La Comedia Nueva

Leandro Fernández de Moratín


Teatro, Comedia



Advertencia

«Esta comedia ofrece una pintura fiel del estado actual de nuestro teatro (dice el prólogo de su primera edición); pero ni en los personajes ni en las alusiones se hallará nadie retratado con aquella identidad que es necesaria en cualquier copia, para que por ella pueda indicarse el original. Procuró el autor, así en la formación de la fábula como en la elección de los caracteres, imitar la naturaleza en lo universal, formando de muchos un solo individuo».

En el prólogo que precede a la edición de Parma se dice: «De muchos escritores ignorantes que abastecen nuestra escena de comedias desatinadas, de sainetes groseros, de tonadillas necias y escandalosas, formó un don Eleuterio; de muchas mujeres sabidillas y fastidiosas, una doña Agustina; de muchos pedantes erizados, locuaces, presumidos de saberlo todo, un don Hermógenes; de muchas farsas monstruosas, llenas de disertaciones morales, soliloquios furiosos, hambre calagurritana, revista de ejércitos, batallas, tempestades, bombazos y humo, formó El gran cerco de Viena; pero ni aquellos personajes, ni esta pieza existen».

Don Eleuterio es, en efecto, el compendio de todos los malos poetas dramáticos que escribían en aquella época, y la comedia de que se le supone autor, un monstruo imaginario, compuesto de todas las extravagancias que se representaban entonces en los teatros de Madrid. Si en esta obra se hubiesen ridiculizado los desaciertos de Cañizares, Añorbe o Zamora, inútil ocupación hubiera sido censurar a quien ya no podía enmendarse ni defenderse.

Las circunstancias de tiempo y lugar, que tanto abundan en esta pieza, deben ya necesariamente hacerla perder una parte del aprecio público, por haber desaparecido o alterádose los originales que imitó; pero el transcurso mismo del tiempo la hará más estimable a los que apetezcan adquirir conocimiento del estado en que se hallaba nuestra dramática en los veinte años últimos del siglo anterior. Llegará sin duda la época en que desaparezca de la escena (que en el género cómico sólo sufre la pintura de los vicios y errores vigentes); pero será un monumento de historia literaria, único en su género, y no indigno tal vez de la estimación de los doctos.

Luego que el autor se la leyó a la compañía de Ribera, que la debía representar, empezaron a conmoverse los apasionados de la compañía de Martínez. Cómicos, músicos, poetas, todos hicieron causa común, creyendo que de la representación de ella resultaría su total descrédito y la ruina de sus intereses. Dijeron que era un sainete largo, un diálogo insulso, una sátira, un libelo infamatorio; y bajo este concepto se hicieron reclamaciones enérgicas al gobierno para que no permitiera su publicación. Intervino en su examen la autoridad del presidente del consejo, la del corregidor de Madrid y la del vicario eclesiástico; sufrió cinco censuras, y resultó de todas ellas que no era un libelo sino una comedia escrita con arte, capaz de producir efectos muy útiles en la reforma del teatro. Los cómicos la estudiaron con esmero particular, y se acercaba el día de hacerla. Los que habían dicho antes que era un diálogo insípido, temiendo que tal vez no le pareciese al público tan mal como a ellos, trataron de juntarse en gran número, y acabar con ella en su primera representación, la cual se verificó en el Teatro del Príncipe, el día 7 de febrero de 1792.

El concurso la oía con atención, sólo interrumpida por sus mismos aplausos; los que habían de silbarla no hallaban la ocasión de empezar, y su desesperación llegó al extremo cuando creyeron ver su retrato en la pintura que hace don Serapio de la ignorante plebe que en aquel tiempo favorecía o desacreditaba el mérito de las piezas y de los actores, y tiranizando el teatro concedía su protección a quien más se esmeraba en solicitarla por los medios que allí se indican. El patio recibió la lección áspera que se le daba, con toda la indignación que era de temer en quien iba tan mal dispuesto a recibirla; lo restante del auditorio logró imponer silencio a aquella irritada muchedumbre, y los cómicos siguieron más animados desde entonces y con más seguridad del éxito. Al exclamar don Eleuterio en la escena VIII del acto II: ¡Picarones! ¿Cuándo han visto ellos comedia mejor?, supo decirlo el actor que desempeñaba este papel con expresión tan oportunamente equívoca que la mayor parte del concurso (aplicando aquellas palabras a lo que estaba sucediendo), interrumpió con aplausos la representación. La turba de los conjurados perdió la esperanza y el ánimo, y el general aprecio que obtuvo en aquel día esta comedia no pudo ser más conforme a los deseos del autor.

Manuel Torres sobresalió en el papel de don Pedro, dándole toda la nobleza y expresión que pide; Juana García, en el de doña Mariquita, mereció general estimación, nada dejó que desear, y dio a las tareas de los artífices asunto digno; Polonia Rochel representó con acierto la presunción necia de doña Agustina; el excelente actor Mariano Querol pintó en don Hermógenes un completo pedante, escogido entre los muchos que pudo imitar. Manuel García Parra excitó el entusiasmo del público con su papel de don Eleuterio: la voz, el gesto, los ademanes, el traje, todo fue tan acomodado al carácter que representó, que parecía en él naturaleza lo que era estudio.

Non ego ventosae plebis suffragia venor

(Horat., Epist. 19, Lib. I).

Personajes

DON ELEUTERIO.
DON PEDRO.
DOÑA AGUSTINA.
DON ANTONIO.
DOÑA MARIQUITA.
DON SERAPIO.
DON HERMÓGENES.
PIPÍ.

La escena es en un café de Madrid, inmediato a un teatro.

El teatro representa una sala con mesas, sillas y aparador de café; en el foro, una puerta con escalera a la habitación principal, y otra puerta a un lado, que da paso a la calle.

La acción empieza a las cuatro de la tarde y acaba a las seis.

Acto I

Escena I

DON ANTONIO, PIPÍ.

(DON ANTONIO sentado junto a una mesa; PIPÍ paseándose).

DON ANTONIO.—Parece que se hunde el techo. Pipí.

PIPÍ.—Señor…

DON ANTONIO.—¿Qué gente hay arriba, que anda tal estrépito? ¿Son locos?

PIPÍ.—No, señor; poetas.

DON ANTONIO.—¿Cómo poetas?

PIPÍ.—Sí, señor; ¡así lo fuera yo! ¡No es cosa! Y han tenido una gran comida: Burdeos, pajarete, marrasquino, ¡uh!

DON ANTONIO.—¿Y con qué motivo se hace esa francachela?

PIPÍ.—Yo no sé; pero supongo que será en celebridad de la comedia nueva que se representa esta tarde, escrita por uno de ellos.

DON ANTONIO.—¿Conque han hecho una comedia? ¡Haya picarillos!

PIPÍ.—¿Pues qué, no lo sabía usted?

DON ANTONIO.—No, por cierto.

PIPÍ.—Pues ahí está el anuncio en el diario.

DON ANTONIO.—En efecto, aquí está (Leyendo el diario, que está sobre la mesa.) : COMEDIA NUEVA INTITULADA EL GRAN CERCO DE VIENA. ¡No es cosa! Del sitio de una ciudad hacen una comedia. Si son el diantre. ¡Ay, amigo Pipí, cuánto más vale ser mozo de café que poeta ridículo!

PIPÍ.—Pues mire usted, la verdad, yo me alegrara de saber hacer, así, alguna cosa…

DON ANTONIO.—¿Cómo?

PIPÍ.—Así, de versos… ¡Me gustan tanto los versos!

DON ANTONIO.—¡Oh!, los buenos versos son muy estimables; pero hoy día son tan pocos los que saben hacerlos; tan pocos, tan pocos.

PIPÍ.—No, pues los de arriba bien se conoce que son del arte. ¡Válgame Dios, cuántos han echado por aquella boca! Hasta las mujeres.

DON ANTONIO.—¡Oiga! ¿También las señoras decían coplillas?

PIPÍ.—¡Vaya! Allí hay una doña Agustina, que es mujer del autor de la comedia… ¡Qué! Si usted viera… Unas décimas componía de repente… No es así la otra, que en toda la mesa no ha hecho más que retozar con aquel don Hermógenes, y tirarle miguitas de pan al peluquín.

DON ANTONIO.—¿Don Hermógenes está arriba? ¡Gran pedantón!

PIPÍ.—Pues con ése se ha estado jugando; y cuando la decían: «Mariquita, una copla, vaya una copla», se hacía la vergonzosa; y por más que la estuvieron azuzando a ver si rompía, nada. Empezó una décima, y no la pudo acabar, porque decía que no encontraba el consonante; pero doña Agustina, su cuñada… ¡Oh!, aquélla sí. Mire usted lo que es… Ya se ve, en teniendo vena.

DON ANTONIO.—Seguramente. ¿Y quién es ése que cantaba poco ha y daba aquellos gritos tan descompasados?

PIPÍ.—¡Oh! Ese es don Serapio.

DON ANTONIO.—Pero ¿qué es? ¿Qué ocupación tiene?

PIPÍ.—Él es… Mire usted. A él le llaman don Serapio.

DON ANTONIO.—¡Ah, sí! Ése es aquel bullebulle que hace gestos a las cómicas, y las tira dulces a la silla cuando pasan, y va todos los días a saber quién dio cuchillada; y desde que se levanta hasta que se acuesta no cesa de hablar de la temporada de verano, la chupa del sobresaliente y las partes de por medio.

PIPÍ.—Ese mismo. ¡Oh! Ése es de los apasionados finos. Aquí se viene por las mañanas a desayunar; y arma unas disputas con los peluqueros, que es un gusto oírle. Luego se va allá abajo, al barrio de Jesús; se juntan cuatro amigos, hablan de comedias, altercan, ríen, fuman en los portales. Don Serapio los introduce aquí y acullá hasta que da la una, se despiden, y él se va a comer con el apuntador.

DON ANTONIO.—¿Y ese don Serapio es amigo del autor de la comedia?

PIPÍ.—¡Toma! Son uña y carne. Y él ha compuesto el casamiento de doña Mariquita, la hermana del poeta, con don Hermógenes.

DON ANTONIO.—¿Qué me dices? ¿Don Hermógenes se casa?

PIPÍ.—¡Vaya si se casa! Como que parece que la boda no se ha hecho ya porque el novio no tiene un cuarto ni el poeta tampoco; pero le ha dicho que con el dinero que le den por esta comedia, y lo que ganará en la impresión, les pondrá casa y pagará las deudas de don Hermógenes, que parece que son bastantes.

DON ANTONIO.—Sí serán. ¡Cáspita si serán! Pero, y si la comedia apesta, y por consecuencia ni se la pagan ni se vende, ¿qué harán entonces?

PIPÍ.—Entonces, ¿qué sé yo? Pero ¡qué! No, señor. Si dice don Serapio que comedia mejor no se ha visto en tablas.

DON ANTONIO.—¡Ah! Pues si don Serapio lo dice, no hay que temer. Es dinero contante, sin remedio. Figúrate tú si don Serapio y el apuntador sabrán muy bien dónde les aprieta el zapato, y cuál comedia es buena y cuál deja de serlo.

PIPÍ.—Eso digo yo; pero a veces… Mire usted, no hay paciencia. Ayer, ¡qué!, les hubiera dado con una tranca. Vinieron ahí tres o cuatro a beber ponche, y empezaron a hablar, hablar de comedias. ¡Vaya! Yo no me puedo acordar de lo que decían. Para ellos no había nada bueno: ni autores, ni cómicos, ni vestidos, ni música, ni teatro. ¿Qué sé yo cuánto dijeron aquellos malditos? Y dale con el arte; el arte, la moral y… Deje usted, las… ¿Si me acordaré? Las… ¡Válgate Dios! ¿Cómo decían? Las… las reglas… ¿Qué son las reglas?

