel varón ilustre, víctima de unas calenturas malignas, bajó al sepulcro después de haber ganado cinco cruces por hechos heroicos y distinguidos, y con una hoja de servicios más pura y más brillante que el sol.

Hay quien asegura, a pesar de todo, que doña Francisca nunca estuvo casada y otras cosas peores aún. ¡Dios nos libre de una mala lengua y de un testigo falso!

La verdad del caso es que el período mitológico de la historia de doña Francisca se extiende hasta el año 1824. Nada puede admitirse por cierto de todos los sucesos anteriores. Envueltos en densas e impenetrables tinieblas, doña Francisca los enriquecía, o dígase mejor, los representaba y simbolizaba con mitos, de los cuales, para sacar en claro el sentido histórico, creo que no bastarían la inmensa erudición y profunda crítica de Niebuhr.

Ya en 1824 aparece doña Francisca en Málaga, conocida y famosa bajo el dictado de la linda pupilera. Su sobrina Mariquita vivía ya con ella de edad de tres años; pero poco después las vuelve uno a perder de vista, y todos los hechos posteriores son igualmente dificilísimos de averiguar. Tía y sobrina anduvieron vagando desde aquella época por todas las grandes ciudades de España. Ya estaban en Madrid, ya en Barcelona, ya en Valencia, ya en Sevilla; por manera que, como yo no soy amigo de inventar y componer a mi antojo cosas falsas y jamás acontecidas, sino que siempre procuro atenerme a lo verdadero y comprobado, y como no he tenido tiempo ni ocasión, a pesar de mi grande amistad por doña Francisca, de irme por esos mundos, como otro Herodoto, recogiendo datos para mi historia, sólo hablaré en ella de lo que vi y presencié, que no fue poco, y que fue tan notable, que a no haberlo visto yo mismo con estos ojos que ha de comerse la tierra, acaso no lo creería, aunque me lo contasen frailes descalzos.

Debo advertir aquí que si doña Francisca no me enteró menudamente de su vida y milagros, no fue por ser ella en punto alguno misteriosa, sino porque hablaba tanto y contaba lances tan contradictorios e inverosímiles, que nunca me sentí con fuerzas para desenmarañar aquellos enredos y poner en claro la verdad, separándola de lo fantástico en que venía envuelta. Y aquí debo también dejar a salvo la buena fe de doña Francisca, haciendo saber que sus embustes no eran embustes para ella. Su imaginación y su memoria estaban unimismadas, y de este poético enlace brotaba de continuo una intrincada selva de aventuras.

Mariquita tenía muy diversa índole que su tía. No fantaseaba nada, pero tampoco refería la verdad de su historia. Era reservadísima, y nunca nos dijo, ni supimos sino por suposiciones gratuitas, ni con quién se casó, ni cuándo enviudó tampoco. Sólo podré decirte, lector mío, que cuando yo la conocí estaba ya viuda, o al menos la decían viuda, y podría tener unos veinte años. Era rubia como unas candelas; su pelo parecía una madeja de hitos de oro; sus labios, una clavellina entreabierta, y sus dientes, por lo blancos, más que perlas, pelados piñones. Sus manos blancas y delicadísimas, con dedos afilados por el extremo y uñas encanutadas, largas y brillantes como el nácar, hubieran dado envidia a muchas duquesas. Estaba doña Mariquita pálida y ojerosa siempre; pero tenía dos ojos verdes como los de Circe, que derramaban por toda su fisonomía una expresión apasionada y cierto resplandor gatuno que hería y cegaba las almas. Al través de su tez, de una transparencia de alabastro, se diría que se veía circular por las azules venas una sangre, más que líquida, vaporosa. Era de mediana estatura, delgada, airosa y con unos pies pequeñuelos que daba gloria el verlos. De otras mujeres se dice que tienen mucha alma en los ojos y en la fisonomía; ésta tenía alma en todo su cuerpo, en sus movimientos y en su voz. Unos imaginaban que doña Mariquita era toda espíritu, y otros que estaba hecha de una carne más viva que las demás mujeres, de un compuesto de luz, fuego y magnetismo solidificados.

Atraído yo por la buena fama y crédito de doña Francisca, fui a instalarme en su casa no bien llegué a Granada a estudiar el primer año de leyes y permanecí allí desde octubre de 1841 hasta junio de 1842, época en que me volví a mi lugar, examinado ya de Derecho Natural, que era lo que entonces se estudiaba, o se suponía que se estudiaba en el primer año, y con la nota de sobresaliente, merced a la excesiva benevolencia de mis examinadores.

Salí tan encantado de la casa de doña Francisca y del trato agradable de esta señora y la hermosura y discreción de la sobrina, y de la sociedad estudiantil que se reunía allí durante el invierno en torno de un brasero lleno de ardiente pasta de orujo, que todos los encantos de mi villa natal, una de las más ricas y bonitas del reino de Córdoba, y el placer de estar con mis señores padres y con mis amigos de la infancia, no fueron bastantes a hacerme olvidar ni un momento la vida, a mi ver deliciosa, que había yo pasado en Granada. Grandes eran mi impaciencia y mi deseo de que llegase el nuevo año académico y tuviese yo que volver a la Universidad.

Para distraer estos pensamientos, que, valiéndome de una voz portuguesa, me atreveré a llamar saudosos, daba yo solitarios paseos, recordando siempre los de la Alhambra, los callejones de Gracia y la romántica fuente del Avellano, leía algunos buenos libros y me entretenía en contar a mis amigos la vida de aventuras que imaginaba yo haber hecho en la ciudad de Granada, y los lances extraños y las conversaciones saladísimas de mis compañeros. En suma, yo no cesaba de referir lo que llaman ahora las impresiones, idealizando y poetizando con la imaginación el recuerdo de todas las que había yo recibido en aquel tiempo dichoso, en que, sin padre ni tutor, independiente y autonómico, me parecía que había yo empezado a gozar de la libertad, de la juventud y de la vida.

Muchos mozos de mi edad o más mozos aún, prestaban oído atento a mis discursos y me tenían ya por un hombre de mundo, curtido y experimentado si los hay. Pero el que más me oía y del que más me lisonjeaba yo de ser oído, era de mi amigo Antonio, hijo del labrador más rico de la villa y mancebo de gallarda presencia, agudo ingenio y pensamientos levantados.

Tenía Antonio dieciséis años, uno menos que yo, y estaba asimismo un año más atrasado en la carrera. Había terminado el estudio de la Filosofía y se disponía a partir conmigo a Granada a estudiar el primer año de leyes, mientras que yo estudiase el segundo. Yo, por consiguiente, me juzgaba ya destinado y casi obligado a poner mi experiencia a su servicio y a ser su mentor en la antigua corte de los nazaristas.

Antonio había ya convenido en que vendría a vivir conmigo a casa de doña Francisca, y yo había escrito a esta señora anunciándole la feliz nueva de que el hijo del Creso de mi lugar iba a ser su huésped, y de que, deseando estar bien alojado, pagaría con rumbo hasta veinte reales diarios. Doña Francisca me había contestado muy satisfecha, asegurándome que la mejor habitación de la casa sería para don Antonio y para mí. En su carta ponderaba las excelencias de su casa por muy elocuente estilo. Hablaba de la finura de la ropa de cama; de los farfalaes de muselina bordada que tenían las sábanas; del aseo de sus habitaciones, que se aljofifaban todos los sábados y se enjabelgaban una vez cada dos meses, y de los muebles ricos, elegante vajilla y delicados manjares con que regalaba ella a sus huéspedes, que eran, siempre no obscuros y plebeyos estudiantes, sino de los más ilustres señoritos que de los cuatro reinos de Andalucía, y en particular los de Córdoba y Jaén, venían a estudiar a su casa.

Con la lectura de esta epístola, y con las noticias que yo había dado a Antonio, estaba éste deseoso de ser huésped de doña Francisca y de ver a su linda sobrina.

Así pasaron las vacaciones, y llegó al fin el suspirado instante de abandonar el techo paterno, de ponerse en camino y de renovar yo y empezar Antonio la vida holgada y aventurera de estudiantes.

II. Un ángel

Era una hermosa mañana de mediados de octubre cuando salimos del lugar Antonio y yo, caballeros de sendos caballos y seguidos, yo de un criado de mi casa, que llevaba mi equipaje en un mulo, y Antonio de tres criados y un ángel, todos en buenos caballos y armados de escopetas de dos cañones.

Harto comprenderá el discreto lector que el ángel de que aquí se trata no era un ángel del cielo, sino un simple mortal llamado ángel, porque guarda y protege en los caminos a las personas que le llevan en su compañía. El padre de Antonio había escogido a éste entre la gente del bronce y entre los más íntimos amigos de Navarro, Caparrota y otros caballeros andantes que recorrían entonces nuestra provincia y las inmediatas en busca de aventuras. Con Miguel, que así se llamaba nuestro ángel, bien podíamos viajar seguros y con todo el oro del Perú en nuestras maletas. No podíamos tropezar con cuadrilla alguna de valientes, cuyo capitán no fuera uña y carne con Miguel y nos dijese al vernos bajo su custodia: «Caballeros, están ustedes indultados.»

Las armas eran, por consiguiente inútiles; pero todos las llevaban por decoro. Antonio tenía escopeta y pistolas de arzón. Iba sobre un magnífico caballo con aparejo redondo, rico en flecos de seda. Vestía de corto los zahones llenos de muletillas de plata; el marsellé vistoso por sus remiendos de mil colores; los botines bordados a maravilla por los presidiarios de Málaga, admirables artistas en esta clase de primores; un anillo de oro y diamantes, enlazando al cuello un pañuelo amarillo y colorado del propio color de la ancha faja de seda; y, en la cabeza, sobre otro pañuelo de seda que lo envolvía lindamente, aunque dejando al descubierto los copiosos rizos que coronaban las sienes, el sombrero calañés, bastante inclinado sobre la oreja derecha y sostenido por un barbuquejo de listón negro.

Era Antonio de regular estatura, de muy lindo talle, delgado y ágil a par que robusto, bastante moreno, y con unos ojos como la endrina. Merced a su sal andaluza, aquel traje le sentaba muy bien.

Nuestra comitiva no era menos macarena, y, a no ser por los baúles y por mi facha y vestido, más de estudiante que de majo, nos hubiera podido tomar cualquiera por una partida de contrabandistas o de otra gente de vida más airada y libre.

De nuestro lugar a Granada hay dieciocho a diecinueve leguas de distancia; pero leguas de las que dicen los arrieros, que son tan angostas como largas. El terreno, por lo general, es muy quebrado y montañoso, y el camino, entonces al menos, merecía bien el nombre de camino real de perdices.

Nosotros nos proponíamos hacerle en dos días, durmiendo la noche de nuestra salida en una venta que le promedia, y yendo, a la otra noche a dormir en Granada.

Ibamos, por consiguiente, a buen paso; Antonio, el ángel y yo delante, fumando y charlando, y los criados detrás. El mío era buen cantador y de vez en cuando echaba una copla de playeras de las más sentimentales, como la que sigue:


Cuando yo me muera
dejaré encargado que con una trenza
de tu pelo negro
me amarren las manos.


Lo que es el ángel tenía gran familiaridad con nosotros, y más parecía nuestro amigo o nuestro ayo, que nuestro criado. Era de nuestro mismo lugar y muy entrante y saliente en la casa del padre de Antonio, a quien llamaba su compadre.

Miguel era no sólo el gallito o el valiente del pueblo, sino también el discreto, el habilidoso y el docto. Miguel no desmentía su casta y era hijo legítimo de el maestro Cencias.

El maestro Cencias no era carpintero, ni picapedrero, ni herrero, ni calderero, ni albañil, y, sin embargo, era todo esto y aun mil cosas más. El maestro Cencias era un matemático y un maquinista natural, que por un instinto maravilloso y sin estudio alguno, entendía de todo y todo lo componía y arreglaba que no había más que pedir. Se rompía algún cañuto o algún fuelle del órgano de la iglesia y se apelaba al maestro Cencias para que le restaurase; iba mal el reloj de las Casas Consistoriales, y el maestro Cencias hacía que fuese bien; se quebraba el husillo de un molino, y el maestro Cencias le dejaba entero y más firme que nunca; se agujereaba la caldera del alambique o la culebra del refriante, y el maestro Cencias la soldaba y fortalecía. En suma, todo lo comprendía y de todo se ocupaba. Por eso fue apellidado con razón el maestro Cencias y fue llorada su muerte como una pérdida irreparable en el lugar.

El maestro Cencias había sido un sabio sin pulir, un sabio en bruto. Su hijo Miguel fue un poeta y un artista de la misma clase. En vez de dedicarse a la mecánica, se dedicó a la poesía, a la música y a otras artes liberales. Así como su padre fue lo útil, él fue lo dulce y el encanto del pueblo. Tocaba admirablemente la guitarra, contaba cuentos y chascarrillos graciosos; componía no sólo coplas, sino hasta décimas y romances, e inventaba, dirigía y representaba juegos, tan divertidos como complicados.

Con otra educación y entre otra gente, Miguel hubiera sido un gran poeta dramático. Los juegos son una especie de tragicomedias populares, y a él atribuye la fama, entre otros, la invención del juego del horno, uno de los más ingeniosos que han podido inventarse. Se cuenta que lo inventó en Olvera, adonde había ido a pasar una temporada, llevado de sus instintos vagabundos y de la alta y merecida fama que alcanzan los habitantes de aquel pueblo por su esparciata ferocidad.

Es el caso que había en aquel pueblo un viejo muy viejo, que tenía sólo un diente, pero tan largo y tan afilado y tan fuera de sus casillas, que no servía para mascar ni para morder. Un diente, en fin, que no sólo era inútil, sino nocivo. Afeaba la cara, impedía cerrar la boca y descendía por la barba, en la que se hincaba, o mejor diré, se incrustaba. Este diente era la desgracia, el sambenito del pobre viejo. Todos sus compatriotas tenían siempre que decir alguna burla contra el diente. Por dicha, el viejo del diente se halló con Miguel en una función de campo. Se bailó mucho fandango, se empinó bastante el codo, y ya la gente, alegre por demás, dispuso que se hicieran juegos. Entonces fue cuando, a lo que parece, inventó Miguel el del horno.

Salieron en él tres personajes, si personajes se puede llamar el horno mismo, representado por el viejo, a quien pusieron en medio de los espectadores inmóvil y con la boca muy abierta.

Miguel hizo de propietario del horno y un amigo suyo, muy socarrón, de panadero que venía a alquilarle.

El panadero examinó detenidamente el horno, que era la boca del viejo, y le halló sólido y capaz.

Miguel encareció los méritos de su finca.

El Panadero convino en todo pero encontró un grave estorbo en la piedra que estaba a la entrada. Mientras existiera este estorbo no le parecía bien hacer el arrendamiento.

Miguel trató de convencerle de que aquella piedra (que como el lector habrá adivinado, no era otra sino el diente del viejo) de nada estorbaba.

El panadero no quiso convencerse.

Entonces, dijo Miguel:

—Pues eso pronto se remedia.

Y sacando rápidamente del bolsillo de la chaqueta un martillo, que en él traía escondido, asestó con mucho tino y pulcritud un golpe seco y firme en el diente, el cual, como ya cascabelease un poco, se desprendió con facilidad y casi sin sangre, metiéndosele por el gaznate a su dueño, que le escupió enseguida entre las risas y el aplauso de aquel ilustre senado.

El viejo se sintió un poco, al principio, del dolor y de la burla que le habían hecho; pero al cabo se alegró de verse libre de un diente tan incómodo y tan feo, de balde, y dando ocasión a aquel regocijo. Miguel estuvo sublime por lo filantrópico. Ni Guillermo Tell disparó la flecha con más cuidado para herir la manzana y no la cabeza de su hijo, que él el martillo para herir el diente y no la quijada ni otro punto más sensible del representante del horno.

Miguel tenía, además, mil otras habilidades. Era gran jinete y desbravador; con una escopeta en la mano, ponía la bala donde ponía el ojo; preparaba como nadie un arroyo con esparto y liga para coger jilgueros; tocaba divinamente el chifle debajo de un olivo para que acudiesen los zorzales y se quedasen ahorcados en la percha; era un genio para pescar anguilas, y a veces, con sólo meter la mano en un charco, sacaba una o dos, cogidas por la cola; y, por último, conocía los caminos y a la gente de los caminos y los malos pasos que hay en ellos, por lo cual el padre de Antonio le había rogado que nos sirviese de guía y de custodia o ángel.

Él, que quería mucho al señorito Antonio, no sólo había prometido acompañarle, sino quedarse con él en Granada, así para cuidar del caballo, como para prestar auxilio y dar consejo en cualquier lance difícil. Miguel venía, por lo tanto, con Antonio, si en calidad de ángel, en calidad también, aunque parezca extraña la mezcla, de escudero, consejero, juglar y bravo.

No creas, lector, que durante el viaje nos sucedió aventura digna de memoria. Si me detengo con mis personajes en medio del camino, es porque deseo que los conozcas, y que comprendas toda la pompa, majestad e importancia de la comitiva de mi amigo, antes de que lleguemos sin novedad a los umbrales de la casa de doña Francisca.

Figúrate, pues, que ya hemos caminado todo el día, que hemos dormido en una venta, que hemos vuelto a caminar al día siguiente, y que a eso de las tres nos hallamos mucho más allá de Alcalá la Real, en un bosque de seculares y gigantescas encinas, y entre unos cerros que están a cuatro leguas de Granada.

III. A vista de Granada

Después de haber comido y dormido un poco la siesta a la sombra de una de las más frondosas y altas encinas que en el bosque había, nos pusimos de nuevo en marcha, y Antonio, el ángel y yo entretuvimos el camino con muy agradable plática.

—Ya pronto —decía el ángel—, dentro de media hora a lo más, llegaremos a aquel último visillo que allá a lo lejos se columbra y desde allí descubriremos a Granada y su hermosa vega. Buen charco es Granada, señorito. Usted, que es buen mozo y tiene dineros a manta, se va a engolfar allí en un mar de lances de amor y a olvidarse un poco de los estudios. Aún recuerdo con gusto la expedición que hice yo con su padre de usted a la feria de Veger, hace unos veinte años. Su padre de usted y yo éramos entonces dos mozos muy crudos y muy tirados para delante. Llevábamos una piara de cerdos y muchos potros y yeguas a vender. En la feria se vendió todo a buen precio y reunimos una regular almorzada de onzas de oro. Terminada la feria, dijimos: « Pues, señor, esta gente de Veger y los que aquí han venido, se han quedado pasmados de nuestro rumbo y buen porte; vamos a Cádiz, que es la mapa del mundo, y no privemos aquella tacita de plata de que nos conozca y contenga en su centro algunos días.» Con este buen propósito nos plantamos en Cádiz en un dos por tres. Cádiz se alborotó con nuestra llegada y, según salían las mozas a los balcones para vernos, no parecía sino que pasaba la procesión del Corpus. Es verdad que nosotros íbamos desempedrando las calles. Eramos doce de a caballo; ¡y qué caballos! ¡Vamos, en Cádiz no se había visto nunca cosa más rica! Fuimos a parar a la mejor posada; y como cundió enseguida que estábamos allí, empezaron a llover billeticos de color de rosa, sahumados todos con pastillas de las que gasta el gran turco para sus sahumerios. Eran de dos señoras muy principales, y dirigidos a su papá de usted. Él, no hay que decir que perdió el tiempo. ¡Válgame Dios y qué hombre! Aquello fue un acabose. Pero olieron que el señor era casado y que trasponíamos, y allí fue ella. La posada parecía el jubileo de las cuarenta horas. Una noche, antes que cerraran las puertas, nos pudimos escapar de la ciudad con disimulo. De resultas, dicen que hubo un mar de lágrimas entre las pobrecillas mujeres, y que dos se metieron monjas. Nosotros lo sentimos, cuando lo supimos en el lugar; pero ya no había forma de remediar aquel estropicio. A lo hecho, pecho.

—Se me figura, señor Miguel —dijo mi amigo Antonio, que era incrédulo y burlón, y ni a su padre respetaba—; se me figura que esas señoras principales serían pelonas que, con embustes y zalamerías, procuraron y aun lograron chuparle el dinero a mi padre, y entiendo que la noticia del monjío de las dos fue dada por algún chusco que se divirtió a costa de ustedes.

—Ea, calle usted, señorito; ¿cómo había de ser eso? ¿Pues qué, éramos nosotros algunos papamoscas?

—Indudablemente —exclamé yo— que ni Miguel, ni menos tu padre, son papamoscas, ni lo fueron jamás, y, por lo tanto, el lance no pudo menos de ser tal como Miguel lo refiere.

—Sea así —dijo Antonio—, que por no dejar yo a Miguel por embustero, seré capaz, no ya de ofender a las principales señoras de Cádiz, sino hasta de tachar de casquivanas a las once mil vírgenes.

—Señorito, también eran de carne y hueso y tenían su alma en un almario, y más vale no meterse en honduras, porque, ¿quién sabe la ropa sucia que sacaríamos a la colada?

Por no oír algún falso testimonio levantado por Miguel contra las once mil vírgenes, de buena fe y por efecto natural de su poderosa fantasía, distraje yo la conversación a otro objeto.

Aquí no puedo menos de advertir al lector que esta lastimosa convivencia y familiaridad que tienen en los pueblos de Andalucía las personas acomodadas y aun las mejores familias, con lo más perdido y soez del vulgo, y que el favor y privanza en que están en las casas decentes cierta clase de hombres, será, si se quiere, muy patriarcal y democrático, pero no es lo más a propósito para la buena educación de los hijos, para que adelanten la ilustración y la cultura y para que florezcan las mejores costumbres.

Digo esto por vía de advertencia y para que se sepa que ni invento este modo de vivir de los lugares, ni le aplaudo tampoco. Quiero referir las cosas sin comentarios y tales como acontecen.

Antonio se había criado en los brazos de Miguel, como Baco en los del viejo Sileno. Mil veces he oído contar que cuando Antonio tenía dos años, teniéndole Miguel consigo, le hizo pronunciar al cabo, después de muchas tentativas y esfuerzos anteriores, cierta palabra de origen hebraico muy usada como interjección enérgica en nuestro idioma, y que aquel día fue un día de júbilo y fiesta en casa de Antonio. Miguel lo llenaba todo con sus voces alegres, pidiendo albricias, corriendo y gritando por donde quiera: «¡Ya lo dice claro! ¡Ya lo dice claro! ¡El señorito lo dice claro!»

Tal fue la piedra angular del edificio de la educación de Antonio. Si él estudió luego cosas menos feas, y por efecto de sus nobles inclinaciones y vivísimo ingenio fue bueno e instruido, todavía se resintió siempre del ruin fundamento sobre el cual se apoyaba su educación.

Entretenidos por la charla poco edificante de Miguel, llegamos muy cerca del visillo; desde entonces debía verse Granada, y Antonio y yo espoleamos nuestros caballos, y dejando atrás al ángel, nos adelantamos para ver la ciudad morisca.

No bien nos hallamos en lo alto, cuando el mezquino horizonte que había limitado y como ahogado nuestra vista mientras caminábamos por aquellos montes y sombríos andurriales, se trocó de pronto en un inmenso horizonte que se creería más bañado de luz, y que era más rico de colores y más puro y diáfano, así como el ambiente que nos circundaba. A nuestros pies, en lo hondo de una agria cuesta, estaba Pinos de la Puente con su riachuelo y sus molinos, cuyo murmullo llegaba a nosotros; a la derecha teníamos a Sierra-Elvira, y un poco más allá a Sierra-Nevada con su diadema cándida de que los colores del ardiente agosto no habían podido despojarla. A mano izquierda estaban las frondosas alamedas del Soto de Roma y sus lindos lugarejos; allá se parecía Santa Fe; el Darro, el Genil y otras corrientes de agua cristalina cruzaban serpenteando la extensa vega en todas direcciones. Como un punto remoto y dorado se descubría en el fondo el altillo desde donde Boabdil suspiró y lloró al abandonar para siempre a su patria; más distante aún, y casi como nubes azules, se percibían en la misma dirección las enriscadas Alpujarras, y, por último, como centro del cuadro, veíamos tendida a los pies de las montañas de la Alhambra y del Generalife, semejantes a gigantescas pifias de verdura coronadas de rubias torres, y a los pies del Sacro-Monte, con su magnífico templo, a la bella Granada, que parecía salir del encantado valle del Darro, más digno de eterna fama que el de Tempé, y venir a posarse en la vega como una sultana de Oriente sobre una espléndida alcatifa de mil colores.

Al presenciar por primera vez este espectáculo parecía que el pecho de mi amigo Antonio se dilataba. Él y yo nos paramos un instante y nos complacíamos en silencio en toda aquella hermosura.

De pronto, y como si en ambos hubiera sido simultánea y espontánea la misma idea, picamos los caballos a trueque de reducir el horizonte que descubríamos, con tal de que no turbase Miguel con su llegada la inspiración que había infundido en nosotros panorama tan magnífico. Los caballos, como movidos de nuestra voluntad y deseo de devorar todo aquel espacio que se ofrecía a los ojos, bajaron rápidamente la cuesta, atravesaron el lugar de Pinos, salvaron el puente, y viéndose ya en camino ancho y llano cercado de olivares cargados de fruto, de alamedas umbrías y de frondosos huertos y viñedos, se dieron a galopar alegremente, como si presintieran que iban a hallar algo de más hermoso y agradable al terminar la carrera. Miguel hubiera explicado esto diciendo que los caballos habían olido el pesebre de Granada. Nosotros, sin explicarlo, nos dejábamos llevar maquinalmente. Nuestras almas se habían perdido y como evaporado en aquel ambiente diáfano impregnado de luz y de perfumes.

Al cabo de un largo trecho, y ya muy distantes de nuestra comitiva, volvimos de aquella especie de ensueño, y, recogiendo las riendas a los caballos y poniéndolos al paso, rompimos el silencio de esta manera:

—La hermosura de este rico paisaje me ha embelesado tanto —dijo Antonio— que he traspuesto con el espíritu el reino de las hadas y le he recorrido todo, no ya al galope de mi caballo, sino llevado en alas de un genio, o recostado en el trono flotante de Salomón, de que hablan las leyendas árabes. Ahora que vuelvo a la realidad, no me entristezco, ni, a pesar de todo, la hallo muy inferior muy indigna de mis ilusiones.

—Más vale así —repliqué yo—, porque lo que es a mí, que acabo de hacer el mismo viaje fantástico, me parece la realidad mezquina, si la comparo con el recuerdo de las regiones imaginarias que he recorrido, y sólo me reconcilio con ella al considerar que ella me ha inspirado el pensamiento de esas regiones y ha sostenido el vuelo del alma para visitarlas.

—Pues eso basta, y justamente por eso no encuentro yo la realidad indigna de mis ilusiones. Ella las ha promovido y en ella están, así como están en mi alma... ¿Es acaso culpa de las cosas, que no sea mi espíritu bastante enérgico para retener en sí de continuo el divino resplandor que viene de ellas y que las dora, hermosea e idealiza con sus reflejos?

—Si las idealiza ese resplandor, ya pone en ellas algo que en ellas no está, y que es muy superior a ellas —repliqué yo.

—Claro está que pone: pone el alma, el espíritu que las percibe.

—Pero esa alma, ese espíritu, es el nuestro.

—¡Qué sabemos! Tal vez sea el alma, el espíritu de las cosas que se nos revela y se nos une. Cuando cesa la revelación y el consorcio, cesa el encanto, mas no porque las cosas le pierden, y si porque nosotros le perdemos. Miguel le tiene siempre perdido, y apuesto a que ahora no ve en la vega sino un terreno menos pingüe y unos olivares con más hojas pero con menos aceitunas que los de nuestro lugar.

—En cambio tú ves, o has visto, todo el universo ideal, y le confundes con el real, e imaginas tenerle siembre presente, aunque velado para tu espíritu.

—Así es, sin duda; yo veo en la vega, o con ocasión de la vega, un mundo ideal de pasmosa hermosura y de perfección infinita.

—Entonces desiste ya de todos tus planes, de viajar por las siete partidas del mundo como el infante don Pedro. Granada te basta; en Granada puedes verlo todo, lo ideal y lo real, que confundes.

—Yo no confundo lo ideal con lo real en mí. Fuera de mí, es cierto que no logro distinguirlos ni marcar exactamente sus límites. Comprendo, empero, que veo sólo una mínima parte. Lo ideal, o no se ve, o tiene que verse de un modo infinito, esto es, como un universo; pero con ocasión de la vega de Granada, le veo por una de sus fases, y mañana, con ocasión de otro objeto, le veré por otra faz, las cuales son también innumerables. Y como yo deseo apurarlas y reconocerlas todas, deseo también con avidez sensaciones y emociones nuevas, y con nada me aquieto, aunque todo me contente.

A tan elevadas esferas filosóficas se había remontado nuestra conversación, cuando vino a interrumpirla un ruido alegre y estruendoso de cascabeles que no lejos se percibía, y que parecía acercarse a nosotros. Poco después vimos aparecer por uno de los recodos del camino el objeto que causaba aquel ruido.

Era este objeto un jamelgo o rocín, seco y escuálido, pero lleno de estoica entereza, el cual, orgulloso de su petral de cascabeles, moños, penacho y otros arreos espléndidos, y estimulado por el látigo sonoro de un rústico e implacable automedonte, arrastraba jadeando el famoso vehículo, que tal vez no exista ya en Granada, pero cuyo recuerdo debiera conservarse en la historia. El vehículo que teníamos a la vista era nada menos que el tan celebrado carro-galera-tartana (que de todas estas naturalezas tenía su naturaleza híbrida), conocido bajo el nombre de La violenta sin temor.

Yo lo noté al punto, y le dije a Antonio:

—Esa es La violenta sin temor, esa es la tartana, la galera, o como quieras llamarla, que está siempre al servicio del público, y en la que he hecho algunas jiras y expediciones campestres. Mírala cuán galana y cuán pintorroteada se acerca a nosotros.

Y Antonio la miró, y no pudo menos de alegrarse, de reírse y de regocijarse al mirarla. La fantasía más atrevida de un pintor de ahora no acierta siquiera a sospechar todo lo que había pintado en el toldo, en la trasera y en la delantera de La violenta. Maravillosas flores que no se dan en ningún clima, ni hay sol que produzca por ardiente que sea; pájaros no menos extraños; cuadrúpedos nunca vistos; monstruos raros, grecas, cifras, geroglíficos y figuras parecidas a hombres y a mujeres; el sol, la luna y las estrellas, la creación, en suma, y sobre la creación todo lo que puede fingir la mente humana, estaba allí hacinado, aglomerado y revuelto, formando un laberinto de arabescos, una selva, una filigrana de formas, de emblemas y de imágenes, más rica que cuanto Homero se complació en poner en el escudo de Aquiles. Sólo hacia el centro había quedado un redondel limpio de dibujos y colores, esto es, pintado no más que de verde esmeralda. Sobre aquel campo de verdura se leía, en letras gordas de almagra: La violenta sin temor, frase en que la poesía estaba compitiendo, por lo conciso, expresivo y enérgico, con la pintura misma.

Pronto, sin embargo, nos distrajo la atención de mirar los primores de La violenta al ver que nos hacían señas y saludaban las personas que en su centro venían caminando. Entonces nos dirigimos hacia La violenta y luego reconocí a doña Francisca, que en compañía de Pedro López, estudiante teólogo de Jaén, del bizco Currito Antúnez, natural de Málaga, el legista más avieso, maleante y diabólico de la Universidad, y del señor don Claudio Benítez, alpujarreño, a quien llamaban con razón Finuras o El fino, mis mejores amigos todos ellos, habían salido a recibirme.

Ver yo esto, llegar al lado de La violenta, hacerla parar y apearme del caballo, todo fue obra de un minuto. Doña Francisca bajó también del vehículo con no menor rapidez y vino a darme un apretado y amistoso abrazo.

En esto habían llegado ya nuestros criados y el ángel. Antonio, delante de ellos, se gallardeaba sobre su hermoso caballo. Yo le grité:

—Baja, baja y ven acá; esta señora es doña Francisca, nuestra patrona.

Bajó, en efecto, le presente a mis amigos y a doña Francisca, y los trató y fue tratado por ellos como si hubieran sido amigos y camaradas de toda la vida. Él llamó a doña Francisca, Paquita, jacarandosa y resalada, y doña Francisca le llamó a él Antoñito, hijo y buen mozo.

Volvimos a cabalgar, volvieron los tres amigos y doña Francisca a subir en La violenta, y a poco entramos por las calles de Granada con notable estruendo y pompa.

Cuando llegamos a lo ancho de la Carrera de las Angustias, Antonio hizo hacer piernas y corbetas a su caballo.

Era el anochecer. Mucha gente volvía de paseo y se nos quedaba mirando.

Mariquita, que por hallarse algo delicada y por quedarse al cuidado de la casa no había salido a recibirnos, estaba al balcón, tal vez esperándonos, tal vez viendo pasar a los transeúntes.

En suma, entramos en Granada y en casa de doña Francisca con toda la solemnidad y honra debidas.

IV. Iniciación

Luego que entramos en casa de doña Francisca, los demás huéspedes que en ella había nos salieron a recibir a la meseta de la escalera. Doña Mariquita estaba con ellos y nos saludó cordialmente, pero con la gravedad y reserva propias de su carácter, algo zahareño y melancólico.

Estaba doña Mariquita con el aseo y extremada sencillez de siempre. La cabeza destocada, sin más adornos en sus rubios y bien peinados cabellos que un ramito de verdes hojas y encendidas flores de granado. Cubría su airoso cuerpo una saya negra de sarga de Málaga, aunque limpia, algo traída y llevada. Ocultaba sus hombros y su pecho un pañolito de tafetán blanco y encarnado. El delantal era de la misma tela, y los zarcillos de coral rojo, que en balde competían con el carmín de sus labios.

—Aquí tienes al nuevo huésped —dijo doña Francisca a su sobrina.

Ésta inclinó la cabeza con la majestad de una reina y la modestia de una monjita, y, dirigiéndose a mi amigo Antonio pronunció con voz suave estas breves comunes palabras:

—Beso a usted la mano, caballero.

Antonio le contestó:

—A los pies de usted.

Y así terminó el diálogo.

Doña Mariquita, después de darme bienvenida por estilo no menos lacónico se retiró a su cuarto o a sus quehaceres.

—Mi sobrina está muy romántica —dijo doña Francisca—. Cuando está así no hay más que dejarla; pero verdaderamente que no se explican esas tristezas, con veinte años, con su palmito y con tantos adoradores.

