Dies Irae y Otros Relatos

Novelas breves

Leónidas Andréiev


Colección, cuentos



Dies irae

Canto primero

I

Esta canción libre, consagrada a los días terribles de justicia y castigo, ha sido compuesta por mí, Jerónimo Pascaña, bandido siciliano, asesino, ladrón, facineroso.

La he compuesto como Dios me ha dado a entender, y he querido cantarla a voz en cuello, como se cantan las buenas canciones. Pero mi carcelero no me lo ha permitido. Mi carcelero tiene las orejas peludas, demasiado estrechas, y sólo las palabras injustas, pérfidas, que saben escurrirse como serpientes, pueden entrar en ellas. Y las palabras de mi canción marchan erguidas, tienen el pecho sólido, la espalda ancha, y, ¡voto a sanes!, desgarran las orejas peludas de mi carcelero.

—¡Si están cerradas sus orejas, busca otra entrada para tu canción, Jerónimo!—me he dicho amistosamente.

He meditado, he cavilado y he dado, a la postre, can una solución, pues Jerónimo no es tonto del todo. Y he aquí lo que he hecho: he tallado mi canción en una piedra, y he prendido fuego en su corazón yerto con mis arranques de cólera. Y cuando la piedra se ha animado y me ha mirado con ojos coléricos, la he cogido suavemente y la he colocado en el borde del muro de mi prisión.

¿Con qué objeto he hecho esto?... Lo he hecho en la esperanza de que no tardará otro temblor de tierra en derribar vuestra ciudad, no dejan de en pie ningún muro, y entonces mi piedra caerá en la cabeza a mi carcelero, y grabará, en sus sesos blandos como la cera, mi canción, como el sello del rey, como un nuevo y colérico mandamiento. Así, con mi canción grabada en los sesos, descenderá mi carcelero a la tumba.

¡Eh, carcelero! No me importa que cierres las orejas: ¡pasaré por tu cráneo!

II

Si para entonces vivo aún, ¡cómo me reiré!; si ya me he muerto, mis huesos danzarán en la sepultura. ¡Será una hermosa tarantela!

¿Acasos puedes tú jurar que no sucederá eso nunca? También podría ocurrir que el terremoto desenterrase mi ataúd podrido, mi asquerosa carne, todos mis restos, sepultados para siempre y cubiertos por la lápida sepulcral. Ya sucedió eso una vez: la tierra del cementerio se abrió, y salieron de sus tumbas los muertos. Los muertos no esperados en el festín.

III

He aquí los nombres de los camaradas con quienes hice amistad durante aquellas cortas horas: el profesor Pascale y Dehuzepe, Pinchio, Alba. Fueron fusilados por unos soldados. Había además otro—joven, guapo, servicial—que me daba lástima. Yo le quería como a un hijo, y él me quería como a un padre; pero no sé su nombre; o no tuve tiempo de preguntárselo, o se me ha olvidado. También lo fusilaron. Me parece que había además uno o dos, amigos también, pero no estoy seguro. Hasta que fusilaron al joven no me escapé; me había escondido allí cerca, detrás de la tapia ruinosa, junto a un cactus caído. Lo vi y lo oí todo. Y cuando me iba, el cactus hundió sus espinas en mi carne: lo habían plantado junto a la tapia para que los ladrones se pinchasen en él. ¡Los ricos tienen muy buenos servidores!

IV

Fueron fusilados por unos soldados. Acuérdate bien de los que te he nombrado; en cuanto a los otros, cuyos nombres no te he dicho, hazte la cuenta de que no los fusilaron. Sólo te pido que no te persignes y que no mandes decir misas en su memoria, lo que sería peor todavía, pues no les gustaba eso a ellos. El mejor homenaje que puedes tributar a la memoria de los fusilados es guardar un grave silencio. No obstante, si tienes un decidido empeño en recurrir a alguna farsa para honrar su memoria, haz todo lo que se te antoje, menos mandar decir misas: no les gustaba eso a los pobres.

V

El primer terremoto que derribó la ciudad y la cárcel tenía una voz fuerte en extremo, de una gravedad singular, que murmuraba allá en lo hondo, en las entrañas de la tierra terrible y amenazadora. Todo en torno vacilaba y caía, y, sin saber aún de que se trataba, yo me daba ya cuenta de que todo se había acabado, de que acaso la misma tierra había acabado su existencia. Pero yo no estaba muy asustado: no tenía nada que temer, aun en el caso de que aquello fuera, en efecto, el fin del mundo.

Bramó largo espacio el trombolista subterráneo.

De repente se abrió la puerta.

VI

Llevaba en la prisión largo tiempo, perdida en absoluto toda esperanza. Había intentado evadirme muchas veces, pero no lo había logrado. Tú tampoco lo hubieras logrado: ¡la maldita prisión estaba demasiado bien construída!

Y me había acostumbrado al hierro de las rejas, a las piedras de los muros, que me parecían eternas, antojándoseme el que había edificado la prisión el hombre más fuerte del mundo. Ni si quiera me preocupaba de si era justo o no, tal idea tenía de su fortaleza, de su inmortalidad.

Ni aun en mis sueños nocturnos me representaba la libertad: no creía en ella, no la esperaba, no la concebía. Y no me atrevía a llamarla. Es peligroso llamar a la libertad: mientras uno se calla, la vida es soportable; pero si uno se determina a llamar a la libertad, aunque sea con voz muy queda, hay que lograrla o morir. El profesor Pascale decía lo mismo. Sí, yo había perdido ya toda esperanza de salir de la cárcel, cuando, de repente, la puerta se abrió. Se abrió suavemente y ella sola; al menos no fué mano humana la que la abrió.

VII

La calle estaba toda en ruinas y en un desorden horrible. Todos los materiales con que estaban construídas las casas habían vuelto a su lugar, yacían por tierra, como antes de ser empleados en la edificación. Las casas aun en pie se desacoplaban, se desmoronaban, vacilaban como borrachas, se sentaban en el suelo, sobre sus piernas rotas. Algunas, con aire sombrío, se tiraban de cabeza contra los adoquines. ¡Pam!

Las cajas habitadas por los hombres se habían abierto de pronto; las lindas cajitas forradas de papel. Se veían aún cuadros en las paredes, pero los hombres no estaban ya en ellas; lanzados a la calle, yacían sobre las piedras. La tierra seguía estremeciéndose, pues el trombolista subterráneo, aquel diablo que creía sordo a todo el mundo, no ponía fin a su tocata. ¡Trabajaba a conciencia el diablillo!

Yo estaba ya libre, pero no me daba cuenta de ello. Y no me atrevía a alejarme de la maldita cárcel. Permanecía allí, en pie, contemplando las ruinas. Mis camaradas, que también habían salido a la calle, tampoco se iban. Se estrechaban unos contra otros, asustados, como niños junto a su madre tendida en el suelo, borracha. ¡Vaya una madre!

De pronto, el profesor Pascale dijo:

—¡Mirad!

Un muro que creíamos eterno se había abierto de arriba abajo. El hierro de las rejas estaba retorcido y roto como un trapo podrido.

Hasta entonces, mis manos ni siquiera habían podido conmover aquel hierro, que yo creía el más fuerte de todos, que yo creía eterno y a la sazón me parecía una cosa inútil, despreciable.

En aquel momento, los demás y yo nos perca tamos de que estábamos libres.

VIII

¡Libres!

IX

Te costará más trabajo doblar una brizna de paja, que a él doblar tres rieles de hierro formando haz. Te costará más trabajo levantar y llevarte a los labios una taza de agua, que a él levantar un mar entero, sacudirlo, agitarlo, coronarlo de espuma y verterlo sobre la tierra. Muerde una montaña con más facilidad que tú un terrón de azúcar. Rompe tres cables metálicos tranzados en uno con más facilidad que tú un hilillo podrido. Te cubrirás de sudor y te pondrás como la grana si intentas deshacer un hormiguero con un palo, y él es capaz de destruir toda la ciudad de un solo golpe. Levanta en alto un buque, como si fuera una piedrecilla, y lo estrella contra la costa. ¿Has visto fuerza semejante?

X

Cuanto estaba abierto, él lo cerró. La puerta de tu casa se incrustó en las paredes, y las paredes, la puerta, el techo te estrujaron. Pero abrió las puertas de la cárcel, que tú habías cerrado tan cuidadosamente.

¡Tú, el rico, a quien detesto!

XI

Si yo recogiese por el mundo entero todas las buenas palabras que usan los hombres, todas sus tiernas y sonoras canciones, y las lanzase al aire alegre; si yo recogiese todas las sonrisas de los niños, las risas de las mujeres no ofendidas aún por nadie, las caricias de las ancianas madres de cabellos blancos, los apretones de manos de los amigos, y con todo ello hiciese una corona inmarcesible para una hermosa cabeza; si yo recorriese todo el haz de la tierra y recogiese cuantas flores hay en los bosques, en los campos, en las praderas, en los jardines de los ricos, en las profundidades de las aguas, en el fondo azul de los mares; si yo recogiese cuantas piedras preciosas brillan en las hendeduras de los montes, en la obscuridad de las minas profundas, en las coronas de los soberanos y en las orejas de las grandes damas, y con todas hiciese una montaña fulgurante; si yo recogiese todas las llamas que arden en el universo, todas las luces, todos los rayos, todos los brillos, todas las auroras, y con todo ello hiciese rutilar los mundos en un grandioso incendio, ni aun así podría glorificar tu nombre como se merece, ¡oh, libertad!

XII

¡Libertad!

XIII

Sobre mi cabeza se extendía el cielo, y el cielo es siempre libre, está siempre abierto a los vientos y a las nubes errantes. Mis pies pisaban el camino, y el camino es siempre libre: está hecho para que se marche por él, para que se avance en todas direcciones, dejando unas cosas atrás y adelantándose hacia otras. Por eso, el camino es el amor de todo hombre libre. ¿Quién no le abraza al verle, y no derrama lágrimas al dejarlo? Cuando eché a andar por el camino creí que se había realizado un milagro. El profesor Pascale había echado a andar también; y también el otro, el muchacho, posaba en el camino sus jóvenes plantas, presuroso, agitado. A los pocos pasos, corría.

—¿Adonde corres?

Pero el profesor Pascale me dijo con severidad:

—No le hagas preguntas; haciéndole preguntan le obligarás a detenerse, como si le tirases piedras. Es joven, Jerónimo, y nosotros ya somos viejos.

Y empezó a llorar.

De pronto, el trombolista sordo reanudó su música endiablada.

Canto segundo

I

Erramos largo tiempo a través de la ciudad, y vimos muchas cosas extraordinarias, espantosas, terribles.

II

Tampoco el fuego se puede encerrar. Yo, Jerónimo Pascaña, te lo aseguro. Si quieres estar tranquilo, apágalo muy bien, pero no lo encierres. Encerrado en la piedra, en el hierro, en el vidrio, se escapará cuando en tu casa suceda una desgracia. Tu casa se habrá desmoronado, y tu vida se habrá extinguido, y el fuego arderá solo, sin haber perdido nada de su ardor, nada de la fuerza de sus llamas. Se arrastrará un instante por tierra, se fingirá muerto; pero al punto erguirá la cabeza sobre su cuello fino, mirará a derecha e izquierda, adelante y atrás, dará un salto: después se esconderá de nuevo, mirará de nuevo alrededor, se enderezará, volverá la cabeza, engrosará de pronto. Y de pronto se verá que, en vez de una sola cabeza sobre el cuello fino, tiene millares; se verá que no avanza ya cauteloso sino que corre.

Silencioso hasta entonces, empezará a cantar, a silbar, a gritar, a dar órdenes a las piedras y a! hierro, a quitar de en medio lo que encuentre a su paso. Y de pronto, se convertirá en un torbellino.

III

Vimos más muertos que vivos. Los muertos estaban tranquilos. No sabían lo que les habla sucedido, y conservaban la calma. ¿Pero qué ocurría con los vivos? Verás qué gracia tiene lo que nos dijo un loco, para el cual también se abrió la puerta en aquel gran día de terrible igualdad.

¿Crees que estaba asustado el loco? En modo alguno. Nos miraba con benevolencia, muy satisfecho y orgulloso, como si todo hubiera sido obra suya. No me gustan los locos, y quise seguir mi camino; pero el profesor Pascale me de tuvo, y le preguntó respetuosamente al orgulloso orate:

—¿Por qué está usted tan satisfecho, señor?

Pascale no era, ni mucho menos, un enano; pero el loco le buscó largo rato con la mirada, como si fuera un granito de arena perdido en un gran montón. Al fin le encontró, y, despegando apenas los labios—tal era su orgullo—, repitió la pregunta:

—¿Por qué estoy tan satisfecho?

Hizo un gesto majestuoso, en el que envolvió cuanto veía en torno suyo, y añadió:

—¡He aquí el verdadero orden! Hace mucho tiempo que lo esperábamos.

¡Llamaba orden a aquello! No pude contener la risa. Pero en aquel momento se acercó a nos otros un obeso fraile, todavía más loco, y la escena que tuvo lugar fué divertidísima.

IV

Nos hicieron pasar un buen rato, en medio de las ruinas, con su cómico diálogo el loco y el fraile. Sentados en las piedras, reíamos, los animábamos y les gritábamos: ¡Bravo!

—¡Esto es una burla! ¡Me han engañado!—protestaba el fraile.

Estaba gordísimo; me apuesto cualquier cosa a que no has visto nunca una gordura semejante. Daba asco ver temblar la grasa de su barriga y de sus carrillos cuando se estremecía de miedo y de cólera.

—¡He aquí el verdadero orden!—se congratulaba el orate, despegando apenas los labios.

—¡Me han engañado!—aullaba el fraile.

Y de pronto empezó a blasfemar de una manera horrible. ¡Un fraile, figúrate!

V


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VI

...Nos aseguraba que Dios le había engañado, y lloraba. Juraba, como un jugador desesperado, que le habían sido mal pagadas sus oraciones y su fe. Pateaba furiosamente y blasfemaba como un arriero a quien se le hubieran escapado, mientras se holgaba en la taberna, las caballerías.

El profesor Pascale montó en cólera de repente. Me pidió el cuchillo y le dijo al fraile, que, harto de jurar, se había sentado para descansar un poco:

—¡Escucha! Voy a abrirte la barriga, y si encuentro en ella un pedazo de pollo o una gota de vino...

—¿Y si no encuentras nada?—preguntó severamente el fraile.

—Entonces te canonizaremos. Jerónimo, cógelo por las piernas.

El fraile tuvo miedo, y se fué balbuciendo:

—Creía que erais cristianos. ¡Qué blasfemia!

El loco los seguía con su benévola mirada, y repetía:

—¡He aquí el verdadero orden! ¡Lo hemos esperado tanto tiempo!

VII

Durante mucho tiempo seguimos vagando por la ciudad, y vimos muchas cosas extraordinarias. Pero el día fué corto: la noche descendió muy pronto sobre la tierra, más pronto que nunca. Los soldados, cuando fusilaron al profesor Pascale, se alumbraban con antorchas.

VIII

Cuando se hubo colocado el profesor junto a la tapia—o, mejor dicho, junto a las ruinas de la tapia—, y los soldados se disponían ya a atravesarlo con las balas, el oficial le preguntó:

—Vas a morir en seguida: ¿quieres decirme por qué no tienes miedo? ¡Es tan horroroso lo que ha sucedido! Estamos todos pálidos de terror; todos, excepto tú. ¿Por qué?

Pascale guardaba silencio: esperaba que el oficial le hiciese más preguntas para responder a todas a la vez.

—¿Cómo tienes valor para apoderarte de las cosas ajenas, cuando la gente está tan aterrorizada que se ha olvidado hasta de sí misma y de sus hijos? ¿Acaso no te inspiran lástima las mujeres y los niños que han perecido? Hemos visto gatos enloquecidos por el terror, y tú, hombre, ni siquiera te has conmovido. Te van a fusilar al punto.

El oficial había hablado bien. ¡Pero nuestro Pascale sabía también explicarse!

Ahora está muerto, pero el día en que todos los muertos resuciten, puede que le oigas, y, al escucharle, llorarás, si para entonces no se te han secado ya las lágrimas.

He aquí lo que Pascale respondió:

—Me apodero de las cosas ajenas, porque no tengo nada mío. He robado la ropa de un muerto para vestir mi cuerpo vivo; pero usted lo ha visto y ha vuelto a dejarme desnudo. Ahora me encuentro en cueros ante los cañones de vuestros fusiles. ¡Tirad, pues, soldados!

Pero el oficial les hizo señas de que no tirasen, y rogó a Pascale que prosiguiese.

IX

—Aquí me tenéis en cueros ante los cañones de vuestros fusiles, sin miedo de nada, ni de vuestros fusiles siquiera. En cambio, vosotros estáis pálidos de terror, tenéis miedo de todo, incluso de vuestros fusiles, incluso de mi cuerpo desnudo. Cuando el terremoto ha estallado, ha destruído vuestra ciudad y vuestra dicha, ha matado a vuestras mujeres y a vuestros hijos, y a mí, ya veis, me ha abierto la puerta de la cárcel, ¿cómo había de tener yo miedo? En toda la tierra no hay nada que me pertenezca. ¡Estoy en cueros!

X

—Y aunque toda la tierra se hubiera desplomado; aunque las fieras de los bosques hubieran aullado de terror; aunque los pájaros hubieran caído al suelo de miedo; aunque los peces hubieran adquirido voz para gritar de espanto, yo no me hubiera asustado. Para todos el terremoto habría súbitamente aniquilado la tierra, mas para mí no hubiera hecho sino abrir la puerta de mi cárcel. No tengo nada que temer. ¡Estoy en cueros!

XI

—Aunque todo el universo se hubiera hundido, con el cielo y el infierno; aunque el espanto se hubiera apoderado de todos los seres vivientes, y» no hubiera tenido miedo. Para todos, el universo se hubiera acabado; para mí, la puerta de mi prisión se hubiera abierto. ¿Qué puede, pues, intimidarme? ¡Estoy en cueros!

XII

—Y en este momento, cuando con una sola descarga de vuestros fusiles vais a anular para mí la tierra y el universo, en este momento tampoco tengo miedo. Para vosotros va a caer sin vida un cuerpo humano; para mí se va a abrir la puerta de mi cárcel. ¡Tirad, pues, soldados! ¡Estoy en cueros!

XIII

Las antorchas llameaban. Era el día más corto que yo había visto en mi vida. La noche había descendido demasiado pronto.

—¡Ahora te toca a ti!—me dijo el oficial cuando el profesor Pascale cayó muerto.

Verdaderamente, no me habían sorprendido in fraganti, y no había ningún motivo para fusilarme. ¡Pero vaya usted a discutir con ellos! Me coloqué junto a la tapia, pero aquella noche me daba pena. ¿Comprendes? Allí, las antorchas, el incendio, le quitaban encantos; pero a lo lejos, más allá del incendio y de las antorchas, más allá de las ruinas y de los cadáveres, yo la veía joven, fuerte, negra, como la había conocido en los días de mi mocedad.

Yo amo la noche. En sus tinieblas no veo y puedo pensar cuanto quiero. El día sólo alcanza a mi ropa, no va más adentro; al chocar con la obscuridad que rodea mi cuerpo, se queda ciego. La noche entra hasta el corazón; por eso el amor se abre de noche, como algunas flores. Todo hombre que haya amado te confirmará mis palabras.

¡Ah, qué deseos tuve de pasar una hora, nada más que una hora, bajo aquella verdadera, buena, dulce noche! ¡Nada más que una hora! ¡Pero vaya usted a discutir con ellos! Y esperé junto a la tapia.

A la luz del sol es también dulce amar. Por que, mira, el amor, como la noche, alcanza al corazón, y bajo el dominio del amor no se ve tampoco, como bajo el velo de la noche.

Y si clavas la mirada en los ojos, en los ojos negros, llenos de misterio y belleza...

De pronto, el oficial se enojó, no sé con qué motivo, con sus soldados, y me gritó:

—¡Vete!

XIV

Un nuevo día transcurrió. Aquel día los soldados fusilaron al otro, al muchacho que me llamaba su padre.

XV

Cuando se hizo de noche, dejé la ciudad de los muertos.

XVI

Dies iræ, día de cólera, de venganza, de expiación terrible, día de horror y de muerte.

XVII

...La procesión que vi pasar desde mi escondite era un espectáculo extraordinario y terrorífico. Los que iban en ella llevaban las esculturas de sus santos; pero no sabían si levantarlas más aún o tirarlas al suelo, romperlas y pisotear los pedazos. Mientras unos todavía rezaban, otros proferían ya maldiciones. No obstante, unos y otros seguían marchando juntos, como hijos que eran todos de ese padre y de esa madre que se llaman el Horror y la Muerte. Caminaban transponiendo a saltos las resquebrajaduras del suelo, y a veces se caían. Las imágenes tambaleábanse como los borrachos.

Dies iræ... Unos cantaban, otros lloraban, no faltaban quienes reían. Los había que lanzaban alaridos y parecían locos. Corrían agitando los brazos. Entre ellos se veían algunos frailes. ¿De qué huían? Tras ellos el camino estaba desierto. No había sino ruinas que se calentaban al sol. El fuego, cansado, se iba escondiendo bajo tierra.

XVIII

¿Que quién perseguía a los frailes? El camino tras ellos estaba desierto.

XIX

Basta tocar el árbol para que caiga al punto una naranja en sazón y la siga otra y luego otra. Una buena naranja es como un pequeño sol. Y cuando hay muchas naranjas, le dan a uno ganas de sonreír, como si un hermoso sol luciese. Las hojas son obscuras como la noche tras el sol, o más bien de un verde profundo. Pero no; son sencillamente verdes. No hay que decir mentiras, Jerónimo.

¡Qué previsor el diablo sordo, el trombolista subterráneo que creía sordo a todo el mundo! Destruyó la ciudad; pero dejó intacta, en la rama, la naranja, para que Jerónimo se la comiese. Basta tocar el árbol para que caiga al punto la naranja en sazón y la siga otra y luego otra. Se la llevarán, en un barco, a remotos países, y en los países remotos, donde reinan el frío y las nieblas, la gente la mirará, pensando que se parece al sol.

XX

Le llamábamos "el profesor Pascale", il professore, porque era muy inteligente, sabía hacer versos y hablaba con nobles palabras de todas las cosas. Ya no existe.

XXI

¿Por qué comencé a tener miedo? Aceleraba el paso. Allá abajo, nada temía.

XXII

No sé por qué a mis piernas les gusta tanto andar. Aman todos sus pasos, y les van diciendo tristemente adiós, como si les doliese separarse de ellos y quisieran volver atrás para recogerlos. Son tan insaciables, que el más largo camino les parece corto, y angosto el más ancho. Sienten no poder andar al mismo tiempo hacia delante y hacia atrás hacia la derecha y hacia la izquierda. Si se les concediese plena libertad, cubrirían toda la tierra con sus huellas, sin olvidar un solo palmo de su superficie, y aun buscarían otros sitios por donde andar.

No había llegado todavía a percatarme de una cosa: de que mis ojos no sólo miraban, sino que respiraban.

A lo lejos se veía el mar.

XXIII

¿Qué más puedo contarte? Los gendarmes me detuvieron.

XXIV

¡De nuevo has cerrado la puerta de mi cárcel, oh, hombre! ¿Cómo has tenido tiempo de reedificarla? Tu casa está aún en ruinas, los restos de tus hijos aún no han acabado de pudrirse en la tumba, y tú ya empuñas el martillo, colocas las piedras unas sobre otras, enrejas las ventanas. ¡Cuán presto reedificas las cárceles, oh, hombre!

Tus templos aun están en ruina, pero tú prisión está ya construída de nuevo. Tus manos tiemblan aún de miedo, pero se apresuran ya a coger las llaves y cerrar las puertas. Eres un filarmónico: adoras el ruido del oro y el ruido sordo de las cadenas.

Tu cara pálida aún conserva la expresión de horror con que se contrajo ante la muerte; pero olfateas ya algo en el aire y la vuelves a todos lados, venteando. ¡Cuán presto alzas de nuevo las prisiones, oh, hombre!

XXV

El hierro de la reja ni siquiera suena, tan sólido es. Está frío como un corazón impasible. La piedra de los muros no suena tampoco, tan implacable es, tan eterna, tan poderosa. Está fría también, como un pensamiento impasible. A horas fijas, el carcelero me echa de comer como a una fiera. Y yo, con cara de hombre, le enseño los dientes. Estoy famélico y desnudo. Las horas transcurren monótonas.

¿Estás contento, amo?

XXVI

¡Pero no creo en tu cárcel, oh, hombre; oh, amo! ¡No creo en tu hierro, ni en tu piedra, ni en tu fuerza, oh, hombre; oh, amo! Lo que yo he visto derribado no volverá a alzarse jamás.

No de otra suerte hubiera hablado el profesor Pascale.

XXVII

Arregla tu reloj para que ande bien hasta que se pare. Guarda tus llaves; lo has cerrado todo con llave, incluso el paraíso. Te serán muy útiles las llaves mientras la puerta exista. Da, sigilosamente, unas vueltas alrededor de la prisión. Y cuando reine el silencio pensarás: todo está tranquilo, no hay nada que temer. Y te irás a la cama. Pensarás: el silencio es tan profundo, que si se le ocurre roer el hierro de la reja, lo oiré. Y te acostarás descuidado. Y cuando estés durmiendo, feliz, sin soltar el manojo de llaves, empezará de nuevo, súbitamente, su tocata el troimbolista subterráneo, te despertará con un ruido infernal, te hará saltar del lecho para que lo puedas ver todo al morir. Tus ojos se abrirán, se abrirán; el terror los dilatará. Y tu corazón cesará de latir para que al morir lo puedas oír todo.

Y tu reloj se parará.

XXVIII

¡Libertad!


Así fue...

I

En la plaza se alzaba una enorme torre negra con gruesos muros de fortaleza y raras ventanas. Había sido construida por caballeros-bandidos; pero el tiempo habíales hecho desaparecer, y a la sazón servía, en parte de prisión para criminales peligrosos, y en parte, de vivienda. En el transcurso de los siglos se habían ido añadiendo a la torre nuevos edificios, que se apoyaban contra el grueso muro ó unos contra otros. Y poco a poco, la torre se había convertido en una pequeña ciudad, asentada sobre una roca, con todo un bosque regular de chimeneas, de torrecillas y de tejados.

Cuando la parte oeste del cielo se iluminaba con los rayos del sol poniente, y brillaban luces en las ventanas, ora arriba, ora abajo, la enorme masa de la torre adquiría contornos fantásticos; dijérase que a sus plantas no se extendía un suelo ordinario, sino el mar, el océano infinito. En tales momentos se pensaba, involuntariamente, en las edades remotas, hacía tanto tiempo muertas y olvidadas.

En lo alto de la torre había un viejo reloj de enorme tamaño, visible de muy lejos. Su mecanismo complicado ocupaba un piso entero. Le cuidaba un buen anciano tuerto, lo cual le permitía mejor mirar con la lupa. Como sólo tenía un ojo, habíase hecho relojero, y, antes de que se le confiase el gran reloj, había arreglado no pocos pequeños. Junto al enorme reloj se hallaba muy a gusto y visitaba con frecuencia, de día y de noche, la habitación donde giraban las ruedas de la máquina y cortaba el aire, con amplio y acompasado balanceo, el péndulo.

Al llegar al punto más alto, el péndulo decía:

—Así fué.

Luego caía, subía de nuevo, pero en sentido opuesto, y añadía:

—Así será. Así fué, así será. Así fué, así será.

Al menos, de este modo interpretaba el ruido del péndulo el relojero del ojo único. Gracias a su roce constante con el gran reloj, se había hecho filósofo, como se decía entonces.

Sobre la vieja ciudad, donde se elevaba la torre, y sobre todo el país, erguíase arrogante un hombre, el soberano de una y otro, cuyo poder misterioso—el de un solo hombre sobre millones—era tan antiguo como la ciudad. Era rey y se llamaba el Vigésimo, pues contaba diez y nueve predecesores; pero eso no explicaba nada. Como nadie sabía cuándo comenzó la existencia de la ciudad, nadie sabía tampoco cuándo comenzó aquel poder extraño; en el pasado más remoto accesible a la memoria humana se dibujaba la misma figura enigmática: la de un solo hombre que mandaba en millones. Existía la antigüedad muda, que escapaba a la memoria humana; pero también ella abría a veces la boca; en una vieja piedra, en un pedazo de columna, en un ladrillo, se encontraban de vez en cuando letras misteriosas que hablaban ya de uno que mandaba en millones.