DON ANTONIO.—Hombre, difícil es explicártelo. Reglas son unas cosas que usan allá los extranjeros, principalmente los franceses.

PIPÍ.—Pues, ya decía yo: esto no es cosa de mi tierra.

DON ANTONIO.—Sí tal, aquí también se gastan, y algunos han escrito comedias con reglas; bien que no llegarán a media docena (por mucho que se estire la cuenta) las que se han compuesto.

PIPÍ.—Pues, ya se ve; mire usted, ¡reglas! No faltaba más. ¿A que no tiene reglas la comedia de hoy?

DON ANTONIO.—¡Oh! Eso yo te lo fío; bien puedes apostar ciento contra uno a que no las tiene.

PIPÍ.—Y las demás que van saliendo cada día tampoco las tendrán, ¿no es verdad, usted?

DON ANTONIO.—Tampoco. ¿Para qué? No faltaba otra cosa, sino que para hacer una comedia se gastaran reglas. No, señor.

PIPÍ.—Bien; me alegro. Dios quiera que pegue la de hoy, y luego verá usted cuántas escribe el bueno de don Eleuterio. Porque, lo que él dice: si yo me pudiera ajustar con los cómicos a jornal, entonces… ¡ya se ve! Mire usted si con un buen situado podía él…

DON ANTONIO.—Cierto. (Aparte). ¡Qué simplicidad!

PIPÍ.—Entonces escribiría. ¡Qué! Todos los meses sacaría dos o tres comedias. Como es tan hábil…

DON ANTONIO.—¿Conque es muy hábil, eh?

PIPÍ.—¡Toma! Poquito le quiere el segundo barba; y si en él consistiera, ya se hubiesen echado las cuatro o cinco comedias que tiene escritas; pero no han querido los otros, y ya se ve, como ellos lo pagan. En diciendo: no nos ha gustado o así, andar, ¡qué diantres! Y luego, como ellos saben lo que es bueno; y en fin, mire usted si ellos… ¿No es verdad?

DON ANTONIO.—Pues ya.

PIPÍ.—Pero deje usted, que aunque es la primera que le representan, me parece a mí que ha de dar el golpe.

DON ANTONIO.—¿Conque es la primera?

PIPÍ.—La primera. Si es mozo todavía. Yo me acuerdo… Habrá cuatro o cinco años que estaba de escribiente ahí, en esa lotería de la esquina, y le iba muy ricamente; pero como después se hizo paje, y el amo se le murió a lo mejor, y él se había casado de secreto con la doncella, y tenía ya dos criaturas, y después le han nacido otras dos o tres, viéndose él así, sin oficio ni beneficio, ni pariente, ni habiente, ha cogido y se ha hecho poeta.

DON ANTONIO.—Y ha hecho muy bien.

PIPÍ.—Pues, ya se ve; lo que él dice: si me sopla la musa, puedo ganar un pedazo de pan para mantener aquellos angelitos, y así ir trampeando hasta que Dios quiera abrir camino.

Escena II

DON PEDRO, DON ANTONIO, PIPÍ.

DON PEDRO.—Café. (DON PEDRO se sienta junto a una mesa distante de DON ANTONIO; PIPÍ le sirve el café).

PIPÍ.—Al instante.

DON ANTONIO.—No me ha visto.

PIPÍ.—¿Con leche?

DON PEDRO.—No. Basta.

PIPÍ.—¿Quién es éste? (A DON ANTONIO, al retirarse).

DON ANTONIO.—Este es don Pedro de Aguilar, hombre muy rico, generoso, honrado, de mucho talento; pero de un carácter tan ingenuo, tan serio y tan duro, que le hace intratable a cuantos no son sus amigos.

PIPÍ.—Le veo venir aquí algunas veces; pero nunca habla, siempre está de mal humor.

Escena III

DON SERAPIO, DON ELEUTERIO, DON PEDRO, DON ANTONIO, PIPÍ.

DON SERAPIO.—¡Pero, hombre, dejarnos así! (Bajando la escalera, salen por la puerta del foro).

DON ELEUTERIO.—Si se lo he dicho a usted ya. La tonadilla que han puesto a mi función no vale nada, la van a silbar, y quiero concluir esta mía para que la canten mañana.

DON SERAPIO.—¿Mañana? ¿Conque mañana se ha de cantar, y aún no están hechas ni letra ni música?

DON ELEUTERIO.—Y aun esta tarde pudieran cantarla, si usted me apura. ¿Qué dificultad? Ocho o diez versos de introducción, diciendo que callen y atiendan, y chitito. Después unas cuantas coplillas del mercader que hurta, el peluquero que lleva papeles, la niña que está opilada, el cadete que se baldó en el portal; cuatro equivoquillos, etc., y luego se concluye con seguidillas de la tempestad, el canario, la pastorcilla y el arroyito. La música ya se sabe cuál ha de ser: la que se pone en todas; se añade o se quita un par de gorgoritos, y estamos al cabo de la calle.

DON SERAPIO.—¡El diantre es usted, hombre! Todo se lo halla hecho.

DON ELEUTERIO.—Voy, voy a ver si la concluyo; falta muy poco. Súbase usted. (DON ELEUTERIO se sienta junto a una mesa inmediata al foro; saca papel y tintero, y escribe).

DON SERAPIO.—Voy allá; pero…

DON ELEUTERIO.—Sí, sí, váyase usted; y si quieren más licor, que lo suba el mozo.

DON SERAPIO.—Sí, siempre será bueno que lleven un par de frasquillos más. Pipí.

PIPÍ.—Señor.

DON SERAPIO.—Palabra. (Habla en secreto con PIPÍ y vuelve a irse por la puerta del foro; PIPÍ toma del aparador unos frasquillos y se va por la misma parte).

DON ANTONIO.—¿Cómo va, amigo don Pedro? (DON ANTONIO se sienta cerca de DON PEDRO).

DON PEDRO.—¡Oh, señor don Antonio! No había reparado en usted. Va bien.

DON ANTONIO.—¿Usted a estas horas por aquí? Se me hace extraño.

DON PEDRO.—En efecto, lo es; pero he comido ahí cerca. A fin de mesa se armó una disputa entre dos literatos que apenas saben leer. Dijeron mil despropósitos, me fastidié y me vine.

DON ANTONIO.—Pues con ese genio tan raro que usted tiene, se ve precisado a vivir como un ermitaño en medio de la corte.

DON PEDRO.—No, por cierto. Yo soy el primero en los espectáculos, en los paseos, en las diversiones públicas; alterno los placeres con el estudio; tengo pocos, pero buenos amigos, y a ellos debo los más felices instantes de mi vida. Si en las concurrencias particulares soy raro algunas veces, siento serlo; pero ¿qué le he de hacer? Yo no quiero mentir, ni puedo disimular; y creo que el decir la verdad francamente es la prenda más digna de un hombre de bien.

DON ANTONIO.—Sí; pero cuando la verdad es dura a quien ha de oírla, ¿qué hace usted?

DON PEDRO.—Callo.

DON ANTONIO.—¿Y si el silencio de usted le hace sospechoso?

DON PEDRO.—Me voy.

DON ANTONIO.—No siempre puede uno dejar el puesto, y entonces…

DON PEDRO.—Entonces digo la verdad.

DON ANTONIO.—Aquí mismo he oído hablar muchas veces de usted. Todos aprecian su talento, su instrucción y su probidad; pero no dejan de extrañar la aspereza de su carácter.

DON PEDRO.—¿Y por qué? Porque no vengo a predicar al café. Porque no vierto por la noche lo que leí por la mañana. Porque no disputo, ni ostento erudición ridícula, como tres, o cuatro, o diez pedantes que vienen aquí a perder el día, y a excitar la admiración de los tontos y la risa de los hombres de juicio. ¿Por eso me llaman áspero y extravagante? Poco me importa. Yo me hallo bien con la opinión que he seguido hasta aquí, de que en un café jamás debe hablar en público el que sea prudente.

DON ANTONIO.—Pues ¿qué debe hacer?

DON PEDRO.—Tomar café.

DON ANTONIO.—¡Viva! Pero, hablando de otra cosa, ¿qué plan tiene usted para esta tarde?

DON PEDRO.—A la comedia.

DON ANTONIO.—¿Supongo que irá usted a ver la pieza nueva?

DON PEDRO.—¿Qué, han mudado? Ya no voy.

DON ANTONIO.—Pero ¿por qué? Vea usted sus rarezas. (PIPÍ sale por la puerta del foro con salvilla, copas y frasquillos que dejará sobre el mostrador).

DON PEDRO.—¿Y usted me pregunta por qué? ¿Hay más que ver la lista de las comedias nuevas que se representan cada año, para inferir los motivos que tendré de no ver la de esta tarde?

DON ELEUTERIO.—¡Hola! Parece que hablan de mi función. (Escuchando la conversación).

DON ANTONIO.—De suerte que, o es buena, o es mala. Si es buena, se admira y se aplaude; si, por el contrario, está llena de sandeces, se ríe uno, se pasa el rato, y tal vez…

DON PEDRO.—Tal vez me han dado impulsos de tirar al teatro el sombrero, el bastón y el asiento, si hubiera podido. A mí me irrita lo que a usted le divierte. (Guarda DON ELEUTERIO papel y tintero, y se va acercando poco a poco, hasta ponerse en medio de los dos). Yo no sé; usted tiene talento y la instrucción necesaria para no equivocarse en materias de literatura; pero usted es el protector nato de todas las ridiculeces. Al paso que conoce usted y elogia las bellezas de una obra de mérito, no se detiene en dar iguales aplausos a lo más disparatado y absurdo; y con una rociada de pullas, chufletas e ironías hace usted creer al mayor idiota que es un prodigio de habilidad. Ya se ve; usted dirá que se divierte, pero, amigo…

DON ANTONIO.—Sí, señor, que me divierto. Y, por otra parte, ¿no sería cosa cruel ir repartiendo por ahí desengaños amargos a ciertos hombres cuya felicidad estriba en su propia ignorancia? ¿Ni cómo es posible disuadirles?…

DON ELEUTERIO.—No, pues… Con permiso de ustedes. La función de esta tarde es muy bonita, seguramente; bien puede usted ir a verla, que yo le doy mi palabra de que le ha de gustar.

DON ANTONIO.—¿Es éste el autor? (DON ANTONIO se levanta, y después de la pregunta que hace a PIPÍ, vuelve a hablar con DON ELEUTERIO).

PIPÍ.—El mismo.

DON ANTONIO.—Y ¿de quién es? ¿Se sabe?

DON ELEUTERIO.—Señor, es de un sujeto bien nacido, muy aplicado, de buen ingenio, que empieza ahora la carrera cómica; bien que el pobrecillo no tiene protección.

DON PEDRO.—Si es ésta la primera pieza que da al teatro, aún no puede quejarse; si ella es buena, agradará necesariamente, y un Gobierno ilustrado como el nuestro, que sabe cuánto interesan a una nación los progresos de la literatura, no dejará sin premio a cualquiera hombre de talento que sobresalga en un género tan difícil.

DON ELEUTERIO.—Todo eso va bien; pero lo cierto es que el sujeto tendrá que contentarse con sus quince doblones que le darán los cómicos, si la comedia gusta, y muchas gracias.

DON ANTONIO.—¿Quince? Pues yo creí que eran veinticinco.

DON ELEUTERIO.—No, señor; ahora, en tiempo de calor, no se da más. Si fuera por el invierno, entonces…

DON ANTONIO.—¡Calle! ¿Conque en empezando a helar valen más las comedias? Lo mismo sucede con los besugos. (DON ANTONIO se pasea. DON ELEUTERIO unas veces le dirige la palabra y otras se acerca hacia DON PEDRO, que no le contesta ni le mira).