No serán de su gusto los que la adoran —dijo Antonio.

Doña Francisca, contra su costumbre de ser siempre la primera que hablaba y la última que dejaba de hablar, nada contestó a la observación de mi amigo.

Verdad es que los criados de éste vinieron a llamar nuestra atención, y muy singularmente la de doña Francisca, diciendo a Antonio:

—¿Y esto dónde se coloca?

Al mismo tiempo mostraban dos cofines cubiertos de paja, al través de la cual se descubrían ciertos chirimbolos de barro.

—Eso, si doña Francisca me lo permite, se colocará en la despensa. Son chucherías que mi madre hace venir para que nos regalemos, y que doña Francisca guardará y nos servirá cuando le parezca.

—Con mucho gusto, señor don Antonio.

—Mil gracias, señora. Ahí vienen unos canjilones de arrope del bueno de mi tierra, gachas de mosto, carne de membrillo y una arroba de orejones de Alcaudete. Traigo, además, en un cajoncito, que vosotros, muchachos, entregaréis igualmente a esta señora, un par de cientos de hojaldres de Lucena para tomar chocolate; y traigo, por último, cuatro excelentes jamones de Montefrío, a los cuales he sabido por mi amigo don Juan lo aficionada que es usted.

—Señor don Juan, ¡válgame Dios!, qué mala fama de golosa me va usted dando.

—No de golosa, sino de docta y entendida en todo, se la he dado a usted siempre —repliqué yo.

Con lo cual, y con mostrarse doña Francisca muy contenta y llena de agradecimiento, y aun de admiración por el rumbo y largueza de mi amigo, fueron todas aquellas provisiones a parar a la despensa de la casa, y con ellas doña Francisca, para hacer el examen y recuento debidos.

Nosotros, entretanto, tomábamos posesión de nuestra vivienda, que era lujosísima. Una sala y dos alcobas, con exquisita y flamante estera de esparto. Las camas, pomposas, con sus prometidos y ponderados farfalaes en las sábanas y en las fundas de las almohadas, y al pie de cada cama un rico felpudo. Las sillas eran de cerezo, y hasta teníamos un sofá y una cómoda, muebles raros y casi inusitados entre estudiantes. Las paredes estaban divinamente enjalbegadas, de modo que apenas había chinches, y adornaban las paredes diez o doce cuadros de litografía iluminada, representando las aventuras de Matilde y Maleck-Adel y las de Pablo y Virginia.

Como ya era de noche nos trajeron para alumbrar el cuarto un velón gigantesco con dos mecheros encendidos. Era este velón obra maestra de un egregio artífice lucentino; tan bruñido y limpio el metal, que podía servir de espejo; la pantalla, de hoja de lata, pintada de verde, y sobre lo verde, pintados por un artista de la misma escuela que el que pintó La violenta, cuatro majos y otras tantas majas bailando furiosamente el bolero.

La criada Rafaela, moza de cuerpo de casa, ojialegre, pizpireta, frescachona y robusta, vino con mucho columpio y zarandeo de caderas y puso el velón sobre la mesa que había de servirnos para escribir, que estaba cubierta de excelente bayeta antequerana, casi nueva, pues sólo tenía diez o doce manchas de tinta y tal cual lamparoncillo de aceite.

El lector ha de perdonarme que entre en todas estas prolijidades y menudencias. Recuerdo con amor aquella época dichosa, la vida y los usos de entonces, y hasta las menos interesantes circunstancias. Ante el objeto más bajo y mezquino que retraigo y represento a la memoria, se me queda el alma embelesada.

Nunca está de más, por otra parte, que el lector conozca el teatro de los acontecimientos que voy a referir, y que poco a poco se vaya acostumbrando a vivir en nuestra compañía y a nuestro modo.

Rafaela nos trajo agua; nos lavamos y nos acicalamos, y salimos enseguida por las calles. Aquella noche nos recogimos temprano y dormimos como unos bienaventurados.

Al otro día vino Merengue muy de mañana y se ofreció a Antonio para guiarle por el laberinto y para iniciarle en los misterios de las callejuelas de San Matías y de otros sitios, aunque recónditos, frecuentados y amenos. Antonio se dejó guiar y se fue enterando de todo.

Miguel, el ángel, que había estado ya en Granada y conocía el país a su manera, puso también a Antonio en comunicación y contacto con otra clase de gente, con las más garbosas gitanillas que, saliendo de las cuevas ciclópeas que hay camino del Sacro Monte y en la ladera que se extiende desde la iglesia de los Mártires al paseo de la Bomba, pasman y enamoran el mundo con sus melancólicos cantares y con su gracia y primor en esto de bailar la tona, el vito y otros bailes de no menor deleite y gallardía.

Yo, por mi lado, como aficionadísimo que he sido siempre a las artes y a la literatura, llevé a Antonio a la Alhambra y al Generalife; a la Universidad, donde nos matriculamos juntos, y vimos la biblioteca, no muy famosa por cierto; al teatro, donde nos abonamos en sendas y contiguas lunetas, y al café de Pedro Hurtado, donde le hice conocer y tratar al célebre Pepe, mozo de café, como el Pipí de Moratín, y poeta al mismo tiempo, inmensamente superior a don Eleuterio y a don Hermógenes.

Pepe ha compuesto obras que pasmaría a la más remota posteridad. Es muy posible que el señor don Agustín Durán haya incluido ya algunos de sus romances en el romancero publicado por Rivadeneyra. Pepe es autor de El ganso en la botillería, de El ganso en la catedral y de otros muchos, casi todos de gansos.

Pepe, sin embargo, era muy fino. A menudo se sentaba familiarmente entre nosotros a la mesa del café y nos recitaba sus composiciones.

En resolución: Antonio, que era listo y despierto, se hizo en dos o tres días conocedor de lo más notable de Granada y de sus moradores; liberal, dadivoso y afable, se ganó la voluntad de la gente menuda; entre los compañeros estudiantes, a pesar de la maldita envidia, adquirió un sinnúmero de amigos con su carácter leal y afectuoso y su trato apacible, y en toda Granada logró nombre de buen mozo, de espléndido, de gran caballista y de excelente muchacho.

Doña Francisca estaba loca de contenta de tenerle en su casa, y hasta el dogo Palomose le mostraba más cariñoso que a los demás huéspedes, meneando mucho la cola, brincando y haciendo otros extremos alegres cuando le veía.

Tal y tan lisonjera fue la impresión que Antonio hizo en Granada. Para saber la que Granada hizo en él, voy a trasladar aquí la primera carta que Antonio escribió a su primo el señor don Diego, persona a quien él confiaba todas sus ideas, ensueños, desalientos y esperanzas.

Don Diego era hombre de letras, había sido diputado, había vivido muchos años en Madrid y aun viajado algo por Europa, y al cabo, desengañado y aburrido prematuramente, se había retirado a su lugar, donde conservaba una grande afición a los libros, que había sabido comunicar a Antonio.

Yo, que conservo la correspondencia de éste, trasladaré aquí lo que importa más a nuestra historia, empezando por la primera carta a su primo, que decía de esta manera.

V. Carta de Antonio

Querido primo: Ya sabrás, por cartas que he escrito a mis padres, mi feliz llegada a esta ciudad, que me parece mejor que Córdoba, única a que puedo compararla.

En los tres días que hace que estoy aquí, nada se me ha quedado por ver. He visto la Alhambra, el Generalife, la Cartuja, la Catedral, la magnífica Capilla Real y los sepulcros de los reyes. Todo me ha gustado mucho, pero no entro en descripciones y ponderaciones para no copiar la Guía del viajero.

También me agradan con extremo los bosques, jardines y paseos de las cercanías y alrededores de esta población.

Conozco ya a toda la gente de Granada como si hubiera vivido aquí toda mi vida, y me parece gente muy afable y alegre, que se ocupa menos de política que la de nuestro lugar.

Me he matriculado y tengo ánimo de estudiar mucho, sin dejar de atender a las diversiones que esto ofrece. Tú me has inspirado el amor del estudio, me has hecho leer buenos libros y me has transformado en filósofo mejor que mis maestros de San Pelagio de Córdoba. Con tal base y fundamento es ya imposible que yo me distraiga del todo del estudio de las ciencias y que pierda la afición a saber que en mí has despertado. Pero esto no obsta a que haya en mí todo género de aficiones, buenas y malas, pues todas caben holgadamente en mi pecho. Todas, sin embargo, se encierran en dos, como los mandamientos, a que tan a menudo hacen guerra.

Son estas dos aficiones, o mejor diré pasiones mías, el amor y la curiosidad.

Es tan grande mi amor, que no puede limitarse ni circunscribirse a un objeto solo. Yo lo amo todo. Mi amor se extiende sobre todas las criaturas. Soy, por el amor, un diocesillo, y si conforme tengo amor tuviese poder y fuerza, todo iría bien en el universo mundo, y las gentes me invocarían como a una providencia benéfica. Por desgracia, no tengo ni fuerza ni poder, y como anhelo tenerlos para darles empleo tan santo, nacen de aquí mi ambición y mi codicia, despiertas y encendidas en mi alma harto temprano.

No receles, con todo, de estas perversas inclinaciones; son hijas del amor y quedan embebidas y como absorbidas en él. Es mi amor una atmósfera infinita, donde todos mis otros afectos viven, se bañan y se mueven. Imposible me parece en ocasiones que sea tan inagotable este raudal de mi amor. Consumiendo yo tanto en mí mismo, pues te he de confesar, por si ya no lo has adivinado, que es excesivo mi amor propio, todavía me quedan ricos veneros para cuantos objetos veo, siento, sospecho o imagino.

Lo singular es que luego que conozco bien un objeto, le rodeo, le abrazo, le circundo de amor por todas partes, y mirando las cosas superficialmente, se puede decir que ya no le amo. He aplicado, he puesto en él la cantidad de amor suficiente para envolverle, cantidad a menudo cortísima por culpa, no mía, sino del objeto que no ha menester más, y me quedo tranquilo y sosegado y como exento de aquel amor; pero con amor sin objeto, con amor de sobra, que anda buscando donde colocarse.

Mucho te quiero a ti y mucho a Juan. A Miguel le quiero bastante. Hasta a los estudiantes que he conocido aquí les he cobrado ya cariño; pero lo que más quiero es algo de ignorado, de indefinido, de misterioso que me figuro y que no logro alcanzar.

Si hubiera yo nacido hace dos siglos, me hubiera escapado de mi casa y me hubiera ido a un convento de cartujos, o a las soledades, a hacerme padre del yermo. Hubiera sido un santito desde la edad de doce o trece años. En nuestro siglo no me era dable esta santidad. Hay en el aire que respiramos miasmas impíos que penetran en lo íntimo de nuestro ser. Antes de ir al colegio de San Pelagio, antes de leer tus libros, antes de reflexionar, era yo filósofo racionalista por instinto. Quién había pervertido mi instinto, no sabré decirlo. El diablo, sin duda alguna.

Mi otra pasión capital, la curiosidad, debe de ser también inspirada por el diablo. Ella es la que combate con el amor y le roba sus mejores prendas. Ella me impulsa a descubrir, a averiguar, a determinar los objetos, a despojarlos de lo confuso, nebuloso y fantástico, en que la imaginación se los figura. En cuanto lo consigo, o creo que lo consigo, los rodeo de un poquito de amor, y se quedan en mi alma sin eficacia y sin vida para agitarla, como un cadáver acurrucado en un sudario. Por eso suelo comparar a un campo mi corazón. El amor sin objeto, el amor de sobra, el amor que busca lo desconocido, es el que le presta animación, el que hace nacer en él las celestiales flores de la fantasía.

A veces he pensado si esta enfermedad mía será falsa sin saberlo yo mismo; si la moda, si la literatura llorona del día, si los versos de Zorrilla y de Espronceda, a que soy tan aficionado, habrán engendrado en mi corazón este hastío ridículo, anterior al goce, este menosprecio del mundo sin caridad y sin amor de Dios, y estas divinas aspiraciones sin objeto divino adonde encaminarlas. Pero nada de eso: el mal es más hondo; la moderna literatura es incapaz de crearle. La moderna literatura es su resultado y no su causa. Más sano o menos atacado estoy yo de este mal que los más de mis amigos. Mozos hay aquí que pagan siete reales diarios de pupilaje y gastan otros siete, a lo más, en sus placeres, vestidos y lujo, y se juzgan, a pesar de todo, más hastiados que Sardanápalo. No han comido más que puchero, no han bebido más que vino de estos lugares, con el sabor a la pez del odre, no han recorrido más tierra que la que hay desde su pueblo a Granada, y no han tratado con más mujeres que con las pupileras, con las criadas y con las habitadoras de las callejuelas de San Matías, y ya se creen al cabo de cuanto hay que gozar, ver, merecer y alcanzar en él mundo, y aspirando, no al cielo, que no le descubren, sino a un imposible, que llaman las ilusiones perdidas. No, yo no soy así. Yo me lamento sólo de la imposibilidad del amor que se aquieta en lo que conoce, pero que busca con fe y con esperanza lo desconocido. Veo delante de mí un inmenso espacio que tengo que recorrer aún. Tal vez vaya en pos de sombras que se desvanecerán al tocarlas; mas aún no se han desvanecido, y mi propósito, mi misión, como decimos ahora, es correr en pos de ellas.

Te he de confesar, puesto que en ti siempre confío, que hay en Granada un objeto que excita mi curiosidad vivamente.

No digas nada en casa. No quiero que mi madre se alborote y asuste. No se lo digas tampoco a mi padre, pues, aunque menos asustadizo, empezaría a recelar que yo le gastara más dinero de lo justo.

Hay en Granada un objeto, repito, que excita vivamente mi curiosidad. Es este objeto el alma de una mujer. No se te figure que estoy enamorado de ella. Yo no me enamoro como el vulgo se enamora. Lo único que me enamora es el misterio, misterio que no existe, que yo mismo fraguo, que desaparecerá pronto. Por ahora, sin embargo, he de confesar que le hay.

Claro está, aunque no se me alcanza la razón de esto, que si la mujer fuese o me pareciese fea, la curiosidad que hay en mí de conocer el abismo obscuro de su alma, no se hubiera despertado. Por desgracia o por fortuna, la mujer es muy bonita. Es la que Juan elogiaba tanto y la que merece aún mayores elogios; es la sobrina de mi patrona; es la linda Mariquita.

Lo que más me llama la atención es el reflejo de inteligencia que ilumina su rostro, el aire de nobleza de toda su persona y yo no sé qué aroma de pasión y de sentimiento, que se diría que exhala ella de sí y que la sirve de ambiente. Los estudiantes, con todo, la dicen fría y descorazonada como un mármol y me parece que en efecto lo es.

Hay en ella un espíritu de orden y de simetría contrario a todo movimiento apasionado. Por no descomponer la fisonomía me parece que no se decidiría a llorar, y por no arrugarse un pliegue del vestido no le daría un abrazo a su difunto esposo, pues aseguran que es viuda.

He averiguado que no es por benevolencia ni por amistad por lo que cose los desgarrones y pega los botones de la ropa de cuantos aquí viven: lo hace porque los desgarrones y la falta de botones la lastiman y ofenden. El orden, la limpieza, el buen concierto que reinan en esta casa, con ser casa de estudiantes, se deben a ella.

Cuando doña Mariquita habla con nosotros (ella y su tía comen y cenan con nosotros en la misma mesa), se me figura que no habla con el alma. Habla elegantemente, pero habla en el fondo como una pupilera, y su alma no es el alma de una pupilera como la de su tía. Se me figura que doña Mariquita está llena de desdén; que no se comunica con nosotros; que su alma está a mil leguas de nosotros, y que mientras que la costumbre y el mecanismo de la garganta y de los labios forman las palabras que nos dirige, su alma vuela o se pierde en las más remotas profundidades.

Como y ceno al lado de ella; mi vestido se roza con el suyo, y pienso, no obstante, que ella está lejos, muy lejos de mí. Ella habla en broma, ríe, tiene conversaciones con nosotros lo mismo que su tía, pero la tía está con nosotros en cuerpo y alma, y esa mujer no, lo cual me ofende y pica mi amor propio de la manera más extraña.

No comprendo cómo ha tenido amores esta mujer, y todos, por más que a mí me pese, aseguran que los ha tenido. ¿Qué profanación ha sido ésta? ¿De qué se ha enamorado la mujer que yo juzgo impasible e incapaz de enamorarse?

Ciertas mujeres de Madrid y de París de que tú me has hablado, tienen corazón, aman algo, aman las riquezas, las joyas, los ricos trajes. Ésta no los ama; estoy seguro de que no los ama. A doña Francisca se le puede ganar la voluntad con un poco de arrope, con un jamón de Montefrío, con una libra de roscos de Loja. A doña Mariquita no la sacarías de su interior sosiego con todos los tesoros de Abul-Casen y de Simbad el marino. No he hecho la experiencia, ni es posible que la haga, pero lo presiento y estoy segurísimo de ello.

Yo presumo de fisonomista; interrogo la cara, los ojos de esta mujer, y no veo en ellos un deseo siquiera. No quiere agradar; no es, al menos, algo coqueta. Se viste, se perfila y se asea para sí misma, con un egoísmo refinado.

A veces me pongo a cavilar y a suponer que doña Mariquita es tonta, que es un autómata que habla y pega botones y tiene mucha habilidad para la costura. Pero todo cuanto hace, no digo yo hablar, sino hasta pegar botones, lo hace con tal arte, con tal singular esmero y con un primor tan exquisito, que en todo creo reconocer el sello de la inteligencia misteriosa que la mueve, aunque lejos de nosotros y lejos de ella también, al menos en apariencia.

En pos de esa otra doña Mariquita celeste, va mí alma y no la halla. Siempre tropieza con la doña Mariquita de por aquí, que se representa como falta de alma, alma que está en otro punto y que no acude, por más que la llamo. Yo amaría a doña Mariquita si le acudiese el alma tal como yo supongo que ha de ser. Así no la amo. Yo, sin embargo, le he hecho quince declaraciones, a ver si me responde con el alma, pero esta infeliz doña Mariquita me responde siempre como una pupilera que no quiere conmigo historias de amor.

En esta situación me hallo, y para explicármela, invento a veces los mayores desatinos y casi me los creo. ¿Pues no sueño a veces que doña Mariquita se murió, que el alma divina a la que su cuerpo se había amoldado se fue a regiones más elevadas y propias de ella, y que vino a ponerse en lugar suyo otra alma vulgar de pupilera, que prolonga la vida de su cuerpo? ¿No me doy a entender que todo el encanto de este cuerpo está en los rastros que dejó en él el alma que le ha abandonado? ¿No me la finjo como un pomo de esencias olorosas que ya se evaporaron, pero que conserva el perfume, aunque vacío?

Todas estas imaginaciones, todos estos desvanecidos pensamientos, me llenan de agitación y me atormentan; pero sentiría que se disipasen. A falta de otra más noble esperanza de sobrenaturales deleites, me hacen prever y creer y esperar en algo semejante a ellos. Hay momentos en que imagino que la diosa, que el espíritu que estoy evocando, se me va a aparecer, no en el silencio y la obscuridad de la noche, sino a la luz meridiana, como las ninfas, las musas y los inmortales del Olimpo se mostraban en los tiempos primeros a los héroes y a los pastores: no en el apartamiento de bosques sombríos y apenas hollados de planta humana, sino en la concurrida Carrera de las Angustias y en una casa llena de estudiantes traviesos y alborotadores, y cuyo mirador de cristales, según dice con razón doña Francisca, parece un coche parado.

Verdad es que esta esperanza no se me logra. Cuando yo creo que la diosa se me descubre, percibo que sólo tengo delante a la pupilera.

Ríete de mí cuanto quieras; nunca te reirás tanto como yo me río.

VI. Ensayos poéticos

La carta que antecede la escribió Antonio en la cuarta noche que pasamos en Granada, noche en que apenas durmió, agitado por lo que llamaba su curiosidad, y que a él me parecía un repentino y endiablado enamoramiento.

Esta idea ni me dejaba sosegar ni consentía tampoco que el sueño cerrase mis párpados. Yo no paraba de echarme en cara el haber traído a casa de doña Mariquita a un hombre tan apasionado y tan curioso.

Antonio me había dicho cosas tan raras, que las de la carta a don Diego nada de extraño tenían comparadas con ellas. Sostenía siempre Antonio que su amor no era amor, sino mero capricho, hijo de la curiosidad. Lo único que pudiera trocársele en amor era la aparición divina, que él soñaba como posible, al través del velo terrestre y prosaico que envolvía el alma de la joven pupilera.

Por más que yo cavilaba, no acertaba a traslucir esta divinidad oculta. Doña Mariquita me había parecido siempre muy guapa, aunque huraña y, extravagante en demasía; pero nunca sospeché, ni sospechaba entonces, los etéreos arcanos de su alma, ora ausente en lo más remoto de las celestiales esferas, ora abismada y aletargada en el fondo impenetrable de su lindo pecho.

Siempre he sido materialote y poco metafísico, y todo me lo he explicado o he querido explicármelo de la manera más vulgar. Así es que yo imaginaba y daba por cierto que doña Mariquita era, como suele decirse, una buena pieza de arrugadillo, más retrechera que el reloj de Pamplona, y que procuraba, con desdenes y altiveces de desamorada, templados por las finezas y los rendimientos de la amistad, encender en el corazón de Antonio una amorosa llama, en que su vanidad se gozase, ya que no se complaciese su codicia.

A fin de penetrar mejor el carácter de esta mujer, me propuse averiguar cuanto pudiera de su vida y milagros, al menos de los más recientes. De esto ya he dicho en otro lugar que nada sabía yo, tanto por lo reservada que era ella, como por mis distracciones y corta inclinación a enterarme de nada. Lo único que yo sabía era que el alpujarreño Finuras y el bizco Currito Antúnez la habían pretendido inútilmente. Ambos habían llevado calabazas, si bien no eran estos triunfos para muy encomiados y colocados entre los más conspicuos y admirables de la castidad. Uno y otro pretendientes, ni podían seducir por ricos ni por muy gallardos de persona.

En fin, yo que era, a la sazón, un mozo barbilampiño, novato e ignorante de las cosas del mundo, aunque presumía de no serlo, temía que Antonio se engolfase en aquel maremágnum de amor, de curiosidad o lo que fuese, y para librarle de él determiné contribuir a que doña Mariquita depusiese el ceño y echase a un lado desvíos, o bien a que la conociese Antonio y acabase por tenerla en tan poco que nada de ella le importara. Para los dos fines pensé valerme de dos medios a cuál más eficaces. De Miguel, con quien, por ser sujeto de grande experiencia, era, a mi ver, utilísimo asesorarse, y de doña Francisca, que no me quería mal, aunque hasta entonces había estado yo algo arisco e indómito, defectos de que, en gracia de la amistad, pensaba yo corregirme; cosa fácil, porque doña Francisca estaba más fresca que una lechuga y tenía unos colores y una lozanía más de aurora rutilante de primavera que de noche invernal de truenos y desengaños.

Embelesado en trazar estos planes, y viendo ya en lo porvenir que Antonio y yo éramos, por todos estilos, unos como príncipes y señores absolutos de aquella casa, tan ilustre cuanto agradable, me quedé dormido en un sueño beato que me duró hasta las nueve de la mañana.

Cuando desperté me encontré con Antonio levantado, sentado a la mesa de escribir y manoteando mucho. Antonio, como el noventa y nueve por ciento de los jóvenes de aquella época, era poeta, quiero decir, hacía versos. De suerte que al verle yo manotear comprendí que en aquel momento los hacía, o que acababa de hacerlos, y se los leía a sí propio para saborear y ponderar bien los quilates de su primor y excelencia.

—¿Qué es esto, hombre —le dije—, no te has acostado esta noche? Al dormirme te dejé escribiendo y escribiendo te hallo en cuanto me despierto y abro los ojos.

—Me he acostado y he dormido —me respondió—; lo que tiene es que yo no duermo tanto como tú. Por eso el tiempo me cunde. Anoche escribí varias cartas y hoy de mañana he escrito una meditación poética o cosa por el estilo.

—¿Meditación poética tenemos? —repliqué—. Apuesto a que doña Mariquita es la musa que te la ha inspirado.

—Lo es y no lo es —dijo Antonio—. Ya te he puesto en autos de mi amor, si es que amor puede llamarse esta alucinación que me hace esperar que he de descubrir en ella el ser inefable y escondido que hace tiempo adoro; mas para que entiendas mejor el estado de mi alma y le tomes el pulso y adivines algo del mal que padece, voy a leerte la carta que he escrito a mi primo don Diego, donde pongo en su punto lo más esencial de todo. Luego te leeré la meditación, la cual esto, seguro que ha de agradarte.

—Lo creo —repliqué yo, y me puse a escuchar con reconcentrada atención y con recogimiento maravilloso.

Antonio me leyó primero la carta que ya conocen los lectores, y enseguida, desenvainando otros papeles, declamó con tono melancólico y con cierta musiquilla monótona, entonces muy en moda, los versos que siguen, y que a mí me parecieron de lo más encumbrado que se ha escrito, aunque confieso que la mitad de ellos no los entendí y la otra mitad no me pareció muy católica; pero esto se debe perdonar y tomar por licencia poética y por achaques de aquellos tiempos, en que estaba aún en su fuerza el romanticismo, del cual, aunque Antonio no se mostraba partidario, no dejaba con todo de sentir y aun de padecer el influjo.

Los versos eran así:


Tendió mi alma enamorada el vuelo
en la noche serena
por la extensión del adormido cielo
buscando la deidad que me enajena.

En el centro evoqué del bosque umbrío
su aparición divina;
vi su llanto en las perlas del rocío,
su mirada en la estrella matutina.

Fijé con ansia de la fuente pura
en el cristal los ojos,
y la imagen vi en él de su hermosura
sin velo, sin desdén y sin enojos.

Y pensé oír la mística armonía
de la creación entera,
y me infundieron dulce poesía
el alba y la apacible primavera.

Responder parecían a mi acento
el agua en sus murmullos,
en su delgada voz el manso viento,
la paloma en sus lánguidos arrullos.

Así en la primavera de mi vida
sentí y encontré amores
en la remota luz y en la escondida
alma de las estrellas y las flores.

Ora en el mundo, para mí desierto,
falta la vida arcana;
las ondinas y sílfides han muerto;
murió toda existencia sobrehumana.

Ni la brillante mensajera leve
en el iris se posa,
ni la rueda de amor Cipriana mueve,
ni besa a Endimión la casta diosa.

El eco no repite mi suspiro,
mustias las flores veo,
vagan los astros en callado giro.
¿Do habrá el ser que responda a mi deseo?

Tan sólo en ti, bellísima María,
tal vez amor encierra,
y me guarda la gloria y la poesía
que me robó del cielo y de la tierra.

Si eres, pues, de los sueños que yo adoro
manantial suave,
mi vida enlaza con tu crencha de oro
y de mi corazón toma la llave.


No bien acabó Antonio de leer estos versos, exclamé yo con toda sinceridad:

—Magnífico, admirable. Sólo me pesaría que doña Mariquita no entendiese una palabra de todo eso. ¿Cuándo ha sido ella, una pupilera, tan platónica y filosóficamente requebrada? ¿Cómo quieres que entienda Mariquita esas nebulosas coplas, cuando habrá acaso personas muy principales que serán para tus versos tanquam asinu ad liram?

—Hombre, no —contestó Antonio—; me parece que yo no extraigo aquí ningunas quintas esencias, ni me pierdo en las nubes, ni empleo palabras que no sean llanas, usuales y conocidas de todos.

—Así es lo cierto en cuanto a las palabras; pero el sentido que tienen no es tan claro como ellas.

En este punto, Miguel, que había entrado en el cuarto desde que empezó Antonio a leer los versos y que los había escuchado sin pestañear, dijo de esta manera:

—Lo que es yo, señorito, declaro que no he comprendido muy bien esa tonada; pero así, al oído, me parece de perlas, y sobre todo al final, con aquello de dar a la consabida prenda la vida y las llavecillas del corazón, que no hay más que dar ni qué pedir.

—Miguel —dije yo— es voto en la materia, como que es el poeta más famoso de nuestro lugar.

—Pues ya se ve que lo soy —contestó él—, y todavía hago versos, y versos de enamorado, que, si me atreviera, había de leer ahora, a pesar de que parecerían mal después de los de mi amo, que son tan remontados.

—¿Y a quién has hecho tú versos últimamente?

—¿A quién había de ser —replicó Miguel—, sino a la moza de cuerpo de casa, a la sandunguera Rafaelilla, serrana y regalo legítimo y pintiparado para los hombres crudos, sino fuera tan perra y tan indina?

—Vamos —dije yo—, está visto; todos están enamorados. No estamos en Granada, estamos en Pafos o en Amatunte.

—Yo no sé dónde estamos, ni qué tierras son esas; pero sé he compuesto unas décimas glosadas de una copla de fandango para que se puedan cantar con el punto de la Habana, y si ustedes lo permiten, voy a decirlas.

—Somos todos oídos —dijo Antonio.

—Nos sólo con ellos, sino con el alma te escucho —añadí yo.

—Pues, señores míos, las décimas dicen así —y empezó a recitarlas, porque como no sabía escribir, componía y guardaba en la memoria sus composiciones:


El cuerpo me hiede a humo
y el corazón a puñales,
y la sangre de las venas
rabiando porque no sale.
Cuando ir de aquí para allí
te diquelé, Rafaela,
con refajo de franela
amarillo y carmesí,
cuando fregando te vi
con aljofifas el suelo,
me convertí en caramelo;
que me incendiaste presumo,
pues mientras sigues cual hielo
el cuerpo me hiede o humo.
Y cuando vi al malagueño,
a ese bizco endemoniado,
a quien oyes con risueño
semblante, y que como dueño
entra en el coto vedado,
al alma mía le dites
mil fatiguillas mortales,
y al alma suya confites;
pero el cuerpo le expusistes
y el corazón a puñales.
Si no apartas tu querer
de ese bizquillo blandengue,
acaso yo le derrengue,
que no me sé contener.
¿No me ves en tu poder
cautivo de tus cadenas?
¿Quieres, flor de las morenas,
matarme de un sofocón,
y que ardan mi corazón
y la sangre de mis venas?
No sabes lo que te quiero,
lo que me das de cuidados;
por ti me pirro y me muero,
que se te'errama el salero
por todos cuatro costados.
¿Quién hay en quererte bien
que a mi corazón iguale?
Frito le tiene el desdén,
como buñuelo en sartén
rabiando porque no sale.


—Vive el cielo, Miguel —dijo Antonio cuando acabó el ángel de recitar—, que es la mejor glosa que he oído nunca y que son las más discretas décimas que se han compuesto en el mundo. Y todo ello ajustado a la verdad, sin dejar por eso de ser poético, y sin que te obligue el consonante a decir sino una sola vez algo no muy exacto.

—¿Y qué es lo no muy exacto? —Pregunto Miguel.

—Lo de hacer el refajo de franela pues creo que es de bayeta, y no muy fina. La chica se llama Rafaela, y por eso el refajo es en los versos de franela.

—Claro está, señorito. Si ella se llamase Enriqueta el refajo hubiera sido de bayeta; pero, a la fin y a la postre, la bayeta y la franela no son cosas tan distintas que no se puedan confundir a veces.

—Miguel tiene razón que le sobra —dije yo entonces—, y no hallo bien que el crítico se fije en tan pequeños lunares, sobre todo cuando se trata de una composición donde los resplandores y las excelencias no tienen número; ubi plura nitent in carmine, non ego paucis offendar maculis, como sienta el profano.

—Por lo mismo que la composición es tan superior —contestó Antonio, no quisiera yo que en ella quedase un solo punto flaco por donde la crítica pudiera meter el diente. Pero ya que es de escasa importancia que el refajo sea de bayeta o de franela, canto la palinodia y retiro mi censura.

—Yo soy —dije yo—, quien tiene que hacer una censura moral y aun una advertencia y súplica al señor Miguel. No apruebo esas amenazas contra Currito Antúnez, y suplico al señor Miguel que no renueve en esta casa la historia de Polifemo y Galatea.

—No conozco esa historia —dijo Miguel.

—Quiero decir —proseguí—, que le suplico y espero de su prudencia que ponga freno a los ímpetus celosos y no derrengue al malagueño. Vea si buenamente le puede birlar la dama, y si no puede, aguántese y deje vivir en paz a los enamorados.

—Así lo haré, porque ustedes se empeñan, señoritos, aunque sus trabajos me ha de costar.

—Ya se yo que vencerse a sí mismo es harto difícil; pero mayor será la gloria del vencimiento si el señor Miguel lo consigue.

A este punto llegábamos de nuestra conversación, cuando el mismo Currito vino a interrumpirla, proponiéndonos que fuésemos a almorzar juntos con él. Así lo hicimos, trasladándonos al comedor, donde almorzamos y donde ya verá quien leyere el siguiente capítulo, de qué modo santificamos la fiesta, porque es de saber que era domingo aquel día.

VII. Ejercicios literarios

El comedor de la casa de huéspedes era magnífico, para lo que se usaba entonces en aquella clase de establecimientos. Había cuadros en litografía, de Chactas y Atala, y del Gonzalo de Córdoba de Florián; bastantes sillas, una mesa grande de nogal en medio, y debajo de la mesa un brasero con mucho cisco. Cada estudiante almorzaba cuando mejor le parecía. La comida y la cena eran las que se hacían siempre en comunidad.

Luego que Currito, Antonio y yo almorzamos, y aquel día fuimos los últimos, se levantaron los manteles y a poco entró Finuras, y con Finuras el teólogo don Claudio y otros cuatro o cinco estudiantes de los más aplicados, prontos todos a tomar parte en los ejercicios literarios, que no sólo en los días de trabajo, sino en los de fiesta y asueto, se solían celebrar en aquel recinto. El libro que allí se estudiaba era uno muy breve y compendioso, pero que encierra en sí todos los decretos del destino y todos los caprichos de la suerte; libro admirable, siempre nuevo y siempre el mismo; libro lleno de imágenes iluminadas y tan expresivas, que hablan al corazón; libro, en suma, que los aficionados no se cansan nunca de hojear, aunque sólo tiene cuarenta hojas.

Uno de los estudiantes indicó el título del libro, diciendo a voces al entrar en el comedor:

Arma virumque cano, la baraja traigo en la mano. Troia qui Primus ab oris; vamos a jugar, señores.