Los títulos, los nombres y los remoquetes cambiaban; pero la persona del hombre todopoderoso permanecía inmutable, como si fuera inmortal. Atendiendo a que el rey hacía su aparición en el mundo y moría, como todos los demás hombres, y a que su exterior se asemejaba al de los demás seres humanos, podía considerársele un hombre: pero al tener en cuenta el inmenso poder de que estaba revestido, era más fácil suponer que era Dios, con tanto más motivo cuanto que se pintaba y se esculpía a Dios en todo semejante a un hombre.

El Vigésimo era rey. Esto quiere decir que podía hacer a un hombre feliz o desgraciado, que tenía derecho a despojar a los hombres de sus bienes, de su libertad y hasta de su vida. Por su orden, millares y millares de hombres iban a la guerra a matar y morir; se ejercía en su nombre la justicia y la injusticia, el bien y el mal, la misericordia y la crueldad. Sus leyes eran no menos imperiosas que las de Dios. Su autoridad era mayor, pues mientras que Dios no cambiabasus leyes jamás, el rey podía cambiar las suyas siempre que le viniera en gana. Cerca o lejos, se alzaba siempre por encima de la vida. El hambre, al nacer, encontraba con la naturaleza, las ciudades y los libros, y además el rey; al morir, dejaba en la tierra, con la naturaleza, las ciudades y los libros, y además el rey. La historia del país, escrita y verbal, hablaba de reyes generosos, justos y buenos, y, aunque siempre había en el mundo hombres mejores que ellos, la razón de su poder parecía comprensible. Pero las más de las veces, el rey era de lo peorcito de la humanidad, completamente desprovisto de virtudes, cruel, injusto y, en ocasiones, hasta loco; y aun en ese caso seguía siendo el que mandaba en millones, y su poder aumentaba con sus crímenes. Todos le detestaban y le maldecían, lo que no era óbice para que mandase en los que le maldecían y le odiaban. Este poder estúpido constituía un enigma, y al miedo de los hombres ante otro hombre uníase el terror místico ante el misterio. Merced a éste, la sabiduría, la virtud y la bondad debilitaban el poder y eran causa de que se pusiera en tela de juicio, mientras que la tiranía, la locura y la maldad, por el contrario, le fortalecían. Merced a esto, aun los mejores de los soberanos misteriosos eran a menudo impotentes para hacer el bien, y los más débiles sobrepujaban al demonio y a todas las fuerzas infernales, si se entregaban al mal y a la destrucción. Tales representantes de la locura no podían crear la vida,pero sembraban siempre la muerte; y cuanto más alto se hallaba su trono, sobre más huesos humanos se asentaba. En los demás países había también soberanos en el trono, y su poder también se perdía en la noche de los tiempos. Ocurría a veces que durante años y aun durante siglos, en algunos países, los soberanos misteriosos desaparecían; pero nunca toda la tierra se encontraba libre de ellos. Luego, después de cierto tiempo, en aquellos países alzábase de nuevo un trono, sobre el que volvía a sentarse un ser enigmático, incomprensible en su poder inmortal unido a su impotencia. Y encantaba a muchos precisamente por el carácter misterioso de su poder, ante el que siempre había quienes se inclinaban a cuyo poseedor había siempre quienes amaban más que a sí mismos, más que a sus mujeres y a sus hijos, y respetaban hasta el punto de aceptar de él dócilmente, sin quejarse ni lamentarse, como si se la enviase Dios, la muerte más cruel y más horrible.

El Vigésimo y sus predecesores se mostraban rara vez al pueblo, y eran muy contados los que tenían ocasión de verlos; pero como a los reyes les gusta que su imagen sea muy conocida por el pueblo, la hacían grabar en las monedas, tallar en piedras, pintar en lienzos innumerables, embelleciéndola merced al genio artístico de escultores y pintores. No se podía dar un paso sin ver aquel rostro, sencillo y enigmático al mismo tiempo, que, gracias a su multiplicidad, se grababaforzosamente en la memoria, hería la imaginación y se revestía de un carácter universal e inmortal. Muchos que no se acordaban sino vagamente del rostro de su abuelo, y no tenían la menor idea del de sus bisabuelos, conocían muy bien los de los soberanos que habían reinado hacía ciento, dos cientos y mil años, lo que ponía en los rostros más ordinarios de los seres privilegiados que mandaban en millones de hombres un no sé qué de misterio, de enigma, que les hacía semejantes, en cierta manera, a la faz de los muertos, a través de cuyos rasgos se ve la muerte impenetrable y todopoderosa.

Así, por encima de la vida alzábase el rey. Los hombres morían, pueblos enteros desaparecían de la tierra, y el rey cambiaba sólo de nombre, como la serpiente cambia de piel; después del Undécimo venía el Duodécimo; después, el Décimoquinto; después, de nuevo, el Primero, el Segundo, el Sexto; y en esas cifras frías sonaba la fatalidad, como en los movimientos del péndulo que marcaba el paso del tiempo:

—Así fué, así será.

II

Ocurrió que en el vasto reino cuyo soberano era el Vigésimo estalló una revolución, un levantamiento de la muchedumbre, no menos misterioso que el poder de un solo hombre. Sucedió algo extraño con los fuertes lazos que unían al pueblo y el rey; esos lazos comenzaron a desatarse, sin ruido, de un modo invisible y misterioso, como en un cuerpo en que la vida se hubiera extinguido y en que trabajasen fuerzas nuevas, ocultas hasta entonces no se sabe dónde.

El trono y el palacio eran los mismos, y también el Vigésimo; pero la autoridad había muerto, sin saberlo nadie y cuando se creía que sólo estaba enferma. El pueblo había perdido la costumbre de obedecer, y a eso se reducía todo. Una multitud de pequeñas resistencias dispersas se convirtió en un movimiento enorme e invencible. En cuanto el pueblo cesó de obedecer, abriéronse a una todas sus viejas, sus seculares llagas, y, lleno de cólera, sintió el hambre, la iniquidad y la opresión. Y comenzó a clamar contra tanta injusticia y a pedir justicia. De súbito se alzó, como una enorme fiera, en un momento de ira sin freno, y se vengó de sus largos años de humillaciones y torturas.

Los millones de hombres, así como nunca habían convenido en obedecer al rey, tampoco habían convenido en rebelarse. Por todos lados, la rebelión se acercaba al palacio. Asombrándose de sus propios actos, olvidado el pasado, los hombres iban aproximándose al trono, tocaban sus dorados y sus esculturas, lanzaban miradas curiosas al dormitorio real y se sentaban en las sillas regias. El rey y la reina les ponían muy buena cara, y no poca gente del pueblo lloraba viendoal Vigésimo tan de cerca. Las mujeres pasaban suavemente los dedos por el terciopelo del uniforme del rey y por la seda del traje de la reina. Los hombres, con una severidad bonachona, le hacían fiestas al principito.

El rey saludaba; la reina, pálida, sonreía. De la habitación inmediata salía, por debajo de la puerta, un hilillo de sangre negra: un joven gentilhombre se había suicidado, clavándose un puñal en el pecho; no había podido soportar que los dedos sucios de la plebe tocasen las vestiduras reales.

Cuando la turba se marchó, oyéronse gritos de

—¡Viva el Vigésimo!

Algunos, al oírlos, ponían mal gesto; pero la turba estaba tan entusiasmada, que éstos olvidaban, a su vez, su enojo, y, como en Carnaval, cuando se coloca, por mofa, la corona en la cabeza de un payaso, empezaban a gritar con la turba:

—¡Viva el Vigésimo!

La gente reía. Pero al caer la tarde, los rostros se tornaron sombríos y las miradas recelosas. ¿Cómo habían podido dar crédito a quien, durante miles de años, había abusado de la bondad y la buena fe de su pueblo?

El palacio no está alumbrado; sus enormes ventanas brillan con un falso fulgor, y su aspecto es triste: maquinan allí algo, traman alguna vileza, reunen verdugos contra el pueblo, se limpian con asco los labios, luego de los besos cambiados con él, y lavan al niño a quien su contacto ha ensuciado.

O acaso no haya nadie en palacio. Acaso hayan huído todos, y no quede en los vastos salones obscuros sino el gentilhombre que ha puesto fin a sus días. Hay que gritar, hay que hacer que salga el monarca y se muestre si está allí aún.

—¡Viva el Vigésimo!

El cielo pálido y turbio de la tarde refleja su melancolía en los pálidos rostros; las nubes se deslizan por él, veloces, como si huyesen asustadas; las enormes ventanas brillan con un fulgor falso, muerto y misterioso.

—¡Viva el Vigésimo!

Un centinela, atropellado por la turba, ha perdido su fusil e intenta sonreír. Se agita mucho el candado de la puerta de hierro. No tardan en aparecer en lo alto de la verja que rodea el palacio enormes frutos negros: cuerpos humanos pendientes de los brazos. Es la muchedumbre que se sube a la verja para ver mejor.

Las nubes parecen mirar, a su vez, con curiosidad, lo que sucede abajo. Los gritos se oyen más frecuentes. Alguien ha encendido una antorcha, y las ventanas de palacio se han teñido de sangre y parecen acercarse a la muchedumbre.

El palacio seguía en silencio. Toda la verja estaba cubierta de hombres. La multitud no tardó en agitarse y llenó el patio, dejándose la verja atrás.

—¡Viva el Vigésimo!

Entonces se vieron luces pálidas tras las ventanas. Un rostro descompuesto se acercó un instante a un cristal y desapareció. El resplandor iba en aumento. Las luces eran más numerosas a cada instante, se balanceaban, avanzaban, como en una danza fantástica o en una procesión nocturna. Se agruparon luego, bajaron un poco y mostráronse en la terraza el rey y la reina. Tras ellos brillaban las antorchas; pero alumbraban mal el rostro del rey, que se veía con dificultad. Acaso ni siquiera fuesen el rey y la reina.

—¡Luz, luz!—gritó la turba—. ¡No se te ve Vigésimo! ¡Luz, luz!

Los que llevaban las antorchas se colocaron a ambos lados de la terraza, y un fulgor lúgubre alumbró los rostros de la pareja real.

—¡No son ellos! ¡El rey ha huído!—gritaron los revoltosos más distantes.

Pero entre los más próximos a la terraza oyronse gritos alegres de

—¡Viva el Vigésimo!

Los rostros de la pareja real, alumbrados por las antorchas, ya se erguían, ya se inclinaban; el rey y la reina saludaban al pueblo. El Décimonono, el Cuarto, el Segundo saludaban al pueblo. Los seres misteriosos, poseedores de un poder casi sobrehumano, casi divino, saludaban al pueblo, entre el humo rojizo de las antorchas, y tras ellos, en las profundidades del pasado obscuro, también iluminado por el fulgor rojizo, se adivinaba un sinfín de asesinatos, de crímenes, de horrores.

El rey tenía que hablar. El pueblo quería oír su voz. Al saludar, los labios mudos, alumbrado el rostro por las antorchas, parecía un diablo es capado de los infiernos, y producía en quienes le miraban una impresión muy poco grata.

—¡Habla, Vigésimo, habla!

El rey hizo un ademán raro, invitando al silencio; un ademán imperioso, antiguo como su poder. Y con voz débil, desconocida por la multitud, pronunció unas palabras viejas, extrañas.

—¡Estoy muy contento de ver a mi buen pueblo!

¿Y nada más? ¿Acaso eso no basta? ¡Está contento! ¡El Vigésimo está muy contento de ver a su buen pueblo! No te enojes, Vigésimo. Te amamos; amamos también. Si no nos amas, vendremos de nuevo a tu despacho, a tu comedor, a tu dormitorio, y te obligaremos a amarnos.

—¡Viva el Vigésimo! ¡Viva el rey! ¡Vaya nuestro amo!

—¡Esclavos!

¿Quién pronunció esa palabra?... Las antorchas se apagaron. El rey y la reina se fueron. Las pálidas luces dejaron de fulgurar tras los cristales. Los revoltosos se atropellaban, se buscaban, se llamaban unos a otros. Las nubes se deslizaban por el cielo.

¿Era, en efecto, aquél rey? ¿Acaso no sería sino una visión? Había que palpar sus vestidos, su rostro, hasta que gritase de espanto y de dolor.

La turba dispersóse en silencio. Gritos aislados se perdieron en el ruido de los pasos. La nocheparecía llena de presentimientos y de horrores. Durante toda ella se cernieron sobre la ciudad siniestras pesadillas.

III

Ha sido sorprendido en una tentativa de fuga. Había comprado a unos, engañado a otros y estaba ya a punto de lograr su libertad diabólica, cuando un hijo fiel de la patria le ha reconocido bajo su disfraz de criado. No confiando en su memoria, ha mirado una moneda con la imagen del rey, y sus últimas dudas se han devanecido. ¡Era él!

Las campanas han empezado a tocar a rebato, y una multitud despavorida se ha lanzado a la calle. ¡Era él!

Ahora se halla en la torre, en la enorme torre negra de gruesos muros y ventanas minúsculas, vigilado por fieles hijos del pueblo, inaccesibles al soborno, a la lisonja y a la sugestión. Para distraerse, los guardianes beben, ríen y fuman sus pipas, echando el humo a la cara del rey cuando se pasea con su hijo por la prisión. Para que no pueda comunicarse con la gente que pasa por frente a la torre, las ventanas de abajo están cerradas con gruesas planchas; en lo alto del edificio, por donde se pasea a veces, no se le puede ver tampoco; sólo las nubes que se deslizan por el cielo le pueden mirar desde lo alto.

Pero es más fuerte que sus carceleros. Al través de los gruesos muros siembra la traición, que flocrece, en el seno del pueblo, en flores malditas, y mancha el áureo manto de la libertad. Hay traidores por todas partes. Avanzan hacia las fronteras otros soberanos poderosos, que han descendido de su trono, y conducen hordas de hombres salvajes engañados, de parricidas dispuestos al asesinato de su madre, la libertad. En las casas, en las calles, en las aldeas apartadas y en los bosques, hasta en el palacio majestuoso de la asamblea nacional, se deslizan sombras siniestras de traidores.

¡Desgraciado pueblo! Es traicionado por los que han izado, antes que nadie, la bandera de la rebelión. ¡Desgraciado pueblo! Es traicionado por aquellos en quien había puesto toda su confianza. Es traicionado por sus elegidos, que parecen honrados, que pronuncian discursos violentos y severos; pero que llevan los bolsillos llenos de oro sospechoso.

Se procede a las pesquisas. Se publica la orden de que todo el mundo se encuentre al medio día en su casa. A la hora fijada, la campana empieza a tocar, y su voz grave suena en el silencio de las calles desiertas. Desde que existe la ciudad, nunca ha estado tan silenciosa: las calles y las plazas están solitarias, las tiendas cerradas, por ningún lado se ve ni un transeunte ni un coche. Sólo los gatos, asustados y llenos de asombro, van y vienen, arrimados a las paredes y sin saber aciencia cierta si es de día o de noche; el silencio es tan profundo que parece oírse el ruido de sus pisaditas. Los sonidos de la campana, al rodar sobre las calles, parecen barrerlas, como gigantescas escobas invisibles. Pronto, hasta los gatos desaparecen, y el silencio es completo.

Luego, en todas las calles, en el mismo instante, se presentan pequeños grupos de hombres armados. Hablan en alta voz, pisan firme y, aunque su número es escaso, hacen tanto ruido como si la ciudad estuviese llena de gente y de coches.

Van entrando en todas las casas, para salir poco después, llevando con ellos uno o dos hombres pálidos de terror o rojos de cólera, que marchan con aire insolente, metidas las manos en los bolsillos; pues en estos días extraños nadie le tiene miedo a la muerte, ni aun los traidores. Es tos hombres desaparecen luego en la obscuridad de las prisiones.

Los hijos fieles del pueblo han encontrado y detenido hasta diez mil traidores y los han encarcelado. El espectáculo de las prisiones es agradable al par que horrible: la traición las llena de arriba abajo y amenaza hundirlas con su peso.

Por la noche, la ciudad todo es júbilo. Las casas se vacian de nuevo; de nuevo las calles y las plazas se llenan. La inmensa muchedumbre negra se mezcla en una danza fantástica, en un caos de gestos y de movimientos. Se danza de un extremo a otro de la ciudad. En torno de algunos faroles, como las olas en torno de una roca, agítanse manos, siluetas que se enlazan, rostros regocijados, ojos brillantes de alegría. Más lejos, todo se confunde en una masa negra, informe, vacilante, cambiante, volteante, parecida a un torrente. En uno de los faroles se balancea el cuerpo de un hombre: es un traidor a quien la multitud ha colgado antes de que haya tenido tiempo de llegar a la prisión. Las cabezas de los bailarines tropiezan a veces con sus pies, y hay momentos en que se diría que él baila también sobre la multitud y dirige las danzas.

Después la multitud se encamina a la inmensa torre negra, y, levantando la cabeza, grita, dirigiéndose a los gruesos muros:

—¡Muera el Vigésimo! ¡Muera!

En las almenas brillan algunas lucecitas: los fieles hijos del pueblo vigilan al tirano. Y la multitud, tranquilizada, segura de que el rey está allí y de que no puede escaparse, grita medio en broma y para amedrentarle:

—¡Muera el Vigésimo!

Quienes así gritan se alejan satisfechos, y otros vienen a ocupar su puesto. Durante la noche vuelven a cernerse sobre la ciudad sueños terribles; la torre negra y las prisiones, llenas de traición, abrasan las entrañas de la ciudad, al modo de un veneno no vomitado.

Se empieza a matar a los traidores. Se aguzan los sables, las hachas y las hoces. Se amontonan gruesas vigas y pesadas piedras. Durante dos días y dos noches se trabaja en las prisiones hastarendirse de cansancio, y se duerme, come y bebe en ellas. La tierra no absorbe ya la sangre, y hay necesidad de cubrirla de paja; pero también la paja se empapa.

Han sido muertos siete mil hambres. Siete mil traidores han desaparecido bajo la tierra, para purificar la ciudad y dejar sitio a la libertad naciente.

La multitud vuelve a encaminarse a la torre donde está encerrado el Vigésimo, y le enseña las cabezas cortadas, los corazones arrancados del pecho. El los mira.

Durante estos días, la confusión y el horror reinan en la asamblea nacional. Se intenta saber quién ha ordenado los asesinatos y no se consigue. ¿No has sido tú? ¿Ni tú? ¿Ni tú tampoco? ¿Pero quién se atreve a mandar allí, donde todo el poder pertenece a la asamblea nacional? Algunos se sonríen; seguramente saben algo.

—¡Asesino!

—No, no somos asesinos. Tenemos piedad de la patria, mientras que vosotros la tenéis de los traidores.

La calma no renace. La traición crece, se multiplica, penetra hasta el fondo del propio corazón del pueblo. ¡Tanto dolor sufrido, tanta sangre vertida, y todo en vano! Al través de los gruesos muros, el soberano misterioso sigue sembrando la traición. ¡Desgraciada libertad! De Occidente llegan noticias terribles de discordias, de sangrientas batallas, de rebeliones de parte del ejército,sublevado, en su locura, contra su madre, la libertad. Del Sur llegan amenazas; por el Norte y el Este se acercan los soberanos misteriosos, que han descendido de su trono y conducen hordas salvajes. Las nubes, de cualquier dirección que vengan, están impregnadas del aliento de los traidores y los enemigos; los vientos, ya vengan del Norte, ya del Sur, ya del Oeste, ya del Este, soplan amenazas y odios. Suenan como un toque a agonía en los oídos de los ciudadanos; pero se le antojan una música alegre al que está encerrado en la torre. ¡Desgraciado pueblo! ¡Desgraciada libertad!

La luna brilla por las noches como sobre ruinas. El sol se pone todas las tardes entre tinieblas, rodeado de nubes negras, deformes, siniestras. Cuando consigue asomarse entre ellas, muestra su rostro asustado, aterrorizado. Los pálidos rayos se estrechan con espanto contra los árboles, las casas y las iglesias, miran con pasmo la ciudad; pero inmediatamente se apagan y desaparecen con el sol en el océano de la noche que llega. ¡Desgraciado pueblo! ¡Desgraciada libertad!

En la torre, el relojero del ojo único va y viene por entre las grandes y pequeñas ruedas del mecanismo, y, con la cabeza echada a un lado, sigue los movimientos del enorme péndulo.

—Así fué, así será. Así fué, asi será.

Una vez, cuando él era joven aún, el reloj estuvo parado dos días. Era terrible; parecíale que el tiempo había caído de pronto, en toda su masa invisible, al fondo de un abismo. Pero elreloj fué nuevamente puesto en marcha, y todo se arregló. Ahora el tiempo corre, como agua a través de los dedos, cae gota a gota, como si lo cortasen en pedacitos. El enorme disco de cobre del péndulo brilla a cada movimiento, muestra su desmesurado ojo amarillo. Se oye el arrullo de una paloma en el tejado.

—Así fué, así será. Así fué, así será.

IV

La monarquía, que contaba miles de años de existencia, fué derribada. Ni siquiera se necesitó recurrir al voto nominal: todos, en la asamblea nacional, se levantaron como un solo hombre; por todas partes se veía en pie a los ciudadanos, que parecían haber crecido. Se levantó hasta el diputado enfermo, a quien acababan de llevar en un sillón; sostenido por unos amigos, se enderezó sobre sus piernas paralíticas, semejante a un viejo tronco apoyado sobre dos arbolillos.

—¡La república es aceptada por unanimidad!—dijo alguien en voz alta, tratando en vano de dominar su alegría.

Pero todo el mundo seguía en pie. Los minutos pasaban. De la plaza, inundada por la multitud, llegaba un rumor alegre, sonoro como un trueno; pero allí, en la asamblea, reinaba el silencio igual que en un templo. Había en los rostros una expresión grave y severa. ¿Ante quién permanecían en pie los diputados? El rey ya no existía; Dios,tampoco. El tirano del cielo había sido derribado hacía mucho tiempo de su trono celeste. Permanecían en pie, en respetuosa actitud, ante la libertad. El viejo diputado, cuya cabeza temblaba hacía muchos años, la tenía entonces erguida como un joven. Con un ligero movimiento de la mano apartó a los amigos que le sostenían y se mantuvo en pie sin apoyo: la libertad había hecho un milagro. Aquella gente había perdido hacía mucho tiempo la costumbre de llorar, habituada a las tempestades políticas y a las luchas sangrientas; pero entonces lloraba. Sus ojos crueles de águila, que miraban impávidos el sol purpúreo de la revolución, no podían ver sin lágrimas el suave brillo de la libertad.

Reinaba en la sala el silencio. Fuera, el ruido aumentaba, crecía, se hacía más intenso y monótono. Recordaba el ruido regular y potente del océano. Todos eran libres. Libre era el moribundo, libre el recién nacido, libre el que se hallaba en plena vida. El poder misterioso de un solo hombre, que había encadenado durante miles de años a millones de seres humanos, había venido a tierra. Las bóvedas negras de la prisión habían caído, y sobre la cabeza extendíase el firmamento azul.

—¡Libertad!—murmuró alguien con voz suave, acariciadora, como si pronunciase el nombre de su amada.

—¡Libertad!—dijo otro, lleno de un entusiasmo, de una alegría inenarrables.

—¡Libertad!—anunció el hierro.

—¡Libertad!—cantaron las cuerdas.

—¡Libertad!—gritaron a una todas las voces.

El viejo diputado murió. Su corazón no pudo, soportar la inmensa alegría y cesó de latir; su último latido fué:

—¡Libertad!...

¡Dichoso mortal! En el misterio de la tumba, la joven libertad será la heroína de su eterno ensueño.

Se temían desafueros en la ciudad; pero no ocurrió nada lamentable. Al soplo de la libertad, los hombres se habían ennoblecido y se habían tornado suaves, delicados y sobrios en sus manifestaciones de alegría, como muchachas. Ni si quiera bailaban. Casi no cantaban. Contentábanse con mirarse unos a otros y cambiar ligeros apretones de manos: ¡es tan agradable ver a un hombre libre y tocarle!

No se cometió el menor exceso. Un loco gritó, en medio de la muchedumbre:

—¡Viva el Vigésimo!

Luego, colocándose en una actitud belicosa, se dispuso a una lucha desigual y a una larga agonía entre la plebe enfurecida. Sin embargo, nadie le hizo nada. Algunos, al oírle, fruncieron las cejas; pero la mayoría sólo manifestó un ligero asombro y se limitó a mirar con curiosidad a aquel hombre, como si fuera un mico recién llevado del Brasil.

Y se le dejó en libertad.

Hasta muy entrada la noche, nadie se acordó del Vigésimo. Un grupo de ciudadanos, que no había querido acabar tan temprano la feliz jornada y había decidido seguir en la calle hasta el amanecer, recordó de pronto al Vigésimo y se encaminó a la torre.

El negro edificio se destacaba apenas sobre el fondo obscuro del cielo; en el preciso instante en que los ciudadanos se aproximaban, devoraba una estrella. La estrella, diminuta y clara, se acercó más de lo debido a la maldita torre, brilló por vez postrera y desapareció en el espacio negro. En dos ventanitas del piso inferior se veía luz; los guardianes velaban.

Dieron las dos en el reloj.

—¿Lo sabe, o no lo sabe?—dijo uno de los ciudadanos, tratando de hundir la mirada en la masa negra y de penetrar sus misterios.

Una silueta sombría se destacó del muro, y se oyó una voz soñolienta:

—Duerme, ciudadanos.

—¿Quién sois, ciudadano? Me habéis asustado; andáis sin ruido, como un gato.

Otras siluetas negras se acercaron al grupo, surgiendo de distintos sitios, y se detuvieron silenciosas.

—¿Por qué no contestáis? Si sois un espectro, largaos: la asamblea nacional ha suprimido los espectros.

El desconocido respondió con la misma voz soñolienta:

—Guardamos al tirano.

—¿Por orden de la Comuna?

—No; por nuestra propia voluntad. Somos treinta y seis. Eramos treinta y siete; pero uno ha muerto. Vigilamos al tirano. Vivimos junto a estos muros hace dos meses, o quizá más. Estamos cansados.

—La nación os lo agradece. ¿Sabéis lo que ha ocurrido hoy?

—Sí, hemos oído algo. Vigilamos al tirano.

—¿Habéis oído que se ha proclamado la república, que estamos en plena libertad?

—Sí. Vigilamos al tirano. Estamos cansados.

—¡Abracémonos, hermanos!

Unos labios fríos rozaron apenas los labios ar dientes.

—Estamos cansados. ¡Es tan maligno y peligroso! Noche y día vigilamos todas las puertas y todas las ventanas. Yo vigilo una ventana que vosotros no veréis ahora. ¿Conque decís que la república ha sido proclamada? Muy bien. Pero hemos de volver a nuestros puestos. Estad tranquilos, ciudadanos; duerme. Se nos informa cada media hora. Duerme.

Las siluetas giraron sobre sí mismas, se alejaron y desaparecieron, como sumiéndose en el muro. La torre negra parecía haberse tornado más alta, y a su lado izquierdo se extendía, en dirección a la ciudad, una nube obscura y deforme. Diríase que la torre crecía y tendía las manos. En las tinieblas que la envolvían se encendió de pronto una luz y se apagó al instante; ¿sería, acaso, una señal?

La nube se extendió por encima de la ciudad, y los faroles de las calles proyectaron en su negrura una luz amarillenta. Una menuda lluvia comenzó a caer. Todo estaba tranquilo; pero en la honda calma se sentía como una angustia...

¿Dormía, en efecto?

V

Transcurrieron algunos días entre nuevas y suaves sensaciones de libertad, y otra vez, como rayas negras en el mármol blanco, corrieron por todas las direcciones hilos siniestros de recelo y de espanto.

El tirano acogió la nueva de su deposición con una calma sospechosa. No se comprendía cómo podía conservar la tranquilidad un hombre que había perdido su reino, y se inducía que maquinaba algo terrible. Además, un pueblo en medio del cual se halla un ser misterioso, dotado del poder extraño de arrastrar a las gentes, no es posible que esté tranquilo. El tirano sigue inspirando miedo aun después de caído. Prisionero y todo, sigue ejerciendo su influencia diabólica, que a distancia es más fuerte aún; así, la tierra, obscura cuando se la mira de cerca, se torna una estrella luminosa vista desde las azules profundidades del espacio.

