La casa donde murió
I
Camino del pueblo de B..., situado cerca de la capital de una provincia cuyo nombre no hace al caso, íbamos en un carruaje, tirado por dos mulas, Cristina, su madre, Fernando el prometido de la joven, y yo.
Eran las cinco de la tarde, el calor nos sofocaba porque empezaba el mes de Agosto, y los cuatro guardábamos silencio. La señora de López rezaba mentalmente para que Dios nos llevase con bien al término de nuestro viaje; Cristina fijaba sus hermosos ojos en Fernando que no reparaba en ello, y yo contemplaba la deliciosa campiña por la que rodaba nuestro coche.
Serían las seis cuando el carruaje se detuvo a la entrada del pueblo; bajamos y nos dirigimos a una capilla donde se veneraba a Nuestra Señora de las Mercedes, a la que la madre de Cristina tenía particular devoción. Mientras esta señora y su hija recitaban algunas oraciones, Fernando me rogó que le siguiera al cementerio, situado muy cerca de allí, donde estaba su padre enterrado. Le complací y penetramos en un patio cuadrado, con las tapias blanqueadas, y en el que se observaban algunas cruces de piedra o de madera, leyéndose sobre lápidas mortuorias varias inscripciones un tanto confusas. En un rincón vi a una mujer arrodillada, en la que mi compañero no pareció fijarse al pronto.
Me enseñó la tumba de su padre, que era sencilla, de mármol blanco, y comprendí que no era únicamente por verla por lo que el joven había llegado hasta allí. Observé que buscaba alguna cosa que no encontraba, hasta que vio a la mujer, que era una vieja mal vestida y desgreñada, que le estaba mirando atentamente. Fernando bajó los ojos, y ya iba a alejarse, cuando la anciana se levantó y le llamó por su nombre, obligándole a detenerse.
—¿Qué desea V., madre María? —la preguntó en un tono que quería parecer sereno.
—Lo de siempre —contestó la vieja, en cuya mirada noté cierto extravío—, preguntarte en dónde has ocultado a mi niña. Diez años hace que te la has llevado, bien lo sé, y hoy me han dicho en el pueblo que vienes aquí para celebrar tu boda con otra.
—No ignora V., madre María, que su hija murió hace diez años y que yo pagué su entierro para que su hermoso cuerpo descansase en este campo-santo. A mi vez le pregunto: ¿dónde se encuentra la tumba de la pobre Teresa?
—¿Acaso lo sé yo? Un día vine aquí, busqué la cruz que me indicaba el lugar donde me decían que estaba ella, y ¿sabes lo que vi? Un hoyo vacío, y un poco más lejos la tierra recientemente removida. Había cumplido el plazo, y como nadie cuidó de renovarlo y pagar, aquel rincón no pertenecía ya a mi hija y la habían echado a la fosa donde arrojan a los pobres, a los que entierran de limosna.
—¡Pero eso es una infamia! Yo envié dinero para esa renovación —exclamó Fernando.
—No digo que no, pero la persona a quien tú escribiste estaba gravemente enferma, en dos meses no abrió tu carta y entonces ya era tarde.
El joven bajó la cabeza y no replicó.
—¿Con quién te casas? —le preguntó la vieja.
—Con la señorita Cristina López.
—¿Y cuándo te casas?
—Dentro de tres días.
—Eso será si Teresa lo consiente; ella es tu desposada y no tardará en venir a buscarte.
—Madre María —dijo con tristeza el joven—, Teresa no puede venir; los muertos no salen de los sepulcros.
—Ya me lo dirás mañana temprano; por hoy vete en paz.
—Adiós —murmuró Fernando, dirigiéndose hacia la salida del cementerio, donde yo le seguí.
—Sin duda te habrá extrañado lo que acabas de ver y oír —me dijo apenas estuvimos fuera—; pero no será así cuando te cuente esa historia de los primeros años de mi juventud, que deseo conozcas en todos sus detalles. Vamos ahora con Cristina y su madre, que sin duda nos esperan ya; y luego, mientras ellas visitan la casa que hemos de habitar y en la que está mi tía, la futura madrina de mi boda y por la que hacemos hoy este viaje, lo sabrás todo.
Cristina y su madre nos esperaban, en efecto, y juntos nos dirigimos a casa de la tía de Fernando, que estaba situada en la plaza del pueblo, haciendo esquina a una calle estrecha y sombría, en la que, sin saber por qué, entré con una profunda tristeza.
La tía del joven no me agradó; era una señora de unos cincuenta años, alta, delgada, con ojos grises muy pequeños, nariz larga que se inclinaba hacia su barba puntiaguda, y cabellos casi blancos recogidos en una gorra de color oscuro. Estaba muy enferma, y como había servido de madre a Fernando, este había suplicado a la señora de López que la boda se celebrase en el pueblo, para evitar a su tía las molestias de un viaje que, aunque corto; hubiera sido sumamente penoso para ella.
Mientras Cristina y las dos señoras visitaban la casa y recibían a los numerosos amigos que acudieron al saber su llegada, Fernando, que se había obstinado en no subir al piso superior, me llamó, me hizo sentar a su lado, y empezó la prometida historia en estos términos:
—Hace once años, cuando solo tenía yo veinte y había acabado la carrera de abogado en Madrid, mi padre me envió una temporada a este pueblo para que hiciese una visita a su única hermana, que es esa señora a quien acabas de ver. Era yo huérfano de madre, me había educado sin sus consejos, lejos también de mi padre, al que retenían fuera de su casa constantes ocupaciones; así es, que puedo asegurar que desconocía casi totalmente lo que eran los goces de familia. Aunque heredero de una mediana fortuna, no debía entrar en posesión de ella hasta mi mayor edad; tenía muchos compañeros de estudios, pero ningún amigo; por lo tanto, excusado es decir que, hallándome casi solo en el mundo, me apresuré a aceptar con júbilo lo que mi padre me proponía, poniéndome en camino para este pueblo con el alma inundada de dulces emociones. ¿Correspondió esto a lo que yo esperaba? Seguramente no. Mi tía, a la que no veía desde niño, me fue al pronto repulsiva, por más que se mostrara desde luego cariñosa y tolerante conmigo; el pueblo me pareció triste, a pesar de sus jardines y de las pintorescas casitas que hay en él; sus habitantes poco simpáticos, aunque todos me saludaban con afecto. Me dediqué a la caza, estudié un tanto la botánica, y así se pasó un mes, durante el cual llegué a reconciliarme con mi tía, con el pueblo y con sus moradores.
Una mañana, al volver a casa, encontré, al pasar por una de las habitaciones, a una muchacha de quince a diez y seis años, a la que nunca recordaba haber visto, cosiendo con el mayor afán. Al oír mis pasos alzó la cabeza, y aunque la bajó de nuevo casi en seguida, no fue tan pronto para que no hubiera observado que tenía una frente blanca y pura que adornaban hermosos cabellos castaños, ojos pardos que lanzaban miradas francas o inocentes, una boca pequeña, una nariz más graciosa que perfecta y unas mejillas coloreadas por un suave carmín. No le dirigí la palabra; pero pregunté a un criado quién era, sabiendo por él que venía a coser casi todos los días a casa de mi tía Catalina, que era huérfana de padre, que mantenía a su madre enferma, de la que era el único sostén, pues había perdido a sus tres hijos mayores, no quedándole más amparo y consuelo que aquella niña. La historia me interesó; yo era joven, la muchacha hermosa, no habíamos amado nunca; empezamos a hablar, sin que mi tía lo advirtiese, y acabamos por adorarnos. Teresa no había recibido una educación vulgar; hasta los doce o trece años había estudiado en el convento de religiosas del pueblo, saliendo de él a la muerte de su padre, acaecida hacía cuatro años.
No sé quién refirió a mi tía nuestros amores; ello es que los supo, que me amonestó con dureza, amenazándome con hacerme marchar a Madrid, después de escribírselo todo a mi padre; y desde entonces la joven no volvió a mi casa, y tuve diariamente que saltar las tapias de su jardín para verla y hablarla sin que su madre lo advirtiera, pues también se oponía a nuestras amorosas relaciones.
Así estaban las cosas, cuando hace poco más de diez años caí gravemente enfermo, atacado de unas calenturas contagiosas. Mi tía se alejó de mí, los criados se negaron a asistirme, y entonces María y Teresa se ofrecieron a ser mis enfermeras, no pudiendo oponerse mi tía a ello porque mi estado era cada vez más alarmante y exigía continuos cuidados.
Desde el momento en que Teresa estuvo a mi lado sentí un dulce bienestar, la fiebre desaparecía por instantes; pero se me figuraba ver que las mejillas de mi amada tomaban tintes rojizos, que sus labios estaban comprimidos y ardientes, que sus ojos brillaban con un fuego extraño. La enfermedad que huía de mí, se iba apoderando de ella, y era mi mismo mal el que la devoraba.
—¿Qué tienes? —le pregunté.
—He pedido tanto a Dios que salvase tu vida a costa de la mía —murmuró la joven—, que me parece que por fin se ha dignado escucharme y me voy a morir antes que tú.
Aquello era cierto; por la noche Teresa se agravó tanto, que no pudo volver a su casa, y mi tía le ofreció su cuarto y su cama para que descansase; entonces estaba profundamente agradecida a los tiernos cuidados de la joven.
Excusado es decir que doña Catalina pensaba renunciar para siempre a su habitación y a su lecho, temiendo el contagio de la enfermedad.
Me restablecí pronto, a medida que el estado de la joven iba siendo peor. Estaba desesperado, loco. Su madre también empezaba a perder la razón. Un día me dijo el médico: «Ya no hay remedio para este mal». Y ella también murmuró a mi oído: «Me muero, pero soy feliz, porque tú me amas y me amarás siempre».
—¡Oh, te lo juro! —exclamé—; mi corazón y mi mano no serán de otra mujer jamás.
—Eso lo sé mejor que tú —dijo sonriendo dulcemente—; también sentiré celos desde otro mundo de la mujer a quien ames, y no consentiré que seas perjuro. No quieras a otra, no te cases nunca; no hay un ser en la tierra que pueda adorarte lo que yo, y yo te aguardaré en el cielo.
Dos días después espiraba aquella angelical criatura, que ofreció a Dios su vida a cambio de la mía.
Su madre se volvió loca.
Pagué el entierro de Teresa; compré una sepultura por diez años... ya sabes que hoy ignoro dónde descansa su hermoso cuerpo; envié una carta a mi tía, que no la leyó hasta dos meses después de cumplirse el plazo, porque ella también estaba enferma.
Decirte que durante estos diez años el recuerdo de Teresa me ha perseguido constantemente, sería faltar a la verdad; he amado a otras mujeres, y hace cuatro años estuve a punto de casarme con una hermosa joven; pero la desgracia hizo que un mes antes de verificarse nuestro enlace, los padres encontrasen un pretendiente a la mano de mi amada mejor que yo, y este me fue preferido por ellos, y la novia tuvo que someterse a la voluntad de sus tiranos.
Hoy adoro a Cristina y quiero unir su suerte a la mía, como ya se han unido nuestras almas. ¿Lo conseguiré? Temo que no. La fatalidad me ha traído al pueblo donde vivió Teresa; habito... esta morada llena con su recuerdo; vengo a pasar los primeros días de mi matrimonio en la casa donde ella murió, y un secreto presentimiento me dice que Cristina no llegará a ser esposa mía. Ahí tienes la historia de mis amores: ¿crees que mi temor sea fundado, o que la exaltación en que me hallo es hija de mis pasadas desdichas?
Procuré tranquilizar a Fernando, y después; mientras el joven se reunía a su bella prometida, tuve deseos de ver aquella habitación donde Teresa había muerto, y me hice conducir a ella por un antiguo servidor de doña Catalina.
II
Entré en una sala lujosamente amueblada; pasé por allí sin detenerme apenas, y abrí la puerta de un gabinetito en el que estaba la alcoba donde murió la desgraciada niña. Un lecho de madera tallada, algunas sillas de tapicería floreada, una cómoda, un lavabo y algunos cuadros se veían en la pieza, todo cubierto de polvo, señal evidente de que aquella parte de la casa estaba abandonada por completo. El gabinete tenía una sola ventana con vistas a la calle estrecha y sombría, a la que hacía esquina la casa de Fernando; enfrente de la ventana había un armario de espejo; a un lado de este estaba la puerta de la alcoba, al otro una mesita de escribir; algunas sillas iguales a las del dormitorio completaban el mueblaje del gabinete que diez años antes perteneció a la tía de Fernando.
Permanecí allí breves instantes, y luego, llegada ya la hora de la cena, fui en busca de la familia y de sus convidados, sentándonos todos a una mesa suntuosamente servida. La cena duró bastante tiempo, y antes de terminarla, un suceso imprevisto vino a turbar la alegría de algunos y a causar profunda impresión en el ánimo de Fernando. Las campanas de la parroquia tocaban de una manera lúgubre; su voz, siempre triste, parecía una queja que hería nuestros oídos a la vez que nuestro corazón.
—¿A qué tocan? —preguntó Cristina a un criado que estaba cerca de ella.
—A agonía —contestó el hombre con tono indiferente—. Aquí en los pueblos, señorita, se toca por todo: cuando uno va a morir, cuando muere, cuando es el funeral y...
—¿Quién está muriendo? —interrumpió Cristina.
—Una joven de diez y siete años.
—¿Cómo se llama? —preguntó Fernando, cuyo rostro estaba lívido.
—Teresa —dijo el criado.
Doña Catalina le lanzó una mirada furiosa; Fernando bajó los ojos, y observé que sus manos temblaban; en Cristina y su madre sólo se advertía una profunda compasión hacia la infeliz criatura que en lo más hermoso de su vida, en lo más florido de su juventud, iba a abandonar esta tierra por un mundo desconocido. Era Cristina tan dichosa, que pensaba que la humanidad entera debía participar de su ventura y no querer cambiarla por todos los goces celestiales.
Fernando, pretextando que el calor que en el comedor hacía era sofocante, pidió permiso para retirarse un momento a la habitación inmediata, y yo le seguí.
—¿Qué te pasa? —le pregunté.
—Se llama Teresa y tiene diez y siete años —murmuró.
—Es una casualidad.
—Una casualidad así, ¿no te parece un mal presagio tres días antes de mi boda?
Procuré distraerle, pero en vano; la campana lanzaba un tañido más fúnebre todavía y Fernando, que conocía aquel toque, me dijo que la enferma había dejado de existir.
Le hice entrar de nuevo en el comedor, y las dulces palabras de Cristina vencieron los temores de Fernando, que permaneció tranquilo hasta las doce de la noche, hora en que todos nos despedimos hasta el día siguiente, retirándonos cada cual a nuestras respectivas habitaciones. La mía tenía una ventana con vistas a la plaza y se hallaba situada debajo de la de mi amigo. Sin saber por qué, no me era posible conciliar el sueño; me puse a leer un rato, escribí otro, y, por último, me levanté y empecé a pasear con alguna agitación por la alcoba.
Un instante después noté cierto movimiento en la de Fernando, oí abrir varias puertas con sigilo, las pisadas que empezaron a sonar sobre el techo de mi cuarto se perdieron a lo lejos, y un secreto instinto me advirtió que mi presencia era necesaria al joven. Sin darme cuenta de mis acciones, salí precipitadamente en dirección al sitio donde murió Teresa.
Mi amigo se hallaba a dos pasos de la puerta del gabinete sin atreverse a abrirla. Al verme, no pareció extrañar que me hubiera levantado, como si fuera la cosa más natural del mundo, y extendiendo su mano hacia la habitación cerrada, me dijo:
—Hace diez años no entro ahí.
—Ni hoy entrarás tampoco —exclamé con decisión—. Tú estás loco y has empezado a contagiarme. No debiste nunca volver a esta casa, ni aun a este pueblo.
—Hace once años que mi tía es una madre para mí; once años que sé lo que es el amor filial; ¿querías que me casase lejos de ella?
—En buen hora; ya has cumplido con ese deber; ¿pero es preciso que entres ahí?
—Una vez sola —dijo en tono suplicante—; una sola para saber si Teresa permite que me case con Cristina. Mira —añadió—, si al entrar en su cuarto lo hallo todo como hace diez años, la cómoda, la cama, las sillas, me marcho tranquilo y soy feliz; si, por el contrario, encuentro alguna alteración...
—Eres un niño —le interrumpí—; pero si no deseas más que eso, entra, y la paz y la felicidad sean contigo.
Sabía, por haberlo visto por la tarde, que todo estaba igual en el cuarto donde murió Teresa, y no vacilé más, dejando pasar al joven al gabinete.
Fernando abrió la puerta, y murmuró:
—Hay luz dentro.
Me estremecí a pesar mío; un frío glacial se apoderó de mí, porque al entrar mi amigo y yo vimos clara y distintamente en la alcoba de Teresa un lecho mortuorio, cubierto de negros paños, algunos hachones encendidos rodeando un ataúd, en el que descansaban los yertos despojos de una hermosa joven vestida de blanco y coronada de flores. Al lado de ella velaba una mujer en la que reconocí a la madre María, la loca que hallé por la tarde en el cementerio.
Fernando lanzó un grito extraño y se dejó caer de rodillas ocultando el rostro con las manos; yo cerré los ojos, di algunos pasos y tropecé con la puerta de la alcoba. Miré entonces y vi el dormitorio obscuro y desierto.
—Estamos los dos locos —murmuré. Volví en busca de Fernando y lo comprendí todo. Por la tarde el criado había dejado inadvertidamente abierta la ventana del gabinete; ésta, como es sabido, daba a una calle estrecha, y en la casa de enfrente, en una pobre habitación, se hallaba el cadáver de aquella joven desconocida, velado por la madre de Teresa. Tan triste cuadro se reflejaba en el espejo del armario colocado al lado de la puerta de la alcoba, y esto nos hizo suponer, a causa del estado excepcional en que Fernando y yo nos hallábamos, que aquel cuerpo inerte descansaba en la propia casa de mi amigo. La presencia de la madre María era natural allí, pues según acostumbraba a hacer desde la muerte de su hija, pasaba las noches al lado del cadáver de cualquiera joven que muriese en el pueblo. La que había dejado de existir era sobrina de la anciana y llevaba por eso el nombre de su hija.
Cerré la ventana y volví al lado de Fernando.
Le llamé repetidas veces y no me contestó nada.
Algo extraño e invisible ocurrió en aquella habitación; me pareció escuchar un confuso aleteo, se obscureció mi vista y tuve que apoyarme en el armario para no caer.
—¡La casa donde murió! —exclamó Fernando con voz apagada—; tenía que ser así. Amada mía, espérame, ya voy.
Recobré al fin mi sangre fría, hablé a mi amigo, cogí sus manos, que estaban yertas, y las separé de su rostro, que parecía el de un muerto. Después salí corriendo para llamar a los criados en mi auxilio.
Media hora más tarde la señora de López, Cristina, doña Catalina, un sacerdote y yo, rodeábamos la cama donde descansaba Fernando.
—¡Cuánto duerme! —exclamó Cristina.
Me acerqué a él, hice una seña al sacerdote, y éste puso una mano sobre el pecho de Fernando, retrocediendo al punto, porque el corazón de mi amigo no latía.
—¿Qué hay? —me preguntó doña Catalina; y comprendiendo lo que pasaba añadió:
—Era lo único que me quedaba en el mundo; cúmplase la voluntad de Dios.
El sacerdote pronunció en voz baja algunas oraciones.
Me volví hacia la puerta y vi a la madre María que, no sé cómo, se había introducido hasta allí.
—Mi hija es feliz —murmuró—; me ha dicho que Fernando y ella se han desposado ya; sabía que esto no sucedería hasta que él viniese al cuarto donde Teresa estuvo enferma, a la casa donde murió. Diez años he aguardado; ¡alabado sea el Señor, que al fin me ha concedido esta ventura!
La Noche-Buena
I
Eran las ocho de la noche del 24 de Diciembre de 1867. Las calles de Madrid llenas de gente alegre y bulliciosa, con sus tiendas iluminadas, asombro de los lugareños que vienen a pasar las Pascuas en la capital, presentaban un aspecto bello y animado. En muchas casas se empezaban a encender las luces de los nacimientos, que habían de ser el encanto de una gran parte de los niños de la corte, y en casi todas se esperaba con impaciencia la cena, compuesta, entre otras cosas, de la sabrosa sopa de almendra y del indispensable besugo.
En una de las principales calles, dos pobres seres tristes, desgraciados, dos niños de diferentes sexos, pálidos y andrajosos, vendían cajas de cerillas a la entrada de un café. Mal se presentaba la venta aquella noche para Víctor y Josefina; solo un borracho se había acercado a ellos, les había pedido dos cajas a cada uno y se había marchado sin pagar, a pesar de las ardientes súplicas de los niños.
Víctor y Josefina eran hijos de dos infelices lavanderas, ambas viudas, que habitaban una misma boardilla. Víctor vendía arena por la mañana y fósforos por la noche. Josefina, durante el día ayudaba a su madre, si no a lavar, porque no se lo permitían sus escasas fuerzas, a vigilar para que nadie se acercase a la ropa ni se perdiese alguna prenda arrebatada por el viento. Las dos lavanderas eran hermanas, y Víctor, que tenía doce años, había tomado bajo su protección a su prima, que contaba escasamente nueve.
Nunca había estado Josefina más triste que el día de Noche-Buena, sin que Víctor, que la quería tiernamente, pudiera explicarse la causa de aquella melancolía. Si le preguntaba, la niña se contentaba con suspirar y nada respondía. Llegada la noche, la tristeza de Josefina había aumentado y la pobre criatura no había cesado de llorar, sin que Víctor lograse consolarla.
—Estás enferma —dijo el niño—, y como no vendemos nada, creo que será lo mejor que nos vayamos a descansar con nuestras madres.
Josefina cogió su cestita, Víctor hizo lo mismo con su caja, y tomando de la mano a su prima, empezaron a andar lentamente.
Al pasar por delante de una casa, oyeron en un cuarto bajo ruido de panderetas y tambores, unido a algunas coplas cantadas por voces infantiles. Las maderas de las ventanas no estaban cerradas y se veía a través de los cristales un vivo resplandor. Víctor se subió a la reja y ayudó a hacer lo mismo a Josefina.
Vieron una gran sala: en uno de sus lados, muy cerca de la reja, un inmenso nacimiento con montes, lagos cristalinos, fuentes naturales, arcos de ramaje, figuras de barro representando la sagrada familia, los reyes magos, ángeles, esclavos y pastores, chozas y palacios, ovejas y pavos, todo alumbrado por millares de luces artísticamente colocadas.
En el centro del salón había un hermoso árbol, el árbol de Navidad, costumbre apenas introducida entonces en España, cubierto de brillantes hojas y de ricos y variados juguetes. Unos cincuenta niños bailaban y cantaban; iban bien vestidos, estaban alegres, eran felices.
—¡Quién tuviera eso! —murmuró Josefina sin poder contenerse más.
—¿Es semejante deseo el que te ha atormentado durante el día? —preguntó Víctor.
—Sí —contestó la niña—; todos tienen nacimiento, todos menos nosotros.
—Escucha, Josefina: este año no puedo proporcionarte un nacimiento porque me has dicho demasiado tarde que lo querías, pero te prometo que el año que viene, en igual noche, tendrás uno que dará envidia a cuantos muchachos haya en nuestra vecindad.
Se alejaron de aquella casa y continuaron más contentos su camino. Cuando llegaron a su pobre morada, las dos lavanderas no advirtieron que Josefina había llorado ni que Víctor estaba pensativo.
II
Desde el año siguiente Víctor fue a trabajar a casa de un carpintero, donde estaba ocupado la mayor parte del día. Josefina iba siempre al río con su madre y crecía cada vez más débil y más pálida. Pasaba las primeras horas de la noche al lado de su primo; pero ya no vendían juntos cajas de fósforos, sino se quedaban en su boardilla enseñando la lectura el niño a la niña, la que hacía rápidos progresos.
Apenas Josefina se acostaba, Víctor sacaba de un baúl viejo una gran caja y hacía, con lo que guardaba en ella, figuritas de madera o de barro, que luego pintaba con bastante acierto. Al cabo de algunos meses, cuando ya tuvo acabadas muchas figuras, se dedicó a hacer casas, luego montañas de cartón; por último, una fuente. Víctor había nacido artista; pintó un cielo claro y transparente, iluminado por la blanca luna y multitud de estrellas, brillando una más que todas las otras, la que guió a los Magos al humilde portal.
El maestro de Víctor no tardó en señalarle un pequeño jornal, del que la madre del niño le daba una cantidad insignificante para su desayuno, encontrando él, gracias a una increíble economía, el medio de ahorrar algunos cuartos para comprar varios cerillos y velas de colores.
