Cuento Futuro

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuento



I

La humanidad de la tierra; se había cansado de dar vueltas mil y mil veces alrededor de las mismas ideas, de las mismas costumbres, de los mismos dolores y de los mismos placeres. Hasta se había cansado de dar vueltas alrededor del mismo sol. Este cansancio último lo había descubierto un poeta lírico del género de los desesperados que, no sabiendo ya qué inventar, inventó eso: el cansancio del sol. El tal poeta era francés, como no podía menos, y decía en el prólogo de su libro, titulado Heliofobe: «C’est bête de tourner toujours comme c’à. A quoi bon cette sotisse eternelle?… Le soleil, ce bourgeois, m’embète avec ses platitudes…», etc., etc.

El traductor español de este libro decía:


Es bestia esto de dar siempre vueltas así. ¿A qué bueno esta tontería eterna? El sol, ese burgués, me embiste con sus platitudes enojosas. Él cree hacernos un gran favor quedándose ahí plantado, sirviendo de fogón en esta gran cocina económica que se llama el sistema planetario. Los planetas son los pucheros puestos a la lumbre; y el himno de los astros, que Pitágoras creía oír, no es más que el grillo del hogar, el prosaico chisporroteo del carbón y el bullir del agua de la caldera… ¡Basta de olla podrida! Apaguemos el sol, aventemos las cenizas del hogar. El gran hastío de la luz meridiana ha inspirado este pequeño libro. ¡Que él es sincero! ¡Que él es la expresión fiel de un orgullo noble que desprecia favores que no ha solicitado, halagos de los rayos lumínicos que le parecen cadenas insoportables!

Él tendrá bello el sol obstinándose en ser benéfico; al fin es un tirano; la emancipación de la humanidad no será completa hasta el día que desatemos este yugo y dejemos de ser satélites de ese reyezuelo miserable del día, vanidoso y fanfarrón, que después de todo no es más que un esclavo que sigue la carrera triunfal de un señor invisible.


El prólogo seguía diciendo disparates que no hay tiempo para copiar aquí, y el traductor seguía soltando galicismos.

Ello fue que el libro hizo furor, sobre todo en el África Central y en el Ecuador, donde todos aseguraban que el sol ya los tenía fritos.

Se vendieron 800 millones de ejemplares franceses y 300 ejemplares de la traducción española; verdad es que estos no en la Península, sino en América, donde continuaban los libreros haciendo su agosto sin necesidad de entenderse con la antiquísima metrópoli.

Después del poeta vinieron los filósofos; los políticos sosteniendo lo que ya se llamaba universalmente la Heliofobia.

La ciencia discutió en Academias, Congresos y sección de variedades en los periódicos: 1.o, si la vida sería posible separando la Tierra del Sol y dejándola correr libre por el vacío hasta engancharse con otro sistema; 2.o, si habría medio, dado lo mucho que las ciencias físicas habían adelantado, de romper el yugo de Febo y dejarse caer en lo infinito.

Los sabios dijeron que sí y que no, y que qué sabían ellos, respecto de ambas cuestiones.

Algunos especialistas prometieron romper la fuerza centrípeta como quien corta un pelo; pero pedían una subvención, y la mayor parte de los Gobiernos seguían con el agua al cuello y no estaban para subvencionar estas cosas. En España, donde también había Gobierno y especialistas, se redujo a prisión a varios arbitristas que ofrecieron romper toda relación solar en un dos por tres.

Las oposiciones, que eran tantas como cabezas de familia había en la nación, pusieron el grito en el cielo: dijeron los Perezistas y los Alvarezistas y los Gomezistas, etc., etc., que era preciso derribar aquel Gobierno opresor de la ciencia, etc.

Los Obispos, contra los cuales hasta la fecha no habían prevalecido las puertas del infierno, ensalzaban a todos los sabios e ignorantes que se declaraban heliófilos: «Bueno estaba que se acabase el mundo; que poco valía, pero debía acabarse como en el texto sagrado se tenía dicho que había de acabar, y no por enfriamiento, como sería seguro que concluiría si en efecto nos alejábamos del sol…».

Una revista científica y retrógrada, que se llamaba La Harmonía, recordaba a los heliófobos una porción de textos bíblicos, amenazándoles con el fin del mundo.

Decía el articulista:


¡Ah, miserables! Queréis que la Tierra se separe del Sol, huya del día, para convertirse en la estrella errática, a la cual está reservada eternamente la obscuridad y las tinieblas, como dice San Judas Apóstol en su Epístola Universal, v. 13. Queréis lo que ya está anunciado, queréis la muerte; pero oíd la palabra de verdad: «Y en aquellos días buscarán los hombres la muerte, y no la hallarán; y desearán morir, y la muerte huirá de ellos. (Apocalipsis, cap. IX, v. 6)». Porque vuestro tormento es como tormento de escorpión; vuestro mortal hastío, vuestro odio de la luz, vuestro afán de tinieblas, vuestro cansancio de pensar y sentir, es tormento de escorpión; y queréis la muerte por huir de las langostas de cola metálica con aguijones y con cabello de mujer, por huir de las huestes de Abaddón. En vano, en vano buscáis la muerte del mundo antes de que llegue su hora, y por otros caminos de los que están anunciados. Vendrá la muerte, sí, y bien pronto; se acabará el tiempo, como está escrito; los cuatro ángeles vendrán en su día para matar la tercera parte de los hombres. Pero no habéis de ser vosotros, mortales, quien dé las señales del exterminio. ¡Ah, teméis al sol! Sí, teméis que de él descienda el castigo; teméis que el sol sea la copa de fuego que ha de derramar el ángel sobre la tierra; teméis quemaros con el calor, y morís blasfemando y sin arrepentiros, como está anunciado (Apocalipsis, 16-9). En vano, en vano queréis huir del sol, porque está escrito que esta miserable Babilonia será quemada con fuego (Ibíd., 18-8).


Los sabios y los filósofos nada dijeron a La Harmonía, que no leían siquiera. Los periódicos satíricos con caricaturas fueron los que se encargaron de contestar al periodista babilónico, como le llamaron ellos, poniéndolo como ropa de pascua, y en caricaturas de colores.

Un sabio muy acreditado, que acababa de descubrir el bacillus del hambre, y libraba a la humanidad doliente con inoculaciones de caldo gordo, sabio aclamado por el mundo entero, y que ya tenía en todos los continentes más estatuas que pelos en la cabeza, el Dr. Judas Adambis, natural de Mozambique, emporio de las ciencias a la sazón, Atenas moderna. Judas Adambis tomó cartas en el asunto y escribió una Epístola Universal, cuya primera edición vendió por una porción de millones.

