Las Estaciones

Cuentos para niños y niñas

Julia de Asensi


Cuento infantil



Parte 1. La primavera

Todos los años, a poco de empezar la primavera, hacía su primera visita al pueblo que le vio nacer y en el que tenía hermosas fincas y extensas tierras de labranza don Mario Peñalver, al que retenían numerosas ocupaciones en la capital de España que abandonaba únicamente para cobrar cada tres meses las rentas que le debían sus colonos, introducir algunas mejoras en sus posesiones y descansar, aunque fuera por breve tiempo, de la agitada vida madrileña. Tenía en el lugar como administrador a un sobrino suyo, hombre probo y sencillo que, nacido y criado en el campo, podía y sabía ocuparse con más acierto que su propio dueño de aquellas vastas tierras, secundado por numerosos jornaleros.

Era casado y padre de dos preciosos niños ambos ahijados de don Mario y que llevaban en memoria de antepasados de éste, los nombres de Mercedes y Rafael. Vivían en una bonita casa de campo rodeada de un gran jardín y a ella iba a parar el anciano tío cuando se detenía en el pueblo, ocupando sus principales habitaciones.

Siempre era un día de fiesta para la familia aquel en que llegaba el querido padrino de los niños, y en aquella estación la naturaleza se unía a ellos para festejarle. Estaban las calles de lilas llenas de aromáticas flores, en flor también los almendros, los otros árboles luciendo sus hojas de esmeralda y ostentando las acacias sus blancos racimos. Las rosas de diversas clases y diferentes matices, perfumaban el ambiente, cantaban los pájaros, revoloteaban las mariposas y zumbaban los insectos. El sol iluminaba con sus rayos de oro la escena, el cielo estaba azul y despejado y una brisa suave mecía las plantas en sus tallos.

Un coche tirado por mulas se detuvo a la puerta de la posesión y de él bajó don Mario, al que había ido a esperar a la estación, algo lejana, su sobrino. La mujer de éste abrazó cariñosamente al anciano que cubrió después de besos las sonrosadas mejillas de sus dos ahijados.

La alegría se turbó un tanto al saber que el padrino no permanecería allí más que tres o cuatro días.

Quisieron que entrase en la casa, pero el recién llegado que era fuerte y estaba ágil a pesar de sus años, deseó pasear un poco por sus tierras disfrutando de aquella deliciosa mañana de primavera. Cogió con su mano derecha la izquierda de la niña y con la otra a Rafael.

—¿Qué habéis hecho por aquí desde que no os veo? Les preguntó cariñoso.

—Padrino, le contestó Mercedes, hemos aprendido bien nuestras lecciones para darte gusto, y desde que ha llegado el buen tiempo paseamos mucho y cuidamos cada uno una pequeña parte del jardín. Ya las verás y creo que quedarás contento.

—Además, añadió el niño, tenemos muchos gusanos de seda a los que alimentamos con hojas de morera. Ya empiezan a salir de ellos algunas mariposas que son muy bonitas, pero que mueren apenas han nacido.

—No importa, le respondió don Mario, ellas dejan gérmenes de vida para muchos gusanos. Es esa una distracción que me agrada y que no debéis abandonar. Las mariposas son pasajeras como las ilusiones; la realidad está en el trabajo de los que fabrican la seda, esos gusanillos que cuidáis y que tanto producen… Otros años habéis cogido orugas y recuerdo que de sus crisálidas han salido mariposas bellísimas que habéis soltado al instante en el jardín otorgándoles uno de los bienes más hermosos que hay en el mundo: la libertad.

—Mira, padrino, exclamó de pronto Mercedes, este es mi jardín.

—Es muy bonito, respondió el anciano, y está cuidado con bastante esmero.

—Y este el mío, dijo poco después Rafael.

—También me agrada, profirió don Mario, pero observa una cosa; ese arbolito crece torcido y aún sería tiempo de enderezarlo.

—¿Y qué más da? Preguntó el muchacho.

—¿Qué, qué más da? Repitió el padrino; oye una fábula para que lo sepas y saques de ella una útil enseñanza:


«Un campesino ocioso
a sus hijos ejemplo provechoso
de laboriosidad nunca les daba,
porque todo del tiempo lo esperaba.
Mil veces se reía
de un honrado vecino que tenía,
viendo sin complacencia
que aquel hombre pasaba la existencia
observando si el árbol que plantaba
erguido desde luego no se alzaba,
y apenas se torcía, disgustado,
le prodigaba todo su cuidado
no quedando tranquilo y satisfecho
hasta verlo derecho.
Los hijos del ocioso campesino,
que también se burlaban del vecino,
sus caprichos hacían
y sin pesares ni temor vivían,
porque no conocían la influencia
del cariño filial y la obediencia.
Faltos de esos afanes que prolijos
tiene todo buen padre por sus hijos
no hallaron más placer desde su infancia
que el engaño, el pillaje y la vagancia.
El padre, de severo haciendo alarde,
quiso enmendar los yerros, mas fue tarde.
Los hijos le escucharon distraídos
sin quedar de su culpa arrepentidos,
y el anciano no halló en su edad postrera
quien su cariño y protección le diera.
En tanto que el vecino, rico, honrado,
e vio por todo el mundo respetado.
Nunca el árbol torcido
dará sabroso fruto ni buen leño,
mientras el propietario inadvertido
no sepa enderezarlo de pequeño.»
 

Los niños son como los árboles, si sacan malas inclinaciones, si se tuercen, el deber de los padres y maestros es ponerlos derechos, que las almas infantiles y los árboles pequeños se corrigen al principio, pero luego no hay fuerza humana que los pueda enmendar. ¿Me has comprendido, Rafael?

—Sí, padrino, contestó el muchacho, y te prometo que no encontrarás cuando vuelvas ningún árbol torcido en mi jardín.

Después del paseo entraron en la casa y allí examinó don Mario a los dos niños de cuanto habían aprendido, viendo con satisfacción que estaban bastante adelantados en sus estudios.

Ellos le guardaban sus planas para que las viera, leían en voz alta y respondían a las preguntas que les hacía de catecismo, gramática, aritmética y geografía. Hasta entonces no habían tenido más maestros que sus padres porque en su tierna edad no habían necesitado dedicarse a estudios más profundos. La madre enseñaba también a hacer primorosas labores a Mercedes y eran ya innumerables los pañuelos que la niña había cosido y bordado para su padrino que los recibía con agrado y los premiaba con regalos espléndidos que llevaba igualmente para Rafael, sin que esto influyese en lo más mínimo en el ánimo de aquellas criaturas que querían al anciano con tanta ternura como desinterés.

Se pasó el resto del día entre la conversación amena e instructiva, las alegres comidas, la siesta y otro paseo, y se acostaron a las diez de la noche durmiendo gozosos y tranquilos.

A la mañana siguiente se levantaron temprano haciendo poco más o menos la misma vida. Los niños llevaron a su tío a ver muchos nidos que las golondrinas y otros pájaros habían hecho bajo los aleros de los tejados de la casa que habitaban y en edificios más distantes que había en la posesión, ocupados por los colonos los unos, la vaquería, el gallinero, el palomar y las grandes cuadras y cocheras sobre las que estaba el inmenso desván en el que se encerraba el grano. Las avecillas revoloteaban alrededor de los nidos fabricados por ellas y que eran respetados por todos los habitantes de la finca. Hasta entonces nadie les había hecho el menor daño. Las golondrinas, alejadas de allí desde hacía muchos meses, habían regresado poco antes del país cálido al que habían emigrado a fin de pasar en él los rigores del frío, para buscar sus antiguos nidos y depositar allí los huevos. Las simpáticas avecillas no faltaban ninguna primavera.

Como recordase el padrino que en otras ocasiones había observado que nada agradaba tanto a Mercedes y a Rafael como los cuentos, cuando allá en Madrid en la soledad de su casa preparaba el viaje a su querido pueblo, procuraba grabar en su imaginación aquellas narraciones que aprendió en su infancia o aquellos hechos que escuchó más tarde y que pudieran servir de provechosa enseñanza a los niños para referírselos después de la siesta y que fuesen adecuados a la estación en que se hallaban a fin de que se penetrasen mejor de ellos.

En las tres tardes que permaneció en su casa de campo, Mercedes y Rafael, apenas se enteraban de que el tío Mario se había levantado de la siesta, le esperaban en la salita del piso bajo, que tenía dos ventanas que daban al jardín por las que trepaban rosales y campanillas azules y allí aspirando el aroma de las flores, y embelesados con el gorjeo de los pájaros, se entretenían poco después agradablemente oyendo de los labios del anciano los siguientes cuentos que él les refirió uno cada día hasta emprender su viaje de vuelta a la corte y que escucharon los dos niños con atención profunda, sin pestañear, sintiendo únicamente que el tiempo pasara con tanta rapidez y les privase de aprender más narraciones relatadas por su buen padrino.

Capítulo 1. Abril: El campo de Daniel

Aquel día, 24 de abril del año de gracia de 1896, volvió a su pueblo de Castilla la Vieja, después de muchos años de ausencia, el señor don Pedro de Zúñiga acompañado de su esposa, de su hijo y de su hija. La última vez que estuvo allí era casi un niño y apenas se acordaba de la hermosa casa solariega, de las extensas tierras que para él se cultivaban y de las viñas que producían un excelente vino.

Pedro Zúñiga era muy bueno, muy inteligente y había encontrado en la que eligió para esposa una compañera digna de compartir su suerte. En cuanto a los niños eran modelos de perfección.

Apenas había llegado el caballero, recibió una nota del alcalde para que asistiese al siguiente día a la ceremonia de la bendición de los campos. En consideración a su elevada alcurnia y a la de ser el primer contribuyente no se atrevió el representante de la autoridad a añadir que tendría que pagar multa si faltaba. Este requisito no se olvidaba nunca, así es que el pueblo en masa acudía a la sagrada fiesta.

Don Pedro salió por la tarde del 24 a recorrer el lugar en compañía de su administrador. Supo por éste que la bendición se hacía en tres días saliendo los sacerdotes por diferentes sitios. Sólo dejaban el lado de poniente aunque había por allí mucho campo. Quiso el señor verlo y al llegar a él admiró lo extenso que era y lo bien situado que estaba, pero lo que más le sorprendió fue que no había nada sembrado, ni la tierra estaba labrada siquiera.

En una piedra vio sentado a un niño de unos doce años en actitud triste y pensativa, y se acercó a él. Al verle se levantó el muchacho, saludando con humildad y respeto.

—¿De quién es este campo? Le preguntó.

—Este, que llaman el campo de Daniel, respondió el niño, es de un servidor de usted

—¿Y cómo lo tienes así, sin que produzca nada?

—Porque no quiere el alcalde que se haga otra cosa.

—A ver, explicame eso, prosiguió el señor de Zúñiga. Siéntate aquí conmigo y habla claro, sin faltar en nada a la verdad.

—Mi padre, empezó el niño, era un hombre muy bueno y muy cristiano, pero el alcalde dio en decir que era judío porque se llamaba Daniel, y todo el mundo lo creyó. Nadie le daba trabajo, nadie compraba el producto de sus tierras, y un día murió más de pena que de enfermedad. Ya no tenía yo madre y me quedé solo, pues el único pariente que me resta, que es un tío carnal, es tan pobre que en cuatro años no ha podido reunir el dinero para venirse aquí conmigo o para llevarme con él.

—¿Y de qué vives? Preguntó con interés el caballero.

—Las monjas del convento de la Trinidad me dan la comida en recompensa de pequeños servicios que les hago y el alcalde me paga un real diario por el arriendo de las tierras que lindan con las suyas. Las demás, como yo no las sé trabajar, ni me las bendicen ni me producen nada. El alcalde me ha ofrecido que me las comprará cuando yo sea mayor porque no quiere meterse en líos adquiriendo bienes de menores. Pero entre tanto…

—¿Vives mal, no es cierto? Interrumpió don Pedro.

—Sí señor, muy mal.

El caballero se volvió hacia el administrador que estaba de pie a corta distancia, y le preguntó:

—¿Quién es el alcalde?

—El cacique del pueblo, contestó el interpelado, un hombre malo y ambicioso que quiere quedarse por nada con estas tierras que valen y le convienen porque están junto a las suyas.

—¿Y por qué no se bendicen estos campos?

—El alcalde es el que dispone por dónde han de ir los curas; éstos no hacen más que lo que él ordena. Está el párroco aquí desde hace poco y los tenientes no intervienen en nada, como no sea en las cosas de dentro de la iglesia.

Zúñiga se levantó, dio una moneda de plata al chico, que enrojeció al recibirla sin atreverse a rehusarla, y después de despedirse de él siguió su camino acompañado por el administrador.

Apenas estuvo solo el niño, que se llamaba Daniel como su padre, se dirigió hacia una choza algo distante en la que vivía una anciana aún más pobre y desamparada que él, que le recibía siempre con cariño.

—Señá Dorotea, le dijo, vengo a saber si ha reunido usted ya el dinero para el pañuelo qué se quería comprar.

—No, hijito, contestó la vieja, no recojo más que centimillos cuando voy a pedir de puerta en puerta los sábados, y con eso no hay más que para mal comer.

—Pues aquí le traigo yo esta moneda de plata para su hucha. Me la ha dado un caballero y la he guardado para usted.

—Dios premie tu buen corazón y te dé ahora la fortuna en la tierra y después la gloria en el cielo. Mañana me compraré el pañuelo para ir con él a la cabeza a la bendición de los campos y a la iglesia después.

Al día siguiente desde muy temprano se veía a casi todos los hombres del pueblo, viejos, mozos y niños, bien ataviados, limpios, con semblante regocijado, reunidos en la plaza, esperando a que los tres curas ya revestidos saliesen de la iglesia. Algunos de ellos y no pocas mujeres habían entrado en el templo. En él se hallaba también don Pedro de Zúñiga con su administrador y los principales trabajadores de sus campos. Y allí estaba el cacique del pueblo, el insustituible alcalde, porque no había quien se atreviese a privarle de aquel cargo.

El sacristán llevaba la manga de la parroquia, otros hombres sacaban los estandartes de las hermandades de las hijas de María, de Santiago y de San Sebastián y varios mozos, en modestas andas, el Cristo llamado del Amparo y una hermosa imagen de la Virgen de las Mercedes. Detrás iban los sacerdotes, el alcalde, que ofreció el sitio preferente a don Pedro, los principales personajes de la localidad, los labradores, los jornaleros y por último algunas mujeres y no escaso número de niños de ambos sexos. Llegados a un montecillo, el párroco bendijo los campos mientras todos los concurrentes a la sagrada ceremonia permanecían inmóviles y con el mayor recogimiento.

Repitiose esta escena en los dos siguientes días yendo la comitiva por sitios diferentes, por todos lados excepto por el campo de Daniel, y este niño no faltó nunca, al lado de la vieja Dorotea que cubría sus escasos cabellos con un vistoso pañuelo comprado para la fiesta y que excitó la curiosidad de todas las comadres de aquel pueblo.

Don Pedro Zúñiga había escrito al lugar donde vivía el tío de Daniel pidiendo informes suyos. Se había dirigido al párroco, al que no conocía, y no tardó en recibir una larga carta en la que el sacerdote le daba las mejores noticias respecto a la honradez y laboriosidad de aquel hombre que era el maestro de escuela del pueblo. Cobraba un sueldo tan corto que apenas bastaba para cubrir sus necesidades.

El caballero, que era persona influyente, logró que le aumentasen la paga y, una vez realizado esto, llamó a Daniel y le dijo:

—Tu tío puede tenerte ya a su lado, márchate con él hasta que yo logre su traslado a este lugar, para lo que necesitaré algún tiempo. Cuando residáis aquí os ocuparéis de tu campo que es bueno y producirá una regular renta. Con la escuela y lo que dan las tierras viviréis con holgura. El viaje te lo pagarán mis hijos que se interesan por ti; creo que no rehusarás este pequeño servicio de unos niños, compañeros tuyos por la edad y por las inclinaciones.

—Cómo agradecer bastante… empezó Daniel con acento conmovido.

—Siendo siempre honrado y trabajador, le interrumpió don Pedro.

El muchacho se alejó del lugar, durando su ausencia cerca de un año. Alguna vez escribía a su bienhechor que le contestaba siempre con afecto.

A mediados de abril recibió el tío el traslado para la otra escuela y apenas llegó el maestro que había de sustituirle, el buen hombre y su sobrino se dirigieron hacia el pueblo donde el niño habla conocido a Zúñiga.

