Apolo en Pafos

Leopoldo Alas "Clarín"


Novela, Crítica literaria, Mitología



I

Conocí que era mi hombre, quiero decir, mi dios, en que almorzaba una tortilla de hierbas. Una asidua y larga observación me ha hecho adquirir la evidencia de que todos los personajes a quien cualquier periodista noticiero quiere sacar las palabras del cuerpo, se dejan sorprender siempre almorzando tortilla de hierbas, o, a todo tirar, huevos fritos. Ignoro la ley que preside a este fenómeno constante; apunto el hecho y prosigo.

Almorzaba tortilla de hierbas el dios Esminteo, el que lanza a lo lejos las saetas de su arco de plata. Buenos sudores me había costado dar con él. Al fin le tenía frente a frente, a dos varas, sentado en una especie de drifos o clismos con pies de madera en forma de tenazas abiertas, delante de una mesa ricamente servida a la europea moderna, sin que hubiera allí nada que no pudiera ofrecer Lhardy, a no ser un queso helado de ambrosía legítima que estaba diciendo comedme. Miento: también había en una caja de latón una substancia amarillenta que, según después supe, era foie-gras de poeta quintanesco degollado en el momento crítico de inflarse para cantar al mar, o al sol, o a Padilla, o a Maldonado... o al inventor del hipo. Alrededor de la mesa había varios tronos y lechos o clinas vacíos. Apolo almorzaba sólo aquel día, porque se había levantado tarde. Cuando yo entré en el comedor estaba el dios de Delfos sin más compañía que la de Ganimedes, que Júpiter había prestado a Venus por unos días, mientras ella pasaba con sus huéspedes una temporada en Pafos. Ganimedes vestía casaca con los colores y las armas de Afrodita; los colores eran: carne con polvos de arroz y vivos escarlata; las armas tan indecorosas, que no se puede decir a un público cristiano y moderno cuál símbolo allí se ostentaba rapante en campo de gules. En cuanto al dios de Ténedos, estaba en mangas de camisa y lucía tirantes; por cierto, que uno, desprendido, le caía por detrás hasta el suelo. El pantalón, corto y estrecho por abajo era –7del mejor paño inglés. Los zapatos, de punta cuadrada, eran de charol y tenían lazos. Se le veían unos calcetines de color de oro viejo con lunares negros. La camisola, blanca, reluciente y muy planchada, lucía cuello muy alto, con picos doblados. Era un guapo mozo, en fin; tal como le conocemos todos. Si Crises, su sacerdote, le hubiera visto en tal momento, declararía que no había pasado día por él.

Yo entré con el sombrero en la mano, con paso tardo, y, valga la verdad, un tanto turbado. Al atravesar el umbral recordó de repente que en mi niñez, en mi adolescencia y en mi primera juventud había escrito miles de miles de versos, no tan malos como decían mis enemigos, que conocen de ellos una pequeña parte, pero al cabo capaces de sacar de sus casillas al dios de la poesía, aunque fuera éste de un natural menos irascible del que en efecto le caracteriza, como dicen ahora los estilistas.

En aquel momento creía que se me llamaba y emplazaba para eso, para condenarme a garrote vil por poetastro; pero el rostro risueño y bondadoso del dios de Claros, y su mirada límpida y cariñosa me tranquilizaron en seguida. Sin duda, pensé ya sereno, debe de ser para otra cosa, porque mis delitos poéticos ya han proscrito.

Apolo inclinó la cabeza con cierta afectación, imitando a su padre Júpiter, como tuve ocasión de observar después; y con una mano blanca, larga, fina, de uñas rosadas y abarquilladas, largas y limpias, me indicó que tomase asiento a su lado, en un drifos que acercó Ganimedes sonriendo. Por cierto que el tal Ganimedes (entonces yo no sabía quién era) se me antojó, por su carilla frescachona y sin asomo de barba, de una expresión infantil, enojosa a la larga, se me antojó, digo, un genio prematuro de esos que suelen asomar la cabeza en el Ateneo de Madrid cada jueves y cada martes.

Apolo, con el bocado en la boca y siempre sonriendo, me miró, dispuesto, se conocía, a decir algo, en vista de que yo no decía nada, en cuanto le pasara aquello del gaznate.

–¿Conque usted es el señor?...

–Clarín, para servir a V. M. O. (Vuestra majestad olímpica.)

–¡Oh! tanto bueno por aquí... Clarín, Clarín, el Sr. Clarín, vaya, vaya...

En el modo de decir todo esto, se conocía que Apolo no sabía o no recordaba quién era yo. Entonces, ¿para qué me ha llamado? pensé.

–¿Y a qué debo el honor?. . prosiguió el dios.

–V. M. O...

–Apee usted el tratamiento; llámeme usted de usted, y yo le llamaré a usted de tú.

–Corriente. Como usted me ha llamado por medio de una citación en forma, que tuvo que firmar un vecino por no estar yo en casa...

–¡Una citación! ¡Una citación mía!... Esas son cosas de Hermes.

–¿De quién?

–De Mercurio, que le hace la rosca a Temis.

–¿A Themis?

–No, hijo, no; a Temis, sin h, en buen castellano. Pues sí; Mercurio obsequia a Temis y quiere tenerla contenta y todo me lo envuelve en papel sellado y en forenses fórmulas. ¿Conque te han citado?

¡Y yo que te tomaba por un reporteur, por un noticiero de periódico que venía a tirarme de la lengua! Vaya, vaya. Conque una citación.

Vamos a ver, y qué has robado, ¿alguna novelilla, eh?

–Señor, yo soy incapaz...

–Eso es una excusa ciertamente.

–¿El qué?

–El ser incapaz. Es claro, el que es incapaz de crear, roba; es natural.

–Señor, no nos entendemos. Digo que soy incapaz de robar nada a nadie.

–Bueno, llamémoslo plagiar.

–Tampoco; no, señor, yo no admito el plagio.

–Pues entonces, ¿por qué se te cita?

–Eso es lo que yo ignoro. Lo que puedo decir es que se me ha hecho venir de justicia en justicia buscando a V. M. O.

–Apea...

–Bien, buscándole a usted. Primero al Helicón; no estaba usted; después a lo más alto del Olimpo; Juno nos echó de allí a escobazos, diciendo que era usted un perdido como su padre, y que andaría probablemente a picos pardos. Por cierto que la diosa lucía unos brazos de rechupete y unos ojos como puños..

–Ya sabes que Hera no me puede ver.

–¿Quién?

–Juno, hombre. Nos aborrece a mí y a mi buena madre Latona, de quien está celosa como un poeta lírico.

–Después me llevaron al Pindo y al Parnaso, y nada, no parecía usted. Se alargó el viaje y estuvimos en Delfos y en Ténedos, ¡qué sé yo! por fin encontramos a Baco, que se estaba emborrachando en medio del mar Egeo, a bordo de una trïera. Los remos batían pausadamente las olas de color de vino tinto; había contraste, el Sudeste y el Sudoeste, alias el Euro, y el Noto, formaban espuma de púrpura sobre el lomo de las rizadas ondas.

–Vamos, ya sé por qué es la citación. Tú debes de ser un novelista cursi, de esos que lo describen todo, venga o no a cuento...

–No, señor, todo lo dicho es pura broma; yo no soy de esos. El caso es que Baco me dijo que le había visto a usted pasar por aquellas nubes escalonadas, de amaranto y oro, que iban deslizándose en procesión ciclópea hacia el abismo de fuego de Occidente; y dijo, otrosí, que le acompañaban las Musas y Mercurio. Le preguntamos que adónde iría usted, y nos contestó que a dar la vuelta al mundo, para amanecer en Chipre, donde le aguardaba Venus en su bosquete de Pafos; Venus, con quien usted, mal que pesara a Marte y a Vulcano, estaba ahora metido. Metido dijo.

–Ese Dionisos nunca ha tenido educación; al fin, bárbaro.

–Y aquí hemos venido; los alguaciles quedan a la puerta y yo aguardo mi sentencia, si bien quisiera saber antes la culpa; pero no se apure usted por eso, porque español soy, periodista he sido en tiempo de conservadores, y entiendo mucho de llevar palos sin conocerles la filosofía.

–Pues, hijo, si no vienes ni por plagiario, ni por prosista descriptivo, deben de haberte tomado por otro. A ver, Ganimedes, manda que busquen a Mercurio (sale Ganimedes); y a ti, mientras tanto, para quitarte el susto, te daré tierra.

–¡Cómo tierra, señor! (Poniéndome en pie, lívido.)

–Un vaso de tierra, hombre.

–Prefiero el Valdepeñas...

–Pero fíjate en que el tierra aquí es...

Chipre.

–No me hacía cargo. Venga tierra. (Bebo.)

Entró Hermes, buen mozo también, con todos los atributos de su cargo, y Apolo le preguntó, con tono de mal humor, por qué se me había detenido y citado, y lo demás que se había hecho conmigo.

A lo que Mercurio dijo:

–Este caballero se ocupa en escribir y publicar unos folletos literarios en que, como Dios le da a entender, pretende examinar, burla burlando, o serio como un colchón, según sople el viento, los productos literarios de su país, y aun algunos de los más notables del extranjero. ¿No es esto?

–Eso y más me propongo; v. gr...

–Es el caso que el último folleto de este señor se titula Cánovas y su tiempo, y el tercero...

–Que ya está en prensa...

–El tercero no debe hablar de Cánovas, porque dicen las Musas que ya están hartas de Monstruo y que corre más prisa decir algo de las novedades literarias del país. Para esto se le ha llamado, para mandarle dejar en prensa, por ahora, la segunda parte de las aventuras literarias del cantor de Elisa o Luisa, y dar a luz cosa de más variedad y de actual interés.

–¿Dónde están ahora las Musas? preguntó Apolo, limpiándose los labios con la servilleta. (Es de notar que en cuanto Hermes nombró a las Nueve, en el rostro del hijo de Latona se pintó una expresión de tedio y antipatía.)

–¡Las Musas! dijo Mercurio; están cantando un coro en el gineceo.

–¿Un coro, eh? ¡Estoy de Musas hasta aquí! exclamó Apolo, volviéndose a mí con tono confidencial y señalando con la mano la mitad de la frente, para indicar hasta dónde estaba de Musas. ¿Conque un coro? Si parecen el ejército de la salvación, o, como dijo un traductor español, la armada de la salud. Ahí vendrán; ya verás qué fachas. Todas parecen inglesas literatas, sensibles a los encantos del arte y de la virtud.. ¡Puf! ¡Dios nos libre de las mujeres instruidas y esteticistas, y por contera pías y castas! Y no puedo huir de ellas; así no se me logra aventura. Entra ellas y mi hermanita la casta diva, Diana cazadora, me han hecho mal de ojo, y por su culpa perdí a Dafne y maté a Jacinto, y me puse en ridículo en mil empresas amorosas. ¡Ya se ve! No hay mujer ni diosa que se entregue a un dios acompañado de nueve basbleues, que vienen a ser como nueve cuñadas literatas. ¡Re-Júpiter! Aquí me tienes, hombre, en casa de Venus, en la preciosa villa que ha levantado sobre las escondidas ruinas de su templo de Pafos la sin par Afrodita; pues fue en vano que quisiera escapar por unos días a la vigilancia y a las sabidurías de las nueve hermanas que Zeos, mi padre, confunda. Venus me había invitado a mí solo, es natural; pues a pesar de decir en la carta que me mandó por Iris:


«Amigo Apolo, te espero en Pafos, donde pienso pasar una temporada; tráete a Mercurio, si sus muchas ocupaciones se lo consienten; pero nada de Musas, ya sabes que me empalagan; además, supongo que tú también desearás perderlas de vista por algún tiempo; si queremos cantar, ya cantaremos bajito tú y yo solos», etc., etc. a pesar de este desaire manifiesto, aquí las tienes a todas ellas... a todas, sin excepción del marimacho de Urania la cosmógrafa, ni siquiera de la insoportable catedrática Polimnia, jamona insoportable, Licurga de mis pecados, capaz de hacer ascos al plato más sabroso si en el menu aparece con una falta de ortografía. Las menos malas son Euterpe, y Erato y singularmente Terpsícore; las demás... ¡fuego en ellas! Café, Ganimedes.

Yo miraba espantado al divino orador, y pasaba los ojos de él a Mercurio, como pidiendo a éste una explicación de lo que oía. Notó Hermes el gesto, porque guiñome un ojo, y disimuladamente llevó a una sien un dedo, dando a entender que al dios Esminteo le faltaba un tornillo.

–¿Qué opinas tú de las hembras literatas y sabihondas?

–Señor, contesté un poco turbado; yo... creo... que... subjetivamente... no le falta motivo a V. M.

–¡Qué majestad, ¡hombre! Vaya una majestad que no puede echar una cana al aire sin ofender los castos oídos y los castos ojos de nueve coristas del ejército de la salvación...

¡Todas son cuákeras! El Parnaso se ha convertido en una capilla protestante; el Olimpo ya no es la mansión de los dioses alegres, ni Cristo que lo fundó; ahora, a un poeta, aunque sea un dios, le piden la cédula de comunión o un ejemplar de la Biblia sin notas, según los gustos. La castidad ha matado a la inocencia. Un crítico francés ha combatido a Víctor Hugo, después de muerto el poeta, llamándole viejo verde; ha querido quitarle gloria, atribuyéndole vicios; se confunde el arte con la policía; a mí, a mí, con ser quien soy, se me espía, se me siguen los pasos; y en esta misma quinta alegre y risueña, donde parece que todo debiera ser inocente juego, cándido placer, armoniosa amistad, abandono místico, aquí hay un infierno de intrigas y murmuraciones, delaciones y sospechas, y se habla de acusarme ante mi padre para que otra vez me vea cuidando bueyes en los apriscos del rey Admeto. ¿Y todo por qué?

Porque Venus me gusta más que Minerva; porque me aburren los negocios literarios, según los entienden hoy los dioses y los hombres, y prefiero vivir con Venus, cantando bajito a su lado, como ella dice.

Ya sabes que el dios Momo, cierto día de asamblea celestial, me condenó, con la autoridad de Júpiter, a escoger entre mis varias profesiones de adivino, citarista y médico; pues bien: yo escogí la cítara; pero, según se han puesto las cosas, ya reniego de la elección, y casi estoy decidido a colgar la lira y a dedicarme a una especialidad cualquiera del arte de curar. Si no fuera por lo que me apestan los literatos que abusan de la fisiología y de la terapéutica y de la patología, médico me declaraba... En fin, no sé lo que me digo; pero lo que juro es que Venus vale más y merece más consideraciones que todas las Musas juntas.

Dijo, y poniéndose en pie de un brinco, arrojó con ímpetu la servilleta sobre el mantel, dio un puntapié al taburete, que no sólo en Madrid se llama así cuando es asiento sin brazos ni respaldo (diga lo que quiera la Academia), se abrochó el tirante que colgaba de un solo botón, y salió del comedor, gritando:

–¡Vuelvo!

II

–El pobre está un poco chiflado, dijo Hermes sonriendo; y después de sentarse sobre un triclinio, cruzó una pierna sobre la otra y se puso a apretarse los tornillos de las alas que le adornaban el talón de oro.

