Pipá (cuentos)

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuentos, Colección



Pipá

I

Ya nadie se acuerda de él. Y sin embargo, tuvo un papel importante en la comedia humana, aunque sólo vivió doce años sobre el haz de la tierra. A los doce años muchos hombres han sido causa de horribles guerras intestinas, y son ungidos del Señor, y revelan en sus niñerías, al decir de las crónicas, las grandezas y hazañas de que serán autores en la mayor edad. Pipá, a no ser por mí, no tendría historiador; ni por él se armaron guerras, ni fue ungido sino de la desgracia. Con sus harapos a cuestas, con sus vicios precoces sobre el alma, y con su natural ingenio por toda gracia, amén de un poco de bondad innata que tenía muy adentro, fue Pipá un gran problema que nadie resolvió, porque pasó de esta vida sin que filósofo alguno de mayor cuantía posara sobre él los ojos.

Tuvo fama; la sociedad le temió y se armó contra él de su vindicta en forma de puntapié, suministrado por grosero polizonte o evangélico presbítero o zafio sacristán. Terror de beatas, escándalo de la policía, prevaricador perpetuo de los bandos y maneras convencionales, tuvo, con todo, razón sobre todos sus enemigos, y fue inconsciente apóstol de las ideas más puras de buen gobierno, siquiera la atmósfera viciada en que respiró la vida malease superficialmente sus instintos generosos.

Ello es que una tarde de invierno, precisamente la del domingo de Quincuagésima, Pipá, con las manos en los bolsillos, es decir, en el sitio propio de los bolsillos, de haberlos tenido sus pantalones, pero en fin con las manos dentro de aquellos dos agujeros, contemplaba cómo se pasa la vida y cómo caía la nieve silenciosa y triste sobre el sucio empedrado de la calle de los Extremeños, teatro habitual de las hazañas de Pipá en punto a sus intereses gastronómicos. Estaba pensando Pipá, muy dado a fantasías, que la nieve le hacía la cama, echándole para aquella noche escogida, una sábana muy limpia sobre el colchón berroqueño en que ordinariamente descansaba. Porque si bien Pipá estaba domiciliado, según los requisitos de la ley, en la morada de sus señores padres, era el rapaz amigo de recogerse tarde; y su madre, muy temprano, cerraba la puerta, porque el amo de la casa era un borracho perdido que si quedaba fuera no tenía ocasión para suministrar a la digna madre de familia el pie de paliza que era de fórmula, cuando el calor del hogar acogía al sacerdote del templo doméstico. Padre e hijo dormían, en suma, fuera de casa las más de las noches; el primero tal vez en la cárcel, el segundo donde le anochecía, y solía para él anochecer muy tarde y en mitad del arroyo. No por esto se tenía Pipá por desgraciado, antes le parecía muy natural, porque era signo de su emancipación prematura, de que él estaba muy orgulloso. Con lo que no podía conformarse era con pasar todo el domingo de Carnaval sin dar una broma, sin vestirse (que buena falta le hacía) y dar que sentir a cualquier individuo, miembro de alguna de las Instituciones sus naturales enemigas, la Iglesia y el Estado. Ya era tarde, cerca de las cuatro, y como el tiempo era malo iba a oscurecerse todo muy pronto. La ciudad parecía muerta, no había máscaras, ni había ruido, ni mazas, ni pellas de nieve; Pipá estaba indignado con tanta indiferencia y apatía. ¿Dónde estaba la gente? ¿Por qué no acudían a rendirle el homenaje debido a sus travesuras? ¿No tenía él derecho de embromar, desde el zapatero al rey, a todos los transeúntes? Pero no había transeúntes. Le tenían miedo: se encastillaban en sus casas respectivas al amor de la lumbre, por no encontrarse con Pipá, su víctima de todo el año, su azote en los momentos breves de venganza que el Carnaval le ofrecía. Además, Pipá no tenía fuego a que calentarse; iba a quedarse como un témpano si permanecía tieso y quieto por más tiempo. Si pasara alma humana, Pipá arrojaría al susuncordia (que él entendía ser el gobernador) un buen montón de nieve, por gusto, por calentarse las manos; porque Pipá creía que la nieve calienta las manos a fuerza de frío. Lo que él quería, lo que él necesitaba era motivo para huir de alguna fuerza mayor, para correr y calentar los pies con este ejercicio. Pero nada, no había policías, no había nada. No teniendo a quien molestar decidió atormentarse a sí mismo. Colocó una gran piedra entre la nieve, anduvo hacia atrás y con los ojos cerrados desde alguna distancia y fue a tropezar contra el canto: abriendo los brazos cayó sobre la blanca sábana. Aquello era deshacer la cama. Como dos minutos permaneció el pillete sin mover pie ni mano, tendido en cruz sobre la nieve como si estuviera muerto. Luego, con grandes precauciones, para no estropear el vaciado, se levantó y contempló sonriente su obra: había hecho un Cristo soberbio; un Cristo muy chiquitín, porque Pipá, puesto que tuviera doce años, medía la estatura ordinaria a los ocho.

—Anda tú, arrastrao —gritó desde lejos la señora Sofía, lavandera—; anda tú, que así no hay ropa que baste para vosotros; anda, que si tu madre te viera, mejor sopapo…

Pipá se irguió. ¡La señora Sofía! ¿Pues no había olvidado que estaba allí tan cerca aquella víctima propiciatoria? Como un lobo que en el monte nevado distinguiese entre lo blanco el vellón de una descarriada oveja, así Pipá sintió entre los dientes correr una humedad dulce, al ver una broma pesada tan a la mano, como caída del cielo. Todo lo tramó bien pronto, mientras contestaba a la conminación de la vieja sin una sola palabra, con un gesto de soberano desprecio que consistía en guiñar los ojos alternativamente, apretar y extender la boca enseñando la punta de la lengua por uno de los extremos.

Después, con paso lento y actitud humilde, se acercó a la señora Sofía, y cuando estaba muy cerca se sacudió como un perro de lanas, dejando sobre la entrometida lavandera la nieve que él había levantado consigo del santo suelo.

Llevaba la comadre en una cesta muy ancha varias enaguas, muy limpias y almidonadas, con puntilla fina para el guardapiés: con la indignación vino de la cabeza a la tierra la cesta, que se deshizo de la carga, rodando todo sobre la nieve. Pipá, rápido, como César, en sus operaciones, cogió las más limpias y bordadas con más primor entre todas las enaguas y vistiéndoselas como pudo, ya puesto en salvo, huyó por la calle de los Extremeños arriba, que era una cuesta y larga.

El señor Benito, el doctor, del comercio de libros viejos, tenía su establecimiento, único en la clase de toda la ciudad, en lo más empinado de la calle de Extremeños. Mientras la señora Sofía, su digna esposa, gritaba allá abajo, tan lejos, que el marido sólo por un milagro de acústica pudiera oír sus justas quejas, Pipá silencioso, y con el respeto que merecen el santuario de la ciencia y las meditaciones del sabio, se aproximaba, ya dentro de la tienda, al vetusto sillón de cuero en que, aprisionada la enorme panza, descansaba el ilustre doctor y digería, con el último yantar, la no muy clara doctrina de un infolio que tenía entre los brazos. Leía sin cesar el inteligente librero de viejo, y eran todas las disciplinas buenas y corrientes para su enciclopédica mollera; el orden de sus lecturas no era otro sino el que la casualidad prescribía; o mejor que la casualidad, que dicen los estadistas que no existe, regía el método y marcha de aquellas lecturas el determinismo económico de las clases de tropa, estudiantil y demás gente ordinaria. A fines de mes solía empapar su espíritu el Sr. Benito, del comercio de libros, en las páginas del Colón, «Ordenanzas militares», que dejaba en su poder, como la oveja el vellón en las zarzas del camino, algún capitán en estado de reemplazo. Pero lo más común y trillado era el trivio y el cuadrivio, es decir que los estudiantes, de bachiller abajo, suministraban al doctor el pasto espiritual ordinario; y era de admirar la atención con que abismaba sus facultades intelectuales, que algunas tendría, en la Aritmética de Cardín, la Geografía de Palacios y otros portentos de la sabiduría humana. El doctor leía con anteojos, no por présbita, sino porque las letras que él entendiera habían de ser como puños, y así se las fingían los cristales de aumento. Mascaba lo que leía y leía a media voz, como se reza en la iglesia a coro; porque no oyéndolo, no entendía lo que estaba escrito. Finalmente, para pasar las hojas recurría a la vía húmeda, quiero decir, que las pasaba con los dedos mojados en saliva. No por esto dejaba de tener bien sentada su fama de sabio, que él, con mucho arte, sabía mantener íntegra, a fuerza de hablar poco y mesurado y siempre por sentencias, que ora se le ocurrían, ora las tomaba de algún sabio de la antigüedad; y alguna vez se le oyó citar a Séneca con motivo de las excelencias del mero, preferible a la merluza, a pesar de las espinas.

Pero lo que había coronado el edificio de su reputación, había sido la prueba fehaciente de un libro muy grande, donde, aunque parezca mentira, veía, el que sabía leer, impreso con todas sus letras el nombre del doctor Benito Gutiérrez, en una nota marginal, que decía al pie de la letra: «Topamos por nuestra ventura con el precioso monumento de que se habla en el texto, al revolver papeles viejos en la tienda de don Benito Gutiérrez, del comercio de libros, celoso acaparador de todos los in—folios y cucuruchos de papel que ha o le ponen a la mano».

Sabía Pipá todo esto, y reconocía, como el primero, la autenticidad de toda aquella sabiduría, mas no por eso dejaba de tener al Sr. Benito por un tonto de capirote, capaz de tragarlas más grandes que la catedral; que entre ser bobo y muy leído no había para el redomado pillete una absoluta incompatibilidad. Tanta lectura no había servido al doctor para salir de pobre, ni de su esposa Sofía, calamidad más calamitosa que la miseria misma, y juzgaba Pipá algo abstracta aquella ciencia, aunque no la llamase de este modo ni de otro alguno. Y ahora advierto que estas y otras muchas cosas que pensaba Pipá las pensaba sin palabras, porque no conocía las correspondientes del idioma, ni le hacían falta para sus conceptos y juicios; digan lo que quieran en contrario algunos trasnochados psicólogos.

El doctor notó la presencia de Pipá porque este se la anunció con un pisotón sobre el pie gotoso. —¡Maldito seas! —gritó el Merlín de la calle de Extremeños. —Amén, y mal rayo me parta si fue adrede —respondió el granuja pasándose la mano por las narices en señal de contrición. —¿Qué buscas aquí, maldito de cocer? —La señora Sofía, ¿no está? —y al decir esto, se acordó de las enaguas que traía puestas y que podían denunciarle. Pero, no; el Sr. Benito era demasiado sabio para echar de ver unas enaguas.

—No señor, no está; ¿qué tenemos?

—Pues si no está, tenemos que era ella la que estaba a la vera del río lavando; vamos a ver doctor, ¿cómo se dice lavando, en latín? —¿Eh?, lavando, lavando… gerundio… ¿en latín?, pues en latín se dice… pero y ¿qué tenemos con que estuviera lavando a la orilla del río?… ¡Eh!, ¿qué tocas ahí?, deja ese libro, maldito, o te rompo la cabeza con este Cavalario. —Esto es de medicina, ¿verdá, Sr. Benito? —Sí, señor, de medicina es el libro, y ya me llevo leída la mitad. —Pues sí señor, estaba lavando y habla que te hablarás… ¿cómo se dice carabinero en franchute?, porque era un carabinero el que hablaba con la señora Sofía, y sobre si se lava o no se lava en día de fiesta… ¡Ay, qué bonito, doctor!, ¿esta es una calavera, verdá?

—Sí, Pipá, una calavera… de un individuo difunto… ¿qué entiendes tú de eso? —Está bien pintá: ¿me la da V., señor Benito? —A ver si te quitas de ahí. ¡Un carabinero! —Sí, señor, un carabinero.

Pipá sabía más de lo que a sus años suelen saber los muchachos de las picardías del mundo y de las flaquezas femeninas especialmente, pues por su propia insignificancia había podido ser testigo y a veces actor de muchas prevaricaciones de esas que se ven, pero no andan por los libros comúnmente, ni casi nunca, en boca de nadie. Sabía Pipá que la señora Sofía era ardentísima partidaria del proteccionismo y las rentas estancadas, y muy particularmente del cuerpo de carabineros, natural protector de todos estos privilegios: sabía también el pillete que el señor Benito, magüer fuese un sabio, era muy celoso; no porque entendiera Pipá de celos, sino que sabía de ellos por los resultados, y asociaba la idea de carabinero a la de paliza suministrada por Gutiérrez a su media naranja. El doctor se puso como pudo, en pie, fue hacia la puerta, miró hacia la parte por donde la señora Sofía debía venir y se olvidó del granuja. Era lo que Pipá quería. Había formado un plan: un traje completo de difunto. Las enaguas parecíale a él que eran una excelente mortaja, sobre todo, si se añadía un sayo de los que había colgados como ex—votos en el altar de El Cristo Negro en la parroquia de Santa María, sayos que eran verdaderas mortajas que allí había colgado la fe de algunos redivivos. Pero faltaba lo principal, aun suponiendo que Pipá fuese capaz de coger del altar un sayo de aquellos: faltaba la careta. Y le pareció, porque tenía muy viva imaginación, que aquella calavera pintada podía venirle de perlas, haciéndole dos agujeros al papel de marquilla en la parte de los ojos, otro con la lengua a fuerza de mojarlo, en el lugar de la boca, y dos al margen para sujetarlo con un hilo al cogote. Y pensado y hecho —¡Ras!— Pipá rasgó la lámina, y antes de que al ruido pudiera volver la cabeza el doctor, por entre las piernas se le escapó Pipá, que sujetando como pudo el papel contra la cara mientras corría, se encaminó a la iglesia parroquial donde había de completar su traje. Pero aquella empresa era temeraria. El primer enemigo con que había de topar era Maripujos, el cancerbero de Santa María, una vieja tullida que aborrecía a Pipá, con la misma furia con que un papista puede aborrecer a un hereje. Allí estaba, en el pórtico de Santa María, acurrucada, hecha una pelota, casi tendida sobre el santo suelo, con un cepillo de ánimas sobre el regazo haraposo y una muleta en la mano: en cuanto vio a Pipá cerca, la vieja probó a incorporarse, como apercibiéndose a un combate inevitable, y además exigido por su religiosidad sin tacha. Hay que recordar que Pipá iba a la iglesia en traje poco decoroso: con unas enaguas arrastrando, salpicadas de mil inmundicias, con una careta de papel de marquilla que representaba, bien o mal, la cabeza de un esqueleto, no se puede, no se debe a lo menos penetrar en el templo. Si se debía o no, Pipá no lo discutía; de poder o no poder era de lo que se trataba.

El plan del pillete, para ser cumplido en todas sus partes, exigía penetrar en la iglesia; tenía que completar el traje de fantasía que su ingenio y la casualidad le habían sugerido, y esto sólo era posible llegando hasta la capilla de El Cristo Negro. Maripujos era un obstáculo, un obstáculo serio; no por la débil resistencia que pudiese oponer, sino por el escándalo que podía dar: el caso era despachar pronto, hacer que el escándalo inevitable fuese posterior al cumplimiento de los designios irrevocables del profano.

Cinco gradas de piedra le separaban del pórtico y de la bruja: no pasaba nadie; nadie entraba ni salía. Pipá escupió con fuerza por el colmillo. Era como decir: Alea jacta est. Con voz contrahecha, para animarse al combate, cantó, mirando a la bruja con ojos de furia por los agujeros de la calavera:

Maripujitos no me conoces,
Maripujitos no tires coces;
no me conoces, Maripujita,
no tires coces, que estás cojita.

Pipá improvisaba en las grandes ocasiones, por más que de ordinario despreciase, como Platón, a los poetas; no así a los músicos, que estimaba casi tanto como a los danzantes.

Maripujitos, en efecto, como indicaba la copla, daba patadas al aire, apoyadas las manos en sendas muletas.

Como los pies, movía la lengua, que decía de Pipá todas las perrerías y calumnias que solemos ver en determinados documentos que tienen por objeto algo parecido a lo que se proponía Maripujos.

Era sin duda calumniarle llamar a Pipá hereje, borrachón, hi de tal (aunque esto último, como a Sancho, le honraba, porque tenía Pipá algo de Brigham Young en el fondo). No era Pipá hereje, porque no se había separado de la Iglesia ni de su doctrina, como sucede a tantos y tantos filósofos que no se han separado tampoco. Pipá no era borrachón… era borrachín, porque ni su edad, ni lo somero del vicio merecían el aumentativo. Bebía aguardiente porque se lo daban los zagales, los de la tralla, que eran, como ya veremos, los únicos soberanos y legisladores que por admiración y respeto acataba el indomable Pipá, aspirante a delantero en sus mejores tiempos, cuando no le dominaba el vicio de la holganza y de la flanerie.

Sobre lo que fuera su madre, Pipá no discutía, y él era el primero en lamentarse de los desvíos de su padre, que en los raros momentos de lucidez se entregaba al demonio de la duda en punto a la legitimidad de su unigénito, que acaso ni sería unigénito, ni suyo.

Quedarían pues todos los argumentos y apóstrofes de Maripujos vencidos, si Pipá hubiese querido contestar en forma; pero mejor político que muchos gobiernos liberales, el granuja de la calle de Extremeños prefirió dar la callada por respuesta y acometer la toma del templo mientras la guardia vociferaba.

Mas ¡oh contratiempo!, ¡oh fatalidad! De pronto, se le presentó un refuerzo en la figura del monaguillo a la Euménide del pórtico. Era Celedonio. El enemigo mortal de Pipá: el Wellington de aquel Napoleón, el Escipión de aquel Aníbal, pero sin la grandeza de Escipión, ni la bonhomie de Wellington. Era en suma, otro pillo famoso, pero que había tenido el acierto de colocarse del lado de la sociedad: era el protegido de las beatas y el soplón de los policías; la Iglesia y el Estado tenían en Celedonio un servidor fiel por interés, por cálculo, pero mañoso y servil.

¡Ah! Cuando Pipá tenía pesadillas en medio del arroyo, en la alta noche, soñaba que Celedonio caía como una granizada sobre su cuerpo, y le metía hasta los huesos uñas y alfileres; y era que el frío, o la lluvia, o el granizo, o la nieve le penetraba en el tuétano; porque en realidad Celedonio nunca había podido más que Pipá; siempre este, en sus luchas frecuentes, había caído encima como don Pedro, aunque a menudo algún Beltrán Duguesclin, correligionario de Celedonio, venía a poner lo de arriba abajo ayudando a su señor.

Estas y otras felonías, a más del instintivo desprecio y antipatía, causaban en el ánimo de Pipá, generoso de suyo, vértigos de ira, y le hacían cruel, implacable en sus vendettas. Si Pipá y Celedonio se encontraban por azar en lugar extraviado, ya se sabe, Celedonio huía como una liebre y Pipá le daba caza como un galgo; magullábale sin compasión, y valga la verdad, dejábale por muerto; aunque muchas veces, cuando los agravios del ultramontano no eran recientes, prefería su enemigo a los golpes contundentes la burla y la befa que humillan y duelen en el orgullo.

Celedonio miró a Pipá que estaba allá abajo, en la calle, y aunque se creyó seguro en su castillo, en el lugar sagrado, sintió que los pelos se le ponían de punta. Conoció a Pipá por avisos del miedo, porque, parte por el disfraz, parte por lo oscuro que se quedaba el día, no podía distinguirle; poco antes lo mismo había sucedido a Maripujos.

—Ven acá, ángel de Dios —gritó la bruja envalentonada con el refuerzo—; ven acá y aplasta a ese sapo que quiere entrar en la casa del Señor con sus picardías y sus trapajos a cuestas. ¡Arrímale, San Miguel, arrímale y písale las tripas al diablo!

San Miguel se tentaba la ropa, que era talar y de bayeta de un rojo chillón y repugnante, y no se atrevía a pisarle las tripas al diablo; quería dar largas al asunto para esperar más gente. Agarrándose al cancel, por estar más seguro en el sagrado, escupió como un héroe, y no sin tino, sobre el sitiador audaz, que ciego de ira… Mas ahora conviene que nos detengamos a explicar y razonar las creencias religiosas y filosóficas de Pipá, en lo esencial por lo menos, antes de que algún fanático preocupado se apresure a desear la victoria al ángel del Señor, el mayor pillete de la provincia; siendo así que la merecía sin duda el hijo de Pingajos, que así llamaban a la señora madre de nuestro protagonista.

II

Pipá era maniqueo. Creía en un diablo todopoderoso, que había llenado la ciudad de dolores, de castigos, de persecuciones; el mundo era de la fuerza, y la fuerza era mala enemiga: aquel dios o diablo unas veces se vestía de polizonte, y en las noches frías, húmedas, oscuras, aparecíasele a Pipá envuelto en ancho capote con negra capucha, cruzado de brazos, y alargaba un pie descomunal y le hería sin piedad, arrojándole del quicio de una puerta, del medio de la acera, de los soportales o de cualquier otro refugio al aire libre de los que la casualidad le daba al pillete por guarida de una noche. Otras veces el dios malo era su padre que volvía a casa borracho, su padre, cuyas caricias aún recordaba Pipá, porque cuando era él muy niño algunas le había hecho: cuando venía con la mona venía en rigor con el diablo; la mona era el diablo, era el dolor que hacía reír a los demás, y a Pipá y a su madre llorar y sufrir palizas, hambres, terrores, noches de insomnio, de escándalo y discordia. Otras veces el diablo era la bruja que se sienta a la puerta de la iglesia, y el sacristán que le arrojaba del templo, y el pillastre de más edad y más fuertes puños que sin motivo ni pretexto de razón le maltrataba; era el dios malo también el mancebo de la botica que para curarle al mísero pilluelo dolores de muelas, sin piedad le daba a beber un agua que le arrancaba las entrañas con el asco que le producía; era el demonio fuerte, en forma más cruda, pero menos odiosa, el terrible frío de las noches sin cama, el hambre de tantos días, la lluvia y la nieve; y era la forma más repugnante, más odiada de aquel espíritu del mal invencible, la sórdida miseria que se le pegaba al cuerpo, los parásitos de sus andrajos, las ratas del desván que era su casa; y por último, la burla, el desprecio, la indiferencia universal, especie de ambiente en que Pipá se movía, parecíanle leyes del mundo, naturales obstáculos de la ambición legítima del poder vivir. Todos sus conciudadanos maltrataban a Pipá siempre que podían, cada cual a su modo, según su carácter y sus facultades; pero todos indefectiblemente, como obedeciendo a una ley, como inspirados por el gran poder enemigo, incógnito, al cual Pipá ni daba un nombre siquiera, pero en el que sin cesar pensaba, figurándoselo en todas estas formas, y tan real como el dolor que de tantas maneras le hacía sentir un día y otro día.

También existía el dios bueno, pero este era más débil y aparecíase a Pipá menos veces. Del dios bueno recordaba el pillastre vagamente que le hablaba su madre cuando era él muy pequeño y dormía con ella; se llamaba papa—dios y tenía reservada una gran ración de confites para los niños buenos allá en el cielo; aquí en la tierra sólo comían los dulces los niños ricos, pero en cambio no los comerían en el cielo; allí serían para los niños pobres que fueran buenos. Pipá recordaba también que estas creencias que había admitido en un principio sin suficiente examen, se habían ido desvaneciendo con las contrariedades del mundo; pero en formas muy distintas había seguido sintiendo al dios bueno. Cuando en la misa de Gloria, el día de Pascua de Resurrección, sentía el placer de estar lavado y peinado, pues su madre, sin falta, en semejante día cuidaba con esmero del tocado del pillete; y sentía sobre su cuerpo el fresco lino de la camisa limpia; y en la catedral, al pie de un altar del crucero, tenía en la mano la resonante campanilla sujeta a una cadena como forzado al grillete; cuando oía los acordes del órgano, los cánticos de los niños de coro, y aspiraba el olor picante y dulce de las flores frescas, de las yerbas bien olientes esparcidas sobre el pavimento, y el olor del incienso, que subía en nubes a la bóveda; cuando allí, tranquilo, sin que el sacristán ni acólito de órdenes menores ni ínfimas se atreviese a coartarle su derecho a empuñar la campanilla, saboreaba el placer inmenso de esperar el instante, la señal que le decía: «Tañe, tañe, toca a vuelo, aturde al mundo, que ha resucitado Dios… » ¡ah!, entonces, en tan sublimes momentos, Pipá, hermoso como un ángel que sale de una crápula y con un solo aleteo por el aire puro, se regenera y purifica, con la nariz hinchada, la boca entreabierta, los ojos pasmados, soñadores, llenos de lágrimas, sentía los pasos del dios bueno, del dios de la alegría, del desorden, del ruido, de la confianza, de la orgía inocente… y tocaba, tocaba la campanilla del altar con frenesí, con el vértigo con que las bacantes agitaban los tirsos y hacían resonar los rústicos instrumentos. Por todo el templo el mismo campanilleo: ¡qué alegría para el pillastre! Él no se explicaba bien aquella irrupción de la pillería en la iglesia, en día semejante; no sabía cómo encontrar razones para la locura de aquellos sacristanes que en el resto del año (hecha excepción de los días de tinieblas) les arrojaban sistemáticamente de la casa de Dios a él y a los perros, y que en el día de Pascua le consentían a él y a los demás granujas interrumpir el majestuoso silencio de la iglesia con tamaño repique. «Esto —pensaba Pipá—, debe de ser que hoy vence el dios bueno, el dios alegre, el dios de los confites del cielo, al dios triste, regañón, oscuro y soso de los demás días»; y fuese lo que fuese, Pipá tocaba a gloria furioso; como, si hubiera llegado a viejo, en cualquier revolución hubiese tocado a rebato y hubiese prendido fuego al templo del dios triste, en nombre del dios alegre, del dios alborotador y bonachón y repartidor de dulces para los pobres.