Todo marchaba conforme su deseo, cuando al llegar el mes de Noviembre cayó Josefina gravemente enferma. El médico que por caridad la asistía, declaró que el mal sería muy largo y el resultado funesto para la pobre niña.
Víctor, que pasaba el día trabajando en el taller, no supo la desgracia que le amenazaba, porque su madre se la calló con el mayor cuidado.
III
Llegó el 24 de Diciembre de 1868. Durante el día Víctor buscó por los paseos ramas, hizo con ellas graciosos arcos y al anochecer los llevó a su vivienda, que estaba débilmente iluminada por una miserable lámpara. Una cortina vieja y remendada ocultaba el lecho donde se hallaba acostada Josefina.
Víctor formó una mesa con el tablado que le servía de cama, abrió el baúl, colocó sobre las tablas los arcos de ramaje, las montañas, la fuente, a la que hizo un depósito para que corriese el agua en abundancia, las graciosas figuritas; poniendo por dosel el firmamento que él había pintado y detrás una infinidad de luces que le daban un aspecto fantástico.
Todo estaba ya en su lugar, cuando empezaron a sonar en la calle varios tambores tocados con estrépito por los muchachos de aquel barrio.
—¿Qué día es hoy? —preguntó Josefina.
—El 24 de Diciembre —contestó su madre, que se hallaba junto a la cama.
La niña suspiró, tal vez recordando el nacimiento del año anterior, tal vez presintiendo que no vería otra Noche-Buena.
Víctor se acercó a su prima muy despacio, descorrió la cortina y miró a Josefina para ver el efecto que en ella causaba su obra. La niña juntó sus manos, lo vio todo, contemplándolo con profunda admiración, y rompió a llorar de alegría y de agradecimiento...
El médico entró en aquel instante.
—¡Qué hermoso nacimiento! —exclamó.
—Lo ha hecho mi hijo —contestó la lavandera.
—Muchacho —dijo el doctor—, si me lo vendes te daré por él lo que quieras. Tengo una hija que será feliz si se lo llevo, pues ninguno de los que ha visto le satisface y ella deseaba que fuera como es el tuyo.
—No lo vendo, señor —replicó Víctor—, es de Josefina.
El médico pulsó a la enferma y la encontró mucho peor.
—Volveré mañana... si es preciso —dijo al salir.
—Víctor, canta algo para que sea este un nacimiento alegre como el de aquellos niños que vimos el año pasado, murmuró con voz débil Josefina.
El niño obedeció y empezó a cantar coplas dedicadas a su prima, que improvisaba fácilmente; solo que en lugar de cantarlas delante del nacimiento lo hacía junto a la cama, teniendo una mano de Josefina entre las suyas.
Poco a poco la niña se fue durmiendo, las luces del nacimiento se apagaron y Víctor advirtió que la mano de su prima estaba helada.
Pasó el resto de la noche al lado de ella, intentando, aunque en balde, calentar aquella mano tan fría.
IV
A la mañana siguiente fue el médico, y apenas se acercó a la cama vio que la pobre Josefina estaba muerta. La desesperación de la infeliz madre y de Víctor no es para descrita.
Llegado el día 26, el doctor se sorprendió al ver entrar al niño en su casa.
—Señor —le dijo—, el 24 de este mes no quise vender a V. el nacimiento que había hecho para Josefina, y hoy vengo a suplicarle que me lo compre para pagar el entierro de mi prima, pues lo que se ha gastado lo debo a mi maestro que me ha adelantado una cantidad. He querido saber siempre dónde está su cuerpo.
—Nada más justo, hijo mío —contestó el doctor, conmovido al ver la pena de Víctor—; yo te daré cuanto desees.
Y pagó el nacimiento triple de lo que valía.
—Su hija de V. lo disfrutará hasta el día de Reyes—, continuó el muchacho, y esto la consolará de haber estado el 24 y el 25 sin nacimiento.
Más tarde fue él mismo a colocarlo, después de haber asistido solo al entierro de Josefina.
La madre de la niña estuvo a punto de perder el juicio, y durante muchos días su hermana y su sobrino tuvieron que mantenerla, porque la desgraciada no podía siquiera trabajar.
V
Algunos años después el doctor se paseaba el día de difuntos por el cementerio general del Sur. Iba mirando con indiferencia las tumbas que hallaba a su alrededor, cuando excitó su atención vivamente una colocada en el suelo, sobre la que se veía una preciosa cruz de madera tallada. Debajo de dicha cruz se leía en la piedra el nombre de Josefina. Se disponía a seguir su camino, cuando un joven le llamó, obligándole a detenerse.
—¿Qué se le ofrece a V.? —preguntó el médico.
—¿No se acuerda V. ya de mí? —dijo el que le había parado—; soy Víctor, el que le vendió aquel nacimiento para su hija.
—¡Ah, sí! —exclamó el doctor—; aquel nacimiento fue después de mis nietos, y aún deben conservarse de él algunas figurillas... ¿Y qué te haces ahora?
—Para llorar menos a Josefina he querido familiarizarme con la muerte, y soy enterrador. Aquí velo su tumba, cuya cruz he hecho, riego las flores que la rodean, la visito diariamente y a todas horas. Me han dicho que trate a otras mujeres, que ame a alguna; pero no puedo complacer a los que esto me aconsejan. Doctor, no se ría V. de mí, si le digo que veo a Josefina, porque es cierto. De noche sueño con ella y me dice siempre que me aguarda. Me ha citado para un día aún muy lejano y no puedo faltar a su cita. Entre tanto, van pasando los meses y los años, y estoy tranquilo considerando lo fácil que es morir y lo necio que es el que se quita la vida, que por larga que parezca es siempre corta. Yo no me mataré nunca, porque para merecer a Josefina debo permanecer todavía en este valle de lágrimas. ¿Se acuerda V. de ella?
—Sí, hijo mío —contestó el médico.
—Yo nunca olvidaré aquella noche que para todos fue Noche-Buena y quizá solo para mí fue noche mala.
—Víctor, conformidad y valor —dijo el doctor despidiéndose y estrechando la mano del joven.
—Tal vez dirá que he perdido el juicio —murmuró Víctor cuando se vio solo—; si es así, en esta falta de razón está mi ventura.
Y mientras esto pensaba, el doctor se alejaba diciendo:
—¡Pobre loco!
Los dos vecinos
I
—Debe ser rubia, tener los ojos azules, una figura sentimental —dijo Santiago.
—Te equivocas —replicó Anselmo—; debe ser morena, con brillantes ojos negros, cabellos de azabache, abundantes y sedosos...
—No —interrumpió Genaro—; ni lo uno ni lo otro. Pelo castaño, ojos garzos, pálida, hermosa, elegante, esbelta.
—¿De quién se trata? —preguntó Rafael, entrando en la habitación de la fonda donde discutían sus tres amigos.
—Ven aquí, Rafael —dijo Santiago—; nadie mejor que tú puede sacarnos de esta duda. Aunque has llegado al pueblo hace pocos días, de seguro habrás observado que enfrente de tu casa vive una mujer acompañada de dos criados viejos, verdaderos Argos que la guardan y la vigilan, sin permitir que nadie se aproxime a su morada. Ninguno de nosotros ha alcanzado la suerte de ver a tu vecina, y hablábamos del tipo que imaginábamos debía tener. Tú, sin duda, la habrás visto, y podrás decirnos cuál acierta de los tres.
—Sé, en efecto, que enfrente de mi casa vive una mujer que, como vosotros, supongo será joven y hermosa —contestó Rafael—; de noche llegan hasta mí las dulces melodías que sabe arrancar de su arpa o los suaves acentos de su voz; pero en cuanto a haberla visto, os aseguro que jamás he tenido esa suerte, y sólo he logrado vislumbrar una vaga sombra detrás de las persianas de sus balcones. Hasta ahora me he ocupado muy poco de ella; la muerte de mi tío, su recuerdo, que me persigue sin cesar en esa casa que él habitó y que heredé a su fallecimiento, todo contribuye a que no busque gratas sensaciones; así es que apenas me he asomado a la ventana desde que llegué, y cuando lo hago es como mi misteriosa vecina, detrás de las persianas; así observo sin que nadie pueda fijarse en mí.
—¿De modo que no te es posible decirnos nada respecto a ella? —preguntó Anselmo.
—Nada —contestó Rafael.
—Yo apuesto un almuerzo a que he acertado —dijo Genaro.
—Y yo lo mismo —añadió Santiago.
—Y yo igual —murmuró Anselmo.
—En cuanto sepa quién gana, os lo comunicaré —dijo Rafael—. En mi calidad de vecino, podré saber antes que vosotros lo que deseáis averiguar, y tendré el gusto en dar la nueva al vencedor.
—Mañana —repuso Santiago—, partiremos los tres de caza al monte, y volveremos dentro de unos ocho días; entonces nos dirás cuál ha ganado de los tres.
—¿Tú no nos acompañas? —preguntó a Rafael Anselmo.
—No puedo —contestó el joven—; y además de tener ocupaciones, soy poco aficionado a la caza.
—Supongo que no habrás olvidado que nos prometiste comer hoy con nosotros —dijo Genaro.
—No; principalmente he venido por eso.
Durante la comida se habló de la misteriosa vecina; se renovaron las apuestas, y a las once se separaron Rafael y sus tres compañeros, quedando estos en la fonda y regresando el primero a su morada.
II
Cuando Rafael entró en su cuarto, en vez de hacer alumbrar la habitación, dio orden a su criado de que se retirase, y asomándose a la ventana, se apoyó en el alféizar, fijando sus miradas en la casa de enfrente.
La noche estaba obscura, el aire era tibio, y hasta el joven llegaba el aroma de las flores que adornaban los balcones de la vivienda de su vecina.
Las persianas de aquellos estaban cerradas, y apenas se veía entre alguna un débil rayo de luz. Lo que sí percibía claramente Rafael era el sonido dulce y melancólico de una pieza musical tocada magistralmente en el arpa.
—¡Cuánto daría por ver a la que así expresa con la música las sensaciones de su alma! —exclamó.
Poco a poco se fueron extinguiendo todas las luces; la casa de enfrente quedó como la de Rafael, envuelta en la sombra, y entonces oyó el joven el ruido de una persiana que se abría. Vagamente divisó la figura esbelta y graciosa de una mujer vestida de blanco, que se asomó a uno de los balcones, apoyando sus brazos en la barandilla. Así pasó un cuarto de hora, y al cabo de él las campanas de la iglesia cercana empezaron a tocar con tal precipitación, que los dos vecinos no pudieron menos de asombrarse.
Sin embargo, la sorpresa de Rafael no fue de larga duración, porque bien pronto vio a lo lejos un resplandor rojizo y una columna de humo que se elevaba al cielo.
Un hombre pasó rápidamente por la calle.
—Dios mío, ¿qué sucede? —preguntó ella dirigiéndose sin duda al transeúnte, que no la oyó.
Rafael, al escuchar aquel dulce acento, se sintió impresionado, y se apresuró a contestar.
—Señora, es un incendio.
—¡Un incendio! ¿Y se sabe dónde?
—Debe ser en la fábrica de papeles pintados que hay no lejos de aquí.
—¡Qué desgracia! —exclamó la vecina—. ¡Cuántas familias quedarán pereciendo si el fuego es de consideración!
—Corro a verlo y traeré a usted noticias.
Media hora después volvía Rafael a ocupar su puesto en la ventana de su casa.
—Señora —dijo a su vecina que permanecía inmóvil—, el incendio ha sido cortado y no hay que lamentar grandes pérdidas. El pueblo en masa ha trabajado con ahínco para que se extinga.
—Gracias al cielo, puedo retirarme tranquila. Le agradezco el servicio que me ha prestado, pues sé que no tengo ninguna desdicha que lamentar.
—¿Se va usted ya?
—Es muy tarde.
—¿Quiere usted hacerme un favor?
—Si está en mi mano...
—Precisamente: que antes de retirarse a sus habitaciones toque un momento el arpa.
La vecina se retiró, y poco después volvían a sonar los suaves acordes del instrumento. Rafael no se apartó de la ventana hasta que la vecina dejó de tocar; entonces se alejó; y durante toda la noche no cesó de soñar con ella.
III
A las once en punto de la siguiente, Rafael se asomó, y su vecina no tardó en imitarle. Habían hablado la víspera y era natural que se saludasen. Ambos tenían curiosidad por saber quiénes eran el uno y el otro, y él sacó la conversación sobre esto, empezando por decir:
—¿Hace mucho tiempo que se halla usted en este pueblo?
—Quince días —contestó ella.
—Yo también hace poco que he llegado. Vivía en Madrid, y tenía en esta tierra a un hermano de mi madre, al que quería mucho, y que ha muerto ahora, dejándome por heredero de todos sus bienes. Mi tío era muy conocido y apreciado aquí, D. Antonio León.
—Era amigo de mi padre —interrumpió ella.
—Es posible. ¿Cómo se llama su señor padre?
—Pedro Vázquez.
—No recuerdo haberlo oído nombrar. ¿Vive todavía?
—Tengo la desgracia de ser huérfana.
—¿Está usted aquí sola?
—Completamente sola.
—¿No tiene usted familia, ni hermano, ni esposo? —preguntó Rafael.
—No tengo hermano, y soy soltera —contestó ella.
El joven respiró libremente.
—¿Vive usted por placer en este pueblo? —preguntó pasado un instante.
—Me han mandado los médicos aspirar los aires puros del campo, y he elegido con preferencia este lugar porque no se halla lejos de la corte, donde he habitado siempre. Por lo demás, sé que todo cuanto haga será inútil porque mi mal no tiene remedio.
—¿Está usted enferma?
—Sí señor.
—No será tan grave como piensa.
—Tanto que temo morir aquí.
—¿Por qué tiene usted tan triste pensamiento?
—Quisiera equivocarme —murmuró ella—, pues a los veinticinco años nadie muere contento; pero si Dios lo dispone, me resignaré.
—Bien, es joven, pensó Rafael; ahora me falta verla y averiguar su nombre.
Hubo una breve pausa y él continuó:
—No se la encuentra a usted en ningún lado.
—No voy más que al jardín —contestó ella.
—¿Ni a misa?
—Me la dicen en el oratorio que tengo en mi casa.
—¿Le han prohibido a usted salir?
—Me lo he prohibido yo.
—¿Puedo saber por qué?
—Es un secreto.
—¿Sería indiscreción hacer a usted otra pregunta? —prosiguió Rafael.
—De ningún modo —respondió la joven—, hable usted.
—Desearía saber el nombre de mi vecina.
—Me llamo Carlota. ¿Y usted?
—Yo Rafael Torres. Solo me resta pedirle un favor: ¿consentirá en asomarse un rato todas las noches?
—Me asomaré con mucho gusto.
—¿No faltará usted nunca?
—Nunca. Las doce da el reloj de la parroquia y es hora que me vaya. Buenas noches.
Los dos se alejaron, y desde aquel día se hablaron a la hora convenida, y pronto pudieron convencerse de que no eran indiferentes el uno al otro.
IV
Cuando Anselmo, Santiago y Genaro regresaron al pueblo, Rafael no pudo decirles aún cómo era el rostro de su misteriosa vecina.
Aunque el tiempo se había serenado, la luna salía tan tarde que Carlota y Rafael se retiraban antes que la reina de la noche esparciese su luz de plata sobre la tierra. Parecía que ambos jóvenes ponían especial cuidado en no encontrarse en calles o paseos, lo que nada tenía de particular, porque Carlota no abandonaba jamás su vivienda. En cuanto a Rafael, a causa del luto por su tío, no iba a ninguna diversión, y únicamente visitaba a sus amigos. Estos se alejaron de nuevo de aquel lugar, prometiendo a Rafael volver a verle pronto.
Así estaban las cosas, cuando el joven se decidió por fin a decir a Carlota que la amaba, teniendo la inmensa satisfacción de saber que era correspondido. Fueron aquellos unos amores por demás extraños. Se hablaban de noche, no se conocían, ni parecían desear verse.
Él comprendía que ella era alta, esbelta y elegante, pero no podía descubrir sus facciones; ella creía adivinar que él tenía mediana estatura, que su porte era distinguido, pero ignoraba si era feo o hermoso. ¿Qué les importaba esto? Su amor tenía mucho de ideal y algo de fantástico, ambos soñaban con la belleza del alma, importándoles poco su envoltura; pero esto no se lo decían jamás, y los dos vivían en un error del que nadie podía sacarles.
Rafael tenía un criado que le profesaba verdadero cariño, y Carlota, como ya hemos dicho, dos viejos servidores que la habían conocido desde niña. Los tres criados se hablaban con frecuencia, y un día por la mañana se hallaron en la calle la anciana Dominga y el buen Roque.
—¿Qué tal está tu señora? —preguntó él
—Algo delicada —respondió ella—; ¿y tu señor?
—Mi amo sigue bueno —contestó Roque.
¿Cuántos años hace que estás al servicio de la señorita Carlota?
—Veinte; tenía ella cinco cuando entré en su casa; la quiero como si fuera una hija mía. Quedó huérfana muy niña y era ya muy débil y enfermiza; ahora se ha fortalecido algo; pero los médicos me han dicho en secreto que no vivirá largos años. No sé cómo podré estar sin ella.
—Y... ¿es hermosa tu ama? ¿Cómo son sus cabellos?
—Así... rubios.
—¿Y sus facciones?
—No me he fijado.
—¿Cómo son sus ojos?
—¿Sus ojos? ¡Ah! No sé. Y tu señor, ¿cómo es?
—Como otros muchos hombres respecto a la figura; pero ¡es tan bueno! ¡No quisiera cambiar nunca de amo!
—¡Ojalá tuviéramos los mismos señores! —suspiró Dominga.
—¡Ojalá! —repitió melancólicamente Roque.
Y ambos se separaron tristes y pensativos.
V
Llegó el otoño y ni Rafael ni Carlota pensaron en volver a la corte. Ambos vivían felices en medio de aquella soledad que les rodeaba; se amaban con ternura, y nada había más puro ni más poético que sus conversaciones nocturnas, que iban siendo más largas conforme anochecía más temprano.
Un día la joven faltó a la cita, y Rafael, lleno de ansiedad, la aguardó inútilmente hasta que lució el alba. A la mañana siguiente envió a Roque a preguntar qué sucedía, con encargo de llevar una carta para Carlota. El fiel criado supo por Dominga que su señora se hallaba enferma, y que no había podido desde la víspera abandonar el lecho. Avisado el médico había dicho que la joven estaba muy grave de la afección al corazón que padecía, y desesperaba de curarla.
El dolor de Rafael no tuvo límites, no bastando para consolarle la presencia de sus tres amigos, que acababan de llegar al pueblo con objeto de pasar con él una corta temporada.
Una mañana, las campanas de la parroquia lanzaban un fúnebre tañido. Carlota había muerto sin que Rafael lograse verla antes de expirar. Lo que no había pensado en vida de la joven quiso realizarlo después de muerta; anheló mirarla de cerca una vez al menos, y cuando supo que había llegado la hora del entierro, se dirigió lentamente al cementerio acompañado de Anselmo, Genaro y Santiago, que conocían sus amores y no habían querido separarse de él.
Pronto se detuvo a la puerta del camposanto el coche que conducía los restos mortales de la infeliz joven. Cuatro hombres bajaron el ataúd, lo llevaron junto a una sepultura abierta, y lo depositaron en el suelo.
Descubierta la caja, y mientras el cura recitaba con monótono acento las oraciones de los difuntos, Rafael dio algunos pasos hacia adelante, murmuró varias palabras ininteligibles y hubiera caído al suelo sin sentido, a no haberle sostenido en sus brazos sus amigos, que corrieron a él con solícito interés. Lo primero que hicieron fue alejarle de aquellos tristes lugares guiándole a un sitio apartado del mismo cementerio, desde el que no se veía el entierro de Carlota, y gracias a los cuidados de los tres, volvió el joven en sí.
—¿Dónde está? ¡Quiero verla!— exclamó desasiéndose de los brazos de sus compañeros.
—Apóyate en mí y te conduciré donde se halla su cuerpo—, dijo Genaro.
Cuando llegaron, el ataúd estaba dentro de la sepultura, casi cubierto por la tierra que sobre él arrojaba el enterrador.
—¡Demasiado tarde! —murmuró Rafael.
Un viejo que lloraba le miró sorprendido.
—Señor —dijo—, yo soy Gil, el criado de la señorita Carlota, y no puedo menos de agradecer el dolor que demuestra usted por su muerte. Dígame su nombre para que eternamente lo recuerde.
—Me llamo Rafael.
—¡Rafael! —repitió Gil con asombro—. ¿Era usted su vecino?
—El mismo.
—¡Cuánto le quería ella a usted! ¿Por qué no fue a visitarla nunca?
—Hoy que Carlota ha muerto, no tengo para qué ocultarlo —dijo tristemente Rafael—. Imaginaba a mi vecina una mujer tan bella como espiritual; sabía que mi figura debía desagradarle, y le hice el amor a la luz de las estrellas, cuando Carlota no podía verme bien. Creo que mi alma vale más que mi cuerpo, puesto que ella me quiso, mientras las demás mujeres que me vieron me desdeñaron, y esto me obligó a ocultarme constantemente a mi vecina. Por eso huí las ocasiones de verla, para que Carlota no me viera a mí.
—Pero ¿por qué, señor?
—El por qué no puede oscurecérsete —murmuró Rafael—. ¿No ves mi cuerpo contrahecho y mi rostro feo y repulsivo?
—¡Señor, señor! —dijo el criado—, esa no era causa suficiente para que no se presentase usted a mi ama. Ella también huía las ocasiones de encontrar a usted; le atormentaba la idea de que al conocerla no la amase; ella se había hallado igualmente abandonada por los hombres en los que no encontraba cariño ni protección; temía que si usted la viera la olvidase...
—Pero ¿por qué? —interrumpió Rafael.
—Tenía una vejez prematura, sus cabellos habían encanecido, arrugas precoces surcaban su frente, lloraba mucho su desdicha, y solo encontraba consuelo, antes en la música, después en su amor. Apenas llegaba la noche, su rostro se animaba, parecía quo no tenía alma más que para escuchar a usted, y en aquellas horas recobraba vida y fuerzas para el siguiente día. ¿Por qué no fue a verla? Dice que no es hermoso, que el cielo le ha castigado haciéndole lisiado. ¡Ah! D. Rafael, mi señora no lo hubiese sabido, ella le hubiera adorado siempre y usted la hubiera adorado de igual modo.
—Pero mi figura...
—Mi ama no la hubiera visto: la señorita Carlota era ciega de nacimiento.
—¡Dios mío! —murmuró Rafael—. He perdido la única mujer que me hubiera querido en la tierra.
La vocación
I
El cura del pueblo de C... vivía con su hermano, militar retirado, con la mujer de este, virtuosa señora sin más deseo que el de agradar a su marido, y con los tres hijos de aquel matrimonio, de los que el mayor, Miguel, contaba apenas diez y seis años.
El sacerdote D. Antonino tenía gran influencia sobre la familia, que nada hacía sin consultarle y al que miraba como a un oráculo; a él estaba encomendada la educación de los niños, él debía decidir la carrera que habían de seguir, tuviesen vocación o no, y en cambio de esta obediencia pasiva, D. Antonino se comprometía a costear la enseñanza de sus sobrinos y abrirles un hermoso y lisonjero porvenir.
Una noche se hallaba reunida la familia en una sala pequeña que tenía dos ventanas con vistas a la plaza; el militar leía en voz baja un periódico, su mujer hacía calceta; el cura limpiaba los cristales de sus gafas y Javier y Mateo, los dos hijos menores, trataban en vano de descifrar un problema difícil, mientras Miguel, con una gramática latina en la mano, a la que miraba distraído, soñaba despierto escuchando una música lejana, que tal vez ninguno más que él lograba percibir.
—¡Qué aplicación! —exclamó de repente don Antonino.
Los tres muchachos se sobresaltaron. Javier echó un borrón de tinta en el cuaderno que tenía delante, Mateo dio con el codo a su hermano para advertirle que prestase más atención, y Miguel leyó algunas líneas de gramática conteniendo a duras penas un bostezo.
—Tengo unos sobrinos que son tres alhajas —prosiguió el buen sacerdote.
Juan, el militar retirado, suspendió la lectura, miró a su prole, cuya actitud debió dejarle satisfecho, y esperó a que su hermano continuase hablando.
—Es preciso pensar en dar carrera a estos chicos, dijo D. Antonino; veamos, Mateo, ¿qué desearías tú ser?
—Yo —respondió el niño algo turbado—, quisiera ser médico, si no tiene V. inconveniente en ello.
—¿Y por qué?
—¿Por qué? repitió el muchacho; mire V., yo no sé bien porqué, pero se me figura que es porque los médicos se hacen ricos, y algunos hasta gastan coche.
—¿Y tú, Javier?
—Yo tío, con permiso de V., quisiera ser poeta.
—¿Qué carrera es esa, niño?
