La Destrucción de un Molino

Kostis Palamas


Cuento



Capítulo 1

Muy cerca de la ciudad y unida á ella por una corta escollera de piedra del muelle, se extendía árida y desnuda una isleta, cuya superficie apenas abrazaba unas quinientas áreas sobre el poco profundo mar que lamía los piés de dicha ciudad. Ninguna defensa la guardaba de las embestidas de las olas, ni ninguna sombra de los rayos solares. Sobre su pegajoso suelo en el cual brillaban, como láminas de plata, granos de compacta sal y en el que la verba era tan escasa como abundantes las espinas, los pescadores cantando alegremente arreglaban sus barquichuelos y los niños jugaban con algazara ruidosa. En medio de la isleta se alzaba un antiguo molino de viento destrozado. Las hendiduras y ruinas cubrían su redonda periferie; las piedras se derrumbaban de su cima, formando alrededor de su base improvisados asientos y escalones. Donde antes estuvieron la puerta y las ventanas, abríanse anchurosos boquerones irregulares, y en vez de las aspas que el soplo del viento movía con rapidez se adelantaba horizontalmente un largo madero, como informe hueso de un esqueleto. El molino á trechos amarillento, á trechos negro, llevaba encima las huellas de los ataques de dos enemigos invencibles, el tiempo y el fuego.

Una mañana, hará cosa de unos quince años, se encontraron junto á él cl viejo capitán Mitros, el joven Sr. Timoteo, doctor en medicina. El Sr. Timoteo, apenas de veinticuatro años, había regresado hacía poco de Trieste, donde estuvo durante un año, en compañía de un tío suyo rico comerciante. Desde algún tiempo había tomado la resolución de dejar á Esculapio y de colocarse entre los discípulos de Mercurio. Pero una incurable nostalgia le sobrecogió en grado indecible y le hizo apresurar bien luego el regreso á su patria, prefiriendo á la dudosa riqueza en suelo extranjero, la pobreza en el patrio, y la segura adquisición de los recursos de la vida con el ejercicio de su profesión de médico. Era de natural sensible y susceptible y en él el médico tropezaba de continuo con el soñador: los amigos le tenían por muy sentimental y las mujeres decían de él que era muy enamoradizo. En el primer año de su carrera perdió el sentido dos ó tres veces seguidas en la clase de anatomía. El capitán Mitros, con todo el peso de sus setenta años, se mantenía fuerte todavía, perteneciendo raza de aquellos seres privilegiados y vigorosos, que hombres ó encinas, se rompen, pero no se inclinan. Vestía una rica fustanela de anchos pliegues, que competía con la blancura de su abundante bigote; y en su memoria conservaba las historias de gloriosos combates en los cuales había tomado parte, y un tesoro de curiosos y heróicos episodios de la guerra de la Independencia. Gustaba de comer mucho y de hablar más. Como padecía de insomnio dejaba mu y de mañana el lecho y alguna vez, aburrido, la casa, exponiéndose sin aprensión á la influencia del rocío matinal en la isla, sin alejarse por eso mucho de su casa vecina á la playa. El señor Timoteo había ido allá con el objeto de bañarse en ella,—era el mes de Julio,—de respirar el aire fresco y de gozar del espectáculo de la salida del sol.

Cambiados los primeros saludos, pues eran conocidos antiguos y además vecinos, el joven se sentó en un montón de piedras enfrente al molino, al lado del viejo. El capitán Mitros abrió al momento su boca difícil de cerrar, y el Sr. Timoteo, no teniendo á aquella hora otro cuidado más importante, aceptó de buena gana la compañía del viejo. Juzgó la ocasión aquella muy á propósito para la solución de ciertas dificultades, que la presencia del capitán Mitros despertaba en su mente. Por lo que tocando con la mano el molino, en el cual apoyaban ambos sus espaldas, como si tratara de averiguar su historia, preguntó:

—¿No me diríais, capitán Mitros, por qué razón se encuentra este molino solitario en medio de nuestras aguas, como un buque arrojado á la tierra por la tempestad? Desde mis primeros años le recuerdo hecho una ruina.