Un periódico popular de la época, conservador todavía, daba cuenta de la carta del doctor Adambis, copiando los párrafos culminantes.

El periódico, que era español, decía:


Sentimos no poder publicar íntegra esta interesantísima epístola, que esta llamando la atención de todo el mundo civilizado, desde la Patagonia a la Mancha, y desde el helado hasta el ardiente polo; pero no podemos concederle más espacio, porque hoy es día de toros y de lotería, y no hemos de prescindir ni de la lista grande, ni de la corrida, la cual no pasó de mediana, entre paréntesis. Dice así el Dr. Judas Adambis: «… Yo creo que la humanidad de la tierra debe, en efecto, romper las cadenas que la sujetan a este sistema planetario, miserable y mezquino para los vuelos de la ambición del hombre. La solución que el poeta francés nos propuso es magnífica, sublime… pero no es más que poesía. Hablemos claro, señores. ¿Qué es lo que se desea? Romper un yugo ominoso, como dicen los políticos avanzados de la cáscara amarga. ¿Es que no puede llamarse la tierra libre e independiente, mientras viva sujeta a la cadena impalpable que la ata al sol y la luna dé vueltas alrededor del astro tiránico, como el mono que, montado en un perro y con el cordel al cuello, describe circunferencias alrededor de su dueño haraposo? ¡Ah, no, señores! No es esto. Aquí hay algo más que esto. No negaré yo que esta dependencia del sol nos humilla; sí, nuestro orgullo padece con semejante sujeción. Pero eso es lo de menos. Lo que quiere la humanidad es algo más que librarse del sol… es librarse de la vida.

»Lo que causa hastío insoportable a la humanidad no es tanto que el sol esté plantado en medio del corro, haciéndonos dar vueltas a la pista con sus latigazos de fuego, que una antigüedad remota llamó las flechas de Apolo, como las vueltas mismas; esto, esto es lo tedioso: este volteo por lo infinito. Hubo un tiempo, los sabios pueden decirlo, feliz para el mundo: fue el tiempo en que se creyó en el progreso indefinido.

»La ignorancia de tales épocas hacía creer a los pensadores que los adelantos que podían notar en la vida humana, refiriéndose a los ciclos históricos a que su escasa ciencia les permitía remontarse, eran buena prueba de que el progreso era constante. Hoy nuestro conocimiento de la historia del planeta no nos consiente formarnos semejantes ilusiones; los cientos de siglos que antiguamente se atribuían a la vida humana como hipótesis atrevida, hoy son perfectamente conocidos, con todos los pormenores de su historia; hoy sabemos que el hombre vuelve siempre a las andadas, que nuestra descendencia está condenada a ser salvaje, y sus descendientes remotos a ser, como nosotros, hombres aburridos de puro civilizados. Este es el volteo insoportable, aquí está la broma pesada, lo que nos iguala al mísero histrión del circo ecuestre… No se trata de una de tantas filosofías pesimistas, charlatanas y cobardes que han apestado al mundo. No se trata de una teoría, se trata de un hecho viril: del suicidio universal. La ciencia y las relaciones internacionales permiten hoy llevar a cabo tal intento. El que suscribe sabe cómo puede realizarse el suicidio de todos los habitantes del globo en un mismo segundo. ¿Lo acepta la humanidad?».

II

La idea de Judas Adambis era el secreto deseo de la mayor parte de los humanos. Tanto se había progresado en psicología, que no había un mal zapatero de viejo que no fuera un Schopenhauer perfeccionado. Ya todos los hombres, o casi todos, eran almas superiores aparte, l’elite dilettanti, como ahora pueden serlo Ernesto Renán o Ernesto García Ladevese. En siglos remotos algunos literatos parisienses habían convenido en que ellos, unos diez o doce, eran los cínicos que tenían dos dedos de frente; los cínicos que sabían que la vida era una bancarrota, un aborto, etc., etc. Pues bueno; en tiempos de Adambis, la inmensa mayoría de la humanidad estaba al cabo de la calle; casi todos estaban convencidos de eso, de que esto debía dar un estallido. Pero ¿cómo estallar? Esta era la cuestión.

El doctor Adambis, no sólo había encontrado la fórmula de la aspiración universal, sino que prometía facilitar el medio de poner en práctica su grandiosa idea. El suicidio individual no resolvía nada; los suicidios menudeaban; pero los partos felices mucho más. Crecía la población que era un gusto, y por ahí no se iba a ninguna parte.

El suicidio en grandes masas se había ensayado varias veces, pero no bastaba. Además, las sociedades de suicidas o voluntarios de la muerte, que se habían creado en diferentes épocas, daban pésimos resultados; siempre salíamos con que los accionistas y los comanditarios de buena fe pagaban el pato, y los gestores sobrevivían y quedaban gastándose los fondos de la sociedad. El caso era encontrar un medio para realizar el suicidio universal.

Los Gobiernos de todos los países se entendieron con Judas Adambis, el cual dijo que lo primero que necesitaba, era un gran empréstito, y además, la seguridad de que todas las naciones aceptaban su proyecto, pues sin esto no revelaría su secreto ni comenzarían los trabajos preparatorios de tan gran empresa.

Aunque ya no había Inglaterra hacía mucho tiempo, pues se la había tragado el mar siglos atrás, no faltaban políticos anglómanos, y hubo quien sacó a relucir el habeas corpus como argumento en contra. Otros, no menos atrasados, hablaron de la representación de las minorías. Ello era que no todos, absolutamente todos los hombres aceptaban la muerte voluntaria.

El Papa, que vivía en Roma, ni más ni menos que San Pedro, dijo que ni él ni los Reyes podían estar conformes con lo del suicidio universal; que así no se podían cumplir las profecías. Un poeta muy leído por el bello sexo, aseguró que el mundo era excelente, y que por lo menos, mientras él, el poeta, viviese y cantase, el querer morir era prueba de muy mal gusto.

Triunfó, a pesar de estas protestas y de las corruptelas de algunos políticos atrasados, la genuina interpretación de la soberanía nacional. Se puso a votación en todas las asambleas legislativas del mundo el suicidio universal, y en todas ellas fue aprobado por gran mayoría.

Pero ¿qué se hizo con las minorías? Un escritor de la época dijo que era imposible que el suicidio universal se realizase desde el momento que existía una minoría que se oponía a ello: «No será suicidio, será asesinato, por lo que toca a esa minoría».