–No lo entiendo yo así, me atreví a decir.

Más bien creo que hay un sentido profundo y como simbólico en las palabras y hasta en el humor de Apolo.

–Puede. Mercurio encogió los hombros, dando a entender que le interesaba poco la conversación y que nada sabía de símbolos.

Se oyó ruido de faldas. Por la puerta por donde había salido Apolo entró una dama vestida como una de esas inglesas que representan el hermafrodismo entre el pastor protestante y la monja callejera, y que tienen también algo del comisionista.

–Si tienes ganas de discutir, ahí está nuestra muy amada y puntillosa Polimnia, que no sabe hacer otra cosa.

Así dijo Mercurio, poniéndose en pie y saludando con afectación a la musa de la Retórica. La cual, con un gesto displicente, dio a entender a Hermes que le despreciaba.

Y por si no lo había entendido, exclamó:

–¡Mercachifle!

Fijó en mí sus ojos verdes con pintas, ojos de miope, cargados de lectura, ojos de esos que a todo hombre de letras, miope también y cansado de leer, deben de darle náuseas cuando los encuentre en el rostro de una mujer. Polimnia, aunque vestida más con sotana que con falda (pues de vestiduras griegas no hay que hablar, porque todos los dioses y diosas han adoptado la indumentaria europea moderna); digo que Polimnia, aunque nada elegante en el traje, era una hermosura clásica, algo ajada, eso sí, pero correctísima; ¡lástima que la palidez de la piel y la frialdad de la expresión en todas sus facciones, amén de la cargazón de los ojos, la hiciesen poco menos que de aspecto repulsivo!

Sus gestos y ademanes eran hombrunos; pero pudiera decirse que no de hombre vigoroso, sino de enclenque varón de vida sedentaria, de bufete, enfermizo, nervioso. Lo peor era la mirada; cada vez que la clavaba en mí, se me figuraba estar examinándome de diez asignaturas a un tiempo, y además sentía la inexplicable aprensión de que la dama debía de estar mareada de tanto leer, condenada a dispepsia y jaqueca perpetuas. En presencia de Polimnia, toda idea de relación sexual parecía absurda; no sólo no se le atribuía sexo, sino que se experimentaba como un disparatado temor de haber perdido el propio; aberración que producía intenso malestar. A pesar de todo, aquella Musa inspiraba una profundísima compasión, no se sabe por qué.

Era antipática y atraía.


Qui potest capere, capiat.


Polimnia me saludó con una leve inclinación de cabeza, y volviéndose hacia la puerta, dijo con voz estridente:

–¡Pase usted, caballero!

Y entró en el comedor D. Manuel Cañete.

–Ganimedes, avisa a Apolo, gritó la Musa.

Ganimedes, visiblemente contrariado, como dicen en las novelas, inclinó la cabeza y salió.

Sentose la Musa en un tronos, y dirigiéndose a Cañete, que estaba ante ella de pies, exclamó:

–¿Es usted el crítico pulcro, atildado, castizo, clásico, académico?

–Señora, tanto honor...

–Lo que es usted, un covachuelista perdido para los expedientes.

(Estupefacción en Cañete.)

–Usted se cree literato... y en rigor no lo es. Usted ha leído libros y no sabe dónde. ¡Leer!

¡Leer! ¿Cree usted que basta con eso? El caso es entender, sentir, reflexionar con espontánea reflexión. Se juzga usted un crítico en libertad, y se ha pasado la vida entre las cuatro paredes de una jaula. Sobre todo, a usted le falta el sentido de lo bello, como a otros el del olfato; confunde usted la hermosura con la policía urbana.

Para usted, una comedia ya es digna de recomendación en cuanto el autor no se propone envenenar a nadie... No me interrumpa usted.

Basta de acusaciones generales, y vamos al grano.

Polimnia sacó de una cartera un libro de pocas páginas y se puso a leer en voz alta versos que, valga la verdad, tenían poco de agradables. Era aquello una comedia estrenada en Madrid en el teatro de la Princesa a fines de 1886, obra de un joven simpático, modesto, por lo menos hasta entonces, y digno de que la crítica no le engañase miserablemente alabándole un ensayo dramático plagado de incorrecciones, de intriga –si aquello era intriga– manoseada, casi pueril y de todo punto anodina por la manera de ser tratada. Ni aquel ensayo demostraba en el autor dotes de poeta dramático, ni se concebía cómo la crítica había podido seguir los impulsos de la benévola y descuidada gacetilla que había puesto por las nubes semejante cosa.

Polimnia leía versos y más versos de un diálogo en el que era difícil –valga ahora también la verdad– seguir el pensamiento de los interlocutores, que se interrumpían mutuamente para decir a su vez frases cortadas por puntos suspensivos. Los ripios eran de tal calibre, que hacían reír al mismo Mercurio, el cual solía prestar poca atención a las lucubraciones literarias. Abundaban las frases pedestres, de una vulgaridad molesta, repugnante, los dicharachos callejeros que no deben llevarse jamás al verso, y menos al del teatro; las pocas veces que el autor vencía en la lucha por el consonante, era no más para decir trivialidades en forma prosaica o en metáforas consistentes en ripios o en prendas de guardarropía, o todo junto.

Abundaban las incorrecciones gramaticales, los solecismos más estupendos especialmente, y la propiedad de las palabras andaba por los suelos. Y con todo esto, aún había allí algo peor, y era la pobreza de concepto y de frase, y algo peor todavía, la insignificancia de todo aquello, la ausencia total de vida, la tristeza lóbrega que causa la buena voluntad haciendo esfuerzos inútiles por suplir el ingenio y la habilidad artística con recursos extraños a la naturaleza de la poesía. Polimnia, la Musa de la Retórica, no pensaba en aquel momento en el autor bien intencionado; trituraba la comedia, en los comentarios que iba haciendo, como si fuese ella, Polimnia, hembra sin entrañas. Y dicho sea en honor suyo, aquella hermosura fría de sus facciones tomaba expresión y calor de pasión noble y comunicativa, según se engolfaba en su discurso. Hasta Hermes comenzó a mirarla con interés. Cañete sonreía, con la cabeza un poco torcida, en señal de irónico respeto; parecía estar esperando una pausa de la irritada y elocuente Musa para meter la meliflua cucharada y anonadar a la diosa del Pindo, en buenas palabras, con los eufemismos de ordenanza y con la cortesía a que juzgaba acreedora a Polimnia por Musa y por hembra. Y vociferaba ella:

–¡En mí no hay encono de ningún género!

¿Por qué he de querer yo mal a este joven, a quien ni de vista conozco; que, según he oído decir, ha dado en otras ocasiones pruebas de discreción y buen gusto? ¿Que ha hecho una comedia mala? ¿Y qué? Una de tantas. Tampoco me irrito contra los gacetilleros, que no son más que un eco material de las galerías... en las que incluyo los palcos y las butacas. Mi cólera descarga sobre la crítica, sobre usted singularmente, Sr. Cañete, que, diciéndose representante de la censura ilustrada, concienzuda, basada en principios científicos, en severa disciplina retórica, en erudición escogida, en la sabia experiencia de lo selecto, en la parsimonia prudente y justiciera del crítico ducho en tales juicios y de sangre fría, gracias a los años, se ha dejado llevar como los demás por la corriente de la opinión impuesta, no se sabe cómo, ni a punto fijo por quién siquiera, y ha elogiado La fiebre del día, y ha pronosticado para su autor triunfos, laureles, y hasta ha copiado con fruición versos y más versos de la comedia infeliz, sin pararse a ver que lo mismo que copiaba era mala prosa disfrazada de poesía. Sr. Cañete, usted que habla de decadencia del arte y recuerda los tiempos de los Comellas a cada paso, ¿por qué un día y otro día elogia obras dramáticas incorrectísimas, anodinas, absurdas por lo insustanciales, símbolos de la nada artística?

¡Señor Cañete!...

La musa echaba espuma por la boca; y como se puso en pie de un salto y dio un paso hacia el crítico académico... Hermes y yo temimos que le quisiera pegar.

–Sosiéguese usted, señora, me atreví yo a decir; este caballero no lo ha hecho por mal.

–¿Y usted quién es?

–Señora, yo soy Clarín, el gran agradador de todos los Segismundos; y me gusta ver cómo va por la ventana el palaciego que lo merece; pero en esta ocasión, ni se trata de palaciegos, ni el caso es para tanto...

–¿Ha visto usted esta comedia?

–No, señora, yo no veo comedias nuevas hace algunos años, en buena hora lo diga, a no ser por rara excepción; y de alguna que vi me pesa, porque al autor le pareció mal que su obra no me hubiera parecido bien, ni medio bien; y me mandó dos padrinos para preguntarme si le había querido ofender, y yo le mandé otros dos (porque hay que vivir con el mundo, y donde fueres haz lo que vieres) para que dijesen a los otros que no; que qué había de querer ofenderle; que Dios me librase. Ya ve usted, no se puede ver comedias.

–Pero al menos, ¿ha leído usted ésta?

–Sí, señora; el autor tuvo la amabilidad de mandármela al pueblo...

–¿Conoce usted al autor?

–De vista no; pero sé que es un buen muchacho, amante del arte, capaz de comprender que la crítica teatral en Madrid es cosa perdida.

Si usted le llamara, y con buenos modos le fuera haciendo notar los defectos de su comedia...

–¿No cree usted que estará envanecido con los aplausos de estos señores?

–No lo creo; aunque no tendría nada de particular... porque tales han sido las alabanzas... Sin embargo, este caballero, a quien no tengo el honor de tratar, ha sido de los más parcos en el elogio.

–¿Cómo? ¿Le parece a usted poco lo que dijo?

–No, señora; me parece demasiado; pero otros han dicho mucho más.

–Pero esos tienen menos autoridad, y no están obligados, como éste, a saber lo que es escribir en verso...

–Señora, ¿se me permiten dos palabras?

preguntó Cañete con una humildad, tal vez aparente, pero de todos modos de muy buen ver.

–Diga usted lo que quiera, pero sin imitar a los que imitan a los clásicos y sin rodeos y sin preámbulos... Porque esa es otra: escribe usted unos artículos que todo se vuelven introducción y decir qué es lo que vamos a hacer, y cómo lo vamos a hacer, a manera de opositor krausista... No, no señor; no consiento preliminares ni prolegómenos... ¡al grano!

–Pues bien, señora: ya que aquí se trata de un juicio en toda regla... comienzo por recusar al juez como mejor proceda en derecho y con el respeto debido; usted, señora, es la Musa de la retórica; pero aquí se trata de una comedia, y el juez competente es Talía...

–¡Alto el carro, señor mío! Aparte de que mi jurisdicción abarca los dominios de la mayor parte de mis hermanas, pues viene a ser el mío a manera de tribunal de alzada; en punto a comedias, yo puedo conocer de todo lo que al lenguaje y al estilo y a la forma métrica se refiere. Y aquí se me ocurre ponerme otra vez furiosa, recordando las mil sandeces que se escriben y publican por cien y mil majaderitos metidos a críticos y a autores respecto de la crítica al por menor, de la censura nimia, de la forma. ¿Qué quiere decir, tratándose de obras de arte en que la belleza se manifiesta en forma literaria, que es nimia la cuestión del lenguaje y del estilo? Tanto valdría decir que un pintor no necesita saber dibujo ni entender de colores.

Sólo a los profanos, a los bárbaros, se les puede permitir que hablen con tono despectivo de la forma literaria, del material de este arte. En ningún país civilizado se tiene por cosa secundaria, si se trata de verso, el ritmo y la rima, si la hay, ni los demás elementos formales de la poesía, ni tratándose de prosa se olvida la gramática o se pasa por alto, ni las leyes del bien decir se arrinconan. Burlarse de las figuras, v.

gr., es mucho más fácil que saber cuáles son; cometer solecismos y barbarismos, mucho más llano que averiguar en qué consisten. No son artistas, no lo serán nunca, no pueden serlo los que no tienen el sentido y el sentimiento de la forma como inseparable del objeto artístico y esencial en él como lo más esencial.

El crítico que al llegar a estas cosas se dice: aquila non capit muscas, es un ostrogodo, un silingo, un alano, un suevo metido a Quintiliano, es un salvaje, mejor dicho... Usted, Sr. Cañete, está a la cabeza de los que debieran dedicarse a colaborar en el Alcubilla, recopilación administrativa, y que, sin embargo, a pesar de sus excepcionales condiciones para el caso, se dedican a juzgar, como ustedes dicen, obras puramente literarias, como la Academia de Ciencias Morales y Políticas juzga, y da informes de libros de texto.

Hay críticas de usted, Sr. Cañete, en que parece que va a presentar, para obtener la absolución del autor de quien habla, el certificado de buena conducta y la cédula de vecindad del acusado. Para usted, como para otros muchos, es una gracia del poeta que el personaje tal o cual sea simpático o antipático...

–Cuidado, Polimnia, que eso ya pertenece a la jurisdicción de Talía... se atrevió a decir Mercurio; no porque a él le importase la cuestión de competencia, sino por evitar el discurso de la Musa.

La verdad es que estábamos aturdidos con tanta charla.

Por fortuna, Apolo volvió a presentarse en aquel instante. Ya no estaba en mangas de camisa. Vestía cazadora corta, muy ajustada al cuerpo, de una tela para mí desconocida, de un color claro atrevido; pero que a él le sentaba bien. Era un real mozo, en efecto, lleno de vida, sanguíneo. Sonreía, sin duda de felicidad. ¡No lo extrañé! Del brazo izquierdo traía materialmente colgada a Venus, a la misma Afrodita en persona.

La cual, aunque os asombre, se parecería mucho a Sara Bernhardt, si Sara se convirtiese en una mujer hermosa y de buenas carnes, sin dejar de ser tal como es. Imaginaos ese milagro realizado, y así era Venus: su traje, de color de carne con polvos de arroz, era de corte semejante a los que suele lucir la gran cómica francesa, obra del capricho divino, forma talar de jitón griego, mezclada con pliegues y ondulaciones de coquetería moderna; en tal fruncido la línea pura defendía la honestidad, que un sesgo excéntrico y lúbrico convertía, por el contraste, en una picante expresión de latente lascivia; y a pesar de parecer el traje cortado y cosido por el más humano de los pecados capitales, la gracia y elegancia suprema del conjunto rescataban para el arte aquella divina estatua vestida, que sólo tenía de casta lo que tenía de bella.

Apolo y Venus, enlazados, apoyados suavemente uno en otro, hombro con hombro, inmóviles, no hacían más que sonreír y pasear la mirada distraída, llena de felicidad, de Cañete a Polimnia y de Polimnia a Cañete. Tal vez pensando en la dicha de amarse esperaban asistir a una riña de gallos como entremés gracioso de sus juegos de amor. Polimnia se había puesto de pies al ver entrar a Venus. Parecía una linterna apagada de repente; ya no brillaba en ella nada más que el reflejo indeciso del cristal de sus ojos, cargados de lectura. Seguía siendo hermosa, pero como la luna de día.

En cuanto a Cañete, ni más feo ni más guapo que antes, volvió los ojos al dios de Delfos implorando socorro.

