El Sombrero del Cura

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuento


El señor obispo de la diócesis, por razones muy dignas de respeto, prohibió, hace algunos años, que el clero rural anduviera por prados y callejas, costas y montañas, luciendo el levitón de anchos faldones y el sombrero de copa alta, demasiado alta muchas veces. Hoy todos los curas de mi verde Erín, de mi católica y pintoresca Asturias, usan traje talar, sombrero de teja, de alas sueltas y cortas; y, a fuerza de humildad y con prodigios de obediencia, consiguen montar a caballo con sotana o balandrán, sin hacer la triste figura y sortear las espinas de los setos, sin dejar entre las zarzas jirones del paño negro.

Pero en los tiempos a que me refiero, no lejanos, el cura de la aldea ordinariamente parecía un caballero particular vestido de luto, con alzacuello de seda o de abalorios menudos y con levita y chistera, de remotísima moda las más veces.

El diputado Morales, cacique desde Madrid de una gran porción del territorio del Norte, lo menos, del que abarca dos o tres arciprestazgos, pasa los veranos en su magnífica posesión de la Matiella, en lo más alto de una colina cercana al mar. Desde el palacio, que así lo llaman los aldeanos, de los Morales se ve el cabo de Peñas, que avanza sobre el Cantábrico con gallardía escultórica; y del otro lado, al Oriente, se domina la costa accidentada, verde y alegre, hasta el cabo del Olivo. Y por la parte de tierra asisten los pasmados ojos, por un momento, a la sesión permanente que, en augusto conclave, celebran, por siglos de siglos, los gigantes de Asturias, de las Asturias de piedra: el Sueve, los Picos de Europa, el Aramo..., y tantas otras moles venerables que el buen hijo de esta patria llega a conocer y amar como a sacras imágenes de un augusto misterioso abolengo geológico... De barro somos, y no es mucho pensar con respeto y cariño en la tierra, abuela...

Pero Morales no pensaba en eso ni se paraba a contemplar el gran paisaje (panorama le llamaba él constantemente) que se podía admirar desde la Matiella. Sabía Morales que aquellas vistas valían mucho dinero, que por un capricho un indiano poderoso, o un banquero arrogante darían muchos miles de duros, encima de lo que por sí valía la quinta, nada más que por pagar las vistas soberbias..., que tampoco se pararían a contemplar banqueros soberbios ni soberbios indianos.

—Mire usted, mire usted qué panorama —decía Morales a cualquier huésped de la Matiella, y apuntaba con el dedo al horizonte, mientras él le miraba al amigo la cadena del reloj, los guantes o la corbata.

Para el cacique de la Matiella, diputado por juro de heredad, la Naturaleza, es decir, el campo, no era más que un marco para hacer resaltar el lujo de verano.

A sus ojos, mucho más tenían que admirar las porquerías de escayola con que él había adornado la quinta que el Sueve y Peña Mayor, que él confundía vilmente.

Sí; la Naturaleza era un buen mareo para sus vanidades veraniegas..., pero había que pulirlo, dorarlo..., echarle arena y cal hidráulica. La arena era su manía. Aborrecía los senderos en que se ve la tierra que se pisa. Senda sin arena, para Morales, era vergonzosa desnudez. Le encantaba también el pérfido engaño del cemento, que parece piedra, y oportune ataque inportune, el cacique interrumpía la vida lozana de aquellos verdores con obras de cal hidráulica.

Otro adorno de sus dominios era... el clero rural: los párrocos, coadjutores, ecónomes y capellanes sueltos de aquellos contornos.

Morales, naturalmente, creía en Dios, o, mejor, en la necesidad de inventarlo; un Dios personal, por supuesto, especie de freno automático para contener las pasiones de la multitud y conservar las venerandas instituciones... el papel en alza, cuando convenía. La impiedad le parecía a Morales una falta de respeto al jefe del Gobierno. Era, pues, muy propio de un conservador incondicional rodearse de toda la clerecía de aquellos arciprestazgos, de que él venía a ser el brazo secular por mediación de alcaldes, jueces municipales, etc., etc.