DON ELEUTERIO.—Pues mire usted, aun con ser tan poco lo que dan, el autor se ajustaría de buena gana para hacer por el precio todas las funciones que necesitase la compañía; pero hay muchas envidias. Unos favorecen a éste, otros a aquél, y es menester una tecla para mantenerse en la gracia de los primeros vocales, que… ¡Ya, ya! Y luego, como son tantos a escribir, y cada uno procura despachar su género, entran los empeños, las gratificaciones, las rebajas. Ahora mismo acaba de llegar un estudiante gallego con unas alforjas llenas de piezas manuscritas: comedias, follas, zarzuelas, dramas, melodramas, loas, sainetes… ¿Qué sé yo cuánta ensalada trae allí? Y anda solicitando que los cómicos le compren todo el surtido, y da cada obra a trescientos reales una con otra. ¡Ya se ve!, ¿quién ha de poder competir con un hombre que trabaja tan barato?

DON ANTONIO.—Es verdad, amigo. Ese estudiante gallego hará malísima obra a los autores de la corte.

DON ELEUTERIO.—Malísima. Ya ve usted cómo están los comestibles.

DON ANTONIO.—Cierto.

DON ELEUTERIO.—Lo que cuesta un mal vestido que uno se haga.

DON ANTONIO.—En efecto.

DON ELEUTERIO.—El cuarto.

DON ANTONIO.—¡Oh! sí, el cuarto. Los caseros son crueles.

DON ELEUTERIO.—Y si hay familia…

DON ANTONIO.—No hay duda; si hay familia, es cosa terrible.

DON ELEUTERIO.—Vaya usted a competir con el otro tuno, que con seis cuartos de callos y medio pan tiene el gasto hecho.

DON ANTONIO.—¿Y qué remedio? Ahí no hay más sino arrimar el hombro al trabajo, escribir buenas piezas, darlas muy baratas, que se representen, que aturdan al público, y ver si se puede dar con el gallego en tierra. Bien que la de esta tarde es excelente, y para mí tengo que…

DON ELEUTERIO.—¿La ha leído usted?

DON ANTONIO.—No, por cierto.

DON PEDRO.—¿La han impreso?

DON ELEUTERIO.—Sí, señor. ¿Pues no se había de imprimir?

DON PEDRO.—Mal hecho. Mientras no sufra el examen del público en el teatro, está muy expuesta, y sobre todo es demasiada confianza en un autor novel.

DON ANTONIO.—¡Qué! No, señor. Si le digo a usted que es cosa muy buena. ¿Y dónde se vende?

DON ELEUTERIO.—Se vende en los puestos del Diario, en la librería de Pérez, en la de Izquierdo, en la de Gil, en la de Zurita y en el puesto de los cobradores a la entrada del coliseo. Se vende también en la tienda de vinos de la calle del Pez, en la del herbolario de la calle Ancha, en la jabonería de la calle del Lobo, en la…

DON PEDRO.—¿Se acabará esta tarde esa relación?

DON ELEUTERIO.—Como el señor preguntaba.

DON PEDRO.—Pero no preguntaba tanto. ¡Si no hay paciencia!

DON ANTONIO.—Pues la he de comprar, no tiene remedio.

PIPÍ.—Si yo tuviera dos reales. ¡Voto va!

DON ELEUTERIO.—Véala usted aquí. (Saca una comedia impresa y se la da a DON ANTONIO).

DON ANTONIO.—¡Oiga!, es ésta. A ver. Y ha puesto su nombre. Bien, así me gusta; con eso la posteridad no se andará dando de calabazadas por averiguar la gracia del autor. (Lee DON ANTONIO). Por DON ELEUTERIO CRISPÍN DE ANDORRA… «Salen el emperador Leopoldo, el rey de Polonia y Federico, senescal, vestidos de gala, con acompañamiento de damas y magnates, y una brigada de húsares a caballo». ¡Soberbia entrada! Y dice el emperador:

Ya sabéis, vasallos míos,
que habrá dos meses y medio
que el turco puso a Viena
con sus tropas el asedio,
y que para resistirle
unimos nuestros denuedos,
dando nuestros nobles bríos,
en repetidos encuentros,
las pruebas más relevantes
de nuestros invictos pechos.

¡Qué estilo tiene! ¡Cáspita! ¡Qué bien pone la pluma el pícaro!

Bien conozco que la falta
del necesario alimento
ha sido tal, que rendidos
de la hambre a los esfuerzos
hemos comido ratones,
sapos y sucios insectos.

DON ELEUTERIO.—¿Qué tal? ¿No le parece a usted bien? (Hablando a DON PEDRO).

DON PEDRO.—¡Eh! A mí, qué…

DON ELEUTERIO.—Me alegro que le guste a usted. Pero, no; donde hay un paso muy fuerte es al principio del segundo acto. Búsquele usted… ahí…, por ahí ha de estar. Cuando la dama se cae muerta de hambre.

DON ANTONIO.—¿Muerta?

DON ELEUTERIO.—Sí, señor, muerta.

DON ANTONIO.—¡Qué situación tan cómica! Y estas exclamaciones que hace aquí, ¿contra quién son?

DON ELEUTERIO.—Contra el visir, que la tuvo seis días sin comer porque ella no quería ser su concubina.

DON ANTONIO.—¡Pobrecita! ¡Ya se ve! El visir sería un bruto.

DON ELEUTERIO.—Sí, señor.

DON ANTONIO.—Hombre arrebatado, ¿eh?

DON ELEUTERIO.—Sí, señor.

DON ANTONIO.—Lascivo como un mico, feote de cara, ¿es verdad?

DON ELEUTERIO.—Cierto.

DON ANTONIO.—Alto, moreno, un poco bizco, grandes bigotes.

DON ELEUTERIO.—Sí, señor, sí. Lo mismo me le he figurado yo.

DON ANTONIO.—¡Enorme animal! Pues no, la dama no se muerde la lengua. ¡No es cosa cómo le pone! Oiga usted, don Pedro.

DON PEDRO.—No, por Dios; no lo lea usted.

DON ELEUTERIO.—Es que es uno de los pedazos más terribles de la comedia.

DON PEDRO.—Con todo eso.

DON ELEUTERIO.—Lleno de fuego.

DON PEDRO.—Ya.

DON ELEUTERIO.—Buena versificación.

DON PEDRO.—No importa.

DON ELEUTERIO.—Que alborotará en el teatro, si la dama lo esfuerza.

DON PEDRO.—Hombre, si he dicho ya que…

DON ANTONIO.—Pero, a lo menos, el final del acto segundo es menester oírle. (Lee DON ANTONIO, y al acabar da la comedia a DON ELEUTERIO).

EMPERADOR

Y en tanto que mis recelos…

VISIR

Y mientras mis esperanzas…

SENESCAL

Y hasta que mis enemigos…

EMPERADOR

Averiguo,…

VISIR

Logre,…

SENESCAL

Caigan,…

EMPERADOR

Rencores, dadme favor,…

VISIR

No me dejes, tolerancia,…

SENESCAL

Denuedo, asiste a mi brazo,…

TODOS

Para que admire la patria

el más generoso ardid

y la más tremenda hazaña.

DON PEDRO.—Vamos; no hay quien pueda sufrir tanto disparate. (Se levanta impaciente, en ademán de irse).

DON ELEUTERIO.—¿Disparates los llama usted?

DON PEDRO.—¿Pues no? (DON ANTONIO observa a los dos y se ríe).

DON ELEUTERIO.—¡Vaya, que es también demasiado! ¡Disparates! ¡Pues no, no los llaman disparates los hombres inteligentes que han leído la comedia! Cierto que me ha chocado. ¡Disparates! Y no se ve otra cosa en el teatro todos los días, y siempre gusta, y siempre lo aplauden a rabiar.

DON PEDRO.—¿Y esto se representa en una nación culta?

DON ELEUTERIO.—¡Cuenta que me ha dejado contento la expresión! ¡Disparates!

DON PEDRO.—¿Y esto se imprime para que los extranjeros se burlen de nosotros?

DON ELEUTERIO.—¡Llamar disparates a una especie de coro entre el emperador, el visir y el senescal! Yo no sé qué quieren estas gentes. Si hoy día no se puede escribir nada, nada que no se muerda y se censure. ¡Disparate! ¡Cuidado que…!

PIPÍ.—No haga usted caso.

DON ELEUTERIO.—(Hablando con PIPÍ hasta el fin de la escena). Yo no hago caso; pero me enfada que hablen así. Figúrate tú si la conclusión puede ser más natural ni más ingeniosa. El emperador está lleno de miedo por un papel que se ha encontrado en el suelo, sin firma ni sobrescrito, en que se trata de matarle. El visir está rabiando por gozar de la hermosura de Margarita, hija del conde de Strambangaum, que es el traidor…

PIPÍ.—¡Calle! ¡Hay traidor también! ¡Cómo me gustan a mí las comedias en que hay traidor!

DON ELEUTERIO.—Pues, como digo, el visir está loco de amores por ella; el senescal, que es hombre de bien si los hay, no las tiene todas consigo, porque sabe que el conde anda tras de quitarle el empleo y continuamente lleva chismes al emperador contra él; de modo que como cada uno de estos tres personajes está ocupado en un asunto, habla de ello y no hay cosa más natural. (Saca la comedia y lee).

Y en tanto que mis recelos…
Y mientras mis esperanzas…
Y hasta que mis…

¡Ah!, señor don Hermógenes. A qué buena ocasión llega usted. (Guarda la comedia, encaminándose a DON HERMÓGENES, que sale por la puerta del foro).

Escena IV

DON HERMÓGENES, DON ELEUTERIO, DON PEDRO, DON ANTONIO, PIPÍ.

DON HERMÓGENES.—Buenas tardes, señores.

DON PEDRO.—A la orden de usted. (DON PEDRO se acerca a la mesa en que está el diario; lee para sí y a veces presta atención a lo que hablan los demás).

DON ANTONIO.—Felicísimas, amigo don Hermógenes.

DON ELEUTERIO.—Digo, me parece que el señor don Hermógenes será juez muy abonado para decidir la cuestión que se trata; todo el mundo sabe su instrucción y lo que ha trabajado en los papeles periódicos, las traducciones que ha hecho del francés, sus actos literarios y sobre todo la escrupulosidad y el rigor con que censura las obras ajenas. Pues yo quiero que nos diga…

DON HERMÓGENES.—Usted me confunde con elogios que no merezco, señor don Eleuterio. Usted sólo es acreedor a toda alabanza por haber llegado a su edad juvenil al pináculo del saber. Su ingenio de usted, el más ameno de nuestros días, su profunda erudición, su delicado gusto en el arte rítmica, su…

DON ELEUTERIO.—Vaya, dejemos eso.

DON HERMÓGENES.—Su docilidad, su moderación…

DON ELEUTERIO.—Bien; pero aquí se trata solamente de saber si…

DON HERMÓGENES.—Estas prendas sí que merecen admiración y encomio.

DON ELEUTERIO.—Ya, eso sí; pero díganos usted lisa y llanamente si la comedia que hoy se representa es disparatada o no.

DON HERMÓGENES.—¿Disparatada? ¿Y quién ha prorrumpido en un aserto tan…?

DON ELEUTERIO.—Eso no hace al caso. Díganos usted lo que le parece y nada más.

DON HERMÓGENES.—Sí diré; pero antes de todo conviene saber que el poema dramático admite dos géneros de fábula. Sunt autem fabulae, aliae simplices, afiae implexae. Es doctrina de Aristóteles. Pero le diré en griego para mayor claridad. Eisi de ton mython oi men aploi oi de peplegmenoi. Cai gar ai praxeis

DON ELEUTERIO.—Hombre, pero si…

DON ANTONIO.—Yo reviento. (Siéntase, haciendo esfuerzos para contener la risa).

