Descargar ePub «Mi Entierro», de Leopoldo Alas "Clarín"

Cuento


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  Cuento.
10 págs. / 17 minutos / 137 KB.
23 de octubre de 2020.


Fragmento de Mi Entierro

Bajaron la caja mortuoria hasta el portal y allí me dejaron junto a la puerta, uno de cuyos batientes estaba cerrado. Parte del ataúd, la de los pies, la mojaba fina lluvia que caía; ¡siempre la humedad! Vi bajar, es decir, sentí por los medios sobrenaturales de que disponía, bajar a los señores del duelo. Llenaron el portal, que era grande. Todos vestían de negro; había levitas del tiempo del retraimiento. Estaban allí todo el comité del distrito y muchos soldados rasos del partido, de esos que sólo figuran cuando se echa un guante para cualquier calamidad de algún correligionario y se publican las listas de la suscrición. Allí estaba mi tabernero que bien quisiera consagrar una lágrima y un pensamiento melancólico a la memoria del difunto; pero la levita le traía a mal traer, se le enredaba entre las piernas, y en cuanto a la corbata le hacía cosquillas y le sofocaba; por lo cual no pensó en mí ni un solo instante. El duelo se puso en orden; me metieron en el carro fúnebre y la gente fue entrando en los coches. Había dos presidencias, una era la de la familia, que como yo no tenía parientes, la representaban mis amigos, los íntimos de la casa; Clemente Cerrojos presidía, a la derecha llevaba a Roque Tuyo, a la izquierda a mi casero, que solía entrar en casa a ver si le maltratábamos la finca. La otra presidencia era política. Iban en medio don Mateo Gómez, hombre íntegro, consecuente, que profesaba este dogma: mis amigos, los de mi partido. Y juraba que Madoz le había robado aquella frase célebre: «yo seguiré a mi partido hasta en sus errores». Uno de los títulos de gloria de don Mateo era que no se había muerto ningún correligionario suyo sin que él le acompañase al cementerio. Don Mateo me estimaba, pero valga la verdad, según caminábamos a la que él pensaba llamar en el discurso que le había tocado en suerte, última morada, un color se le iba y otro se le venía; se le atravesaba no sabía qué en la garganta, y maldecía, para sus adentros, la hora en que yo había nacido y mucho más la en que había muerto. Yo iba penetrando en el pensamiento de don Mateo desde mi carro fúnebre, merced a la doble vista de que ya he hablado. El buen patricio, no vale mentir, se había aprendido su discurso de memoria: era sobre poco más o menos y tal como la habían publicado los periódicos, la oración fúnebre de cierto correligionario, mucho más ilustre que yo, pronunciada por un orador célebre de nuestro partido. Pero al buen Gómez se le había olvidado más de la mitad, mucho más, de la arenga prendida con alfileres, y allí eran los apuros. Mientras sus compañeros de presidencia discurrían con gran tranquilidad de ánimo acerca de las vicisitudes del mercado de granos, a que ambos se consagraban, don Mateo procuraba en vano reedificar la desmoronada construcción del discurso premeditado. Por fin se convenció de que le sería necesario improvisar, porque de la memoria ya no había que esperar nada. «Lo mejor para que se me ocurriera algo, pensó, sería sentir de veras, con todo el corazón, la muerte de Ronzuelos (mi apellido)». Y probaba a enternecerse, pero en vano; a pesar de su cara compungida, le importaba tres pepinos la muerte de Ronzuelos (don Agapito) es decir, mi muerte.


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