—El tapete, el tapete —exclamó otro.

—Aquí está el tapete —dijo Rafaela saliendo de una alcoba inmediata, de donde había tomado la manta de la cama, que era de las finas de Morella, y que extendió sobre la mesa con primor y agrado.

—Vamos, a ver si se arma la timbirimba —decían los impacientes.

—Señores —dije yo—, cachaza, cachaza, y, sobre todo, cortesía. Seamos galantes y no empecemos la función antes de que vuelvan las señoras, que han ido a misa, según parece.

—Tienes razón —dijo Currito—, aguardemos a las señoras, tanto más cuanto que vendrá con ellas quien talla; vendrá con ellas el experimentado don Pedro, que sirve de tutor y de maestro a toda la juventud e inocencia que aquí se reúne. Yo no me divierto si no gano el dinero a don Pedro: mientras no venga no puedo divertirme.

—¿Quién es ese don Pedro? —preguntó Antonio.

—Don Pedro —contestó Currito Antúnez—, es el usurero más famoso del mundo, que vive pared por medio de nosotros, y que es tan aficionado a jugar que aventura su dinero tallando, a pesar de lo mucho que le estima, y aunque tiene modo de ganarle más breve y menos arriesgado. Presta sobre prendas. Da napoleones por duros que le han de devolver, y por cada duro cobra mensualmente dos reales de interés y nada más. Las mujercillas y la gente pobre le aborrecen de muerte. No saben agradecerle que las saca de apuros; pero los estudiantes le queremos bien porque es hombre de amena conversación, corriente y campechano, y aunque a veces nos desuella vivos, al fin nos socorre, sea como sea; y luego su mujer, doña Dolores, es tan amable, que por ella perdonamos a don Pedro cualquiera mala partida, y eso que las tiene, como suele decirse, de clérigo mulato.

—Don Pedro —añadí yo— es un sujeto muy singular. Suele perder jugando mucha parte de lo que gana con la maldita usura; pero no sabe contenerse, el juego es su pasión.

—No, a buen seguro —replicó Currito—, que él se arruine. Por mucho que pierda jugando, siempre gana, prestando, quince veces más. Y luego ¡tiene tan cubierto el riñón! Ya supo él hacer su agosto cuando fue vista de la aduana de Málaga, hace diez o doce años. Pero chitón, que llaman a la puerta y viene ahí nuestro hombre con las señoras.

Fratres —dijo entonces el teólogo don Claudio—, propongo una cosa antes de que lleguen las señoras, porque delante de ellas me causaría cierto sonrojo proponerla; propongo que cada uno de nosotros apronte una peseta y que enviemos a Merengue a la pastelería suiza por unos pastelillos y unas botellicas de Jerez; vinun laetificat cor hominum.

—Aprobado, uti rogas —dijeron todos.

—¡Hola, Merengue! ¿Dónde está Merengue?

En esto las señoras y don Pedro habían ya subido la escalera y entraban en el comedor.

—Buenos días, señores; buenos días —dijeron unos y otros.

—Largue usted una peseta para vino, señor don Pedro —dijo Currito.

—¡Qué vino ni qué berenjenas!, hombre, si acabo de almorzar.

—Ya hará usted ganas más tarde; vamos —insistió Currito—, largue usted una peseta; los caballeros han de ser rumbosos.

Don Pedro no tuvo más remedio que largarla, aunque poniendo muy mala cara.

Merengue, que venía detrás de las señoras como de escudero, recibió la colecta y se dispuso a ir a comprar los pasteles y el vino, no sin hacer antes la juiciosa observación, que fue aprobada por unanimidad, de que el Jerez de la pastelería no era mejor y era más caro que el de cualquiera otra ermita de lo fino.

—Pues que lo compre —dijo el teólogo—, in tabernaculo suo.

—Así lo haré —respondió Merengue, y salió muy listo a cumplir con su comisión.

—Ea, señor don Pedro, póngase usted a tallar y entretenga a estos muchachos —dijo doña Francisca.

Y don Pedro se sentó, sin hacerse mucho de rogar, y todos se sentaron en torno de la mesa, acertando Antonio a colocarse entre doña Dolores y doña Mariquita, que se quitaron las mantillas y se las dieron a Rafaela para que las llevase allá dentro.

Doña Francisca hizo lo mismo y se colocó a mi lado, tomando a Palomo, en las faldas.

El juego que allí se jugaba ya habrá adivinado el lector que era el del monte. Los intereses que se atravesaban allí no parecerán considerables a muchas personas; pero todo es relativo, como decía don Hermógenes, y nosotros, aunque riquísimos de poesía, éramos entonces muy pobres de metales preciosos.

Don Pedro puso 30 duros de banca, y suponiendo que entre todos los puntos o apuntes que allí estábamos hubiese otros 40 o 50, se puede calcular y afirmar que no pasaban de 1.500, a lo más 1.600 reales de vellón los caudales que se aventuraban, lo que podemos llamar el capital circulante.

Los jugadores no éramos pocos, sin embargo. Antonio, don Pedro, Currito Antúnez, otros cinco o seis estudiantes, las tres damas y yo estábamos sentados a la mesa. Había además otros jugadores extravagantes, como eran Miguel y Merengue, el cual, después de cumplir su comisión, tomó parte en el juego, prevaliéndose de la democracia práctica y patriarcal que reinaba entre nosotros. Pero ni Merengue ni Miguel se sentaron a la mesa por ciertos respetos. Finuras tampoco se sentaba para estar más al cuidado de las damas, servirlas e ir como mariposa de ésta a aquélla. Y por último, tampoco se sentaba el teólogo don Claudio Benítez para no empeñarse demasiado con el juego, olvidando las obligaciones. Qui amat periculum in illo perit, decía él, y con esta reflexión se apartaba del juego, o no comprometía en el juego sino dos o tres pesetas, poniendo toda su atención y cuidado en los pastelillos y el vino.

Este elegante y espléndido agasajo circulaba en dos bandejas: el Vino en una, servido en copas y en otra los pastelillos, y presentado todo a las damas por Finuras, y a los hombres por Merengue o por Miguel.

Si yo estuviera aquí fantaseando a mi antojo una historia fingida, tal vez podría acusarme el lector de que hasta ahora no ha sucedido nada, acostumbrado como debe de estar a que sucedan en las novelas desde el comienzo los lances más inauditos, pero yo me debo disculpar con que esto no es novela más que en el título, siendo en el fondo verdadera historia, en la cual quiero y debo ir con pausa, reposo, relatando hasta los ápices más diminutos, importantes todos, a mi ver, a la perfecta inteligencia y conocimiento de mis personajes y de los casos y peripecias que les ocurran.

Digo, pues, que todos estábamos jugando al monte como unos benditos, y que el piscolabis nos iba poniendo comunicativos y regocijados.

Currito Antúnez, que presumía de gracioso, lanzaba puyas contra el teólogo. El teólogo se amostazaba y le negaba la gracia, diciéndole: scimus gratiam non omnibus hominibus dari. Miguel y Merengue ganaban y se mostraban contentísimos de ello. Don Pedro perdía y sudaba, porque siempre que perdía le entraba, quiero decir, le salía un sudor extraño. Los otros estudiantes alborotaban a más no poder, y Finuras hacía y, decía de las suyas, esto es, hacía y decía finuras, dirigidas las más a doña Dolores, la cual, según noticias fehacientes, se le había mostrado benigna, dulce y alegre cuando Dios quería, y desde fines del anterior año académico le había vuelto la espalda y le había dicho: «si te vi, no me acuerdo.» Pero Finuras no dejaba por eso de decirlas y hacerlas, apellidando a doña Dolores, causa eficiente de todos los suyos, con otros rendimientos, conceptos, quejas y suspiros de amor.

La única vez en que había estado algo más amargo con ella fue cierto día en que se hacían charadas, y le propuso la siguiente para que la adivinase.

—Mi primera y mi segunda son lo que es usted; mi tercera es lo que usted me dice, y todo lo que yo padezco.

Ni doña Dolores ni nadie pude entender el enigma del alpujarreño, el cual se atrevió a explicarle de esta suerte:

—Mi primera y mi segunda es infier, que es lo que es usted; mi tercera es no, y el todo, el infierno en que yo vivo.

Hubo algunos sujetos descontentadizos que no daban la charada por válida, suponiendo que infier se escribe con l, pero doña Dolores no cayó en la cuenta ni prestó atención a aquellas sutilezas ortográficas, manifestándose algo cumpungida del acento con que explicó Finuras la charada y del profundo sentido que en ella había. Aquella efímera piedad se disipó, con todo, rápidamente, y huyó del alma de doña Dolores como nubecilla de verano, dando lugar de nuevo a la más cruel indiferencia.

En aquella ocasión la indiferencia era mayor aún. Doña Dolores no hacía caso alguno de Finuras, toda absorta en la contemplación de Antonio, el cual, como ya hemos dicho, se había entreverado e ingerido en medio de ella y de la linda Mariquita. Pero la pobre doña Dolores pagaba con usura entonces lo que había hecho padecer al alpujarreño.

En vano había tratado de enredar conversación con Antonio; en vano había echado con él dos vacas de a duro, que, para que todo fuese desgracias aquel día, habían berreado ambas en un abrir y cerrar de ojos, y en vano desplegaba toda su amabilidad y todos sus encantos más o menos morales; Antonio apenas la miraba ni la atendía. Antonio no hacía más que mirar y atender a doña Mariquita. En medio del bullicio que allí reinaba, doña Dolores, hallándose tan cerca, podía oír y oía con envidia, si no con celos, el entrecortado, aunque animado coloquio de mi amigo y de la joven pupilera.

Olvidado Antonio de que le miraban todos y se sonreían, jugando y perdiendo maquinalmente algunos duros, y fijas todas sus miradas en doña Mariquita, le hablaba de esta suerte:

—¿No vio usted desde el primer momento en que le hablé que me había usted enamorado; que este amor que la tengo es más vivo, más verdadero, más noble que eso que el vulgo llama amor, profanando este nombre? ¿Piensa usted que la digo esto como se lo diría a otra mujer cualquiera, sin sentirlo y para engañarla?

—Por Dios, señor don Antonio, no hable usted de estas cosas; todos nos ven y nos oyen, y se ríen de usted y de mí.

—Pues dígame usted que me quiere.

—¿Y cómo he de decirlo, si no es verdad?

—¿Qué le he hecho yo a usted para que no me quiera?

—Nada; ni para que le quiera tampoco.

—Pues bien, haré lo que usted me mande.

—Entonces cállese usted, cállese, por su vida.

—¿Y qué le importa a usted que yo hable? ¿Qué le importa que todos sepan que la amo?

—Me importa.

—Entonces, déjeme usted que la hable donde no nos oigan ni nos vean. Yo necesito hablar con usted.

—No es posible.

—Usted quiere matarme.

—No; lo que quiero es curarle, curarle de ese capricho.

—¿Capricho llama usted a una verdadera pasión?

—Cállese; mire a mi tía cómo cuchichea con su amigo don Juan y se burla de nosotros.

—¿Y qué tengo yo que ver con su tía de usted? ¿Conque no quiere usted concederme una audiencia?

—No soy reina.

—Lo es usted de la hermosura.

—¡Triste hermosura la mía!

—¿No quiere usted decirme dónde y cuándo la podré ver a solas?

—No.

—¿Me permitirá que la escriba?

—Le suplico, por amor de Dios, que no lo haga; le suplico, por todo lo más santo que pueda haber en el mundo, que me deje tranquila.

Tales fueron las palabras que entre Mariquita y Antonio se cruzaron, interrumpidas a veces por las que ellos mismos pronunciaban para atender al juego, y confundidas con las conversaciones de los demás, entre cuya confusión y alboroto sobresalía la voz de bajo de don Pedro, diciendo: «vino la sota, entrés, elijan, ganarán», y otros vocablos técnicos de la propia laya.

Antonio, entretanto, al oír el último ruego de aquella mujer, y al notar que le hacía dando a sus palabras una vehemente expresión de angustia, se quedó pensativo y caviloso, y aunque de vez en cuando hablaba aún con doña Mariquita, no volvió a hablarle de amor delante de aquella gente.

Hablar a solas era imposible en aquella casa tan concurrida y estando, como estaba doña Mariquita, siempre en medio de todos. Hablar a solas no era posible sino previa una cita que ella no quería dar a Antonio. Por lo cual meditaba éste con todo detenimiento en escribir cartitas amatorias, y hasta trazaba y redactaba mentalmente una, mientras seguía jugando, cuando aconteció lo que se dirá en el siguiente capítulo.

VIII. Segundo Don Juan Tenorio

Digo, pues, que si bien Antonio no continuaba su coloquio con Mariquita, todavía la miraba como suspenso y extático, y, aunque no era corto de vista, se acercaba cada vez más para mirarla y recrearse en su visión y contemplación.

Doña Mariquita era la única persona de la concurrencia que no parecía que se percataba de miradas tan expresivas y de la atracción que estaba ejerciendo. Los demás todos tenían algo que decir, que reír o que censurar de aquel súbito enamoramiento, que ellos daban por cierto.

—Mire usted a su amigo —me decía doña Francisca—; mire usted cómo se le encandilan los ojos. Vamos, es una imprudencia. Yo no me asusto de nada; vivir para ver, hijo, y harto he vivido y he visto ya en el mundo. Curada estoy de espanto; pero, francamente, su amigo de usted gasta poco disimulo; es un compromiso andando. «Quiéreme, pero quiéreme con prudencia», le diría yo, como le decía una amiga mía a su marido.

—Pero, señora, ¿qué hace Antonio, ni qué escándalo da, ni a quién compromete?

—¡Ay!, señor don Juan, ¿con que usted no sabe que hay moros en la costa?

—¿Y qué moros son ésos?

—Qué moros han de ser, sino que desde la última noche de San Juan, que todo ha de suceder en esta negra noche, es perseguida mi sobrina por el mismísimo diablo, lo cual me tiene con el alma en un hilo.

—Y no es para menos, señora. ¡Su sobrina de usted perseguida por el diablo!

—No, no hay que reírse; por el mismo diablo. Ojalá que no aparezca hoy por aquí.

—Ojalá que no aparezca.

—Créame usted, señor don Juan, si él llegase a venir y viese a don Antonio juntito a ella, se armaría un aquí fue Troya, una trifulca de las más tremendas.

—Pero, ¿quién es ese diablo? ¿Quién es ese moro en la costa? Hasta ahora no me lo ha explicado usted.

—¡Válgame Dios, y qué noche de San Juan aquélla! Estábamos en el paseo de lo Bomba en punto a las doce. Las muchachas solteras, que sentían comezón de bodorrio, mojaban la cabeza en la fuente milagrosa, a ver si por este medio les soltaba un novio que ni pintado. Y de repente le soltó ese demonio a mí sobrina, sin que mi sobrina mojase la cabeza, y, sin que con ella rezase lo que del milagro se refiere, porque mi sobrina es viuda, y el milagro es para las solteras nada más.

Currito Antúnez, que estaba sentado al otro lado de doña Francisca, y que oía la conversación, dijo entonces, tomando parte en ella:

—Usted y su sobrina tienen la culpa de que ese diablo les atormente. ¿Hay más que plantarle en la del rey y no mirarle ni hablarle nunca?

—Fácil sería eso —replicó doña Francisca— con otro hombre que entendiese las razones; pero don Fernando es atroz. Si yo le dijese: «¡Ea! Largo de aquí, que me estorba», sería capaz de sacar la navaja y abrirme en canal como quien abre un cerdo, con perdón sea dicho.

—Usted es quien ha de perdonar —repuse yo; y Currito dijo:

—Pero doña Mariquita, ¿por qué no le desengaña? ¿Por qué no le despide? Tal vez a ella no le parezca tan diablo como a usted. Tal vez a ella le pete.

—Eso quisiera él —dijo doña Francisca—; pero no se hizo la miel para la boca del asno.

—Pues entonces, ¿Cómo es que doña Mariquita no le despacha con viento fresco?

—Porque es temible —añadió doña Francisca—. ¿No saben ustedes que se dice que tiene seis o siete muertes sobre su conciencia?

—¡Ave María Purísima! —exclamé yo, entre burlón y receloso.

Algo había yo oído hablar del tal don Fernando, mayorazgo pobre, que había hecho, medio por necesidad, medio por afición, el oficio de contrabandista, yendo a Gibraltar por tabacos y percales, y que lograba alta fama de baratero, ternerón y perdonavidas. Temía yo, por consiguiente, que llegase a perdonársela a Antonio. A Antonio, que no gustaba de vivir de favor, y era posible que enredase con el otro una pendencia.

Mientras hacía yo estas reflexiones, los demás de la reunión, aunque seguían jugando, no dejaban tampoco de hacerlas, y hasta se dirigían a Mariquita y a Antonio con mal embozados chistes.

—Vamos, vamos, don Antonio —dijo don Pedro—, y cómo se explica usted. Bien se puede asegurar que este año sacará usted la nota de sobresaliente.

—Como que habrá una doctora in utroque que se la dé —añadía un estudiante, aunque algo entre dientes, porque la seriedad de Antonio no consentía que los jocosos y facetos cobrasen alas.

—Es indudable, es seguro —dijo la despreciada doña Dolores—, don Antonio será sobresaliente.

Pero Antonio, que era un bendito en punto a equívocos, no entendía más sino que criticaban sus miradas de entonces y sus pasados coloquios, y que le elogiaban irónicamente porque sobresalía en enamorar a las buenas mozas.

Doña Mariquita oía toda la conversación como quien oye llover, y, de vez en cuando, apuntaba su pesetilla.

Antonio seguía perdiendo todo lo que jugaba; don Pedro le dijo:

—Afortunado en amores, desgraciado en juego, amigo mío.

—En ambas cosas soy poco dichoso —respondió Antonio.

—¿Cómo poco dichoso? —prosiguió don Pedro—. ¿Apenas llega y ya quiere?... Haga méritos si puede.

—No se ganó Zamora en una hora —dijo Finuras, sin saber precisamente lo que decía; pero, no bien lo dijo, llamaron a la puerta de la calle con un fuerte campanillazo, y Currito Antúnez exclamó:

—Atención y sonsoniche, que ahí está Vellido Dolfos.

Antonio, a pesar de ser distraído y novel, iba ya trasluciendo algo de lo que decían y daban a entender, y estaba medio turbado, medio amostazado, sin saber si le convenía incomodarse y de qué, o si le convenía contestar con bromas, aunque no tenía ganas de ellas, o si haría mejor en imitar a Mariquita en su impasibilidad y en su silencio.

Entretanto, habían abierto la puerta y se oían en la escalera pasos firmes y pausados, algo parecidos a los que se oyen en el teatro antes de que salga el convidado de piedra.

—Ahí está el amo de las cargas —decían unos.

—Pues se va a cumplir el refrán —añadían otros— de que quien fue a Sevilla perdió su silla.

—Nombran al ruín de Roma, y al punto asoma exclamó Merengue.

Antonio y Mariquita seguían impasibles y como si nada escucharan.

Sólo Miguel, ya algo cargado, dijo riéndose, con risa que en aquellos tiempos de romanticismo hubiéramos llamado sardónica:

—¿Qué tarasca del día del Corpus va a salir aquí, que tanto estruendo se arma?

La tarasca, esto es, la persona a quien con este dictado se designaba, no le oyó sin duda; pero, no bien hubo Miguel pronunciado aquellas razones, cuando apareció en el dintel de la puerta como evocada por un conjuro.

—A la paz de Dios, señores —dijo con voz ronca, reposada y de terne.

—Él le guarde —respondieron todos.

—Buenos días, don Fernando —dijo don Pedro.

—Ecce homo devorator, bibens multum vinum et amicus publicanorum —añadió el teólogo.

—Ya le he dicho a usted, so peal, que no me saque latines —dijo don Fernando, todavía en la puerta y sin quitarse de la cabeza el sombrero calañés.

El teólogo no replicó. Antonio le miraba de hito en hito. Doña Mariquita ni había vuelto la cara para mirarle. Ella y Antonio estaban de espaldas a la puerta por donde aquel guapo se presentaba.

Era éste un hombre, al parecer de más de treinta años, alto, seco, y robusto. La cara, tostada del sol y del aire; el aspecto y los modales, entre los del caballero y los del jaque y del truhán, mezcla que rara vez se nota sino en Andalucía, donde hasta los truhanes tienen algo de caballero; su mirar era provocador, y su postura, de torero que recibe el bicho.

Tenía el pelo encrespado y unas patillas de boca de hacha, que, por lo pomposas y pobladas, parecían sendas matas de albahaca menuda. Llevaba su capa con vueltas de terciopelo carmesí y broches de plata fina, que figuraban dos leones, y venía vestido de una rica calesera, de un chaleco de terciopelo azul y de una faja de seda roja. El pantalón era gris y las botas, de charol, como las de un elegante madrileño.

Nuestro hombre se quitó el sombrero con dos dedos y con mucha gracia, y le puso en una silla. Luego tomó otra y se fue flechado adonde estaba doña Mariquita.

—Buenos días, resalada —le dijo—. A ver, camaradilla, hágame usted un ladito cerca de esta persona —añadió dirigiéndose a Antonio.

Antonio puso cara de vinagre al oír tales palabras, y se quedó mirando con descaro a su interlocutor sin contestar ni una sola.

—Hombre, haga usted lado —prosiguió don Fernando—. Tenga usted misericordia y Dios se lo pagará y las ánimas benditas.

Antonio entonces, imaginando que aquel era el amante favorecido de la pupilera, la miró de alto a bajo y la reputó más pupilera que nunca. La diosa ideal que había soñado, se le voló al último cielo. El desprecio se pintó en la cara de Antonio, y Antonio hizo lado, separando su silla de Mariquita. Todos los circunstantes sonrieron con desdén. Miguel y yo nos mordíamos los labios de despecho. Yo no sé lo que notó, ni lo que sintió, ni lo que pensó entonces Mariquita; pero es lo cierto que con naturalidad y con ligereza increíbles acercó su silla a la de Antonio, que estaba a su izquierda, y, abriendo lado a la derecha, dijo a don Fernando:

—Aquí tiene usted donde sentarse.

—Gracias, prenda —dijo éste con sorna, y acercó su silla y se sentó con mucha pausa. Sacó luego dinero y se puso a jugar con los otros, encendiendo primero un cigarro como una tranca y echando bocanadas de humo que daban a doña Mariquita en la cara y que le hacían toser.

—Caballero —dijo Antonio—, a esta Señora le incomoda el humo.

—¿Es usted su médico?

—No, señor; pero veo que le incomoda el humo, y usted se le echa en la cara.

—Yo no se lo echo; él se va, el viento se lo lleva. Si me hubiera sentado donde está usted no llegaría el humo.

—Es verdad —dijo doña Mariquita— y puesto que don Antonio no fuma ahora lo mejor será que cambien ustedes de asiento. ¡Qué se ha de hacer! Don Fernando, usted dispense; tengo muchos melindres, soy por demás delicada.

Don Fernando, que si bien era el hombre más crudo de toda Andalucía, ponía singular empeño en mostrarse cortés con las damas hasta donde podían alcanzar sus ideas en punto a cortesía, se levantó con mucha obediencia, y hasta con humildad, para hacer el cambio de asientos. Antonio hizo lo propio y ambos se volvieron a sentar, cada uno a un lado de doña Mariquita.

Verificada esta operación, todos los circunstantes empezaron a perder el recelo de que se turbara la paz en aquella casa; pero la opinión y crédito de Antonio no quedaron muy bien parados. No había uno, ni yo siquiera, lo confieso, que allí en su interior no imaginase que Antonio se había pasado de prudente y sufrido. Muchos, sin duda, habían atribuido a cobardía y, amilanamiento la docilidad con que Antonio hizo lado al terrible don Fernando. A no haber sido por la prontitud y generosidad con que Mariquita acercó su silla a la de Antonio, éste hubiera hecho, en opinión de todos, un tristísimo papel.

Pensamientos muy parecidos debieron de acudir entretanto a la mente de Antonio, asaltándola y atormentándola de mil maneras. Aquella doña Mariquita llena de perfecciones; aquella doña Mariquita, ideal y celeste, que se había borrado y disipado por un instante de su imaginación, hubo entonces de aparecérsele de nuevo.

—¿Por qué no ha de amar —diría Antonio allá en el fondo de su alma—, por qué no ha de amar una mujer de corazón y de inteligencia a este hombre, que es atrevido y hermoso, y que no parece de menguado entendimiento, aunque rudo?

La valentía y la varonil hermosura son las dos prendas que más enamoran a las mujeres, y este hombre las tiene ambas.

¿Qué pensará de mí, en cambio; de mí, que la requebraba cuando este hombre no estaba a su lado, y ahora que lo está me callo como medroso y abatido?

Tales cosas y no otras pensaría Antonio, indudablemente, porque yo le miraba y leía los pensamientos en su cara, la cual, ora se le paraba pálida con la ira, ora colorada por la vergüenza. Las sonrisas y los secretitos burlones seguían al mismo tiempo para mayor mortificación del amor propio de su amigo.

De repente, Antonio se calmó o fingió calmarse, y empezó a reír y a embromar como si nada hubiese pasado. Después se puso a mirar a doña Mariquita con el ahínco y la ternura del galán más rendido. No le hablaba de amor; pero siempre que don Fernando se ponía a hablar con ella, intervenía en el coloquio con una pregunta o con una broma que obligaba a doña Mariquita a interrumpirle.

Don Fernando se hizo diversas veces el indiferente y el disimulado; pero las interrupciones y las injerencias en su conversación menudeaban de tal suerte, que, no pudiendo atribuirlas al poco mundo de Antonio, empezó a recelar que pudiesen ser efecto de socarronería y de malicia. Dudaba aún, sin embargo, por que tenía tan alta opinión de sí propio y del respeto que inspiraba que se le hacía cuesta arriba el concebir la más leve sospecha de que un barbilampiño se atreviese a burlarse de él. Mas, a pesar de esta consideración, don Fernando iba ya perdiendo la paciencia y hasta los estribos, y bien se le conocía la mal encubierta rabia en la forma y en los movimientos tempestuosos con que fruncía el entrecejo y con que se revolvía en la silla.

Los circunstantes, previendo alguna peripecia, jugaban casi en silencio y prestaban más atención a las fisonomías de los tres principales actores de aquella escena que al juego de los naipes. Todos sabían la endiablada condición de don Fernando, su costumbre de ir siempre armado de navaja y el ningún miramiento con que la sacaba y tenía a raya a la gente cuando él imaginaba que era menester hacerlo; pero sólo Miguel, maestro de Antonio en el manejo del puñal, y yo, que era su antiguo amigo, sabíamos que Antonio llevaba siempre en el bolsillo un cortaplumas de a tercia, y que sabía darle aire como mozo de chapa; así es que todos temían que Antonio llevase un susto y quedase arrinconado y vencido; sólo Miguel y yo temíamos un lance de honor de los más formales.

Antonio, decidido ya a provocar la ira de aquel guapo, dijo a doña Mariquita:

—¡Qué lindas flores lleva usted en la cabeza! Quiere usted darme una?

Doña Mariquita, entonces, como si fuera la cosa más natural del mundo y la menos comprometida el que Antonio desease una flor y el que se la diera ella, se quitó del pelo el ramillete que estaba asido de una horquilla, cortó con sus blancos y menudos dientes el cabo de una de las flores y se la dio a Antonio. Hizo luego otro tanto con otra flor, y ya se la iba a dar a don Fernando, cuando este se levantó fuera de sí, y encarándose con Antonio:

—Chaval —le dijo—, si no quieres que te muela los huesos y que te haga polvo entre mis manos, no vuelvas a hablar ni a mirar a esta niña, que corre por mi cuenta.

Antonio se levantó no menos rápidamente que don Fernando, de modo que escuchó aquellas palabras puesto ya de pie y enfrente de quien se las decía; pero doña Mariquita se había levantado también, y estaba en medio de los dos. A Antonio le había hecho retroceder hasta una mesita que servía de aparador; a don Fernando le había empujado hacia la puerta, por donde se entraba viniendo de la calle. Todo esto fue instantáneo, súbito, repentino como el pensamiento. Los casos que se siguieron aún fueron más rápidos. Imposible sería que yo prestase su rapidez a su narración.

Declarada la guerra por don Fernando con una fórmula tan brutal, Antonio agarró del aparador una botella, ya vacía por fortuna, y la disparó a la cabeza de su contrario. Así comenzaron las hostilidades. Doña Francisca y doña Dolores dieron un chillido agudo, y, todas las interjecciones sucias que hay en nuestro idioma, salieron simultáneamente de boca de todos los estudiantes allí congregados, y acompañaron el vuelo de la botella. Don Fernando bajó la cabeza y la botella fue a hacerse mil pedazos contra la pared. Don Pedro cogió su dinero y se lo guardó en el bolsillo con no vista presteza. Los demás jugadores le imitaron en esto. Enseguida arrimaron la mesa más hacia la pared, como para abrir campo a la riña, y se quedaron parapetados detrás de ella. Yo hubiera querido saltar, pero doña Francisca me tenía con toda su fuerza y yo no acertaba a desasirme. Merengue, lleno de susto, había venido a esconderse detrás de todos. Sólo quedaron en la arena los dos combatientes y doña Mariquita y Miguel, el cual más parecía apercibirse a ser juez de duelo, que a cortarle o impedirle. Lo único que hizo Miguel, al ver armado aquel alboroto, fue echar mano a la manta que servía de tapete y dársela a su amo para que le sirviera de escudo.

Don Fernando cerró la puerta, se lió la capa al brazo izquierdo y sacó y abrió la navaja. Temeroso y estridente ruido hicieron las sietes muescas del muelle o virola.

En aquel punto, estando arrinconados nosotros en un extremo del comedor, don Fernando, casi contra la puerta, como cortándonos la retirada y como dispuesto a matarnos a todos, con semblante amenazador y con miradas de fuego, se parecía al iracundo e implacable Ulyses, que iba, después del festín, a matar a los pretendientes de Penélope, armado del arco poderoso, que él sólo sabía y podía tender con su robusta diestra.

A Antonio no sé a quién compararle, porque estaba hermosísimo con el resplandor que ponía la cólera en su cara. También él se lió la manta al brazo, también sacó su magnífico puñal, y, tirando la vaina al suelo, hizo relucir la brillante hoja. Iba va a arrojarse sobre su contrario, cuando Mariquita le echó los brazos al cuello para detenerle.

Antonio la apartó de sí con tal brío, que casi la derribó en el suelo. Miguel se lanzó sobre ella para detenerla y para que de nuevo no se interpusiese. Miguel quería que su amo castigara la insolencia de aquel atrevido. Miguel quería que riñeran ambos, y abría campo y allanaba dificultades para la riña.

En efecto, ambos avanzaron y ambos iban ya a caer el uno sobre el otro, con inaudita furia, cuando doña Mariquita, con una agilidad increíble, burlando la previsión de Miguel y sin temor de la muerte, se metió entre los aceros, se interpuso nuevamente y abrazó, como desesperada, el cuerpo de Antonio, estrechándose a él con tal brío y de tal modo, que con el bellísimo rostro casi tocaba su cara, encendiéndola y perfumándola con su agitado y puro aliento, mientras que le servía de defensa y amparo.

Todo lo que va referido fue obra de un minuto; pero este minuto bastó para que yo pudiera desasirme de doña Francisca y saltar por cima de la mesa, con intenciones menos belicosas que Miguel, a ver si lograba restablecer la tranquilidad y la paz. Otros estudiantes me siguieron con el mismo propósito; pero fue inútil. Aquel jaque no entendía de razones, ni consentía que nos acercásemos sin riesgo cierto de perder la vida. Estábamos desarmados, y él trazaba en el aire círculos y figuras con que nos apartaba de sí.

Ardiendo, por último en celosa ira al ver enlazados a Mariquita y a Antonio, se arrojó sobre ellos, con la decisión de asesinarlos a ambos. Antonio, fuertemente oprimido y estrechado por ella, ni la podía defender, ni podía defenderse.

Para separarme a mí y para esperar a otros estudiantes que detrás de mí estaban con ánimo de calmar aquella furia, don Fernando seguía haciendo firmas y rasgos en el aire con su navaja. Así se acercó a Antonio y a Mariquita. Confieso que en aquel punto cerré los ojos lleno de horror y creí que irremediablemente, al volverlos a abrir, me los iba a encontrar muertos.

Pero Miguel, no habiendo podido contener a doña Mariquita para que la riña tuviese lugar sin estorbos y según todas las reglas, y notando que aquello iba ya a ser un asesinato y, no riña, aunque ni por esas quiso echar mano a su navaja, que mil veces aseguró después que la tenía reservada para vengar a su señorito si salía mal del lance, brincó sobre don Fernando con la destreza de un gato, le echó una mano al cuello y otra al brazo derecho, le quitó la navaja, la tiró a un lado y empeñó con él una lucha titánica a brazo partido, de la cual logramos separarlos al fin.

Don Fernando estaba confuso, sin saber lo que le pasaba, dudando aún de que hubiese un hombre en el mundo de tanto valor y de fuerzas tan extraordinarias que sin armas le hubiese desarmado y rendido.

No llegó, empero, Miguel bastante a sazón para impedir que, al aproximarse don Fernando, navaja en mano, a Antonio y Mariquita, hiriese a ésta, aunque levemente, en el brazo. Doña Mariquita no había dado un quejido. Sólo cuando se calmó aquella tempestad, vimos que tenía llena de sangre la ropa. Su tía acudió a curarla, y hubo en la casa nuevo alboroto.

Doña Mariquita, entretanto, estaba en medio de la habitación; ella misma se había atado el pañuelo a la herida, antes de que su tía llegase, y, sin consentir en que la curaran, ni tan sólo en que la vieran, levantó la voz y con rostro severo dijo de esta suerte:

—Señor don Fernando, ahora mismo va usted a salir de esta casa para no volver a poner los pies en ella. Ni yo corro por cuenta de usted ni por la de nadie. Yo soy libre, me pertenezco, nadie tiene dominio en mi corazón. No es mi corazón prenda que se gana a navajazos, ni que por fuerza se guarda ni se defiende. Salga usted de mi casa, le digo.

Y lo dijo, en verdad, con imperio tan soberano y con tan noble energía, que el terrible don Fernando tomó su sombrero, hizo un saludo, y, todo avergonzado, volvió la espalda para irse sin replicar una palabra. Tardó, empero, lo bastante en desaparecer, para que no dejase de oír que doña Mariquita, encarándose con Antonio, proseguía así su discurso:

—Y usted, caballerito, busque por ahí, que no faltarán en Granada, mujeres en cuyos amores pueda distraer su curiosidad y dar pábulo a sus ensueños poéticos. Yo ni le quiero a usted ni querré nunca a nadie en el mundo.

