El Caballero de la Mesa Redonda

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuento



I

Ya hacía frío en Termas—altas; se echaba de menos la ropa de invierno y las habitaciones preparadas para defendernos de los constipados y pulmonías; el comedor, largo y ancho como una catedral, de paredes desnudas, pintadas de colores alegres que hacían estornudar por su frescura, tomaba aires de mercado cubierto.

Se bajaba a almorzar y a comer, con abrigo; las señoras se envolvían en sus chales y mantones; a cada momento se oía una voz imperativa, que gritaba:

—¡Cierre usted esa puerta!

Los pocos comensales se apiñaban a la cabecera de la mesa del centro, lejos de la entrada temible. Detrás de la puerta de cristales que comunicaba con el vestíbulo de jaspes de colores del país, se veía, como en un escaparate, la figura lánguida del músico piamontés, de larga melena y levita raída, que unos dedos flacos y sucios por las cuerdas del arpa. Las tristes notas se ahogaban entre el estrépito del viento y de la lluvia, que azotaba de vez en cuando los vidrios de las ventanas largas y estrechas.

Diez o doce huéspedes, últimas golondrinas valetudinarias de aquel verano triste de casa de baños, almorzaban taciturnos, apiñándose, como buscando calor unos en otros. Al empezar el almuerzo sólo se hablaba de tarde en tarde para reclamar con voz imperiosa cualquier pormenor del servicio. Los camareros, con los cuales ya se tenía bastante confianza para reprenderles las faltas, sufrían el mal humor de los huéspedes de la otoñada, como ellos decían. Se acercaba el día de las grandes propinas, y esto contribuía al mal talante de los bañistas, a darles audacia y tono de déspotas, y también a la paciencia de los criados.

Allí no se le tomaba a mal a nadie sus malos modos, sus quejas importunas; se contaba con ellos; era una ley natural; los fondistas y camareros venían observando cómo se cumplía todos los años al fin de la temporada. Además, también aquellos arranques de misantropía se ponían en la cuenta aunque disimuladamente. El dueño de las Termas—altas vivía con sus rentas, es decir, con sus bañistas. Presidía la mesa; oía las murmuraciones de los enfermos sin turbarse, sin… oírlas, en rigor; ni él las tomaba a mal, ni los pupilos se recataban para desahogar en su presencia. Era un pacto tácito que ellos descargasen la bilis de aquel modo y que él no les hiciera caso. Ni se emprendían las reformas que se pedían ni se coartaba el derecho de reclamarlas.

Decir que aquello estaba perdido, que la casa amenazaba ruina, que el viento entraba por todas partes, que el agua mineral ya no estaba caliente siquiera, ni tibia; que en aquel país llovía demasiado en otoño, tal vez por culpa del señor Campeche (el dueño de los baños), era lo que constituía los lugares comunes de la conversación. Algunas veces el mismo señor Campeche se descuidaba, y no sabiendo de qué hablarle a un forastero, le decía de corrido, como quien repite una lección de memoria: «Pero ¿ha visto usted qué clima más endemoniado? ¡Siempre lloviendo! ¡Cómo se aburre uno aquí!».

Nadie diría que aquellas eran las mismas Termas—altas que se abrían por primavera al público. En Mayo llegaba el señor Campeche rozagante, alegre, silbando, azotándose el vientre ampuloso con el puño de marfil de su junquillo; apeábase de su cochecillo de dos ruedas pintado de amarillo, reluciente; daba un vistazo a los baños, a la fonda, a los jardines ya llenos de pájaros, locos de alegría, los primeros huéspedes; y tentándose el bolsillo, se decidía a emprender lo que él llamaba mejoras enfáticamente.

Las mejoras se reducían a dar una mano de cal a todo el edificio, y a pintar los frisos azules de verde, o los verdes de azul; también solía arreglar los grifos de los baños si estaban completamente destrozados, tapar alguna grieta, remedar tal cual pila de mármol falso; y para colmo de reformas, blanqueaba el hospital de pobres viejos, que ostentaban en la miserable portada un presuntuosísimo letrero que decía, en griego, con letras gordas coloradas: «Gerontocomía». Aquella palabreja solía aparecer en las pesadillas de lo enfermos que acudían a Termas—altas.

Las primeras bromas de los bañistas noveles se referían siempre al rótulo griego: la mayor parte se marchaban sin saber lo que significaba. El mismo Campeche no estaba seguro de que aquello tuviera traducción posible. A una señora que acudía a las Termas desde treinta años atrás la llamaban doña Gerontocomía.

Además, había mucho lavoteo y mucho limpiar muebles y poner lo de allí aquí y revolverlo todo. Cuando llegaban los primeros bañistas, ya se sabía, todo lo encontraban cambiado de arriba abajo. Obreros y criadas iban y venían; no podía uno arrimarse a ninguna pared ni puerta, porque todas untaban, y el ruido de los martillos y sierras atronaba la casa; olía todo a aguarrás; el piso, de pino estrecho, siempre estaba encharcado o lleno de arena, porque, en lo de fregar y dejarlo todo como un sol, Campeche era inexorable.

—Mucho ruido y pocas nueces —decía doña Gerontocomía, levantando un poco las enaguas y saltando de charco en charco por las siempre húmedas galerías.

Lo cierto es que Campeche, a pesar de todo aquel aparato reformista, que tanto estrépito y desconcierto producía, gastaba muy poco cada año en mejorar su finca, que, según los huéspedes de otoño, era una ruina.

Siempre lo mismo: los parroquianos de primavera, alegres, aturdidos, optimistas, encontraban aquello flamante; era el mejor establecimiento balneario de España y del extranjero; ¿y las aguas? el que no sanara sería bien descontentadizo.

Y el señor Campeche, ¡qué fino! ¡qué atento! ¡qué celoso defensor de la fama de sus Termas! Ello era verdad que las obras, las mejoras, molestaban bastante; que no dejaban dormir en paz la mañana, ni la siesta, no andar en zapatillas por la casa; pero, en fin, se veía vida, animación, alegría, pruebas de prosperidad, movimiento simpático.

—Señores —decía Campeche, sonriendo y encogiendo los hombros, hundidos al parecer bajo el peso de tanta responsabilidad—; perdonen ustedes; este año se han atrasado mucho las obras… ya lo sé; ¡ha habido tanto que hacer! Desde Enero estamos dale que le darás. Sobre todo, la nueva crujía del hospital de pobres viejos…

Lo gracioso estaba en que los mismos a quienes engañaba por la primavera el señor Campeche, o que se dejaban engañar, eran, en parte, los que en otoño desacreditaban a gritos el establecimiento y hablaban de su próxima venida en las mismas barbas del propietario. Este convencionalismo ya no lo extrañaba nadie, era universalmente admitido. Cuando se iba en la primera temporada todo estaba bien; cuando se iba en la otoñada todo estaba mal.