Mucha gente se compadecía de la suerte del rey y lloraba pensando en sus sufrimientos. Una mujer besó respetuosamente la mano de la reina; un guardián derramó una lágrima; un orador habló de misericordia. ¿Acaso el tirano, aun entonces, no era más dichoso que millares de hombres que no habían gozado ni un día de felicidad, y que se quería de nuevo sacrificarle? Si hubiera habido la menor esperanza de que el país volviese a su antigua locura, se le habría pedido perdón de rodillas y se habría alzado de nuevo el trono, derribado a costa de tantos sufrimientos.

Lleno de cólera y temor, el pueblo escuchaba los discursos de la asamblea nacional. ¡Discursos extraños, palabras inquietantes! Se hablaba de la inmunidad del tirano, asegurábase que no podía ser juzgado como un ciudadano cualquiera, que no podía ser castigado como cualquier mortal, que no podía ser condenado a muerte porque era rey. ¿Luego existían aún los reyes? Los oradores que así hablaban hacían protestas de su amor al pueblo y a la libertad. Eran hombres honrados, leales, enemigos acérrimos de la tiranía, hijos del pueblo, salidos de su seno macerado por el poder implacable y sacrílego de los reyes. ¡Qué ceguera!

Ya la mayoría empezaba a reaccionar en favor del tirano; diríase que la niebla amarillenta, que venía de la torre negra, había penetrado en el palacio de la razón del pueblo, nublando la vista de todos y ahogando a la joven libertad, novia destinada a morir, coronada de blancas flores, en el festín nupcial.

Se oyeron gritos iracundos:

—¡Queréis que no haya en el país más que un solo hombre y treinta y cinco millones de bestias!

Sí, eso querían. Callaron y bajaron los ojos. Estaban cansados de luchar, de aspirar. Y, en su cansancio, en sus discursos fríos, pero dotados de un poder mágico, se presentía ya el nuevo trono. Exclamaciones aisladas, discursos insípidos, un silencio profundo, revelador de la traición.

La libertad moría; la libertad, la novia destinada a morir, coronada de flores, en el festín nupcial.

¿Pero qué ruido era aquél? Se oía acercarse una muchedumbre. Parecía que, en numerosos tambores gigantescos, sonaba una señal de alarma. ¡Tram-tram-tram! Eran los arrabales, que se acercaban. ¡Tram-tram-tram! Acudían a defender la libertad. ¡Tram-tram-tram! ¡Desgraciados traidores! ¡Tram-tram-tram! ¡Desgraciados vendidos!

—El pueblo pide permiso para desfilar ante la asamblea nacional.

¿Acaso se puede atajar en su marcha un torrente de lava? ¿Quién osará decirle a un terremoto: no pases de aquí?

Las puertas se abrieron de par en par. ¡Allí estaban los arrabales! Rostros color tierra, pechos desnudos. Una variedad infinita de harapos de todos colores, en lugar de vestidos. El frenesíde la agitación. El caos en movimiento. ¡Tram-tram-tram! Los ojos encendidos. Las picas, las hoces, las hachas. Los tablones arrancados, al pasar, de una valla. Los hombres, las mujeres, los niños. ¡Tram-tram-tram!

—¡Vivan los representantes del pueblo! ¡Viva la libertad! ¡Mueran los traidores!

Los diputados sonreían, fruncían las cejas, saludaban con afecto. Sentíase el vértigo contemplando aquel movimiento tumultuoso e interminable, semejante al de un río que atravesase una caverna.

Todos los rostros se parecían, todas las voces se mezclaban en un solo ruido monótono. El de las pisadas recordaba el rumor de la lluvia al caer sobre un tejado: adormecía, paralizaba la voluntad. Gotas enormes sobre un tejado gigantesco. ¡Tram-tram-tram!

La procesión duró una hora, dos horas, tres horas. Parecía ya de noche. Las antorchas rojas dejaban tras ellas una larga humareda. Las dos puertas, la que el pueblo trasponía al entrar y la que atravesaba al desaparecer, eran a manera de dos grandes bocas abiertas, unidas por una cinta movible con matices de hierro y de cobre. Los ojos, cansados, distinguían mal y padecían espejismos: ya veían una correa interminable, ya un enorme gusano hinchado y peludo; los que estaban sentados en los escaños de encima de la puerta se imaginaban a veces encontrarse en un puente bajo el que se agitaban las olas. De cuando encuando, el cerebro se iluminaba con una idea clara, precisa; ¡era el pueblo! Y se experimentaba el orgullo, el sentimiento de la fuerza, la sed de una libertad grandiosa, que nunca se había conocido. ¡Un pueblo libre, qué hermosura!

—¡Tram-tram-tram!

Llevaban horas pasando, pero no se veía aún el fin. A uno y otro lado, por donde llegaba la plebe y por donde se iba, oíase una canción revolucionaria. Apenas se distinguía la letra; no se percibía claramente sino la música, los sones, ya fuertes, ya pianos; los silencios súbitos, las explosiones amenazadoras de las notas.

—¡Las armas preparad! ¡No hay tiempo que perder! ¡Marchad, marchad, marchad!

Y marchaban.

No había necesidad de votar; la libertad se había salvado una vez más.

VI

Llegó el gran día en que el rey había de comparecer ante el tribunal. El poder misterioso, antiguo como el mundo, debía rendir cuentas al pueblo a quien había sojuzgado durante miles de años, y a la humanidad, a quien había vejado con la soberbia de su estupidez triunfante. Despojado de sus atavíos de clown y del dorado trono, desprovisto de títulos sonoros y de extraños símbolos de poder, había de presentarse ante el pueblo y responder, de un modo claro y terminante,a esta pregunta: ¿con qué derecho ejercía el poder, con qué derecho mandaba en millones de hombres, practicaba impunemente el mal y la violencia, privaba de la libertad y sembraba la muerte?

El Vigésimo estaba condenado de antemano por la conciencia de todo el pueblo. No podía esperar misericordia; pero era preciso que, antes de ser ejecutado, abriese su alma misteriosa, diese a conocer a la gente no sus actos—harto conocidos—, sino los pensamientos y los sentimientos de los reyes. El dragón legendario que devoraba a las muchachas y sujetaba con cadenas de terror a todo el país era, a la sazón, conducido, encadenado él a su vez, a la plaza central, y pronto el pueblo vería su cuerpo abominable, su lengua rapaz, sus fauces crueles y llameantes.

Se temía no se sabía qué. Durante toda la noche, las tropas habían circulado por las calles, invadiendo las plazas, guarneciendo todo el trayecto que había de recorrer el rey con una valla impenetrable de bayonetas y un muro de rostros sombríos, solemnemente severos. Por encima de las siluetas negras de las casas y de los templos, que tomaban en las tinieblas de la noche muriente formas vagas, indecisas, iba iluminándose el cielo amarillento, cubierto de nubes, el cielo frío de las ciudades, viejo como los edificios ennegrecidos por el humo y por la humedad, parecido a un aguafuerte en el salón sombrío de un antiguo castillo.

La ciudad dormía aún en el amanecer severo del gran día trágico. Por las calles circulaban, silenciosamente, grupos regulares de ciudadanos convertidos en soldados. Con un ruido agresivo, inclinada la boca hacia el suelo, pasaban los cañones, cuyo camino iluminaban lucecillas rojizas. Los jefes daban órdenes en voz baja, casi cuchicheando, como si temiesen despertar a alguien de un sueño harto ligero y lleno de angustia. ¿Se temía por el rey, por su seguridad, o acaso se temía al rey?... Nadie lo sabía a punto fijo. Lo cierto es que todos comprendían que era necesario tomar precauciones, reunir todas las fuerzas de que disponía el pueblo.

El día tardaba en llegar. Las nubes, amarillas, espesas y sucias, por las que una mano invisible parecía haber pasado una rodilla mojada, estaban suspendidas sobre los campanarios. Sólo un momento, cuando el rey salía de la torre, apareció el sol entre ellas. Era un buen presagio para el pueblo, un aviso amenazador para el tirano.

El orden del cortejo era el siguiente: por el estrecho corredor que formaban las dos filas de soldados avanzaban, en primer término, numerosos destacamentos armados; seguíanlos los cañones con su ruido ensordecedor; detrás, rodeado de fusiles, de sables y de bayonetas, rodaba lentamente un coche de prisión; seguían al coche más cañones, más destacamentos armados. A lo largo de todo el trayecto, de algunos kilómetros—delante del coche, detrás, a ambos lados—, reinabaun silencio profundo. Sólo un grito indeciso, de varias voces, resonó al pasar el rey por la plaza:

—¡Muera el Vigésimo!

Pero la muchedumbre no contestó; fué un grito aislado. No de otra suerte, en la caza de un jabalí, mientras los perrillos alborotan, los que han de matar y el que ha de morir se callan, haciendo acopio de fuerzas y de odio. En la asamblea nacional se oía un murmullo de conversación. Los diputados esperaban, hacía muchas horas, al tirano, que no acababa de llegar. Excitados, se paseaban por los corredores, iban y venían de un salón a otro, reían sin motivo, charlaban animadamente. Pero no pocos de ellos permanecían quietos, como estatuas, y ni siquiera se notaban señales de vida en sus rostros, que, aunque todavía juveniles, parecían de ancianos y estaban cubiertos de arrugas semejantes a hachazos. Tenían los cabellos crespos. Sus ojos, profundamente hundidos en el cráneo, ardían como antorchas en los agujeros de la pared de una prisión. Se adivinaba en ellos que podían mirar impávidos cuanto hay de terrible en el mundo, y que no había nada bastante cruel, bastante triste, bastante trágico para hacerles apartar la mirada, forjada en los altos hornos de la revolución.

Los iniciadores del gran movimiento habían muerto hacía tiempo, se habían dispersado por el mundo, no habían dejado memoria de sí. Nadie recordaba sus pensamientos, sus esperanzas, sus ensueños. El tronar de sus dicursos parecía ahoracosa de juguete. La libertad con que soñaban era como una cándida cuna de niño con un pabelloncito de encajes para impedir el paso del sol y de las moscas. ¡Extraños hombrecillos, pigmeos que habían minado una montaña! En cambio, aquellos otros, que habían vivido en medio de las tempestades revolucionarias, eran los héroes de los días trágicos, en los que habían llevado en lo alto de las picas las cabezas cortadas, y habían hecho correr gota a gota la sangre de los corazones arrancados del pecho; eran los héroes de aquella época en que cada palabra de los inflamados discursos titánicos sobrepujaba en fuerza destructora al filo de los aceros y a la pólvora de los cañones. Inclinándose sólo ante la voluntad del pueblo, habían evocado el espectro del poder misterioso, y a la sazón, con frialdad de cirujanos, jueces y verdugos, se disponían a examinarlo, a estudiar su naturaleza, que sólo a los ignorantes y los supersticiosos podía asustar, a buscar en él el veneno de la tiranía y a condenarle luego a muerte.

El ruido de fuera se calmó. Le sucedió un silencio hondo y negro como el cielo nocturno. Sólo se oía el estrépito de los cañones que llegaban, y que no tardaron en detenerse. Un ligero movimiento a la puerta de entrada. Los diputados siguieron sentados; así habían de recibir al tirano. Procuraron mostrarse indiferentes. Los destacamentos armados invadieron la asamblea y ocuparon sus puestos, sofocando el ruido de las armas.Fuera resonó,, por última vez, el estrépito de los cañones, que rodearon el palacio de un círculo de hierro, y quedaron inmóviles, las bocas dirigidas hacia la ciudad, como amenazando al mundo entero, al Norte y al Sur, al Este y al Oeste.

Penetró un ser exiguo.

Mirado desde los bancos de arriba, era un hombrecillo rechoncho, de movimientos bruscos, aunque poco seguros. Mirado de cerca, era un hombre gordo, de mediana estatura, con una gran nariz, encarnada de frío; con las mejillas nacidas, con los ojuelos grises; una mezcla de benignidad, nulidad y estupidez.

Miró a uno y a otro lado, sin saber si debía saludar o no, y acabó por saludar ligeramente. Permaneció derecho sobre sus piernas zambas, sin saber si podía sentarse. Los otros no dijeron nada; pero él vió una silla a su alcance,.supuso que era para él y se sentó. Al principio ocupó tan solo el borde del asiento, luego se colocó más cómodamente, y, a la postre, adoptó una postura majestuosa.

Debía de estar constipado, pues sacó el pañuelo y, con un placer visible, se sonó dos veces seguidas, haciendo un ruido de trombón con la nariz. Se guardó después el pañuelo, tornó a su postura majestuosa y esperó. Estaba dispuesto.

Era el Vigésimo en persona.

VII

Se esperaba ver un rey, y en su lugar se presentaba un payaso. Se esperaba ver un dragón, y en su lugar se presentaba un burguesete, con una gran nariz y un pañuelo. Era ridículo, extraño, un si es no es inquietante. ¿Les habrían engañado? ¿Habrían reemplazado al rey con cualquier otro?

—¡Soy yo, el rey!—declaró el Vigésimo.

Sí, era él. ¡Pero tenía gracia! ¡Vaya un rey!

Se sonreían, se encogían de hombros, hacían esfuerzos para no soltar la carcajada; cambiaban, de un extremo a otro del salón, miradas y gestos irónicos, como diciéndose unos a otros:

—¡Tiene gracia el rey!

Los diputados estaban graves, terriblemente graves, hasta pálidos. Sin duda abrumábales su responsabilidad moral; pero el pueblo se divertía. ¿Cómo había podido penetrar en la asamblea? Había penetrado como pasa el agua por las altas ventanas, por las rendijas, quién sabe si por las cerraduras de las puertas.

Centenares de descamisados, vestidos con pingajos fantásticos y multicolores, pero muy corteses y afables, habían invadido el salón. Al estrecharse contra un diputado, le preguntaban:

—¿Os molesto, ciudadano?

Eran muy finos. Como nidos enormes, se colgaban de las ventanas, no dejando pasar el sol, yhacían señas con la mano a la plaza inmediata. Sin duda le comunicaban a la multitud, aglomerada allí, sus regocijadas impresiones.

Pero los diputados estaban serios, muy serios, hasta pálidos. Asestaban sus ojos saltones, a modo de lupas, sobre el Vigésimo; le miraban fija y largamente y volvían con severidad la cabeza. Algunos tenían los ojos cerrados; sin duda, la vista del tirano les desagradaba.

—¡Ciudadano diputado—cuchicheó con jovial terror uno de aquellos hombres corteses—, mirad cómo brillan los ojos del tirano!

El diputado, sin levantar los suyos, respondió:

—Sí.

—¡Qué gordo está! Como se bebía nuestra sangre...

—Sí.

—¡No sois muy comunicativo, ciudadano!

Y se calló.

Abajo, el Vigésimo balbuceaba algo. No comprendía de qué se le podía acusar. Siempre había amado a su pueblo, y el pueblo le había amado a él también. Ahora seguía amando a su pueblo, a pesar de los insultos de que le colmaba. Si se creía que una república era más conveniente para el país, que fuera proclamada; él no se oponía.

—Entonces, ¿por qué has llamado en tu socorro a otros tiranos?

—No los he llamado; han acudido ellos.

Era mentira; se habían encontrado en un escondrijo documentos que establecían claramentela existencia de negociaciones entre él y los tiranos. No obstante, lo negó de un modo grosero y estúpido, como un vulgar ladrón a quien se hubiera sorprendido in fraganti. No contento con esto, se mostró como una víctima inocente de las iras del pueblo, cuya felicidad había sido siempre su preocupación única. No tenían razón los que le tachaban de cruel: siempre había indultado a los reos a quienes era dable indultar. No era cierto que hubiera arruinado al país; sus gastos personales no superaban a los de un simple ciudadano. No había sido nunca un derrochador ni un calavera. Le gustaba leer a los clásicos y se dedicaba con placer a la ebanistería. Todos los muebles de su despacho eran obra suya.

Era verdad. Su apariencia, en efecto, era la de un modesto burgués; los días de fiesta se podían ver, a la orilla del río, pescando con caña, muchos hombres gordos como él, con una gran nariz tonante. Hombres grotescos, de una nulidad nariguda.

¿Y aquél era el rey? Por lo visto, cualquiera lo podía ser. Hasta un gorila podía convertirse en un soberano de ilimitado poder sobre los hombres. Bastaba levantarle un trono dorado y tributarle homenajes semejantes a los que se le tributaban a un dios, para que la miserable bestia de cuerpo peludo, que vagaba por los bosques, pudiera dictar leyes.

El breve día de otoño tocaba a su fin. El pueblo comenzaba a manifestar su impaciencia; ¿por quése prolongaba tanto el proceso del tirano? ¿Acaso intentaban de nuevo traicionar al pueblo?

En una salita obscura, inmediata al salón de sesiones, se encontraron dos diputados que habían salido a media sesión. Se miraron, se reconocieron y empezaron a andar uno junto a otro, evitando tocarse.

—¿Pero dónde está el tirano? —exclamó de repente uno de los dos, sujetando al otro por el hombro—. Di, ¿dónde está el tirano?

—No lo sé. Me da vergüenza permanecer en el salón.

—¡Es terrible! Se diría que la tiranía y la nulidad son la misma cosa. Los nulos son los verdaderos tiranos.

—No sé; estoy avergonzado.

En la salita reinaba el silencio; pero de todas partes—del salón de sesiones, de la plaza, inundada por la muchedumbre—llegaba un ruido sordo. Quizá en la multitud hablara cada uno muy quedo; mas el conjunto de las voces era algo parecido al rumor del océano.

Resplandores rojos se proyectaron en las paredes; seguramente, fuera, en la calle, se encendían antorchas. Oíanse cerca, mezclados, el ruido pesado de los pasos de los centinelas y el vivo metálico de las armas; los centinelas fatigados eran reemplazados por otros. ¿A quién aguardaban? ¿A aquel pobre hombre? ¿A aquel grotesco rey?

—Basta, sencillamente, con expulsarlo del país.

—No. El pueblo no lo permitiría. Hay que matarlo.

—¡Pero eso sería ridículo!

Los resplandores rojos saltaban por las paredes, trepaban, se agitaban, acompañados de vagas sombras; creeríaseles los espectros del pasado trágico y del presente. El ir y venir de unos y otras era interminable.

El ruido en la plaza aumentaba. Empezaron a oírse gritos aislados.

—Hoy he tenido miedo por primera vez en mi vida.

—Y desesperación. Y vergüenza.

—Sí, desesperación. Dame la mano, hermano. ¡Qué fría está!... Aquí, ante el peligro desconocido, en el momento de la gran vergüenza, juremos ser fieles a la desgraciada libertad. Pereceremos, lo presiento; pero al perecer gritaremos: ¡Viva la libertad! Lo gritaremos con tal voz que el mundo esclavo se estremecerá de horror. ¡Aprieta con más fuerza mi mano, hermano mío!

Reinaba en torno el silencio. Los resplandores rojos se proyectaban de cuando en cuando en las paredes; las sombras calladas dirigíanse no se sabía adonde. Fuera, bajo las ventanas, la plaza se agitaba como un gran remolino negro. Parecía que un viento muy fuerte se había levantado al Norte y al Sur, al Este y al Oeste, y había llenado de terror a la masa viviente. Oíanse fragmentos de canciones, gritos y, flotando en el caos de sonidos, unas palabras como escritas con unas enormes letras negras:

—¡Muera! ¡Muera el tirano!

Los dos permanecían en pie, escuchaban y pensaban en cualquier cosa. El tiempo pasaba y permanecían inmóviles en medio de las proyecciones furiosas del fuego y del humo. Les parecía hallarse allí hacía ya siglos. Millares de años les rodeaban con el silencio majestuoso y amenazador de la eternidad; las sombras y los resplandores se agitaban furiosamente; las voces ya bajaban, ya subían de tono, y penetraban por las ventanas, como salpicaduras de un mar tempestuoso. A cada momento era más perceptible el acompasado ritmo de las olas y el magno rumor de la marea.

—¡Muera! ¡Muera el tirano!

Los dos se movieron un poco.

—Vamos por allá.

—Vamos. ¡Qué tonto he sido al figurarme que la lucha contra la tiranía acabaría hoy!

—Lo que hace es comenzar. ¡Vamos!

Corredores obscuros, escaleras de piedra, salones silentes, fríos, sordos como cuevas y, de pronto, la luz, el calor, como de un alto horno llameante, el murmullo loco de la voces, incoherente y vago, como si centenares de papagayos en jaulados charlasen todos a la vez.

Abrieron, por último, una puertecilla, y vieron a sus pies un agujero enorme, lleno de cabezas humanas, alumbrado tan sólo por las lengüecillas rojas de las luces de algunas bujías, que ardíancon dificultad en aquella atmósfera pesada. Alguien acababa de hablar. Le aplaudían...

En el fondo del agujero, entre dos bujías, se destaca la faz del Vigésimo. Enjuga el sudor de su frente con el pañuelo, se inclina sobre la mesa y comienza a hablar, balbuciente; lee su primer discurso, que ha escrito para defenderse. Debe de tener un calor horrible. ¡Vamos, Vigésimo! ¡Eres rey! ¡Eleva la voz, trata de ennoblecer la vergüenza de la cuchilla y del verdugo!

Pero no, el pobre imbécil sigue balbuciendo, con su aire grave y trágico.

VIII

Mucha gente asistía a la ejecución del soberano desde los tejados de las casas. Pero ni siquiera en los tejados había bastante sitio para todos los que querían presenciarla, y no pocas personas tuvieron que privarse de ver cómo se ejecuta a los reyes.

Las altas y estrechas casas que, en vez de tejados, tenían aquel día cabellos, parecían vivas. Sus ventanas abiertas semejaban ojos negros. Los campanarios estaban también llenos de gente, aun que desde ellos no se veía nada.

Mirado desde los tejados, el patíbulo parecía un juguete, algo así como un carricoche infantil boca abajo y con las manivelas rotas. No había un torno sino algunas figuras aisladas; más lejos,la multitud compacta constituía un fondo negro; en el que no se podía distinguir nada. Las figuras aisladas parecían desde lo alto hormigas en pie sobre las patitas traseras. Subían lenta y trabajosamente por escalones invisibles, y se agitaban. Resultaba extraño que allí, en el tejado, hubiera hombres ordinarios con la cabeza, la boca y la nariz ordinarias.

Las trompetas hacían un ruido ensordecedor.

Un cochecito negro se aproximó al patíbulo. Durante largo rato no se pudo distinguir nada. Después, un pequeño grupo salió del coche y subió muy lentamente por los escalones invisibles. Poco después se subdividió, se dispersó y quedó de él un solo hombre en mitad del patíbulo.

Los tambores batían. El corazón se encogía de terror. Reinó un silencio súbito.

La figurilla aislada levantó la manecita, la bajó, la levantó de nuevo. Seguramente hablaba algo, pero nada se oía. ¿Qué hablaba?

Los tambores empezaran de nuevo a tronar, esparciendo por todos lados sonidos que desmenuzaban la atmósfera.

Se advirtió un movimiento en lo alto del patíbulo. La figurilla desapareció. Se procedió a la ejecución. Los tambores sonaron; luego, de pronto, enmudecieron. Reinó nuevamente el silencio. En el lugar donde se encontraba momentos antes el Vigésimo apareció una nueva figura con la mano tendida. En la mano se veía algo muy pequeño, claro por un lado, obscuro por el otro;se diría que era una cabeza de alfiler de dos colores diferentes. Era la cabeza del rey. Por fin...

Los que se llevaban el ataúd con el cuerpo y la cabeza reales atropellaban a la gente y lanzaban gritos amenazadores. Se temía que la furia del pueblo no perdonara ni los restos del tirano. Era terrible el pueblo. Dominado por su ancestral miedo de esclavo, no creía todavía en la realidad de lo que acababa de ocurrir, en que la cabeza del omnipotente, del inaccesible soberano hubiera sido cortada por la cuchilla del verdugo. Y la muchedumbre hacía esfuerzos desesperados para abrirse paso hacia el patíbulo, queriendo convencerse: la vista y el oído engañan con frecuencia, y quería tocar con sus propias manos el patíbulo, respirar el olor de la sangre real y mojarse en ella las manos. La gente se pegaba, se estrujaba, se empujaba, gritaba. Algo blando, como un saco de trapos, rodó entre los pies de la turba: era un hombre aplastado. Luego otros, después un tercero, corrieron igual suerte.

Cuando llegó al patíbulo, la gente empezó a arrancar de él, con mano temblorosa, pedacitos de madera, sirviéndose para ello frecuentemente de las uñas y ensangrentándoselas. Algunos se apoderaban ávidamente de trozos demasiado grandes, de vigas enteras; pero les pesaban con exceso, y a los pocos pasos les hacían caer a tierra. Entonces, la multitud cubría al hombre que se debatía en el suelo, y la viga, cual si estuviera viva, ya mostraba uno de sus extremos por encima de la muchedumbre, ya desaparecía. El que encontraba un charquito de sangre no enjugado aún bajo sus pies, mojaba en él el pañuelo, los extremos de sus vestiduras. Algunos se untaban los labios con aquella sangre y se trazaban en la frente signos extraños; querían inaugurar así el nuevo reinado de la libertad.

La muchedumbre estaba como ebria de alegría salvaje. Sin cantar, sin pronunciar palabra, daba vueltas y vueltas en una danza extraña y loca, se agitaba, corría en todas direcciones, haciendo tremolar al viento, a modo de banderas, trapos ensangrentados; se dispersaba por las calles, llenándolas de gritos, de ruido, de risas nerviosas. Se pretendió cantar; pero el canto se le antojó a la multitud demasiado lento, demasiado rítmico, y se puso de nuevo a gritar y a reír.

Luego se dirigió a la asamblea nacional, para darle las gracias por haber librado del tirano a la patria, y en el camino echó a correr detrás de un traidor, que gritó:

—¡El rey ha muerto, viva el rey! ¡Viva el Vigésimo Primero!

Y lo ahorcó.

No pocos de los que seguían amando secreta mente al rey, no pudiendo soportar la idea de que le habían cortado la cabeza, se volvieron locos. Otros, algunos de ellos nada valerosos, se suicidaron. Hasta el último momento habían esperado algo, habían creído que sus oraciones serían oídas por Dios; pero la ejecución los desesperó y se degollaron, unos guardando un silencio sombrío, y otros jurando y blasfemando. Había quienes, bus cando el martirio, afrontaban las iras de la multitud, gritando con todas sus fuerzas:

—¡Viva el Vigésimo Primero!

Y perecían.

El día tocaba a su fin; la noche—solemne y tranquila, porque no tenía ojos para ver—empezaba a tender sus sombras sobre la ciudad.

En la ciudad se habían encendido ya las luces; pero el agua del río se deslizaba bajo el puente, negra como la tinta. Sólo brillaban hacia aquella parte de la ciudad las ventanitas de la torre, tras cuya masa negra moría poco a poco el crepúsculo vespertino. Dos hombres, en pie sobre el puente y de codos en la balaustrada miraban la profundidad misteriosa y obscura del agua.

—¿Crees que hoy se ha inaugurado el reinado de la libertad?—preguntó uno de ellos en voz baja.

—Mira, un cadáver pasa por debajo del puente—dijo el otro, también con voz queda, fijándose en el rostro muerto del cuerpo que flotaba en el río.

—Pasan muchos cadáveres camino del mar, como ése.

—No tengo confianza en la libertad de ese pueblo, que se regocija de tal modo por la ejecución de un rey nulo.

De la ciudad iluminada llegaba, de vez en cuan do, ruido de voces, de risas, de cantos.

La gente se divertía aún.

—¡Hay que matar el poder!—dijo el primer interlocutor.

—Hay que matar a los esclavos; son más peligrosos que los tiranos... He ahí un cadáver, y otro, y otro. ¡Cuántos! ¿De dónde vienen? Aparecen bajo el puente de una manera inesperada.

—Y, sin embargo, los esclavos aman la libertad.

—No, lo que hacen es temer el látigo. El día que amen de veras la libertad, serán libres de veras.

—¡Vámonos de aquí! La vista de los cadáveres me da náuseas.

Decidieron marcharse. En la ciudad resplandecían las luces, y el río parecía aún más negro. De pronto advirtieron algo denso y vago, que se diría nacido al contacto de las tinieblas y la luz. Hacia el Este, a lo lejos, allá donde el río se perdía entre las orillas obscuras y las tinieblas, se agitaban como seres vivientes, alzábase como una humareda, algo enorme, deforme y ciego. Gigantesco e inmóvil, aunque no tenía ojos, miraba; aunque no tenía brazos, los tendía en dirección de la ciudad; aunque no vivía, parecía estar animado.