—Yo no sé decir a V.; pero debe ser buena porque ellos cantan el cielo, la tierra, el mar y otras cosas más extrañas, y prueban a veces que ven lo que nadie ha visto, y que saben lo que los demás ignoran.
—¿Y tú, Miguel?
—Yo —exclamó alzando los ojos—, quiero ser militar como mi padre.
—¿Y por qué?
—Para alcanzar gloria, aturdirme con el estruendo de las batallas y llevar con honra el nombre de ustedes, que es el de muchos valientes.
Don Antonino movió la cabeza en señal de desaprobación.
—He aquí —dijo al cabo—, tres chicos que no conocen su verdadera vocación. He visto los progresos que han hecho en sus diversos estudios, y aseguro que Mateo hará un excelente arquitecto, Javier un erudito maestro de escuela y Miguel un buen sacerdote. Estas son las carreras que debéis seguir, si vuestro padre no se opone a ello, que no creo me dé ese disgusto.
—Hágase todo como deseas —contestó Juan.
Mateo y Javier parecieron conformarse y volvieron a estudiar su problema; en cuanto a Miguel, cogió con distracción su libro, en el que no fijó los ojos, clavando su mirada no en el cielo, para ganar el cual, su tío iba a educarle, sino en la ventana de una casita en la que brillaba una luz y en cuyo interior sonaban todavía los dulces acordes de un piano.
Entretanto decía el buen cura:
—Ya ves, Juan, qué contentos están los chicos; he acertado su vocación.
II
No era costumbre desobedecer a Don Antonino, y los niños siguieron los estudios elegidos por él, sin que ninguno de ellos replicase; pero si el sacerdote hubiese visto a solas a los muchachos, hubiera observado que Mateo se escapaba de su casa para ir al Hospital a acompañar al médico en sus visitas diarias, que Javier emborronaba cuartillas escribiendo renglones desiguales, y que Miguel vestía el viejo uniforme de su padre, que manejaba sus armas, y, lo que más le hubiera alarmado, que trazaba en las paredes y en el suelo con la punta de la espada un nombre de mujer: Margarita.
¿Quién era Margarita? Una joven, casi una niña, que vivía en la casa que miraba siempre Miguel, hija de un antiguo profesor de piano, actual organista de la iglesia de C... Se habían conocido hacía pocos meses y los dos se amaban sin darse cuenta de lo que sentían.
A pesar de que su pasión era un misterio para Miguel, que creía querer a la joven con un afecto fraternal, se oponía a la voluntad de su tío y pensaba rebelarse contra ella en cuanto se presentase una ocasión.
Así se pasaron los días, los meses y aún los años, y llegó una noche en la que Margarita y Miguel se declararon que se amaban y advirtieron con placer que el padre de la joven, lejos de oponerse a aquellos amores, los patrocinaba.
—Yo iré mañana a ver a tu padre para que te permita seguir la carrera que deseas y te cases con mi hija, puesto que os queréis, le dijo.
Aquella noche D. Antonino llamó a su sobrino mayor y le habló de esta manera:
—Ya has estudiado en C... cuanto podías para seguir la carrera eclesiástica; ahora es menester que partas para que acabes tus estudios.
—Tío, —replicó con firmeza el joven—, tiempo es ya de que V. se desengañe y sepa que he hecho esos estudios por complacerle y que estoy decidido a no ser sacerdote.
—¿Cómo? ¿He escuchado bien? —preguntó el cura.
—No tengo vocación para serlo; además estoy enamorado y quiero casarme con la mujer a quien amo.
—¿No hay más, piensas tú —prosiguió D. Antonino—, que decir eso para abandonar tu carrera? Nos has engañado vilmente, me has obligado a gastar mis ahorros y ese es un robo que has hecho a tus padres, a tus hermanos y a mí. ¿Qué carrera emprenderás ahora que nos has dejado sin recursos?
—Una que no costará a V. nada; mañana sentaré plaza de soldado. Quedo profundamente reconocido a las bondades de V., pero no me encuentro con valor para renunciar al mundo. Tío, V. nació para ser eclesiástico y yo no; deje V. que cada cual siga sus inclinaciones y vaya por el camino que ellas le tracen.
—Tus hermanos tampoco querían ser lo que serán y me han obedecido.
—Tío, Mateo no será jamás arquitecto ni Javier maestro de escuela; el tiempo lo dirá.
Y el tiempo se encargó, en efecto, de realizar la profecía de Miguel.
III
Juan se encolerizó con su hijo apenas supo su determinación, no porque le desagradase que Miguel fuese soldado, sino porque al serlo desobedecía a Don Antonino. La madre quiso disuadir al joven de su empeño, pero tampoco logró nada. En cuando al organista y a su hija, no se atrevieron a rogarle que se quedase en el pueblo, porque al complacer al cura tenía que renunciar para siempre a Margarita.
Esta y Miguel se juraron un amor eterno, y el joven se alejó del lugar, prometiendo a su amada no volver hasta que fuese digno de alcanzar su mano.
Una semana después, Javier abandonaba su casa huyendo a la corte en busca de aventaras. Mateo era, por lo tanto, el único hijo que le quedaba al desgraciado Juan.
Este y su mujer, alarmados por la ausencia de Miguel y la fuga de Javier, decidieron dejar a Mateo seguir la carrera que desease, y el muchacho, al cabo de algunos años, fue médico, contra la voluntad de su tío, que sostenía siempre que el chico tenía disposición para ser un gran arquitecto.
Miguel escribía con frecuencia a sus padres y a Margarita. Gracias a su trabajo y a su buen comportamiento, el joven había llegado a ser oficial, y sólo esperaba ganar el grado de capitán para volver a su pueblo y casarse con la hija del organista.
En cuanto a Javier, nadie había vuelto a saber de él, ni aun su hermano Mateo, por el que tenía marcada predilección.
Hacía bastantes años que ambos jóvenes habían abandonado su país, cuando llegó a este una nueva, que llenó de espanto a Juan y a su familia. Había estallado la guerra civil, y uno de los regimientos mandados para apaciguar la insurrección era aquel del cual era Miguel teniente.
Muchas promesas hizo la madre, no pocas hizo la novia para que la Virgen le librase; y la primera noticia que de él tuvieron fue que en un encuentro habido con las tropas rebeldes se había portado con tanto valor, que había obtenido el deseado grado de capitán.
IV
Poco después fue adversa la suerte al pobre joven. Hecho prisionero en una emboscada que hábilmente preparó el enemigo; él y muchos de sus compañeros fueron traidoramente encarcelados, juzgados en consejo de guerra y sentenciados a muerte, debiendo ser fusilados en una explanada dos días después de dicha sentencia. La víspera por la noche, Miguel y sus compañeros, que eran en su mayor parte soldados, se hallaban reunidos en la habitación más elevada de un castillo. Algunos escribían a sus familias y sus novias, otros meditaban tristemente: los menos, dormían.
Miguel, asomado a una ventana, apoyadas las manos en los cruzados hierros, pensaba en su tranquila infancia, en sus padres, en sus hermanos, en su tío, en la mujer por la que había buscado la gloria y ambicionado la fortuna, en su risueño hogar, en todo aquel pasado tan hermoso.
—¡Y morir así, murmuraba, prisionero, sin hallar quien me defienda ni me ampare, ver insultado mi nombre por el enemigo! Si hubiera muerto en una acción de guerra, no me lamentaría de mi suerte. Eso buscaba: o la muerte o la fama. ¡Padre, padre! —prosiguió—, yo no fui para ti el hijo sumiso que anhelabas, falté a tu voluntad, me opuse a tus deseos, y Dios me castiga cruelmente. Y tú, madre de alma, ¿cómo resistirás esta pena? ¿Pasaste tanto por mí, para que hallase tan triste desenlace mi existencia? ¿No he de encontrar un medio de morir con honra?
Y el joven sacudía los barrotes de la ventana, contemplando con envidia el abismo que se abría bajo ella. Allí pasó la noche, pálido, agitado, sin escuchar apenas al sacerdote enviado para prepararle a morir.
Al fin la luz del alba, que empezaba a iluminar débilmente la tierra, le sacó de su estupor; entregó al cura las cartas que la tarde anterior había escrito para su familia y aguardó con indecible angustia que fueran a buscarle para la terrible ejecución. La hora se acercaba, ya no habla medio de salvarse.
—¡Madre de los Desamparados, santa patrona de mi bendita tierra —pronunció en voz baja y con acento desesperado—; si me libras de esta muerte ignominiosa, prometo consagrarme para siempre a tu Divino Hijo!
Después se quedó sereno y esperó con más resignación la hora de su muerte.
Las seis sonaron en el reloj del castillo, entraron en él algunos soldados y dieron orden a los prisioneros de ponerse en marcha. Todos obedecieron, mudos y sombríos, atravesaron corredores, bajaron estrechas escaleras, salieron de la prisión y se dirigieron a la explanada, en la que aguardaban más soldados y oficiales rebeldes.
Debían fusilar primero a los jefes, y Miguel estaba designado para morir el cuarto.
Vendaron los ojos a los dos primeros, uno después de otro; hicieron fuego, y cayeron aquellos valientes; iban a hacer lo propio con el tercero, cuando llegó un ordenanza con un pliego que entregó a un oficial. El contenido de éste era que las tropas leales se acercaban para salvar a seis compañeros indefensos; y era menester prepararse todos para el combate.
—Que tomen las armas contra los suyos —gritó un oficial—; vuelvan a su prisión entre tanto.
Así se salvó Miguel, pero lejos de combatir contra sus hermanos, halló medio de evadirse con otros soldados, y ayudó con su arrojo a librar a los infelices prisioneros.
Aún tomó parte en varios combates, y un año después de haberse salvado de una muerte segura, volvió al pueblo, donde participó a sus padres y a su tío su resolución de ser sacerdote. Viviendo en aquel lugar Margarita, Miguel no quería verla, para no desmayar en el cumplimiento de su deber, y así, mientras Mateo y su madre permanecieron en C..., Juan, D. Antonino y el joven salieron de allí por algún tiempo.
V
Una noche de estío se hallaban Mateo y su madre en una habitación del piso bajo de su casa, en aquella misma donde el anciano sacerdote decidió el porvenir de sus tres sobrinos al empezar esta historia. Como entonces, se oía a lo lejos el piano de Margarita, pero nadie lo escuchaba. Mateo leía y su madre hacía labor, sentados ambos junto a la mesa.
Serían las diez cuando un hombre se detuvo delante de la ventana, miró el interior de la pieza desde la plaza, obscura y solitaria, y murmuró con voz apenas perceptible el nombre de Mateo.
El médico lo oyó y también su madre; el primero se puso en pie tratando de reconocer aquel acento, la segunda no vaciló un instante y corrió hacia la ventana con los brazos abiertos, pronunciando estas palabras:
—¡Hijo mio!
Poco después Javier entraba en la casa y estrechaba contra su pecho a su madre y a su hermano.
Luego que escuchó la historia de Miguel, empezó la suya en estos términos:
—En busca de aventuras, soñando con la gloria, sin dinero, pero lleno de esperanzas e ilusiones partí de mi pueblo a pie, y me marché a Madrid, no sé cómo. ¿Quién recuerda ya las privaciones que pasé y los desengaños que sufrí? Trascurrió el tiempo, escribí, mis obras alcanzaron buen éxito: ¡fui poeta! Vosotros, encerrados en este lugar, no sabéis lo que embriagan los laureles, las alegrías que causa la vanidad satisfecha, el deseo realizado. Un día me acordé de que en este rincón del mundo, mis padres y mis hermanos llorarían mi ausencia: perdonadme si no fue en las horas felices de mi vida, sino en una en que sufrí una derrota, la primera, una de esas caídas de las que difícilmente se levanta uno. He venido aquí a buscar vuestro cariño, vuestros consuelos; madre, soy desgraciado.
—¡Tú también! —exclamó ella—; sin embargo, has hecho tu gusto, ¿dónde está, pues, la felicidad?
—Los tres hermanos —prosiguió Javier—, teniendo en cuenta nuestras aspiraciones, hemos seguido la senda que nos habíamos trazado. Miguel ha sido militar, Mateo médico, yo poeta; el primero ha trocado el uniforme por la sotana, impulsado por los sucesos; el segundo es un pobre doctor de aldea, que nunca irá en el coche con que soñó; yo un poeta escarnecido hoy, olvidado mañana; esto me prueba, madre mía, que la vocación no sirve para nada sin la bendición de los padres y la ayuda de la Providencia, y que bien dijo el que aseguró que la suerte no es de quien la busca, sino de quien la halla.
VI
Algunos años después murió D. Antonino, y Miguel fue nombrado para sustituirle, cura párroco de C... Dos días hacía que había llegado, cuando le llamaron para una boda; las amonestaciones habían corrido en vida del otro cura, y no quería el novio aplazar el casamiento por el cambio de sacerdote.
Cuando este salió al altar, los novios esperaban ya en el templo. La novia, si bien era muy hermosa, no se hallaba en la primera juventud. Iba vestida sencillamente de negro y estaba extraordinariamente pálida. El novio era un rico labrador de fisonomía bastante vulgar.
Decíase que el matrimonio se hacía por conveniencia, porque la desposada habla quedado huérfana y sin amparo.
Cuando estuvo todo dispuesto, los novios se acercaron al párroco; ella alzó los ojos, fijándolos por un momento en el cura, llevó sus manos al corazón como queriendo contener sus latidos y se apoyó en el brazo de la madrina, que apenas tuvo tiempo de sostener a la joven para que no cayese al suelo. Miguel la miró un instante, en sus ojos brilló un fuego extraño, pero calmó en seguida su emoción y esperó, al parecer tranquilo, que pasase el desvanecimiento de Margarita, pues era ella, para empezar la ceremonia.
La novia también se dominó por fin y se puso de rodillas junto a su prometido, que no observó que las manos de la joven temblaban, y que casi no se oía su voz ahogada por el llanto. El cura de C... casó a la única mujer que había amado en la tierra, y cuando hubo consumado el sacrificio, se retiró a su casa y se encerró en su cuarto.
Sacó un libro de oraciones para fortalecer su espíritu, y luego, en voz muy baja, como no queriendo escucharse ni él mismo, murmuró
—Hoy he apurado el cáliz de la amargura uniendo a Margarita a otro hombre. Al hacerlo, he comprendido que ella me quiere todavía y que yo no la he olvidado todo lo que debiera. Es preciso que no nos veamos más en este mundo. El espíritu es débil en el hombre, que ha nacido para los goces de la tierra y anhela conseguir los del cielo. Mañana partiré de este lugar. ¡Madre de los Desamparados, santa patrona de mi bendito pueblo, creo que estarás contenta de mí!
El vals del Fausto
Manuel, Luis y Alberto habían estudiado juntos en Madrid; el primero había seguido la carrera de médico y los dos últimos la de abogado. Poco más o menos los tres tenían la misma edad, y las circunstancias habían hecho que, terminados sus estudios casi al propio tiempo, se hubiesen separado en seguida para habitar distintas poblaciones. Manuel había partido para Barcelona, Luis para Sevilla, Alberto para un pobre lugar de Extremadura. Todos prometieron escribirse y lo cumplieron durante algunos años, siendo el primero que faltó a lo convenido el joven Alberto, del que ni Manuel ni Luis pudieron obtener noticia ninguna, a pesar de sus continuas cartas que, dirigidas a su antiguo compañero, no tuvieron contestación por espacio de un año.
Llegado el mes de Diciembre, Luis y Manuel decidieron pasar juntos las Pascuas en Madrid, habitando la misma fonda, en la que hicieron a un amigo suyo que les encargase dos buenos cuartos. Ambos entraron en la corte el día 24; se abrazaron con efusión, se contaron lo que no habían podido escribirse, reanudaron sus paseos, frecuentaron los cafés y los teatros, viendo las funciones más notables, alabaron las mejoras introducidas en la capital, comieron en los principales hoteles, se presentaron sus nuevos conocidos y así se pasó una semana. Al cabo de ella, el 1.º de Enero, Luis y Manuel, yendo por el Retiro no vieron al pronto que un joven de hermosa presencia, de fisonomía pálida y melancólica y de elevada estatura, los observaba atentamente; Luis fue el primero que lo advirtió y fijó sus ojos con asombro en el caballero.
—Juraría que es Alberto —murmuró.
—¿Dónde está? —preguntó Manuel.
—Allí, enfrente de nosotros; no es posible que dejes de verle porque se halla solo.
—Es cierto —dijo el médico—; aunque está bastante cambiado es nuestro amigo, le reconozco. ¡Parece que sufre!
—¿Quieres que vayamos en su busca?
—Ahora mismo.
Llegados junto a Alberto, que los aguardaba inmóvil, le abrazaron, y el joven respondió con frialdad a su expansión. Interrogado por su prolongado silencio, les contestó que había sido muy desgraciado, y que no había tenido valor para contestar a aquellas cartas en las que Luis y Manuel le participaban que eran felices.
—El pesar es egoísta —les dijo—; siendo tan infortunado hubiera querido que el mundo entero sufriese lo que yo. Ahora que no padezco, deseo me digáis lo que habéis hecho desde hace seis meses que dejé mi pueblo de Extremadura para ir... ¿dónde fui? Se me ha olvidado por completo.
—Yo —dijo Manuel—, conocí hace tiempo en Barcelona a una hermosa y discreta joven, de la que con frecuencia os hablé en mis cartas. Curé a su padre una grave enfermedad, velábamos juntos al paciente, nos veíamos todos los días, y casi a todas horas, y como aquella cura hizo ruido, me llamaron muchas familias, me aseguraron un porvenir brillante y me casé hace cinco meses, pudiendo considerarme hoy el más venturoso de los mortales. Asuntos de interés me han traído a Madrid, y a no ser por el gusto que tengo al verme entro vosotros, estaría desesperado por haber abandonado mi hogar en tan señalados días.
—Yo —continuó Luis—, entré en Sevilla de pasante en casa de un famoso abogado, padre de dos lindísimas jóvenes. Las veía constantemente, las hablaba en su morada, en el paseo, en el teatro, y no tardé en conocer que no era del todo indiferente a la mayor. Una feliz inspiración que tuve, hizo ganar al padre un pleito que se creía perdido, y desde entonces me recomendó a varios de sus amigos, me asoció a sus negocios y llegué a obtener mucho dinero, y lo que es mejor, la mano de la niña. He venido a encargar joyas y galas para ella, pues deseo que no haya mujer que más lujo lleve, como no la hay más hermosa ni más pura. Pensé vivir desesperado en la corte lejos de ella, y así hubiera sido si Manuel no me hubiese escrito que se venía; y si no hubiera tenido la suerte de encontrarte también a ti, mi querido Alberto.
—Es decir —preguntó este—, ¿que seguís siendo venturosos?
—Sí, amigo mío —contestó Luis—, y queremos que tú también lo seas. Ante todo, ¿dónde vives?
—En la calle de Preciados, número...
—Nosotros estamos en el hotel de... ¿por qué no te vienes con nosotros?
—No puedo.
—Pero al menos irás esta noche a buscarnos para que comamos juntos.
—No hay inconveniente.
—Tú, Alberto —dijo Manuel—, no nos has contado tu historia.
—Es muy breve —murmuró el joven—. Conocí en el pueblo de Extremadura, donde me llevó mi desgracia, a una muchacha bella, instruida y amable que, educada en la corte, había tenido, al terminar su enseñanza, que encerrarse como yo, en un lugar sin atractivo alguno. No parecía saber más que lo que le enseñaron las venerables madres del convento. Su ingenuidad me encantaba, me fascinaba su hermosura, y admiraba su pura sencillez. Se llamaba Clementina. Una mañana llegó al lugar un regimiento que debía permanecer allí algunas semanas, y entre los oficiales, había uno de simpática presencia, gallardo porte y buenas maneras, del que me hice pronto amigo, depositando en él el secreto de mi amor con una confianza ciega, propia únicamente de un niño. Hará catorce meses de esto que voy a referiros. Una noche de Noviembre, triste y silenciosa, me dirigí hacia la casa de Clementina, cuando...
Alberto se detuvo, y sus amigos le imitaron, una mortal palidez cubrió su semblante, y tuvo que apoyarse en el brazo de Manuel para no caer.
Al lado de ellos un muchacho feo y contrahecho tocaba un aire popular italiano en un mal violín. Algunas personas caritativas le arrojaron monedas de cobre desde los balcones de las casas, y el chico dejó de tocar para recoger la limosna.
Alberto empezó a serenarse, pero cuando el artista tomó el violín de nuevo y siguió tocando la interrumpida pieza, el joven sintió el mismo malestar, se desprendió de los brazos de sus amigos y echó a correr como un loco, sin que Manuel ni Luis lograsen alcanzarle.
—La música influye demasiado en él —dijo el primero.
—Sí, le hace sufrir —añadió el segundo—, pero ¿por qué?
Entraron en la fonda tristes y preocupados.
Por la noche cuando iban a comer, llevó Alberto más sereno y más tranquilo. Los tres se sentaron a la mesa en un gabinete reservado situado cerca de un gran salón en el que se oía conversar a muchas personas.
—Tengo que acabar de contaros mi historia —dijo Alberto apenas les sirvieron los postres—. Estaba, si no me engaño, cuando una noche del mes de Noviembre me dirigía hacia casa de Clementina. La joven no me esperaba en la reja como de costumbre; hallé la puerta franca, entre y la vi conversando con el oficial. Me había citado a las nueve; yo creía era esta hora en mi reloj, siendo solamente las ocho. Clementina lanzó un grito al verme, el oficial llevó involuntariamente la mano a su espada, y aquel grito y aquel ademán me revelaban toda la extensión de mi desdicha. No sé lo que hice, no me acuerdo, acaso perdí el juicio, porque cuando volví en mí me sujetaban varios hombres. Pasaron tres meses y al cabo de ellos vi de nuevo a aquella pérfida; su casamiento con el oficial era cosa resuelta, y él estaba en Badajoz, donde había ido a buscar algunos papeles de familia. Por aquella época dio un señor del lugar un gran baile al que fui convidado. Clementina estaba en él radiante de hermosura; la vi bailar con muchos sin acercarme a ella, pero al oír exclamar: ¡Este es el último vals! no pude resistir más y le dije:
—Mañana me marcho del pueblo para no verte más, ¿quieres bailar conmigo por postrera vez? No te hablaré de amor, nada te diré que pueda ofenderte.
Si había un resto de compasión en el alma de aquella mujer, creo que lo tuvo en ese momento de mí. Se levantó, y bien pronto nos confundimos entre las demás parejas. Aquel vals debió durar mucho tiempo; ya había cesado la música y seguíamos bailando sin que nadie pudiera detenernos; la expresión de mi rostro dicen que era terrible, y Clementina pálida y sin aliento repetía sin cesar:
—Basta por Dios, basta.
Al fin me rendí yo también, pero antes de separarme de aquella mujer amada la estreché con todas mis fuerzas en mis brazos, luego la miré y vi sus ojos cerrados y pálida su frente y noté su mano helada. La apartaron de mí y oí que exclamaban:
—¡Muerta! ¡él la ha matado!
No sé lo que pasó después; cuentan que me volví loco y que me encerraron durante seis meses en el manicomio de San Baudilio. Gracias a mi padre salí de aquella casa y desde ella fui enviado a Madrid. Estoy curado casi totalmente, y digo casi porque cuando oigo música creo que me hallo al lado de Clementina, quiero bailar con ella, y me da un acceso de locura. Me he convencido de una cosa, y es que si vuelvo a oír aquel vals que bailé con ella me moriré de fijo. ¡Pedid a Dios que no lo oiga nunca!
—¡Pobre Alberto! —exclamó Manuel—, nosotros te curaremos.
En aquel momento sonaron algunos acordes en el piano del salón contiguo. Alberto se levantó.
—Voy a decir que no toquen —dijo Luis disponiéndose a salir.
—No —murmuró Alberto—, quiero que Manuel observe el efecto que me hace la música, pues siendo, como es, un hábil doctor, quizá logre curarme.
En el piano empezaron a tocar el vals del Fausto, la bella ópera de Gounod.
—Abre el balcón, me ahogo —dijo Alberto—; falta aquí aire para respirar.
Luis obedeció.
—¡Que hermoso vals! —exclamó Alberto—, este era precisamente el que yo bailaba con mi amada Clementina. ¡Qué seductora estaba con su traje blanco, una rosa prendida en sus cabellos, un collar de perlas, brazaletes de oro y ricas piedras! La reina de la fiesta ¡ay! pero su rey no era yo.
De repente se levantó, corrió precipitadamente hacia el balcón sin que sus amigos pudieran detenerle, y ya en él dijo, al parecer más tranquilo:
—El aire de la noche me hace bien, ¡qué armonía! ¡qué dulces notas!