Llegaron de noche y buscaron alojamiento en la posada hasta la mañana siguiente, que era la del 25 de abril. Este día se dirigieron a la iglesia para asistir con la comitiva a la bendición de los campos. Oyeron decir a algunos hombres que el alcalde del año anterior había sido destituido reemplazándole don Pedro por voluntad de todo el vecindario, y que el antiguo cacique no pudiendo sufrir su derrota, había vendido cuanto poseía, marchándose a vivir al pueblo de su mujer donde nadie le hacía caso. Que allí devoraba su impotente rabia sin que se compadecieran de él.

Grande fue la sorpresa de Daniel cuando vio que los tres sacerdotes seguidos de casi todos los habitantes del lugar se dirigían hacia el lado de poniente y que allí el primer campo que bendecían era el suyo. Y aún creció más su asombro al hallar sus tierras sembradas y restaurada su casita, que antes estaba ruinosa; todo aquello estaba cuidado con esmero prometiendo una abundantísima cosecha.

Daniel condujo a su tío al lado de don Pedro a cuyos pies quiso arrojarse, lo que el caballero impidió abrazándole con cariño.

—Lo que he hecho por ti ha sido mi primer acto de justicia, le dijo Zúñiga; he remediado el mal que te causó mi antecesor, el alcalde indigno. He proporcionado con el arreglo de tus campos trabajo a no pocos obreros que carecían de él. Conserva a los que necesites a tu servicio, y trabaja tú también, trabaja con ahínco y si tienes más dinero del que necesites dalo a los pobres como nos manda Dios y Él te bendecirá y protegerá siempre.

Daniel así lo hizo, auxiliando en primer lugar a la vieja Dorotea. Su campo fue el más hermoso de aquel pueblo sin que jamás se perdiese una cosecha ni tuviese que sufrir ninguna de las innumerables plagas que arruinan a tantos desgraciados labradores, premiando así el Señor al pobre muchacho tan perseguido durante su infancia por las desdichas que sobre él llovieron sin merecer ninguna.

Y el año comienza de nuevo…

Capítulo 2. Mayo: Las flores

A mis sobrinas Matilde y Margarita Esteban Valdés.

El día de la Ascensión habían comulgado por primera vez ocho niñas del colegio de Santa Teresa, y con ellas habían tomado también la comunión muchas de sus condiscípulas mayores y no pocas hermanas. No habían asistido a la solemne misa más que los parientes de las educandas, a los que se habían dado papeletas, y la presidenta del colegio, una ilustre dama, buena y caritativa, que poseía una cuantiosa fortuna.

De aquellas ocho niñas, siete eran de familias acomodadas, únicamente Pilar era hija de una pobre mujer que podía tener a la criatura en tan elegante colegio porque se lo pagaba una prima suya muy rica. Pero como sólo recibía este favor, la niña no hubiese podido hacer la primera comunión con igual traje que sus compañeras, si una vecina que lo tenía desde hacía dos años, por haberlo llevado una hija suya, no se lo hubiera prestado. Pilar había, pues, recibido la sagrada hostia vestida de blanco, con el largo y vaporoso velo y la corona de flores. La misma vecina le había regalado una vela rizada y su madre un devocionario con tapas de marfil que tenía de cuando ella era pequeña.

El capellán había pronunciado una breve y sencilla plática y luego las niñas se habían arrodillado de dos en dos en las gradas cubiertas de alfombra. La ceremonia había durado una hora escasa.

Pero la fiesta del día no terminaba allí. Todas las tardes se hacían las Flores de María y cantaban en el coro las hermanas y las colegialas que sabían música. Se había dispuesto que las niñas que habían hecho la primera comunión ofreciesen ramos a la Virgen recitando poesías alusivas. Según fuese el ramo así serían los versos; los había para toda clase de flores y Pilar había aprendido unos cortos, teniendo en cuenta la monja que se los había enseñado su carácter tímido. Debía la niña depositar unas rosas a los pies de la sagrada imagen.

Los ramos fueron llevados a las colegialas desde sus casas y eran casi todos preciosos, más o menos grandes, pero de buen gusto y de valor. Sólo Pilar no tenía flores y no se había atrevido a pedir a su madre que hiciese el sacrificio de gastar ese dinero por ella.

—La Virgen sabe, pensaba, que yo le daría las plantas más bellas si de mi voluntad dependiese; pero las personas que vean que no llevo mi ofrenda como mis condiscípulas, pensarán que soy menos buena que ellas, menos creyente.

Y la pobre niña lloraba con verdadero desconsuelo.

Sor Juana de la Cruz, la monja que daba las lecciones de labores y de catecismo, no había dejado de observar a la colegiala y no tardó en comprender lo que pasaba en su interior. Sabía la mala posición de la madre de Pilar, y, deseando remediar aquella pena, buscó por el jardín algunas rosas, pero no había quedado ni una, todas se habían cortado para adornar los altares de la iglesia, especialmente el mayor donde estaba colocada la Virgen del Amor Hermoso. La religiosa no quería quitar ni una flor de allí, ya no eran suyas ni de sus compañeras, pertenecían a aquella Madre representada por una escultura preciosa. Sor Juana de la Cruz bajó a la iglesia para acabar de arreglarla y Pilar la siguió.

—¿Me da usted permiso para rezar y meditar un rato? Dijo la niña.

—Sí, hija mía, respondió la hermana.

La colegiala se arrodilló en un reclinatorio, cubrió el rostro con sus manos para no distraerse y permaneció así mucho tiempo.

Sor Juana iba y venía de un lado para otro. Pilar oyó a una criada que la llamaba, notó que la hermana salía del templo, que estaba fuera algunos minutos, que volvía a entrar, que continuaba su faena. Tan pronto pasaba rozando el traje de la niña como estaba al otro extremo de la iglesia. Luego todo quedó en silencio, la monja se marchó dejando sola a su discípula.

Ésta rezaba y meditaba siempre. Pedía a la Virgen que hiciese un milagro para ella, que le enviase siquiera una flor para devolvérsela enseguida. Su bello ideal era tener una de aquellas rosas que había visto en el jardín de la presidenta un día en que fue a paseo con sus compañeras y Sor Juana. Eran muy grandes, con muchísimos pétalos y a través de la verja había aspirado su delicado aroma al mismo tiempo que admiraba sus bellos matices.

Aquello era un sueño, ¿cómo había de tener la niña pobre y desamparada una flor semejante?

Pilar estaba muy cansada y comprendió que sus rodillas no podían sostenerla ya más. ¿Acaso no le permitiría la Virgen sentarse para continuar orando?

Sabía que la gracia implorada en tal día se la había de conceder. Su sola aspiración era aprender muchas cosas para cuando saliera del colegio dar lecciones llevando con el producto de ellas el bienestar y el descanso a su madre. Las monjas la protegerían, como habían hecho con otras niñas que tuvieron igual idea. Su madre no trabajaría más, todo lo haría ella con la ayuda del cielo y de sus buenas profesoras…

Pilar se sentó y cerró los ojos para no distraerse con las luces, las flores y alguna persona de la casa que entraba de vez en cuando en la iglesia.

A las cinco en punto se abrieron las puertas del templo. La niña, suponiendo que ya no podría rezar más hasta que lo hiciese con sus compañeras, abrió los ojos. Arregló maquinalmente los pliegues de su velo y al dejar caer las manos sobre la falda sus dedos tropezaron con un objeto fresco y húmedo. Miró y vio atadas con una cinta de seda blanca seis rosas de tamaño excepcional, quizás aun mayores que las del jardín de la presidenta del colegio. El perfume que exhalaban era embriagador, pero Pilar no lo había advertido por el fuerte olor a flores que había en la iglesia.

¿Cómo pintar su asombro y su entusiasmo al tener en sus manos aquel ramo prodigioso que miraba como un obsequio de la Virgen? ¡Qué feliz era la niña y con cuánta emoción dio las gracias a la Madre del Amor Hermoso!

Nadie le preguntó de dónde le habían traído tan bellas flores. Algunas de las condiscípulas de Pilar las miraron con envidia o con sorpresa.

Pasó la función religiosa en medio del mayor recogimiento y al final fueron las niñas que habían hecho la primera comunión por la mañana a depositar sus ramos de flores a los pies de la Virgen recitando al propio tiempo las poesías que les habían enseñado. La última fue Pilar, siendo grande el asombro de todos los que la escucharon cuando dijo los versos con tanto fervor religioso y tanta entereza como nadie la hubiese creído capaz dado su carácter apocado.


Virgen del Amor Hermoso,
¡deja que madre te llame!
No hay un corazón piadoso
que más que el mío te ame.
Mis plegarias fervorosas
lleguen hasta ti, María,
y acepta estas bellas rosas
a la vez que el alma mía.

Todos se conmovieron al oír a la niña recitar estos ocho renglones.

Recibió la felicitación de sus profesoras y de la presidenta que, al regalar a las colegialas recordatorios de la solemne fiesta de aquella mañana, dio a Pilar el más bonito.

Sólo a su madre y a sor Juana de la Cruz contó la niña lo que ella llamaba el milagro de las rosas. La monja sonrió dulcemente al oír aquel relato y luego, abrazando a su discípula, le dijo:

—Ama mucho a la Virgen y siempre te protegerá. En cualquier contrariedad que tengas en la vida, acuérdate del día de tu primera comunión y encontrarás alivio a tus penas y consuelo en tus dolores.

Capítulo 3. Junio: La noche de San Juan

Poco antes de dar las doce el reloj del Ayuntamiento, las veinticuatro como decimos hoy, se hallaban reunidos casi todos los habitantes de Aldeachica en una gran plazoleta en la que se elevaban gigantescos árboles y en cuyo centro había una hermosa fuente.

La noche era clara y serena, una noche de estío en la que se respiraba con delicia el aroma de las flores del campo y de las plantas que crecían en los montes. La tierra estaba cubierta de hierba y entre ella lucían sus galas algunas margaritas y amapolas.


A corta distancia se divisaba el pueblo que no tendría más de cincuenta casas y una iglesia pequeña. Había varias huertas a la entrada y a la salida del bosque y en éste la plazoleta donde se hallaban los aldeanos al terminar el 23 de junio y dar principio el 24. Más lejos se elevaban las obscuras montañas con grandes manchas verdes que eran pinos en unas, zarza y retama en otros.

Un grupo de jóvenes de ambos sexos que se había internado en el bosque se acercaba entonando la conocida canción:


… El trébol, el trébol,
a coger el trébol la noche de San Juan.
 

Al dar las doce, los jóvenes y los niños metieron sus cabezas en el pilón de la fuente entre grandes risas de las mozas y de las niñas que por no descomponer sus peinados renunciaban gustosas a aquella parte del programa con que se inauguraban los festejos. Luego empezaban las disputas sobre quién se había zambullido el primero, disputas que por milagro de Dios no acabaron como otras veces a garrotazos.

Los habitantes de Aldeachica se entregaron después a la inocente ocupación de buscar entre la hierba el trébol para ver quién hallaba el de cuatro hojas que es el que proporciona la felicidad. Era difícil la tarea por ser el trébol muy pequeño, y apenas encontraban uno, aunque fuese de tres hojas, lanzaban gritos de alegría, que repetía el eco como si quisiera asociarse al contento de aquellos buenos campesinos.


Al fin una niña de diez a once años, rubia, pálida y revelando en su semblante privaciones y sufrimientos, dijo mostrando la pequeña planta que había buscado con tanto afán:

—¡Aquí está, aquí está el trébol de cuatro hojas!

Todos los aldeanos la rodearon felicitándola.


Aquella pobre criatura era hija de una viuda que tenía cuatro niños más, tres menores que ella, uno un poco mayor. Aunque la madre trabajaba mucho, no reunía lo suficiente para sostener a tan numerosa familia. Pasaban hambre, apenas tenían ropas con que cubrir sus cuerpos y vivían en una de las más miserables casas del lugar. Había allí muy pocos medios de ganar dinero y ninguno para hacérselo ganar a los demás.

La niña se llamaba Margarita y su hermano mayor Mauricio. La primera puso el trébol entre sus cabellos sujetándolo con una horquilla.


Luego empezó el baile que duró hasta la madrugada. Un mozo del pueblo, el hijo del juez, se acercó a Margarita y le dijo:

—Si me das el trébol que te has encontrado pago por él una peseta.

La niña se lo quitó de su cabeza, dirigió a aquellas cuatro hojitas una triste mirada, se las dio al que todos llamaban en la aldea el señorito y recibió una moneda de plata que representaba para ella la comida de aquel día, esto es, un poco de descanso, para su infeliz madre.

Luego Margarita y su hermano se fueron a su casa para dormir un poco y levantarse para ir a las diez a la función de iglesia en la que diría el sermón un cura que iba de la ciudad expresamente para eso.

El señorito se retiró del bosque cuando era ya de día, pero habiendo querido presenciar todas las fiestas, hasta por la noche no se encontró a solas en su cuarto. Ya en él se dijo:

—Cuenta la tradición que el poseedor del trébol de cuatro hojas recibe por cada una de ellas un beneficio. Uno de estos será seguramente la fortuna y si la obtengo me marcharé de este villorrio para llevarme una gran vida en la capital. Adiós entonces todo lo que aquí me aburre, las amonestaciones de mi madre, las rancias ideas de mi padre, el inevitable trato con estos rústicos, los apuros de dinero y tantas molestias como me agobian. ¡Qué feliz voy a ser y qué buena vida me he de dar!


Arrancó una de las hojas, luego otra y otra y al fin la cuarta. Las hojitas en vez de caer al suelo flotaron un momento por el aire y después impulsadas por una suave brisa, salieron por la ventana no deteniéndose hasta la casa de Margarita donde entraron y fueron a posarse a los pies de la niña. Ésta vio con asombro que su humilde habitación mal alumbrada por un cabo de vela, se cubría de una espesa niebla, luego se iluminaba con una luz rosada y a su resplandor divisó a cuatro mujeres de sin igual belleza, vestidas de blanco y llevando en sus manos diferentes objetos. Se adelantó una y dijo a Margarita:

—Yo soy la riqueza que nunca acaba.

—Yo, añadió otra de las jóvenes, soy la felicidad eterna.

—Yo, murmuró otra, soy la hermosura que no se marchita.

—Yo, terminó la cuarta, soy la virtud que no muere.

La primera entregó a la niña una caja llena de oro, que ella puso sobre una mesa; la segunda un talismán; la tercera una joya, que Margarita dejó igualmente; la última una flor de plata que conservó en su mano dándole preferencia sobre los otros dones, por ser el emblema de la virtud; pero las cuatro mujeres le dijeron:

—Todo es para ti, cada una de las hojas del trébol te concede una gracia y serás rica, feliz, bella y virtuosa. Compartirás tu fortuna con tu familia porque el oro de esa caja no tendrá fin…

—Pero, interrumpió la niña, eso no será mío, porque yo he vendido el trébol a un hombre.

—Los bienes que produce el trébol son para el que lo halla, no para el que lo compra. Al arrancar las hojas el que te lo ha pagado nos ha hecho presentarnos aquí. Adiós afortunada niña, nosotras te protegeremos y te amaremos siempre.

—Adiós, respondió Margarita, que estaba atónita, adiós y gracias. Yo nunca os olvidaré.

Se desvaneció la visión, se disipó la niebla, pero allí quedaron los objetos con que la niña había sido obsequiada.

Un grupo de muchachos pasaba por la calle cantando:


A coger el trébol la noche de San Juan.
 

Pero ninguno encontró el de cuatro hojas que crece entre la hierba.


Y mientras el señorito continuaba aburriéndose en el pueblo, la modesta familia de Margarita vivía rica, feliz, en aquella casita en que había nacido, agrandada y restaurada, habiendo comprado tierras en las que trabajaba Mauricio, pudiendo recibir los niños esmerada educación, siendo todos por su excelente comportamiento y su ventura, la envidia de los malos y la alegría de los buenos.

Parte 2. El estío

Cuando en el verano volvió don Mario Peñalver al pueblo con el objeto de permanecer allí breves días como de costumbre, Mercedes y Rafael, que le esperaban impacientes, fueron en el coche con su padre a recibirle a la estación.

El anciano les llevaba libros y juguetes comprados en Madrid, que los niños le agradecieron mucho.

El padrino vio en su posesión los árboles cargados de frutos, el trigo segado, y se regocijó cuando supo que sus ahijados se habían entretenido por las tardes trillando en las eras. Estaban fuertes y robustos y aquella vida campesina les probaba muy bien.

Quiso don Mario al día siguiente de su llegada hacer una visita a sus colonos y a ella le acompañaron su sobrino, la esposa de éste y Mercedes y Rafael.

Enterados los labradores del proyecto del amo, habían levantado arcos de ramaje por donde tenía que pasar y al acercarse el interesante grupo lanzaron al aire un sin fin de cohetes de los que a causa de ser de día sólo se vio un poco de humo oyéndose en cambio un ruido atronador. Las mozas y los mozos se habían puesto sus trajes de gala, llevando ellas en sus cabellos flores silvestres. Los niños y las niñas cantaron un himno dando al señor la bienvenida, y todos, sin distinción de sexo ni edad, vitorearon a su señor con entusiasmo sincero y verdadero júbilo. El anciano estaba profundamente conmovido.

