El Fantasma de un Rencor

Juana Manuela Gorriti


Cuento


Servía yo, hace ocho años, el curato de Lurin, y fui llamado para administrar los sacramentos a una joven que se moría de tisis. Trajéronla de Lima en la esperanza de curarla; pero aquella enfermedad inexorable seguía su fatal curso, y se la llevaba.

¡Un ángel de candor, bondad y resignación! Alejábase de la vida con ánimo sereno, deplorando únicamente el dolor de los que lloran en torno suyo.

Mas en aquella alma inmaculada había un punto negro: un resentimiento.

—Pero, hija mía, es necesario arrojar del corazón todo lo que pueda desagradar al Dios que va a recibiros en su seno: es preciso perdonar —la dije.

—Padre, lo he perdonado ya— respondió la moribunda—, es mi hermano y mi amor fraternal nunca se ha desmentido. ¡Mas, en nombre del cielo, no me impongáis su presencia, porque me daría la muerte!

—Ese mal efecto se llama rencor —la dije, con severidad— y yo, que recibo vuestra confesión, yo, ministro de Dios, os ordeno en su nombre que llaméis a vuestro hermano y le deis el ósculo de perdón.

—Hágase la voluntad de Dios —murmuró la joven, inclinando su pálida frente. Y yo, haciendo montar a caballo a un hombre de la familia lo envié inmediatamente a Lima.

La enferma fue una brillante joya del gran mundo; codiciada por su belleza y sus virtudes. Mas, ella, que recibió siempre indiferente los homenajes de los numerosos pretendientes que aspiraban a su mano, fijóse, al fin, en un joven militar, valiente, buen mozo y estimable; pero que por desgracia se concitara la enemistad del hermano de su novia en una cuestión política. Nada hay tan acerbo como un odio de partido; y si el oficial sacrificó el suyo al cariño de la hermana de su enemigo, este prohibió a aquella recibir al militar, sublevó contra él a la familia, y rompió la unión deseada.

El joven oficial, desesperado, se suicidó; la pobre niña se moría, y el hermano entregado a profundos remordimientos, deploraba amargamente la fatal locura que lo arrastró a causar tantos desastres.

En tanto que mi enviado marchaba a Lima, la enferma entró en delirio.

—No vengas, Eduardo —decía con fatigoso acento—, quiero morir en paz; y tu presencia, tu voz, la voz que condenó a Enrique, me impedirían perdonarte.

He ahí que viene —continuó, con terror—. ¡Asesino de Enrique, aléjate, huye, o te doy mi maldición!...

Esta exclamación fue acompañada de un grito que atrajo en torno del lecho a la familia

—¿Qué tienes Rosalía? ¿Rosalía qué sientes? —le preguntaban.

—¡Socorro! —exclamó la enferma— ¡socorro para Eduardo, cuyo caballo espantado de mi sudario acaba de arrojarlo a tierra donde yace sin sentido!

—¡Está delirando! —dijeron los suyos— ¡y no podrá recibir los sacramentos!

No de allí a mucho, mi enviado llegó solo.

—¿Y Eduardo?

—El caballo que montaba, espantado al atravesar un grupo de sauces a la entrada de las primeras huertas del pueblo, se ha encabritado arrojándolo contra una tapia. Lo ha dejado sin sentido, y vengo en busca de auxilio para volverlo en sí y traerlo.

Trajeron en efecto a Eduardo, repuesto ya de su caída.

A su vista el delirio se desvaneció en la mente de la enferma, que reconociendo a su hermano, le tendió los brazos, y los restos de su resentimiento se fundieron entre las lágrimas y los besos fraternales. Recostada en el pecho de su hermano recibió los sacramentos y en sus brazos exhaló el último suspiro.

Las jóvenes lloraban escuchando el triste relato del canónigo.

—¡Válgame Dios! —exclamó una señora— y qué fuerte olor de sacristía han esparcido en nuestro ánimo estas historias de clérigos. Será preciso para neutralizar el incienso, saturarlo con esencia de rosas. Y pues que de coincidencias se trata allá va una de tantas. —Hable el siglo —repuso el vicario con un guiño picaresco.


Publicado el 3 de enero de 2021 por Edu Robsy.
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