«¡Sofisma! ¡Sofisma! ¡Metafísica! ¡Retórica!», gritaron las mayorías furiosas. «Las minorías —advirtió el doctor Adambis en otro folleto, cuya propiedad vendió en cien millones de pesetas—, las minorías no se suicidarán, es verdad; ¡pero las suicidaremos! Absurdo, se dirá. No, no es absurdo. Las minorías no se suicidarán, en cuanto individuos, o per se; pero como de lo que se trata es del suicidio de la humanidad, que en cuanto colectividad es persona jurídica, y la persona jurídica, ya desde el derecho romano, manifiesta su voluntad por la votación en mayoría absoluta, resulta que la minoría, en cuanto parte de la humanidad, también se suicidará, per accidens».

Así se acordó. En una Asamblea universal, para elegir cuyos miembros hubo terribles disturbios, palos, pedradas, tiros (de modo y manera que por poco se acaba la gente sin necesidad del suicidio); digo que en una Asamblea universal se votó definitivamente el fin del mundo, por lo que tocaba a los hombres, y se dieron plenos poderes al doctor Adambis para que cortara y rajara a su antojo.

El empréstito se había cubierto una vez y cuartillo (menos que el de Panamá), porque la humanidad de entonces, como la de ahora, se prestaba a entusiasmarse, a suicidarse; se prestaba a todo menos a prestar dinero.

Con auxilio de los Gobiernos pudo Adambis llevar a cabo su obra magna, que por medio de aplicaciones mecánicas de condiciones químicas hoy desconocidas, puso a todos los hombres de la tierra en contacto con la muerte.

Se trataba de no sé qué diablo de fuerza recientemente descubierta que, mediante conductores de no se sabe ahora qué género, convertía el globo en una gran red que encerraba en sus mallas mortíferas a todos los hombres, velis nolis. Había la seguridad de que ni uno solo podría escaparse del estallido universal. Adambis recordó al público en otro folleto, al revelar su invención, que ya un sabio antiquísimo que se llamaba, no estaba seguro si Renán o Fustigueras, había soñado con un poder que pusiera en manos de los sabios el destino de la humanidad, merced a una fuerza destructora descubierta por la ciencia. Aquel sueño de Fustigueras iba a realizarse; él, Adambis, dictador del exterminio, gracias al gran plebiscito que le había hecho verdugo del mundo, tirano de la agonía, iba a destruir a todos los hombres, a hacerlos reventar en un solo segundo, sin más que colocar un dedo sobre un botón.

Sin hacer caso de los gritos y protestas de la minoría, se dispuso en todos los países civilizados, que eran todos los del mundo, cuanto era necesario para la última hora de la humanidad doliente. El ceremonial del tremendo trance costó muchas discusiones y disgustos, y por poco fracasa el gran proyecto por culpa de la etiqueta. ¿En qué traje, en qué postura, qué día y a qué hora debía estallar la humanidad?

Se aprobó que el traje fuese el de etiqueta rigurosa entre las clases altas, y en las demás el traje nacional. Se desechó una proposición de suicidarse en el traje de Adán, antes de las hojas de higuera. El que esto propuso, se fundaba en que la humanidad debía terminar como había empezado; pero como lo de Adán no era cosa segura, no se aprobó la idea. Además, era indecorosa. En cuanto a la postura, cada cual podía adoptar la que creyese más digna y elegante. ¿Día? Se designó el primero de año, por aquello de año nuevo, vida nueva. ¿Hora? Las doce del día, para que el sol aborrecido presidiese, y pudiera dar testimonio de la suprema resolución de los humanos.

El doctor Adambis pasó un atento B. L. M. a todos los habitantes del globo, avisándoles la hora y demás circunstancias del lance. Decía así el documento:


El doctor Judas Adambis

B. L. M.

al Sr. D…

… y tiene el gusto de anunciarle que el día de año nuevo, a las doce de la mañana, por el meridiano de tal, sentirá una gran conmoción en la espina dorsal; seguida de un tremendo estallido en el cerebro. No se asuste el Sr. D… porque la muerte será instantánea, y puede tener el consuelo de que no quedará nadie para contarlo. Ese estallido será el símbolo del supremo momento de la humanidad. Conviene tener hecha la digestión del almuerzo para esa hora.

El doctor Judas Adambis aprovecha esta ocasión para ofrecer… etc., etc., etc.


* * *



Llegó el día de año nuevo, y a las once y media de la mañana el doctor Judas, acompañado de su digna y bella esposa Evelina Apple, se presentó en el palacio en que residía la Comisión internacional organizadora del suicidio universal.

Vestía el doctor rigoroso traje de luto, frac y corbata negra y gasa en el sombrero. Evelina Apple, rubia, alta, de anchas caderas y vientre arrogante, de negro también, escotada y con manga corta, daba el brazo a su digno esposo. La comisión en masa, de frac y corbata negra también, salió a recibirlos al vestíbulo. Entraron en el salón del Gran Aparato, sentáronse los esposos en un trono, en sendos sillones; alrededor los comisionados, y en silencio todos esperaron a que sonaran las doce en un gran reloj de cuco, colocado detrás del trono. Delante de este había una mesa pequeña, cuadrada, con tabla de marfil. En medio de esta, un botón negro, sencillísimo, atraía las miradas de todos los presentes.

El reloj era una primorosa obra de arte. Estaba fabricado con material de un extraño pedrusco que la ciencia actual permitía asegurar que era procedente del planeta Marte. No cabía duda; era el proyectil de un cañonazo que nos habían disparado desde allá, no se sabía si en son de guerra o por ponerse al habla. De todas suertes, la tierra no había hecho caso, votado como estaba, ya el suicidio de todos.

La bala o lo que fuera se aprovechó para hacer el reloj en que había de sonar la hora suprema. El cuco era un esqueleto de este pajarraco. Entonces se le dio cuerda. No daba las medias horas ni los cuartos. De modo que sonaría por primera y última vez a las doce.

Judas miró a Evelina con aire de triunfo a las doce menos un minuto. Entre los comisionados ya había cinco o seis muertos de miedo. Al comisionado español se le ocurrió que iba a perder la corrida del próximo domingo (los toros de invierno eran ya tan buenos como los de verano y viceversa) y se levantó diciendo… que él adoptaba el retraimiento y se retiraba. Adambis, sonriendo, le advirtió que era inútil, pues lo mismo estallaría su cerebro en la calle que en el puesto de honor. El español se sentó, dispuesto a morir como un valiente.

¡Plin! Con un estallido estridente se abrió la portezuela del reloj y apareció el esqueleto del cuco.

—¡Cucú, cucú!