—Á decirte verdad, hijo mío, bien exactamente, tampoco lo sé. Lo recuerdo aquí desde hace sesenta y cinco años, cuando era yo un chiquillo de unos seis escasos todavía. Pero entonces no estaba en ruinas como ahora. Le contemplaba frente á frente desde mi casa que estaba donde luego construyó la suya, mi compadre Apostolis; me parece que le veo; recuerdo que el primer objeto en que se lijaban mis ojos, era el molino, desnudo y redondo con su remate cónico, su ventanilla y sus grandes aspas. Cuando el sol se ponía, herían sus rayos el cristal de la ventanilla y le encendían de brillante color rojizo, y yo aun desde lejos tenía miedo y no me atrevía á mirarla, porque me parecía el ojo de una gran Lamia. Cuando lloraba, mi madre me asustaba diciéndome que me llevaría á la Lamia del molino para que m e comiera, y yo callaba al momento. Y cuando sus aspas daban vueltas aprisa, aprisa, movidas por el viento, asustado siempre por las palabras de mi madre, creía que la Lamia trabajaba y movía su devanadera. Nunca pude, por el temor que me tenía sobrecogido, volver los ojos hacia este lado. Después, cuando fuí creciendo, ya no tuve más estos temores. Entonces, grandes y pequeños, no teníamos miedo; sólo teníamos odio á la esclavitud. Entonces la isla no estaba unida ó la tierra firme como ahora, en que el mar se ha retirado. Los pescadores venían aquí con sus barcos y se metían en el agua para sacarlos á tierra, llegándoles el mar hasta las rodillas. Una tarde yo con algunos muchachos nos echamos á nado para pasar á la isleta. Queríamos ver al molino que tenía abierta su portezuela y que volteaba sus aspas. Nos hallábamos á mitad del camino, cuando nos alcanzaron mi padre y los de otros dos chicos, y nos obligaron á volver atrás: nos pegaron y nos atemorizaron, diciéndonos que estábamos perdidos si otra vez repetíamos tal viaje. Después oí decir á mi padre que el molino lo tenía un Agá turco. Se presentó una mañana, mató al molinero y se apoderó de su mujer y del molino. Molía sus propios trigos y los de los demás, pero sin devolverlos. Si le importunaba algún vecino lo llamaba para que se presentase en el molino y el pobre ya no volvía. ¡Ay de los niños que se separaban un poco de aquí! ¡Mala peste á los turcos! Por esto nunca me atreví á poner mis piés en el molino, hasta la Revolución. Entonces…

—Cuando era muchacho, interrumpió el joven impaciente, atraído del encanto de los recuerdos infantiles, muchas veces me llevó hasta aquí mi familia. Todavía no se había construido el muelle que une la isla con la ciudad, pero el molino de viento estaba como ahora, arruinado. Entonces llenábamos la barca de algún pescado, y cuando con el viento norte las aguas bajaban, volvíamos á casa por nuestros propios piés. Jugábamos á caballos, al escondite, cazábamos, saltábamos; las piedras destrozaban nuestros vestidos y las ortigas se clavaban en nuestras manos. Cogíamos conchitas ó sacábamos del agua las algas con las cañas. En la primavera nadábamos. Cuando nos escapábamos de la escuela veníamos aquí, donde no cesábamos de gritar y de correr á nuestras anchas. Nos reuníamos todos juntos como gatos escaldados en un rincón del molino, y nos contábamos cuentos é historias. Hablábamos de cómo San Jorge había matado al dragón, de Juanito que se había ido al extremo del mundo para hallar al Miedo, y del hijo del rey que robó á la Pentamorfe. Pero el cuento más bonito, capitán Mitros, el que me hacía estar con la boca abierta, era la historia de Tajir y de Zagré. ¡Con qué animación lo contaba Pablo!

Fueras aire ó fueras barco.
Fueras médico de amor;
Te daría yo una carta
Para Tajir, mi señor.

—Sabes tú, hijo mío, dijo el capitán Mitros, mostrando una curiosidad infantil, cuán viejo es este cuento? Imagina que ya lo oí á mi abuela. No es verdad que Tajir responde á Zagré, sin darse á conocer?

Yo soy aire, yo soy barco,
Yo soy médico de amor,
Dame, pues, Zagré, tu carta,
Para Tajir, tu señor.

Y rió estrepitosamente. Después, poniéndose serio, exclamó

—¡Ah, hijo mío! vosotros contabais cuentos y nosotros los realizábamos en la isla. Y calló como si se sumergiera en la meditación mental de aquellos cuentos reales de que me hablaba.

—Una mañana, continuó el joven, estaban dispuestos mis camaradas para dar una vuelta por la isla. Era un mediodía de Julio. ¡Qué calor, Dios mío, qué calor! El mar no se oía ni se movía, como si el ardor no le dejase respirar. Fué aquí que de pronto viene corriendo y jadeante Pablo.—«¡Ah muchachos! exclamó, á dónde irémos ?— ¡Al molino!… — ¡ No vayamos, muchachos, porque hay Nereidas! ¿No sabeis? Ayer al mediodía fué á la isla en la barca de su padre, Panutzos, para cojer conchas. Allí le tomó el sueño. Una voz le despertó: se frotó los ojos y se vió rodeado de Nereidas; brillaban como el sol; unas cantaban, otras se lavaban, cuales hilaban, cuales jugaban, algunas se le acercaban y le acariciaban. Le preguntaban ¿cómo te llamas? Panutzos iba á hablar, pero en aquel momento pensó en el modo como las Nereidas reciben la conversación de los hombres. Silencio, pues. Panutzos se hizo el mudo. Las Nereidas le daban besos, le hacían preguntas sobre mil cosas; Panutzos nada. Le daban dulces, le daban manjares que nunca había comido; Panutzos siempre callado. Ni los tocaba, ni los comía. Entonces comienzan á atemorizarle. Le dicen que si les revela su nombre, no le harán nada, pero de lo contrario le comerán. ¡Pobre Panutzos! Comienzan á golpearle con varillas de plata; le pinchan con agujas de oro; le tienden sobre espinas. El chico sufre, pero no habla; al fin las Nereidas se fatigan y se encolerizan. Comenzaba á hacerse tarde y he aquí que le presentan un vaso grande lleno de aceite hasta el borde. —Bébelo, le dicen, bébelo todo hasta el fondo, porque de otra suerte… Y le ponen las manos al cuello.—¡Vas á ser ahogado! Panutzos comenzó á turbarse; creían las Nereidas que iba á hablarlas, que diría: ¡no lo beberé! Panutzos bebió todo el aceite, pero no dijo una palabra. Durante cinco horas le martirizaron. A la noche vino el padre con una imagen y lo libertó. En cuanto se presentó con la imagen é hizo la señal de la cruz, desaparecieron, se convirtieron en humo. Tomó á Panutzos medio muerto; está gravemente enfermo, y delira. ¡Todo esto lo oyó de su boca, su propia madre!» Desde entonces, capitán, no volví á poner los piés en la isla. Al ver desde lejos la sombra del molino, me cogía temblor. Ahora es la primera vez que vuelvo aquí desde entonces. Por esto me han venido al pensamiento estas faramallas. El chico más imbécil no cree ya en tales cuentos. Ahora las únicas Nereidas que aparecen aquí, son las muchachas bonitas que cada día salen a dar su paseo. Ahora el mundo se ha despertado.