Manuel y Luis estaban aterrados; cuando recobraron su sangre fría, oyeron un ruido extraño, corrieron hacia el balcón y lo hallaron desierto. Al mirar a la calle vieron junto a la casa, una masa inerte. Bajaron y encontraron moribundo al pobre Alberto, al que rodeaban ya algunas personas.
Al expirar el joven, el piano tocaba las últimas notas del vals del Fausto.
Drama en una aldea
I
Por tercera vez había sido elegido alcalde del lugar Pedro Serrano; no había en el país hombre más recto ni más honrado que él. No se mezclaba en asuntos ajenos, no sostenía discusiones políticas, no deseaba el menor daño al prójimo, pero cumplía siempre con su deber, aunque se tratase de castigar a su amigo más íntimo si este cometía una falta. Era viudo y no tenía más que una hija, una hija de quince a diez y seis años. Vivía además en compañía de una hermana suya, Romualda Serrano, viuda de Trujillos, que había servido de madre a su sobrina.
En la época en que empieza esta historia, el buen alcalde se hallaba seriamente preocupado; habíase levantado por allí una partida, se ignoraba si de hombres políticos o de malhechores, que había saqueado los pueblos inmediatos con el objeto de reunir fondos y llamar gente, y si bien es verdad que dicha partida había sido disuelta, que casi todos los que la componían se hallaban prisioneros, faltaba el jefe, el único que sabía el móvil que había impulsado a aquel puñado de valientes o de codiciosos a tomar las armas. A ellos se les había dado dinero ofreciéndoles mucho más para después de la pelea; al capitán debían haberle prometido algo mejor. El jefe no había podido salir de España, ni aun de la provincia; se ofrecieron recompensas a quien le prendiera; el mismo Pedro salía por mañana y tarde de su morada para buscar al enemigo; todo en vano, nadie le daba razón de él.
Vivía el alcalde a un extremo del pueblo, en una casa antigua y espaciosa, compuesta de dos pisos y una torre que tenía salida a una azotea. La fachada principal daba a la única calle, larga y ancha con edificios bonitos y modernos a derecha o izquierda, empedrada y limpia; la otra al jardín cuya terminación se perdía en el monte.
Pedro Serrano había buscado un hábil jardinero para cuidar las flores, que eran el encanto de su hija, y las había allí de todos los países y de todos los géneros, ya cultivadas al aire libre, ya encerradas en estufas que parecían palacios de cristal. Fuentes y estatuas adornaban plazoletas graciosas o alamedas extensas, miradores y kioscos embellecían los centros o los ángulos de otras calles, y una ría de agua clara y serena cortaba la posesión, pareciendo una cinta de plata, en la que se deslizaban blancos cisnes y peces de colores. Al otro extremo del jardín, o sea en la parte más lejana a la casa, se levantaba un edificio de un solo piso, pequeño y descuidado, que servía para guardar objetos de jardinería en unas habitaciones y en las otras trigo o algún producto de las huertas que también poseía el alcalde. Hacia allí no iban nunca Romualda y su sobrina y a eso sin duda debía atribuirse que estuviese la casa tan ruinosa y aquel lado del parque tan mal cultivado creciendo la hierba por sus calles.
Pedro Serrano era muy rico, su morada estaba suntuosamente alhajada, en el cuarto de su hija sobraban los muebles de lujo y los objetos de arte. Sin la intervención de Romualda, que era muy devota, las habitaciones de la niña hubiesen sido un pequeño museo, pero la viuda las había llenado de piadosas imágenes de mérito dudoso o nulo, colocando algún cuadro de santos, de colores demasiado vivos, al lado de preciosos grabados y bellísimas acuarelas. Romualda desde que quedó viuda, no había tenido más deseo que el de encerrarse en un convento y su único afán era guiar a su sobrina por aquel camino para que algún día entrase con ella en el claustro. No se sabía si la joven tenía vocación o no, pero su tía se fundaba en lo primero porque no era amiga de galanteas ni amoríos, habiendo despreciado a algunos muchachos del pueblo que, a pesar de sus pocos años, le habían declarado su pasión, dedicándole serenatas con canciones alusivas a ella, que solo habían inspirado risa o lástima a la hija del alcalde. Cecilia, que así se llamaba esta, era una muchacha alta, esbelta, hermosa, con cabellos y ojos negros, bellas facciones, tez blanca y algo pálida. Vestía siempre con elegante sencillez, y las otras jóvenes del lugar la contemplaban con envidia. Hubiese parecido tímida o indiferente sin el fuego de su mirada que se fijaba con insistente curiosidad en los seres que la rodeaban; por lo demás hablaba poco, no discutía nunca, ni contrariaba jamás a su padre y a su tía.
Era una tarde del mes de junio; Pedro había salido después de comer, en busca del fugitivo, Romualda y la niña se hallaban sentadas bajo el emparrado haciendo cada una su labor. La tía, que era fea, de corta estatura y vista más corta todavía, llevaba gafas y acercaba a sus ojos la costura para ver por donde metía la aguja, la sobrina trabajaba con alguna distracción porque su pensamiento estaba muy lejos de allí
—¡Cuánto tarda tu padre! —exclamó la viuda—. Temo que cualquier día le pase un percance por alejarse tanto del lugar. Figúrate que llega a descubrir el paradero de ese bandido a quien persigue, que este va armado ¿qué ha de hacer sino intentar matar a Pedro para que no le encierre en una cancel de la que saldrá para ser fusilado?
—¿Y qué ha hecho ese hombre para que quieran cazarle como a una fiera? —preguntó Cecilia—. ¿Cuál es su delito?
—¿Se sabe acaso? Si es un ladrón...
—Ya se ha dicho que no —interrumpió la joven—, su falta no es esa, dicen que se trataba de un asunto político.
—Entonces será que no estaría conforme con el gobierno y querría sublevarse contra él. Esto ha pasado con frecuencia en nuestro país.
—¿Y quién ha tenido razón?
—Unas veces los unos y otras los otros.
—¿De modo que sería posible que ese hombre no fuese un malvado?
—Si hubiera vencido hubiese sido un héroe; como ha perdido es un criminal. Tu abuelo, o sea mi padre combatió en tiempo del rey José contra él, y para salvar su vida tuvo que emigrar. De la India trajo después las grandes riquezas que posee tu padre y las que yo tenía que en mal hora derrochó mi marido (que en paz descanse) en poco tiempo. No te cases nunca, Cecilia; los hombres no suelen ser buenos y el que mejor parece de novio es el esposo peor.
—No me casaré, tía, ya se lo he dicho mil veces a mi padre.
—¿Y qué opina de tu resolución?
—Me ha dicho que tiene que hablar con V. sobre ello.
Estero acabar de convencerle, si no lo está ya, de que lo que a ti te conviene es venirte al convento conmigo, dentro de algunos años.
El reloj de la iglesia dio las cuatro y Romualda dijo al oírlo, a Cecilia:
—Dentro de media hora empieza la novena a San Pedro; ve a vestirte y tráeme el manto y el rosario cuando vuelvas hacia acá.
La joven recogió su costura y se dirigió lentamente a la casa para obedecer las órdenes de su tía.
II
Un cuarto de hora después llegó Pedro. Romualda le saludó con cariño, y el alcalde ocupó la silla de su hija.
—¿Qué hay de nuevo? —preguntó la viuda.
—Nada, siempre igual —contestó Serrano de mal humor—; no sé dónde se mete ese hombre y tengo decidido empeño en hallarle; preciso es que le oculte alguno en la aldea para que no pueda dársele alcance, pero ¡ay! del que sea; seré tan inflexible con el fugitivo, como con el que le esconda en su morada, el que esto haga se ha de acordar de mí, así lo he dicho a toda la gente de este pueblo que me ama tanto como me teme. He prometido una buena recompensa a quien me entregue al culpable. De Madrid me escriben que no le deje escapar, España entera está pendiente de lo que ocurre en este pobre rincón, y sería deshonroso que defraudase las esperanzas de tantas personas importantes que ahora confían en mi celo y en mi lealtad.
—Con tal que no te cueste caro —murmuró Romualda.
—No hay peligro, nada me pasará, Dios vela por mí porque os hago mucha falta a ti y a Cecilia. Y a propósito de mi hija ¿qué hace que no sale a mi encuentro?
—Está vistiéndose para ir conmigo a la parroquia.
—Hermana, yo no me opongo a que la niña rece y cumpla con todas las prácticas religiosas, pero me parece que le infundes ciertas ideas que no son de mi agrado. No la eduques para el convento; es mi único consuelo, quiero verla feliz y establecida en este lugar.
—¿Con quién vas a casarla?
—Tengo ya formado mi plan. Un sobrino de mi mujer, muchacho bueno y aplicado, ha terminado su carrera en la corte y le he convidado a venir una temporada conmigo. Si le agrada, este será su esposo. ¿Piensas que he pasado mi vida economizando y aumentando el capital que mis padres me legaron, para que lo hereden unas monjas? No ciertamente. Cuando recorro la aldea y veo las bonitas casas que a mi costa han construido y que tengo alquiladas a las personas de más importancia de la población, no digo: «Todo es mío» sino, «todo esto es de mi hija». Cecilia será dueña y señora de la aldea, una reina aquí, donde la aman con ternura, porque la mayor parte de los habitantes la ha visto nacer. Viviremos todos reunidos, tú su segunda madre, el joven matrimonio, mis nietos, si el cielo les concede hijos, y yo. Daremos envidia al mundo entero por nuestra dicha tranquila y nuestro bien estar. No saldremos de este pueblo ¿para qué? ¿Qué le importa a Cecilia lo que hay más allá de esos montes donde crecen aromáticas hierbas y sencillas flores? Este será nuestro paraíso, yo no seré alcalde para llevar una vida menos azarosa, me dedicaré por completo a las faenas del campo y mi yerno me ayudará. El muchacho llegará acaso esta tarde, inútil es decirte que le acojas como si fuese sobrino tuyo; en cuanto a Cecilia, acostumbrada a ver a los jóvenes de aquí tan torpes, tan mal educados, recibirá con agrado y con júbilo a un primo cortesano que le dirá cuatro frases galantes de esas que enloquecen a las chiquillas.
—¿Sabe ya su próxima llegada?
—No, le reservo el placer de la sorpresa.
—Celebraré que lo sea. Pedro, hay en Cecilia algo que me extraña y que me asustaría si no supiese que su alma no vuela más que hacia el cielo y que todo lo terrenal le parece triste y mezquino. Tu hija, educada exclusivamente por nosotros, viendo satisfecho hasta su menor capricho, se muestra retraída, carece de contento y de expansión, no tiene una amiga, no nos hace la más pequeña confianza, todos ignoramos lo que siente y lo que piensa. He consultado sobre ello a mi confesor y está conforme conmigo, la niña no es para el mundo, es preciso dejarla que sea religiosa.
—Si insistes en eso Romualda, la separaré de ti. Tú eres quien la hace poco expansiva, tú la que le arrebatas la alegría y el bienestar. Cecilia ha nacido como yo para la familia, para los goces del hogar doméstico; a fuerza de predicar a la pobre criatura sobre la obediencia filial has hecho que me tenga más respeto que cariño.
Los dos hermanos hubiesen acabado por incomodarse formalmente si no hubiera llegado Cecilia con oportunidad para terminar la cuestión. Al ver a su padre corrió a su encuentro, le besó en la cara y en la mano, luego entregó a su tía el manto y el rosario y esperó a que esta diese la orden de partir.
—¿Qué tal has pasado el día? —preguntó Pedro a la joven.
—Bien —contestó ella—; he andado más que otras tardes por el jardín, he cogido flores, me he columpiado...
—¿Y has estudiado el piano?
—No.
—¿Has leído?
—Tampoco; no me gusta leer, los libros son muy aburridos.
—¿Qué libros?
—Los que me presta tía Romualda.
—¿Y la música tampoco te agrada?
—La música que me proporciona mi tía, no.
—Ya te buscaremos otros libros y otras piezas mejores.
—Vamos niña —dijo la viuda—, ya han dado dos toques y no llegaremos a tiempo a la novena si te entretienes.
Cecilia se despidió de su padre y siguió dócilmente a su tía. Pedro Serrano quedó solo en el jardín.
III
El alcalde se sentó primero, se paseó después, había contado con que pasaría aquella hora con su hija y su hermana y su ausencia no podía menos de contrariarle. Felizmente, al poco rato un criado vino a anunciarle la llegada de su sobrino y Pedro se apresuró a ir a la casa donde le aguardaba el joven. Este se llamaba Lorenzo Henares y había acabado la carrera de leyes. Hacía bastantes años que Serrano no había visto a su sobrino, que contaba veintidós, y acaso no le hubiese conocido a no saber su regreso al lugar. Lorenzo no tenía una hermosa figura, su fisonomía era franca, dulce, simpática, pero no bella, su estatura mediana, su inteligencia clara si no superior, su carácter bondadoso, su desinterés grande, su conducta intachable. Era el yerno que convenía a Pedro, tan celoso de la ventura de su hija; lo único que faltaba era que los jóvenes se comprendieran y se amasen. El alcalde habló mucho de Cecilia, enseñó a su sobrino media docena de retratos en fotografía, hechos por un artista que estuvo de paso en el lugar, le dijo que la joven era buena y sencilla y se la mostró, si no tal como era, así como él la imaginaba, porque nada era más difícil de entender y de definir que el carácter de aquella niña tan mimada, tan querida y al propio tiempo tan ignorante de los sucesos de menos importancia de este mundo. Lorenzo le escuchaba con atención y con interés. Su tío le enseñó luego la casa, el jardín en la parte en que se hallaba bien cultivado, le habló de las mejoras que pensaba introducir en él poniendo aquí una fuente nueva; haciendo allá un mirador, agrandando el gallinero y el palomar, arreglando un establo, echando abajo el edificio ruinoso que se veía a lo lejos para levantarle otra vez con el objeto de que sirviese para habitaciones de los jardineros que las tenían fuera de la posesión. Así se pasaron dos horas. Al cabo de ellas volvieron a la casa donde a los pocos minutos entraron Romualda y su sobrina. Era ya completamente de noche y el alcalde había dado la orden de que se encendiesen las luces. Al vivo resplandor de ellas se conocieron Lorenzo y Cecilia. A él le pareció la niña admirablemente hermosa, ella le encontró feo y poco simpático. Cenaron juntos; la joven no habló casi nada, el primo tampoco, porque se hallaba visiblemente turbado en su presencia. Después de cenar pasaron a la sala donde tocaron el piano Cecilia primero, Lorenzo enseguida. Era él un artista bastante notable y Cecilia al oírle ejecutar algunas piezas se reconcilió algo con su primo que tan repulsivo le había sido al pronto. A las once se retiraron a sus habitaciones donde no tardaron en dormirse Pedro y Romualda. Lorenzo se acostó para pensar en su prima, que le había hecho profunda impresión. En cuanto a Cecilia, abrió una de las puertas que daban al jardín y salió a este contemplando extasiada las bellezas de una serena noche de luna. ¿En qué pensaba? No era seguramente en Lorenzo. Al dar las doce el reloj de la parroquia, cuando comprendió que todos descansaban en su vivienda, entró de nuevo en su alcoba, sacó de un armario varias provisiones que tenía allí guardadas, las puso en una cestilla que colgó de su brazo, salió por segunda vez al jardín, entornó la puerta para que pareciese estaba cerrada, y mirando con recelo o todas partes se encaminó rápidamente hacia el ruinoso edificio donde no se veía luz ni señal ninguna de estar habitado. Cerca de allí llenó en una fuente una botella de agua clara y cristalina, sacó después una llave que llevaba oculta en su pecho, abrió la pieza, donde más adelante había de encerrarse el trigo y penetró en ella con resolución. Un hombre se dirigió hacia la joven: era alto, hermoso, con cabellos y ojos negros y poblada barba; representaba unos treinta años y su traje roto y empolvado le daba un aspecto extraño, haciéndole semejarse algo a un bandido.
—¿Has traído una luz? —preguntó dulcemente a la niña.
—No señor, no me he atrevido —contestó ella—. Las ventanas cierran mal y pudieran ver la claridad que por ellas saliese algunos vecinos, llamando la atención de mi padre.
—¡Siempre en tinieblas! es decir, siempre no, ayer y hoy he visto el sol puesto que he podido contemplarte.
—Aquí tiene V. las provisiones ofrecidas, cene V. caballero.
Él se sentó en un escalón de piedra y comió con el apetito natural de quien no ha tomado ningún alimento en veinticuatro horas.
Estas hacía que aquel hombre se hallaba allí. La noche antes, Cecilia había salido como era su costumbre a pasearse durante aquellos momentos de silencio y de soledad. Una sombra había aparecido ante ella de pronto. La niña iba a gritar pidiendo socorro, cuando el supuesto fantasma dijo:
—Mujer, quien quiera que seas, ten compasión de mí y no me pierdas. Si gritas serás la causa de mi muerte porque me persiguen como a un malhechor, siendo inocente, y no tardaré muchos días en ser fusilado. Si me ocultas, Dios te premiará tu buena acción, porque en pasando algún tiempo podré huir con facilidad para alejarme por siempre de esta ingrata tierra.
—¿Quién es V.? —preguntó Cecilia temblando.
—Soy el jefe de la partida disuelta; hace unos días que me escondo en el monte y la casualidad, si no quieres que sea la Providencia, me ha traído aquí. ¿Y tú quién eres, niña?
—Cecilia, la hija del alcalde Pedro Serrano.
—¡La hija del alcalde! —repitió con temor—, entonces estoy perdido. No lo siento por mí, sabré morir con valor y resignado, pero averiguarán mi nombre, lo cubrirán de ignominia, y mis ancianos padres morirán de vergüenza y de dolor. No intento más huir, es inútil, llama a tu padre, niña, dile que vengo a entregar me a él.
Cecilia meditó un momento y al fin murmuró:
—Voy a salvar a V.. Sígame.
No quería tener aquella mancha sobre su conciencia; no podía delatar al que había empezado por declarar que era inocente. Le condujo a aquel ruinoso edificio, le ofreció por lecho lo único que allí había, un montón de paja, le prometió provisiones para la noche siguiente, le encerró quitando la llave que siempre estaba puesta, y se alejó preocupada y temerosa, sabiendo que faltaba a su padre al amparar al forastero, pero sin decidirse a declarar a aquel nada referente a suceso tan singular.
IV
—Siéntate a mi lado, niña —murmuró él después que hubo cenado—. Desde anoche no he cesado de pensar en ti y esto ha hecho menos amargas las tristes horas que he pasado sin luz, sin aire, casi exánime de hambre y de sed. Eres muy bella, ya lo sabrás sin duda ¡te lo habrán dicho tantos! Hay algo en ti de la Ofelia o la Julieta de Shakspeare. ¿Conoces esas historias?
—No señor.
—Pues yo te las contaré.
Refirió el misterioso personaje a la niña lo más interesante que encierran los dramas aquellos del célebre poeta inglés, los amores de las sencillas jóvenes con Hamlet y Romeo.
—¿Y eso está escrito en algún libro? —preguntó ella después que le oyó embelesada.
—Sí, Cecilia.
— ¡Y yo que le decía a mi padre que no me gustaban los libros!
—Si algún día puedo proporcionártelos los leerás.
—Así lo espero; V. se salvará, desde anoche no he cesado de pedírselo a Dios.
—¿Y por qué? Tú no me conoces ¿a qué interesarte por mí? No sabes mi nombre, ni mi historia, el mundo me llama criminal.
—Sí, pero mi tía me ha dicho que puede V. ser un héroe.
—Sabe tu tía acaso...
—No, nada, pero me ha hablado hoy del hombre a quien tanto persigue mi padre.
—¿Y no le atacaba?
—Es incapaz de culpar a nadie.
—Mi estancia en esta casa, niña, no podrá prolongarse mucho; con ella acaso te comprometes y si algo te sucediera por mí no me consolaría. Jamás. Sé que el día de San Pedro hay en este lugar grandes fiestas, tanto por celebrarse el santo del alcalde como por ser el patrón del pueblo. Vendrán forasteros, todo el mundo se divertirá y si yo encontrase un caballo para esa noche, huiría fácilmente. Tengo dinero con qué comprar uno ¿podrías proporcionármelo?
—Lo intentaré.
—Dios te lo premiará, eres mi ángel bueno; el cielo te hizo tan bella como virtuosa.
—Caballero es tarde, tengo que retirarme, mañana volveré. En la cesta hay aún algunas provisiones, guárdelas para tomar algo durante el día, pues hasta estas horas no podré venir.
—No me olvides, Cecilia.
La joven se lo prometió, y lo que es peor, cumplió más de lo que había ofrecido. Durante todo el día no cesó de pensar en él.
Su padre y su tía al verla preocupada creyeron que era por la llegada de Lorenzo, y el alcalde que no cabía en sí de gozo, empezó a hablar de la proyectada boda a los vecinos y la tía a desistir de ir al convento puesto que su sobrina no había de acompañarla ya.
Cecilia siguió yendo por las noches a ver al forastero, este se mostraba cada vez más afectuoso con ella; ella sentía que abrasaba su pecho la llanta del amor. Le refirió su historia al cuarto día.
—Soy hijo de padres nobles y honrados —le dijo—, tengo un corazón ansioso de aventuras y esto me hizo separarme de ellos cuando era muy joven. Partí a América con un célebre emigrado español; con él aprendí a conspirar, por él anhelé combatir. Teniendo franca entrada en mi patria, deseando ver a mi protector ocupar uno de los más altos puestos, de acuerdo con otros conspiradores, levanté en la provincia una partida, debiendo apoyarme los amigos con otras muchas. Varias no se organizaron, hubo una contraorden para la sublevación, que recibí demasiado tarde, y por falta de gente fuimos derrotados. Ya conoces lo demás. He venido aquí y por ti he olvidado mis sueños de gloria, mi ambición de triunfo, todo en fin. ¿Sabes cuál sería hoy mi bello ideal? Vivir contigo en un rincón de la tierra, solos como ahora, pero sin temores, sin penas y sin sobresaltos, poder darte mi nombre, hacerte feliz. Aquí, Cecilia hermosa, no te veo, te adivino y desearía admirarte, oírte y hablarte a todas horas. ¿Qué será de mí cuando me aleje de esta tierra? Ya no te hallaré más en mi camino, porque no podré volver a España. Estoy condenado a emigrar siempre, amando tanto a mi patria.
Aquella noche no dijo más; a la siguiente propuso a la niña que huyese con él.
—Más allá de esos montes —murmuró—, hay un mundo que tú no conoces ni has soñado jamás. Aquí está la tranquilidad de la aldea, allá el bullicio de las grandes ciudades, aquí la muerte, allá la vida.
Mucho más habló el forastero; lo hizo con el acento del verdadero amor, con fuego, con entusiasmo, y la niña inocente e ignorante de cuanto pasaba en el mundo, se dejó arrastrar por aquellas apasionadas frases y en un momento de locura o de delirio se comprometió a partir con él.
—Mañana —le dijo ella al retirarse—, un caballo te esperará a la puerta de esta habitación.
—Bien —contestó él—, pero no olvides que no huiré sin ti y que me entregaré a tu padre si no vienes.
Hacía seis días que el joven se hallaba oculto en casa del alcalde, al siguiente era San Pedro, cuando debían celebrarse las fiestas. Aquella noche Lorenzo, que como todo enamorado dormía poco, había salido al jardín algunos minutos antes que su prima. Cuando esta llegó, temiendo disgustarla, se ocultó para contemplarla un instante y grande fue su asombro al divisar a Cecilia que con la cestilla llena de provisiones se dirigía hacia la parte más sola y descuidada de la posesión. La siguió a alguna distancia y la vio entrar en el ruinoso edificio. Como el forastero no podía encender luz por la prohibición de Cecilia, esta dejaba siempre la puerta abierta, así es que Lorenzo pudo escuchar toda la conversación de los amantes. Su primer impulso fue llamar a Pedro y contarle lo que había oído, pero pensó en la pena que causaría con eso a su tío y decidió pedir consejo a la almohada antes de dar un escándalo. Tiempo había de parar el golpe en aquellas veinticuatro horas. Entró en su alcoba y esperó a la ventana la vuelta de Cecilia. Esta llegó poco después caminando lentamente, con la cabeza inclinada sobre el pecho.
No miró siquiera a la fachada de su casa, así es que no sospechó que un hombre, el mayor de sus enemigos entonces por lo mismo que la amaba y estaba celoso, conocía el proyecto de su fuga del hogar paterno donde era tan querida, con un aventurero sin nombre y sin fortuna.