—Es la niebla, que se levanta sobre el río—dijo el primer interlocutor.

—No, es una nube—dijo el segundo.

Eran las dos cosas: la niebla y una nube.

—¡Se diría que mira!

Miraba, en efecto.

—¡Se diría que escucha!

Escuchaba, en efecto.

—¡Se dirige hacia nosotros!

No; estaba inmóvil. La masa enorme, deforme, ciega, no se movía; en sus contornos fantásticos se reflejaba débilmente el resplandor de las luces de la ciudad.

Abajo, a sus pies, se deslizaba, entre las orillas obscuras, el río negro; las tinieblas se agitaban como seres vivientes. Iban pasando, uno tras otro, conducidos por la corriente, cadáveres que desaparecían en la sombra. Eran innumerables, y avanzaban lentos, taciturnos, como sumidos en reflexiones negras y frías, cual el agua sobre que flotaban.

En lo alto de la torre, de donde habían sacado aquella mañana al soberano para llevarlo al lugar de la ejecución, dormía, bajo el péndulo, con un sueño profundo, el relojero tuerto.

Había pasado el día muy contento, porque todo era quietud en la torre, y había llegado a cantar de alegría. Hasta el anochecer estuvo paseándose con satisfacción por entre las ruedas de la máquina. Examinaba solícito los cables, los rodajes y las palancas; pero evitaba mirar al péndulo, como si estuviera enfadado con él. No obstante, acabó por mirarle y se echó a reir. El péndulo le contestó riendo también. Se balanceaba, regocijadísima, la ancha cara de cobre, y reía:

—Así fué, así será. Así fué, así será.

—¿Verdad?—animábale el relojero del ojo único, desternillándose de risa.

—Así fué, así será. Así fué, así será.

Y, cuando anocheció, el relojero del ojo único se acostó y se durmió con un sueño profundo. Pero el péndulo no dormía y se balanceaba sin cesar sobre la cabeza de su amigo, inspirándole sueños extraños.

Juventud

El alumno de último año Chariguin le había dado una bofetada a su compañero Avramov. En la creencia de que le asistía un perfecto derecho para hacer aquello, estaba contento y hasta orgulloso.

Avramov, que había recibido la bofetada, estaba desesperado; pero suavizaba su desesperación el pensamiento de que había, como muchos otros, padecido por la causa de la verdad.

He aquí cómo ocurrió el incidente. A la entrada del aula estaba colgado, dentro de un marco negro, el horario de las clases. Aunque estaba allí desde que empezó el curso, no se fijaba nadie en él. Pero la víspera del incidente, el bedel conocido por el sobrenombre de Arenque observó que el horario había desaparecido. Se trataba seguramente de una travesura infantil.

Y los alumnos serios que tenían ya bigote y opiniones políticas acogieron la noticia con una sonrisa indulgente, como acostumbraban a acoger las toninadas de su compañero Okunkov, que atravesaba el aula cabeza abajo, sosteniéndose sobre las manos. Aunque se consideraban hombres graves, ninguno de ellos estaba seguro de que no sentiría momentos después la necesidad imperiosa de repetir el truco gimnástico.

El bedel Arenque estaba muy inquieto por la desaparición del horario, y, viéndole así, los alumnos reían y se burlaban de él bondadosamente. El horario desaparecido fué substituído por otro, que al día siguiente desapareció también. La cosa empezaba a ser enojosa. Cuando Arenque, lleno de cólera, señaló con ademán trágico al marco vacío, los estudiantes lo tomaron ya más en serio y le dijeron que el horario, según todas las probabilidades, debía de haber sido robado por los granujillas de primer año.

Al día siguiente se encontró en el marco, en lugar del programa, una hoja de papel con un dibujo humorístico ofensivo para el director del colegio. Aquello era más grave. Cuando el director pretendió que declarasen quién era el autor de la barrabasada, los alumnos no contestaron, por ignorarlo ellos también. La información no dió resultado. Semeño, el portero, que había quitado el dibujo del marco, se manifestaba aún más indignado que sus jefes, como si el insulto fuese dirigido contra él.

Grueso, bonachón y tonto, se creía en el deber de defender el honor de sus jefes, y aconsejó también a los alumnos que declarasen quién era el autor del dibujo; pero éstos le mandaron al diablo.

Al día siguiente, un nuevo dibujo, aún más humorístico y ofensivo, apareció en el marco.

El inspector dirigió a los alumnos un violento discurso, que no tuvo éxito. Aquel checo, que en seguida se encolerizaba, empezó a hablar en tono tranquilo; pero a las pocas palabras se puso encarnado, como si le hubieran tirado a la cara agua hirviendo, y prorrumpió en gritos injuriosos:

—¡Granujas! ¡Pilletes! ¡Bribones!

El director pronunció un discurso seco, pero convincente. Hizo notar a los alumnos, que le escuchaban en silencio, la estupidez de aquella travesura, y les encareció su gravedad. Chariguin, que en los momentos críticos era siempre el portavoz de la clase, se levantó y respondió al director:

—Estamos de acuerdo con usted, Miguel Ivanovich, y todos decimos lo mismo. Pero ninguno de nosotros ha hecho los dibujos, y estamos todos asombrados.

El director se encogió de hombros con desconfianza, y declaró que si los culpables confesaban serían perdonados. Si no, a todos los colegiales se les pondría mala nota en conducta, y—lo que aun era peor—a los alumnos pobres, que hasta entonces no habían pagado sus estudios, se les obligaría a pagarlos en adelante. Añadió que bien sabían todos que él cumplía siempre su palabra.

—¡Pero si nadie quiere confesar!

El director respondió que, en vista de eso, toda la clase debía dedicarse a averiguar quién era el culpable, cosa que en modo alguno se oponía a la solidaridad y al compañerismo, puesto que el culpable, al no acceder a confesar, comprometía a toda la clase, la exponía a un severo castigo, rompiendo, eo ipso, los lazos de compañerismo con los demás alumnos.

Cuando se marchó el director, todos los colegiales empezaron a discutir apasionadamente la cuestión, que, después del discurso de Miguel Ivanovich ofrecía un aspecto nuevo e inesperado. ¡Por culpa del asno que había cometido aquella idiotez y que no quería confesarla, algunos alumnos pobres se verían obligados a dejar el liceo!

Una hora más tarde, Chariguin y otros dos alumnos le pidieron una entrevista al director, a la sazón en su despacho. Salió al corredor con un cigarrillo en la boca; tenía una visita de importancia, y sólo podía atenderles un momento. En nombre de todos sus compañeros, Chariguin le hizo saber que no había sido posible descubrir a los culpables, pero que recaían vehementes sospechas sobre tres colegiales: Avramov, Valich y Osnovsky. La clase esperaba que, después de tal declaración, los demás no sufrirían las consecuencias enojosas de la travesura.

El director dirigió una mirada atenta, aunque rápida, a Chariguin, le cumplimentó y respondió que reflexionaría sobre lo que acababa de oír.

Las felicitaciones del director enorgullecieron mucho a Chariguin, aunque hasta entonces le había también enorgullecido no poco el que los profesores le considerasen como un elemento perturbador. Cuando llegaba al aula, su compañero Rochvestvensky le salió al encuentro. Rochvestvensky, durante la reciente discusión entre los colegiales, había gritado más que ninguno y los había vuelto locos a todos. Como si se tratase de una bonísima noticia, se apresuró a comunicarle a Chariguin:

—¡Avramov dice que eres un canalla!

Avramov, en pie junto a la estufa, muy pálido, dirigió despectivamente la mirada por encima de las cabezas a un punto lejano...

—¡Avramov! ¿Es verdad que me has dicho canalla?

—Sí.

—¿Quieres pedirme perdón?

Avramov guardaba silencio. Toda la clase presenciaba la escena con los nervios en tensión.

—¡Di!

En aquel momento entró el sacerdote que enseñaba religión y moral. Los alumnos, con aire contrariado, ocuparon sus puestos. Los minutos se les antojaban larguísimos. Les parecía que el tiempo se había detenido para evitar el mal que estaba a punto de realizarse.

Chariguin, que tenía su sitio en el último banco, fingía estar leyendo un libro; pero de cuando en cuando levantaba los ojos y examinaba con extraña curiosidad la espalda encorvada de Avramov y su cabeza, inclinada también sobre un libro.

Avramov tenía el pelo negro y crespo; sus dedos, en los que apoyaba la cabeza, parecían extrañamente blancos. ¿Estaría pensando que dentro de algunos minutos recibiría un bofetón que le haría ver las estrellas y le pondría la mejilla como un tomate

El corazón de Chariguin empezó a latir con más fuerza. Bien quería él que nada de aquello ocurriese; daría cualquier cosa por no verse obligado a pegarle a Avramov; pero no tenía más remedio. Estaba completamente en su derecho. Perdería toda la estimación de sus compañeros si dejaba impune aquel insulto inmerecido. Chariguin recordó cuanto había él dicho y cuanto habían dicho los demás, y se afirmó en la idea de no haber merecido aquel grosero insulto. La cabeza negra y los dedos blancos de Avramov suscitaron en su corazón un sentimiento de malevolencia. Tuvo un poco de miedo, porque Avramov era un muchacho fuerte, y, como es natural, le devolvería la bofetada. Pero no había más remedio. Debía dársela, y se la daría.

La campanilla sonó en el corredor. El profesor se dirigió lentamente a la puerta. Detrás de él, estirando sus miembros entumecidos, marchaban los alumnos.

Pero Chariguin les gritó con extraño acento:

—¡Un instante, señores!

Muchos de aquellos señores, que habían olvidado completamente lo ocurrido, se volvieron y miraron a Chariguin con asombro. ¡La expresión de su rostro era tan extraña!

Chariguin se acercó a Avramov.

—¿No quieres, pues, pedirme perdón?

¡Ah, sí! Ahora se acordaban los alumnos. Se estremecieron. Algunos se pusieron pálidos. Hubieran querido volver la cabeza, no ver nada; pero dominados por una curiosidad invencible, miraban a ambos, con un deseo ardiente de que todo se terminase lo más pronto posible.

El "filósofo" Martov le dió con el codo a Avramov y le dijo por señas que pidiese perdón. Pero Avramov no quiso.

—No—dijo—. Tú..

No tuvo tiempo de acabar. Chariguin, sin darse cuenta él mismo, levantó la mano, pegó y sólo se hizo cargo de la fuerza del golpe cuando vió a Avramov tambalearse. Levantando la mano derecha para escudar el rostro contra la bofetada que esperaba de su adversario, miró rápidamente a su alrededor y vió trágico y pálido el rostro, por lo común alegre, del "filósofo" Martov.

—¿Qué diablos le pasa?—pensó.

Luego oyó la voz temblorosa, llena de dolor y reproche, de Avramov, cuya cara no veía.

—Lo que has hecho... Dios te castigará...

Chariguin hizo un gesto de desprecio y se fué con las manos en los bolsillos. Cuando se dirigía a su casa, un sol deslumbrante inundaba las calles. En las aceras mal cuidadas de la pequeña ciudad provinciana se veían charcos de nieve derretida, en los que se reflejaban los faroles y el abismo azul del cielo límpido.

La primavera se acercaba rápidamente. El aire fresco, oliente a nieve derretida y a campos lejanos, limpiaba los pulmones del polvo del colegio, que le parecía entonces a Chariguin obscuro y lleno de una atmósfera irrespirable. Lo que acababa de pasar en él era, a sus ojos, estúpido y vil en extremo. Pensaba que nada de aquello hubiera podido suceder allí, donde el sol brillaba tan alegre, donde cantaban los gorriones como si se hubieran vuelto locos, borrachos de sol.

Su pensamiento no podía apartarse del incidente. Su buen humor se obscurecía a causa de la lástima, un poco orgullosa, que le daba Avramov. ¿Se podía ser así de cobarde? Todos sus compañeros de clase eran partidarios fanáticos de la doctrina de Tolstoi sobre la no resistencia al mal; pero sólo un hombre tímido, apocado, podía aplicar tal doctrina en la vida real. Debía uno defender con todas sus fuerzas sus ideas, la causa que creyera justa. Debía uno armarse hasta los dientes para triunfar en la lucha. Era un canalla el que se dejaba pegar sin protestar.

Chariguin se sentía en aquel momento fortísimo, capaz de hacer frente a todo el mal y de luchar contra él a la desesperada, apretados los dientes, crispadas las manos, hasta el último aliento. ¡Gran Dios, cuándo acabarían sus estudios en el cdlegio y podría ocupar su puesto en la lucha!

Esperando esa hora feliz, avanzaba con paso firme, seguro, en actitud casi de reto. Se veía que era un hombre que sabía repeler todo insulto.

El sol, que había visto tanto en su vida, calentaba cariñosamente la juvenil cabeza del muchacho, sobre la cual, sin que él se diera aún cuenta, estaba suspendido un gran dolor.

Aquella tarde se percató de ello.

La primera persona a quien Chariguin refirió lo ocurrido fué Alejandra Nikolayevna, una alumna de último año, a quien amaba y consideraba de muchas letras y muy lista. Verdad es que sólo la consideraba muy lista cuando estaba de acuerdo con él y no le llevaba la contraria. Cuando disputaba, echaba la muchacha tan fácilmente por la borda toda la lógica y se ponía tan cabezuda, que Chariguin, asombradísimo, se preguntaba si era aquélla la misma mujer con cuya ayuda se disponía él a hacer frente a las injusticias de la vida.

Los demás, por el contrario, la encontraban muy lista precisamente cuando la oían discutir; pero Chariguin no era de su opinión.

Por añadidura, la muchacha estaba dotada de la desagradable facultad de penetrar las flaquezas que más interés había en mantener ocultas.

—Haces mal en estar orgulloso—le dijo Alejandra Nicolayevna cuando él le contó el incidente—. Has cometido una vileza.

¿Estaba orgulloso? ¡Qué locura! No había hecho sino cumplir su deber de hombre honrado; sí, de hombre honrado. Y creyendo que Alejandra Nicolayevna no se había enterado bien, la hizo fijarse de nuevo en los detalles de la historia, que, según su profunda convicción, establecían de un modo evidente su derecho a obrar como había obrado.

Toda la clase intentó en vano persuadir a Avramov y a los otros de que debían confesar, haciéndoles comprender que la estúpida travesura podía costar cara a los inocentes. No eran las malas notas con que les había amenazado el director lo que los asustaba, sino la expulsión con que se había conminado a los alumnos pobres. Su pequeña Chura debía hacerse cargo de que él, que era rico, no tenía nada que temer por sí mismo, y lo que había hecho fué en defensa de los demás.

—¡Tonterías!—contestó Chura—. El director ha mentido como un jesuíta, y vosotros habéis sido bastante torpes para creerle. Además, la travesura no es tan estúpida. ¡A mí hasta me hace gracia!

¡Qué manera de razonar la de las mujeres! Sin darse cuenta de lo que hacía, la muchacha había dado un salto y se había apartado del camino de estricta lógica seguido por él.

Manifestando con un gesto su descontento, cogió por la punta el pensamiento que se le escapaba y empezó a exponer nuevos argumentos. Tomada por toda la clase la determinación de cmunicar al director...

—Sí, he de hacer una delación—rectificó Chura—...de comunicar al director sus sospechas...

Chura debía comprender que, siendo de toda la clase la determinación, él no había sido sino el delegado designado para ponerla en práctica.

Pero Chura no lo comprendía. Creía que un buen delegado no podía encargarse de poner en práctica sino las buenas determinaciones, y que debía renunciar a la delegación si eran malas.

De nuevo, la muchacha se apartaba del camino lógico, con un salto tan formidable, que Chariguin, perdido el hilo de su raciocinio, se enredó, contra su voluntad, en una discusión inútil sobre los derechos y deberes de los delegados. La discusión hubiera sido interminable si Chariguin, valiéndose de los procedimientos habituales de su adversario, no la hubiera, de pronto, llevado por otros derroteros.

—No siendo él—objetó—sino un simple ejecutor de la voluntad de la clase, ¿por qué Avramov le calificó sólo a él de canalla? En buena lógica, debía calificar de canallas a Potanin y a todos los demás.

—¡Claro que todos sois unos canallas!—declaró sin vacilar Alejandra Nicolayevna.

Chariguin se rió con risa malévola.

—¡Y, sin embargo, sólo a mí me has lanzado el insulto!

—Seguramente, porque tú habrás insistido más que los otros en que había que hablarle al director. ¡De todas maneras ha sido una delación, una cochinería!

La lógica se había ido al diablo. Chariguin sentía que perdía terreno, y seguía argumentando desesperadamente, repitiéndose, embrollándose, enojándose consigo mismo, con Chura, con el mundo entero, donde existían mujeres tan insoportables. Acabó por no saber ya lo que se decía.

—¡Esto no es una discusión!—exclamó—. ¡Es una danza de salvajes!

Chura se echó a reír, y de repente preguntó:

—¿Cómo es ese Avramov?

—¿Quieres, quizá, que te lo presente?

—Es una tontería enfadarse por semejantes bagatelas.

—¡Para ti es una bagatela que me llamen canalla!

Retiró con cólera su mano de la de Chura, y lanzó una mirada furiosa a su bello rostro, encarnado a fuerza del frío.

Como conviene a un colegial y a una colegiala, tenían entrevistas secretas en la calle, aunque nadie les impedía verse en su casa.

—¡Basta! ¡Os propongo la paz! ¡Dadme la mano, marqués de Posa!

Chura cogió el brazo de Chariguin, lo dobló, colocó en él su manecita y siguió andando. El quiso retirar el brazo, pero le fué imposible. Tenía que someterse. ¡Siempre ocurre lo mismo con las mujeres.

Cuando llegó a su casa, Chariguin fué en busca de su padre, que estaba en su despacho, y, encendiendo un cigarrillo, le refirió la historia con todo lujo de detalles. Con gran asombro suyo, el padre también fué de parecer de que se trataba de una delación. Contrariado al ver que no le comprendían, Chariguin repitió sus argumentos, tratando de apoyarlos en consideraciones puramente teóricas. Afirmaba que el que un solo hombre traicionase a todos era reprochable; pero que el que todos entregasen a la justicia a uno solo significaba el triunfo del principio de la mayoría.

—Quizás tengas razón, mas... con todo, no has hecho bien. ¡Pero no te apures! Todo eso son tonterías, y mañana te reconciliarás con ése... ¿cómo se llama?

¡Para el padre también era aquello una bagatela!

¿Cómo no se hacían cargo de que no lo era, de que él padecía en extremo, de que estaba dispuesto a suicidarse, tanta era su malaventura? Pero no se sometería. Les probaría a todos que se engañaban. ¡Tenía de su parte a toda la clase!

Chariguin se metió en la cama, meditando los argumentos con que podría justificar su conducta y que aduciría al día siguiente. Sin embargo, algo le atormentaba. Había obrado como un hombre honrado, y, no obstante, no experimentaba satisfacción alguna. Además, razonaban de una manera tan extraña su padre y... aquella mujer.

De pronto recordó los elogios que le había dirigido el director, y una sensación de calor recorrió su cuerpo. Sentía tal vergüenza, que se puso como la grana y se apresuró a taparse el rostro con la sábana, como si alguien pudiera verle en la estancia obscura y desierta.

Pasaron tres días.

El director, no se sabe por qué, no había concedido importancia a la declaración colectiva de la clase, y los tres colegiales indicados como presuntos autores del delito se paseaban tranquilamente por los corredores.

Por un acuerdo tácito, todos los alumnos de la clase habían guardado silencio respecto a lo ocurrido, y manifestaban gran afecto a Avramov. El que los hubiera observado superficialmente no hubiera notado en ellos cambio alguno; pero Chariguin se daba clara cuenta de que el cambio existía. Los colegiales a quienes había denunciado como sospechosos hablaban sin violencia con los demás denunciadores, y a él fingían no verle, haciendo fracasar todas sus tentativas de entablar conversación con ellos. Los demás colegiales le trataban igual que antes, a juzgar por su actitud, que no había variado. Sin embargo, un detalle, al parecer nimio, heríale profundamente: antes, en los intervalos entre clase y clase, el banco de Chariguin era como un club donde un grupo de camaradas se reunía a discutir sobre las materias más abstractas; a la sazón estaba vacío, nadie iba ya a sentarse en él. Chariguin, que gustaba de hablar y de que le escuchasen, hallábase aislado. El "filósofo" Martov se mantenía a distancia y le miraba con una estúpida expresión de miedo, como si temiese una paliza suya. Una vez, Chariguin advirtió clavada en su rostro la mirada de Rochvestvenski, que le había sido siempre afecto, y cuyos ojos expresaban so en aquel instante, no la admiración a que le tenían habituado, sino la piedad.

"¡Canallas!", pensaba Charigruin, englobando en esta calificación a la clase entera y a cuantos estaban disconformes con él.

Le sublevaba que siendo todos responsables de la traición, él sólo fuera castigado.

"¿Por qué?"—se preguntaba con cólera, viendo que hasta Rochvestvenski, que había insistido más que nadie en la necesidad de la denuncia, le despreciaba ahora.

Miraba retador a sus compañeros, les decía cosas malévolas, daba con el codo al pasar a los sospechosos; pero los colegiales no le hacían caso y se contentaban con encogerse de hombres. Como un día le oyesen expresar su extrañeza de que el director no hubiera ya aplicado algunas medidas represivas, sus compañeros se hicieron los sordos y se dispersaron. Logró detener a Rochvestvenski, que, aunque se dejó convencer de que tenía razón, ponía una cara tan lastimosa que Chariguin no insistió más.

—¡Todos son unos canallas!—exclamó con cólera.

Pero nadie le contestó. El hubiera querido que le hablasen, que le probasen que había obrado mal, incluso que le abofeteasen; todo le parecía preferible a aquel terrible silencio.

Hasta se le antojaba que los profesores también le miraban con malos ojos. Bochkin, el profesor de historia, un señor independiente que decía a veces cosas malévolas y era la bestia negra del director, dijo un día:

—¿Conque hacen ustedes denuncias? ¡Qué bonito! ¡Estos son los futuros ciudadanos rusos!

Se dirigía a toda la clase; pero Chariguin se imaginó que se refería sólo a él.

Bochkin le puso mala nota, y no le acompañó en las bromas que gastaba siempre con este motivo. Era una señal de desprecio.

Chariguin le llamó canalla mentalmente, y sintió ganas de llorar.

Fuera del colegio tampoco tenía por qué hallarse muy satisfecho. Había dejado de acudir a las entrevistas con Chura, de quien recibió una cartita, con dos faltas de ortografía, preguntándole qué le pasaba.

—¿Qué ha sido de ti, querido?—decíale.

"¡Querido, querido.!... ¡Qué encanto!—pensó Chariguin con una ironía venenosa, y, tendiéndose en un canapé, lloró un poco, lo cual le tranquilizó.

Le extrañó que un hombre tan inteligente como él no hubiera sabido hasta entonces lo grato que es a veces llorar un poco.

Era sábado. El día siguiente lo pasó, contra su costumbre, en su casa, entregado a actos que le hubieran desacreditado ante sus compañeros y ante todas las gentes serias; se divirtió con su hermanita, zarandeándola sobre sus rodillas y haciéndola cabalgar en sus hombros; para distraerla ató un pedazo de papel a la cola del viejo gato, obeso y grave, y él mismo se rió como un loco.

El lunes, en el recreo de entre las clases, rogó a sus compañeros que se quedasen en el aula y subió a la tarima.

—¡Señores!—dijo con voz trémula, fijando la mirada en Avramov—. Compañeros, ¡qué diablos!, no, señores, escuchadme bien: Avramov me insultó llamándome canalla—Avramov enrojeció y bajó los ojos—. Hizo mal. Sí, hizo mal. Debió decir: "¡Sois todos unos canallas!" Pero ya que no lo dijo él, lo digo yo: somos todos unos canallas. ¡Sí, unos canallas, unos traidores, unos grannujas!...

Chariguin fijó la mirada en la boca abierta del "filósofo" Martov, y añadió:

—...y unos bestias. Uno para todos, todos para uno, he aquí cómo hay que vivir. Y si le pegué a Avramov, fué... Merezco... merezco...

La voz del elocuente orador fué de pronto cortada por los sollozos. Bajando veloz de la tarima, se lanzó hacia la puerta. Manos innumerables le detuvieran, le hicieron prisionero,

—¡Vais a ahogarme!—exclamó—. ¡Dejadme en paz, diablos!

Consiguió soltarse y desapareció. Durante largo rato le buscaron en vano.

Cuando los colegiales, media hora después, entraron nuevamente en clase, vieron con asombro, a la entrada del aula, una magnífica caricatura que representaba, en posturas absurdas, al director, al inspector y al portero Semen. No lejos se hallaba Chariguin.

—¡Bórrala! ¡Aprisa!—le gritaron los compañeros.

Algunos querían borrar ellos mismos la caricatura; pero Chariguin se opuso enérgicamente. Además, era ya demasiado tarde; precisamente en aquel momento entró el bedel Arenque. En seguida se presentó en el aula el director en persona.

—¿Sí?—preguntó lacónico.

—¡Soy yo!—respondió Chariguin.

—Bueno, serás expulsado del colegio.


* * *


Se consiguió del director que renunciase a tal medida. Contentóse con imponer a Chariguin, como castigo, un arresto de cuatro días.

Cuando, el domingo siguiente, le encerraron con llave en el aula desierta, Chariguin se sintió completamente limpio del "lodo" de que se había cubierto. Su honor volvería a brillar inmaculado.

Dos horas después, cuando comenzaba ya a aburrirse, advirtió detrás de los cristales una cara amiga que le sonreía con afecto. Era el "filósofo" Martov. Luego apareció Rochvestvensky. Y durante todo el día las caras amigas se sucedieron. Le sonreían, le gritaban palabras amables por la cerradura. Alguien, por debajo de la puerta, le echó una cartita lacónica: "¡Valor!" Hacia las diez de la noche, cuando Chariguin se disponía ya a meterse en la cama que le acababan de llevar, oyó de pronto el ruido de la llave. Avramov, Martov y dos amigos más entraron de puntillas, enseñándole desde lejos un pan, un largo salchichón y—horríbile dictu—una botella de "vodka".

No se separaron hasta muy tarde. El que más se alegró de aquel banquete improvisado fué el portero Semeño. Le gustaba el "vodka" y se bebió casi toda la botella. Además, Martov imitó al inspector con un arte incomparable, y Semeño se rió muchísimo. Decididamente no era justo creer tan bestia a aquel buen Semeño. En los diez años que llevaba sirviendo en el colegio había aprendido un sinnúmero de expresiones literarias y hasta sabias, que le permitían hacer comprender a la gente que no era un cualquiera. Durante la velada, los colegiales, con frecuencia, pronunciaron palabras como "progreso", "ideales", "humanidad", que Semeño oía emocionado como si fueran conmovedoras plegarias. Hablaban con entusiasmo de la capital, adonde partirían cuando acabasen sus estudios en el colegio, y en cuya Universidad ingresarían; y Semeño, soñador, pensaba en aquella lejana, misteriosa, Universidad, donde, al decir de los colegiales, oíanse tan bellas cosas, palabras tan nobles y tan altas.

Cuando hubo cerrado la puerta tras los visitantes, que se fueron muy tarde, Semeño volvió, por el corredor obscuro, a su cuartito. La luz vacilante de la bujía alumbraba débilmente su faz encarnada y bigotuda. Sentía una vaga tristeza, y, deteniéndose a la puerta de su habitación, se dijo suspirando:

—¡Dios mío: si los porteros pudieran también ingresar en la Universidad para hacer sus estudios!

La llamada

Fatigado por las angustias del día, me había dormido vestido sobre la cama. Mi mujer me despertó. Llevaba en la mano una bujía, cuya lucecita vacilante, en medio de la noche, se me antojó clara como el sol. El rostro de mi mujer estaba pálido. Sus ojos enormes, que me parecían entonces extraños, como si los viese por primera vez, brillaban con un fulgor siniestro.

—¿No sabes?—dijo—. Están levantando barricadas en nuestra calle.

En torno reinaba el silencio. Nos miramos uno a otro, y sentí que mi rostro se iba poniendo pálido. Hubo un momento en que la vida pareció extinguirse; pero no tardó en volver, manifestándose en los fuertes latidos del corazón.

En torno reinaba el silencio. La llama de la bujía vacilaba, exigua, ligera, pero hiriente como una espada.

—¿Tienes miedo?—pregunté.

