Don Ermeguncio o la Vocación

Del natural

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuento


¿Cuándo y por qué se empezó á hablar de don Ermeguncio en los periódicos? Nadie lo sabe; yo sólo puedo asegurar que yo siempre oí llamarle literato distinguido.

La vez primera que su nombre significativo sonó en mis oídos, por lo demás era ya famoso, fué con motivo de unas oposiciones á una cátedra de Psicología, Lógica y Ética. Sí; yo lo vi en la Gaceta; estaba el último en la lista de jueces. Don Ermeguncio de la Trascendencia, autor de obras; don Ermeguncio era, pues, ya por aquel entonces autor de obras.

Eran los tiempos en que mandaban los krausistas. Por aquella época todo se dividía en parte general, especial y orgánica. Don Ermeguncio había escrito una Memoria sobre el arte de extirpar los caracoles en las huertas; y una Sociedad de Antropología general le dió un accésit por su trabajo, que se dividía, no faltaba más, en parte general, especial y orgánica. Ignoro por qué una Sociedad de Antropología perseguía los caracoles; pero consigno un hecho.

Otra vez le adjudicaron á Trascendencia una rosa natural, que le tuvieron que mandar á Madrid desde Alicante. La había ganado en un certamen escribiendo una oda en verso libre. Á la influencia de las bibliotecas populares en el adelanto general de la cultura. Por supuesto, la oda iba también dividida en parte general, especial y orgánica.

Por estas dos producciones principalmente llamaba la Gaceta autor de obras á don Ermeguncio de la Trascendencia.

Primero faltaba el sol que don Ermeguncio dejase de asistir á la clase de todos los catedráticos que habían sido ó estaban á punto de ser ministros. Él ya era doctor; ¡pero amaba tanto la ciencia!

Desde que fué juez de oposiciones, Trascendencia se creyó en sazón para considerarse, sin prejuicio ni sobrestima, un hombre importante, de la clase de los sabios, subclase de los filósofos.

Pero vino Pavía y el sistema filosófico de don Ermeguncio se disolvió como el Congreso. Aquella crisis de la política coincidió con una crisis económica de Trascendencia.

Los sucesos le cogieron sin un cuarto. Comprendió que no había modo de sacarle jugo á la filosofía con la nueva situación. En la Universidad ya no se hablaba del concepto de nada, en los periódicos todo se volvía personalidades, politiquilla vil y rastrera.—Apliquemos—se dijo—la filosofía á la vida real, á la actividad de los intereses temporales, en una palabra, hagamos filosofía de la historia.—Y por recomendaciones de un ex ministro entró en una redacción en calidad de redactor de fondos filosófico-políticos y revistero de libros y teatros. Sus artículos se titulaban La política esencial, El formalismo político, Más principios y menos personas, etc., etc. Pero nadie los leía, ni el corrector de pruebas, que dejaba pasar todos los perjuicios de los cajistas en vez de los prejuicios de don Ermeguncio. Una vez hablaba el redactor de la infinita bondad de Dios, y los cajistas pusieron la infinita bondad de Díaz, produciendo una especie de antropomorfismo que estaba Trascendencia muy lejos de profesar. Estas erratas le desesperaban, pero su pena era ociosa, porque nadie leía sus artículos.—Casi me remuerde la conciencia—se decía—de cobrar trabajo tan inútil; porque no está el país para esta política fundamental.—Ignoraba el mísero Trascendencia que en aquella redacción no se cobraba. Al redactor que pedía el sueldo se le echaba á la calle por insubordinado.—¡Cómo!—exclamaba el director—¿usted piensa que aquí nadamos en oro? ¿Que vivimos de subvenciones? No, señor; aquí se juega trigo limpio.—Ni limpio ni sucio, porque no había trigo. Don Ermeguncio tuvo que convencerse de que en España el periodista suele ser tan filósofo como el primero en lo de no cobrar.—¡Y para esto—gritaba comiéndose los codos,—para esto abandoné yo mis trabajos especulativos y mis visiones poéticas!—Y suspiraba pensando en sus estudios de antropología y en su oda á la influencia.

