Mi Entierro

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuento


Discurso de un loco

Una noche me descuidé más de lo que manda la razón jugando al ajedrez con mi amigo Roque Tuyo en el café de San Benito. Cuando volví a casa estaban apagados los faroles, menos los guías. Era en primavera, cerca ya de Junio. Hacía calor, y refrescaba más el espíritu que el cuerpo el grato murmullo del agua, que corría libre por las bocas de riego, formando ríos en las aceras. Llegué a casa encharcado. Llevaba la cabeza hecha un horno y aquella humedad en los pies podía hacerme mucho daño; podía volverme loco, por ejemplo. Entre el ajedrez y la humedad hacíanme padecer no poco. Por lo pronto, los polizontes que, cruzados de brazos, dormían en las esquinas, apoyados en la puerta cochera de alguna casa grande, ya me parecían las torres negras. Tanto es así, que al pasar junto a San Ginés uno de los guardias me dejó la acera, y yo en vez de decir —gracias—, exclamé —enroco—, y seguí adelante. Al llegar a mi casa vi que el balcón de mi cuarto estaba abierto y por él salía un resplandor como de hachas de cera. Di en la puerta los tres golpes de ordenanza. Una voz ronca, de persona medio dormida, preguntó: —¿Quién? —¡Rey negro! —contesté, y no me abrieron—. ¡Jaque! —grité tres veces en un minuto, y nada, no me abrieron. Llamé al sereno, que venía abriendo puertas de acera en acera, saliéndose de sus casillas a cada paso. —Chico —le dije cuando le tuve a salto de peón—. ¡Ni que fueras un caballo; vaya modo de comer que tienes! —El pollín será usted y el comedor, y el sin vergüenza… Y poco ruido, que hay un difunto en el tercero, de cuerpo presente. —¡Alguna víctima de la humedad! —dije lleno de compasión, y con los pies como sopa en vino.

—Sí, señor, de la humedad es; dicen si ha muerto de una borrachera; él era muy vicioso, pero pagaba buenas propinas; en fin, la señora se consolará, que es guapetona y fresca todavía, y así podrá ponerse en claro y conforme a la ley lo que ahora anda a oscuras y contra lo que manda la justicia. —¿Y tú qué sabes, mala lengua? —Que no ponga motes, señorito; yo soy el sereno, y hasta aquí callé como un santo, pero muerto el perro… ¡Allá voy! —gritó aquel oso del Pirineo, y con su paso de andadura se fue a abrir otra puerta. Un criado bajó a abrirme. Era Perico, mi fiel Perico. —¡Cómo has tardado tanto, animal! —¡Chist! No grite V., que se ha muerto el amo. —¿El amo de quién? —Mi amo. —¿De qué? —De un ataque cerebral, creo. Se humedeció los pies después de una partida de ajedrez con el Sr. Roque… y claro, lo que decía don Clemente a la señora: «No te apures, que el bruto de tu marido se quita de enmedio el mejor día reventando de bestia y por mojarse los pies después de calentarse los cuernos… ». —Los cascos diría, que es como se dice. —No, señor, cuernos decía. —Sería por chiste; pero en fin, al grano. Vamos a ver, y si tu amo se ha muerto, ¿quién soy yo? —Toma, V. es el que viene a amortajarle, que dijo don Clemente que le mandaría a estas horas por no dar que decir… Suba V., suba V.—. Llegué a mi cuarto. En medio de la alcoba había una cama rodeada de blandones, como en Lucrecia Borgia están los ataúdes de los convidados. El balcón estaba abierto. Sobre la cama, estirado, estaba un cadáver. Miré. En efecto, era yo. Estaba en camisa, sin calzoncillos, pero con calcetines. Me puse a vestirme; a amortajarme, quiero decir. Saqué la levita negra, la que estrené en la reunión del Circo de Price, cuando Martos dijo aquello de «traidores como Sagasta» y el difunto Mata habló del cubo de las Danaides. ¡No supe nunca qué cubo era ese! Pero en fin, quise empezar a mudarme los calcetines, porque la humedad me molestaba mucho, y además quería ir limpio al cementerio. ¡Imposible! Estaban pegados al pellejo. Aquellos calcetines eran como la túnica de no sé quién, sólo que en vez de quemar mojaban. Aquella sensación de la humedad unas veces daba frío y otras calor. A veces se me figuraba sentir los pies en la misma nuca, y las orejas me echaban fuego… En fin, me vestí de duelo, como conviene a un difunto que va al entierro de su mejor amigo. Una de las hachas de cera se torció y empezaron a caer gotas de ardiente líquido en mis narices. Perico, que estaba allí solo, porque el hombre que me había amortajado había desaparecido, Perico dormía a poca distancia sobre una silla. Despertó y vio el estrago que la cera iba haciendo en mi rostro; probó a enderezar el gran cirio sin levantarse, pero no llegaba su brazo al candelero… y bostezando, volvió a dormir pacíficamente. Entró el gato, saltó a mi lecho y enroscándose se acostó sobre mis piernas. Así pasamos la noche.