Rafael, que conocía a cuantos chicos vivían por allí, observó que faltaban jacinto y León, dos hijos de otros tantos guardas de aquellas tierras. ¿Estarían enfermos? Vio a sus madres que iban juntas y que eran algo parientas e íntimas amigas.

—¿Y los niños? Les preguntó el hermano de Mercedes.

—Se han quedado en casa castigados, contestó una de las mujeres.

—Y atados, contestó la otra, porque si no se escaparían.

—¿Pues qué han hecho? Interrogó don Mario que iba cerca y se había enterado de la conversación.

—Son muy malos, señor, murmuró una de las madres. Matan a los pajaritos en sus nidos, destruyen o echan agua en los hormigueros, estropean las plantas con piedras o palos y no hay quien haga carrera de ellos.

—¿Los reñís por todo eso, verdad?

—Sí, señor, les reñimos, les pegamos, les dejamos sin comer, les encerramos…

—¿Y no habéis probado hablarles con dulzura?

—¿Para qué? Replicó una de ellas; no habían de hacernos caso.

—¡Quién sabe! Habría que intentarlo. ¿Están cerca de aquí?

—Sí, señor, en aquella casa que se ve a la derecha, les hemos dejado juntos, pero están sujetos a las sillas y no pueden marcharse.

Quiso don Mario ver a los muchachos y entró con las madres de éstos, sus sobrinos y los niños en una gran sala del piso bajo de una de las viviendas que daba de balde a sus guardas.

Los culpables estaban allí a bastante distancia el uno del otro, atados y sufriendo su castigo de muy distinto modo. León, lleno de rabia, lloraba a gritos, lanzando imprecaciones por aquella boca que sólo frases hermosas y sencillas debiera pronunciar.

Jacinto estaba avergonzado, con la cabeza inclinada sobre el pecho, inundadas de lágrimas las mejillas y sin pronunciar una sola palabra.

A él se acercó primero don Mario y le preguntó con cariño:

—¿Porqué matas a los pajaritos de Dios? ¿Porqué deshaces los hormigueros? ¿Te hacen daño las aves o las hormigas? ¿Te molestan en algo?

—No, señor, murmuró el niño.

—Los pájaros, prosiguió el anciano, nos alegran con sus cantos, destruyen en los campos mil insectos dañinos para nuestras cosechas y las hormigas son trabajadoras e inofensivas. Infatigables, durante el verano, llevando a veces pesos muy superiores a sus fuerzas, guardan para el invierno lo que encuentran ahora en su camino sin que nada las arredre y dando ejemplo a muchos hombres de laboriosidad. ¿Has pensado tú, alguna vez en esto?

—No, señor, repitió el niño, no lo sabía siquiera.

—¿Lo haces porque te lo manda tu compañero?

Jacinto guardó silencio no queriendo acusar a su amigo.

El anciano se aproximó después a León, que no cesaba de gritar.

—¿Y tú, le preguntó don Mario, por qué maltratas a los animales? ¿Por qué tienes tan mal corazón?

—Porque me son antipáticos, respondió el muchacho, y porque puedo destruirlos siempre que se me antoje; son menos fuertes que yo, no me hacen frente.

—Ya os conozco a los dos, repuso el caballero, y si vuestros padres me hacen caso, cual espero, separaré la cizaña del trigo, como hacen los labradores. Que Jacinto no vea más a León, que su madre le aconseje bien, y no tardará en modificar lo que más que malos instintos es influencia perjudicial de su amigo. En cuanto a León, le encerraremos en un colegio, que casi, sea un correccional, donde cambien rígidos maestros su natural perverso. ¿Aceptan ustedes?

—Y muy reconocidas, dijo la madre del niño malo.

—Cuando yo vuelva para el otoño ya me informaré de si en estas criaturas se ha operado el cambio que espero y deseo.

Siguieron paseando después y don Mario preguntó a sus ahijados su opinión respecto a lo que había de hacerse con las aves y las hormigas.

—A nosotros, dijo Mercedes, nos gustan mucho los pájaros y no consentimos que nadie se acerque a los nidos. Cerca de los hormigueros echamos granos de trigo o de arroz y miguitas de pan y nos entretenemos viendo cómo las hormigas se lo llevan, desapareciendo todo en un momento porque salen muchas a trabajar, aun las más pequeñas que apenas pueden con su carga.

Habían llegado a un extenso maizal en el que crecían altivos y gallardos algunos girasoles.

—¡Qué flor tan grande! Exclamó Rafael.

—¡Lástima que no huela! Añadió Mercedes.

—Sé a propósito de ella una fábula, dijo el padrino.

—¿Nos la quieres recitar?

—Con mucho gusto.

Y el anciano empezó de esta manera:


Dice más de un ser grave
que igual la fuente que la flor y el ave
saben hablar desconocido idioma
que es en la fuente su rumor suave
y en la planta quizás es el aroma.
Esto es sin duda un hecho, aunque asombroso,
pues yo sé que una tarde placentera
un girasol soberbio y jactancioso
enojado exclamó de esta manera:
—Orden da de cortar todos los días
menudas flores, de este parque el amo,
cuando con sólo cuatro de las mías
puede formarse un elegante ramo.
¡Cómo el alma se engaña, cuál se ofusca!
Mis pétalos de oro nunca observa
y a la violeta busca
que se esconde medrosa entre la hierba.
No admira mi arrogancia, mis colores,
al pasar a mi lado,
¡yo, que debiera ser entre las flores
lo que el Sol a otros astros comparado!
Y esto escuchando, replicó una fuente
que era a aquella cuestión indiferente:
—Te quejas sin razón, pues ten en cuenta
que una lección te ofrece el mundo, donde
se desprecia al que méritos ostenta
premiando en cambio a aquel que los esconde.
Es la modestia un don, puro, precioso,
que halla para lucir propio destello;
comprende, vanidoso,
que no siempre lo grande y lo vistoso
suele ser lo más útil y más bello.
 

—Esto es verdad, padrino, dijo la niña cuando acabó de recitar la fábula el anciano. Yo sé que todas las plantas sirven para algo, tú me lo has dicho y papá también me lo ha explicado muchas veces, pero no son igualmente bellas. Un ramo de girasoles no me gustaría, no sería bonito, ni elegante, ni tendría buen olor. La fuente le dio una lección diciéndoselo y no hay duda de que la aprovecharía.

El paseo se prolongó hasta el anochecer. Ya el sol se había ocultado detrás de las montañas; volvían del campo las carretas tiradas por bueyes cargadas de heno formando una masa enorme; los trabajadores regresaban a sus hogares felices y tranquilos; algunos entonaban dulces o alegres canciones que el eco repetía. Los pájaros se recogían en sus nidos y no se oía el canto del gallo ni el arrullo de las palomas.

La campana de una aldea poco distante, compuesta de dos docenas de casas y una iglesia, lanzó los nueve tañidos de la Oración y don Mario y sus acompañantes se detuvieron quitándose los sombreros el anciano, su sobrino y Rafael.

—El Ángel del Señor anunció a María… empezó el padrino.

Y después que rezaron el Angelus se dirigieron hacia su casa en la que entraron ya de noche.

—¿Recordarás para mañana algún cuento? Preguntó Mercedes al dueño de aquellas vastas tierras.

—Sí, contestó él, traigo preparados los que corresponden a los tres meses del estío.

—Los oiremos con mucho gusto, dijo Rafael.

—Y los aprenderemos para repetirlos después a otros niños, añadió Mercedes.

Cumpliendo lo ofrecido, don Mario narró con voz clara y facilidad de palabra los tres siguientes cuentos:

Capítulo 1. Julio: El sueño del segador

Florencio era un galleguito que había abandonado su poética aldea para ir a una tierra distante con una cuadrilla de segadores. Era la primera vez que se había separado de su madre, una buena mujer que, según probaba su fe de bautismo, era todavía bastante joven, pero que por su aspecto parecía una vieja. Él la veía con los ojos del alma con el hermoso cabello negro cuajado de hilos de plata, la mirada triste, las manos encallecidas por el trabajo, los pies desnudos, mal vestida con miserables ropas. Florencio no tenía padre, había muerto en un naufragio, y el resto de su familia lo componían dos rapazuelas rubias y sonrosadas, demasiado niñas aún para ayudar a la madre en sus faenas. Tenían allá en el pueblo una casita y una tierra rodeada de altos maizales. Una parra que daba en el otoño grandes racimos de uvas negras y algunas hortalizas constituían toda la fortuna de aquella pobre gente.

El bello ideal de la buena mujer era tener una vaca, pero, a pesar de la increíble economía con que vivía, aunque hacía puntillas primorosas para venderlas por los pueblos cercanos, era muy poco lo que había logrado reunir en varios años de trabajo incesante. Para llevar algún dinero a su madre, había partido Florencio de su aldea.

—Si yo tuviese veinte duros más de lo que puedo ganar segando, se decía, mi madre comprar a una vaca de aquellas rojas y pequeñas de mi pueblo que dan tan buena leche y que nos proporcionaría alimento a nosotros y dejaría bastante para vender.

Mi madre trabajaría en sus puntillas como ahora, pero no labraría la tierra, que esto lo haría yo; y mis hermanitas llevarían la leche a algunas casas donde nos han dicho que la comprarían si tuviéramos una vaca. ¡Si me atreviese a jugar a la lotería! Pero… ¿y si no me cae y pierdo el dinero?

Fija esta idea en su mente, le dijo a un segador de la cuadrilla en que trabajaba si quería jugar con él, éste aceptó y convinieron en que Florencio tomaría un décimo de tres pesetas, dando la mitad del dinero cada uno. El décimo lo guardó el hombre que entregó en un papel el número al muchacho, mal escrito, pero bastante claro para que se pudiera leer.

Pasaron unos días, llegó el sorteo, se publicó la lista, y el segador dijo a Florencio:

—Mala suerte hemos tenido, no nos ha tocado nada; puedes romper el papel que te di con el número.

Pero el galleguito no lo rompió aunque dijo al otro que lo había hecho.

Tocaban a su término las faenas que a aquel campo les llevaron. La siega estaba hecha, no sin trabajo porque el sol abrasaba. A la hora de la siesta se echaba toda la cuadrilla a dormir en el campo, buscando la poca sombra que había, ya junto a una tapia, ya al pie de un árbol. Aquel mes de julio había sido de un calor excepcional y los pobres segadores, sudorosos, jadeantes, deseaban ardientemente volver a sus pueblos de Galicia a aspirar el aroma de sus campos, a disfrutar sus suaves brisas, a admirar sus altivas montañas, a comer los sabrosos frutos de sus árboles o de sus viñas. Mal vestidos, peor alimentados, cubiertas las cabezas con grandes sombreros de paja que apenas les preservaban de los rigores de la estación, contaban los días que les quedaban de aquel penoso trabajo que ya felizmente iba a terminar.

Una tarde, la penúltima que habían de permanecer allí, Florencio dormía tranquilamente en lo más lejano de aquel campo extenso, con el sombrero echado sobre su cara para evitar los rayos del sol. Soñó que un niño de rostro preciosísimo se había acercado a él poniendo en su mano un billete de banco de cien pesetas, diciéndole:

—Toma, este es el dinero que necesita tu madre para comprar la vaca pequeña y roja que ha de llevar la holgura a tu casa.

Antes de que él le diera las gracias, el niño había abierto unas alas como de paloma y había remontado el vuelo, subiendo tanto, tanto, que no había tardado en perderle de vista. Cuando Florencio se despertó aún faltaba media hora para que se reanudasen los trabajos. Tenía deseos de andar un poco antes de emprender la faena y se paseó entre los haces de trigo que alfombraban el campo. De repente se detuvo porque sus pies habían tropezado con un objeto. Era una cartera de piel bastante grande y muy abultada. El niño se sentó en el suelo, la abrió y quedó deslumbrado. Estaba llena de billetes de banco y de monedas de oro. Aquello representaba una fortuna, había dinero para comprar muchas vacas, para proporcionar la alegría y la riqueza a su buena madre y a sus hermanitas, las rapazuelas de cabellos rubios. Se guardó la cartera en el bolsillo de su blusa y continuó meditabundo su paseo. Aquel dinero no era suyo, aquel dinero podía ser de alguno que lo necesitase… ¿tendría derecho a quedarse con él?… ¡Si no lo reclamase nadie! Su conciencia de niño bueno y honrado le decía que era preciso restituir lo que la casualidad le había hecho encontrar.

Vio de lejos al amo que buscaba algo entre los haces de trigo; parecía contrariado y de mal humor. Sin duda había él perdido la cartera.

¡Bah! El amo era rico y aquel puñado de billetes no representaría gran cosa ni haría mella en su fortuna. Florencio estaba casi decidido a no devolver la cartera; miró al cielo como para consultarle y fe pareció que allí arriba, muy alto, casi junto al sol se alejaba el angelito con el que soñara, agitando las alas y llorando por la maldad de los hombres.

Florencio se dirigió al sitio donde estaba el amo y le preguntó con voz trémula:

—Señor, ¿se le ha perdido a usted alguna cosa?

El amo contestó un tanto alterado:

—Sí, una cartera grande con dinero que necesitaba para un pago que tenía que hacer hoy.

—Aquí está, murmuró el niño entregando el objeto encontrado.

El hombre abrió la cartera, contó lo que contenía, vio que nada faltaba, miró con sorpresa al muchacho y guardando el dinero, dijo:

—Está bien, has cumplido con tu deber, serás siempre un hombre honrado.

Y se alejó sin darle nada.

Florencio emprendió su trabajo feliz al saber que era digno de aquellas palabras. Había tenido la fortuna en su mano, pero no ignoraba que por ese medio su madre la hubiera rehusado. Ya no había vaca, por aquel año al menos.

El galleguito que había pasado la tarde ayudando a encerrar el trigo en el granero, notó la ausencia del hombre que había jugado a la lotería con él; lo participó a sus compañeros de trabajo; ninguno le había visto. Ya casi de noche, unos segadores le hallaron en medio del campo, tendido en el suelo; había muerto de una insolación. Avisaron al amo, que le hizo trasladar a su casa dando parte al juez de lo ocurrido.

Grande fue el asombro de todos al encontrar cosida al chaleco de aquel miserable una bolsa que contenía cerca de dos mil duros en billetes. ¿De dónde podía proceder aquel dinero?

Un viejo alto y seco, al que llamaban el tío Camillas, paisano del difunto y de Florencio, un hombre que era todo bondad, todo corazón, llamó aparte al amo y le dijo:

—El segador que ha muerto había jugado un décimo a la lotería con ese chiquito que traje este año a la cuadrilla recomendado por su madre; él dijo que no había caído nada, pero ¿quién sabe si engañó al muchacho y se guardó el dinero ganado?

El amo interrogó a Florencio, éste le enseñó el papel con el número y poco se tardó en saber que el décimo había sido uno de los agraciados con el premio mayor.

De aquel dinero hizo el dueño de aquellos campos dos partes, una que destinó al afortunado niño, otra que dio al tío Camillas para la viuda y los hijos del muerto. Recomendó al viejo que no se separase del muchacho hasta entregársele a su madre.

El júbilo de Florencio no tenía límites. ¡Cuántas vacas podría comprar con aquellos billetes!

El amo, que los había guardado en una cartera, se la dio al niño del que se despidió con el mayor afecto. El viejo y su acompañante partieron para su tierra.

En el tren se durmió Florencio y soñó que el angelito que ya se le había presentado otras veces, bello y sonriente, había metido algo dentro de la cartera que le dio el amo; la misma acaso que él encontrara.

Cuando llegó a su pueblo donde le esperaban ansiosas su madre y sus hermanitas, al contarles lo ocurrido, puso sobre una mesa los billetes de banco y vio sorprendido que había además de los mil duros cincuenta más que todos supusieron le había regalado el amo en premio de su honradez; todos a excepción de Florencio, que creyó siempre los había puesto con los otros billetes el angelito de su sueño.

El tío Camillas, que no tenía familia ninguna, se fue con Florencio y la suya y con ellos vivió feliz y tranquilo siendo considerado por la mujer como si fuera su padre y querido por los niños como si hubiese sido su abuelo.

En aquella casa reinaron para siempre la paz y la felicidad.

Capítulo 2. Agosto: La Procesión

Aquellas dos niñas huérfanas de madre, a las que ésta había llamado siempre Consuelo y Gracia, inspiraban la mayor compasión a todas las vecinas del barrio. El padre, un hombre sin creencias, continuamente metido en las tabernas bebiendo o jugando tenía a las pobres criaturas en el mayor abandono. A poco de casarse se había marchado a América, había estado seis años en Chile y el Perú regresando con algún dinero y con aquellas niñas a las que él sólo nombraba Chilena y Panamá.