Así pasó mucho tiempo, esperando la edad de la armonía, como él llamaba al primer pronunciamiento que le trajese á los suyos, y fumando pitillos prestados. Sí, prestados, porque Trascendencia, con el hambre sentía una ansia de chupar que estaba muy por encima de su presupuesto, y tuvo que arrojarse á naufragar en una inmensa deuda flotante de tabaco rizado. Era un préstamo de consumo que le hacían gustosos sus admiradores, á los que prometía pagar con creces cuando él fuera á Filipinas á arrancar la enseñanza pública de las garras de los frailes y á arreglar la cuestión del tabaco. Don Ermeguncio asistía al café de París después de comer (los demás), y asistía allí porque economizaba medio real... á sus amigos. En cambio, en papel les gastaba el oro y el moro. Pero ¡qué importaba, si sabía tanto y era amigote de don Pedro y de don Juan, unos personajes que le tuteaban!

Uno de sus estanqueros, como él los llamaba en broma, le ofreció cierta noche una canongía: una correspondencia pagada para un periódico de provincias. El periódico se llamaba El Faro de Alfaro. Á pesar de la cacofonía del título y de lo cursi de la redacción, Trascendencia aceptó los doce duros mensuales y la carta diaria sobre política, ciencias, artes, agricultura, y especialmente todo lo relativo á los intereses del país, tal como insultar á los diputados de la provincia por su morosidad, etc., etc. Además había que hablar mucho del Ateneo, de los estrenos y decir chistes, terminando siempre con le mot de la fin, como los periódicos de París.

Muy de otro modo entendía Trascendencia la misión del corresponsal concienzudo; pero hubo de transigir, y olvidando que llevaba dentro de sí al autor de la oda á la influencia, y al juez de oposiciones, se puso á escribir su primera carta al director de El Faro de Alfaro.

La primera dificultad con que tropezó fué que no sabía dónde estaba Alfaro, ni si era puerto de mar, ignorancia muy común en filósofos y literatos españoles. Su amigo, que era de allí, y por eso lo sabía, le enteró de todo, y le dijo además que á quien había que dar de firme era al alcalde; porque llamarle bruto desde el pueblo no tenía gracia; pero diciéndolo desde Madrid era cosa de que él mismo lo creyese. En fin, don Ermeguncio empezó:—Señor director...

¿Pero qué le iba él á hablar á un director que pedía noticias frescas de todo: de la Bolsa, del Congreso, y así discurriendo, hasta noticias frescas del pescado fresco? Trascendencia no sabía nada de nada. Le faltaba ropa decente para entrar donde se pescan las noticias; no conocía á nadie, y si preguntaba algo, le engañaban de fijo.—Pero, ¿qué le importará á esta gente saber los chismes de Madrid? ¿No les basta con los de su pueblo? ¡Cuánto mejor les estaría que yo les hablase de los adelantos de la psicología, que ahora resulta ser puro monismo (de esto hace años) y que les diese mi opinión acerca de la religión de los animales, opinión que acabo de adquirir en la Revista positiva!—Pero no había remedio; había que someterse á las exigencias de la preocupación vulgar, y Trascendencia inventó un sistema: copiar el Diario de Avisos, para la sección de intereses materiales, y La Correspondencia para la de intereses morales; pero lo que copiaba de La Correspondencia lo ponía en cuarentena, y con tan plausible motivo dejaba á la juguetona musa de los chistes hacer de las suyas. ¡Qué tal serían los chistes de Trascendencia que ni á él mismo le hacían bendita la gracia! En cuanto á le mot de la fin lo copiaba de Charivari y del Fígaro alternativamente.

Otra gravísima dificultad para don Ermeguncio era que no sabía empezar nunca á hablar de lo que debía. Que se habían descubierto unas carpetas falsas; pues empezaba así la carta al Faro de Alfaro:

“Señor director: El hombre es un compuesto de alma y cuerpo; de aquí que esté íntimamente ligado con la naturaleza y tenga necesidades económicas; la esfera propia de la actividad económica en el Estado en lo que se llama hacienda pública...” y por ahí adelante; cuando llegaba á hablar de las carpetas, ya no cabía la carta en el periódico.

Llegó la hora de cobrar. Giró, y la letra volvió protestada. El Faro de Alfaro había muerto. Los suscritores no querían un periódico que no sabía más noticias de Madrid, sino que todo lo real es racional y viceversa, según Hegel.

Trascendencia volvió los ojos al teatro. Era preciso regenerar la decadente dramática y hacerse unos pantalones, porque los puestos se le caían á pedazos. Al fin en el teatro se cobra.