Apolo así lo entendió, y benévolo, porque era feliz, exclamó:

–Polimnia, a lo que entiendo, este es el señor Cañete, un reincidente de mi mayor aprecio que yo te había destinado. Sí, Polimnia, el Sr. Cañete es para ti una buena proporción; si le otorgas tu mano, os pondré casa en Madrid, en la calle de Valverde. Hablaré a Cánovas para que se le dé a este caballero la Secretaría de la Academia... aunque haya que quitársela a Tamayo y Baus, para quien yo tengo reservados más altos destinos.

–Ni yo me caso con nadie, amado Apolo, ni el Sr. Cañete debe de estar dispuesto a casarse conmigo, ni en la calle de Valverde puede vivir Polimnia, la musa de la retórica, o sea el arte del bien decir.

–¡Señora! exclamó Cañete, metiendo dos dedos entre el cuello de la camisa y la bien señalada nuez. ¡Señora!...

–Señorita, dijo Apolo sonriendo.

–Concedido. Señorita, pude, mientras se trató de mi personalidad humilde, abstenerme, por respeto a las varias prerrogativas que en usted concurren, de contestar, siquiera fuese en legítima defensa, a los ataques durísimos de que he sido víctima; pude, y puedo, pasar en silencio ofensa tan grave como la de echarme a freír espárragos, que tanto vale mandarme a despachar expedientes en una oficina y a colaborar en una recopilación administrativa...

–¡Cómo! ¿Eso ha dicho Polimnia? gritó Apolo. ¡Oh, Sr. Cañete! Usted perdone... esta loca... esta... Polimnia, ¿cómo ha sido? ¡Qué apasionamiento! ¡Qué exageraciones! El Sr.

Cañete, amiga mía, es un erudito que ha demostrado grandes conocimientos en varios... eso... en varios ramos del saber humano, y singularmente del saber académico. Yo... no recuerdo en este momento nada suyo... pero no importa, sé que es un erudito; me lo ha dicho Menéndez Pelayo, aunque no sé si en el seno de la confianza; pero él me lo ha dicho. Y este caballero... que es también español, acaso sepa...

¿Ha leído usted algo del Sr. Cañete, amigo...

Cornetín?...

–Clarín...

–Eso, Clarín.

–Sí, señor; algo he leído... y aun algos...

–¿Y qué tal, eh? ¿Cosa rica, verdad?

Antes de contestar fijé la vista en el suelo, y me puse a dar vueltas al sombrero entre los dedos. Por fin, dije:

–Como útil... lo es algo de lo que ha hecho el Sr. Cañete... Debe haber de todo en literatura.

Sus trabajos de erudito, dicen los inteligentes que son muy apreciables. Parece ser que sabe mucho de comedias antiguas, y aun de las modernas entiende más que cuatro o cinco gacetilleros que le hacen la competencia. Comparado con ellos es un águila...; pero comparado con un crítico de veras, lo que se llama crítico, que hasta tenga gusto y sepa distinguir el arte de todo lo demás, comparado con un crítico así... ya no es un águila, no, señor; pero siempre resultará que esta señorita, cuyos pies beso, ha estado demasiado fuerte con él... y con el autor de La Fiebre amarilla.

Del día, rectificó Cañete.

–Corriente; de la fiebre de marras.

–¿Y qué fiebre es esa?

Hubo que enterar a Apolo de la comedia, y hasta se leyeron algunos versos. Y el dios Esminteo, que lanza a lo lejos sus saetas y que es benévolo con los escritores malos por cierto escepticismo muy largo de explicar, arrugó el ceño cuando oyó versos como estos:

Es injusto hablar así a quien mil veces te probó.

¡Re-Jove! gritó; ese verso no puede pasar. Yo perdono muchas clases de pecados; pero en punto al metro y a la rima, hilo más delgado; Euterpe, Terpsícore y Erato son mis favoritas, y en todo lo que sea medida, ritmo, compás, igualdad de sonidos y soltura de movimientos, soy tan exigente como en los días de mis buenos Homéridas.

–Oye, hijo de Latona, prosiguió la Musa, que era quien leía; oye lo que un amante le dice a su amada, pintándole el cuadro de su felicidad en la pobreza que les aguarda.

Todos dirán:

–Mirad; esos se han casado por amor; aún está vivo ese afecto primitivo que hemos supuesto agotado, y en tanto nosotros dos en nuestra casa estaremos, y allí juntos viviremos en paz y en gracia de Dios.

–¡Ave María Purísima! interrumpió Apolo, olvidándose de que era pagano.

–¡Qué veladas! ya verás cómo a la luz del quinqué a tu lado escribiré, mientras que tú bordarás.

–¡Bien bordado! exclamó el de Claros.

–Y en aquel instante no se oirá en nuestro aposento.

–Ese verso es como las Súplicas, cojo.

más que el leve movimiento del péndulo del reló, y el de nuestros corazones que henchidos del mismo afán, seguramente tendrán iguales palpitaciones.

–¿Qué te parece? preguntó Polimnia triunfante.

–¡Acaba!

–Entonces te diré aquellas palabras dulces y hermosas que expresan tan grandes cosas aún siendo tan breves ellas.

–¿Eh?

–¡Acaba!

–Mientras que tendré apoyada en la mano la mejilla y el codo sobre la silla donde te encuentres sentada.

–¡Rayos y truenos! ¡Por las barbas de mi Padre! ¿Y eso se escribe y se aplaude en Casti–lla, en Madrid, en aquellos teatros donde hablaron aquellos poetas cuya lengua era digna de los dioses? ¡Donde quiera que se encuentre, sentado o de pie, a ese poeta, cójasele y tráiganle a mi presencia!...

–¡Calma, calma! dijo Polimnia sonriendo, serena y compasiva. El poeta no tiene la culpa de esto.

–¿Cómo que no?

–No, Apolo, no; él hace lo que ve, sigue el camino que le señalaron; los críticos le han dicho que eso estaba bien; ha oído alabar en otros tamañas atrocidades, escándalos de dicción semejantes, y se ha dejado llevar por el ejemplo y el mal gusto. El no saber gramática es pecadillo venial para la censura del día, y a los versos rastreros, zafios, ramplones, prosaicos y desmadejados, cacofónicos y cursis, nadie, o casi nadie, les conoce los defectos; y se llama naturalidad y sencillez la vulgaridad y hasta la chocarrería, la insipidez y la insignificancia. Al poetastro que zurce redondillas atrabiliarias, de aleluya, y romances de ciego, se le aplaude porque huye del lirismo impropio del teatro.

Los críticos de ahora no tienen gusto, ni oído, ni lectura sana y abundante; son incapaces de coger al vuelo en el estreno un solecismo o un verso cojo, o un hiato. Así como no hay en Madrid verdaderos críticos de pintura, porque no los hay metidos de veras en el arte y sus misterios, tampoco los hay para la poesía, que les parece a los más una antigualla inverosímil, con la que hay que transigir por ahora.

–¡Fuego en ellos! Razón tienes, Polimnia; la culpa no es del pobre mozo que escribiendo comedias malas no hace mayor mal que otros tantos; la culpa es de la crítica que se precia de sensata e instruida y de gusto, y aplaude tales adefesios.

–Vamos a ver, Sr. Cañete: ¿es esto castellano? dijo Polimnia, y leyó:

–Pero ¿murmuran las gentes?

–Unos a otros se desdicen.

¿Puede esto pasar? ¿Cabe desdecirse... unos a otros? ¿Le puedo yo desdecir a usted, ni usted a mí?

Y ¿qué dignidad de lenguaje es esta?

–Pero la voz general.

–Da a usted un bombo pasmoso...

que despilfarra el dinero por darles en los hocicos.

–¡Basta! gritó Apolo; en mi presencia no se puede leer cosa así. Pasemos a otro asunto.

–Pero conste, prosiguió Polimnia, que si he hablado tanto y con semejante calor de esta infeliz comedia, no ha sido por ensañarme con el autor, joven simpático y capaz de escribir de otra manera... Si esta obra por sí no tiene importancia suficiente para que nosotros pensemos siquiera en que existe, por accidente tiene la importancia de haber sido piedra de escándalo, materia de absurdos elogios, en los que han demostrado notoria incompetencia y falta de aprensión multitud de críticos incapaces.

–Bueno, bueno; doblemos la hoja.

III

En aquel momento se oyó hacia el vestíbulo rumor de muchas voces, como el que suele estallar en los teatros, entre bastidores, cuando hay que fingir que el populacho se alborota.

–¿Quién está ahí? ¿Qué ruido es ese? preguntó Afrodita a Ganimedes, un tanto picada aunque sin dejar de sonreír. ¿Qué gente se me mete hoy en casa? ¿Quién ha traído a mi silencioso bosquete de Pafos estos ruidos del mundo necio, feo y aburrido? Por culpa de tus Musas ¡oh Febo! mancha la hermosura de mi mansión veraniega la presencia de todos estos mortales de ridícula catadura. ¿Quién anda ahí? ¿Quién grita? ¿Qué quieren?

–Señora, dijo Ganimedes, son los académicos de la lengua española que vienen a rescatar a su compañero Cañete (y Ganimedes, como un día la misma Venus en poder de Anquises, volvió la cabeza y humilló los ojos).

–Sí, dijo Hermes; dicen que está aquí prisionero y que se lo quieren llevar de grado o por fuerza.

–¡Hola! ¡Hola! exclamó Apolo: ¿conque esas tenemos? ¿de grado o por fuerza? A ver, que pasen esos caballeretes; y entiéndete tú con ellos, Polimnia.

Abriéronse de par en par las puertas del comedor, que la Academia llama triclinio, y entró la multitud académica hecha una malva, o una colección de malvas, y deshaciéndose en cortesías y zurdas genuflexiones. Iba delante de todos el conde de Cheste, con uniforme de capitán general; y con gran reposo en la voz y en los ademanes, parándose en medio de la estancia, dijo:

–¡Oh Febo! Quien quiera que seas de estos próceres que presentes veo, oye nuestra súplica, y antes permite que te dé un poco de jabón, como entre nosotros los inmortales de la calle de Valverde se usa. ¿Cómo te alabaré a ti, el más digno de alabanza? Tú eres ¡oh Febo!

quien inspira los cantos, ya sea sobre la tierra firme que nutre las terneras, ya sea en las islas.

Las empingorotadas rocas te cantan, y las cumbres de las montañas, y los ríos que se llevan a la mar en veloz corrida, y los promontorios que avanzan sobre los dominios de Anfitrite y los puertos. Por lo pronto, diré como te parió Leto o Latona, alegría de los hombres mortales, estando acostada cerca de la montaña de Kintios, en una isla áspera, en Delos, rodeada por las olas... Y de ambos lados el agua negra azotaba la tierra, empujada por los vientos que armoniosamente soplaban...

–Mi general, interrumpió Apolo, demasiado sé yo que me parió mi madre, y cómo fue; al grano...

–¡Oh! Tú que mandas, como Cánovas, a todos los mortales, a los de Creta y a los de la isla Egina, y a los de Euboia, ilustre por sus naves, y en el Atos, y en el Pelios, y en Samos, y en Lemnos... y en la divina Lesbos...

–¡Rejúpiter! ¡Por las barbas de mi Padre!

Le he dicho a usted que se fuera al grano. ¿Qué ocurre? ¿Qué tenemos? ¿Qué tripa se les ha roto a ustedes?

–¡Tripa! ¡Oh, tripa! ¡Qué tripa! Hijo de Latona, que reinas en Claros, y en Micala, y en Mileto, y en la encumbrada Knidos, y en Cárpatos, batida de los vientos, y en Naxos y en Paros...

–¡Por Cristo vivo! Ahora mismo se me ate codo con codo a este loco rematado, y se me le meta en la cárcel...

–Prefiero el Erebo...

–¡Pues en el Erebo!... ¡Y hable otro y diga pronto lo que pretenden, que no estoy yo para templar gaitas!

Mientras en el director de la Academia se cumplían las órdenes de Apolo, se adelantó otro académico, de largas patillas, melifluo y negligente, y con voz en que silbaba una ligera ironía como una brisa retozona, exclamó:

–Preguntabas, divino Arquero, qué tripa se nos había roto; pues bien, se nos han roto las tripas de oveja que Hermes, que me escucha, ató, bien estiradas, a la sonora tortuga, el día feliz en que, inspirado, inventó la cítara; quiero decir, que se nos han roto las cuerdas de la lira académica; que un aire de descrédito corre por el mundo, amenazando derribar la literatura académica, matar la Musa oficial. Se te habrá dicho que veníamos en son de motín a rescatar a Cañete... no lo creas. Ya podéis freírlo; de la grasa de un Cañete nacerían ciento. Nosotros, además, tenemos un gran espíritu de cuerpo, pero unos a otros nos despreciamos; amamos la Academia y aborrecemos al rival literario. No nos importa el renombre personal de los nuestros, sino la fama colectiva. Venimos, pues, a ti para que pongas remedio a los desmanes de que somos víctima allá abajo. No se nos respeta. Hemos dejado de ser sagrados. El misterio de la autoridad ya no nos rodea. Un rey de derecho divino había delegado en nuestros antecesores la potestad de decir al idioma: «de aquí no pasarás;» la Inquisición ataba el pensamiento, y nosotros atábamos la lengua. Un escritor satírico, que no fue académico, y que por consiguiente no será inmortal, aunque lo sea, dijo un día: «la Academia es una autoridad cuando tiene razón.» ¡Deletéreo aforismo! Por ahí entró la muerte: la Academia, para ser, necesita tener razón, porque tiene autoridad. Discutirnos es matarnos. Yo no cobro para que me discutan. Si tú ¡oh Febo! amante de la virgen Azantida, no pones remedio a este oleaje de indisciplina, a este universal clamoreo de insurrección y a estos insultos de procaces bocas, te juro por la laguna Estigia, que es un juramento terrible, que todos nosotros dejaremos de crear el verbo nacional, abandonaremos nuestras tareas académicas, consentiremos que se pudra el idioma; siquiera, por tesón, sigamos cobrando dietas.

–Pero ¿qué es ello? ¿Qué pasa?

–Ello es que multitud de escritorzuelos desvergonzados se nos echan encima un día y otro, con pretexto de que nuestro Diccionario es malo; y es en vano que salgamos a la tela a defender la obra de los inmortales, porque a los que tal osamos nos descalabran singularmente, sin perjuicio de seguir minando el monumento maravilloso de nuestro léxico oficial.

–A ver, Polimnia: ¿qué hay de esto?

Sonrió Polimnia, y mirándome a mí de hito en hito, dijo:

–Este caballero, que es de por allá y no es académico, acaso esté más enterado que yo de esas menudencias, y nos podrá decir algo.

Ruboriceme al oír tal, como era de esperar, viéndome obligado a hablar entre tantos dioses y entre tantos académicos; y no pudiendo hallar mejor salida, porque la de la puerta estaba tomada, exclamé balbuciente:

–Señores... yo no soy digno... no soy quién... no soy nadie apenas; y aquí está el Sr.

Balaguer, que es ministro y académico, y hombre de seso e imparcial. En España, a lo menos, no se hace caso del que no sea capaz de ser ministro, y a este señor, que lo es ahora, deben ustedes oírle si quiere hablar.