Esto dijo, y, sin esperar contestación de Antonio, se retiró a su cuarto, donde fue su tía a ponerle en la herida yo no sé qué bálsamo y un poco de tafetán inglés.

Antonio se quedó muy mohíno. Los jugadores de fuera de casa se largaron, haciendo comentarios; Rafaela, como si tal cosa, vino a poner la mesa, porque ya iba siendo hora de comer, y todo volvió al statu quo ante bellum.

IX. Más desengaños

Mohíno y melancólico en demasía quedó mi amigo Antonio desde que oyó la sentencia y el firme acento con que doña Mariquita le había desahuciado. Habían sido tan claras y terminantes sus palabras, que no le parcela a Antonio que pudieran interpretarse como inspiradas por el disgusto de un momento, y las creyó nacidas de una resolución constante y duradera, cuando no invencible. Sin embargo, y como siempre acontece, el alma, aun encerrada con su dolor en la cárcel más lóbrega y sin salida, halla un pequeño resquicio, por donde puede entrever un rayo luminoso de esperanza. Antonio recordaba los abrazos de doña Mariquita, su valor, su agitación, su empeño en impedir el combate entre él y don Fernando, y no acertaba a explicarse o no quería persuadirse de que los sentimientos de compasión o de caridad al prójimo hubieran sido bastantes a mover con tan vivo y generoso impulso el corazón de una mujer. Tentado estaba a veces de atribuir a una afición involuntaria, instintiva; a una afinidad simpática, de que la misma Mariquita no se daba razón, aquel interés que mostró ella durante la riña, y aquella predilección irreflexiva con que se fue a él, y no a don Fernando, para evitar que se hiriesen o matasen. «Pero tal vez —añadía allá en su interior—, tal vez se vino a mí para ampararme, no porque me quisiese más, sino porque me creyese más débil. Tal vez no echó los brazos al cuello de don Fernando y los echó al mío, considerándome más fácil de sujetar y contener, y más necesitado de auxilio.

De esta suerte cavilaba Antonio y batallaba consigo mismo, haciéndome partícipe de sus tristes pensamientos.

Yo trataba de consolarle y de disuadirle de lamentar con tal ahínco los desvíos de doña Mariquita. Se la pintaba como una mujer caprichosa y extravagante; le daba a entender mis recelos de que había sido ella la enamorada de don Fernando, y de que, ya harta, había encontrado en la riña una buena ocasión para libertarse de él; y, suponía, por último, que la escena de desdén con que había dado fin al drama y despedido a ambos galanes, nada significaba en contra de uno de ellos.

—Doña Mariquita —le decía yo— vio el cielo abierto cuando Miguel desarmó y humilló a don Fernando, y comprendió que entonces, o nunca, podía despedirle sin miedo; pero si a él solo le despedía y no hacía lo mismo contigo, era dar motivo a que la rivalidad entre don Fernando y tú siguiese adelante, y era dar fundamento a que dijesen todos que le había despedido para recibirte, lo cual era comprometido para ti y para ella. Doña Mariquita ha obrado, pues, como mujer avisada y prudente, que entiende ya de estos negocios y que sabe dónde le aprieta el zapato. Ahora seguirá desdeñosa contigo una o dos semanas, y luego acabará por quererte, así que se borre algo de la memoria de todos el lance de hoy, así que pueda parecer natural y nacido, no de súbito, sino por grados y como conviene al decoro de una joven y desenfadada pupilera, el amor, o como quieras llamarle, que desde ahora, como si lo viese, te tiene preparado y consagrado en el fondo de su alma, sensible al deleite, a la juventud y a la belleza, y dulcemente herida por el que de ti piensa lograr y por aquellas cualidades que en ti reconoce. Yo no veo en doña Mariquita una mujer vulgar y de buena pasta por el estilo de su tía, como tú ves; pero no imagino tampoco, como tú imaginas, ese conjunto de maravillas, esa divinidad, ese poético y sublime fantasma. Doña Mariquita es, a lo que a mí se me trasluce, una de las hembras más finas, no lo debo negar, que en su clase y condición hallarse pueden; tiene el corazón lleno de sutilezas, enredos, caprichos y afectos alambicados; y acaso las novelas y los versos han unido a su carácter alegre y a las costumbres ligeras que ha aprendido y practicado bajo la férula y, a ejemplo de su tía cierta dosis de extravagancia y de sentimentalismo sin consistencia, en el que no debes fiarte. Toma, pues, tus amores con calma, si es que ella, como yo presumo, llega a amarte, y toma aún con más calina, frialdad e indiferencia sus desvíos, si le da la locura de seguir en sus trece de que no le gustas, y de que le importa hacer de la desamorada y de la empedernida.

Estos y otros consejos por el mismo orden di yo a Antonio la noche del domingo en que sucedieron los acontecimientos que dejo referidos en el capítulo anterior. Consejos más sanos aún y de más práctica filosofía supo darle Miguel, y Miguel y yo se los repetimos un día y otro día, por espacio de dos o tres semanas; pero todo fue en balde. Antonio no se aliviaba de su pasión, ni de su ánimo se apartaban las tristezas que llegó a infundirle el desdén de doña Mariquita.

Mi pronóstico, entretanto, no se cumplía. Doña Mariquita seguía tan desdeñosa como antes, y, lo que es peor, sin afectación alguna de desdén. Curada ya de su herida, comía y cenaba con nosotros otra vez; charlaba, jugaba al monte, nos cosía la ropa, y ni se mostraba humana de otra manera con mi amigo Antonio, ni consentía que éste se desmandase en pedir o exigir de ella afecto más vivo que el de una amiga y de patrona.

Antonio era sobrado orgulloso para que se expusiera de nuevo a recibir en público un desaire; y ya hemos dicho que a solas no era posible que la viese, sin concertarse previamente con ella.

Doña Francisca, con quien yo me las había prometido felices, queriendo quizá competir con su sobrina en rigidez de principios, me traía a mal traer y me hacía poco caso. Yo llegué a sospechar o bien que Antonio y yo éramos, los seres más desventurados, o los más antipáticos del mundo, o bien que el mundo estaba hirviendo en malas lenguas, y que cuanto se susurraba de doña Francisca y de doña Mariquita era un tejido de calumnias, porque ambas debían ser tenidas y respetadas como dos Susanas, o más aún, ya que los pretendientes de Susana fueron unos vejetes y nosotros éramos mozos y nada feos, ni lisiados, ni cacoquimios.

Entretanto, las pretensiones de Miguel habían tenido buen éxito, a pesar de Currito Antúnez. Miguel estaba en privanza con Rafaela, y, Antonio se valió de él para hacer llegar una carta a manos de doña Mariquita, por medio de la doncella; pero la carta volvió sin abrir a poder de su autor. Insistió éste en su empeño, envió repetidas veces otras cartas por el mismo conducto, y todas volvieron del mismo modo.

El único consuelo de Antonio nadie le daba celos. Don Fernando no había vuelto a aportar por aquella casa y no se presentaba ningún otro pretendiente, ni había rastro, ni señal, ni el más leve indicio de que le hubiera oculto y misterioso. Era tan fuerte esta consideración en el ánimo de Antonio, que bastaba para sosegarle un tanto y para aliviar sus pesares, hasta el punto de que pudiera cantarlos o ponerlos en verso, porque cuando los pesares pueden sujetarse al metro y a la rima, no son de los que matan, antes bien, van mezclados con cierta voluptuosa dulzura que los hace llevaderos y aun preferibles a la carencia de pasiones.

El amor de Antonio por doña Mariquita fue, en aquellos días, un abundante manantial de inspiraciones poéticas. Mi amigo compuso una infinidad de versos de todas clases, que yo guardo inéditos y que tal vez publique cuando halle editor, pues al cabo no son peores los versos de mi amigo que muchos que corren por ahí con aplauso de la gente, y tienen, sobre todo, el mérito del candor, verdad y sinceridad con que están escritos.

En prueba de ello, y para que noten y comprendan los lectores el estado de aquel alma enamorada, voy a transcribir aquí algunos de estos versos. Quizá no acierte yo con los mejores; pero acertaré indudablemente, con los más sentidos, que son de esta manera:


Cual faro divino,
me muestra, María,
tu rostro el camino
del bien que soñé.
Volar sólo ansía
el alma a tu cielo.
No cortes su vuelo;
no mates mi fe.

De amor impulsado,
mi espíritu errante,
tesoro y dechado
de inmenso valor
hallé en tu hermosura
y en esa radiante
mirada, que augura
delirios de amor:

delirios que dora
el alma y colora
de luz, y rendida
va de ellos en pos.
María, gocemos
de amor, que es la vida;
vivamos y amemos
unidos los dos.

Mas ¿por qué no llega
la dicha que espero?
¿No ves que me muero,
María, por ti?
Si tu amor me niega
el hado iracundo,
¿no ves que en el mundo
no hay bien para mí?


Con estos versos y otros por el estilo, exhalaba sus quejas Antonio, cuyos dichos y hechos viven en mi memoria y se presentan en ella, como todos los sucesos de mi primera juventud, bañados de una luz melancólica, que deleita y apesadumbra a la vez. Nuestras esperanzas, nuestros ensueños de entonces acuden de nuevo a mi alma, como un aroma de paraíso; pero me aflige el pensar, con la fría razón de ahora, las muchas simplezas que hicimos ambos cuando muchachos. ¿En qué consistirá, me pregunto yo, que cuando uno es mejor y es más generoso y está como más cerca de su celeste origen, es cuando hace más simplezas, al ponerse en contacto y comunicación con el mundo? Antonio, enamorado de doña Mariquita, componiéndole versos que es probable que parezcan malos o menos que medianos a los que no fueren, como yo, sus amigos cariñosos, y haciendo otras inocentadas, tenía un alma bellísima y nobilísima que, si hubiera podido mostrarse sin velo, hubiera pasmado al menos capaz de entusiasmo; un alma que debía estar a menudo en conversación interior y, en pláticas tiernas con los genios y los espíritus de las esferas más encumbradas, y que todo lo olvidaba, sin embargo, cuando descendía a la tierra, ya que para componer las coplillas que anteceden no es menester mucha inspiración o revelación superior. Pero no es esto lo que más lastima mi pecho: lo que más me lastima es este discernimiento crítico que Dios me ha dado para conocer las tonterías que hago y las que digo y las que dicen y hacen cuantos me circundan; porque ni yo me enmiendo, ni se enmienda nadie, y lo mismo sigue haciéndose en la edad madura que en la primera juventud. Dichoso aquel que muere temprano, antes que se le aclare la vista del espíritu y pueda columbrar la cáfila o retahíla infinita de sandeces que va haciendo y diciendo, conforme va viniendo, sin que pueda ponerles coto, ni margen, ni término, ni punto, y sin que pueda cortar el proceso y el hilo de ellas, hasta que el de la vida se le corta, consume y acaba. Dichosos también aquellos que gozan de una completa tontería inconsciente y que son tontos sin sentirlo ni averiguarlo jamás.

No era de este número Antonio, y, sobre todos los disgustos que ha tenido y que empezaban entonces, asomaba ya el de dudar de sí mismo, que es el mayor de los disgustos. Yo creo, con todo, que en lo que cabe en esta triste condición humana, Antonio era de lo mejor y más excelente posible, y espero que el afecto que siempre le tuve y le tengo aún, no la gracia y el primor de mi estilo, logre retratarle de modo que se enamoren de él, si tienen corazón, cuantas Mariquitas me lean, y que envidien la dicha de la doña Mariquita de Granada, que supo inspirarle un amor tan apasionado. Pero dejo las reflexiones y prosigo con mi verdadera y tan poco variada cuanto dolorosa historia.

X. El purgatorio

Entre las muchas excelencias de la poesía, ha de contarse por la mayor la de suavizar los dolores más ásperos cuando en su forma los reviste; pero este remedio no está siempre, ni para todo, en nuestro poder. A fin de lograrle y aplicarle, es esencial requisito que el dolor sea poético, y que la persona que le padece entienda la poesía por muy alta manera. Antonio, felizmente, y el dolor de Antonio al verse desdeñado de doña Mariquita, entraban en esta cuenta. Así fue que lo que no llegamos a conseguir ni Miguel ni yo pintando a doña Mariquita como a una mujer cualquiera y haciendo del amor de Antonio un capricho poco menos que pueril lo consiguió el mismo Antonio, no ya achicando y rebajando sus penas y el objeto que las causaba, sino magnificándolos y ensalzándolos por tal arte, que vino a hacerlos infinitos, y se abismó en ellos con un místico arrobo, que en ocasiones tenía más de deleitable que de aflictivo.

En los versos que hemos citado despunta ya el misticismo y el petrarquismo de Antonio, al través de ciertos instintos y sentimientos harto paganos; pero luego que él fue perdiendo las esperanzas, y, viendo que sus cartas no eran admitidas y hallando siempre a doña Mariquita tan afectuosa y amiga, que en vez de ofender su vanidad la lisonjeaba, y tan firme contra su amor, que no le podía dar pábulo ni alimento, empezó a componer poesía metafísica y pasando por la alquitara de su imaginación a la doña Mariquita de carne y hueso, la dejó reducida a un espíritu, ser meramente inteligible, en cuya contemplación se recreaba y absorbía su alma con reposo y a veces hasta con aniquilamiento total de los sentidos.

Debo confesar ingenuamente que al ver yo el giro que tomaba el amor de Antonio, empecé a sospechar (porque ya he dicho que siempre fui algo materialote), empecé a sospechar, vuelvo a decir, que el cerebro de mi amigo no estaba completamente en caja. Pero muy pronto me tranquilicé viéndole funcionar en todo a las mil maravillas. Y no sólo el cerebro, sino otros órganos y aparatos de mi amigo iban según conviene, porque él andaba, comía y hasta dormía como el resto de los mortales.

Si escribiese yo una novela y no una verdadera historia, haría muy mal en decir que Antonio comía y dormía estando enamorado; esto sería contra todas las reglas del arte; pero escribo sucesos reales, y antes quiero faltar a las reglas susodichas que faltar a la verdad ni apartarme de ella el canto de un peso duro.

Bueno es, con todo, que se sepa que Antonio dormía poco, si bien, en cambio, comía mucho. No podía ser menos. Con algo había de sustentar aquel cúmulo de pensamientos y aquella actividad y energía. Harto se me alcanza que el espíritu, el alma, no ha menester alimentarse de cosas materiales; pero la cabeza y el cuerpo todo, donde reside un alma muy activa, se hacen partícipes de su actividad y son arrebatados, de suerte que el cuerpo se fatiga más del movimiento y del trabajo mental que de cavar o de bailar en la maroma. Y yo tengo por cierto (aunque no trato de probarlo y dejo que cada uno piense en este particular lo que le convenga) que Homero comía tanto o más que sus héroes, y que, después de referir las proezas de aquel jayán de Ayax Telemonio, se hallaba, más que éste, necesitado de restaurar sus bríos con el alimento competente.

Pero dejemos a un lado tan profundas especulaciones filosóficas, que no vienen a pelo en un librillo de mero entretenimiento. La verdad es que Antonio, aunque comía y aunque estaba tranquilo, seguía enamorado de doña Mariquita y velaba y suspiraba por ella, y daba paseos solitarios por las sombrías alamedas de la Alhambra, y la escribía mil versos y mil cartas más que ella acaso no oyó ni leyó nunca.

De esta tranquilidad mística del amor de Antonio, saco ya ahora, cuando bien lo recapacito, una consecuencia en favor de este mismo amor, y deduzco que no había en él la más pequeña liga de vanidad ni de otra pasioncilla miserable, sino que estaba todo purificado y afinado en el crisol de los sentimientos sublimes. Porque el amor propio, herido por el desdén, es el que trae en pos de sí las más veces la agitación y la furia de los amantes, los cuales, cuando aman con amor desinteresado, en no habiendo rival, aunque no sean correspondidos, suelen aquietarse en un éxtasis dulcísimo.

El de Antonio llegó a tal extremo, que todos los concurrentes y visitantes de aquella famosa casa de huéspedes, se olvidaron, al fin, de que Antonio había estado enamorado de doña Mariquita y se persuadieron de que ya no lo estaba. Ni un gesto, ni una palabra, ni una mirada fugitiva podían darles, por parte de Antonio, el menor indicio de amor. Tal vez la propia doña Mariquita hubo de persuadirse de que Antonio ya no la amaba; pero esto lo pongo en duda, porque las mujeres, no digo ya las perspicaces y linces como nuestra heroína, sino hasta las más lerdas y las más topos tienen, por lo común, para percibir el amor que inspiran, uno como sentido superior y misterioso, el cual penetra en las almas enamoradas y las ve y descubre los más ocultos seres adonde el amor mal pagado ha ido a guarecerse. Si esta visión, que el alma de la mujer tiene del amante, fuese lúcida y clara, sin duda que doña Mariquita hubiera visto un cielo en la de Antonio, y en aquel cielo su propia imagen, transfigurada y circundada de resplandores divinos; sin duda que doña Mariquita hubiera leído en aquel alma, impenetrable a las demás, en aquel alma que no se revelaba ni por la palabra ni por los ojos, todas las poesías y todas las cartas que Antonio le había compuesto y escrito, en su prístina entereza y complemento, antes de perder lo más noble y lo más rico de su ser, al ajustarse y encerrarse en frases y vocablos. Pero, si doña Mariquita pudo ver y pudo leer todo esto, que debía ser, y era por fuerza tan hermoso y adorable, ¿Cómo no se hincó de rodillas delante de Antonio, sin acertar a remediarlo, y cómo no le dijo: «yo te adoro»? Aquí está lo inexplicable, lo contradictorio y lo recóndito de la naturaleza del amor.

Otros amores hay más claros y menos difíciles de entender. Pongo por caso los míos. Doña Francisca (puede que por imitar a su sobrina) se me había hecho, no digo ya de pencas, sino de púas; pero ninguna se me había clavado en el corazón, y yo me había quedado tan fresco. Entretanto, doña Dolores se me iba aficionando un poco.

Fuera de ser blandísima de corazón y muy dada a tales aficiones, era doña Dolores tan excelente mujer, como mal hombre su marido, don Pedro. Ella solía ser caritativa con los que él saqueaba, y ella solía dar abrigo a los que él despojaba de la capa, tomándola en prenda.

No me hallaba yo, por dicha, en este último caso y por eso más de agradecer que me cobrase doña Dolores algún cariño.

Así iban las cosas, y estaba más que mediado noviembre, cuando, no recuerdo con qué ocasión, dispusieron las señoras de casa, de acuerdo con doña Dolores, y con gran satisfacción de Currito Antúnez, de Finuras y del teólogo, que hiciésemos una jira y pasásemos un día de campo en el Soto de Roma. Se señaló día con tres o cuatro de antelación, para que hubiese tiempo de preparar la merienda, se contrató y apalabró La violenta sin temor para que no nos faltase vehículo, y hasta se pensó en el traje y adornos que cada cual había de vestir y de lucir. Antonio tenía ropa de majo; Currito también, aunque no tan rica, y el teólogo y Finuras, como casi todos los estudiantes, tenían magníficas caleseras. Sólo yo carecía de prenda por el estilo. Ya no había tiempo de que el sastre la hiciera, sobre todo si había de tener los bordados, remiendos, cordoncillos y demás primores que se requieren; y yo me lamentaba de tener que asistir a la función o de levita o de simple chaquetilla. Entonces fue cuando doña Dolores me mostró su afecto y su generosidad, ofreciendo sacar para mí la más rica calesera que hubiese en el purgatorio, que no faltaría alguna entre mil que me ciñese al talle como anillo en dedo; y me ofreció, asimismo, enseñarme el purgatorio que ella y su marido apellidaban de Peñaranda, y que, para que el lector malicioso no ande imaginando alguna diablura, me apresuro a decir que no era otra cosa sino el depósito o almacén en donde tenían las prendas empeñadas.

Fui, con efecto, al purgatorio, en compañía de doña Dolores, y a hurtadillas de don Pedro y, de todos, menos de una criada de quien ella se fiaba mucho. No hay que decir ni que ponderar el grado de confianza a que yo mismo subí en aquella ocasión, penetrando en lo más sagrado de la casa de don Pedro, solo con doña Dolores. Baste saber que vi el purgatorio, el cual estaba en unos zaquizamíes y caramanchones muy capaces, atiborrados de ropa, muebles y hasta alhajas de todo género. Allí me probé varias caleseras, y al fin hallé una lindísima, que parecía hecha a mi medida, y que tomé para engalanarme el día de campo.

Entre otras cosas que me enseñó y que me refirió doña Dolores, y que no hay para qué se cuenten en este lugar, me dijo lo siguiente:

—Aquí, hijo mío, hay prendas de media Granada. El dinero anda escaso y no tienen los pobres otro recurso. ¿Qué digo los pobres? Los ricos, los que gastan más humos y más fantasía acuden a menudo a mi marido. Sin ir más lejos, nuestras vecinas, que parecen muy boyantes, y que si en invierno lo están, porque en invierno hay huéspedes de sobra, suelen pasar en verano no chicos apuros, también tienen aquí su empeño. ¡Pobre doña Mariquita! Su tía necesitaba dinero y ella empeñó la única joya que tiene algún valor. Lo lloró y lo resistió, la infeliz; pero tuvo que empeñarla. Ahora reúne dinero con mil trabajos para desempeñarla de nuevo. Y no por lo que vale la joya, ni por lucirla tampoco, porque siempre la llevaba escondida en su pecho, como un relicario.

—Y lo será, sin duda —dije yo.

—Ya lo creo que lo es —contestó doña Dolores—, pero las reliquias no son de ningún santo.

Y diciendo esto, sacó de una cajita y me mostró un rico guardapelo de oro, guarnecido de diamantes de algún valor. No tenía cifra, ni tenía cabellos. Doña Mariquita los había retirado y guardado al empeñar la joya; pero lo que no había podido retirar era un retrato de hombre, que estaba bien pintado en miniatura, y que se descubría al tocar un resorte, que hacía saltar una chapa. Era la hermosísima cabeza de un hombre, al parecer de veinticinco años y de noble fisonomía.

Yo me quedé mirándole con sumo interés y pensando en Antonio. Doña Dolores dijo entonces:

—Este debió ser alguno de sus amantes, sabe Dios en qué país, porque ella ha corrido con su tía la Ceca y la Meca, antes de venir a establecerse en Granada.

—Eso será, sin duda —añadí yo—, y hemos de confesar francamente que, a juzgar por esa muestra, no tiene mal gusto doña Mariquita.

—¿Qué ha de tenerle? Lo que sí le tiene es muy propenso a la variedad, porque de este señor a don Fernando, ya ve usted si hay diferencia. Y luego el americano, y el comisionista francés, y el pintor, y el tenor, y otros que no le hemos conocido, deben representar juntos todas las profesiones, todos los caracteres y todas las fachas posibles.

Al oír estas palabras, levanté las manos al cielo y suspiré, y me hice cruces, pensando en mi amigo Antonio.

—¡Cielos santos! —dije allá para mis adentros—, o esta mujer miente y levanta falsos testimonios espantosos o mi pobre amigo es el más desventurado de los mortales y quizá uno de los más ridículos. Amante platónico..., ¿y quién?... Sea todo por Dios, que se tornará en cuenta de sus pecados.

Si bien había yo oído hablar de las historias de doña Mariquita, siempre había oído hablar de ellas con vaguedad y sin que la acusación se formulase de un modo preciso. Nunca, hasta aquel momento, había yo oído que le endosasen tantas y tan varias.

XI. Controversias y tentativas

Decidido estaba yo, después de haber oído hablar a doña Dolores sobre las ligerezas y deslices de Mariquita, a desengañar a Antonio por completo; pues, aunque no veía que su amor le hiciese mucho mal, me parecía vergonzoso que un objeto tan profano y tan profanado le enamorase. Amor digno, a mi ver, de ser empleado en la misma virtud y en la misma honestidad, no era justo que se arrastrara por los suelos.

Todavía, sin embargo, me paraba yo a considerar si sería conveniente marchitar las ilusiones de mi amigo, y sobre todo si había motivo bastante para sospechar de Mariquita cuanto doña Dolores daba por cierto.

Doña Dolores era una excelente mujer, incapaz de mentir a sabiendas con el intento de quitar a nadie el horror; pero, en el punto de que habíamos tratado, tenía la conciencia tan poco escrupulosa, que no le parecía hablar mal atribuir a sus amigas lo que se atribuía a sí propia, sin notable menoscabo de la estimación en que se tenía.

En este mundo, menester es confesarlo, hay muchos entendimientos extraviados en lo tocante a moral. Rara es la persona que dice para sus adentros: video meliora, proboque, deteriora sequor. Yo tengo para mí que Medea tal vez no lo dijese tampoco, sino que éste fuese un falso testimonio que le levantó el poeta trágico. La verdad es que a doña Dolores se le había montado la voluntad en el entendimiento y le espoleaba, y le había puesto jáquima, y le llevaba del cabestro por donde le daba la gana. Así es que le hacía discurrir y tener por cosa incontrovertible que sus pecadillos eran nacidos de un exceso de filantropía.

Lo que me había dicho doña Dolores de Mariquita, no habría sido, por consiguiente, con el propósito de ofenderla. Casi, casi podía pasar por un elogio, en su boca. Pero esta benevolencia y este candor de la acusación le daban más fuerza a mis ojos, en vez de desvirtuarla.

No era yo tan rígido en aquel tiempo, ni lo soy aún por desgracia, para que me escandalizara del amor de Antonio por una mujer pecadora; pero me escandalizaba y me parecía insoportablemente ridículo el petrarquismo de este amor. Se me antojaba que Mariquita se estaba burlando cruelmente de mi amigo, por lo mismo que le veía tan joven y tan enamorado.

Absorto en estos pensamientos, me separé de doña Dolores, trayéndome la calesera debajo del brazo y vine a mi cuarto, donde aún estaba Antonio. Le conté mi aventura y le conté asimismo las cosas que de Mariquita decía la tierna esposa de don Pedro. Antonio, que tenía un extraño modo de discurrir, me habló entonces de esta suerte:

—Lo que dice doña Dolores tiene todos los visos de ser verdad. Antes de que doña Dolores lo dijera y antes de que tú me lo repitieras, lo había yo presumido. Ella..., sin madre, y con una tía como doña Francisca..., vamos, no podía ser de otro modo.

—Pues entonces —dije yo—, ¿por qué te finges y representas a Mariquita como una diosa, como un ser ideal, como la dama digna de tus pensamientos?

—¿Y por qué no ha de serlo?

—¿Acaso Dante —le repliqué yo— buscó a su Beatriz entre las mujeres perdidas, buscó Petrarca a Laura en algún bodegón o taberna?

—Ellos no las buscaron; las hallaron sin buscarlas. Fueron más dichosos que yo en hallarlas en otra clase diferente.

—Ellos también verían y conocerían pupileras y costureras, mas no tendrían las extravagancias de ser sus víctimas, enamorándose por tan alto sentido. Guardarían tales amores para mejor ocasión y empleo.

—Hombre, no disparates —me contestó Antonio—. Los que presumen demasiado de prudentes no dicen más que vulgaridades o desatinos, por mucho entendimiento que tengan. No está en nuestra mano ni en nuestra voluntad el enamorarnos o el no enamorarnos. Yo, si en realidad estoy enamorado de veras, que no lo sé a punto fijo, lo estoy sin poder remediarlo. Pero, a pesar de los desdenes de doña Mariquita, no soy su víctima, y si fuera su víctima, no dejaría de serlo; antes lo sería más aún, si en vez de desdeñarme me quisiese como dicen que ha querido a otros.

—No entiendo lo que dices.

—Pues es muy claro, a pesar de todo. Yo no amo el cuerpo de esa mujer. Yo amo su alma. ¿Crees tú que su alma haya sido de nadie aún? Yo no lo creo. Su alma aún no se ha despertado al amor, ni siquiera le ha comprendido. Cuando una mujer nace y crece bajo el cuidado de una madre honrada, comprende y siente en su entendimiento y en su corazón todas las virtudes y todas las nobles pasiones. El trabajo espiritual de la humanidad durante cinco o seis mil años; el acumulado capital, fruto de este trabajo; las ideas del honor, de la virtud, del deber, de la honestidad, del recato, de la limpieza de alma y de los sentimientos nobles y puros, todo esto viene al alma de la mujer por medio de la educación. Lo que el género humano ha ganado en muchos siglos, lo gana su alma en poquísimo tiempo y lo goza como una herencia legítima. Pero cuando la mujer nace desheredada, no tiene alimento sano con que dar vida a su espíritu, y no es de extrañar ni de censurar que viva de ponzoña. Antes debe alabarse que su espíritu y su corazón no mueran en aquella ceguedad y abandono de los primeros años de la vida, cuando no saben distinguir aún la fealdad moral de la hermosura, la virtud del vicio, el bálsamo del veneno; y antes debe aplaudirse que, desde el abismo profundo en que han caído esas almas, sepan y puedan levantarse a la altura adonde artificialmente, aunque por artificio nobilísimo, se hallan aquellas en quienes la educación y el desvelo de la sociedad ha puesto toda la nobleza decaída. La educación ha rehabilitado a la jovencita inocente que vive en el honrado hogar paterno; la educación la ha purificado de la culpa. La pobre abandonada, como Mariquita, tiene que rehabilitarse y purificarse ella.

—Vamos, Antonio —le repliqué—, no me acuses de decir desatinos, si tú eres quien los dice. Tú dices herejías y blasfemias. Pues qué, ¿Mariquita no se ha criado cristianamente? ¿Puede alegar ella ignorancia para disculpar sus faltas? ¿Ha aprendido acaso después, y sólo después de hacer el mal a distinguirle del bien? ¿No le enseñaron desde un principio lo que eran ambos?

—No es la enseñanza, es la ignorancia lo que se requiere hasta cierta edad. Mientras la razón no llega a su madurez y a su fuerza, no distingue lo malo de lo bueno. La ignorancia sólo y el apartamiento del mal pueden preservarnos de caer en él. Ella ha caído porque no tuvo una mano amiga que la sostuviera, y ahora, iluminado ya su entendimiento y conocedor y apreciador de todas las cosas nobles y santas, pugna por elevar hasta ellas la voluntad, de ellas, sin duda, enamorada.

—No quiero discutir contigo sobre esa teoría de la inocencia y de la virtud. No quiero defender, como pudiera, que el entendimiento es siempre capaz de comprender lo malo y de apartar de lo malo la voluntad y de enfrenar nuestras perversas inclinaciones. Sólo quiero hacerte una pregunta. ¿Cómo sabes tú que doña Mariquita es una mujer caída que se levanta? ¿De dónde lo has deducido? ¿Lo has deducido de que no te quiere? ¿Se sigue acaso de ese desdén su virtud que empieza a manifestarse? ¿No puedes tú tener más rival que la virtud? ¿No puede Mariquita tener el mal gusto de amar a don Fernando y de no amarte?

—No; a don Fernando no le ha amado nunca, ni le ama; estoy seguro de ello.

—Sea enhorabuena.

—Te repito que estoy seguro de ello. No sé qué voz interior me lo dice.

—Antonio, por Dios, mira que no vayas a volverte loco. Esa voz interior me da miedo.

—¿Eres tú también de los que no ven término medio entre el torpe paso del más rastrero sentido común y el vuelo atrevido y acaso extraviado de la fantasía y de la inteligencia? ¿Será necesario, a tu ver, ser Sancho, para no ser Don Quijote?

—No. Yo me pongo en lo justo sin ser Sancho, pero tú, se me figura que no. Mariquita es muy linda, tiene gracia. Le ha dado el capricho de estar romántica de algún tiempo acá. Es desinteresada, como son la mayor parte de las mujeres andaluzas, que no aprecian lo bastante el lujo y tal vez ni le conocen. Pero ¿dónde está esa sublimidad que tú finges? ¿Consiste la sublimidad en que le ha entrado Mariquita la manía de despreciarte, para hacer contigo una distinción que sin duda no ha hecho con persona alguna? Puede que esté enamorada del retrato del guardapelo y que no quiera serle infiel.

—¿Doña Dolores no sabe, no conoce quién es el del retrato? —preguntó Antonio con ansia y como si el último de mis argumentos le hubiese hecho fuerza, aunque no para quitarle el amor, sino para encender en él los celos.

—Doña Dolores no lo sabe —contesté yo.

—¿Y no es ni el tenor, ni el comisionista, ni ninguno de esos de que se habla?

—Ninguno.

—Pues, ¿quién será entonces?

—Difícil es averiguarlo. Cuando no lo sabe doña Dolores, que todo lo sabe, es seguro que no hay en Granada quien lo sepa. El del retrato calculo yo que fue conocido en Sevilla por doña Mariquita. Cuando ella vino aquí con su tía, venía de aquella ciudad.

—¿Y es buen mozo en el retrato? ¿Tiene traza de persona decente o es otro don Fernando?

—Hombre, don Fernando..., a mí no me parece tan mal, si he de hablar con franqueza. Pero lo que es éste, a juzgar por la pintura, me parece mucho mejor que don Fernando.

—De eso me alegro yo. Lo que me afligiría, sería que fuese un personaje indigno de ella..., algún mamarracho.

—Nada, pues no te aflijas, que la niña tiene buen gusto, salvo, hasta lo presente, en lo que a ti más te interesa. Pero no hay que perder la esperanza. Dios mejora las horas, y vendrá otro día y medraremos. El día de campo se aproxima, y entonces tendrás ocasión de hablarla a solas largo rato por más que te huya, y de explicarle todos tus atrevidos pensamientos, y de tratar de averiguar quién es el del retrato y qué clase de relaciones mantiene aún con ella.

En estas y otras conversaciones por el mismo orden, pasamos Antonio y yo todo aquel día. Yo procuraba demostrar que doña Mariquita era una pupilera como las demás, aunque lindísima. Él continuaba soñando, ora con una entidad divina, o poco menos, que residía en aquel cuerpo, o que se elevaba al empíreo, dejando en el cuerpo su perfume como lo deja en el vaso la esencia que se evapora; ora con un ángel caído y alicortado, que arrastrándose por el lodo de este pícaro mundo, se acordaba del cielo, su patria, y suspiraba y pugnaba por volver a él.