DON HERMÓGENES.—Cai gar ai praxeis on mimeseis oi

DON ELEUTERIO.—Pero…

DON HERMÓGENES.—… mythoi eisin ipar ousin.

DON ELEUTERIO.—Pero si no es eso lo que a usted se le pregunta.

DON HERMÓGENES.—Ya estoy en la cuestión. Bien que, para la mejor inteligencia, convendría explicar lo que los críticos entienden por prótasis, epítasis, catástasis, catástrofe, peripecia, agnición o anagnórisis, partes necesarias a toda buena comedia, y que, según Escalígero, Vossio, Dacier, Marmontel, Castelvetro y Daniel Heinsio…

DON ELEUTERIO.—Bien, todo eso es admirable, pero…

DON PEDRO.—Este hombre es loco.

DON HERMÓGENES.—Si consideramos el origen del teatro, hallaremos que los megareos, los sículos y los atenienses…

DON ELEUTERIO.—Don Hermógenes, por amor de Dios, si no…

DON HERMÓGENES.—Véanse los dramas griegos y hallaremos que Anaxipo, Anaxándrides, Eupolis, Antifanes, Filípides, Cratino, Crates, Epicrates, Menecrates y Ferecrates…

DON ELEUTERIO.—Si le he dicho a usted que…

DON HERMÓGENES.—Y los más celebérrimos dramaturgos de la edad pretérita, todos, todos convinieron nemine discrepante en que la prótasis debe preceder a la catástrofe necesariamente. Es así que la comedia del Cerco de Viena

DON PEDRO.—Adiós, señores. (Se encamina hacia la puerta. DON ANTONIO se levanta y procura detenerle).

DON ANTONIO.—¿Se va usted, don Pedro?

DON PEDRO.—Pues ¿quién, si no usted, tendrá frescura para oír eso?

DON ANTONIO.—Pero si el amigo don Hermógenes nos va a probar con la autoridad de Hipócrates y Martín Lutero que la pieza consabida, lejos de ser un desatino…

DON HERMÓGENES.—Ese es mi intento: probar que es un acéfalo insipiente cualquiera que haya dicho que tal comedia contiene irregularidades absurdas, y yo aseguro que delante de mí ninguno se hubiera atrevido a propalar tal aserción.

DON PEDRO.—Pues yo delante de usted la propalo, y le digo que por lo que el señor ha leído de ella y por ser usted el que la abona, infiero que ha de ser cosa detestable; que su autor será un hombre sin principios ni talento, y que usted es un erudito a la violeta, presumido y fastidioso hasta no más. Adiós, señores. (Hace que se va y vuelve).

DON ELEUTERIO.—Pues a este caballero le ha parecido muy bien lo que ha visto de ella. (Señalando a DON ANTONIO).

DON PEDRO.—A ese caballero le ha parecido muy mal; pero es hombre de buen humor y gusta de divertirse. A mí me lastima, en verdad, la suerte de estos escritores, que entontecen al vulgo con obras desatinadas y monstruosas, dictadas más que por el ingenio por la necesidad o la presunción. Yo no conozco al autor de esa comedia ni sé quién es; pero si ustedes, como parece, son amigos suyos, díganle en caridad que se deje de escribir tales desvaríos; que aún está a tiempo, puesto que es la primera obra que publica; que no le engañe el mal ejemplo de los que deliran a destajo; que siga otra carrera, en que por medio de un trabajo honesto podrá socorrer sus necesidades y asistir a su familia, si la tiene. Díganle ustedes que el teatro español tiene de sobra autorcillos chanflones que le abastezcan de mamarrachos; que lo que necesita es una reforma fundamental en todas sus partes, y que mientras ésta no se verifique, los buenos ingenios que tiene la nación, o no harán nada, o harán lo que únicamente baste para manifestar que saben escribir con acierto y que no quieren escribir.

DON HERMÓGENES.—Bien dice Séneca en su epístola dieciocho que…

DON PEDRO.—Séneca dice en todas sus epístolas que usted es un pedantón ridículo a quien yo no puedo aguantar. Adiós, señores.

Escena V

DON ANTONIO, DON ELEUTERIO, DON HERMÓGENES, PIPÍ.

DON HERMÓGENES.—¿Yo pedantón? (Encarándose hacia la puerta por donde se fue DON PEDRO. DON ELEUTERIO se pasea inquieto). ¡Yo, que he compuesto siete prolusiones grecolatinas sobre los puntos más delicados del derecho!

DON ELEUTERIO.—¡Lo que él entenderá de comedias cuando dice que la conclusión del segundo acto es mala!

DON HERMÓGENES.—Él será el pedantón.

DON ELEUTERIO.—¿Hablar así de una pieza que ha de durar lo menos quince días? Y si empieza a llover…

DON HERMÓGENES.—Yo estoy graduado en leyes, y soy opositor a cátedras, y soy académico, y no he querido ser dómine de Pioz.

DON ANTONIO.—Nadie pone en duda el mérito de usted, señor don Hermógenes, nadie; pero esto ya se acabó, y no es cosa de acalorarse.

DON ELEUTERIO.—Pues la comedia ha de gustar, mal que le pese.

DON ANTONIO.—Sí, señor, gustará. Voy a ver si le alcanzo, y velis nolis, he de hacer que la vea para castigarle.

DON ELEUTERIO.—Buen pensamiento; sí, vaya usted.

DON ANTONIO.—En mi vida he visto locos más locos.

Escena VI

DON HERMÓGENES, DON ELEUTERIO.

DON ELEUTERIO.—¡Llamar detestable a la comedia! ¡Vaya, que estos hombres gastan un lenguaje que da gozo oírle!

DON HERMÓGENES.—Aquila non capit muscas, don Eleuterio. Quiero decir que no haga usted caso. A la sombra del mérito crece la envidia. A mí me sucede lo mismo. Ya ve usted si yo sé algo…

DON ELEUTERIO.—¡Oh!

DON HERMÓGENES.—Digo, me parece que (sin vanidad) pocos habrá que…

DON ELEUTERIO.—Ninguno. Vamos; tan completo como usted, ninguno.

DON HERMÓGENES.—Que reúnan el ingenio a la erudición, la aplicación al gusto, del modo que yo (sin alabarme) he llegado a reunirlos. ¿Eh?

DON ELEUTERIO.—Vaya, de eso no hay que hablar: es más claro que el sol que nos alumbra.

DON HERMÓGENES.—Pues bien; a pesar de eso, hay quien me llama pedante, y casquivano, y animal cuadrúpedo. Ayer, sin ir más lejos, me lo dijeron en la Puerta del Sol, delante de cuarenta o cincuenta personas.

DON ELEUTERIO.—¡Picardía! Y usted ¿qué hizo?

DON HERMÓGENES.—Lo que debe hacer un gran filósofo; callé, tomé un polvo y me fui a oír una misa a la Soledad.

DON ELEUTERIO.—Envidia todo, envidia. ¿Vamos arriba?

DON HERMÓGENES.—Esto lo digo para que usted se anime, y le aseguro que los aplausos que… Pero dígame usted: ¿ni siquiera una onza de oro le han querido adelantar a usted a cuenta de los quince doblones de la comedia?

DON ELEUTERIO.—Nada, ni un ochavo. Ya sabe usted las dificultades que ha habido para que esa gente la reciba. Por último, hemos quedado en que no han de darme nada hasta ver si la pieza gusta o no.

DON HERMÓGENES.—¡Oh!, ¡corvas almas! Y precisamente en la ocasión más crítica para mí. Bien dice Tito Livio que cuando…

DON ELEUTERIO.—Pues ¿qué hay de nuevo?

DON HERMÓGENES.—Ese bruto de mi casero… El hombre más ignorante que conozco. Por año y medio que le debo de alquileres me pierde el respeto, me amenaza…

DON ELEUTERIO.—No hay que afligirse. Mañana o esotro es regular que me den el dinero; pagaremos a ese bribón, y si tiene usted algún pico en la hostería, también se…

DON HERMÓGENES.—Sí, aún hay un piquillo; cosa corta.

DON ELEUTERIO.—Pues bien; con la impresión lo menos ganaré cuatro mil reales.

DON HERMÓGENES.—Lo menos. Se vende toda seguramente. (Vase PIPÍ por la puerta del foro).

DON ELEUTERIO.—Pues con ese dinero saldremos de apuros; se adornará el cuarto nuevo: unas sillas, una cama y algún otro chisme. Se casa usted. Mariquita, como usted sabe, es aplicada, hacendosilla y muy mujer; ustedes estarán en mi casa continuamente. Yo iré dando las otras cuatro comedias que, pegando la de hoy, las recibirán los cómicos con palio. Pillo la moneda, las imprimo, se venden; entre tanto, ya tendré algunas hechas y otras en el telar. Vaya, no hay que temer. Y, sobre todo, usted saldrá colocado de hoy a mañana: una intendencia, una toga, una embajada, ¿qué sé yo? Ello es que el ministro le estima a usted, ¿no es verdad?

DON HERMÓGENES.—Tres visitas le hago cada día…

DON ELEUTERIO.—Sí, apretarle, apretarle. Subamos arriba, que las mujeres ya estarán…

DON HERMÓGENES.—Diecisiete memoriales le he entregado la semana última.

DON ELEUTERIO.—¿Y qué dice?

DON HERMÓGENES.—En uno de ellos puse por lema aquel celebérrimo dicho del poeta: Pallida mors aequo pulsat pede pauperum tabernas regumque turres.

DON ELEUTERIO.—¿Y qué dijo cuando leyó eso de las tabernas?

DON HERMÓGENES.—Que bien; que ya está enterado de mi solicitud.

DON ELEUTERIO.—Pues no le digo a usted. Vamos, eso está conseguido.

DON HERMÓGENES.—Mucho lo deseo para que a este consorcio apetecido acompañe el episodio de tener qué comer, puesto que sine Cerere et Baccho friget Venus. Y entonces, ¡oh!, entonces… Con un buen empleo y la blanca mano de Mariquita, ninguna otra cosa me queda que apetecer sino que el cielo me conceda numerosa y masculina sucesión. (Vanse por la puerta del foro).

Acto II

Escena I

DOÑA AGUSTINA, DOÑA MARIQUITA, DON SERAPIO, DON HERMÓGENES,DON ELEUTERIO.

(Salen por la puerta del foro).

DON SERAPIO.—El trueque de los puñales, créame usted, es de lo mejor que se ha visto.

DON ELEUTERIO.—¿Y el sueño del emperador?

DOÑA AGUSTINA.—¿Y la oración que hace el visir a sus ídolos?

DOÑA MARIQUITA.—Pero a mí me parece que no es regular que el emperador se durmiera precisamente en la ocasión más…

DON HERMÓGENES.—Señora, el sueño es natural en el hombre, y no hay dificultad en que un emperador se duerma, porque los vapores húmedos que suben al cerebro…

DOÑA AGUSTINA.—Pero ¿usted hace caso de ella? ¡Qué tontería! Si no sabe lo que se dice. Y a todo esto, ¿qué hora tenemos?

DON SERAPIO.—Serán… Deje usted… Podrán ser ahora…

DON HERMÓGENES.—Aquí está mi reloj, que es puntualísimo. Tres y media cabales.

DOÑA AGUSTINA.—¡Oh!, pues aún tenemos tiempo. Sentémonos, una vez que no hay gente. (Siéntanse todos menos DON ELEUTERIO).

DON SERAPIO.—¡Qué gente ha de haber! Si fuera en otro cualquier día… Pero hoy todo el mundo va a la comedia.

DOÑA AGUSTINA.—Estará lleno, lleno.