–¡Que hable, que hable! dijo Apolo.

Entonces Balaguer se distinguió de la multitud académica dando un paso adelante; y después de una ceremoniosa inclinación de medio cuerpo arriba, llena de dignidad, exclamó con voz de cuyo tono solemne no cabe dar idea:

–Apolo: señoras y señores: no voy a pronunciar un discurso. Se quiere saber mi opinión concreta sobre el punto o materia puesto o puesta (porque a mí no me duelen concordancias) a discusión. Entiendo yo, señores, que aquí viene como anillo al dedo recordar lo que yo decía acerca del realismo el año 82 en mi discurso resumen del Ateneo. He o hed aquí lo que yo decía en esa fecha memorable: «Señores, acerca del realismo decía yo en el año de gracia de 1864: todo lo ideal es real, todo lo real es ideal. Homero...»

–¡Basta, basta! gritó Apolo, con música de El Barbero de Sevilla. Por ese camino de citas retrospectivas va usted a llegar a la época del hombre alalo. Que hable otro.

–¡Otro! ¿Cómo? ¿Por qué? Esto es un desaire; murmuró Balaguer volviéndose a sus compañeros.

Arnau tomó sobre sí la tarea de enterarle de que no se trataba allí de lo ideal y lo real, sino del Diccionario.

Y entonces fue cuando Balaguer, haciéndose cargo al fin y al cabo, prorrumpió en aquella exclamación que lleva impreso el sello de su genio peculiar. Y fue lo que exclamó:

–¡Ah!

Se propuso a Tamayo que hablase él, y contestó en buenas palabras que no le daba la gana.

–¿No hay por ahí uno, preguntó Venus, que se llama Alejandro Pidal? Creo que es buen orador; a ver, que hable ése...

–Señora, dijo Alejandrito; con mil amores... pero soy un padre de familia con diez u once hijos, y además, padre de la patria; y estoy muy ocupado, y lo que es al idioma... por mí... que lo esquilen; lo que yo quiero es quitarle un estanquillo a Torono, porque me lo llevó mal llevado; y aplastar la cabeza de la víbora provincial, digámoslo así, que allá en mi tierra me está minando la influencia... Yo soy un chico listo, no lo niego, y guapo, y buen creyente a ratos, y hablo bien; pero... mi carrera es la de cacique. Déjenme a mí sembrar credenciales y recoger votos, que lo demás es vanidad de vanidades y todo Ruiz Gómez.

–Que hable el marqués, dijo Catalina el amarillo.

–¿Qué marqués? preguntó Mercurio.

–El marqués hermano.

–Dirá usted el de las Dos Hermanas..

–No, señor, no; el marqués de Pidal, hermano de Pidal el que no es marqués...

–¡Eso sí que no! grité yo. Antes de tolerar tamaña oratoria, prefiero sacrificarme; yo hablaré, puesto que Polimnia me ha escogido, por lo mismo que no soy académico.

–Sea, exclamó Apolo.

–Señores, no voy a pronunciar un discurso, como decía el Sr. Balaguer el año 64; en esto (y Dios quiera que en nada más) me parezco a Balaguer; no soy orador. Pero no tengo pelos en la lengua, en buena hora lo diga. Yo creo que la Academia ni pincha ni corta. Creo más: que en la Academia hay muchos hombres ilustres de verdad, unos por un concepto, otros por otro, algunos por varios. Pero da la pícara casualidad de que esos señores ilustres no toman cartas en el asunto del Diccionario. Uno de ellos me decía a mí, no ha mucho: «El Diccionario es muy grande y nadie lo puede leer todo.» Y es verdad; muchos de los disparates de abolengo que figuran allí, no han desaparecido porque no los ha visto nadie. Los señores académicos quieren que su obra tenga un mérito extraordinario, no por su valor intrínseco, sino por un derecho privilegiado; pues bien, ya se sabe que los derechos privilegiados son de interpretación estricta; in dubiis contra fiscum; in dubiis, digo yo, contra Academiam. Vamos a ver, ateniéndonos a una interpretación estricta de la lógica en sus leyes y reglas relativas al crédito del testimonio ajeno, vamos a ver en qué puede fundar la Academia su pretensión de filóloga indiscutible...

–Usted me dispense, dijo interrumpiéndome un académico muy fino a quien yo no conocía; la Academia no pretende ser indiscutible, no se tiene por infalible; lo que no puede tolerar es que se la tache de ignorante y se la compare con los pollinos y se la insulte como la ha insultado desde las columnas de El Imparcial Antonio Valbuena...

–Dispénseme usted a mí, interrumpí yo; pero el tono con que se ha contestado a Valbuena, y las artes que se emplearon para levantar una cruzada contra él, demuestran que la Academia tomaba muy a mal las censuras, sólo por ser censuras. Ella dice en el prólogo de su libro que admite advertencias, vengan de quien vengan, pero esto no basta; es necesario que las admita vengan como vengan.

Supongamos que los adalides de la Academia llegaran a demostrar que no había un solo académico que tuviera pelo gris en el vientre: ¿y qué? No era eso lo que se discutía. Supongamos que se prueba que a Escalada o Valbuena se le va la burra cuando maltrata a los autores del Diccionario: ¿y qué? Con eso no se demuestra que los disparates apuntados no sean disparates; los defensores han creído que era probar a sabiduría académica demostrar tal o cual equivocación de Escalada. ¡Aberración insigne! La multitud de palabras que queda visto que están plagadas de errores en el Diccionario, ahí se están tan llenas de disparates después como antes de atacar en falange macedónica a Valbuena. Esta ha sido la gran ilusión de los académicos en tal contienda; han creído que por aniquilar, si tanto podían, –que no pudieron,– al enemigo, que era un caballero particular, aniquilaban los adefesios que él había hecho patentes. No hay tal cosa; los adefesios demostrados, que son muchos, no dependen de la autoridad del censor; el mismo bobo de Coria que dijese que los pollinos no siempre tienen el pelo gris, tendría razón contra los siete sabios de Grecia. La Academia está obligada, si quiere cumplir su deber, a admitir todas las lecciones que se le den, délas quien las dé y délas como quiera que las dé; si entre cien insultos viene una lección buena, hay que admitir la lección. Nadie me negará que algunas de las advertencias de Escalada (yo creo que muchísimas) están en su punto; exigen una rectificación en el texto del Diccionario oficial. ¿Va a dejar de hacerse la variación necesaria por ser Escalada el que la enseñó? ¿Va a ser castellano en adelante lo que no debe serlo, sólo por mortificar a Valbuena? Esto es absurdo. Pues si la Academia toma el otro camino, el único justo, el de seguir las lecciones de su censor y cambiar lo que se debe cambiar, conforme él demostró, no parece bien que se ponga tanto empeño como se ha puesto en probar que Escalada es un ignorante, un entremetido, etc., etc. ¿Que en tal o cual palabra no ha lugar a las rectificaciones de Escalada? Corriente, pues no se hacen. ¿Que Escalada se excede en la forma, al censurar? ¿Y eso qué? Al país no le importa eso; lo que le importa es que el Diccionario diga lo que debe decir; de los errores y de las malas formas de un caballero particular no tiene para qué cuidarse. Esta desventaja siempre la tendrá la Academia cuando luche contra cualquiera que le demuestre que ha cometido un lapsus. Lo único que interesará al público será este lapsus de la Academia, no los de quien no cobra por hablar bien.

Y dejando esta digresión, a que me ha traído ese señor académico al interrumpirme, diré que sí es verdad que la Academia sufre mal que se la discuta; yo mismo soy prueba viviente de ello. Porque me consta, aunque no me lo han dicho las personas que intervinieron en el asunto, que cuando yo publiqué ciertos articulejos contra ciertas etimologías de la Academia, no faltó estiradísimo académico que descendiese a ocuparse en impedir, si podía, la inserción de mis humildes renglones insurgentes; y se necesitó la energía de quien yo me sé y el estar el tal muy por encima de las vanidades académicas, para que los dichosos artículos no se quedaran en las pruebas. ¡Vaya, vaya, señores, que todo se sabe!

Sí; se sabe todo. Hasta se sabe cómo se hacen los diccionarios y las gramáticas en las Academias; y hasta cómo se hacen muchos académicos. Y se sabe, porque lo dicen algunos de los mismos inmortales que se ríen, como Cicerón arúspice, de su inmortalidad con librea, y se la buscan por otra parte más segura y más independiente. Y para que no se diga que vengo con chismes y cuentos, en vez de citar con vivos y españoles, como pudiera, citaré con un muerto extranjero; y conste que lo que dice Sainte-Beuve, de la Academia francesa, madre de la criatura, de la nuestra, se puede decir, y ainda mais, de la Academia Española. Es el caso que Edmundo Goncourt ha publicado hace poco un Diario en el que él y su difunto hermano Julio copiaron sus conversaciones con los literatos eminentes de Francia; y entre otras, algunas de las que solían tener con SainteBeuve, el primer crítico de su tiempo. En uno de aquellos paliques íntimos, el autor de Volupté, el eminente escritor de Los Lunes, decía hablando de la Academia francesa: ( Leo): «Hay sesiones, cuando Villemain2 no está allí, que comienzan a las tres y media y se acaban a las cuatro menos cuarto. Si no hubiese un hombre de iniciativa como Villemain, aquello no marcharía.

«...Lo mismo es Patin para el diccionario; no lo hace bien, pero lo hace, y sin él no se haría nada. No es esto mala voluntad de la Academia, es ignorancia. El otro día, a propósito de la palabra chapeau de fleurs, M. de Noailles ha dicho que era una palabra desconocida, que él no la había encontrado en ninguna parte. Y es que no ha leído a Teócrito.

«¡Ahí tienen ustedes! Y lo mismo que en esto, sucede en todo. No conocen un nombre nuevo desde hace diez años. Y además la Academia tiene un miedo atroz a la bohemia. De hombre que ellos no hayan visto en sus salones, no hay que hablarles; le temen, no es de su esfera. Por lo mismo Autrán tiene probabilidades de ser nombrado académico. Es un candidato de baños de mar. Se le ha encontrado en las aguas de... etc...» (Hablado): Todo esto que yo traduzco se puede también traducir de la realidad francesa a la realidad española. ¿Quién me niega que, v. gr., Catalina es un académico de aguas?

En la Academia Española también se hace el Diccionario él solo, o gracias a unos pocos aficionados; ¡y cómo se hace! Por aparentar (y por cobrar), los inmortales se juntan de cuando en cuando y pasan revista a unas cuantas palabras para ver si están limpias o no, y votan si aquello es español o deja de serlo.

¡Decidir por votación si un vocablo pertenece a una lengua o no pertenece, si cabe admitirlo o no! ¡Cuán lejos está semejante proceder de aquella historia natural de las palabras que el buen Horacio exponía en fáciles y elegantes versos!

Horacio recuerda en la expresión clara, enérgica y precisa a los ilustres jurisconsultos de su pueblo, que nos han dicho, hablando del valor de las costumbres en general:


mores sunt tacitus consensus populi longa consuetudine inveteratus.


El poeta, refiriéndose a la vida del lenguaje, escribía:


...Licuit, semperque licebit
Signatum praesente nota producere nomen.
Ut silvae foliis pronos mutantur in annos,
Prima cadunt: ita verbarum vetus interit aetas,
Et, juvenum ritu, florent modo nata vigentque.


«Fue y será siempre lícito (permítaseme la traducción, porque alguno me oirá que no sepa latín) introducir en el discurso palabras que lleven el sello de la novedad.

»Como las hojas de los bosques se mudan al correr de los años, y caen primero las que primero brotaron, así las palabras antiguas se marchitan y mueren, y otras nacen y florecen vigorosas.»

Pues diga lo que quiera el amigo de los Pisones, nuestros académicos deciden por votación qué hojas del bosque han caído y cuáles han brotado, en vez de tomarse el trabajo de darse una vuelta por la selva para ver lo que en realidad sucede. A la Academia le pasa con las palabras lo que a la iglesia con la ciencia moderna (con la diferencia de que la Iglesia ya sabe lo que se hace). Roma no admite que la tierra gire alrededor del sol hasta principios del siglo XIX, cuando ya a la tierra la van dando ganas de pararse; la Academia no tolera ciertas palabras hasta que ya el uso las va abandonando. ¿Qué criterio tiene la Academia para admitir o desechar palabras? Probablemente ninguno.

Un republicano exaltado, amigo mío, me aseguraba que la Academia es sistemáticamente reaccionaria.

«Lo prueba, me decía, en la palabra presidente; después de explicarla en cuantas acepciones se le ocurren, la deja para el apéndice por lo que toca al presidente... de la República.

En cuanto al club, dice que es sociedad clandestina generalmente; y, por último, cuando se trata de elegir un académico federal, así, como de limosna, en vez de elegir, como era natural, al jefe del partido, elige a D. Eduardo Benot, un capitán ilustre, pero no jefe...»

Interrumpiome Venus, riendo a carcajadas la salida de mi amigo el federal; no sé si riendo de buena fe o por enseñar los dientes.

–Ahí tienes, dijo el académico de las patillas ¡oh, Apolo! una prueba de nuestra imparcialidad: la Academia cuenta en su seno hasta federales...

–Pero no es el jefe, advirtió Venus.

–Mi federal, añadí yo, decía que tal elección era contraria a la disciplina del partido; y aunque esto sea un disparate, lo cierto es que ya que los académicos tuvieron el valor de votar a un federal, pudieron haber escogido, no por jefe, sino por ser quien es, a D. Francisco Pi y Margall, del cual pueden decirse muchas cosas, pero no negarle una rectitud moral muy hermosa, y un gran talento, y una ilustración vastísima y escogida. No niego al Sr. Benot servicios suficientes para merecer un puesto en la Academia, ni se los negaría aunque sólo llegasen a tal distinción las verdaderas notabilidades; es más, protesto enérgicamente contra el chiste frustrado de otro amigo mío, según el cual el Sr. Benot es un sabio de segunda enseñanza; pero es lo cierto que los méritos literarios del Sr. Pi son todavía superiores a los de su ilustrado correligionario.

–Queda discutido ese incidente. Siga usted, dijo Apolo.

–Decía que, en mi sentir, la Academia no tiene un criterio constante para hacer su Diccionario. Tratar este asunto con todo el detenimiento que merece, es empresa superior a mis fuerzas, e impropia de la ocasión.

–Gracias, interrumpió Apolo, mirando a Venus, sonriente.

–Sólo haré algunas indicaciones desordenadas respecto de los principales puntos del debate como si dijéramos.

Hasta los salvajes siguen alguna ley, reflexiva a veces, para la transformación del lenguaje; así, nos habla Max Müller de la prohibición que hay en muchas tribus poco cultas de usar las palabras que tengan tales o cuales analogías con el nombre del rey últimamente muerto. Nuestros académicos ni esto han discurrido; Cánovas podía haber mandado que se prohibiera usar palabras semejantes a las primeras sílabas de su apellido sagrado, poniendo en entredicho, verbigracia, las voces ¡canastos!

canesú, canícula, canónigo, canuto, etc., etc.; pero no lo ha hecho, porque no se da por muerto todavía. En la discusión de los defensores anónimos de la Academia con Valbuena, se apuntó la idea de que la ilustre Corporación admitía todas las palabras que se encuentren en nuestros escritores castellanos, por antiguas que sean, porque así se puede saber lo que han querido decir aquellos señores. Este criterio latitudinario, que consistiría en embarcar de todo, sería absurdo, no sería siquiera criterio; pero además no es cierto que la Academia lo siga. Con la arbitrariedad que la distingue, conserva, como anticuadas, muchas palabras del más remoto castellano, pero prescinde –y hace bien en esto, es claro– de muchísimas voces de este género, de la inmensa mayoría de ellas.