En primavera, y parte del verano también, los bañistas daban y recibían bromas perpetuas. Podía haber aguas mejores que aquellas desde el aspecto hidroterápico, pero baños más famosos por las grandes chanzas permitidas, no los había. Como no todos los humanos tienen las mismas pulgas, sea en primavera o en invierno, más de una vez y más de dos hubo allí desafíos, que jamás llegaron a un funesto desenlace; y más de diez veces por temporada había bofetadas, o por lo menos insultos atroces.

Pero lo regular era que se tolerasen las bromas y que se devolvieran con creces. Se notaba que los jóvenes, que durante todo el invierno, en la vecina capital, se distinguían por lo taciturnos, retraídos y nada despiertos, eran precisamente los que en Termas—altas sacaban más los pies del plato y tenían ocurrencias más peregrinas y hacían las mayores atrocidades, palabra técnica, que significaba tanto como dar en el hito.

Famoso era, en tal concepto, hacía muchos años, un joven enfermo del hígado, de color de cordobán, que en la ciudad no hablaba con nadie.

Una tarde de lluvia, aquel joven hipocondríaco llegó a caballo a los baños del señor Campeche. Se apeó; se acercó a un amigo, a quien preguntó con voz de sepulcro:

—¿Es cierto que aquí hacen ustedes atrocidades?

—Sí, señor, es cierto…

—El médico me ha mandado mirar correr el agua, y distraerme. He visto correr las cataratas del Niágara… y como si fuese un surtidor… nada. Voy a ver si distrayéndome… voy a hacer también alguna atrocidad… ¡este hígado!

Y, en efecto, se fue a la cuadra, montó otra vez en su caballo, picó espuela… y se metió en el comedor de la fonda, saludando muy serio a los presentes.

La broma produjo bastante impresión; algunas señoras se desmayaron; en fin, todo fue como se pedía; el joven del hígado enfermo, que en vano había visitado el Niágara, mejoró, recibió cordiales felicitaciones, y confesó que hacía muchos años que no se había divertido tanto. Sin embargo, algunos envidiosos comenzaron a murmurar, diciendo que aquello no era completamente original, que prescindiendo de Raimundo Lulio, quien según la leyenda había entrado a caballo en la iglesia siguiendo a una dama, ya allí mismo, en aquel mismo comedor, se había presentado jinete en un burro garañón, y todo era montar, un diputado provincial, famoso por esto y por haberle rajado una ingle a un elector, de una navajada, años adelante. El joven del hígado supo que se murmuraba, y dispuesto a eclipsar a todos los diputados provinciales del mundo, al día siguiente se distinguió de una vez para siempre del vulgo de los bromistas con una hazaña que dejó la perpetua memoria a que antes me refería.

Y fue que, colocando, con gran trabajo, encima de la balaustrada de una galería abierta sobre el comedor, una gran cómoda, que bien pesaría dos quintales, sobre una de las mesas en que estaban comiendo hasta doce señoras y unos veinte caballeros.

No murió nadie, pero fue por casualidad; ¡el del hígado hizo lo que pudo!

La mesa y la cómoda se hicieron pedazos, el piso se hundió, del servicio de plata, cristal, etcétera, no se supo más; los síncopes pasaron de veinte, hubo tres desafíos, se marcharon catorce huéspedes.

Los más recalcitrantes tuvieron que confesar este hecho evidente: que como la broma de la cómoda no se había dado ninguna. En cuanto al señor Campeche, tuvo el buen gusto de no decir una palabra al héroe de la atrocidad; estaba en las costumbres.

Nadie se explicaba, satisfactoriamente a lo menos, por qué en los meses alegres de Mayo y Junio, y aun en los de calor, Termas—altas era una Arcadia balnearia; y en otoño, un hospital triste, aburrido, frío, donde todos tenían mal humor.

Probablemente contribuiría el clima a esta diferencia. El paisaje era de los más hermosos de litoral del Norte; verdura por todas partes, colinas como macetas de flores, riachuelos, bosques, un lago de verdad, accidentes románticos del terreno, tales como grutas, islas en miniatura, cascadas, y hasta una sima en lo alto de un monte cónico, que el señor Campeche juraba que era el cráter de un volcán apagado. A los incrédulos les amenazaba con los testimonios escritos que constaban en el Ayuntamiento, allí, a legua y media de la casa.

El cráter era el elemento legendario de aquella topografía, que había convertido en una industria el dueño del balneario.

Pero, si el país ofrecía tales delicias naturales, en cuanto empezaba Septiembre se aguaba la fiesta; nublas, vientos, aguaceros, días sin fin de lluvia fría y triste, de horizonte de plomo, un frío húmedo que hacía pensar en el de la sepultura; tales eran los achaques de la estación en aquel delicioso país de panorama. En vano Campeche entonces enseñaba a los nuevos huéspedes fotografías del cráter y de las cataratas.

¡Si el cráter estuviera en ebullición, le decían, menos mal: se calentaría uno al amor del cráter!… En cuanto a cataratas… allí estaban abiertas las del cielo. ¿Por qué venían en otoño enfermos a Termas—altas? Porque, comprados o no por Campeche, los médicos de toda la provincia aseguraban que la mejor temporada de baños, higiénica y terapéuticamente considerada, era la de Septiembre y Octubre.

De modo, que por el verano venían los que querían divertirse, y por el otoño los que querían curarse. Tal vez esto, no menos que las variaciones meteorológicas, era causa de la desigualdad de humores en las diferentes temporadas.

II

En aquellos días tristes del mes de Octubre, en que los huéspedes del gran hotel de Termas—altas se apiñaban hacia la cabecera de la mesa, en el comedor frío y húmedo, a los postres, la conversación, antes floja y malhumorada, se animaba un tanto, aunque fuera para maldecir con nuevos alientos de la vida insoportable de aquel caserón y del abuso de las propinas. Se hablaba mucho también de la virtud curativa de las aguas, tópico de conversación que en la temporada primera era casi de mal tono. La mayor parte de los enfermos se declaraban escépticos, unos en absoluto, negando la eficacia de toda clase de baños, otros con relación a los de Termas—altas.

Aquella mañana en que vimos detrás de la vidriera de la entrada al mísero piamontés del arpa disputar en vano al viento y a los chaparrones el privilegio de halagar las orejas de los comensales, la animación biliosa de última hora había crecido en razón directa del mal humor taciturno con que el almuerzo había comenzado.