—Pero aquella vida, con todo y sus cuentos, era más verdadera , hijo mío, exclamó el viejo moviendo tristemente la cabeza. Mal despertar es el de ahora. Ahora los chicos procuran demasiado temprano hacerse hombres; se visten como damas, fuman, leen periódicos, trasnochan en los cafés, no se meten con los pies desnudos en el mar, ni van en las barcas; disputan con fulano el diputado, ó con mengano el primer ministro, no se asoman nunca por la iglesia, y andan por la noche tocando la guitarra. Y lo peor es que cuando llegan á la juventud, ya no pueden ser hombres, son hombrecillos. En vuestros tiempos creíais en Nereidas; ¡ah! pues érais mejores vosotros que éstos. ¡Y nosotros que creíamos mucho más que vosotros, éramos también mucho mejores que todos vosotros juntos!

—¡Ah! en mi tiempo, prosiguió cada vez más exaltado,—pero va no era muchacho; ví en esta misma isla una cosa más verdadera y más temible que las Nereidas; vi á los Turcos. El día que entraron en el país á traición, tenía veinte años; han pasado desde entonces poco más ó menos unos cincuenta. Cuando comenzó la Revolución, los nuestros mataron al Agá, tomaron el molino y pusieron aquí guarnición. Después de seis meses de sitio entraron en el castillo, y aquellos de los nuestros que pudieron resistir, y que respetó el fusil enemigo, tomaron consigo todos los que estaban en disposición de andar, matando á derecha é izquierda, atravesaron las filas de los sitiadores y se marcharon á los montes. Al salir del castillo, cinco hermanos, los hijos de Tassoulas, se encontraron en medio del camino, separados unos de otros. En medio de la obscuridad de la noche en vez de tirar hacia arriba, se fueron por lo más bajo en dirección del mar, hacia esta parte. Al ver que se habían equivocado, quisieron volverse, pero ya era tarde. Un centenar de Liapides les cierran por detrás el camino. Los cinco hermanos se arrojan al mar, se ponen á nadar y se vienen hacia aquí. Los Liapides los huelen y los persiguen con una lluvia de balas. Los cinco hermanos no pierden tiempo: se lanzan adelante, se hunden en el mar, tientan el vado y confían en escaparse. Con los fusiles en alto, y el agua al cuello se alejan nadando. Los Arbanitas toman dos barcos, se meten dentro todos los que pueden caber y no los dejan descansar con sus fusiles. Una bala alcanza á uno de los hermanos. Entonces se dicen entre ellos: —Hemos de ser cobardes como mujeres… ¿y los turcos han de cazarnos? Vayamos á vengar la sangre de nuestro hermano. —¡Adelante contra los perros! Y al instante vuelven contra sus enemigos los cañones de los fusiles. Los Arbanitas se paran un momento como sobrecogidos de improviso, sin tomar resolución alguna.

—En aquel momento los hermanos, viendo abierta la portezuela del molino, gracias á la luna que entonces salía, sin perder tiempo, y haciendo frente á los Arbanitas, descargando sus fusiles, se acercan al molino, entran y cierran la puerta. Desde las dos ventanas continúan tirando y se sostienen hasta el nuevo día. ¡Qué era cosa de que los Arbanitas pudieran acercarse! Las dos ventanas eran dos ojos despiertos, que tenían balas en vez de pupilas. Pero próximo ya el amanecer, los Arbanitas, exasperados, atacan y destruyen las ventanillas; el muro se derrumbó, como lo está ahora, las ventanas se abrieron y rajaron, y el molino de dentro y de fuera apareció ennegrecido, acribillado, lleno de telarañas, y medio oculto por el humo; á poca diferencia como le vemos actualmente. Los que no aparecieron fueron los cuatro hermanos… De repente ¡Dios mío! qué es aquello que cuelga como una guitarra de una de las ventanas?

Y el capitán Mitros levantado y vuelta la vista hacia el viejo molino de viento, no parecía simplemente que narraba, sino que representaba en actitud trágica el heroico drama, delante del joven que lo escuchaba conmovido. Y cada vez más, parecía que veía delante al vivo, los sucesos mismos que relataba, como en sobrenatural visión, sufriendo y embriagándose con su contemplación.