Gritó hasta seis veces, con largos intervalos de silencio.

—¡Una, dos!

Iba contando el doctor.

Evelina Apple fue la que miró entonces a su marido con gesto de angustia y algo desconfiada.

El doctor sonrió, y por debajo de la mesa que tenía delante dio a su mujer la mano. Evelina se asió a su marido como a un clavo ardiendo.

—¡Cucú…! ¡Cucú!

—¡Tres!… ¡Cuatro!

—¡Cucú! ¡Cucú!

—¡Cinco! ¡Seis!…

Adambis puso el dedo índice de la mano derecha sobre el botón negro.

Los comisionados internacionales que aún vivían, cerraron los ojos por no ver lo que iba pasar, y se dieron por muertos.

Sin embargo, el doctor no había oprimido el botón.

La yema del dedo, de color de pipa culotada, permanecía sin temblar rozando ligeramente la superficie del botón frío de hierro.

—¡Cucú! ¡Cucú!

—¡Siete! ¡Ocho!

—¡Cucú! ¡Cucú!

—¡Nueve! ¡Diez!

III

—¡Cucú!

—¡Once! —exclamó con voz solemne Adambis; y mientras el reloj repetía: «¡Cucú!», en vez de decir: «¡Doce!», Judas calló y oprimió el botón negro.

Los comisionados permanecieron inmóviles en sus respectivos asientos. El doctor y su esposa se miraron: pálido él y serio; ella, pálida también, pero sonriente.

—Te confieso —dijo Evelina— que al llegar el momento terrible temía que me jugaras una mala pasada.

Y apretó la mano de su marido, que tenía cogida por debajo de la mesa.

—¡Ya estamos solos en el mundo! —exclamó el doctor con voz de bajo profundo, ensimismado.

—¿Crees tú que no habrá quedado nadie más?…

—Absolutamente nadie.

Evelina se acercó a su marido. Aquella soledad del mundo le daba miedo.

—De modo que, por lo pronto, todos esos señores…

—Cadáveres. Ven, acércate.

—¡No, gracias!

El doctor descendió de su trono y se acercó a los bancos de los comisionados. Ninguno se había movido. Todos estaban perfectamente muertos.

—Los más de ellos dan señales de haber sucumbido antes de la descarga, de puro miedo. Lo mismo habrá pasado a muchos en el resto del mundo.

—¡Qué horror! —gritó Evelina, que se había asomado a un balcón, del que se retiró corriendo. Adambis miró a la calle, y en la gran plaza que rodeaba el palacio vio un espectáculo tremendo, con el que no había contado, y que era, sin embargo, naturalísimo.

La multitud, cerca de 500 000 seres humanos que llenaban el círculo grandioso de la plaza, formando una masa compacta, apretada, de carne, no era ya más que un inmenso montón de cadáveres, casi todos en pie. Un millón de ojos abiertos, inmóviles, se fijaban con expresión de espanto en el balcón, cuyos balaustres oprimía el doctor con dedos crispados. Casi todas las bocas estaban abiertas también. Sólo habían caído a tierra los de las últimas filas, en las bocacalles; sobre estos se inclinaban otros que habían penetrado algo más en aquel mar de hombres, y más adentro ya no había sino cadáveres tiesos, en pie, como cosidos unos a otros; muchos estaban todavía de puntillas, con las manos apoyadas en los hombros del que tenían delante. Ni un claro había en toda la plaza. Todo era una masa de carne muerta.

Balcones, ventanas, buhardillas y tejados, estaban cuajados de cadáveres también, y en las ramas de algunos árboles, y sobre los pedestales de las estatuas yacían pilluelos muertos, supinos, o de bruces, o colgados. El doctor sentía terribles remordimientos. ¡Había asesinado a toda la humanidad! Dígase en su descargo que él había obrado de buena fe al proponer el suicidio universal.

¡Pero su mujer!… Evelina le tenía en un puño.

Era la hermosa rubia de la minoría en aquello del suicidio; no tanto por horror a la muerte, como por llevarle la contraria a su marido.

Cuando vio que lo de morir todos iba de veras, tuvo una encerrona con su caro esposo; a la hora de acostarse, y en paños menores, con el pelo suelto, le puso las peras a cuarto; y unas veces llorando, otras riendo, ya altiva, ya humilde, ora sarcástica, ora patética, apuró los recursos de su influencia para obligar a su Judas, si no a volverse atrás de lo prometido, a cometer la felonía de hacer una excepción en aquella matanza.

—¿No tienes medio de salvarnos a ti y a mí?…

El doctor, aunque lo negó al principio, tuvo que confesar al fin que sí; que podían salvarse ellos, pero sólo ellos.

Evelina no tenía amantes; se conformó con salvarse sola, pues su marido no era nadie para ella.

Adambis, que era celoso, casi sin motivo, pues su mujer no pasaba nunca de ciertas coqueterías sin consecuencia, experimentó gran consuelo al pensar que se iba a quedar solo con Evelina en el mundo.

Merced a ciertos menjunjes, el doctor se aisló de la corriente mortífera; mas, para probar la fe de Evelina, no quiso untarla a ella con el salvador ingrediente, y la obligó a confiar en su palabra de honor. Llegado el momento terrible, Adambis, mediante el simple contacto de las manos, comunicó a su esposa la virtud de librarse de la conmoción mortal que debía acabar con el género humano.

Evelina estaba satisfecha de su marido. Pero aquello de quedarse a solas en el mundo con él, era muy aburrido.

—¿Y cómo vamos a salir de aquí? Imposible  atravesar esa plaza; esa muralla de carne humana nos lo impedirá…

El doctor sonrió. Sacó del bolsillo del chaleco un pedacito de tela muy sutil; lo estiro entre los dedos, lo dobló varias veces y lo desdobló, como quien hace una pajarita de papel; resultó un poliedro regular; por un agujero que tenía la tela sopló varias veces; después de meterse una pastilla en la boca, el poliedro fue hinchándose, se convirtió en esfera y llegó a tener un diámetro de dos metros; era un globo de bolsillo, mueble muy común en aquel tiempo.

—¡Ah! —dijo Evelina—, has sido previsor, te has traído el globo. Pues volemos, y vamos lejos; porque el espectáculo de tantos muertos, entre los que habrá muchos conocidos, no me divierte. La pareja entró en el globo, que tenía por dentro todo lo necesario para la dirección del aparato y para la comodidad de dos o tres viajeros.

Y volaron.

Se remontaron mucho.

Huían, sin decirse nada, de la tierra en que habían nacido.