Se negó allí todo: el cráter, las cataratas, las mejoras del establecimiento, la eficacia y hasta la temperatura oficial de las aguas, el buen gusto de las bromas pesadas del verano, la hermosura del paisaje, la existencia del sol en tales regiones, ¿y qué más? hasta la fama de bellas y no muy timoratas que gozaban las muchachas del contorno se puso en tela de juicio.

Un matrimonio tísico, de cincuenta años por cada lado, de gesto de vinagre, aseguró que las chicas de aquellas aldeas eran feas, pero honradas a fuerza de salvajes; y que las aventuras que se referían, no eran más que invenciones del señor Campeche para atraer parroquianos y gente profana, es decir, solterones sanos como manzanas, que no venían allí más que a alborotar.

—No me parece muy correcto —decía el vejete, cuyas palabras sancionaba su mujer con cabezadas solemnes— no me parece muy correcto desacreditar a todo el sexo débil de un partido judicial entero, con el propósito de llamar la atención y atraer gente de dudosa procedencia y de malas costumbres.

Este señor, que así hablaba, era fiscal de la Audiencia, y su mujer le ayudaba a echar la cuenta por los dedos, cuando se trataba de pedir años de presidio, y de sumar o restar en virtud de las circunstancias agravantes o atenuantes. La fiscala se había acostumbrado de tal suerte al tecnicismo penal, que cuando le preguntaban cómo le gustaban los baños, si muy fríos o muy calientes, respondía:

—¿Sabe usted? ¡Me gusta tomarlos desde el grado medio al máximo.

Como siempre, negó aquella mañana el fiscal la hermosura de las muchachas del contorno y la facilidad de los idilios consumados al raso en aquellas frondosidades.

—Pues hombre —se atrevió a decir un don Canuto Cancio, antiguo procurador, que respetaba mucho al fiscal, y le aborrecía mucho más, por pedante, como él decía—; pues hombre, don Mamerto no tiene fama de embustero… y, con permiso de usted, señor fiscal, y salvo su superior criterio… y su conocimiento del mundo… don Mamerto asegura… en el seno de la confianza, por supuesto, que él, que la Galinda y la de Rico Páez… y la molinera…

—Lo de la molinera es un hecho —interrumpió otro comensal.

—Y a la de Rico Páez la he visto yo con don Mamerto en la llosa de Pancho, al oscurecer, este mismo año, en Junio —dijo otro huésped.

—A usted, don Canuto —se dignó contestar el fiscal, despreciando a los interruptores, a quienes no conocía— a usted le hacen comulgar con ruedas de molino.

La fiscala, asegurando sobre la afilada nariz los lentes de miope, miró a don Canuto con desdén, y con aire de desafío, como retándole a desmentir a su marido:

—¡De molino! —aseguró la altiva señora.

—Ese don Mamerto…

Expectación general; cesa el sonido de tenedores; los camareros se detienen a oír lo que va a orar el señor fiscal contra don Mamerto, el ídolo de Termas—altas. El mismo señor Campeche, que oye sonriendo que le desacrediten las aguas, frunce el entrecejo, temiendo que el señor fiscal se extralimite en esta ocasión.

—Ese don Mamerto…

El fiscal vacila. Duda si su autoridad es suficiente para arriesgarse a decir algo que lastime la fama de don Mamerto.

—Ese don Mamerto —exclama con voz de trueno un coronel retirado, que ocupa al lado de Campeche la cabecera— es un modelo de caballeros, incapaz de mentir, y mucho menos de darse tono con aventuras falsas y fortunas soñadas, ¡entiéndalo usted, señor mío!

Los fiscales se vuelven, con sillas y todo, hacia el coronel, el cual desde este momento asume la responsabilidad de todo lo que allí pase, según inveterada costumbre, siempre que se agrian las cuestiones a la mesa.

Don Canuto es el que echa la liebre siempre, y si le insultan o desprecian, calla y se vuelve hacia el coronel, como diciéndole: «¡ahora usted empieza!»; y el coronel, que nunca tira la piedra, porque es muy prudente, jamás esconde la mano, y aun suele utilizarla, plantándola en la mejilla del lucero del alba si le irrita.

Don Diego, con su gota y todo, defiende las tradiciones de la mesa; y nada más tradicional y respetable allí que don Mamerto Anchoriz, nuestro héroe.

Es don Mamerto Anchoriz un señor que se presenta todos los años en Termas—altas dos veces, a pasar ocho días por Mayo o Junio y otros ocho en lo peor de la otoñada, cuando más llueve, por hacer compañía a aquellos señores y animar un poco a la gente. Nada de esto ni de otras muchas cosas importantes ignora el fiscal, y por eso hace mal en poner reparos a un hombre que es sagrado en Termas—altas.

Verdad es que hasta ahora el señor fiscal no ha dicho más que: «Ese don Mamerto… »; pero lo ha dicho dos veces, y según el coronel, a don Mamerto no se le llama ese; en fin, él hipoteca las espaldas y asume toda la responsabilidad de lo que pueda ocurrir. «Y ¡ojalá ocurra algo —piensan muchos huéspedes— porque todo es preferible, hasta la muerte de un fiscal, a la monotonía de aquella existencia!».

El fiscal prevé un conflicto, porque ni su carácter, ni su dignidad, ni su posición social le permiten mostrar pusilanimidad, ni retirar palabras, ni aun dejar de decir las que tiene deliberado propósito de decir. En cuanto a la fiscala, todavía tiene muchas más agallas que su marido; e irritada en su grado máximo, echa sapos y culebras, dispuesta a defender la dignidad de la toga como gato panza arriba, en el caso que su cónyuge no se muestre bastante enérgico.

Pero se muestra; porque dice, cogiendo un cuchillo por la hoja y golpeando el mantel pausadamente con el mango, en señal de tenacidad de carácter, y fijeza de opiniones, y serenidad de ánimo:

—Señor coronel, nada he dicho que pueda ofenderle a usted o al señor don Mamerto; pero toda vez que usted se adelanta a mis juicios, con el ánimo de cohibir la libre manifestación de mi pensamiento, he de decir, sin ambages ni rodeos, todo, absolutamente todo lo que pienso del señor Anchoriz.

—Se guardará usted de decir nada que sea en su desprestigio…

—Diré, y digo, y tengo y mantengo, que el tal don Mamerto es un viejo verde…

Ni la cómoda, que en día memorable, cayó desde la galería sobre la mesa, produjo efecto más estrepitoso que el de estas palabras del representante del ministerio fiscal. Tal fue la indignación en los comensales, hasta en los criados, que el mismo furor del coronel se perdió en el oleaje del general escándalo, y por aquella vez no pudo asumir responsabilidad alguna.