DON SERAPIO.—Habrá hombre que dará esta tarde dos medallas por un asiento de luneta.

DON ELEUTERIO.—Ya se ve, comedia nueva, autor nuevo, y…

DOÑA AGUSTINA.—Y que ya la habrán leído muchísimos y sabrán lo que es. Vaya, no cabrá un alfiler, aunque fuera el coliseo siete veces más grande.

DON SERAPIO.—Hoy los Chorizos se mueren de frío y de miedo. Ayer noche apostaba yo al marido de la graciosa seis onzas de oro a que no tienen esta tarde en su corral cien reales de entrada.

DON ELEUTERIO.—¿Conque la apuesta se hizo en efecto, eh?

DON SERAPIO.—No llegó el caso porque yo no tenía en el bolsillo más que dos reales y unos cuartos… Pero ¡cómo los hice rabiar! y qué…

DON ELEUTERIO.—Soy con ustedes; voy aquí a la librería y vuelvo…

DOÑA AGUSTINA. —¿A qué?

DON ELEUTERIO.—¿No te lo he dicho? Si encargué que me trajesen ahí la razón de lo que va vendido, para que…

DOÑA AGUSTINA.—Sí, es verdad. Vuelve pronto.

DON ELEUTERIO.—Al instante.

Escena II

DOÑA AGUSTINA, DOÑA MARIQUITA, DON SERAPIO, DON HERMÓGENES.

DOÑA MARIQUITA.—¡Qué inquietud! ¡Qué ir y venir! No para este hombre.

DOÑA AGUSTINA.—Todo se necesita, hija; y si no fuera por su buena diligencia y lo que él ha minado y revuelto, se hubiera quedado con su comedia escrita y su trabajo perdido.

DOÑA MARIQUITA.—¿Y quién sabe lo que sucederá todavía, hermana? Lo cierto es que yo estoy en brasas; porque, vaya, si la silban, yo no sé lo que será de mí.

DOÑA AGUSTINA.—Pero ¿por qué la han de silbar, ignorante? ¡Qué tonta eres y qué falta de comprensión!

DOÑA MARIQUITA.—Pues siempre me está usted diciendo eso. (Sale PIPÍ por la puerta del foro con platos, botellas, etc. Lo deja todo en el mostrador y vuelve a irse por la misma parte). Vaya, que algunas veces me… ¡Ay, don Hermógenes! No sabe usted qué ganas tengo de ver estas cosas concluidas y poderme ir a comer un pedazo de pan con quietud a mi casa, sin tener que sufrir tales sinrazones.

DON HERMÓGENES.—No el pedazo de pan, sino ese hermoso pedazo de cielo, me tiene a mí impaciente hasta que se verifique el suspirado consorcio.

DOÑA MARIQUITA.—¡Suspirado, sí, suspirado! Quién le creyera a usted.

DON HERMÓGENES.—Pues ¿quién ama tan de veras como yo? Cuando ni Píramo, ni Marco Antonio, ni los Tolomeos egipcios, ni todos los Seleucidas de Asiria sintieron jamás un amor comparable al mío.

DOÑA AGUSTINA.—¡Discreta hipérbole! Viva, viva. Respóndele, bruto.

DOÑA MARIQUITA.—¿Qué he de responder, señora, si no le he entendido una palabra?

DOÑA AGUSTINA.—¡Me desespera!

DOÑA MARIQUITA.—Pues digo bien. ¿Qué sé yo quiénes son esas gentes de quien está hablando? Mire usted, para decirme: Mariquita, yo estoy deseando que nos casemos; así que su hermano de usted coja esos cuartos, verá usted cómo todo se dispone, porque la quiero a usted mucho, y es usted muy guapa muchacha, y tiene usted unos ojos muy peregrinos, y… ¿qué sé yo? Así. Las cosas que dicen los hombres.

DOÑA AGUSTINA.—Sí, los hombres ignorantes, que no tienen crianza ni talento ni saben latín.

DOÑA MARIQUITA.—¡Pues, latín! Maldito sea su latín. Cuando le pregunto cualquiera friolera, casi siempre me responde en latín, y para decir que se quiere casar conmigo me cita tantos autores… Mire usted qué entenderán los autores de eso ni qué les importará a ellos que nosotros nos casemos o no.

DOÑA AGUSTINA.—¡Qué ignorancia! Vaya, don Hermógenes; lo que le he dicho a usted. Es menester que usted se dedique a instruirla y descortezarla, porque, la verdad, esa estupidez me avergüenza. Yo, bien sabe Dios que no he podido más; ya se ve: ocupada continuamente en ayudar a mi marido en sus obras, en corregírselas (como usted habrá visto muchas veces), en sugerirle ideas a fin de que salgan con la debida perfección, no he tenido tiempo para emprender su enseñanza. Por otra parte, es increíble lo que aquellas criaturas me molestan. El uno que llora, el otro que quiere mamar, el otro que rompió la taza, el otro que se cayó de la silla, me tienen continuamente afanada. Vaya; yo le he dicho mil veces; para las mujeres instruidas es un tormento la fecundidad.

DOÑA MARIQUITA.—¡Tormento! ¡Vaya, hermana, que usted es singular en todas sus cosas! Pues yo, si me caso, bien sabe Dios que…

DOÑA AGUSTINA.—Calla, majadera, que vas a decir un disparate.

DON HERMÓGENES.—Yo la instruiré en las ciencias abstractas; la enseñaré la prosodia; haré que copie a ratos perdidos el Arte magna de Raimundo Lulio, y que me recite de memoria todos los martes dos o tres hojas del diccionario de Rubiños. Después aprenderá los logaritmos y algo de la estática; después…

DOÑA MARIQUITA.—Después me dará un tabardillo pintado y me llevará Dios. ¡Se habrá visto tal empeño! No señor; si soy ignorante, buen provecho me haga. Yo sé escribir y ajustar una cuenta, sé guisar, sé planchar, sé coser, sé zurcir, sé bordar, sé cuidar de una casa; yo cuidaré de la mía, y de mi marido, y de mis hijos, y yo me los criaré. Pues, señor, ¿no sé bastante? ¡Qué por fuerza he de ser doctora y marisabidilla, y que he de aprender la gramática, y que he de hacer coplas! ¿Para qué? ¿Para perder el juicio? Que permita Dios si no parece casa de locos la nuestra desde que mi hermano ha dado en esas manías. Siempre disputando marido y mujer sobre si la escena es larga o corta, siempre contando las letras por los dedos para saber si los versos están cabales o no, si el lance a oscuras ha de ser antes de la batalla o después del veneno, y manoseando continuamente Gacetas y Mercurios para buscar nombres bien extravagantes, que casi todos acaban en of y en graf, para rebutir con ellos sus relaciones… Y entre tanto, ni se barre el cuarto, ni la ropa se lava, ni las medias se cosen, y lo que es peor, ni se come, ni se cena. ¿Qué le parece a usted que comimos el domingo pasado, don Serapio?

DON SERAPIO.—Yo, señora, ¿cómo quiere usted que…?

DOÑA MARIQUITA.—Pues lléveme Dios si todo el banquete no se redujo a libra y media de pepinos, bien amarillos y bien gordos, que compré a la puerta, y un pedazo de rosca que sobró del día anterior. Y éramos seis bocas a comer, que el más desganado se hubiera engullido un cabrito y media hornada sin levantarse del asiento.

DOÑA AGUSTINA.—Esta es su canción; siempre quejándose de que no come y trabaja mucho. Menos como yo, y más trabajo en un rato que me ponga a corregir alguna escena, o arreglar la ilusión de una catástrofe, que tú cosiendo y fregando, u ocupada en otros ministerios viles y mecánicos.

DON HERMÓGENES.—Sí, Mariquita, sí; en eso tiene razón mi señora doña Agustina. Hay gran diferencia de un trabajo a otro, y los experimentos cotidianos nos enseñan que toda mujer que es literata y sabe hacer versos, ipso facto se halla exonerada de las obligaciones domésticas. Yo lo probé en una disertación que leí a la Academia de los Cinocéfalos. Allí sostuve que los versos se confeccionan con la glándula pineal, y los calzoncillos con los tres dedos llamados pollex, index e infamis, que es decir, que para lo primero se necesita toda la argucia del ingenio, cuando para lo segundo basta sólo la costumbre de la mano. Y concluí, a satisfacción de todo mi auditorio, que es más difícil hacer un soneto que pegar un hombrillo; y que más elogio merece la mujer que sepa componer décimas y redondillas, que la que sólo es buena para hacer un pisto con tomate, un ajo de pollo o un carnero verde.

DOÑA MARIQUITA.—Aun por eso en mi casa no se gastan pistos, ni carneros verdes, ni pollos, ni ajos. Ya se ve, en comiendo versos no se necesita cocina.

DON HERMÓGENES.—Bien está, sea lo que usted quiera, ídolo mío; pero si hasta ahora se ha padecido alguna estrechez (angustan pauperiem, que dijo el profano), de hoy en adelante será otra cosa.

DOÑA MARIQUITA.—¿Y qué dice el profano? ¿Qué no silbarán esta tarde la comedia?

DON HERMÓGENES.—No, señora; la aplaudirán.

DON SERAPIO.—Durará un mes, y los cómicos se cansarán de representarla.

DOÑA MARIQUITA.—No, pues no decían eso ayer los que encontramos en la botillería. ¿Se acuerda usted, hermana? Y aquel más alto, a fe que no se mordía la lengua.

DON SERAPIO.—¿Alto? ¿Uno alto, eh? Ya le conozco. (Levántase). ¡Picarón, vicioso! Uno de capa que tiene un chirlo en las narices. ¡Bribón! Ése es un oficial de guarnicionero, muy apasionado, muy apasionado de la otra compañía. ¡Alborotador! Que él fue el que tuvo la culpa de que silbaran la comedia de El monstruo más espantable del ponto de Calidonia, que la hizo un sastre, pariente de un vecino mío; pero yo le aseguro al…

DOÑA MARIQUITA.—¿Qué tonterías está usted ahí diciendo? Si no es ése de quien yo hablo.

DON SERAPIO.—Sí, uno alto, mala traza, con una señal que le coge…

DOÑA MARIQUITA.—Si no es ése.

DON SERAPIO.—¡Mayor gatallón! ¡Y qué mala vida dio a su mujer! ¡Pobrecita! Lo mismo la trataba que a un perro.

DOÑA MARIQUITA.—Pero si no es ése, dale. ¿A qué viene cansarse? Éste era un caballero muy decente que no tiene ni capa ni chirlo, ni se parece en nada al que usted nos pinta.

DON SERAPIO.—Ya; pero voy al decir. ¡Unas ganas tengo de pillar al tal guarnicionero! No irá esta tarde al patio, que si fuera…, ¡eh!… Pero el otro día qué cosas le dijimos allí en la plazuela de San Juan. Empeñado en que la otra compañía es la mejor, y que no hay quien la tosa. ¿Y saben ustedes (Vuelve a sentarse.) por qué es todo ello? Porque los domingos por la noche se van él y otros de su pelo a casa de la Ramírez, y allí se están retozando en el recibimiento con la criada; después les saca un poco de queso, o unos pimientos en vinagre, o así; y luego se van a palmotear como desesperados a las barandillas y al degolladero. Pero no hay remedio; ya estamos prevenidos los apasionados de acá; y a la primera comedia que echen en el otro corral, zas, sin remisión, a silbidos se ha de hundir la casa. A ver…

DOÑA MARIQUITA.—¿Y si ellos nos ganasen por la mano, y hacen con la de hoy otro tanto?