Otra forma que solía tomar el dios compasivo, el dios dulce, era la música; en la guitarra y en la voz quejumbrosa y ronca del ciego de la calle de Extremeños y en la voz de la niña que le acompañaba, oía Pipá la dulcísima melodía con que canta el dios de que le habló su madre; sobre todo en la voz de la niña y en el bordón majestuoso y lento. ¡Cuántas horas de muchos días tristes y oscuros y lluviosos de invierno, mientras los transeúntes pasaban sin mirar siquiera al señor Pablo ni a la Pistañina, su nieta, Pipá permanecía en pie, con las manos en el lugar que debieran ocupar los bolsillos de los pantalones, la gorra sin visera echada hacia la nuca, saboreando aquella armonía inenarrable de los ayes del bordón y de la voz flautada, temblorosa y penetrante de la Pistañina! ¡Qué serio se ponía Pipá oyendo aquella música! Olvidábase de sus picardías, de sus bromas pesadas y del papel de bufón público que ordinariamente desempeñaba por una especie de pacto tácito con la ciudad entera. Iba a oír a la Pistañina como Triboulet iba a ver a su hija; allí los cascabeles callaban, perdían sus lenguas de metal, y sonaba el cascabel que el bufón lleva dentro del pecho, el latir de su corazón. Pipá veía en la Pistañina y en Pablo el ciego, cuando tañían y cantaban, encarnaciones del dios bueno, pero ahora no vencedor, sino vencido, débil y triste; llegábanle al alma aquellos cantares, y su monótono ritmo, lento y suave, era como arrullo de la cuna, de aquella cuna de que la precocidad de la miseria había arrojado tan pronto a Pipá para hacerle correr las aventuras del mundo.

III

Dejábamos a Pipá, cuando interrumpí mi relato para examinar sus creencias a la ligera, en el acto solemne de disponerse a atacar la fortaleza de la Casa de Dios, que defendían la bruja Pujitos y el monaguillo, y más que monaguillo pillastre, Celedonio. Sucedió, pues, que Celedonio, bien agarrado al cancel, arrojaba las inmundicias de su cuerpo sobre Pipá, que desde la calle sufría el desprecio con la esperanza de una pronta y terrible venganza. Maripujos daba palos al pavimento, porque a Pipá no llegaba la jurisdicción de sus muletas.

Miró Pipá en derredor: la plaza estaba desierta.

Nevaba. Empezaba a oscurecer. Era, como César, rápido en la ejecución de sus planes el pillete, y viendo que el tiempo volaba, arremetió de pronto, como acomete el toro, gacha la cabeza. Subió los escalones, extendió el brazo, y cogiendo al monaguillo por la fingida púrpura de la talar vestimenta, arrancole del sagrado a que se acogía y le hizo rodar buen trecho fuera de la iglesia, por el santo suelo. Arrojose encima como fiera sobre la presa, y vengando en Celedonio todas las injurias que el mundo le hacía, con pies, manos y dientes diole martirio, pisándole, golpeándole con los puños cerrados y clavando en sus carnes los dientes cuando el furor crecía.

Poco tardó el monaguillo en abandonar la defensa: exánime yacía; y entonces atreviose Pipá a despojarle de sus atributos eclesiásticos; vistióselos él como pudo, y despojándose de la careta que guardó entre las ropas, entró en la iglesia, venciendo sin más que un puntapié la débil resistencia que la impedida Maripujos quiso oponerle.

Dentro del templo ya era como de noche: pocas lámparas brillaban aquí y allá sin interrumpir más que en un punto las sombras. Parecía desierto. Pipá avanzó, con cierto recelo, por la crujía de las capillas de la izquierda. No había devotas en la primera ni en la segunda. Al llegar a la del Cristo Negro como llamaba el pueblo al crucifijo de tamaño natural que estaba sobre el altar, Pipá se detuvo. Allí era. A un lado y otro del Cristo, colgados de la abundante y robusta vegetación de madera pintada de oro que formaba el retablo, había infinidad de ex—votos; brazos, piernas y cabezas de ángeles de cera amarilla, muletas y otros atributos de las lacerias humanas, y además algunas mortajas de tosca tela negra con ribetes blancos.

Valga la verdad, Pipá, olvidando por un instante que todos los cultos merecen respeto, de un brinco se puso en pie sobre el altar, descolgó una mortaja, y encima de su ropa de monaguillo, vistiósela con cierta coquetería, sin pensar ya en el peligro, entregado todo el espíritu a la novedad del sacrilegio. Cuando ya estuvo vestido de muerto volvió a acomodar sobre el rostro la careta de papel de marquilla que él creía figuraba perfectamente las facciones de un esqueleto; y ya iba a saltar del profanado tabernáculo, cuando oyó pasos y ruido de faldas que se aproximaban. Era una beata que venía a rezar una especie de última hora a los pies del Cristo Negro. Pipá procuró esconderse entre las sombras, apretando su diminuto cuerpo contra el retablo. Las oscilaciones de una luz que brillaba en una lámpara a lo lejos, a veces dejaban en lo oscuro la mortaja de Pipá, pero otras veces la iluminaban haciéndola destacarse en el fondo dorado de la madera. Pipá permaneció inmóvil. La beata, que era una pobre vieja, rezaba a sus pies, con la cabeza inclinada. No le veía. —Esperaré a que concluya —pensó Pipá. Buena determinación para llevada a cabo. Pero la vieja no concluía; el rezo se complicaba, todas las oraciones tenían coronilla, y de una en otra amenazaban convertirse en la oración perpetua.

El pillastre no podía estarse ya quieto. Además, la noche se echaba encima y no iba a poder embromar a nadie. Se decidió a jugar el todo por el todo. Y dicho y hecho; con un soberbio brinco, saltó por encima de la vieja y con soberano estrépito cayó sobre la tarima, y en pie de súbito, corrió cuanto pudo hacia la puerta, y dejó el templo antes de que los gritos de la beata pusiesen en alarma a los pocos devotos que aún oraban, al sacristán y otros dependientes del culto. La vieja decía que había visto al diablo saltar sobre su cabeza. Celedonio juraba que era Pipá, y contaba el despojo de sus hábitos, y Maripujos sostenía que le había visto salir con una mortaja… Dejemos a los parroquianos de Santa María entregados a sus conjeturas, comentando el escándalo, y sigamos a nuestro pillete.

IV

Los últimos trapos blancos habían caído sobre calles y tejados; el cielo quedaba sin nieve y empezaban a asomar entre las nubes tenues, como gasas, algunas estrellas y los cuernos de la luna. La plaza de López Dávalos estaba desierta. El jardinillo del centro sin más adornos que magros arbolillos desnudos de hojas y cubiertos los pelados ramos de nieve, se extiende delante de la gran fachada del Palacio de Híjar, de la marquesa viuda de Híjar. La plaza es larga y estrecha, y en ella desembocan varias callejuelas que tienen a los lados tapias de pardos adobes. Todo es soledad, nieve y silencio; y la luna corre detrás de las nubecillas, ora ocultándose y dejando la plaza oscura, ya apareciendo en un trecho de cielo todo azul e iluminando la blancura y sacando de sus copos burbujas de luz que parecen piedras preciosas. Una de las ventanas del piso bajo del Palacio está abierta. Detrás de las doradas rejas se ve un grupo que parece el que forman Jesús y María en La Virgen de la Silla; son la marquesa de Híjar, hermosa rubia de treinta años, y su hija Irene, ángel de cabellera de oro, de ojos grandes y azules, que apenas tendrá cuatro años. Irene sentada en el regazo de Julia, su madre, apoya la cabeza en su seno, y un brazo en el hombro; y con los dedos de muñeca juega con el brillante que adorna la bien torneada oreja de la viuda. La otra mano de Irene está apuntando con el dedo índice a la fugitiva luna; los ojos soñadores siguen la carrera del astro misterioso. Irene examina a su madre de astronomía. La marquesa, que sabe a punto fijo quién es la luna, y cuáles son las leyes de su movimiento, se guarda de contar a su hija estos pormenores prosaicos. La luna es una dama principal que tiene un gran palacio que es el cielo; aquella noche, que es noche de Carnaval en el cielo también, la luna da un gran baile a las estrellas. Las nubecillas que corren debajo son los velos, los encajes, las blondas que la luna está escogiendo para hacer un traje muy sutil, de vaporosas telas; porque el baile que da es de trajes, como el que Irene va a celebrar en su palacio, al cual acudirán a las nueve todos los niños y niñas de la ciudad que son sus amigos. Cuando Julia termina su fantástico relato de las maravillas del cielo, la niña permanece callada algún tiempo; mira a su madre y mira a la luna y brilla en sus ojos la expresión de mil dudas y preguntas. —Y las estrellas, ¿de qué van vestidas? —Van vestidas de magas, ¿no las ves?, manto negro con chispas de oro… —¿Y bailan en el aire? —Sí, en el aire, sobre las nubes. —¿Y cómo no se caen? —Porque tienen alas. —Yo quiero un traje con alas. —Yo te lo haré, vida mía. —¿De qué lo haremos?… —. Y la madre y la hija se entretienen en buscar tela para unas alas allá en su imaginación; que ambas la tienen muy despierta y fustigada con el silencio y la soledad de aquella noche dulce y serena.

Pero de pronto Irene hace un gracioso mohín, echa hacia atrás la cabeza, y salta en el regazo de su madre.

—¡Yo quiero máscaras, yo quiero máscaras! —grita la niña, volviendo a la realidad de su capricho de toda la tarde. —Pero monina mía, si ya es de noche, ¿cómo han de pasar máscaras? —Tú decías que hoy las había, y no he visto ninguna. ¡Yo quiero máscaras! —Esta noche las tendrás en casa. —Esas no son máscaras; yo quiero máscaras… ¡máscaras!…

En la imaginación de Irene, las máscaras eran cosa sobrenatural. Nunca las había visto, porque era aquel año el primero en que su conciencia se despertaba a esta clase de conceptos; recordaba vagamente haber sentido miedo, mucho miedo, no sabía si viendo o soñando con máscaras; este terror vago que le inspiraba el nombre de la cosa desconocida contribuía no poco al anhelo de aquella niña nerviosa y de gran fantasía, que quería ver máscaras aunque tuviese que huir de pavor al verlas.

Toda la tarde había pasado Julia en la ventana esperando que un transeúnte de los pocos que pasan por la plaza de López Dávalos, tuviera la humorada de venir disfrazado, para dar contento a su adorada Irene.

En vano esperaron, porque la misma tristeza y soledad de que Pipá se quejaba en la calle de Extremeños, reinaba en la plaza y en el jardinillo de López Dávalos. La marquesa recurrió al engaño de que se disfrazaran los criados y pasaran delante de la reja en que Irene aguardaba con febril ansiedad el advenimiento sobrenatural de las máscaras; pero ¡ay!, que la niña conoció a la chacha Antonia y a Lucas el cochero bajo los dominós de colcha que también reconoció su perspicacia. Fue peor el remedio que la enfermedad; Irene se puso furiosa; aquel engaño que minaba el palacio de sus fantásticas creaciones carnavalescas, la irritó hasta hacerla llorar media hora no escasa. Ya cerca del crepúsculo pasó una máscara efectiva… pero la niña no quiso reconocer su autenticidad. Aquello no era una máscara: era un famoso borracho de la ciudad que celebraba las carnestolendas con una borrachera mejorada en tercio y quinto y luciendo, ceñido al talle, un miriñaque de estera en toda su horrible desnudez. —¡Eso no es una máscara —gritó Irene—, ese es Ronquera! —y en efecto así llamaban al borracho.

Cuando salió la luna, el mal humor de Irene se distrajo un punto con las fábulas astronómicas de Julia… pero luego volvió la niña a su tema, al capricho de las máscaras; y volvía a llorar, y a dar pataditas en el suelo, ya del todo desprendida de los brazos de su madre.

Por fortuna, del próximo callejón de Ariza se destacó un bulto negro, pequeño, que con solemne paso y tañendo una campanilla se acercó a la ventana. Irene metió la cabeza entre las rejas, cesó en el llanto y se volvió toda ojos. —¡Una máscara! —exclamó estupefacta, llena de un terror que le daba un placer infinito. Julia la tenía en sus brazos y miraba también con inquietud al aparecido, que se diría procedente del Campo Santo, a juzgar por el traje que arrastraba, más que vestía.

Era Pipá con su disfraz de difunto, con su careta de calavera y su dominó—mortaja. La campanilla era de su propiedad. Pipá necesitaba un instrumento, porque ya he indicado que era eminentemente músico; todos costaban un dineral; pero un día en que había celebrado un concordato con el sacristán de Santa María, dando tregua al culturkampf, había obtenido, en cambio del servicio prestado, que fue llevar el Señor a la aldea con el párroco, una campanilla de desecho. Y esta era la que tocaba con majestuosa y terrible parsimonia, convencido de que con tal complemento la ciudad entera le había de tomar por un resucitado. Detrás de la careta Pipá se veía, con los ojos de la fantasía, como algo colosal por lo formidable, y estaba tentado a tenerse miedo a sí mismo; y un poco se tuvo cuando, ya de noche, se vio solo atravesando las oscuras callejuelas.

Al dar consigo en la plaza de López Dávalos, sintió inmensa alegría, porque vio a la mona del Palacio asomada a la reja del piso bajo, y se decidió a darle la broma más pesada que recibiera chiquilla de cuatro años. Con esa vaga intuición que tiene el artista en sus grandes obras, Pipá al acercarse a la ventana, comprendió lo grande del efecto, de la fascinación que su presencia iba a producir en Irene. Acercose, pues, con paso cada vez más lento y majestuoso, y tocando su campanilla con el más ceremonioso aparato, con grandes pausas en el tocar, y levantando el brazo con rigidez absoluta.

Irene, fascinada por el terror y el encanto de lo sobrenatural, muda de curiosidad, tenía el alma toda en los ojos; su madre, por temor a interrumpir el encanto de la niña, callaba y esperaba el desenlace de aquella extraña escena. Todos callaban: hay momentos en que el silencio es el único lenguaje digno de las circunstancias. La luna, libre de velos, alumbraba con toda su luz el tremendo lance.

Ya llegaba Pipá a la reja; a cada paso creía que su tamaño aumentaba, pensaba crecer y tocar las nubes. Sin sospechar que su rostro no se veía, dábale la más espantable expresión que podía, como si la careta fuese a tomar los mismos gestos y muecas.

Irene, al ver tan cerca la aparición escondió la cabeza en el regazo de su madre pero, enseguida, volvió a mirar sin acercarse a la reja, en la que ya asomaba la máscara de Pipá su figura de calavera. Y en aquel instante crítico, el pillete, creyendo ya indispensable decir algo digno de la ocasión solemnísima, con toda la fuerza de sus robustos pulmones gritó, ahuecando la voz cuanto pudo: —¡Mooo! ¡Moo! ¡Moo! —por tres veces.

Irene lanzó un estridente chillido, pero al punto se contuvo; prefirió temblar de terror a prescindir del encanto que la tenía fascinada. Se había puesto palidilla y trémula. —¡Que no, que no se vaya! —dijo a su madre, que, asustada al ver en tal estado a la niña, apostrofaba a Pipá enérgicamente y le amenazaba con la escoba de los criados.

Pipá sufrió un desencanto. ¿Cómo?, ¡a un muerto, a un resucitado, a un fantasma se le amenazaba con escobazos lacayunos… !

Pero no prevaleció lo de la escoba, porque la voluntad de Irene se interpuso, reclamando nuevos alaridos a la máscara.

—¡Moo! ¡Moo! —repitió Pipá, alentado con el buen éxito.

—¡Que entre la máscara! —dijo entonces Irene, que se iba familiarizando con el terror y lo sobrenatural. A Pipá no le pareció bien la idea de convertirse en fantasma manso; aquellas transacciones las creía indignas de su categoría de aparecido. Así que, al ver a Lucas el cochero que se le acercaba ofreciéndole franca entrada en el palacio, sin manifestar pizca de miedo ni de respeto, Pipá protestó con dos o tres coces que animaron más que ofendieron al criado; y quieras, que no quieras, sujeto por una oreja, tuvo que entrar el fantasma en el gabinete donde con ansia que le daba fiebre, esperaba Irene, refugiada en los brazos de su madre.

Era un camarín divino, como diría Echegaray o cualquier imitador suyo, aquel en cuyos umbrales se vio Pipá velis nolis. Pareciole el mismísimo cielo, porque todo lo vio azul y lleno de objetos para él completamente nuevos, y muy hermosos; la segunda impresión y la más fuerte fue la de aquel aire tibio y perfumado que ni en sueños había sospechado Pipá que existiera. ¡Qué dulce calor, qué excitantes cosquillas en el olfato, qué recreo para los ojos! ¿Qué mansión era aquella que sólo con entrar en su recinto el pobre pilluelo sentía desaparecer aquel constante entumecimiento de sus flacas carnes? ¡Librarse del frío por completo, por todos lados! Este era un lujo que Pipá ni se había figurado. ¡Y aquel pisar sobre tan blando! Allí había unos muebles con botones que debían de servir positivamente para sentarse, algo como bancos y sillas. Si los fantasmas se sentaran, Pipá, sin más ceremonia, hubiese gozado el placer de sentir bajo sí aquellas que adivinaba blanduras.

Aquella sí que debía ser la casa del Dios bueno. Irene, la mona del Palacio, que le contemplaba de hito en hito, cogida a las rodillas de su madre, preparada a refugiarse en el regazo a la menor señal de peligro, debía ser uno de aquellos niños que fueron pobres, que no comieron dulces en la tierra, pero que después de muertos el Dios bueno, Papá Dios, recoge en su seno y los harta de confituras. Pipá, gracias a su tremenda audacia, entraba, como Telémaco en el infierno, en la mansión celeste; entraba vivo, sin más que vestir el traje de difunto.

Él mismo empezó a creer en su calidad de aparecido.

—Entra, entra Fantasma —dijo la madre—, entra que Irene no te tiene ya miedo.

—¡Moo! —replicó Pipá, haciendo así su entrada en el gran mundo. Y dio algunos pasos sin abdicar de su carácter sobrenatural al que evidentemente debía su prestigio. Pipá estaba convencido de que, si le conocieran los criados le echarían del palacio a puntapiés. Sabía a qué atenerse en punto a su popularidad.

Cuando estuvo a dos pasos del grupo que le encantaba y que formaban madre e hija, Pipá sintió en el corazón una ternura impropia de un resucitado: se acordó de los brazos de su madre, cuando allá en la lejana infancia le acariciaba y le hablaba de los dulces del cielo. Pero su madre no era tan hermosa como esta. Si Pipá hubiera sido un creyente antojaríasele que era aquella la madre de Jesús. Pero el pobre pilluelo había aprendido a ser libre pensador en las prematuras enseñanzas de la vida; en su cerebro, tan dado a los sueños, nadie había sembrado esas hermosas ilusiones mitológicas que muchas veces dan fuerza bastante al hombre para sufrir las asperezas del camino. Toda su mitología se la había hecho él solo, sin más orígenes que los cuentos de su madre respecto a las recompensas confitadas del Papá Dios. Todo lo demás que Pipá sabía de metafísica era cosa suya, como ya hemos visto.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Julia alargando una mano blanca y fina al espantado fantasma.

—¡Moo! —dijo Pipá, que de ningún modo quería que se le tomase por un cualquiera.

Y no correspondió al saludo.

—Se llama máscara —se atrevió a decir Irene, que iba tomando confianza. Al ver que la máscara tardaba tanto en comérsela, empezó a creer que las máscaras no comían a las niñas, y de una en otra vino a pensar, que en definitiva una máscara era una muñeca muy grande, de máquina, que hablaba y andaba sola, y que servía para divertir a los niños. Se le figuró, por fin, que Pipá había costado un dineral, que era una sorpresa que le había preparado su madre.

—Que se siente —añadió la mona con miedo todavía, con un acento que tenía algo de imperativo respecto de su madre, y de recelo y supersticioso respeto, en cuanto a la máscara de máquina.

—¡Que se siente!, ¡que se siente! —Mona quería probar el juego mecánico de Pipá; si podía doblar las piernas su valor aumentaba mucho.

Mas ¡ay!, que Pipá era de los que se rompen, pero no se doblan. —Los fantasmas no se sientan —estuvo por decir, pero toda explicación la juzgaba indigna de su categoría de muerto y dio la callada por respuesta.

—¿No tienes lengua, máscara? —preguntó Julia.

—¡Mooo! —rugió Pipá; y sacó la lengua por mitad de la húmeda cartulina que le servía de careta.

Irene estaba encantada. Pipá era el juguete más admirable que había tenido en su vida.

Grandes esfuerzos costó a la viuda satisfacer el deseo de su hija que se empeñó en que Pipá hablase, por lo mismo que a ella le parecía cosa imposible. Pero dádivas quebrantan peñas; Julia sacó dulces, frutas y mil golosinas que Pipá había visto a veces a través de los cristales en los escaparates de las confiterías, en esos grandes festines de vista que se dan los niños pobres cuando en Noche—Buena los roscones y ramilletes rebosan en los puestos de dulces, mientras los pobres pilluelos, con los desnudos pies entre el fango de la calle y la boca apretada contra el vidrio helado, se hacen unos a otros aquellas insidiosas preguntas: —¿Qué te comerías tú? —Yo aquella trucha de plata con ojos de cristal. —¿Te gustan las peladillas? —Sí, ¿y a ti? —También. —Pues, mira… como si no te gustasen.— Pipá recordaba que de esas orgías fantásticas había salido muchas veces escupiendo por el colmillo agua que se le venía a la boca. Y ahora tenía enfrente de sí, sin cristal en medio, al alcance de la mano, todos aquellos imposibles con azúcar que habían sido su primer amor al despertar de la infancia. Todo aquello se lo podía comer él, pero con una condición: tenía que hablar.

—Si nos dices cómo te llamas comes todos los dulces que quieras, ¿verdad, mona?

—Sí; y se guarda los demás —añadió Irene para mayor incentivo.

—¡Yo soy un difunto! —exclamó Pipá con la voz menos humana que pudo.

Julia contuvo una carcajada para no destruir el encanto de Irene.

—¿Y cómo te llamas, difunto?

—Pipá —replicó el pillete, echando mano a una caja de dulces, que creyó pertenecerle, cumplida su promesa de hablar. En caso de que su nombre despertara la indignación de los circunstantes, Pipá pensaba salir de allí con toda la dignidad posible y con la caja de dulces, que era suya, si lo tratado es tratado.

Pero el nombre de Pipá hizo el mejor efecto posible. La mona del palacio había oído hablar de él y de sus terribles hazañas; varias amiguitas suyas pronunciaban aquel nombre con terror, y para las niñas Pipá sonaba así como el Cid, Aquiles, Bayardo, para las personas mayores. Porque entre el bien y el mal, en cuestión de hazañas, no suelen distinguir los niños, y muchas veces tampoco los hombres: se ve que para muchos, tan grande hombre es Candelas como Fernán González, y Napoleón mucho más célebre que San Francisco de Asís.

Irene sintió que el fantasma crecía a sus ojos, tomaba proporciones de gigante, y la veneración que le tributaba aumentó mucho, y con ella las muestras de deferencia que la marquesa, esclava de su hija, tuvo que tributar al enmascarado.

Roto el silencio, la conversación fue animándose poco a poco, y aunque Pipá no renunció por completo al papel de ser sobrenatural que representaba, sin embargo, estuvo dignamente locuaz y comió muchos dulces y bebió no pocos tragos de licores deliciosos, que él no sabía que existiesen.

Irene llegó en su audacia hasta cogerle una mano al fantasma. La marquesa viuda de Híjar quiso que Pipá se despojase de la careta, pero ni la niña ni el fantasma lo consintieron. Tener aquel objeto de sublime horror casi bajo su dominio, aquella fiera domesticada, era el mayor placer imaginable para la niña de viva imaginación.

—¡Quiero que Pipá se quede al baile! —dijo con ese tono especial de los que saben que sus palabras son decretos.

Pipá aceptó gustoso. Ya estaba dispuesto a todo, y en cuanto al trasnochar, en él era costumbre arraigada.

Por más que yo quisiera que mi héroe fuese como el más fino y bien educado de cuantos héroes crearon el cantor de Carlos Grandisson o Mirecourt o el mismo Octavio Feuillet, no puedo, sin mentir, afirmar que Pipá estuvo todo lo comedido que debiera en el comer y en el beber. Valga la verdad: estuvo hasta grosero.

Porque no se contentó con tragar cuanto pudo, sino que hizo provisiones allá para el invierno, como dice Samaniego, llenando de confites de París los maltrechos bolsillos de la chaqueta, los que tenía el ropón de Celedonio y hasta en los pantalones quiso esconder dulces, pero como no tenían bolsillos, sino ventanas practicables los pantalones de Pipá, cayeron los dulces pantalón abajo rodando por las piernas hasta dar consigo en la alfombra. Este contratiempo, que hubiera desorientado a otro, Pipá lo vio sin más cuidado que el de recoger las desparramadas golosinas y acomodarlas donde pudo en siendo dentro de la jurisdicción de su indumentaria.

¿Conque un baile? —pensó Pipá—; veamos qué es eso.

Estaba poco menos que borracho y para él ya no había clases, ni rangos, ni convención social de ningún género. Así es que se dejó caer sobre una butaca sin pedir permiso, saboreando las delicias de su vida de difunto y la admiración, que no menguaba con la confianza, que sentía la mona con la presencia del Pipá soñado.

Llegó la hora en que Irene tuvo que ir a vestirse su traje de baile, de toda etiqueta, con cola muy larga, gran escote y guantes de ocho a diez botones.

Primero Irene tuvo el capricho de trocar este traje, natural en la señora de la casa, por una mortaja como la de Pipá. Julia se opuso, Irene insistió y Pipá tuvo que intervenir con el gran prestigio de su autoridad sobrehumana.

—¡Ay qué boba!, ¿crees tú que este traje se puede comprar? Muere y entonces tendrás uno. ¡Moo! ¡Moo!