—¡Ni que fueran perras! Exclamaban las buenas mujeres que vivían cerca de aquella familia: esos no son nombres cristianos.

El hombre, que se llamaba Gilberto, había prohibido a su esposa que hablase de religión a las niñas y que les enseñase a rezar, pero la excelente madre cuando el marido se ausentaba, procuraba inculcar en aquellas tiernas almas los bellos sentimientos de que se hallaba adornado su corazón, haciéndoles repetir las oraciones que eran un lenitivo para sus pesares. Por desgracia la buena mujer murió cuando más falta hacía dejando a aquellas niñas solas.

Gilberto era muy malo. Cuando él salía echaba la llave a su puerta y las criaturas se quedaban encerradas. Les daba poco de comer, las dejaba que fuesen cubiertas de harapos, y él gastaba lo que le restaba del dinero que trajo de América en darse la mejor vida posible.

Una señora vecina suya se atrevió a decirle un día:

—Debía usted de llevar las niñas a un colegio; se van a criar como unas salvajes.

—Ya he pensado en ello, respondió él. Van a fundar una escuela protestante y en cuanto el proyecto se realice se pasarán allí muchas horas.

—Los católicos del pueblo, que somos casi todos sus habitantes, impediremos que la escuela se funde.

—Pues si lo logran ustedes, replicó Gilberto, Chilena y Peruana seguirán encerradas como ahora porque así me conviene a mí que soy su padre. Nadie más que yo tiene derecho y autoridad sobre esas niñas que de nada me sirven. Si su madre hubiese vivido más tiempo, dejándolas mayores, me hubiesen sido útiles ayudándome con su trabajo a ganar la vida, pero así tan pequeñas están de sobra para mí.

Las pobres niñas fueron creciendo en el mismo abandono, sin hablar con ninguna persona, no paseando más que por el patio que había a espaldas de su casa y cuyas altas tapias les impedían ver las viviendas de sus vecinos.

Una hermosa tarde del mes de Agosto, el día 15, se hallaban las dos hermanitas jugando cuando oyeron una música lejana.

—¿Qué será eso, Chilena? Preguntó la menor.

—No sé, respondió la otra. Es una cosa muy bonita y daría algo bueno, si lo tuviera, por ver cómo son los instrumentos que tocan.

—¿Quieres, prosiguió la que llamaban Peruana, que probemos a traer la escalera de mano que hay en casa y nos subamos por ella a la tapia?

—Pesará mucho.

—La traeremos arrastrándola cuando nos falten las fuerzas.

Y dicho y hecho. Las dos chicuelas entraron en la casa, cuyas ventanas que daban a la calle estaban cerradas siempre, cogieron la escalera de mano y no sin dificultad ni trabajo la sacaron al patio y la arrimaron al muro. Una vez logrado esto subió primero la pequeña ayudada por la mayor, y se sentó en el borde de la tapia; después hizo lo propio la otra niña.

A su vista apareció un hermoso campo con altos árboles, terrenos sembrados de hortalizas y una larga calle de álamos a lo último de la cual se divisaba una torre con una cruz, la capilla de la Virgen que hacía años no habían visitado, desde mucho antes de morir su madre. Por la alameda venía la procesión para llevar la imagen santísima a la parroquia donde se cantaba una solemne Salve y volvía luego cruzando todo el pueblo, por distinto camino, para quedarse otra vez en la pequeña iglesia.

Tocaban a fiesta las campanas y muchas personas se apiñaban al pie del muro para ver la comitiva.

Abrían la marcha varios hombres con estandartes cuyas cintas llevaban preciosas niñas vestidas de blanco, luego el sacristán con la manga de la parroquia, las personas que formaban la cofradía con velas encendidas, el clero al que seguía la milagrosa imagen sobre doradas andas, la Virgen, una Asunción de talla, con túnica azul y manto encarnado, con los hermosos ojos fijos en el cielo y los pies apoyados en blancas nubes, y por último la banda municipal, compuesta de una docena de hombres y niños con uniforme azul y galones dorados. Al pasar la imagen de la Virgen, la gente se arrodillaba y las mujeres rezaban la Salve en alta voz.

Las dos hijas de Gilberto seguían la procesión con atenta mirada; se despertaban los recuerdos de sus primeros años cuando su madre las llevaba en la procesión y las hacía orar ante aquella imagen bendita. Y sin decirse nada, a riesgo de matarse, se arrodillaron sobre la tapia y siguieron en voz alta los rezos de las personas que había al pie del muro.

—Dios te salve, reina y madre…

¡La reina que su padre había querido que olvidasen, la madre única que ya les quedaba!

En sus ojos brillaban las lágrimas y la muchedumbre las contemplaba conmovida, temerosa de que se cayesen y deseando hacer algo por aquellas pobres almas.

La procesión se fue alejando lentamente y las niñas estuvieron de rodillas hasta que la perdieron de vista. Bajó primero la mayor para sostener la escalera a la pequeña como había hecho a la subida, y cuando ambas se vieron de nuevo en el patio sin horizonte y aislado del resto del pueblo, se abrazaron llorando.

—Desde hoy, dijo Chilena, me llamarás Consuelo y yo te nombraré Gracia. Llevaremos estos preciosos nombres de la Virgen que nos dio nuestra madre, para que la reina del cielo nos ampare y proteja.

Ya no quisieron jugar más aquella tarde, no hablaron sino de la procesión sintiendo que no pasara por allí otra vez para verla de nuevo.

Al siguiente día una mano piadosa les echó por debajo de la puerta varias estampas representando a Dios, la Virgen y diversos santos y muchas hojitas impresas con oraciones que ellas leyeron tan repetidas veces que las aprendieron de memoria.

Las principales señoras del pueblo ofrecieron a Gilberto encargarse de la educación de sus hijas sin conseguir nada y las pobres criaturas hubiesen seguido en el mismo estado de ignorancia si un día no hubiese sido su padre herido en una reyerta producida por el vino y el juego. Fue llevado al hospital y las niñas quedaron amparadas por una parienta de su madre, viuda, sin hijos, que las condujo a su casa, las vistió y alimento su cuerpo con sanos manjares y su espíritu con hermosas doctrinas, logrando salvar aquellas almas.

Cuando Gilberto se curó le buscaron una colocación en América y, como ya no tenía un cuarto, aceptó decidiendo que se iría solo. Al ver a sus hijas casi no las reconoció. Quería despedirse de ellas antes de partir.

—Aquí tiene usted a Consuelo y Gracia, le dijeron.

Él no se atrevió a darles otros nombres. Las besó, más conmovido de lo que hubiera sido de esperar, y se alejó.

Las desgracias que sufrió en América le hicieron enmendarse y desde allí escribía cariñosas cartas a sus hijas, a las que en muchos años no había de ver de nuevo.

Las niñas eran felices al lado de la señora que las amparara y mientras fueron pequeñas llevaron las cintas del estandarte de la Virgen en la procesión que se celebraba todos los años el 15 de Agosto. Iban vestidas de blanco y coronadas de flores pidiendo con dulces cánticos y bellas oraciones la conversión completa de su padre y el auxilio de la Madre del cielo junto a la que estaría sin duda la que lo fue de ambas en la tierra.

Capítulo 3. Septiembre: La cazadora

Diana cazadora llamaban a la hija del conde de San Felipe, todos los conocidos de éste. Era una hermosa niña que cuando contaba escasamente tres años había quedado huérfana de madre y a la que su padre había dado una educación completamente varonil.

Él hubiera deseado tener un hijo y el cielo no le habla dado más descendiente que aquella criatura que, contrariando todos los gustos e inclinaciones con que la naturaleza la había dotado, montaba a caballo muy bien, cazaba a la perfección, manejaba la bicicleta como un consumado ciclista y no conocía ni las labores ni los juguetes propios de su sexo. El padre era feliz así y Diana parecía estar conforme con su suerte.

Para el primero de Septiembre, día de la apertura de la caza, el conde había convidado a muchos de sus amigos, damas y caballeros, a ir a una gran posesión que tenía en la provincia de Toledo, donde esperaba pasar una semana deliciosa entregado a su distracción favorita. Había regalado un hermoso caballo y una buena escopeta a su hija para la fiesta cinegética. Diana había recibido ambos obsequios con gratitud, pero sin entusiasmo.

Toda la gente del cercano pueblo había salido a la carretera para ver la soberbia cabalgata compuesta de muchas amazonas, entre las que descollaba por su juventud y su belleza la hija del conde, varios caballeros con el traje de cazador, numerosos servidores y muchos perros limpios, bien cuidados, que tan importante papel habían de hacer aquellos días.

Dos niños de seis a ocho años se habían adelantado hasta la señorita, que llevaba el caballo al paso como sus compañeros para no atropellar a aquella multitud que salía a su encuentro, entregando a Diana dos ramos de flores del campo que ella aceptó reconocida.

La niña, que era la mayor, iba vestida con un trajecito blanco, el de los días de fiesta, y el niño con uno gris de pantalón corto y blusita del mismo color. Ambos tenían el cabello castaño, la tez curtida por los rayos del sol, el semblante alegre y risueño y cierta distinción en su porte que contrastaba con la de los otros aldeanos.

Diana se informó de quiénes eran, sabiendo por los criados que el padre de aquellos muchachos era uno de los guardas de la posesión del conde.

Llegados los expedicionarios a ésta, almorzaron opíparamente y luego empezó la cacería ocupando cada cual el puesto que le fue designado.

Aquel día se cobraron muchas piezas y los cazadores, que se habían divertido en grande, se acostaron rendidos después de la cena.

Al lucir el alba ya estaban todos en pie y dispuestos a pasar el día como el anterior. La hija del conde, a la que cansaba pasar tantas horas seguidas en el puesto, propuso a una de sus amigas dar un paseo por la posesión llevando las escopetas por si se presentaban ocasiones de cazar algo. Un criado las seguía a respetuosa distancia y el perro Ton que era el favorito de su ama. Éste se detuvo de pronto en uno de los sitios más bellos del camino.

—Atención, dijo la niña, por aquí debe de haber algún conejo.

Y ya se disponía a apuntar cuando vio salir de detrás de unas matas a dos niños que se arrojaron a sus pies. El perro seguía olfateando.

—¡Qué imprudencia! Exclamó Diana, podíamos haber tirado sin veros y causado una desgracia. Levantaos y responded.

Se fijó bien en las criaturas y reconoció en ellas a las que la víspera le habían dado los ramos de flores.

—¿Qué queréis? Les preguntó.

—Habla tú, Guadalupe, dijo el niño a su hermana.

—Señorita, empezó la niña, perdone usted el atrevimiento, pero en esa madriguera vive Minguín con su mujer y sus hijos, y yo le suplico que no los mate. Desde que nació les conocemos y a todos los queremos mucho. Cuando nos acercamos y les traemos algo de comer salen y no se asustan de nosotros.

—¿Pero hablas de alguna familia de conejos? Preguntó Diana, con interés.

—Sí, señorita, respondió Guadalupe. El padre nació un domingo hace cerca de un año, le llamamos primero Dominguín y luego para hacer más mono el nombre, Minguín. A su padre y a su madre les cazaron cuando él era muy chiquito y nosotros le traíamos el alimento, así es que nos ha querido siempre mucho. Hoy no sale asustado por los tiros, ni su mujer ni sus hijos tampoco; pero el perro los sacará y si ustedes los matan mi hermanito Pablo y yo tendremos un pesar muy grande.

—Pero, dijo la hija del conde, si se quedan ahí cualquiera los cazará, si no hoy otro día. ¿Por qué no los lleváis a vuestra casa? ¿O no hay allí donde tenerlos?

—Sí, señorita, en nuestra casa hay un gran corral con conejera, pero está vacía porque estos conejos no son nuestros y mi padre no quiere, y con razón, que nos los llevemos.

—Bueno, prosiguió Diana, pues di a tu padre que tiene permiso para cogerlos y encerrarlos allí. El mío, que es muy complaciente y nada me niega, accederá a mi petición aprobando lo que hago. Mañana iré a tu casa y deseo que ya estén los conejos en el corral. ¿Hacia dónde vives?

—Allí, respondió la niña, señalando una casita de un solo piso que se veía entre los árboles a corta distancia.

—Pues hasta mañana, Guadalupe y Pablo.

Besó cariñosamente a los niños, llamó con imperio a Ton, que no quería apartarse de la madriguera, y continuó su camino seguida de su amiga, del criado y del perro.

A la hora de la comida contó a su padre lo que le había ocurrido con los hijos del guarda, y al conde le pareció bien lo hecho por su hija.

Al día siguiente Diana, acompañada de la misma amiga con quien iba la víspera y de un criado que llevaba alguna caza destinada a sus protegidos, se dirigió a la casita a cuya puerta la esperaban Guadalupe, Pablo y su madre, una sencilla aldeana alta y robusta. El guarda, en cumplimiento de su deber, estaba en el monte y no pudo recibir a la hija de su señor.

Diana vio todas las habitaciones, que eran espaciosas y ventiladas, el corral donde había algunas gallinas y un gallo, la conejera en la que estaban instalados Minguín, su mujer y media docena de hijos; todo muy limpio y arreglado. Pero lo que más llamó la atención de Diana fueron las labores de Guadalupe a la que enseñaba a coser y bordar su madre. Tenía además de aquellos primores una almohadilla con muchos alfileres en la que la niña tenía empezado un encaje de bolillos, que parecía una labor de hadas.

—¿Me enseñarás a hacer esto? Preguntó la hija del conde.

—¡Ah! Sí, señorita, con mil amores, respondió Guadalupe.

Y desde aquel día Diana y su amiga se iban a la casita del guarda, donde dejaban en un rincón las descargadas y ociosas escopetas, y aprendían con ahínco aquellas labores hacia las que se sentían más atraídas que a la caza. Algunas veces almorzaban allí gustándoles más la sabrosa comida de los campesinos que los finísimos platos que condimentaba un cocinero francés.

La cacería que debía de haber durado una semana se prolongó muchos días más. Diana sabía ya hacer el maravilloso encaje y otras labores, cuando Guadalupe le enseñó una muñeca que su madre le había comprado en la feria del pueblo en el mes de Septiembre del año anterior por la Virgen de las Mercedes. No era la tal muñeca ni buena ni bonita, pero estaba vestida con tanta gracia que cautivó desde luego a la hija del conde, y al llegar de nuevo la feria, Diana fue a ella con Pablo, su madre y su hermanita, y como siempre tenía dinero que le daba su padre, compró a los niños del guarda muchos juguetes y adquirió para sí un precioso bebé en cuya canastilla trabajó no poco ayudada y dirigida por sus nuevas amigas.

Grande fue la sorpresa del conde cuando al entrar una mañana en la habitación de su hija halló a ésta meciendo en sus brazos al muñeco, rodeada de telas y prendas de vestir al bebé y en otro lado el encaje de bolillos muy adelantado ya. Como él ignoraba que Diana supiese hacer aquello, se quedó estupefacto.

—Pero, murmuró, ¿te gustan a ti esas cosas?

—Sí, papá, contestó la niña con entereza, más que cazar y que montar a caballo y en bicicleta.

El conde permaneció algunos instantes meditabundo y al fin dijo:

—Quizá tengas razón. Si naciste niña ¿para qué he de obstinarme en que adoptes los gustos y las maneras de un muchacho?

Diana llevó a su padre a la casita del guarda y los dos protegieron siempre mucho a sus habitantes.

Desde entonces la niña compartió el tiempo entre el sport para complacer a su padre y las labores propias de su sexo.

Minguín murió de viejo dejando feliz y numerosa descendencia.

Parte 3. El otoño

Los árboles empezaban a despojarse de su follaje espléndido y las calles estaban cubiertas de hojas formando una capa bastante espesa. Las lluvias se habían iniciado y el cielo no ostentaba aquel azul purísimo que tanto encantaba a don Mario. Tuvo, sin embargo, la suerte de que a los dos días de su llegada al pueblo el tiempo mejorase mucho, y como el otoño cuando es bueno es una estación deliciosa que tiene mil encantos, pudo salir con los niños a pasear por la posesión después de comer, esto es, a las dos de la tarde.

Se acordó enseguida de aquellos hijos de los guardas que habían castigado las madres por sus malos instintos y preguntó a sus ahijados si se había cumplido lo que él indicara.

—Ciertamente, padrino, le contestó Mercedes; León fue llevado al instante a un colegio que creo que tú pagas…

—Sí, interrumpió don Mario, y dije que pusieran el importe a mi cuenta y ya lo habrá abonado tu padre.