—¿Es un colchón? ¿es un saco? ¿qué será? ¡Ah! son dos cuerpos: son los de dos de aquellos heróicos hermanos. ¡Y cuán desfigurados están! del uno cuelgan las manos, del otro los pies. Los dos hermanos sin vida, así unidos, son una fuerte defensa para los otros que están todavía vivos. Ahora la otra ventana queda sola; el molino sólo tiene un ojo. Arapides, Koniaros, Torkides, todos se reunen llenos de ira y disparan contra el molino, pero no se atreven á acercarse. Era una expléndida mañana. De pronto cesa la fusilería del molino. Se abre la puerta y se oye una voz: «¡Con la ayuda de Dios! ¡atrás perros!» y aparece un bravo, un palicaras, un dragón en la rabia, y un san Jorge en la mirada. ¿No te dije su nombre? Era Tassos Tassoulas. Se lanza en línea recta contra las hordas, como una saeta, como un huracán , como un rayo. Lo creas ó no, hijo mío, es lo cierto, que nadie se atreve á hacerle cara; todos le ceden el lugar. En un par de saltos alcanza el extremo de la isla. Viendo el mar delante, se arroja en él; mas no puede atravesar el vado; el fango le detiene y forceja como un pajarillo cogido en la liga. Entonces vocifera toda la turba.—¡Que nadie le toque! ¡Hemos de cogerle vivo! —Échanse á correr, aunque inútilmente, pues antes de que lo alcancen, Tassoulas con su pistola se había saltado los sesos. —¡Vosotros conmigo!… —Esto es lo único que pudo decir. Cayó el pobre muchacho, la faz contra el agua, sus largos cabellos se extendieron tiñeron alrededor de púrpura las olas. Hubieras dicho al verle, que era un delfín de oro á quien alcanzara la bala del cazador. Se hundió un momento y luego volvió á aparecer. En aquel instante salió el sol, como sale ahora, resplandeciente de rayos, con su faz oculta todavía y su brillante carro. Á lo lejos los Turcos medio envueltos por el humo de la pólvora y de las ruinas, parecían demonios en el infierno. Brilló luego el sol…

—¡Cómo salió radiante de su ocaso la Nación al sonar la hora de la independencia! prorrumpió el joven completando las palabras del viejo con una imagen lírica.

Muchas veces había oído contar hazañas de la independencia y más admirables quizás; pero ningún relato se grabó en mi corazón tan profundamente como el del capitán Mitros. Tras de algunos minutos el sol de aquella mañana salió también detrás del promontorio de enfrente, que se alzaba bruscamente en medio de un horizonte despejado y alegre, embelleciendo la cumbre de tres picos, del monte, con una larga serie de sonrosados arabescos, y bailando la playa con sus rayos, como si materialmente el inmortal cochero hubiera vaciado en ella todos los dardos de su dorada aljaba. Con la luz solar se derramó en la naturaleza alegría y regocijo. Se oían gorjeos de pájaros, un voluptuoso temblor movía las aguas hasta entonces tranquilas, las olas se deshacían en espumas en las playas de la isla, y al oir su murmullo nadie hubiera distinguido si era rumor de olas ó rumor de besos. Blancas gaviotas atravesaban el aire con ruidosos chillidos y bajaban hasta las aguas para cazar peces, y desde las lanchas se oían, mil veces repercutidos, los disparos de fusil de los cazadores contra los ánades y gallinetas. Una hermosa fiesta se celebraba en el aire. Y bajo la impresión de la historia de Tassos Tassoulas todo aquel encanto de la naturaleza penetraba en el alma de Timoteo y se transformaba en un deseo indecible, en una sed de heroismo.

—¡Esto es morir! exclamó: morir así, lo comprendo.

—Todo lo que te he dicho, hijo mío, me lo contó un hombre que lo vió con sus propios ojos. ¡Dios le haya perdonado! el señor Apostolis lo vió oculto detrás de una barca antigua agujereada, con el agua hasta el cuello. También le persiguieron los Arbanitas, y se escapó escondiéndose á pocos pasos de distancia del molino. Lo oyó y lo vió con sus propios oídos y sus propios ojos. Te lo he contado bé por cé, tal como el me lo contó. Dios le protegió y los Turcos no supieron nada. Al tercer día pasó un buque de Cetafonia y lo recogió. Si quieres saber de mí, yo estaba entonces con Karaiskakis.


Cuando tras de algunos instantes se separaron uno y otro, el joven y el viejo, el sol brillaba sobre el molino, como la sonrisa de un centenario.

Capítulo 2

Pasó un año: un año que bastó para señalar grandes cambios en los personajes y en la escena de nuestra pequeña historia. El capitán Mitros no salía hacía ya algún tiempo á dar sus paseos matutinos, atormentado en su casa por una terrible gota: el señor Timoteo, había regresado de nuevo á Atenas con licencia, hecho todo un médico, y sin cuidarse de otra cosa que de procurarse una buena clientela. En la isleta ya no quedaba ni un vestigio del histórico molino. En su lugar se levantaba un elegante pabellón de madera, en el que se había instalado un diligente y emprendedor cafetero, el cual atraía los domingos la mejor sociedad de la ciudad, alrededor de las mesas, para gozar de los sones de una música militar, y en las noches de verano, de la brisa marítima y de la luz de la luna, que se reflejaba mágicamente en las muelles aguas, como en un mármol azulado.