V
Las fiestas de San Pedro fueron notables aquel año: función de iglesia con sermón y música por la mañana, rifa en la plaza después, procesión por la tarde, baile público y fuegos artificiales por la noche. Para el día siguiente se anunciaban novillos que debían lidiarse en un corral. El alcalde había de presidir todas las fiestas y presentarse en ellas su hija lujosamente ataviada. Una comisión de lo más escogido de la aldea fue temprano a felicitar a Pedro Serrano por ser su santo, siendo recibida con afable cordialidad por el padre de Cecilia. Esta le había dado un pañuelo bordado por ella, Romualda una relojera, los vecinos todos obsequios que no por ser humildes habían sido recibidos con menos júbilo. Lorenzo no sabía cómo y cuándo hablar a su tío y entre tanto el día iba pasando, se aproximaba la noche y el joven veía con terror que no podía decir a Pedro el peligro que a todos amenazaba. Cecilia y su primo habían presenciado juntos todas las fiestas, ella estaba más preocupada que triste, él no había pronunciado ni media docena de palabras con gran descontento de Romualda que decía:
—Estos muchachos educados en la corte no encuentran bien más que lo que ven en Madrid; este pobre Lorenzo está mortalmente aburrido y no se atreve a confesarlo.
En casa de Serrano hubo numerosos convidados que se sentaron a la mesa a las siete de la tarde. Cecilia comió al lado de su primo. Todos parecían haber olvidado al jefe de la sedición, cuando al servirse los postres, el secretario del Ayuntamiento se levantó y con la copa en la mano dijo:
—Brindo, señores, por nuestro querido alcalde, por su encantadora hija, su excelente hermana y sobrino, por todos los presentes y también porque tenga Serrano la gloria de capturar al malvado que alteró la paz de esta comarca.
Todos aplaudieron, todos brindaron, excepto Cecilia que pálida y temblorosa había oído con profundo terror las últimas palabras del secretario.
Acabó la comida, salieron del comedor y Serrano dijo a Lorenzo:
—Ve a ver los fuegos artificiales con Romualda y tu prima. Yo me quedo con estos amigos y me reuniré a vosotros luego.
—Tío —murmuró el joven—, quisiera antes hablar con usted.
—En este momento ne es posible; en la plaza me encontrarás después.
—¿Y si es demasiado tarde?
Antes de que respondiese Serrano, varios hombres del lugar se reunieron al alcalde para tratar de las fiestas nocturnas y Lorenzo tuvo que partir con la vieja y la niña. El joven se hallaba cada vez más impaciente; el tiempo pasaba y Pedro no venía. El reloj de la iglesia dio las once.
—Una hora más y todo se habrá perdido —se dijo Lorenzo.
Sin decir nada a su prima, se dirigió en busca de su tío. Al verle desaparecer Cecilia sonrió dulcemente; hacía rato que anhelaba verse a solas con Romualda.
—Voy a saludar a mi amiga Angelita —dijo a la buena señora.
Esta no se opuso, la joven se alejó y al llegar a un paraje desierto echó un abrigo sobre sus hombros, para que no llamase la atención su vestido de seda de color claro, y por caminos extraviados se dirigió a su casa que encontró desierta, porque todos los servidores se hallaban en la función. Entró por el jardín del que tenía una llave, sacó de la cuadra el mejor caballo que encontró, y trémula, palpitante el corazón, fue al ruinoso edificio donde el misterioso caballero la aguardaba impaciente.
—Dios te premie lo que por mí haces niña —murmuró él.
Montó a caballo y viendo que Cecilia vacilaba en seguirle, la cogió en sus brazos.
—¡Mi padre, mi pobre padre! —exclamó ella derramando lágrimas.
—Yo te daré más amor que él.
En aquel momento sonaron a lo lejos doce campanadas.
El desconocido y Cecilia llevados por el fogoso caballo iban a internarse en el monte cuando vieron a pocos pasos un grupo de hombres armados a cuyo frente divisaron a Serrano y a Lorenzo.
—¿Ve usted, tío, como era cierto? —dijo el joven a Pedro— ¿ve usted como ella quiere huir también? Si me hubiese escuchado antes hubiéramos evitado que se reuniesen aquí. Un minuto más y no los alcanzamos.
—¡Tirad! —gritó el alcalde—, haced fuego sobre el miserable que me arrebata mi honra, mi dicha...
Los hombres no se atrevían a obedecer temiendo herir o causar la muerte a Cecilia, pero Serrano era esclavo de su deber.
—Tirad —repitió—, suceda lo que suceda. Al que vacile en obedecer le costará caro.
Se oyó una detonación, luego otra, el desgraciado padre cerró los ojos para no presenciar aquella escena.
Lorenzo vio entonces que el fugitivo se detenía un momento, depositaba en el campo a la joven y partía otra vez perdiéndose pronto en la espesura del bosque. El sobrino de Pedro y los demás hombres se lanzaron hacia aquel lugar. Cecilia se hallaba tendida en el suelo pálida e inmóvil; una bala la había herido en la espalda, otra la había matado; la infeliz joven había sucumbido para salvar a su raptor. Este ganaba terreno, ya no se oía el galope de su caballo.
—Prendedle —gritaba Lorenzo.
Todo fue en vano, el caballero huyó y esta vez para siempre.
Serrano al saber lo ocurrido no derramó una lágrima, pero su dolor mudo era más terrible que la desesperación más violenta. Todo lo había perdido aquel desventurado padre, su honor, su hija, su felicidad. Desde entonces dejó de ser alcalde, se encerró en su casa sin querer ver a nadie, ni aun a su hermana y a Lorenzo.
VI
Así pasó un año, llegaron otra vez las fiestas de San Pedro y ya no las presidió Serrano, ni presenció ninguna de ellas. Al anochecer, Romualda fue a la habitación de su hermano para prestarle sus consuelos en tan triste día, y encontró la alcoba desierta. Llamó a su sobrino y ambos se dirigieron al jardín en busca del anciano. Mucho anduvieron antes de encontrarle; el desgraciado padre se hallaba de rodillas en el lugar donde Cecilia había muerto.
Lorenzo y Romualda intentaron alejarle de allí.
—Me siento mal —les dijo—, dejadme morir en paz donde para siempre la he perdido.
Continuó orando y su hermana y el joven murmuraron una plegaria también. Cuando la luna apareció en el cielo se acercaron de nuevo a Serrano que permanecía mudo e inmóvil, le hablaron y no les contestó. Lorenzo entonces se aproximó más, cogió sus manos, tocó su frente y vio que estaba muerto.
Pedro dejó en su testamento una renta vitalicia a su hermana, y su fortuna, que era inmensa, a Lorenzo. El joven hizo levantar un pequeño monumento en el sitio donde murieron Cecilia y su padre. Al año siguiente brotaron allí espontáneamente plantas y flores, y como estas fuesen encarnadas, los habitantes de la aldea dijeron que habían nacido de la sangre que de sus heridas derramó la infortunada joven.
La mariposa
Siendo ya viejos Severo y Benigno, amigos desde la infancia, compañeros de estudios después, solteros ambos, habían decidido vivir juntos uniendo sus modestas rentas para pasar el resto de sus días algo mejor.
Severo había perdido muy niño a sus padres, creciendo sin afectos de familia y careciendo de los dulces encantos del hogar. Ya hombre, había dedicado su existencia a la ciencia, coleccionando antigüedades primero, minerales y plantas raras después, siendo su último encanto las aves y los insectos, por lo cual vivía en el campo, habiendo alquilado una sencilla casa con jardín. No menos duro su corazón que aquellos minerales que fueron el solo placer de su juventud, jamás conoció las inefables dichas del amor, quizá porque en su niñez le faltaron las caricias maternales y no pudo compartir con algún hermano los juegos y las efímeras penas de los años infantiles.
Benigno había vivido con sus padres y una hermana hasta los veinticinco años. A esa edad, perdió en pocos meses a los primeros y vio casarse a la bella joven, que, con su fraternal cariño, hubiera podido dulcificar los pesares de su orfandad. Benigno amó después a una hermosa mujer, que jamás compartió su sentimiento, pero aquellas amarguras y este desengaño no mataron en él el germen de lo bueno que encerraba su alma, y aunque no volvió a amar, ni pensó nunca en casarse, su corazón latía ansioso de cariño, y así acogió con júbilo la proposición que le hiciera Severo, muchos años después, de vivir unidos.
Un amigo con quien conversar a todas horas, con quien evocar los recuerdos, ya que las ilusiones y las esperanzas estaban muertas, un ser que había conocido a su familia y con el que podría hablar de ella, ante quien podría llorar a sus amados muertos, porque la excelente hermana había partido también a un mundo mejor; esto era cuanto deseaba Benigno en el último tercio de su existencia. De carácter bueno y sencillo, se amoldaba pronto a los gustos ajenos; así es que, aunque jamás se había dedicado a coleccionar insectos y aves, no tardó en aficionarse a ellos pasando largas horas en el despacho de Severo contemplando a los unos o disecando a las otras.
Habitaba con los dos viejos una criada, casi de la misma edad que ellos; mujer fría como uno de sus amos, pero servicial y buena como el otro. No había más sirvientes porque Benigno y Severo cuidaban el jardín.
Una tarde que habían salido los dos amigos, el uno al campo en busca de orugas, el otro a comprar unos libros en la ciudad, ocurrió un suceso que vino a alterar en parte la monotonía de la vida de los tres viejos.
Al llegar Severo cerca de la puerta del jardín, de la que se había llevado una de las llaves, vio junto a la tapia un pequeño bulto blanco que se movía. Ya a su lado, oyó un gemido que le pareció de una criatura, pero apenas se fijó en aquello, y cuidando que no se cayesen las orugas que llevaba, abrió la puerta y penetró en su jardín.
Media hora después llegaba Benigno con dos o tres tomos de Historia Natural de diversos autores en la mano, y antes de abrir la puerta con una llave igual a la que tenía Severo, un débil quejido le hizo detenerse. Miró en su derredor y vio a su vez el pequeño bulto blanco. El buen viejo dejó caer los libros y corrió hacia donde se hallaba el tierno ser que parecía reclamar su amparo.
Era una niña envuelta en unos trapos, una niña rubia y de ojos negros, que alguna madre, infeliz o desnaturalizada, había depositado allí.
La pobre criatura miraba vagamente a Benigno y en sus labios parecía dibujarse ya una sonrisa. Debía contar pocos meses y era muy pequeña y delgada. El anciano la contemplaba con profunda emoción, y al fin, olvidándose de sus libros, que no se cuidó de recoger, penetró en el jardín con la niña.
—Mira, Severo —exclamó cuando llegó al despacho—; te traigo una avecilla que sin duda se cayó de un nido, pero no para que forme parte de tu colección muerta, sino para que nos alegre con sus gorjeos dentro de nuestra jaula.
Severo no pudo dominar un gesto de disgusto al ver de lo que se trataba.
—Supongo —dijo—, que eso será una broma y que no pensarás en conservar aquí ese muñeco.
—Te engañas —replicó Benigno—, no arrojaré a la calle lo que Dios puso junto a mi puerta. ¡Un niño se mantiene con tan poco! Leche, mucha leche y algo de pan. Compraré para lo primero una cabra que vivirá comiendo lo que halle en el campo, y en cuanto a lo segundo le bastarán las migas que siempre sobran en nuestra mesa.
—Pero crecerá...
—Entonces comerá lo que nosotros. Aunque no soy rico, puedo mantener a esta niña, porque es una niña, Severo, una niña preciosa a la que querré como a mi hija y que me llamará padre. ¿Acaso no apruebas mi conducta?
—Si eso te agrada o te entretiene —dijo el frío egoísta—, no me puedo oponer a tu deseo, pero procura que no entre mucho en mi despacho cuando ande sola.
La criada tampoco acogió muy bien a la niña, pero viendo que no había más remedio que admitirla, se comprometió a cuidarla. Era buena cristiana, y sospechando que no la habían bautizado, la llevó al día siguiente a la parroquia donde le pusieron un nombre cualquiera que la débil criatura no escuchó jamás.
Pasó algún tiempo. Severo se ocupaba de sus crisálidas, próximas a romper el capullo convirtiéndose en mariposas, y quería que Benigno compartiese su entusiasmo, pero cada vez que le hablaba de ello el excelente anciano respondía:
—Yo también guardo mi crisálida, que un día tendrá alas y se hará mariposa. Pero las alas de ella serán las de la inteligencia, y sus bellos colores darán luz a mi vejez.
Desde entonces Benigno llamó siempre a la niña su mariposa, y cuando ella empezó a comprender no atendió por otro nombre.
El tiempo pasaba despacio, pero Mariposa iba estando cada día más bonita y su protector se complacía en mirarla, esperando con paciencia a que pronunciase su primera palabra y a que diera su primer paso. Estaba casi siempre en el jardín, y cuando los pájaros cantaban, gritaba con júbilo, como si comprendiese lo que entre sí decían. Las flores la acariciaban con su aroma, reemplazando los besos de una madre, que acaso no había recibido jamás. Benigno la quería con todas las fuerzas de su alma, había concentrado en aquella niña su ternura; pero no sabía enseñarla a hablar y no se atrevía a hacerla andar más que breves instantes, porque el pobre anciano se cansaba de inclinarse tanto para sostenerla.
Al fin, como todo llega, Mariposa anduvo y habló. A Benigno le llamaba papá y mamá a la vieja criada. Severo no era más que el coco.
Una tarde, éste, lleno de júbilo, mostró a Benigno una mariposa de alas azules que había roto aquel día su crisálida. Pero al volar por vez primera, el insecto desapareció a su vista y Severo la buscó inútilmente.
Al encender la lámpara por la noche; la mariposa, atraída por la luz, fue a quemarse en ella, perdiendo Severo uno de sus más bellos y raros ejemplares, lo que le ocasionó hondo disgusto.
A la mañana siguiente estaba tan profundamente abstraído, que salió al campo olvidando cerrar la puerta.
Mariposa, que contaba ya dos años y medio, jugaba con algunas florecillas, y poco a poco se fue acercando a la salida del jardín. Al ver ante sí aquel terreno con árboles gigantes, aquel suelo sembrado de margaritas y amapolas, se encaminó hacia allí y siguió una ancha senda que estaba cortada por un riachuelo.
Ella no había visto nunca tanta agua; se sentó a la orilla, se inclinó un poco y vio su imagen reflejada en la cristalina corriente.
—Una nena —dijo señalando con su dedo índice.
Y se acercó más. No sabiendo el peligro que la amenazaba, la tierna criatura continuó avanzando, perdió pie y el pequeño río la arrastró sin que nadie escuchara su débil grito.
Benigno, al no hallarla en la casa, corrió al jardín, y al ver la puerta abierta, tuvo un triste presentimiento.
Siguió a la casualidad el mismo camino que Mariposa, y encontró el cuerpo de la niña cerca del río donde las aguas lo habían arrojado.
Mariposa estaba muerta.
Benigno la cogió en sus brazos y besó llorando los restos del único ser que hacía venturosa su ancianidad.
Iba con su preciosa carga, cuando encontró a Severo.
—Estoy desolado por mi mariposa, dijo éste a su amigo.
—Tu mariposa —replicó Benigno con amargura—; empleó sus alas para buscar el fuego que debía consumirla; la mía tenía también, aunque invisibles, las alas del ángel, y apenas ha podido volar, las ha elevado para buscar el camino del cielo de donde nunca debió bajar. Tú tendrás otras mariposas azules; en cuanto a mí, solo cuando me muera me será devuelta mi Mariposa. ¿Qué objeto tendrá en lo sucesivo mi vida?
Severo se encogió de hombros murmurando:
—¡Bah, por una muñeca! Los chiquillos se reemplazan, todos son iguales, pero no ocurre lo propio con los insectos.
Aquellos dos hombres, tan amigos hasta entonces, no pudieron comprenderse ni simpatizar ya nunca.
La niña, fue enterrada a expensas de su protector en una sencilla sepultura; no faltaron en ella las más hermosas flores mientras vivió Benigno, flores que fueron a besar sus hermanas las mariposas.
Sor María
Casado Bernardo, ¿qué le importaba a ella el mundo ya? Había sido el compañero de su infancia, el que había enjugado sus primeras lágrimas, producido su sonrisa primera y recogido el primer suspiro que exhaló su pecho virginal. Ella le había amado con toda su alma, con todo el entusiasmo de la primera juventud.
¿Cómo él no la había correspondido? Blanca tenía algunos años menos que él; aún era niña cuando Bernardo era hombre; una mujer malvada y astuta conquistó el corazón del joven y logró ser conducida al pie de los altares, donde fueron unidos en eterno lazo.
Blanca buscó un consuelo en la religión; no había en la tierra remedio a su pesar y volvió los ojos al cielo. En la ciudad donde habitaba se elevaba un sombrío convento, de altos muros, fuertes rejas y espesas celosías, y allí se encerró la infortunada niña, sin ver las lágrimas de su madre, ni atender a los consejos de su padre, ni escuchar los ruegos de sus amigos.
El día en que fue llevada al templo, vio a Bernardo en el camino. Él la miró con una indefinible expresión, y Blanca creyó adivinar que el hombre a quien tanto quería no debía ser feliz.
Acaso si Blanca no hubiese ido en carruaje, él la hubiera detenido, dirigiéndole la palabra, quién sabe si le hubiera pedido perdón por su conducta, porque Bernardo era culpable, había adivinado el amor de Blanca, lo había alentado con vanas esperanzas, abandonándola sin remordimientos después.
La niña trocó sus galas por el severo traje religioso; la novicia, sin libertad de palabra ni de acción, empezó la vida de convento resignada y acaso indiferente; martirizó su cuerpo con ayunos y penitencias, y pasó casi todas las horas dedicada a las oraciones.
Pero en balde intentó sujetar también el pensamiento; no se había hecho religiosa por vocación, sino para mitigar sus penas, y el recuerdo del hombre querido le asaltaba sin cesar, lo mismo en el interior de su celda, que en el austero templo, que en el coro cuando, con las otras monjas, rezaba con monótono acento o elevaba cantando himnos de gloria al Creador.
Los días se deslizaban iguales, siempre tristes; ella no tomaba parte en nada de lo que ocurría en el convento, apenas sabía los nombres de las religiosas, y cuando la abadesa la amonestaba por alguna involuntaria distracción, oía sus palabras sin sentimiento por la ligera falta cometida, en la que incurría de nuevo muchas veces.
Por el triste patio adornado de raquíticos árboles y mustias flores, paseaba melancólica y solitaria huyendo en cuanto le era dado de halagadores fantasmas y locas ilusiones, pensando a su pesar en el ingrato, causa de su desgracia y su clausura.
El año de novicia se pasó así. Llegó la época de pronunciar para siempre los votos, de renunciar a todo lo terreno, al amor, al hogar, a la familia. ¿No podía entonces volver al seno de esta, vivir para el mundo?
Bernardo estaba casado y no había esperanza de felicidad para ella. Blanca pronunció sus votos.
Dos días después las campanas de la iglesia doblaron tristemente, las paredes se cubrieron de negros paños, un túmulo se elevó en el centro, rodeado de amarillentas velas; varios bancos fueron colocados uno en el frente, otros a los lados del catafalco, y poco a poco empezaron a llenarse, ocupándolos varios hombres, al parecer de elevada clase, todos vestidos de negro.
Dio principio el funeral. Las monjas oraban desde el coro por el eterno descanso de la difunta, porque era una mujer.
Acabada la misa y rezados los responsos, dos hombres se pararon delante de la celosía, tras de la cual se hallaban las religiosas.
—¿Quién ha muerto? —preguntó uno.
—La mujer de Bernardo Gómez —contestó el otro—; hace hoy nueve días.
Blanca se estremeció al oírlo y se puso densamente pálida.
Al retirarse a su celda lloró amargamente, considerando que cuando ella se unió a Jesucristo, el hombre a quien tanto había amado era libre.
Paseando por el patio aquella tarde, triste y sola, como de costumbre, se inclinó para coger una flor y vio junto a la planta una carta rota en menudos pedazos; le pareció que conocía la letra, guardó los papeles, y al subir a su celda se entregó al minucioso y difícil trabajo de unir aquellos fragmentos. La carta decía así: «Blanca mía, después de un año de crueles, pero merecidos sufrimientos, soy libre. No renuncio a tu amor, sin él no puedo vivir y espero me perdones. Necesito verte y hablarte; ¿hay algún medio de conseguirlo? Tuyo, Bernardo».
La abadesa había abierto la carta de amor profano dirigida a una de sus hijas y la había roto; a no ser así la novicia hubiera salido del convento.
Poco después los periódicos de aquella ciudad daban cuenta de dos sucesos ocurridos el mismo día y a la misma hora.
El conocido abogado D. Bernardo Gómez se había suicidado, no pudiendo sin duda resistir la pena que le produjo la reciente muerte de su esposa, y la joven religiosa, que se llamó en el mundo Blanca, y en el claustro Sor María, había muerto repentinamente.
¿Quién sabe si sus almas subieron juntas por el celeste espacio, y la de la triste e inocente joven logró el perdón de la de su ingrato y criminal amante, para que entrase con ella en el Paraíso?
Victoria
I
El buque mercante, Juan-Antonio, que iba de España a América con una numerosa tripulación y pasajeros no escasos, se perdió durante la travesía sin que nadie lograse saber su paradero. ¿Habían muerto todos los hombres que llevaba a bordo? No quedó sobre esto la menor duda cuando transcurrieron algunos meses y se vio que ni uno parecía.
El capitán era una persona muy estimada y conocida por su experiencia y su valor; ¿qué habría ocurrido para que tuviese su viaje tan mala fortuna?
Se habló de una horrible tormenta, se imaginó un incendio, se inventaron cien historias a cual más absurdas; que había caído en poder de un pirata... en fin, lo cierto es que no pocas familias vistieron luto a consecuencia de aquella espantosa desdicha.
Entre los pasajeros iba un joven que por vez primera se separaba de sus padres y hermanos, que había acabado con lucimiento dos carreras y que no llevaba al nuevo mundo más objeto que el de estudiar aquella tierra desconocida para él.
Llamábase Gerardo Ávalos, y se había captado las simpatías de cuantos le trataban, por su ameno trato y excelente carácter.
Convencidos los padres de que el mar había servido de tumba a su hijo, elevaron a la memoria de este un sencillo mausoleo que rodearon de plantas, y la tristeza reinó para siempre en su hogar.
Mucho tiempo después, cuando ya se habían casado los otros hijos y vivían solos los dos ancianos, un hombre solicitó con empeño verlos y logró ser al cabo recibido. Parecía un pescador por su traje y por su traza, y se mostró muy turbado al hallarse en presencia de los dos señores. Instado por ellos a hablar se expresó de este modo:
—Hace menos de un mes, encontré en el mar una botella perfectamente cerrada, que supuse contendría algún licor y que se habría perdido en algún naufragio. La abrí al verme solo en mi casa y contenía un rollo de papeles muy finos, escritos con letra menuda y dirigidos a ustedes. Su lectura no tenía interés para mí. El que había trazado esas líneas y hablaba desde un país desconocido con sus padres, rogaba encarecidamente al que encontrara la botella que la trajera aquí, donde sin duda sería espléndidamente recompensado. Soy pobre y vengo a vender estos pliegos que considero, si no de utilidad material, de alguna importancia para ustedes.
Los dos ancianos se conmovieron al ver la letra de su hijo perdido y pagaron más que se les había exigido, sin titubear.
El pescador desapareció en seguida, y al quedarse solos los dos viejos, no tuvieron más afán que el de enterarse del contenido de aquellos pliegos.
No sin dificultad los leyeron repetidas veces, llamando después a los hermanos de Gerardo para enterarles de tan singulares sucesos. El manuscrito del náufrago, decía así:
II
«¡Cuánto hemos luchado con las olas! ¡Qué capitán tan valiente! ¡Qué tripulación tan admirable!
No he visto una tormenta semejante nunca. Lejos de todo puerto, sin ningún buque próximo, teníamos forzosamente que perecer. El nuestro se iba a pique por momentos; los botes donde se arrojaban los pasajeros con desesperación, desaparecían pronto en el revuelto mar. Recuerdo que me así a una tabla y que perdí el conocimiento.
¿Qué pasó después? No puedo sino hacer conjeturas. Sin duda una ola me lanzó a unas peñas, donde me herí ligeramente y en las que me hallé casi desnudo, rendido, calenturiento, sintiendo el doble martirio del hambre y de la sed.
Me incorporé, dirigí mis miradas al Océano apaciguado ya, y no vi los restos del Juan-Antonio, que debía haberse sumergido por completo.
Era indudablemente el solo náufrago salvado. ¿Qué iba a ser de mí?
La tormenta había cesado; esta nos había sorprendido muy de mañana, y era bien entrada la tarde cuando logré hacerme cargo de mi situación.
¿Hacia qué punto me encontraba? ¿Había alguna hospitalaria tierra cerca de allí? ¿Hallaría quien me socorriese?
No sin dificultad conseguí levantarme, y caminando muy despacio, subí por las peñas. Estando a bastante altura vi que al lado opuesto había un paisaje encantador, una isla de verdura con magníficos árboles, bellos arbustos y preciosas y variadísimas flores. Aquel ignorado edén, a pesar de su hermosura, no dejó de entristecerme, porque parecía inhabitado.