—Bueno —replicó la mona convencida—, pues que venga Pipá a verme vestir.

—Improper —dijo la institutriz, que había venido a buscar a Irene para llevársela a su boudoir de angelillo.

Pipá no sabía inglés y no entendió lo que la institutriz alegaba para oponerse a tan justa reclamación.

Pero al fin venció la honestidad y Pipá quedó solo por algunos momentos en aquel gabinete azul, alumbrado por una luz muy parecida a la luna, pero más brillante, que alumbraba desde cerca del techo, colgada como las lámparas de Santa María.

En la soledad se entregó Pipá, sin pizca de vergüenza, a satisfacer la curiosidad del tacto, poniendo mano en todos aquellos muebles, manoseándolo todo con riesgo de romper los objetos delicados que sobre consolas y veladores había.

Su gran sorpresa fue la que le produjo el armario de espejo, devolviéndole a la espantada vista la imagen de aquel Pipá sobrenatural que él había ideado al buscar su extraña vestimenta.

Pipá contempló el Pipá de cuerpo entero que tenía enfrente, y volvió de súbito a toda la dignidad y parsimonia majestuosa que manifestara en un principio; porque la imagen que le ofrecía el azogue despertó su conciencia de fantasma. Indudablemente Irene tenía razón para tratarle con tanto respeto. Se reconoció imponente. Acercose al espejo, tocó casi con la nariz en el cristal, y tocó, sin casi, con la lengua; y aunque esto es también indigno de un héroe, y de cualquier persona formal, cuanto más de un aparecido, es lo cierto que Pipá estuvo lame que te lamerás el espejo; porque su contacto le refrescaba la lengua que tenía abrasada con el abuso de los licores.

—¡Moo! —dijo al fantasma que tenía enfrente, y gesticuló con el aparato de contorsiones que él creía más adecuado al lenguaje mímico del otro mundo.

En esta ocupación fantástica le encontró Irene cuando volvió hecha un brazo de mar, convertida en una muñeca como aquellas que la niña tenía y yacían por el suelo en posturas indecorosas y no todas en la perfecta integridad de su individuo.

Irene, en traje de baile, con el pelo empolvado, con la majestuosa cola, se creyó digna de Pipá, y tomándole la mano, le dijo solemnemente:

—Vamos, que el baile empieza. Ya están ahí los niños, no les digas que eres Pipá, porque echarán a correr y ¡adiós mi baile!

Pipá aceptó la mano de la muñeca, que no le llegaba al hombro, y eso que él no era buen mozo, como dejo dicho.

Y seguidos de Julia entraron en el salón de baile el fantasma y la señora que recibía.

V

Había terminado la fiesta. Pipá oía desvanecerse a lo lejos el ruido de los coches que devolvían a las familias respectivas todo aquel pequeño gran mundo en que el pillete de la calle de Extremeños había brillado por dos o tres horas. Irene le había tenido todo el tiempo a su lado; para él habían sido los mejores obsequios. De tanto señor vestido a la antigua española, de tantas damas con traje de corte que bien medirían tres cuartas y media de estatura, de tanto guerrero de deslumbrante armadura, de tanta aldeana de los Alpes, de tantos y tantos señores y señoras en miniatura, nadie había podido llamar la atención y el aprecio de la mona del Palacio consagrada en cuerpo y alma a su máscara, al fantasma que la tenía dominada por el terror y el misterio. Pipá había estado muy poco comunicativo. Cuando se llegó al bufet, repartió subrepticiamente algunos pellizcos entre algunos caballeros que se atrevieron a disputarle los mejores bocados y el honor lucrativo de acompañar a Irene. —¿Quién es esa máscara? ¿De qué viene vestido ese?—. A estas preguntas de los convidados, Irene sólo respondía diciendo: —¡Es mío, es mío!

Aunque Pipá no simpatizó con aquella gente menuda, cuya debilidad le parecía indigna de los ricos trajes que vestían, y más de las hermosas espadas que llevaban al cinto, sacó el partido que pudo de la fiesta, aprovechando el favor de la señora de la casa. Comió y bebió mucho, se hartó de manjares y licores que nunca había visto y se creyó en el cielo del Dios bueno, al pasear triunfante al lado de Irene por aquellos estrados, cuyo lujo le parecía muy conforme con los sueños de su fantasía, cuando oyera contar cuentos de palacios encantados, de esos que hay debajo de tierra y cuya puerta es una mata de lechugas que deja descubierta la entrada a la consigna de: ¡ábrete Sésamo!

Concluido el baile, Irene yacía en su lecho de pluma, fatigada y soñolienta, acompañada de Pipá y de la marquesa. Julia, inclinada sobre la cabecera hablaba en voz baja, casi al oído de la niña. Pipá del otro lado del lecho, vestido aún con el fúnebre traje de amortajado, tenía entre sus manos una diminuta y blanca de la mona, que, hasta dormir, quería estar acompañada de su muñeco de movimiento. No habría consentido Irene en acostarse sino previa la promesa solemne de que Pipá no saldría de su casa aquella noche, dormiría cerca de su alcoba y vendría muy temprano a despertarla para jugar juntos al día siguiente y todos los días en adelante. La marquesa, previo el consentimiento de Pipá, prometió lo que Irene pedía, y con estas condiciones se metió la niña en el lecho de ébano con pabellón blanco y rosa. Pipá, en pie, se inclinaba discretamente sobre el grupo encantador que formaban las rubias cabezas mezclando sus rizos; Irene tenía los ojos fijos en el rostro de su madre, y su mirada tenía todo el misterio y toda la curiosidad mal satisfecha con que antes la vimos fija en la luna. Pipá miraba la cama del pabellón con ojos también soñadores. Julia contaba el cuento de dormir, que aquella noche había pedido Irene que fuese muy largo, muy largo, y muy lleno de peripecias y cosas de encanto. Los párpados de la niña que parecían dos pétalos de rosa se unían de vez en cuando, porque iba entrando ya Don Fernando, como llamaba la madre al sueño, sin que yo sepa el origen de este nombre de Morfeo. Pero el pillete, acostumbrado a trasnochar, más despierto con las emociones de aquella noche, y de veras interesado con la narración de Julia, oía sin pestañear, con la boca abierta; y aunque cazurro y socarrón y muy experimentado en la vida, niño al fin, abría el alma a los engaños de la fantasía y respiraba con delicia aquel aire de lo sobrenatural y maravilloso, natural alimento de las almas puras, jóvenes e inocentes.

El placer de oír cuentos era de los más intensos para Pipá; suspendiose en él toda la malicia de sus pocos pero asendereados años, y quedaba sólo dentro del cuerpo miserable su espíritu infantil, puro como el de la misma Irene. La fantasía de Pipá tenía más hambre que su estómago; Pipá apenas había tenido cuentos de dormir al lado de su cuna; esa semilla que deja el amor de las madres en el cerebro y en el corazón, no había sido sembrada en el alma de Pipá. Tenía doce años, sí, pero al lado de Irene y Julia, que gozaban el misterioso amor de la madre y el infante, era un pobre niño que gozaba con delicia de los efluvios de aquel cariño de la cuna, que no era suyo, y al que tenía derecho, porque los niños tienen derecho al regazo de la madre y él apenas había gozado de esta vida del regazo. De todo cuanto Pipá había visto en el palacio nada había despertado su envidia, pero ante aquel grupo de Julia e Irene besándose a la hora de dormirse el ángel de la cuna, Pipá se sintió sediento de dulzuras que veía gozar a otros, y hubiérase de buena gana arrojado en los brazos de la marquesa pidiéndole amor, caricias, cuentos para él. En el cuento de aquella noche había, por supuesto, bailes de máscaras celebrados en regiones encantadas, servían los refrescos las manos negras, que siempre hacen tales oficios en los palacios encantados, las mesas estaban llenas de riquísimos manjares, especialmente de aquellos que a Irene más le agradaban, y era lo más precioso del caso que los niños convidados podían comer a discreción y sin ella de todo, sin que les hiciese daño. Irene insinuó a su madre la necesidad de que Pipá anduviese también por aquellas regiones.

Y decía Julia: —Y había una niña muy rubia, muy rubia, y muy bonita, que se llamaba Irene —Irene sonreía y miraba a Pipá con cierto orgullo—, que iba vestida de señora de la corte de Luis XV, con un traje de color azul celeste… —¿Y con pendientes de diamantes? —Y con pendientes de diamantes. —¿Y había una máscara que se llamaba Pipá? —preguntaba Irene. —Y había un Pipá vestido de fantasma.— Aquí era Pipá el que sonreía satisfecho…

Después de ver pasar a los personajes del cuento por un sin número de peripecias, Irene se quedó dormida sin poder remediarlo. —Ya duerme —dijo la marquesa, que enfrascada en sus invenciones, que a ella misma la deleitaban más de lo que pudiera creer, no había sentido al principio que la niña estaba con los angelitos. Pipá volvió con tristeza a la realidad miserable. Suspiró y dejó caer blandamente la mano de nieve que tenía entre las suyas. —¿Verdad que es muy hermosa mi niña? —dijo Julia que se quedó mirando a Pipá con sonrisa de María Santísima, como la calificó el pillete para sus adentros. El amortajado miró a la marquesa y atreviéndose a más de lo que él pensara, en vez de contestar a la pregunta hizo esta otra: —¿Y qué más? —era la frase que acababa de aprender de labios de Irene; en aquella frase se pedía indirectamente que el cuento se prolongase.

Y Julia, llena de gracia, inflamada en dulcísima caridad, de esa que trae a los ojos lágrimas que deposita en el corazón Dios mismo para que nos apaguen la sed de amor en el desierto de la vida, Julia, digo, hizo que Pipá se sentara a sus pies, sobre su falda, y como si fuese un hijo suyo besole en la frente, que ya no tapaba la careta de calavera; y eran de ver los pardos ojos de Pipá, puros y llenos de visiones que los hacían serios, siguiendo allá en los espacios imaginarios las aventuras que contaba la marquesa.

¡Aquello sí que era el cielo! Pipá se creía ya gozando del Dios bueno, y para nada hubiera querido volver a la tierra, si no hubiera en ella… pero dejemos que él mismo lo diga.

Fue el caso que la marquesa, loca de imaginación en sus soledades, y sola se creía estando con Pipá, continuó el cuento de la manera más caprichosa. Aquel Pipá y aquella Irene del palacio encantado, crecían, ella se hacía una mujer hermosa, poco más o menos de las señas de su madre. —¿Más bonita que V.? —preguntaba Pipá dando con esto más placer a la marquesa del que él ni ella pensaban que pudiera dar tal pregunta. —Sí, mucho más bonita—. Y para pagar la galantería, Julia se figuraba que el Pipá hecho hombre era un gallardísimo mancebo, y procuraba que conservara aquellas facciones que en el pillastre eran anuncio de varonil belleza… ¡Qué extraña casualidad había juntado el espíritu y las miradas de aquellos dos seres que parecían llamados a no encontrarse jamás en la vida! La imaginación de Pipá, poderosa como ninguna, una vez excitada, intervino en el cuento y la narración se convirtió en diálogo. —Irene tiene castillos, y muchos guerreros que son criados —decía Julia. —Y Pipá —respondía el interesado— es un caballero que mató muchos moros, y le hacen rey… —. Y así estuvieron soñando más de media hora el pillastre y la marquesa. Mas ¡ay!, precisamente al llegar al punto culminante de la fábula, a la boda de la castellana Irene y del rey Pipá, este interrumpió el soñar, hizo un mohín, se puso en pie y dijo con voz un poco ronca, truhanesca, y escupiendo, como solía, por el colmillo:

—Yo no quiero ser rey, voy a ser de la tralla.

—¡De la tralla! —Sí, zagal de la diligencia grande de Castilla. —Pero hombre, entonces no vas a poder casarte con Irene. —Yo quiero casarme con la Pistañina. —¿Quién es la Pistañina? —La hija del ciego de la calle de Extremeños. Esa es mi novia… …

VI

Era media noche. Ni una nube quedaba en el cielo. La luna había despedido a sus convidados y sola se paseaba por su palacio del cielo, vestida todavía con las galas de su luz postiza.

Pipá velaba en el lecho que se había improvisado para él cerca del que solía servir al cochero. Pero aquella noche la gente del servicio, sin permiso del ama, había salido a correr aventuras. El cochero y otros dos mozos habían dejado el tranquilo palacio y la puerta imprudentemente entornada. Pipá, que todo lo había notado, vituperó desde su lecho aquella infame conducta de los lacayos. Él no sería lacayo, para poder ser libre sin ser desleal. Al pensar esto recordó que la gente de la cocina le había elogiado su buena suerte en quedarse al servicio de Irene: y recordó también cierta casaca que había dejado apenas estrenada un enano que servía en la casa de lacayo y que había muerto. —A Pipá le estará que ni pintada la casaca del enano —había dicho el cocinero.

Al llegar a este punto en sus recuerdos, Pipá se incorporó en su lecho, como movido por un resorte. Por la ancha ventana abierta vio pasar los rayos de la blanca luna. Vio el cielo azul y sereno de sus noches al aire libre y al raso. Y sintió la nostalgia del arroyo. Pensó en la Pistañina que le había dicho que aquella noche tendría que cantar en la taberna de la Teberga hasta cerca del alba. Y se acordó de que en aquella taberna tenían una broma los de la tralla, los delanteros y zagales de la diligencia ferrocarrilana y los del correo. Pipá saltó del lecho. Buscó a tientas su ropa; después la que había ganado en buena lid y robado en la iglesia, y vuelto a su vestimenta de amortajado, sin pensarlo más, renunciando para siempre a las dulzuras que le brindaba la vida del palacio, renunciando a las caricias de Irene y a los cuentos de Julia, y a sus miradas que le llenaban el corazón de un calor suave, no hizo más que buscar la puerta, salió de puntillas y en cuanto se vio en la calle, corrió como un presidiario que se fuga; y entonces sí que hubiera podido pasar a los ojos del miedo por un difunto escapado del cementerio que volvía en noche de carnaval a buscar los pecados que le tenían en el infierno.

* * *

La entrada de Pipá en la taberna de la Teberga fue un triunfo. Se le recibió con rugidos de júbilo salvaje. Su disfraz de muerto enterrado pareció del mejor gusto a los de la tralla, que en aquel momento fraternizaban, sin distinción de coches. Pipá vio, casi con lágrimas en los ojos, cómo se abrazaban y cantaban juntos un coro un delantero del Correo y un zagal de la Ferrocarrilana.

No hubiera visto con más placer el prudente Néstor abrazados a Agamenón y Aquiles.

Aquellos eran los héroes de Pipá. Su ambición de toda la vida ser delantero. Sus vicios precoces, que tanto le afeaba el vulgo, creíalos él la necesaria iniciación en aquella caballería andante. Un delantero debía beber bala rasa y fumar tagarninas de a cuarto. Pipá comenzaba por el principio, como todo hombre de verdadera vocación que sabe esperar. Festina lente, pensaba Pipá, aunque no en latín, y esperando que algún día sus méritos y sus buenas relaciones le hiciesen delantero, por lo pronto ya sabía el aprendizaje del oficio. Blasfemaba como un sabio, fumaba y bebía y fingía una malicia y una afición al amor carnal, grosero, que no cabía aún en sus sentidos, pero que era perfecta imitación de las pasiones de sus héroes los zagales. El aguardiente le repugnaba al principio, pero era preciso hacerse a las armas. Poco a poco le fue gustando de veras y cuando ya le iba quemando las entrañas, era en Pipá este vicio el único verdadero.

Todos los de la tralla, sin distinción de empresas ni categorías, estaban borrachos. Terminada la cena, habíase llegado a la serie interminable de copas que había de dar con todos en tierra. En cuanto Pipá, a quien se esperaba, estuvo dentro, se cerró la taberna. Y creció entonces el ruido hasta llegar a infernal. Pipá bailó con la Retreta, mujer de malísimos vicios, que al final del primer baile de castañuelas cogió al pillete entre sus fornidos brazos, le llenó la cara de besos y le prodigó las expresiones más incitantes del cínico repertorio de sus venales amores. ¡Cómo celebró la chusma la gracia con que la Retreta se fingió prendada de Pipá! Pipá, aunque agradecido a tantas muestras de deferencia, a que no estaba acostumbrado, sintió repugnancia al recibir aquellos abrazos y besos asquerosos. Se acordó de la falda de Julia que pocas horas antes le diera blando asiento. Además, estaba allí la Pistañina. La Pistañina, al lado de su padre que tocaba sin cesar, cantaba a grito pelado coplas populares, obscenas casi todas. Su voz ronca, desgarrada por el cansancio, parecía ya más que canto, un estertor de agonía. Aquellos inhumanos, bestias feroces, la hubieran hecho cantar hasta que cayera muerta. Cuando la copla era dulce, triste, inocente, un grito general de reprobación la interrumpía, y la Pistañina, sin saber porqué, acertaba con el gusto predominante de la reunión volviendo a las obscenidades.

Tengo frío, tengo frío,
dijo a su novio la Pepa;
él la apretó contra el pecho
y allí se le quedó muerta

cantó la niña y el público gritó: —¡Fuera!, ¡fuera!, ¡otra!

Y la Pistañina cantó:

Quisiera dormir…

—¡Eso, eso!, ¡venga de ahí!

La embriaguez estaba ya en la atmósfera. Todo parecía alcohol; cuando se encendía un fósforo, la Pistañina, la única persona que no estaba embriagada, temía que ardiese el aire y estallase todo.

Pipá, loco de alegría, viéndose entre los suyos, comprendido al fin, gracias a la invención peregrina del traje de difunto, alternando con lo mejor del gran mundo de la tralla, hizo los imposibles de gracia, de desvergüenza, de cinismo, olvidado por completo del pobre ángel huérfano que tenía dentro de sí. Creía que a la Pistañina le agradaban aquellos arrebatos de pasión soez, aquellos triunfos de la desfachatez. Tanto y tan bueno hizo el pillete, que la concurrencia acordó, con esa unanimidad que sólo inspira en las asambleas la borrachera del entusiasmo o el entusiasmo de la borrachera, acordó, digo, celebrar la apoteosis de Pipá, como fin de fiesta. Anticipando los sucesos, quisieron celebrar el entierro de la sardina, enterrando a Pipá. Este prometió asistir impasible a sus exequias. Nadie se acordó allí de los antecedentes que tenía en la historia esta fúnebre excentricidad, y lo original del caso los embriagó de suerte —si algo podía ya embriagarlos—, que antes hubieran muerto todos como un solo borracho, que renunciar a tan divertido fin de fiesta.

Pipá, después de bailar en vertiginoso baile con la Retreta, cayó en tierra como muerto de cansancio. Quedó rígido como un cadáver y ante las pruebas de defunción a que le sujetaron los delanteros sus amigos, el pillastre demostró un gran talento en el arte de hacerse el muerto. —¡Tonino è moruto! —dijo un zagal que recordaba esta frase oída a un payaso en el Circo, y la oportunidad del dicho fue celebrada con cien carcajadas estúpidas. ¡E moruto!, ¡moruto!, gritaban todos, y bailaban en rueda, corriendo y atropellándose hombres y mujeres en derredor de Pipá amortajado. Por las rendijas de puertas y ventanas entraba algo de la claridad de la aurora. Los candiles y quinqués de fétido petróleo se apagaban, y alumbraban la escena con luz rojiza de siniestros resplandores las teas que habían encendido los de la tralla para mayor solemnidad del entierro. La poca luz que de fuera entraba en rayas quebradas parecía más triste, mezclada con la de aquellas luminarias que envenenaban el aire con el humo de olor insoportable que salía de cada llama temblorosa. En medio de la horrísona gritería, del infernal garbullo, sonaba la voz ronca y desafinada de la Pistañina, que sostenía en sus hombros la cabeza de su padre borracho. Blasfemaba el ciego, que había arrojado la guitarra lejos de sí, y vociferaba la Pistañina desesperada llorando y diciendo: —¡Que se quema la casa, que queman a Pipá, que va a arder Pipá, que las chispas de las teas caen dentro de la pipa!… —. Nadie oía, nadie tenía conciencia del peligro. Pipá yacía en el suelo pálido como un muerto, casi muerto en realidad, pues su débil cuerpo padecía un síncope que le produjo el cansancio en parte y en parte la embriaguez de tantas libaciones y de tanto ruido; después fue levantado sobre el pavés… es decir, sobre la tapa de un tonel y colocado, en postura supina, sobre una pipa llena de no sé qué líquido inflamable; acaso la pipa del petróleo.

La pipa estaba sin más cobertera que el pavés sobre el que yacía Pipá, sin sentido. —Pipá no está muerto, está borracho —gritó Chiripa, delantero de trece años. —Darle un baño, darle un baño, para que resucite —se le ocurrió añadir a Pijueta, un zagal cesante… — y entre Chiripa, Pijueta, la Retreta y Ronquera, que estaba en la fiesta, aunque no era de la tralla, zambulleron al ilustre Pipá en el terrible líquido que contenía aquel baño que iba a ser un sepulcro. Nadie estaba en sí: allí no había más conciencia despierta que la de la Pistañina, que luchaba con su padre furioso de borracho. La niña gritaba: ¡Que arde Pipá… !, y la danza diabólica se hacía cada vez más horrísona; unos caían sin sentido, otros con él, pero sin fuerza para levantarse; inmundas parejas se refugiaban en los rincones para consumar imposibles liviandades, y ya nadie pensaba en Pipá. Una tea mal clavada en una hendidura de la pared amenazaba caer en el baño funesto y gotas de fuego de la resina que ardía, descendían de lo alto apagándose cerca de los bordes de la pipa. El pillastre sumergido, despierto apenas con la impresión del inoportuno baño, hacía inútiles esfuerzos para salir del tonel; mas sólo por el vilipendio de estar a remojo, no porque viera el peligro suspendido sobre su cabeza y amenazándole de muerte con cada gota de resina ardiendo que caía cerca de los bordes, y en los mismos bordes de la pipa.

—¡Que se abrasa Pipá, que se abrasa Pipá! —gritó la Pistañina. Los alaridos de la bárbara orgía contestaban. De los rincones en que celebraban asquerosos misterios babilónicos aquellos sacerdotes inmundos salían agudos chillidos, notas guturales, lascivos ayes, ronquidos nasales de maliciosa expresión con que hablaba el placer de la bestia. El humo de las teas, ya casi todas extintas, llenaban el reducido espacio de la taberna, sumiéndola en palpables tinieblas: la luz de la aurora servía para dar con su débil claridad más horror al cuadro espantoso. Brillando como una chispa, como una estrella roja cuyos reflejos atraviesan una nube, se veía enfrente del banco en que lloraba la Pistañina la tea suspendida sobre el tonel de Pipá.

Pronto morirían asfixiados aquellos miserables, si nadie les avisaba del peligro.

Pero no faltó el aviso. La Pistañina vio que la estrella fija que alumbraba enfrente, entre las nieblas que formaba el humo, caía rápida sobre el tonel… La hija del ciego dio un grito… que no oyó nadie, ni ella…

Todos salieron vivos, si no ilesos, del incendio, menos el que se ahogaba dentro de la pipa.

VII

—¡Es un carbón!

—¡Un carbón completo!

—¡Lo que somos!

—¡No hay quien le conozca!

—¡Si no tiene cara!

—¡Es un carbón!

—¿Y murió alguno más?

—Dicen que Ronquera.

—Ca, no tal. A Ronquera no se le quemó más que un zapato… que había dejado encima de la mesa creyendo que era el vaso del aguardiente.

El público rió el chiste.

El gracioso era Celedonio; el público, el coro de viejas que pide a la puerta de Santa María.

El lugar de la escena, el pórtico donde Pipá había vencido el día anterior a Celedonio en singular batalla.

Pero ahora no le temía Celedonio. Como que Pipá estaba dentro de la caja de enterrar chicos que tiene la parroquia, como esfuerzo supremo de caridad eclesiástica. Y no había miedo que se moviese, porque estaba hecho un carbón, un carbón completo como decía Maripujos.

La horrible bruja contemplaba la masa negra, informe, que había sido Pipá, con mal disimulada alegría. Gozaba en silencio la venganza de mil injurias. Tendió la mano y se atrevió a tocar el cadáver, sacó de la caja las cenizas de un trapo con los dedos que parecían garfios, acercó el infame rostro al muerto, volvió a palpar los restos carbonizados de la mortaja, pegados a la carne, y dijo con solemne voz, lo que puede ser la moraleja de mi cuento para las almas timoratas:

—¡Este pillo! Dios castiga sin palo ni piedra… Robó al santo la mortaja… y de mortaja le sirvió la rapiña… ¡Esta es la mortaja que robó ahí dentro! —todas las brujas del corro convinieron en que aquello era obra de la Providencia.

Y dicha así la oración fúnebre, se puso en marcha el entierro.

La parroquia no dedicó a Pipá más honras que la caja de los chicos, cuatro tablones mal clavados.

Celedonio dirigía la procesión con traje de monaguillo.

Chiripa y Pijueta con otros dos pilletes llevaban el muerto, que a veces depositaban en tierra, para disputar, blasfemando, quién llevaba el mayor peso, si los de la cabeza o los de los pies. Eran ganas de quejarse. Pipá pesaba muy poco.

La popularidad de Pipá bien se conoció en su entierro; seguían el féretro todos los granujas de la ciudad.

Los transeúntes se preguntaban, viendo el desconcierto de la caterva irreverente, que tan sin ceremonia y en tal desorden enterraba a un compañero:

—¿Quién es el muerto?

Y Celedonio contestaba con gesto y acento despectivos:

—Nadie, es Pipá.

—¡Pipá que murió quemado! —añadían otros pilletes que admiraban al terror de la pillería hasta en su trágica muerte.

En el Cementerio, Celedonio se quedó solo con el cadáver, esperando al enterrador, que no se daba prisa por tan insignificante difunto. El monaguillo levantó la tapa del féretro, y después de asegurarse de la soledad… escupió sobre el carbón que había dentro.

Hoy ya nadie se acuerda de Pipá más que yo; y Celedonio ha ganado una beca en el seminario. Pronto cantará misa.