Para convencerse de ello, basta coger un vocabulario de los que suelen acompañar a los libros escritos en español vetusto, verbigracia, el que acompaña a ciertas ediciones de Mío Cid, o el de Las tres toronjas de amor, etc. etc., y a ver cuántas de aquellas palabras figuran en el Diccionario; y de fijo no faltan sus equivalentes actuales. La Academia, en esto como en otras muchas cosas, carece de idea sistemática y carece de método; pero en tal particular casi se le debe agradecer que no haya sido consecuente, porque ¡dónde íbamos a parar con un Diccionario del siglo XIX que contuviera todas las escorias, todos los detritus, de las trabajosas tentativas de nuestra lengua bárbara y balbuciente en tiempos de informe literatura; todos los conatos desgraciados, todas las torpezas, todos los tropiezos del benemérito saber de clerecía! Pero, a falta de criterio, no se puede negar que la Academia tiene una preocupación, lo que podría llamarse la arqueomanía; se enamora de todo lo viejo, y toma por buen castellano antiguo todo lo que figura en libros muy vetustos, sin que esté probado que, además de antiquísimos, sean buenos. ¿Qué les parecería a los académicos de hoy de un Diccionario de la Academia que se hiciera dentro de diez siglos, y en el cual se admitieran como anticuadas las palabrejas innobles que hoy aparecen en ciertos libros y comedias y periódicos, vocablos que no pueden ser ni serán españoles nunca? ¿Creen los inmortales de allá abajo que todos los libros que se conservan de la Edad Media, sólo por conservarse, merecen ser tenidos por fuentes del verdadero castellano de entonces? La Academia toma por bueno un barbarismo, sólo por usarlo escritor antiguo. ¡Absurdo! También Bremón llegará a ser antiguo y pueden caer sus escritos en manos de los académicos del siglo XXX (suponiendo que por entonces los haya) y asegurar el Diccionario que en tales tiempos se haga que pretencioso era palabra española en el siglo XIX, porque la usaba Fernández Bremón, escritor muy bien relacionado. –Si fuéramos tontos, podríamos pasar por eso de que todo lo que puede leer un académico en cualquier librote viejo fue español legítimo en algún día... Y en verdad, tratándose de aquellos tiempos, de aquella civilización, ¿quién podrá negar legitimidad a tal o cual palabra, y negársela a otras? Semejantes pretensiones recuerdan los vocabularios que los misioneros curiosos e ilustrados escribían entre los salvajes; cuando después de veinte años volvían los buenos apóstoles a visitar a sus antiguos huéspedes, se encontraban con que el idioma había cambiado en gran parte y el vocabulario apenas les servía.

No eran salvajes, ni mucho menos, nuestros queridos antepasados, los que comenzaron a sacar el español del latín corrompido y de varios elementos germánicos, orientales, etc.; pero tampoco se puede desconocer la inseguridad que había en las formas intuitivas del nuevo lenguaje, la variedad anárquica que dominaría. Sucedería entonces en el castellano incipiente lo que hoy con el bable, recuerdo de aquellos tanteos lingüísticos; el bable varía de comarca a comarca, de valle a valle, de parroquia a parroquia; de esto puedo hablar yo, por eso, porque soy de la parroquia. No ha mucho que he tenido carta de un joven sueco, profesor en Upsala, que fue a Asturias, a mi tierra, a estudiar el bable, y que de vuelta a su Universidad me consulta a menudo sobre varias menudencias del romance asturiano; pues bien, si quiere decir algo seguro, tiene que ir preguntando cómo se llaman las cosas en tal región, en tal pueblo del Principado, porque la variedad es indefinida. Lo que es fácil hacer hoy con el bable, porque vive, aunque agonizando, no cabe hacerlo con el español inicial, pues no basta la consulta de unos pocos libros; y lo que se saca de los estudios actuales del bable, es que las cosas se dicen en asturiano tan legítimamente de un modo como de otro... y se dicen de muchos modos.

Pero ¿qué ha de saber a punto fijo la Academia de tan remotos días, si aun de los actuales sabe tan poco y tan mal por lo que se refiere a provincialismos? En esta materia habría que aplicar algo parecido a la teoría de Sainte-Beuve acerca de los académicos de baños o de Caldas. Se van nuestros inmortales a dar una vuelta por el distrito, v. gr., o a darse tono en el pueblo meramente, o a bañarse o a lo que sea, y vuelven a Madrid muy morenos, oliendo a tomillo, sanos y frescos. . y con un cargamento de provincialismos gratuitos. ¿Y quién le va a negar al Sr. X., que ha pasado tres meses en la provincia de Z., y que es diputado por allí, verbigracia, o ha estado tomando leche de burra en un pueblo de aquella región, que allí se habla como él viene asegurando? Provincialismos de Asturias hay en la última edición del Diccionario que ya deben de ser de Pidal. Debe de habérselos mandado algún agente electoral suyo, que le engaña en glosología lo mismo que en elecciones. Así, por ejemplo, dice el léxico oficial: Ablano, provincial de Asturias, avellano; y no hay tal cosa, porque en Asturias, al avellano se le llama así, y en bable (que no es provincial asturiano, como el gallego no es provincial de Galicia, ni el catalán castellano provincial de Cataluña), en bable se dice ablanal, y si ustedes quieren ablanu, y en todo caso, ablanu o ablano, eso sería bable y el bable no figura en el Diccionario, ni debe figurar. En cambio es provincial de Asturias arcea (chocha perdiz), y el Diccionario no lo sabe; y cien y cien palabras más.

Si la Academia no tiene un criterio, en cambio tiene muchas debilidades; y así, no se niega a admitir las palabras que le imponen los tenaces, los audaces, los entrometidos, los pretendidos especialistas, y las autoridades civiles y militares.

Por lo menos malo, porque se admiten palabras sin estudiarlas, es por cortesía. Los académicos son muy capaces de despellejarse por la espalda mutuamente; pero allí, en sesión, cara a cara, reina la urbanidad más exquisita, y todos están dispuestos a ceder ante el que insiste. Un terco, un pedante, un hombre influyente, tienen allí la seguridad de imponerse al Diccionario. Se declara española una palabra, porque se empeñó en que lo fuera D. Fulano, que es muy pesado, que es muy tenaz, que es muy pedante, o que manda mucho, o todo junto. Le dice, verbigracia, Cánovas a Pidal:

–¿Quiere usted que hagamos castellana la palabreja canovístico en el sentido de cosa magnífica, esplendorosa?

–Corriente, dirá Pidal de fijo; haga usted castellano lo que quiera, y de su lengua un sayo; a lo que no hay que tocarme es a los distritos de mi tierra... allí no entra nadie, ni admito cambios; en el castellano, meta usted lo que quiera, hasta a Toreno, si cabe.

Pues otro ejemplo: se presenta el Sr. Silvela, (alias Velisla), con la amabilidad del mundo, suave, non chalant, como Shara, belle d'indolence; aprieta la mano a moros y cristianos, sonríe a todos, y dice:

–Señores, ¿tienen ustedes la bondad de admitir la frase Silvela, Silvelijo y su hijo, en vez de aquello de Lepe, Lepijo y su hijo? con la nueva expresión se recordará en adelante lo listos que han sido en esta vida efímera todos los Silvelas nacidos de madre... ¿Se aprueba? Y claro, se aprobará.

¿Y qué diré de los sabios, de los especialistas? ¿Qué se le puede negar a un hombre que se presenta jurando por su honor que sabe hebreo, y caldeo, y siriaco, y... pentateuco, como diría el otro? Podrá creerse en el fondo del alma que no lo sabe tal; pero ¿cómo decírselo? y sobre todo ¿cómo probárselo? «–Señores, todo lo que tenga que ver con los israelitas, dejármelo a mí, que fui a la escuela con los doce hijos de Jacob. ¡Nadie me toque en las lenguas que se leen al revés! ¡Todo eso es cosa mía!»

¿Qué ha de decir a eso Catalina, v. gr., que quiso traducir de francés a español una comedia de Feuillet, y la vertió en silba?

A los hebraizantes que se presentaren podría examinarlos con suficiente competencia el doctor García Blanco... si fuese académico.

Pero no lo es. Ahí está la gracia. García Blanco, con sus genialidades y todo, sabe hebreo de veras; podrá ver abultada la importancia y la influencia de esa lengua, y creer demasiado en ciertos simbolismos, etc., etc.; pero es innegable que sabe hebreo.

¿Quién se ha acordado de él para hacerle académico? Nadie. No lo es; no lo será. Como no lo es D. Lázaro Bardón que sabe mucho griego, a pesar de todas sus extravagancias. Yo no niego su mérito a los helenistas que hayan trabajado en la última edición del Diccionario, pero puedo asegurar que muchos dislates que han pasado en la materia greco-española, no hubieran ocurrido si Bardón hubiese tomado a su cargo eso.

La mayor parte de los académicos están a oscuras en materia de filología propiamente dicha; ni han estudiado la ciencia del lenguaje como hay que estudiarla para sacar partido de ella en aplicaciones a la gramática y al léxico del idioma nacional, ni conocen las lenguas sabias ni otras muchas que es necesario conocer para meterse en honduras de lingüística. La Academia viene a ser, en asuntos de diccionario, y especialmente de etimologías, lo que sería un jurado popular conociendo en materia de técnica jurídica: un ciempiés.

Esto viene a reconocerlo la misma docta Corporación en el prólogo de su diccionario, cuando declara que su trabajo no puede ser perfecto porque es obra de «muchos con igual señorío.» (Véase el citado prólogo, que por cierto abunda en faltas de gramática y de lógica, y dice varias veces cosa distinta de lo que quiere decir.) Es obra de muchos caballeros, unos entendidos, más o menos, en la materia filológica, y otros ignorantes, pero todos con voz y voto, con igual señorío. Esto es absurdo. Todos sabemos, y no hay para qué andar con tapujos ni hipócritas atenuaciones, todos sabemos cómo se hacen los académicos; que si de tarde en tarde se impone la opinión pública y a regañadientes se admite en la Academia a un Castelar, a un Zorrilla, a un Echegaray (no sin que voten en contra muchos), lo usual es que venza la cábala reaccionaria, o mejor, la cábala de la envidia y del orgullo, y se afecte despreciar a los escritores que el pueblo aclama, diciendo, como aseguran que se dijo tratándose de Galdós: «No queremos que los gacetilleros nos impongan un candidato.» Y ¿a quién se prefiere? Al que no hace sombra, a un poeta de administración subalterna, a un autor silbado, al primero que pasa, al académico de aguas, o al político con ridículas pretensiones de literato, o al intrigante vanidoso, o a un sobrino de su tío. . Sea enhorabuena; que hagan lo que quieran, allá ellos; pero que no pretendan que se les haga caso, ni se les tome en serio como padres del idioma. En vano quieren taparnos la boca presentándonos en la lista de los académicos algunos nombres de veras ilustres, porque la mayoría la constituyen las medianías y las nulidades, y además, porque en la tarea que la Academia tomó a su cargo ni esos hombres ilustres tienen autoridad suficiente para hacer callar a los demás ciudadanos que ven y oyen y leen y estudian.

Zorrilla y Martos, verbigracia, son ilustres, admiración de todo el que entiende español; el uno en verso, el otro en prosa, hacen maravillas con la lengua castellana; pero ni Zorrilla ni Martos son filólogos, ni ganas, ni se paran en barras en materia sintáxica, ni se han dedicado al estudio de las fuentes históricas del idioma. Y lo mismo se puede decir de casi todos los académicos que son eminentes literatos, oradores, o lo que sean. ¿Qué sucede con esto?

Que las medianías presuntuosas, los pedantes incapaces de crear, se imponen. Yo sé sánscrito, o hebreo, o siriaco, dice un curita, verbigracia; y todos se separan y le dejan pasar, y exclaman:

¡Oh, sabe siriaco! ¡Es claro, jesuita al cabo, o benedictino, o fraile descalzo! Y punto en boca.

Al que dijo que sabía siriaco se le encomienda todo lo que huele a cosa oriental, todo lo que se escribe con arabescos, como decía un académico, y llegado el caso, todos votan con él, y cuanto dice se pone en el Diccionario. ¿Y qué resulta? Que la opinión de un Juan Particular, que si hubiese escrito por su cuenta y riesgo, tendría meramente el valor que tuviesen sus argumentos, se convierte en el ukase lingüístico del Estado; porque el Estado hace suyo lo que dicen los académicos, y la Academia da su visto bueno a lo que ha dicho aquel Juan Particular. Y esto no puede pasar en nuestros tiempos. Y no pasa. Estamos en el secreto, y nos reímos. Y nos llaman irreverentes. Pensar que pueden servir hoy instituciones inventadas y aclimatadas por palaciegos de los Borbones franceses, y acogidas por éstos con entusiasmo porque les daban nueva materia para su tiranía, es pensar en lo imposible. Un día, en 1626, se le ocurre a un monsieur Valentín Conrart, consejero y secretario del rey, tertulio del hotel Rambouillet, reunir en su casa, una vez por semana, a unos cuantos literatos, y así se funda la Academia francesa, madre de la nuestra, puesto que ya se sabe que la Academia Española es un galicismo viviente.

Los primeros que frecuentan la tertulia literaria de Conrart son Godeau, Gombaud, los Habert, Girey, Serizay y Milleville; como se ve, ningún inmortal verdadero. Más adelante, Richelieu tomó bajo su amparo la invención de Conrart, y ya tenemos fundada la tiranía oficial de la literatura, que ha de ser en lo sucesivo la pretensión invariable de aquella Academia, y de su hija la Española, en cuanto nazca. El cardenal se atribuye el derecho de aprobar los Estatutos de la Academia en 1635, y tras mil vicisitudes que no son del caso, llega la sapiencia cortesana ante los pies del rey Sol, que se digna acoger bajo su planta poderosa a los procuradores, más o menos auténticos, de las Musas. Pellisson ha dicho, al contemplar tantos cambios, que se le figuraba «ver esta isla de Delos de los poetas errante y flotante hasta el nacimiento de su Apolo.» (Su Apolo era Luis XIV.) Luis XIV, en efecto, empezó a mandar en la Academia, como en todas partes, y entre otras cosas, dispuso que todos los académicos fuesen de la misma categoría, es decir, la igualdad de los súbditos ante el sultán: Catalina y Castelar disfrutando del mismo señorío, como dice nuestro Diccionario. Véase si los absurdos vienen de lejos. Demasiado sabéis ¡oh dios de Claros y compañía! para qué sirvió la Academia a poco de creada; pero tal vez lo ignore alguno de estos inmortales de la calle de Valverde. Pues sirvió para que Richelieu, que envidiaba y aborrecía a Corneille, le persiguiese por medio de los sabuesos académicos, echándolos sobre él y sobre sus obras inmortales. Y, en efecto, Scudery, a más de otros, se arrojó sobre el gran poeta y escribió sus Observaciones críticas acerca del Cid; y no contento el Cardenal vengativo, obligó a la Academia a publicar un informe titulado Sentiments de l'Acadèmie sur le Cid, redactado por Chapelain, que ponía como ropa de pascua, en nombre del Gobierno, la obra del trágico eminente...