Casi arrastrándome, bajé a él y vi en algunos de sus árboles y al pie de estos, desconocidos frutos que mitigaron mi sed y reanimaron mis desfallecidas fuerzas.
La isla no parecía grande, pero no la pude recorrer aquel día porque era tarde, temía me sorprendiese la noche y además estaba muy cansado. Busqué un sitio donde pudiera dormir y encontré un lecho de césped. Cerré los ojos y permanecí en profundo reposo hasta la mañana siguiente.
El sol bañaba la isla con sus puros rayos; las flores, cuajadas de rocío, despedían gratísimos aromas y parecían adornadas con magníficos brillantes; los pájaros, de mil colores, cantaban en las ramas de los árboles, y jamás concierto alguno fue para mí tan bello como aquella encantadora música.
¡Cosa extraña! Algunas avecillas comían los frutos caídos, ya maduros, y al acercarme yo no se asustaron ni huyeron de mí; hubiera podido cogerlos sin la menor dificultad.
Gigantescas mariposas, azules como el cielo las unas, negras como mis sombrías ideas las otras, encarnadas y de variados matices las más, volaban de una en otra planta, bebiendo en los cálices de las flores las perlas de la aurora.
Habiendo recuperado mis fuerzas casi por completo, quise conocer aquel desierto, que era mayor de lo que suponía, y anduve por él largo rato, sin que nada nuevo excitase mi atención. Pero de repente me detuve ante lo más extraño que hubiese podido hallar allí. En el húmedo suelo vi las huellas de unos pies grandes y mal formados, seguidas de otras de pie de niño o de mujer, pie breve, elegante, digno de ser esculpido por el más hábil artista. ¡Había, pues, en la isla, dos seres humanos!
Pensé en el Paraíso, en aquel edén perdido por nuestros primeros padres, que debió ser algo semejante a este lugar. Y para que la ilusión fuese completa, una serpiente, enroscada a un árbol, me miró con sus brillantes ojos, y a mi entender de una manera hostil.
Es cierto que las huellas del pie del hombre no podían hacer pensar en la belleza de Adán, pero en cambio, las del pequeño... Como el príncipe de la Cenicienta, yo empezaba a encantarme no ante un zapatillo de seda, sino ante la señal dejada en la tierra por un precioso pie.
¿Dónde se ocultaban ambos seres?
En balde los busqué por todos lados y sospeché que se escondían de mí.
La soledad me aburría; felizmente el hallazgo de una caja que contenía algunos pliegos de papel, una pluma de ave y un líquido que, aunque no era tinta, podía suplirla bien, me sirvió de distracción, y me guardé todo, proponiéndome trazar mis impresiones en aquellas abandonadas páginas, por si acaso algún día me era fácil enviarlas a Europa, o llevarlas yo mismo a mis padres. Aquellas líneas, sin embargo, las he roto después; el estado de excitación en que me hallaba, el hambre y la sed que sufrí, mis luchas con inmundos reptiles, no me permitían escribir con orden ni concierto y solo muchos días después, empecé estas memorias destinadas al mismo objeto, pero trazadas bajo una más grata impresión.
Cuatro días habían trascurrido desde mi llegada a la isla, sin que lograra hacer ningún descubrimiento. Una violenta fiebre me consumía, y perdida toda esperanza de salvación, me resigné a morir. ¡Y de qué muerte! En aquel paraje había caza que yo no podía matar para mi sustento, porque no tenía armas; veía en el mar peces, para coger los cuales no tenía redes; me moría de sed, y aquella agua salada que bebía en mi mano no hacía sino aumentarla de una manera cruel.
Ya no tenía fuerzas para moverme, y en aquel lecho de césped, donde me eché la primera noche, me acosté también para dormir el sueño eterno.
Di un mudo adiós a mis padres, a mis hermanos, a mis amigos; pensé en mis ilusiones desvanecidas, en mis irrealizables esperanzas y ambiciones que me habían separado de los seres que amé y me amaron en la tierra y cerré los ojos pensando que no volvería a abrirlos jamás.
La noche estaba hermosa y despejada, la luna iluminaba el paisaje, cantaban los pájaros y las flores me enviaban sus mágicos perfumes.
De repente creí escuchar rumor de pasos, pero de pasos que se recataban, y una sombra se divisó a corta distancia que fue acercándose a mí lentamente.
Un rostro se inclinó sobre el mío o le miré y vi una figura encantadora, con cabellos castaños, largos y flotantes, ojos claros, delicada frente, boca de grana. Los rizos rozaron mis labios y los besé. Llevaba un traje masculino de pieles y plumas, un verdadero traje de salvaje, que completaban un arco echado a la espalda y un carcax con flechas.
—¡Víctor! —gritó una voz a lo lejos.
—¡Padre! —contestó el ser que me miraba.
¡Oh, desencanto! Mi Eva era un niño o más bien un adolescente; en aquel paraíso faltaba el mejor ornato, la mujer.
—¿Qué haces? —repuso el padre.
—Ver si se ha muerto ya de hambre el forastero.
—¿Está ahí?
—Seguramente.
—¿Muerto?
—No, vivo.
—¿Respira?
— Sí —contestó riendo—, respira y... besa.
El padre, alarmado, se acercó a mí, yo volví a cerrar los ojos y procuré no moverme.
—¡Como todos! —murmuró, sin que entendiera el significado de sus frases—; si no quiero tener graves disgustos, será preciso que me libre de él.
—No le mates, padre —dijo el niño con su dulce voz.
—¿Por qué? —preguntó el viejo, preocupado.
—Porque es joven y bello y... porque me es simpático.
—¿A ti?
—No lo extrañes —prosiguió Víctor—, no he tenido un amigo jamás, tú eres ya viejo para acompañarme, este pobre náufrago vendrá a cazar conmigo, tenderemos juntos nuestras redes, nos haremos mutuas confidencias, él explicándome lo que ha visto más allá de estos mares, yo contándole mis sueños.
—No puede ser.
—Tú dices que no vivirás muchos años —continuó el adolescente—, y que yo no podré salir nunca de aquí, porque estamos en un oasis en medio de un desierto de agua; ¿qué quieres que haga solo cuando tú me faltes? Catorce años hace que estamos aquí, y este es el primer hombre que llega a la isla; acógele como a hermano y ofrécele tu leal hospedaje.
Esto era dicho en correcto castellano y el viejo respondía en la misma lengua; indudablemente me hallaba entre dos compatriotas míos.
—Había jurado que no verías a un hombre jamás —murmuró el padre.
—Dios te hace faltar al juramento y no tu voluntad. Vamos, sé complaciente, déjame darle de beber.
El niño se arrodilló a mi lado y me presentó una redoma hecha de una extraña raíz; la acercó a mis labios y yo, dejando ya el disimulo, bebí con avidez. No sé lo que era aquel líquido, pero lo encontré delicioso.
Víctor me contemplaba con infantil curiosidad, mientras su padre, triste y pensativo, fijaba en nuestro grupo una distraída mirada. Debía ser bastante viejo; tenía los cabellos y la larga barba de una blancura deslumbradora, e iba vestido igual que el adolescente.
—¿Cómo se llama esta isla? —le pregunté.
—Victoria —contestó el anciano.
—¿Pertenece a Inglaterra?
—No, es mía y le he dado el nombre de mi hijo.
—¡Ah! ¿Es de usted?
—Nadie conoce este lugar más que los tres; la casualidad nos trajo a esta tierra hace catorce años, de igual modo que a usted hace cuatro días. Me era grato nuestro aislamiento, pero ya que está aquí y que Víctor se interesa por usted, viva, pero ojalá no tengamos nunca que arrepentirnos, usted de haber llegado, ni de haberle recibido yo.
Salvada mi existencia, gracias a la intercesión del mancebo, fui curado por su padre, pero no me dieron un asilo en su morada. Esta estaba en las rocas, formada por grutas naturales, en las que no me permitieron entrar.
La más dulce amistad nos unió en breve; el viejo era un sabio, el niño una criatura encantadora, buena y sencilla, a la que no se podía menos de amar.
El primero me refirió su historia. Ya anciano, se había casado con una bella joven que pagó sus beneficios, pues la había sacado de la miseria, con la más negra ingratitud. Un día huyó de su hogar, dejándole un hijo de pocos meses, triste fruto de aquella unión.
Vivió él desesperado, anhelando vengarse de aquella infame mujer. Supo que iba a partir para América y tomó la resolución de seguirla en el mismo buque. Este naufragó, después de extraviarse, como el Juan-Antonio, y como este quedó sin capitán, sin tripulación y sin pasajeros. El padre de Víctor sabía nadar muy bien; cogió a su hijo, lo sujetó como pudo a su cuello y se arrojó a una balsa rechazando duramente a su mujer que quería seguirle o imploraba su perdón. Fueron juguete de las olas mucho tiempo, y ya de noche, sin saber dónde estaban, la balsa se estrelló contra las peñas, arrojando al agua al padre y al niño. Después de inauditos esfuerzos llegaron a la isla, de la que no pudieron salir más. Como era hombre entendido, encontró el medio de vivir en aquel país inculto, no careciendo de nada. Enseñó a leer y a escribir a su hijo, y la caja encontrada por mí contenía un papel y una tinta hechos por él. No le hablé de aquel hallazgo, porque me convenía conservarlo.
Yo no tenía historia, y le referí lo poco que mi pasado encerraba. Creo que llegó a reconciliarse conmigo. Sin embargo, notaba siempre en él algún recelo y mi amistad por Víctor le contrariaba vivamente. ¿Temía que compartiese conmigo el cariño que antes el joven le profesaba únicamente a él? Cuanto más se obstinaba en separarnos, más el niño deseaba aproximarse a mí; buscaba mi conversación y mi presencia, y por mi parte también me sentía atraído hacia él por una misteriosa simpatía.
Víctor deseaba estar a solas conmigo, pero su padre nos acompañaba siempre; a pesar de su avanzada edad, el cansancio nunca le rendía, y ya fuésemos de caza, ya a recorrer la isla, no nos abandonaba jamás.
Dos veces le sorprendí pronto a lanzarme una flecha, una de esas flechas de los salvajes cuya herida es mortal; pero al verse descubierto, cambió con destreza la dirección y no me atreví a reprocharle nada. Quizás aquello había sido una ilusión mía, nada indicaba que tuviese tan grande animosidad contra mí.
Comía en medio del campo con el viejo y el niño, y pronto adopté su traje y sus costumbres.
III
Seguían a estas páginas otras muchas en las que Gerardo Ávalos narraba sucesos sin importancia de su monótona existencia, viendo pasarse los días y los meses sin pena por hallarse en aquel destierro, si se exceptúa la que le causaba el estar separado, quizá para siempre, de su familia, y luego continuaba así el manuscrito:
Para celebrar el aniversario de mi llegada a la isla Victoria, el viejo me convidó a visitar su gruta por la primera vez; quería que comiésemos allí.
Era su morada bellísima y no carecía en absoluto de comodidades, como había sospechado. Había en ella muchos objetos que no podían estar fabricados por el anciano, y este me dijo que, en efecto, eran restos de un naufragio, el del buque en que iba él, que pudo recuperar milagrosamente sacándolos más tarde del mar.
La mesa estaba puesta, sobre ella se veían apetitosos manjares y extrañas bebidas.
Aprovechando una momentánea salida de su padre, Víctor me dijo:
—Bebe de todo lo que quieras, menos de ese licor verde.
—¿Acaso está envenenado, niño? —le pregunté.
—Pudiera ser —me respondió.
—¿Tan mal me quiere tu padre?
—Te odia.
—¿Y por qué?
—¿Por qué? —repitió mirándome con ternura—, porque yo te adoro y tiene celos.
Aquellas palabras fueron una revelación para mí; no eran las frases que podía emplear un amigo para otro amigo, no era posible que salieran de otros labios que de los de una mujer. Miré fijamente al niño, y al ver su rubor, comprendí que no me había engañado. El viejo había trocado el nombre y el traje de su hija. Víctor, o mejor dicho, Victoria, era una bellísima joven que me amaba y de la que yo había hecho mi ídolo sin sospecharlo. Ahora me explicaba la influencia misteriosa que ejercía sobre mí, por qué me sometía con placer a todos sus gustos, por qué vivía contento allí. Desde el momento en que había una mujer en la isla, ya podía comprenderse que se encerraban en ella los encantos del mundo entero.
La comida fue triste, el anciano no hablaba y Victoria y yo sosteníamos un diálogo con los ojos, haciéndonos confidencias, enviándonos promesas y suspiros y jurándonos eterno amor.
Arrojé al suelo el licor verde que me fue servido y perdoné al padre que quería asesinarme por afecto a la hija.
¡Cuántas veces burlamos la vigilancia del anciano para vernos a solas! Victoria confirmó lo que había yo sospechado y nuestros coloquios de amor no tuvieron fin.
Ya no me importaba haber muerto para el mundo, ni mis estudios inútiles en aquel desierto, ni las zozobras pasadas. Amaba y era amado, ¿qué más podía desear? Sí, era amado como jamás lo fue mortal alguno, por una mujer que no había conocido a otro hombre ni había de tratar a ninguno nunca.
El anciano supo al fin nuestras relaciones. Se mostró muy afectado al principio, pero al cabo nos perdonó.
—Tenía que ser así —dijo—; en balde quise hacer de mi hija un hombre sin corazón; el amor germina en todas las almas y bajo todos los climas, y la mujer es siempre mujer. Quiérela mucho, Gerardo, y después de mi muerte, cuando te falten mis consejos, considérala lo mismo que hoy.
Desde entonces, el padre de Victoria cambió totalmente y me trató con el mayor afecto.
Con él he aprendido mucho, todo lo que un hombre puede estudiar, excepto el medio de salir de esta isla; ninguna barca nos llevaría lejos, y son tantos los escollos que hay en este sitio, que con toda certeza naufragaríamos.
No importa. He aquí el Paraíso terrenal; para nosotros no hay más mundo que este nido, donde somos felices porque nos amamos. Solo tiene un inconveniente; no somos inmortales, y el fin del primero traerá la desesperación a los otros.
Este manuscrito lo dedico a mis padres, voy a encerrarlo en una botella, única que tenemos; a falta de lacre la cubriré con una resina que he visto lo puede sustituir, y luego la arrojaré al mar.
Si Dios quiere que ellos sepan que vivo y soy dichoso, la hará llegar más o menos tarde a sus manos; si no, me llorarán perdido para siempre, y sus oraciones aumentarán mi ventura.
No los olvido, y Victoria y yo los amamos y bendecimos con todo nuestro corazón».
Después de estas líneas, Gerardo Ávalos había firmado el manuscrito, poniéndole luego la dirección de la casa de su familia, donde, como hemos dicho al principio, lo había llevado el pescador.
Cosme y Damián
Ambos habían nacido el mismo día en un pueblo de los más pobres de la Coruña. Sus padres eran parientes lejanos, y cada cual tenía ya, al venir los muchachos al mundo, seis o siete chiquillos, que vivían mal alimentados y casi desnudos junto a las vacas que constituían toda la fortuna de aquellas familias.
Les pusieron por nombres, al uno Cosme y al otro Damián.
Los niños fueron buenos amigos desde sus primeros años, a pesar de la diferencia de gustos y de caracteres. Cosme era activo, amante del estudio, inteligente; y Damián, por el contrario, perezoso, torpe y de escaso talento. Los dos sacaban las vacas a pastar en el campo, y mientras Damián, echado en la hierba, procuraba dormir o no hacer nada, Cosme deletreaba en cualquier papel o libro viejo que buscaba sin que nadie supiera cómo, y en el que estudiaba solo, pues sus padres no le mandaban a la escuela, yendo únicamente el hermano mayor.
El tiempo pasó así para los dos chicos, hasta que un día sus familias decidieron que salieran del pueblo en busca de trabajo, muy escaso allí.
—¿Y dónde iremos? —preguntó Damián.
—Donde haya en qué ganar un pedazo de pan —le dijo su padre.
—¿Iremos juntos? —interrogó Cosme.
—Como queráis —les contestaron.
Los dos niños se despidieron de sus respectivas familias y partieron sin llevar más equipaje que un poco de ropa vieja atada en la punta de un palo, algunas monedas, escasas y de corto valor, y un escapulario que les puso la abuela de Cosme.
Damián caminaba triste y silencioso; su compañero iba más animado, contemplando con placer, ya la verde campiña que cruzaban, ya el cristalino río o el arroyo donde mitigaban su sed, o los altos campanarios y las casitas blancas de los pueblos.
Damián se cansaba pronto de andar, y tenían que detenerse a menudo, lo que no era del agrado de Cosme, que deseaba verse en alguna población de más importancia.
Comían poco y mal en las posadas de más pobre aspecto, dormían bajo los árboles o en cualquiera tierra inculta, y a pesar de eso, su modesto capital disminuía de tal manera, porque las monedas que lo componían eran de cobre, que a los pocos días de haber salido de su aldea ya no poseían casi nada.
Fueron, por fin, admitidos como segadores, trabajaron con ahínco para un labrador muy rico de un lugar, y al terminar la faena, con el dinero que cobraron pudieron continuar su viaje.
—Pero ¿dónde quieres ir, que nunca acabamos de andar? —preguntaba Damián, que se hallaba rendido.
—Pues a la capital —respondía Cosme. Todo esto con un marcado acento gallego, del que hago gracia a mis lectores, pero que ellos suplirán si así les place. Al cabo entraron en la ciudad anhelada, Damián más desanimado que nunca y Cosme más lleno de ilusiones. Fueron, al pronto, areneros los dos.
—No pasaremos de aquí —decía el primero—, no servimos para otra cosa; y tú verás cómo en la vida tendremos un cuarto.
—Pues yo pienso ser millonario —decía el otro—; no hay nada que en el mundo no se logre con buena voluntad y perseverancia.
Durante la noche, Cosme seguía aprendiendo lo que podía, mientras su amigo dormía, ya en una obra en construcción o en alguna posada, según tenían o no dinero. Enterado el buen galleguito de que había escuelas gratuitas para niños pobres, logró ser admitido en una sin que pudiese hacer que Damián le imitase.
Al cabo de un año, Cosme leía y escribía perfectamente, por lo que fue recomendado por su maestro a un rico comerciante, que le recibió con agrado, haciéndole que trabajase en su casa.
Damián seguía vendiendo arena, y después fue aguador; pero como era tan holgazán; decía que la cuba le pesaba, y no cumplía bien en ninguna parte.
Cosme salió de la tienda para ir al escritorio, de allí pasó a ser secretario, y, como era listo y tenía inventiva, fue colocado al servicio de un personaje, al que ayudó a hacer fortuna.
Los dos galleguitos dejaron de verse por completo. Damián vivía en un cuarto muy malo, que compartía con una docena de compañeros; Cosme habitaba una gran casa, propiedad de su amo, y vivía con extraordinario lujo.
Damián se hizo mozo de cuerda, y en una ocasión llevó los muebles de Cosme, sin atreverse a presentarse a él por temor de ser conocido
Una tarde, yendo Damián por una de las principales calles con una mesa a cuestas, hubo de tropezarle un carruaje, que le derribó el mueble, sin hacerle daño felizmente. Al volverse encolerizado, vio que ocupaba el coche un caballero, a quien a duras penas logró reconocer. Era Cosme, que había heredado la inmensa fortuna de su amo, muerto hacía pocos meses.
Vio a su antiguo compañero, se informó de lo que hacía, y al saber que era pobre y desgraciado, le arrojó un bolsillo lleno de plata, gracias al cual pudo Damián vivir algún tiempo con más descanso.
Siguieron separados. Cosme fue elegido diputado primero y nombrado gobernador después. Damián no pasó de mozo de cuerda.
Hacía ya muchos años que no habían visto ni su pueblo ni a su familia; los dos tuvieron a la vez la idea de volver a contemplar al uno y de abrazar a la otra. Salió Damián primero, y, no sin trabajo, logró pagar un asiento de tercera en el tren que debía dejarle a pocas leguas de su tierra.
Al llegar a esta, y después de mirarla con los ojos llenos de lágrimas, observó que estaba engalanada, cosa que le extrañó muchísimo, pues no era la fiesta del patrón, ni estaba siquiera cerca. Habían levantado artísticos arcos de ramaje, algunas ventanas lucían colgaduras, y los músicos del pueblo, una docena de mozos que Damián había dejado muy pequeños, esperaban a la entrada del lugar dispuestos a tocar a una señal convenida.
Aunque era por la tarde y el sol enviaba sus vivos rayos a la tierra, algunos muchachos se preparaban a disparar cohetes al propio tiempo que empezase la música.
Al fin llegó un hombre, montado en un mal caballo, exclamando:
—¡Ya viene! ¡ya viene!
Poco después se divisó un coche abierto, en el que iban sentados un caballero elegantemente vestido, llevando a su izquierda al alcalde de aquel pueblo.
—¡Viva el gobernador! —gritó la muchedumbre que esperaba ansiosa cerca del primer arco.
Y aquel grito se extinguió bien pronto, apagado por la música de los instrumentos, que tocaban un precioso pasa-calle.
Se lanzaron al aire los primeros cohetes, a los que siguieron atronadoras bombas; las mujeres arrojaron flores al carruaje, y el gobernador, conmovido, saludaba a derecha e izquierda con afecto.
—¡Pues si es Cosme! —exclamó Damián—. ¡No se da poco tono! ¡En coche y todo, como si fuera un personaje!
Poco después averiguó que el pobre galleguito que muchos años antes salió del lugar con él, volvía siendo gobernador de la provincia.
Fue presentado a Cosme, que le recibió con cariño, pero sin la familiaridad que Damián hubiera deseado.
—¿Qué te haces? —preguntó el gobernador a su antiguo compañero.
—Pues, nada —contestó el otro—; no he tenido suerte; al paso que V. E....
Y no pudo menos de sonreírse al dar este tratamiento al que fue su amigo de la infancia.
—Pienso comprar aquí unas tierras —prosiguió Cosme—..., hacer una granja... Si quieres...
—¿Ser su administrador?
—No; te dejaré que guardes las vacas.
—¡Quién había de decir —exclamó con amargura Damián—, que los dos galleguitos que echaron a volar en un día tendrían al regresar a su tierra tan diversa suerte!
—Es que hay muchas maneras de volar —dijo el gobernador—; vuela el insecto, que se detiene en lo más inmundo, y el águila, que se eleva a la mayor altura. Tú nunca quisiste ser nada, y lo has lo grado.
El pueblo seguía aclamándole; Damián se separó de él, murmurando mientras se alejaba:
—Me parece que me ha llamado mosca... ¡Ah, si no fuera porque le necesito!...
La gota de agua
I
Jamás se vio un matrimonio más dichoso que el de D. Juan de Dios Cordero —médico cirujano de un pueblo demasiado grande para pasar por aldea, y demasiado pequeño para ser considerado como ciudad—; y doña Fermina Alamillos, ex-profesora de bordados en un colegio de la corte, y en la actualidad rica propietaria y labradora. Hacía veinte años que se habían casado, no llevando ella más dote que su excelente corazón, ni él más dinero en su bolsillo que 60 reales; y a pesar de esta pobreza, conocida su proverbial honradez, sin recibir ninguna herencia inesperada, al cabo de cinco lustros, el señor y la señora de Cordero eran los primeros contribuyentes del lugar. ¡Pero qué miserias habían pasado durante esos cinco lustros! En aquella casa apenas se comía, se dormía en un humilde lecho, y su mueble de más lujo lo hubiera desdeñado cualquier campesino.
Cuando alguien preguntaba a doña Fermina por qué no teniendo hijos a quienes legar su fortuna había ahorrado tanto dinero a costa de su bienestar y acaso de su salud, la buena señora respondía: «Hice como la hormiga, trabajé durante el verano de mi vida, para tener alimento, paz y albergue en mi invierno. He cumplido cincuenta años; si vivo veintitantos o treinta más —que bien puede esperarlo, la que como yo, sólo encuentra en su casa gratos placeres—, daré por bien empleada mi antigua pobreza, que hoy me brinda una existencia serena y desahogada».
Juan de Dios no tenía más opinión que la de su mujer; a él le había tocado trabajar como médico-cirujano, y a su esposa economizar lo ganado en aquel pueblo a fuerza de sudores y fatigas, porque no todos los enfermos pagaban; unos por falta de recursos, y los más porque se morían. Esta era la única mancha que tenía Juan de Dios sobre su conciencia; muchos de los pacientes, a los que había dado pasaporte para el otro mundo, no estaban condenados a morir. Acostumbrado a curar siempre con sangrías, había precipitado con ellas el fin de bastantes desgraciados; pero cuentan, que a pesar de eso, el honrado doctor, hombre excelente, dormía como un bienaventurado, y que jamás se le apareció en sueños ninguna de sus víctimas.