A la hora de comer, a la de cenar y cuando se jugaba un ratito al monte, que era muy a menudo, Antonio se sentaba siempre al lado de Mariquita. No había rival que le disputase el puesto. Don Fernando no había vuelto a parecer. Con todo, Antonio no podía hablar a Mariquita de sus amores. Ella no le consentía conversación en voz baja. Antonio ya sólo le decía, cuando no podía contenerse, alguna frase rápida y enérgica, que a él mismo le parecía digna de burla, y que apenas pronunciada, le sacaba los colores al rostro.

—Yo la amo a usted —le decía.

Y ella solía contestar con despego:

—Déjeme usted en paz, Antoñito.

Otras veces se enfurecía Antonio, y le decía con un acento terrible, digno de Claudio Frollo:

—La aborrezco a usted con toda mi alma.

Este requiebro era más del agrado de doña Mariquita, porque siempre contestaba a él con una sonrisa celestial, y se quedaba callada; pero con los ojos parecía pedir perdón a Antonio de sus desdenes y decirle:

—Yo no tengo la culpa. ¿Qué he hecho yo para que usted me odie?

Estas escenas sentimentales, semi-mudas y fugitivas no eran bastante disimuladas para que no se enterasen de ellas todos los de casa, y aun los de fuera, que venían a casa de visita.

Los amores desgraciados de Antonio eran ya conocidos por toda la ciudad. Todos empezaban a llamarle Nemorino y pastor Crisóstomo, lo cual no lo podía yo llevar con paciencia; pero él había tomado su amor tan por lo serio, que de las burlas no se le importaba un ardite. Negaba, sin embargo, y disimulaba su amor, por respeto, para no profanarle tratando de él en presencia de gente alegre y maliciosa, y revelando su recóndita hermosura a almas vulgares, incapaces de comprenderla.

Conmigo era con la única persona con quien Antonio se confiaba, y verdaderamente me decía cosas que me dejaban pasmado. ¿Quién pudiera creer que después del «yo la amo a usted» y del «déjeme usted en paz, Antoñito», había de apelar éste con todo el misticismo y petrarquismo de su amor, a otro medio de seducción enteramente estudiantil y pupileresco? Y, sin embargo, acudió a él, y quizá tuvo razón, en tesis general.

La mirada tiene mucho de vago, de incierto, de indeciso. Su significado no se interpreta fácilmente; su calor no llega o llega ya sin virtud al alma de la mujer a quien se dirige. Y las palabras por enérgicas que sean, un «yo la amo a usted», por ejemplo, han perdido ya todo su vigor: están desconceptuadas. No hay tonto que no diga: «yo la amo a usted». Las mujeres están hartas de oír estas palabras y no basta el tono, por expresivo que sea, a prestarles y a transmitir por ellas la intensidad de sentimiento del que las pronuncia. Tienen, además, las palabras otro inconveniente, y es que no se pueden decir a medias. Lo mismo es decir «yo la amo a usted» por completo, que decir «yo la amo», y, hasta que decir «yo...» La mujer amada sobrentiende lo demás, como si uno lo hubiera dicho todo y ella lo hubiera oído.

De estos inconvenientes carece el medio a que Antonio apeló también una vez, aunque inútilmente, según me dijo. Es un medio magnético que no negaré yo que es grosero, hecho con grosería, ni negaré que en buena sociedad está reprobado; es un medio que yo no emplearé nunca en la buena sociedad, pero que suele emplearse en las sociedades o reuniones denominadas vulgarmente de medio pelo.

La mayor excelencia de este medio y lo que le da cierto carácter sobrenatural casi, es que el alma le puede entender sin necesidad de darse por entendida. Por los ojos sale el alma misma, de suerte que no puede haber disimulo. La palabra es el medio oficial de que el alma se vale para expresar sus ideas y sentimientos, y tampoco con la palabra puede entender el alma y estarse gozando allá en su interior de lo que entiende y convenir en ello y ser cómplice de ello sin darse por entendido. Pero un pie puede por casualidad aproximarse suavísimamente a otro pie por debajo de una mesa y hacer una declaración de amor, pedestre, sí, pero misteriosa al mismo tiempo, y que si no es aceptada, como va por grados, no compromete a quien la hace si es hombre de verdadero tacto y suavidad; y si es aceptada, puede serlo casi sin que lo sepa la que lo acepta. La impresión física debe ser levísima y ligerísima. Los sentidos deben estar dudosos de haberla recibido y el alma dudosa de haberla causado; pero por medio de este último y apenas sensible contacto, suelen tocarse y compenetrarse las almas sin la grosería trillada y usada por todos del lenguaje, y sin tener que mostrarse al descubierto los corazones, cosa harto difícil en un principio para toda alma púdica. Antonio, sin embargo, a pesar de las ventajas de este método, singularmente cuando se emplea en torno de un brasero con camilla y en casa de huéspedes o en otras por el mismo orden, no sacó fruto ninguno de su aplicación. Doña Mariquita, con un tacto más fino de lo que Antonio quisiera, sintió luego la aproximación, y sin dar golpe ni escándalo, rechazó de sí la pedestre elocuencia de Antonio, con tal desprecio, que no le quedó al orador el menor deseo de volver a emplearla.

De este modo, y sin que sucediese ninguna otra cosa digna de memoria, y no sé si lo serán las que dejo referidas, se pasó el tiempo y llegó la noche de la víspera del día de la jira, yéndonos todos a acostar con el propósito de levantarnos en cuanto amaneciese.

XII. Sospechas

Las noticias que había yo dado a Antonio no le dejaron dormir aquella noche.

A pesar de todas sus filosofías de amor, Antonio no podía soportar con paciencia el pensamiento de que Mariquita, que no le amaba, hubiese amado a tantos hombres. El tenor, el comisionista, el del retrato y otros que tampoco él había visto jamás, se le presentaban a la imaginación, con semblantes y cuerpos que la misma imaginación les prestaba, y les veía ir, como en procesión fantástica, a ponerse a los pies de doña Mariquita, la cual estaba en su trono, a manera del de Venus o cosa por estilo, y los iba recibiendo con amabilidad sobrada.

Esta visión, en cuyos pormenores no me parece bien detenerme, traía desvelado a mi pobre amigo. A veces, según él me ha referido después, se resignaba a ser uno de los llamados a la procesión, y se introducía en ella en espíritu, y se ponía a caminar hacia doña Mariquita; mas cuando ya se iba acercando al trono, oía una voz áspera y misteriosa que le decía: «Tú no tienes vela en este entierro»; y sentía una fuerza irresistible y contraria a su voluntad que le separaba de aquella mujer.

La frase vulgar de «tú no tienes vela en este entierro» distaba no poco de trocarle en comedia aquella escena que se representaba en su mente, y que por mucho que tuviera de grotesco, aún tenía para él más de trágico. Antonio recelaba que aquel entierro era de su propio corazón, muerto temprano y de muerte ridícula, a manos del desengaño y de unos indignos amores. Mas, a pesar de todo, no podía odiar a doña Mariquita; a pesar de todo la seguía amando hasta con furia, aunque siempre con la singularísima explicación, que él mismo se daba, de que no amaba sino al ser ideal y sublime que, con ocasión de doña Mariquita, había concebido o le había sido revelado.

La doña Mariquita que veía en su mente se le transfiguraba a veces en este ser ideal, y le sonreía con una sonrisa de ángel, llena de melancolía y de amor; pero luego se le volvía a aparecer alegre, regocijada y vivaracha, recibiendo al tenor, al comisionista, a don Fernando y a otros amigos.

Tales visiones, sentidas y lamentadas con la mayor energía, eran indudablemente para volver loco a cualquiera; pero Antonio tenía más brío en el entendimiento que en la imaginación y que en el alma sensible, y no se dejaba vencer de aquel tormento, aunque no acertaba a libertarse de él.

—Lo pasado, pasado —decía Antonio para sí mismo—; ella los ha querido como ellos la querían y podían quererla; acaso llegue a quererme a mí como yo la quiero. Acaso sea mi amor para ella una revelación del verdadero amor que aún no conoce.

Con estas y otras consideraciones anodinas, y con la suposición de que entonces no amaba a nadie doña Mariquita, procuraba Antonio consolarse de sus desvíos. Tenía, además, la esperanza de poder hablar con ella a solas durante la jira, y de declararle y ponderarle de tal suerte su amor, que ella se enamorase al cabo del amor mismo, ya que no de su persona. Esta esperanza, sin embargo, no era bastante a traer el sosiego a su corazón y el sueño a sus párpados, y Antonio permanecía sin poder pegar los ojos.

El silencio de la noche era grande; completa la obscuridad de la estancia. Antonio esperaba impaciente y despierto a que despertase la aurora. Nuestros balcones daban a la carrera de las Angustias.

De repente creyó Antonio oír pasos y una tos en la calle; luego percibió más claramente los preludios de una guitarra, y oyó, por último, una voz, no ya fantástica, sino real y verdadera, una voz que le pareció si sería la del tenor, porque era de tenor, y que cantó linda y apasionadamente una copla de rondeñas.

La copla, según confesión del mismo Antonio, porque yo estaba en siete sueños y no llegué a oírla, era de lo más bello y sentimental que puede cantarse, y tan vaga y tan melancólica en su concepto, que así pudiera cantarla un amante desdeñado, como uno, aunque ausente, favorecido. Las quejas del poeta eran contra el amor y contra la fortuna, y no contra su dama.

Los cuatro versos de la copia suscitaron en el alma de Antonio una tormenta de sospechas, de celos y de temores. No es posible trasladar aquí aquellos cuatro versos porque a Antonio se le borraron de la memoria, y se le hincaron en el corazón como cuatro flechas enherboladas; pero, a juzgar por el efecto que habían producido, deben tenerse por maravillosos, y a juzgar por todo lo que Antonio creyó aprender en ellos, por obra de una concisión nunca vista ni oída.

Antonio creyó adivinar que la que inspiraba los versos era doña Mariquita, que quien los cantaba era un rival digno de él y un amante digno de ella, y que había algo, por no decir mucho, de extraño, de dramático y hasta de fuera del orden común en aquella serenata. Si él la hubiera dado no hubiera cantado mejor copla, ni la hubiera cantado de otro modo; pero a su serenata le hubiera faltado un inconcebible misterio que aquélla tenía.

Movido por la curiosidad y por los celos, saltó Antonio de la cama, abrió precipitadamente el balcón, aunque procurando no hacer ruido, y se asomó a él para descubrir al cantor; pero el cantor había ya desaparecido.

Se conocía que estaba de prisa o que era hombre que prodigaba poco su habilidad. Apenas hubo cantado la copla, que tantas ideas y tantos sentimientos encerraba, cuando volvió la espalda, se alejó de la casa y pasó sin duda el puente de Sebastián y traspuso del otro lado del Genil, pues aunque era noche sin luna, la serenidad y la pureza del aire dejaban que las estrellas iluminasen este bajo mundo, y a su luz incierta y suave le pareció a Antonio que veía el bulto de un hombre embozado, el cual acababa de pasar el mencionado puente. Después se perdió el bulto en una de las bocacalles que están al otro lado del río, y volvió a quedar la carrera en la más completa soledad y en sosegado silencio. Sólo se oía el murmullo del agua del río y el levísimo susurro que un viento apacible formaba al agitar en los árboles del paseo algunas hojas secas que aún había dejado en ellos la otoñada. Antonio imaginó también oír con harta pena y disgusto de su alma, el ruido de la puerta de otro balcón, que, no distante del balcón en que estaba él, se cerraba con recato, y casi al propio tiempo los golpes que dan contra los pedernales del empedrado las herraduras de caballos que parten a galope. Todo esto le hizo presumir que el misterioso cantor y amante no vivía en Granada, y que Mariquita le había oído y le había visto aquella noche, y que él había tomado su caballo, que le estaría aguardando con alguna persona en la calle misma por donde entró y por donde había salido de la ciudad.

Esta pequeña aventura, si es que aventura puede llamarse, y los pensamientos que despertó en el alma de mi amigo, acabaron por quitarle el sueño y hasta la gana de volver a acostarse; antes se vistió de cualquier modo y se puso a dar, a obscuras, paseos por la sala esperando la venida del día.

No bien empezó a amanecer, me llamó y me refirió lo acontecido, y lo mal que había pasado la noche.

—¿Quién será este amante misterioso? —me decía— ¿No sabes tú nada? ¿No sabe nada doña Dolores de este amante?

—Ya le preguntaremos —le respondía yo—; pero creo que nada sabe cuando no me lo ha dicho. ¿Habrá algo que ella sepa y no diga? Así tuviese doña Mariquita idéntica condición, y ella te informaría hoy mismo de todo. Pero sea como se quiera hoy debes hablarle y preguntarle cuanto se te ocurra, y exigirle respuestas categóricas, y saber a qué atenerse.

—Pero ¿qué respuesta más categórica quieres que me dé ella —replicó Antonio— que repetirme que no me quiere y que no me querrá nunca?

—Puede que hoy varíe de opinión, y si no varía, tú no debes esperar más ni hacer el papel de desdeñado. Haz hoy la última tentativa, y si se te frustra, deja a esa mujer y consuélate con otra, que mil tendrás que te adoren. No seas por más tiempo el ludibrio de esa pícara.

—No, eso no; yo no me puedo quejar de ella. Ella nada ha hecho por enamorarme, y sí mucho por desengañarme.

—En fin —dije yo para terminar el coloquio—, vamos a vestirnos y a acicalarnos; hermoseémonos lo más que se pueda, y tal vez hoy seamos dichosos en amores. La hora de salir a la jira llegará pronto, y La Violenta sin temor no tardará en aparecer.

En esto vino a despertarnos Miguel, que aún nos creía dormidos, y con su asistencia nos vestimos en un momento. Antonio estaba muy bien con faja y marsellé, pero de pantalones, y no de zahones o calzón corto. Una palidez interesantísima y poética cubría su semblante. Yo estaba muy prosaico, porque en aquella época era estar muy prosaico el estar gordo y colorado, como yo lo estaba. Había, con todo, personitas de gusto a quienes no les desagradaba la prosa. Dígalo si no doña Dolores. ¡Válgame Dios, y con qué orgullo (¿y por qué lo he de negar?), me endosé la calesera empeñada, que me había prestado ella, y que se me amoldaba tan bien que parecía nacida criada sobre mis hombros!

Hechos ya unos archiduques, o si se quiere unos Adonis, salimos al comedor a tomar el chocolate y una copita de aguardiente para matar el gusanillo. Allí estaban Currito Antúnez, el teólogo, Finuras, doña Dolores y don Pedro. Doña Francisca a ver cuál de los dos guisaba daba dando disposiciones. Doña Mariquita fue la última que llegó. Llegó después de nosotros, y nos pareció más linda que nunca. Traía un vestido de lana escocés, esto es, a cuadros de colores rojo, verde y amarillo alternados; delantal y pañolón negros, y la cabeza descubierta y adornada con flores.

Todos tomamos nuestro chocolate en amor y compaña, y aún no habíamos acabado de tomarle, cuando oímos el sonar de las campanillas, el estrépito; de las ruedas y el rechinar de los ejes, y supimos que se acercaba La Violenta, y sentimos que se paraba a la puerta de nuestra casa.

Pronto nos colocamos en aquel vehículo los nueve expedicionarios, no sin colocar antes en lugar seguro y conveniente las vituallas que habían de servirnos en la expedición.

Antonio se sentó al lado de doña Mariquita, y yo al de doña Dolores. Doña Francisca iba entre el teólogo y Currito Antúnez.

No debo olvidar que Miguel venía con nosotros en atención a sus muchas habilidades, y a que iba desafiado con doña Francisca estaba lista también, pero aún mejor un cochifrito de cordero.

Miguel se había puesto en la delantera con el automedonte, vulgo tío Paco, y con ambos y con los nueve que íbamos en el seno espacioso de La Violenta se contaban once personas, de quienes, amén de La Violenta misma, tenía que tirar un solo caballo; pero todo esto y más era fácil y llanísimo para el tío Paco, merced a la gracia con que sabía jalear a su bestia y al pulso con que tendía el látigo sobre sus lomos descarnados.

No bien estuvimos todos en orden y agradablemente acomodados, cuando La Violenta empezó a andar, y nuestras piernas y nuestros brazos a estremecerse y agitarse como si tuvieran azogue, y nuestras cabezas a dar casi contra el toldo o techo de la tartana, y nuestros cuerpos a ladearse y a caer unos encima de otros, lo cual tenía mucho encanto para Antonio, cuando doña Mariquita, aunque momentáneamente e involuntariamente, se inclinaba y recostaba sobre él. La Violenta, sin embargo, no iba más que al paso muy pausado; pero, no en balde, sino para algo había de llamarse La Violenta.

Gran expedición fue la que hizo aquel día, y tan rica de sucesos, que merece, y aun exige de necesidad un capítulo aparte, el cual ha de ser de los más largos y de los más importantes de cuantos contiene esta verdadera historia.

XIII. La jira

Ibamos todos contentísimos. La Violenta sin temor se podía asegurar que estaba rellena de alegría y de regocijo. Sólo doña Francisca se mostró en un principio algo mustia y aceda por la oposición que se había levantado entre nosotros a que Palomo nos acompañase; oposición a que doña Francisca no tuvo más remedio que ceder, aunque muy a pesar suyo; pero pronto se le pasó aquella incomodidad, y volvió a serenarse el apacible cielo de su alma, por donde empezaron a volar mil bandadas de deleitosos pensamientos, los cuales, era iban camino del opíparo almuerzo y de la no menos opípara comida, por comer y por venir en aquella fiesta, ora se reposan un poco para escuchar y responder a los arrullos del teólogo y de Finuras, dignos de hacer olvidar, no ya los de Palomo, sino los de la misma ave Fénix.

Don Pedro iba contentísimo, porque creía que iba convidado. La generosa doña Dolores pagaba a hurtadillas el escote de él y el de ella, haciendo creer a su marido que doña Francisca los mantenía y divertía todo un día de Dios, por buena cara y gentil presencia de ambos.

Finuras dividía sus atenciones entre doña Dolores y doña Francisca, y nada lograba de ninguna, mas no por eso dejaba de estar alegre y fino como de costumbre. El teólogo, más solapado y más pertinaz, poniendo en todos sus planes mucha circunspección, diciéndose de continuo a sí propio stote prudentes sicut serpentes, sondeando las profundidades del corazón de doña Francisca abriéndose camino para llegar a él, e insinuándose en él con la mayor dulzura y disimulo, iba penetrando hasta su centro, y preparando en su centro un abrigado y misterioso nido a sus amores.

Currito Antúnez y Miguel venían de nones, habiéndose dejado en casa sus cuidados con Rafaela, pero ambos estaban dispuestos a divertirse, a despecho de Amor, ya consagrándose a Diana, esto es, a la caza y a la pesca, ya a Ceres y a Baco.

Lo que es de mí se decir que estaba en mis glorias. Doña Dolores me tenía encantado. Eran aquellos mis primeros amores, pues no quiero contar en el número de mis amores uno que tuve con una criada de mi casa, allá en el lugar. Y aquí no puedo menos de lamentarme de la miserable condición humana y de lo diabólicamente que están dispuestas las más de las cosas en este pícaro mundo. Porque ¿quién habrá que no deplore el que todos aquellos dulcísimos ensueños de la primera juventud, y los tesoros intactos del alma que se abre al amor, y la flor y la crema de los corazones inocentes de los mancebos, sean, por lo general y usual, presa, pasto y comidilla de alguna fregona, incapaz las más veces de comprender lo que tiene entre manos, de estimar y aquilatar como se debe tanta ventura? No sólo los mozos que cuando hombres no pasan de ser hombres vulgares, sino los mozos que vienen con el tiempo a ser héroes, poetas o artistas, tienen casi siempre la desgracia de no hallar nada que corresponda al anhelo primitivo del alma inocente; a aquel anhelo merecedor de que se les aparezca y los abrace la ninfa Egeria o el hada Parabanú, y de que se los lleve consigo a su espléndido palacio y a sus fantásticos jardines. Pero no hay que pedir peras al olmo; no hay que exigir del mundo lo que en él no hay. Este anhelo no halla casi nunca satisfacción condigna, ni aproximada siquiera; y en vez de llevarnos a los jardines y al palacio referido, nos hace caer vergonzosamente en un camaranchón o en una trascocina.

Por eso yo he sido siempre de parecer de que los niños y mancebos deben ser educados con más recato que las doncellitas; y creo firmemente que la mayor parte de las melancolías, de los disgustos y del hastío que nos atormenta a los hombres de este siglo XIX proviene de aquella falta y descuido de nuestra primera educación y de las consecuencias que trajo. Pues qué, ¿es cosa de risa el haber echado a las arpías, sin calcular lo que hacíamos, la ambrosía y el néctar de nuestros corazones? ¡Mil veces dichoso el que, como Chérubin, encuentra una condesa de Almaviva! Todas las condesas, si tuvieran viva el alma, habían de andar penadas por algún Chérubin; pero, repetimos, que no es esto lo que generalmente sucede. Así es que yo estaba muy orgulloso, figurándome que era el Chérubin de doña Dolores, la cual bien merecía el título susodicho, aunque no tuviese el condado.

Doña Dolores estaba muy regocijada y satisfecha, y, doña Mariquita parecía estarlo también, aunque su alma era, según ni opinión, un enigma y un abismo, difíciles de sondear y comprender.

La persona de cuya alegría podía dudarse más era de mi amigo Antonio. Harto procuraba él disimular y encubrir sus penas: sus penas le salían a la cara. El cantor misterioso de la noche anterior y el golpe de la puerta del balcón de Mariquita al cerrarse, le cantaban y le golpeaban el corazón y la fantasía y la memoria, y no le dejaban libre para embromar y reír como sus compañeros de jira.

Entretanto La Violenta seguía su carrera, por no decir su paso. Habíamos atravesado los callejones de Gracia, estábamos en medio de la hermosa vega, y nos dirigíamos a un lugarcillo del Soto de Roma, llamado Fuente-Vaqueros. Debíamos almorzar en mitad del camino, en un ventorrillo famoso por el agua fresca y sabrosa y por el anisado aguardiente de Albondón que en él se expendía.

La conversación que seguíamos dentro de La Violenta era tan animada cuanto ingeniosa: pero como no tocan, ni atañen, ni importan al mejor conocimiento de esta historia los dichos que allí se dijeron, me abstengo de trasladarlos aquí, para que no se me tache de difuso, y para que no se me censure de que no cuento nada y de que todo se me va en discursos y reflexiones. Ya escribiré yo con el tiempo una novela, toda fingida, en la cual he de poner más lances y más enredos que hay en Los tres mosqueteros y en Los misterios de París; pero sobre la verdad y exactitud de lo que voy refiriendo al presente, se me figura que sería un cargo de conciencia el bordar, el alterar o el añadir la más mínima cosa.

Sin quitar, pues, ni poner nada, diré que llegamos al cabo dichosamente al ventorrillo predestinado para el almuerzo.

Se paró la tartana y bajamos todos. Yo di el brazo a doña Dolores, Antonio a doña Mariquita, y a doña Francisca el teólogo. Finuras y Currito Antúnez cargaron con el cesto en que venían las provisiones de boca. Miguel agarró del brazo al tío Paco y se le trajo hacia el ventorrillo.

Era éste una choza, donde apenas cabían de pie los dos esposos felices que le habitaban, los cuales, por su venerable ancianidad y por el cariño que se cuenta se tenían, pudieran pasar por la Baucis y por el Filemón de aquellos contornos. Filemón había ido a cortar leña. Baucis, a quien el vulgo llamaba la tía Gorica, estaba sola al cuidado y despacho del agua y del aguardiente de doble anís, y nos ofreció sus servicios en cuanto llegamos. Nosotros no le pedimos más que un cántaro de agua fresca y algunos vasos, si tenía, que tuvo hasta tres, de finísimo vidrio todos y con muchas flores y ribetes dorados.

Miguel hizo de maestre-sala con pulcritud. Tendió por el suelo los manteles que venían en el cesto; puso sobre los manteles huevos duros, pescado frito, salchichón y aceitunas, colocando todo ello en sendas esportillas o liado en papel de estraza; y en medio de aquel aparato bucólico, plantó, como centro y ramillete del festín, una damajuana mayúscula henchida hasta el gollete de vino superior de Baza.

En torno de aquella mesa improvisada improvisó también Miguel blandos asientos para los convidados con los almohadones de La Violenta y con las mantas y las capas que traíamos.

Mientras duraron estos preparativos no soltó Antonio el brazo de Mariquita, y tuvo tiempo para decirle una y mil veces, con más reposo y con menos temor de ser oído, lo que ya le había dicho tantas.

—Yo la quiero a usted más que a mi vida.

Mariquita contestó al fin con más piedad que de costumbre.

—Señor don Antonio, ya usted conoce mi propósito de no querer a nadie. Si yo fuese capaz de amar aún, tal vez le amaría a usted.

—¿Pero es cierto que no ama usted a nadie?

—Y tan cierto.

—Pues entonces —dijo Antonio—, ¿quién es el que canta de noche a los pies de su balcón de usted? ¿Quién es el que la desvela con sus canciones?

Mariquita se puso colorada y mostró extraordinaria sorpresa al oír que Antonio sabía que la noche anterior había venido un galán a cantar bajo su balcón y que ella le había oído; pero no trató de disimular de palabra lo que no había disimulado con el gesto. No quiso negar que conocía a aquel galán, ni que le había oído. Mariquita contestó, pues, con noble franqueza:

—Ni a usted importa saber quién es ese galán, ni yo puedo ni quiero decírselo. Bástele saber que no es mi amante.

Al mismo tiempo que Antonio tenía este diálogo, le preguntaba yo a doña Dolores:

—¿Y usted no sabe quién es el que viene a cantar a los pies del balcón de Mariquita a altas horas de la noche y no bien canta una copla muy apasionada monta a caballo y se sale de la ciudad?

—Nada sé de esa aventura romántica —contestaba doña Dolores— ¿Si será el cantor el del retrato? ¿Si será don Fernando?

—Lo que es don Fernando no es —replicaba yo.

—Pues no sé quién sea —proseguía doña Dolores y se perdía en conjeturas.

En esto la voz de Miguel, que nos convidaba ya a tomar asiento y a disfrutar del banquete, vino a sacarnos de aquellas cavilaciones, y todos nos sentamos alrededor de los manteles y de lo que sobre ellos había, y empezamos a comer con un apetito envidiable.

El tío Paco se había sentado también, aunque algo separado del corro y formando rancho aparte. No estaba, con todo, bastante lejos para que yo, alargando el brazo, no pudiese transmitirle las provisiones de boca.

Sólo Miguel y la tía Gorica se habían quedado de pie. Él nos escanciaba el vino manejando la damajuana como si fuese un pomito de esencias olorosas y ella nos escanciaba el agua, haciendo el uno y el otro de Hebe y de Gaminedes de aquel Olimpo.

El comer no impedía, entretanto, el hablar y doña Francisca era la que más hablaba y la que estaba más alegre y expansiva, olvidada por completo del disgusto que le había causado no traer consigo a Palomo.

—Hijo, desengáñese usted —decía encarándose con el teólogo, que le había interpelado acerca de las virtudes del bello sexo—, la mujer es un ente más imperfecto que el hombre en lo tocante a sensibilidad. Por eso son tan frecuentes ciertas virtudes. ¡Desdichada la mujer cuya organización y cuya alma son más varoniles, esto es, más completas y nobles que lo general! Para ella la caída y el vencimiento son disculpables, y el mundo, con todo, no las disculpa. El mundo las mide a todas con la misma medida y no se hace cargo de que la una ha tenido un terrible enemigo interior y de que no le tiene la otra.

Ya comprenderá el lector que yo no respondo de las teorías de doña Francisca, la cual continuaba de esta manera:

—Las más sublimes excelencias del carácter, la calidad de tener un alma compasiva, concurren a menudo a la perdición de la mujer. Todas estas y otras muchas virtudes y calidades buenas son como armas de finísimo temple y como espadas de dos filos que se clavan en el corazón de la mujer y hacen de ella una santa y una mártir si se defiende, pero que la exponen también muy mucho a no lograr la victoria. ¿Hay nada más difícil ni más aventurado a caer en el precipicio que el ser blanda y suave de condición y el resistir, con todo, a los ruegos, a las súplicas, a las lágrimas y a las palabras melifluas que penetran por los oídos y llegan al alma y la corrompen como veneno? ¿No hay, sino permanecer fría e impasible a los billetitos, a los rendimientos a las quejas y lamentaciones de un asiduo, enamorado y decidido perturbador de nuestro sosiego? ¿Y el encanto seductor de los presentes dónde me le deja usted? Aunque una no sea interesada, ¿no estimará siempre en mucho la fineza y el sacrificio? ¿Qué no hacen estos picaronazos de hombres para pervertirnos y marearnos? ¿Y luego extrañan y luego condenan los ingratos nuestra conducta llamándonos frágiles y otras cosas? ¡Ah, indignos!, a veces la que creéis más frágil de todas ha combatido como una heroína antes de alzar bandera de parlamento. A veces, si los combates íntimos del alma fueran justipreciados y ponderados y tasados en juicio contradictorio, merecía y obtendría la más flaca de entre nosotras una cruz de San Fernando laureada como la que tenía mi difunto, que en gloria esté.

—Vaya si tiene razón doña Francisca —dijo doña Dolores—. Las mujeres vivimos en una tristísima contrariedad. El hombre, para ser valiente, discreto, honrado y famoso, ha menester de facultades; pero en teniéndolas, todas ellas concurren a acrecentar su honra y su fama. A nosotras nos da una reñida y continuada batalla, y conspirando a un fin contrario, las más bellas prendas que poseemos.

—Vamos, señoras —dijo el teólogo—, me querrán ustedes convencer de que en siendo tonta una mujer y, sosa y sin alma, es más fácil que...

—¡Hombre! ¡Pues no ha de ser mil veces más fácil! —respondieron a dúo las interpeladas.

—Señorito —dijo entonces la tía Gorica—, puede usted creer que es mucho más fácil.

—Y, por consiguiente, mucho menos meritorio —añadió doña Francisca—. El mérito y el valor se debieran calcular por el número de batallas que se han ganado. Quien combate, ¿qué tiene de particular que salga herido y hasta que caiga en ocasiones? Pero cuando vence, ¿cómo no se cuenta? Yo no soy jactanciosa; mas ya que me están provocando, diré que he despreciado a centenares los adoradores y que entre ellos los he tenido condes y marqueses, y hasta vistas jubilados de la aduana.

Esto último lo dijo aludiendo a don Pedro, a pesar de que doña Dolores se hallaba presente; pero doña Dolores no se dio por entendida.

En suma, todos nos quedamos convencidísimos, gracias a la elocuencia de doña Francisca de que la virtud era negocio muy arduo para las mujeres de algún valer, y de que doña Francisca había sido una roca y un prodigio, sobre todo, durante su matrimonio.

Mariquita no desplegó los labios para intervenir en aquella interesantísima discusión. Antonio no habló tampoco. Todo el tiempo se le iba en mirar a Mariquita, en cuyo rostro creyó ver pintada una indecible tristeza y cuyo rostro imaginó que se teñía de un ligero carmín de rubor y de vergüenza cada vez que su tía esforzaba los argumentos.

La palidez y la transparencia de la tez de Mariquita, que hacían parecer su rostro como de blanco mármol pentélico, tomaba entonces un vivo sonrosado. La delicada sangre se veía, al través de la tez, acudir con violencia y traer tan bellos colores. Cuando éstos se presentaban, imaginaba Antonio que la Mariquita celeste hacía una brillante aparición y que la Mariquita de este mundo se transfiguraba y se remontaba con elevación maravillosa. Él se quedaba extático contemplándola.

Lo que es yo, que por el interés de mi amigo miraba y observaba de continuo a doña Mariquita, no acertaba qué pensar de ella. Y persistía en no ver los prodigios que veía Antonio; pero no veía tampoco nada que no fuese superior a su clase y a su esfera, en el ademán, en la cara, en los modales y hasta en lo que yo mismo había observado y no había sabido de otros, sobre la conducta de aquella mujer.

Esta mujer —decía yo entre mí— puede que haya sido como las otras que están presentes; pero desdeña su inmodesta disculpa y se avergüenza de darla y de que la den.

El carácter de doña Mariquita, por lo que yo podía traslucir, me iba pareciendo todo menos vulgar, y esto me asustaba más por amor de Antonio. No sabía si desear que ella le siguiese desdeñando o que le amase, y tal vez prefería lo primero. Estaba ya convencido de que estos amores, si eran al cabo correspondidos, no podían ser una mera distracción, un pasatiempo estudiantil. Se me figuraba que podían llenar toda la vida de mi amigo, ocupar todo su ser, cautivar su corazón y su espíritu por completo. Sentía, en resolución, que no fuese doña Mariquita una mujer de la misma estofa que doña Francisca o que doña Dolores, aunque Antonio fuese un Chérubin, como los más de los querubines, sin su condesa de Almaviva correspondiente.

Distraído con estos pensamientos no atendía yo a la conversación, ni estaba con doña Dolores todo lo fino que era justo, y como ella me mirase y me viese embobado, mirando a Mariquita, no se pudo contener y me pellizcó cruelmente con no mucho disimulo.

Acabado el almuerzo, recogió Miguel la damajuana y los relieves de los manjares, y dio medio duro a la tía Gorica, que se maravilló de tanto rumbo.

Todos volvimos luego a encajonarnos en la tartana, y ésta prosiguió su viaje, sin novedad alguna, hasta llegar al hermoso Soto de Roma, rarísimo asombro de fertilidad y muestra de cuán generosa es España.

XIV. Prosigue la jira

Cerca del lugar de Fuente-Vaqueros tenía una quinta cierto amigo de don Pedro, el cual nos la había franqueado para que en ella nos pudiésemos solazar. Había en dicha quinta una casa grande, limpia y bien amueblada, muchas flores, abundancia de árboles frutales y una sombría y espesa alameda, que se extendía sobre las dos orillas de una acequia de agua cristalina.

Allí hicimos alto; allí pescó Miguel truchas gordas y sabrosas, y allí recorrimos el teólogo con doña Francisca, yo con doña Dolores y Antonio con Mariquita los sitios más intrincados y nemorosos.