—En el colegio, continuó la niña, han tratado con dulzura a León y aseguran que el chico no parece el mismo que antes. Cuentan que algunas veces, vigilándole de lejos, le han dejado bajar solo al jardín y que no ha vuelto a coger a los pajaritos en los nidos para matarlos ni a destruir los hormigueros. Al contrario, les ha echado migas de pan y se ha complacido viendo cómo los padres de los pajarillos se llevaban las más grandes en sus picos para dárselas a sus crías y cómo las más pequeñas las metían en sus casas las hormigas.

—¿Y el otro niño? Preguntó el anciano.

—Jacinto, respondió Rafael, es ya amigo nuestro, se ha vuelto muy bueno y llora cuando recuerda el daño que hizo en otro tiempo a los animales y el destrozo que causó en las plantas.

—Nosotros no queremos que hable de eso, objetó Mercedes.

—Pero él se empeña en hacerlo para castigarse, añadió Rafael.

Y no se trató más de este asunto.

Siguieron su paseo, entreteniéndose los niños en pisar las hojas secas. A cada instante encontraban, con cargas de leña, hombres que les daban las buenas tardes y proseguían su camino con la tranquilidad de conciencia del que sabe que está autorizado a llevar a su hogar pobre y frío lo que ha de prestarle bienestar y calor.

El anciano permitía a los infelices campesinos que lo hicieran y eran muchas las bendiciones que sobre él caían por tan singular beneficio.

Al pie de un montecillo encontraron a un niño de diez a doce años que rendido sin duda por una larga caminata y no pudiendo resistir el peso de la leña, había dejado caer ésta en el suelo y apoyando en ella la cabeza, hermosa y curtida por los rayos del sol y el aire, dormía profundamente. Había algo de triste y amargo en la expresión de aquel rostro, algo impropio de su corta edad, como si tuviera prematuros pesares o viviese aislado en el mundo.

Mercedes y Rafael no le conocían apenas, no era hijo de ningún colono y únicamente habían oído decir que vivía ya en un pueblo, ya en otro de lo que le proporcionaba la caridad.

—Pero, padrino, dijo Rafael, ¿cómo podrá dormir este chico sobre una almohada tan dura?

—La costumbre, hijo mío, le contestó el anciano; acaso no haya conocido otra cama que el suelo, ¡y tiene el sueño bien cogido! Dejémosle descansar que quizá sea feliz ahora y despierto sufra los rigores de un destino que no merece. Si lo necesita lo sabremos, pues ya le volveremos a hallar. Vosotros quedáis encargados, si yo no le viera en estos días, de buscarle y socorrerle. Vuestro padre os entregará en nombre mío el dinero que para ello haga falta. Ahora daremos la vuelta hacia casa para que merendéis.

—¿A que no aciertas lo que nos gusta tomar ahora por las tardes, alternando con las frutas de otoño?

—No lo sé, niños míos.

—Pues, miel y pan, no mucha porque dice nuestra madre que nos haría daño.

—Padrino, dijo Mercedes, hace poco hemos visto sacar la miel de las colmenas. Los hombres tenían que cubrirse con trapos la cara para acercarse a ellas porque si no las abejas les hubieran picado. Había centenares de éstas alrededor de los panales y si algún infeliz se descuidaba le clavaban el aguijón.

—Han sacado mucha miel y mucha cera, prosiguió Rafael, son unos animalitos muy útiles las abejas. En casa hay ya bastantes ollas llenas de miel; la cera se la han llevado para hacer velas.

—Me complace ver cómo os fijáis en todo, les dijo don Mario, así aprendéis insensiblemente las cosas.

Ya cerca de la casa preguntó el niño al anciano:

—¿Esta vez no hay fábula?

—No sé ninguna propia de la estación en que estamos, respondió el padrino. No recuerdo entre las que aprendí ni una sola en que se tratase de las viñas ni de las hojas secas… pero aguardad, voy a deciros algo que se relaciona con ese muchacho que dormía tan profundamente y con tanto agrado sobre su carga de leña. El apólogo se titula «La fuerza de la costumbre» y dice así:


Un caballero ilustre e ilustrado
fue, por no sé qué causa, desterrado,
pero antes de emprender largo camino
quiso unir a su suerte a un campesino
que mucho conocía al caballero
y le siguió con gusto al extranjero.
Como en salir de España algo tardase,
para ocultar mejor su nombre y clase,
cedió la buena ropa a su criado
y la de éste se puso sin cuidado.
Llegaron a un lugar de poca fama
pidiendo los viajeros allí cama,
mas siendo la posada muy pequeña,
pero tranquila, plácida y risueña,
y teniendo ya huéspedes los cuartos,
no queriendo partir, de viajar hartos,
aceptó el emigrado satisfecho,
un cuarto con dos camas, sólo un lecho.
En un montón de paja se convino
que durmiera el del traje campesino,
paja que al pie del lecho colocaron
después que las dos camas arreglaron.
Acostóse en la paja el caballero
y en la humilde cama su escudero,
porque vieron que el huésped que allí estaba
con oculta intención les observaba.
Se durmieron los tres; el desterrado
tardó poco en soñar. Había llegado
para poner el sitio con presteza
a una alta inexpugnable fortaleza,
y cuando tuvo fin aquel asalto,
desde el montón de paja dando un salto,
al lecho se subió medio dormido,
pensando en fiera lucha haber vencido.
En tanto el campesino que soñaba
que a un pozo muy profundo se bajaba,
del lecho se arrojó; mal desvelado
en el montón de paja quedó echado.
Y cuando así acostados estuvieron
los dos tranquilamente se durmieron.
Al despuntar el alba despertaron
y ambos con gran sorpresa se miraron.
Al ponerse de pie rápidamente
le dijo el caballero a su sirviente:
—«Quédese cada cual ya con su ropa,
e iremos más felices, sosegados,
aunque tengamos que cruzar Europa:
los papeles no deben ser trocados.
Que volverá a pasar lo que hoy sucede
debemos abrigar la certidumbre.
Los dos hemos probado lo que puede
la fuerza singular de la costumbre».
 

Así terminó el anciano su fábula y Rafael dijo apenas cesó de hablar:

—Eso le pasaba al niño que hemos encontrado, dormía tan bien sobre su dura almohada y nosotros no hubiéramos podido descansar ni un minuto sobre ella.

—Es que el pobrecillo estaría cansado, repuso don Mario. El bosque en el que cogen la leña está lejos y la carga es muy pesada para una criatura de su edad. Es seguro que servirá para calentar a otros mientras él pasará frío. Se ve en su semblante más de una huella de privaciones y sufrimientos. No olvidéis, como os he dicho, averiguar dónde para a fin de que le socorramos si lo necesita, como todo lo hace suponer.

Ya estaban a la puerta de la casa y entraron en el salón donde don Mario solía referir los cuentos a los niños. Allí les sirvieron a todos la merienda y pasado un rato empezó el padrino una de las narraciones referentes al otoño, a la que habían de continuar otras dos en las siguientes tardes como de costumbre.

Capítulo 1. Octubre: El racimo de uvas

Las viñas de Andrés Cifuentes eran la admiración y envidia de los habitantes de aquel pueblo que se distinguía más que por nada por sus buenos vinos.

Habían labrado la fortuna de su dueño, el más rico de la localidad, que todos los años colocaba a buen precio el tinto y el blanco que hacía con limpieza, puros, sin engaños de ninguna clase.

No se veían en parte alguna racimos de uvas más sanos ni más grandes que los de aquellas tierras.

En la época de la vendimia, a principios de octubre, encontraban trabajo en la casa de Andrés muchas jóvenes del pueblo, a las que pagaba bien y trataba con buenos modos. La menor de todas era una niña de doce años, huérfana de padre y madre, que vivía con una tía suya que la había recogido por caridad. Llamábase Dolores y se admiraba por su actividad y por su carácter dulce y humilde. Todo el mundo la mandaba y ella obedecía siempre sin replicar. El hijo único de Cifuentes la quería mucho; era un chico de la misma edad que la muchacha, travieso, pero bueno en el fondo.

La vendimia tocaba a su término; las mozas llenaban las banastas de uvas negras o verdes y el amo lo vigilaba todo y daba órdenes a cuantos le servían.

Habiéndose parado delante de Dolores, le dijo señalando un racimo de peso verdaderamente extraordinario que no estaba cortado todavía:

—Este me lo pones encima de los demás; quiero servírselo en la mesa al señor Obispo que vendrá a hacer su visita pastoral. Su Ilustrísima es de este pueblo y cuando estaba entre nosotros, antes de entrar en el Seminario, tenía pasión por las uvas. Si no come estas, se le regalarán con otras cosas que ha de ofrecerle el pueblo. Conque mucho cuidado con ese racimo, que no se aplaste, que no se estropee; tengo puesto mi orgullo en él.

Dicho esto se alejó. Dolores terminó su tarea colocando las hermosas uvas elegidas por Andrés para obsequiar al Obispo sobre todas las demás.

En aquel momento apareció el hijo de Cifuentes. Iba con su traje de los días de fiesta; llevaba sombrero nuevo y guantes.

—¿Adónde vas tan majo? Le preguntó la niña.

—Voy, respondió él, a esperar en el lugar vecino al señor Obispo en representación de mi padre, con el cura y el alcalde de aquí. Vamos en una hermosa carretela que hemos alquilado. He querido antes despedirme de ti y comer algunas uvas.

—Gracias por lo primero. En cuanto a lo segundo puedes coger lo que quieras, no siendo este racimo que está encima y es el mejor.

—¡Vaya una vendimiadora, exclamó el muchacho, mirando en derredor suyo, que se ha dejado ahí unas uvas que son una delicia! No has registrado todas las cepas.

Dolores vio que en efecto había tenido ese descuido y se dispuso a remediarlo buscando si aún quedaban más uvas.

Entre tanto Antonio, el hijo de Cifuentes, se había acercado a la banasta y cogido el racimo que estaba encima para examinarlo.

—¡Vaya unas uvas! Dijo, ¡qué ricas deben de estar! ¿Quién ha de apreciarlas mejor que yo ni a quién se las daría con más gusto mi padre? No tiene en el mundo más que a mí. ¡Vaya si me atrevo yo con un racimo como éste y aunque fuera mayor, que no lo hay!

Y empezó a comer las uvas y se dio tanta prisa que cuando volvió Dolores ya no le quedaban más de una docena.

—Toma, toma, dijo poniéndoselas en la mano a la niña, pruébalas y verás si son cosa buena. Estoy seguro de que no te has comido ni una y eso es una tontería habiendo tantas.

Dolores, sin sospechar que aquellas uvas fueran del racimo destinado al Obispo, se las comió encontrándolas deliciosas. Luego se despidió Antonio de ella y cuando estuvo sola fue cuando advirtió la falta del racimo que le había recomendado su amo.

Las banastas fueron colocadas en una gran habitación. Dolores temblaba al pensar que Cifuentes la reñiría, la despediría para siempre, cuando pidiese las uvas que no le podría presentar. Ella no se atrevía a acusar a Antonio a quien quería mucho y que no había obrado por mala intención ni sospechado que aquello pudiera traer perjuicio a nadie.

Llegó la hora de arreglar la mesa para que se sentara a ella el Obispo. Había sobre el mantel, flores, dulces, pasteles, no faltaba más que la fruta. Andrés pidió a la niña el racimo de uvas.

—Lo pondremos solo en un frutero para que luzca mejor, dijo el amo.

Dolores no se movía; con la vista fija en el suelo esperaba el castigo que no tardaría en llegar.

—¿No me has oído, muchacha? Preguntó Cifuentes con alguna impaciencia.

—Señor, balbuceó la niña, es que el racimo…

—¿Qué ha pasado?

—No lo sé, pero no está aquí ya.

—¿Te lo has comido?

—No, señor.

—¿Jurarías que no lo has probado?

No, Dolores no podía jurar eso, porque harto sospechaba que las uvas que le había dado Antonio eran del gran racimo. Bajó la cabeza y no contestó.

—Quítate de mi vista, gritó Cifuentes, y que no te vuelva ya a encontrar por aquí. Has sido mala, desobediente, porque yo te había dicho que no tocases a esas uvas, ladrona, porque no eran tuyas… Discúlpate, discúlpate al menos…

La niña no contestó; lloraba silenciosamente limpiando sus lágrimas que quería ocultar a su amo.

—¡Ya viene Su Ilustrísima! Dijo un criado de Andrés.

Este echó a correr para ver llegar al Obispo. Todas las vendimiadoras le siguieron, sólo Dolores se quedó en aquel mismo sitio sin atreverse a dar un paso.

El recibimiento hecho al prelado fue brillantísimo y él entró en su pueblo natal lleno de emoción y de dulce alegría. Allí habían vivido sus padres, allí había pasado los risueños años de su infancia, de aquel poético rincón había partido para seguir los estudios a que le llevaron su decidida vocación. Encontraba muchos antiguos camaradas, echaba bendiciones a todos y la multitud se apresuraba a besarle el anillo y a darle la bienvenida.

Entró en la iglesia bajo palio, permaneció en ella un gran rato y luego fue a casa de Cifuentes donde le habían preparado su alojamiento por ser el que reunía mejores condiciones.

Al sentarse a la mesa notó Andrés que faltaban las uvas en los fruteros.

—Tenía para Su Ilustrísima, dijo al prelado, un racimo como no había otro igual…

—No te importe si ya no lo tienes, le interrumpió el Obispo, las uvas no me gustan. ¡Como he comido tantas aquí de pequeño! Mañana me darás melón, he visto al pasar un melonar soberbio y me ha dicho tu hijo que es tuyo.

A Cifuentes se le quitó un peso enorme de encima al ver que a Su Ilustrísima no le gustaban ya las uvas. ¡Ni siquiera se hubiese fijado en su racimo! De todos modos lo hecho por Dolores merecía un ejemplar castigo y él se lo tenía que dar.

Todas las vendimiadoras fueron obsequiadas al día siguiente, que era el 7 de Octubre en el que se celebraba aquel año la Virgen del Rosario, con un almuerzo, excepto la pobre niña.

Antonio notó su falta y preguntó por ella a su padre. Andrés contó a su hijo lo que había pasado.

—Si es por eso por lo que no está aquí, replicó el muchacho, puedes decirle que venga a ocupar mi puesto porque el culpable soy yo. Me encargó que no tocara a ese racimo y mientras ella terminaba la vendimia, me lo comí. ¡Era tan hermoso! Dolores notaría que las uvas aquellas habían desaparecido, pero no te habrá dicho nada porque no me querría acusar. Le di una docena de granos, pero no era fácil que sospechara entonces que eran de ese racimo. Puede que con el tiempo me pase a mí lo que al señor Obispo, que no me gusten las uvas, pero ese día no ha llegado aún. Conque ¿voy a buscar a Dolores?

—Haz lo que quieras, respondió Cifuentes.

El niño echó a correr y diez minutos después volvía con la muchacha a la que el amo recibió con afecto haciendo que ocupara en la mesa un lugar preferente, al lado de Antonio.

La pobre niña, enterada por éste de lo ocurrido, no cabía en sí de gozo. El amo le había hecho justicia y la dejaría trabajar en sus viñas siempre que se presentara ocasión.

Para colmo de bienes sucedió que el señor Obispo preguntó si le quedaba algún pariente en el pueblo y entonces se averiguó que vivían en él una prima y una sobrina suya, que eran Dolores y la mujer que la había amparado. Su Ilustrísima, después de hablar mucho con ellas y convencido de que eran dignas de ser protegidas por él, les señaló una pensión de su bolsillo particular con la cual pudieron vivir bien aunque sin dejar de trabajar por eso.

También dio el Obispo limosnas para los pobres de la localidad, así es que el día en que partió de allí para seguir la visita pastoral, el pueblo en masa salió a despedirle vitoreándole, mientras él les echaba bendiciones alejándose conmovido y satisfecho del lugar donde nació.

Algunos años después volvió allá para casar a Dolores y Antonio que con gran regocijo de Andrés Cifuentes, llevó a su casa a la perla de las jóvenes de aquella tierra, la gentil vendimiadora de otros tiempos, y a su anciana tía.

Y en la espaciosa morada donde ya reinaba el bienestar, reinó también la alegría, la dulce paz del hogar dichoso, la felicidad de las familias que Dios bendice.

Capítulo 2. Noviembre: La siempreviva

El escudo de armas del duque del Roble, uno de los señores más ilustres y más ricos de una provincia del mediodía de España que no hay para qué nombrar, se ve todavía a la puerta y en los muros de su castillo que ya por ruinoso no se habita y que su actual poseedor no ha querido reedificar. Presenta en sus cuarteles, en el primero sobre campo de gules, una verde rama, en el segundo, de color rojo también, una torre, en el tercero, sobre campo azul, una espada, en el último, azul igualmente, una siempreviva. La rama es de roble, emblema del título, el torreón en recuerdo a una fortaleza tomada al enemigo, la espada es igual a la que usara el primer duque al que agració un rey con ese título, la flor significa que, según una tradición, aquella familia no se extinguiría nunca. Varón o hembra, no habían de faltar jamás herederos a la noble casa. Remata el escudo un casco con la cimera vestida de plumas de diversos colores.