Al amanecer, el frío de los pies se hizo más intenso. Soñé que uno de ellos era el Mississippí y el otro un río muy grande que hay en el Norte de Asia y que yo no recordaba cómo se llamaba. ¡Qué tormento padecí por no recordar el nombre de aquel pie mío! Cuando la luz del día vino a mezclarse, entrando por las rendijas, con la luz amarillenta de las hachas, despertó Perico; abrió la boca, bostezó en gallego y sacando una bolsa verde de posadero se puso a contar dinero sobre el lecho mortuorio. Un moscón negro se plantó sobre mis narices cubiertas de cera. Perico miraba distraído al moscón mientras hacía cuentas con los dedos, pero no se movió para librarme de aquella molestia. Entró mi mujer en la sala a eso de las siete. Vestía ya de negro, como los cómicos que cuando tiene que pasar algo triste en el tercer acto se ponen antes de luto. Mi mujer traía el rostro pálido, compungido, pero la expresión del dolor parecía en él gesto de mal humor más que otra cosa. Aquellas arrugas y contorsiones de la pena parecían atadas con un cordel invisible. ¡Y así era en efecto! La voluntad, imponiéndose a los músculos, teníalos en tensión forzosa… En presencia de mi mujer sentí una facultad extraordinaria de mi conciencia de difunto; mi pensamiento se comunicaba directamente con el pensamiento ajeno; veía a través del cuerpo lo más recóndito del alma. No había echado de ver esa facultad milagrosa antes porque Perico era mi única compañía, y Perico no tenía pensamiento en que yo pudiera leer cosa alguna. —Sal —dijo mi esposa al criado; y arrodillándose a mis pies quedó sola conmigo. Su rostro se serenó de repente; quedaron en él las señales de la vigilia, pero no las de la pena. Y rezó mentalmente en esta forma:

«Padre nuestro (¡cómo tarda el otro!) que estás en los cielos (¿habrá otra vida y me verá este desde allá arriba?), santificado (haré los lutos baratos, porque no quiero gastar mucho en ropa negra) sea el tu nombre; venga a nos el tu reino (el entierro me va a costar un sentido si los del partido de mi difunto no lo toman como cosa suya), y hágase tu voluntad (lo que es si me caso con el otro, mi voluntad ha de ser la primera y no admito ancas de nadie —ancas, pensó mi mujer, ancas, así como suena) así en la tierra como en el cielo (¿estará ya en el purgatorio este animal?)».

A las ocho llegó otro personaje, Clemente Cerrojos, del comité del partido, del distrito de la Latina, vocal. Cerrojos había sido amigo mío político y privado, aunque no le creía yo tan metido en mis cosas como estaba efectivamente. Antes jugaba al ajedrez, pero conociendo yo que hacía trampas, que mudaba las piezas subrepticiamente, rompí con él, en cuanto jugador, y me fui a buscar adversario más noble al café. Clemente se quedaba en mi casa todas las noches haciendo compañía a mi mujer. Estaba vestido con esa etiqueta de los tenderos, que consiste en levita larga y holgada de paño negro liso, reluciente, y pantalón, chaleco y corbata del mismo color. Clemente Cerrojos era bizco del derecho; la niña de aquel ojo brillaba inmóvil casi siempre, sin expresión, como si tuviese allí clavada una manzanilla de esas que cubren los baúles y las puertas. Mi mujer no levantó la cabeza. Cerrojos se sentó sobre el lecho mortuorio, haciéndole crujir de arriba abajo. Cinco minutos estuvieron sin hablar palabra. Pero ¡ay!, que yo veía el pensamiento de los infames. Mi mujer pensó de pronto en lo horroroso y criminal que sería abrazar a aquel hombre o dejarse abrazar allí, delante de mi presunto cadáver. Cerrojos pensó lo mismo. Y los dos lo desearon ardientemente. No era el amor lo que los atraía, sino el placer de gozar impunemente un gran crimen, delicioso por lo horrendo. «Si él se atreviera, yo no resistiría», pensó ella temblando. «Si ella se insinuara, no quedaría por mí», dijo él para sus adentros. Ella tosió, arregló la falda negra y dejó ver su pie hasta el tobillo. Él la tocó con la rodilla en el hombro. Yo sentí que el fuego del adulterio sacrílego pasaba de uno a otro, a través de la ropa… Clemente inclinábase ya hacia mi viuda… Ella, sin verle, le sentía venir… Yo no podía moverme; pero él creyó que yo me había movido. Me miró a los ojos, abiertos como ventanas sin madera y retrocedió tres pasos. Después vino a mí y me cerró las ventanas con que le estaba amenazando mi pobre cadáver. Llegó gente.