Fiscal y fiscala quedaron anonadados bajo el universal anatema, y aprendieron a respetar la opinión de la multitud y el peso de la tradición, ante los cuales poco vale el prestigio de la misma ley; y es de extrañar que el señor fiscal no supiera que ya en Roma la costumbre, esto es, la tradición, la historia, tenía fuerza superior a la ley escrita.

El coronel les llegó a tener lástima, y no desafió ni al marido ni a la mujer.

Pero, menos delicado Perico, un camarero fanático de don Mamerto, se encargó de dar a la pareja el golpe de gracia, diciendo modestamente, pero con la fuerza de los hechos consumados:

—El señor Anchoriz ha llegado esta mañana; se está bañando y ha dicho que vendría a almorzar en seguida.

Conmoción eléctrica. A don Canuto se le caen las lágrimas… Se le figura que ya no llueve… que ha vuelto la primavera… Todo lo perdona, y sin pizca de ironía saluda al señor fiscal y señora, que se retiran dignamente a su cuarto después de una profunda inclinación de cabeza.

El coronel exige que no se le diga nada de lo ocurrido a Anchoriz; no quiere que sepa el pequeño servicio que acaba de hacer saliendo por su honor.

—Estas cosas no se hacen porque se agradezcan, sino porque salen de dentro.

—Convenido; no se le dirá nada. Pero ¡qué alegría! ¡Ha llegado don Mamerto! No podía faltar. ¡Y qué delicadeza! Precisamente con aquel tiempo de perros. ¡Qué abnegación!

El piamontés del portal se levanta de pronto, y con pulso firme y potente arranca al arpa melancólica los acordes solemnes de la marcha real.

—¡Él es! —Todos en pie—. ¡Viva don Mamerto! —Las servilletas ondean como blancos gallardetes—. ¡Viva!

III

Don Mamerto Anchoriz, acostumbrado a estas ovaciones, no se turbó un momento. Con el sombrero de paja fina negra y blanca, de la estrecha y redonda, saludó al concurso, mientras la sonrisa majestuosa y benévola de sus labios finos y sonrosados brillaba bajo el bien rizado bigote, entre las patillas anchas, negras y lustrosas.

Era alto y fornido, de tez blanca y suave, de mano pequeña y delicada, con uñas de color de rosa. Sobre el vientre, un poco abultado, poco, despedía relámpagos de blancura un chaleco de la más rica tela, y cazadora y pantalón de alpaca de seda gris completaban el traje de tan arrogante buen mozo, cuya pierna había, en todas las épocas de nuestra historia constitucional, sin contar las dos primeras, atraído las miradas de las mujeres de todas las clases sociales.

Desde los quince años había sido don Mamerto el mejor mozo de su tierra, y según la malicia, medio siglo llevaba de seducir casadas y solteras, viudas y monjas, marquesas y ribeteadoras, aldeanas y bailarinas. Es claro que exageraba la malicia. Don Mamerto no podía tener setenta y cinco años ni mucho menos, pero sí era seguro que tenía muchos más de los que aparentaba; y no se diga de los que él confesaba, porque él no confesaba nada, ni de sus años se le había oído hablar nunca.

Lo cierto era que las generaciones pasaban y se sucedían, y Anchoriz era el mismo para todas ellas, el Anchoriz de patillas negras, de labios sonrosados, de ojos suaves y brillantes, de puños tersos blancos como nieve, de pantalón inglés del mejor corte, de arrogante apostura, de elegancia discreta, seria y sólida; el Anchoriz, eterno arquetipo de buenos mozos, adorno de toda fiesta, espectador de todo espectáculo, parte de toda alegría pública, elemento de la animación y de la algazara a todas horas y en todos sitios.

Jamás se le había visto en un entierro, ni los enfermos le debieron visitas, ni dio limosnas en su vida, ni prestó un cuarto, ni hizo un favor de cuenta, ni votó a nadie diputado ni concejal, ni dejó de engañar a cuantos maridos pudo, ni de padres ni de hermanos se cuidó para seducir doncellas; y, sabiéndolo así toda la provincia, no había hombre mejor quisto en ella, y todos decían: —¡Oh, Anchoriz! ¡Un cumplido caballero! ¡Y qué bien conservado!

También se decía de él que si hubiera leído hubiera sido un sabio, porque talento natural no le había como el suyo, y del mundo sabía cuanto había que saber.

No era muy rico, pero vivía como si lo fuera. Durante muchos años no había tenido oficio ni beneficio, sino un hermano acaudalado con quien no vivía (porque su casa era siempre la mejor fonda del pueblo), pero que pagaba todos sus gastos, a lo que se creía; todo a pretexto de una herencia que no acababa de repartirse. Ni el hermano se quejaba, ni el mundo murmuraba. Murió aquel pariente, y dividida la herencia, se vio y se calculó que la parte de Mamerto era exigua; mas él había seguido siendo el mismo, feliz, bien comido, elegante, sin privarse de nada. Por fin se había descubierto que de poco tiempo a aquella parte era Anchoriz administrador general del duque de Ardanzuelo, aunque nada le administraba, porque los mayordomos particulares del duque se lo daban todo hecho a Mamerto.

El palacio del magnate estaba a la disposición del administrador general; y por ostentación, por vanidad o por lo que fuese, haciendo un paréntesis en su vida de fonda, Anchoriz se fue a vivir al gran caserón de Ardanzuelo. Sin embargo, la comida la hacía traer de la fonda. Pasaron seis meses, y el público notó que Anchoriz adelgazaba y palidecía.

¡Anchoriz triste, Anchoriz malucho! ¿Iba a acabarse el mundo? Los médicos más distinguidos de la ciudad se creyeron en el deber de estudiar al enfermo, sin alarmarle, por supuesto. No pudieron dar en el quid de la enfermedad. Fue él, Mamerto mismo, quien acertó con el diagnóstico y la cura. Una tarde se presentó en la cocina del Hotel del Águila, su antigua vivienda; se acercó al cocinero, y sonriendo, después de darle una palmada en el hombro, exclamó:

—Perico, pon hoy tropiezos en la sopa.

—¿En qué sopa?

—En la de casa, en la sopa de todos…

—Pero… ¿el señorito come aquí hoy?

—Sí, hoy, mañana… y todos los días; pon tropiezos.