Su barbilla temblaba ligeramente; pero sus ojos permanecieron inmóviles, mirándome sin pestañear. Sólo entonces me percaté de que eran unos ojos terribles, completamente desconocidos para mí. Yo los había mirado durante diez años y creía conocerlos mejor que los míos; pero en aquel instante había en ellos algo nuevo que yo no acertaba a definir. ¿Era orgullo? No; era una expresión extraordinaria.

Le cogí la mano, que estaba fría. Me respondió con un fuerte apretón, en el que había también algo nuevo, desconocido hasta entonces para mí. Nunca me había estrechado de aquella manera la mano.

—¿Hace mucho tiempo?—le pregunté.

—Cosa de una hora. Mi hermano ya se ha ido. Sin duda, temiendo que tú no se lo permitieses, lo ha hecho con sigilo. Pero yo lo he visto.

¡Era, pues, verdad! ¡Aquello había llegado!

Me levanté y me lavé despaciosamente, como lo hacía siempre por la mañana, después de una noche entera de sueño. Mi mujer me alumbraba con la bujía. Luego la apagamos y nos asomamos a la ventana, que daba a la calle.

Corría el mes de mayo. Al abrir la ventana, el cuarto se llenó de un aire delicioso, que seguramente no se había nunca respirado en la enorme y vieja ciudad.

Hacía ya días que las fábricas no trabajaban y que por la vía férrea no pasaban trenes.

No impurificado por el humo de las chimeneas ni por el polvo del carbón, el aire olía a campo, a jardines en flor, a rocío. No hay palabras que den idea del delicioso olor del aire en las noches primaverales, lejos de la ciudad.

No había en la calle ni un solo farol encendido, no se veía pasar ningún coche, no se oía ruido ninguno. Cerrando los ojos, podía uno hacerse la ilusión de que no se hallaba en la ciudad, sino en pleno campo. No tardé en oír ladrar a un perro, como en la paz rústica de una aldea. No había oído nunca ladrar a un perro en la ciudad, y prorrumpí en una risa alegre.

—¡Escucha, un perro!

Mi mujer me abrazó y dijo:

—Están ahí, en la esquina.

Un poco inclinados hacia fuera, vimos moverse algo en las opacas profundidades de la noche. ¿Qué se destruía en su negrura? ¿Qué se construía? Formas vagas movíanse, agitábanse, a modo de sombras. Empezaron a sonar los golpes de un hacha o de un martillo. Era un ruido alegre, sonoro, que evocaba el bosque y el río, que hacía pensar, en la compostura de un bote, en la construcción de un dique. Y el presentimiento de un trabajo risueño, plácido, me impulsó a estrechar fuertemente a mi mujer entre mis brazos. Ella miraba, sobre los tejados, la luna de cuernos agudos, que descendía lenta y parecía joven y alegre como una muchacho que sueña y, no atreviéndose a contarlos, oculta sus, sueños luminosos.

—Cuando la luna esté en el lleno...

Pero mi mujer me interrumpió asustada:

—No hablemos—se apresuró a decir—. No hay que hablar de lo futuro. ¿Para qué? ¡Entrémonos!

Estaba obscuro en la habitación. Guardamos largo rato silencio, sin vernos uno a otro, pero sumidos en los mismos pensamientos. Cuando comencé a hablar me pareció que era otro el que hablaba; hasta tal punto era extraña mi voz, que se diría la de un hombre ahogado por la sed.

—¿Y qué vamos a hacer? Yo tengo que ir.

—¿Y ellos?

—Te quedarás en su compañía. Con la madre les bastará. Yo no puedo quedarme.

—¿Y yo? ¿Crees que yo puedo?

Aunque no dió ni un paso, sentí que se iba, que estaba ya muy lejos, muy lejos. Tuve frío en el corazón, le tendí las manos, y, apartándolas, dijo:

—Una fiesta semejante no tiene lugar sino una vez cada cien años, y quieres alejarme de ella. ¿Por qué?

—Podrían matarte, y entonces... ¿qué sería de nuestros hijos? Perecerían.

—El destino los protegerá. Además, aunque perezcan...

¡Era ella la que me lo decía, mi mujer, con la que había vivido durante diez años! Horas antes no quería saber nada que no se refiriese a sus hijos; horas antes, sólo pensaba en ellos y tenía por ellos el alma en un hilo; horas antes escuchaba atenta e inquieta todos los rumores amenazadores y parecía asustadísima. ¡A la sazón, qué cambio!

Sí; horas antes, sí. Pero ¿acaso no había yo también cambiado al cabo de esas horas? ¿Acaso no había olvidado completamente mi disposición de ánimo del día anterior?

—¿Quieres venir conmigo?

—No te enfades.

Me creía enfadado.

—No te enfades—repitió—. Hace poco, mientras tú dormías, cuando han empezado a levantar las barricadas, he comprendido de repente que el marido, los hijos, no tienen importancia en comparación con lo que se acerca. ¡Te amo, te amo mucho!—y me estrechó la mano como nunca lo había hecho—. Pero, oye, ¿cómo trabajan ahí, en la calle? ¿Oyes los golpes de las hachas y de los martillos? Me parece que a cada hachazo, a cada martillazo, vienen a tierra espesos muros y se abren amplios horizontes. Esos golpes son como llamadas de la libertad. ¡No sabes cómo me conmueven! Aunque es de noche, se me antoja que brilla el sol. Soy ya vieja, tengo treinta años; pero me parece que sólo tengo diez y siete y que llena mi alma un primer amor infinito, sin límites.

—¡Qué noche!—exclamé—. Se diría que la ciudad no existe ya... A mí también se me figura no tener los años que tengo.

—Golpean, y sus golpes suenan para mí como un canto, como una música con la que he soñado toda mi vida. Y no sé por qué se me arrasan los ojos en lágrimas y, al mismo tiempo, experimento el deseo de cantar, de reír. Es la llamada de la libertad. No me prives, pues, de esa dicha. Déjame morir con los que trabajan y llaman con tanto denuedo a las puertas del porvenir, despertando incluso a los muertos en sus sepulcros del pasado.

—Tienes razón. El pasado entero no es nada en comparación con lo que se acerca.

—Sí, no es nada.

—Me parece no haberte conocido hasta ahora. ¿Quién eres?

Se echó a reír con una risa tan sonora como si realmente no tuviese más que diez y siete años.

—A mí también se me figura no haberte conocido hasta ahora.

Hace mucho tiempo que ocurrió todo esto. Los que duermen en la actualidad el hondo sueño de una vida gris y mueren sin despertarse no me creerán; pero, en aquella época, hasta diríase que el tiempo había desaparecido. El sol salía y se ponía, las agujas de los relojes señalaban las horas y los minutos, y el tiempo, con todo, no existía. Muchas otras cosas grandes, admirables, ocurrían en aquella época, y los que duermen el hondo sueño de una vida gris y mueren sin despertarse no me creerán.

—¡Hay que ir!—dije.

—Espera; voy a darte de comer: no has comido nada. Y mira si soy prudente; yo iré mañana. Dejaré en cualquier parte a los niños y vendré a reunirme contigo.

—¿Somos, pues, camaradas?

—¡Sí, somos camaradas

El aroma del campo penetraba en la habitación por la ventana abierta. El silencio nocturno sólo era turbado por los golpes sonoros y alegres del hacha.

Sentado a la mesa, yo miraba, escuchaba, y todo en torno me parecía tan nuevo y lleno de misterio, que me dieron ganas de reír. Se me figuraba que todo cuanto me rodeaba sería destruído y yo solo permanecería. Todo pasaría; pero yo seguiría existiendo. Todo lo que no era yo mismo—la mesa, los platos—se me antojaba absurdo, extraño, irreal, no dotado sino de una existencia ficticia.

—¿Por qué no comes?—me preguntó mi mujer. Sonreí.

—El pan... ¡es tan extraño!

Ella miró el pan, y su rostro se puso triste.

Luego volvió la cabeza hacia la habitación de los niños.

—¿Te dan lástima?—le pregunté. Negó con la cabeza, sin apartar los ojos del pan.

—No, no es eso. Pienso en nuestro pasado, en -todo lo anterior a este día. ¡Es tan incomprensible! Cuanto miro es incomprensible.

Dirigió en torno una mirada atónita, como si acabase de despertarse.

—¡Es tan absurdo! Aquí hemos vivido...

—Sí, y tú eras mi mujer.

—Y ahí están nuestros hijos.

—Ahí, en mi habitación próxima, murió tu padre.

—Sí, murió, murió sin despertar...

Nuestra hijita—la más pequeña—empezó de pronto a llorar; sin duda, algún temor pueril había turbado su sueño. Y aquel llanto de niño, aquel llanto sin amargura, obstinado, insistente, sonaba de una manera extraña cuando en la calle se levantaban barricadas.

La niñita lloraba pidiendo caricias, palabras mimosas, promesas tranquilizadoras. No tardó en calmarse, y se calló.

—Bueno, ¿te vas?—dijo en voz baja mi mujer.

—Quisiera abrazarlos antes de irme.

—Temo que los despiertes.

—No, no hay cuidado.

Mi hijo mayor, que tenía nueve años, estaba despierto. Lo había oído y comprendido todo. Sí, lo había comprendido todo, a pesar de sus nueve años. Y fijó en mí una mirada profunda y severa.

—¿Llevarás el fusil?—preguntó con voz grave.

—Sí.

—Está detrás de la chimenea, ¿verdad?

—¿Cómo lo sabes?... Bueno, abrázame. ¿Te acodarás de mí?

Saltó de la cama en camisita, caliente aún del sueño, y se abrazó con fuerza a mi cuello. Sin tiendo el calor de sus brazos suaves, delicados, levanté el pelo de su nuca, y se posaron en su cuellecito, un instante, mis labios.

—¿Te matarán?—me dijo al oído.

—No, volveré.

¿Por qué no lloró? Muchas veces lloraba cuando yo salía de casa. ¿Acaso él también había oído aquellas llamadas misteriosas? ¡Quién sabe! ¡En aquella gran época ocurrían tantas cosas extraordinarias!

Dirigí una mirada a las paredes, a los muebles, a la bujía, cuya llama vacilaba, y estreché la mano de mi mujer.

—¡Bueno, hasta la vista!

—¡Sí, hasta la vista!

Y a eso se redujo todo.

Me fuí. En la escalera olía mal y no se veía. Envuelto en las tinieblas, buscando con los pies los viejos escalones de piedra, experimentaba un sentimiento de felicidad inmensa, de alegría in finita, que llenaba todo mi ser.

El regalo

I

—¡Vuelve!—suplicó por tercera vez Senista.

Y por tercera vez, Sazonka se apresuró a responder:

—¡Claro que volveré! No tengas cuidado. Ya te he dicho que volveré.

Y callaron de nuevo.

Senista estaba acostado boca arriba, cubierta hasta la barbilla por una sábana gris de hospital, y no apartaba los ojos de Sazonka. Deseaba que su visitante permaneciese allí todo el tiempo posible, que no se marchase. Imploraban los ojos la promesa de no dejarle abandonado a la soledad, al dolor y al miedo.

Sazonka se aburría y quería marcharse; pero no sabía cómo hacerlo sin ofender al muchacho enfermo. Tan pronto empezaba a levantarse de la silla con la intención firme de irse, como se sentaba de nuevo decididamente, cual si lo hiciese para toda la vida. Seguiría aún un rato, si tuviera de qué hablar; pero no sabía qué decirle al enfermo, todos sus pensamientos eran tan estúpidos que le avergonzaban. Se le ocurría, por ejemplo, llamar a Senista Semeño Erofeevith, como a un personaje, lo que sería cómico y tonto; pues Senista no era sino un aprendiz, mientras que Sazonka era el ayudante del maestro, bebía artísticamente "vodka" y si le llamaban Sazonka era por una añeja costumbre, que el tiempo había consagrado. Se consideraba punto menos que jefe del taller, y no hacía quince días que le había dado a Senista la última bofetada. Aquello estuvo mal, pero no era cosa tampoco de ponerse a hablar de ello.

Sazonka empezó, resueltamente, a levantarse de la silla con intención de irse; pero, sin haber acabado de separar las posaderas del asiento, volvió sobre su acuerdo, tomó de nuevo una postura reposada y dijo, con un tono mitad de reproche, mitad de consuelo:

—¡Qué diversión! ¿Te duele?

Senista hizo un signo afirmativo con la cabeza, y dijo suavemente:

—Bueno, tienes que irte ya; si no te reñirán.

—¡Sí, es verdad!—afirmó Sazonka, contento de haber encontrado un pretexto para marcharse.

—El maestro me ha encargado que no tarde mucho. "Ya estás aquí—me ha dicho—. Entregas el paquete y vuelves en seguida." Eso me ha dicho el demonio del viejo, y me ha prohibido echar un trago de "vodka" en el camino.

Ahora tenía ya un derecho evidente a marcharse cuando quisiera; pero le daba mucha láStima de aquel pobre muchacho con la cabeza tan grande.

Todo cuanto veía allí le inspiraba piedad: la fila apretada de las camas, en las que yacían hombres pálidos y tristes; el aire impregnado de olor a medicinas y de respiraciones de enfermos, la sensación, en fin, de su propia fuerza y de su salud.

Y sin esquivar ya la mirada implorante del muchacho, se inclinó hacia él y dijo con voz firme:

—Escucha, Semeño... Soy yo quien te lo dice, ¿sabes? Vendré, puedes estar seguro. En cuanto tenga un momento libre, vendré. ¿Acaso yo no me hago cargo? ¡Vaya si me hago cargo! Se necesitaría no tener corazón... En fin, ya te digo... ¿Me crees?

Una sonrisa enfermiza se dibujó en los labios ennegrecidos y secos de Senista.

—¡Sí!—contestó.

—Ya verás cómo vengo. ¡Qué diablo! ¿Acaso yo no me hago cargo?

Ahora se sentía mucho menos cohibido, hasta con ánimos para hablar de la bofetada que le había dado a Senista quince días antes. Y, posando suavemente él dedo en el hombro del muchacho, le dijo con tono amistoso:

—Y si se le fué a uno la mano y te dió un pescozón, no fué por mala voluntad, ¿sabes? Fué, sencillamente, porque tu cabeza inspira el deseo de dar en ella algunos golpes: es tan extraña, tan grande, tan redonda...

Sanista se sonrió de nuevo.

Sazonka, por fin, se levantó. Era de elevada estatura. Su copiosa cabellera rizada le cubría la cabeza como un gorro. Sus ojos grises dirigían alrededor miradas fulgurantes, y se diría que reían.

—¡Bueno, hasta la vista!—dijo con acento cariñoso.

Sin embargo, permaneció inmóvil. Quería manifestar a Senista su afecto con alguna nueva fineza, hacer algo después de lo cual no temiese ya Senista quedarse solo y pudiera él marcharse con la conciencia tranquila.

Con visible embarazo, lleno de una cómica confusión infantil, se agitaba, sin acabar de despedirse. Pero Senista puso fin a sus vacilaciones.

—¡Hasta la vista!—dijo con su voz atiplada.

Y, como un personaje, sacó la mano de entre las sábanas y se la tendió a Sazonka.

Precisamente aquello era lo que le faltaba a éste para irse con la conciencia tranquila. Cogió de un modo respetuoso con su manaza los tenues dedos del muchacho, los oprimió ligeramente y, suspirando, los soltó. Había algo triste y enigmático en el hecho de estrechar aquella mano flaca y cálida, como el reconocimiento implícito de que Senista era, no ya igual a todos las hombres, sino superior, más importante, pues dependía a la sazón de un amo desconocido, pero grande, todo poderoso. Entonces se podía llamar al muchacho por su nombre entero: Semeño Erofeevich.

—Volverás, pues, ¿verdad?—preguntó por cuarta vez Senista.

Esta pregunta disipó el misterio majestuoso y terrible que, durante un momento, había cernido sobre el muchacho, a los ojos de Sazonka, sus alas protectoras. Senista volvió a ser el chiquillo doliente, y la piedad llenó de nuevo el corazón de Sazonka.

Ya fuera del hospital, le parecía seguir aspirando el olor a medicinas y seguir oyendo la voz implorante de Senista.

—¡Que vuelvas!

Y, aunque nadie podía oírle, Sazonka decía con acento de convicción:

—¡Claro que volveré! ¿Acaso no tengo corazón?

II

Las Pascuas se acercaban, y los sastres estaban tan atareados que Sazonka no pudo emborracharse más que una sola vez, el domingo, y muy ligeramente. Días enteros, largos y luminosos, desde el amanecer hasta que anochecía, y con frecuencia hasta media noche, permanecía trabajando junto a la ventana, con las piernas cruzadas a la turca, frunciendo las cejas y silbando malhumorado.

Por la mañana no daba el sol en la habitación y hacía fresco; pero, hacia el mediodía, el sol empezaba a resplandecer en la ventana, en una estrecha zona que se llenaba de polvo dorado y se iba ensanchando, ensanchando, hasta abarcar la ventana entera; los pedazos de tela, las tijeras, todo cuanto había sobre el antepecho, brillaba de un modo deslumbrador, y se sentía un calor sofocante.

Sazonka abría los cristales, y un aire fresco, que olía a estiércol, a barro seco y a árboles en flor, inundaba la habitación. Una mosca, débil aún, embriagada de sol, irrumpía en la estancia, cuyo silencio turbaban, al mismo tiempo, su zumbido y el ruido confuso de la calle. Bajo la ventana, las gallinas picoteaban en el suelo buscando gusanos y cacareaban muy contentas. En el lado opuesto de la calle, donde el calor solar había ya secado el barro, los pilluelos jugaban a los huesos, y resonaban en el aire sus gritos sonoros y belicosos.

La calle estaba en un extremo de la ciudad, y casi no circulaban coches por ella. De tarde en tarde pasaba en su carro, sin apresurarse, un aldeano de las cercanías; el carro se tambaleaba al hundir las ruedas en los baches, llenos aún de barro líquido, y hacía un ruido que evocaba la vasta amplitud de los campos.

Cuando Sazonka comenzaba a sentir dolor en la espalda, y sus dedos, entumecidos, no podían ya sostener la aguja, bajaba corriendo, descalzo, a la calle, y, dando saltos gigantescos sobre los charcos, llegaba al grupo de los pilluelos que estaban jugando a los huesos.

—¡Dejadme jugar un poco!—les decía.

Una docena de manos le tendía los pequeños discos de hierro con que se derribaban los huesos, y numerosas voces le gritaban:

—¡Toma el mío, Sazonka! ¡El mío!

Sazonka escogía el más pesado, se arremangaba la camisa, tomaba una postura atlética y, entornando los ojos, medía la distancia. Luego lanzaba el disco, que, con un ligero silbido, rodaba hasta en medio de la larga hilera de huesos. Los huesos caían en gran número, y los pilluelos prorrumpían en gritos de admiración.

Después de algunos golpes afortunados, Sazonka se secaba el sudor de la frente, y, dirigiéndose a los pilluelos, decía:

—¿Sabéis que Senista sigue en el hospital?

Pero los pilluelos, abstraídos en su juego, acogían estas palabras fríamente, con indiferencia.

—Hay que llevarle algo. Yo le llevaré un regalito—añadía Sazonka.

Aquello a los pilluelos ya les inspiraba cierto interés. Michka, el Cochinillo, sosteniéndose con una mano los pantalones, que se le caían, y con un puñado de huesos en la otra, decía gravemente:

—¡Llévale diez copecks!

Era la suma que acababa de prometerle su abuelo, y que, en su sentir, constituía el colmo de la dicha a que podía aspirar un mortal.

Pero Sazonka no podía perder el tiempo en aquellas conversaciones. Dando también saltos enormes, volvía a su casa y se ponía de nuevo a trabajar.

Se le hincharon los ojos, perdió el color como si se encontrase enfermo, y las pecas que llenaban su rostro se hicieron más visibles. Sólo su copiosa cabellera, que le cubría la cabeza como un gorro, conservaba su aspecto alegre y triunfal. Cuando su maestro Gabriel Ivanovich la miraba, Sazonka, empezaba a pensar, no se sabe con qué motivo, en la taberna y en el "vodka" que se bebía en ella. El recuerdo era tan tentador que para desahogarse se ponía a escupir y a jurar como un condenado.

Tenía siempre la cabeza pesada. Se pasaba días enteros dándole vueltas sin cesar a cualquier pensamiento. Ya pensaba en comprarse un acordeón, ya en mandar le hicieran unas botas. Pero lo más frecuente era que pensase en Senista y en el regalo que iba a llevarle. Oyendo el ruido de la máquina de coser y los juramentos del maestro Sazonka se imaginaba siempre la misma escena: se veía a sí mismo deteniéndose junto a la cama de Senista en el hospital, y tendiéndole el regalo envuelto en un pañuelo con cenefa encarnada. A menudo, en sus ensoñaciones, intentaba en vano recordar el rostro de Senista; pero el pañuelo con cenefa encarnada, que no había comprado aún, se dibujaba en su imaginación con extraordinario relieve. Y a todos, al maestro, a la maestra, a los clientes y a los pilluelos les manifestaba su firme propósito de ir a ver a Senista el primer día de Pascua.

—¡Dejar de ir sería una porquería! —añadía—. Iré sin falta. Y le llevaré un regalo: ¡Ahí lo tienes, muchacho, tómalo!

Pero al par que hablaba de este modo, imaginábase también otra escena: veíase a sí mismo entrando en la taberna, en cuyo fondo, ante un mostrador, había gente bebiendo "vodka". Temeroso de su flaqueza, contra la que se sentía incapaz de luchar, le daban ganas de gritar con resolución:

—¡No, iré a ver a Senista!

Su mente quedaba como envuelta en una neblina grisácea, en medio de la cual destacábase el pañuelo con cenefa encarnada. Sazonka veía en ello un reproche y una advertencia amenazadora.

III

El primer día de Pascua, y también el segundo, Sazonka, borracho perdido, armó escándalos, dió lugar a que le pegasen de firme, y pasó la noche en el puesto de Policía. Hasta el cuarto día no fué a ver a Senista.

La calle, inundada de sol, estaba llena de gentío abigarrado y vestido chillonamente, que reía y alborotaba. Se oía por todas partes la música de los acordeones, el ruido de los discos metálicos derribando los huesos, el cacareo belicoso de los gallos que se paleaban. Pero Sazonka no hacía caso de nada. La expresión de su rostro, en el que un ojo medio deshecho y el labio superior desgarrado hablaban de las recientes batallas, era grave y de ensimismamiento; hasta su copiosa cabellera, lacia y en desorden, tenía un aspecto melancólico. Le daba vergüenza haberse emborrachado y no haber cumplido su palabra; pensaba con dolor que Senista no le vería en todo el brillo de su hermosura, con camisa de lana y chaleco nuevo, sino maltrecho, miserable, oliendo a "vodka".

Sin embargo, a medida que se acercaba al hospital, se sentía más satisfecho y miraba con más frecuencia el paquetito que llevaba en la mano. Parecíale estar ya viendo el rostro de Senista, con los labios secos y los ojos suplicantes.

—Querido, ¿acaso yo no me hago cargo? ¿Acaso no tengo corazón?—decía en alta voz, como si Senista pudiera oírle, y apresuraba el paso impaciente.

Llegó, por fin, al hospital, un enorme edificio amarillo, en cuyos muros las ventanas negras parecían ojos severos. Avanzó por el largo pasillo oliente a medicina, experimentando la sensación ya conocida de malestar y de tristeza. Entró en la sala donde se encontraba la cama de Senista.

Pero Senista, ¿dónde estaba?

—¿Qué busca usted?—preguntó un vigilante.

—Había aquí un muchacho que se llamaba Semen, Semeño Erofeev.

—¡Podía usted preguntar y no colarse así!— dijo con tono grosero el vigilante—. Además, no es Semeño Erofeev, sino Semeño Pustochkin.

—Erofeev es el apellido patronímico—explicó Sazonka, poniéndose de pronto terriblemente pálido.

—Vuestro Erofeev ha muerto. Nosotros le conocíamos por Pustochkin.

—¿Ha muerto, pues?—dijo lentamente Sazonka, tratando de mantenerse sereno y palideciendo más aún—. ¿Cuándo?

—Ayer tarde.

—¿Le podría yo ver?—preguntó Sazonka con voz tímida.

—¿Por qué no?—respondió con indiferencia el vigilante—. Pregunte usted donde está la cámara mortuoria, y se lo dirán. Y no se apure tanto: estaba muy débil y su muerte era de esperar.

La lengua de Sazonka preguntó cortésmente dónde se encontraba la cámara mortuoria; sus piernas le llevaron a ella cuando le indicaron la dirección; pero sus ojos no vieron nada hasta que se fijaron en el cuerpo muerto de Senista, Se sintió penetrado por el frío terrible que llenaba la habitación, y dirigió una mirada a las paredes, llenas de manchas de humedad; a la ventana, cubierta de telas de araña. Aunque hiciera un sol esplendoroso, al través de aquella ventana el cielo parecía siempre gris y frío, como en otoño. En un rincón zumbaba una mosca. No lejos caían, con un ruido monótono, gotas de agua, y el golpe de cada una de ellas sonaba prolongadamente en la estancia: cap, cap, cap...

Sazonka retrocedió un paso y dijo en alta voz:

—¡Adiós, Semeño Erofeevich!

Luego se arrodilló, tocó con la frente el pavimento húmedo y se levantó:

—¡Perdóname, Semeño Erofeevich!—dijo con la misma voz alta y clara.

Cayó otra vez de hinojos y estuvo con la frente pegada al pavimento hasta que le dolió la cabeza.

La mosca no zumbaba ya. Reinaba el profundo silencio propio del lugar donde hay un muerto. Lenta, rítmicamente, caían las gotas de agua, semejantes a lágrimas dulces y cordiales.

IV

El hospital se hallaba en un extremo de la ciudad, y a su espalda empezaba el campo, por donde Sazonka echó a andar.

Extendíase inmenso, monótono, regular, sin árboles ni casas en toda su extensión visible. El Tiento, que agitaba levemente a hierba, parecía una respiración libre y cálida.

Sazonka, al principio, avanzaba por el camino; luego torció a la izquierda, y, a través de los bancales segados el año anterior, se dirigió al río. A trechos, la tierra estaba aún algo húmeda, y Sazonka dejaba, al pasar, las huellas negras de sus botas.

Llegado a la orilla del río, se tendió boca arriba en un pequeño hueco cubierto de hierba y cerró los ojos. El aire estaba inmóvil y era caliente como en un invernadero. La luz del sol, en ondas ardientes y rojas, atravesaba los párpados. En el cielo azul se cernía, cantando, una alondra. Era grato respirar aquel ambiente primaveral y no pensar en nada.

El riachuelo, salido de madre días antes a causa del deshielo, había tornado a encerrarse en sus límites y corría plácidamente como un estrecho arroyo. Sólo en la orilla opuesta se veían vestigios de la reciente crecida: enormes pedazos de hielo agujereado yacían unos sobre otros, exponiendo su superficie blanca a los rayos implacables del sol, que, como cuchillos, los horadaban sin cesar.

Sazonka, medio dormido, tocó de pronto un envoltorio.

Era el regalo,

Se incorporó bruscamente y exclamó:

—¡Dios mío! ¡Dios mío!

Había olvidado completamente el paquete, en tierra junto a él, y lo miraba con ojos atónitos, antojándosele que había ido allí solo y se había acostado a su lado. Hasta le daba miedo tocarlo.

Estuvo un rato contemplándolo, fija, obstinadamente, y una piedad enorme, penetrante, una terrible cólera contra sí mismo, se apoderó de él. Miraba el pañuelo con cenefa encarnada y se imaginaba a Senista esperándole. Le esperaría el primer día, el segundo, el tercero. Volvería a cada momento la cabeza, con la esperanza de verle entrar. Y Sazonka, sin llegar nunca. El pobre Senista moriría solito, olvidado, abandonado, como un perrillo en un basurero. ¡Ah, si él hubiera ido un día antes, sólo un día antes! El pobre Senista hubiera podido ver, con sus ojos moribundos, el regalo, y su corazón infantil se hubiera llenado de alegría, su alma hubiera volado al cielo sin dolor, sin la inmensa tristeza.

Sazonka, lloraba y se mesaba los cabellos, revolcándose desesperado sobre la hierba.

Lloraba y gritaba sin cesar:

—¡Dios mío! |Dios mío!