Sí, quería el freno religioso, el triunfo de la Iglesia..., pero con el concordato. Daba mucha importancia a las regalías. Le encantaba una Iglesia que fuese como la religión romana antigua, la de los paganos, una rueda de la administración pública... Miraba, dígase todo, en el fondo..., muy en el fondo...; dudaba..., creía que el progreso...; en fin, él había leído un artículo en que se extractaba la doctrina de Taine..., y... se atenía a los hechos. Quería el dogma para evitar que el mundo volviera a la barbarie; guardaba muchas consideraciones, a los señores curas...; pero..., ¡estaban tan atrasados!... ¡Aquella Teología! ¡Aquellos sombreros! El verdadero Dios de Morales, sin saberlo él, era una diosa: la moda. La moda en todo. En la ropa, en el arte, en las enfermedades, en los barbarismos y en la filosofía. ¡Y aquel respetable clero que se reunía en la Matiella vestía de una manera!... Morales era muy amigo de repetir que él, gracias al progreso, sabía más qué Aristóteles. Excuso decir que sabía mucho menos. También sabía más que Santo Tomás. Se reía, en el seno de la confianza, de la forma silogística. Aborrecía la rima en el verso; quería que las casas fueran de hierro, y filosofaba a lo jónico, moderno, asegurando que todo era electricidad.

Llamaba neurastenia a todo lo que excedía de los alcances de su mísero espíritu, y creía bajo su palabra a la gente nueva cada vez que ésta le anunciaba que todo lo conocido caducaba, y que estaba para brotar el nuevo genio, el de la gran generación. A pesar de todo, era conservador en política, porque no había otra manera de conservar el distrito y la influencia de todos aquellos Ayuntamientos del contorno. ¡Pero, en el fondo, era él lo más avanzado, lo más modernista!... Y todo esto le venía de su real y espontánea afición, el último figurín, en materia de trapos. En fin: el gran villano, cuando hablaba a solas con su mujer, ¡llamaba cursi al cura de la Matiella!

Era un sacerdote alto, moreno, de cara larga, no mucho, bien proporcionadas facciones, dientes limpios y sanos, labios frescos, cuello fuerte, buen torso, pierna larga, majestuoso sin afectación en los andares, pulcro y sencillo en el vestir. También usaba levita larga, pero no mucho; y el sombrero...

—¡Verán ustedes qué sombrero! —nos dijo Morales una tarde de agosto, en que tomábamos café en la glorieta central del parque de la Matiella.

Un criado acababa de anunciar al señor cura de la parroquia.

Morales y el cura, por cosquillas de Morales y dignidad del párroco, habían estado sin verse dos o tres años; pero le había convenido al cacique una reconciliación, y el clérigo se había apresurado a admitirla, por caridad y espíritu sinceramente humilde. La tarde anterior, Morales había visitado al cura, le había invitado a tomar café al día siguiente, y él no tenía sobre la cabeza más que un humildísimo gorro negro.

—¡Verán ustedes qué sombrero! —repitió Morales, pensando en la chistera que usaba el cura tres o cuatro años antes.

No recordaba el sombrero, sino la impresión que a él le había hecho; no recordaba, sino que era de modelo antiquísimo, de figura antediluviana...

Por un sendero en zig—zag, de resplandeciente arena amarillenta, se fue acercando una figura negra, esbelta. Veinte ojos fisgones, seis de ellos de mujer, ojos de gente madrileña, se habían clavado en el buen clérigo, y parecía que le estaban examinando de la ciencia de andar por un parque de gente rica como se debe. Largo era el examen, porque larga era la distancia; pero el cura no se daba gran prisa a abreviar el trance, que para él, por lo visto, no era amargo ni siquiera molesto. Casi todos estábamos cubiertos, porque en aquellas alturas soplaba con fuerza el Noroeste, y cubierto venía el cura. Al llegar a la glorieta, echó mano al sombrero, hizo muy airosa cortesía y se volvió a cubrir. Puestos en pie nosotros, imitamos su gesto.

¿Y... el sombrero? ¿El sombrero del señor cura?

El sombrero del señor cura no tenía nada de particular. No, era nuevo, sin duda, pero estaba limpio y sin abolladuras; el pelo teníalo bastante bien conservado, y no nos pareció ni demasiado alto ni demasiado bajo, ni de alas sobrado anchas, ni muy estrechas; y la forma de la copa ni demasiado curva nos pareció, ni de cilindro desairado ni de tronco de cono; era un sombrero de copa alta, aproximadamente como los que nosotros habíamos dejado en casa.

Todos nos volvíamos hacia Morales, como pidiéndole cuentas de aquella decepción.

Morales se encogió de hombros.

Mientras el cura saludaba particularmente al amo de la casa, un pollo de Madrid, gente nueva, preguntó a Morales en voz baja:

—Pero, ¿es el mismo?