Sabía Adambis que donde quiera que posase el vuelo, encontraría un cementerio. ¡Toda la humanidad muerta, y por obra suya!

Evelina, en cuanto calculó que estarían ya lejos de su país, opinó que debían descender. Su repugnancia, que no llegaba a remordimiento, se limitaba al espectáculo de la muerte en tierra conocida… «Ver cadáveres extranjeros no la espantaría». Pero el doctor no sentía así. Después de su gran crimen (pues aquello había sido un crimen), ya sólo encontraba tolerable el aire; la tierra no. Flotar entre nubes por el diáfano cielo azul… menos mal; pero tocar en el suelo, ver el mundo sin hombres… eso no; no se atrevía a tanto. ¡Todos muertos!, ¡qué horror! Cuantas más horas pasaban, más aumentaba el miedo de Adambis a la tierra.

Evelina, asomada a una ventanilla del globo, iba ya distraída contemplando el paisaje. El fresco la animaba; un vientecillo sutil, que jugaba con los rizos de su frente, la hacía cosquillas. No se estaba mal allí.

Pero de repente se acordó de algo. Volvióse al doctor, y dijo:

—Chico, tengo hambre.

El doctor, sin decir palabra, tomó del bolsillo del frac una especie de petaca, y de esta sacó un rollo que semejaba un cigarro puro. Era una quinta esencia alimenticia, invención del doctor mismo. Con aquel cigarro-comestible se podía pasar perfectamente dos o tres días sin más alimento.

—No; quiero comer de veras. Vuestra comida química me apesta, ya lo sabes. Yo no como por sustentar el cuerpo; como, por comer, por gusto; el hambre que yo tengo no se quita con alimentarse, sino satisfaciendo el paladar; ya me entiendes, quiero comer bien. Descendamos a la tierra; en cualquier parte encontraremos provisiones; todo el mundo es nuestro. Ahora se me antoja ir a comer el almuerzo o la cena que tuvieran preparados el Emperador y la Emperatriz de Patagonia; ¡ea, guía hacia la Patagonia; anda, y a escape, a toda máquina!…

Adambis, pálido de emoción, con voz temblorosa; a la que en vano procuraba dar tonos de energía, se atrevió a decir:

—Evelina; ya sabes… que siempre he sido esclavo voluntario de tus caprichos… pero en esta ocasión… perdóname si no puedo complacerte. Primero me arrojaré de cabeza desde este globo, que descender a la tierra… a robarle la comida a cualquiera de mis víctimas. Asesino fui; pero no seré ladrón.

—¡Imbécil! Todo lo que hay en la tierra es tuyo; tú serás el primer ocupante…

—Evelina, pide otra cosa. Yo no bajo.

—Y entonces… ¿nos vamos a morir aquí de hambre?

—Aquí tienes mis cigarros de alimento.

—Pero ¿y en concluyéndolos?

—Con un poco de agua y de aire, y de dos o tres cuerpos simples, que yo buscaré en lo más alto de algunas montañas poco habitadas, tendré lo suficiente para componer sustancia de la que hay en estos extractos.

—Pero eso es muy soso.

—Pero basta para no morirse.

—¿Y vamos a estar siempre en el aire?

—No sé hasta cuándo. Yo no bajo.

—¿De modo que yo no voy a ver el mundo entero? ¿No voy a apoderarme de todos los tesoros, de todos los museos, de todas las joyas, de todos los tronos de los grandes de la tierra? ¿De modo que en vano soy la mujer del Dictador in articulo mortis de la humanidad? ¿De modo que me has convertido en una pajarita… después de ofrecerme el imperio del mundo?…

—Yo no bajo.

—¿Pero, por qué?, ¡imbécil!

—Porque tengo miedo.

—¿A quién?

—A mi conciencia.

—¿Pero hay conciencia?

—Por lo visto.

—¿No estaba demostrado que la conciencia es una aprensión de la materia orgánica en cierto estado de desarrollo?

—Sí estaba.

—¿Y entonces?…

—Pero hay conciencia.

—¿Y qué te dice tu conciencia?

—Me habla de Dios.

—¡De Dios! ¿De qué Dios?

—¡Qué sé yo!, de Dios.

—Estás incapaz, hijo. No hay quien te entienda. Explícate. ¿No te burlabas tú de mí porque predicaba, porque iba a misa, y me confesaba a veces? Yo era y soy católica, como casi todas las señoras del mundo habían llegado a serlo. Pero eso no me impedía reconocer que tú, como casi todos los hombres del mundo, tendrías tus razones para ser ateo y racionalista, y recordarás que nunca te armé ningún caramillo por motivos religiosos.

—Es cierto.

—Pero, ahora, cuando menos falta hace, te vienes tú con la conciencia… y con Dios… Y a buena hora, cuando ya no hay quien te absuelva, porque las mujeres no podemos meternos en eso. Eres tonto, Judas, siempre lo he dicho, eres un sabio muy tonto.

—Pues yo no bajo.

—Pues yo no fumo. Yo no me alimento con esas porquerías que tú fabricas. Todo eso debe de ser veneno a la larga. A lo menos, hombre, descendamos donde no haya gente… en alguna región donde haya buena fruta… espontánea, ¡qué sé yo! Tú, que lo sabes todo, sabrás dónde hay de eso: guía.

—¿Te contentarías con eso… con buena fruta?

—Por ahora… sí, puede.

Adambis se quedó pensativo. Él recordaba que entre los modernísimos comentaristas de la Biblia, tanto católicos como protestantes, se había tratado, con gran erudición y copia de datos, la cuestión geográfico-teológica del lugar que ocuparía en la tierra el Paraíso.

Él, Adambis, que no creía en el Paraíso, había seguido la discusión por curiosidad de arqueólogo, y hasta había tomado partido, a reserva de pensar que el Paraíso no podía estar en ninguna parte, porque no lo había habido. Pero era lo cierto que, hipotéticamente, suponiendo fidedignos los datos del Génesis, y concordándolos con modernos descubrimientos hechos en Asia, resultaba que tenían razón los que colocaban el Jardín de Adán en tal paraje, y no los que le ponían en tal otro sitio. La conclusión de Adambis era que: «si el Paraíso hubiera existido, sin duda hubiera estado donde decían los doctores A. y B., y no donde aseguraban los PP., X. y Z.».

De esta famosa disensión y de sus opiniones acerca de ella, le hicieron acordarse las palabras de su mujer: «¡Si la Biblia tuviera razón! ¿Si todo eso hubiera sido verdad?». ¡Quién sabe! Por si acaso, busquemos.

