Un Drama de 15 Minutos

Juana Manuela Gorriti


Cuento


A la señorita Ana Soler


En una tarde apacible de mayo, mar tranquilo y viento en popa, el velero bergantín «Alción» dejaba las floridas costas de Corfú, y surcando las encantadas aguas jónicas, dirigía su rumbo a Occidente.

Tripulábanlo doce hombres, al mando del capitán Brunel, antiguo oficial de la marina francesa, enérgico y decidido militar, curtido al sol de los trópicos, retemplado en las tormentas, y largamente fogueado al calor de cien combates en las guerras del imperio.

La catástrofe de Waterloo y la traición del Belerofonte, lo arrojaron a tierra, vencido, pero no humillado. Sí, porque no pudiendo soportar la presencia de ejércitos extranjeros en el seno de la Francia, imponiéndola leyes y soberanos, alejose de ella, y fue a pedir a la patria de Arístides, esa tierra clásica de los gloriosos recuerdos, consuelo para su pena.

Y a fe que lo encontró en el amor de una griega, bella como Aspasia, que se unió a su destino y le dio horas de una felicidad desconocida hasta entonces para él en su vida borrascosa de marino.

Pero ¡ay! la dicha es fugaz como un celaje de verano; y la del capitán Brunel fue de corta duración. La hermosa griega murió dando a luz una niña que él acogió como su sola esperanza.

Y le consagró su vida; y se dio para ella a un duro e incesante trabajo, con que en pocos años hizo una fortuna considerable, consistente en una quinta situada en esa isla deliciosa, donde el poeta asentó la morada de Calipso, vastos huertos y jardines, y un coqueto bergantín, mixto entre mercante y guerrero, que surcaba los mares riéndose de los piratas por las troneras de cuatro buenos cañones, y allegando a su dueño sendas cantidades de cequíes.

Cuando la caída de los Borbones hubo alejado de Francia a los enemigos del imperio fenecido con su César, Brunel sintió el deseo de volver a la patria.

Arregló sus negocios comerciales, vendió su quinta, se dio a la vela para Marsella, su país natal, llenas las bodegas de su barco de valiosas mercaderías.

Pero el capitán Brunel llevaba consigo un objeto más precioso que el bergantín y su rico cargamento.

Su hija.

Elena poseía a la vez la belleza académica del Ática y la gracia irresistible de la Francia. Silenciosa y recostada en los cojines de su diván, semejaba a la Venus de Praxiteles. Hablaba, y la Provenza sonreía entre las largas pestañas de sus ojos negros, y en los graciosos contornos de su boca.

Soberana en la casa paterna, vivía feliz, dividiendo su culto entre la Virgen de la Guarda y la santa Panagia; su amor, entre su padre y un gallardo joven, con quien, desde la rada al balcón, tenía organizada, por medio de setales, una deliciosa telegrafía.

Así, aunque amaba su hermosa patria, abandonábala sin pena, porque allá bajo las blancas velas del «Alción» Renato la aguardaba.

Aguardábala impaciente; pues el capitán Brunel había aplazado su unión hasta su vuelta a Francia.

—¡En fin! —exclamó Renato en un arrebato de gozo, tendiendo la mano a su novia para recibirla a bordo.

—¡En fin! —creyó Elena oír, como un eco fatídico entre el grupo de marinos que la rodeaban.

Y tuvo miedo.

Pero la voz alegre de su padre disipó su penosa emoción.

—Teniente —exclamó, poniendo la mano de su hija en la de Renato—, he aquí tu esposa. Mirad allá esas doradas nubes que velan el horizonte: tras de ellas está la Francia. En su amada ribera, bajo la calurosa región del Mediodía se asienta una ciudad de blancas cúpulas y de aspecto oriental: Marsella.

Allí, rodeada de vergeles, a la sombra de dos palmeras, una misteriosa casita está diciendo a los recién casados: ¡Habitadme!

¡Y estrechó en un solo abrazo a los dos amantes!

—Entretanto —añadió con entusiasmo— la cubierta del «Alción» es ya el suelo de la patria. ¡Viva la Francia! ¡Abrazadme, hijos míos! Y tú, Demetrio, mi valiente piloto, deja por un momento ese aire sombrío, y da la mano a mi hija. ¿Por qué huyes de ella? Se diría que la aborreces. Siempre te vi así, esquivo y huraño en su presencia.