Acababa de acostarse Juan de Dios, serían las nueve de una noche fría y lluviosa del mes de Marzo, cuando llamaron a la puerta. Marido y mujer se sobresaltaron; hubo una ligera polémica sobre si debía abrirse o no, y ya era cosa resuelta que no se abriría, porque este fue el parecer de la esposa, cuando entró la criada en la habitación de sus amos, y dijo:
—Señor, avisan a usted con urgencia para una enferma.
—No puede ir —gritó doña Fermina.
—Mujer, por Dios —suplicó el marido...
—Te vas a resfriar.
—¿Y si por no constiparme se muere esa desgraciada?
—¿Y si coges una pulmonía y te mueres tú?
—Iré bien abrigado.
—Vamos, no lo consiento.
—¿Qué respondo al criado de la señora baronesa? —preguntó la criada.
—¡Ah! ¡Se trata de la señora baronesa! —exclamó Fermina abriendo con asombro los ojos—; eso es otra cosa.
Entre las debilidades de aquella honrada mujer, pues todos las tenemos, era la principal su deseo de tratar a personas de elevada alcurnia. Hacía más de un año que la baronesa vivía en el pueblo con su marido y su hijo, y doña Fermina no había encontrado una ocasión propicia para introducirse en su casa; nunca se había visto una familia de mejor salud; al fin un individuo de los principales, reclamaba los cuidados científicos de Juan de Dios, éste salvaría a la paciente y la amistad entre la ilustre dama y la antigua profesora, llegaría a ser un hecho real y positivo.
—Di al criado de la señora baronesa —se atrevió a murmurar Juan de Dios —que no me siento bien y que me es imposible ir.
—¿Qué estás diciendo? —exclamó la esposa—. ¿Dejarás morir a esa señora?
—Por no resfriarme, por no darte un disgusto...
—No, esposo mío, no te resfriarás. Ponte el abrigo forrado de pieles, la bufanda, la capa, el gorro bajo el sombrero y ve en coche. ¿Ha mandado el suyo la baronesa?
—Sí, señora —contestó la criada.
—Pues anda, Juan de Dios, no te detengas, así no te pondrás enfermo.
Diez minutos después salía el médico de su casa.
Doña Fermina, rebosando de satisfacción, no pudo conciliar el sueño en el resto de la noche.
II
Juan de Dios volvió a las nueve de la mañana del siguiente día. Su esposa fue a su encuentro con la ligereza propia de una niña, y apenas vio a su marido, le preguntó:
—¿Qué quería la baronesa? ¿Te ha recibido bien? ¿Te ha ofrecido la casa? ¿Te ha rogado que vaya a visitarla o te ha dicho que ella vendrá primero a verme? ¿No me contestas?
—Cuando acabes de preguntar, Fermina.
—Pues ya he concluido.
—La baronesa estaba enferma, y solo me ha hablado de lo referente a su dolencia; no me ha preguntado por ti.
—¡Qué grosería!
—La baronesa, dos horas después de mi llegada, dio a luz una robusta niña, que ha sido recibida con verdadero júbilo, pues ya sabes que no tenía más que un hijo y ella deseaba vivamente una hija.
—Y después, ¿qué has hecho?
—Ya dejaba tranquila a la ilustre señora, ya salía de su casa y me disponía a volver a la mía, cuando una mujer pobremente vestida me llamó. «¿Es usted el doctor?» me preguntó. Y al oír mi respuesta afirmativa, añadió: «¿Puede usted asistir a una vecina mía?» ¿Cómo negarme a hacerlo? Subí a una humilde boardilla, y encontré a una infeliz joven que se hallaba en el mismo caso que la baronesa. Comparé lo que acababa de dejar con lo que estaba viendo: en el palacio muebles lujosos, ricas colgaduras, luces, espejos, suntuosos trajes, un esposo amante, amigos solícitos, criados esperando con interés la feliz nueva... En la boardilla, desnudas paredes, vigas carcomidas, un jergón, harapos, soledad, tristeza. Aquella desgraciada acababa de quedar viuda; su marido no le había dejado recursos de ningún género y ella se moría de hambre y de pena. Dio a luz otra niña, flaca y que no parecía tener más que un soplo de vida. Pero acaso no muera: nace con mala estrella para dejar tan pronto el mundo. Perdona Fermina si le di, sin contar con tu beneplácito, una moneda de plata a aquella mujer.
—Que trabaje.
—Su estado no se lo permite: ya trabajará.
—Casi todas las que están en el último grado de miseria, tienen la culpa de lo que les sucede.
—Ella me ha pedido ayuda y protección.
—Yo también fui pobre, trabajé, y ahora disfruto un grato bienestar; que haga lo mismo y no será desgraciada.
Fermina estaba de mal humor, porque la baronesa no había preguntado por ella, y por eso hablaba de ese modo; por lo demás su corazón era bellísimo, y al siguiente día encargó a su marido que enviase ropas, caldo y otras cosas a la pobre viuda.
III
Esta no fue tan digna de compasión como era de suponer. Un acontecimiento inesperado vino a sacarla de aquella situación angustiosa. La nodriza que había buscado la baronesa para criar a su hija tuvo que volver a su pueblo al mes de nacer la pequeña Camila, y no encontrándose ninguna con la premura necesaria, Juan de Dios le propuso a la mujer de la boardilla, que se había restablecido por completo, gracias a los cuidados de doña Fermina. La joven fue admitida con la condición de que había de buscar alguna persona que se encargase de su niña. Así esta, la pobre Benigna, por ser desgraciada en todo, no gozó, ni en los primeros meses de su vida, las caricias de su madre. Fue confiada a una vecina, que la crió al propio tiempo que a un hijo suyo, y únicamente cuando la niña anduvo sola y dio poco que hacer, se consintió al ama de Camila que llevase a Benigna consigo.
Camila era muy bonita, Benigna fea, medio raquítica, solo tenía hermosos cabellos castaños y grandes ojos azules, en los que ya se reflejaban la bondad y el candor de su alma.
Cuando Camila no necesitó ama, doña Fermina y Juan de Dios quisieron llevarse a la viuda a su servicio; ella no consintió, y acaso de aquella negativa nacieron todas las desgracias de su hija. Tal vez el médico y su mujer hubieran adoptado a la niña, legándole en su testamento su fortuna, que harto lo prueba que así lo hicieron más tarde con una huérfana que acogieron; pero a la madre de Benigna le deslumbró el brillo de un título, y no consintió en abandonar a la baronesa.
Doña Fermina no realizó jamás su dorado sueño de ser amiga, ni aun conocida de la ilustre dama.
IV
Ya tenían las niñas seis años, cuando la nodriza murió. Benigna, que la quería tiernamente, sintió un inmenso vacío en su derredor; pero en la infancia se olvida fácilmente, y poco tardó en compartir los juegos de Camila.
Una tarde, la hija de la bella señora y la huérfana, sentadas ambas sobre la alfombra, vestían y peinaban una gran muñeca, mientras la baronesa, no lejos de ellas, conversaba con varios de sus amigos. Su vista se fijó en las dos niñas, que no advirtieron la atención de que e ran objeto.
—¿Pero quién diría —exclamó riéndose y comparando la esbelta y graciosa figura de su hija con el defectuoso cuerpo y el feo rostro de Benigna—, que estas dos criaturas han nacido en el mismo día? Vean ustedes: Camila le lleva más de la cabeza.
—¡Ah! Camila es encantadora —dijo un admirador de la madre.
—¿Y cómo consiente usted que su niña, que está tan bien educada, pase tantos ratos al lado de esa chicuela? —preguntó otro.
—Es su hermana de leche. Camila le tiene algún cariño a causa sin duda de que nunca la contraria, y a mí me da pena sacarla de mi casa.
—¿No tiene padres?
—Su madre, única persona que le quedaba en el mundo, murió el verano pasado.
Nadie volvió a ocuparse de las niñas, hasta que Camila se incomodó porque Benigna había dejado caer inadvertidamente la muñeca. Su diminuta mano golpeó repetidas veces el rostro de su compañera de juego, que se alejó llorando.
La baronesa tomó en sus brazos a Camila, y para calmarla prometió comprarle nuevos juguetes. Benigna se dirigió a su cuarto, y después de enjugar sus lágrimas se consoló de la ingratitud de su joven ama, viendo la colección de muñecas rotas que aquella le había dado, y formándolas junto a la pared para que se sostuvieran de pie. Allí se puso a imitar las conversaciones que oía a los señores y a los criados, haciéndose ella representar por una muñeca de agraciado rostro que distaba mucho de parecérsele.
V
Pasaron los años y Camila fue llevada a un colegio; su hermano había empezado antes su educación. Benigna no aprendió nada; en casa de la baronesa la vestían y la alimentaban del mismo modo que daban de comer y cuidaban a los perritos preferidos de los amos, para que viviesen, sin ocuparse de nada más.
Benigna cambió poco; al llegar a la adolescencia no tenía ni aun esa belleza propia de los quince años. Su rostro carecía de atractivos, su talle de la esbeltez de la juventud, su estatura era pequeña, solo había en sus grandes ojos azules una melancólica y dulce expresión, que hubiese podido impresionar algunos corazones, si alguien se hubiese dignado fijarse en ellos; pero a Benigna no la miraban ni los criados de la baronesa.
Al cumplir los quince años sacaron a Camila del colegio: era una señorita bien educada, pero fría, egoísta y orgullosa. Benigna había puesto todo su cariño en ella; así es que al verla, olvidando la diferencia de clases, fue a echarse en los brazos de su hermana de leche, pero esta la rechazó con dureza. Benigna se apartó de ella con el corazón destrozado.
El hijo del barón tenía diez y nueve años: también él volvió a la casa paterna después de haber estudiado y viajado. No era tan vanidoso como su hermana, pero su carácter se asemejaba bastante al de esta. Benigna los veía como a dos ídolos, a los que adoraba de lejos, sin que los ídolos se dignasen concederle ni la más insignificante de las gracias.
Una noche, era más de la una, la pobre niña velaba en su cuarto, cuando oyó pasos furtivos en el corredor. Salió sobresaltada y vio al joven que se dirigía a un aposento no lejano del de su madre.
—Benigna —dijo retrocediendo al verla—; he perdido mucho en el juego, y necesito dinero; ¿dónde guardan mis padres el suyo? Tú debes saberlo.
—No lo sé, señor, y aunque lo supiera lo callaría.
—Eres una imbécil, pero me es indiferente que lo calles; yo lo averiguaré.
Y siguió su camino a pesar de las súplicas de la joven.
A la mañana siguiente la baronesa notó la falta de una crecida cantidad de dinero. Los criados dijeron que habían oído por la noche hablar a Benigna con un hombre. Ella no negó que a esa hora estaba levantada; pero no reveló, por cariño al joven, lo que este le había dicho, y él en su egoísmo lo ocultó también. El barón y su esposa no dieron parte a la policía, y encerraron a la niña en su cuarto hasta que descubriese a quién había entregado el dinero.
Benigna tuvo siempre una salud delicada; le causó una dolorosísima impresión verse tratada de tan inicuo modo, y cayó gravemente enferma. Juan de Dios, el que asistió a la madre cuando el nacimiento de la niña, fue llamado para asistir a esta en su postrera enfermedad.
Una tarde, era en el mes de Mayo, Camila fue enviada por su madre para informarse del estado de Benigna.
—No le quedan muchas horas de vida —contestó el doctor.
La joven alzó los ojos, que fijó de un modo extraño en su hermana de leche.
—D. Juan —dijo señalando a Camila—; ¿por qué si nacimos juntas, vivió ella entre el fausto y los halagos de la suerte, y yo no tuve ni familia ni hogar?
—Bienaventurados los que lloran, hija mía —contestó Juan de Dios.
—¿Por qué nació hermosa, por qué vive feliz, por qué no le dirigen injustas acusaciones?
—El Señor lo sabe; piensa en que hay otra vida de dicha y recompensa para los que sufren en esta.
—¿Quién se acordará de mí después que muera?
Benigna se incorporó en el lecho. Su habitación, situada en el piso bajo, tenía vistas al jardín. Desde su cama se divisaban árboles, flores y una fuente. Había llovido, y en las hojas de los tilos brillaban algunas gotas de agua. La niña vio caer dos de ellas; la una fue a perderse en la fuente, agitando levemente su superficie, la otra cayó al suelo y no dejó huella ninguna en la arena.
—Así somos nosotras —murmuró Benigna—; Camila la gota de agua que enriquece la fuente, yo la que absorbe la tierra, sin que de ella quede rastro ni memoria. Acaso sea mejor; nadie me sentirá en el mundo, y mis padres me esperarán en el cielo. Cuando ella muera su familia no tendrá consuelo. ¡Pobres gotas de agua! Yo tampoco os miré hasta hoy, y quizá vosotras descendéis de las nubes para llorar mi prematuro fin. A la tierra vais como yo: ¡cuántas humedeceréis la que ha de cubrir mi sepultura!
Y aun habló más Benigna, pero poco a poco sus ideas fueron menos lúcidas, y en su delirio refirió, sin sospecharlo, cómo se habla hecho el robo y nombró al autor de él. Los padres lo supieron con espanto; el hijo declaró que era cierto, y la baronesa y su esposo encargaron a Juan de Dios que nada dijese.
—Que los criados no sospechen la conducta de mi hijo —murmuró la madre—. ¿Qué importa que acusen del robo a Benigna? ¿Qué tenía esa muchacha que perder? Ni nombre, ni familia, ni hogar...
No respetaron ni su memoria; ¡pobre gota de agua!
El aeronauta
I
—¿No sabes lo que ocurre, Micaela?
—¿Cómo lo he de saber? Salgo de mi casa ahora, y a ti, Claudio, es al primero que he encontrado.
—Pues ha sucedido el caso más extraño que se ha presenciado en la aldea; todos estamos llenos de asombro y no es para menos.
—Cuenta, cuenta.
—Volvía anoche de pescar como de costumbre con dos compañeros, Pedro y Sebastián.
—No era la noche muy serena.
—No por cierto; silbaba el viento, el mar estaba agitado, la luna se velaba a ratos, las estrellas aparecían tristes y pálidas. No se veía más luz que la que arde en la torre de Santa María, la iglesia donde se venera a nuestra patrona bendita; lo demás de la aldea se hallaba envuelto en las sombras. De pronto vemos venir por el aire una embarcación desconocida, una lancha pequeña con una vela enorme obscura y tan hinchada que parecía redonda, la cual fue a estrellarse contra el acantilado. El solo hombre que tripulaba la barca lanzó un grito de horror y al ver el peligro que corría se arrojó al mar donde hubiese perecido a no socorrerle mis compañeros y yo. La singular embarcación se hizo pedazos y no tardó en desaparecer bajo las aguas. El hombre estaba herido, con el vestido hecho girones, desnuda la cabeza, las manos ensangrentadas, descompuesto el semblante. ¿Quién era aquél ser que navegaba por el aire como nosotros sobre el mar? Pedro y yo le mirábamos con receloso temor, y acaso no le hubiéramos socorrido si Sebastián no hubiera mostrado empeño por salvarle. Como el tiempo fuese a cada momento más desapacible, ganamos la orilla silenciosa y solitaria a aquellas horas. Pedro no quiso encargarse del herido por no aumentar sus gastos, él que tan pobre y desgraciado es; Sebastián alegó para lo mismo que tenía mujer y muchos hijos, y siendo su casa reducida no le era posible llevarle a ella; yo... no sé, lo que dije, pero la verdadera razón es que no me agradaba la compañía de aquel hombre excepcional. Entre los tres le condujimos a la quinta de don Remigio Rey, el señor más rico y más caritativo de nuestra aldea. No ignoras que entiende algo de medicina y que como este lugar tiene el mismo médico que otros tres o cuatro no recibimos diariamente la visita del doctor, siendo don Remigio quien nos asiste cuando viene una enfermedad repentina. Llamamos y un criado nos abrió la puerta.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—Traemos un enfermo.
—Mi amo descansa.
—Llámale por caridad —dijo Sebastián—, si esperamos a mañana quizá será tarde.
No parecía muy dispuesto a complacernos, acaso nos hubiese arrojado de allí, si el dueño de la casa, que se había vestido precipitadamente, no se hubiera presentado para enterarse de lo que pasaba. Nos hizo entrar, y después que le referimos lo ocurrido, nos despidió quedándose con aquel misterioso personaje.
—¿Y qué más? —preguntó Micaela al ver que Claudio se detenía.
—Al rayar el alba —prosiguió el pescador—, he vuelto a casa de don Remigio; allí me han dicho que el herido está enfermo de algún cuidado, que tiene una fuerte calentura y se teme que acabe en un ataque cerebral. Que las pocas palabras que ha pronunciado son de un idioma que no es latín, porque el cura no le ha entendido, ni francés porque don Remigio lo habla a la perfección. ¿Qué ha de ser nada de eso?
—¿Por qué?
—¿No comprendes, Micaela, que este hombre navegaba por el cielo entre las estrellas, que se ha caído a nuestro mundo desde otro, y que allí no se hablará ni español, ni francés, ni latín?
—¡Ay qué miedo! ¿Y le has visto hoy?
—Me hicieron pasar a la alcoba.
—¿Y cómo es?
—Parece alto, y digo parece porque le he visto acostado; es rubio, con barba poblada y fino bigote, representa unos veinticinco años, tiene bellas facciones, los ojos, que abrió un instante, grandes, de un azul obscuro, es blanco, pálido, pero esto tal vez sea efecto de su estado excepcional. La ropa, aunque destrozada, es inmejorable y de buen corte como si llegara de una capital o cosa así. Es un buen mozo.
—Pero viene del otro mundo...
—Eso sospechamos cuantos le hemos visto.
—¿Habrá cundido mucho la noticia?
—Todavía no.
—Pues corro a contarla. Adiós, Claudio.
—Hasta la vista, Micaela.
II
Don Remigio Rey, el señor de aquella aldea, su protector, su médico, su amo, era un hombre de unos cincuenta años, ágil, fuerte, de carácter afable y bondadoso, la providencia de los pobres. Se había casado en una capital de provincia, en la que residió algún tiempo, con una virtuosa señora de la que había tenido dos hijos, María y Santiago. Recibieron ambos educación esmerada y acaso soñaron con vivir un día en la corte, pero los padres, sin cuidarse de sus aspiraciones y sus gustos, los encerraron en aquel pobre lugar, en el que la triste niña no tenía más distracción que pasear a la orilla del Océano, descifrar alguna música o leer un rato; ni el muchacho más aliciente que la caza. La extraordinaria llegada de aquel viajero debía necesariamente romper la monotonía de su vida.
La señora de Rey, como mujer de experiencia, prohibió a María que entrase en la habitación donde con agitado sueño descansaba el desconocido, pero no hizo lo propio con Santiago que pasaba largos ratos contemplando el hermoso y pálido rostro de aquel hombre bajado del cielo, según la creencia popular. Así es que el joven, que tenía un año menos que su hermana, no cesaba de referirle hasta el más insignificante movimiento del herido, los suspiros que se escapaban de su pecho, las palabras incomprensibles que salían de sus labios, y María ardía en deseos de verle, aunque solo fuese un instante.
A los dos días de su llegada, habiendo salido don Remigio y estando entregada a sus quehaceres domésticos doña Mercedes, llamó Santiago a su hermana que bordaba un pañuelo junto a una ventana desde la que se divisaba el mar.
—Ven a ver al forastero —dijo el joven.
—No —respondió ella—, que nuestros padres me reñirán.
—¿Van acaso a saberlo?
—No importa, me han dicho que no entre y debo obedecer.
—He registrado su ropa y no lleva en ella ningún papel, solo un pañuelo marcado con una W. Es fino, como la tela de todas las prendas con que estaba vestido el pobre viajero.
—¿Ha abierto los ojos?
—A veces, pero no se fija en nada.
—¿Ha vuelto a hablar?
—Pide algo, pero no le entiendo.
—¿Le han dado alimento?
—Ninguno.
—¿Y agua?
—Tampoco.
—Quizá el desgraciado tiene sed. ¿Has observado si sus labios están secos?
—No; tú entenderías de eso más que yo.
—Sí... pero no debo ir.
La joven guardó silencio y al cabo de un instante preguntó:
—¿Dónde está nuestra madre?
—Dando de comer a las palomas.
—¿Se marchó al palomar hace mucho?
—Unos diez minutos, poco más o menos.
—Suele estar media hora; quedan veinte... Santiago, llévame a ver al herido.
Una vez tomada esta resolución, los dos hermanos se dirigieron rápidamente hacia el cuarto donde se hallaba el viajero acostado en una humilde cama. Tenía una bella figura, melancólica palidez, manos blancas que cogían las sábanas con fuerza convulsiva. Al acercarse María, al oír su dulce voz que le preguntaba, ora en español, ora en francés qué deseaba, abrió los ojos que fijó en las puras facciones de la niña, y luego miró hacia una copa que habían colocado a alguna distancia de su lecho. María la acercó a los labios del enfermo que bebió con avidez, y pronunció una sola palabra que no se parecía absolutamente en nada a gracias en los dos citados idiomas.
—¿Es usted italiano? —le preguntó la joven.
Hizo él una señal negativa.
—¿Alemán?
Obtuvo la misma respuesta.
—¿Inglés?
Contestó afirmativamente, añadiendo frases que los dos hermanos no entendieron.
—Entonces no viene del cielo —murmuró Santiago.
—¿Lo has creído alguna vez? —dijo María.
—¿Porqué no, cuando todos los del pueblo lo aseguran?
—Porque son unos ignorantes.
Él no podía decir de dónde llegaba, no los comprendía, lo mismo que los dos hermanos a él. A pesar de sus vastos conocimientos se había negado a aprender más lengua que el idioma patrio, no presintiendo que algún día había de serle necesario otro. En inglés les preguntó:
—¿Dónde estoy? ¿Qué tierra es esta? ¿Dónde me habéis encontrado y por qué me habéis socorrido? ¿Estaba yo solo? En ese caso ¿qué ha sido de mi compañero de expedición? ¿quién ha recogido mi globo, que perdido en los aires, vagaba por el espacio hacía algunos días sin que pudiésemos adivinar donde caeríamos? ¿De qué me han servido mis estudios si he sido juguete de mis sueños, de mis esperanzas y de mi ambición?
Y María entre tanto le decía en español, hablando en voz alta y marcando mucho las frases para ver si lograba hacerse entender:
—¿Tiene usted familia? Dígalo en tal caso para que la avisemos que se ha salvado milagrosamente de la muerte. ¿De dónde es usted? ¿Desea comer algo? ¿Beber más?
Mi padre es bastante hábil y le curará; yo se lo pediré a Dios y a la Virgen y mi madre también, que es excelente, aunque finja ser algo severa con mi hermano y conmigo para educarnos mejor. Cuando usted se levante, iremos a ver el pueblo; es pequeño, pero no feo, que no puede serlo un lugar con casitas blancas como palomas, obscuras montañas, mar agitado, cielo azul y frondosos bosques. Una gran joya con perlas, zafiros y esmeraldas parece a lo lejos.
—Pero una joya que a ti no te agrada —interrumpió Santiago.
—Te equivocas; hoy me parece más bonita.
—¡Qué poco semejante es el idioma que usted habla al mío! —exclamó el enfermo, que no había comprendido nada y que tampoco podía darse a entender—; ¿que tierra es esta? Ni mi desgraciado amigo ni yo sabíamos dónde iríamos a parar. No teníamos víveres, la válvula estaba inutilizada, hacía días que nos hallábamos en inminente peligro. El estudio no nos seducía ya, el hambre y la sed nos aniquilaban; como a través de un velo, veo al pobre Jorge despedirse de mí y perderse en el espacio. ¿Porqué abandonó el globo? ¿Fue creyendo salvarse o por salvarme a mí? Todo me dice que el infeliz ha muerto. Niña de negros ojos, dime el nombre de tu patria, sepa yo al menos donde estoy y cuantas leguas me separan de la amada tierra donde nací, de mi buena madre y mis jóvenes hermanas. Ellas no tienen los cabellos obscuros como tú, la mirada brillante y la tez morena, ellas son blancas como la nieve, rubias como ese rayo de sol que penetra por la ventana, y sus ojos son azules como ese cielo que se divisa desde aquí y que me prueba que me hallo en un país meridional. Son jóvenes como tú, mi angelical Catalina y mi dulce Matilde, estarán pensando, llorando y rezando por mí, y... quizá no volveré a verlas.
—El tiempo se pasa volando, caballero, mi madre va a venir, me retiro.
—La fortuna, diez años de vida, todo lo diera por estrecharlas una vez entre mis brazos.
—Está cuidando las palomas a las que es muy aficionada, pero no tardará en volver y si me hallase aquí...
—¿No me comprendes?
—¿Quiere usted algo?
—Aprende mi idioma, por Dios.