Hace tiempo, mucho tiempo, la familia se componía del duque, su mujer, una hija y un primo de aquél que iba en breve a contraer matrimonio. Era el último pobre y vivía a expensas de su ilustre pariente; la novia era rica, de clase menos noble, de carácter altivo a pesar de eso, y muy ambiciosa. Quería que la falta de dinero de su futuro esposo se supliera con honores y dignidades, y de esto resultó que el primo del duque deseara apoderarse de la fortuna del señor del Roble, aunque éste le había ofrecido su apoyo del que no carecería jamás.

La duquesa hacía una vida muy retirada, consagrándose por completo al cuidado de su hija, una hermosa niña de seis años. Su esposo, dedicado casi en absoluto al servicio de su rey abandonaba su castillo con mucha frecuencia para ir a la guerra o para cumplir alguna delicada misión que le confiaba el monarca. Estas ausencias las aprovechaba su primo, que se llamaba Teófilo, para conspirar contra los dueños de aquella fortaleza que, atacada por fuera, hubiese sido inexpugnable, pero que teniendo al enemigo dentro forzosamente había de rendirse en breve plazo, y así sucedió. Teófilo llevó a sus partidarios, que eran muchos, al interior del castillo, fingiendo darles un banquete y los fieles servidores, atacados a traición, fueron vencidos.

Dos leales escuderos lograron, dando pruebas invencibles de valor, sacar de aquellos muros a su señora y a la niña, mientras un puñado de bravos protegía su retirada. Ya a alguna distancia se separaron los dos grupos llevándose uno de los servidores a la duquesa y el otro a su hija, no sin citarse antes en el palacio del padre de la dama donde habían de reunirse. Ella y su salvador llegaron sin ser perseguidos, pero el viejo Nuño, que llevaba en sus brazos a la tierna criatura, no alcanzó igual suerte. A la niña, a la encantadora Cristina, era a la que más perseguía el primo de su padre que esperaba para su descendencia el título y los bienes del ducado de Roble.

Nuño corría sin descanso por lo más espeso de la selva burlando la vigilancia de sus enemigos, pero no tardó en sentirse cansado y sin fuerzas para seguir su camino. Había llegado a un pueblo; a su derecha se veía un muro de regular altura, a su izquierda algunas miserables casas. Aún algo lejos se oía el galope de varios caballos. El escudero saltó la tapia sin dejar su preciosa carga y se encontró en un jardín con altos árboles. Depositó a la niña al pie de uno y luego cayó sin sentido. Cristina, asustada, no se atrevió al pronto a hacer ningún movimiento; se había dado exacta cuenta del peligro que corría. Oyó pasar a sus perseguidores que seguramente creían que habían continuado ella y Nuño el camino sin detenerse, luego se aproximó al servidor y advirtió que estaba herido; sin duda le había alcanzado un dardo al salir del castillo y el pobre escudero había perdido ya mucha sangre cuando quedó desvanecido.

Aquel jardín debía de tener dueños; éstos no serían tan malvados que se negaran a socorrer a un pobre herido. Así pensó la niña, que era valiente como su padre, y a pesar de la obscuridad que reinaba, echó a andar por el jardín en busca de la casa. Era por demás extraño cuanto la rodeaba. Los árboles altos, tristes, proyectaban una melancólica sombra; de vez en cuando veía anchas losas, algunas rodeadas de verjas, luego unas galerías no muy elevadas sin puertas y con lo que ella suponía ventanas cerradas herméticamente; por último divisó entre piedras y hierbas muchas lucecillas que flotaban cerca del suelo o corrían por el aire, luces pálidas y misteriosas que infundían el pavor de lo sobrenatural y lo desconocido. Allí se detuvo Cristina sin atreverse a seguir adelante.

De pronto divisó un hombre con una linterna en la mano. La niña lanzó un grito de espanto y el rondador nocturno se dirigió resueltamente hacia ella. Era un anciano venerable, de fisonomía triste y simpática.

—¿Qué haces aquí sola y a estas horas? Preguntó.

Ella le refirió en breves palabras lo ocurrido. El viejo la tomó de la mano y la llevó por una calle menos tétrica a una casita que se elevaba al lado de una verja. Abrió la puerta con una llave que sacó del bolsillo, entró en una habitación pequeña, pobremente amueblada, encendió un candil, echó a la niña en un modesto diván y le dijo:

—Voy en busca del herido y vendré enseguida.

Rendida por tantas y tan diversas emociones, Cristina se durmió. No se despertó hasta pasadas algunas horas y se encontró acostada en una humilde cama, bien abrigada con ropas toscas, pero limpias. A su lado estaba una mujer pobremente vestida, bastante joven y de fisonomía dulce y hermosa.

—¿Y Nuño? Preguntó la hija del duque acordándose al punto de las escenas de la víspera.

—El pobre viejo que venía contigo, contestó la mujer, ha sido llevado por mi padre y mi marido a una casa donde estará mejor asistido que aquí, a un hospital. En cuanto a ti te quedarás conmigo como si fueses una de mis hijas hasta que sepamos dónde están tus padres y no puedas caer en manos de tus enemigos. A cualquiera que te pregunte, le dirás que te llamas Marta y que eres la menor de mis niñas; ésta se halla en la actualidad con una hermana mía en otro pueblo. Te vestiré con ropas de ella y espero que así te salvaré. La noticia de la toma del castillo ha llegado ya hasta aquí y es seguro que no tardará tu padre en saber la traición de suprimo.

Aquella mujer estaba casada con el enterrador del pueblo, pues el jardín donde Nuño había dejado a Cristina era un cementerio. Vivía con su marido, sus hijas y su padre, aquel anciano que al hacer su ronda nocturna había encontrado a la niña asustada al ver los fuegos fatuos en uno de los últimos patios del Camposanto.

Pronto Cristina hizo amistad con Marcela, la hija mayor del sepulturero, que tendría ocho años y era una criatura buena y cariñosa.

Venciendo su temor, la hija de los duques jugó con su compañera en aquel triste jardín lleno de sauces y cipreses, pero en el que crecían, rodeando ricos mausoleos, las plantas más hermosas, y alegraban con sus trinos las aves que se posan con igual tranquilidad en los árboles elegidos para dar sombra a las tumbas que en los risueños jardines.

Y así pasó algún tiempo y llegó el día de difuntos. Como el cementerio aquel no pertenecía sólo al pueblo donde se hallaba enclavado sino que en él estaban enterrados muchos señores de cercanos castillos, la concurrencia a la mansión de los muertos había sido numerosa el día primero de aquel mes y casi no lo fue menos al día siguiente.

En este pudieron ver Cristina y Marcela un soberbio entierro y curiosas, como niñas, quisieron averiguar dónde irían a enterrar a aquel muerto. En medio de un gran patio se elevaba un panteón más rico que los demás, y la hija del duque vio sobre blanca piedra un escudo con cuatro cuarteles en campos rojos y azules y en ellos una rama de roble, un torreón, una espada y una siempreviva. ¡Las armas de su casa! Su corazón latió con violencia, ¿y a quién llevaban allí? ¿Sería a su padre? ¿Sería a su madre?

No tardó en enterarse. El muerto era Teófilo, el usurpador de los bienes del duque. Había disfrutado poco de su crimen, muriendo en una reyerta con un antiguo servidor de su primo, con Nuño. La viuda había ordenado que le enterrasen en el panteón de la familia. Porque es de advertir que apenas se hubo apoderado de la fortuna del duque, había Teófilo contraído matrimonio con la ambiciosa mujer que había elegido para compañera de su vida, de la que no había tenido ningún hijo.

El cortejo fúnebre se alejó dejando los restos mortales del usurpador en el panteón donde yacían sus antepasados. Cristina y Marcela volvieron a su casa. Cenaron y la segunda se acostó. En cuanto a la primera rogó al anciano que la llevase con él cuando hiciera su ronda nocturna. Algo la impulsaba a volver a ver antes de dormirse el panteón donde descansaban los cuerpos de los difuntos duques.

Aunque la noche no era fría, temiendo que la niña se pusiera enferma al salir a deshora o que tuviese miedo al andar por el cementerio, la mujer del enterrador accedió de mala gana a aquel capricho. Abrigó bien a Cristina, recomendó a su padre que le llevase pronto a la niña y esperó levantada su regreso.

El viejo se dirigió desde luego al patio donde se elevaba el panteón de los duques del Roble.

Al llegar allí Cristina se sobrecogió, y, presa de un fuerte sueño, un espectáculo extraño se presentó a su excitada imaginación. La puerta de hierro estaba abierta. Muchos esqueletos habían abandonado sus sepulturas y salían llevando el ataúd donde habían conducido por la tarde los restos de Teófilo.

Se dirigieron en procesión a uno de los sitios más apartados del cementerio, allí donde se veían las luces pálidas de los fuegos fatuos, y en una fosa abierta arrojaron el cadáver que cubrieron de tierra después.

No, no, decían, este cuerpo no puede estar en nuestro panteón. Nosotros hemos sido bravos guerreros, sabios ilustres, hombres sin tacha; un ladrón, un asesino, no debe descansar allá.

Volvieron hacia sus sepulcros. Delante de ellos se veían flotar las luces de los fuegos fatuos que parecían alumbrar el camino por el que pasaban los esqueletos. La campana de la iglesia lanzó sus fúnebres tañidos impulsada por una mano invisible al cerrarse silenciosamente las puertas del panteón.

El anciano cogió a Cristina, que aún no había recobrado el conocimiento, en sus brazos aún fuertes a pesar de su avanzada edad.

Al volver el duque se enteró de la usurpación de su primo, al que Nuño al salir del hospital completamente curado acababa de matar, y de la desaparición de su esposa y de su hija. Fácil le fue encontrar a la primera refugiada en el palacio de sus padres, llorando su soledad y su desventura; pero el fiel escudero no recordaba en qué sitio había dejado a la niña.

Pronto logró el señor del Roble arrojar de sus dominios a la viuda de Teófilo, y una vez que hubo llevado al castillo a la duquesa, se dedicó a buscar a Cristina.

Se dirigió una tarde al cementerio a orar ante la tumba de sus antepasados. Allí le sorprendió una cosa: el escudo de armas estaba casi borrado por las inclemencias del tiempo y de la lluvia; sólo se conservaba intacto el cuartel donde lucía sobre campo azul la siempreviva.

—Mi hija parecerá, se dijo con convicción.

Dos niñas modestamente vestidas jugaban cerca de él. La una le era desconocida, la otra… ¡oh! La otra hubiese jurado que era la suya, tal como debiera ser entonces.

—¡Cristina! Llamó.

—¡Padre! Exclamó ella.

Se arrojó en sus brazos y el bravo guerrero lloró sobre aquella cabecita adorada.

Profundamente reconocido a la familia del enterrador que tanto había hecho por su hija, el duque se la llevó consigo y dio a los dos hombres buenos empleos en su casa. Las niñas Marcela y Marta, que se unió de nuevo a sus padres, fueron las inseparables compañeras de Cristina en sus estudios y en sus juegos.

La duquesa recobró la salud y la tranquilidad, pero aquel castillo que le recordaba horas amargas, hubo de ser abandonado por otro mejor que el rey regaló al duque en premio de su valor y su lealtad.

Y la tradición se cumplió, porque la familia de los duques del Roble no se ha extinguido todavía, como prometía la siempreviva de su escudo de armas.

Capítulo 3. Diciembre: Los dos nacimientos

El príncipe Conrado era el heredero de un rey que figuró mucho en el pasado siglo. Bueno, inteligente y poco aficionado al fausto y a la adulación, el monarca había dado a su hijo dos preceptores de caracteres completamente opuestos. Era el uno un militar severo que si bien es verdad que trataba ceremoniosamente a su discípulo, usaba con él todos los rigores que a su juicio exigía su alto cargo; el otro, un hombre de ciencia, sencillo y tolerante que únicamente deseaba que el niño en quien inculcaba sus conocimientos viviese tranquilo y feliz.

El príncipe amaba a sus dos preceptores, aprovechaba la rigidez del uno para ser esclavo de su deber y aprendía del otro a mirar a sus prójimos con cariño, a perdonar las leves faltas de la etiqueta mal comprendidas o exageradamente cumplidas por sus súbditos. El militar era realmente su maestro, el otro era más que nada su amigo, un amigo de mucha más edad, un consejero desinteresado y fiel.

Conrado tenía por compañeros de estudios a algunos niños de la nobleza, ya diestros en el arte de adular, pero él no los quería ni los estimaba. Todo su afecto era para un hijo del portero de palacio, que tenía su misma edad, y cuyo trato franco y sincero le encantaba. El príncipe le regalaba juguetes, precisamente aquellos que le agradaban más, porque como continuamente le renovaban los suyos no tenía tiempo de apegarse a nada y sabía que en casa de su amiguito, que era muy arreglado y cuidadoso, encontraría siempre el muñeco predilecto, el peón que con tanto gusto había hecho bailar o la caja de soldados preferida. El hijo del portero se llamaba Adolfo.

El militar habla prohibido a este niño que pasase a las habitaciones que el príncipe tenía en palacio, pareciéndole que trataba a su señor con excesiva familiaridad; pero protegido por el hombre de ciencia, no había podido impedir que Conrado fuese muy a menudo al cuarto del portero, donde la mujer de éste le agasajaba con dulces y tortas hechas por ella, que prefería a los postres que los reposteros de la real casa le preparaban.

Allí estaba como en familia y se consideraba feliz.

Llegado el 23 de Diciembre, el preceptor militar, que se llamaba don Fadrique, o al menos así le nombraremos nosotros, regaló a su discípulo un soberbio Nacimiento con grandes montañas, hermosas casas, preciosas figuras, todo en medio de una exuberante vegetación, ramaje cogido en los jardines del rey, que eran maravillosos. Cruzaba el Nacimiento un río y en él se veían dos vaporcitos que surcaban gallardamente las aguas. Por un túnel salía, de una de las montañas, un tren que iba a meterse en las entrañas de otro monte, apareciendo de nuevo por la ancha carretera. Y arriba, y como asombrados de ver aquello, caminaban en briosos corceles los reyes magos, seguidos de sus criados llevando los ricos presentes para el Niño Dios. Los pastores y los guerreros eran de un tamaño muy desigual, y don Fadrique, poco artista, había colocado en varios sitios una figura grande junto a una casa diminuta, y un perro que resultaba mayor que su amo, desconociendo por completo la perspectiva.

Conrado se había fijado mucho en todo aquello sin manifestar ni el menor entusiasmo, y a solas con su maestro don Servando, el hombre de ciencia, le había preguntado:

—¿Había vaporcitos cuando nació Dios?

—No, hijo mío, le respondió el profesor, el vapor es cosa moderna.

—¿Y ferrocarril?

—Tampoco; eso se inventó también recientemente.

—Pues bien, replicó el niño, yo quiero la verdad en todo, hasta en mis juegos. Que don Fadrique suprima eso, que ponga las figuras del Nacimiento que sean grandes en primer término y las pequeñas en las lejanías, que los pastores y los guerreros no lleven los trajes que se usan hoy, que haya verdad en todo, como en lo que me dice, como en lo que me enseña.

Don Servando se quedó perplejo, adivinando que aquellos cambios no iban a ser del agrado de don Fadrique.

El principito subió después a casa del portero, que tenía las habitaciones para su familia en el piso más alto del palacio destinado a la servidumbre.

También a Adolfo le habían puesto sus padres Nacimiento, muy sencillo, pero con mucha propiedad. Altas montañas, palmeras y cedros, pobre caserío, figuras que podían entrar por las puertas sin andar a gatas, el humilde portal resplandeciente de luz y de colores para atraer las miradas más que las otras cosas, pastores con ofrendas, un río cristalino, una cascada que brotaba de obscuro peñasco… todo puesto con arte, con gracia exquisita.

—¡Qué hermoso es esto! Exclamó Conrado. Este es un Nacimiento verdad; aquí vendré yo a celebrar la Nochebuena.

Al día siguiente fueron convidados a ir a palacio los aristocráticos amigos del príncipe. Se iluminó el Nacimiento con luz eléctrica y los niños admiraron aquellos primores ideados por don Fadrique. Pero Conrado no parecía por ninguna parte, no asistía a la fiesta preparada exclusivamente para él.

Sus padres no se preocupaban por ello; ya conocían las genialidades de su hijo y no debían de encontrarlas mal porque ni le amonestaban ni le corregían.