El sol se ocultaba sumergiéndose en el mar y los colores del ocaso mezclados en perfecta armonía y con brillante explendor, por el docto pincel de la naturaleza, se debilitaban y borraban lentamente en los confines del horizonte. Un solo color, el de púrpura, pujante y oscuro, el más expléndido y regio de los colores, se derramaba con energía en ligeras y obscuras líneas, hasta los más lejanos y apenas perceptibles montes, y caía sobre el mar en toda la extensión del Occidente, y su reflejo magnífico sobre las olas tranquilas, hacía el efecto de un misterioso y coralíneo país de espíritus y nereidas en el momento de su emersión del abismo del mar, para admiración de nuestros mortales ojos. En aquella hora el señor Timoteo, apoyado en la ventana de su casa, fijaba más su atención en el movimiento extraordinario de la isleta, que en la magnífica pero en aquel horizonte ya acostumbrada decoración de la puesta del sol. El dueño del café había traído de Atenas una compañía cantante de bohemias, las cuales aquella noche debían cantar en un estrado levantado á propósito. A causa de esto, no sólo las mesas del café, sino que también casi todo el circuito de la isleta fueron ocupados por una multitud de curiosos y amantes de novedades. El señor Timoteo tomando su sombrero se disponía también á dirigirse allí, cuando se le presentó la vieja sirvienta del capitán Mitros.

—Señor doctor, hace algún rato que al capitán le han sobrevenido agudos dolores; tiene fiebre. Os suplico que tengáis la bondad de llegaros hasta allí. Cabalmente ahora falta nuestro médico. Os lo pide por favor el mismo capitán. Desde aquella mañana en que un año antes el médico y el viejo soldado se habían dejado llevar del atractivo de sus dulces y grandes recuerdos, delante del molino, el señor Timoteo no le había visto. Le volvió á reconocer ahora en su casa, tan vieja como él, dentro de su ancho cuarto de invierno, con una gran chimenea cuya cónica bóveda salía bruscamente de la pared, con los rincones cubiertos de telarañas, con el pavimento gastado y crujiendo ruidosamente bajo los pies, con su techo sostenido por amenazadoras vigas, con sus paredes ennegrecidas y sin revoque alguno, con su ancho sofá, con su trofeo suspendido encima de él, de antiguos sables y enmohecidos fusiles, y por último, con el acostumbrado altarcito o iconostasion delante del cual ardía una lámpara medio apagada. Encima del sofá estaba tendido el capitán Mitros. En el espacio de un año había envejecido mucho. Las concavidades de las mejillas se habían hecho más profundas, y el semblante llenado de arrugas.

—Ah, doctor! Caronte ha dado orden de prenderme y me tiene tan cogido como puede. ¡No creo que esta vez pueda escaparme! exclamó con débil voz y sonrisa melancólica.

El médico animándole, dictó algunas recetas y se dispuso á retirarse; pero el capitán Mitros, ni sano ni enfermo, soltaba fácilmente á los que con él se encontraban. Comenzó, pues, á preguntar con interés al joven respecto de sus asuntos.

—¿Y desde cuando ejerces de médico, hijo mío?

— Hace pocos días que llegué, mi capitán.

—¿Y en dónde estabas?

—Estaba en Atenas con licencia, y ya véis me vine aquí. Dos días después de aquél que nos encontramos en el molino, me marché de aquí, y no había vuelto. ¡Ha pasado un año cabal! ¿Lo recordáis, capitán?

—¡En el molino! exclamó el viejo con violencia. ¿Pues qué? ¿no lo quitaron de en medio? Estos cafeteros hacen lo que quieren. Cada día van peor las cosas.

El señor Timoteo sólo se acordó entonces que desde que había vuelto, con sus muchos cuidados, no había tenido curiosidad de preguntar por la vieja ruina, que en otro tiempo fué causa para él, de extraña conmoción, y que al volver no encontró va en su sitio; únicamente había oído decir que había sido derribado por el municipio. Y entregándose inconscientemente al sentimiento de la curiosidad, preguntó:

—Pero ¿cómo fué esto, capitán?

—¡Cómo fué! ¿y es posible que no lo sepas? y se sentó con pena encima del lecho.

—No sé nada, capitán. Ya os lo dije: llegué anteayer. Pero no es conveniente que ahora habléis, añadió observando que excitaba involuntariamente al viejo á una larga conversación. Volveré mañana y entonces hablaremos. Ahora tenéis necesidad de silencio de reposo.

—No tengo necesidad de nada de eso, contestó el viejo olvidando sus males y su debilidad ante el deseo imperioso de desahogar su pena. Conviene que lo sepas para que veas á que estado hemos llegado. Han pasado de entonces cinco ó seis meses, pero no lo olvidaré nunca.