Luego posó en el suelo el labio desgarrado y calló, atravesada el alma por un dolor agudo. La hierba tierna acariciaba dulcemente su rostro. Un olor denso y sedante se alzaba de la tierra húmeda, llena de fuerzas creadoras, vitales. Como una madre eterna, la tierra recibía a su hijo, al pecador arrepentido, entre sus brazos, y le daba a su corazón dolorido calor, amor y esperanza.

A lo lejos, en la ciudad, sonaban alegres las campanas: tocaban a gloria, en la fiesta de la resurrección.

El libro

I

El doctor apoyó el tubo del auscultador en el pecho del enfermo, y prestó oído: el corazón, desmesuradamente agrandado, latía sin regularidad, producía unos ruidos como sollozos. Aquello anunciaba una muerte segura y muy próxima. El doctor comprendió que el enfermo estaba perdido.

—Debe usted evitar toda agitación. Seguramente, usted se dedica a un trabajo muy fatigoso.

—Soy escritor—respondió el enfermo con una débil sonrisa—. Diga usted, ¿es grave?

El doctor se encogió de hombros e hizo un gesto evasivo.

—Es grave, como lo son todas las enfermedades, pero... quince o veinte años sí podrá usted tirar. ¿Le bastará?—bromeó.

Y, respetuoso con las letras, ayudó al enfermo a ponerse la camisa.

Cuando el escritor se hubo vestido, su rostro se azuló levemente, y no se sabía, al mirarle, si era joven o viejo. Su boca seguía sonriendo de un modo afectuoso y desconfiado.

—¡Gracias por la buena voluntad!—dijo.

Apartando, con aire confuso, los ojos del doctor, empezó a buscar un sitio donde dejar el importe de la consulta. Lo encontró, por fin, y colocó un viejo billete verde sobre la mesa de despacho, entre el tintero y el tonelito de cristal de los portaplumas.

—Creo que ya no se fabrican esos billetes de tres rublos—pensó el doctor.

A los pocos minutos auscultaba a otro enfermo.

El escritor iba por la calle, bajo la clara lumbre del sol, pensando en las palabras del médico. Lo que había dicho de que viviría aún quince o veinte años era sospechoso. Si hubiera hablado de cinco años, bueno; pero quince o veinte... Sin duda, iba a morirse pronto.

Un miedo terrible se apoderó de él; pero el sol brillaba tan ardientemente como en la juventud del mundo; su luz parecía reír, y el escritor se calmó poco a poco.

II

El manuscrito era muy grueso, tenía un gran número de hojas. Todas ellas estaban llenas de líneas apretadas, cada una de las cuales era una partícula del alma del escritor. Con su mano seca, afilada, hojeaba amorosamente el cuaderno, y la blancura del papel se reflejaba en su semblante. Ante él, arrodillada, su mujer cubría de suaves besos su otra mano, y lloraba:

—No llores, querida—le decía él—. No hay motivo para llorar.

—Me quedaré sola en el mundo... ¡Oh. Dios mío!...

El escritor acarició la cabeza de su mujer, inclinada sobre sus rodillas, y dijo:

—¡Mira!

Y le mostró el manuscrito. Las lágrimas le impedían ver bien, y las líneas, apretadas, ondulaban ante sus ojos, se quebraban, se confundían.

—¡Mira!—repitió él—. He aquí mi corazón. Permanecerá siempre contigo.

El moribundo esperaba vivir largo tiempo en su libro, pero la pobre mujer se sentía aún más desgraciada escuchándole; su llanto se hizo más desesperado. Ella quería un corazón vivo y no un libro inanimado que todos podían leer, los indiferentes, los desconocidos, sin devoción y sin cariño.

III

Se comenzó a imprimir el libro, que se titulaba: En defensa de los desgraciados. El regente de la imprenta dividió el manuscrito en pequeños fragmentos, y cada cajista no componía sino el suyo, que a veces empezaba por media palabra y carecía de sentido. De la palabra "humanidad", por ejemplo, "huma", a lo mejor, se quedaba en un fragmento, y "nidad", en el que le seguía, iba a parar a manos de otro tipógrafo. Pero eso no tenía importancia, porque los cajistas no leían nunca lo que componían.

—¡Que el diablo le lleve a este escritorcillo! ¡Vaya una letrita que tiene!—dijo uno de ellos, haciendo un gesto de impaciencia y oprimiéndose los ojos con la mano.

Sus dedos estaban negros del polvo del plomo; manchas obscuras de plomo cubrían su rostro y en la saliva que escupía había también plomo.

Otro tipógrafo, joven como él—allí no había viejos—, pescaba en la caja, con una habilidad de mico, las letras y cantaba a media voz:


Eres, negro destino, desgraciado,
desgraciado y pesado como el plomo.


Era lo único que sabía de la canción, y lo repetía sin cesar, al compás de una melodía monótona y melancólica como el ruido de las hojas en otoño.

Los demás permanecían silenciosos, tosían, escupían saliva plomiza. Sobre cada uno de ellos ardía una bombilla eléctrica; más adentro, separada del resto de la tipografía por una pared de tela metálica, se dibujaban las siluetas obscuras de las máquinas en reposo. Asentábanse pesadamente en el suelo de asfalto y tendían sus negros brazos. Eran numerosas, y su energía latente, su fuerza parecía llenar las tinieblas que las envolvían.

Los libros llenaban de tal modo, en hileras abigarradas, los estantes, que no se veían las paredes. Se amontonaban en el suelo, en altos montones. Se apilaban en los dos cuartos obscuros de detrás del almacén. Parecía palpitar silencioso el pensamiento humano encerrado en ellos, y no reinar allí nunca la verdadera calma.

Un señor de barba gris y noble expresión hablaba respetuosamente con alguien por teléfono y, luego de murmurar colérico: "¡Idiotas!", gritó:

—¡Michka!

Su rostro, al entrar Michka, perdió completamente la expresión de nobleza. Enfurecido, profirió, amenazando con el dedo:

—¡Aun te haces esperar, canalla!

El muchacho le miraba asustado. El señor se calmó. Con las manos y con los pies empujó hasta el centro de la estancia un pesado paquete de libros. Intentó levantarlo, pero, no siéndole posible, lo dejó caer.

—¡Llévale eso a Egor Ivanovich!

El muchacho cogió el paquete con ambas manos, y no tuvo fuerza para levantarlo.

—¡Aprisa!—le gritó el señor.

El muchacho entonces hizo un esfuerzo, levantó el paquete y se fué cargado con él.

IV

Como tropezaba en la acera con los transeuntes, se hizo bajar a Michka al arroyo, que estaba cubierto de nieve y parecía enarenado.

El pesado paquete gravitaba excesivamente sobre su espalda, y el muchacho se tambaleaba. Los cocheros de punto le dirigían juramentos. Cuando pensó en la larga distancia que aun le quedaba por andar, se asustó, temió fenecer, dejó el paquete en el suelo y empezó a llorar contemplándolo.

—¿Por qué lloras?—preguntó un transeunte.

No contestó y siguió llorando.

No tardó en formarse en torno suyo un corro de gente. Un guardia de aspecto severo, armado de un sable y de un revólver, subió con Michka y con los libros a un coche de punto, y ordenó al cochero dirigirse al puesto de Policía.

—¿Qué sucede?—preguntó el comisario, levantando los ojos del papel en que estaba escribiendo.

—¡Una carga demasiado pesada!—dijo el guardia severo.

E hizo avanzar a Michka.

El oficial estiró un brazo, luego el otro; después estiró las piernas, calzadas con unas gruesas botas, y, por fin, empezó a hacerle preguntas al muchacho, observándole atentamente.

—¿Quién eres? ¿De dónde eres? ¿Dónde trabajas? ¿Qué edad tienes?

Michka respondió a estas preguntas:

—Me llamo Michka. Soy campesino. Tengo doce años. Trabajo en una librería.

El oficial se acercó, desperezándose, al paquete, y lo levantó un poco.

—¡Diablo! ¡Pesa bastante!—dijo, con tono alegre, como si le diese gusto.

Apartando un jirón del papel desgarrado en que estaba envuelto el paquete, leyó el título en alta voz:

En defensa de los desgraciados.

Le hizo seña a Michka de que se acercase, y le dijo:

—¡Léeme eso!

Michka miró al comisario y contestó:

—No sé leer.

El comisario se echó a reír:

—¡Ja, ja, ja!

Entró otro policía y, al enterarse de qué se trataba, se echó a reír a su vez:

—¡Ja, ja, ja!

Comenzó a instruirse un proceso verbal, y, como Michka no sabía escribir, firmó con una crucecita.

A fuego

I

Durante aquel verano caluroso y terrible, todo ardía. Ardían ciudades enteras, aldeas, haciendas. El bosque y los campos no servían ya de defensa; el bosque mismo era fácilmente presa de las llamas, y el fuego se extendía, como una gran sábana roja, por la superficie de las praderas secas.

Durante el día, el sol estaba medio oculto por el espeso humo; durante la noche, reflejos rojizos y silenciosos aparecían en distintos puntos del cielo, giraban en una danza fantástica y muda, y las sombras vagas de los hombres y de los árboles se arrastraban por tierra como animales de una especie desconocida. Los perros no turbaban la paz de la noche con su ladrido alegre, llamando desde lejos a los viajeros y prometiéndoles abrigo y buena acogida; lanzaban largos aullidos quejumbrosos o callaban sombríamente, ocultándose en las cuevas.

Los hombres, igual que los perros, se miraban unos a otros con ojos hoscos y espantados, hablaban de criminales misteriosos que prendían fuego en todas partes. En una aldea asesinaron a un anciano que no supo decir adonde caminaba. Después, los campesinos lloraban sobre su cadáver, apiadados al contemplar su barba blanca manchada de sangre.

Aquel verano caluroso y terrible, yo vivía en la casa de campo de un terrateniente, en la cual había muchas mujeres, jóvenes y viejas. De día trabajábamos, charlábamos y casi no nos acordábamos de los incendios; pero cuando llegaba la noche, el miedo se apoderaba de nosotros. El propietario, con frecuencia, se iba a la ciudad, y cuando sucedía esto, no podíamos dormir en toda la noche y vagábamos era torno a la fica, recelando la proximidad de malhechores dispuestos a incendiarla. Nos estrechábamos unos contra otros y hablábamos muy quedo. No se oía ningún ruido, y los edificios se alzaban en la obscuridad de la noche sombríos y medrosos. Parecíannos desconocidos, como si no los hubiéramos visto nunca, y muy frágiles, como si esperasen ya el fuego y estuvieran dispuestos a arder.

Una noche, en una hendedura de la pared, advertimos algo luminoso. Era el cielo, que se entreveía; pero nosotros nos figuramos que era el fuego. Las mujeres se lanzaron hacia mí dando gritos de espanto y pidiendo mi protección, aunque yo era aún un muchacho. Yo mismo experimenté tal terror que se me cortó la respiración y me quedé inmóvil, como clavado en el suelo.

A veces, en medio de la noche, saltaba yo del lecho cálido, y por la ventana bajaba al jardín, un viejo jardín, majestuosamente severo, que acogía los más fuertes vientos con un murmullo sordo. En lo hondo reinaba un silencio de muerte, como en el fondo de un abismo; en lo alto se oía un vago rumor, que parecía el conversar de una remota multitud.

Ocultándome de alguien que, a lo que yo pensaba, me seguía paso a paso y se esforzaba en deslizar su mirada sobre mis hombros, encaminábame al extremo del jardín, donde sobre una alta colina había un vallado, tras el que, en la anchura del valle, se extendían campos y bosques y dormían en las tinieblas pequeñas aldeas. Los altos tilos silentes y severos se apartaban a mi paso. Entre sus gruesos troncos negros, al través de las rendijas del vallado y por entre las hojas de los árboles, yo veía algo extraño, extraordinario, que llenaba de terror mi alma y hacía flojear mis piernas.

Veía el cielo; pero no el cielo obscuro y sereno de la noche, sino un cielo rosa, de un matiz que yo no había visto hasta entonces, ni de noche ni de día. Los tilos poderosos, erguidos, graves, mudos, juraría yo que, como seres humanos, esperaban algo. El rosa del cielo iba siendo a cada momento más intenso; de cuando en cuando atravesábanlo los reflejos lúgubres de la tierra, que ardía abajo, y parecía sacudido por estremecimientos rojos. Se alzaban lentamente columnas de humo. Mientras en la tierra todo estaba agitado, permanecían graves, quietas; mientras en la tierra todo era movimiento febril, estaban tranquilas, no salían de su inmovilidad, lo que yo juzgaba misterioso, extranatural, como el color rosa del cielo.

Como si recordasen algo de pronto, los altos tilos, todos a la vez, empezaban a secretear, inclinando sus copas unos hacia otros, y, del mismo modo inesperado, enmudecían nuevamente y sumíanse en una expectación sombría. En torno, el silencio era profundo como el fondo de un abismo. A mi espalda, la casa, llena de gentes asustadas, parecía en acecho; a mi alrededor callaban los tilos, como escuchando algo, y ante mí se agitaba en silencio el cielo rojo y rosa, que no había yo visto nunca ni de día ni de noche.

Y como yo no lo había visto todo entero, sino a pedazos, por entre las hojas de los árboles, me parecía aún más terrible, más incomprensible.

Era media noche. Yo dormía con un sueño inquieto cuando un sonido denso y breve, que parecía provenir de lo hondo de la tierra, hirió mi oído y se petrificó en mi cerebro, se convirtió en algo a manera de una piedra redonda. Le siguieron otros sonidos igualmente breves y densos. La cabeza se me puso pesada. Experimentaba la sensación de que me vertían en la nuca plomo derretido y de que las gotas de plomo horadaban mis sesos y me los quemaban. A cada momento eran más numerosas, y no tardó en llenar mi cabeza una espesa lluvia de sonidos densos y breves.

—¡Bam, bam, bam!—lanzaba desde lejos y desde lo alto una voz poderosa, impaciente.

Abrí los ojos y comprendí en seguida que las campanas de la próxima aldea de Slobodichi tocaban a fuego y que la aldea estaba ardiendo.

A pesar de estar la habitación obscura, con la ventana cerrada, parecía que toda entera, con sus muebles, sus cuadros y sus flores, se había salido a la calle, atraída por las llamas lúgubres, y se diría que no había paredes ni techo.

No recuerdo cómo me vestí. No sé, tampoco, por qué corrí a la calle solo y no en compañía de los demás. Quizá ellos me olvidaran o yo no me acordase de que ellos existían. Las campanas llamaban insistentes, con una voz sorda que hacía pensar que los sonidos, en vez de atravesar el aire transparente, horadaban espesas capas de tierra. Y acudí al llamamiento.

Las estrellas se habían apagado en el fulgor rosa del cielo. El jardín estaba iluminado como no lo había estado nunca, ni en los días de sol ni en las maravillosas noches de luna. Cuando me aproximé al vallado, vi con sobresalto, al través de las rendijas, algo rojo-escarlata, tempestuoso, terriblemente inquieto. Los altos tilos, como si los bañase un rocío de sangre, agitaban estremecidos sus hojas redondas, que volvían medrosas la cara, pero no se oía su ruido, ahogado por las campanadas breves y potentes. Los sonidos, a la sazón, eran limpios, precisos, y corrían con una celeridad vertiginosa, semejantes, en su carrera por el aire, a piedras hechas ascua. No volaban como palomas, al modo de las dulces campanadas del Angelus; no dilataban su sonido en hondas acariciadoras, al modo de las campanadas de las fiestas. Corrían rectas, como heraldos de la desgracia que no tuvieran tiempo de mirar atrás y que llevasen el terror pintado en los ojos.

—¡Bam, bam, bam!

Corrían, corrían con una impetuosidad arrolladora. Los fuertes alcanzaban a los débiles, y todos a la vez se arrastraban por tierra y horadaban el cielo.

Apresurado como ellas, corrí a través de un vasto campo labrado, que iluminaban resplandores color de sangre. Sobre mi cabeza, a una altura terrible, fulguraban chispas aisladas. Ante mí, el incendio devoraba la aldea, que parecía un brasero enorme, en el que se consumían casas, animales y hombres.

Tras la línea irregular de árboles negros, unos de copa esférica, otros agudos como lanzas, se alzaba una llama deslumbrante. Como un caballo enfurecido, enderezaba orgullosamente el cuello, saltaba, esparcía chispas en torno y, rapazmente, bajaba a veces la cabeza, buscando nuevas presas. Yo estaba aturdido por la carrera rápida; mi corazón latía con fuerza; las campanadas sin concierto me herían a la vez en la cabeza y en el pecho, ahogando los latidos de mi corazón. Había tal desesperación en ellas, que no parecían venir de una campana inanimada, sino más bien ser los latidos del doliente corazón de la tierra agitándose en la agonía.

—¡Bam, bam, bam!—tronaba el incendio.

Y era inverosímil que aquellos sonidos desesperados e imperiosos proviniesen de la campana, pequeña, débil y tranquila como una niñita con un traje color de rosa.

Yo, en mi loca carrera, perdía a menudo el equilibrio y caía, apoyando las manos en los grumos de tierra. Me levantaba presuroso y seguía corriendo. Corrían a mi encuentro el fuego y las campanadas furiosas. Llegaban ya a mis oídos el crujir de la madera de las casas, presa de las llamas, y los gritos confusos de la gente aterrorizada. Cuando el silbido serpentino de las llamas cesaba un instante, oíase claro y distinto el largo alarido gemebundo de las mujeres, enloquecidas de terror, y del ganado, lleno de espanto.

No tardé en meterme en una marisma cubierta de hierbas putrefactas, y, queriéndola atravesar, entré en el agua hasta las rodillas, hasta el pecho. Viéndome ya a punto de hundirme, me apresuré a salir.

Frente a mí, muy cerca, el incendio lanzaba al cielo nubes de chispas áureas, semejantes a las hojas inflamadas de un árbol gigantesco. Alumbrada por sus reflejos, en el marco negro de las cañas y de los árboles, la marisma parecía cubierta de pedazos de hielo.

La campana seguía lanzando sus llamadas alarmantes, de una angustia mortal:

—¡Pronto! ¡Pronto!

II

Yo corría por la ribera, y mi negra sombra corría en pos de mi. Al inclinarme sobre el agua, queriendo medir con la vista su profundidad, vi en el negro abismo un espectro humano de fuego, y, sin reconocer mi rostro en aquella terrible faz crispada, que coronaba una inquietante cabellera en desorden, grité desesperadamente, tendiendo los brazos hacia ella:

—¡Dios mío! ¡Dios mío!

La campana seguía llamando. Ya no suplicaba: gritaba como un ser humano, gemía, jadeaba. Las campanadas se atropellaban unas a otras, morían en seguida, sin dejar un eco; nacían de nuevo y tornaban a morir al punto.

Me incliné otra vez sobre el agua, y, al lado de mi propia imagen, vi otro espectro humano de fuego, alto, erguido.

—¿Quién es?—exclamé volviéndome.

Hallábase junto a mí un hombre, que miraba silencioso el incendio. En la palidez de su rostro había una mancha de sangre todavía fresca. Su traje era de campesino. Acaso hubiera llegado antes que yo a aquel sitio, y, como yo, se hubiera visto atajado por la marisma. Acaso hubiera llegado después que yo; pero yo no lo había advertido. No le conocía.

—¡Arde!—dijo sin apartar los ojos del incendio.

El fuego se reflejaba en ellos, y parecían unos ojos enormes de cristal.

—¿Quién eres? ¿De dónde vienes?—le pregunté—. Tienes sangre en la cara.

Se tocó con los dedos flacos la mejilla, se los miró después y volvió a clavar los ojos en el fuego.

—¡Arde!—repitió sin hacerme caso—. Arde sin cesar.

—¿Sabes cómo se puede pasar por ahí?—pregunté, apartándome un poco.

Había comprendido que aquel hombre era un loco de los que aquel verano terrible abundaban tanto en la comarca.

—¡Arde!—volvió a decir por toda respuesta—. ¡Caramba, cómo arde!

Y se echó a reír alegremente, dirigiéndome una mirada afectuosa y balanceando la cabeza. La campana calló de pronto, y el silbido de las llamas se hizo más sonoro. El fuego se movía como si fuera un ser viviente, y tendía, lánguido, sus largos brazos hacia el campanario, mudo a la sazón. Al mirarlo de cerca, el campanario me pareció más alto. En vez de un traje color rosa, tenía un traje rojo. Arriba, junto a las campanas, surgió una llamita tranquila y tímida, como la de una vela, y su pálida luz se reflejó en las curvas superficiales de bronce. La campana mayor se puso de nuevo en movimiento, lanzando sus últi mos gritos, locamente desesperados. Yo eché a correr por la orilla de la marisma, seguido de mi sombra negra.

—¡Ya voy! ¡Ya voy!—respondí a alguien que me llamaba.

El hombre alto se sentó tranquilamente, y, con las rodillas abrazadas, se puso a cantar a voz en cuello, como si acompañase a las campanas:

—¡Bam, bam, bam!

—¡Estás loco!—le grité.

Pero él seguía cantando, con voz a cada instante más sonora y alegre:

—¡Bam, bam, bam!

—¡Cállate!

Sonreía y cantaba sin cesar, balanceando la cabeza. Sus ojos de cristal reflejaban el fuego. Era más terrible que el fuego. Yo, espantado, seguí corriendo. Pero no tardé en verle a mi lado. Corría, como yo, a grandes zancadas, sin cansarse. Nuestras sombras negras corrían en pos de nosotros a través de los campos labrados.

La campana jadeaba, como en la agonía, y gritaba como quien no espera ya socorro y ha perdido toda esperanza.

Silenciosos, corríamos ambos en las tinieblas, y detrás de nosotros saltaban nuestras sombras negras, como haciéndonos burla.

La risa

I

A las seis y media yo tenía la seguridad de que ella iría, y estaba locamente alegre. Mi gabán no estaba abotonado sino con el botón superior, de manera que el viento podía sacudirlo a su gusto; pero yo no sentía frío ninguno. Mi cabeza hallábase orgullosamente echada atrás, y mi gorra de estudiante sólo me cubría la nuca. Miraba a los hombres a quienes encontraba al paso con cierto sentimiento de superioridad, y a las mujeres, con un aire ligeramente provocativo y acariciador; pues aunque no la amaba, hacía cuatro días, más que a ella sola, era yo todavía tan joven y de un corazón tan sensible que no podía permanecer del todo indiferente ante las demás hijas de Eva. Mis pasos eran rápidos, vivos, andaba como deslizándome.

A las siete menos cuarto, mi gabán estaba ya abotonado con dos botones; mis ojos no miraban ya sino a las mujeres, pero sin provocación ni cariño, más bien con disgusto. Yo sólo necesitaba una; las demás podían irse al diablo. Sólo me interesaban por su superficial semejanza con la mía.

A las siete menos cinco tenía calor.

A las siete menos dos tenía frío.

A las siete en punto comprendí que mi amada no iría.

A las ocho y media era el ser más desgraciado del mundo. Mi gabán estaba abotonado con todos los botones; la gorra casi me tapaba la nariz, enrojecida por el frío; los cabellos de las sienes, el bigote y las pestañas los tenía blancos de escarcha, y los dientes me castañeteaban. Apenanspodía arrastrar las piernas, andaba encorvado y parecía un viejo que volvía al asilo de inválidos.

¡Ella era la causa de todo esto! ¡Diablo de mujer!... Pero no, no había que insultarla: quizá no la hubieran dejado salir, quizá estuviera enferma, acaso hubiera muerto... Acaso hubiera muerto, y yo la insultaba...

II

—Eugenia Nicolayevna estará también allí—me dijo mi compañero, un estudiante, con una absoluta inocencia; pues no podía saber que yo había estado esperándola, tiritando de frío, desde las seis y media hasta las ocho y media.

—¿Sí?—respondí con tono indiferente.

—¡Ah, diablo!—me dije al mismo tiempo. Mi compañero hablaba de la soirée en casa de Polocov. Yo no había estado nunca en tal casa: pero aquella noche iría.

—¡Señores!—grité alegremente—. Hoy es Nochebuena. Todo el mundo se divierte hoy. ¡Divirtámonos también nosotros!

—¿Pero cómo?—preguntó tristemente uno de los compañeros.

—¿Pero dónde?—preguntó otro.

—¡Disfracémonos y vayamos, una tras otra, a todas las soirées—propuse yo.

Y la tristeza de mis compañeros desapareció como por encanto. Se llenaron de una alegría loca. Gritaban, saltaban, cantaban. Me daban las gracias y contaban el dinero de que disponían.

Media hora después nos dedicábamos a recoger por la ciudad a todos los estudiantes solitarios que se aburrían. Cuando éramos ya diez, todos unos diablos, locos de alegría, nos dirigimos a casa de un peluquero que alquilaba disfraces, y llenamos su salón frío de juventud y de risa.

Yo necesitaba algo sombrío, bello, con un matiz de tristeza graciosa.

—¡Deme usted un traje de hidalgo español!—le dije al peluquero.

Debía ser un hidalgo muy alto, porque su traje me envolvió como un saco de pies a cabeza, y me sentía en él terriblemente aislado, como en un vasto salón desierto.

Cuando salí de aquel traje le pedí al peluquero otra cosa.

—¿Quiere usted un traje de clown, con muchos colorines y con cascabeles?

—¡De clown!—exclamé con desprecio—. ¡No, eso no!

—Entonces un traje de bandido. Un ancho sombrero, un puñal...

—¡Un puñal! Eso me pareció de perlas. Por desgracia, el bandido cuyo traje me dió el peluquero no debía de haber cumplido aún la edad legal. Tengo razones para suponer que era un niño perezoso de ocho años todo lo más. Su sombrero ni siquiera llegaba a cubrirme la nuca, y costó gran trabajo desembarazarme de sus pan talones de terciopelo, en los que quedé preso como en una trampa.

El traje de paje lo rechacé porque estába lleno de manchas, como la piel de un tigre.

El traje de fraile estaba estropeadísimo.

—¡Bueno!—decíanme mis compañeros—. Despáchate, ya es tarde.

Sólo quedaba un traje, el de mandarín.

—¿Qué vamos a hacerle? ¡Démelo usted!— acepté, completamente desesperado.

Y me dieron el traje de chino.

Era una cosa horrible. No hablaré del traje propiamente dicho, de las imbéciles botas de color, demasiado chicas para mí y en las que mis pies sólo entraban a medias; tampoco hablaré del pedazo de tela roja colocado como una peluca en mi cabeza y sujeto con hilos a mis orejas, que, levantadas por los hilos, parecían las de un murciélago.

No, no hablaré del traje; pero de la careta...

¡Qué careta, Dios mío!

Era, si me es dable expresarme así, una fisonomía abstracta. Tenía una nariz, dos ojos, una boca, todo muy bien hecho y muy bien colocado: pero no tenía nada de humana.

Ni en la sepultura puede ser tan impasible la expresión de la faz del hombre. La careta no expresaba tristeza, ni alegría, ni asombro; no expresaba nada. Os miraba con fijeza tranquila, y una risa irresistible se apoderaba de vosotros. Mis compañeros se desternillaban de risa, se dejaban caer en las sillas, en el sofá, riendo a carcajadas, agitando los brazos.

—¡Será la careta más original!—murmuraban. Aunque yo me hallaba más dispuesto a llorar que a reír, cuando dirigí una mirada al espejo, fui también presa de un ataque de hilaridad.

¡Sí, sería la careta más original!

—Convenido, ¿eh?—nos decíamos por el camino—; en ningún caso, con ningún motivo, nos qui taremos la careta. ¡Jurémoslo!

—¡Sí, lo juramos!

III

Sin duda ninguna, era la careta más origina!.

La gente me seguía en grupos compactos, me hacía dar vuelta en todos sentidos, me atropellaba, me pellizcaba. Y cuando, cansado, irritado, volvía la cara a mis perseguidores, una risa loca se apoderaba de ellos.

Por donde quiera que pasaba, me sentía envuelto en una nube atronadora de risa, que no me dejaba, que me seguía a cada paso; y no me era posible, a pesar de todos mis esfuerzos, escapar de aquel círculo sofocante de loca alegría.

A veces, aquel regocijo ejercía en mí una influencia contagiosa, y yo empezaba a reír también, a gritar, a cantar, a bailar, y me parecía que todos giraban a mi alrededor como en una borrachera máxima. ¡Y, sin embargo, estaban todos tan lejos de mí! Me encontraba horriblemente aislado tras aquella horrible careta.

Al fin me dejaron tranquilo.


* * *


Con cólera y miedo, con indignación y ternura al mismo tiempo, me acerqué a ella y le dije:

—¡Soy yo!