—Mañana volveré, caballero.
III
Así lo hizo María. Cuando sus padres se ausentaban iba a visitar al herido, acompañada de Santiago que miraba con la mayor curiosidad al extranjero. Este se reponía lentamente, pues su espíritu sufría más que su cuerpo. El desgraciado no tenía ropa, ni dinero y se veía obligado a aceptarlo todo de don Remigio. Varias veces había empezado a escribir, pero el cansancio le rendía antes de acabar la carta: había intentado poner un telegrama, pero no le habían entendido, ni había en aquel lugar estación telegráfica. La desesperación del joven no tenía límites, y solo conseguía calmarle la presencia de María que adivinaba algunos de sus deseos, realizándolos al instante. Ella le enseñaba un poco de español nombrándole los objetos que tenía a la vista; él repetía las palabras y las conservaba en su memoria, pero no podía sostener una conversación con la joven. De esto resultó que los temores de la señora de Rey se realizaron, que su hija se enamoró del forastero sintiendo por él una pasión pura y vehemente, y que la desgracia fue mayor de lo que sospechó la previsora madre, puesto que el inglés, a quien solo distraía la niña, no correspondió a aquel sentimiento amoroso más que con una sincera amistad, estando decidido a partir en cuanto pudiese para no volver a aquella hospitalaria tierra. Su estado físico se mejoró al fin, pero el moral inspiró al médico serios cuidados. Aquel enfermo que no podía decir lo que sentía, que tenía un gran pesar porque no regresaba a su país, ni sabía de su familia; aquel amante de la ciencia por la que había abandonado al uno y a la otra, que pensaba en su compañero de viaje, al que juzgaba muerto para prolongar su vida, estaba eternamente triste y le parecía que insultaban su pena aquel sol siempre radiante y aquel cielo azul y despejado.
Una mañana logró al fin escribir una larga epístola. Puso el sobre, lo cerró y dio aquel pliego a Santiago que al punto se le entregó a María. Estaba dirigido a una señora llamada Juana Smith y lo enviaba a Londres. La niña ordenó a su hermano que llevase aquella carta al correo, que le pusiera un sello, procurando disimular su pena porque no dudaba que al recibir aquel aviso la madre del viajero le haría volver enseguida a su lado. Mucho lloró la pobre joven y aun tenía los ojos enrojecidos cuando entró en el cuarto del convaleciente. Él la miró asombrado, le preguntó medio en inglés y medio en español la causa de sus lágrimas y María sin contestarle inclinó la cabeza sobre el pecho. Acaso adivinó entonces el amor de la niña, porque no la interrogó más, mostrándose desde entonces más retraído con ella.
Los días fueron pasando, lentos para el viajero, rápidos para la joven.
Una tarde que aquel se hallaba sentado junto a la ventana contemplando el mar, oyó de pronto el alegre ruido de las campanillas de dos mulas y el sonido de un carruaje. Era el que conducía a los pasajeros desde la cercana villa a aquella aldea. Detrás del coche que al fin apareció a corta distancia de la casa, corrían algunos chicos del pueblo gritando y riendo porque en el interior iban tres señoras con largos abrigos y grandes sombreros, cabellos muy rubios y rizados, ojos azules sin expresión y mejillas rojas en la madre y sonrosadas en las hijas.
Al verlas bajar cuando el carruaje se detuvo, el inglés lanzó una exclamación de júbilo, salvó corriendo la distancia que le separaba de las viajeras, y después de hacerlas entrar y de cerrar la puerta para entregarse sin importunos testigos a las expansiones de su alegría, las abrazó con cariño.
—¡Madre, Catalina, Matilde! ¡Qué feliz soy al volver a estrecharos contra mi corazón!
—¡Walter querido! —exclamaron ellas prodigándole tiernas caricias.
María y Santiago llegaron en aquel instante y el joven los presentó a su familia. Miráronse con curiosidad primero, con interés después; la señora de Smith alargó por fin su mano a los amigos de su hijo y las dos hermanas besaron a la niña.
Almorzaron con los señores de Rey, hablándose los unos y los otros sin entenderse.
Por la noche la señora de Smith quiso saldar sus cuentas con don Remigio entregándole una crecida suma, que el caritativo caballero rehusó con dignidad.
—Déselo usted a los pobres —murmuró—; yo a Dios gracias nada necesito.
María estaba cada vez más triste; comprendía que el momento de la separación se aproximaba.
En efecto, a la mañana siguiente, la señora de Smith y sus hijos debían partir a la vecina ciudad para dirigirse desde allí a Inglaterra.
Las tres damas repitieron sus palabras de reconocimiento a los señores de Rey y a los jóvenes y subieron al carruaje que las había conducido la víspera. Walter se despidió a su vez de don Remigio, de su esposa y de Santiago. Al aproximarse a María, estrechó entre sus ardorosas manos las frías y trémulas de la niña, diciéndole:
—Mi primer cuidado al llegar a Londres será buscar un profesor que me enseñe el idioma de usted; quiero escribirle y entender lo que me escriba. Jamás olvidaré su afecto y su tierno interés. En ninguna parte me hubiesen asistido como aquí. Usted me contará lo que hace, sus amores, los detalles de su boda cuando se case, me hablará de su nueva familia, de su felicidad que deseo más ardientemente que la mía. Yo ¿qué le referiré? mis viajes, mis estudios, mi gloria si la alcanzo...
—¿Volverá usted a subir en globo?—preguntó María.
—¿Por qué no? En cuanto llegue a mi patria tal vez. Echaré de menos ¿por qué negarlo? para mis viajes aéreos al fiel amigo que me acompañaba y cuyo cuerpo destrozado se ha encontrado al pie de una montaña, según mi madre me ha dicho. ¡Pero hay tantos amantes de la ciencia! Otro vendrá conmigo y reemplazará en todo, menos en mi afecto, a mi inolvidable Jorge. Adiós, María, acuérdese de mí.
El joven subió al coche muy conmovido, sin que la niña, que no podía contener sus lágrimas, le dirigiesen una palabra más.
IV
Lentamente trascurrió el tiempo para los dos hijos de don Remigio Rey. Ya no les agradaba su tranquila existencia, ya la aldea era insoportable para ellos y tristes y pensativos paseaban a la orilla del mar deseando un cambio completo en su vida.
Algunas veces hablaban del inglés, de aquel Walter Smith que se presentó ante ellos como una aparición, del que no habían vuelto a saber nada, aunque calculaban que podía haber aprendido de sobra el español. ¿Había olvidado su promesa? Era más que probable.
Los padres de María habían concertado el casamiento de la joven con un pariente lejano de doña Mercedes, el que se había establecido en la aldea con el solo objeto de tratar a la joven y hacerse amar de ella. Santiago aconsejaba también a su hermana que se casase.
—¿Cuál es tu porvenir? —le preguntaba—; nuestros padres se van haciendo viejos y su anhelo es dejarte colocada porque yo no soy un gran apoyo para ti. Algún día también podré crearme una familia y entonces, a pesar de que mi cariño no te faltará nunca, te encontrarás muy sola.
—No amo a José —contestaba siempre María.
—¿Amas a otro?
—A nadie.
—Yo hubiese querido para esposo tuyo a un hombre como Walter Smith; pero cuando este no ha vuelto a ocuparse de nosotros, prueba es de que su afecto no duró más que la breve temporada que estuvo al lado nuestro, y no debemos pensar más en él.
María suspiraba al pronunciar su hermano estas palabras y no le respondía. Al fin, mucho tiempo después de la partida del aeronauta, recibió la joven una carta fechada en Londres, que estaba escrita en un español bastante correcto y que decía poco más o menos así:
«Si usted, amiga María, hubiese continuado siendo mi profesora, hace muchos meses que hablaría su idioma a la perfección; pero por desgracia no he encontrado un buen maestro hasta hace poco y esta ha sido la causa de mi inconcebible y prolongado silencio.
¿Para que escribirle si usted no me había de comprender?
Acaso me habrá juzgado ingrato, pero el cielo sabe que no lo soy; recuerdo siempre con melancólico placer los días que con usted he pasado y en los que se me aparecía como el arco-iris después de la tempestad. Terrible era la que reinaba en mi alma, y si no me volví loco, lo he debido únicamente a usted.
He hecho desde que me alejé de España un viaje más de recreo que de estudio; nada ocurrió durante él digno de mención, no hubo peligros, ni impresiones, ni ningún descubrimiento notable; he visto desde una inmensa altura, en la barquilla de mi globo, que es nuevo y le he puesto el nombre de usted, montañas que no son las de su aldea, y mares cuyas olas no han arrullado su cuna jamás; no he deseado descender sobre las unas ni sobre los otros; no he querido añadir un capítulo a la novela empezada en ese rincón de la tierra y que no se acabará nunca.
Usted y yo hemos nacido con alas; pero a usted se las cortaron desde que vino al mundo y no cruzará jamás el espacio; yo en cambio solo vivo feliz en él y mis amores y mis amistades no se hallan aquí abajo; debo querer como se quiere en el cielo.
Usted se casará algún día con un ser que, aunque no la comprenda, la admirará; yo no me crearé una familia, porque moriré de un modo desgraciado y no envolveré a nadie en mi desdicha. Estoy plenamente convencido de ello, y sin embargo, no desisto de mis viajes aéreos y pronto, muy pronto emprenderé uno, el último tal vez.
¿Quién sabe si cuando llegue esta carta, a sus manos no existiré ya?
Conozco su corazón generoso y sé que derramará algunas lágrimas por mí, y sin embargo, yo no quisiera que me llorase; sus ojos son tan bellos como tranquilos y no los debe empañar ni la más ligera nube.
Acaso advertirá usted en mi carta un tinte de melancolía que no me es dado desechar; mi alma está algo enferma y no comprendo lo que podrá curarla.
Quizá será por la inactividad forzosa en que he vivido durante tanto tiempo, por eso quiero extender de nuevo mis alas y volar lejos, muy lejos.
Adiós, María, deseo que no me olvide usted, que me consagre un recuerdo como a un hermano querido en pago del afecto fraternal que me inspira. He nacido en un país donde la amistad no se finge ni se vende; al decirle que cuenta con la mía es igual que si le asegurase que no hay en la tierra peligro ni desgracia que no arrostrase por usted, su afectísimo
WALTER SMITH».
Mucho lloró la pobre niña al leer estas líneas, mucho rezó para que Dios librase de todo peligro al intrépido aeronauta, pero los días de aquel extranjero a quien amaba ardientemente estaban contados y María no tuvo ya más cartas de él.
V
Apenas habían trascurrido dos semanas, recibió don Remigio Rey un periódico de la corte hallándose con toda su familia en el espacioso comedor de la casa.
Lo estaba leyendo en voz baja alzándola solo cuando algún párrafo llamaba su atención y comprendía que era de interés para su mujer y sus hijos. Ya había leído muchos indiferentes para María, cuando el bienhechor de aquella aldea, exclamó:
—¡Pobre joven! ¡Cuánto siento haberle conocido!
—¿A quién? —preguntó doña Mercedes.
—A aquel inglés que se albergó en nuestra casa hace tiempo, cuando herido y desesperado estuvo a punto de morir.
—¿Qué le ha sucedido? —interrogó Santiago—, que no olvidaba nunca a Walter.
—Oíd —prosiguió don Remigio. Y leyó lo siguiente:
«Los periódicos ingleses nos dan cuenta de la última ascensión en su globo Mary del célebre e ilustrado aeronauta Mr. Smith.
»Sabido es que este noble joven, en época aun no lejana cayó en el mar después de un peligrosísimo viaje, debiendo su salvación a unos humildes pescadores de una de las más miserables aldeas de nuestra España, según ha referido la prensa de Londres.
»Mr. Smith ha sido esta vez menos afortunado; después de algunos días de incesantes riesgos, el aeronauta y dos amigos que le acompañaron en su ascensión, se han estrellado contra unas rocas donde el destrozado globo, que bajaba con una rapidez vertiginosa, los arrojó.
»Como ninguno de los viajeros ha sobrevivido a la catástrofe, se ignoran por completo los detalles de la expedición.
»Los cuerpos de los tres tenían numerosas heridas y contusiones.
»Los cadáveres han sido entregados a las respectivas familias, habiendo asistido al entierro una muchedumbre inmensa que fue a rendir el último tributo de cariño, admiración y respeto a los distinguidos aeronautas que en lo más hermoso de su juventud habían dedicado, su vida al estudio y a la ciencia.
»Mr. Smith era muy amante de España y poseía nuestro idioma; había publicado unos artículos sobre nuestro país, por ellos sabíamos que había caído una vez en cierta aldea...»
—¿Qué tienes María, te has puesto mala? —interrumpió doña Mercedes.
En efecto, la pobre niña que tanto había amado a Walter desde que le vio, al oír su trágico fin había perdido el conocimiento.
Mucho lloró a su amigo, y el recuerdo de este no se borró de su mente jamás. Diariamente leía la única carta que recibiera del inglés; entonces le parecía que él la hablaba, que le veía, que le escuchaba, que no había de separarse nunca de él.
El tiempo mitigó su pena, pero nada más.
Dos años después consintió en casarse con su primo que, hombre vulgar y un tanto grosero, no la hizo feliz.
La vida de la joven se pasó triste y solitaria; fue fiel a su esposo, y sin embargo, si él hubiera tenido más corazón y más inteligencia, hubiera comprendido que en su alma solo reinaba la imagen de un muerto.
Frecuentemente se sentaba mirando al mar y contemplaba las nubes, ya pardas; ya rojas, estremeciéndose cuando un pájaro cruzaba el espacio, porque al aparecer como un punto negro en el horizonte un recuerdo asaltaba su mente.
María esperaba siempre algo que había descendido ya una vez del cielo, creyendo que aun podía de nuevo descender.
La fuga
La casa era espaciosa, con la fachada pintada de azul; se componía de tres pisos, tenía dos puertas y muchas ventanas, algunas con reja. Una torre con una cruz indicaba dónde se hallaba la capilla. Rodeaba el edificio un extenso jardín, no muy bien cuidado, con elevados árboles, cuyas ramas se enlazaban entre sí formando caprichosos arcos, algunas flores de fácil cultivo y una fuente con una estatua mutilada.
Una puerta de hierro daba a una calle de regular apariencia; otra pequeña, bastante vieja y que no se abría casi nunca, al campo. Este presentaba en aquella estación, a mediados de la primavera, un bello aspecto con sus verdes espigas, sus encendidas amapolas y sus Poéticas margaritas.
¿Se celebraba alguna fiesta en aquella morada? Un gallardo joven tocaba la guitarra con bastante gracia y de vez en cuando entonaba una dulce canción. Al compás de la música bailaban dos alegres parejas, mientras un caballero las contemplaba sonriendo, como recordando alguna época no muy lejana en que se hubiera entregado a esas gratas expansiones.
Un anciano de venerable aspecto, el jefe sin duda de aquella numerosa familia, se paseaba melancólicamente en compañía de un hombre de menos edad, y algunos otros se encontraban sentados en bancos de piedra o sillas rústicas, hablando animadamente.
Lejos del bullicio, sola, triste, contemplando las flores de un rosal, se veía a una joven de incomparable hermosura, vestida de blanco. Era tal su inmovilidad, que de lejos parecía una estatua de mármol.
Tenía el cabello rubio, los ojos negros; era blanca, pálida, con perfectas facciones, manos delicadas, pies de niña.
¿Estaba contando sus penas a las rosas? ¿Vivía tan aislada que no tenía a quién referir la causa de su dolor?
Más de un cuarto de hora permaneció en el mismo sitio y en la misma postura, hasta que la sacó de su ensimismamiento un bello joven que se aproximó cautelosamente a ella.
—¿Estás sola? —le preguntó en voz baja.
La mujer se estremeció al oír aquellas palabras y no contestó.
—¿Tienes miedo de que tu padre nos oiga? —prosiguió él—. No temas, está lejos, muy lejos, paseando con su amigo y confidente Raimundo. ¡Pobre Aurora mía! ¡Cuánto hemos sufrido por él! Hoy, burlando su vigilancia, he llegado hasta aquí, porque necesito hablarte. ¿Persiste en su idea de casarte con otro porque no soy bastante rico para unirme contigo? ¿Es esta una resolución irrevocable?
—No es ese su proyecto ahora —contestó la joven con apasionado acento—. Viendo que no puedo amar a nadie más que a ti, no me obliga a que me case con otro, quiere que sea monja.
—¿Y lo serás?
—Nunca. La vida del convento me espanta, porque en mis oraciones mezclaría sin cesar tu recuerdo al de Dios.
—¿Y cómo sería de otro modo? ¿No te has criado al lado mío? ¿No hemos jugado juntos en nuestra infancia?
—Desde la edad de cinco años te quiero todo lo que puede amar mi corazón.
¿Te acuerdas de aquel día en que fuimos a la feria de Santa Marta y me compraste la primera muñeca? ¿Y mucho más tarde, de aquel en que me diste el primer ramo de flores? Y aun después, ¿de aquel en que me escribiste la primera carta de amor?
—Sí —murmuró él—, y del primer vals que bailamos, y de la primera flor que me diste y que ya marchita conservo con uno de tus rizos en la caja de mis recuerdos, y de los anillos que cambiamos. ¿No llevas el tuyo?
La joven inclinó la cabeza sobre el pecho y no respondió.
—Mira el mío —prosiguió el apasionado doncel—; jamás se apartará de mí. Pero ya comprendo, tu padre no habrá consentido en que lleves la sortija y te la habrá quitado...
—Silencio, Salvador —interrumpió Aurora—, alguien se acerca.
Se separaron precipitadamente; él se ocultó y la niña continuó mirando los rosales.
El anciano de los cabellos blancos se aproximó, le dirigió algunas cariñosas frases y luego continuó su camino.
—¡Y parece tan bueno, y que me ama tanto! —exclamó Aurora—. ¿Por qué habré nacido tan desgraciada?
Cinco minutos después Salvador se encontraba de nuevo al lado de ella.
—Esta vida que llevamos no es soportable —murmuró el joven—; vigilados a todas horas por tu tirano, hace años que apenas podemos cambiar algunas palabras, y día llegará en que no nos veamos ni un segundo. ¿Quieres huir conmigo?
—No me atrevo.
—Yo abriré esa puerta que da al campo, débil obstáculo para mí; saldremos, te llevaré en un coche, partiremos a la ciudad más próxima, de allí a Italia, a Suiza; haremos que tu padre pierda nuestro rastro; viviremos felices en una casita humilde, pero poética, que embellecerás con tu presencia. ¿No consientes?
—Nos hallarán.
—No temas. La ocasión se presenta ahora mejor que nunca; desde aquí veo a tu padre que habla con tu primo que está tocando para que bailen esos amantes dichosos, no se ocupa de ti y menos de mí, a quien cree ausente; ven, amada mía.
Y al decir esto arrastraba a Aurora hacia aquel lado del jardín, en que estaba la puerta pequeña.
Ella dudaba y vacilaba aún. De repente se oyeron ahogados gritos hacia el otro extremo del parque, o en la calle quizás, y esto fue causa de que todos fijasen su atención en aquel accidente, sin ocuparse de Salvador y de su compañera.
—¿Cuándo hallaremos ocasión más propicia? —continuó él.
Y procuró persuadirla. Ella no replicaba ya, y dejaba que él la guiase.
La llave de la puerta estaba quitada, pero la madera era vieja. Salvador era fuerte y vigoroso, y después de un rato de infructuosos intentos, logró por fin abrir.
—¡Libres! —exclamó el joven—, libres y para siempre.
Ella dirigió una última mirada al jardín y siguió de buen grado a su amante. Anduvieron por espacio de más de dos horas sin cambiar más que algunas palabras. Ella se sintió fatigada por fin, y quiso descansar.
Se sentaron en el campo, cerca de un arroyuelo, a cuyas orillas estaba un pastor, casi un niño, comiendo con excelente apetito un pedazo de pan que cortaba con un cuchillo.
Sus cabras triscaban entre la verde hierba, sin que él las perdiese de vista.
—¡Qué feliz eres, muchacho! —exclamó Salvador—. Te contentas con vivir al aire libre, tomando una miserable comida y en una eterna soledad. ¿No lees nunca?
—No sé leer —contestó el niño.
—¿No hablas jamás?
—Sí, señor, con mis cabras. Les pongo nombres, por los que atienden; las acaricio y noto que me lo agradecen, mientras que los hombres me pegan o se ríen de mí.
—¿No tienes padres?
—No, señor; no los he conocido.
—¿Y amigos tampoco?
—¿Quién había de querer ser amigo de un miserable como yo?
—¿Ni amores?
Una sonrisa estúpida se dibujó en los labios del pastorcillo, que dijo:
—No me disgusta Anica, la pastora.
—¿Y se lo has dicho?
—Sí.
—Y ella, ¿qué te ha contestado?
—Que soy un animal.
—Es decir, ¿que te desprecia?
—Mi amo asegura que es muy difícil saber lo que siente y lo que piensa una mujer, y que a veces quieren más las que parecen amar menos. ¡Como no podemos ver lo que pasa en su corazón!
—Es verdad, muchacho; nunca habrás dicho una cosa más cierta.
Mientras hablaban Salvador y el pastorcillo, Aurora, rendida por el cansancio de aquella larga caminata, y quizá también por sus emociones, se había quedado dormida. Su hermosa e interesante cabeza descansaba sobre uno de sus brazos y parecía estar tan tranquila como si reposase sobre un mullido lecho.
Algunas pardas nubes empañaban el puro azul del cielo, frescas ráfagas de aire habían reemplazado al sofocante calor de aquel día, que más bien parecía de estío que primaveral.
Continuados suspiros se escapaban del pecho de Salvador, algo agitado por lo extraño de la situación en que se encontraba. ¿Dónde pensaba llevar a aquella mujer? ¿Tenía por aquellos contornos alguna morada conocida en la que ambos pudieran pasar la noche? Misterios son estos que pronto vamos a aclarar.
La voz del pastor sacó al joven de su ensimismamiento.
—Todas mis cabras son dóciles menos una —dijo—, vea usted esa, siempre busca la ocasión de escaparse, y el día en que menos lo espere me dará un disgusto. ¡Eh! ¡Negrilla, Negrilla!
Pero la llamada Negrilla, que era obscura como la noche, lejos de atender a la voz del niño, se iba dirigiendo con alguna rapidez hacia otro rebaño muy distante.
El pastor entonces dejó el resto de su pan y su cuchillo en el suelo y echó a correr, lanzándose en persecución de la fugitiva.
—¡Si pudiese yo ver lo que pasa en el corazón de Aurora! —exclamó Salvador, recordando las palabras del muchacho... — y sin embargo, nada más fácil, ella duerme y puedo averiguar si es mi imagen la que reina en él.
Cogió el cuchillo, acercó su oído al pecho de la joven y allí, donde oyó sus acompasados latidos, sepultó la hoja estrecha y de aguda punta. Ella no hizo ni el menor movimiento, sus labios conservaron su sonrisa, su rostro su serena expresión.
—No tiene más que sangre —murmuró—, en su corazón no había otra cosa. ¡Qué lástima! ¡Yo creí que me adoraba!
Contemplando a la joven, no vio venir al pastor seguido del caballero anciano, del que paseaba con él y de otros dos hombres.
—¡Por fin los encontramos! —exclamó el que Salvador llamaba padre de Aurora—, allí los veo.
—¿Y dice usted que son dos locos que se han escapado de la casa donde por orden de sus familias los tenía usted con otros enfermos de la misma clase? —preguntó el pastor con trémula voz.
—Sí, mientras acudíamos a otro demente que estaba en un acceso de furor, han huido sin duda. Jamás quise que se vieran ni que se hablasen, porque padecían el mismo mal, eran dos locos de amor; temía graves consecuencias si se reunían alguna vez.
—Por fortuna llegamos a tiempo —dijo uno de los criados—, mírelos usted allí, señor doctor, parecen tranquilos.
Antes de aproximarse al loco vieron el horrible desenlace de aquel drama.
—¿Qué has hecho, Aurelio? —preguntó el anciano acercándose al supuesto Salvador, nombre del amante de la niña.
—Ver el corazón de Aurora —contestó impasible—, pero su amor era un sueño, no he hallado mi imagen en él.
—¡Desgraciado, has asesinado a esa pobre niña! ¡Infortunada Clotilde!
—Se llamaba Aurora y era mi amada, la que tú, su infame padre, me negaste en matrimonio porque no era rico.
Y quiso lanzarse sobre él, pero los dos criados se lo impidieron.
—Sujetadle —ordenó el compañero del anciano, que era un médico más joven.
A viva fuerza se llevaron al demente; mientras los dos sabios conducían el inanimado cuerpo de la niña.
El pastor contempló los dos grupos con su mirada estúpida y oyó la extraña orden que daba el viejo a los demás:
—La muerta a la capilla; y el vivo a una jaula.