Libro gratis: Las Hijas del Coronel Difunto
de Katherine Mansfield


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Cuento


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Las Hijas del Coronel Difunto

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Edición física


Fragmento de «Las Hijas del Coronel Difunto»

—Lo siento —dijo la enfermera al cabo de un instante—, pero está vacía.

—¡Oh, qué contrariedad! —exclamó Josephine. Y se mordió el labio—. ¿Qué podemos hacer?

Constantia parecía dubitativa.

—No podemos volver a molestar a Kate —dijo suavemente.

Mientras, la señora Andrews esperó, sonriéndoles a ambas. Sus ojillos no paraban de espiarlo todo desde detrás de sus gafas. Constantia, desesperada, volvió a sus camellos. Josephine frunció exageradamente el ceño, concentrándose. Si no hubiese sido por aquella estúpida mujer, Con y ella hubieran comido aquellas natillas sin compota, naturalmente. De pronto tuvo una ocurrencia.

—Ya sé —se dijo—. Mermelada. En el aparador queda algo de mermelada. Tráela, por favor, Con.

—Espero —dijo la señora Andrews riendo con una risita que parecía una cucharilla tintineando en el vaso de un enfermo—, espero que no sea una mermelada muy amarga.

III

Pero, después de todo, ya no faltaba tanto, y cuando se fuese se iría para siempre. Y no debían olvidar que realmente se había mostrado muy amable con su padre. Le había cuidado día y noche hasta el final. Claro que tanto Constantia como Josephine consideraban, para sus adentros, que había exagerado un tanto al no abandonarle en sus últimos momentos. Cuando habían entrado a despedirse de él la señora Andrews había permanecido sentada junto a la cabecera, tomándole el pulso y haciendo ver que miraba el reloj. Seguro que aquello no era necesario. Y, además, era una falta de tacto. Supongamos que su padre hubiese deseado decirles algo —algo confidencial. Aunque eso no quiere decir que su padre se hubiese reprimido. ¡Todo lo contrario! Había permanecido yaciente, con el rostro encendido, congestionado, enojado, y no se había dignado dirigirles la mirada ni siquiera cuando habían entrado. Y luego, mientras permanecían allí, sin saber qué hacer, inesperadamente había abierto un ojo. ¡Ah, qué diferencia tan grande, qué diferencia en el recuerdo que iban a tener de él, si tan sólo hubiese abierto los dos! Hubiese sido mucho más fácil contárselo a la gente. Pero no, uno, sólo había abierto un ojo. Un ojo que las miró centelleando unos segundos y luego… se apagó.


24 págs. / 43 minutos.
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Publicado el 8 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.


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