Los tropiezos eran pedacitos de jamón, aderezo familiar de la sopa, que Mamerto amaba como un dulce recuerdo del hogar paterno; él, que en la comida era un perfecto gentleman y había sabido despreciar desde muy joven la cocina española y burlarse del puchero y los guisotes, comía, siempre que podía, sopa grasienta con pedacitos de jamón, lujo de los grandes banquetes de su padre a que para toda la vida se había aficionado. Era el único recuerdo que consagraba a la tradición, a la familia. No creía en la religión de sus mayores (aunque tampoco se metía con ella para nada, según su frase); no creía en los buenos resultados de la monogamia, ni en los afectos naturales engendrados por la sangre; no creía en la patria; no creía más que en la sopa con tropiezos. Era su única preocupación, su única antigualla.

Cuando él vivía en la fonda se comía a menudo la sopa de don Mamerto.

Al oír aquella noticia, el cocinero se enterneció, se enterneció el pinche, y las muchachas encargadas de la limpieza de los cuartos lloraron de alegría, o cantaron, según el temperamento. El número 6, que había sido durante tantos años de don Mamerto, estaba vacío desde que él lo había dejado. Allí volvió aquella misma noche. La viuda de Uria, dueña del hotel, dijo solemnemente a los criados que aquel día era inolvidable, para la casa.

Cuando el huésped querido ocupó en el comedor el puesto de la mesa que tantos años había sido suyo, hubo en la estancia un silencio elocuente, una emoción profunda en criados y comensales antiguos.

Los huéspedes nuevos miraban también con respeto al héroe de la noche. En cuanto a Mamerto, risueño, impasible con los ojos en el plato sopero, enfriaba su sopa de tropiezos con la naturalidad y modestia y tranquila parsimonia que eran sus rasgos característicos.

Se conocía que, como siempre en situación semejante, aquel hombre no pensaba más que en la sopa.

Aquella sencillez con que supo volver a sus hábitos el caballero sin tacha, recordó a un comisionista erudito el caso de Fray Luis de León cuando volvió a su cátedra de Salamanca, después de su larga prisión: —«Decíamos ayer», había dicho Fray Luis. Pues Mamerto parecía estar diciendo: —Comíamos ayer…

Desde que volvió a la fonda, se notó por días, casi por horas, la mejoría. En pocas semanas volvió a ser el mismo de siempre, y la ciudad durmió tranquila.

IV

Jamás había estado enfermo, ni pensaba estarlo. Muchas y muy complicadas eran las causas que contribuían a esta perfecta salud, que era la suprema ambición de Anchoriz, su única ocupación seria; pero si algún entrometido se atrevía a preguntarle: —Hombre, ¿qué receta tiene usted para estar siempre bueno?— Mamerto contestaba sonriendo: —No lea usted nunca después de comer.

Y si el que consultaba le merecía algún interés, añadía Anchoriz: —Ni antes.

Es claro que esta receta vulgar la daba para despachar a los importunos; su sistema higiénico, su filosofía, no era cosa que pudiera exponerse como los aforismos médicos de un sacamuelas. ¡Ahí era nada! ¡Querer inquirir el secreto de una salud inalterable!

Ciertamente que, en el programa de su vida, siempre sana, entraba la abstención de la lectura; pero no era esto sino parte muy secundaria del sistema.

¡Leer! Claro que no; ¿para qué? La lectura suponía cierta curiosidad nociva, una impaciencia espiritual, una falta de equilibrio que contradecían las condiciones del bienestar verdadero. En rigor, el no leer, más que causa de salud, era efecto de la salud; no estaba sano porque no leía, sino que no leía… porque estaba sano.

Nada de cuanto pudiera decir un escritor podía importarle a él absolutamente nada.

No aborrecía Anchoriz la literatura y la ciencia, no; las despreciaba como despreciaba las boticas, y a los boticarios, y a los médicos, y a los enfermos. Ante un ataque de nervios, ante un rasgo de heroísmo, ante un chispazo de ingenio, Mamerto sonreía con lástima; todo aquello era lo mismo: desequilibrio, anuncio de pronta muerte, una idea equivocada de la existencia. No concebía un desafío, ni una mala palabra, ni una buena obra. El principio de la vida era el egoísmo absoluto. Sacrificar a los demás algo que fuera más allá de los servicios que impone la cortesía, era perderse. No hacer jamás nada en bien del prójimo, era obra dificilísima, casi milagrosa; cierto, por eso él no había conocido más hombre feliz que uno: Mamerto Anchoriz.

De este gran principio del egoísmo absoluto nacían todas las reglas de conducta, que daban por resultado aquella plácida existencia, que Ancharia pensaba prolongar indefinidamente. ¿Había de morir? Allá se vería. Todas las afirmaciones rotundas le empalagaban; no había nada seguro respecto de nada; el que hasta la fecha se hubiesen muerto todos los hombres conocidos, no era una prueba absoluta de que en adelante se muriesen todos también.

La ciencia decía que todo organismo se gasta, que todo lo infinito perece… ¡Conversación! ¡La ciencia decía tantas cosas! El no negaba la posibilidad y aun la probabilidad de la muerte; pero, en fin, no era cosa segura, lo que se llama segura, y esto bastaba para su tranquilidad. Lo importante además no era este aspecto metafísico y abstracto de la cuestión, sino su aspecto práctico, es decir, el no morirse.

—Mientras yo viva, poco importa que sea mortal. Una cosa es mortal y otra cosa es muerto. —Recordaba haber oído que, según Buffon, todo hombre, por viejo que sea, puede tener la legítima esperanza de vivir todavía un año: Gran sabio era, sin duda, este señor Buffon, y digno de no haberse muerto. Él, Anchoriz, pensaba tener siempre el cuerpo en disposición de funcionar más de un año; y así, la muerte, que al fin era, por lo que a él se refería, sólo una palabra, una amenaza, una creación fantástica, iría retrocediendo, y la vida ganándole terreno. Por otra parte, él sabía cómo morían esos ancianos que son ejemplos de longevidad: acaban como pajarillos, como recién nacidos. Se extinguen sin lamentos; en ellos el estómago y toda la vida vegetal sobrevive al cerebro y a cuanto anuncia la existencia del alma…

Pues morir así, en rigor, tampoco es morir. Él esperaba, suponiendo lo peor, esto es, morirse al cabo, pasar a mejor vida cuando ya no lo sintiera… y expirar como un viejecito, a quien había conocido pregonando: —¡Quesos de Villalón! ¡El quesero! —desde el lecho de muerte, y jurando y perjurando que ya era la hora de comer… No, aquello no era morir… Y allá… hacia los ciento veinte años… y pico… ¡qué diablos!, el trago no era tan fuerte. En todo caso, ya lo pensaría.

Y entretanto vivía tranquilo, sereno; sub specie aeternitatis.

V

Así era el hombre a quien con tanta alegría y solemne agasajos recibieron los comensales de Termas—altas, tan aburridos poco antes en aquel comedor frío y húmedo, en aquella mañana de la otoñada triste.