Oviedo, 1879.

Amor'è furbo

Era la época en que el drama lírico, generalmente clásico o bucólico, hacía las delicias de la grandeza romana.

Orazio Formi, poeta milanés, educado en Florencia, y después pretendiente en Roma, alcanzaba por fin en la capital del mundo católico el logro de sus esperanzas bien fundadas. Brunetti, su amigo, compositor mediano, escribía para las obras líricas de Formi una música pegajosa y monótona, pero cuya dulzura demasiado parecida al merengue, decía bien con las larguísimas tiradas de versos endecasílabos y heptasílabos que el poeta ponía en boca de sus pastores y de sus héroes griegos.

Formi creía en una Grecia parecida a los paisajes de Poussin; en cuanto a los dioses y a los héroes se los figuraba demasiado parecidos al Gran Condé, al ilustre Spínola y a Francisco I. Veía a Eurípides a través de Racine; amaba a Grecia según se la imponía la Francia del siglo de oro.

Brunetti, cuya verdadera vocación era la cirugía, pero que acosado por el hambre, había llegado a vivir del cornetín (un cornetín estridente que tocaba el pobre napolitano con todo el furor de los rencores de su vocación paralizada), Brunetti se había dedicado al fin a componer música para óperas y dramas líricos, considerando que las partituras se parecían unas a otras hasta la desesperación del pobre instrumentista, y que vista una ópera, estaban hechas todas. Por consiguiente las inventó él, ni mejores ni peores que las había aprendido de otros, y desde entonces dejó de soplar en el metal ingrato y ganó más dinero aunque no mucho. Cuando Formi se dio a conocer en el teatro de Roma por su Leandro, drama sentimental y muy a propósito para las melodías simplicísimas que Brunetti sabía combinar, el compositor le buscó y le propuso su colaboración. Aceptó Formi, que aún no podía escoger músico a su gusto, y su segunda obra se cantó ya con melodías de la fábrica Brunetti. Se llamaba la ópera Filena; era una larguísima égloga, extremadamente fastidiosa, falsa, absurda, pero tan del gusto predominante en la corte pontificia, que la fama de Orazio Formi llegó a las nubes, y Brunetti, si no de la gloria, participó de los beneficios contantes y sonantes. Agradecido a su buen milanés, como él le llamaba, el napolitano le procuró la amistad que más podía agradarle al poeta enamorado de todo lo francés, de todo lo que fuera siglo de oro y aun de los días de Luis XV; le hizo amigo de la famosa actriz y tiple ilustre Gaité Provenze, que en Italia quiso llamarse la Provenzalli, y así llegó a ser célebre en la península como antes en su patria lo había sido con su apellido verdadero. Gaité —cuyo nombre de pila no debía de ser este, pero que así decía llamarse— era una encarnación de todo lo que tenía de femenino el espíritu francés de aquellos tiempos. Amaba a Molière y deliraba por Racine, pero prefería a Scarron y aun se deleitaba con los poetas de tercer orden; era la cortesana hecha artista; para ella el galanteo y la poesía se fundían en el arte del bel canto y de la declamación académica, afectada, falsa y estirada; no tenía más religión que la del pentágrama y la cesura del alejandrino; desafinar o destrozar un hemistiquio era el colmo del mal; engañar a un amante, tener ciento, burlarse de todos los hombres del mundo, le parecía asunto de poca monta, ajeno por completo a la jurisdicción de la moral.

Tenía Gaité su filosofía. En el principio el mundo era una égloga inmensa; todos los humanos eran pastores o zagalas, según el sexo, vestidos decentemente y adornados con cintas y galones de oro y plata, como en el teatro. La vida era una representación continua de algo como el Pastor fido o Aminta. La corrupción vino después, cuando los hombres empezaron a pensar en cosas serias, y prohibieron el amor omnilateral en los campos y en los bosques. Por una aberración, que se explica en una mujer educada como la Provenzalli, el mundo era lo accesorio, el teatro lo principal: en vez de encontrar bien las comedias que se parecían a la vida, le parecía hermosa y buena la vida cuando tomaba aires de comedia; por esto tenía una afición desmedida a los embrollos, y era una excelente casamentera. Entre las partes de por medio de su compañía, cuyo tirano era, había arreglado varios escándalos eróticos con matrimonios no menos escandalosos, pero que a ella le parecían excelentes por el corte teatral que tenían, por lo que semejaban a tantos y tantos desenlaces de intrigas de la escena. «Yo hubiera querido nacer hombre y ser Sganarelle», decía.

Cualquier asunto sencillo le causaba hastío; sabía complicarlo todo, y cuando llegaba el momento de las explicaciones en los continuos conflictos de sus intrigas, prefería a los diálogos concisos, entrecortados, las grandes y numerosas parrafadas que se parecían a los versos de sus autores amados. Hablaba como un orador inspirado, y había en su estilo mucho de lo que aprendía de memoria en las comedias, tragedias y óperas que representaba. La música le parecía un adorno muy propio y digno de la poesía, pero a pesar de sus excelentes facultades para el bel canto no ocultaba que era secundaria vocación en ella. «La melodía ayuda a la expresión del sentimiento; hay motivos en las ideas y en las emociones, que no expresa bien del todo la palabra sola; entonces el canto sirve mucho; pero en cambio, cuando el argumento que se expone es un poco sutil, necesita muchos miembros la oración y la lógica es aguda, complicada, cantar es ridículo y la frase queda oscurecida». Como se ve por estas opiniones suyas, Gaité pensaba seriamente en el arte. «Era lo principal; el amor un hermoso pasatiempo, que tenía además la utilidad indudable de enseñar mucho para la expresión de los afectos en el teatro». La gran pasión de la Provenzalli era la égloga representada. ¡Oh, si el público tuviera el gusto bastante delicado para poder sufrir, sin dormirse, cinco actos puramente bucólicos, sin más atractivo que las sentidas quejas de Salicios y Nemorosos y los diálogos tiernos y nunca bastante conceptuosos ni demasiadamente largos de Galateas y Polifemos!

¡Polifemo! Este había sido mucho tiempo su sueño secreto. ¡Cuántas veces, en brazos de un amante, había pensado con tristeza que le sobraba un ojo!, y entonces, como acariciándole, le tapaba los dos con las blanquísimas manos, y le miraba a la frente donde ella hubiera querido ver centellear la pupila solitaria del cíclope. En vez del ojo, el amante acababa por tener en la frente la insignia del minotauro, y todo era mitología.

Brunetti había conocido a Gaité en Marsella; de allí habían ido juntos a Florencia; en otras ciudades de Italia se habían visto y tratado mucho. El empresario del teatro de Roma, aseguraba que el gran negocio que estaba haciendo con la contrata de Gaité y compañía debíalo a Brunetti, que le había inspirado la idea de llamar a su coliseo a la gran actriz francesa.

Agradecido el compositor a los servicios del poeta, quiso pagárselos procurándole la amistad, que no tardó en ser íntima, de Gaité. También ella estimó el regalo que Brunetti le hacía facilitándole el trato de un poeta como Orazio Formi, que más de su gusto no podía soñarlo. En las primeras semanas de su amistad el poeta y la cantarina hablaron casi exclusivamente del arte, y de la literatura francesa en particular. Gaité sintió halagado su patriotismo y gozó deliquios puramente espirituales en la conversación de Formi que acertaba a formular, con esplendorosa elocuencia, muchas ideas y sentimientos que ella había creído suyos y que no había sabido nunca expresar cumplidamente.

Brunetti veía crecer más y más la reputación de Orazio; otras dos óperas del ya famoso libretista habían aumentado no poco su gloria y su caudal; el compositor —siempre Brunetti—, era el que no adelantaba gran cosa. El público (especialmente los críticos, que ya entonces los había, aunque no cobraban ni publicaban ordinariamente sus censuras) empezaba a murmurar: ya se decía: ¡lástima que Formi se haya enamorado de ese estúpido de Brunetti, que compone eternamente las mismas romanzas pastoriles! Formi merecía un músico bueno: sus libros morirían necesariamente muy pronto por culpa del músico. Bien comprendía Brunetti, más industrial que artista, que estas censuras las tenía merecidas: ¿cómo no echar de ver que la flauta de Pan, que eternamente tenían en la boca sus tenores y tiples, no bastaba, ni siquiera venía a cuento cuando Agamenón (última ópera de Formi) se decidía a sacrificar a Ifigenia, a pesar de las buenas razones del comedido Aquiles? Desde la representación del Oreste (otro drama lírico de Formi) Gaité comenzó a unir su nombre al de Orazio en el aplauso público. Ella fue Electra, y en los recitados, que eran muchos, y todo lo conceptuosos y almibarados que a ella le parecía bien, se lució de veras.

Aquella noche, al acostarse, Formi decidió que era llegado el momento de declararse definitivamente enamorado de la Provenzalli.

Pero no se atrevió a decírselo todavía. Tenía miedo que la generosa actriz tomase a mal una declaración que daría un carácter interesado al trato puramente poético y artístico que habían tenido hasta entonces. Además, un poeta predominantemente erótico como él, que había hecho todas las declaraciones amorosas de que dejó memoria la antigüedad clásica en versos fácilmente cantables, no podía, así, de buenas a primeras, decir su amor lisa y llanamente. Necesitaba discurrir algo muy nuevo, sonoro, retorcido y alambicado para que tan preciosa confesión fuese digna del autor de Orestes y digna de Electra.

Entre tanto pasaba el tiempo. Brunetti temía que a lo mejor se le acercase Formi a decirle en buenas palabras que hasta allí habían llegado, que él necesitaba otro músico. El ex—cornetín se presentaba cada dos o tres días a Gaité y con miel en los labios preguntaba:

—¿Y nuestro autor?

—Tace —decía Gaité con la dulzura del mundo y con la malicia más graciosa.

—Pues es necesario que se explique, perla mía. Tu pasión por las artes te pierde. No le hables tanto del teatro. Háblale más de nuestro negocio.

—¡El negocio, el negocio! Áyax (nombre de Brunetti), ¿quieres que yo le precipite, y yo le seduzca y le fuerce? Además, Áyax, tú sabes que somos amigos del alma; l'amour gâtera tout (Gaité hablaba en francés y en italiano según se le ocurría más pronto la frase en una u otra lengua).

—¡Cómo se entiende! —gritaba Brunetti hecho ya acíbar—. ¡Tú quieres mi ruina, nuestra ruina!

—La mía no, Áyax.

—¡Cómo!, ¿te olvidas?…

—No olvido nada, Áyax; pero mi gloria va unida a su gloria, mi fortuna a su fortuna. ¿Tú quieres que seamos amantes? Lo seremos, pero con una condición; consiento en esta infamia si ha de ser una infamia más una pasión verdadera. Yo no te seré infiel por el vil interés.

—¡Cómo vil, señora cantarina! Si Formi no está sujeto por los encantos de Circe, si tú no le tienes amarrado, el mejor día se nos escapa, busca otro músico mejor, (sí mejor, porque yo no soy músico, yo soy a nativitate cirujano), y me deja en la calle. Es necesario que esto se precipite…

—Pues bien. Ya que tú lo quieres, sea. Me insinuaré.

—Eso, eso.

—Pero te advierto que mi pasión no será cosa de teatro, será verdadera. Le amaré como nunca he podido amar a mi señor cirujano.

El cirujano Brunetti, enternecido tendió los brazos a la Provenzalli y depositó un casto beso en su boca fresca y sabrosa.

* * *

A Orestes habían seguido Antígona, Yocasta, Endimión, Proteo, Calipso y la más famosa de todas las óperas de Formi «Erato» obra maestra del poeta más bucólico del mundo. En ella hizo maravillas la Provenzalli, que ya era, públicamente, la querida de Orazio. Pero… ¡ay!, el mísero poeta rabiaba de celos. Gaité era demasiado alegre, y demasiado hermosa, y demasiado célebre y demasiado libre para que la murmuración no se cebase en ella. Se decía que el cardenal della Gamba, el príncipe polaco Froski y un general francés, enviado de la corte de París con una misión especial y de gran importancia, el marqués de Mably, habían puesto sitio a la fortaleza teatral de la Provenzalli y que a todos estos conquistadores se había rendido. Si no lo creía seguro, tampoco lo negaba el mismo Formi, que por propia experiencia había probado la flaqueza de aquella muralla.

Orazio, a pesar de su continuo trato con músicos y danzantes, a pesar de su educación descuidada, en cuanto a la moral, y a pesar de sus aficiones bucólicas, no vivía contento en la degradación de aquella vida relajada, unido por lazos non sanctos a la Provenzalli; había en él un fondo de honradez que por creerlo ridículo, y sobre todo inoportuno en la sociedad en que vivía, procuraba esconder y hasta olvidar; pero el amor sincero que llegó a sentir por Gaité despertó esos buenos instintos y, en fin, Formi se decidió a casarse con la cantarina.

Pero… necesitaba la seguridad absoluta de su fidelidad.

Una tarde, en el abandono de las caricias suaves que sucedían a los arrebatos de pasión, Orazio tomó entre sus manos la cabeza de Gaité, y quedo, muy quedo, le dijo, besando la bien torneada oreja: ¿quieres ser mi mujer?

Gaité, oculto el rostro bajo la abundante cabellera, sonrió con tal sonrisa, que de haberla visto Formi allí hubieran concluido sus propósitos honestos. Pero el amante no pudo notar aquel gesto de burla mezclada de lástima. La cómica tardó apenas dos segundos en requerir la seriedad necesaria para que en su cara hubiera la expresión propia del caso.

Para mejor contener la risa recordó que al fin y al cabo ella también amaba sinceramente a Formi, aunque no hasta el punto de exponerse a la cólera y la venganza de Brunetti, si por un rasgo de honradez y abnegación declaraba al poeta lo desatinado que era su buen intento. Después de clavarle los labios en la boca, vuelta ya del pasmo de amor, que creyó oportuno en tan grave momento, Gaité dijo así, fija la mirada en la del amante:

—Orazio, lo que me propones sería el colmo de mi dicha. En sueños me he permitido algunas veces gozar de la felicidad que sería llamarme tuya ante Dios y los hombres honrados; pero no sé si merezco tanta gloria; sé de fijo que la opinión de los maldicientes, que son los más de los hombres, me condena sin conocerme, y eso basta para que tu reputación padezca, si me haces tu esposa.

Más se inflamó Orazio con tal respuesta, y sintiendo profundísima ternura en que el amor se mezclaba a las dulzuras de la caridad, dijo con lágrimas en los ojos:

—Serás mía, serás mi esposa amada; de la opinión de los malvados nada me importa; mas ya que tú has sido tan noble y sincera, declarándome que tu fama padece, yo voy a ser no menos franco, diciéndote, que si como caballero me guardaré de ofenderte, creyendo de ti, lo que sería una infamia por el engaño, como amante sí estoy celoso, y de celos muero, o mejor diré, de sospechas; que a celos no llegan, que si llegaran, o yo no estaría ya en Roma, o no estarías tú en el mundo.

Con esta mesura y discreción hablaron mucho y bien los amantes retóricos hasta convenir en que Orazio no ofendía a Gaité sospechando, como amante celoso, que el cardenal della Gamba no iba a confesarla a las altas horas de la noche, que el general diplomático, el gallardo Mably, no traía del rey de Francia misión alguna para la Provenzalli, y que el príncipe Froski no tenía con ella el trato que con una cantante ilustre puede tener cualquiera diletante. Pero si bien esto era cierto, no lo era menos que Formi ninguna prueba, ni aun indicio, tenía, como caballero, que le permitiera dudar de la virtud de Gaité. Por todo lo cual, convenía que el amante celoso se convenciera por sus propios ojos de la inocencia de su amada. Entonces, y sólo entonces consentiría Gaité en ser su esposa, ante Dios y los hombres honrados. Era preciso buscar una manera de alcanzar esa prueba concluyente de la fidelidad de la Provenzalli, y la prueba se buscaría. Había que dejarla consultar con la almohada.

La almohada era Brunetti.

—¿No te parece que es graciosísimo? —preguntaba Gaité, muerta de risa después de referirle su conversación con Orazio.

—¡Es preciso dar gusto a ese mentecato! Te casarás con él ¡por Baco! ¡Que un hombre tan majadero entusiasme al público! Gaité, es preciso pasar por todo.

—Pero ¿cómo se va a hacer?

—Lo principal, y lo más difícil es demostrarle que no son tus amantes ni el cardenal, ni el general, ni el príncipe. Sin embargo, como sí lo son, a Dios gracias, ¡qué se creería ese majadero!, como sí lo son, no será imposible probarle a un necio que no hay tal cosa. Imposible sería si no lo fueran.

—¿Y lo del matrimonio? ¿Cómo se arregla?

—¡Bah!, ¡bah! Yo proveeré. Déjame ahora discurrir la traza que necesitamos para engañar a ese estúpido, que cada vez me es más útil… absolutamente necesario.

Pocos días después se puso por obra la traza que discurrió Brunetti.

* * *

Orazio escondido en la alcoba de Gaité esperaba la hora de la cita dada por la cómica al cardenal della Gamba.

Era a las ocho de la noche. El cardenal se hizo esperar diez minutos. —Su eminencia —anunció Casilda, doncella de la Provenzalli. Della Gamba penetró en la estancia, en traje negro, mixto de seglar y clérigo, algo a lo abate del tiempo.

Tendría, según la apariencia, de cincuenta a cincuenta y cinco años; pero su talle era arrogante; esbelta la figura, aunque la estatura no pasaba de mediana. Silbaba las eses al hablar muy bajo y con ceremoniosa parsimonia. Deshízose en galanterías, desde el momento en que estuvo al lado de la cómica, y besó su mano. Hablaba como un pastor de los de Formi, y no tardó en recitar unos versos de la Filena que venían a cuento. Formi, que le oía, se lo agradeció en el alma, a pesar de que la conversación aún no había disipado sus sospechas. Gaité estaba colocada de manera que le fuese punto menos que imposible hacer la menor seña sin que Formi desde su escondite la viera. El cardenal estaba en la sombra, detrás de la pantalla de raso que dejaba en tinieblas gran parte del gabinete.

—En fin, señora —decía el cardenal, al cabo, para alivio del alma atribulada del poeta—, confieso que habéis sido harto imprudente consintiendo estas visitas, que de ser descubiertas os infamarían y os harían perder el amor de ese hombre infausto, cuyos encantos deben de ser grandes cuando yo mismo, su rival, su enemigo, para ensalzar vuestra hermosura me valgo de los poéticos conceptos de sus divinas composiciones; confieso que soy inoportuno, terco, y hasta traidor, abusando de vuestra caridad sublime; sé que por no perder a ese Brunetti, cuya suerte está en mis manos, consentís oírme aunque no rendiros. Mas si todo esto confieso, también os digo, que la paciencia mía está agotada, que la castidad propia de mi estado, y que hasta aquí guardé fielmente, de virtud santa se trueca en aguijón enemigo, y que ya no podré resistir más, y para evitar el escándalo de arrojarme sobre vos, brutalmente, donde quiera que os vea… —y el cardenal se puso en pie y se acercó a Gaité, que retrocedió un paso. Formi dio otro en la alcoba, con ansias locas de arrojarse sobre aquel monstruo, si fue como lo pensó Gaité que notó el ruido. Pero no fue necesario. Pudo seguir oculto. El cardenal se contuvo, volvió a la sombra, y dijo:

—Perdonad, señora; pero muy grande es mi amor cuando aún puedo contener la fuerza del apetito.

—Cardenal —contestó Gaité, digna pero no altiva, con el mismo tono con que Penélope (en el último drama de Formi) rechazaba las tentaciones de sus adoradores—; Cardenal, si consiento vuestras visitas a tales horas, vuestras importunas declaraciones, vuestras galanterías que me enojan, bien sabéis, y vos lo confesáis, que no es por daros esperanzas; jamás seré vuestra ni de nadie más que del hombre a quien sabéis que adoro. Y ahora debo advertiros que hoy concluyen vuestras visitas y mi tolerancia; piérdase Brunetti, y salvemos mi honra y el honor de mi Orazio; si sois tan malvado que delatéis al miserable músico, cuyo sacrilegio es vuestro secreto, yo no seré cómplice; a tanta costa no quiero salvar el cuerpo de un semejante perdiendo mi alma y mi dicha. Por otra parte, vuestra actitud de ha un instante me prueba que de continuar estas visitas peligrosas seríais capaz de un atentado… Cardenal, sois libre; si queréis podéis convertiros en delator infame… yo continuaré siendo honrada.

—¡Honrada y amáis a Formi y sois suya!

—Y ante el altar legitimaré muy en breve este amor santo…

—Y vos mismo, cardenal, seréis testigo, o juro a Dios que no salís de esta casa con vida. Y ahora mismo se haga, que ni mi amor ni vuestra honra, hermosa Gaité, consienten dilaciones. De vuestra alcoba salgo, porque la indignación me venció y más no pude; mas si esta fue indiscreción, satisfágase lo que con ella padece el decoro, aunque sea a costa de la sangre vil de este monstruo; disponeos a morir o a obedecerme en todo, por extraño que os parezca y por mucho que os mortifique.

Y diciendo y haciendo, Orazio, que espada en mano había salido de repente al gabinete, sujetó por el cuello al cardenal, que antes que a nada acudió a ocultar el rostro con el embozo del manto o capa negra, pues era prenda epicena la que le cubría.

Pasmada había quedado la cómica, que no esperaba aquella salida del poeta, y no sabía qué decir, como quien olvida el papel en el teatro, o ve que de pronto le cambian la comedia y se representa otra que no sabe.

Por fin dijo con voz que parecía amenazada de síncope, y dándose a improvisar, inspirada por el susto.

—Mi bien, mi señor; ¿qué haces?, no era eso lo convenido, ni tal desmán necesario para probarte mi inocencia.

—Un cordel, señora mía, y no se hable más de eso; que por tener segura tu honra hago lo que hago. Un cordel pronto.

Dudaba la cantarina si el cardenal se prestaría a dejarse ahorcar o poco menos; y vacilaba entre buscar lo que el otro pedía, cada vez con más ira y con más prisa, o impedir a cualquier precio las violencias del furioso Orazio. El cardenal callaba y escondía el rostro.

—Gaité —gritaba entre tanto el poeta—, no temas que mi justa indignación traspase los límites en que me encierra el respeto de tu honra.

—Mira amigo mío, que matar a ese hombre es un crimen innecesario y dejarle con vida y agraviado un gran peligro.

—Nada temas, bien mío, que lo que intento en nada le lastima, si no es que aún persiste en amarte y tenerse por rival mío este mal sacerdote de Cristo. Tráeme un cordel o haré de mis manos tenazas que le ahoguen; y aquí Orazio apretó un poco al cardenal para darle una idea de las tenazas aludidas.

Trajo, en fin, el cordel la cómica; ató a los pies del lecho monumental el poeta al purpurado, y tras esto salió diciendo: —Aguarda, señora, y aquí me verás en breve acompañado de quien pueda poner fin honroso a todo esto.

—Desátame, que me ahogo —gritó el cardenal en cuanto sintió que el amante estaba fuera.

—No, en mi vida —respondió la actriz mal repuesta del susto—, que luego no sabré hacer los nudos que él hizo y descubrirá el enredo.

—Pues aparéjate a contraer matrimonio con el endiablado poeta, si no prefieres huir conmigo de esta casa; escapemos del peligro y yo te dejaré con Brunetti o quien digas.

—No, y mil veces no; que Formi es mi dueño y si el matrimonio que intenta no pega, porque llueve sobre mojado, bastará que él se crea mi esposo, aunque siga siendo sólo mi amante, que para mi gusto con eso basta; que yo le quiero es seguro y convencido está de que el cardenal en vano me asedia.

—A bien que pronto se dio por vencido, y en confiar tanto da a entender que el casamiento lo tomó por lo serio, pues ya parece marido por lo ciego.

—Ya ves si cree en mi virtud; no aguardó a la segunda prueba siquiera.

—Pues lo siento, no sólo por esta soga maldita que me desuella, sino porque el papel de general francés lo tenía yo muy bien ensayado, y en el de príncipe Froski pensaba lucirme.

—Ay, mi querido Agamenón, que siento pasos; me parece que vuelve tu verdugo.

—Yo me descubro —replicó Agamenón.

—Saldrás de mi compañía si tal haces. Cardenal serás hasta que de mi casa te arrojen, a coces probablemente.

Calló el cardenal Agamenón, porque ya sonaba en la escalera ruido de pasos. Con discreto modo dieron los de fuera golpes suaves a la puerta.

—Adelante —dijo la cantarina— y pasaron dos caballeros, muy bien parecidos y de toda gala vestidos. Hicieron muchos saludos ceremoniosos y el más viejo habló así: —Somos amigos de Orazio Formi, y por su ruego asistimos en calidad de testigos a un matrimonio clandestino que con la señora Gaité Provenzalli quiere contraer el querido poeta. Suplicamos en su nombre a esta sublime artista, gloria de la escena, se digne esperar breves instantes, que serán los que tarde Orazio en traer consigo al sacerdote facultado para esta clase de funciones.

Poco sabía, o no sabía nada la Provenzalli de los ritos católicos, ni de las condiciones que para celebrar el sacramento del matrimonio se requieren; y así, empezó a turbarse con la presencia y las palabras de los testigos, y ya sospechaba si aquel matrimonio sería más verdadero de lo que convenía, para no tener que ver luego con la justicia.

Callaba el cardenal atado allá en la alcoba, guardaron silencio y tomaron asiento los testigos, y pasado apenas un cuarto de hora sonaron otros golpes discretos y penetró en la estancia un venerable sacerdote, muy parecido al figurón que todos conocemos por don Basilio, el del Barbero. Saludó el eclesiástico de luenga barba; sacó de los pliegues del manteo un libro viejo, un hisopo, una taza con agua bendita y dos cabos de cera. Improvisó un altarcico sobre el tocador de Gaité, encendió los cabos, todo en silencio, y postrado de hinojos ante el espejo, al que había arrimado una cruz de palo, quedose en oración, murmurando latines.