DOÑA AGUSTINA.—Sí, te parecerá que tu hermano es lerdo, y que ha trabajado poco estos días para que no le suceda un chasco. Él se ha hecho ya amigo de los principales apasionados del otro corral; ha estado con ellos; les ha recomendado la comedia y les ha prometido que la primera que componga será para su compañía. Además de eso, la dama de allá le quiere mucho; él va todos los días a su casa a ver si se la ofrece algo, y cualquiera cosa que allí ocurre nadie la hace sino mi marido. «Don Eleuterio, tráigame usted un par de libras de manteca. Don Eleuterio, eche usted un poco de alpiste a ese canario. Don Eleuterio, dé usted una vuelta por la cocina y vea usted si empieza a espumar aquel puchero». Y él, ya se ve, lo hace todo con una prontitud y un agrado, que no hay más que pedir; porque, en fin, el que necesita es preciso que… Y, por otra parte, como él, bendito sea Dios, tiene tal gracia para cualquier cosa, y es tan servicial con todo el mundo. ¡Qué silbar! No, hija, no hay que temer; a buenas aldabas se ha agarrado él para que le silben.

DON HERMÓGENES.—Y, sobre todo, el sobresaliente mérito del drama bastaría para imponer taciturnidad y admiración a la turba más gárrula, más desenfrenada e insipiente.

DOÑA AGUSTINA.—Pues ya se ve. Figúrese usted una comedia heroica como ésta, con más de nueve lances que tiene. Un desafío a caballo por el patio, tres batallas, dos tempestades, un entierro, una función de máscara, un incendio de ciudad, un puente roto, dos ejercicios de fuego y un ajusticiado; figúrese usted si esto ha de gustar precisamente.

DON SERAPIO.—¡Toma si gustará!

DON HERMÓGENES.—Aturdirá.

DON SERAPIO.—Se despoblará Madrid por ir a verla.

DOÑA MARIQUITA.—Y a mí me parece que unas comedias así debían representarse en la plaza de los toros.

Escena III

DON ELEUTERIO, DOÑA AGUSTINA, DOÑA MARIQUITA, DON SERAPIO, DON HERMÓGENES.

DOÑA AGUSTINA.—Y bien, ¿qué dice el librero? ¿Se despachan muchas?

DON ELEUTERIO.—Hasta ahora…

DOÑA AGUSTINA.—Deja; me parece que voy a acertar: habrá vendido… ¿Cuándo se pusieron los carteles?

DON ELEUTERIO.—Ayer por la mañana. Tres o cuatro hice poner en cada esquina.

DON SERAPIO.—¡Ah!, y cuide usted (Levántase.) que les pongan buen engrudo, porque si no…

DON ELEUTERIO.—Sí, que no estoy en todo. Como que yo mismo lo hice con esa mira, y lleva una buena parte de cola.

DOÑA AGUSTINA.—El Diario y la Gaceta la han anunciado ya; ¿es verdad?

DON HERMÓGENES.—En términos precisos.

DOÑA AGUSTINA.—Pues irán vendidos… quinientos ejemplares.

DON SERAPIO.—¡Qué friolera! Y más de ochocientos también.

DOÑA AGUSTINA.—¿He acertado?

DON SERAPIO.—¿Es verdad que pasan de ochocientos?

DON ELEUTERIO.—No, señor; no es verdad. La verdad es que hasta ahora, según me acaban de decir, no se han despachado más que tres ejemplares; y esto me da malísima espina.

DON SERAPIO.—¿Tres no más? Harto poco es.

DOÑA AGUSTINA.—Por vida mía, que es bien poco.

DON HERMÓGENES.—Distingo. Poco, absolutamente hablando, niego; respectivamente, concedo; porque nada hay que sea poco ni mucho per se, sino respectivamente. Y así, si los tres ejemplares vendidos constituyen una cantidad tercia con relación a nueve, y bajo este respecto los dichos tres ejemplares se llaman poco, también estos mismos tres ejemplares relativamente a uno componen una triplicada cantidad, a la cual podemos llamar mucho por la diferencia que va de uno a tres. De donde concluyo: que no es poco lo que se ha vendido y que es falta de ilustración sostener lo contrario.

DOÑA AGUSTINA.—Dice bien, muy bien.

DON SERAPIO.—¡Qué! ¡Si en poniéndose a hablar este hombre!…

DOÑA MARIQUITA.—Pues en poniéndose a hablar probará que lo blanco es verde, y que dos y dos son veinte y cinco. Yo no entiendo tal modo de sacar cuentas… Pero al cabo y al fin, las tres comedias que se han vendido hasta ahora, ¿serán más que tres?

DON ELEUTERIO.—Es verdad; y en suma, todo el importe no pasará de seis reales.

DOÑA MARIQUITA.—Pues, seis reales, cuando esperábamos montes de oro con la tal impresión. Ya voy yo viendo que si mi boda no se ha de hacer hasta que todos esos papelotes se despachen, me llevarán con palma a la sepultura. (Llorando). ¡Pobrecita de mí!

DON HERMÓGENES.—No así, hermosa Mariquita, desperdicie usted el tesoro de perlas que una y otra luz derrama.

DOÑA MARIQUITA.—¡Perlas! Si yo pudiera llorar perlas, no tendría mi hermano necesidad de escribir disparates.

Escena IV

DON ANTONIO, DON ELEUTERIO, DON HERMÓGENES, DON SERAPIO, DOÑA AGUSTINA, DOÑA MARIQUITA.

DON ANTONIO.—A la orden de ustedes, señores.

DON ELEUTERIO.—Pues ¿cómo tan presto? ¿No dijo usted que iría a ver la comedia?

DON ANTONIO.—En efecto, he ido. Allí queda don Pedro.

DON ELEUTERIO.—¿Aquél caballero de tan mal humor?

DON ANTONIO.—El mismo. Que quieras que no, le he acomodado (Sale PIPÍ por la puerta del foro con un canastillo de manteles, cubiertos, etc., y le pone sobre el mostrador.) en el palco de unos amigos. Yo creí tener luneta segura; ¡pero qué!, ni luneta, ni palcos, ni tertulia, ni cubillos; no hay asiento en ninguna parte.

DOÑA AGUSTINA.—Si lo dije…

DON ANTONIO.—Es mucha la gente que hay.

DON ELEUTERIO.—Pues no, no es cosa de que usted se quede sin verla. Yo tengo palco. Véngase usted con nosotros, y todos nos acomodaremos.

DOÑA AGUSTINA.—Sí, puede usted venir con toda satisfacción, caballero.

DON ANTONIO.—Señora, doy a usted mil gracias por su atención; pero ya no es cosa de volver allá. Cuando yo salí se empezaba la primer tonadilla; conque…

DON SERAPIO.—¿La tonadilla?

DOÑA MARIQUITA.—¿Qué dice usted? (Levántanse todos).

DON ELEUTERIO.—¿La tonadilla?

DOÑA AGUSTINA.—Pues ¿cómo han empezado tan presto?

DON ANTONIO.—No, señora; han empezado a la hora regular.

DOÑA AGUSTINA.—No puede ser; si ahora serán…

DON HERMÓGENES.—Yo lo diré (Saca el reloj.) : las tres y media en punto.

DOÑA MARIQUITA.—¡Hombre! ¿Qué tres y media? Su reloj de usted está siempre en las tres y media.

DOÑA AGUSTINA.—A ver… (Toma el reloj de DON HERMÓGENES, le aplica el oído y se le vuelve). ¡Si está parado!

DON HERMÓGENES.—Es verdad. Esto consiste en que la elasticidad del muelle espiral…

DOÑA MARIQUITA.—Consiste en que está parado, y nos ha hecho usted perder la mitad de la comedia. Vamos, hermana.

DOÑA AGUSTINA.—Vamos.

DON ELEUTERIO.—¡Cuidado que es cosa particular! ¡Voto va sanes! La casualidad de…

DOÑA MARIQUITA.—Vamos pronto. ¿Y mi abanico?

DON SERAPIO.—Aquí está.

DON ANTONIO.—Llegarán ustedes al segundo acto.

DOÑA MARIQUITA.—Vaya, que este don Hermógenes…

DOÑA AGUSTINA.—Quede usted con Dios, caballero.

DOÑA MARIQUITA.—Vamos aprisa.

DON ANTONIO.—Vayan ustedes con Dios.

DON SERAPIO.—A bien que cerca estamos.

DON ELEUTERIO.—Cierto que ha sido chasco estarnos así, fiados en…

DOÑA MARIQUITA.—Fiados en el maldito reloj de don Hermógenes.

Escena V

DON ANTONIO, PIPÍ.

DON ANTONIO.—¿Conque estas dos son la hermana y la mujer del autor de la comedia?

PIPÍ.—Sí, señor.

DON ANTONIO.—¡Qué paso llevan! Ya se ve, se fiaron del reloj de don Hermógenes.

PIPÍ.—Pues yo no sé qué será, pero desde la ventana de arriba se ve salir mucha gente del coliseo.

DON ANTONIO.—Serán los del patio, que estarán sofocados. Cuando yo me vine quedaban dando voces para que les abriesen las puertas. El calor es muy grande, y, por otra parte, meter cuatro donde no caben más que dos es un despropósito; pero lo que importa es cobrar a la puerta, y más que revienten dentro.

Escena VI

DON PEDRO, DON ANTONIO, PIPÍ.

DON ANTONIO.—¡Calle! ¿Ya está usted por acá? Pues y la comedia, ¿en qué estado queda?

DON PEDRO.—Hombre, no me hable usted de comedia (Siéntase.), que no he tenido rato peor muchos meses ha.

DON ANTONIO.—Pues ¿qué ha sido ello? (Sentándose junto a DON PEDRO).

DON PEDRO.—¿Qué ha de ser? Que he tenido que sufrir (gracias a la recomendación de usted) casi todo el primer acto, y por añadidura una tonadilla insípida y desvergonzada, como es costumbre. Hallé la ocasión de escapar y aproveché.

DON ANTONIO.—¿Y qué tenemos en cuanto al mérito de la pieza?

DON PEDRO.—Que cosa peor no se ha visto en el teatro desde que las musas de guardilla le abastecen… Si tengo hecho propósito firme de no ir jamás a ver esas tonterías. A mí no me divierten; al contrario, me llenan de, de… No, señor, menos me enfada cualquiera de nuestras comedias antiguas, por malas que sean. Están desarregladas, tienen disparates; pero aquellos disparates y aquel desarreglo son hijos del ingenio y no de la estupidez. Tienen defectos enormes, es verdad; pero entre estos defectos se hallan cosas que, por vida mía, tal vez suspenden y conmueven al espectador en términos de hacerle olvidar o disculpar cuantos desaciertos han precedido. Ahora, compare usted nuestros autores adocenados del día con los antiguos, y dígame si no valen más Calderón, Solís, Rojas, Moreto, cuando deliran, que estotros cuando quieren hablar en razón.

DON ANTONIO.—La cosa es tan clara, señor don Pedro, que no hay nada que oponer a ella; pero, dígame usted, el pueblo, el pobre pueblo, ¿sufre con paciencia ese espantable comedión?

DON PEDRO.—No tanto como el autor quisiera porque algunas veces se ha levantado en el patio una mareta sorda que traía visos de tempestad. En fin, se acabó el acto muy oportunamente; pero no me atreveré a pronosticar el éxito de la tal pieza, porque aunque el público está ya muy acostumbrado a oír desatinos, tan garrafales como los de hoy jamás se oyeron.

DON ANTONIO.—¿Qué dice usted?

DON PEDRO.—Es increíble. Allí no hay más que un hacinamiento confuso de especies, una acción informe, lances inverosímiles, episodios inconexos, caracteres mal expresados o mal escogidos; en vez de artificio, embrollo; en vez de situaciones cómicas, mamarrachadas de linterna mágica. No hay conocimiento de historia ni de costumbres; no hay objeto moral; no hay lenguaje, ni estilo, ni versificación, ni gusto, ni sentido común. En suma, es tan mala y peor que las otras con que nos regalan todos los días.