Sus párpados se levantaron lentamente, en un gesto de asombro; sus ojos lanzaron contra mí un haz de rayos negros, y oí una risa sonora, alegre, viva como él sol de primavera.

—¡Sí, soy yo! ¡Soy yo!—repetí sonriendo tras mi careta—. ¿Por qué no ha venido usted hoy?

Pero ella seguía riendo, con una risa alegre, irresistible.

—¡He sufrido tanto! ¡No podía más!—continué, esperando, con el corazón oprimido, su respuesta.

Pero ella reía, reía. El fulgor negro de sus ojos se había extinguido, y la risa alumbraba su faz. Era el sol, pero un sol ardiente, implacable, cruel.

—¿Qué le pasa a usted?—le pregunté.

—¿Pero es usted de veras?—dijo, esforzándose en recobrar su seriedad—. ¡Qué grotesco está usted!

Dejé caer los brazos, incliné la cabeza. Todo, en mi actitud, expresaba la más profunda desesperación. Y mientras ella seguía con la mirada a las alegres parejas que pasaban corriendo frente a nosotros, y su sonrisa se apagaba poco a poco, como la luz del atardecer, yo le decía:

—¿Por qué se ríe usted así? ¿Acaso no adivina tras esta careta un rostro vivo y dolorido? Me he puesto esta careta con el único objeto de verla a usted. ¿Por qué no ha acudido usted a la cita?

Se volvió vivamente hacia mí, y una respuesta estaba a punto de brotar de sus queridos labios, cuando... la risa cruel se apoderó de ella de nuevo, con una fuerza irresistible. Ahogándose, casi llorando de risa, tapándose la cara con un perfumado pañuelo de encaje, apenas pudo pronunciar:

—Pero mírese usted... ahí, en el espejo... ¡Está usted graciosísimo!

Frunciendo las cejas, apretando los dientes de dolor, sintiendo helarse mi corazón y ponerse mi faz terriblemente pálida, dirigí una mirada al espejo y vi en él una fisonomía tranquila, impasible, inmóvil, de una inexpresibilidad idiota, extrahumana y... me eché a reír. Y riéndome aún, pero con una cólera que brotaba de lo hondo de mi alma, con la locura de la desesperación, dije, casi gritando:

—¡No debe usted reírse!

Cuando se calló comencé a hablarle de mi amor, en voz baja. En mi vida he hablado tan bien; pues tampoco he sentido en mi vida un amor tan apasionado. Hablé del martirio de la larga espera, de las lágrimas emponzoñadas, de los celos locos, de la angustia de mi corazón, todo amor, y vi sus párpados bajarse y proyectar su sombra en sus mejillas pálidas. Vi, un instante después, el fuego que ardía en su corazón teñir de púrpura, con sus reflejos, la blancura mate de su rostro. Su flexible cuerpo se indinó hacia mí en un impulso irrefrenable.

Su atavío era el de la diosa de la noche. Los encajes negros que la envolvían como tinieblas, las piedras preciosas que rutilaban como estrellas, ponían en su belleza el suave encanto y el misterio de un sueño olvidado de la infancia.

Yo hablaba sin tregua, y las lágrimas de emoción arrasaban mis ojos, y mi corazón palpitaba de felicidad. Y vi, al fin, una dulce sonrisa, levísima, florecer en sus labios. Alzáronse un poco sus párpados.

Lenta, tímidamente, llena de ternura, se volvió hacia mí y...

¡No he oído nunca una risa semejante!

—¡No, no puedo más!—gritó, casi gimió, riendo más alto a cada instante.

¡Oh, si me hubieran dado, nada más que por un momento, una fisonomía humana!

Me mordí con furia los labios, ardorosas lágrimas resbalaron por mi rostro; pero mi careta, aquella horrible fisonomía donde todo—nariz, ojos, labios—era regular y estaba en su sitio, miraba con su impasibilidad idiota, con su estúpida indiferencia.

Cuando, los pies calzados con las grotescas bo tas de color, me alejaba, la risa sonora me siguió basta que estuve muy distante. Se diría que un arroyuelo cristalino caía de una gran altura y se.estrellaba contra una roca.

IV

Dispersos por las calles dormidas, turbando el silencio de la noche con nuestras voces, regresamos a nuestras casas. Uno de mis compañeros me decía:

—¡Has tenido un éxito loco! Yo no he visto nunca a la gente reír de tal manera... Pero ¿qué te pasa? ¿Por qué rompes la careta? ¡Miradle, ha perdido el juicio! ¡Se rompe el traje! ¡Llora!

El angelito

I

A veces, Sachka sentía el deseo de dejar de hacer todas esas cosas cuyo conjunto constituye lo que se llama la vida; sentía el deseo de no lavarse por la mañana con agua fría, en la que nadaban pedacitos de hielo; de no ir al colegio, donde todos le zaherían; de no tener dolor en la espalda y en todo el cuerpo cuando su madre, para castigarle, le obligaba a permanecer veladas enteras de rodillas. Pero como sólo tenía trece años y no conocía aún los medios que emplean los hombres para no vivir más cuando han vivido ya bastante, seguía yendo al colegio, permaneciendo horas enteras de rodillas, y le parecía que aquella desgraciada vida no se acabaría jamás; pasarían años y años, y él estaría siempre obligado a ir al colegio y a permanecer de rodillas en casa.

Sachka tenía un alma valerosa y rebelde; no podía mantenerse indiferente al mal, y se vengaba de la vida. Para vengarse, les pegaba a sus compañeros, les faltaba al respeto a los profesores, rompía los libros, engañaba a sus preceptores y a su madre. Su padre era el único a quien nunca engañaba. Cuando en una reyerta con sus compañeros recibía algún arañazo, se ensanchaba él mismo la herida y prorrumpía en gritos inarticulados tan fuertes que todo el que le oía tenía que taparse los oídos.

Después de gritar todo lo que quería, se callaba de pronto, sacaba la lengua y dibujaba en su cuaderno una caricatura, en la que figuraba él gritando, con una boca muy abierta, en compañía del vencedor y del pasante del colegio.

Tenía el cuaderno lleno de caricaturas de este género. La más repetida era la siguiente: una mujer gorda y bajita le pegaba a un rapaz del tamaño de una cerilla; debajo había una leyenda, escrita con gruesas letras negras, que decía: "¡Pide perdón, granuja!" "¡No, no lo pediré, aunque me mates!"

En vísperas de Navidad echaron a Sachka del colegio. Su madre le pegó, y él le mordió un dedo.

Con motivo de su expulsión, quedó completamente libre: dejó de lavarse por la mañana; durante todo el día corría por la calle con los demás muchachos; se pegaban con ellos; la única sombra de su dicha era el hambre: su madre no le daba ya de comer, y se mantenía de pan y patatas cocidas, que le daba en secreto su padre; en fin, en estas condiciones, Sachka encontraba la vida aceptable.

El viernes, día de Nochebuena, estuvo jugando con sus amigos de la calle hasta que cada uno se fué a su casa y se cerró la puerta tras el último que se retiró. Había anochecido ya, y densas tinieblas llegaban de los campos próximos. Una lucecita rojiza apareció en la casa vieja y negra, situada casi a un extremo de la ciudad, donde vivían Sachka y sus padres.

El frío se había hecho más intenso. Al pasar por el círculo luminoso proyectado por un farol, vió flotar en el aire blancos copos de nieve.

Había que volver a casa.

—¡Vagabundo, canalla!—le gritó su madre, amenazándole con el puño.

Pero no le pegó. Llevaba las mangas subidas y se veían sus gruesos brazos desnudos. Su rostro sin cejas estaba cubierto de sudor. Al pasar junto a ella, notó Sachka un penetrante olor a "vodka". La comadre se rascó la frente con la uña corta y sucia de su grueso pulgar, y, en vista de que no tenía tiempo de reñir a su hijo, se limitó a escupir con indignación y a gritarle:

—¡Ya verás, granuja! ¡Yo te enseñaré a andar por la calle sin hacer nada!

Sachka hizo un ruido con la nariz que expresaba un profundo desprecio, y pasó a la habitación inmediata, donde se oía respirar trabajosamente a su padre, Ivan Savich. El pobre hombre tenía siempre frío y trataba de calentarse, permaneciendo sentado sobre le poële, con las manos pegadas a los ladrillos.

—Sachka, la familia Svecsnikov te ha invitado al árbol de Navidad. La doncella ha venido a avisarte—murmuró.

—¡Mentira!—dijo Sachka con desconfianza.

—¡Palabra de honor! Esa bruja no ha querido decírtelo, pero te tiene ya a punto la ropa.

—¡No es verdad!—insistió Sachka, cuya extrañeza iba en aumento.

Los Sveohnikov, unos ricachones que pagaban sus estudios en el colegio, no querían nada con él desde que le echaron, y Sachka no podía creer en aquella invitación. Pero su padre le juró que era verdad. Sachka empezó a reflexionar.

—¡Apártate un poco!—dijo con tono grosero—. ¡Ocupas casi todo le poële!

Y se sentó junto a su padre, añadiendo:

—¡No iré a casa de esos cerdos! Sería demasiado honor para ellos. ¡Me llaman "píllete" los indecentes!

—¡Ah, Sachka, Sachka!—reprochó el padre—. ¡Tienes un carácter!... No podrás nunca arreglártelas en la vida.

—¿Y tú? ¡Tú te las arreglas muy bien!—replicó groseramente Sachka—. ¡Tiemblas ante una mujer! ¡Qué vergüenza! ¡Más valía que no me predicases!

El padre no contestó nada. Parecía que estaba helado. Por lo alto del tabique, que no llegaba al techo, entraba un débil resplandor, que alumbraba su ancha frente y sus ojos profundos. En otro tiempo, Ivan Savich bebía mucho "vodka", y su mujer le tenía miedo y le odiaba. Pero cuando empezó a escupir sangre y no pudo ya beber, fué su mujer la que se entregó a la bebida y contrajo el vicio del "vodka". Desde entonces, la madre de Sachka se vengaba cruelmente de lo que la había hecho sufrir aquel hombre de pecho angosto, que acostumbraba a usar palabras incomprensibles para ella, que perdía todos los empleos, que llevaba a menudo a casa tipos como él, melenudos y desdeñosos. Mientras que su marido, a causa del "vodka", cada día estaba más débil, ella, por el contrario, cuanto más bebía se ponía más gorda y adquiría más fuerza en los puños. Ya no se cuidaba de Ivan Savich, decía cuanto le venía en gana, llevaba a casa hombres y mujeres de la vecindad y cantaba en su compañía canciones frívolas. Su marido, entretanto, estaba acostado en le poële, al otro lado del tabique, acurrucado, silencioso, pensando en las injusticias y en los horrores de la vida humana. Ella se quejaba a todo el mundo de su marido y de su hijo, que, según decía, eran sus peores enemigos, y tan granuja y tan canalla uno como otro.

Un rato después, la madre le decía a Sachka:

—Pues yo te digo que irás a casa de Svechnikov.

Acompañaba cada palabra de un puñetazo en la mesa, en la que chocaban, unos contra otros, los vasos.

—¡Y yo te digo que no iré!—replicó fríamente Sachka, sintiendo un violento deseo de enseñarle a su madre los dientes, mueca a que era muy dado y que le había valido en el colegio el remoquete de Lobito.

—¡Te voy a dar una paliza!

—¿Sí? ¡Prueba!

Ella sabía que no le podía pegar, pues era bastante fuerte para defenderse y le mordería las manos. Aunque podía echarle de casa, no adelantaría nada con eso: el muchacho pasaría la noche fuera, helándose; pero no iría a casa de Svechnikov. Pensándolo así, apeló a la autoridad de su marido.

—¡Vaya un padre!—dijo—. No se atreve a decirle nada a su hijo.

—Verdaderamente, Sachka, no sé a qué viene eso—dijo Ivan Savich desde le poële—. Acaso te convenga ir... Es buena gente.

Sachka se sonrió despectivamente. Su padre había sido hacía ya mucho tiempo, antes de nacer él, preceptor en casa de Svechnikov, y tenía en muy buen concepto a dicha familia. En la época en que la servía no bebía aún. Rompió con ella cuando se casó con la hija de su patrona. Des pués se entregó a la bebida y cayó tan bajo que le encontraban con frecuencia borracho perdido en la calle y le conducían a un puesto de policía. A pesar de todo, los Svechnikov seguían dándole dinero. Su mujer, aunque los odiaba, como odiaba los libros y cuanto le recordaba el pasado de su marido, tenía en mucho las relaciones con aquella familia y se envanecía de ellas ante sus amistades.

—Quizá puedas traer algo del árbol de Navidad para mí—añadió el padre.

Aquello era una habilidad diplomática. Sachka lo comprendía muy bien y despreciaba al padre por su falta de carácter y por su poca sinceridad; pero sintió el deseo de llevarle algo, en efecto, a aquel hombre desgraciado y enfermo, que no tenía dinero ni para comprarse tabaco.

—¡Bueno, iré! ¡Dame la chaqueta!—le dijo con tono grosero a su madre—. ¡Estoy seguro de que ni siquiera le has puesto los botones!

II

No se permitía aún a los niños entrar en el salón donde se alzaba el árbol de Navidad. Esperaban, charlando, en la habitación donde jugaban. Sachka escuchaba su ingenua charla con un desprecio altivo y acariciaba en su bolsillo los cigarros que había robado en el despacho de Svechnikov, y que estaban ya rotos.

El hijo menor de Svechnikov, Kolia, se acercó a él y se quedó mirándole con cara de asombro, abiertas las piernas y el dedo en los labios inflados. A fuerza de insistentes reprimendas paternas, había abandonado, hacía seis meses, la mala costumbre de meterse el dedo en la boca; pero no podía renunciar a ella en absoluto. Tenía el pelo rubio cortado sobre la frente y largo por detrás, y los ojos, azules y atónitos. Pertenecía a la categoría de los niños a quienes Sachka detestaba y perseguía más sañudamente.

¡Miss me ha dicho que eres un muchacho in grato!—dijo, deformando las palabras con su media lengua infantil—. ¡Y yo soy un buen muchacho!

—¡Naturalmente!—replicó Sachka, contemplan de con mirada irónica los cortos pantalones de terciopelo y el ancho cuello vuelto del niño.

—¿Quieres este fusil? ¡Tómalo!—dijo Kolia.

Y tendió a Sachka un fusil de madera, del que pendía un tapón de corcho.

El Lobito tomó el fusil, colocó el corcho en la boca del cañón y, apuntando a las narices de Kolia, que no sospechaba nada, disparó.

El tapón, después de chocar con las narices del pequeñito, se quedó colgando del fusil.

Los ojos azules de Kolia se agrandaron aún más y se humedecieron de lágrimas. Retirando el dedo de sus labios y llevándoselo a la nariz enrojecida, gritó con voz quejumbrosa:

—¡Malo! Malo!

En aquel momento entró una linda joven, cuyos cabellos rubios tapaban parte de sus orejas. Era la hermana de la señora Svecnikov, la antigua discípula del padre de Sachka.

—¡Mírele!—le dijo a un señor calvo que la seguía, enseñándole a Sachka—. ¡Sachka, saluda! No hay que ser mal educado.

Pero Sachka no saludó ni al señor ni a la joven. Ella ni sospechaba que Sachka sabía muchas cosas. Sachka estaba enterado de que su desgraciado padre había amado a aquella mujer, que había contraído matrimonio con otro; y aunque lo había hecho después de casarse su padre, Sachka lo juzgaba una traición y no podía perdonar a Sofía Dmitrievna, como se llamaba.

—¡Hay maña sangre en esas venas! —suspiró la joven—. Acaso usted, Platón Mikhailovich, pueda hacer algo por él. Mi marido dice que sería mejor colocarle en una escuela profesional que en un colegio. Sachka, ¿quieres entrar en una escue la profesional?

—¡No!—respondió lacónicamente Sachka, cuyo amor propio había sido herido por las dos palabras "mi marido".

—Entonces, ¿que quieres? ¡No te queda más que guardar vacas!—dijo irónicamente el señor calvo.

—¿Yo?—dijo indignado Sachka.

—¿Qué quieres, pues?

Sachka no sabía lo que quería.

—Me es igual—contestó, tras una corta reflexión—. Hasta estoy dispuesto a guardar vacas.

El señor calvo examinaba con ojos asombrados al extraño muchacho. Cuando alzó la vista de sus botas remendadas y le miró a la cara, Sachka le enseñó la lengua; pero la ocultó al punto. Fué una cosa tan rápida, que Sofía Dmitrievna no advirtió nada, mientras que el señor calvo montó en cólera de repente sin ninguna razón visible.

—Entraré en la escuela profesional—dijo Sachka, con tono dócil y modesto.

La linda señora se alegró grandemente.

—Mucho me temo que no haya ya plaza disponible en la escuela—observó secamente el señor calvo, evitando mirar a Sachka—. Veremos.

Los niños no podían estarse quietos y alborotaban, esperando con impaciencia ver por fin el árbol de Navidad. La experiencia del fusil, efectuada por Sachka, cuyo tamaño y cuya fama de mal educado les inspiraba un gran respeto, había encontrado entre los rapaces numerosos imitadores, y muchas naricitas, a causa de los taponazos, habían enrojecido ya.

Las niñas se desternillaban de risa cuando sus caballeros, sobreponiéndose al miedo y al dolor, aunque no pudiendo evitar ridículos guiños, recibían los taponazos.

No tardó la puerta en abrirse, y alguien dijo:

—Vamos, niños. ¡Pero despacio, despacio!

Conteniendo el aliento, y muy abiertos de antemano los ojos, los niños entraban juiciosos, de dos en dos, en el salón resplandeciente, y daban con lentitud la vuelta en torno al árbol de Navidad, lleno de luces, que lanzaba un resplandor intenso sobre sus rostros. Después de unos instantes de un silencio encantado, el salón se llenó de gritos alegres. Una de las niñas, no pudiendo dominar su entusiasmo, empezó a saltar jubilosa. Su trencita adornada con una, cinta azul le azotaba los hombros.

Sachka estaba triste y sombrío. Algo lamentable acontecía en su tierno corazón herido. El árbol de Navidad le cegaba con sus innumerables bujías; mas le era extraño, hostil, lo mismo que todos aquellos elegantes y lindos niños que se agrupaban alrededor. Le dieron ganas de empujarlo para que cayese sobre las cabecitas rubias. Le parecía que una mano férrea apretaba su corazón y lo dejaba sin gota de sangre. Sentado luego en un rincón, detrás del piano, rompía sin darse cuenta los cigarros que aún quedaban enteros en su bolsillo, y pensaba que, aunque tenía un padre, una madre, una casa, parecía estar solo en el mundo, cuyas alegrías le eran todas desconocidas. No tenía más que su cortaplumas, que amaba tanto, y que estaba provisto de una lima muy fina; pero se había estropeado mucho con el tiempo, y si se le rompía no tendría ya nada.

Súbitamente, en los pequeños ojos de Sachka se pintó el asombro y animó su rostro la expresión insolente y un poco retadora que lo caracterizaba: en el árbol de Navidad, y precisamente en el lado visible desde su rincón—que era el menos iluminado—, había visto lo que le faltaba en su vida, y sin lo cual el mundo le parecía tan desierto como si las personas que le rodeaban no fueran seres vivientes.

Era un angelito de cera suspendido y como olvidado entre las espesas ramas, y que parecía cernirse en el aire. Diríase que sus alitas transparentes de cigarra se estremecían ligeramente bajo la luz que se proyectaba sobre él, y se le creería vivo, a punto de alejarse. Sus manecitas sonrosadas, de dedos modelados con suma elegancia, se elevaban al cielo, lo mismo que su cabecita de cabellos rubios, como los de Kolia. Pero había algo en el rostro del ángel que no existía en el de Kolia ni en el de los otros niños. No lo iluminaba la alegría ni lo contraía el dolor; se veía en él el sello de otro sentimiento que no era posible determinar con palabras. Sachka no comprendía qué fuerza misteriosa le arrastraba hacia aquel angelito; pero se le antojaba que le conocía y que le había amado siempre, mucho más que a su cortaplumas, que a su padre, que al resto de los seres humanos. Sorprendido, lleno de inexplicable angustia, arrebatado, se llevó al pecho las manos cruzadas y murmuró:

—¡Angelito... angelito querido!

Cuanto más le miraba, advertía una expresión más grave en el rostro del ángel, que parecía a infinita distancia de cuanto pasaba alrededor y no se asemejaba en nada a los demás juguetes. Los demás juguetes estaban como orgullosos de hallarse tan lindos y adornados en aquel brillante árbol de Navidad, mientras que el angelito estaba triste, y, temoroso de la luz demasiado viva, ocultábase entre el ramaje para que no le viera na die. Se le antojaba a Sachka una crueldad inaudita tocar sus delicadas alas.

—¡Angelito querido!—murmuraba.

Tenía la cabeza ardiendo. Con las manos a la espalda, dispuesto a defender al angelito hasta la muerte, empezó a ir y venir, lentamente, por delante de él, andando de puntillas. No le mira ha para no llamar la atención; pero sentía que estaba allí aún, que aun no había volado al cielo.

Apareció en la puerta del salón la dueña de la casa, una señora alta e imponente, con una hermosa cabellera rubia. Los niños la rodearon, expresando ruidosamente su alegría. La niñita que había saltado, se colgó a su brazo, como si estuviera muy cansada. Sachka se acercó también a la respetable señora. Estaba tan turbado que apenas podía hablar.

—¡Tía!—dijo, procurando, sin conseguirlo, que su acento fuese acariciador—. ¡Tiíta!

Ella no le oyó, y Sachka le tiró bruscamente de la manga para llamarle la atención.

—¿Qué? ¿Qué quieres? ¿Por qué me tiras de la manga?—se extrañó la señora—. Eso está muy feo.

—Tiíta, dame aquello... aquello que hay colgado en el árbol de Navidad... aquel angelito.

—No—respondió con tono indiferente la dueña de la casa—. Hasta el día de Año Nuevo no se repartirán los regalos que hay en el árbol de Navidad. Además, eres ya mayorcito y podías llamarme por mi nombre, María Dmitrievna.

Sachka, al ver abrirse el abismo bajo sus pies, se agarró al último recurso.

—¡Me arrepiento de mi conducta!... ¡Ahora voy a ser juicioso!—balbuceó.

Pero esta promesa, que les causaba siempre a los profesores gran impresión, no le causó ninguna a la respetable dama.

—¡Harás bien, amiguito!—dijo fríamente.

Entonces Sachka, con acento rudo, insistió:

—¡Dame el angelito!

—¿No te digo que es imposible? Debías comprenderlo.

Pero Sachka no lo comprendía, y, cuando la señora se dirigió a la puerta para salir, se fué tras ella, mirando con ojos estúpidos su traje de seda. En aquel momento se acordó de que un colegial de su clase, al ver que le habían puesto, mala nota, se arrodilló ante el profesor, cruzó las manos como para rezar y empezó a llorar. El profesor se enfadó; pero acabó por ponerle mejor nota, como quería. Sachka, aunque había hecho con tal motivo una caricatura, pensó que quizá no fuera aquel un mal procedimiento. Le tiró de la falda a la dama, y, cuando se volvió hacia él, se arrodilló aparatosamente y cruzó las manos como para rezar; pero las lágrimas no acudieron a sus ojos,

—¡Tú estás loco!—exclamó la señora, y miró alrededor.

Por fortuna, no había nadie en el gabinete.

—¿Qué te pasa?

Sin levantarse, con las manos cruzadas, Sachka le dirigió una mirada de odio y dijo rudamente:

—¡Dame el angelito!

La señora advirtió en los ojos de Sachka una expresión nada apacible, y se apresuró a responderle:

—Bueno, bueno. ¡Voy a dártelo! ¡Dios mío, qué tonto eres! Voy a dártelo; pero ¿por qué no quieres esperar a Año Nuevo? ¡Levántate! Y no te arrodilles ante nadie: es humillante para un hombre. Sólo debe uno arrodillarse ante Dios.

—¡Tonterías!—se dijo Sachka, levantándose y siguiendo a la señora.

Cuando ésta descolgo del árbol el angelito, Sachka parecía devorarlo con los ojos, y, temeroso de que lo rompiese, no pudo evitar un gesto de aulor.

—¡Es bonito!—dijo la señora, que, seguramente, sentía darle a Sachka aquel juguete elegante y costoso—. ¿Quién lo habrá colgado aquí? Dime, ¿por qué tienes tanto empeño en que te lo dé? Eres ya un hombrecito y no sé para qué lo quieres. Yo te daría cualquier otra cosa... Hay libros con estampas... Este angelito se lo había yo prometido a Kolia. ¡Me lo ha pedido tanto!

Era mentira. Sachka se llenó de angustia. Apretó los dientes y hasta le pareció a la señora que le rechinaban. Temiendo una escena violenta, la señora se apresuró a darle el angelito.

—¡Tómalo!—dijo con enojo—. ¡Dios mío, qué cabezudo eres!

Sachka cogió el juguete con sus dos manos, que parecían en aquel instante dos resortes de acero; pero lo asió tan suavemente, que el angelito podría creer que volaba.

Lanzó un largo suspiro de felicidad, y dos lagrimitas aparecieron en sus ojos. Acercándose el angelito al pecho y sin apartar de la respetable señora su mirada radiante, sonreía con una son risa dulce y tierna, fuera de sí de gozo. Se diría que en el momento en que las alas delicadas tocasen el enjuto pecho del niño, iba a suceder algo extraordinario, no ocurrido nunca en esta tierra triste, pecadora y llena de miserias.

Y cuando las alitas tocaron su pecho, Sachka suspiró dulcemente. La dicha iluminó su rostro con un fulgor que parecía eclipsar el de las luces rutilantes del árbol de Navidad. Su alegría era tanta que se sonrieron al mirarle la respetable señora y el caballero calvo, de rostro severo, que se hallaba en aquel instante en el salón. Los niños, que rodeaban el árbol con gran algazara, se callaron todos de pronto, como si sintiesen el soplo de la felicidad humana. Y todos advirtieron que existía una extraña semejanza entre aquel colegial tosco, con la chaqueta demasiado corta, y el angelito, modelado por un artista desconocido.

Pero no tardó en operarse un brusco cambio. Semejante en su actitud a una pantera dispuesta a saltar, Sachka miró en torno, como buscando al atrevido que quisiera quitarle el ángel.

—Me voy a casa—dijo con voz sorda—. Me voy con mi padre.

Y se dirigió a la puerta.

III

La madre dormía, tras un día de trabajo rudo y de abundantes libaciones de "vodka", con un sueño profundo. En la habitación de detrás del tabique brillaba sobre la mesa una lamparita de cocina. Su débil luz amarillenta atravesaba con trabajo el cristal casi opaco de la pantalla, iluminando extrañamente la cara de Sachka y la de su padre.

—Es bonito, ¿verdad?—preguntó Sachka por lo bajo.

Le enseñaba a su padre el angelito sin ponerlo a su alcance para que no lo tocase.

—Sí, hay en él algo singular—murmuró el padre, mirando pensativo el juguete.

En su faz se pintaba la misma atención concentrada y la misma alegría que en el de Sachka.

—Míralo—continuó—; parece que se dispone a volar.

—¡Sí, ya lo veo!—respondió Sachka con aire triunfal—. No tengo menos vista que tú. Mira las alitas. ¡Pero no lo toques! Tienes la mala costumbre de tocarlo todo. ¡Podías romperlo!

Cruzadas las manos a la espalda, el padre se puso a examinar, can ojos sombríos, el angelito. Sobre la pared se destacaban las sombras deformes e inmóviles de dos cabezas inclinadas, una grande, de revueltos cabellos; la otra, pequeña y redonda. En la grande tenía lugar un trabajo extraño, que era un sufrimiento a la vez que un placer. Bajo las miradas atentas, el angelito se hacía más grande y más luminoso; parecía que sus alas se estremecían suavemente, y cuanto había en torno—la pared de madera ennegrecida, la mesa sucia, Sachka—se confundía en una mesa gris y monótona sin sombras ni luces. Imaginábase aquel hombre encenagado oír una voz cariñosa que venía del mundo encantado donde vivía él en otro tiempo y de donde había sido expulsado. En tal mundo no se conocían aquella suciedad, aquellos juramentos, aquella lucha terrible por la existencia; no se conocían los dolores de un hombre maltratado, humillado; allí todo era puro, alegre, radiante; y allí, en aquel mundo encantado, vivía la mujer a quien él había amado más que a su vida, y a quien había perdido, conservando, a pesar de todo, aquella vida inútil. El olor a cera que exhalaba el angelito se confundía con un perfume imperceptible, y el hombre encenagado pensaba que los dedos de aquella mujer, aquellos dedos que él besaría uno por uno hasta que la muerte paralizara sus labios, habrían tocado el juguete. Por eso el angelito le gustaba tanto y tenía para él un atractivo especial, inefable. Había bajado del cielo, donde estaba el alma de la mujer idolatrada, llevando un rayo de sol a aquel cuarto húmedo, sucio y maloliente, y también a aquel corazón a quien se había privado del amor, de la dicha y de la vida.