Y después de pensar así, dijo en voz alta:

—Ea, Evelina, voy a darte gusto. Voy a buscar eso que pides: una región no habitada que produce espontáneos frutos y frutas de lo más delicado.

Y seguía pensado el doctor: «Dado que el Paraíso exista y que yo dé con él, ¿será lo que fue? ¿Seguirá Dios haciéndole producir tan sabrosos frutos? ¿No se habrá estropeado algo con las aguas del diluvio? Lo que es indudable, si la Biblia dice bien, es que allí no ha vuelto a poner su planta ser humano. Esos mismos sabios que han discutido dónde estaba el Paraíso no han tenido la ocurrencia de precisar el lugar, de ir allá, buscarlo, como yo voy a hacer.

»Ellos decían: debió de estar hacia tal parte, cerca de tal otra; pero no fueron a buscarle. Tal vez yo lo encuentre. Y bajando en globo, aunque los ángeles sigan a la puerta con espadas de fuego, no me impedirán la entrada.

»¡Oh, sí, busquemos el Paraíso! Paraíso para mí, porque será el único lugar de la tierra desierto: es decir, que no sea un cementerio; único lugar donde no encontraré el espectáculo horrendo de la humanidad muerta e insepulta».

Abreviemos. Buscando, buscando, desde el aire con un buen anteojo, comparando sus investigaciones con sus recuerdos de la famosa discusión teológico-geográfica, Adambis llegó a una región del Asia Central, donde, o mucho se engañaba, o estaba lo que buscaba. Lo primero que sintió fue una satisfacción del amor propio… La teoría de los suyos era la cierta… El Paraíso existía y estaba allí, donde él creía. Lo raro era que existiese el Paraíso.

El amor propio por este lado salía derrotado.

Y todavía quería defenderse gritándole a Judas en la cabeza: «¡Mira, no sea que te equivoques! No sea eso una gran huerta de algún mandarín chino o de un bajá de siete colas…».

El paisaje era delicioso; la frondosidad, como no la había visto jamás Adambis. Cuando él dudaba así, de repente, Evelina, que también observaba con unos anteojos de teatro, gritó:

—¡Ah, Judas, Judas!, por aquel prado se pasea un señor… muy alto, sí, parece alto… de bata blanca… con muchas barbas, blancas también…

—¡Cáscaras! —exclamó el doctor, que sintió un escalofrío mortal.

Y dirigiendo su catalejo hacia la parte a que apuntaba Evelina, dijo con voz de espanto:

—No hay duda… es él. ¡Él, mejor dicho!

—Pero ¿quién?

—¡Yova Elohim! ¡Jehová! ¡El Señor Dios! ¡El Dios de nuestros mayores!…

IV

El autor de toda esta farsa necesita, al llegar a este punto de su narración, interrumpirla, aunque lo sienta y mortifique a esas pléyades de jóvenes naturalistas, en román paladino, que no pueden ver sin disgusto que aparezca en la novela o cuento, o lo que sea, la personalidad del escritor. Yo, de buena gana, continuaría siendo tan objetivo como hasta aquí; pero no tengo más remedio que sacar a la plaza mi humilde personalidad, aunque sea pecando contra todos los cánones y Falsas Decretales del naturalismo traducido al vulga-puck (lengua universal del vulgo).

Esas pléyades de naturalistas imberbes (y no digo pléyade, en singular, porque pléyades no tiene ni puede tener singular, aunque lo olviden la mayor parte de nuestros periodistas) me dispensarán; pero al presentar en escena nada menos que al Deus ex machina de la Biblia, necesito hacer algunas manifestaciones.

Pintar a Jehová (así lo llama el vulgo) tal como es, sin idealizarlo ni nada de eso, es empresa superior a mis fuerzas, porque yo nunca le he visto.

Discuten los sabios si el mismo Moisés llegó a verlo cara a cara; algunos afirman que sólo una vez gozó de su presencia; pero yo, sin ser sabio, me inclino al parecer de los que piensan que ni Moisés ni nadie puso en él los ojos en la vida. Otra cosa es aquello de sentir el Espíritu del Señor que pasa, el soplo divino que hiere el rostro, etc., etc. Eso es posible.

Más fácil me sería, una vez presentado en escena Jehová, hacer que su carácter fuera sostenido desde el principio hasta el fin, como piden los preceptistas, que de camino son gacetilleros, a los autores de dramas y novelas. Para sostener el carácter de Jehová me basta con los documentos bíblicos, pues se ve en ellos que su energía no decae ni un momento y que en él no hay contradicciones; porque el haber hecho el mundo, y arrepentirse después, no es una contradicción, toda vez que, si a eso fuéramos, ahí está Cánovas, que primero fue revolucionario y después se arrepintió, y la energía de Cánovas, sin embargo, está fuera de toda discusión. Y me alegro de haber citado a este personaje, porque si ustedes quieren buscarle a Jehová, según le presenta la Biblia, un parecido, el mayor que encontrarán en la historia, para tener idea del Zeus bíblico, será ese, Cánovas, el Feus malagueño.

Y ahora tengo que entendérmelas con los timoratos y escrupulosos en materia religiosa, que acaso quieran ver ribetes de impiedad en mi cuento. No hay tal impiedad; primero y principalmente, porque sólo se trata de una broma, y yo aquí no quiero probar nada, ni acabar con la Iglesia de Pedro, ni siquiera con los abusos del clero madrileño. Ni yo soy clérigo de El Resumen, ni siquiera redactor de Las Dominicales, ni ese es el camino. Por no ser, ni soy como el autor de Namouna, adorador de Cristo y además de Ahura-Mazda y de Brahma y de Apis y de Vishnú, etc., etc. Estos eclecticismos religiosos no se han hecho para mí. Lo que puedo jurar es que respeto a Jehová, escríbase como se escriba, tanto como el que más, y que en este cuento no pretendo reemplazar la religión de nuestros mayores por otra de mi invención. Para significar ese respeto precisamente, prescindo de los procedimientos naturalistas, y en vez de presentar al nuevo personaje obrando y hablando, como quiere la buena retórica, pasaré como sobre ascuas sobre todo lo que se refiere a sus relaciones con Adambis, mi héroe, valiéndome de una narración indirecta y no de una descripción directa y plástica.

Apresúrome a decir que la bata que Evelina creyó haber visto pendiente de los hombros del que se paseaba por aquel prado del Paraíso, no debía de ser tal bata, ni las barbas, barbas; pero ya saben ustedes que las mujeres todo lo materializan.