Sin saber lo que hacía, y dando una importancia real a cuanto veía, Gaité arrodillose también, y ya que rezar apenas sabía, diose a temblar con todo el fervor de su alma. Los testigos también se arrodillaron.

Poco después entró en la estancia Orazio, vestido de raso blanco, con el traje más cumplido de novio, según el refinado lujo de la época.

—Señor párroco —dijo—, pues autorizado estáis para intervenir y facilitar esta clase de matrimonios, que por deudas de la honra no admiten dilaciones; pues Su Santidad os da el poder de atar estos indisolubles lazos que quiero me unan a Gaité Provenzalli, aquí, en el silencio de la noche, en el secreto de esta ocasión clandestina, os pido y humildemente ruego me deis por esposa a esta señora de mis pensamientos.

Púsose en pie el clérigo, y haciendo una seña al más viejo de los testigos, acercose a la atribulada esposa, sobre cuya cabeza puso ambas manos. Entonces el testigo requerido exclamó:

—Señora, acaso ignoráis, y por eso os advierto que el sacerdote que asiste en un matrimonio secreto no puede hablar, porque el rito le supone mudo, en señal de que le falta lengua para divulgar lo que oculto se quiere.

—Nada sé —respondió la cómica temblando—, disponed de mí como queráis.

—En tal caso, el testigo de más edad lleva la palabra y el sacerdote hace la maniobra (llamémosla así).

Miró Formi con inquietos ojos a su esposa, temiendo que aquello de la maniobra la hubiese puesto en cuidado; mas ella todo lo tenía por serio y bueno, y aunque la hubiesen casado por los ritos del Zend—Avesta nada hubiera sospechado.

Entonces el testigo viejo preguntó lo que se pregunta en todos los matrimonios. Quisieron, recibieron y otorgaron la cómica y el poeta cuanto hacía al caso, y el clérigo que, en silencio, había hecho mil aspavientos, como sancionando cuanto el seglar decía, apagó los cabos de cera a sendos soplos, recogió el hisopo, con que había hecho quinientas aspersiones, guardó el Cristo y se dirigió a la puerta, después de hacer genuflexiones humildísimas. Fuéronse tras él los testigos, y en cuanto quedaron solos Orazio se arrojó en los brazos de su legítima esposa, de cuya virtud hizo el más cumplido elogio, marcando los superlativos con ardorosos y muy sonoros besos que le repartía por el cuerpo. Tras esto pareciole oportuno tomar fiera venganza del cardenal, que aún yacía bajo el lecho, vacilando entre el miedo de sofocarse y el de perder su plaza en la compañía de Provenzalli, donde representaba papeles serios, tal como el de Agamenón, cuyo nombre le había quedado, el de Néstor, el de Ulises, el de viejo pastor en las comedias bucólicas y otros parecidos.

Discurrió Formi que pasaran la noche primera de sus amores lícitos en aquel lecho que había sido el de sus devaneos; el cardenal velaría su sueño atado debajo de la cama, como estaba.

Quiso Gaité disuadir al novio, pero fue en vano. El cardenal callaba, porque si por su culpa se descubría la trampa cardenalicia, ¿qué sería de su suerte? ¿En qué otra compañía ganaría lo que ganaba con la famosa cómica francesa?

Formi fue inflexible. Acostáronse en la blanda pluma los amantes, y fue en vano el crujir de dientes del cardenal, como vanas fueron las súplicas de la compasiva esposa, que temblaba temiendo ver concluida a cada instante la paciencia del pacientísimo Agamenón.

El mísero, abrumado con el peso de su cadena, o mejor diré del lecho, que ahora cargaba sobre sus espaldas, y no menos sofocado por la vergüenza, quiso echarlo a rodar todo, cuando creyó a los felices novios más olvidados de su pena y más atentos a la propia dicha. Así, como Titán que siente el peso de un mundo, sacudió la vergonzosa carga, bramó desesperado y dijo con voz que parecía salir de un subterráneo:

—Ténganse allá, ténganse allá, que no quiero más sufrir por culpas que no son mías. Yo diré quién soy.

—No es menester —respondió desde arriba Orazio, ya tranquilo y satisfecho—; no es menester que tú te declares, mal cómico, que por tal te he descubierto. Cardenal Agamenón, mal pensaste creyendo engañar con una comedia al que las inventa. Bien fingida estaba la voz del cardenal della Gamba; cierta es su lascivia que mal se contiene en público, pero aun cuando estalle a solas con su barragana, no será como tú la imitaste, sino meliflua, comedida en la apariencia, y más parecida a la del gato que a la del caballo fogoso: tus groseros instintos de histrión no pueden comprender cómo es el vicio de un príncipe de la Iglesia; superior a tus fuerzas es el remedo que emprendiste, tu lenguaje inverosímil, y así, pronto empecé a dudar que fueras quien decías, y de duda en duda llegué a conocerte, porque al decir aquellas lindezas imitadas de mis comedias, recitábaslas con la falsa entonación que en los ensayos tantas veces te he reprendido; con que ahora, purga con esta pena el delito de mal farsante, ya que no eres el Cardenal culpable; a quien desde luego perdono, y admito como partícipe en las delicias de este tálamo.

—¿Cómo?, esposo mío… —gritó la Provenzalli— ¿tú sospechas?… ¿tú sabes?… ¿tú permites?…

—Sí, cara esposa, sospecho que todo es trazas de amor, sé que me engañas, y permito que no a mí solo quieras, pues no es posible otra cosa.

—Pero tu honor…

—Mi honor fuera se queda, que no es prenda el honor para lucida en tales sitios; te confieso que con el engaño descubierto se acabó la fe, mas no el amor, que no por tu perfidia te veo menos hermosa; con que así, me desengaño y quiero ser tu amante preferido, mas no el único, que cardenales, príncipes y embajadores no son para despreciados.

—Pero, esposo mío, ¿y tu honor?

—Así soy yo tu esposo, como este Agamenón que bufa bajo nuestros colchones es cardenal en Roma.

—¿Y el matrimonio clandestino… y el sacerdote mudo… y los testigos, y el hisopo?

—Poco entiendes tú de casar. Todo fue una comedia que yo inventé, y como soy del oficio tuvo mejor apariencia, y tú no pensaste en mi suspicacia. Has de saber que el sacerdote mudo era Brunetti.

—¡Mi marido!

El cardenal Agamenón, que blasfemaba a gritos, soltó una carcajada que hizo saltar a los amantes en el lecho.

Tampoco Gaité pudo contener la risa. Formi se enojó al verse burlador burlado; pero cedió al fin a la influencia de las carcajadas. Por un paje de teatro se envió recado a Brunetti para que viniese a cenar con los novios; Agamenón perdonó lo del cordel y la cama por una opípara mesa. A las doce estaban borrachos Brunetti, Formi, la Provenzalli y Agamenón, dormido debajo de la mesa. Brunetti, prudente aun en su embriaguez, salió con disimulo del gabinete y fue a buscar a la doncella Casilda.

El matrimonio secreto quedó solo por fin, y al compás del ruido de las copas que chocaban, cantaron un dúo que empezaba así:

Amor'è furbo, e nondimeno è amore…

* * *

La Provenzalli murió a los cincuenta años, viuda de Brunetti, dejando su fortuna envidiable al poeta Orazio Formi, pobre y paralítico.


Zaragoza, 1882.

Mi entierro

Discurso de un loco

Una noche me descuidé más de lo que manda la razón jugando al ajedrez con mi amigo Roque Tuyo en el café de San Benito. Cuando volví a casa estaban apagados los faroles, menos los guías. Era en primavera, cerca ya de Junio. Hacía calor, y refrescaba más el espíritu que el cuerpo el grato murmullo del agua, que corría libre por las bocas de riego, formando ríos en las aceras. Llegué a casa encharcado. Llevaba la cabeza hecha un horno y aquella humedad en los pies podía hacerme mucho daño; podía volverme loco, por ejemplo. Entre el ajedrez y la humedad hacíanme padecer no poco. Por lo pronto, los polizontes que, cruzados de brazos, dormían en las esquinas, apoyados en la puerta cochera de alguna casa grande, ya me parecían las torres negras. Tanto es así, que al pasar junto a San Ginés uno de los guardias me dejó la acera, y yo en vez de decir —gracias—, exclamé —enroco—, y seguí adelante. Al llegar a mi casa vi que el balcón de mi cuarto estaba abierto y por él salía un resplandor como de hachas de cera. Di en la puerta los tres golpes de ordenanza. Una voz ronca, de persona medio dormida, preguntó: —¿Quién? —¡Rey negro! —contesté, y no me abrieron—. ¡Jaque! —grité tres veces en un minuto, y nada, no me abrieron. Llamé al sereno, que venía abriendo puertas de acera en acera, saliéndose de sus casillas a cada paso. —Chico —le dije cuando le tuve a salto de peón—. ¡Ni que fueras un caballo; vaya modo de comer que tienes! —El pollín será usted y el comedor, y el sin vergüenza… Y poco ruido, que hay un difunto en el tercero, de cuerpo presente. —¡Alguna víctima de la humedad! —dije lleno de compasión, y con los pies como sopa en vino.

—Sí, señor, de la humedad es; dicen si ha muerto de una borrachera; él era muy vicioso, pero pagaba buenas propinas; en fin, la señora se consolará, que es guapetona y fresca todavía, y así podrá ponerse en claro y conforme a la ley lo que ahora anda a oscuras y contra lo que manda la justicia. —¿Y tú qué sabes, mala lengua? —Que no ponga motes, señorito; yo soy el sereno, y hasta aquí callé como un santo, pero muerto el perro… ¡Allá voy! —gritó aquel oso del Pirineo, y con su paso de andadura se fue a abrir otra puerta. Un criado bajó a abrirme. Era Perico, mi fiel Perico. —¡Cómo has tardado tanto, animal! —¡Chist! No grite V., que se ha muerto el amo. —¿El amo de quién? —Mi amo. —¿De qué? —De un ataque cerebral, creo. Se humedeció los pies después de una partida de ajedrez con el Sr. Roque… y claro, lo que decía don Clemente a la señora: «No te apures, que el bruto de tu marido se quita de enmedio el mejor día reventando de bestia y por mojarse los pies después de calentarse los cuernos… ». —Los cascos diría, que es como se dice. —No, señor, cuernos decía. —Sería por chiste; pero en fin, al grano. Vamos a ver, y si tu amo se ha muerto, ¿quién soy yo? —Toma, V. es el que viene a amortajarle, que dijo don Clemente que le mandaría a estas horas por no dar que decir… Suba V., suba V.—. Llegué a mi cuarto. En medio de la alcoba había una cama rodeada de blandones, como en Lucrecia Borgia están los ataúdes de los convidados. El balcón estaba abierto. Sobre la cama, estirado, estaba un cadáver. Miré. En efecto, era yo. Estaba en camisa, sin calzoncillos, pero con calcetines. Me puse a vestirme; a amortajarme, quiero decir. Saqué la levita negra, la que estrené en la reunión del Circo de Price, cuando Martos dijo aquello de «traidores como Sagasta» y el difunto Mata habló del cubo de las Danaides. ¡No supe nunca qué cubo era ese! Pero en fin, quise empezar a mudarme los calcetines, porque la humedad me molestaba mucho, y además quería ir limpio al cementerio. ¡Imposible! Estaban pegados al pellejo. Aquellos calcetines eran como la túnica de no sé quién, sólo que en vez de quemar mojaban. Aquella sensación de la humedad unas veces daba frío y otras calor. A veces se me figuraba sentir los pies en la misma nuca, y las orejas me echaban fuego… En fin, me vestí de duelo, como conviene a un difunto que va al entierro de su mejor amigo. Una de las hachas de cera se torció y empezaron a caer gotas de ardiente líquido en mis narices. Perico, que estaba allí solo, porque el hombre que me había amortajado había desaparecido, Perico dormía a poca distancia sobre una silla. Despertó y vio el estrago que la cera iba haciendo en mi rostro; probó a enderezar el gran cirio sin levantarse, pero no llegaba su brazo al candelero… y bostezando, volvió a dormir pacíficamente. Entró el gato, saltó a mi lecho y enroscándose se acostó sobre mis piernas. Así pasamos la noche.

Al amanecer, el frío de los pies se hizo más intenso. Soñé que uno de ellos era el Mississippí y el otro un río muy grande que hay en el Norte de Asia y que yo no recordaba cómo se llamaba. ¡Qué tormento padecí por no recordar el nombre de aquel pie mío! Cuando la luz del día vino a mezclarse, entrando por las rendijas, con la luz amarillenta de las hachas, despertó Perico; abrió la boca, bostezó en gallego y sacando una bolsa verde de posadero se puso a contar dinero sobre el lecho mortuorio. Un moscón negro se plantó sobre mis narices cubiertas de cera. Perico miraba distraído al moscón mientras hacía cuentas con los dedos, pero no se movió para librarme de aquella molestia. Entró mi mujer en la sala a eso de las siete. Vestía ya de negro, como los cómicos que cuando tiene que pasar algo triste en el tercer acto se ponen antes de luto. Mi mujer traía el rostro pálido, compungido, pero la expresión del dolor parecía en él gesto de mal humor más que otra cosa. Aquellas arrugas y contorsiones de la pena parecían atadas con un cordel invisible. ¡Y así era en efecto! La voluntad, imponiéndose a los músculos, teníalos en tensión forzosa… En presencia de mi mujer sentí una facultad extraordinaria de mi conciencia de difunto; mi pensamiento se comunicaba directamente con el pensamiento ajeno; veía a través del cuerpo lo más recóndito del alma. No había echado de ver esa facultad milagrosa antes porque Perico era mi única compañía, y Perico no tenía pensamiento en que yo pudiera leer cosa alguna. —Sal —dijo mi esposa al criado; y arrodillándose a mis pies quedó sola conmigo. Su rostro se serenó de repente; quedaron en él las señales de la vigilia, pero no las de la pena. Y rezó mentalmente en esta forma:

«Padre nuestro (¡cómo tarda el otro!) que estás en los cielos (¿habrá otra vida y me verá este desde allá arriba?), santificado (haré los lutos baratos, porque no quiero gastar mucho en ropa negra) sea el tu nombre; venga a nos el tu reino (el entierro me va a costar un sentido si los del partido de mi difunto no lo toman como cosa suya), y hágase tu voluntad (lo que es si me caso con el otro, mi voluntad ha de ser la primera y no admito ancas de nadie —ancas, pensó mi mujer, ancas, así como suena) así en la tierra como en el cielo (¿estará ya en el purgatorio este animal?)».

A las ocho llegó otro personaje, Clemente Cerrojos, del comité del partido, del distrito de la Latina, vocal. Cerrojos había sido amigo mío político y privado, aunque no le creía yo tan metido en mis cosas como estaba efectivamente. Antes jugaba al ajedrez, pero conociendo yo que hacía trampas, que mudaba las piezas subrepticiamente, rompí con él, en cuanto jugador, y me fui a buscar adversario más noble al café. Clemente se quedaba en mi casa todas las noches haciendo compañía a mi mujer. Estaba vestido con esa etiqueta de los tenderos, que consiste en levita larga y holgada de paño negro liso, reluciente, y pantalón, chaleco y corbata del mismo color. Clemente Cerrojos era bizco del derecho; la niña de aquel ojo brillaba inmóvil casi siempre, sin expresión, como si tuviese allí clavada una manzanilla de esas que cubren los baúles y las puertas. Mi mujer no levantó la cabeza. Cerrojos se sentó sobre el lecho mortuorio, haciéndole crujir de arriba abajo. Cinco minutos estuvieron sin hablar palabra. Pero ¡ay!, que yo veía el pensamiento de los infames. Mi mujer pensó de pronto en lo horroroso y criminal que sería abrazar a aquel hombre o dejarse abrazar allí, delante de mi presunto cadáver. Cerrojos pensó lo mismo. Y los dos lo desearon ardientemente. No era el amor lo que los atraía, sino el placer de gozar impunemente un gran crimen, delicioso por lo horrendo. «Si él se atreviera, yo no resistiría», pensó ella temblando. «Si ella se insinuara, no quedaría por mí», dijo él para sus adentros. Ella tosió, arregló la falda negra y dejó ver su pie hasta el tobillo. Él la tocó con la rodilla en el hombro. Yo sentí que el fuego del adulterio sacrílego pasaba de uno a otro, a través de la ropa… Clemente inclinábase ya hacia mi viuda… Ella, sin verle, le sentía venir… Yo no podía moverme; pero él creyó que yo me había movido. Me miró a los ojos, abiertos como ventanas sin madera y retrocedió tres pasos. Después vino a mí y me cerró las ventanas con que le estaba amenazando mi pobre cadáver. Llegó gente.

Bajaron la caja mortuoria hasta el portal y allí me dejaron junto a la puerta, uno de cuyos batientes estaba cerrado. Parte del ataúd, la de los pies, la mojaba fina lluvia que caía; ¡siempre la humedad! Vi bajar, es decir, sentí por los medios sobrenaturales de que disponía, bajar a los señores del duelo. Llenaron el portal, que era grande. Todos vestían de negro; había levitas del tiempo del retraimiento. Estaban allí todo el comité del distrito y muchos soldados rasos del partido, de esos que sólo figuran cuando se echa un guante para cualquier calamidad de algún correligionario y se publican las listas de la suscrición. Allí estaba mi tabernero que bien quisiera consagrar una lágrima y un pensamiento melancólico a la memoria del difunto; pero la levita le traía a mal traer, se le enredaba entre las piernas, y en cuanto a la corbata le hacía cosquillas y le sofocaba; por lo cual no pensó en mí ni un solo instante. El duelo se puso en orden; me metieron en el carro fúnebre y la gente fue entrando en los coches. Había dos presidencias, una era la de la familia, que como yo no tenía parientes, la representaban mis amigos, los íntimos de la casa; Clemente Cerrojos presidía, a la derecha llevaba a Roque Tuyo, a la izquierda a mi casero, que solía entrar en casa a ver si le maltratábamos la finca. La otra presidencia era política. Iban en medio don Mateo Gómez, hombre íntegro, consecuente, que profesaba este dogma: mis amigos, los de mi partido. Y juraba que Madoz le había robado aquella frase célebre: «yo seguiré a mi partido hasta en sus errores». Uno de los títulos de gloria de don Mateo era que no se había muerto ningún correligionario suyo sin que él le acompañase al cementerio. Don Mateo me estimaba, pero valga la verdad, según caminábamos a la que él pensaba llamar en el discurso que le había tocado en suerte, última morada, un color se le iba y otro se le venía; se le atravesaba no sabía qué en la garganta, y maldecía, para sus adentros, la hora en que yo había nacido y mucho más la en que había muerto. Yo iba penetrando en el pensamiento de don Mateo desde mi carro fúnebre, merced a la doble vista de que ya he hablado. El buen patricio, no vale mentir, se había aprendido su discurso de memoria: era sobre poco más o menos y tal como la habían publicado los periódicos, la oración fúnebre de cierto correligionario, mucho más ilustre que yo, pronunciada por un orador célebre de nuestro partido. Pero al buen Gómez se le había olvidado más de la mitad, mucho más, de la arenga prendida con alfileres, y allí eran los apuros. Mientras sus compañeros de presidencia discurrían con gran tranquilidad de ánimo acerca de las vicisitudes del mercado de granos, a que ambos se consagraban, don Mateo procuraba en vano reedificar la desmoronada construcción del discurso premeditado. Por fin se convenció de que le sería necesario improvisar, porque de la memoria ya no había que esperar nada. «Lo mejor para que se me ocurriera algo, pensó, sería sentir de veras, con todo el corazón, la muerte de Ronzuelos (mi apellido)». Y probaba a enternecerse, pero en vano; a pesar de su cara compungida, le importaba tres pepinos la muerte de Ronzuelos (don Agapito) es decir, mi muerte.

—Es una pérdida, una verdadera pérdida —dijo alto para que los otros le ayudaran a lamentar mi desaparición del gran libro de los vivos, como dice Pérez Escrich—. ¡Una gran pérdida! —repitió.

—Sí, pero el grano estaba averiado, y gracias que así y todo se pudo vender —contestó otro de los que presidían.

—¿Cómo vender? Ronzuelos era incapaz… era integérrimo… eso es, integérrimo.

—Pero ¿quién habla de Ronzuelos, hombre? Hablamos del grano que vendió Pérez Pinto…

—Pues yo hablo del difunto.

—Ah, sí. Era un carácter.

—Justo, un carácter, que es lo que necesitamos en este país sin…

—Sin carácteres —añadió el interlocutor acabando la frase con el esdrújulo apuntado.

Don Mateo dudaba si caracteres era esdrújulo o no, pero ya supo desde entonces a qué atenerse.

Llegamos al cementerio. Entonces los del duelo, por la primera vez, se acordaron de mí. En torno del ataúd se colocó el partido a quien don Mateo seguía hasta en sus extravíos. Hubo un silencio que no llamaré solemne porque no lo era. Todos los circunstantes esperaban con maliciosa curiosidad el discurso de Gómez. —Es un inepto, ahora lo vamos a ver —decían unos. —No sabe hablar, pero es un hombre enérgico. Es lo que necesitamos —interrumpía alguno. —Menos palabras y más hechos es lo que necesita el país.

—¡Eso!… Eso… Eso… —dijeron muchos. —¡Esooo!… —repitió el eco a lo lejos.

—Señores —exclamó don Mateo, después de toser dos veces y desabrocharse y abrocharse un guante—. Señores, otro campeón ha caído herido como por el rayo (no sabía que me había matado la humedad) en la lucha del progreso con el oscurantismo. Modelo de ciudadanos, de esposos y de liberales, brilló entre sus virtudes como astro mayor la gran virtud cívica de la consecuencia. Íntegro como pocos, su corazón era un libro abierto. Modelo de ciudadanos, de esposos y de liberales… —don Mateo se acordó de repente de que esto ya lo había dicho; tembló como un azogado, sintió que la memoria y todo pensamiento se hundían en un agujero más oscuro que la tumba que iba a tragarme, y en aquel instante me tuvo envidia; se hubiera cambiado por el difunto. El cementerio empezó a dar vueltas, los mausoleos bailaban y la tierra se hundía. Yo, que estaba de cuerpo presente, a la vista de todos, tuve que hacer un gran esfuerzo para no reírme y conservar la gravedad propia del cadáver en tan fúnebre ceremonia. Volvió a reinar el silencio de las tumbas. Don Mateo buscaba la palabra rebelde, el público callaba, con un silencio que valía por una tormenta de silbidos; sólo se oía el chisporroteo de los cirios y el ruido del aire entre las ramas de los cipreses. Don Mateo, mientras buscaba el hilo, maldecía su suerte, maldecía al muerto, el partido y la manía fea de hablar, que no conduce a nada, porque lo que hace falta son hechos. «¿De qué me ha servido una vida de sacrificios en aras o en alas (nunca había sabido don Mateo si se dice alas o aras hablando de esto) en alas de la libertad, pensaba, si porque no soy un Cicerón estoy ahora en ridículo a los ojos de muchos menos consecuentes y menos patriotas que yo?». Por fin pudo coger lo que él llamaba el hilo del discurso y prosiguió: —¡Ah, señores, Ronzuelos, Agapito Ronzuelos fue un mártir de la idea (de la humedad, señor mío, de la humedad), de la idea santa, de la idea pura, de la idea del progreso, el progreso indefinido! No era un hombre de palabra, quiero decir, no era un orador, porque en este desgraciado país lo que sobran son oradores, lo que hace falta es carácter, hechos y mucha consecuencia—. Hubo un murmullo de aprobación y don Mateo lo aprovechó para terminar su discurso. Se disolvió el cortejo. Entonces se habló un poco de mí, para criticar la oración fúnebre del presidente efectivo del comité.

—La verdad es —dijo uno encendiendo un fósforo en la tapa de mi ataúd—, lo cierto es que don Mateo no ha dicho más que cuatro lugares comunes.

—Claro, hombre —dijo otro—, lo de cajón; por lo demás, este pobre Ronzuelos era buena persona y nada más. ¡Qué había de tener carácter!

—Ni consecuencia.

—Lo que era un gran jugador de ajedrez.

—De eso habría mucho que hablar —replicó un tercero—. Ganaba porque hacía trampas. Guardaba las piezas en el bolsillo.

¡El que hablaba así era Roque Tuyo, mi rival, el infame que enrocaba después de haber movido el rey!

No pude contenerme. —¡Mientes! —grité saltando de la caja. Pero no vi a nadie; todos habían desaparecido. Empezaba la noche; la luna asomaba tras las tapias del cementerio. Los cipreses inclinaban sus copas agudas con melancólico vaivén, gemía el aire entre las ramas, como poco antes, cuando se cortó don Mateo. Llegó un enterrador. —¿Qué hace V. ahí? —me dijo, un poco asustado. —Soy el difunto —respondí—. Sí, el difunto, no te espantes. Oye: alquilo ese nicho; te pagaré por vivir en él mejor que si lo ocupara un muerto. No quiero volver a la ciudad de los vivos… Mi mujer, Perico, Clemente, el partido, don Mateo… y sobre todo Roque Tuyo, me dan asco—. El enterrador dijo a todo amén. Quedamos en que el cementerio sería mi posada, aquel nicho mi alcoba. Pero ¡ay!, el enterrador era hombre también. Me vendió. Al día siguiente vinieron a buscarme Clemente, Perico, mi mujer y una comisión del seno de mi partido, con don Mateo a la cabeza o a los pies. Resistí cuanto pude, defendiéndome con un fémur; pero venció el número; me cogieron, me vistieron con un traje de peón blanco, me pusieron en una casilla negra, y aquí estoy, sin que nadie me mueva, amenazado por un caballo que no acaba de comerme y no hace más que darme coces en la cabeza. Y los pies encharcados, como si yo fuera arroz.