El extraño personaje a quien el capitán se dirigía, se acercó a Elena, que sintió pesar sobre ella una mirada de fuego.

Y sentada sola en la cámara, mientras que Renato y su padre se ocupaban de la maniobra, pensaba todavía en la expresión, a la vez feroz y codiciosa, de aquella mirada; y por más que rechazaba como pueril aquella preocupación, un vago terror se apoderaba de su ánimo.

La noche había cerrado, y el puente del «Alción» estaba desierto. Dos hombres velaban solos: uno en el timón, otro en el castillo de proa. Profundo silencio, el silencio solemne del mar reinaba en torno. Sin embargo, de la escotilla iluminada de la cámara del capitán se elevaban de vez en cuando rumores de voces que venían a interrumpirlo.

Y así pasaron las horas.

El hombre del timón consultó de pronto su reloj, y dejando la barra, fue hacia el del castillo de proa. Acercose al hombre que allí velaba, y:

—La hora ha llegado —dijo quedo. Y deslizándose como una sombra, bajó a la cámara donde dormía la gente, y abrió una linterna sorda que llevaba consigo.

En el mismo instante, de cada hamaca saltó un hombre armado.

—¡Bien! —exclamó Demetrio, que alumbrado por la luz rojiza de la linterna, tenía un aspecto feroz—, bien, camaradas. Estabais listos. Arriba, pues, y a ellos. Para vosotros las riquezas: para mí esa mujer que jure hacer mía desde el momento que la vi. Por ella abandoné la bella «Urca», de sombrías velas, terror del Archipiélago; por ella, disfrazado bajo el vestido de marino calabrés, manejo el timón de esta bicoca, esperando el día que debía traerla a nuestro bordo. Vosotros me obedecéis con el miserable nombre de Demetrio Dandini: ¿qué haréis cuando os diga que soy Cerninio de Lesbos, el jefe de todos los piratas que espuman los mares desde Chipre hasta Cerdeña?

A ese nombre formidable aquellos hombres palidecieron. Más o menos piratas todos ellos, ninguno sin embargo, conocía sino de nombre al terrible corsario tan temido en las costas de Oriente.

Doblada una rodilla y las frentes inclinadas, llevaron la mano al corazón, en señal de homenaje.

El corsario apagó su linterna, y seguido de sus bandidos, ganó la escalera, llegó al puente, y se dirigió a la cámara donde el capitán, su hija y Renato, sentados a la mesa, comenzaban a gustar una cena compuesta de frutas y deliciosos vinos.

—Padre —dijo Elena, sin poder dominar la extraña inquietud que a pesar suyo invadía su ánimo—, ¿por qué has llenado tu barco de griegos?

—Son buenos marineros, hija mía. El isleño del Archipiélago es fuerte y sufrido en el rudo trabajo del mar. Por lo demás, mía no es la culpa. Demetrio reemplazó uno a uno con ellos a los pobres bretones que me arrebató la peste.

Al nombre de Demetrio, Elena se estremeció porque creyó ver al través de la escotilla dos ojos de fuego que la contemplaban entre las tinieblas.

De repente, estrechando con temor el brazo al capitán:

—¡Padre! —murmuró a su oído—, escucha. Se diría que andan sobre el puente.

—Y bien, es el vigía de cuarto que se releva.

Renato, que notó la inquietud de su amada, abrió la puerta, y antes que ella hubiera podido detenerlo, se puso en dos saltos sobre el puente.

En ese momento, sonó la detonación de una arma, escuchose el rumor de una lucha, y luego el ruido que produce un cuerpo al caer en el agua.

—¡Renato! —exclamó la joven, con acento desesperado, abalanzándose a la puerta.

Pero al mismo tiempo cerrola una mano vigorosa y el capitán ebrio de rabia sintió que la echaban barra y cerrojos, dejándolo a él encerrado y en completa inacción. Miró entorno, como una fiera acorralada, y no encontrando salida, armose de una pistola, tomó en brazos a su hija que estaba postrada en tierra casi exánime, sentola en un sitial, se colocó a su lado y esperó.

En el mismo instante el grupo de amotinados rodeó la escotilla.

—¡Capitán! —gritó una voz—, estás en nuestras manos, y nada puede salvarte. El teniente cayó al agua luchando, ¿sabes con quién? con Cerninio de Lesbos, que ya habrá dado buena cuenta de él. Date, pues a razón, entréganos tu hija y el itinerario del «Alción», toma una lancha y lárgate, que no queremos matarte.