Y sin dar tiempo al médico, prosiguió con viveza y animación:

—Un día por la mañana, salí como de costumbre para tomar el aire. Al llegar delante el molino veo mucha gente á su alrededor. Me acerco para preguntar lo que ocurre.—El molino, me dicen, se ha vendido y van á derribarlo. —El municipio, en efecto, tomó la resolución de derribarlo y de vender las piedras. El señor Salvador las compró, y se presentó con albañiles y carros para procederá su destrucción y llevarse sus restos. Me pareció que era á mí á quien se destruía. Vuelvo los ojos á derecha é izquierda; unos se detenían para pasar el rato, otros hablaban ó estaban con la boca abierta; todos indiferentes. Comencé ti dar vueltas de un lado á otro; estaba á punto de estallar. ¿Sabes lo que oí de boca de éste y de aquél y del de más allá? —¡Gracias á Dios! —¡Ya era hora de quitar de en medio este mamarracho! —Ahora sería bueno que arreglasen este sitio y que levantaran una fonda. —¡Qué bien que sonaría aquí la música! Si yo pudiera, levantaría aquí un café que metería ruido, no como el café que dicen va á construir el señor Salvador; en verano baños, por la noche café chantant, en fin que sé yo! —Y estas cosas las decían hombres ilustrados, abogados, señores, mujeres, jóvenes…

¡Qué cólera me daban! Me parecía que se burlaban de mí con lo que decían. Me encendía cada vez más y mi imaginación volaba como un pájaro. Veía la isla en el momento de la destrucción, el molino cuando le rodeaban los Arbanitas, los cinco hermanos sembrando fuego y llamas, á Tassos Tassoulas…

El viejo con un violento movimiento se sentó en la cama.

—Capitán, sentáos poco á poco: lo mejor sería que no hablárais, porque esto os perjudica, se apresuró á decir el joven médico.

—Doctor, no puedo dejar de hablar; tú eres todo un hombre; no eres un cualquiera como aquéllos. Todos los que daban vueltas por aquí, que discutían ó que reían con la boca abierta, me parecían peores que aquellos Turcos que querían destruir el molino. ¿Y sabes, doctor, qué cosa me vino á la imaginación? Lo recuerdo como si fuera ayer. Hace unos veinte años fui á Atenas para negocios propios. ¿Sabes cuando? En la época en que el temporal derribó la columna del Olímpico. Un día al pasar por delante de una tienda, oí muchos gritos é imprecaciones. En la parte exterior se había reunido mucha gente. —¿Qué ocurre? pregunté. Averiguo que la causa de la disputa era una antigua estatua en manos de un droguero que tenía la tienda. Vaya, á ver que será aquella antigualla, pensé para mis adentros; empujo á derecha é izquierda y al fin consigo hallarme delante de la puerta de la tienda. Un hombre viejo, enfermo, envuelto en un paletó negro, —repito, lo recuerdo como si fuera ayer—tenía en las manos una estatua, no sé si de hombre ó mujer, porque se me ha ido de la memoria: era amarillenta, llena de tierra, y le faltaban las manos y la cabeza; sería una magnífica estatua, porque con todas estas faltas, parecía que había de moverse. Disputaban sobre ella el viejo, que era un maestro, y el droguero; el maestro estaba nombrado para la inspección y adquisición de antigüedades, trataba de arrebatar la estatua, conforme la ley ordena, del poder del droguero que la había hallado cavando unos cimientos para edificar una casa. El droguero gritaba: ¡Es mía! ¡la encontré con mi trabajo! —¡No es tuya! ¡la ley no lo permite! —Es mía, repitió volviendo á la carga el droguero, y extendiendo la mano para tomarla de manos del maestro. Pero el viejo sin perder tiempo, soltó un puñetazo á la cabeza del droguero; estrechó la estatua en sus brazos, como un padre á su hijo, y echó á correr con todas sus fuerzas.

En aquella ocasión, repito, me vino á las mientes el caso del maestro con su estatua, y lo confieso, me avergoncé de mi mismo.

¿Había de ser yo menos que el hombre de letras de Atenas? dije para mis adentros. ¡Además no todos estos son drogueros, no! no dejaré que destruyan el molino. ¿Qué he de temer? Nosotros no temimos á los Tsamides que se arrojan á la guerra como á una mar gruesa; nosotros no temimos á los Liapides que tienen tanta malicia como falta de estatura, ni á los Gekides, ni á los Toskides, ni á los Arapides, ni á nadie…

El viejo calló un momento, inclinando la cabeza en la almohada, para gozar más profundamente del encanto de sus gloriosos recuerdos. El médico, aprovechándose de su tranquilidad, se marchó hacia la puerta para llamar á la vieja criada y darle las debidas instrucciones para el cuidado del enfermo. Deseaba marcharse sin ser advertido: el viejo entretanto, inocente y última reliquia quizás de aquella gran generación, disputada ya por la muerte, pero conservando en sus últimos días toda la fuerza y la grandeza de los tiempos y de los hombres de la Revolución, se reaccionaba recibiendo su imaginación con viveza y con rapidez todas las impresiones de aquellos tiempos. El capitán Mitros se le representaba como el molino viviente, próximo á derrumbarse ante los golpes de la guadaña del tiempo. Y se acordó del encuentro con el capitán un año antes, junto á las ruinas, y de aquella hermosa mañana; de las Nereidas, de los cinco hermanos, y no se atrevió á marcharse, pues le pareció que despreciaba, obrando así, las palabras y el dolor del pobre viejo. Mas antes, el ruido de sus pasos sacó al capitán Mitros de sus meditaciones, y volvió de nuevo á sentarse.