Por de pronto, nada se le dijo del incidente de los fiscales; toda la conversación fue para las noticias frescas, picantes, que traía de la ciudad don Mamerto.

Bodas, bailes, escándalos de amor y del juego, romerías… de todo esto desembuchó el floreciente gallo, muy satisfecho porque podía con tal abundancia saciar la curiosidad de aquellos buenos amigos (a muchos de los cuales sólo los conocía para servicios… de mentirijillas). El coronel le preguntó después qué había de la guerra civil, y qué de una explosión de grisú en las minas de Langreo. Anchoriz puso cara compungida, se limpió los labios con la servilleta y declaró que de tan lamentable catástrofe y de las luchas de nuestros hermanos no tenía la más insignificante noticia.

Y poco después jugaba al tresillo en la sala de recreo (¡de recreo, y tenía un piano que tocaban a ocho manos los bañistas!) sonriente, seguro de ganar a unos chancletas que se consideraban muy honrados con tal compañero, tan fino, tan jovial, y a quien no había quien diese un codillo.

Por la noche, gracias a la influencia de Anchoriz, se reanudaron los rigodones y la Virginia; que no se bailaban desde fines de Julio. Don Mamerto no solía bailar; pero en aquella velada memorable se dignó invitar una dama que metida en un rincón detrás de una mesa de juego, con cara de pocos amigos, parecía estar despreciando todas aquellas frivolidades mundanas, con gesto avinagrado y haciendo calceta. Sí, calceta; no se avergonzaba de ello.

Era la fiscala. Anchoriz ya sabía (se lo habían dicho al tomar café) el incidente del almuerzo. Por lo mismo, se iba derecho al enemigo, seguro de vencerlo.

En efecto, después de una repulsa y varios melindres, la fiscala en persona salió a bailar del brazo de don Mamerto. Una salva de aplausos acogió a la pareja. ¡Lo que es la gloria! A la fiscala se le puso cara de Pascua.

La vanidad le llenaba el mezquino espíritu. Poca vanidad bastaba para llenar recinto tan estrecho. Sin más que una finísima invitación, una mirada de caballero galante, algunas sonrisas en que la salud y la buena sangre hacían veces de poética espiritualidad, Anchoriz había conquistado a la fiscala. Esta señora, al sentir su brazo sostenido por el de aquel buen mozo… de hoja perenne, es decir, siempre en sus verdores, vio el mundo, y a don Mamerto particularmente, desde otro punto de vista, bajo el punto de vista de las flores, y perdonó a Anchoriz… porque había amado mucho.

Cinco o seis días estuvo nuestro héroe haciendo las delicias de los rezagados de Termas—altas. Y buena falta hacía animar y consolar a los que se quedaban, porque los que dejaban el balneario parecía que se llevaban la alegría.

—¿Qué será — decía la fiscala a don Mamerto, a quien llegó a hacer confidente de cierto romanticismo histórico que tenía ella debajo del Código penal en que consistía lo más de su corazón; —qué será que toma una tanto cariño a todas estas personas que conoce de tan poco tiempo; y que al despedirse de cada cual parece que se le deja llevar un pedazo del alma? ¿Será la intimidad del trato, lo excepcional de las relaciones en estos sitios y en estas circunstancias?

—Sí, señora —contestaba don Mamerto, sonriendo— algo es eso; pero la causa principal de este sentimentalismo de final de verano consiste en la mucha fruta que se come y en la salsa de tomate. Estos alimentos debilitan… y los nervios se exaltan… y de ahí ese repentino amor al prójimo y tendencia a ver en todo lo que pasa y se va motivo de melancolía…

—¡El tomate! Estas tristezas que causan estas ausencias… ¿las produce el tomate?…

—Sí, señora; pero sobre todo, la fruta; la de hueso particularmente. Los melocotones crían bilis y la bilis engendra esas penas de tan frívolo motivo.

Por lo demás, a Anchoriz no le costaba trabajo procurar la alegría de los otros, porque él estaba como unas castañuelas. A pesar de la fruta, no le importaba un bledo de los que se iban ni de los que se quedaban; con tal que no faltase gente, que fueran estos o los otros, le importaba un rábano. Por eso no comprendía cómo se afligían tanto algunos cuando se moría alguien. «¿Por qué lloran las muertes y se festejan los nacimientos? Vean ustedes el periódico —exclamaba—. Parte de la alcaldía: día de hoy; cuatro defunciones, seis nacimientos. Vamos ganando dos. Y siempre es lo mismo».

Así era que en los anuncios de marcha de los bañistas él veía nada más motivo de diversión. A pocas simpatías que hubiese ganado en el establecimiento el huésped que se despedía, Anchoriz organizaba, con ocasión del viaje, una jarana, una broma de buen gusto, que consistía en confabularse muchos de los bañistas, hacerse los distraídos a la hora de las despedidas y dejar que se amoscase el que se marchaba, creyendo que se le olvidaba y no se le decía adiós. Y cuando iba a montar en el coche que debía llevarle a la estación, ¡zas! la manifestación salía al pórtico, en formación solemne, cantando la marcha real y tocando los platillos con piedras del río. Y el amoscado huésped se marchaba contentísimo, satisfecho de su popularidad en el balneario, y seguro de que allí dejaba una porción de verdaderos amigos, no menos firmes por poco probados.

Y Anchoriz, que tan buen amigo de esta clase era, tan fiel a la amistad en el holgorio y tan decidido a no acompañar a nadie en el sentimiento, ¿qué pensaba de la amistad de los demás respecto de él? ¿Sería un escéptico? ¿Negaríase toda esperanza de que los demás fueran con él más caritativos que él con los demás? No; no pensaba en eso. Desechaba por importunas estas comparaciones, como la idea de la muerte. No quería meterse en honduras, averiguando adónde llegaba el egoísmo ajeno. Estas investigaciones no le convenían al suyo.

Si el hombre era malo, egoísta, lo mejor era no tener ocasión de llegar a conocerlo por experiencia. Por lo cual, sin decidir la cuestión en sentido pesimista, por si acaso, Anchoriz hacía con la amistad, lo que don Quijote con la segunda celada, no la ponía a prueba. Y su egoísmo, agarrándose al interés, a toda ganancia posible, al amparo de la ley, que asegura lo que se ganó, con caridad o sin ella, procuraba vivir sin necesitar de nadie, a fuerza de no hacer nada por quien pudiera necesitar del alegre y servicial don Mamerto.