Ello es que aquel era Jehová, efectivamente, y que se estaba paseando por aquel prado del Paraíso, como solía todas las tardes que hacía bueno; costumbre que le había quedado desde los tiempos de Adán. Adambis, aturdido con la presencia del Señor, de que no dudaba, pues si hubiese sido un hombre como los demás hubiera muerto a las doce de la mañana, Adambis, lleno de terror y de vergüenza, perdió los estribos… del globo, como si dijéramos; es decir, trocó los frenos, o de otro modo, dejó que la máquina de dirigir el aerostático se descompusiese, y el globo comenzó a bajar rápidamente y se enredó en las ramas de un árbol.

Evelina gritaba, espantando las aves del Paraíso, que volaban en grandes círculos alrededor de los inesperados viajeros.

Levantó el Señor la cabeza al oír tanto ruido, y viendo el trance, acudió a salvar a los náufragos del aire.

A presencia de Jehová, el doctor Judas permanecía silencioso y avergonzado. Evelina miraba al Señor con curiosidad, pero sin asombro. Encontrarse con un Dios personal de manos a boca, le parecía tan natural, como le hubiera parecido la demostración matemática de que Dios no existe. Lo que ella quería era tomar algo.

Con arreglo a lo dicho, se renuncia a copiar aquí el diálogo que medió entre Jehová y el sabio de Mozambique. Pero se dirá la sustancia.

El Señor no abusó, como hubiera hecho Júpiter, o El Siglo Futuro, de su situación, que le daba una superioridad incontestable. Nada de pullas, ni de sarcasmos mucho menos. Demasiado sabía él que Adambis, desde que había estudiado Anatomía comparada, se había pasado la vida negando la posibilidad de un Dios personal. Los dos sabían esto. ¿Para qué hablar de ello?

Judas se creyó en el deber de humillarse y de confesar su error. Pero Jehová, con una delicadeza que nunca tuvieron los Nocedales en sus palizas a La Unión, hizo que la conversación cambiase de rumbo.

Lo pasado, pasado. Ahora se trataba de reformar la humanidad por segunda vez. Lo de Adán había salido mal; el remedio del diluvio tampoco había probado; tal vez el mal habría estado en dejar vivos a tantos parientes; un mundo que comienza entre suegros y cuñadas, no puede ir bien. Además, lo primero que había hecho Noé, pasada la borrasca, había sido emborracharse… Jehová esperaba más formalidad por parte de Judas Adambis. Judas había acabado con la humanidad… Corriente. Poco se había perdido.

El pesimismo era la tontería que menos podía tolerar Elhoim; la humanidad se había hecho pesimista… bien muerta estaba. Ahora se trataba de otro ensayo: Adambis iba a repoblar el mundo, y si esta nueva cría salía mal también, bastaba de ensayos; la tierra se quedaría en barbecho por ahora.

El matrimonio de Adambis y Evelina había sido hasta entonces infecundo; pero con las aguas del Paraíso, Jehová prometía que la fecundidad visitaría el seno de aquella señora.

—No serán ustedes inocentes —vino a decir Jehová— porque eso ya no puede ser. Pero esto mismo me conviene. Inocente y todo, Adán hizo lo que hizo. Usted, señor Adambis, es un sabio verdadero, a pesar de sus errores teológicos, y quiero ver si me conviene más la suprema malicia que la suprema inocencia. Desde hoy llevan ustedes en arrendamiento todo este jardín amenísimo. La renta que me han de pagar serán sus buenas obras. Todo lo que ustedes ven es de ustedes.

—¿Absolutamente todo? —exclamó Evelina.

Y Jehová, aunque con otras palabras, vino a decir:

—Sí, señora… sin más excepción que una… insignificante. Pongo por condición… la misma que puse al otro. No se ha de tocar a este manzano, que en un tiempo fue el árbol de la ciencia del bien y del mal, y que ahora no es más que un manzano de la acreditada clase de los que producen las ricas manzanas de Balsaín. Por comer de esos manzanos no sabrán ustedes ni más ni menos de lo que saben, ni serán como dioses, ni nada de eso. Si Satanás se presenta otra vez y quiere tentar a esta señora, no le haga caso ninguno. Como este manzano los hay a porrillo en todo el Paraíso. Pero yo me entiendo, y no quiero que se toque en ese árbol. Si coméis de esas manzanas… vuelta a empezar; os echo de aquí, tendréis que trabajar, parirá esta señora con dolor, etc., etc. En fin, ya saben ustedes el programa. Y no digo más.

Y desapareció Jehová Elhoim.

Y casi me alegro, porque ahora ya puedo copiar el diálogo textualmente.

Evelina encogió los hombres y dijo:

—Tú, Judas, ¿qué opinas de todo esto?

—¡Figúrate!

—Valiente sabio estabas tú. Mira qué bien hacía yo en ir a misa, por un si acaso. Tú eres un tonto, que por poco nos haces condenarnos a los dos. Afortunadamente, el Señor parece un señor muy amable…

—¡Oh! La Bondad infinita…

—Sí, pero…

—El Sumo Bien…

—Sí, pero…

—La Sabiduría infinita.

—Sí, pero…

—¿Pero qué, hija?

—Pero algo raro.

—Y tan raro, como que es el único.

—No, no quiero decir raro en ese sentido, sino en el de… ¡Mira tú que prohibirnos comer de esas manzanas como si fuéramos unos chiquillos!…

—Y no comeremos.

—Claro que no, hombre. No te pongas tan fiero. Pues por eso digo que es raro. ¿Qué trabajo nos cuesta a nosotros ponernos formales, y, escarmentados, prescindir de unas pocas manzanas que son como las demás?

—Mira, en eso no nos metamos. Dios es Dios, ¿estás?, y lo que Él hace, bien hecho está.

—Pero confiesa que eso es un capricho.

—No confieso tal, ni tú tampoco; y te prohíbo blasfemar en adelante. Por lo pronto, no pienses más en tales manzanas… que el diablo las carga.

—¡Qué ha de cargar, infeliz! Buena soy yo. A propósito, tengo sed… deseo de eso, de eso… de fruta… de manzanas precisamente, y de Balsaín.

—¡Mujer!

—¡Bobalicón! ¿No ha dicho que de esa clase hay aquí a porrillo? Pues vamos a buscar otro árbol igual, y me das un hartazgo. ¿Conoces tú el Balsaín?

—Sí, Evelina. (Busca). Aquí tienes otro árbol igual que ese prohibido. Toma. ¿Ves qué hermosa manzana? Balsaín legítimo.

Evelina clavó los blancos y apretados dientes en la manzana que le ofrecía su esposo.