DON ANTONIO.—Y no hay que esperar nada mejor. Mientras el teatro siga en el abandono en que hoy está, en vez de ser el espejo de la virtud y el templo del buen gusto, será la escuela del error y el almacén de las extravagancias.

DON PEDRO.—Pero ¿no es fatalidad que después de tanto como se ha escrito por los hombres más doctos de la nación sobre la necesidad de su reforma, se han de ver todavía en nuestra escena espectáculos tan infelices? ¿Qué pensarán de nuestra cultura los extranjeros que vean la comedia de esta tarde? ¿Qué dirán cuando lean las que se imprimen continuamente?

DON ANTONIO.—Digan lo que quieran, amigo don Pedro, ni usted ni yo podemos remediarlo. ¿Y qué haremos? Reír o rabiar; no hay otra alternativa… Pues yo más quiero reír que impacientarme.

DON PEDRO.—Yo no, porque no tengo serenidad para eso. Los progresos de la literatura, señor don Antonio, interesan mucho al poder, a la gloria y a la conservación de los imperios; el teatro influye inmediatamente en la cultura nacional; el nuestro está perdido, y yo soy muy español.

DON ANTONIO.—Con todo, cuando se ve que… Pero ¿qué novedad es ésta?

Escena VII

DON SERAPIO, DON HERMÓGENES, DON PEDRO, DON ANTONIO, PIPÍ.

DON SERAPIO.—Pipí, muchacho, corriendo, por Dios, un poco de agua.

DON ANTONIO.—¿Qué ha sucedido? (Se levantan DON ANTONIO y DON PEDRO).

DON SERAPIO.—No te pares en enjuagatorios. Aprisa.

PIPÍ.—Voy, voy allá.

DON SERAPIO.—Despáchate.

PIPÍ.—¡Por vida del hombre! (PIPÍ va detrás de DON SERAPIO con un vaso de agua. DON HERMÓGENES, que sale apresurado, tropieza con él y deja caer el vaso y el plato). ¿Por qué no mira usted?

DON HERMÓGENES.—¿No hay alguno de ustedes que tenga por ahí un poco de agua de melisa, elixir, extracto, aroma, álcali volátil, éter vitriólico o cualquiera quintaesencia antiespasmódica para entonar el sistema nervioso de una dama exánime?

DON ANTONIO.—Yo no, no traigo.

DON PEDRO.—¿Pero qué ha sido? ¿Es accidente?

Escena VIII

DOÑA AGUSTINA, DOÑA MARIQUITA, DON ELEUTERIO, DON HERMÓGENES,DON SERAPIO, DON PEDRO, DON ANTONIO, PIPÍ.

DON ELEUTERIO.—Sí, es mucho mejor hacer lo que dice don Serapio. (DOÑA AGUSTINA, muy acongojada, sostenida por DON ELEUTERIO y DON SERAPIO. La hacen que se siente. PIPÍ trae otro vaso de agua, y ella bebe un poco).

DON SERAPIO.—Pues ya se ve, Anda, Pipí; en tu cama podrá descansar esta señora.

PIPÍ.—¡Qué! Si está en un camaranchón que…

DON ELEUTERIO.—No importa.

PIPÍ.—¡La cama! La cama es un jergón de arpillera y…

DON SERAPIO.—¿Qué quiere decir eso?

DON ELEUTERIO.—No importa nada. Allí estará un rato, y veremos si es cosa de llamar a un sangrador.

PIPÍ.—Yo bien, si ustedes…

DOÑA AGUSTINA.—No, no es menester.

DOÑA MARIQUITA.—¿Se siente usted mejor, hermana?

DON ELEUTERIO.—¿Te vas aliviando?

DOÑA AGUSTINA.—Alguna cosa.

DON SERAPIO.—¡Ya se ve! El lance no era para menos.

DON ANTONIO.—Pero ¿se podrá saber qué especie de insulto ha sido éste?

DON ELEUTERIO.—¿Qué ha de ser, señor, qué ha de ser? Que hay gente envidiosa y mal intencionada que… ¡Vaya! No me hable usted de eso; porque… ¡Picarones! ¿Cuándo han visto ellos comedia mejor?

DON PEDRO.—No acabo de comprender.

DOÑA MARIQUITA.—Señor, la cosa es bien sencilla. El señor es hermano mío, marido de esta señora y autor de esa maldita comedia que han echado hoy. Hemos ido a verla; cuando llegamos estaban ya en el segundo acto. Allí había una tempestad, y luego un consejo de guerra, y luego un baile, y después un entierro… En fin, ello es que al cabo de esta tremolina salía la dama con un chiquillo de la mano, y ella y el chico rabiaban de hambre; el muchacho decía: «Madre, déme usted pan», y la madre invocaba a Demogorgón y al Cancerbero. Al llegar nosotros se empezaba este lance de madre e hijo… El patio estaba tremendo. ¡Qué oleadas! ¡Qué toser! ¡Qué estornudos! ¡Qué bostezar! ¡Qué ruido confuso por todas partes!… Pues, señor, como digo, salió la dama, y apenas hubo dicho que no había comido en seis días, y apenas el chico empezó a pedirla pan, y ella a decirle que no le tenía, cuando, para servir a ustedes, la gente que a la cuenta estaba ya hostigada de la tempestad, del consejo de guerra, del baile y del entierro comenzó de nuevo a alborotarse. El ruido se aumenta; suenan bramidos por un lado y otro, y empieza tal descarga de palmadas huecas, y tal golpeo en los bancos y barandillas, que no parecía sino que toda la casa se venía al suelo. Corrieron el telón; abrieron las puertas; salió renegando toda la gente; a mi hermana se le oprimió el corazón, de manera que… En fin, ya está mejor, que es lo principal. Aquello no ha sido ni oído ni visto; en un instante, entrar en el palco y suceder lo que acabo de contar, todo ha sido a un tiempo. ¡Válgame Dios! ¡En lo que han ido a parar tantos proyectos! Bien decía yo que era imposible que… (Siéntase junto a DOÑA AGUSTINA).

DON ELEUTERIO.—¡Y que no ha de haber justicia para esto! Don Hermógenes, amigo don Hermógenes, usted bien sabe lo que es la pieza; informe usted a estos señores… Tome usted. (Saca la comedia y se la da a DON HERMÓGENES). Léales usted todo el segundo acto, y que me digan si una mujer que no ha comido en seis días tiene razón de morirse, y si es mal parecido que un chico de cuatro años pida pan a su madre. Lea usted, lea usted, y que me digan si hay conciencia ni ley de Dios para haberme asesinado de esta manera.

DON HERMÓGENES.—Yo, por ahora amigo don Eleuterio, no puedo encargarme de la lectura del drama. (Deja la comedia sobre una mesa. PIPÍ la toma, se sienta en una silla distante y lee). Estoy de prisa. Nos veremos otro día, y…

DON ELEUTERIO.—¿Se va usted?

DOÑA MARIQUITA.—¿Nos deja usted así?

DON HERMÓGENES.—Si en algo pudiera contribuir con mi presencia al alivio de ustedes, no me movería de aquí, pero…

DOÑA MARIQUITA.—No se vaya usted.

DON HERMÓGENES.—Me es muy doloroso asistir a tan acerbo espectáculo; tengo que hacer. En cuanto a la comedia, nada hay que decir; murió, y es imposible que resucite; bien que ahora estoy escribiendo una apología del teatro, y la citaré con elogio. Diré que hay otras peores; diré que si no guarda reglas ni conexión, consiste en que el autor era un grande hombre; callaré sus defectos…

DON ELEUTERIO.—¿Qué defectos?

DON HERMÓGENES.—Algunos que tiene.

DON PEDRO.—Pues no decía usted eso poco tiempo ha.

DON HERMÓGENES.—Fue para animarle.

DON PEDRO.—Y para engañarle y perderle. Si usted conocía que era mala, ¿por qué no se lo dijo? ¿Por qué, en vez de aconsejarle que desistiera de escribir chapucerías, ponderaba usted el ingenio del autor y le persuadía que era excelente una obra tan ridícula y despreciable?

DON HERMÓGENES.—Porque el señor carece de criterio y sindéresis para comprender la solidez de mis raciocinios, si por ellos intentara persuadirle que la comedia es mala.

DOÑA AGUSTINA.—¿Conque es mala?

DON HERMÓGENES.—Malísima.

DON ELEUTERIO.—¿Qué dice usted?

DOÑA AGUSTINA.—Usted se chancea, don Hermógenes; no puede ser otra cosa.

DON PEDRO.—No, señora, no se chancea; en eso dice la verdad. La comedia es detestable.

DOÑA AGUSTINA.—Poco a poco con eso, caballero; que una cosa es que el señor lo diga por gana de fiesta y otra que usted nos lo venga a repetir de ese modo. Usted será de los eruditos que de todo blasfeman y nada les parece bien sino lo que ellos hacen; pero…

DON PEDRO.—Si usted es marido de esa (A DON ELEUTERIO.) señora, hágala usted callar, porque, aunque no pueda ofenderme cuanto diga, es cosa ridícula que se meta a hablar de lo que no entiende.

DOÑA AGUSTINA.—¿No entiendo? ¿Quién le ha dicho a usted que…?

DON ELEUTERIO.—Por Dios, Agustina, no te desazones. Ya ves (Se levanta colérica, y DON ELEUTERIO la hace sentar.) cómo estás… ¡Válgame Dios, señor! Pero, amigo (A DON HERMÓGENES.) , no sé qué pensar de usted.

DON HERMÓGENES.—Piense usted lo que quiera. Yo pienso de su obra lo que ha pensado el público; pero soy su amigo de usted, y aunque vaticiné el éxito infausto que ha tenido, no quise anticiparle una pesadumbre, porque, como dice Platón y el abate Lampillas…

DON ELEUTERIO.—Digan lo que quieran. Lo que yo digo es que usted me ha engañado como un chino. Si yo me aconsejaba con usted; si usted ha visto la obra lance por lance y verso por verso; si usted me ha exhortado a concluir las otras que tengo manuscritas; si usted me ha llenado de elogios y de esperanzas; si me ha hecho usted creer que yo era un grande hombre, ¿cómo me dice usted ahora eso? ¿Cómo ha tenido usted corazón para exponerme a los silbidos, al palmoteo y a la zumba de esta tarde?

DON HERMÓGENES.—Usted es pacato y pusilánime en demasía… ¿Por qué no le anima a usted el ejemplo? ¿No ve usted esos autores que componen para el teatro con cuánta imperturbabilidad toleran los vaivenes de la fortuna? Escriben, los silban y vuelven a escribir; vuelven a silbarlos y vuelven a escribir… ¡Oh, almas grandes, para quienes los chiflidos son arrullos y las maldiciones alabanzas!

DOÑA MARIQUITA.—¿Y qué quiere usted (Levántase.) decir con eso? Ya no tengo paciencia para callar más. ¿Qué quiere usted decir? ¿Qué mi pobre hermano vuelva otra vez?…

DON HERMÓGENES.—Lo que quiero decir es que estoy de prisa y me voy.

DOÑA AGUSTINA.—Vaya usted con Dios, y haga usted cuenta que no nos ha conocido. ¡Picardía! No sé cómo (Se levanta muy enojada, encaminándose hacia DON HERMÓGENES, que se va retirando de ella.) no me tiro a él… Váyase usted.

DON HERMÓGENES.—¡Gente ignorante!

DOÑA AGUSTINA.—Váyase usted.

DON ELEUTERIO.—¡Picarón!

DON HERMÓGENES.—¡Canalla infeliz!

Escena IX

DON ELEUTERIO, DON SERAPIO, DON ANTONIO, DON PEDRO, DOÑA AGUSTINA, DOÑA MARIQUITA, PIPÍ.