—¡Eso sí; el mismo!

—Sin duda..., como no le he visto en tres años..., y entonces era tan diferente la moda...

—Eso es —me atreví yo a decir—. El tiempo ha hecho otra vez de moda al sombrero antediluviano del señor cura.

Morales, el pollo «gente nueva», y algunos otros se turbaron un poco por efecto de mis palabras.

—¿Por qué?

—Ya nos lo explicará con la mayor inocencia el señor cura de la Matiella, el del sombrero.

Gracias a los buenos puros, los buenos licores y al calor y la gracia de la conversación, se fue animando la gente, y a poco de haber entrado, en el corro el cura de la Matiella ya le tratábamos como a conocido antiguo; y él, seguro de haber parecido simpático, hablaba con gran soltura, alegre, sin dejar de medir las palabras, aunque salían abundantes y espontáneas.

—¡El progreso, el progreso! —decía el señor cura—. Yo también creo en el progreso..., pero no como ustedes, que ven en él un ídolo, un fetiche, que tiene por símbolo una línea recta. El progreso no es un dios, y es una curva sinuosa. Vean ustedes este sombrero y, al decir esto, colocó el sombrero que tanto habíamos mirado sobre sus rodillas—. Vean ustedes; este sombrero me ha enseñado a mí mucho acerca del cambio de las cosas. Nuestro ilustre diputado el señor Morales, a cuya salud bebo esta copita, cree que en cuestión de ropa, de música, de jardinería, de filosofía y hasta de teología, lo mejor es la última moda, y que debemos andar siempre a la última. Yo creo que lo mejor es lo racional, lo prudente, que unas veces está de moda y otras no.

Yo he leído un poquillo, poco; y recuerdo que Descartes, en el Discurso del método, dice, sobre poco más o menos, algo como esto: que lo mejor es colocarse en el medio, a igual distancia de los extremos, porque aunque la verdad esté en un extremo, a él se irá más pronto desde el medio que desde el otro extremo.

Cuando compré este sombrero, hace muchísimos año, lo escogí a mi gusto. El sombrerero me puso delante otros muchos que eran de moda, diciéndome: «Ése que usted escoge ya no se lleva.» «Pues me lo llevo yo», repuse. Entonces se estilaban las chisteras con alas muy recortadas y pegaditas a la copa, que era muy alta. Mi sombrero, éste, tenía las alas algo anchas, para que diesen un poco de sombra al rostro y no dejaran desairada la copa por desproporción. Pero, claro, comparadas aquellas alas con las de moda, parecían anchísimas, y la copa regular, muy baja al lado de las que estaban en uso. Pero yo salía tan contento con mi compra en la cabeza, tranquila la conciencia, porque sabía que llevaba una prenda útil para su empleo y de proporciones regulares. Mas los caballeros y señoras con que tuve que tratar en la ciudad no lo veían como yo, porque, sin duda, encontraban anticuado aquel inocente pedazo de fieltro.

Pasaron años; volví a la ciudad con mi sombrero, y también noté que llamaba la atención. Cuando fui a plancharlo, el sombrerero me explicó el motivo: la copa era escandalosa por lo alta, y las alas ridículas por lo estrechas... El sombrero de moda era de anchísimas alas y de copa tan baja, que no era digna de una verdadera canoa. Valga la verdad, hasta los chiquillos se reían, más o menos disimuladamente, de este pobre veterano (dando golpecitos sobre el sombrero), que les parecía una torre de Babel.

Pero las modas pasan, y mi sombrero dura; así que, después de algún tiempo, volví a la ciudad, y noté que la bimba de este cura no llamaba la atención; por casualidad, y por poco tiempo, la moda coincidió con mi gusto, sobre poco más o menos; los sombreros de copa de los caballeros que veía pasar junto a mí eran de tamaño y figura del mío.

Volví a planchar el vejete este, y al sombrerero no se le ocurrió proponerme que lo reformara. Estaba bien. Aquella forma era la corriente. Como las rechiflas de antaño no me habían dado frío, no me daba calor esto de andar a la moda por una temporada, de pelos arriba. Yo seguí contento con mi vetusta cobertura, no porque fuese de moda, sino porque era útil, conforme con su destino y las leyes constantes de la proporción. Otra vez volvió a estar mi sombrero anticuado, y volví yo a no incomodarme por eso. En el presente momento histórico, como dicen en el Congreso, mi chapeau vuelve a ser como los que se usan, ¿no es así, caballeros? Vuelve a la moda..., pero no me alegro; como no me dará pena que la moda se separe de mí.