Junto a los ojos del hombre gastado brillaban los de un ser que empezaba a vivir. El también había olvidado su vida presente y la que le esperaba; había olvidado a su padre triste y sin ventura, a su madre brutal y malévola; había olvidado las injurias, la crueldad de los hombres, las humillaciones y los sufrimientos. Sus sueños no tenían formas concretas, eran confusos, vagos; pero por eso mismo turbaban más profusamente su alma. Diríase que el angelito concentraba en sí toda la belleza de la vida, toda la melancolía y todas las esperanzas del alma humana, y por eso exhalaba una luz tan suave y divina y se estremecían sus alitas transparentes de cigarra. El padre y el hijo no se veían uno a otro. Agitaban sus corazones emociones distintas; pero había algo que unía sus almas y anulaba el abismo que separa a los hombres y hace de ellos unos seres tan aislados, tan débiles y tan miserables.

El padre apoyó inconscientemente la mano en el cuello del hijo, cuya cabeza, inconscientemente también, se apoyó en el pecho enfermo del padre.

—¿Te lo ha dado ella?—murmuró el padre, sin apartar los ojos del angelito.

En otra ocasión, Saohka hubiera respondido rudamente que no; pero entonces sus labios mintieron sin violencia alguna.

—¡Naturalmente, ella!

Ambos se callaron.

Oyóse un ruido sordo en la habitación inmediata: la campana del reloj contaba, con sones como martillazos, las horas: una, dos, tres...

—Sachka, ¿sueñas algunas veces?—pregunto pensativo el padre.

—No—confesó Sachka—. ¡Ah, sí, no me acordaba! Una vez soñé que me caía de un tejado... Había subido a coger palomas.

—Yo sueño mucho. Los sueños, a veces, son maravillosos. Se ve todo lo que ha sucedido en otro tiempo, se ama y se sufre como en la vida real.

Hubo un nuevo silencio, y Sachka sintió que la mano apoyada en su cuello empezaba a temblar. El temblor fué en aumento, y unos sollozos contenidos turbaron de pronto la calma de la noche.

Sachka frunció severamente las cejas, y, procurando no mover el cuello, donde seguía apoyada la pesada mano paterna, enjugó las lágrimas que brotaban de sus ojos. Le emocionaba ver llorar a aquel viejo.

—¡Sachka, Sachka!—sollozaba el padre—. ¿Por qué tanta desgracia?

—¡Vamos!—murmuró severamente Sachka—. ¿Eres acaso un pequeñito?

—Se acabó... se acabó—excusóse, con sonrisa confusa el padre—. Más vale olvidarlo todo.

La cama crujió en la habitación inmediata bajo el peso del cuerpo de su mujer, que se despertó, suspiró y balbuceó algo ininteligible.

Había que acostarse; pero antes de hacerlo había también que encontrar un sitio para el angelito. Tras algunas vacilaciones lo colgaron con un hilo en la misma pared del horno, de manera que, aun acostados, pudieran verlo ambos.

Hecha en un momento su pobre cama, con un montón de viejos trajes, el padre se desnudó muy de prisa, se acostó boca arriba y se puso a mirar al angelito.

—¿Por qué no te acuestas tú?—preguntó a Sachka, envolviéndose frioleramente en la colcha rota y abrigándose las piernas con el gabán.

—No merece la pena; no tardaría en tener que levantarme.

Sachka quiso añadir que, además, no tenía sueño; pero no pudo llegar a decirlo, porque se durmió en el mismo instante, como si se hundiera en un río de agua profunda y rápida. No tardó el padre en dormirse también. El suave reposo y la calma se pintaron en la faz gastada del hombre cuya vida tocaba ya a su fin, y en el rostro animoso del muchacho, que apenas había empezado a vivir.

El angelito, colgado cerca del horno caliente, comenzó a derretirse. La lámpara, que Sachka no había querido apagar, impregnaba la atmósfera de olor a petróleo, y su luz alumbraba, al través de la pantalla sucia, el triste cuadro de la destrucción del angelito, que parecía dolorido. Gotas espesas resbalaban por sus piernecillas son rosadas y caían sobre el horno. Al olor a petróleo no tardó en unirse el olor denso a cera derretida.

Al poco rato se agitó de pronto el angelito, como para volar, y, con un ruido suave, cayó sobre el horno.

Un mosquito curioso se acercó, quemándose las patas, a la pequeña masa informe de cera derretida, la olfateó por todos lados y se alejó.

Al través de los visillos penetraba en la habitación la luz amarillenta del amanecer; se oían ya los primeros ruidos del día naciente.

El «Gran Chelem»

Jugaban al whist tres veces por semana: los martes, los jueves y los sábados. El domingo era un día muy a propósito para jugar, pero había que reservarlo para toda suerte de eventualidades: para las visitas, para el teatro, etc.; y, con ese motivo, consideraban dicho día como el más enfadoso de la semana. En verano, en la casa de campo, jugaban el domingo también.

He aquí el orden en que se colocaban: el grueso y colérico Maslenikov jugaba con Jacobo Ivanovich, mientras que Eufrasia Vasilievna lo hacía con su hermano Procopio Vasilievich, que parecía siempre malhumorado. Este orden se había establecido hacía mucho tiempo, cerca de seis años, y lo había propuesto Eufrasia Vasilievna; para ella y su hermano no tenía ningún atractivo el jugar separadamente, uno contra otro, porque de esa manera la ganancia de uno sería la pérdida del otro, y, a fin de cuentas, ni habrían ganado ni perdido. Y aunque, desde el punto de vista pecuniario, el juego no ofrecía gran interés, y el hermano y la hermana no necesitaban dinero, Eufrasia Vasilievna no podía comprender el placer de un juego desinteresado, y se ponía muy contenta cuando ganaba. El dinero ganado lo guardaba en una alcancía y lo consideraba más importante que los billetes de Banco que pagaba por el piso y empleaba en los gastos de la casa.

Se jugaba siempre en casa de Procopio Vasilievich, cuyo vasto piso no estaba habitado sino por él y su hermana; pues aunque había además un voluminoso gato blanco, estaba a toda hora dormido en un sillón y nada turbaba el silencio preciso para una labor seria. El hermano de Eufrasia Vasilievna era viudo: había perdido a su mujer al año de su boda, lo que le había producido tan honda impresión que había pasado dos meses en una clínica psiquiátrica. Ella era soltera, aun que había tenido en otro tiempo amores con un estudiante. Nadie, ni aun ella misma, sabía por qué no se había casado con él; pero todos los años, cuando la prensa publicaba su acostumbra da invitación a las afanas caritativas a acudir en socorro de los estudiantes necesitados, enviaba un billete de cien rublos al Comité que distribuía los donativos, firmando "Una desconocida".

Era el más joven de los jugadores: tenía cuarenta y tres años.

Al principio, Maslenikov, el jugador de más edad, estaba descontento del orden del juego. Le indignaba verse obligado a jugar siempre con Jacobo Ivanovich como compañero, lo que significaba para él la renuncia a sus sueños de ganar el gran chelem sin triunfos. El y su compañero eran hombres muy diferentes. Jacobo Ivanovich era un viejecillo enjuto, silencioso y severo, que llevaba en invierno y en verano una levita forrada de algodón. Llegaba siempre a las ocho justas, ni un minuto antes ni un minuto después, y cogía en seguida el pedacito de tiza con sus dedos secos, en uno de los cuales llevaba una ancha sortija con un brillante. Lo más enojoso para Maslenikov era la prudencia exagerada de su compañero, que no anunciaba nunca más de cuatro bazas, aunque tuviera en la mano cartas muy seguras. Una vez empezó a "marchar" por los dos, y siguió sin detenerse hasta el triunfo, ganando las trece bazas. Maslenikov tiró con cólera sus cartas sobre la mesa, y el viejecillo las recogió tranquilamente, inscribiendo con el pedacito de tiza sólo las cuatro bazas que había anunciado.

—Pero ¿por qué demonios no ha jugado usted el "gran chelem"?—exclamó Nicolás Dmitrievich (tal era el nombre de Maslenikov).

—¡No juego nunca más de cuatro!—respondió secamente el viejo.

Y añadió con tono doctoral:

—No se sabe nunca lo que puede ocurrir.

Todos los argumentos de Maslenikov eran inútiles. El, a su vez, se arriesgaba siempre, y, como no tenía suerte en el juego, perdía; pero no desmayaba, esperando tomar la revancha en seguida.

Poco a poco se adaptaron el uno al otro y se dejaron mutuamente en plena libertad. Maslenikov seguía arriesgándose, y el viejo seguía anunciando el juego de cuatro.

De esta guisa, jugaban en invierno y verano, en primavera y otoño. El viejo mundo arrastraba siempre la carga de su existencia interminable, ora tiñéndose de sangre, ora vertiendo lágrimas, haciendo resonar en el espacio por donde giraba los gemidos de los enfermos, de los hambrientos y de los oprimidos. Sólo Maslenikov llevaba a veces ecos vagos de aquella vida atormentada y extraña a los jugadores. De cuando en cuando llegaba con retraso, cuando los otros tres se hallaban ya en torno a la mesa de juego, sobre cuyo tapete verde disponían, en forma de abanico, las cartas.

Con sus mejillas sonrosadas, frotándose las manos, Maslenikov ocupaba en seguida su sitio frente a Jacobo Ivanovich, se excusaba y decía:

—¡Hay tanta gente en el bulevar! Su desfile no acaba nunca.

Eufrasia Vasilievna se creía en el deber, como ama de la casa, de no parar mientes en las pequeñas excentricidades de sus huéspedes, y mientras su hermano daba órdenes para que sirviesen el te, y el viejo Jacob Ivanovich, severo y silencioso, preparaba el pedazo de tiza, respondíale cortésmente a Maslenikov:

—Sí, hace buen tiempo... Pero empezaremos, si quiere usted.

Y empezaban.

El elevado cuarto, en cuyas cortinas y muebles acolchados se apagaban todos los ruidos, quedaba en completo silencio. La doncella andaba lentamente sobre la espesa alfombra, llevando los vasos de te bien cargadito, y sólo se oía el runrún de sus enaguas almidonadas, el rozar de la tiza sobre la mesa y los suspiros de Maslenikov, a quien la suerte le era adversa. Para él se colocaba, en una mesita separada, te poco cargado, que bebía con caramelos.

En invierno hacía saber que, por la mañana el termómetro marcaba diez grados bajo cero, y que a la sazón la temperatura había descendido a veinte. En verano decía:

—He visto un gran grupo de gente que iba a coger setas al bosque.

Eufrasia Vasilievna miraba, por serle grata, al cielo—en verano jugaban en la terraza—, y aunque no hubiera nubes y la lumbre del sol poniente dorase las copas de los árboles, comentaba:

—Siempre que no llueva...

El viejo Jacob Ivanovich disponía, con aire severo, las cartas sobre la mesa, y pensaba que Maslenikov era un hombre poco serio e incorregible.

Durante una temporada, Maslenikov turbó profundamente la calma de los jugadores; todas las tardes, en cuanto llegaba, pronunciaba dos o tres frases a propósito del proceso Dreyfus. Con ex presión triste, noticiaba:

—¡El proceso Dreyfus va muy mal!

O, por el contrario, con cara risueña y voz alegre, decía que el veredicto sería probablemente anulado.

Luego empezó a llevar periódicos, y leía en voz alta algunas noticias, siempre relativas a Dreyfus.

—Ya hemos leído eso—interrumpía secamente Jacob Ivanovich.

Pero Maslenikov no hacía caso de sus palabras y seguía leyendo cuanto juzgaba interesante. Una vez llegó a provocar una discusión entre los jugadores: Eufrasia Vasilievna no estaba conforme con el procedimiento jurídico legal y exigía que se pusiese a Dreyfus inmediatamente en libertad, sin esperar el veredicto, mientras que su hermano y Jacob Ivanovich insistían en que era preciso, ante todo, cumplir algunas formalidades, tan sólo después de las cuales se podía libertar a Dreyfus. Jacobo Ivanovich no tardó en dar por terminada la discusión. Señalando a la mesa, dijo:

—¿Empezamos?

Y empezaron a jugar, contestando con un silencio profundo a todas las observaciones de Maslenikov acerca del proceso Dreyfus.

De esta guisa, jugaban en invierno y verano, en primavera y otoño.

A veces ocurría algo, pero siempre de índole cómica. El hermano de Eufrasia Vasilievna se ponía de cuando en cuando tan mal de la cabeza que confundía las cartas de sus adversarios y, teniendo un buen juego, no hacía ni una sola baza. Maslenikov reía a carcajadas, y el viejecillo, sonriendo, observaba:

—Ha hecho usted mal en no jugar cuatro.

Lo que más impresión producía a los jugadores era que Eufrasia Vasilievna anunciase un gran juego. No sabía con qué carta jugar, y dirigía miradas suplicantes a su hermano, mientras los otros dos contertulios, a quienes inspiraban una, piedad caballeresca el sexo débil y su impotencia, le daban ánimos con sonrisas condescendientes y esperaban, sin impacientarse, su juego.

Generalmente, estaban todos serios, graves. Hacía mucho tiempo que las cartas habían dejado de ser a sus ojos cosas inanimadas. Cada palo, cada carta del palo, tenía para ellos individualidad y vida propia. Había palos favoritos y detestados, desgraciados y felices. Las cartas se combinaban entre ellas de un modo variado en extremo, y dicha variedad escapaba a toda regla y todo análisis; pero parecía, sin embargo, obedecer a ciertas leyes inmutables. La vida de las cartas tenía lugar independientemente de la de los jugadores. Los hombres ponían en ellas determinadas esperanzas, y ellas se burlaban, hacían precisamente lo contrario, como si tuviesen voluntad, gustos, simpatías y caprichos. Los corazones iban a parar con frecuencia a Jacobo Ivanovich, y Eufrasia Vasilievna tenía casi siempre una gran abundancia de bastos, aunque no le gustaban. A veces las cartas se ponían caprichosas, y Jacobo Ivanovich no sabía qué hacer con tanto basto, mientras que Eufrasia Vasilievna casi no tenía más que corazones, se alegraba mucho, anunciaba un gran juego y, naturalmente, perdía. Diríase entonces que las cartas se burlaban de ella. En cuanto a Maslenikov, todos los palos acudían a él con la misma frecuencia; pero ninguno permanecía mucho tiempo en sus manos, en las que las cartas eran a manera de huéspedes en una fonda, efímeros e indiferentes. A veces, durante varias noches, Maslenikov sólo tenía doses y treses, que le miraban de un modo irónico, como si se mofasen. Estaba seguro de que las cartas no ignoraban su ardiente deseo de jugar el "gran chelem", y hacían todo lo posible por impedírselo, siendo éste el motivo de que nunca pudiera reunir las necesarias. Aparentaba que le eran en absoluto indiferentes, y no se apresu raba nunca a mirarlas. Pero no conseguía sino muy raras veces engañarlas de esta manera: por lo común, adivinaban sus picardihuelas, y cuando las miraba veía tres seises que se le reían en las barbas y un rey de sonrisa triste, a quien los malditos seises habían llevado con ellos para que les hiciese compañía.

La que menos cuenta se daba de la vida misteriosa de las cartas era Eufrasia Vasilievna. El viejo Jacobo Ivanovich había adoptado, hacía tiempo, una actitud completamente filosófica: no se asombraba ni se entristecía ante los caprichos de tales seres, hallándose, por otra parte, al abrigo de toda sorpresa dolorosa, ya que nunca anunciaba más de cuatro bazas. Sólo Maslenikov no podía adaptarse a los referidos caprichos, burlas e inconstancias. En la cama, se imaginaba jugar el "gran chelem" sin triunfos, y no le parecía una cosa del otro jueves; bastaba que fueran acudiendo a sus manos el as, el rey y así sucesivamente; pero cuando, lleno de esperanza, se ponía a jugar, no sabía de dónde salían los malditos seises, que le enseñaban, mofadores, sus anchos dientes blancos. Había en ello una especie de fatalidad. Y poco a poco, un "gran chelem" sin triunfos llegó a ser el deseo más ardiente, la ilusión suprema de Maslenikov.

Algunos acontecimientos tuvieron lugar, aparte de los relacionados con el juego. El voluminoso gato blanco de Eufrasia Vasilievna se murió de viejo, y, con permiso del propietario de la casa, fué enterrado en el jardín, bajo un tilo. Algún tiempo después, Maslenikov desapareció durante dos semanas enteras, y los jugadores no sabían qué pensar ni qué hacer, con tanto más motivo cuanto que el whist jugado por tres se oponía a todas las tradiciones y ofrecía para ellos un interés muy escaso. Diríase que hasta las cartas notaban su ausencia y sorprendían a los jugadores con combinaciones insólitas.

Cuando Maslenikov reapareció al fin, sus mejillas sonrosadas, que contrastaban tan extrañamente con sus cabellos blancos, habíanse tornado grises, y él parecía más pequeño.

Contó que su hijo primogénito había sido detenido, no sabía por qué, y enviado a Petersburgo. Todos estaban asombrados, pues incluso ignoraban que Maslenikov tuviera un hijo. Acaso se lo hubiera dicho alguna vez, pero lo habían olvidado.

A los pocos días volvió a hacer novillos, precisamente un sábado, día en que, con arreglo a las costumbres establecidas, duraba más el juego, y los jugadores se asombraron al saber que Maslenikov padecía una enfermedad cardíaca y que justamente aquel sábado había sufrido un ataque muy fuerte. Después reinó de nuevo el orden. El juego se hizo aún más interesante y más serio, pues Maslenikov ya no hablaba de cosas extrañas a las cartas. De nuevo no se oía sino el runrún de las enaguas almidonadas de la doncella y el suave ruido de los naipes, manejados por los jugadores. Las cartas seguían viviendo su propia vida silente y misteriosa, por completo distinta de la de los hombres. Como antes, se manifestaban respecto a Maslenikov, ora indiferentes, ora malévolas e irónicas, y él veía en ello una especie de fatalidad, algo así como un mal presagio.

Pero he aquí que un jueves, el 26 de noviembre, un extraño cambio se produjo inopinadamente en las cartas. En cuanto el juego comenzó, Maslenikov se vió en posesión de cartas tan buenas que anunció el "pequeño chelem" y ganó. Luego reaparecieron, durante un ratito, los seises; mas volvieron al cabo a desaparecer, y empezaron a presentarse palos enteros. Se presentaban observando riguroso turno, como si todos quisieran gozarse en la alegría de Maslenikov, que no cesaba de anunciar grandes juegos. Todos, sin exceptuar al imperturbable Jacob Ivanovich, estaban asombrados. La emoción de Maslenikov—tan intensa que se le caían los naipes de las manos—se contagió a los demás jugadores.

—¡Tiene usted hoy una gran suerte!—dijo el hermano de Eufrasia Vasilievna con tono sombrío; pues nada le inspiraba tanto temor como una suerte demasiado grande, en su seguridad de que siempre la seguía gran desgracia.

Eufrasia Vasilievna se alegraba mucho de que Maslenikov, al fin, tuviera buenas cartas. Cuando oyó la fatídica observación de su hermano, escupió ligeramente por el colmillo tres veces seguidas, lo que era un conjuro eficacísimo contra na desgracia presagiada.

—¡Pchu, pchu, pchu!—hizo—. No tiene nada de particular; cuanto más buenas sean las cartas, mejor. Lo que hay que hacer es pedirle a Dios que la suerte siga.

Hubo un instante en que las cartas se diría que reflexionaban y ponían cara de duda. Llegaron a presentarse varios doses, que parecían muy confusos; luego, nuevamente, con más velocidad aún, empezaron a sucederse los ases, los reyes, las damas. Maslenikov apenas tenía tiempo de recoger sus cartas, anunciaba grandes juegos y estaba tan emocionado que cometía frecuentes torpezas. Ganaba sin tregua, aunque Jacob Ivanovich no le decía una palabra sobre los ases que tenía en la mano; el asombro del viejecillo se convirtió en desconfianza respecto a aquel súbito cambio. Una vez más manifestó su decisión inquebrantable de no jugar sino cuatro bazas. Maslenikov se enfadaba con él, se ponía rojo de cólera y de emoción, respiraba con dificultad. Anunciaba sin titubear los grandes juegos, seguro de antemano de que encontraría en la reserva lo que le hiciese falta.

Cuando recibió las cartas de manos del sombrío Procopio Vasilievich y las miró, su corazón empezó a latir violentamente, y luego casi se detuvo; sus ojos se nublaron, y estuvo a punto de caerse: tenía en la mano doce bazas; los tréboles y los corazones, desde el as hasta él diez, el as y el rey de copas. Si encontrase, además, el as de bastos en la reserva, podría jugar el "gran chelem" sin triunfos.

—¡Dos sin triunfos!—anunció, para comenzar, con voz alterada.

—¡Tres bastos! —replicó Eufrasia Vasilievna, no menos emocionada, pues tenía todos los bastos, a partir del rey.

—¡Cuatro corazones!—dijo secamente Jacobo Ivanovich.

Maslenikov elevó de repente el juego hasta el "pequeño chelem"; pero Eufrasia Vasiiievna, arrastrada por el entusiasmo de la lucha, no quiso ceder, y, aunque no le cabía duda de que sería derrotada, anunció el "gran chelem", en bastos.

Maslenikov, meditó un momento, y con cierta solemnidad, tras la que se adivinaba el miedo, anunció lentamente:

—¡"Gran chelem" sin triunfos!

El asombro de los jugadores era indescriptible. ¡Maslenikov jugaba el "gran chelem" sin triunfos! El hermano de Eufrasia Vasilievna no pudo contener un exclamación de sorpresa:

—¡Oh!

Maslenikov alargó la mano para coger las cartas de la reserva; pero se tambaleó y tiró la vela que ardía sobre la mesa. Eufrasia Vasilievna la cogió. Maslenikov permaneció un segundo inmóvil y derecho; después, colocando sus cartas sobre el tapete, agitó los brazos y empezó a caer lentamente hacia el lado izquierdo. En su caída derribó la mesita colocada junto a él, sobre la que había un vaso de te, y la destrozó con el peso de su cuerpo.

El doctor declaró que Maslenikov había muerto a causa de un ataque cardíaco. Para consolar a los otros, dijo que la muerte no debió ser dolorosa.

Colocaron el cadáver en un gran diván turco en la misma habitación donde habían estado jugando. Cubierto con una sábana, parecía enorme y tenía un aspecto terrible. Una pierna había que dado descubierta, y diríase que no le pertenecía. Se veía, pegada a la suela de la bota, negra y casi nueva, una envoltura de bombón.

La mesa de juego seguía aún en el mismo sitio, con las cartas de los vivos desparramadas en desorden y las del muerto formando un montoncito, ordenadas, como él las había dejado en su último instante.

Jacob Ivanovich recorría la estancia despacito, indeciso, evitando mirar al muerto y procurando no salirse de la alfombra, porque sobre el suelo desnudo sus altos tacones sonaban ruidosamente. Después de pasar muchas veces por delante de la mesa de juego, se detuvo, cogió las cartas de Maslenikov, las examinó y las volvió a poner donde estaban y en el mismo orden. Luego miró la reserva, en la que encontró el as de bastos, precisamente el que necesitaba Maslenikov para el "gran chelem".

Dió algunas vueltas más por la estancia, salió a la haibitación inmediata, se abotonó bien la levita forrada de algodón y empezó a llorar; le daba mucha lástima el muerto. Con los ojos cerrados, esforzábase en recordar el rostro de Maslenikov, tal como era cuando el pobre vivía aún, cuando ganaba y se reía de gusto. Lamentaba que el muerto fuera un hombre poco serio y quisiera ganar a toda costa el "gran chelem" sin triunfos. Todos los detalles de la velada trágica fueron acudiendo a su memoria; Maslenikov había comenzado por jugar cinco carreux, y a medida que se producía el cambio milagroso en sus cartas, había se ido arrebatando hasta anunciar el "gran chelem". Jacob Ivanovich presentía un no sé qué inquietante, fatal, en aquel brusco cambio, y he aquí que Maslenikov había muerto en el preciso instante en que iba a ganar el "gran chelem".

Cuando pensaba esto, una idea terrible en su simplicidad sacudió el cuerpo enjuto de Jacob Ivanovich y le hizo saltar de su asiento. Mirando en torno suyo, como si buscase a quien le había susurrado la idea al oído, Jacob Ivanovich dijo en alta voz:

—Pero no sabrá nunca que estaba el as de bastos en la reserva y que tenía, por lo tanto, un "gran chelem" seguro. ¡No lo sabrá nunca!

Y le pareció que basta entonces ¡no había comprendido claramente lo que era la muerte. Sí, lo comprendía entonces, y la muerte se le aparecía, por primera vez, como algo estúpido, horrible e irreparable. ¡Maslenikov no lo sabría nunca! Jacob Ivanovich podía gritar con todas sus fuerzas al oído del muerto que tenía el "gran chelem", podía llorar, suplicar, enseñarle las cartas; Maslenikov no le oiría y no lo sabría nunca, pues ya no existía en el mundo ningún Maslenikov. Si hubiera dispuesto un segundo más del don misterioso de la vida habría podido ver el as de bastos y habría sabido que tenía el "gran chelem"; pero a la sazón todo había acabado: ¡no sabía nada ni lo sabría nunca ya!

—¡Nunca!—pronunció Jacob Ivanovich lentamente, deletreando, como si quisiera convencerse de que esa palabra existía realmente y tenía sentido.

Sí, la palabra existía, tenía sentido, un sentido tan cruel y monstruoso que Jacob Ivanovich se dejó caer en el sillón y empezó a llorar dolorosamente, lleno de piedad por aquel que no sabría ya nunca nada, por sí mismo, por todos, porque todos, un día u otro, serían víctimas de aquella cosa horrible, terrible, ciegamente cruel. Y, sin dejar de llorar, imaginábase que jugaba con las cartas de Maslenikov, hacía una baza tras otra, hasta llegar a trece, y pensaba de nuevo que Maslenikov no lo sabría ya nunca. Fué la primera y última vez que Jacob Ivanovich traicionó sus principios, y, olvidando que nunca jugaba más que cuatro bazas, jugó, por amistad al muerto, el "gran chalem" sin triunfos.

—¿Está usted aquí, Jacob Ivanovich?—dijo, en trando, Eufrasia Vasilievna.

Se sentó y empezó a llorar.

—¡Es terrible! ¡Es terrible! Se miraban y lloraban ambos en silencio, pensando que allí, junto a ellos, en la estancia vecina, sobre el sofá turco, yacía el muerto, frío, pesado y mudo.

—¿Ha enviado usted a alguien a su casa?—preguntó Jacob Ivanovich, sonándose estrepitosamente.

—Sí, mi hermano ha ido con la doncella. Pero ¿cómo averiguarán su dirección? No sabemos dónde vivía.

—¿No vivía ya en el mismo piso que el año anterior?—preguntó, distraído, Jacob Ivanovich.

—No, se mudó. La doncella dice que una noche tomó un coche de punto para ir a la avenida Novinsky.

—Darán con su casa, sin embargo. La Policía debe saber...—la tranquilizó Jacob Ivanovich—. Creo que era casado...

Eufrasia Vasilievna, sumida en sus reflexiones, no contestó. Le pareció a Jacob Ivanovich que estaba pensando lo mismo que a él acababa de ocurrírsele. Se sonó otra vez, se guardó el pañuelo en el bolsillo de la levita forrada de algodón, y dijo, mirando a través de las lágrimas a Eufrasia Vasilievna:

—¿Dónde encontraremos ahora el cuarto compañero?

Pero la dama estaba absorta en sus preocupaciones de orden material, relativas a aquella muer te repentina, y no oyó la pregunta. Tras un corte silencio, interrogó a su vez:

—Y usted, Jacob Ivanovich, ¿sigue viviendo en el mismo piso?


Publicado el 20 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.
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