DON ELEUTERIO.—¡Ingrato, embustero! Después (Se sienta con ademanes de abatimiento.) de lo que hemos hecho por él…

DOÑA MARIQUITA.—Ya ve usted, hermana, lo que ha venido a resultar. Si lo dije, si me lo daba el corazón… Mire usted qué hombre; después de haberme traído en palabras tanto tiempo y, lo que es peor, haber perdido por él la conveniencia de casarme con el boticario, que a lo menos es hombre de bien y no sabe latín ni se mete en citar autores, como ese bribón… ¡Pobre de mí! Con dieciséis años que tengo, y todavía estoy sin colocar; por el maldito empeño de ustedes de que me había de casar con un erudito que supiera mucho. Mire usted lo que sabe el renegado (Dios me perdone): quitarme mi acomodo, engañar a mi hermano, perderle y hartarnos de pesadumbres.

DON ANTONIO.—No se desconsuele usted, señorita, que todo se compondrá. Usted tiene mérito y no le faltarán proporciones mucho mejores que las que ha perdido.

DOÑA AGUSTINA.—Es menester que tengas un poco de paciencia, Mariquita.

DON ELEUTERIO.—La paciencia (Se levanta con viveza.) la necesito yo, que estoy desesperado de ver lo que me sucede.

DOÑA AGUSTINA.—Pero, hombre, ¿qué no has de reflexionar?…

DON ELEUTERIO.—Calla, mujer; calla, por Dios, que tú también…

DON SERAPIO.—No, señor; el mal ha estado en que nosotros no lo advertimos con tiempo… Pero yo le aseguro al guarnicionero y a sus camaradas que si llegamos a pillarlos, solfeo de mojicones como el que han de llevar no le… La comedia es buena, señor; créame usted a mí; la comedia es buena. Ahí no ha habido más sino que los de allá se han unido, y…

DON ELEUTERIO.—Yo ya estoy en que la comedia no es tan mala y que hay muchos partidos, pero lo que a mí me…

DON PEDRO.—¿Todavía está usted en esa equivocación?

DON ANTONIO.—(Aparte a DON PEDRO). Déjele usted.

DON PEDRO.—No quiero dejarle, me da compasión… Y, sobre todo, es demasiada necedad, después de lo que ha sucedido, que todavía esté creyendo el señor que su obra es buena. ¿Por qué ha de serlo? ¿Qué motivos tiene usted para acertar? ¿Qué ha estudiado usted? ¿Quién le ha enseñado el arte? ¿Qué modelos se ha propuesto usted para la imitación? ¿No ve usted que en todas las facultades hay un método de enseñanza y unas reglas que seguir y observar; que a ellas debe acompañar una aplicación constante y laboriosa, y que sin estas circunstancias, unidas al talento, nunca se formarán grandes profesores, porque nadie sabe sin aprender? Pues ¿por dónde usted, que carece de tales requisitos, presume que habrá podido hacer algo bueno? ¿Qué, no hay más sino meterse a escribir, a salga lo que salga, y en ocho días zurcir un embrollo, ponerlo en malos versos, darle al teatro y ya soy autor? ¿Qué, no hay más que escribir comedias? Si han de ser como la de usted o como las demás que se le parecen, poco talento, poco estudio y poco tiempo son necesarios; pero si han de ser buenas (créame usted) se necesita toda la vida de un hombre, un ingenio muy sobresaliente, un estudio infatigable, observación continua, sensibilidad, juicio exquisito, y todavía no hay seguridad de llegar a la perfección.

DON ELEUTERIO.—Bien está, señor; será todo lo que usted dice, pero ahora no se trata de eso. Si me desespero y me confundo, es por ver que todo se me descompone, que he perdido mi tiempo, que la comedia no me vale un cuarto, que he gastado en la impresión lo que no tenía…

DON ANTONIO.—No, la impresión con el tiempo se venderá.

DON PEDRO.—No se venderá, no, señor. El público no compra en la librería las piezas que silba en el teatro. No se venderá.

DON ELEUTERIO.—Pues vea usted, no se venderá, y pierdo ese dinero, y por otra parte… ¡Válgame Dios! Yo, señor, seré lo que ustedes quieran; seré mal poeta, seré un zopenco; pero soy un hombre de bien. Este picarón de don Hermógenes me ha estafado cuanto tenía para pagar sus trampas y sus embrollos; me ha metido en nuevos pagos, y me deja imposibilitado de cumplir como es regular con los muchos acreedores que tengo.

DON PEDRO.—Pero ahí no hay más que hacerles una obligación de irlos pagando poco a poco, según el empleo o la facultad que usted tenga, y arreglándose a una buena economía…

DOÑA AGUSTINA.—¡Qué empleo ni qué facultad, señor! Si el pobrecito no tiene ninguna.

DON PEDRO.—¿Ninguna?

DON ELEUTERIO.—No, señor. Yo estuve en esa lotería de ahí arriba; después me puse a servir a un caballero indiano, pero se murió, lo dejé todo y me metí a escribir comedias, porque ese don Hermógenes me engatusó y…

DOÑA MARIQUITA.—¡Maldito sea él!

DON ELEUTERIO.—Y si fuera decir estoy solo, anda con Dios, pero casado, y con una hermana, y con aquellas criaturas…

DON ANTONIO.—¿Cuántas tiene usted?

DON ELEUTERIO.—Cuatro, señor; que el mayorcito no pasa de cinco años.

DON PEDRO.—¡Hijos tiene! (Aparte, con ternura). ¡Qué lástima!

DON ELEUTERIO.—Pues si no fuera por eso…

DON PEDRO.—(Aparte). ¡Infeliz! Yo, amigo, ignoraba que del éxito de la obra de usted pendiera la suerte de esa pobre familia. Yo también he tenido hijos. Ya no los tengo; pero sé lo que es el corazón de un padre. Dígame usted: ¿sabe usted contar? ¿Escribe usted bien?

DON ELEUTERIO.—Sí, señor; lo que es así cosa de cuentas, me parece que sé bastante. En casa de mi amo…, porque yo, señor, he sido paje… Allí, como digo, no había más mayordomo que yo. Yo era el que gobernaba la casa, como, ya se ve, estos señores no entienden de eso. Y siempre me porté como todo el mundo sabe. Eso sí, lo que es honradez y… ¡vaya!, ninguno ha tenido que…

DON PEDRO.—Lo creo muy bien.

DON ELEUTERIO.—En cuanto a escribir, yo aprendí en los Escolapios, y luego me he soltado bastante, y sé alguna cosa de ortografía… Aquí tengo… Vea usted… (Saca un papel y se le da a DON PEDRO). Ello está escrito algo de prisa, porque ésta es una tonadilla que se había de cantar mañana… ¡Ay, Dios mío!

DON PEDRO.—Me gusta la letra, me gusta.

DON ELEUTERIO.—Sí, señor; tiene su introduccioncita; luego entran las coplillas satíricas con sus estribillos, y concluye con las…

DON PEDRO.—No hablo de eso, hombre, no hablo de eso. Quiero decir que la forma de la letra es muy buena. La tonadilla ya se conoce que es prima hermana de la comedia.

DON ELEUTERIO.—Ya.

DON PEDRO.—Es menester que se deje usted de esas tonterías. (Volviéndole el papel).

DON ELEUTERIO.—Ya lo veo, señor; pero si parece que el enemigo…

DON PEDRO.—Es menester olvidar absolutamente esos devaneos; ésta es una condición precisa que exijo de usted. Yo soy rico, muy rico, y no acompaño con lágrimas estériles las desgracias de mis semejantes. La mala fortuna a que le han reducido a usted sus desvaríos necesita, más que consuelos y reflexiones, socorros efectivos y prontos. Mañana quedarán pagadas por mí todas las deudas que usted tenga.

DON ELEUTERIO.—Señor, ¿qué dice usted?

DOÑA AGUSTINA.—¿De veras, señor? ¡Válgame Dios!

DOÑA MARIQUITA.—¿De veras?

DON PEDRO.—Quiero hacer más. Yo tengo bastantes haciendas cerca de Madrid; acabo de colocar a un mozo de mérito, que entendía en el gobierno de ellas: Usted, si quiere, podrá irse instruyendo al lado de mi mayordomo, que es hombre honradísimo, y desde luego puede usted contar con una fortuna proporcionada a sus necesidades. Esta señora deberá contribuir por su parte a hacer feliz el nuevo destino que a usted le propongo. Si cuida de su casa, si cría bien a sus hijos, si desempeña como debe los oficios de esposa y madre, conocerá que sabe cuanto hay que saber y cuanto conviene a una mujer de su estado y obligaciones. Usted, señorita, no ha perdido nada en no casarse con el pedantón de don Hermógenes, porque, según se ha visto, es un malvado que la hubiera hecho infeliz, y si usted disimula un poco las ganas que tiene de casarse, no dudo que hallará muy presto un hombre de bien que la quiera. En una palabra, yo haré en favor de ustedes todo el bien que pueda; no hay que dudarlo. Además, yo tengo muy buenos amigos en la corte, y… créanme ustedes, soy algo áspero en mi carácter, pero tengo el corazón muy compasivo.

DOÑA MARIQUITA.—¡Qué bondad! (DON ELEUTERIO, su mujer y su hermana quieren arrodillarse a los pies de DON PEDRO; él lo estorba y los abraza cariñosamente).

DON ELEUTERIO.—¡Qué generoso!

DON PEDRO.—Esto es ser justo. El que socorre a la pobreza, evitando a un infeliz la desesperación y los delitos, cumple con su obligación; no hace más.

DON ELEUTERIO.—Yo no sé cómo he de pagar a usted tantos beneficios.

DON PEDRO.—Si usted me los agradece, ya me los paga.

DON ELEUTERIO.—Perdone usted, señor, las locuras que he dicho y el mal modo…

DOÑA AGUSTINA.—Hemos sido muy imprudentes.

DON PEDRO.—No hablemos de eso.

DON ANTONIO.—¡Ah, don Pedro! ¡Qué lección me ha dado usted esta tarde!

DON PEDRO.—Usted se burla. Cualquiera hubiera hecho lo mismo en iguales circunstancias.

DON ANTONIO.—Su carácter de usted me confunde.

DON PEDRO.—¡Eh! Los genios serán diferentes, pero somos muy amigos. ¿No es verdad?

DON ANTONIO.—¿Quién no querrá ser amigo de usted?

DON SERAPIO.—Vaya, vaya; yo estoy loco de contento.

DON PEDRO.—Más lo estoy yo, porque no hay placer comparable al que resulta de una acción virtuosa. Recoja usted esa comedia (Al ver la comedia que está leyendo PIPÍ.) no se quede por ahí perdida y sirva de pasatiempo a la gente burlona que llegue a verla.

DON ELEUTERIO.—¡Mal haya la comedia (Arrebata la comedia de manos de PIPÍ y la hace pedazos.), amén, y mi docilidad y mi tontería! Mañana, así que amanezca, hago una hoguera con todo cuanto tengo impreso y manuscrito y no ha de quedar en mi casa un verso.

DOÑA MARIQUITA.—Yo encenderé la pajuela.

DOÑA AGUSTINA.—Y yo aventaré las cenizas.

DON PEDRO.—Así deber ser. Usted, amigo, ha vivido engañado; su amor propio, la necesidad, el ejemplo y la falta de instrucción le han hecho escribir disparates. El público le ha dado a usted una lección muy dura, pero muy útil, puesto que por ella se reconoce y se enmienda. Ojalá los que hoy tiranizan y corrompen el teatro por el maldito furor de ser autores, ya que desatinan como usted, le imitaran en desengañarse.

FIN


Publicado el 20 de febrero de 2017 por Edu Robsy.
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