–¡Oh! ¡Que no fueran éstos aquellos tiempos! gritó interrumpiéndome un académico, adulador de Cánovas, y este país aquél, y nosotros como Scudery y Chapelain, y Cánovas un Richelieu, y el rey de España un Luis XIII, o mejor un Luis XIV. Lo que en son de censura dice este mal gacetillero, iluso foliculario ¡oh Apolo! que has dejado llegar a tu presencia, en son de alabanza lo digo, y amplío, y comento, y parafraseo yo, que deseara ver redivivos aquellos hombres y aquellas costumbres. Añada, añada en buen hora ese cornetín desafinado que Luis XIV hacía a sus palaciegos literatos escoger a los grandes señores de la corte ignorantes y necios, para ocupar los sillones vacantes de la Academia, postergando a los escritores insignes que el rey miraba con malos ojos. Es cierto, y eso honra a la Academia francesa, y a Luis XIV. Verdad es asimismo que todo un Boileau debió el llegar a ser académico, no a sus méritos, pues muchos enemigos tenía, sino a la protección del ilustre rey-sol; y no es menos exacto que Lafontaine no pudo ser nombrado hasta que consiguió el perdón del gran Luis que dijo:


«Vous pouvez recevoir incessamment Lefontaine; il a promis d'être sage.»


Estas humillaciones del ingenio ante el poder son necesarias para el buen gobierno del Estado y para el orden de las letras; si ahora viniesen Pérez Galdós, y Pereda, y Federico Balart, y Adolfo Camus, y Pi y Margall, y otros, y se prosternasen ante D. Antonio Cánovas ofreciéndole y jurándole ser prudentes, buenos chicos, ¿qué dificultad habría de tener él en dejar que los hiciesen académicos? Ninguna. Porque la envidia sabría disimularla y vencerla, a fuer de hombre de Estado y de mundo. Sí, Apolo, lo digo muy alto; lo que hace falta es regenerar las letras por medio de la ley marcial, y si no se adoptan medidas draconianas, todo esto se lo lleva la trampa.

–Vamos a ver; proponga usted lo que le parezca más urgente, dijo Apolo, que estaba de buen humor, porque se había acabado mi discurso, contra sus temores.

–Propongo, dijo el académico, que se ahorque a este bicho insurgente que ha tomado aquí, en tu presencia augusta, la defensa del libertinaje literario.

–Bueno, se ahorcará a Clarín, no por eso, sino por la broma de haber estado hablando tanto tiempo después de decir que sería breve.

¡Rayo en él! ¿Y qué más?

–Es preciso descuartizar al Sr. D. Antonio Valbuena, autor del libro «Fe de erratas del Diccionario de la Academia», que se está vendiendo a todo vender en España y en América.

–Se descuartizará al simpático Escalada, o Venancio González, y se quemará su libro, si queda algún ejemplar en las librerías, por mano del verdugo. ¿Qué más?

–También debe perecer de mala muerte el bachiller Francisco de Osuna, que ha publicado un folleto titulado «De academica coecitate,»

pretendiendo demostrar que la Academia no sabe hebreo ni otras muchas cosas tocantes a las lenguas. . y a las manos, v. gr.: dónde tiene la derecha...

–Morirá como los otros. ¿Qué más?

–Mueran también D. Eduardo Echegaray y D. Antonio Sánchez Pérez, y otros varios que han puesto reparos al Diccionario de la Academia.

–No quedará vivo ninguno de esos que dices. Y ahora, ¿qué más pedís?

–Ahora pedimos a Cañete.

No pudiendo contenerse por más tiempo, gritó Polimnia, que o hablaba o reventaba:

–¡Fuera de aquí turba incivil, espanto de las Musas, ingenios almidonados, sabios hueros! ¡Fuera de aquí, digo, y llevaos en hora buena a vuestro Cañete, que ni está preso, ni lo estuvo, ni sirve para nada donde nosotros estemos. Y decid a los de allá abajo, a los batuecos, que aquí no comulgamos con ruedas de molino, y que la Academia es cosa que nos hace morir de risa, porque todas las diosas y todos los dioses estamos en el ajo; pero no confundáis las especies, ni troquéis los frenos, ni lo echéis todo a barato; que los inmortales verdaderos sabemos distinguir y poner sobre nuestra cabeza a los grandes ingenios, aunque sean académicos; y no creáis que por acá se comete la injusticia de tener en poco a hombres como Castelar, Campoamor, Valera, Núñez de Arce, Tamayo, Menéndez Pelayo, Echegaray, Zorrilla, Alarcón, etc, etc. A éstos se les quiere a pesar de ser académicos, y sabiendo que muchos de ellos lo son por compromiso... Por lo demás, yo pudiera aún ajustaros las cuentas, si no fuera porque Apolo tuerce el gesto y ya ha agotado su paciencia este desventurado Clarín con su discurso largo y desordenado, donde faltó lo principal...

–Señora, usted dispense; pero a mí se me ha destripado el cuento; yo iba pasando mis cabras una a una y me quedaba la mayor parte del rebaño de mis argumentos de este lado del río...

–Pues ¡ira de Dios Trino y Uno! aunque este juramento sea contra mis intereses, que yo no he de tolerar más discursos, y juro por el Olimpo y por todos los montes de la tierra, a fuer de Apolo, que aquí nadie me ha de hablar ya más de veinte palabras seguidas, palabra más o menos... ¡Ea! Despejen ustedes el comedor o triclinio, o como ustedes quieran llamarlo, señores académicos, y llévense a Cañete, y no parezca por aquí ninguno de ustedes en su vida, ni tampoco por ninguna de mis posesiones de Delos, Claros, etc., etc. Venus, vamos a dar un paseo.

–Conste, me atreví yo a gritar, crinado Febo, que yo no había terminado mi acusación fiscal, y que en el buche no ha de quedárseme, y que a la primera ocasión posible he de encajarla.

–Pues, mira no sea delante de mí, o te hago ahorcar, como lo tengo prometido.

Ganimedes y Mercurio, por orden de Apolo, barrieron los académicos que se mostraban rehacios para marcharse; y lo mismo fue salir ellos, que entrar muertas de risa todo el coro de las sagradas Musas.

Debo advertir que el único académico de los buenos que se había presentado, Tamayo, se había escabullido rato hacía.

IV

No pudo, por más que quiso, librarse el dios Esminteo de la compañía de las Musas, las cuales, entre jarana y bromas de colegialas en asueto, resolvieron merendar en el campo, en un claro del bosque de Afrodita.

Fue Erato la que con más calor defendió el proyecto. No estaba fea la Musa de la égloga y otras canciones, con su sombrerito de paja de Italia inclinado sobre el ojo derecho. Era alta, garrida, y aunque de encantos algo ajados, como las flores del sombrero, rodeábale un ambiente de frescura y de olores campestres que confortaba. Era muy amiga de risitas, carcajadas, saltos y carreras; pero en su alegría graciosa había de cuando en cuando paradas en falso, repentinas inquietudes, calderones de melancolía, por decirlo a lo músico. Después de Terpsícore y de Euterpe, era la Musa que Apolo más quería. La diosa del baile, sentada a los pies de Venus, estiraba sobre el pavimento una pierna vestida con calzón de punto color de carne, musculosa y muy bien dibujada. En el rostro de Terpsícore, moreno y de ojos negros, inocentes y dulces, con fuego a ratos en las pupilas, no había más expresión que la de la fuerza física, graciosa y dócil; tenía algo la Musa del hermoso caballo de carrera vencedor de cien rivales.

Febo, de vez en cuando, sonriendo a Venus, se acercaba a sus rodillas, tomaba en ellas la cabeza de Terpsícore, allí apoyada, y cogiendo por la barba a la Musa, la hacía mirarle y sonreír también como lo haría un buen perro de caza, si pudiera. No había en Terpsícore la enfermiza exaltación de Erato que inquietaba; por eso Apolo amaba más a Terpsícore.

Y gritaba Erato, algo envidiosilla, viendo a Febo acariciar a su hermana:

–Atención, atención; fuera mimos y atención al programa: merendaremos sobre la hierba y se comerá a la antigua, no como dioses, sino como los hombres que un tiempo habitaron la inmortal Hellas.

A Erato se la dejó el cuidado de disponer la fiesta vespertina; y como era ya la hora de la siesta, las Musas se retiraron al gineceo, que no estaba en el piso alto, diga lo que quiera la Academia; Apolo se fue con Venus no sé adónde, y como todos se olvidaron de mí, Hermes, compasivo, me dispuso un lecho en el pórtico sonoro de jaspes bien pulimentados, como a huésped que era, aunque indigno.

Se durmió la siesta, y cuando ya la tarde preparaba al sol blando lecho en las lejanas ondas del mar, cubiertas con edredón de abultadas y esponjosas nubes de púrpura; y los primeros soplos de la brisa mitigaban el calor estivo, Febo, Afrodita, Hermes y las nueve Musas buscaron en el sagrado bosquete un claro bien tapizado de flores y menudo césped, y tendiéndose en corro sobre el campo, distribuidos en platos de oro los ricos manjares, comenzaron a comer con los dedos, y a beber, en vez de néctar, vino de la tierra, es decir, Chipre, que Ganimedes extraía de una a manera de bota que dirían en Jerez, pipa pequeña que allí se llamaba pizos, y estaba apoyada y un poco hundida en la tierra. Ganimedes sacaba el Chipre del pizos en ánforas de panza muy abultada que llamaban udria y calpis, y de las ánforas iba a dar el líquido generoso en las botellas, que se llamaban cotones y bombilios, y eran como nuestros frascos de viaje; y de tales recipientes, sin intermedio, caía en las sedientas fauces de los dioses toda aquella humedad bienhechora. Sólo Polimnia bebía, por ser correcta en todo, en un vaso, en un esquifos ático. Se comió y bebió mucho, primero en silencio, después entre carcajadas, gritos y conversación alegre, que jamás consentía Apolo que degenerase en discurso, ni menos en brindis.

Cuando ya llegaban a los postres, Apolo se volvió hacia mí, que con permiso de Afrodita y por encargo de Mercurio había servido de pinche a Erato, directora de aquel olímpico banquete.

–¡Oh tú, mísero mortal! dijo el dios: entre tanta maravilla como nuestra presencia te ofrece, ¿qué es lo que más te pasma y a mayor envidia te provoca?

–Pues lo que más os envidio es la ausencia de brindis, y lo que menos la ausencia de cucharas y tenedores; porque no hay cosa más sucia que comer con los dedos, ni más sana que comer sin discursos.

Riose Apolo, pidió café y cigarros, apoyó su codo en el regazo de Venus, estiró las entumecidas piernas, y dijo a Terpsícore que bailase un poco. No se hizo rogar la Musa, y empezó a hacer cuantas maravillas cabe que se hagan, expresando con los pies y los saltos y las contorsiones de todo el cuerpo y el ritmo de los movimientos variados, sensaciones tan poco complicadas como profundamente humanas.

Euterpe, alegrilla, batiendo palmas, acompañaba el baile con polos del Parnaso que eran de oír; y en tanto las otras Musas disputaban con calor hablando a un tiempo, mientras Hermes, borracho o a medios pelos, de bruces sobre el césped, se divertía imitando con la voz el zumbar del tábano y escarbando con una hierba larga y barbuda las orejas de Polimnia, a quien el fuego de la polémica no dejaba atención libre para rascarse o sacudirse.

Erato, un poco separada de las otras, hablando sola, pues nadie le hacía caso, miraba a las nacaradas nubes, recostada sobre un montón de hierba fresca que había segado Hermes con las alas sutiles del talón de oro; y decía la Musa del sombrero de paja de Italia:

–Digan lo que quieran, yo soy la poesía más amable, y aunque mis atributos no estén bien definidos y en esto haya confusiones y disputas, de mi jurisdicción es, sin duda, el dulce cantar de la naturaleza, donde se mezclan los ayes de los pastores enamorados, auténticos o no, y los arpegios de las aves con el bullicio de las hojas que entre sí conversan en el bosque, y con el rumor suave de la brisa que rueda sobre las mieses y la hierba crecida, inclinando los tallos en graciosos movimientos...

–¿Eh? ¿Qué es eso? ¿Quién perora? preguntó Apolo, amostazado, incorporándose.

–Soy yo, ingrato Apolo; Erato, que hablo conmigo misma, o con las flores, y las nubes, y las ramas de estos árboles, si quieren escucharme.

Entonces, metiendo la cucharada, me atreví a decir (después de acercarme con respeto a la Musa de lo que llaman los pedantes y otras personas poesía lírica, y algunos ¡rayo en ellos! subjetiva), digo que me atreví a decir:

–Erato, pues con las flores y las nubes y los troncos hablas, no desdeñarás que yo, un mortal, un hombre, te oiga y hasta responda si quieres.

–¿Hombre, dijiste? Mírate y pálpate bien, y advierte si eres hombre o literato, que no es lo mismo.

–Hombre me soy, amiga mía, y bien seguro estoy de ello, que no pocos años llevo de aprendizaje en el arte, difícil para quien lee y escribe, de no dejar la calidad humana para convertirse en puro hombre de letras, que, como ello mismo dice, no es hombre de carne y hueso. Y porque soy hombre me acerco a ti, y mientras tus hermanas disputan, prefiero oír lo que tú dices y cómo te quejas, si tienes de qué, como creo.

–¿Que si tengo? ¿Que si me quejo? Quéjome del mundo entero, y de tu tierra singularmente. Yo amo el campo, amo la vida en valles y montes, por sotos y praderas; pero tu tiempo me olvida, y cuando cree cantar en mis dominios, llora en otros que no conozco; mira cuál será la tristeza del mundo que yo misma suspiro, porque ya nadie, o muy pocos, ríen conmigo. De tu siglo se dijo (un gran poeta sabio lo decía, Humboldt), que había comprendido mejor que siglo alguno el amor de la naturaleza, su santa poesía; algo habrá habido de esto en algún caso y en ciertos respectos; pero los poetas que a la naturaleza se vuelven en estos días, vienen todos picados del romanticismo.

–Divina mordedura...

–Es un veneno.

–Es unción.

–¿Tú eres romántico?

–A mi modo. Pero aunque no lo fuera; reconozco los bienes que el romanticismo nos trajo.

–Yo también; mas para mí fueron daño.

Erato no se compadece con el lirismo triste, egoísta, que sale al campo a pedir al rocío y a la aurora que lloren con él...

–¿Pues no lloraban los pastores y no pedían a los ríos y al mismo cielo lágrimas para acompañar su llanto?