Bajaron la caja mortuoria hasta el portal y allí me dejaron junto a la puerta, uno de cuyos batientes estaba cerrado. Parte del ataúd, la de los pies, la mojaba fina lluvia que caía; ¡siempre la humedad! Vi bajar, es decir, sentí por los medios sobrenaturales de que disponía, bajar a los señores del duelo. Llenaron el portal, que era grande. Todos vestían de negro; había levitas del tiempo del retraimiento. Estaban allí todo el comité del distrito y muchos soldados rasos del partido, de esos que sólo figuran cuando se echa un guante para cualquier calamidad de algún correligionario y se publican las listas de la suscrición. Allí estaba mi tabernero que bien quisiera consagrar una lágrima y un pensamiento melancólico a la memoria del difunto; pero la levita le traía a mal traer, se le enredaba entre las piernas, y en cuanto a la corbata le hacía cosquillas y le sofocaba; por lo cual no pensó en mí ni un solo instante. El duelo se puso en orden; me metieron en el carro fúnebre y la gente fue entrando en los coches. Había dos presidencias, una era la de la familia, que como yo no tenía parientes, la representaban mis amigos, los íntimos de la casa; Clemente Cerrojos presidía, a la derecha llevaba a Roque Tuyo, a la izquierda a mi casero, que solía entrar en casa a ver si le maltratábamos la finca. La otra presidencia era política. Iban en medio don Mateo Gómez, hombre íntegro, consecuente, que profesaba este dogma: mis amigos, los de mi partido. Y juraba que Madoz le había robado aquella frase célebre: «yo seguiré a mi partido hasta en sus errores». Uno de los títulos de gloria de don Mateo era que no se había muerto ningún correligionario suyo sin que él le acompañase al cementerio. Don Mateo me estimaba, pero valga la verdad, según caminábamos a la que él pensaba llamar en el discurso que le había tocado en suerte, última morada, un color se le iba y otro se le venía; se le atravesaba no sabía qué en la garganta, y maldecía, para sus adentros, la hora en que yo había nacido y mucho más la en que había muerto. Yo iba penetrando en el pensamiento de don Mateo desde mi carro fúnebre, merced a la doble vista de que ya he hablado. El buen patricio, no vale mentir, se había aprendido su discurso de memoria: era sobre poco más o menos y tal como la habían publicado los periódicos, la oración fúnebre de cierto correligionario, mucho más ilustre que yo, pronunciada por un orador célebre de nuestro partido. Pero al buen Gómez se le había olvidado más de la mitad, mucho más, de la arenga prendida con alfileres, y allí eran los apuros. Mientras sus compañeros de presidencia discurrían con gran tranquilidad de ánimo acerca de las vicisitudes del mercado de granos, a que ambos se consagraban, don Mateo procuraba en vano reedificar la desmoronada construcción del discurso premeditado. Por fin se convenció de que le sería necesario improvisar, porque de la memoria ya no había que esperar nada. «Lo mejor para que se me ocurriera algo, pensó, sería sentir de veras, con todo el corazón, la muerte de Ronzuelos (mi apellido)». Y probaba a enternecerse, pero en vano; a pesar de su cara compungida, le importaba tres pepinos la muerte de Ronzuelos (don Agapito) es decir, mi muerte.

—Es una pérdida, una verdadera pérdida —dijo alto para que los otros le ayudaran a lamentar mi desaparición del gran libro de los vivos, como dice Pérez Escrich—. ¡Una gran pérdida! —repitió.

—Sí, pero el grano estaba averiado, y gracias que así y todo se pudo vender —contestó otro de los que presidían.

—¿Cómo vender? Ronzuelos era incapaz… era integérrimo… eso es, integérrimo.

—Pero ¿quién habla de Ronzuelos, hombre? Hablamos del grano que vendió Pérez Pinto…

—Pues yo hablo del difunto.

—Ah, sí. Era un carácter.

—Justo, un carácter, que es lo que necesitamos en este país sin…

—Sin carácteres —añadió el interlocutor acabando la frase con el esdrújulo apuntado.

Don Mateo dudaba si caracteres era esdrújulo o no, pero ya supo desde entonces a qué atenerse.

Llegamos al cementerio. Entonces los del duelo, por la primera vez, se acordaron de mí. En torno del ataúd se colocó el partido a quien don Mateo seguía hasta en sus extravíos. Hubo un silencio que no llamaré solemne porque no lo era. Todos los circunstantes esperaban con maliciosa curiosidad el discurso de Gómez. —Es un inepto, ahora lo vamos a ver —decían unos. —No sabe hablar, pero es un hombre enérgico. Es lo que necesitamos —interrumpía alguno. —Menos palabras y más hechos es lo que necesita el país.