Don Pedro se quedó pescando con Miguel; pero Currito Antúnez no me dejaba. Finuras seguía a doña Francisca y al teólogo, y no los dejaba tampoco. Sólo Antonio y Mariquita, sin que nadie los siguiese ni persiguiese, acabaron por internarse en la espesura. Allí cantaban los pajarillos y arrullaba la tórtola, el sol velaba sus rayos con el ramaje, el agita murmuraba dulcemente y el viento hacía un ruido apacible y melancólico en las hojas amarillas y secas de los árboles.

Antonio logró verse, por último, con Mariquita sin importunos testigos y en medio de aquellas amenas soledades.

Cualquiera imaginará que Antonio se mostró más atrevido entonces; cualquiera creerá que la requirió de amores con más vehemencia que nunca; tal vez haya alguien que sospeche que se propasó Antonio; que presumió que ella se había hecho la distraída para separarse de los otros y para darle ocasión, que no quiso desaprovecharla; pero todos se equivocan; Antonio no hizo, al pronto, ni imaginó nada por el estilo. Un respeto invencible, un poderoso temor y una candidez enamorada y fraternal al propio tiempo, se apoderaron de su alma. Antonio se puso a hablar con Mariquita de literatura, de botánica, de astronomía y hasta de teología. A Antonio, que era todo amor, se le olvidó hablar del amor en aquel momento. Antonio sintió el calor suave y el dulce peso, del brazo de Mariquita sobre el suyo y no intentó estrechársele. Antonio, que delante de gente andaba siempre atormentándose y buscando ocasión para decir a aquella mujer «ámeme usted, yo la quiero a usted más que a mi vida», no la dijo nada de esto en cuanto se vio solo con ella.

Apenas si se atrevía a mirarla. Miraba el cielo, las hojas caídas, la corriente del agua, las flores, los pájaros y hasta las moscas y las avispas que iban volando por el aire, y todo le parecía bonito, más bonito que nunca, pero a ella no la miraba. A ella la tenía en el corazón, hermoseándolo todo con su presencia. Y Antonio habló de Dios, y de la inmortalidad del alma, y del sistema de Copérnico, y de los abencerrajes y zegríes, y hablé divinamente y con mucha seriedad de todas estas cosas. Y Mariquita le escuchó y le contestó del mismo modo. Y ambos siguieron hablando y caminando con pausas, como si estuvieran olvidados de ellos mismos y como si sus almas se hubiesen exhalado y difundido juntas por el perfumado ambiente de aquellos bosques y jardines.

Se diría que el alma de Antonio había logrado o creía haber logrado ponerse en comunicación con la Mariquita del cielo, de quien tan lindas cosas soñaba, y que estaba reposando en aquel enlace místico y bañándose en la luz de su visión dichosa. Se diría que no iba hablando con una hermosa mujer a quien amaba, sino con algún compañero de estudios, con el cual discurría muy tranquilamente. De Mariquita no se ha de extrañar que fuese y que hablase con la misma tranquilidad. Mariquita le había dicho que no le amaba. Pero en él era singularísima aquella conducta. Todos los discursos hechos a solas en su cuarto, todas las declaraciones de amor mil veces repetidas al viento y sin que nadie las oyese, todas las ternuras, todas las quejas, todos los requiebros que había pensado decirla y que había dicho mil veces a las paredes, todo se quedó por decir, habiendo para decirlo una ocasión tan propicia.

Y en verdad que no duró poco esta ocasión, sino que duró una o dos horas, que a Antonio no se le hicieron más largas que otros tantos minutos.

Mariquita se sintió cansada de andar y se sentó en un canapé de madera cubierto de musgo, que a la sombra de un frondoso nogal se parecía. Antonio se sentó a su lado.

Antonio suspiró y Mariquita suspiró también; efecto natural del cansancio.

El suspiro de Mariquita hizo, sin embargo, que Antonio volviese en sí como de un sueño. Entonces reflexionó que todas aquellas explicaciones que pensaba pedir a Mariquita, que todos aquellos planes que había formado para conquistar su corazón, que todas aquellas razones mil veces pasadas y repasadas en su fantasía para cuando lograse verse con ella a solas, se habían quedado hasta aquel momento por pedir, por realizar y por decir, aunque hacía una o dos horas que estaba a solas con ella. Antonio se motejó de tímido y propuso enmendarse y corregir luego aquella falta.

En vez de reconocer en sí mismo timidez, Antonio había presumido siempre de atrevido y sereno, por lo cual no acertaba a explicarse cómo andaba de aquella suerte, y se desconocía. Tal vez la novedad de los objetos que le rodeaban y la misma inesperada felicidad de verse tan pronto en lugar apartado, solo con la señora de sus pensamientos, le habían distraído de sus valientes propósitos y habían turbado la serenidad y decisión de su alma. Pero ya sentado al lado de ella con todo el reposo y la oportunidad convenientes, no era cosa de dejar que se perdiese tan buena coyuntura. ¿Quién sabe, imaginaba él, si ella se habrá apresurado a proporcionármela, y si estará impaciente, y si dudará de mi amor, de mi discreción o de mi carácter porque no la aprovecho?

Mientras que Antonio discurría así, gastando menos tiempo en discurrir que nosotros en decir su discurso, gracias a la celeridad con que cruzan los pensamientos por la mente, Mariquita se entretenía mirando una flor que llevaba en la mano.

Antonio, sin duda para cobrar brío y perseverancia en su resolución, fijó la vista en Mariquita; pero ésta, o ponía la suya en la flor, o la levantaba hacia Antonio, con una naturalidad, con una indiferencia sosegada y con una paz y una dulzura tan ajena del desdén y del amor, que el pobre perdía las fuerzas y, sentía que desmayaba su espíritu. Contemplábala luego con atención, con intensidad, como si a través de la frente cándida y despejada, de los ojos que no se fijaban en punto alguno, indecisos, hermosos y tranquilos, y de los labios en que no notaba la menor contracción ni de disgusto, ni de impaciencia, ni de deseo, quisiese sorprender y columbrar los sentimientos y los pensamientos de su amada; pero nada descubría sino la olímpica impasibilidad de una hermosa estatua. Entonces se le figuraba que estaba enamorado como Pigmalión, y acudían a su memoria todas aquellas frases desconsoladoras que ella le había dicho: «No se canse usted; yo no le quiero, yo no le querré nunca, yo no puedo querer a nadie.»

Estas frases, oídas por el alma, allá en su centro y retiro más oculto, postraban la energía de Antonio y producían en él recelos y consideraciones contrarios a lo que antes había resuelto. —Ahora que no le hablo de amores —decía en su corazón— me oye y me habla ella con afecto y me concede su amistad y su confianza, ¿no las perderé si vuelvo a hablarle de amores?—. Y, en efecto, no se atrevía a hablarle para no perderlas. Temía que aquella hermosura que, tenía tan cerca de sí; que aquella hada, que aquella ninfa que se dignaba dirigirle la palabra y entablar con él regalados y divinos coloquios, iba a desvanecérsele como una sombra, iba a perderse en las nubes, iba a desaparecer para siempre de su lado, si no seguía tratándola con el mismo religioso respeto.

Ya he dicho que no fue larga la pausa producida por estas y otras cavilaciones de Antonio, tan vagas, tan sublimes y tan inefables, que no puedo dar de ellas la menor idea. Sólo añadiré ahora que Antonio debía parecer hermosísimo mientras luchaba con las cavilaciones susodichas. El amor, la alucinación, el respeto, la desconfianza, el desesperado afán que le atormentaba y el deleite melancólico que sentía al ver junto a él a la mujer aquella, que tan hondamente agitaba todo su ser y tan poderosamente influía en su existencia, debían revelarse en su fisonomía y bañarla de insólitos esplendores.

Mariquita sacó a Antonio de aquel arrobo y le habló nuevamente de los árboles, de las flores, de la grandeza de los cielos, del brillo de los astros y de la bondad de Dios.

Ignoro si fue arte, si fue casualidad o si fue un instante angélico o diabólico (¿quién es capaz de penetrar y de llevar la luz al obscuro abismo del alma femenina?); pero es lo cierto que Mariquita logró disipar aquella turbación y aquel difícil y espinoso silencio, que habían venido a interrumpir su amistosa y suave plática con Antonio. No sé cómo, pero sé que de la manera más natural y sencilla le hizo hablar de sí, que es un hablar que pone olvido de todo, aun de los menos amantes de sí mismo. Le hizo que le contase su niñez, que le ponderase el cariño que su madre le tenía, que le hiciese un retrato físico y moral de su madre, que le hablase de su lugar y de los amigos que en su lugar tenía, y le tuvo como embelesado, haciéndose oír y olvidado de los amores. Mariquita observó luego, sin que ni en su gesto, ni en el tono de su voz, ni en las expresiones de que supo valerse, pudiera traslucir el más receloso el menor viso de lisonja, que Antonio sabía mucho para sus pocos años y para verse criado y educado en un pueblo pequeño. Y Antonio respondió disculpándose con modestia, muy turbado y muy colorado. Y Mariquita persistió en sostener y afirmar que era muy instruido. Y Antonio, excitado por ella, tuvo que hablarle de su tío don Diego, y de su grande y rica biblioteca, y de los estudios que gracias a su tío y a los libros de su tío había podido hacer.

Engolfado ya con esta conversación científica hubo de declarar Antonio que tenía afición grande a la filosofía. Mariquita también se declaró aficionada aunque ignorante y rogó a Antonio que le explicase los principales y más modernos sistemas. Antonio no pudo negarse a ello.

Hay Cartas a Emilia sobre la Mitología y hay Cartas a Sofía sobre la Física, la Química y la Historia natural, y aunque yo las he leído y las encuentro bastante bonitas, siempre me ha chocado que sus autores se entretuviesen en escribir a sus novias o queridas sobre tales asuntos, y siempre aplicaba yo a sus autores aquellos versos de Quevedo.


Mi novio si no...
a lo menos me gradúa.


Imagine pues, el lector lo que yo me hubiera espantado de oír a Antonio hacerle a Mariquita, aprovechando la ocasión de verse a solas con ella, una historia de filosofía moderna desde Cartesio hasta Hegel. Por honra de mi amigo he estado a punto de callar esta particularidad de la historia; pero amicus Plato, magis amica veritas. Aquí se ha de decir la verdad y caiga el que caiga.

Antonio empezó su historia. Mariquita le escuchaba con mucha curiosidad. Cuando se le ofrecía alguna duda, la exponía con lucidez. Antonio respondía disipándola. De este modo llegaron hasta Kant. Antonio estaba, por decirlo así, en la fuga de su filosofismo. En vez de salir de sus labios las palabras mi bien, mi vida, te adoro, te idolatro, bendita seas, ángel, paloma, corazón y encanto, salían: yo, no yo, categorías, absoluto, razón pura, razón práctica, y otros vocablos del mismo género.

En esto estaban cuando por una senda inmediata acertó a pasar el señor don Pedro, de vuelta para la quinta y con no escasa provisión de peces que había pescado. Antonio y Mariquita no le vieron: pero él los vio, y notando la animada conversación que tenían, le entró curiosidad de saber de qué trataban y se acercó de puntillas y por detrás al nogal, a cuya sombra ellos se habían sentado.

Así fue de repente, y en lo mejor de la explicación de Antonio vino a interrumpirlos una ruidosa carcajada. Don Pedro salió de su escondite riendo como un loco.

—¡Jesús, Jesús mil veces! —decía—, vamos, ¿quién lo había de pensar?

Y volvía a reírse a más y mejor, poniéndose las manos en los ijares.

Antonio se quedó anonadado, confuso; se encontró soberanamente ridículo. No tuvo ni pensó tener derecho para incomodarse contra la insolencia de don Pedro. La cara que puso Antonio en aquella ocasión debió de tener mucho de consternado a lo cómico, porque él creyó notar en los labios finísimos de la impasible Mariquita un fruncimiento leve, como de sonrisa semi-burlona. Esto acabó de acobardarle y de confundirle.

Don Pedro añadió entonces:

—Me voy, me voy, señores. No quiero interrumpir por más tiempo. Siga la lección.

Y se fue, en verdad, dejándolos tan solos como estaban antes.

Antonio no sabía qué hacer ni qué decir. Estaba sumamente apurado. Tenía la cabeza baja y las manos puestas sobre ambas rodillas, como Mario cuando meditaba en las ruinas de Cartago.

Sobre una de aquellas manos vino a apoyarse de pronto la linda diestra desnuda de Mariquita. Antonio alzó los ojos. Mariquita le miró con un cariño maternal, y le dijo entre risueña y afectuosa:

—¡Qué niño es usted!

—Sí, señora; soy muy niño y muy tonto.

—Eso último no diré yo, sino lo contrario.

—Sí, señora; soy muy tonto, lo conozco; la estoy fastidiando a usted.

—Usted no me fastidia. ¿Qué obligación tendría yo de escucharle si me fastidiara?

—Pues entonces la divierto a usted; la hago reír, que es peor.

—Tampoco. ¿Pues no advierte usted lo que me interesa cuanto me dice? Repito que es usted un niño. No le creía a usted tan niño.

Y al decir esto retiró Mariquita la mano, dando a Antonio en la suya una ligera y cariñosa palmada.

Hubo enseguida nuevo silencio, que rompió Mariquita con esta singular exclamación:

—¿Sabe usted que es extraño? Hasta ahora no lo había reparado bien. Yo creía que tenía usted los ojos negros, y ahora noto que los tiene verdes como los míos.

—¡Qué han de ser verdes mis ojos, ni como los de usted! —contestó Antonio—. Mis ojos son pardos, o qué sé yo de qué color; pero no se parecen a los de usted, que son tan hermosos.

Este «son tan hermosos» fue el primer quiebro que había dirigido Antonio a Mariquita durante aquel largo y solitario coloquio.

Mariquita replicó:

—Deje usted cumplimientos a un lado. Nuestros ojos se parecen. ¿Por qué dirán que los ojos son el espejo del alma? A ver los ojos.

Antonio se acercó para que Mariquita se los mirase, y se puso a mirar los de ella. Esta contemplación muda de unos ojos y de otros los fatigó de suerte que se velaron y nublaron los de ambos contempladores y los párpados se pusieron levemente rojos, y luego se llenaron de lágrimas.

Entonces Mariquita y Antonio, con los labios entreabiertos, con el corazón palpitante, con simultáneo y no esperado movimiento, sin pronunciar una sola palabra, como impulsados por un poder superior, irresistible, fatal, se aproximaron más el uno al otro, y sus bocas se unieron en un prolongadísimo beso. El espíritu y la vida de él y de ella se diría que se habían concentrado y oprimido y compenetrado en el punto en que sus labios se tocaban.

Mas en aquel instante apareció otra vez don Pedro y con él todos nosotros. Yo no vi nada. No creo que lo viesen los demás. Don Pedro al menos no sospechó que acababa de interrumpir otra lección de más sabrosa y mística filosofía, lección que no seré yo quien determine si doña Mariquita se la dio a Antonio en pago de la que de él había recibido, o si fue el propio Amor quien se la dio a ambos cuando menos lo esperaban o lo temían.

XV. Un corrido

La llegada de todos nosotros aumentó la natural agitación de Antonio, que se puso más encendido que la grana; pero Mariquita estaba sosegadísima, al menos en apariencia, y don Pedro, que era el más malicioso de la reunión, no tuvo la sospecha más leve de las nuevas lecciones que se habían dado en aquel sitio. Don Pedro imaginaba aún que habían seguido los dos solitarios interlocutores embebecidos en las mismas filosofías de que él había escuchado un poco. Así fue que dijo encarándose con Antonio:

—¿Se terminó ya la lección? Amigo, si sigue usted con ese ahínco, va usted a hacer una sabia de doña Mariquita.

Antonio estaba tan ensimismado, que nada contestó a don Pedro.

Antonio no veía ni sentía en el alma sino la escena que acababa de tener lugar, y era feliz con aquel sentimiento. Mariquita, pensaba él, le amaba sin duda cor un amor invencible. Mariquita tenía probablemente muy poderosos motivos para ocultarle su amor, y había tratada de ocultársele hasta entonces; pero vencida al fin de una fuerza superior a toda reflexión y a todo cálculo, se había declarado, y casi se había rendido de tan repentina manera. Todo esto, explicado así, halagaba y ensoberbecía a Antonio, infundiendo en su alma un contento imponderable. Pero no era Antonio, aunque tan nuevo en el mundo, de los que se entregan con abandono y con entera confianza a la alegría.

El recuerdo, los dejos suaves de aquel deleite, punto menos que infinito, que Antonio acababa de gozar, le tenían como encantado el corazón y se le colmaban de una beatitud hasta entonces para él desconocida. A pesar de la viveza y poder de su imaginación, Antonio se confesaba a sí propio que jamás había presentido ni soñado un pálido trasunto de todo el bien y de la felicidad inmensa que contienen y transmiten los labios de una mujer hermosa, querida y enamorada. Antonio se repetía mentalmente los versos de amor de los más egregios poetas, y descubría en ellos bellezas, profundidades de sentimiento y ocultas y misteriosas armonías que antes nunca había descubierto. En resolución se le figuraba que Mariquita le acababa de abrir con sus labios como con llave de oro las puertas del alcázar ideal, revelándole un mundo de hermosura y de amor por él ignorado hasta entonces.

Tales eran las ideas y sentimientos que a Antonio regocijaban; pero, como ya he dicho, había otros que nublaban y turbaban su regocijo. Aquella revelación de amor quisiera él que hubiese coincidido con otra idéntica en Mariquita. Ofendía su orgullo el considerarse como iniciado y el considerarla como hierofante. Dudaba de su propia felicidad hasta estar seguro de que Mariquita la hubiese compartido por completo. No quería deberle nada y pretendía penetrar en lo íntimo del alma de aquella mujer para descubrir si ella había sentido y sentía como él, y para exigir que sintiese tanto. No quería Antonio más dicha de ella que la que él pudiera darle.

El tierno y regalado beso no había podido sanar del todo la herida, o mejor diremos, la picadura que había hecho en el corazón de Antonio la casi imperceptible risa burlona que poco antes del beso había creído ver en los labios de su amada.

La palmadita en la mano, el decirle «qué niño es usted» y otras muestras de afecto demasiado maternal que le dio Mariquita después de la sonrisa y, antes del beso se le representaban a Antonio en la imaginación con tal carácter de superioridad protectora, que se le antojaban insolencias y le ofendían.

Ya creo haber dicho en otro lugar, y si no lo he dicho ahora lo digo, que Antonio tenía un orgullo de todos los diablos. Éste me parecía a mí entonces que era su único defecto.

El orgullo le acibaraba el amor; pero también le apartaba de la mente muchos recelos que otro hubiera sentido, tal vez acerca del objeto amado; Antonio no dudaba de la nobleza del alma de Mariquita. Antonio no iba hasta el extremo de creer que Mariquita se había entretenido en dirigir y en tomar parte en la escena que tanto le había encantado a él, poniendo ella en dicha escena, no su corazón y su inspiración, sino un arte consumado. Antonio era receloso, pero el orgullo le hacía confiado en este punto. Lo que le atormentaba era la duda sobre la intensidad del amor de Mariquita, que él no se contentaba con menos, sino con que fuese tan intenso como el suyo.

Meditando en estas cosas, estaba Antonio lejos de nosotros, aunque circundado por nosotros. Ni oía los discreteos de Finuras, ni las sentencias de doña Francisca, ni las agudezas de Currito Antúnez, ni acertaba a responder a varias preguntas que yo le hice al oído, ansioso de saber el resultado de su conferencia. Al verle tan caviloso no sabía yo qué pensar.

Doña Francisca propuso que nos fuésemos a la quinta. Ella tenía que dar disposiciones para la comida, y sobre todo que preparar el cochifrito que iba a hacer en competencia con otro que ya Miguel estaba condimentando. Nosotros en el ínterin podíamos estar en la sala, donde había una guitarra que el teólogo, gran guitarrista, tendría la bondad de tocar para que bailásemos y cantásemos.

Todos aplaudieron y aceptaron esta determinación de doña Francisca, y todos nos pusimos en marcha para llevarla a cabo.

Antonio, a pesar de la distracción en que había caído, le dio inmediatamente el brazo a Mariquita, mas íbamos tan unidos que no podía decirle mil cosas que le quería decir, que estando sólo con ella no le había dicho, y que entonces anhelaba nuevamente decirla, sintiéndose con la más decidida voluntad para ello.

Pudo, con todo, insinuarle estas palabras al oído, con más ternura y con más energía que otras veces:

—Harto sabe usted cuánto la amo. ¿Me quiere usted, Mariquita?

—Le quiero a usted —contestó ella, con una voz firme y tranquila, que si por un lado parecía nacer de la convicción profunda en que ella estaba de la verdad de aquellas palabras, por otro lado daba cierta frialdad a las palabras mismas. Se podía creer que decía «le quiero a usted», como quien dice «quiero a mi prójimo».

Así es que Antonio le preguntó de nuevo con impaciencia y en tono imperioso:

—¿Me quiere usted de amor, como yo la quiero?

—Sí —replicó ella entonces, dando a este dulce monosílabo un acento de verdad y de solemnidad pasmosos.

Dijo sí en voz que apenas hería el oído y penetró con todo en el alma de Antonio, como si tuviese aquel sí la fuerza de los juramentos más apasionados y como si ligase con retorcidos lazos y con una cadena mágica e indisoluble el corazón de ella y el suyo.

Antonio me ha confesado después que, a pesar de lo mucho que amaba a Mariquita, tuvo miedo o algo por el estilo, al escuchar un sí tan solemne. Le pareció sentir en aquel sí todos los compromisos, todos los dolores, todo lo terrible a par que todo lo deleitable y grato del amor.

Puede creer el lector que si no fuese porque siempre he tenido yo a mi amigo Antonio y a esta tal doña Mariquita por dos criaturas de las más singulares que he conocido en el mundo, y al mismo tiempo tan humanas ambas y tan en las condiciones de nuestro ser, que no hay sujeto por vulgar que sea que en ellas no se reconozca, no referiría yo, ni tan prolijamente me detendría en escribir sus aventuras, las cuales, hasta lo presente, no tienen, en resumidas cuentas, nada de particular y que no está sucediendo de diario. Lo que me mueve a escribir es el maravilloso parecido de Mariquita a la mujer y de Antonio al hombre como idealmente los concebimos. A ambos les acontecía como a ciertos retratos, que se parecen más al original, que el original se parece a sí propio. Ojalá que en el traslado que yo voy haciendo aquí, conserven ambos este parecido.

Antonio se alegró de aquel de Mariquita, consecuencia del beso y más importante que el beso. Aquel ligaba su corazón al corazón de Mariquita con vínculo estrecho y a su entender sagrado, y, sin embargo, desechando el temor que le inspiró al pronto, no pudo menos de tranquilizarle y de envanecerle. Ya creía estar seguro de que Mariquita le amaba.

Él y Mariquita empezaron a mostrarse más alegres y comunicativos, a mezclarse en la conversación general, y a charlar y a embromar con todos.

Estando los héroes de esta historia en tan buena disposición de ánimo, llegaron con nosotros a la quinta y entraron en la sala, donde todos tomamos asiento, menos doña Francisca, que fue a la cocina a dar disposiciones y a trabajar para salir con lucimiento de su certamen con Miguel.

Entonces fue cuando a ruegos de Finuras, apoyados en su pretensión por cuantos allí se encontraban, tomó la guitarra Mariquita y se dispuso a cantar. Antonio jamás la había oído; Mariquita cantaba rarísimas veces. Unos le pidieron que cantase las malagueñas, otros la caña, otros el fandango; pero doña Dolores se empeñó en que cantase un corrido.

La gente del campo canta aún a la guitarra, en algunos lugares apartados de Andalucía, los antiguos romances; pero los romances y la música se van perdiendo, y la costumbre de cantarlos acabará también por perderse. Ya en aquella época era harto raro oír, en boca de un habitante de las ciudades, un corrido, que así se llaman los romances cantados.

Mariquita, sin hacerse mucho de rogar, con una voz argentina y llena de expresión, más de contralto que de tiple, cantó el siguiente:


Clara brillaba la luna,
era la noche tranquila,
el caballero vagaba solitario en la montiña.
Buscando va la doncella
cuya imagen peregrina
vio en el espejo fadado
que su madre poseía.
No sabe si la doncella
ha muerto ya o está viva,
si mora en aqueste mundo
o en otros mundos habita.
Mas él está enamorado
y la busca noche y día;
vivir no puede sin ella,
sin ella no quiere vida.
A encontrarla o a morir
determinado camina;
el mundo por ella deja,
la gloria por ella olvida.
Ni quiere tomar esposa
ni quiere tener amiga;
ha tiempo que vaga triste
por la soledad esquiva.
Vio a lo lejos, a deshora,
brillar una lucecita;
tomándola por su norte
a un castillo se avecina.
A las puertas del castillo
llegó cuando amanecía.
Con prodigioso silencio
las puertas solas se abrían.
Todo en torno del castillo
helado y muerto yacía.
Ni cantan en el vergel
ni vuelan las avecicas;
no murmuraban las fuentes
por conjuro detenidas;
el aire en hondo letargo
entre las flores dormía.
A entrarse por el castillo
el caballero se anima.
Dueñas en él silenciosas,
pajes sosegados mira;
harto conoce al mirarlos
que era todo hechicería.
Ni allí el rumor de sus pasos,
ni allí una mosca se oía,
allí el sonido faltaba
y el movimiento y la vida.
En una cerrada puerta
hay una leyenda escrita;
las letras eran de oro,
de oro lo que decían:
«Abre, si tienes valor,
verás a la hermosa niña
en blando lecho de rosas
hace ya tiempo dormida,
con un amador soñando
que la suerte le destina.
Un beso ha de despertarla
de quien amores le inspira;
si otro a besarla llegase
muy caro le costaría.»
El caballero al instante
en el abrir no vacila;
abre y entra y ve a la dama
que en el espejo veía,
en su encantado desmayo
más encantadora y linda.
El atrevido mancebo
va a besarla en la mejilla,
pero se encuentra la boca,
y el beso allí deposita.
De muerta que estaba ella
con el beso quedó viva,
y aquel extraño silencio
se convirtió en armonía.
Las campanas del castillo
todas alegres repican,
vuelan moscas, cantan aves,
zumban abejas y avispas:
los pajes juegan y bailan,
charlan las dueñas y chillan,
el arroyuelo murmura,
las flores el aire agita,
se oyen las trompas de caza
y los caballos relinchan:
hasta el almirez resuena
en la remota cocina.
Todo es fiesta y regocijo;
que el beso destruye y quita
los encantos de la muerte
con encantos de la vida.
Así fue desenfadada
la princesa de Palmira,
que por ser muy desdeñosa
mal fadada se veía.
Casó con ella el mancebo
que de hechizos no temía,
y el hada de los hechizos
fue de las bodas madrina.


Maravilla me causó el desenfado con que cantaba Mariquita. Como no sabía yo aún el método tan parecido al del caballero del romance, que Antonio había empleado para desenfadarla, no acertaba a explicarme aquella animación nueva para mí y que nunca había visto en ella.

Lo que es Antonio se maravilló más, y se asustó al oír los cuatro últimos versos que hablaban de casamiento. Aquella desenvoltura y las bodas le hicieron recelar mucho. Pero Mariquita, que debió leer en su cara sus ocultos pensamientos, se le acercó al oído, y mientras todos aplaudíamos el romance y lo bien que le había cantado, pudo decir a Antonio:

—Los cuatro últimos versos no tienen nada que ver con nuestra historia. Ni yo soy princesa de Palmira, ni traigo reino, ni castillo ninguno en dote, ni tengo hada por madrina, ni me he casado nunca, ni nunca me casaré.

Dijo esto con tan profundo acento de sinceridad y hasta de humildad, que Antonio se avergonzó de haber echado a volar sus pensamientos ruines, creyendo interesada a aquella mujer.

Antonio no supo qué contestar, y mostrando cara de arrepentimiento y de contrito, se quedó callado. Entonces Mariquita se le acercó de nuevo al oído y con el mismo tono desenvuelto con que había cantado el romance, pero con más ternura, le dijo:

—Lo que importa del romance, lo que debe usted conservar en la memoria, al menos todo el día de hoy, hasta las doce o la una de la noche, es lo que sigue:


En una cerrada puerta
Hay una leyenda escrita:
«Abre, si tienes valor.»


No bien acabó de decir esto, cuando sin esperar respuesta se apartó Mariquita del lado de Antonio, se acercó con la guitarra en la mano al teólogo, y entregándosela, le dijo:

—Ea, toque usted un vals. Tengo gana de valsar. ¿A qué hemos venido al campo sino a divertirnos?

El teólogo tocó el vals. Como yo no sé valsar, no pude lucirme con doña Dolores; y Finuras valsó con ella y Antonio con Mariquita.

Mariquita tenía un talle muy airoso y valsaba admirablemente. Antonio no lo hacía mal tampoco. Ambos valsaron con tanto ardor y se dijeron durante el vals tantos secretos, que hasta don Pedro empezó a comprender que las lecciones de filosofía habían tomado otro giro.

Los secretos que se dijeron no eran, con todo, de la mayor importancia. Cuando empezaron el vals, lo esencial estaba ya dicho.

Los secretos se reducían, por consiguiente, a un perpetuo «¡yo te amo!; ¡qué hermosa eres!; ¡qué buena eres!», por parte de él; y a una ligera explicación de los tres versos ya referidos, por parte de ella.

Antonio estaba mareado, más que de valsar, de pensar en la repentina mudanza de su fortuna en amores, y de cavilar sobre el carácter y la condición de aquella mujer cuyos actos y cuyos sentimientos se le figuraban a él que se ajustaban a otra pauta, y procedían por caminos diversos que los de las demás mujeres.

—¿Si será afectación de romanticismo? —se preguntaba Antonio a sí propio—; pero noto en ella una naturalidad contraria a toda afectación. ¿Si será cálculo? Pero el cálculo hubiera estado en hacerme creer que yo la seducía y cegaba; no en venir a mí con plena libertad, con perfecto conocimiento, y aun tomando la iniciativa. Quién sabe si se mostrará tan ligera para hacer valer menos el favor, y para que yo aparte de mí toda idea de cine voy a contraer un compromiso y a unirme con ella por un lazo más firme acaso de lo que ella misma se cree.

Antonio se fijaba en este pensamiento con más constancia que en todos. Antonio pensaba ver en el alma de Mariquita una pasión profunda, ciega, vehemente, que ella trataba de encubrir y de transformar, hasta a sus propios ojos, en ligero capricho. Antonio pensaba sentir por ella un amor no menos grande. La generosidad, la confianza, el abandono de Mariquita que le entregaba de repente su alma, sin exigir condición, ni promesa, ni palabra de que él seguiría amando, le tenían absorto.

Así pasó Antonio todo el día, esperando la noche con extremada impaciencia.

La comida fue magnífica. Doña Francisca y Miguel se lucieron en los cochifritos, y nadie se atrevió a decidir cuál era el mejor. Ambos autores merecieron y obtuvieron los honores del triunfo.

El tío Paco, Currito Antúnez y Miguel, que no tenían amores que los distrajesen, bebieron demasiado, y los tres, y singularmente el tío Paco, piloto de La Violenta, se consolaron y alegraron con el vino más de lo regular. En la damajuana no quedó ni una gota.

La sobremesa duró más de lo justo, y la noche se nos vino encima a más andar, obscura como boca de lobo. Sin embargo, era menester volver a Granada.

El tío Paco enganchó; nos colocamos todos en su famoso vehículo, y más alegres y contentos que al llegar a la quinta, salimos de ella con dirección a la ciudad; pero Dios o el diablo, que no duerme, dispuso las cosas de manera que, cuando esperábamos todos dormir con sosiego en nuestra casa y Antonio esperaba el logro de sus más ardientes deseos, ocurrieron casos tan adversos a cuantos nos hablamos prometido, que acabó en tragedia la jira regocijada, y la fiesta y la risa se trocaron en lágrimas y lamentos.

XVI. Percance

En el punto mismo en que La Violenta empezó a caminar, oímos las campanas de Fuente-Vaqueros que daban lenta y solemnemente el toque de oraciones.

Todos nos quitamos el sombrero y el teólogo dijo con mucha devoción el angelus domini.

Doña Francisca rezó y se persignó.

Don Pedro empezó a mostrar miedo de volver a la ciudad y propuso que nos quedásemos en la quinta o que buscásemos posada en el lugar vecino.

A mí también, lo confieso, me entró cierto temor y apoyé a don Pedro en su idea.

Pero Antonio, Mariquita, doña Francisca, Miguel y Currito Antúnez querían volver a Granada, y triunfó el dictamen de la mayoría.

El tío Paco trató de aquietar nuestra zozobra, y con la vista empañada y con la voz balbuciente del vino, nos aseguró que nos iba a poner en Granada sanos y salvos, en menos que se canta un credo.

La Violenta, pues, siguió su camino. Yo temía un vuelco a cada paso. Los brincos que daba La Violenta eran espantosos. El tío Paco no escaseaba los latigazos; pero el caballejo andaba poquísimo. En esto empezó a llover a mares y la noche se hizo más obscura.

Ya llevábamos una hora de caminar, y sólo habríamos caminado poco más de media legua, cuando entramos en un camino muy lóbrego a causa de los copudos y frondosos olivos que había a un lado y a otro.

Yo creí ver entonces entre los olivos unas sombras o bultos que nos seguían cautelosamente. Lo advertí a mis compañeros y todos se echaron a reír. Todos me dijeron que el miedo me hacía ver visiones.

Le dije a Miguel que mirase, y Miguel no me respondió. Iba durmiendo en la delantera como un bienaventurado.

—Doña Dolores —dije quedito—: ¿no ve usted unas sombras entre los olivos?

—Yo no veo más sombras que las que los olivos hacen —me contestó ella.

—Pues yo sí las veo —exclamaba don Pedro, que tenía más susto que yo.

Antonio y Mariquita no hablaban nada o hablaban con voz tan sumisa que era imposible oírlos. Currito Antúnez dormía y roncaba. Sólo el teólogo y Finuras seguían con la misma animación que antes, hablando con doña Francisca y disputándose sus favores.

Todos, en suma, volvíamos contentísimos de la jira, si bien el recelo de que nos aconteciese algún lance desagradable turbaba un poco la satisfacción de los más prudentes. Sólo la de Antonio era tal y tan alta, que nada bastaba a turbarla. Antonio no pensaba más que en su dicha.