—¡Es verdad, capitán! dijo el médico, procurando reanudar la conversación con el viejo. Á haber tenido vergüenza, no hubieran derribado el molino.

—¡Sí, le derribaron! ¡Ellos le derribaron! Corrí como si no tuviera más de setenta años, levanté mi bastón y di con él un golpe á la espalda de un albañil que había escalado el techo con una hacha. —¡ldos al diablo! ¡Nadie tiene derecho a destruir el molino! grité con fuerza. Todo el mundo corrió hacia mí y se detuvo; los trabajadores se quedaron con la boca abierta. El señor Salvador, el comprador, acudió presuroso. Creyó que reivindicaba la propiedad del molí no y díjome que acudiera á los tribunales pero que dejara que los hombres prosiguieran su trabajo. —¿Qué es lo que dices? le repliqué, el molino no es tuvo, ni mío, ni del municipio; el molino es de la nación: no puede derribarse. El molino es de la Revolución. Aquí en la época de la destrucción y de la ruina se consumó la mayor hazaña. Aquí se mostró el heroismo. Dentro de él combatió Tassos Tassoulas con sus hermanos. Nuestros bienes, nuestras casas las destruyeron los Turcos. El molino nos quedó en ruinas; se mantuvo como se aguantan todavía en sus pies, los héroes de la independencia. Rangos, Rabinos, Canaris tantos otros. ¿Mataríamos acaso hoy á Rangos, á Rabinos á Canaris? ¡No! sino que les damos galones y les honramos. Diréis que los hombres son hombres, y las piedras son piedras. Si así discurrís, también la imagen es madera, el sepulcro de vuestros padres, tierra; la bandera, un pedazo de paño, y así por el estilo. —Estas y otras muchas cosas dije. ¡Cómo he de ir á acordarme de todas! Mis palabras no cayeron en terreno estéril. Algunos se rieron, gente de letras en su mayoría, pero dos ó tres dueños de barcos que se encontraban allí, algunos marineros soldados, gente honrada toda, comenzaron apoyar mis palabras. —Tiene razón. La verdad siempre es verdad. ¡Es una vergüenza! murmuraban entre ellos. Entonces yo…

En aquel instante se oyeron frenéticos aplausos que estallaron en el café cantante de la isla, acompañados de gritos ruidosos y desaforados. La suave brisa de la tarde llevó hasta la habitación del capitán Mitros la ruidosa y extranjera canción de Marica.


Cuando los viejos loquillos
Quieren hacer el amor.
Las niñas les dan espinas
Espinas en vez de flor.
¿Lo entiendes, lo entiendes, viejo,
Viejo, lo entiendes bien?


—¡Así reventarais, cochinos! exclamó el viejo con asco. —Después continuó. —Entonces reuní aquella buena gente y la dije: Decidme por vida vuestra: ¿Hay una necesidad, un deber mayor, que el de recoger la piedra más pequeña que nos recuerde nuestra gloria? Así encontramos las cosas, así hemos de dejarlas. Jamás se habló con más razón en ocasión alguna. —¡Cumplid vuestra obligación!—gritó irritado ya el señor Salvador. —¡No destruirán el molino!—repliqué yo con voz más alta. —No lo destruirán, exclamaron conmigo unos veinte bravos. Así lo hallamos, así lo dejaremos. — Mas hé aquí que en aquel momento se presenta el prefecto con todos los agentes de policía. Así que les vió se le ensanchó el corazón al señor Salvador.

—¿El señor Katramis? preguntó el joven con aire distraído.

—No, este es el de ahora; yo hablo del otro, del antecesor. ¿No lo recuerdas?

—¿Y qué dijo el señor prefecto? preguntó el joven, procurando detener los deseos descriptivos del viejo. Pero el grosero canto resonó de nuevo interpretado por una voz todavía más grosera.