La alegría, algo afectada, por lo mismo que todos temían la tristeza de la soledad y del mal tiempo, que se iban acentuando, había llegado al colmo, gracias siempre al señor Anchoriz, cuando una mañana, por cierto de excepcional hermosura en el cielo, de sol esplendoroso y brisa templada, un camarero anunció en el comedor, que don Mamerto no bajaba a comer a la mesa redonda porque se sentía algo indispuesto.

Todos los comensales se volvieron hacia el portador de tal noticia.

—¿Está en la cama? —preguntaron muchos.

—Sí, en la cama; y ha mandado al doctor Casado que vaya a verle.

—¡Anchoriz en la cama! ¡Al mediodía!

Consternación general; y aún más que eso, asombro: así, como si el sol a las doce del día no hubiera dejado todavía las ociosas plumas de su clásico lecho, ni los brazos de la deidad con quien el mito le supone amontonado.

VI

Sin acabar los postres, una comisión del seno… de la mesa redonda fue a visitar a don Mamerto a su cuarto, sin perjuicio de que todos los bañistas, uno por uno, acudiesen después a cumplir con este deber como lo calificó el representante del ministerio público, que, aunque a regaña dientes, se había reconciliado con el Tenorio averiado, gracias a la influencia de la fiscala.

El médico del establecimiento, muy amigo de divertirse y de tratar en broma la medicina, particularmente la hidroterapia, apenas había querido tomarle el pulso ni mirarle a don Mamerto. «¿Qué había de tener Anchoriz? Nada. Al día siguiente ya estaría a las ocho tomando una ducha… ». Pues no estuvo. En vez de la ducha, tuvo que tomar con paciencia los 39 grados de fiebre con que Dios quiso… no probarle, que demasiado sabía Dios qué sujeto era Anchoriz, sino mortificarle.

Los dos primeros días de enfermedad don Mamerto, con la mayor finura del mundo, no permitió que los amigos y amigas que venían a verle entraran en su alcoba; no podían pasar del gabinete, que era como los demás de la casa, es decir, los de primera clase; con esta diferencia, que la mesa y la cómoda parecían escaparate de objetos de tocador: docenas de peines, de cepillos para la cabeza, para las uñas, para los dientes; jeringuillas a docenas también; cientos de botes, frascos, tarros, barras de cosméticos; triángulos de tul para fijar las guías de los bigotes; cajas de jabón; misteriosos artefactos de química, aplicada a la senectud refractaria; y mil cachivaches más de estuche, de neceser, de cuarto de cómico.

Desde el gabinete se le hablaba, y en la alcoba sólo entraba el camarero y el doctor. Al principio don Mamerto contestaba a las almas caritativas que le iban a preguntar por la salud, precisamente cuando la había perdido, con gran amabilidad, esforzando la voz para que le oyeran bien desde fuera, con el tono correcto y finísimo y jovial de siempre. Parecía pedir perdón al público por aquella molestia que le causaba tan inoportunamente cayendo en cama e interrumpiendo la general alegría, que él había renovado. Tampoco él creía en la importancia de su mal a pesar de la fiebre; en este punto estaba de acuerdo con el médico de la casa. ¿Malo de cuidado él? No faltaba más.

Pero como la cosa se iba haciendo pesada, la fiebre no cedía, la debilidad iba trabajando, el cuerpo se le molía y el aburrimiento le asediaba, don Mamerto, por las molestias, t el doctor, por la fiebre, empezaron a alarmarse.

La gente invadió la alcoba y el enfermo no tuvo fuerza para resistir la invasión. Es más: aunque tenía sus motivos para no dejar entrar a nadie, pudo más el deseo de ver seres humanos en rededor, de encontrar caras amigas que pudiesen mostrarle con gestos de compasión que participaban de su disgusto, aunque fuera en cantidades exiguas. Quería apoyarse en el prójimo para padecer; enterar al mundo entero de aquel disgusto tan interesante: la enfermedad de Anchoriz; hasta deseaba contagiar el dolor a los demás, para ver si así él se libraba de penas.

Los bañistas, al ver en el lecho del dolor a don Mamerto, se hicieron cruces… mentalmente. ¡Lo que somos! ¡Es decir, lo que era Anchoriz! Con cuatro o cinco días de fiebre, y de no pintarse, veinte años se le habían echado encima.

Parecía decrépito: parecía su padre resucitado. Bien conocía él que efecto causaba, pero ya no estaba para vanidades y coqueterías; quería que le compadeciesen, ante todo. Y sí; le compadecían; y le hacían mucha compañía, demasiada; parecía aquello un jubileo. ¡Qué entrar y salir! Todos le querían velar. Todos querían llevar cuenta con las horas de tomar medicinas y con las clases y porciones de estas. Tocaron a poner sinapismos en las pantorrillas… y resultó que nadie sabía hacerlo con aseo y eficacia más que la fiscala. Esta señora no vaciló un momento, los puso con gran pulcritud y manos de madre. Era de las damas que más asiduamente visitaban al enfermo; pero ya había notado Anchoriz que tomaba precauciones para no hacer ruido, para no molestarle, que tenían en olvido todos los demás. Cuando la sintió ponerle los sinapismos, advirtió, en la suavidad y calma con que la angulosa dama le movía el cuerpo y la ropa de la cama, algo así como un tierno recuerdo de la lejana infancia; pensó en la madre que había perdido muy pronto. Aunque era tan fea, sobre todo tan ridícula por su figura, por su empaque y por sus cómicas manías, le tomó apego y quiso que ella le arreglase el embozo y las almohadas. Era una delicia sentirla maniobrar con movimientos tan delicados y eficaces, que parecían caricias y medicinas.

Don Mamerto, con la debilidad, se hacía más observador, y empezó, como buen crítico, a ser algo pesimista respecto de las pequeñeces de la vida ordinaria. No era oro todo lo que relucía. Echaba de ver que, los más, tomaban al cuidarle como un entretenimiento. Muchos hacían que hacían. Y no pocos empezaban a cansarse. Algunos ya escaseaban las visitas y atenciones. Otros se le despidieron porque se les acababa la temporada, y le dejaron solo; es decir, sin el ancho mundo que ellos ¡egoístas! iban a cruzar, a correr, ¡a gozar!

¡Cosa más rara! El Anchoriz enfermo acabó por notar un gran parecido entre el carácter de todas aquellas personas tan sanas que le iban abandonando, y el carácter del Anchoriz, robusto y frescote, que él siempre había sido. Hacían con él lo que él siempre había hecho con todos. Pero no era lo mismo. En los demás no estaba bien.

VII

Aquel buen tiempo que parecía haber traído consigo Anchoriz, se fue al traste; los aguaceros volvieron a poner sitio a Termas—altas; parte de la guarnición sitiada se rindió al enemigo, el hastío, y salió de la plaza sin honores de ningún género, porque ya no estaba allí, a la puerta, don Mamerto, para despedir a los que escapaban, con la marcha real.