—Será un gran rey, decía el soberano, tendrá voluntad propia.

—Su corazón valdrá mucho, murmuraba la reina, y todo se puede esperar del que lo tiene noble y desinteresado.

Entretanto el príncipe estaba en la sala del cuarto del portero gozando con toda su alma ante el bonito Nacimiento de Adolfo. Estaba éste con sus hermanos menores, niños y niñas, que cantaban, bailaban, tocaban tambores, panderetas y zambombas y hacían mil diabluras propias de sus años, que compartía familiarmente con ellos el hijo del rey.

Cuando las velas del Nacimiento se apagaron, se repartieron allí dulces y vino, y al llegar la hora de separarse todos lo hicieron con pena, prometiéndose volver a reunirse a la mayor brevedad posible.

Cuando el príncipe entró en el salón rojo donde estaban los aristocráticos amigos que le habían llevado para compartir con él la fiesta, en la que tanto se habían aburrido, don Fadrique le dirigió una severa mirada y don Servando se sonrió con bondad.

—Mañana, le dijo el primero, estará castigado Vuestra Alteza sin paseo por esta escapatoria incomprensible. El Nacimiento no se encenderá más, no lucirán los primores que en él se han esparcido para solaz de Vuestra Alteza y admiración de sus convidados.

Conrado no se encogió de hombros por no faltar al respeto a su preceptor; pero pensó con agrado en que, sin salir de palacio, podía ir con Adolfo y su familia a disfrutar de aquel Nacimiento que le encantaba, puesto por los modestos servidores en obsequio del príncipe y de sus niños.

En cuanto a don Servando, murmuró contemplando al heredero del trono:

—No le agrada más que la verdad, que busca con empeño por todas partes. Odiará siempre la adulación y la mentira. Será un gran rey, como dice su padre, pero ¡ay! Temo que por esto mismo sea también muy desgraciado.

Parte 4. El invierno

Aquel invierno había sido muy triste y excepcionalmente frío. Las montañas estaban cubiertas de nieve, los campos abandonados y silenciosos, cuando llegó a su pueblo don Mario Peñalver en coche cerrado, envuelto con un gabán de pieles, con el sombrero calado hasta los ojos y cubierto casi por completo el rostro con una bufanda. Como siempre, le acompañaba su sobrino, que había ido a esperarle a la estación.

En la familia no había ocurrido novedad; la esposa disfrutaba como siempre de excelente salud, y los dos pequeños campesinos, Mercedes y Rafael, continuaban sanos y fuertes. No les dejaba salir su madre de la casa más que los días claros, pero algunas veces, cuando la nieve cubría la tierra, ellos pedían permiso para hacer grandes bolas o estatuas, que aunque no resultasen una obra de arte, no carecían de gracia y revelaban no poca habilidad. Les ayudaban en aquella distracción algunos niños de los colonos que eran amigos suyos, cuidando de la elección de éstos los sobrinos del señor de Peñalver.

El coche se detuvo a la puerta de la casa y los niños, aleccionados por su madre, no salieron al jardín a recibir al padrino para que éste pudiera entrar en el zaguán rápidamente. El padre de Mercedes y Rafael ayudó como siempre a su tío a descender del carruaje, le hizo pasar a su vivienda sin detenerse, cerró la puerta, y tomadas todas estas precauciones, el anciano se vio rodeado de los hijos y de los padres, prodigando y recibiendo besos y abrazos.

En la chimenea de la sala ardía un buen fuego y cerca de ella se sentó don Mario en una gran butaca, teniendo enfrente a sus sobrinos, y a sus pies, sobre banquetas de nogal, a sus ahijados con cuyos cabellos jugaba, mientras ellos le acariciaban dulcemente.

—¿Y qué ha pasado por aquí durante mi ausencia? Preguntó el padrino.

—Ha hecho un frío intenso, contestó la sobrina, ha nevado mucho.

—Los lobos hambrientos han llegado hasta el pueblo, añadió Mercedes.

—Y han matado gran número de ovejas, dijo Rafael.

—¿Ha habido desgracias personales? Murmuró el anciano, temeroso de oír una respuesta afirmativa.

—Por un milagro no, contestó Rafael; pero han estado algunos pastores en peligro.

—A ver, contadme eso, dijo don Mario, no siempre he de ser yo el que refiera las cosas.

—Hazlo, tú, Mercedes, dijo el niño a su hermana, sabes contarlo mejor.

—Hablad los dos, replicó el padrino, lo que no recuerde el uno que lo refiera el otro.

—Pues bien, empezó la niña, cuando hubo aquí la gran nevada, hará unos veinte días de esto, los lobos, como ya te he dicho, bajaron al pueblo, donde a la entrada están los pastores guardando los rebaños. Dicen que se oían los aullidos desde las primeras casas del lugar y que nadie se atrevía a salir después que anochecía. Venían furiosos y hambrientos y no tardaron en hacer grandes destrozos entre las pobrecitas ovejas. Un pastor viejo, que era el que estaba más cercano al bosque, tuvo miedo de encontrarse allí tan solo y tan desamparado y fue tan egoísta que encargó a un pobre niño del cuidado de las ovejas con pretexto de que él tenía que marcharse fuera por algunos días. El niño era aquel infeliz que hallamos el otoño pasado en el campo y que dormía en el suelo por no tener ni casa ni familia, según hemos averiguado hace poco, porque antes no habíamos logrado saber nada de él. Iba donde le llamaban, ya en un pueblo, ya en otro, sin más salario que la comida o algunos trapos viejos para vestirse. Este invierno estaba medio muerto de frío, y cuando el pastor, que le conocía, le dijo que se quedara en su lugar cuidando las ovejas, aceptó muy agradecido. Estaba en una mala choza viendo caer la nieve, cuando notó con el mayor espanto la llegada de los lobos. Miró con pena a las ovejitas que balaban tristemente presintiendo el peligro. El perro ladraba con furia, como si quisiera lanzarse contra el enemigo…

—Y los lobos aullaban a lo lejos y después más cerca, interrumpió Rafael.

—Sí, prosiguió Mercedes, el pastorcillo oyó los pasos precipitados de aquellas fieras que se acercaban a la choza para rodearla y luego advirtió que empujaban la puerta y creyó llegada su última hora. El niño llevaba puesto un escapulario de la Virgen del Carmen, que le dio un día nuestro párroco porque cuando podía iba a la iglesia a rezar y a ayudar a misa. Lo cogió entre sus manos que temblaban, lo besó, se puso de rodillas y pidió a la Madre de Dios amparo y protección.

—Y entonces, añadió Rafael, se oyeron algunos tiros y después todo quedó en silencio.

—A la mañana siguiente, continuó Mercedes con voz conmovida, se vieron fuera de la choza dos lobos enormes muertos, atravesado cada uno por un balazo, sin que haya podido averiguarse quién los mató. Y las demás fieras huyeron para no volver. El pastorcito estuvo enfermo del susto que pasó. Por el pueblo se contó el milagro y el señor cura se llevó a su casa al niño para no separarse más de él. Es monaguillo de la parroquia y con las limosnas que le han dado, y que el párroco le ha puesto en la Caja de Ahorros, le han formado un pequeño capital. Rafael y yo le hemos entregado todo lo que teníamos en nuestras huchas.

—Y yo añadiré en vuestro nombre una buena cantidad, exclamó don Mario entusiasmado por la excelente acción de sus ahijados.

Después se habló de otras cosas, y apenas hubieron acabado de comer, paseó el anciano un poco por una galería cubierta en la que los niños tenían una pajarera con muchos canarios.

—Algunos días, dijo Mercedes a su padrino, dejamos abiertos los cristales de las ventanas y entran aquí los pájaros de fuera para comerse lo que los nuestros tiran…

—Y saben tanto, interrumpió Rafael, que éstos echan al suelo los cañamones que les damos para regalárselos a los forasteros.

—Eso me recuerda una fábula que leí no hace mucho, les dijo don Mario.

—¿Te acuerdas de ella, padrino?

—Si nos la repitieras…

—Lo procuraré, pero no me pidáis ya más apólogos; el repertorio se me ha acabado.

El anciano se detuvo a pensar breves momentos y luego les dijo la composición siguiente:


El gorrión y el canario

Cierto día de invierno, hermoso, claro,
en el balcón de una elegante casa,
se veía un canario en jaula de oro
que alegres trinos sin cesar lanzaba.
Dorado alpiste, obscuros cañamones,
fresca escarola y cristalina agua
abundante tenía diariamente,
¿qué más para vivir necesitaba?
Un gorrión celoso de su dicha,
con precauciones se acercó a la jaula,
comió lo desechado por el otro
y le dijo por fin estas palabras:
—Que vives bien, no hay duda, que tranquilo
estás, cosa es sabida y que se calla,
¿pero qué valen todas esas dichas
cuando la dulce libertad te falta?
Yo no cambio mi suerte por la tuya,
cruzo el espacio de zafiro y grana,
en los arroyos bebo y mi alimento
busco en estío en las espigas altas.
Tengo mi nido oculto entre las tejas
de una segura y elevada tapia.
Cuando puedas huir, deja tus hierros,
que nunca una prisión ha sido grata.
Quedó meditabundo el pajarillo,
peso todas las contras y ventajas,
y fijos sus ojuelos en el otro
contestó sin enojos y con calma:
—Tú por ser libre, sufres los inviernos
el rigor de la lluvia y de la escarcha,
yo prisionero, mientras hiela hallo
calor artificial en mi morada.
Aquí del cazador no temo el plomo,
ni de enemigos la funesta saña,
veo el sol como tú, veo el espacio,
sus caricias me da mi dueña amada.
No huyo del hombre que mi canto escucha
mientras agito de placer mis alas.
Quiero mi esclavitud en jaula de oro
más que esa libertad que me decantas.
No anhelo buscar trigo con zozobra,
pues también ese trigo al fin se acaba;
no será tu festín muy codiciable
cuando buscas del mío las migajas.
 

—Y eso es, dijo el padrino para terminar, lo que hacen esos gorriones que se acercan a vuestra pajarera para ver lo que tiran fuera de ella vuestros canarios; la fábula parece haber sido escrita para ellos.

Bien notaba don Mario que ya no estaba él para aquel continuo viajar. Aunque no se encontrase achacoso, advertía cierto cansancio y cada vez se apegaba más a su familia, particularmente a aquellos encantadores niños. Así es que les prometió que volvería para la primavera con la intención de quedarse allí para siempre, dejando sus asuntos de Madrid al cuidado de un administrador de confianza.

La noticia fue escuchada con inmenso júbilo por todos. Aquella sería la última vez en que estaría en el lugar por tan poco tiempo.

Antes de partir, como hiciera en las demás estaciones, refirió el padrino a Mercedes y a Rafael los tres cuentos del invierno que publicamos a continuación.

Capítulo 1. Enero: El día de Reyes

«A los Reyes Magos Melchor, Gaspar y Baltasar.

Sabiendo lo mucho que quieren a los niños y que atienden a sus ruegos, les escribo hoy 5 de Enero para que mañana me traigan, como no dudo lo harán, porque soy bueno y no tengo falta ninguna, un traje de militar con las armas que le correspondan, un caballo, un velocípedo, una caja de soldados y todo lo demás que juzguen conveniente, dejándolo en el balcón de mi casa junto a la bota que en él tendré puesta.

Marcial Guerrero».

Esto escribía el hijo mayor del general de este apellido, con letra clara y mediana ortografía, mientras su hermanita Sofía esperaba a que concluyese para que escribiese por ella, pues aún no sabía hacerlo bien.

Marcial tardó cerca de media hora en trazar aquellos renglones, quedando muy satisfecho de la forma en que pedía sus regalos a los Reyes.

—Ahora dicta tú, que yo pondré exactamente lo que me digas.

Al pronunciar estas palabras miró a la niña que contestó con alguna timidez, porque comprendía que las ideas de su hermano eran opuestas a las suyas.

—Diles, murmuró Sofía, que no quiero muñecas, porque tengo ya muchas y más vale que se las den a las pobrecitas niñas que estén sin ninguna; ni alhajas, sino una cosa cualquiera, de poco valor, para que yo vea que me quieren algo y que no me tienen por mala. Ellos no dan nada a los niños que no son buenos, mamá me lo ha dicho, por eso quiero yo cualquier objeto por insignificante que sea…

—¡Qué tonta eres! Interrumpió el hermano. ¿Qué te importa que otras niñas tengan o no juguetes si no las conoces siquiera? ¿No me has dicho hace pocos días que te había gustado mucho un bebé con su canastilla completa y que te le comprarías en cuanto tuvieses dinero bastante para ello? ¿Pues qué pierdes pidiéndoselo a los Reyes?…

—No, no, pon lo que te he dicho y no intentes engañarme, porque yo no sé escribir bien, pero ya leo en manuscrito. Si no haces lo que te pido no firmaré la carta.

Marcial complació a Sofía, puso ésta su nombre al pie de aquellas líneas y el niño metió los pliegos en sobres diferentes, cerrándolos con lacre y con el sello que tenía las iniciales de su padre, del que llevaba su mismo nombre.

Iba a salir para entregar las cartas a un criado y que las echase al correo, cuando entró la madre de los niños. Era ésta una señora joven y hermosa, muy discreta y que procuraba educar bien a sus hijos. Enterada de los deseos de Marcial, cogió los dos sobres y le dijo dulcemente:

—El correo de los Reyes Magos no es el mismo que el de los hombres. El de los primeros no suelen conocerle más que los padres y las madres. Las cartas se transmiten por un hilo invisible que une a la tierra con el cielo. En él no se admiten más que las cartas de los ángeles de este mundo, que son los niños. Entre éstos los hay mejores y peores, y, según son, así reciben los dones de los Magos. A los buenos les dejan premios para que perseveren en el bien; a los traviesos, a los ambiciosos, a los que tienen algún pecadillo fácil de corregir, les envían algo que les sirva de lección o no les dan nada.

—Está bien, dijo Marcial, llévate como quieres las cartas, pero no te olvides, por Dios, de hacer que lleguen a su destino.

—Ahora mismo las voy a mandar. Y salió llevándose los sobres cerrados.

Durante la tarde fueron algunos niños, parientes o amigos, a jugar con Marcial y Sofía; dos o tres se quedaron a cenar con ellos, pero a las diez de la noche ya se habían marchado todos y los dos hermanitos se dirigieron a sus alcobas para acostarse. Antes les dijo su madre que ya había puesto en los balcones un zapato de cada uno.

Marcial se acostaba solo; a Sofía la desnudaba aún la doncella de su madre. El general y su esposa se habían quedado en la sala con varios amigos que no se marcharían hasta después de las doce.

El niño, antes de entrar en su habitación, se dirigió a la de su padre; cogió una bota de montar, la que le pareció mayor de todas, y abriendo el balcón del gabinete, la puso en el lugar de un zapato suyo de charol que juzgó era muy pequeño para que los Reyes lo viesen y colocaran junto a él los muchos regalos que les había pedido. Después volvió a su alcoba, se acostó y durmió intranquilo esperando con febril ansiedad el feliz momento en que viera los obsequios de los Magos.

Entretanto Sofía había quitado un zapatito a una de sus muñecas, rogando a la doncella que lo pusiese en el lugar del suyo en el balcón de la sala para que los Reyes no la dejaran más que un objeto pequeño, como les había pedido. Luego rezó, se acostó y se quedó tranquilamente dormida oyendo un cuento que por vigésima vez le contaba la criada y del que sólo dos o tres noches había llegado al desenlace.

A la mañana siguiente, el 6 de Enero, un día espléndido de invierno, frío, pero claro, con un cielo sin nubes, Marcial y Sofía bien abrigados, felices, sonrientes, corrieron a abrir los balcones. El niño quiso que se viese primero lo que le habían dado a él. Tal como la dejara estaba la bota de montar de su padre, aquella bota grande, la mayor que en la casa había. Nada la rodeaba, nada contenía; estaba allí inmóvil, derecha, a Marcial le pareció que hasta enojada y altiva. Al niño se le saltaron las lágrimas y alzó los ojos al cielo como si dirigiera una mirada de reconvención a los santos Reyes.

Luego fueron a la sala, y en uno de sus balcones, sobre el diminuto zapato de la muñeca, vieron un magnífico bebé con su preciosa canastilla y a su lado otros bonitos juguetes para poner una casa de muñecas que hacía tiempo deseaba Sofía. La niña también miró al cielo con expresión feliz, sonriente, y poniendo los dedos de su mano derecha sobre su boca, envió en señal de gratitud un beso a Melchor, otro a Gaspar y otro a Baltasar. Así, con alguna caricia, era como ella acostumbraba dar las gracias cuando le hacían cualquier regalo.