–Sí pedían y sí lloraban; mas aquello era otra cosa; no lloraban sino por una ingrata, o por ausencias, o por muerte de la zagala querida, o por desdenes, o por celos, o por rivalidades; no lloraban por cansancio de la vida, ni por quejas del hado, ni por inquietudes misteriosas o recónditas lacerías del ánimo; no hacían filosofar a la naturaleza, ni siquiera la llamaban así, como yo misma hago ahora, para que se me entienda. Yo no te niego que haya belleza en la poesía naturalista de nuestros poetas románticos; pero que no digan que esa belleza la inspira esta Musa... no; el amor espontáneo, inmediato, inocente y dulce de bosques, riberas, prados, montes, valles, cuetos y cañadas, vegas y ríos, ventisqueros y lagos, mar y cielo, alegrías campestres, melancolías de la tarde, terrores o misterios de la noche, esperanzas de la mañana; todo eso les falta, y el dolor que vierten sobre la naturaleza como una libación sobre una víctima, adultera los cantos más hermosos, envenena la tierra con lágrimas.

–No disputaremos por eso. Pero suponiendo que tengas razón en cuanto a los románticos, no la tendrás acaso respecto de los poetas modernísimos que de la naturaleza hablan también. Pensando como tú, muchos de ellos pretenden desterrar toda emoción... subjetiva (así dicen, aunque está mal dicho) y cantar el mundo físico por él solo, y tal como es, impersonalmente, reflejando como en un espejo sus bellezas.

–Sí, sí, ya conozco también a esos. Tampoco me entienden, aunque se creen de nueva cepa; por lo que a mí importa son tan románticos como los otros. Son los naturalistas, los impávidos, los formistas, los esculturales, los pesimistas, los nirvanistas. . ¡Ay, pobre Erato, qué tengo yo que ver con ellos! No es impasibilidad lo que yo pido, ni que el poeta pretenda mirar las cosas del mundo con la serenidad de un dios; no necesita el artista dejar de ser hombre, como se figuran muchos ahora. Además, entre los poetas modernísimos que se creen desligados de la tradición y de la herencia romántica, hay preocupaciones idealistas, aunque ellos lo nieguen; y ese mismo impersonalismo, y sobre todo el tecnicismo, la ciencia y el arte descriptivos tomados como objeto inmediato y único, la transcendencia metafísica que casi siempre late en las obras de esos autores, sea para blasfemar, o para dudar, o para resignarse, son elementos extraños a la verdadera poesía natural, según esta Musa la entiende y la inspira...

–¿Conoces a Leconte de Lisle, Erato?

–¡Pues no he de conocerle! Y le estimo y reconozco grandes méritos; allá, en el Parnaso, tiene muchísima fama; y Apolo, las pocas veces que se digna hablar de estos asuntos, se hace lenguas del sucesor de Víctor Hugo. ¡Ya lo creo!

Pero ¿qué quieres? Tampoco ese entra en mis reinos sino de tarde en tarde y por muy pocos momentos. Es muy sabio y es muy pesimista para que pueda servirme a mí. Es de los que más valen, de los que aman de veras la naturaleza y la sienten y la entienden; pero la transporta también, como la transportaba la poesía india, a una especie de pasmosa teogonía panteística, deslumbradora, grandiosa, sublime, pero triste al cabo... sí, triste. Y por ahí me viene a mí la muerte... es decir... la muerte no, porque soy inmortal; pero si la agonía, una agonía eterna: ¿habrá mayor suplicio?

–Un día Venus, paseándose con Apolo entre estos árboles, no sospechando que yo los espiaba, dijo hablando de mí:

–Esa chica está tísica...; y lo dijo sonriendo con desprecio. ¡Si vieras, pobre mortal, qué tristeza sentí! ¡Una tísica inmortal! Tú no puedes comprender esto... Mi exaltación, mis alegrías, son tristes, extremadas, sin motivo; este volver de la imaginación y del deseo al pasado, a un pasado remoto, enterrado para siempre sin remedio, todo ello nace de mi enfermedad; una tuberculosis espiritual que me viene de Oriente... acaso... –Maya, la divina Maya, la ilusión suprema es bella, deslumbra; los poetas hacen alarde de contentarse con su hermosura, ¡pero es ilusión! En otro tiempo, cuando yo reinaba en Occidente, Maya no era ilusión, ni se hablaba de estas diferencias entre la realidad y el sueño; más bien se tomaban los sueños por realidad también; de la Mitología habíamos hecho un mundo real: ahora, con la influencia de Oriente, de la realidad se hace una mitología... Por eso yo me consumo, porque no puedo vivir de resignación poética, de misticismo triste y en el fondo ateo; mi reino era la naturaleza como ser real y sin más transcendencia que su hermosura; las sensaciones que ella sugiere y los afectos naturales y humildemente humanos entrelazados en las canciones, como la hiedra al olmo, a la inspiración de la naturaleza misma.

¿Me entiendes? Yo, a lo menos, te hablo con todos estos términos bárbaros y aborrecibles, de una abstracción helada, para que me comprendas... y me compadezcas... Soy una pobre tísica... ahí tienes, y una tísica que no puede morir. ¡No muero, agonizo eternamente!

Calló la musa; miró a Febo de soslayo, temerosa de que el dios la reprendiese por sus lamentaciones; y después de encoger los hombros con gracia y cambiando de tono, me preguntó, creyendo que mudaba de conversación y en rigor hablando de lo mismo.

–Y en tu tierra, ¿tenéis ahora muchos buenos poetas?

–De los que tú quisieras, ninguno. Buenos de otro modo, muy pocos.

–Ayala ha muerto, ¿verdad? Algunas poesías de ese algo se acercaban a lo que yo necesito; pero la sensualidad predominaba demasiado. Su imaginación fresca y original, espontánea, su pasión cierta y viva, su gusto exquisito en la forma y un sentido poderoso para escoger lo noble en el idioma, mas un don singular de abundancia y novedad en la expresión poética, le daban grandes ventajas para vencer a muchos contemporáneos de los que pretenden ser grandes poetas líricos con propia inventiva, con fuerza avasalladora...; pero ni insistió Ayala en cultivar tales facultades, ni trabajó ni estudió bastante. Además, el teatro y la política le arrastraron por otros caminos. Pero sí, créeme: si hubiera insistido en la poesía lírica, como decís vosotros, tal vez hubiera sido de los míos; porque esa misma sensualidad excesiva, con los años se hubiera modificado, convirtiéndose en parte a otros objetos y acabando en un equilibrio sano y hermoso. ¿Me entiendes?

–Creo que algo.

–Por lo demás, tenéis buenos poetas:

¡ya lo creo! Campoamor... no es de los míos ni con mucho, ni él lo pretende; pero es grande, ¿quién lo duda? mucho. Yo no soy injusta. No nos entendemos, pero le admiro. Es de su tiempo. Allá él, buen provecho.

Calló otra vez la Musa y se asomaron a sus ojos dos lágrimas. Y después de un silencio triste, añadió:

–También admiro a Núñez de Arce; pero también ese es de su siglo. Dudas, grandes problemas, ¡puf! ¡Su siglo! ¡Vaya un regalo! ¿Y tú? ¿También eres de tu siglo?

–Yo no soy poeta.

–Pero ¿eres de tu siglo?

–Procuraré meter la cabeza en el que viene, y si me gusta más que éste, seré del otro.

–¡Quién sabe, quién sabe si yo!... Mas dicen que la tisis no tiene cura. Pero oye; yo no te quería hablar de Campoamor ni de Núñez de Arce, ni de Zorrilla... no era eso; de estos ya sabía yo antes que tú nacieras. Te preguntaba por los nuevos, por la esperanza. ¿Hay en tu tierra esperanza de poetas nuevos?

–Musa, yo, según me hago viejo, me voy volviendo al pasado. Mi esperanza son Garcilaso, Fray Luis de León, éste sobre todos, y otros pocos.

Tembló la Musa estremecida por un recuerdo.

–¡Luis de León! Si yo te dijera... Yo viví muchos años enamorada de él, y celosa del cielo, de vuestro cielo cristiano. Así como hubo un Fernando de Herrera, estúpido doctor que quiso convertir en religiosas las poesías eróticas de Garcilaso, y donde el cantor de la flor de Gnido había dicho Salicio, él puso Cristo, yo, por el contrario, convierto para mi solaz las poesías religiosas de Fray Luis en profanas, y le tengo por uno de los míos, porque su misticismo es profundamente humano; la tristeza con que mira hacia el suelo rodeado de tinieblas, no le impide ver y sentir la naturaleza tal como es ella, con íntima emoción y conciencia de su belleza y de su realidad. Sí, sí: por multitud de razones que no es del caso explicar ahora, yo sé que Fray Luis, sin dejar de ser poeta cristiano y bien cristiano, es también poeta mío, como apenas los hay ahora. ¿Me entiendes?

–Creo que sí. Por eso yo te decía que mi esperanza está en esos poetas, por lo que a España toca.

–Es decir, que no confías en la juventud.

–Nuestra juventud no es poética.

–Pues fuera de España sí, hay jóvenes poetas...

–Ya lo sé; aunque decadentes y poco amigos de tus gustos, fuera de España los hay...; pero en España no.

–Tal vez tienen la culpa ésas...

–¿Quién?

–Clío, Caliope y Polimnia. Tanto se habla entre vosotros de escuelas, de retórica nueva, de la prosa que mata al verso, de la novela, de la verdad como inspiración única, del fin educativo del arte naturalista, etc., etc..., tanto se revuelve todo ese polvo de confusas doctrinas, de pretensiones pedantescas, que no extraño que la poesía se esconda... ¡Oh! Los tiempos son tristes. Mira al buen Apolo: ¿no observas con qué displicencia oye hablar del arte? Ha perdido la fe; no cree en las letras; prefiere a Venus, la hermosura viva; dice que la mujer hermosa es la poesía natural y perenne...; y entre las Musas ¿cuáles escoge? La música y el baile, Euterpe y Terpsícore, una visionaria y una idiota ágil y robusta, de piernas de acero y cuerpo de culebra... Terpsícore, la idea en los pies, y Euterpe, la idea por las nubes. No pensar, sentir y moverse, eso es lo que Apolo quiere, cansado ya de su inmortalidad monótona... Y aun a mí me tolera porque dice que soy sencilla; pero esas otras le apestan.

Calló la Musa, perdida entre sus melancólicas reflexiones.

Yo reanudé la conversación, diciendo:

–Musa, sea lo que quiera del porvenir del arte, por lo que importa a España, yo no creo que la falta de poetas jóvenes se deba principalmente a las necedades que se predican contra el lirismo y contra el verso. Esas tonterías más o menos cubiertas de erudición curiosa, podrían intimidar o persuadir a un alma pequeña, a un versificador por antojo; mas a un poeta verdadero, ¿cómo habían de convencerle críticos superficiales ni tosco vulgo de que la poesía había pasado de moda? Poetas hay en otros países donde también se predica esa doctrina absurda, que se ríen de ella o protestan indignados con elocuentes defensas de la poesía, o con poemas hermosos que prueban más que mil disquisiciones doctas. El mismo Leconte de Lisle, de quien antes hablábamos, ¡con qué soberano desdén ha venido protestando desde sus primeros cantos contra ese prosaísmo invasor que quiere hacer del arte una democracia absurda, un renacimiento bárbaro que sería un crimen de lesa humanidad!

–En España, Erato, no hay poetas nuevos... porque no los hay; porque no han nacido. Nuestra generación joven es enclenque, es perezosa, no tiene ideal, no tiene energía; donde más se ve su debilidad, su caquexia, es en los pruritos nerviosos de rebelión ridícula, de naturalismo enragé de algunos infelices. Parece que no vivimos en Europa civilizada... no pensamos en nada de lo que piensa el mundo intelectual; hemos decretado la libertad de pensar para abusar del derecho de no pensar nada. ¿Cómo ha de salir de esto una poesía nueva? ¿Ves ese pesimismo, ese trascendentalismo naturalista, ese orientalismo panteístico o nihilista, todo lo que antes recordabas tú como contrario a tus aspiraciones, pero reconociendo que eran fuentes de poesía a su modo? Pues todo ello lo diera yo por bien venido a España, a reserva de no tomarlo para mí, personalmente, y con gusto vería aquí extravíos de un Richepin, satanismos de un Baudelaire, preciosismos psicológicos de un Bourget, quietismos de un Amiel y hasta la procesión caótica de simbolistas y decadentes; porque en todo eso, entre cien errores, amaneramientos y extravíos, hay vida, fuerza, cierta sinceridad, y sobre todo un pensamiento siempre alerta...


Vegeter c'est mourir, beaucoup penser c'est vivre.


No tenemos poetas jóvenes, porque no hay jóvenes que tengan nada de particular que decir... en verso. Para los pocos autores nuevos que tienen un pensamiento y saben sentir con intensidad y originalidad la vida nueva, basta la forma reposada y parsimoniosa de la crítica, o a lo sumo la de la novela... El arrebato lírico no lo siente nadie... Ahí no se llega...

Iba a interrumpirme Erato, que tenía cara de decir muchas cosas, cuando estalló en el corro de la otras Musas un gran estrépito, y acudimos a ver lo que era.

Y era que Clío y Caliope andaban a la greña, algo borrachas, y tuvo Apolo que levantarse a poner paces y entender en el litigio.

V

Clío, la primera y más venerable de las Nueve, tenía sujeta a Caliope por el moño, y no quería soltar mientras la inspiradora de la poesía épica no confesase que la novela, género literario que los antiguos no dedicaron a ninguna musa en particular, pertenecía a quien inspiraba la historia que era ella, Clío.

Caliope juraba que primero se dejaría hacer tajadas que renunciar a la novela, que era cosa suya; y citaba, entre otras, la autoridad de don Luis Vidart.

En vano Polimnia quería poner paces vociferando que a ella correspondía dirimir la contienda; nadie le reconocía competencia, y Hermes, que se divertía mucho con el garbullo, atizaba la discordia diciendo:

–Yo creo que hay argumentos favorables a la pretensión de Clío, por más que no le faltan a Caliope razones en que apoyar su derecho; por lo cual, y no siendo aplicables al caso las reglas de la jurisprudencia para los conflictos entre dos derechos, no hay más remedio que recurrir a la ordalía, y que midan ambas Musas sus fuerzas; sea el moño de cada cual el símbolo de la novela, y la que se quede con el pelo de su enemiga en las manos, esa venza. Por lo pronto, la victoria se inclina del lado de Clío, que ya ha hecho presa... y ya se sabe aquello de beati possidentes.

Entonces fue cuando acudió Apolo al ruido; se le enteró de todo, y quiso oír a las partes, obligándolas previamente a renunciar a la manus injectio, es decir, haciendo que soltara Clío el moño de Caliope, y Caliope el polisson de Clío.

Había empezado la disputa con motivo de dos escritos recientes de literatos españoles, a saber, los artículos de Valera acerca del Arte de escribir novelas, publicados en la Revista de España, y las conferencias dadas por doña Emilia Pardo Bazán en el Ateneo, tituladas: La revolución y la novela en Rusia.