Mientras Judas volvía la espalda y buscaba otro ejemplar de la hermosa fruta, una voz, como un silbido, gritó al oído de Evelina: «¡Eso no es Balsaín!».

Tomó ella el aviso por voz interior, por revelación del paladar, y gritó irritada:

—Mira, Judas, a mí no me la das tú ¡Esto no es Balsaín!

Un sudor frío, como el de las novelas, inundó el cuerpo de Adambis.

«Buenos estamos —pensó—. ¡Si Evelina empieza a desconfiar… no va a haber Balsaín en todo el Paraíso!».

Así fue… a cien árboles se arrancó fruta; y la voz siempre gritaba al oído de la esposa: «¡Eso no es Balsaín!».

—No te canses, Judas —dijo ella ya fatigada—. No hay más manzanas de Balsaín en todo el Paraíso que las del árbol prohibido.

Hubo una pausa.

—Pues hija… —se atrevió a decir Adambis— ya ves… no hay más remedio… Si te empeñas en que no hay más que esas… tienes que quedarte sin ellas.

—¡Bien, hombre, bien; me quedaré! Pero no es esa manera de decírselo a una.

La voz de antes gritó al oído de Evelina: «¡No te quedarás!».

—Otro sería más… enamorado que tú. Claro, un sabio no sabe lo que es pasión…

—¿Qué quieres decir, Evelina?…

—Que Adán, con ser Adán, era más cumplido amador que tú.

—Tengamos la fiesta en paz y renuncia al Balsaín.

—¡Bueno! Pues tú… ya que prefieres cumplir un capricho de quien hace una hora negabas que existiese, a satisfacer un deseo de tu mujer… tú, mameluco, renuncia a lo otro.

—¿Qué es lo otro?

—¿No se nos ha dicho que seré fecunda en adelante?

—Sí, hija mía; de eso iba a hablarte…

—Pues no hay de qué. Nada de fecundidad.

—Pero, hija…

—Nada, que no quiero.

«¡Así, perfectamente!», dijo la voz que le hablaba al oído a Evelina.

Volvióse ella y vio al diablo en figura de serpiente, enroscado en el tronco del árbol prohibido.

Evelina contuvo una exclamación, a una señal del diablo, que comprendió perfectamente; se dirigió a su marido y le dijo sonriente:

—Pues mira, pichón; si quieres que seamos amigos, corre a pescarme truchas de aquel río que serpentea allá abajo…

—Con mil amores…

Y desapareció el sabio a todo escape. Evelina y la serpiente quedaron solos.

—Supongo que usted será el demonio… como la otra vez.

—Sí, señora; pero créame usted a mí: debe usted comer de estas manzanas y hacer que coma su marido. No digo que después serán ustedes iguales que dioses; nada de eso. Pero la mujer que no sabe imponer su voluntad en el matrimonio, está perdida. Si ustedes comen, perderán ustedes el Paraíso; ¿y qué? Fuera tiene usted las riquezas de todo el mundo civilizado a su disposición… Aquí no haría usted más que aburrirse y parir…

—¡Qué horror!

—Y eso por una eternidad…

—¡Jesús! No lo quiera Dios. Venga, venga; y Evelina se acercó al árbol, arrancó una, dos, tres manzanas, y las fue hincando el diente con apetito de fiera hambrienta.

Desapareció la serpiente, y a poco volvió Adambis… sin truchas.

—Perdóname, mona mía, pero en ese río… no hay truchas…

Evelina echó los brazos al cuello de su esposo.

Él se dejó querer.

Una nube de voluptuosidad los envolvió luego.

Cuando el doctor se atrevió a solicitarlas más íntimas caricias, Evelina le puso delante de la boca media manzana ya mordida por ella, y con sonrisa capaz de seducir a Saia Muní, dijo:

—Pues come…

—¡Vade retro! —gritó Judas poniéndose en salvo de un brinco—. ¿Qué has hecho, desdichada?

—Comer, perderme… Pues ahora piérdete conmigo, come… y yo te haré feliz… mi adorado Judas…

—Primero me ahorcan. No, señora, no como. Yo no me pierdo. Tú no sabes cómo las gasta Jehová. No como.

Irritose Evelina, y fue en vano. No sirvieron ruegos, ni amenazas, ni tentaciones. Judas no comió.

Así pasaron aquel día y la noche, riñendo como energúmenos. Pero Judas no comió la fruta del árbol prohibido.

Al día siguiente, muy de madrugada, se presentó Jehová en el huerto.

—¿Qué tal, habéis comido bien? —vino a preguntar.

En fin, hubo explicaciones. Jehová lo supo todo.

—Pues ya sabéis la pena cuál es —vino a decir, pero sin incomodarse—. Fuera de aquí, y a ganarse la vida…

—Señor —observó Adambis—, debo advertir a vuestra Divina Majestad que yo no he comido del fruto prohibido… Por consiguiente, el destierro no debe ir conmigo.

—¿Cómo? ¿Y me dejarás marchar sola? —gritó ella furiosa.

—Ya lo creo. Hasta aquí hemos llegado. A perro viejo no hay tus tus.

—De modo —vino a decir el Señor— que lo que tú quieres es el divorcio… quoad thorum et habitationem.

—Justo, eso; la separación de cuerpos, que decimos los clásicos.

—Pero entonces se va a acabar la humanidad en muriendo tu esposa… es decir, no quedará más hombre que tú… que por ti solo no puedes procrear —vino a decir Jehová.

—Pues que se acabe. Yo quiero quedarme aquí.

Y en efecto, se quedó Adambis en el Paraíso.

Y salió Evelina, arrastrada por dos ángeles de guardia.

Renuncio a describir el furor de la desdeñada esposa al verse sola fuera del Paraíso. La Historia no dice de ella sino que vivió sola algún tiempo como pudo. Una leyenda la supone entregada al feo vicio de Pasífae, y otra más verosímil cuenta que acabó por entregar sus encantos al demonio.

En cuanto al prudente Adambis, se quedó, por lo pronto, como en la gloria, en el Paraíso.

—¡Ahora sí que es esto Paraíso! ¡Dos veces Paraíso! ¡Todo es mío, todo… menos mi mujer!… ¡Qué mayor felicidad!…

Pasaron siglos y siglos, y Adambis llegó a cansarse del jardín amenísimo. Intentó varias veces el suicidio, pero fue inútil. Era inmortal. Pidió a Dios la traslación, y Judas fue transportado de la tierra, según ya lo habían sido Enoch y algún otro.

Así fue como, al fin, se acabó el mundo, por lo que toca a los hombres.


Publicado el 11 de mayo de 2020 por Edu Robsy.
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