Luego sacó una caja donde guardaba el dinero ahorrado para comprarse el bebé y dijo en secreto a su madre:

—Mamá, trae algo para mi pobrecito hermano.

El general Guerrero aprovechó aquella lección que Marcial recibiera para reñir al niño.

—Has sido ambicioso, empezó, y por quererlo todo no has tenido nada. Cuando seas hombre y pretendas ser el primero, medrando a costa de los demás, recuerda este suceso y piensa en que si hubieras dejado tu zapatito en el balcón hubieses tenido tus juguetes; has puesto mi bota y, ya te lo dijo tu madre, los Magos no envían sus dones más que para los niños. Sé bueno, sé humilde, y no lo quieras todo para ti.

Marcial prometió enmendarse y lo cumplió.

Al año siguiente puso en el balcón un zapatito suyo y recibió tres magníficos regalos de los Reyes.

Capítulo 2. Febrero: El baile de niños

En el piso cuarto de una elegante casa de la calle de Alcalá, vivían en Madrid hace mucho tiempo una profesora de música casada con un maestro de baile y dos niñas de seis y nueve años, frutos de aquel matrimonio. Al principio de su estancia en la corte les había sonreído la fortuna, teniendo el marido y la mujer no pocas lecciones; pero luego les salieron varios competidores, si no más hábiles, más felices que ellos, y los ingresos fueron reduciéndose tanto, que a duras penas tenían lo suficiente para pagar el cuarto, que aunque fuese interior les costaba muy caro, y para comer poco y vestir modestamente.

Las dos niñas llevaban de muy diverso modo lo triste de su situación. La mayor, Eugenia, se disgustaba con sus padres porque no la ataviaban con lujo ni atendían a sus caprichos. La segunda, Paz, que era muy modesta, se resignaba a todo porque no conocía la vanidad.

Aquel año el Carnaval cayó a mediados de Febrero y no se hablaba en la coronada villa de otra cosa que del baile de trajes que había de celebrarse en uno de los principales teatros en obsequio a los niños. Como los productos eran para la beneficencia y se quería sacar de él el mayor partido posible, los billetes costaban caros.

Eugenia ansiaba ir a la fiesta y no dejaba de importunar a sus padres para que la llevaran.

—Pero hija, le decía su madre, ¿cómo quieres qué se realice tu deseo si no tengo con qué hacerte el traje?

—Sí respondía la niña, tienes algunas varas de seda color de rosa, tienes encajes y una buena mantilla. Con tu habilidad, pues no te falta para nada, me haces una falda y un corpiño y me vistes de maja.

—Pero de esa tela que me regalaron para hacer un vestido a tu hermanita, no sale más que un traje y vosotras sois dos niñas. No hay tampoco dos mantillas…

—Que no venga Paz; yo soy la mayor.

Aquella noche, la antevíspera de la fiesta, llevó el maestro un billete para el baile de niños que le había regalado una de sus pocas discípulas. El gozo de Eugenia no tuvo límites. Hizo que su madre se pusiese a coser enseguida y aunque el traje no quedó muy bien, porque había poca tela, la orgullosa niña pensó que ella era bastante bonita para suplir cualquier falta que hubiese en su atavío.

Se buscó para que la acompañase al teatro a una amiga de su madre que llevaba un niño vestido de arlequín, y una hora antes de empezar el baile salió Eugenia de su casa.

Paz había ayudado a que arreglasen a su hermana dando las horquillas, los alfileres y cuantas cosas le habían pedido. La había encontrado muy hermosa y por su mente pasó como una ráfaga la idea de que ella también se hubiera divertido en la fiesta, pero puesto que no la podían llevar, había que conformarse. Su madre le dijo que, por ser tan buena, iría con ella a paseo a ver las máscaras y los coches engalanados; pero a causa del trajín que se había dado cosiendo tanto y tan deprisa, le sobrevino un dolor muy fuerte de cabeza y se tuvo que echar en la cama. Su buen marido no la quiso dejar sola y por eso no se brindó a salir con la niña.

Paz se asomó al balcón que daba al patio. En el piso segundo se veían a través de los cristales muchos niños que pasaban de un lado a otro, todos elegantemente vestidos de máscaras con trajes que ella no conocía.

Uno de los muchachos se detuvo un rato a mirarla, habló luego con un caballero, que la miró también, y luego el niño desapareció rápidamente.

Un instante después llamaron a la puerta de la calle y el profesor de baile salió a abrir. A su vista apareció un gracioso chiquillo vestido de andaluz que le pidió permiso para entrar y hablar un momento con él.

El maestro le hizo pasar a la salita donde estaba Paz asomada al balcón. La niña cerró los cristales y se sentó junto a su padre que había ofrecido ya una silla al niño.

—Dirá usted que soy un atrevido, empezó él con una gracia encantadora, pero mis padres, que son los dueños de esta casa, me han dado permiso para que venga a pedir a usted un favor. Varios amiguitos míos y yo pensamos ir a la fiesta de esta tarde vestidos con trajes de diferentes provincias y bailar algunas cosas allí: jota, sevillanas, muñeira y otras. Yo tenía por compañera a una prima mía, pero es muy caprichosa y a última hora ha querido irse al teatro por ver una comedia de magia. Yo no puedo ir solo…

—Es natural, interrumpió el maestro por decir algo.

—Si usted, continuó el vestido de andaluz, quisiera dejar a su niña para que viniese con nosotros…

—Yo con el mayor gusto, pero no tiene traje, balbuceó el profesor.

—El de mi compañera está en casa; mi madre lo ha dirigido y se lo pensaba regalar. ¿Sabes bailar sevillanas? Preguntó luego a la niña.

—Un poco, respondió Paz.

—A ver, ensaya conmigo. Yo las cantaré para que tengamos música.

La hija del maestro, a la que éste había enseñado, bailaba admirablemente y con mucha gracia. Las sevillanas salieron muy bien.

El muchacho lleno de entusiasmo se fue a dar a sus padres la buena noticia y un momento después subía la madre del niño con una doncella que llevaba en sus manos un riquísimo traje que parecía haber sido hecho para Paz. Se lo pusieron y la adornaron con magníficas joyas. Estaba encantadora; su padre no se cansaba de admirarla y su madre se alivió de su dolencia al pensar en lo mucho que su hija se iba a divertir.

En el salón de baile, adornado con plantas y espléndidamente iluminado, causó gran sensación la entrada de aquella multitud de niños vestidos con trajes regionales. Fue lo principal de la fiesta porque aquellas preciosas parejitas llenas de atractivos bailaron o cantaron muy bien. Paz y su compañero atrajeron todas las miradas y fueron designados para ganar el premio que había de adjudicarse a los que se distinguieran más.

Eugenia estaba triste porque no sólo no había llamado la atención por bonita y elegante, sino que había notado que algunas personas se reían de su traje y oyó a una que decía:

—Esa niña va de quiero y no puedo.

No había visto a las parejas vestidas con las galas de las diferentes provincias, pero al ir a salir éstas del salón tuvieron que hacerles paso entre dos filas de gente y ella quedó de las primeras.

Al pasar los andaluces, un caballero gritó:

—¡Viva la gracia!

Y los niños, felices, se sonrieron y saludaron.

—Esa niña, murmuró Eugenia, se parece a Paz, sí, mucho, muchísimo. Es más bonita, tiene mejor color y va admirablemente vestida. ¡Si fuera ella?… Pero es imposible. ¡Qué tonta soy! Mi hermanita se ha quedado en casa más aburrida todavía que yo, y eso que no me he divertido mucho.

Grande fue su asombro cuando al volver a su morada encontró a Paz con el traje de andaluza que la madre de su compañero le había regalado como también el premio que otorgaron por unanimidad a la encantadora pareja.

Y desde aquel día todo fue ventura en la casa. Porque los dueños de ella se constituyeron en protectores de los dos maestros y llovieron las lecciones de música y de baile y con ellas volvieron el bienestar y la alegría.

Eugenia no ambicionó jamás ser la primera en nada, uniendo a su hermana menor a todos sus proyectos y siendo para ella buena y generosa.

Capítulo 3. Marzo: Ángel

Era en verdad un espectáculo imponente el que iban a presenciar los habitantes de Villaclara en la plaza Mayor. La elevación del globo Héctor se había anunciado para lo último de la función compuesta de ejercicios gimnásticos, carreras de cintas y de velocípedos. Se habían colocado tribunas en las bocacalles para cerrar la gran plaza que rebosaba de gente por todas partes. Los balcones estaban completamente ocupados y lo mismo las ventanas de las bohardillas y hasta los tejados.

Los preparativos para inflar el globo duraron mucho tiempo, pero entre tanto la banda municipal tocó varias piezas, las mejores de su repertorio, para distraer al público. Al fin, y esto fue lo verdaderamente sensacional, apareció el aeronauta, seguido de su mujer y de su hijo, un niño de cortos años. Iban todos igual vestidos, de color azul. Él era alto, moreno, de pelo y ojos negros. Ella y el pequeñuelo eran rubios y de una belleza ideal. La primera que entró en la barquilla fue la joven a la que le fue entregado el niño, habiendo entonces entre el público no pocas voces de protesta. Por último subió él, se soltaron las amarras y el globo se fue elevando majestuosamente mientras hacía ejercicios gimnásticos el matrimonio y el hijo echaba besos al público llevando las manitas a sus labios.

La multitud siguió con ansiosa mirada al globo que se alejaba primero lentamente, luego más deprisa, hasta que desapareció. Y a poco de ocurrir esto hubo uno de esos cambios atmosféricos tan frecuentes en marzo, pues era el 18 de este mes cuando se había celebrado aquella fiesta. Lo que fue al principio suave brisa, aire vivo después, se convirtió en huracán furioso y no hubo persona que no temblase, por la suerte de aquella desgraciada familia que arriesgaba su existencia por un puñado de oro. No había madre que no rezara por aquel angelito que seguramente iba a perecer, pidiendo a Dios que hiciera un milagro y salvara su vida.

Y entre tanto el pobre aeronauta luchaba con el elemento que destrozaba el globo y trataba de animar a su mujer y de consolar a su hijo que lloraba y que tenía frío. Su deseo era descender en cualquier lado que fuese, pero no lo lograba, y así pasaron algunas horas sin que el viento cesase, expuesta aquella familia a perecer sin encontrar una ayuda que nadie podía prestarles. Al fin, ya a la madrugada, logró el esposo, bajando por una cuerda llegar a la azotea de un palacio, ató sólidamente la maroma a los hierros de la barandilla, trepó por ella y quiso que descendiera su mujer.

—Salva primero al niño, le dijo ésta, es todo nuestro amor, y ven luego por mí.

Aquel niño, en efecto, era su encanto y su alegría y como por nada del mundo se hubieran separado de él, le habían llevado al verificarse la peligrosa ascensión creyendo que, como otras veces, se efectuaría con toda felicidad. Él cogió al pequeñuelo con un brazo y, aunque con gran dificultad, logró dejar a su hijo en la terraza. Luego volvió a subir, pero, al poner el pie en la barquilla, una ráfaga de viento aún más fuerte que las otras rompió la cuerda y el globo se elevó con gran rapidez. Gracias a que era un hábil gimnasta pudo el hombre salvarse de aquel riesgo reuniéndose a su esposa.

El niño, llorando de miedo y de frío, se sentó entre las plantas que adornaban la azotea y al cabo de un rato se durmió con un sueño pesado y febril.

La dueña de aquel palacio era una viuda muy caritativa y muy buena, que tenía una inmensa fortuna, siendo el alivio de los pobres de la localidad. Su única pena consistía en no haber tenido nunca hijos. Vivía sola con sus criados sin desear salir de aquel pueblo donde residía desde su infancia. Un pueblo sin ferrocarril, de difícil comunicación con otros lugares por no tener más que un mal camino; sin periódicos, con poco, pero bien avenido vecindario, dirigido desde hacía muchos años por el mismo cura, por el mismo médico y por el mismo alcalde. Un pueblo sin ambición ni aspiraciones, de lo mejor, de lo más sencillo que hay en España.

La señora, que era muy madrugadora, se acababa de levantar y miraba desde una de las ventanas el cielo cubierto de nubes. El viento no había cesado todavía. A su lado estaba Ramona, una de sus criadas.

—Marzo ventoso y abril lluvioso sacan a mayo florido y hermoso, dijo la dama. Eso no quita que el huracán haya estropeado mis mejores plantas y muchas no puedan lucir sus galas dentro de dos meses. Ven conmigo a la azotea a ver qué destrozos tenemos que lamentar.

La señora y la doncella se fueron acercando a todas las macetas, mirándolas una por una, viendo con satisfacción que el viento no había causado tantos daños como suponían. De repente la dama lanzó un grito, se precipitó hacia unos arbustos y cogió en sus brazos al hijo del aeronauta.

—Mira, mira, Ramona, exclamó, este es un angelito que me ha enviado el glorioso San José, cuya fiesta celebramos hoy. Si fuese un niño abandonado no estaría en la terraza a la que sólo se puede subir por la escalera que hay en el interior del palacio, estaría abajo, en la calle, todo lo más en el jardín. Sí, es un ángel y para que no bajase desnudo a la tierra sus compañeros le han vestido con un pedacito de cielo. ¡Cuánto le vamos a querer! Porque tú le querrás también, ¿no es verdad?

—¡Ah! Sí, con toda mi alma, respondió la doncella. Le querré, le respetaré, le veneraré.

—Precisamente esta noche, continuó la viuda, estaba yo pensando en la falta que me hacía un heredero, una criatura que labrase la dicha del último tercio de mi existencia. Y ya ves, San José me ha enviado este niño que será mi hijo, todo mi amor. El pobrecito está helado, vamos a acostarle en mi propia cama hasta que le compremos una cuna.

La noticia del misterioso hallazgo cundió rápidamente por el pueblo y no hubo persona que no acudiese a ver al que llamaban el niño del milagro. Éste pasó una enfermedad muy grave y la señora del palacio le cuidó con solicitud y esmero. Cuando ya estuvo bien y pudo hablar vieron que lo hacía en un idioma desconocido para todos.

—El lenguaje de los ángeles, decía la dama.

Poco a poco fue el niño aprendiendo el español y al preguntarle un día Ramona por sus padres, miró el azul firmamento y sus ojos se llenaron de lágrimas.

—No le hagas sentir la nostalgia del cielo, dijo severamente la señora, que nadie le pregunte de dónde ha venido, es este un secreto que ni puede ni debe revelar.

El niño, al que llamaron Ángel, fue creciendo en belleza y en perfecciones. De carácter dulce y apacible, de inteligencia superior, era el encanto de sus profesores, de sus compañeros, de su madre adoptiva, de cuantos le trataban. Le encontraban, eso sí, un tanto melancólico y cuando el viento agitaba las copas de los árboles y las nubes se amontonaban en el cielo suspiraba dulcemente y una esperanza loca se apoderaba de él buscando en el celeste espacio un globo que no llegaba nunca, un globo muy amado y deseado ardientemente, que para siempre se había perdido, en cuya barquilla iba un hombre bravo y generoso al que llamaba padre y una mujer que le besaba con el amor de madre verdadera, con una ternura que no había vuelto a encontrar.

Y es que en aquel pueblo el respeto y la veneración al ángel impedían las dulces expansiones del amor al niño.

Ha terminado, queridos niños, el curso de las cuatro estaciones, o sea el año natural.

Empieza sonriente con la primavera y acaba melancólico con las nieves del invierno.

A la flor sigue el fruto, al calor el frío, y la naturaleza vuelve a empezar su majestuoso curso año tras año, siglo tras siglo.

Así es la vida; el niño es un capullo; al calor de los padres abre sus pétalos, enamora en su juventud con su belleza y con el aroma de su alegría; después languidece y al fin se extingue en la nada de donde le sacara el soplo de la Divinidad.

Pero así como la flor es sólo materia sensible, el hombre tiene un alma, que en vida le permite pensar y obrar bien o mal, siendo acogido por Dios en el primer caso, para galardonar sus buenas obras, o devorado por Saturno que, como imagen del tiempo, aniquila cuanto no tiene otra finalidad que la vida temporal sobre la tierra.

A veces, alguna alma buena sirve para atraer otra mala al sendero del bien, así como, por desgracia, sucede con frecuencia que la manzana podrida corrompe a su compañera, según nos dice la fábula, y en aquel caso hay que admirar más y más la bondad del Eterno, que permite la redención del malo por la gracia alcanzada por el bueno.

En el siguiente sucedido, con el que termina este libro a Las estaciones consagrado, hallaréis demostrado lo que acabo de decir.

Marcelo era malo, Miguel bueno, y Dios permitió que éste fuera el ángel de salvación de su tío y profesor.


Publicado el 28 de marzo de 2020 por Edu Robsy.
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