¿Quién podrá describir lo que pasaba en el fondo de aquel noble corazón, que por vez primera se creía amado y comprendido por una mujer digna de él? ¿Quién podrá decir lo que fingía su mente de deleites celestiales, de abandono amistoso, de mística y estrecha unión de dos almas, de fusión de dos espíritus en una sola idea de amor, y de coloquios suavísimos y de abrazos estrechos, y de consonancia y dulce armonía de dos voluntades? Antonio no sabía cómo explicarse a sí propio toda la felicidad que le aguardaba. Antonio, como hacen todas las almas extraviadas y sublimes, acudía para representársela y explicársela, a pensamientos de un orden superior, y divinizaba lo humano y profanaba lo divino.

La Violenta, entretanto, continuaba su marcha.

Los bultos que yo imaginaba ver en el olivar, no dejaban de percibirse.

De repente La Violenta se estremeció de un modo más violento que de costumbre. Todos chocamos unos con otros.

El mismo Currito Antúnez despertó sobresaltado de su sueño.

Enseguida La Violenta crujió y algo que había debajo de La Violenta, y que le servía de base, crujió también con pavoroso crujido.

—¡Ave María Purísima! —dijo doña Dolores.

—¡Jesús me valga! —exclamó doña Francisca.

—Que se ladea..., que nos caemos..., que se nos hunde el piso...—gritaron todos, acompañando estas palabras con las interjecciones de costumbre en Andalucía.

La Violenta, en efecto, se había ladeado.

Lo que crujía debajo de La Violenta era un puentecillo de madera que había allí para pasar una acequia.

—Señores, no hay cudiao —dijo el tío Paco cuando notó el peligro en que nos hallábamos, y cuando ya le habían notado todos: pero antes de que acabase de decir no hay cudiao, los maderos del puente acabaron de ceder, y faltándole pie a La Violenta, dio con muchísima gracia una vuelta de campana, y cayó en la acequia, poniéndosenos por montera.

El puente no estaba alto, ni la acequia era profunda. El golpe no fue, por consiguiente, muy terrible, ni el salto fue muy peligroso. Hubo, sin embargo, un trastorno, un caos, un maravilloso revoltijo dentro de La Violenta, al dar aquel gentil brinco y al ir a posarse en el agua.

Piernas, brazos, cabezas, todo se confundió y mezcló, a punto de no acertar nadie qué cabeza o qué piernas o qué brazos eran las que tocaba o tenía encima.

Un profundo silencio reinó un instante en el trastornado seno del vehículo.

No se oía ni una queja, ni un ¡ay!, ni una maldición, ni un terno seco.

Pero ¿qué sequedad había de haber en la acequia en cuyas corrientes aguas, puras, cristalinas, acrecentadas por la lluvia, nos estábamos bañando a pesar nuestro?

Ignoro lo que pensaría y lo que sentiría cada cual en aquel momento. Sólo sé que yo sentía frío Y que el agua me cubría todo el cuerpo menos la cabeza.

Yo pensaba y temía que alguno de mis compañeros se hubiese ahogado.

El tío Paco y Miguel no daban razón de sus personas, ni acudían a sacarnos de allí.

Dentro de La Violenta no se veían los dedos de las manos; pero yo sentí que alguien me asió, diciéndome:

—¿Quién eres?

—Juan —le contesté, reconociendo la voz de Antonio.

—¿Y Mariquita?

—Aquí estoy —dijo Mariquita—, no me ha pasado nada. Llame usted a Miguel, y dígale que nos ayude a salir de aquí.

—¡Miguel! ¡Miguel! —empezamos a gritar Antonio y yo.

—¡Miguel! ¡Tío Paco! —exclamó entonces con voz doliente el señor don Pedro, dando acuerdo de su persona.

Todo esto aconteció con tanta rapidez, que apenas tuvimos tiempo para recobrarnos del susto, ni para buscar modo de salir de La Violenta sin socorro exterior.

—¡Miguel! ¡Tío Paco! —gritaron también Curito Antúnez, Finuras, el teólogo, doña Dolores y doña Francisca, sacándonos y sacándose mutuamente de la duda en que estábamos sobre la suerte de cada uno, y asegurándonos de que todos estaban sanos y salvos, aunque más remojados de lo que convenía.

—¡Miguel! ¡Tío Paco! ¡Miguel!

Al último grito de Antonio llamando a Miguel, contestó éste al fin; pero contesté con otro grito ahogado, inarticulado, furioso, como si fuera el último de su vida; como si Miguel muriese de muerte violenta.

—¡Miguel! —dijo de nuevo Antonio todo azorado.

Pero Miguel no contestó ya.

Antonio se lanzó entonces en busca de la salida, apartando cabezas y piernas y cuerpos que le estorbaban el paso, y arrastrándose por dentro de la volcada tartana. Yo le seguí.

Llegó Antonio a la puertecilla de la zaga, pero no le fue posible abrirla. Dio un fuerte golpe, la forzó y salió. Apenas estuvo fuera, oímos un grito semejante al que Miguel había dado, y todo volvió a quedar en reposado silencio.

Extraordinario fue entonces nuestro susto. Fuera de la tartana teníamos algún cruel enemigo. Un peligro, cuya naturaleza ignorábamos, pero cierto, inminente y, grave, nos rodeaba sin duda.

Miguel, el tío Paco y Antonio quizá habían sido víctimas de aquel enemigo que estaba en acecho en torno de nosotros.

Mariquita hubo de pensarlo así, y, sin decir palabra, sin exhalar un solo ¡ay!, me apartó con brío, se deslizó por entre todos con indecible ligereza y salió también de la tartana.

El grito esta vez fue más agudo, más prolongado, más furioso aún que los de Antonio y Miguel.

El mismo silencio aterrador sobrevino luego.

En pos de Mariquita me lancé yo fuera de la tartana. A mis demás compañeros se diría que el temor los había convertido en estatuas. No se atrevían a moverse.

Cuando me vi fuera de la tartana me encontré en medio de la acequia, donde ya de pie, no me llegaba el agua muy por cima de la rodilla. Apenas tuve tiempo, sin embargo, de ver dónde estaba y de buscar con la vista a mis compañeros. Dos hombres enmascarados me sujetaron y ataron los brazos con un cordel, otro me tapó la boca con tal fuerza y con tan apretada venda, que me fue imposible dar más grito que uno parecido a los que mis compañeros habían dado antes y cuya causa comprendí entonces. Me vendaron también los ojos. Luego sentí que me sacaron del agua, que me llevaron fuera del camino, entre los olivares, y, que allí me ataron los pies, como ya antes me habían atado las manos, y me tendieron en el suelo.

Los hombres que hacían esto no pronunciaban una sola palabra. Se diría que todos ellos estaban mudos. Yo sólo oía el ruido de sus pasos.

Luego imaginé que se alejaban. Después sentí el andar de varios caballos y el ruido de los estribos y de las escopetas al chocar con los cuerpos de personas que montaban en los caballos. Oí, por último, el golpe de las herraduras en los pedernales del camino, como si los caballos partiesen al trote largo con todos sus jinetes.

Entonces volvió cuanto me rodeaba a entrar en la calma más profunda.

Sin ver, sin moverme, sin poder gritar, sin poder adivinar nada de lo que pasaría a mis compañeros, permanecí tendido boca abajo más de media hora, que se me figuró medio siglo.

Lo único que yo calculaba era que todos estarían como yo, atados, con mordaza y en idéntica postura; pero no acertaba a explicarme el objeto de los que así nos habían tratado.

Se me figuraba, con todo, que el vuelco había sido casual; que los bultos que había yo visto en los olivares tenían algún proyecto contra nosotros, y que se habían aprovechado de la caída para realizarle a mansalva y, sin la menor resistencia.

Pero ¿quiénes eran y qué querían de nosotros aquellos enmascarados? Ladrones no eran. Los ladrones ni usan máscara, por lo común, ni dejan a sus víctimas sin aliviar el peso de sus bolsillos.

En estas y otras cosas estaba yo cavilando, todo empapado en agua y muerto de frío, con el relente y el vientecillo fresco de la noche, que horcaba mi ropa. La hierba, sobre la cual reposaba mi cuerpo estaba mojada con la reciente lluvia.

Mi situación no podía ser más incómoda. Había, con todo, un encanto particular en cuanto me rodeaba; encanto a que yo no podía mostrarme sensible, sino para rabiar y desesperarme más aún.

El aroma de las flores silvestres y de las uvas ya maduras de las cercanas viñas llegaban hasta mí. El aire me le traía en sus alas. La misma tierra humedecida daba de sí un fresco olor a búcaro. El ruiseñor cantaba en la copa de un árbol. Aunque yo no veía, presumía que, disipadas ya las nubes, había vuelto a brillar el cielo con multitud de estrellas. La naturaleza toda estaba alegre y tranquila, y era insensible al mal rato que yo estaba pasando, lo cual me hacía montar en cólera contra la naturaleza.

—Ni la luna ni el sol —decía yo para mis adentros se pusieron nunca pálidos por ningún cuidado ni por ninguna desgracia de los hombres. Jamás se han marchitado las flores con nuestras lágrimas. Ni las aves dejan de cantar, ni el cielo de sonreír, ni las plantas de florecer, ni la primavera de vestirse sus galas, ni el otoño de dar sus frutos, por más que nosotros rabiemos.

Este discurso, salpicado de reniegos, hacía yo en el fondo de mi alma, y hasta llegaba a persuadirme de que me iba a morir de frío o de rabia antes de que amaneciese y acudiese alguien en mi auxilio, cuando volví a sentir pasos cerca de mí. Con esto renació mi esperanza.

De repente dijeron a mi lado, en voz baja:

—¡Aquí está uno! ¡Aquí está uno!

Era la voz de Currito Antúnez.

Luego sentí que Currito se inclinaba y me desataba los pies y los brazos.

Enseguida me ayudó a levantarme. Yo mismo me quité apresuradamente la venda de los ojos y la de la boca.

Currito, el teólogo, doña Dolores, el señor don Pedro, Finuras y doña Francisca estaban delante de mí. Todos ellos habían perdido al cabo el miedo y habían salido de la tartana, cuando ya los que ataban y tapaban la boca habían abandonado el campo.

—¡Ay, señor don Juan! —dijo doña Francisca— ¿Qué es esto? ¿Quiénes son los pícaros que le han atado?

—¡Qué sé yo, señora! ¿Y Mariquita, y Antonio, y Miguel? —le pregunté.

—¿Y qué sabemos nosotros? —contestó ella.

—Vamos a buscarlos —dijeron todos.

La noche se había serenado, como yo imaginé mientras tenía vendados los ojos. Un número infinito de estrellas tachonaban el cielo, derramando un resplandor suave. A su débil claridad dimos a no mucha distancia con otros dos bultos. Eran el tío Paco y Miguel.

El tío Paco, aunque parezca increíble, era tanto el vino que tenía en su cuerpo, que mojado, atado, vendado y sobresaltado, había sido vencido por el sueño. Cuando le destapamos la boca y los ojos, nos pareció, al menos, que volvía de un letargo, beato, en vez de salir de una situación desagradable.

Miguel, por el contrario, aunque era uno de los hombres más piadosos que pueden imaginarse, empezó a blasfemar y a echar maldiciones en cuanto tuvo libre la boca, amenazando al cielo y a la tierra y jurando que había de tomar la más dura y espantosa venganza de los infames que le habían agraviado atándole y dejándole por tierra como un costal. Cuando supo que ni Mariquita ni su señorito habían parecido aún, su furor subió hasta la locura. Sacó la navaja y empezó a hacer firmas en el aire, como si tuviese delante a sus contrarios y los quisiese matar. Don Pedro, doña Dolores y doña Francisca sospecharon si se habría vuelto loco, y si no los detenemos, hubieran echado a correr por aquellos campos.

No me costó pequeño trabajo sosegar a Miguel y hacerle comprender que no había aún motivo de perder la esperanza. Antonio y Mariquita debían de estar, como habíamos estado nosotros, tendidos por aquellos suelos.

Siendo inútil llamarlos, porque no nos responderían, nos pusimos todos a buscarlos sin pronunciar una sola palabra más.

XVII. Pesquisas

No poco tiempo anduvimos buscando por un lado y por otro a Antonio y a Mariquita sin dar con ellos. Miguel se desesperaba y echaba sapos y culebras por la boca, como vulgarmente se dice. Yo no me mostraba mucho más comedido en el hablar, y doña Francisca lloraba y hacía mil extremos y otras tantas conjeturas y reflexiones.

—Serán ladrones —decía—, y se los habrán llevado para exigirnos el rescate, como ahora se usa. Es un adelanto del siglo. Hasta en el robar ha habido progresos. Pero lo que es con mi sobrina buen chasco se llevan. Aunque vale todo el oro del Perú, ¿cómo le he de dar, si no le tengo?

—¡Qué mundo éste! —era lo único que decía y repetía don Pedro a cada paso, en lugar de ofrecer su dinero a doña Francisca.

El teólogo y Finuras procuraban consolarla.

—Ya verá usted cómo encontramos a su sobrina le decía el teólogo — Consuélese usted, señora.

—Dios me lo perdone —contestaba ella——; pero no puedo consolarme. ¡Pícaros! ¡Malvados! ¿Qué habéis hecho de mi sobrina? No hubiera faltado más para que hubiera sido completa la función, sino que hubiese venido Palomo y se hubiese ahogado en la acequia. Ahora conozco que hice bien en no traerle. Ojalá que Mariquita se hubiese quedado también en casa. Ella no quería venir, pero yo me empeñé en que viniese. Yo me tengo la culpa de esta desgracia. Toma, toma... —y se daba de bofetadas, sin ninguna compasión de sí propia.

—Vamos, doña Francisca —decía Currito Antúnez—, no se maltrate usted de ese modo; ya daremos con ellos.

—Aquí está don Antonio, aquí está —dijo entonces Miguel.

Y en efecto, le descubrimos sobre la hierba, atado de pies y manos, vendados los ojos y tapada la boca, como Miguel, el tío Paco y yo nos habíamos visto. Mas Antonio lo llevaba con mucho menos paciencia, y se revolcaba furiosamente en el suelo. En balde, para arrancarse la venda de los ojos y la de la boca, y para poder ver y hablar, se había restregado contra las piedras; sólo había conseguido desollarse y acardenalarse la cara.

—Apenas le quitamos las ligaduras, se puso en pie y miró a todas partes sin decir una sola palabra. Cuando nos vio a todos y no vio a Mariquita, dijo con más desaliento que cólera:

—¿Y Mariquita? ¿Dónde está Mariquita?

—¿Quién sabe dónde está? La han robado, señor don Antonio. Esos pícaros infames se la han llevado consigo —contestó la buena de doña Francisca, antes que contestase nadie.

A respuesta tan categórica y terrible nada tuvo Antonio que replicar, y no replicó nada. Parecía que le habían puesto en la boca una mordaza más dura y más eficaz que la que acabamos de quitarle. Taciturno, sosegado en apariencia, se puso a buscar a Mariquita, como si se tratase de buscar el objeto más indiferente.

Los demás hicimos lo mismo durante algún rato, pero todo fue inútil.

Antonio dijo entonces rompiendo su largo silencio:

—Vamos a Fuente-Vaqueros, señores. Los que estén muy fatigados reposarán allí. Los que no lo estén y quieran seguirme, tomarán las armas y los caballos que se puedan hallar y saldrán conmigo en persecución de los malhechores. Quizá alguna gente del lugar quiera salir también con nosotros.

Obedecieron todos a aquel que más parecía mandato que consejo, y muy pronto, más pronto que si hubiéramos ido en La Violenta, nos encontramos en el lugar.

Antonio hizo despertar al alcalde y le refirió nuestra malandanza.

La señora alcaldesa, tan sana de alma como de cuerpo; tan firme y consistente en todas sus virtudes domésticas, a lo que he sabido después, como sólida y maciza en sus carnes, las cuales estaban a prueba de pellizco, según testimonio de sus sobrinos, de algunas amigas íntimas y de su esposo, a quienes ella permitía sólo que intentasen pellizcarla, aunque nunca lo pudieron lograr; la señora alcaldesa, que fuera de esta vanidad de solidez y de robustez, no tenía otra alguna y que tenía en cambio un corazón muy bueno, hospedó en su casa a doña Francisca y a doña Dolores, a Finuras, al teólogo y a don Pedro, y les dio ropa para que se mudasen y quitasen de encima la mojada.

Antonio y los demás compañeros de jira ni quisimos aceptar la hospitalidad ni la ropa. Todos pedimos armas y caballos, como los príncipes de los cuentos de hadas, que quieren dejar la corte del rey su padre e ir en busca de aventuras. El pueblo entero se desveló y alborotó. El alcalde, que era, aunque viejo ya, activo y valeroso y que mandaba la milicia, porque entonces había milicia, hizo tocar alarma y faltó poco para que no hiciese que las campanas tocasen también a rebato.

La gente del lugar acudió al llamamiento como un solo hombre.


Los moros, que el son oyeron
que al sangriento Marte llama,
uno a uno, dos a dos,
un gran escuadrón formaban.


Más de treinta, de a pie los unos y de a caballo los otros, aunque no moros, sino católicos de buena ley, por más que no lo pareciesen, se reunieron en la plaza en un santiamén. Para Antonio, para Miguel y para mí hubo escopetas y tres rocines corredores. El tío Paco tenía harto con pensar en su desvencijada Violenta para que desease acompañarnos.

El señor alcalde estaba pasmado y ofendido de que dentro del término de su jurisdicción se hubiese cometido la fechoría de que Mariquita había sido víctima, y queriendo volver por la buena fama de pacíficos y de seguros de que aquellos sitios gozaban, no consintió en quedarse en el lugar, y se apercibió a venir con nosotros. Era el señor alcalde gran patriota, progresista y admirador del general Espartero. Leía a veces los periódicos, tenía facilidad para hablar y gustaba de echar discursos.

Cuando nos vio en la plaza congregados a todos, con tan gentil ánimo y marcial talante y aparato, no pudo resistir la tentación, y dijo de esta manera:

—¡Valientes milicianos!, no os maravilléis ni os sobresaltéis de que os llame antes de amanecer. La patria y las instituciones liberales no peligran. Por ahora no reclaman el esfuerzo de nuestros inauditos corazones. Lo que sucede (¡cosa indigna de este siglo de las luces!) es que, no lejos del lugar, han robado a una dama ciertos enmascarados. Los debemos, pues, perseguir para librar de sus garras a la inocente paloma y para entregarlos a la justicia, la cual descargará sobre ellos todo el peso de la ley. Espero que me seguiréis con denuedo en una empresa tan propia de hombres libres; que arrostraréis con serenidad cuantos peligros se ofrezcan, y que os coronaréis de inmarcesibles laureles. ¡Milicianos! ¡A vencer o a morir! ¡Viva Espartero! ¡Viva la libertad! ¡Viva la Constitución!

Todos respondieron: «¡Viva! ¡Viva!» y todos se mostraron llenos de bélico entusiasmo con la perorata. Luego nos dividimos en tres grupos de a diez o doce hombres, y salimos del lugar, el alcalde al frente de uno, Miguel en otro y Antonio y yo dirigiendo el tercero. Cada grupo tiró por su lado, recorriendo diferente camino, visitando los cortijos y las quintas e inquiriendo por dondequiera y de cuantos encontrábamos, si habían visto a los raptores y a la mujer robada. Nadie nos daba razón ni de los unos ni de la otra.

Pronto empezó a alborear, y amaneció un día hermosísimo; el cielo, azul, sin nubes; el aire, dulcemente fresco; la tierra regocijada; las aves, más parleras y alegres que de costumbre, y los pámpanos y las hojas de las higueras, de los nogales y de los olivos, más verdes y brillantes, a causa de la lluvia en que se habían bañado por la noche. El sol salió a poco por el horizonte y se levantó hacia el cenit, tan encendido y hermoso que hacía chiribitas, como dicen en mi país.

Mariquita, entretanto, no parecía ni viva ni muerta. Nadie nos daba razón de los que la habían robado. El rastro, la huella, no se podía descubrir. Preguntábamos en algunos lugares y cortijadas, y nos respondían que nada habían visto. Mirábamos el piso de todas las sendas y veredas, y veíamos señalados en el barro los cascos y las herraduras de muchas caballerías; mas ¿cómo averiguar cuáles eran las señales que habían impreso en su fuga los caballos de los raptores?

Antonio ni hablaba ni se quejaba; pero su rostro hacía contraste con la paz de la naturaleza que nos sonreía en torno. Su rostro estaba adusto, cetrino, como si la sangre se le hubiera convertido en hiel. En sus ojos y en la contracción de sus labios y en la mueca desdeñosa que formaban, conocía yo, sin que él me lo dijese, que ya había perdido toda esperanza de hallar a Mariquita; que lamentaba, sin duda, su pérdida con un dolor sublime y que al mismo tiempo veía en el lance y en todos sus pormenores tanto de cómico, de vulgar y de ridículo que principalmente pesaba sobre él, que se sentía como abrumado y avergonzado, y deseaba que se le tragara la tierra. La historia de sus amores con Mariquita era hermosa, noble, poética, mirada allá en el santuario y en la profundidad de su corazón mirada exteriormente; mirada por los profanos y de un modo profano, se prestaba más a la burla que a la compasión trágica; más que al llanto, a la risa. Había hecho del desdeñado y del rendido con una pupilera, que de todo podía tener fama menos de inexpugnable, y después de haberla pretendido sin éxito se la hablan robado en las barbas, dejándole a él amarrado y revolcándose en el cieno.

Tales eran, por fuerza, las cavilaciones que asaltaban y atormentaban a Antonio, y que debían tenerle muy poco satisfecho de sí mismo y de la fortuna. Cansado, al fin, de andar buscando inútilmente a su prenda, y pareciéndole cada vez más ridículo e insoportable el papel que hacía, me dijo con voz sorda y casi desmayada:

—Vámonos, Juan..., es inútil. Volvamos a Fuente-Vaqueros, a Granada, a cualquiera parte, con tal de que nadie me vea, ni yo vea a nadie tampoco.

Yo le obedecí y nos volvimos a Fuente-Vaqueros con los bizarros milicianos nacionales.

A eso de las doce del día, quizá más tarde que más temprano, entramos en el lugar con la misma pompa guerrera con que de él habíamos salido antes de rayar el alba.

XVIII

Amaro e noia
La vita, altro mai nulla.

Leopardi


No permanecimos mucho en Fuente-Vaqueros. La Violenta y su caballo habían salido de la acequia y se hallaban en estado de trasladarnos a Granada, adonde todos, perdida la esperanza de descubrir a Mariquita, deseábamos ya volver, Antonio gratificó con generosidad a los milicianos que nos habían acompañado y a los hombres que habían ayudado al tío Paco para sacar de la acequia La Violenta. Nos despedimos cariñosamente del alcalde, de la alcaldesa y, de todos los del lugar, y nos pusimos en marcha.

La desaparición y robo de doña Mariquita se divulgó por Granada, no bien llegamos. Se hicieron nuevas pesquisas, inútiles todas. No quedó mesón, venta, posada ni parador, en diez leguas a la redonda, adonde Antonio no enviase a preguntar si habían visto a unos hombres con una mujer, cuyo traje, edad, figura y demás señas se expresaron minuciosamente. Nadie supo dar razón de Mariquita ni de sus raptores. Nadie los había visto. En ninguna parte se habían albergado. No habían dejado rastro, ni huella, ni indicio de su paso por parte ninguna.

Sospechando si Mariquita estaría en la misma ciudad de Granada, hicimos que la Policía inquiriese y buscase su paradero; pero tampoco nos valió esta medida. Antonio receló al principio de don Fernando. Don Fernando disipó todo recelo. Vino a ver a doña Francisca, en cuya casa no había puesto los pies desde el día del lance con Antonio; probó la coartada, sin que pareciese que trataba de justificarse, y se mostró con Antonio y con todos nosotros muy afligido y consternado de la desaparición de Mariquita.

No podíamos atribuir el rapto sino al cantor misterioso que oyó Antonio la víspera de la jira. Antonio quiso informarse de quién era este cantor, y todo fue en balde. Rafaela no sabía nada. Miguel, al menos, la interrogó una y mil veces, y ella dijo siempre que nada sabía. Doña Dolores hablaba del temor, que estaba cantando en Barcelona; del comisionista, que se hallaba en Marsella o en París, y de otros varios que habían sido, o que aquella suponía que habían sido, amantes de doña Mariquita; pero ninguno de ellos era posible que hubiese sido raptor. Del de la serenata nada sabía doña Dolores.

Lo único cierto era que aparecían tres amantes, tres adoradores, tres personajes incógnitos, que habían ejercido; y que tal vez seguían ejerciendo, un influjo poderoso en el destino de la joven pupilera pero estos tres personajes incógnitos podían ser muy bien uno solo. El que estaba retratado en el guardapelo empeñado en casa de don Pedro, el de la copla que oyó Antonio cantar, y el raptor, por último, no eran quizá sino un mismo sujeto.

Antonio se atormentaba por averiguar quién sería éste uno o quién estos tres personajes misteriosos.

Fue a ver a don Pedro; le rogó que le entregase la joya empeñada de doña Mariquita; le ofreció y dio por ella lo que le pidió don Pedro, y la obtuvo. Vio entonces el retrato, y conoció que era de un hombre hermoso. No estaba pintada más que la cabeza, y no era posible, por consiguiente, calcular por el traje la condición de la persona, ni la época en que el retrato se hizo. El retrato parecía, con todo, hecho muchos años hacía. La persona retratada, a juzgar por la imagen, parecía tener, cuando el artista la pintó, de veinticinco a treinta años.

La única persona que podía dar alguna luz en todo este obscurísimo negocio era doña Francisca, que lloraba amargamente la pérdida de su sobrina, pero que seguía cuidando la casa, comiendo bien, acariciando a Palomo y teniendo de tal suerte identificadas la imaginación y la memoria, que nadie podía confiar en la verdad de lo que dijese, sin poder tampoco acusarla de mentirosa ni mucho menos.

Antonio, sin embargo, le pidió una entrevista a solas, y doña Francisca se la acordó. Antonio le contó punto por punto cuanto con doña Mariquita le había pasado; le dijo que la quería con toda el alma y que se juzgaba querido, y le rogó con las más encarecidas razones que supo, que le descubriese lo que de la vida de su sobrina fuera conducente al descubrimiento de su raptor o raptores. Doña Francisca aseguró infinitas veces y persistió en asegurar que no sabía nada.

—Pero, señora —le decía Antonio, perdida ya casi la paciencia—, ¿usted no sabe los amantes, los novios, los queridos que ha tenido su sobrina?

—Hijo, yo sé y no sé —contestaba ella—. Esas cosas nunca las saben bien las tías. Yo sé que desde que estamos en Granada han pretendido muchos hombres a mi sobrina; pero del éxito de las pretensiones, ¿qué he de saber yo? Eso no lo dicen a las tías las sobrinas reservadas, y Mariquita lo es en extremo.

—Pero, en fin, ¿quién son los que la han pretendido?

—Son —y doña Francisca empezaba contar por los dedos—, son el tenor italiano, el comisionista francés, don Fernando, algunos señoritos de aquí, y, por último, una infinidad de estudiantes. Ya lo sabe usted. ¿Está usted más adelantado con saber esto? ¿Se puede deducir de esto quién ha sido el raptor? Ni uno sólo de los pretendientes que he recordado tiene facha ni pelaje de raptor. Para robar a Mariquita como la han robado, se necesita más poder, y más decisión, y más entraña y atrevimiento que los de aquellos señores.

—¿Y usted no sabe —proseguía Antonio— que algunas noches venía un hombre a cantar al pie de la ventana de su sobrina?

—Señor don Antonio, aquí en Granada se canta mucho, se dan muchas serenatas; el oír cantar una copla es un suceso tan vulgar y ordinario, que no me hubiera hecho impresión ese cantor misterioso de que usted habla, aunque lo hubiese oído. No creo, no recuerdo, con todo, haberlo oído.

—Y de otros amores de Mariquita en otras ciudades... Menester es que usted me lo diga todo. Me importa saberlo.

Antonio pronunció estas palabras con tono tan imperioso, que doña Francisca, a pesar de su buena pasta, salió de sus casillas, y dijo, con más acritud de la que solía usar:

—Señor don Antonio, no sé con qué derecho quiere usted que yo le descubra la vida íntima de mi sobrina. No comprendo qué utilidad pudiera traer a usted saberla punto, por punto. Ni estoy de humor de contarla, ni para contarla tengo datos y noticias suficientes.

Antonio comprendió que doña Francisca tenía razón, y procuró disculparse Y calmarla.

—Vamos, señora —le dijo—; usted comprende el interés que por su sobrina me tomo y debe excusar mis preguntas como nacidas de ese vivísimo interés. No pretenderé ya que me refiera usted la historia de su sobrina. Yo sólo pretendo una cosa.

—¿Cuál es?

—Que me responda usted con toda sinceridad y claridad a una sola pregunta: que si sabe quién es una persona que yo claramente le designe y qué género de relaciones tuvo o tiene con su sobrina, me lo diga sin rodeos.

—Prometo que lo diré si lo sé.

—Pues si así lo promete, yo confío en que lo cumplirá.

Y diciendo esto sacó Antonio del bolsillo el guardapelo, y fue a abrirle para mostrar el retrato. Doña Francisca dijo antes de que le abriese:

—Usted ha desempeñado esa prenda que estaba en casa de don Pedro; pero yo no puedo consentir que esa prenda permanezca en sus manos de usted. O devuélvala a don Pedro y recobre el dinero, o entréguemela al punto, y fíe en mí que yo le pagaré cuanto antes lo que el desempeñarla le ha costado.

—Señora, no pensaba yo en quedarme con el relicario. Aquí está; guárdele y devuélvasele a su sobrina, si es que logra verla de nuevo.

—¿Cuánto ha dado usted a don Pedro por él?

—Cien duros.

—Cien duros le debo a usted, y procuraré pagárselos. Volveré la prenda a casa de don Pedro y se los pagaré enseguida.

—Eso no lo consentiré yo. Guárdela usted y págueme cuando pueda, o no me pague nunca.

Este rasgo de generosidad conmovió de tal suerte a doña Francisca, que empezó a llorar como una Magdalena, y dijo:

—¡Ay, señor don Antonio!, qué alma tan noble tiene usted. Yo nunca podré agradecerle...

—Sí, señora; usted tiene medio de agradecerme y de pagarme. Lo que yo deseo es hallar a Mariquita. Ayúdeme usted a hallarla y me daré por pagado.

—¿Y cree usted que no quiero yo hallarla también? —replicó doña Francisca—. ¿Ignora usted acaso que la amo con todo mi corazón? Usted lo debe saber todo, todo. Con usted no quiero hacer misterios de nada. Mariquita no es mi sobrina. ¡Mariquita es mi hija!

El descubrimiento de la madre de Mariquita en doña Francisca disgustó soberanamente a Antonio. La prefería sin madre, hubiera querido para ella una madre menos vulgar; al oír la declaración de doña Francisca se quedó frío como el hielo.

Procurando darse por desentendido, preguntó:

—Y dígame, señora, ¿quién es el del retrato?

—El del retrato es el padre de Mariquita —dijo ella con tono melifluo.

Antonio, que tenía ciertos instintos aristocráticos en el alma, y que estaba apesadumbrado de que tuviese su amada una madre tan vulgar, imaginó que tal vez el padre no lo sería tanto.

—¿De dónde era el padre? —preguntó rápidamente.

—Inglés —contestó doña Francisca.

—¿Su profesión? ¿Su calidad?

Aquí hubiera deseado Antonio que mintiese doña Francisca con tal de que te dijese que el padre de Mariquita era un lord; pero doña Francisca, contra su costumbre, estaba aquel día terriblemente verídica. Doña Francisca, contestó:

—Piloto.

—¿Y por qué se separó usted de él?

—Porque se había arruinado. Se embarcó en Málaga en un buque de su nación y se fue a la India a hacer fortuna.

—¿Y sabía Mariquita que este retrato era de su padre? ¿Sabía que es usted su madre?

—Todo lo sabía.

—¿Y no han vuelto ustedes a saber de él?

—Hace más de veinte años que no sabemos.

—¿Cómo es que no le ha escrito a usted?

—Se marchó enojado conmigo.

—¿Había nacido ya Mariquita cuando él se marchó?

—No había nacido aún. Nació cinco meses después de su partida.

—En fin, señora —añadió Antonio, cambiando de conversación bruscamente y como si toda aquella historia le repugnase y le hiriese y marchitase las ilusiones de su alma—; en fin, señora, ¿usted no sospecha quién ha sido el raptor de su... sobrina?

—No, señor, no lo sospecho.

Antonio terminó entonces bruscamente la conferencia, saliendo del cuarto de doña Francisca más que nunca desesperado.

En vez de averiguar algo conducente a dar al fin con doña Mariquita, Antonio sólo había descubierto cosas que le hacían más ruin, más bajo, más prosaico cuanto tenía relación con su diosa, con la mujer cuya presencia había traído a su alma un enjambre de ilusiones divinas y cuyo recuerdo, después de haberla perdido, se le aparecía lleno de una hermosura y de una perfección celestiales. En su alma tenía él a aquella mujer, circundada de la más sublime poesía; en la realidad, en el mundo sensible, parecía que todos se esmeraban en circundarla de la prosa más vil y más despreciable. ¿Por qué Antonio, con todo el afán de la limpieza y de santidad para el alma de la mujer querida, había echado su corazón en el fango cuando pensaba levantarle hasta el cielo?

Antonio estaba avergonzado de que el público supiese sus desgraciados amores con Mariquita y el ridículo fin que habían tenido; casi no se atrevía a salir a la calle, ni ir a la Universidad, ni presentarse en parte alguna. Se le figuraba que era objeto de burla para el mundo todo. Exteriormente su posición le parecía ridícula. Él poetizaba allá interiormente en su alma su amor y su infortunio mas para los que no podían ver su alma suponía él que ambas cosas debían se asunto de mofa y de regocijo a sus expensas.

Había, en efecto, mucha verdad en estas apreciaciones.

Yo casi no me atrevía a disimular para consolar a mi amigo; mas era lo cierto que en Granada se reían del rapto de doña Mariquita, y suponían que había sido una farsa que ella misma había preparado para embromar a su tía y para dejar a Antonio, como se dice vulgarmente, con un palmo de narices.

Antonio, entretanto, metido en su habitación, imaginativo siempre, silencioso y mustio agravaba más la ridiculez de su posición en vez de hacerla olvidar.

A veces quería salir a la calle, ir al Café de Pedro Hurtado, presentarse en la Universidad y provocar un lance y romperse con alguien la cabeza para que terminase la risa que había suscitado y que a él se le figuraba que debía de ser inextinguible.