Unos le decían adiós y otros no. Él fue notando la soledad. Sintió el terror de quedarse allí, atado al lecho, mientras poco a poco todos los bañistas iban desfilando. Ya era aquello un sálvese el que pueda.

En sus manías y aprensiones de enfermo, llegó a sentir la falta de sociedad, como él decía, tanto como la enfermedad misma; la fiebre le convertía el aislamiento en una desgracia. Más era. El quedarse tan solo, metido en aquel cuarto de una casa de baños, lo relacionaba él con la respiración, y cada vez que le anunciaban: «Se ha marchado también don Fulano», se le figuraba que le faltaba aire.

Quería oír ruido, aunque le molestase.

El médico le aconsejaba silencio y obscuridad, y él buscaba estrépito y luz. Hizo que lo trasladasen la cama al gabinete; y de noche, mientras duraba la tertulia de los pocos huéspedes que quedaban, en el salón, que estaba más cerca, don Mamerto mandaba que abrieran la puerta de su habitación para oír fragmentos de las conversaciones. Se jugaba al tresillo, y lo que oía más a menudo era: «Espada, mala, basto. Estuche… Codillo… » y otras lindezas por el estilo.

Parecía mentira que hubiese en la casa personas que diesen tanta importancia al basto y aun a la espada, estando él tan malito, como sin duda se iba poniendo.

Sí, muy malo; valga la verdad. Lo sentía él, y además lo comprendía por ciertas señales: veía que el médico, Campeche, los criados, le trataban con el rencoroso cuidado que un enfermo grave inspira a los extraños que tienen que asistirle.

Aquello no era lo tratado: el Anchoriz sano, alegre como unas castañuelas, siempre sería muy bien venido; Anchoriz meramente indispuesto… podía pasar, hasta tenía cierta gracia por la novedad del caso. Pero Anchoriz… en peligro de muerte, y exigiendo días y días, noches y noches atenciones sin cuento… francamente era una sorpresa dolorosa. Una broma pesada.

O por darse importancia, o porque fuera verdad, el médico dejó correr la voz de que acaso, acaso aquello degeneraba en tifoidea.

La frase, con la tal degeneración, no debía de ser suya, pero el temor a la tifoidea, sí.

A los pocos días ya no sintió Anchoriz las voces del salón; en vano hacía abrir la puerta; ya no oía: mala, basto, rey, fallo… Parecía mentira, pero aquellas palabras sin sentido ya para él, estúpidas, indiferentes, frías, habían llegado a hacerle compañía; le hablaban de una humanidad que existía, aunque muy lejana; eran como un barco que un náufrago ve en el horizonte… una esperanza que pasaba a muchas millas de sus ahogos.

Acabó el tresillo, acabó la tertulia; acababa todo; el señor Campeche tuvo que marcharse: ya no había huéspedes; ya se había despedido el cocinero francés extraordinario, la servidumbre también se había reducido muchísimo… Aquello estaría ya como en invierno… si no fuera la inoportuna enfermedad del señor Anchoriz. El médico también se impacientaba. Oficialmente ya no tenía obligación de estar allí. Se habló de trasladar al enfermo a la capital. Imposible.

No hubo más viaje que volverlo a la alcoba, que le pareció antesala de la sepultura. En aquel antro apenas conocía a las pocas personas que se le acercaban. A la fiscala, sí; la conocía por el tacto, por la dulzura maternal con que le movía en el lecho, con que le arreglaba las almohadas y el embozo. Los fiscales no se habían marchado. Él tenía licencia larga y ella mandaba, por las buenas, en su marido. Eran ridículos, tiesos, a la antigua española; tenían ideas muy atrasadas y muy esclavas del mecanismo legal en asuntos de derecho; eran rigorosos y rutinarios en materia penal, porque lo era el Código; pero, por lo visto, eran excelentes personas. Acaso él no era más que un marido dominado por su mujer; pero ella, estuviera o no enamorada de Anchoriz, como se había susurrado, sin respetar sus años, era, por los resultados a lo menos, un alma caritativa.

Sin la fiscala, Anchoriz hubiera muerto como un perro; como un perro asistido por camareros.

No murió así. Fue de otro modo. Una noche, mientras le velaba un mozo de cocina… durmiendo a pierna suelta y roncando, don Mamerto se sintió muy mal. Llamó, dio gritos, no muy poderosos, y todo fue inútil.

Como si ya estuviese enterrado y despertara en la caja, empezó a dar puñetazos y patadas a la pared; no quería morir sin testigos… sin lástima. El mozo, nada, como un tronco. El pobre se había levantado a las cinco de la mañana, y había trabajado mucho.

Anchoriz, que no había necesitado soñar para tener en la vida muchas veces delante de sí encantadoras y voluptuosas apariciones, dignas del ensueño, en figura de mujeres esbeltas, lozanas, que en traje muy ligero se acercaban a deshora a su lecho de solterón, ahora veía, soñando, delirando tal vez, que de la obscuridad, que la luz de una lamparilla no hacía más que acentuar con un tinte de palidez, surgía un fantasma anguloso, flaco, la muerte con una cofia, figura de danza macabra.

No era la muerte; era la fiscala, en camisa, con las manos colocadas como aconsejaba el pudor póstumo; horrorosa en su fealdad de media noche, pero movida por un espíritu de caridad, que no se destruía por completo, aunque la malicia tuviera razón, y viniese con el refuerzo de cierta curiosidad lasciva inútilmente, o ridículamente romántica y amorosa. Ello era que había que contentarse con lo que había.

La humanidad no ponía a disposición de Anchoriz en aquel trance supremo más que una vieja desdentada, fea, solemne y ridícula, llena de preocupaciones, y un poco piadosa.

Tal como era, se acercó al moribundo; y como no hubo tiempo para más, para llamar médico, cura, ni siquiera criados, ella sola se las arregló como pudo; y en los últimos momentos de extraña lucidez del gran egoísta, le habló de consuelos celestiales, le abandonó con ternura una mano escuálida, a que él se cogió, apretándola, como si así pudiera agarrarse a la vida, y, como lloró él, y lloró ella, y hay lugares comunes cristianos que en ciertos momentos recobran una sublimidad siempre nueva, que sólo entienden los que se ven en supremos apuros, acaso lo que pasó entre la vieja y el libertino, entre la honrada fiscala y el viejo verde, fue la aventura de faldas más interesante con que hubiera podido entretener a los comensales de la mesa redonda el solterón empedernido… si hubiera podido contarla.


Publicado el 23 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
Leído 15 veces.