Larga pausa.

—Pues lo que digo del sombrero, lo digo de la cabeza... y del corazón. Cuando escogí estado, cuando seguí mi vocación, cuando me aferré a mis ideas, a mi fe y a mis amores cristianos... no estaban de moda, no, la religión, la fe, ni el cristianismo. Ahora parece que entre la gente de más aristocrático pensamiento soplan aires místicos, o que así llaman, yo algo he leído de eso, y no todo me olió a farsa, aunque sí mucho. Bien venidos sean esos nuevos cristianos, si vienen solos, es decir, si no vienen con el diablo de la hipocresía o de la vanidad. Me temo, sin embargo, que esa ola favorable pasará; que la barca, que ustedes saben, seguirá luchando con las tempestades del mundo... Como quiera que sea, yo siempre tendré sabido que para Dios no hay evoluciones ni progresos; su gloria es eterna..., et nunc et semper. Perseguidos o respetados, nosotros siempre lo mismo.

Y, poniéndose en pie, terminó diciendo:

—Quien ve mi sombrero, me ve a mí. Según mi razón, escogí este chisme; según mi fe y mi conciencia, seguí la bandera de Jesús, y aunque hay muchas cosas que cambian y mejoran, no pueden variar las condiciones principales que debe tener un sombrero de copa alta, ni puede haber moda que eclipse la gloria de Cristo. ¡Ay del que le siga mirando si muchos o pocos le acompañan! A la moda, señores, en conclusión, le pasa lo que a la Academia, según la célebre sentencia de un crítico agudo: la moda es también una autoridad... cuando tiene razón.

Hubo un momento de silencio.

El amo de la casa se atrevió a romperlo, exclamando:

—Usted saca el Cristo, señor cura, eso no vale. Dejemos las cosas de tejas arriba; en este bajo mundo...

—¿Negará usted que la evolución es una ley universal demostrada hasta la sociedad?

—El devenir.

—Hégel...

—Darwin...

—Spencer...

Mientras aquellos señores abrumaban al pobre cura de la Matiella con alardes de erudición filosófica de segunda o tercera mano, queriendo imponerle como leyes racionales las preocupaciones del propio psitacismo, yo le estaba agradeciendo al buen clérigo, en el fondo del alma, aquella lección sencilla y edificante, que venía a sancionar mis pesares más íntimos y mi conducta en la modesta cátedra, donde años y años llevo diciendo a mis queridos discípulos que procuren ser buenos ante todo, y además, y si tienen tiempo, que procuren encontrar por el camino que parece más racional, menos expuesto a engaños, una ciencia que yo no tengo y que, por lo mismo, no puedo en señarles.

Hace tres lustros, yo me presenté en mi cátedra con un sombrero que no estaba de moda; tenía, es claro, buen cuidado de explicar siempre, porque en punto a filosofía, hay que atender poco a los sombreros que llevan los demás; pero con todo, por conciencia, también advertía siempre que lo corriente entonces no era pensar así.

El positivismo (¡y qué positivismo el que llega a las masas de los ateneos, academias, cátedras, foros, congresos, clubs, anfiteatros y laboratorios!) era en aquellos días aquí en España la última palabra.

Yo combatía con toda la fuerza de mi convicción las teorías capitales del positivismo, sin negar sus méritos, sus servicios, sus verdades particulares, ni el genio ni el talento de tales o cuales positivistas.

Era yo joven, y parecía en cátedra un viejo, un rezagado.

Pasaron años..., y mi sombrero, como el del cura de la Matiella, está por esos mundos del pensamiento, de moda; a la última... ¿Por qué no decirlo a los discípulos? Se lo digo con cierta satisfacción contenida, hasta algo melancólica.

Mis ideas son novísimas, mi tendencia la de los jóvenes maestros de Europa y América...; pero yo no parezco un joven, porque voy siendo viejo de veras.

Y como para el viejo, aunque no sea perro, no hay tus tus, sin que deje de halagarme el ver en autores flamantes confirmadas mis opiniones, no siento por ello demasiado calor.

Y, como el cura de la Matiella, aunque pase la moda de mi sombrero, pienso conservarlo hasta que me muera..., y acaso después. Et nunc et semper.


Publicado el 27 de noviembre de 2016 por Edu Robsy.
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