—¿Por qué me llamaré yo Patricio? —se había preguntado muchas veces, para sus adentros, el señor de Caracoles, mientras metía las manos en los bolsillos de los pantalones, que siempre traía repletos de oro y plata, y sacudía con los dedos, haciéndolo sonar, el vil metal que le hacía cosquillas al saltar sobre los muslos.
«¡Patricio Clemente Caracoles y Cerrajería!»—. «Los apellidos, seguía pensando, están bien; sobre todo el materno, me tiene orgulloso; es toda una garantía. Cerrajería, Cerrajero…, Cerrojo… ¡Magnífico! Llevo en este apellido una caja de caudales, de esas que se disparan solas contra los ladrones. Caracoles… tampoco está mal. La vida del caracol me gusta; se ha dicho: no hay hombre sin hombre; yo digo: no hay hombre sin concha; el que no sea testaceo que se muera. Pero… ¡Clemente!, ¿a qué viene eso? ¡Patricio!… Como quien dice: patriota… patriotero… ¡ay, qué risa!».
Patricio Clemente había hecho su fortuna, un fortunón, pues venía a cobrar tres onzas diarias de renta, allá en la Habana; había empezado por coime en una casa de juego y había concluido por ser dueño de ella, casi, casi en sociedad con lo más principal de la población, a lo menos desde el punto de vista de la jurisdicción y el imperio.
Después había hecho muchísimos negocios, todos muy bonitos para él; y como se había acostumbrado en su antiguo trato a cobrar la puerta, para él todo negocio había de tener puerta, y puerta de oro, pues siempre se había de cobrar. Él siempre, en cualquier contrato, había de sacar un diezmo de puerta, o vi o clan o metu, pero siempre lo sacaba. Y para tranquilizar la conciencia, se decía: «Esto es por la puerta».
También hizo millones con las puertas de su ciudad natal, en cuanto volvió a esta, atraído por el amor al terruño y por algunos negocios que había efectuado desde Cuba. En cuanto llegó al puerto, en vez de ponerse a cantar, como el tenor de Marina,
Al ver… en la
inmensa
llanura del mar…
etc.
se dijo (recitado): «Aquí los consumos deben de ser una mina, si se les hace sudar bien». Y, en efecto, cargó con los consumos, y las puertas de su ciudad natal se convirtieron en otras tantas puertas del infierno, bien guarnecidas de cancerberos, con gorra de galón dorado y sendas inscripciones, que al decir fielato, querían decir:
Lasciate ogni peseta, voi ch'entrate.
El tiempo que don Patricio no lo pasaba trabajando, esto es, explotando al prójimo, lo empleaba en una sociedad de recreo; y el recreo de Clemente consistía en jugar al golfo con signos convencionales.
El golfo, con aquellos semáforos, que pagaba bien, era otra mina, pero de recreo.
El verdadero recreo de don Patricio era ir a casa de los banqueros y comerciantes amigos, en los días de arqueo, a revolverles el oro, la plata y los billetes. Se ponía pálido, se quedaba mudo, con una vaga sonrisa en los labios, y fija la mirada en los montones amarillos o de papel abigarrado; no oía lo que le decían, y se acercaba a paso lento, como un gato, sin ruido, y metía las manos, con los dedos muy abiertos, entre el papel o el metal, y revolvía, revolvía; lo pesaba, contaba de memoria, como quien murmura oraciones de un culto misterioso… y con voz ronca, lleno de emoción, acababa por balbucir:
—¡Dios mío! ¡Cuánto de esto he manejado yo en mi vida!
Y se enternecía con sus recuerdos, todos llenos de puertas, como Tebas.
Después, volvía en sí, se ponía colorado, pretendía sincerarse, y sacudía las manos abiertas, mostrándolas a los dependientes. «Vean ustedes, señores… Miren… miren. Conste que no me llevo nada… Es por el gusto… ¡Cómo uno ha contado tanto dinero!».
* * *
Pues a este don Patricio Clemente, a poco de estallar los sucesos de Melilla, le propusieron los de la Sociedad de Recreo que se suscribiera con algo para los heridos y los huérfanos y viudas de la campaña.
—¿Con cuánto se suscribe usted, Caracoles?
—¡Caracoles! Yo nun me suscribu cun nada; porque nun sabe unu dónde la tiene.
Así contesta don Patricio, que es rayano de Galicia y Asturias y habla como los gallegos de comedia.