De uno y otro trabajo se había hecho lenguas Polimnia, que era quien los había leído; y había alabado en el de Valera la gallardía de la forma, la copia, la variedad y selección de la lectura, la originalidad de muchos juicios y la profundidad de la doctrina acá y allá esparcida, sin pretensiones de orden ni de rigor didáctico, pero con más alcance del que podían comprender lectores vulgares o distraídos. En cuanto a las conferencias de doña Emilia Pardo Bazán, declaraba Polimnia que ella las firmaría sin inconveniente, y alababa, sobre todo, la oportunidad del intento.

–¿Y qué dicen de la novela en cuanto género? había preguntado Hermes, que deseaba ver enzarzadas a Clío y a Caliope. ¿Dicen que pertenece a los dominios de vuestra hermana mayor, o al dominio de la poesía épica, o a ninguno de ellos?

–Nada dicen de eso; pero a lo que se deduce de la doctrina respectiva de uno y otro autor, según Valera, la novela no debe acercarse a la historia, pues ésta lleva la verdad por delante, y aquélla para nada la necesita; en cambio, la escritora coruñesa da tal importancia y carácter utilitario e influencia social a la novela, que lógicamente podría Clío sostener que, de ser este género según esa señora dice, es un modo de historia de la actualidad.

¡Aquí fue ella!... Las dos Musas que se disputaban la novela, comenzaron a gritar y a perorar, como procurando cada cual apagar las voces de la otra. Más altas sonaban las de Caliope; pero bien se conocía que Clío tenía aliento más largo y tardaría más en cansarse de vociferar sus excelencias y el derecho que la asistía.

Y así fue que, cuando ya la diosa de la poesía épica había callado por no poder más, la Musa de la Historia continuaba diciendo:

–Repito y repetiré cien veces que me importa mucho recabar mi jurisdicción sobre la novela, ya que éste es el género más comprensivo y libre de la literatura en los días que corren; y como no hay para la novela Musa determinada, yo debo ser quien la dirija; porque así como se ha dicho que la estadística es la historia parada, yo creo que la novela es la historia completa de cada actualidad, no habiendo, en rigor, entre la historia y la novela más diferencia que la del propósito al escribir, no en el objeto que es para ambas la verdad en los hechos. Regiones hay del arte en que novela e historia casi casi se confunden, y es allí donde el historiador y el novelista se propusieron fines poco menos que semejantes; así, como ejemplo de gran distancia entre la historia y la novela, podríamos citar un cronicón apelmazado y soso, escueto y pelado de la Edad Media, y compararle con Amadís de Gaula o con las Sergas de Esplandián; en el cronicón no hay más que la verdad monda y lironda de los hechos, sin arte, sin orden didáctico, sin propósito ideal; nada más que algunos hechos desnudos y de la realidad más superficial, de lo que cae en el campo de observación del más vulgar testigo de la vida ordinaria; en el libro de caballerías no hay más que fantasía, el valor de verdad se desprecia aun en su elemento más compatible con la invención, o sea en la verosimilitud; lo que menos importa es, no ya que aquello haya sucedido, sino que haya podido suceder; aquí, el único mérito que nada importa es el de la verdad y aun posibilidad de los hechos; en el cronicón, el único valor positivo es la realidad de los hechos apuntados. Pues ahora, el ejemplo contrario: la historia, según la entienden y escriben algunos grandes historiadores modernos que tienen facultades de filósofos y artistas, v. gr., Renan; y la novela, según la escribe Flaubert, y en cierto modo, según la escribe Freitag; en la Vida de Jesús, en Los Apóstoles el arte de resucitar la vida de nombres y tiempos remotos se vale de medios y tiene propósitos análogos a los que emplea en sus obras arqueológicas el autor de Salammbo y Herodias; y es de esperar que cuando el novelista se haya llegado a penetrar más todavía del fin educador de su arte, y el historiador comprenda mejor todavía los misteriosos infalibles recursos de la visión poética, para evocar la más aproximada imagen de la realidad pasada; es de esperar, digo, que entonces sean mayores las semejanzas de novela y de historia, y ha de estar a veces en muy poco, muy poco, la diferencia. Nada de esto se puede entender bien cuando no se tiene la fe profunda en la verdad y en su belleza; llegará un día en que será un crimen de lesa metafísica el pretender que pueda haber superior belleza a la de la realidad; la realidad es lo infinito, y las combinaciones de cualidades a que lo infinito puede dar existencia, ofrecen superiores bellezas a cuanto quepa que sueñe la fantasía e inspire el deseo. Y si a esto se me quiere objetar aprovechando aquel argumento de Hegel, que consistía en decir: El hombre es capaz de crear lo más bello, y esta no es idea impía, pues al fin el hombre será a su vez obra de Dios, y por ende Dios creador de lo más bello también, mediante su criatura, el hombre; si este argumento se quiere aprovechar transformándole y diciendo: Aunque la realidad en su infinidad puede producir incalculable belleza, como el hombre y su fantasía son parte de esa realidad, puede estar en la fantasía del hombre lo más bello entre toda la realidad bella; a eso contestaré que es una suposición gratuita el señalar a semejante parte infinitamente determinada del mundo real lo mejor de la realidad en cuanto belleza; pues quedan infinitas probabilidades en el resto del mundo a favor de otras cosas que pueden ser más bellas que los productos de la fantasía humana; y esto será lo más verosímil, pues el hombre sólo se mueve en esfera muy limitada, aun cuando más libremente sueña, y quedan por fuera de la posibilidad de sus combinaciones fantásticas mundos de relaciones infinitas, cuya belleza él no puede sospechar siquiera. ¡Oh, no! La mayor belleza no la compone el sujeto soñador, que así pronto se agotaría el manantial de lo bello artístico; de fuera adentro, de la realidad a la fantasía, viene la savia del arte, y toda otra forma de vida es anuncio de muerte. La verdad, ese cielo abierto al infinito que tenemos ante estos estrechos agujeros de los ojos, es la fuente de belleza, y por eso la novela, la forma más libre y comprensiva del arte, se da la mano con la historia, penetra en sus dominios; y yo, Clío, que soy la Musa de Tucídides y de Plutarco, debo ser la Musa de Cervantes y de Manzoni.

–Todo eso estaría bien, amada Clío, interrumpió el crinado Febo, si no fuera un exclusivismo tan erróneo como todos los exclusivismos. Bien sabe Zeos, mi Padre, que me pesa dar lecciones de estética; pero no siento darlas de tolerancia, de espíritu expansivo. Sí es cierto que hay género de novela que viene casi a confundirse con la historia, así como hay modo de escribir historia que es obra de arte casi casi novelesco; no te niego que la verdad comporta más poesía, por comportar más belleza que cuanto cabe que invente el hombre, y esto por las razones que oscuramente has pretendido alegar; pero no toda la historia necesita ir por ese camino, ni, y esto sobre todo, la novela en general es como tú dices, pues ha habido, hay y habrá siempre novela puramente fantástica, aspiración de la idealidad, reflejo del puro anhelo, que será tan legítima como la más instructiva, profunda e histórica creación del novelista más concienzudamente enamorado de la realidad y su belleza. Por eso hubo, hay, y seguirá habiendo, novelas que, más que a Clío, se acerquen a Caliope, al poema épico. Pero así como digo esto y sostengo la legitimidad de aquellas fábulas que poco o nada se cuidan de respetar la verdad, o sólo respetan la verdad de un orden y olvidan la de otros, también aseguro que el gran interés que en los tiempos presentes alcanza la literatura novelesca, más se debe a las obras de los que en general llamaré realistas, que a las de sus contrarios, algunos ilustres.

Y siento en el alma que un D. Juan Valera, orgullo mío, lince y ruiseñor en una pieza, en esos artículos acerca del Arte de escribir novelas, de que antes hablabais, se incline con todo el peso de su autoridad del lado de aquellos exclusivistas que no quieren en el arte más que diversión y pasatiempo, y dividen abstractamente las ocupaciones racionales de la vida, y dejan toda la formalidad para unas, y toda la broma y jarana para otras. Indigna es semejante separación, arbitraria, infecunda y fría de espíritus poderosos y noblemente inspirados por el amor serio y profundo de la bella santidad de las cosas; y no debieran los hombres que han sentido en el amor del arte toda la dulzura del cáliz de la belleza, hacer coro a los que dicen que la ciencia enseña y la poesía no; siendo así que la poesía todos sabemos cuál es, y ciencia se llama a lo que no lo es, las más veces; porque no hay más ciencia que la que consiste en el conocimiento evidente de la verdad, y no son libros científicos los que lo son tan sólo por el propósito o el asunto, sino que han de serlo por la verdad sistemática que hagan ver; mientras de la evidencia de la poesía, allí donde la hay, sabemos por medios infalibles. Y lo verdadero puede saberse poéticamente, así como con la mayor prosa del mundo se puede tragar el error. Y, sin que yo anuncie ahora si se cumplirá o no la profecía de un poeta francés moderno, que dice que los poetas volverán a encargarse algún día de enseñar el camino de la luz a los hombres, si declaro que eso puede ser, porque en nada modifica a la verdad el ser sabida poéticamente; y dirá más: así como siempre os quedaría algo por saber de la esencia y cualidades de la naturaleza, mientras desconocierais la existencia de la música, mientras no hubieseis oído sonar armoniosamente las cosas, pues en la vibración sonora van misterios de la realidad de otra manera incomunicables, del propio modo hay en la verdad un principalísimo aspecto que sólo puede ser comprendido mediante el arte, esto es: en la expresión perfecta de su poesía. –Y no digo más, porque ya las brisas me sisean pidiéndome silencio para celebrar, todos callando y murmurando ellas, el divino misterio de la tarde, cuando mi propia imagen, el sol de oro, se acerca a besar el inflamado seno de Anfitrite. Sí, callemos, divinas hermanas: oigamos la sosegada armonía de los cielos y la tierra, que en el silencioso ritmo de los fenómenos naturales repetidos días y días, cantan el himno del amor perfecto, cayendo el disco de fuego sobre el mar y rodando perezosa la tierra para recibir sobre la húmeda espalda de las olas la caricia voluptuosa de la luz mística del Poniente. Callad, sí, y oíd también el armonioso concierto de vuestra propia idea con la idea divina que el mundo ante los ojos os revela; y ved cómo todo, lo de dentro y lo de fuera, canta la misma oda y aspira a la misma paz y se arroba embebecido en el mismo inefable amor. Musas, si amáis la poesía, no riñáis, no alborotéis estas enramadas tranquilas, siendo espanto de las aves y escándalo de la graciosa Eco; amad y comprenderéis, amad e inspiraréis; tolerar es fecundar la vida. Y basta y sobra. Nadie diga de esta agua no beberé; odio los vanos discursos y llevo un cuarto de hora arengando a mis Musas; pero ya callo. Dispersémonos; tú, Afrodita, sígueme, que tras aquella peña hemos de contemplar dignamente el postrer misterio del día.

VI

Seguí al dios, a escondidas, entre las matas del sagrado bosque, cuyas últimas ramas, verdes y graciosas, se mecían sobre los rizos blancos de las ondas. Apolo y Venus desaparecieron un momento de mi vista al rodear una peña que avanzaba sobre el mar entre espuma; pero fui audaz, seguí su camino, y acurrucado entre las piedras, como convenía a un mísero mortal en aquel trance, vi a los dioses transformados, ingentes, vestidos sólo de la luz de la tarde y del esplendor de su hermosura. Afrodita sin velos, Febo desnudo, dorado por los reflejos de sus propios rayos, sumergían los pies divinos en las aguas tranquilas que como cintas de plata y de púrpura enlazaban, enredándose en ellas, las plantas de los inmortales. La cabeza de Venus descansaba lánguida y graciosa en el pecho de Apolo, que con la frente erguida, iluminada, miraba con arrogantes llamaradas, en los ojos a lo más alto del cielo, buscando la frente de Zeos, su padre, para anunciarle sus desposorios con la madre del amor.

Moría la tarde majestuosamente; las brisas que se desataban del bosque perfumado, embalsamaban el aire; un ruiseñor cantaba desde el misterio de la espesura; el mar de acero bruñido se cubría, allá, cerca del horizonte, con un manto de púrpura; tras de la apoteosis de las nubes luminosas, manchadas con la sangre de oro del sol que acababa de estallar en aquella polvareda de luz, se extendía el camino de Hellas divina; y por Oriente, por donde ya ascendía la palidez del crepúsculo, el horizonte triste ocultaba las costas arenosas y bajas de Palestina.

–Sí, pensé; allí está la tierra cristiana, detrás de esas olas oscuras. Y como una imagen que brotara al conjuro de un pensamiento, vi un mendigo de traje talar que, sentado en la arena, olvidado de las magnificencias del cielo y de la hermosura del mar y de la isla, muy atento, al parecer, a lo que hacía, con la cabeza sumida en el pecho, trabajaba meditabundo en un tosco tapiz, que remendaba con groseros hilvanes.

Era un hombrecillo delgado, nervioso, de ojos ardientes, de párpados irritados, rojizos, de barba rala y enmarañada.

Al chasquido de un beso de Apolo en los labios de Afrodita, el viejo irguió la cabeza y se puso en pie de un salto, estremeciéndose, como preparándose contra un peligro.

Vio a los dioses desnudos, y sin escandalizarse, volvió a otro lado la mirada y preguntó:

–¿Quién sois?

Reparó Febo en el mendigo, y exclamó:

–Apolo y Venus.

–¡Ah! sí; los dioses falsos.

–Buen hombre, no hay dioses falsos; somos inmortales. Venimos del Olimpo. Y tú, ¿quién eres?

–¿Yo? Soy Pablo de Tarso, en Cilicia.

Vengo de Antioquía; me embarqué en Seleucia y dejé mi nave en Salamina; he pasado por Cition y por Imatonta, y ahora descanso en Pafos.

Mañana, otra vela me llevará a Panfilia, a la desembocadura del Cestro, y por el río subiré hasta Pergo...

–¿Y qué destino te conduce? ¿Por qué viajas?

–Predico a los gentiles. Voy a convertir al mundo.

–¿A qué religión?

–A la de Cristo.

–¡Bah! La religión de Cristo ya comenzó a ser predicada hace casi dos mil años.

–Ya lo sé. Fui yo mismo. Pero ahora empiezo otra vez. No me entendieron. Por aquí mismo pasé otra vez hace mil ochocientos años; Bernabé venía conmigo; en estas costas, sobre las ruinas del templo de Afrodita, en Neapafos, predicamos y convertimos a muchos gentiles, entre ellos a Sergio Paulo... Después, inflamados en el amor de la buena nueva, volamos al Asia Menor... ¡hermosa vida! hambre, sed, prisiones, humillantes latigazos, todo lo sufrí contento; el Señor iba conmigo; yo era el apóstol de los gentiles; Jesús se me había aparecido; mi revelación era mía... Y el mundo fue cristiano. Pero de mala manera. No me comprendieron. Hay que empezar otra vez, y vuelvo por los mismos pasos a predicar de nuevo (a ver si ahora me entienden) el amor de Cristo.

–Pues mira cómo ha de ser, porque nosotros no hemos muerto, ni pensamos morir.

–No importa, repuso San Pablo encogiendo los hombros. No hace falta que muera nadie. Vosotros viviréis a vuestra manera.

–Pablo, ¡yo soy la poesía!

–Apolo, también yo.

 

Publicado el 10 de mayo de 2020 por Edu Robsy.
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