Escribió un drama que se titulaba... Prejuicios contra prejuicios.

El empresario del Español preguntó á don Ermeguncio:

—¿Qué significa esto? Querrá usted decir: “Perjuicios contra perjuicios”, y aun así no se entiende muy bien.

—¡Dale! ¡Lo de siempre! No, señor; prejuicios contra prejuicios quiero decir.

—Bueno, pues dígalo usted; pero no será en mi teatro donde se estrenen esos prejuicios que usted dice, y que yo tengo por perjuicios para mí.

—Le cambiaré el título á la obra.

Y volvió con ella al teatro: ahora se llamaba Antítesis de la vida.

—Déjela usted ahí—dijo el empresario.

Y allí se pudrieron las antítesis. Don Ermeguncio de la Trascendencia, que hasta entonces había creído que el mal es accidental en la vida y debido sólo á nuestra finitud, comenzó á darse á todos los diablos del infierno, aunque no los llamaba por su nombre, porque él no creía en la demonología ni en la angelología. De lo que él estaba seguro era de que había nacido con la suerte más perra del mundo.

—Indudablemente yo no soy de mi siglo. Feliz el señor Núñez de Arce que es de su siglo, como dice en sus versos; yo no, yo no debía haber nacido hasta que llegara la edad de la armonía. Uno de esos poetas que persiguen el ideal, y de camino el turno pacífico, consiguen al cabo el turno, aunque el ideal sea inasequible. Pero yo no consigo nada.

Ermeguncio hizo el último esfuerzo.

—Voy á escribir—se dijo—una obra inmortal de filosofía; se la llevo á un editor, y si me la paga, como, y si no, que él se las arregle con el fallo inapelable de la historia.

Y dicho y hecho. Comenzó á llenar pliegos y más pliegos de filosofía, y cuando tuvo escritas dos mil páginas de investigaciones ascendentes y otras dos mil de las descendentes, se presentó á un editor que á la sazón publicaba El latente pensante, traducido al chino.

El editor era muy bruto. Esto no tiene nada de particular.

Siempre había tenido un criterio muy raro para las obras del ingenio humano en siendo escritas. Él había sido maestro de escuela, y nadie le sacaba de sus trece: el mejor escritor es el que mejor escribe. Esto pensaba Sánchez el editor, aunque no se atrevía á decirlo, porque la opinión general era muy distinta.

Don Ermeguncio le presentó sus resmas de filosofía ascendente y descendente, y ya temía que Sánchez se las tirase á la cabeza, cuando notó que el concienzudo editor abría los ojos y la boca, tan asombrado como podía estarlo un partidario de Torío, que ya no esperaba ver una gallarda letra bastardilla en lo que le quedaba de vida.

Sánchez dejó sobre la mesa la filosofía de ida y vuelta con el respeto con que el sacerdote deja el copón en el sagrario, y abriendo los brazos, cerrólos después que tuvo entre ellos, y le apretó á su gusto, al autor insigne, al escritor de los escritores, al escritor de mejor letra que había conocido.

—¡Esto es escribir, esto es escribir, y lo demás son cuentos!—exclamó Sánchez; esto es Torío puro, Torío sin mezcla. Usted conserva la buena tradición; usted es mi hombre. Esto no se imprimirá como cualquier libro con letra de molde; esto se conservará en litografía; esto debe pasar á la inmortalidad como monumento caligráfico. Y usted, joven ilustre, flor y nata de los pendolistas, el mejor escritor del mundo, usted tendrá casa y mesa, y dinero para el bolsillo, y el oro y el moro, porque yo le tomo á usted á mí servicio; usted será mi secretario, mejor dicho, mi escribiente.

Trascendencia dudó entre matar á aquel hombre, incapaz de comprender su sistema, ó aceptar la plaza que le ofrecía.

Y siendo filósofo de veras por la primera vez en su vida, dijo:

—Seré su escribiente de usted.

—Pero júreme usted conservar estos perfiles, estos rasgos, esta santa y pura tradición de Torío...

—Lo juro.

Y Ermeguncio vivió feliz, cobró á toca teja, y no volvió á pasar hambres ni filosofías.

Al fin había seguido la vocación.

Había nacido para escribiente.


Publicado el 21 de febrero de 2021 por Edu Robsy.
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