Un documento

La ilustre Duquesa del Triunfo ha dado a sus criados la orden terminante de no recibir a nadie. No está en casa. En efecto, su espíritu vuela muy lejos de la estrecha cárcel dorada de aquel tocador azul y blanco, que tantas veces llamaron santuario de la hermosura los revisteros de la casa. Porque es de notar que la Duquesa tiene tan completo el servicio de sus múltiples necesidades, que hay entre su servidumbre muchos que ejercen funciones que el mundo clasifica entre las artes liberales; y así como dispone de amantes de semana, también tiene revisteros de salones, que dedican a los de tan ilustre dama todos los galicismos de su elegante pluma.

Amantes de semana he dicho; ¡ah!, Cristina, el nombre de la Duquesa, hace mucho tiempo que ha despedido a todos sus adoradores. A los treinta y seis años se ha declarado fuera de combate la que un día antes coqueteaba con toda la gracia de la más lozana juventud.

Uno de sus apasionados ha tenido la ocurrencia de regalarle una edición diamante de los más poéticos libros de la mística española; otro adorador, este platónico, le ha recomendado las obras de Schleiermacher (la Duquesa ha sido embajadora en Berlín, y ha vivido en Viena con un célebre poeta ruso). Entre el adorador platónico, natural de Weimar, los místicos españoles y Schleiermacher han conseguido que la Duquesa introduzca en su tocador reformas radicales; y ahora se lava nada más que con agua de la fuente, y gasta apenas una hora en su tocado, pero tan bien aprovechada, que este sol que se declara en decadencia es más hermoso en el ocaso que cuando brillaba en el cenit. Ya no mira la Duquesa como quien prende fuego al mundo, sino con ojos lánguidos, que fingen, sin querer fingir, una sencillez y una modestia encantadoras; los más bizarros caballeros de la brillante juventud, a que fue siempre aficionada la Duquesa, ya no le merecen más que miradas maternales; parece que les dice con los ojos: «Ya no sois para mí; os admiro, os comprendo y adoro como obras maravillosas de la Naturaleza; pero esta adoración es desinteresada; nada espero, nada esperéis tampoco; veo en vosotros los hijos que no tengo y que echo de menos ahora; si aún os agrado, gozad en silencio del espectáculo interesante de una hermosura que se desmorona; pero callad, no me habléis de amor, seríais indiscretos. Hay algo más que el amor; yo nazco a nueva vida, y el galanteo sería en mí una flaqueza que probaría la ruindad de mi espíritu. Adorad si queréis; pero yo sólo puedo pagaros con un cariño de madre».

Todo este discurso, que yo atribuyo a los ojos de Cristina, lo había leído en ellos el joven escritor, periodista y novelista, Fernando Flores, muy aficionado, como la Duquesa, a los ejercicios de destreza corporal, y abonado al paseo del Circo de Price, en Recoletos. La Duquesa asistía a las funciones de moda los viernes de todas las semanas. Rodeábanla amigos que tenían la obligación de no requerirla de amores. Esta nueva fase de la sensibilidad exquisita y ya estragada de Cristina no la conocía el público, que había hecho, como suele, una leyenda escandalosa de la vida de aquella mujer. En esta leyenda la calumnia y la malicia habían puesto lo que les inspirara la pasión política, pues el Duque era un personaje político de importancia, de esos que los demagogos piensan colgar de los faroles, o no hay justicia en la tierra. La admiración, este homenaje que siempre tendrá la belleza, había prestado las tintas suaves del fantástico cuadro en que Cristina aparecía como un Don Juan del sexo débil. La inmoralidad de su vida y la odiosidad que acompañaba al nombre de su reaccionario y un tanto cruel esposo, la rodeaban de una especie de aureola diabólica: el pueblo, sobre todo las honradas envidiosas de la clase media, hablaban de la Duquesa con un afectado desprecio, como de la personificación del escándalo; pero cuando ella pasaba, donde quiera se abría calle, a veces se hacía corro, y ojos y bocas abiertos daban testimonio de la general admiración; el pasmo que causaba el prestigio de la distinción y la hermosura, suspendía en las bocas abiertas las necedades de la hipocresía y de la maliciosa envidia. Muchos con los labios entreabiertos para decir «¡qué escándalo!», acababan por suspirar diciendo «¡qué hermosura!». Los ojos de las damas, que desde la oscuridad de una belleza vulgar y de una corrupción adocenada miraban con las ascuas del rencor a Cristina, pecaban más con sólo aquella mirada, que la ilustre señora había pecado en toda su vida, devorando con las llamaradas de sus pupilas cuanto el amor les diera en alimento y en holocausto a su hermosura. Cristina, en público, conociendo cuanto de ella se pensaba y se decía, presentábase como los reyes, que atraviesan una multitud en que hay amigos y enemigos, odio y admiración; o como los grandes artistas del teatro, que saludan a un público que aplaude y silba; estos personajes aprenden un movimiento singular de los ojos; sus miradas son de una discreción que sólo se adquiere con la experiencia de estas batallas del favor y de la enemistad de la muchedumbre. Cristina fijaba pocas veces los ojos en los individuos de la multitud, cuyos favores, sin embargo, eran los que más agradecía. El público es siempre el rival más temible; la mujer más fiel se distrae y deja de oír al amante por mirarse en los mil ojos del Argos enamorado, de la multitud que contempla. Cristina amaba como ninguna otra mujer al adorador anónimo; a este amante no había renunciado, ni aun después de leer a San Juan y a Schleiermacher; pero temía mirarle cara a cara en los ojos de una de sus personalidades, porque el descaro estúpido, la envidia grosera y cruel y otras cien malas pasiones, le habían devuelto más de una vez miradas de cínica audacia, de repugnante malicia o de irritante desprecio. Esta misma prudencia en el mirar, en el observar el efecto producido, daba más gracia y atractivo a la Duquesa.

A lo menos, a Fernando Flores, que había conocido todo esto, le encantaba aquella extraña y misteriosa relación entre la Duquesa y la multitud.

Él también era multitud. Apoyado en el antepecho que separa el paseo de los palcos, contemplaba todos los viernes a su sabor aquella hermosura célebre, como los verdaderos amantes de la pintura acuden uno y otro día al Museo a contemplar horas y horas, en silencio, una maravilla del pincel de Velázquez o quien sea el pintor favorito.

Fernando llegaba a los treinta, y mirando atrás, no veía en sus recuerdos aventuras en que figurasen duquesas. Dábase por desengañado antes de conocer el mundo, del cual sólo sabía por lo que dicen las novelas y por lo poco que le enseñara una observación constante, sobrado perspicaz y hecha a demasiada distancia. Parecíale tan ridícula la idea de enamorarse de Cristina, que sin miedo la miraba y admiraba. No era presumido en cuanto a galanteos, y despreciaba con noble orgullo a los aventureros del amor, que aspiran a subir adonde jamás llegarían por su propio valor, merced a los favores de las damas.

Cierto viernes del mes de Mayo llegó a su palco Cristina con su hija única, Enriqueta, de quince años, y dos bizarros generales, que habían sido amantes de la Duquesa, a lo menos en la opinión del vulgo. Vestía de negro, como su hija, y su pelo, como la endrina y abundante, recogido en gracioso moño sobre la cabeza, dejaba ver el blanco, fuerte y voluptuoso cuello, tentación irresistible, donde la imaginación del enamorado público daba besos a miles.

La Duquesa, al pasar cerca de Flores, tocole en el rostro con los encajes de una manga, y dejole envuelto en una atmósfera de olores tan delicados, intensos y dulcísimos, tan impregnada de lo que se puede llamar esencia de gran dama, que Fernando expresó así, allá para sus adentros, lo que sintió al aspirar aquella ráfaga de perfumes soñados: «¡Parece que estoy mascando amor!».

Lo cierto es que el pobre muchacho, con gran vergüenza suya, se sintió conmovido hasta los huesos por una nueva clase de emociones, que le indignaba desconocer a sus años, y siendo un novelista acreditado, y acreditado de escribir conforme al arte nuevo, esto es, tomando de la realidad sus obras.

En cuanto Cristina estuvo sentada en su palco, enfrente de Fernando, pero no tan enfrente, que no tuviese que volver un poco la cabeza en el caso inverosímil, absurdo, de querer mirarle, el novelista consagró todo su espíritu a la contemplación ordinaria, y ¡oh casualidad incomprensible e inexplicable por las leyes naturales y corrientes de la vida! Cristina, no bien hubo sacado de la caja los gemelos, dirigiolos al humilde escritor, que tembló como si le mirase con dos cañones cargados de abrasadora metralla.

Figúrese el lector al amante del arte, que antes suponíamos, enamorado de una virgen de Murillo, y que la contempla embelesado días y días, y uno cualquiera ve que la divina figura le sonríe como sonreiría una virgen de Murillo si, en efecto, pudiera. Pues la impresión de este hombre sintió Fernando al ver que los gemelos de la Duquesa se clavaban en él, positivamente en él. El joven contemplaba siempre a la ilustre dama sin más esperanza de correspondencia que la que pudiera tener el que fuera a hacer el oso a una de aquellas hermosas y nobles damas que retrató Pantoja, que miran en su limpia sala del Museo, con miradas de lujuria inacabable, al espectador de todos los siglos. No era, por lo común, descarado nuestro héroe para mirar a las mujeres; pero a Cristina sí la miraba tenazmente, sin miedo, creyéndose seguro en la oscuridad de la multitud. «¡Hay tantos ojos que devoran su hermosura! —pensaba— ¿qué importan dos más?». Y miraba, y miraba, sin que en el placer que mirando recibía entrase para nada la vanidad, que suele ser, en tales ocasiones el principal atractivo. Aunque sabía todos los casos que refieren las novelas, y hasta las historias, de grandes abismos sociales que salta el amor de un brinco, no creía que esto aconteciese en la vida real casi nunca, y la posibilidad lógica de que a él le sucediese encontrarse en una aventura de esta índole parecíale semejante a la de ganar el premio grande de la lotería: jugaba y era posible ganar ese premio; pero ni se acordaba de él. Por más que en Flores protestasen una porción de nobles sentimientos, y hasta el orgullo ofendido con el placer que sentía, antes de que la reflexión pudiera deshacer el encanto, el corazón le latió con fuerza; un sudorcillo tibio, que parecía que le regaba por dentro, le inundó de una voluptuosidad también nueva, y, lo que es peor que eso, sintió en el alma, en el alma espiritual, no en el alma del cuerpo, que dicen que hay algunos filósofos; digo que sintió en lo más íntimo de sí, una ternura caliente, calentísima, que parecía acariciarle las entrañas y aflojar no sé qué cuerdas tirantes que hay en el espíritu de los que se han acostumbrado a sofocar ilusiones, a matar sueños y aspiraciones locas y románticas, decididos a ser unos muy sosos hombres de juicio. De estos era Flores, y esa flojedad que digo sintió, y con ella una alegría que le parecía soplada dentro por los ángeles; y a más de este encanto, en que él era pasivo, notó que, por cuenta propia, se había puesto el corazón a agradecer la mirada de la Duquesa, y agradecerla de suerte que todas las entrañas se derretían, y era el agradecimiento aquel nueva fuente de placeres, que diputó celestiales sin ninguna duda. El pobrecito quiso apartar los ojos de aquellos que le miraban detrás de dos oscuros agujeros, en que él veía llamaradas; pero la voluntad ya era esclava, y fuese tras los ojos a abismarse en la boca de los cañones que tenía enfrente… ..

* * *

Bueno será que se sepa cómo recibieron allá dentro la mirada del joven del Circo, que era como le llamaba la Duquesa hacía algunas semanas; por supuesto, que se lo llamaba para sus adentros, pues con nadie había hablado de tal personaje.

Cristina, que un mes antes estaba enamorada de San Juan de la Cruz, y hubiera dado cualquier cosa por ser ella la iglesia de Cristo, la esposa mística a quien el santo requiebra tan finamente, había cambiado de ídolo y se había dicho: «Lo que yo necesito es un amor humano; pero verdadero, espiritual, desinteresado, en que no entre para nada el deseo de poseerme como carne, que incita, ni la vanidad de hacerse célebre siendo mi amante». Los adoradores jurados le causaban hastío. Todos le parecían el mismo. Cerraba los ojos y veía un hombre en habit noir, como decían ellos, con gran pechera almidonada (plastrón), que daba la mano como un clown, que era uniformemente escéptico, sistemáticamente glacial, y que decía en francés todas las vulgaridades traducidas a todos los idiomas. La Duquesa esperaba a los treinta y seis años algo nuevo, que no fuese un adulterio más, sino un amor puro, como ella no lo había conocido, como lo deseaba para su Enriqueta.

¡Cuántas veces, mirando con su rápida y prudentísima mirada a la multitud que la rodeaba, se había dicho: «¿Estará ahí?»! Una noche, en Price, al decir bon soir a un joven aristócrata, a quien llamaban Pinchagatos (Dios sabe por qué), flaco, menudo, casi ciego, pero atrevidísimo con las mujeres, Cristina, que le daba la mano con repugnancia, observó que los ojos de un espectador del paseo se fijaban, se clavaban en el sietemesino insolente. Salió del palco Pinchagatos, que se fue saludando a todas las damas que encontraba al paso, y la mirada tenaz le seguía. Cuando el joven aristócrata y mal formado se perdió de vista, los ojos del paseo volviéronse a Cristina, y suaves, melancólicos, tranquilos ya, fijáronse en ella, como para saborear un deleite habitual interrumpido. Desde aquel momento, aunque Flores no pudo comprenderlo, ni lo soñó siquiera, su contemplación constante fue espiada. Y ¡qué hubiera dicho el infeliz si hubiese sabido que existía en Madrid una gran dama para quien eran todos los placeres de la corte, y que todos los despreciaba, mientras aguardaba ansiosa la noche del viernes, el día de moda de Price! Y ¿por qué? Porque esa noche la consagraba ella, hacía algunas semanas, a un espionaje que le causaba una clase de delicias que tenían la frescura y el encanto fortísimo de las emociones nuevas. Cristina no miraba a Fernando cuando sabía que él la miraba; pero gozaba del placer de sentir, sin verle, que sus ojos estaban cebándose en ella. Veíale y no le veía, mirábale y no le miraba; esto ya saben todas las mujeres cómo se hace. Flores no sospechaba nada; creíase a solas en su contemplación y procuraba saciar el apetito de contemplar sin miedo de ser sorprendido. Bien conocía esto la Duquesa; veía que el joven del Circo la miraba, como hubiera podido hacerlo un miserable insecto de los que cantan himnos al sol en los prados al mediodía. ¿Qué le importa al insecto que el sol le vea o no? Para gozar de la delicia que le dan sus rayos, y agradecérsela cantando, le basta con la humildad de su oscuro albergue bajo la hierba. Esto del insecto no le había caído a la Duquesa en saco roto, como se dice; desde que se le ocurrió tal comparación, tomose ella por sol, al pie de la letra, y Flores fue el insecto enamorado, que le cantaba con los ojos himnos de adoración. ¡Qué delicadeza de sentimiento, qué divina voluptuosidad, qué caridad sublime, qué distinción, en suma, había en preferir bajarse a contemplar el mísero gusano y despreciar a las estrellas de su corte interplanetaria! ¡Qué orgullosa estaba Cristina! ¡Cuán por encima de las coquetas vulgares del gran mundo se contemplaba, consagrando entera su alma a aquel purísimo, delicado placer, que a espíritus menos escogidos les parecía insípido e indigno de una grande de España! Las mil invitaciones que cada día la obligaban a dejar tal o cual proyecto de diversión no la obligaron nunca, desde que vio a Flores, a perder su abono de los viernes. Sus amigos habían llegado a sospechar si estaría enamorada de algún clown o de algún atleta. Lo cierto es que ella gozaba, como en su primera juventud, al llegar la hora del espectáculo, al sentirse arrastrada en su coche hacia el circo de Recoletos, al atravesar los pasillos, al sentarse en su palco, saboreando de antemano las delicias de aquella noche. Si Flores aún no estaba en la primera fila del paseo, casi enfrente del palco, la Duquesa se alarmaba seriamente. ¿No vendrá? Pero nunca tardó más de un cuarto de hora. Llegaba con su abrigo al brazo, modestamente vestido, pero con una elegancia natural, que era más del cuerpo que del traje; poco a poco iba abriéndose camino entre los espectadores del paseo, llegaba a la primera fila, pues nadie resistía a la insistencia del que quería estar allí (como sucede en los demás negocios del mundo), y dejando el abrigo sobre el antepecho, y apoyando el brazo en el abrigo, y en la mano la cabeza, consagrábase a sus religiosos ejercicios de admiración estática. Ya estaba contenta Cristina; parecíale que habían dado más luz a la cinta de gas que festoneaba las columnas; que la música era más alegre y estrepitosa, los alcides más fuertes, los clowns más graciosos; el olor acre que subía de la pista le encendía los sentidos; las resonancias del Circo le parecían voces interiores, y como que se restregaba el perezoso espíritu, sintiendo dulcísimo cosquilleo, contra aquella mirada que era firme muralla de acero. Sí, se apoyaba el alma de la Duquesa en la mirada de Fernando, como su espalda en el respaldo de la silla, en abandono lánguido. Esto no es amor, se decía la Duquesa al acostarse. Yo ya no amo; todo eso ha concluido. Pero es mucho mejor que el amor lo que siento. Ese muchacho no me gusta ni me disgusta como físico; es otra cosa lo que me encanta en él; es su adoración tenaz, sin esperanza, torpe para adivinar que está vista y que está agradecida. Algunas veces, aunque temerosa de romper el encanto haciendo dar un paso a la sutil aventura, había arriesgado la Duquesa miradas que podían llamar la atención de Flores. De repente, cuando sabía que la miraba, volvía ella los ojos hacia los suyos, como un disparo certero, y las pupilas chocaban, desde lejos, con las pupilas. Pero en vano; los ojos de Flores no revelaban ninguna emoción; parecían los de un ciego que están en una mirada eterna fijos, mirando la oscuridad, cual esas ventanas pintadas, por simetría, en las paredes, por donde no pasa la luz. Cristina, perspicaz, llegó a explicarse esta impasibilidad, y al dar con la verdadera causa, sintió más placer que nunca. El joven, que no ponía ni pizca de vanidad en cuanto hacía, que no iba a hacer el oso a una Duquesa, era bastante modesto para figurarse que su adoración era conocida; creía que Cristina le miraba sin verle, como a tantos otros, por casualidad. Pero, entretanto, ella comenzaba a impacientarse; todo aquello era delicioso, pero no debía ser eterno; y siguiendo, sin darse cuenta, tácticas antiguas, quiso adelantar algo, ya que de él no había que esperar nada. No creía ella que adelantando perdería la aventura su carácter ideal, fantástico, su naturaleza etérea, incomprensible para el vulgo de las grandes señoras. Y entonces fue cuando se resolvió a clavarle los gemelos al joven del paseo.

La mirada que Fernando dejó caer, sin quererlo, dentro de aquellos, que se le antojaban dos cañones, debía de ir llena de la expresión de aquellas nuevas, profundas, tiernas y dulces emociones que procuré describir a su tiempo; porque Cristina, al recogerla dentro de sus gemelos, y sentirla pasar por la retina al alma, quedose como espantada de gozar placer tan intenso en regiones de su ser en que jamás había sentido más que unas ligeras cosquillas.

Separó del rostro los gemelos; viéronse y miráronse cara a cara la gran dama y el humilde escritor… Todavía Fernando aferrado a su modestia, miró hacia atrás, dudando que fuese para él mirada en que había ya hasta palabras… Pero no cabía dudar más; a su espalda estaba un segoviano con la boca abierta, y detrás de este las gradas vacías. ¡Le miraba a él! ¡La Duquesa del Triunfo miraba a Fernando Flores, autor de dos novelas naturalistas vendidas por seis mil reales cada una!

* * *

La Duquesa solía salir del Circo antes de terminar la función. Aquella noche vio hasta el comienzo del último ejercicio; entonces se levantó, se dejó poner el chal, salió del palco, se acercó a Fernando, que no movía ni pie ni mano, nada; al llegar a tocar con el hombro en los bigotes del muchacho, que estaba inclinado sobre el antepecho del paseo, se detuvo para esperar a Enriqueta, que estaba en el palco todavía. Fueron pocos segundos; el hombro de la Duquesa tocó en el bigote y en la nariz del novelista; él se incorporó un tanto; los ojos estuvieron frente a los ojos, a un decímetro escaso de distancia; la mariposa cayó en la llama; ¡rayos y truenos! La Duquesa dejó que en su rostro se dibujara como la aurora de una sonrisa; Fernando, sin querer, sonrió con el encanto; la sonrisa de la Duquesa se definió entonces; se besaron los ojos… y mientras la orquesta tocaba la Marcha Real, porque el Rey salía de su palco, Cristina se perdía a lo lejos entre las otras damas que dejaban el Circo. Fernando, inmóvil, olvidado del mundo de fuera, se dividía en dos por dentro: uno, el que era más que él, gozaba el placer más intenso de su vida, y el otro, avergonzado, sentía la derrota de la orgullosa modestia. «¡Al fin, soy un necio! —decía este censor de la conciencia—. ¡Creo que le he gustado a una duquesa; estoy enamorado de la Duquesa del Triunfo; me ha sonreído y he sonreído; soy su adorador y ella lo sabe! ¡Ridículo! ¡Eternamente ridículo!… ». Y huyó del teatro; y creía, huyendo, que el sonar del bombo y los platillos era una gran silba que le daba el público, una silba solemne, con los acordes de la Marcha Real, que es, en ocasiones, una gran ironía, un sarcasmo…

* * *

Fernando llegó a su modesta habitación de la fonda, como escritor silbado que huye del público cruel. Sobre el velador de su gabinete estaban esparcidas infinidad de cuartillas, en blanco unas, y otras ennegrecidas por apretados renglones; un Musset, poesías, asomaba entre aquel cúmulo de papeles sueltos. En aquel desorden estaba su pensamiento de pocas horas antes, y parecíale que ya le separaban de él siglos: al ver todo aquello, recordó el estado de su espíritu según era antes de haber ido al Circo. ¡Malhadada noche! Adiós el artista, diosecillo egoísta que vivía para sí y de sus propios pensamientos, viendo en el mundo nada más que una serie de hermosas y curiosas apariencias, cuya única razón de ser era servir al novelista de modelo para sus creaciones. Pensó en su libro, en el que estaba esparcido sobre el velador; parecíale obra de otro, insulsa invención, sofistería fría y descarnada sin vida real. Su voluntad le pedía otra cosa ahora: acción, lucha; quería ser actor en la comedia del mundo, y esto era lo que avergonzaba a Flores; al verse caer en un abismo, en el abismo de la vida activa, para la cual sabía perfectamente que no tenía facultades. ¡Esa mujer me arrastrará al mundo; seré un necio más; al rozarme, al chocar con las pasiones vulgares, pero fuertes, de que hoy me burlo, me contagiaré y seré un vanidoso más, un ambicioso más, un farsante más! No temo tanto el desengaño infalible que me espera, no sé cómo ni cuándo, pero que siempre viene como temo el remordimiento, el amargo dejo que traerá consigo, cuando vuelva a buscar en el arte, en la muda y pasiva observación, un consuelo tardío… Y se acostó. No leyó aquella noche para dormirse. Apagó la luz y se quedó pensando: «Allá va don Quijote; esta es la segunda salida… », y se despreciaba y se burlaba de sí propio de todo corazón. Ya se figuraba como su amigo Gómez, eternamente en habit noir, mendigando de palco en palco sonrisas de mujeres, apretones de manos de ilustres damas, sufriendo desaires que había de disimular, como Gómez, con una plácida sonrisa de ángel hecho a todo… «¡Oh, sí!, y como ella lo exija, llegaré a escribir crónicas de salones, y describiré trajes de bailes y bibelots de chimenea… Después de todo, esa mujer no ha hecho más que mirarme y sonreír. Sí, pero me ha mirado toda la noche y me ha sonreído de un modo… y no atendía a los que la rodeaban; no pensaba más que en mí, esto es seguro. ¿Y yo estoy enamorado? El interés que esa mujer singular, quizá no tan singular como yo imagino, ha despertado en mí, ¿es amor?, ¿merece este nombre? Pero ¿qué es el amor? ¿No sé yo que hay mil maneras de padecer, de creerse enamorado, y ninguna quizá de estarlo de veras? El caso es que yo no sabré resistir si ella insiste… El ridículo es inevitable. A mis ojos ya estoy en plena novela cursi. ¡Conque suceden estas cosas! Y ella se creerá una mujer aparte, y a mí me querrá no por mis escasos merecimientos, sino porque soy el amante cero, el amante de la multitud». Y, sin querer, empezó a recordar muchos casos parecidos de novelas idealistas. Pero también recordó algo parecido en Balzac; recordó a la Princesa que se enamora de un pobre republicano que la contempla estático desde una butaca del teatro… y recordó también La Curée, de Zola, donde Renée, la gran dama, cede a la insistencia de un amante de azar, de un transeúnte desconocido, sin más títulos que su audacia… «Yo soy el capricho, quizá el último capricho de esa mujer». Casi dormido, y como si en él funcionase de repente otra conciencia, pensó con tranquilidad: «¿Si lo único ridículo que hay aquí será que he visto visiones?… ».