—¿Qué dijo el prefecto? prosiguió, como si su cólera subiese de punto al oir aquel canto. ¡Qué había de decir un usurero, un impío, un hombre que hizo una fortuna apoderándose de las tierras de éste y de las viñas de aquél; un hombre que edificó su casa a costa de la vida del vecino, con juramentos falsos y escrituras fingidas, un hombre á quien hizo prefecto el temor que le tenían y la fortuna que poseía. Qué había de decir! ¿Sabes lo que me dijo? Esto son discursos en el aire, capitán Mitros. No se pierde el patriotismo con dos ó tres piedras viejas que se destruyan, cuando tiene su objeto el destruirlas. No arméis escándalos: ya sabéis que todo este lugar desde hace muchos años es propiedad del municipio. —¡Propiedad del municipio, señor prefecto, es verdad, pero para levantar á su alrededor una verja de oro! —¡Esto es lo que nos mata! dijo el prefecto con voz más fuerte y fuertes carcajadas. ¡El patriotismo se nos come! Todo eso de que el cuello del griego no sufre el yugo, y otras pasmarotadas por el estilo. Nada de esto es práctico. Si ponéis en el presupuesto cada piedra de la Independencia, entonces lo hallaréis excesivo. ¡Malos negocios son estos! ¡Las piedras se nos comen! ¡Los sabios de Atenas pasan el tiempo inclinados encima las piedras! ¡Por esto siempre tropezamos y no podemos marchar adelante! No sabemos lo que nos conviene. Por las piedras se hacen excavaciones, por las piedras se gasta el dinero. Si entienden algo de ellas, os dejo cortarme la cabeza. A lo menos en Atenas se encuentran mármoles, que valen algo: y cuando no, el mármol se vende y se saca de él dinero. —¡No sé como me aguanté y no le solté un bofetón! —¡No destruyáis el molino, por el nombre de Dios! ¡que lo digan esto gente sin seso, pase; pero en cabal juicio!… —El municipio es pobre, tiene necesidad de dinero, replicaba el prefecto. Queremos calles, faroles, caminos, sobre todo caminos ¡la comunicación es el patriotismo! —La usura es el patriotismo, estuve por decirle. —Necesitamos dinero. Las piedras son buenas, son de oro, tan sólo cuando dan dinero, y nada más que por eso. Las piedras se venderán, el lugar se alquilará; el municipio quiere dinero. El patriotismo no está en las piedras. —Estas otras muchas cosas dijo el señor prefecto.

—Y al fin ¿cómo derribaron el molino, capitán Mitros? preguntó el joven.

—¡No lo destruyeron! ¡qué habían de destruirlo ellos! respondió con desprecio el capitán Mitros. Y se animó por grados, y sus mejillas descoloridas se colorearon y brilló su mirada; en fin su situación era capaz de poner intranquilo á cualquier médico.

—¡No lo derribaron! el prefecto ordenó á los polizontes que cercaran el molino y trajo consigo gendarmes de á caballo, para que no pudiéramos hacer nada. Sin pensarlo se había reunido todo el lugar. Poco más ó menos sería esta hora; no, un poco antes; cuando iba á ponerse el sol.

—¡Adelante y acaben de una vez! dijo el prefecto. Un albañil torna una escalera y se dispone á empuñar su pico.

—¿Y vosotros, qué hicisteis?

Nosotros no tuvimos tiempo de pensar lo que convenía hacer.

—¿Porqué, qué sucedió?

—¿Qué sucedió? in aquel momento el molino crujió, hizo un gran krrr. y casi antes de que se acercara la escalera el azadón, se hundió por todos sus costados en un instante, como si le derribara un terremoto. Dirías que era un hombre á quien hiriera un rayo. ¡No! Dios no lo quiere, señor prefecto. Cuando una cosa es injusta, hasta las piedras tienen voz para acusar. ¡No, señor prefecto! ¡no derriba un albañil, lo que no derribaron cañones turcos! Tassos Tassoulas fue muerto, pero no le tocó la mano de ningún Arbanita.

De repente cesó la animada conversación del capitán Mitros. Cayó pesadamente sobre el lecho, y cerró con indolencia los ojos. Las emociones de su relación habían enardecido su fiebre.

Cuando el médico salió de la casa, era ya de noche. La obscuridad y la calma de la ciudad contrastaba con la vista del espectáculo luminoso de la isla, alborotada con los cantos, los gritos y los golpes de bastones, y el barullo de la concurrencia, sobre el cual resonó la canción de Marica, concluida en tono alto y triunfal:


Los viejos se vuelven locos
Se vuelven locos los viejos.
Corren amores y quieren
La primavera en invierno.
¿Lo entiendes, lo entiendes viejo,
Viejo, lo entiendes bien?

Capítulo 3

No tardó mucho en morirse el capitan Mitros. Fué enterrado á expensas del municipio, pero no se dieron al cadáver honores militares, porque no tenía condecoraciones: la medalla de hierro de la Independencia que poseía no daba derecho para tales honores.

Muchos siguieron al féretro hasta el cementerio. Pronunció el discurso fúnebre el señor Timoteo, levantándose á gran altura por su elocuencia, sobre todo cuando comparó la pequeñez del presente con la grandeza del pasado. Los circunstantes le oían con la boca abierta. Concluido el entierro recibió en la plaza de la ciudad calurosas felicitaciones. El señor prefecto también se acercó á darle el parabién.

—¡Muy bien doctor! Pusisteis sin embargo mucha sal. Quizás exagerasteis un poco. Entre otras cosas convenía que hubieseis dicho que le hizo Dios un gran favor en llevárselo, porque con la vejez se le había debilitado algun tanto el cerebro. Sepan ustedes, señores, dijo con aire de triunfo á los que le rodeaban, que hace algún tiempo, se le metió en la cabeza, que no debía derribarse el molino y que el molino se había caído solo corno un castillo de cartas.

Y se puso á reir ruidosamente á carcajadas, mientras que mordiéndose los labios y pálido de corage, y fijando en él atentamente los ojos, le replicó el señor Timoteo:

—¡Señor prefecto, nosotros los hombrecillos de hoy no debemos hablar de aquellos hombres!


Publicado el 2 de enero de 2017 por Edu Robsy.
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