—Pero ¿por qué no se suscribe usted?
—Primeramente por lu dichu. Item: porque nun sé escribir.
—Pues ponga usted una cruz.
—¡Ah, graciosín! Detrás de la cruz el diablu.
Cansado de que le dieran matraca con lo de la suscripción, don Patricio se presentó en el Circulo de Recreo cierta tarde con una idea (y manos puercas, como siempre), y después de ganar al golfo, gracias a los tahuregramas, según costumbre, se dirigió muy contento al salón en que se reunían los que no cobraban ni pagaban, los que gastaban saliva, desengañados de la sota y sus variedades. Y les echó don Patricio un discurso, lleno de úes, que en substancia, y sin acento de gallego convencional, venía a decir así:
«Yo no doy dinero, por ahora y sin perjuicio; pero doy algo que vale más, porque lo vale o lo puede valer. —Vamos a ver, señores; ustedes que tanto hablan del desprendimiento de todas las clases, del patriotismo y el catachinchín de la augusta matrona España, que se desangra por sus hijos y requetecatachinchín (tocando los platillos con los puños), ¿qué me apuestan a que una magnífica idea que se me ha ocurrido no encuentra eco, como ustedes dicen, en la santísima nación de Recaredo y Catachinchi… dasvinto? —Y cuenta que a nadie se le pide un cuarto, por ahora y sin perjuicio. Ello es que, como del vicio se ha de hacer virtud, y así hice yo en Cuba y bien me fue; y siendo la lotería el gran vicio nacional, y pudiendo calcularse que a la lotería de Navidad juegan casi todos los españoles, la gran patriotada, y sin soltar la mosca, por ahora, sería que todos los españoles que, poco o mucho, jugasen en el sorteo de Navidad, se comprometieran a entregar para los heridos, huérfanos y viudas de la campaña de Melilla… la mitad de lo que les tocase cobrar si les caía el premio gordo. Es decir: que suponiendo que ese premio asciende a ocho millones de reales, cuatro millones serían, de fijo, para los heridos y demás de Melilla. Comprometiéndose a lo que digo todos los jugadores, ya podían asegurar esos defensores de la patria que, sin jugar, les había caído el gordo. Y cuatro millones no son un grano de anís. En cambio el sacrificio no es grande. Lo sería ofreciéndolo después de cobrar los millones; pero cuando lo que se renuncia no es más que la mitad de una remotísima esperanza, el sacrificio no puede ser más pequeño. Pongan ustedes mi idea en los periódicos. ¿A que nadie la acepta? ¿A que nadie se compromete a entregar para Melilla la mitad del premio gordo si le toca?».
La idea de don Patricio fue acogida con grandes aplausos.
—¡Magnífico! ¡Magnífico! —gritaron los del Círculo; y se puso en los periódicos, redactada en forma, la proposición de Caracoles.
La mayor parte de los que en el pueblo tenían cuatro cuartos jugaron a la lotería, comprometiéndose, bajo palabra de honor, a entregar la mitad de lo que cobraran si les caía el gordo.
Don Patricio, Cerrajería, por parte de madre, declaró que había tenido la debilidad de tomar un billete entero, despilfarro en él inaudito; y también juró solemnemente que si le tocaban los ocho millones, cuatro eran para los heridos y demás de Melilla.
—Y nun tengu inconveniente en declarar ante escribanu, que en el bien entendidu que me toque el gordu cedu cuatru millones para los necesitadus de Melilla.
Y para mayor seguridad, don Patricio decía, a quien quería oírselo, el número de su billete.
Llegó el día del sorteo, y los del Círculo quisieron darle una broma a Caracoles para probar su patriotismo. Se fingió un telegrama, con todos los requisitos necesarios del engaño; se lo presentaron a Cerrajería, y este leyó asombrado: «Premio gordo en esa; el número tantos» (el de don Patricio). Y Caracoles exclamó:
—Está buenu, señores; está buenu.
—Y ¿que dice usted ahora, don Patricio? ¿Entregará usted a los de Melilla sus cuatro millones?
—Nun señores; porque yo prometí en el bien entendidu que me tocara el gordu.
—Pues el gordo es este.
—Nun, señores; esto es una broma de ustedes, que son muy graciosus; pero yo soy más graciosu todavía; porque yo nun jugué nada a la lotería, nin jugaré en mi vida hasta que sea gobiernu y sea mía la puerta. ¡Je! ¡je! ¡Si sabré yo lu que son puertas!