—Ni aunque me suicide —me decía Antonio fuera de sí—, ni aunque me suicide dejará la gente de considerar como aventura cómica la desventura trágica de mis amores. Si yo no la hubiese amado con toda mi alma; si yo no la amase todavía, sería el primero en reírme; pero, ¿cómo he de reírme, si tengo la debilidad, la desgracia de amarla más cada día? Esa mujer me dio un hechizo, un veneno, un filtro que ha trastornado mi corazón. Pero, ¿crees tú que se ha burlado de mí? ¿Crees tú que no me ha querido, ni siquiera en el punto en que me dio el beso? ¿No es posible que su raptor se la haya llevado contra su voluntad? ¿No podríamos saber algo de los misterios de la vida de esta mujer por sus papeles? ¿Rafaela no podría traernos los que haya dejado ella en su cuarto?

Yo encontré buena esta idea y, hasta cierto punto, lícita. Informé a Miguel, Miguel se entendió con la criada, y a poco tuvimos, no las cartas, sino la noticia de que doña Mariquita quemaba cuantas recibía. Se halló, sin embargo, dentro de su libro de devociones un papel ininteligible para el vulgo. Estaba escrito en lengua inglesa. Mas Antonio y yo, que entendíamos algo, pudimos traducir lo que sigue, con no pequeña admiración:

«La pena que ayer me causó tu contestación, no sabré ponderarla. Estuve por dejarme caer de espalda con la silla en que estaba sentado, dar en el suelo con el colodrillo y morir como el pontífice Helí cuando le anunciaron la muerte de sus hijos muy amados. ¿Qué hijos pueden serlo más, que estos mis amores apenas nacidos y ya muertos?»

—Me parece —dije yo, interrumpiendo la lectura que hay en esta carta cierta dosis de socarronería.

—A mí también me lo parece —contestó Antonio—; por lo demás, se me figura que, al leerla, mi alma se mira como en un espejo. Prosigamos.

Yo proseguí leyendo de esta suerte:

«Pero me contuve y me quedé quieto, sin echarme hacia atrás, guardándome para mayores cosas, y riéndome en mi interior de la idea estrambótica que se me había ocurrido de imitar al pontífice Helí; antes bien, me propuse hacer del indiferente y del desdeñoso y, plantarte y desecharte de mí diciéndote que todo había sido broma. A ello daban, indudablemente ciertos visos de certeza mis cartas anteriores, escritas todas más para reír que para enternecer, como no fuese que, al través de las burlas, acertases tú a descubrir las lágrimas y la sangre con que estaban escritas. Porque es de notar que los hombres descreídos que tenemos el corazón amoroso, solemos amar entrañablemente cuando amamos, poniendo en la mujer un afecto desmedido, infinito, que sólo para Dios debiera guardarse.

Temblando me puse, pues, a escribirte la carta de despedida; pero con tanta cólera, que rasgaba el papel, como el moro Tarfe, y la carta no salía nunca a mi gusto. Al cabo, después de escribir siete u ocho, determiné no enviarte ninguna. Entonces tomé la honrada y animosa determinación de despedirme de tú de palabra, conservando en tu presencia una dureza pedernalina y una frialdad de 25 grados bajo cero. Dormí mejor aquella noche, acaso con la esperanza, que yo no osaba confesarme a mí mismo, de que en cuanto te dijese se acabó, te me echarías al cuello y me pedirías que no te abandonase, y que entonces te olvidarías de lo que ya es fuerza olvidar y serías mía para siempre. Ello es que a pesar de mi terrible determinación de dejarte, me puse para ir a tu casa hecho un Medoro. A pesar de mi furor, tomé un baño, no sé si para que se me calmaran los nervios y estar más sereno en aquella grande ocasión, o si para estar más limpio y más oloroso; me afeité más a contrapelo que nunca, dando a mis mejillas una increíble y voluptuosa suavidad; limpié los dientes y perfumé la boca, haciendo desaparecer todo olor de cigarro con el elixir odontálgico del doctor Pelletier; me eché en el pañuelo esencia triple de violetas de míster Bayley, en Londres, y en fin, me atildé como Gerineldos cuando fue por la noche, según el romance que tú cantas, a buscar a la infantina que quería tenerle dos horas a su servicio.

Con toda esta pompa y majestad me encaminé hacia tu casa. En ella pensaba hallarte con la cabeza erguida, tan alegre, tan indiferente; pero también pensaba que al cabo caerías en mis brazos, pálida y marchita de amor, como las flores con el sol del estío.

Figúrate qué desengaño, qué dolor no sería el mío cuando me dijeron: la señorita se ha marchado. —¿Adónde?—pregunté. —No sabemos— respondieron, —¿Ha dejado algo para mí?— y me entregaron una carta, tu lacónica carta, única que me has escrito. «Perdóneme usted», decías; «no me aborrezca usted. Adiós. Soy muy desgraciada.» Pero yo te aborrezco, y no te perdono y nunca te perdonaré.

Me has herido de muerte, me has burlado y no puedo persuadirme de que eres mala. Al par que te aborrezco, me parece que te amo y he de seguirte y perseguirte donde quiera que vayas. Adiós.»

Así terminaba la extraña carta. No tenía firma ni fecha. Parecía, con todo, que hacía ya mucho tiempo que había sido escrita. Mariquita la tenía, según hemos dicho, dentro del devocionario, como si recientemente la hubiese leído de nuevo. El devocionario estaba bajo llave; pero Rafaela, poco escrupulosa en sus pesquisas, había abierto la cómoda de Mariquita violentando la cerradura. La llave se la había llevado ella, aunque en su cómoda no había otro tesoro ni más secretos que aquella carta, su ropa y algunas alhajillas de poco valor.

No acertaré a ponderar aquí el efecto que hizo la lectura de la carta en Antonio. No acertaré a repetir la multitud de cavilaciones que hizo sobre ella.

Pensó primero si sería una carta dirigida a doña Francisca por el padre de Mariquita; pero considerando luego que era la carta demasiado alambicada y quintaesenciada para escrita por un piloto, que el papel no parecía tener veinte años, sino cuatro o cinco a lo más, y que el elixir odontálgico de Pelletier y otras invenciones de que hablaba la carta eran más modernos, desechó aquel pensamiento y se aferró con creer que a nadie sino a Mariquita podía haberse dirigido la carta.

Pero, ¿quién sería aquel inglés y dónde le conocería? Antonio no pudo resistir a la tentación de interrogar de nuevo a doña Francisca.

Fue a su cuarto y la halló sola, muy tranquila, con Palomo al lado y cogiendo puntos a unas calcetas, a pesar de la cortísima habilidad que Dios le había dado para la costura. Al verla con aquel sosiego, le dio a Antonio rabia; pero se reportó, procuró hacerse el amable, enredó con ella conversación, y a poco, sin muchos rodeos ni preparativos, le preguntó lo siguiente:

—Dígame usted, doña Francisca, digame usted con toda franqueza, porque me importa saberlo, ¿ha tenido Mariquita algún novio inglés?

—¡Hombre! ¡Usted hace unas preguntas muy extravagantes; pues ya se ve que probablemente los habrá tenido! ¡Figúrese usted que ella y yo hemos vivido más de un año en Gibraltar! Allí todos los oficiales de la guarnición son ingleses y todos nos conocían.

—¿Y hace mucho tiempo de eso?

—Cuatro o cinco años.

—¿Y cuál era el que ella prefería? ¿Cómo se llamaba?

—Qué sé yo cómo se llamaba. ¡Los ingleses tienen unos nombres tan enrevesados¡... Mariquita lo sabía bien porque aprendió la lengua; pero yo nunca pude aprender más que good morning y how do you do. En cuanto a los apellidos, no se me ha quedado presente más que el de Smith, y la mitad de los ingleses tienen este apellido. ¡Vaya usted a preguntar por un estudiante en Salamanca!

—¿Pero el piloto, señora, no le enseñó a usted algo más de la lengua inglesa? ¿Ni siquiera su apellido?

—¡Ay! —dijo doña Francisca suspirando muy amargamente, el piloto se llamaba también Smith, Juan Smith, y en cuanto a enseñarme, no dejó de enseñarme muchas palabras, pero ya se me han olvidado. Sólo recuerdo estas tres o cuatro, además de las dichas: I love you, my darling.

—Voto va, señora —dijo Antonio con la paciencia ya perdida—, y qué flaca es usted de memoria. Pero ¿esos señores no tenían nombres de bautismo?

—Sí, señor, se llamaban Roberto, Enrique, Tomás, Arturo, en fin, se llamaban como se llaman los hombres en todas partes; y perdóneme usted que le diga, don Antonio, que se va usted poniendo pesado.

—Doña Francisca —contestó Antonio amostazadísimo—: tiene usted un alma de corcho. Lo mismo se le importa a usted de su hija, que de esa calceta que está cosiendo.

Dijo esto con tanta ira y con tal tono de amargura, que aterró y sobrecogió a la pobre mujer, la cual verdaderamente sentía a su modo la desaparición de Mariquita. Doña Francisca rompió en el llanto más desconsolado y sincero. La pobre, en medio de la villanía en que tal vez había vivido, conservaba cierto candor infantil y la dulce sensibilidad de una persona que no discurre mucho.

Antonio, que necesitaba de consuelo tuvo que emplearse en consolar a doña Francisca. Luego que la consoló y la apaciguó lo mejor que supo, se salió de su cuarto y se volvió al nuestro, echando venablos y no más adelantado que antes en la averiguación de quién había sido el raptor de su amada.

Será un oficial inglés de la guarnición de Gibraltar —decía Antonio para sí—. Pero si la carta tiene de fecha cuatro o cinco años, ¿cómo y por qué ha esperado para robarla todo este tiempo? Y, aunque yo esté seguro de que ha sido un oficial inglés, ¿cómo buscarle y vengarme de la afrenta? Pero yo le buscaré.

El raptor no puede ser otro que un oficial inglés. Yo iré a Gibraltar. Allí estará él probablemente. Allí estará Mariquita. Yo sabré encontrarlos y vengarme. Estoy decidido. Yo no sirvo para estudiar. Ahorco los hábitos de estudiante y, emprendo nueva vida, más conforme con mis aficiones. Una vida de viajes y de aventuras. Voy a salir en busca de Mariquita. También yo la perseguiré, como la ha perseguido el incógnito escritor de la carta. Puede que yo la halle en menos tiempo que en hallarla ha tardado él. Será absurdo, será necedad interesarse por una mujer a quien las apariencias todas condenan, pero es mi destino... Y en suma, la vida es desabrida sin un fin, sin un objeto. El que yo doy a la mía será malo, será detestable, pero es poético. ¿Quién podrá negar que es poética Mariquita? Angel o demonio, es algo más que una mujer.

XIX

La monnaie est indispensable á
l'homme, du moment qu'il vit en société.

Michel Chevalier


Casi determinado Antonio a irse a Gibraltar en busca de Mariquita, nos llamó a consejo a Miguel y a mí, a fin de poner su determinación por obra. Ambos acudimos a la conferencia, que se celebró, si no me es infiel la memoria, tres días después de la desaparición de la hermosa pupilera, perdida ya la esperanza de hallarla y hechas ya todas las investigaciones de que en el capítulo anterior he hablado.

Antonio empezó por declarar la vehemente sospecha que tenía de que hubiese sido el raptor un oficial inglés; dijo luego que estaba locamente enamorado de Mariquita, que no podía vivir sin ella y que por ella iría hasta el cabo del mundo, y propuso, por último, su designio de ir a Gibraltar, que al cabo no está tan al cabo.

Miguel, que tenía unas luces naturales muy claras y que sabía los más sublimes axiomas de la ciencia económica, sin haber leído nunca a su tocayo el señor Chevalier, fue el primero que habló haciendo esta pregunta discretísima:

—¿Y con qué dinero nos vamos de viaje? El señorito acaba de gastar cien duros en desempeñar un relicario; el comerciante que le da la mesada le ha adelantado dos y no querrá adelantar más. Estamos en noviembre y el señorito ha cobrado ya las mesadas de diciembre y enero. El señorito tal vez no tenga veinte duros con que contar.

—No tengo ni veinte duros —dijo Antonio bastante melancólico— No me señoritees tanto, que no lo merezco.

—Entonces —replicó Miguel—, ¿qué hemos de hacer sino aguantarnos? Con tan poca moneda no hay que pensar en aventuras ni en peregrinaciones a lo caballero. O quedarse en Granada estudiando, o empuñar el bordón, o salir con un trabuco por esos caminos. No hay otro medio.

El razonamiento de Miguel era de una verdad y de una lógica grandísimas pero no faltará alguien que no comprenda bien las premisas en que se apoyaba. ¿Cómo es posible, me dirá, que el hijo del Creso de tu pueblo no tuviese un ochavo? ¿Cómo son en tu pueblo los pobres, cuando los Cresos y los Cresillos son tales? ¿Pero qué he de contestar yo a esto sino lo del andaluz? ¡Pues ahí verá usted!

Mi amigo Antonio era rico, era poderoso, para lo que entonces se usaba. No había otro estudiante en aquella Universidad que tuviese más mesada que él. Antonio tenía mil quinientos reales mensuales, la envidia y el asombro de toda la caterva estudiantil. La mesada máxima de un estudiante no excedía, en mi tiempo, en Granada, de mil reales vellón. Los que tanto tenían eran contados, admirados y envidiados. Lo usual, lo común, era de veinte a cuarenta duros. En esta escala o extensión de los veinte a los cuarenta estaba comprendida la tan celebrada aurea mediocritas. El que tenía menos de veinte duros era ya algo pobre; el que tenía más de cuarenta pasaba por rico. Figúrese el lector por qué no pasaría mi amigo que cobraba setenta y cinco pesos fuertes cada mes.

Muchas veces me he puesto a considerar, diez o doce años después de haber tenido lugar los sucesos que voy refiriendo, en si ha mejorado la fortuna pública, o en si ha cambiado de manos, o en si entonces vivía yo entre gente de una clase y ahora vivo entre gente de otra. De todo habrá probablemente; pero lo cierto es que muchos de los estudiantes que con cuatrocientos o quinientos reales al mes se juzgaban dichosos en aquellos días felices, en éstos de ahora arrastran coche, pisan alfombras, beben vinos extranjeros y todavía se lamentan cuando no tienen sino cuatro, cinco o seis mil duros que gastar. Cualquiera diría al verlos tan afligidos, y a muchos de ellos tan aristócratas, tan quejosos de la revolución, tan partidarios del antiguo régimen y tan descontentos del poco dinero que tienen para atender a sus obligaciones, que son otros tantos príncipes porfirogenetos, o dígase nacidos en la púrpura, cuyos alcázares, cuyos tesoros y cuyos siervos han venido a cubrir la ola ascendente de la democracia.

Pero dejando digresiones a un lado y volviendo a mi historia, diré que no era lo peor que Antonio no tuviese sino setenta y cinco duros al mes; lo peor era que tratando en balde de condensar el tiempo, mi amigo había condensado y aun evaporado las mesadas. Estaba realmente en noviembre y rentísticamente habían pasado para él diciembre y enero y se hallaba en el mes de febrero. Tan desenfrenado había sido su lujo, que en menos de un mes que hacía que estaba en Granada había gastado tres mesadas y media casi, esto es, unos ciento sesenta y dos y medio pesos fuertes, o sean tres mil doscientos cincuenta reales vellón, sin contar con el piquillo que traía en la bolsa cuando llegó del lugar. Pero Antonio no se ahogaba en poca agua.

—Ninguno de esos tres extremos que me presentas me parece bien —le contestó a Miguel—. Sin ser bandolero, sin ser romero, quiero dejar de ser estudiante.

—Pues vea su merced qué hacemos con los veinte duros que tiene y con siete u ocho que yo tengo y que pongo a su servicio. Lo que es el comerciante no dará un real más aunque le emplumen.

—Puedo disponer de mil reales —dije yo entonces.

—Gracias —replicó Antonio—, yo los acepto y te los pagaré. Para ir a Gibraltar, iremos por Málaga. Desde aquí a Málaga, en diligencia, y desde Málaga, en barco de vapor. Tú, Miguel, vendrás conmigo. Los caballos son inútiles. Venderemos el tuyo y el mío, y bien podremos sacar por ellos de nueve a diez mil reales, malbaratándolos. Si empeño, además, mi reloj y mis anillos en casa de don Pedro, podré tomar otros tres mil reales. Todo esto suma..., veamos: 1500 y 1000, son 2500, y 10000, son 12500, y 3000, son 15500. ¡Eh! ¿Qué tal?... ¿No es ya una cantidad respetable?

—Ya lo creo —dije yo—, basta y sobra con ella para ir a Gibraltar y aun para vivir en Gibraltar algunos meses. Pero si Mariquita y su raptor han traspuesto ya, si se han ido a Inglaterra o a la India, como el piloto Juan Smith, o si han emigrado a América o a la Australia, ¿cómo les habéis de seguir la pista con ese dinero? ¿Cómo es posible creer que tu padre te le envíe para que hagas una locura tan enorme, que no otra cosa le ha de parecer el que dejes los estudios y el que consagres tu vida a viajar en busca de Mariquita? Si al menos estuvieras seguro de que se fue a Gibraltar, de que vas a encontrarla allí, o de que vas a encontrar allí rastro de ella... Pero nada se sabe

—Si algo se supiese —dijo Antonio incomodado—, ¿vacilaría yo un solo instante? ¿Os consultaría? ¿Me detendría por nada? ¿Qué pensaríais de mí si no estuviese yo en Gibraltar, el raptor muerto, vengada la injuria que he recibido?

—Todo eso es cierto —dijo Miguel—, pero hay que reflexionar que allí, en la plaza, la justicia es muy ejecutiva, y su merced estaría ahorcado también sin andarse en aquí la puse.

—Mejor que mejor. Si me ahorcaban me ahorraban el trabajo de hacerlo yo mismo, que al fin en eso vendré a parar.

—Ea, calle usted, señorito, y no diga disparates. Su merced se chancea Pues qué, ¿había su merced de morir como Judas? Viva la gallina, aunque sea con su pepita, y mátenos Dios que nos creó.

—Creo —dije yo entonces— que Antonio tendría razón si supiésemos quién ha robado a Mariquita. Aun prescindiendo de Mariquita, aun sin estar enamorado de ella, merece castigo y venganza la burla que nos ha hecho, dejándonos atados y llevándose a la muchacha. Por menos se perdió Troya, y no dejaron atado a Menelao, cuando robaron a Elena. Pero entonces se sabía que Paris había sido el raptor. Ahora todo se ignora. Quiero suponer que ya están ustedes en Gibraltar, y quiero suponer que Mariquita está allí con quien la ha robado. Pero ¿cómo verla? ¿Piensan ustedes que el raptor la dejará salir a la calle? ¿Cómo reconocer entre tantos oficiales ingleses el que se la ha llevado? ¿Los has de desafiar a todos y has de pelear con todos, uno por uno, hasta dar con el ofensor?

—¿Y por qué no? Empezaré por desafiar al que se me antoje, por la traza, que es el que me ha ofendido.

¿Y si no lo es, o si niega que lo es y no quiere reñir en duelo?

—Lo coseré a navajazos.

Esta briosa contestación de Antonio, dicha sin cólera, con reposo, como se dicen tales cosas cuando es capaz de hacerlas quien las dice, me convenció de que no había forma de disuadirle. Con todo, añadí después de una breve pausa:

—Antonio, la determinación que quieres tomar es muy grave. Repito que si supieras quién había robado a Mariquita y quién te ató, o, por mejor decir, quién nos ató y nos dejó tirados en el suelo, debías buscarle, desafiarle y matarle si podías. Pero no sabiéndolo, es un absurdo, ir a empeñar un lance con cualquier oficial de Gibraltar, que podrá muy bien no aceptar el desafío, y que tendrá razón para no aceptarle. Asesinar a un hombre es acción que no tiene excusa jamás, y te creo incapaz de ella. Todavía comprendería yo, aunque siempre condenarla, el asesinato de un hombre que te hubiese hecho una injuria gravísima y se negase a darte satisfacción; pero el que nunca te ha injuriado, y en tal caso estará probablemente el oficial inglés a quien te dirijas, está en su derecho de no aceptar el duelo a que le provoques. Vas, pues, a Gibraltar expuesto a cometer un crimen o a quedarte en ridículo, y a mi ver, casi condenado a no encontrar a Mariquita, que puede muy bien haber ido a otro punto y no a Gibraltar, y que si a Gibraltar ha ido, puede cuando tú llegues allá estar ya en Inglaterra.

—O en el quinto infierno —añadió Miguel.

—Pues al quinto infierno he de ir en busca de ella —dijo Antonio.

—Estos amores tuyos son muy extraños —proseguí—; puestos en una novela pasarían por inverosímiles. No quiero disputar sobre ellos; son una enfermedad que se ha apoderado de tu alma y no tiene cura. Haz lo que tu pasión te dicte ya que te ciega hasta ese extremo; pero refrena un poco tu impaciencia; aguarda una o dos semanas, y tal vez en este tiempo tendremos noticias de Mariquita. Ella te dijo que te amaba y te dio el beso que tal te tiene; ella te escribirá y te dirá dónde está, si es que el amor no le pasó y si te quiere aún por libertador y por amigo. Si no vienen cartas ni noticias, señal es de que le va bien con el nuevo o con el antiguo amante, como queramos que se nombre, y no hay para que salgas en su busca. Resígnate, olvídala, toma otros amores y ten más razón y más juicio.

—El señorito don Juan —dijo Miguel está hablando como un Séneca y se me antoja que lo mejor es seguir su consejo en todo.

—¿Cómo en todo? Yo no puedo, ni quiero, ni sé resignarme. Yo no me resigno. Tampoco puedo olvidarla. Será absurdo, monstruoso, inverosímil o tendrá algo de locura..., pero yo la amo... Si me la finjo buena, generosa, víctima de su mala estrella, la adoro como un ángel; si me la represento embustera, pérfida, complaciéndose en hacer burla de mí y en poner en mi corazón el fuego del infierno y en verter sobre mí la luz mágica de sus ojos, luz que produce la enajenación mental, aún la amo, aún posee mi alma y mi sentido, como si fuera un demonio.

—Vamos, sosiégate —dije yo—. No se trata de que la olvides; no se trata de que dejes de amarla. Queremos únicamente que aguardes unos quince días a ver si en este tiempo tenemos noticias de ella.

Miguel hizo idénticas aclaraciones y súplicas, y al fin, aunque no sin trabajo, pudimos lograr que Antonio se calmase y que se resignase a aguardar el término del plazo que le habíamos fijado.

Aquel mismo día escribí yo una larga carta a don Diego contándole cuanto nos había sucedido y pintando con viveza el estado de exaltación en que su sobrino Antonio se hallaba.

XX

Heridas tengo de muerte,
de ellas non puedo guarir.

Romance antiguo


Mientras reteníamos nosotros a Antonio en Granada a fin de que no fuese, sin saber dónde, en busca de Mariquita, se seguían haciendo averiguaciones para descubrir el paradero de ésta, o, al menos, el camino que llevaban los que la habían robado; pero todo era en balde. El recato y el disimulo de los raptores tenían algo de milagroso.

La desesperación de Antonio se exacerbaba entre tanto, en vez de mitigarse. La gente de Granada, harta ya de reír del lance de la fuga o desaparición de Mariquita, empezó a compadecer seriamente a Antonio, cuyo amor ponderábamos, así Miguel y yo, como Currito Antúnez, los demás compañeros de casa y el propio, don Fernando, que había acabado por hacerse gran admirador y partidario de mi amigo. En Granada no se hablaba de otra cosa sino del monstruo que había robado a Mariquita y de la pena y de los amores de Antonio. Pepe, el mozo-poeta del Café de Pedro Hurtado, había compuesto un curioso romance sobre el particular. El vulgo, lejos de mostrarse adverso como antes a la buena opinión de Mariquita, y de presentarla como una mujer de mal carácter y peor condición, aventurera, tramoyona, enemiga del sosiego de los hombres, sin fe, sin lealtad y sin afectos de ninguna clase, empezó por uno de esos cambios repentinos y casi inexplicables a fingírsela y a imaginársela como un ser superior mal comprendido, como una de esas joyas brillantes, hermosas y limpias, que por algún inescrutable designio de la Providencia han venido a caer en el fango del mundo, dentro del cual conservan, con todo, su interior pureza y su infinito precio. Contribuía poderosamente a que empezase a predominar este parecer, el romanticismo entonces en moda. No faltaba en Granada quien hubiese leído a Víctor Hugo, y tuviese a Mariquita por otra Marión Delorme, su tocaya; no faltaba quien habiendo leído también la María, de Miguel de los Santos Alvarez, aplicase a la nuestra aquellos versos que dicen:


Ángel ella nacido
En el amor, para el amor criado,
Vino a dar en la casa del pecado
Por justicia de Dios...


De la casa de doña Francisca se hacía sin escrúpulos la casa del pecado, y de doña Francisca una pecadora de no menor calibre y circunstancia que la doña Tomasa del susodicho poema. Nada distaba, sin embargo, más de la verdad. Nuestra doña Francisca no había hecho jamás el oficio de doña Tomasa para con otras mujeres; pero tampoco había cuidado con afán, como doña Tomasa, de la virtud e inocencia de su sobrina, a pesar del más estrecho parentesco que la unía con ella. Nuestra doña Francisca tenía una especie de inocencia que oponía a que cuidase de la de otros, una inocencia que hace inculpables e irresponsables, ante la justicia humana, a aquellos que la poseen; la inocencia del ser inconsciente, dulce y benigno, que se confía más en la misericordia divina y en el perdón de ciertos pecados, que en la fortaleza de ánimo para no cometerlos; la inocencia modesta y humilde, y extraviada al mismo tiempo, que ignora lo que es orgullo, que no teme ni recela el menosprecio, que no se revela contra el fallo de la sociedad, que no pretende ni ambiciona la estimación de las gentes, que no desea levantarse de la bajeza en que ha caído o en que la fortuna desde un principio la pone. No es esto decir que ignorase doña Francisca sus pecados. Doña Francisca era buena cristiana; los sabia, se arrepentía de haberlos cometido y se confesaba de ellos; pero volvía a recaer porque somos débiles y frágiles. Nunca le pasó por la imaginación justificarse con el mundo, cobrar buena fama, elevarse a otra esfera; bastábale a ella con que Dios la perdonase. Del perdón, de la estimación del mundo, se le importaba un comino. Se le figuraba de buena fe y sin ser mal pensada ni maldiciente que no podía haber mujer que, dadas las condiciones en que ella se había hallado, no hubiera hecho lo mismo que ella. Para doña Francisca el temor de Dios era el único freno, y creyéndose ella muy temerosa y no bastándole, suponía que las demás mujeres no podrían vivir, ni vivirían tampoco más enfrenadas. El pensamiento orgulloso del buen nombre, de la honra, no sospechaba doña Francisca que, en la baja posición en que ella se había visto y se veía, pudiese conservar la virtud de una mujer en toda su entereza.

Esto parecerá extraño si se atiende a que tal vez en país alguno más que en España ha descendido tanto la idea, el sentimiento del honor hasta en las clases más ínfimas. No hay hija de artesano, ni de campesino, no hay pobre lugareña ni fregona infeliz que no se detenga ante la idea o el sentimiento del honor, y resista a la seducción del estudiante, del criado o del señorito travieso; pero todas éstas tienen familias, han sido educadas, en el seno de ellas, y la familia más miserable en España presume un tanto de hidalga e infunde a todos sus individuos una voluntad constante, perpetua, estoica, de mantener y de acrecentar el honor.

No era así doña Francisca. Doña Francisca, cuya primitiva historia es tan obscura y tan mitológica como la de Roma o la de Grecia, no había conocido familia alguna. La idea del honor no le pudo ser transmitida. La idea del honor, tal era la humildad, el prosaísmo, la suave dejadez y pereza de su espíritu, no pudo desenvolverse en él enérgicamente hasta el extremo de que le pusiese ella en ciertos asuntos. Todo el ser de doña Francisca se estremecería de horror si le dijeran que podía ser capaz de robar una hilacha, de herir o de maltratar a alguien, de intervenir o de ser cómplice en algún crimen, en algún delito, hasta en alguna estafa. Pero en lo tocante a los amores, era tan bondadosa, que no acertaba a comprender que estuviese mal mirado el dejarse llevar de la bondad, y era tan sencilla y tan sin vanidad alguna, que no se le ocurría que hubiese nada malo, siendo ella pobre, en gastar alegremente cuanto le diera o pudiera darle un amigo que fuese rico. La máxima aquella de Pitágoras de que todo es común entre amigos leales, la observaba y seguía doña Francisca sin saber que fuese de Pitágoras y sin haber oído mentar en su vida al filósofo de Samos. Así es que tomaba cuanto le daban, y ella solía dar cuanto tenía por pura bondad y sin calcular si era digno de reprobación el dar unas cosas y el dar otras digno de alabanza.

Con esta mujer, y con el descuido y abandono natural en esta mujer, se había criado Mariquita, espíritu noble y soberbio, que, desenvolviéndose gradualmente, había notado, sin duda cuando ya no tenía remedio, la abyección y la bajeza en que vivía.

Las tristezas, el carácter arisco y zahareño, las excentricidades de Mariquita, provenían acaso de que allá en el fondo de su alma estaba ella poseída y combatida por este pensamiento doloroso: «No hay culpa, no hay delito, no hay maldad que Dios no perdone al pecador que se arrepiente y que llora y que hace penitencia; pero el mundo ni perdona ni puede perdonar jamás. No hay hombre, por honrado, noble y valiente que sea, que baste a defender con su valor y a amparar y a cubrir con su honra a la mujer que la ha perdido.»

Persuadidos estábamos Antonio y yo de que este sentimiento se hallaba en el corazón de Mariquita y le ulceraba y le hería de muerte; pero no os era dable adivinar si, no bastándole a ella el perdón del cielo sin alcanzar el del mundo, y desesperada de toda rehabilitación, trataría de resignarse y de humillarse, y si había resistido por esto el amor de mi amigo hasta que por un involuntario movimiento se había dejado arrastrar a él, o si rencorosa y ofendida de la suerte, del mundo y de la vida humana, se dejaba llevar de pasajeros caprichos y se complacía en burlarse de todo, así como el destino y el amor se habían burlado de ella. ¿Habían sido una extravagancia momentánea, un efímero impulso sentido acaso cuando ya estaba ella, de acuerdo para huir con el otro, la escena del bosque, el beso y las demás ternuras de la quinta, o habían sido la explosión, el arranque irreflexivo, impremeditado, de una pasión vehemente, comprimida hasta entonces por una fuerza de voluntad poderosa?

Esta duda atormentaba a Antonio, y si bien se inclinaba más a creer en el segundo extremo, hasta porque halagaba su amor propio, todavía la sospecha de que pudiese ser cierto el segundo, le detenía, para no salir en busca de Mariquita, más que el no saber dónde estaba. Perseguir a una mujer que involuntariamente le hubiese dejado y se hubiese ido con otro, le parecía algo ridículo, como no fuese para matarlos a ambos, y para esto no había motivo ni pretexto. Mariquita había besado a Antonio en un bosque donde todo estaba convidando al amor; Mariquita le había cantado el romance de La Princesa encantada y le había dado una cita; pero, ¿qué juramentos, qué promesas de fidelidad le había hecho? ¿Con qué lazo había atado su existencia a la suya? Mariquita, en el caso de haber huido voluntariamente, y hasta en el caso de haber sido robada con violencia, si bien conformándose luego con la voluntad del raptor, podría decir a Antonio, si Antonio la encontraba y la pedía cuenta de su conducta: «Entre usted y yo nada hay de común. Ni usted me debe nada, ni yo a usted tampoco. Soy libre, me he venido con este hombre y estoy con este hombre porque quiero.»

Estas cavilaciones tenían a Antonio fuera de sí y le hubieran hecho caer enfermo o volverse loco, a no tener él una complexión tan robusta y una cabeza tan firme.

Así se pasaron, pues, cuatro días más sin noticias y sin carta de la joven pupilera. «O está muy vigilada por su raptor y no puede escribir, o le va bien con él y no quiere que sepamos dónde se halla.» Tal era el pensamiento de Antonio.

Una carta de don Diego, en contestación a la mía, llegó en esto a decidir lo que habíamos de hacer. Don Diego era un hombre novelesco y generoso; la carta estaba concebida en estos términos:

«Mi querido amigo: Mucho pesar me trae la carta de usted con la nueva de la fuga de Mariquita, a quien Dios confunda. Mucha rabia me ha dado de la burla que el inglés o quienquiera que sea ha hecho a ustedes todos. Creo, sin embargo, que lo más discreto es aguantarla y hasta reírla.

Yo no puedo ir ni quiero ir a Granada; ni sirvo para aconsejar ni consolar a mi sobrino. ¿Qué consuelo ni qué consejo puedo yo darle? Usted tiene juicio y penetración. Consuélele y procure persuadirle de que es una locura perseguir a la tal pupilera errante. Si su amor es una chiquillada, un poquillo de vanidad ofendida, usted le curará de él. Si por desgracia es más serio, no soy yo bastante rígido moralista para condenarle y oponerme a sus consecuencias y resultados. Mi sobrino tiene manos, es ágil y tira bien a la espada y a la pistola; yo he sido su maestro cuando, tres años ha, no me atormentaba tanto la gota. Si le escuece, pues la burla; si sigue enamorado de doña Mariquita y no puede olvidarla, y si anhela vengarse de su raptor, ni corazón ni destreza le faltan. Lo único que le faltaba era dinero; ahí se lo envío; déjele usted ir, si no hay otro remedio, y vaya bendito de Dios. Usted créame su afectísimo, etc.»

Acompañaba a esta carta una letra de 3000 reales sobre un comerciante de Granada para subvenir los primeros gastos y una carta de crédito hasta el valor de algunos miles de duros para uno de Gibraltar, que, a su vez, pudiera transmitir dicho crédito a otros comerciantes de diversos países y plazas. Don Diego, solterón, hombre de mundo y de historia, pero apasionado, impetuoso hasta el extremo y cariñosísimo con su sobrina quien pensaba dejar por heredero de sus cuantiosos bienes, no hallaba justo que por falta de numerario se viese aquél burlado y escarnecido en sus amores, sin ir a tomar venganza de la ofensa.


Madrid, 1861.


Publicado el 29 de diciembre de 2022 por Edu Robsy.
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