Mientras el bandido hablaba, el semblante del capitán se iluminaba gradualmente con los siniestros tintes de un gozo lúgubre.

—¿Has acabado? —gritó.

—Sí, y esperamos.

—¡Pues escuchad! Son las nueve menos diez minutos. Si a las diez no han bajado por esta escotilla quince fusiles, otros tantos puñales y hachas y treinta pistolas, el «Alción» con todo lo que lleva consigo habrá saltado, lo menos media milla sobre el nivel del mar.

Y uniendo a la voz la acción, abrió la trampa que cerraba la santabárbara, colocada al pie de su cama, cogió un botafuego, encendiolo, tomó en la otra mano su reloj abierto, bajó la primera grada del terrible depósito, y gritó:

—¡Va uno!... ¡van dos!... ¡van tres!

Extraños murmullos se oyeron en lo alto; deliberaciones desesperadas, gritos de rabia, de temor; ¡imprecaciones, blasfemias!

Y el capitán de pie sobre la santabárbara, con el botafuego ardiendo en una mano, el reloj en la otra y la frente radiante de una serenidad terrible, gritaba con el acento inexorable del destino.

—¡Cuatro!... ¡cinco!... ¡seis!

Y la superficie de un gran espejo, colocado en la cámara, permitía a los bandidos, verlo en aquella actitud; y la temerosa llama de la mecha que descendía cada vez más bajo la trampa.

—¡Cuatro!... ¡cinco!... ¡seis!

Al escuchar este guarismo de terrible proximidad, una general dispersión se efectuó en el puente, y luego el piso de la cámara se llenó de armas que caían una a una de lo alto de la escotilla.

El capitán las contó con sublime sangre fría, y gritó cuando hubo pasado por sus manos la última pistola.

—¡Franca la puerta, y la gente en su puesto!

La puerta se abrió, y Renato pálido y los vestidos descompuestos destilando agua se precipitó en la cámara.

—¡Elena! —exclamó.

—¡Hela ahí! —díjole el capitán—. Se ha desmayado. Déjala así, y a restituir arriba el orden perdido. ¿Qué fue de ti cuando te separaste de nosotros?

—Demetrio me recibió con un balazo; luché con él, dimos ambos en el agua, y mi puñal fue más afortunado que el suyo...

—¡Dios mío! —exclamó Elena, volviendo en sí de repente—. ¿Renato ha muerto? ¿mi padre ejecutó, acaso, su terrible designio?

—Te dormiste, hija mía, al hacernos los honores de la cena: pero nosotros como galantes caballeros, hemos velado tu sueño, guardándonos de tocar a estos deliciosos manjares.

—¡Es posible! —exclamó la joven, llevando las manos a su frente—. ¿Cómo puede uno soñar así con los vivos colores de la realidad? ¡Oh! yo te he visto, Renato, luchando con un terrible bandido, caer al agua, debatirte y sucumbir bajo sus golpes. A ti, padre mío, de pie ahí, sobre la puerta abierta de la santabárbara, con una mecha encendida en una mano y el reloj en la otra, contando los minutos que nos separaban de la muerte. Y yo presa de una profunda angustia «¡Virgen santa de la Guarda! —exclamé—, consérvame a mi padre y a mi esposo; y si me permites poner el pie en el suelo de esa patria que voy a buscar, mis primeros pasos se dirigirán a tu sagrado templo». ¡Ah! ¿qué ha sido esto? ¿delirio? ¿realidad?

—Una pesadilla, hija mía —díjola el capitán—. ¿Qué hora contaste al comenzar la cena?

—Las diez menos cuarto, padre.

—Has dormido un cuarto de hora. Son las diez. Cenemos...


* * *


Una mañana esplendente de junio, tres viajeros desembarcaban de un bergantín de blancas velas en el muelle de Marsella.

Era un anciano de bigotes canos y marcial continente, un apuesto joven, y una bellísima niña, que realzaba sus gracias con el pintoresco traje de las hijas de la Grecia.

—Por aquí, teniente. Sigamos esta alameda de acacias que conduce al sagrado monte.

—¿Dónde me llevas, padre?

—Al santuario de Nuestra Señora de la Guarda. Recuerdas que hicistes un voto.

—Sí, en aquella horrible pesadilla.

—Esa pesadilla, Elena, fue una realidad.


Publicado el 2 de enero de 2021 por Edu Robsy.
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