* * *

A la misma hora, reposando en un lecho cuya blandura, suavidad y olores voluptuosos Fernando Flores no podía imaginar siquiera, Cristina pensaba en el joven del Circo, decidida a que fuera el último y el mejor amante: lo principal era que aquel encanto, desconocido hasta entonces, no degenerase en aventura vulgar, como todas las de su vida. Había que huir de la seducción de la materia: Schleiermacher y San Juan, de consuno, exigían que aquel amor fuera por lo divino. Ya se figuraba la Duquesa a Fernando acudiendo a misteriosa cita todas las noches; ella le recibiría con un traje que no hablase a la materia; ya discurriría ella cómo puede una bata estar cortada de modo que no hable más que al espíritu: tomaría por figurín algún grabado en que estuviera bien retratada Beatriz, y aún mejor sería recurrir a la indumentaria griega; algo como la túnica de Palas Atenea o de Venus Urania. Y ¿de qué se hablaría en aquellas sesiones de amor místico? La verdad es que a ella no se le ocurría ningún asunto propio de tan altas relaciones amorosas. Pero, en fin, ello diría… ¡El amor espiritual es tan fecundo en grandes ideas!… y en último caso, hablarían los ojos. Este espiritualismo, que hoy apenas se usa, se le representaba a la Duquesa como el manjar más escogido del alma, porque ella había vivido en plena realidad, envuelta siempre en aventuras en que predominaba el sentido del tacto; y las quintas esencias del amor ideal, los matices delicadísimos de las pasiones excepcionales, con sus encrucijadas de sentimientos inefables, de adivinaciones y medias palabras, eran lo más nuevo que se pudiera ofrecer al gusto de aquel paladar acostumbrado a platos fuertes. Cristina se durmió pensando en el amor de Flores. En sueños tuvo el disgusto de notar que el joven del Circo se propasaba, procurando una mezcla de deleites humanos y divinos, principio de una corrupción sensual que era preciso evitar a toda costa.

A la mañana siguiente, el pensamiento de Cristina y el de Fernando al despertar fue el mismo. Era necesario buscarse.

Y se buscaron y se encontraron. La aventura se pareció, mucho más que la Duquesa deseara, a todas las aventuras en que son parte una gran señora y un joven de modesta posición. Tuvo ella que animarle, y luchó no poco entre el encanto que le causaba la vaguedad, la indecisión de los poéticos comienzos, y el miedo de asustar al amante con un fingido retrato. Él, estaba visto, no había de atreverse sin grandes garantías de buen éxito, y fue ella quien tuvo que arriesgar más de lo justo. Al fin se hablaron. Fue en un coche de alquiler. No hubo mejor medio, aunque lo buscó la Duquesa, que sentía, en su nueva vida espiritual, una gran repugnancia ante semejantes vehículos. Hubiera sido mucho más a propósito una gruta, con o sin cascada; pero fue preciso contentarse con un simón. Flores pensó: «¿Habrá leído Mme. Bovary esta mujer?». No, infeliz, no ha leído tal cosa; Cristina lee a Schleiermacher y a Fray Luis de Granada, no temas. El novelista acudía a las citas de amor como si fuera a fabricar moneda falsa. Estaba avergonzado hasta el fondo de la conciencia. Era un cursi más definitivamente. Gómez, con su gran pechera, su clack bajo el brazo, ya le parecía un héroe, no un ente ridículo. ¡También él era Gómez!

Pasaba el tiempo, y los amantes estaban como el Congreso de Americanistas y otros por el estilo, siempre en las cuestiones preliminares. Se había convenido: 1.º, que aquel amor no era como los demás; 2.º, que la Duquesa no podía ofrecer a Fernando la virginidad de la materia; pero que, en rigor, hasta la fecha no había amado de veras, y, por consiguiente, podía ofrecerle la virginidad del alma, y váyase la una por la otra; 3.º, que aunque la modestia de Flores protestase, estaba averiguado que él era un hombre superior, excepcional, que tenía en su espíritu tesoros de belleza que no podría comprender ni apreciar jamás una mujer vulgar. Afortunadamente, la Duquesa no era una mujer vulgar, sino muy distinguida, singular, única, y leía en el alma de Fernando todas las bellezas que había escrito Dios en ella; 4. º, que no siendo puñalada de pícaro el contacto de los cuerpos, se conservaría el statu quo en punto a relaciones carnales, sin que esto fuese comprometerse a una castidad perfecta, toda vez que nadie puede decir de esta agua no beberé.

Fernando estuvo alucinado algún tiempo. Llegó a creer en la verdad de los sentimientos de Cristina y a sí propio se juzgó enamorado; así que, de buena fe, buscó y rebuscó en su imaginación, y hasta en su memoria, alimento para aquellos amores en que tan gran papel desempeñaban la retórica y la metafísica. Días enteros hubo en que no pensó, siquiera una vez, que todo aquello era ridículo. Con toda el alma, sin reservas mentales, acudía a dar la conferencia de sus amores, y explicaba un curso de amor platónico, como si no pudiera emplearse la vida en cosa más útil. Cristina estaba en el paraíso; se había creado para ella sola un mundo aparte: sus amigos nada sabían de estos amores. Aquel romanticismo místico—erótico, que es ya en literatura una antigualla, era un mundo nuevo de delicias para la pobre mujer que desertaba de la vida grosera del materialismo hipócrita, de buenas formas y bajos instintos y gustos perversos, del gran mundo de ahora. Mientras él mismo participó del engaño, Flores no pudo ver que era interesante, al cabo, aquella mujer tan experimentada en las aventuras corrientes de la vida mundana, pero tan inexperta y cándida en aquellas honduras espirituales en que se había metido.

Una noche, Fernando oyó en el café a un amigo una historia de amores que, aunque no lo era, se le antojó parecida a la suya. En ella había un amante que jamás llegaba al natural objeto del amor, al fin apetecido (tomando lo de fin, no por lo último, sino por lo mejor). Flores se puso colorado; casi creyó que hablaban de él, y volvió al tormento de verse en ridículo. Si hasta allí había sido tímido y había respetado la base 4.ª del tratado preliminar, porque él mismo creía un poco en la posibilidad de los amores en la luna (aunque como literato y hombre de escuela los negaba), desde aquel momento se decidió a ser audaz, grosero si era necesario. La Duquesa había agradecido a Fernando su delicadeza, aquel respeto a la base 4.ª; pero no dejaba de parecerle extraño, quizás un poco humillante, acaso algo sospechoso ese firme cumplimiento de convenciones que, al fin, no eran absolutas, según el mismo texto de la ley; repito que ella agradecía esta conducta tan conforme con su ideal, pero no la hubiera esperado.

Fernando fue todo lo brutal que se había propuesto. Todo antes que el ridículo. Pero la Duquesa resistió el primer asedio con una fortaleza que sirvió para encender de veras los sentidos del amante. Mas ¡ay!, al mismo tiempo que en Fernando brotaba el deseo que daba a sus devaneos un carácter más humano, se le cayó la venda de los ojos, y vio que si antes había sido ridículo, menos acaso de lo que él creía, ahora comenzaba a ser un bellaco. ¿Amaba él de veras a aquella mujer? No, decididamente no; ya estaba convencido de ello. En tal caso, ¿tenía derecho a exigir el último favor, a llevarla hasta el adulterio? ¡Bah, la Duquesa! Una vez más, ¿qué importaba? —respondía el sofisma—. Pero ¿aquella mujer no estaba arrepentida? ¿No se había arrancado, por espontáneo esfuerzo, a las garras del adulterio material, grosero? ¿No estaba aquella mujer en camino de regeneración? ¡Bah!, era una Magdalena sin Cristo; su arrepentimiento no era moral, era un refinamiento de la corrupción; ¡su espiritualismo, su misticismo eran falsos, eran ridículos! ¡Ridículos!, ¿quién sabe? Lo parecían sin duda; pero ¿no había alguna sinceridad en aquel arrepentimiento, aunque pareciese otra cosa? ¿No había, por lo menos, una buena intención? Si Cristina hubiese tenido un verdadero director espiritual, ¿no hubiera buscado salvación por mejor camino?… Arrastrar otra vez a aquella mujer a la concupiscencia del cuerpo era un crimen; no era un adulterio más; era el peor de todos, peor acaso que el primero. «Sí, sí —acabó por pensar Fernando que mantenía esta lucha con su conciencia—; ¡ahora me vengo con escrúpulos! Lo que tengo yo, que soy un cobarde, que no se me logra nunca nada de puro miedo; todos estos tiquismiquis morales no son más que el miedo de dar el segundo ataque a esa fortaleza restaurada… ». Y otra vez el pánico del ridículo le llevó a ser atrevido, brutal, grosero. Cristina sucumbió; el deleite material despertó en ella todos sus instintos de

Montón de carne lasciva,

que dijo el poeta. Schleiermacher y los místicos se fueron a paseo, según expresión brutal de ella misma. Quince días de embriaguez de los sentidos bastaron para que Flores llegara al hastío. Empezaba a saber la gente algo de aquello, y el novelista, apagada ya la sed del placer, y satisfecho como hombre de aventuras, quiso villanamente coger velas y huir del abismo que iba a tragarle. La posición de amante oficial de la Duquesa del Triunfo obligaba a mucho. ¡Oh, infamia! Flores hizo, contando por los dedos, el presupuesto ordinario de los gastos a que aquella vida le obligaba; no daban los libros para tanto. Además, los salones le ocuparían demasiado tiempo, «y él era, ante todo, un artista». Una mañana, que durmió hasta muy tarde, arrojó en un bostezo el resto de su falso amor. «¡Ea! —se dijo, revolviendo las cuartillas desordenadas de la novela, que esperaba en los primeros capítulos al distraído autor de sus páginas—. ¡Ea!, esto se ha concluido; yo no soy un Don Juan, ni un sietemesino, ni un hombre de mundo siquiera; yo soy un artista. Es necesario que lo sepa Cristina. No se ha perdido el tiempo al fin y al cabo. Hágome cuenta que he trabajado en la preparación de un libro; he observado, he recogido datos; creí un momento haber encontrado el amor: ¡no!, es algo mejor; he encontrado un libro… La mujer no es para mí, no podía ser; pero tengo… el documento. Cristina me servirá en adelante como documento humano. Hagamos su novela; es un caso de gran enseñanza. Los necios dirán que es inverosímil; pero yo le daré caracteres de verdad cambiando el original un poco». Y escribió cuatro renglones a la Duquesa despidiéndose de ella. «La inspiración le había visitado. Iba a encerrarse con la inspiración algunos meses fuera de Madrid, y en todo ese tiempo no podrían verse. Acaso les convenía. ¿No se acordaba de aquella Dalila de Feuillet, que tanto le gustaba antes de que él, Fernando, le hubiese hecho despreciar a los escritores de la escuela idealista? Pues bien; el ejemplo de Dalila era una lección. El verdadero amor exigía este sacrificio. Ella sería la primera que leyese el libro que le mandaba escribir el deus in nobis… ».

Cristina leyó esta carta con pena; pero no con tanta pena como hubiera tenido si el desengaño hubiera precedido a la caída. Llamaba ella la caída al momento en que sus amores con Fernando dejaron de ser metafísicos. «¡Al fin estas relaciones iban pareciéndose a las otras! ¡Oh, no; ni estas ni otras… Basta… basta… El amor es así!… ». ¿Sintió despecho? Eso sí; siempre se siente en tales casos.

Pasó cerca de un año. Cristina no tuvo amante; se dejaba adorar, pero no admitía confesores. Una noche recibió un libro encuadernado en tafilete. Era la novela de Flores, con una dedicatoria del autor: «A mi eterna amiga». Cristina despidió a Clara, su doncella, y sin acostarse, pasó la noche, de claro en claro, devorando el libro. Era la historia de su vida, según ella la había dejado ver, en el abandono del amor ideal, al redomado amante. ¡Qué infamia! Fernando no la había amado, la había estudiado. Cuando sus ojos se clavaban en los de Cristina para anegarse en ellos, el traidor no hacía más que echar la sonda en aquel abismo. Como obra de arte, el libro le pareció admirable. ¡Cuánta verdad! Era ella misma; se figuró que se veía en un espejo que retrataba también el alma. En algunos rasgos del carácter no se reconoció al principio; pero reflexionando, vio que era exacta la observación. El miserable no la había embellecido: cuestión de escuela. Al amanecer se quedó dormida, después de leer dos veces la última página…

A las doce, despierta; arregla apenas su traje desaliñado con el desasosiego de aquel sueño de pocas horas, y vuelve a leer… Pero antes ha dado orden terminante de no recibir a nadie. Quiere estar sola. «Es verdad, sola está; ¡qué sola! Aquel hombre implacable, artista sin entrañas, observador frío como un escalpelo, le ha hecho la autopsia en vida y le ha hecho asistir a ella. ¡Una vivisección de la mujer que se creyó amada!». A las tres almuerza Cristina, y bebe para alegrarse, para animarse. A los postres pide un frasco de benedictino, del cual solía probar Fernando. Se sirve una copa; pide a Clara recado de escribir, y manda esta carta a Flores:

«Fernando: He recibido tu libro. Como novela, es una obra maestra; pero, de todas maneras, tú eres un plebeyo miserable. La Duquesa del Triunfo».

¡Ah, sí, un plebeyo! —se quedó pensando—. ¡La multitud, esa multitud que me admira y me espía! De ahí le saqué… ¡Por algo la miraba yo con miedo!

* * *

El libro de Fernando gustó mucho a los inteligentes; la crítica más ilustrada y profunda le consagró largos análisis psicológicos. Alguien dijo que el tipo de aquella mujer no existía más que en la imaginación del novelista. Fernando contestaba a esta censura con una sonrisa amarga. «¡Oh, sí, existía la mujer; era la que se había vengado de muchas injurias llamándole plebeyo!».


Madrid, Junio 1882.

Avecilla

I

Don Casto Avecilla había pasado del Archivo de Fomento, pero sin ascenso, a la dirección de Agricultura, y de todos modos seguía siendo un escribiente, el más humilde empleado de la casa. Los porteros, cuyo uniforme envidiaba don Casto, no por la vanidad de los galones, sino por el abrigo de paño, despreciábanle soberanamente. Él fingía no comprender aquel desprecio, creyéndose superior en jerarquía a tan subalternos personajes, siquiera ellos cobrasen mejor sueldo y tuvieran gajes que a don Casto ni se le pasaban por las mientes, cuanto más por los bolsillos. Cuando se le preguntaba la condición de su nuevo empleo, decía con la mayor humildad y muy seriamente que estaba en pastos, palabra con que él sintetizaba, por no sé qué clasificación administrativa, la tarea a que consagraba el sudor de su frente.

Era una tarde de las primeras frías de Octubre. El concienzudo Avecilla terminaba la copia de una minuta conceptuosa escrita por el oficial de su mesa, y mientras limpiaba la pluma en la manga de percal inherente a su personalidad oficinesca, sonreía a la idea de un proyecto que desde aquella mañana tenía entre ceja y ceja. Almorzaba don Casto en la oficina y sin vino, por lo común, pero aquel día un compañero aragonés habíale dado a probar un Valdiñón que de Zaragoza le enviaron los suyos, y don Casto, que no solía probarlo, con una sola copa se había puesto muy contento, y hasta la tinta la veía de color de rosa. Y por cierto que decía: —¿Quién ha traído esta tinta tan clara? Es bonita para cartas de lechuguinos, pero no es propia de la dignidad del Estado—. Porque es bueno advertir de paso, que Avecilla, muchos años después de haber comenzado su vida burocrática, había averiguado que lo que él había llamado el Gobierno siempre, no era precisamente quien le pagaba ni a quien él servía; supo, en suma, que existía una entidad superior llamada Estado, y que el Estado, es decir, yo, usted, el vecino, todos los ciudadanos, en suma, eran los verdaderos señores, pero no como particulares, sino en cuanto entidad Estado. Saber esto y engreírse el Sr. Avecilla fue todo uno. Desde entonces, se creyó una ruedecilla de la gran máquina, y tomó la alegoría mecánica tan al pie de la letra, que casi se volvía loco pensando que si él caía enfermo, y se paraba, por consiguiente, en cuanto rueda administrativa, las ruedecillas que engranaban con él, se pararían también, y de una en otra, llegaría la inacción a todas las ruedas, inclusive las más grandes e interesantes. Muchas veces, cuando salía el buen escribiente a paseo con su cara mitad y con su querida Pepita, hija única, de diecisiete años, iba pensando cosas así. Reparaba con pena el color de ala de mosca de la mantilla de su mujer; bien comprendía que el abrigo de Pepilla era raquítico, muy corto y atrasado de moda y desairado; y ¡qué lástima!, precisamente la chiquilla tenía un cuerpo hecho a torno. Pero por muy bien torneado que tuviera el cuerpo, cuando apretaba el frío no había más remedio que recurrir al abrigo desairado y tristón. Los pobres no siempre pueden lucir la hermosura. —Para ver a Pepilla hay que verla cosiendo en su guardilla —pensaba el padre—, cosiendo en su guardilla, en verano, en enaguas, con un pañuelo de percal al cuello, la camisilla algo descotada, sudando gotitas muy menudillas por el finísimo cuello… y canta que cantarás… En invierno, la ropa mal hecha y no siempre hecha para ella, le roba a la vista algunos encantos… Pero todas estas tristezas que iba pensando por el paseo el señor don Casto se le olvidaban como cosa baladí, cuando volvía a parar mientes en su propia personalidad administrativa. —En cuanto a mí —decía—, soy un miembro intrínseco de la sociedad de que formo parte. Y se detenía un momento, y dejaba que madre e hija siguieran un poco adelante, para contemplarse a su sabor en su calidad de miembro integrante (que era lo que él quería decir con lo de intrínseco) de la sociedad de que formaba parte. Llevaba siempre a paseo un gabán ruso, de color de pasa, del más empecatado género catalán que fue en el mundo protegido de aranceles. Ocho duros decía don Casto que había sido el precio de tan hermosa prenda, pero esto era una de las pocas mentirijillas que él creía necesario decir en holocausto al decoro. El gabán había costado cinco duros y ya se había reenganchado varias veces, pues más de seis años atrás había cumplido el servicio y merecido la absoluta. Decía don Casto que no el Gobierno, sino los particulares eran los que debían proteger la industria nacional. —¿Que cómo? —declamaba en su oficina, dando un puñetazo, no muy fuerte, al pupitre (en ausencia del oficial)—. ¿Que cómo? Es muy sencillo; usando, como yo uso siempre, géneros españoles —y señalaba con el dedo índice de la mano derecha a su gabán ruso colgado de humilde percha; y en esta actitud permanecía mucho tiempo—. No es el Estado, no, como entidad, el que debe cuidar las industrias; somos nosotros los que debemos consumir constantemente, y cueste lo que cueste, los productos nacionales. Así se hermana la libertad con la prosperidad nacional. Es preciso confesar que Avecilla, aunque modesto por condición, sentía gran orgullo al contemplarse inventor de esta graciosa componenda del libre cambio y el proteccionismo. Leía los periódicos, y al llegar el verano solía encontrar noticias como esta: «Los duques de las Batuecas han sido para Biarritz». —¡Fuego en ellos! —gritaba don Casto—; esta nobleza, esta respetable nobleza, sí, muy respetable, por otra parte, no conoce sus intereses: ¡así se protege la prosperidad nacional! Ir al extranjero… dejar allí todo el dinero de la nación… no, en mis días, no iré yo a vestirme al extranjero. ¿Pues y las modas? ¿Y las señoritas que encargan sus trajes a París? Aborrecía don Casto Le bon marché y Le Printemps con toda su alma, tanto, que una vez que le hablaron del Barbero de Beaumarchais: —¡No me hablen de ese comerciante! —gritó tomando al poeta por el comercio parisiense—. Mi hija no encarga, no, sus vestidos a esos establecimientos, que viste a la española, y como española… lo mismo que su padre.

Decía antes que iba D. Casto con su mujer y con su hija a paseo, y que las dejaba adelantarse un poco para considerar su personalidad jurídico—administrativa a sus anchas. Esas palabrejas compuestas, separadas por un guión, le encantaban; cuando empezó a saber de ellas, que no hacía mucho, las extrañó bastante, y creía que no era castellana esa concordancia de lírico—dramática, por ejemplo. —Será lírica—dramática —sostenía D. Casto; pero cuando se convenció de que era lírico—dramática y democrático—monárquica, encontró un encanto especial en esta clase de vocablos, y a cada momento los usaba, bien o mal emparejados.

Considerando, pues, su personalidad, o dígase entidad, que lo mismo le daba a él, jurídico—administrativa, D. Casto sentía lo que se llama pasmos y hasta llegaba al deliquio. Tenía soberbia imaginación; cuantas metáforas y alegorías andan por los lugares comunes de la retórica periodística y parlamentaria, tomábalas al pie de la letra Avecilla y veía los respectivos objetos en la forma material del tropo. V. gr.: el equilibrio de los poderes se lo figuraba él en forma de romana; el rey o jefe del Estado, o sea poder moderador (nombre que daba a S. M.), era el que tenía el peso; y no por falta de respeto, ni menos por mofa, sino por inevitable asociación de ideas, se le representaba como poder moderador el carbonero de la calle de Capellanes, su amigo, todo negro de tiznes, pero imparcial y justo; el poder judicial era el fiel; el poder legislativo estaba colgado de los ganchos, y el ejecutivo era la pesa. Pensando en la arena candente de la política se le aparecía la plaza de toros en un día de corrida en Agosto y desde tendido de sol. En cuanto a él, D. Casto Avecilla, era, como dejo dicho, una rueda de la máquina administrativa, siquiera fuese una rueda del tamaño de un grano de mostaza. No por esto se afligía, pues sabía que no por ser tan pequeña era esta ruedecilla menos importante que las otras. Tan al pie de la letra tomaba esto de la rueda, que dos o tres veces que tuvo tercianas soñó que tenía dientes por todo el cuerpo, y delirando dijo a su mujer: —Dejad todas esas medicinas; lo que yo necesito es aceite, que me unten, que me den la unción y veréis cómo corro.

Iban delante su mujer y su hija Pepita, y él quedábase atrás, como ya dije dos veces; poníase el sol en el ocaso, como suele; los celajes de grana, inmenso incendio en el horizonte, daban a la fantasía de don Casto inspiración para sus sueños administrativos; él llevaba en la cabeza una epopeya burocrática; sentíase crecer; dentro de él, por una especie de panteísmo oficinesco, veía la esencia de cuanto es el Estado, en sus ramos distintos, pero enlazados. —Que me muero yo ahora, de repente —pensaba—, pues no sólo dejo en la miseria a esas dos pobres mujeres, sí que también (este giro lo había aprendido en un periódico) sí que también, y esto es lo más interesante, por mí se detiene el general movimiento del bien concertado mecanismo del Estado; se para esta ruedecilla, y se debe quedar en el lecho; acto continuo se detiene la rueda inmediata superior; el oficial, al detenerse esta, tropieza y también se detienen los demás oficiales y escribientes del negociado… —y de una en otra llegaba a ver detenidas todas las direcciones del ministerio, y detenido el ministerio de Fomento, parábase el de Gobernación et sic de cæteris… —. ¡Qué importancia la mía! —exclamaba abrochándose el gabán para que una pulmonía no viniese a interrumpir el juego de las instituciones—. ¡Qué importancia!—. Y mirando al sol que se escondía, no se creía inferior por su destino al astro rey; pues si por él vivía la república ordenada de nuestro sistema planetario, en el orden sociológico era D. Casto no menos indispensable que el luminoso rayo que se perdía… Todo es uno y lo mismo, había leído una vez, creo que en Campoamor, y desde entonces sin entender este, que a su buen sentido parecía un disparate, lo repetía en las grandes ocasiones, sobre todo cuando le faltaban argumentos.

Vengamos al día en que había bebido una copa de Valdiñón y estaba muy contento.

El oficial acababa de abandonar su puesto, quedaban allí varios auxiliares y los escribientes.

—Yo sostengo que el teatro no es la escuela de las costumbres —decía un joven auxiliar, que parecía oficial de peluquero, y tenía una instrucción y un escepticismo de peluquero también. —Yo al teatro voy a reírme y nada más —exclamó un escribiente gordo y calvo que dormía más que escribía. Don Casto levantó la cabeza, y mientras se desataba la manga de percal negro dijo, porque creyó llegada la hora de decir algo: —Caballeros, yo confieso que prefiero las comedias de magia que encierran un fin moral. Cuando veo a la virtud triunfante en lo que llaman los inteligentes la apoteosis, rodeada de ángeles y alumbrada por luces de bengala, comprendo que el teatro, bien entendido, es un elemento de educación y entra de lleno en la esfera que llamaré artístico—administrativa, merced a los recursos de la literatura lírico—dramática—escenográfica—. Calló don Casto, convencido de que no en balde había dicho tanta palabra compuesta. No replicaron los circunstantes que veían en Avecilla el oráculo del negociado; y él, con paso majestuoso, con modestia que sienta bien a la sabiduría, se fue derecho a su gabán, que estaba en la percha de siempre, y bien envuelto en aquella querida prenda, salió de la oficina diciendo: —Buenas tardes, caballeros—. Se le había ocurrido una idea: que aquella noche debía llevar a su mujer e hija al teatro. A pesar de lo mucho y bien que discurría don Casto en materias lírico—dramáticas, como él decía, era lo cierto que en once años había visto dos veces el teatro Español por dentro. No había visto más que La vida es sueño y La redoma encantada. —¡Cómo se va a alegrar Pepita! —iba pensando camino de su casa. Este era el proyecto que le tenía preocupado hacía algunas horas. ¡Ir al teatro toda la familia! Idea tentadora, pero que iba a costar muy cara… En cambio, ¡qué alegría la de Pepita, tan sensible, tan aficionada a la comedia! ¡Oh, el alegrón que con esta noticia dio don Casto Avecilla a los suyos, artículo aparte merece, así como las vicisitudes de aquella noche consagrada al arte! Estos despilfarros de los pobres, que llevan la economía hasta el hambre, tienen un fondo de ternura que hace llorar. Cosiendo está en casa doña Petra, la digna esposa de don Casto, bien ajena de que el demonio tentador va a entrar diciendo, con heroico arranque de valor: —¡Ea, vamos a echar una cana al aire! ¡Pepa, esta noche al teatro!

—¡Una cana al aire! —gritará Pepita, que tiene el pelo negro como la endrina. Las canas de los pobres son los ochavos. Dejemos a don Casto colgado del cordón de la campanilla, jadeante, anhelando comunicar a sus queridas esposa e hija su resolución temeraria. —¡Tilín, tilín, tilín!… —Es él —dice Pepita levantándose. —Él —repite la madre, y ninguna sospecha nada—. ¡Abramos!