—¡Eso!… Eso… Eso… —dijeron muchos. —¡Esooo!… —repitió el eco a lo lejos.

—Señores —exclamó don Mateo, después de toser dos veces y desabrocharse y abrocharse un guante—. Señores, otro campeón ha caído herido como por el rayo (no sabía que me había matado la humedad) en la lucha del progreso con el oscurantismo. Modelo de ciudadanos, de esposos y de liberales, brilló entre sus virtudes como astro mayor la gran virtud cívica de la consecuencia. Íntegro como pocos, su corazón era un libro abierto. Modelo de ciudadanos, de esposos y de liberales… —don Mateo se acordó de repente de que esto ya lo había dicho; tembló como un azogado, sintió que la memoria y todo pensamiento se hundían en un agujero más oscuro que la tumba que iba a tragarme, y en aquel instante me tuvo envidia; se hubiera cambiado por el difunto. El cementerio empezó a dar vueltas, los mausoleos bailaban y la tierra se hundía. Yo, que estaba de cuerpo presente, a la vista de todos, tuve que hacer un gran esfuerzo para no reírme y conservar la gravedad propia del cadáver en tan fúnebre ceremonia. Volvió a reinar el silencio de las tumbas. Don Mateo buscaba la palabra rebelde, el público callaba, con un silencio que valía por una tormenta de silbidos; sólo se oía el chisporroteo de los cirios y el ruido del aire entre las ramas de los cipreses. Don Mateo, mientras buscaba el hilo, maldecía su suerte, maldecía al muerto, el partido y la manía fea de hablar, que no conduce a nada, porque lo que hace falta son hechos. «¿De qué me ha servido una vida de sacrificios en aras o en alas (nunca había sabido don Mateo si se dice alas o aras hablando de esto) en alas de la libertad, pensaba, si porque no soy un Cicerón estoy ahora en ridículo a los ojos de muchos menos consecuentes y menos patriotas que yo?». Por fin pudo coger lo que él llamaba el hilo del discurso y prosiguió: —¡Ah, señores, Ronzuelos, Agapito Ronzuelos fue un mártir de la idea (de la humedad, señor mío, de la humedad), de la idea santa, de la idea pura, de la idea del progreso, el progreso indefinido! No era un hombre de palabra, quiero decir, no era un orador, porque en este desgraciado país lo que sobran son oradores, lo que hace falta es carácter, hechos y mucha consecuencia—. Hubo un murmullo de aprobación y don Mateo lo aprovechó para terminar su discurso. Se disolvió el cortejo. Entonces se habló un poco de mí, para criticar la oración fúnebre del presidente efectivo del comité.

—La verdad es —dijo uno encendiendo un fósforo en la tapa de mi ataúd—, lo cierto es que don Mateo no ha dicho más que cuatro lugares comunes.

—Claro, hombre —dijo otro—, lo de cajón; por lo demás, este pobre Ronzuelos era buena persona y nada más. ¡Qué había de tener carácter!

—Ni consecuencia.

—Lo que era un gran jugador de ajedrez.

—De eso habría mucho que hablar —replicó un tercero—. Ganaba porque hacía trampas. Guardaba las piezas en el bolsillo.

¡El que hablaba así era Roque Tuyo, mi rival, el infame que enrocaba después de haber movido el rey!

No pude contenerme. —¡Mientes! —grité saltando de la caja. Pero no vi a nadie; todos habían desaparecido. Empezaba la noche; la luna asomaba tras las tapias del cementerio. Los cipreses inclinaban sus copas agudas con melancólico vaivén, gemía el aire entre las ramas, como poco antes, cuando se cortó don Mateo. Llegó un enterrador. —¿Qué hace V. ahí? —me dijo, un poco asustado. —Soy el difunto —respondí—. Sí, el difunto, no te espantes. Oye: alquilo ese nicho; te pagaré por vivir en él mejor que si lo ocupara un muerto. No quiero volver a la ciudad de los vivos… Mi mujer, Perico, Clemente, el partido, don Mateo… y sobre todo Roque Tuyo, me dan asco—. El enterrador dijo a todo amén. Quedamos en que el cementerio sería mi posada, aquel nicho mi alcoba. Pero ¡ay!, el enterrador era hombre también. Me vendió. Al día siguiente vinieron a buscarme Clemente, Perico, mi mujer y una comisión del seno de mi partido, con don Mateo a la cabeza o a los pies. Resistí cuanto pude, defendiéndome con un fémur; pero venció el número; me cogieron, me vistieron con un traje de peón blanco, me pusieron en una casilla negra, y aquí estoy, sin que nadie me mueva, amenazado por un caballo que no acaba de comerme y no hace más que darme coces en la cabeza. Y los pies encharcados, como si yo fuera arroz.


Publicado el 23 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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