II

¡Él era! Radiante como debió de estar César después de pasar el Rubicón; desafiando al mundo entero con una mirada de… no se puede decir de águila, porque si a la de algún volátil tiene que parecerse la mirada de don Casto, será a la de la codorniz sencilla. Don Casto iba decidido a vencer, a no dejarse dominar por la excesiva parsimonia económica de doña Petra, su dulce pero demasiado cominera esposa.

Avecilla expuso su atrevido proyecto en pocas palabras, sin andarse con circunloquios. Pepita abrió unos ojos como puños; su madre una boca como quinientos ojos de Pepita.

Don Casto repetía lo de la cana al aire y se adelantaba a todas las objeciones. —¡Se me dirá que el teatro no educa! Pues yo digo que sí. Educa relativamente —y se detuvo un momento, procurando acordarse de un latín que él había oído usar en casos análogos—. Secundum quid, era lo que quería decir. —Casto, mejor sería que guardáramos esos cuartos para reunir el traje de franela que te ha recomendado el médico; mira que el invierno se echa encima… —. Don Casto tembló del frío que le dio acordarse del reuma y del invierno. —No niego yo la importancia del abrigo —replicó—, pero el espíritu también necesita su refrigerio; tú no sabes, Petra, y eso explica tu incalificable tenacidad, que así como hay ciencias que se llaman físico—matemáticas, otras existen con el nombre de político—morales. —¿Y qué tenemos con eso, Avecilla? —Tenemos que Pepita se compone, como todo ser racional y libre, de alma y cuerpo, y se pasa el santo día y gran parte de la noche igualmente santa, consagrada a las tareas propias de su sexo, que más embrutecen que elevan el espíritu; es necesario que, de vez en cuando, dé reposo al cuerpo y trabajo al alma, con la contemplación de lo bello, lo bueno y lo verdadero.

Doña Petra estaba muy acostumbrada a no entender palabra de cuanto decía su querido esposo; pero lejos de burlarse de estos discursos, creía firmemente que a ellos debía don Casto la conservación de su destino a través de todos los ministerios y formas de gobierno. Aquella garrulería incomprensible representaba a los ojos y a los oídos de doña Petra el pan de cada día; creía con fe ciega que tales sentencias y palabrotas eran la ordinaria tarea de su marido en la oficina de pastos. Preciso es confesar que don Casto en ninguna parte como en su casa abusaba de las palabras compuestas, del tecnicismo que no entendía y de las citas inoportunas; recreábale la música de sus párrafos y: —¡Aquí que no peco! —pensaba, disparatando en el hogar doméstico más graciosamente que en la plaza pública y sin trabas ni cortapisas.

Pepita que saltaba en su silla de costura, deseando apoyar la resolución de su padre, se contuvo ante el argumento de la franela. ¡El pobre viejo necesita tanto aquel abrigo! En cambio su madre comenzó a rendirse ante la consideración de que Pepita tenía alma y cuerpo y todo lo demás que había dicho el sabio. La madre miró a la hija, con los ojos llenos de lágrimas. ¡Si sabría ella cuál era la pasión de Pepa! No en balde tenía la niña un padre tan fantástico. Lo que a él se le iba en imaginar máquinas administrativas, fábricas de gobernar al vapor, la niña empleábalo en crear poéticas figuras y sucesos de inverosímil grandeza. Poco había leído porque le faltaba tiempo; pero de restos de personajes y de intrigas que en malos libros recogiera, iba formando todo en su rica y sana fantasía que inspiraba un corazón tierno y ardiente en el amor de lo que llamaría don Casto lo bueno, lo bello y lo verdadero.

Doña Petra no tenía fantasía. —Los de mi tierra (una de las Cinco villas), no son imaginativos, —decía ella; pero respetaba el sagrado fuego que ardía en los dos seres que más amaba. Nunca había engañado a su marido; mas tenía un secreto deseo que por nada de este mundo le hubiera revelado: volver a ver las figuras de cera. Todos los teatros de la tierra daba ella por el placer de contemplar aquellos hombres que parecían de carne y hueso y eran de la materia misma con que ella suavizaba el hilo. En el teatro los hombres eran hombres efectivamente ¡vaya una gracia!, el caso era parecerlo y no serlo. El encanto del engaño, de la imitación de lo humano, era el único placer estético que comprendía doña Josefa. Aunque ella oculte el deseo de que hablo, porque sabe que a su marido le parece indigno de la esposa de un Avecilla, bien recuerda don Casto el placer intenso que experimentó Petra en Zaragoza durante las ferias de la Pilarica, contemplando la exposición de figuras de movimiento de Mr. Brunetière.

—Ya se sabe —exclamó el esposo—, para ti no hay comedia, drama, ni tragedia que valga lo que uno de esos cuadros de la cerámica —así llamaba don Casto al arte que encantaba a su esposa—. Comprendo que guste la escultura… pero ¡la cerámica! —¿Pues qué mejor escultura que las figuras de cera? —se atrevió a replicar la buena señora. —¡Profanación! —Las estatuas, vamos a ver, ¿no quieren imitar a las personas? Pues las personas no andan en cueros vivos, por poca vergüenza que tengan, ni con esas ropas menores ceñidas al cuerpo. Si alguna estatua me gusta es la de Mendizábal. —¡Ilustre patricio y estatua detestable! —exclamó el marido. —Pues esa, a lo menos, tiene capa, como se usan y no un camisón de once varas. Pero mejor están las figuras de cera que traen ropa como las personas; vamos, de tela y de paño y a la moda del día. Pues ¿y la color?, ¿y los ojos?, y ¿qué me dices de aquellas que alientan y se quejan como cristianos? ¿No te acuerdas de la madre de Cabrera en la prisión?, ¡qué lágrimas vertía la pobrecita! ¿Y aquel oficial moribundo?, ¡qué estertor aquel!, así se mueren las personas de verdad; dímelo tú a mí… —Pues ¿y el czar cayendo más muerto que vivo de su coche?, ¿y aquel señor chiquitín que se llamaba el señor Tres o Tries?… —Thiers, Josefa, el gran repúblico. —Pues ese. ¿Y el papa Pío IX dándole la mano al que hay ahora y los dos risueños como ángeles? —Basta, basta… Recuerdo, sí, recuerdo todas aquellas ignominias del arte —y volviéndose a la hija continúa:— Figúrate, hija mía; anacronismo sobre anacronismo (Pepita no sabía lo que era esto); un tutunvulutum (totum revolutum), un vademecum (pandemonium) una caja de Pandorga (Pandora), en suma… Allí vi ¡horror!, a don Alfonso XII, al poder moderador, vestido de capitán general, con su difunta esposa Mercedes, del brazo derecho y la reina Cristina del izquierdo, ambas en traje de boda. ¡Bigamia espantosa, cuyo ejemplo hubiera bastado para desmoralizar toda la administración!… Después Rita Luna codeándose con Julio Fabre, el Empecinado mano a mano con la Emperatriz Eugenia, Mariana Pineda, a partir un piñón con el obispo Caixal… y por último, Calderón de la Barca, con un libro encarnado entre las manos, un libro, hija mía, titulado, bien lo recuerdo, Voyage sur les glaces (como suena)… En fin, Petra, tú estás dispensada de tener ideas estéticas. Vamos al teatro.

Vencidos los últimos escrúpulos, más económicos que estéticos de la digna esposa, aquella honrada familia procedió a los preparativos de la extraordinaria fiesta. Era preciso cenar artes de salir; después hacer el tocado, como con gran afectación decía don Casto, cuyo proteccionismo se extendía al idioma. —¡Yo no uso galicismos! —gritaba ardiendo en la pura llama del patriotismo gramatical—. Y era verdad que no los usaba a sabiendas, que es el único modo de usarlos que consiente la gramática de la Academia.

Lo más interesante que sucedió aquella noche en casa de Avecilla fue el tocado de Pepita. Lector, si eres observador y, además, tienes un poco de corazón, alguna vez te habrá enternecido espectáculo semejante.

¿Cómo se compone y emperejila, si don Casto permite la palabra, la hija de un pobre, en la ocasión solemne y extraordinaria de ir al teatro? Veamos esto.

El tocador de Pepita era muy sencillo, tal vez demasiado: un espejo de marco negro colgado de un clavo en la pared. Su luna recordaba un día de borrasca en el mar por lo profundas que eran las ondulaciones aparentes de la superficie. Pepita se veía allí en zig—zags, pero acostumbrada ya a ello, mediante una rectificación que su fantasía acertaba a imaginar en un instante, la niña se servía de aquel mueble cual si fuese hermosa luna de Venecia. Debajo del espejo había un costurero antiguo con un agujero grande en el medio, obra de la industria casera; en aquel agujero se colocaba la palangana de barro pintado. Sobre el costurero había un acerico de terciopelo carmesí muy raído, unas flores de trapo procedentes de algún ramillete de confitería, varios frascos vacíos y algunos peines muy limpios.

Pepita acaba de peinarse; como ya es de noche, ha encendido una vela de sebo y ensaya distancias entre la luz y el espejo, la cabeza y la luz, para poder contemplarse. Está satisfecha. La verdad es que en el espejo parece un monstruo; se ven unos ojos muy estirados de arriba abajo, una frente deprimida y un moño que parece un monte; pero Pepita no ve eso, ve la Pepita que lleva en la cabeza, la que ha visto en los espejos de las tiendas, y esa es bonita y de facciones correctas. Valga esta vez la verdad, no es tan bonita como ella se lo figura, no por vanidad, sino por optimismo que nace del alegrón que le ha dado su padre. ¡Ir al teatro! ¡Para Pepita el teatro es una cosa tan distinta de lo demás del mundo! ¡Cuánto más hermoso! Pocas veces lo ha visto, pero ni el pormenor menos digno de recuerdo se le ha escapado de la memoria. ¡Si este pícaro mundo fuese como el teatro o parecido siquiera! Allí los amantes son apasionados, tiernos, caballeros y leales; ella no ha tenido más que un novio, pero hubo de darle calabazas, porque el papá decía que era un holgazán, que nunca podría sustentar una familia. ¡Oh vergüenza! ¡Un novio a quien es preciso dejar porque no tiene pan que dar a su mujer! En el teatro también los novios son pobres a veces, pero en tales casos la novia respectiva resulta princesa, y ella lo paga todo, y otras veces es el novio el que sale siendo hijo de un banquero riquísimo, algo tacaño y severo, pero que al fin se ablanda y todos quedan contentos. Y en último caso, si el trance no tiene arreglo —Pepita prefiere que lo tenga—, el amante se desespera, y se muere o se mata, y aunque esto es una atrocidad, un pecado muy grande, ello prueba mucho amor. Pues, ¿y las comidas del teatro? ¡Qué lujosa mesa! ¡Cuántas damas y señores! ¡Qué de criados con librea! ¡Qué ramos de flores sobre la mesa! y ¡cuántos vinos exquisitos! Pepita nunca ha comido mejor que en su casa. ¡Oh, el teatro es una ventana por donde se ve desde la triste vida las alegrías del cielo! Pues, ¿dónde dejamos aquel hablar en versos tan bonitos, sin que falte nunca la copla? (el consonante). ¡Y qué bien recitan todos, hasta los graciosos más zafios!… Pepita se vuelve loca de alegría sólo con pensar en lo que se va a divertir.

Una vez decidido que se va al teatro cueste lo que cueste (y costará poco), Pepita ya no se contiene; canta, habla deprisa, casi llora de entusiasmo, dice mil tonterías… ¡está la pobre tan nerviosilla! Desde la alcoba donde se está mudando las enaguas y toda la ropa interior, habla con su padre, que se pasea muy satisfecho por la salita única de la casa. En la otra alcoba, la del matrimonio, la Sra. de Avecilla se está mudando el traje también, y al mismo tiempo reza las oraciones de su devoción, segura de que al volver del teatro el sueño no le dejará concluir ni un Padre nuestro.

—Papá —grita la joven—, ¿a qué teatro vamos? —Eso lo pensaremos, hija mía; es necesario saber distinguir de arte y arte; y, como yo decía hoy en la oficina a aquellos señores, el teatro puede moralizar, sí, señor, puede moralizar y puede desmoralizar; de modo, que lo pensaremos.

—Papá, ¿llevarás la corbata que no has estrenado, por supuesto? —Sí, hija mía, por más que te confieso que todavía no he comprendido bien el mecanismo de la tal corbatita. Cuando la compraste en la esquina del Principal, ¿no te dijeron cómo se ponía?

—Sí, papá; verás, yo misma te la pondré.

Y Pepita sale con la corbata de su padre entre manos.

Don Casto contempla a su hija con cierta melancolía. —Mi hija —piensa—, está más bonita cuando no viste sus galas. Ese abrigo, ese maldito abrigo me la desfigura.

Y es verdad, Pepita no viste bien la ropa mala. Es posible que si entregaran su cuerpo bonito a una buena modista, hiciera con él maravillas, pero la muchacha, que se pone tan pocas veces el vestido bueno (el más viejo porque no se usa nunca), semeja una lugareña mal pergeñada con los trapos de cristianar. Hasta el peinado parece mal, afectado, estirado, relamido. La poca práctica no la permite ser hábil en su tocado, y tarda en peinarse y se soba demasiado; está muy colorada y tiene un poco untada la frente de no sé qué, pero ello es que tiene reflejos nada agradables: no es aquella la Pepita de todos los días, y bien lo conoce su padre; pero se guarda de comunicar su pensamiento.

La niña se cree más guapa que nunca, o acaso no piensa en tal cosa: piensa en el teatro. La corbata de plastrón ya está puesta. Don Casto se ha quitado el ruso, la americana y el chaleco, y con el cuello estirado, mordiendo con el labio superior el inferior, como si pretendiese estirar la piel y evitar un pellizco del resorte de la corbata que, francamente, le ahoga, permite que Pepita medio le sofoque con el pretexto fútil de engalanarle. Don Casto no se ha dado cuenta del procedimiento; para él es un misterio cómo se ponen esas corbatas, que entran y salen tantas veces en unos ganchos que tienen, no sabe él dónde.

—Pues, sí, hija mía, el teatro moraliza, pero es necesario saber elegir. El can—can perdió a París, perdió a Francia; en cambio, ¿sabes quién ganó a Sedán? —Los alemanes —dice Pepita. —¡De ninguna manera! —¿Pues quién? —El maestro de escuela —dice la mamá saliendo de la alcoba. —¿Cómo sabes tú eso? —pregunta Avecilla asombrado. —¡Toma, porque te lo he oído decir cien veces! —Los franceses se lo tienen merecido. Ellos han corrompido la Europa latina… Por ejemplo: estas corbatas, ¿quién las ha inventado sino ellos?

Don Casto está irritado; aquella prenda de importación francesa le da tormento.

Al fin salen de casa.

—¿Adónde vamos? —pregunta la mamá.

—¿Quieres que vayamos al Español?

—¿Qué representan allí?

—El pelo de la dehesa… Comedia culta; yo la he leído… y ahora que recuerdo, tú, niña (habla con su mujer), haz memoria, ¿no te acuerdas de que la vimos en Zaragoza?

—¡Ah, sí! Es aquella comedia tan larga y tan pesada, donde todo el tiempo se están los cómicos en una habitación, y pasa un acto, y nada, la misma habitación… ¡Reniego de ella!

—Sí, verdad es que renegaste y me hiciste abandonar el teatro antes del cuarto acto.

—Pues claro; cuando una es pobre y se divierte pocas veces, quiere divertirse de veras. Mira tú, que para ver no más que una sala y un señor de pueblo, una especie de baturro… y precisamente en Zaragoza… ya ves, eso es muy aburrido.

—Pues, bien; da tu voto, mujer.

—Yo opino… que vayamos a la Zarzuela.

—¡Ay, sí, sí, a la Zarzuela, papá! —exclama Pepita.

Don Casto se detiene. Siente decírselo a su señora e hija, siente contrariarlas pero… lo dice al fin, con tono solemne y misterioso:

—¡La Zarzuela es un género híbrido!

Pepita no insiste. Su papá es para ella una autoridad; no sabe lo que significa híbrido, pero no debe de ser cosa buena.

La digna esposa de Avecilla exclama:

—Entonces, no digo nada; lo primero es que a la chica no la abran los ojos con picardías…

Sin embargo, en su fuero interno, la austera dama protesta, porque ella ha visto muchas zarzuelas que no eran híbridas, sino muy inocentes y morales… Poco después, piensa: —Eso de híbrido, acaso signifique otra cosa.

—¿Quieres que vayamos a la ópera, papá? Allí hay muy bonitas decoraciones y eso le gustará a mamá.

—Te diré, Pepita: la ópera no es híbrida, pero… ya sabes cuál es mi sistema económico; soy libre—cambista como gobierno, en mi entidad Estado, pues ya sabes que todos formamos parte intrínseca del Estado, pero en cuanto particular, creo deber mío consumir productos nacionales; el arte es producto, luego yo debo proteger el arte nacional, y en la ópera cantan en italiano.

—Y lo peor es que no se entiende —observó la digna esposa.

—Y además, ahora recuerdo que está cerrado el Real —concluyó Pepita.

—¿Qué les parece a ustedes de irnos a los caballitos, a Price? —propuso la madre.

—Eso no es arte, es decir, no es arte bella.

—A mí no me gustan los títeres, yo quiero teatro.

—Pero el teatro… el teatro… ¡Si no hay ninguno que os agrade!

—A mí, todos, madre.

—Pero tu padre no acaba de decidirse.

Estaban en la Puerta del Sol; el reloj del Principal señalaba las nueve en punto.

—¿En qué quedamos, papá?

El entusiasmo artístico de don Casto se había enfriado un poco. Al valor de gastarse doce o veinte reales, protegiendo el arte nacional, había sucedido en su espíritu una serie de reflexiones relativas a las ventajas del ahorro en las clases pobres.

Mientras su hija decía que era tarde y que ya no se llegaría a ningún teatro serio a buena hora, Avecilla recordaba lo que había oído y leído de las excelencias del interés compuesto de las cajas de ahorro, de lo que llega a ser el óbolo del pobre en una de estas instituciones benéficas que hay en el extranjero.

—Después de todo, hija mía, el arte está perdido.

La señora de Avecilla notó la reacción que experimentaba su amante esposo, y quiso aprovecharla en bien de la economía doméstica, asegurando que, en efecto, estaba perdido el arte, y añadiendo:

—¿Vamos un rato hacia la feria?

—¿A qué feria, mamá, a estas horas?

Era el año en que el ayuntamiento de Madrid procuró atraer a la capital toda la riqueza de España, haciendo en el Prado una feria digna de Pozuelo de Alarcón.

Más arriba del Prado, entre el Dos de Mayo y el Retiro, habían sentado sus reales una multitud de artistas errantes, de esos que van de pueblo en pueblo y de gente en gente, enseñando monstruos de la fauna terrestre a la asombrada humanidad. Una ciudad de barracas se había plantado a las puertas del Retiro. Don Casto lo sabía, y aprobando el proyecto de su esposa, dirigió sus pasos y los de su familia a la feria de maravillas zoológicas.

—¿Pero qué, ya no se va al teatro? —preguntó tímidamente Pepita.

—A la vuelta de la feria, veremos una pieza en Variedades o en Eslava… todo es arte. Pero antes vamos a ver si tu madre satisface esa curiosidad que siente ante lo fenomenal y supra… y supra… En fin, vamos a ver la mujer gorda.

El matrimonio, sin decirse nada, se había puesto de acuerdo para gastar poco. Buscaban sofismas que les sugería el espíritu del ahorro, para conciliar las altas aspiraciones estéticas de la familia Avecilla con la parsimonia en los gastos extraordinarios, como pensaba don Casto.

Llegaron a las barracas. Pasaron sin manifestar la menor curiosidad delante de la casa de fieras, en que se enseñaba un tigre de Bengala, un oso blanco algo rubio, y dos lobos. En vano, en otro de aquellos cajones de madera, gritaba el hombre de las serpientes; y hasta se oyó con indiferencia el pregón de la ternera con dos cabezas. Algo llamó la atención de la señora de Avecilla; una voz que exclamaba:

—¡Aquí, aquí, a la mona que da de mamar a un gato vivo!…

Pero la mirada imperiosa de don Casto, que iba un poco avergonzado, hizo que el deseo de su señora muriese al nacer.

Siguieron adelante. Por fin, entre rojas teas, que arrojaban al espacio ondulantes columnas de humo pestífero, la señora de Avecilla vio en un gran lienzo pintado una arrogante figura de mujer con barbas, la cual, castamente, cultivando el arte por el arte, enseñaba al ilustrado público una arrogante pantorrilla, ceñida de una liga en que pudo leer don Casto difícilmente: Honni soit qui mal y pensé. Había leído en voz alta, y el público indocto que rodeaba la barraca (soldados y paletos, mozuelas y pillastres), se acercaron para oír la traducción que iba a hacer de la misteriosa inscripción aquel señor tan estirado.

—¿Qué significa eso, Casto? —le preguntó su esposa muy hueca, facilitándole la ocasión de lucirse en público.

La buena señora creía que su esposo sabía, por adivinación, todas las lenguas, incluso el griego, idioma a que sin duda pertenecía aquel letrero. D. Casto se puso muy colorado y metió tres dedos entre la corbata, que le ahogaba, y la nuez.

—Eso —dijo por fin— es… una divisa que… que… que habréis visto en los forros de los sombreros… No tiene traducción literal… pero está en inglés… de eso estoy seguro.

El redoble de un tambor cubrió su voz, como la de Luis XVI en el cadalso.

Desde una doble escalera de mano, de pie en el más alto peldaño, un charlatán, cubierto de larguísima camisa que llegaba al suelo, comenzó a predicar la buena nueva de Mademoiselle Ida, la señorita gigante de Maryland, en los Estados Unidos de l'Amérique.

El hombre de la escalera, después de contar la historia de nuestra mujer gorda, se atribuyó su personalidad, y para acreditarla decía:

—¡Señores, aquí tienen la gran camisa y las fenomenales medias!

Y por medias enseñaba dos grandes sacos por donde metía la cabeza.

Después le echaron desde abajo una almohada de regular tamaño, y con ella quiso imitar las turgencias más apreciables y escultóricas de la mujer gorda.

—¡Oiga V., caballero! —gritó, al llegar aquí, D. Casto Avecilla, colorado como una amapola, tanto por el rubor cuanto por el apretón que le daba la corbata, que le estaba degollando—. ¡Oiga V., caballero, delante de mi hija no se hacen esas indecencias, y esto es engañar al público, que tiene derecho a que se le indemnice!…

En aquel momento se acordó de que nada le había costado el espectáculo, que era al aire libre y sin entrada, en medio de la feria.

—Pardon, monsieur, mais nous sommes ici chez nous, s'il vous plaît, —dijo el de la camisa, en francés, con acento catalán.

—Si no le gusta la función puede usted marcharse —dijo un soldado cuyas castas orejas no lastimaban aquellas alegorías pornográficas.

Avecilla replicó:

—Y sí, señor, que me marcharé; y si la autoridad fuese en todo como en lo que yo me sé, si el Estado tuviese sus representantes en todas partes, esto no pasaría, no, señor; esto es desmoralizar al pueblo, al pobre pueblo, que no puede permitirse el lujo…

—¡Fuera, fuera! ¡Que baile D. Quijote! —gritó la chusma por cuya moralidad volvía angustiado Avecilla.

Pepita había vuelto la cara con asco y sin remilgos; en el rostro de doña Petra había una sonrisa triste y amarga, pues en el fondo se reconocía culpable. Por codicia, esa codicia del pobre que se parece tanto a una virtud, no había querido ir a un teatro de los caros, y así había llegado, en su afán de economía, hasta a contentarse con el espectáculo gratuito… ¡Y el espectáculo gratuito era un hombre en camisa de once varas, imitando lúbricos movimientos y formas abultadas de mujer gorda y desnuda… !

Ausentose de aquel sitio la honrada familia, y a los pocos pasos vio D. Casto en otro barracón un letrero que decía: «La verdadera mujer gorda, no confundirla con la de enfrente. Entrada, quince céntimos personas mayores. Niños y militares, perro chico». D. Casto consultó a su dignísima esposa con la mirada. Ello había que cumplir a Pepita lo ofrecido, un recreo para el espíritu, para la imaginación de la muchacha sobre todo… y aquel que se ofrecía delante de los ojos era barato… La verdadera mujer gorda.

Valga la verdad, el mismo matrimonio tenía ardientes deseos de ver un fenómeno. Entraron, pues, no sin dejar a la puerta cuarenta y cinco céntimos. La mujer gorda, vestida de pastora de los Alpes, estaba sobre el tablado, que tanto tenía de escenario como de nacimiento; en el fondo había una decoración de paisaje alpestre, cuyas montañas más altas llegaban a la mujer gorda (Mlle. Goguenard) a las rodillas. Estaba sentada en una silla de paja, y en la mano derecha tenía, en vez de cayado, una enorme tranca; la mano izquierda acariciaba en aquel momento una barba de macho cabrío que descendía por las turgencias hirsutas que revelaban de manera indudable la autenticidad del sexo.

Las candilejas de pestífero aceite estaban a media luz; el público llegaba poco a poco, y en pie todos, en semicírculo, se colocaban cerca del escenario con religioso silencio. Predominaba aquí también el elemento militar, y no faltaban cinco o seis muchachuelas de la hez del pueblo, andrajosas, que procuraban vestir sus harapos con la rigidez manolesca, y que reían y cuchicheaban y se decían al oído mil picardías que les inspiraba la presencia del monstruo.

Mlle. Goguenard hablaba en francés con una mujer de la barraca inmediata que iba a visitarla de vez en cuando. Decía, pero no lo entendía el público, ni el mismo don Casto, que el oficio era horroroso y que ya estaba cansada de aquella estupidez. Las miradas que repartía por la asamblea eran de desprecio y de cólera.

—¡C'est bête! ¡C'est bête! —repetía la mujer gorda, y gruñía moviendo la feísima cabeza.

En tanto D. Casto, en voz baja, daba explicaciones a su familia, que le escuchaba, olvidada ya la vergüenza de la barraca de las falsificaciones, con ojos llenos de curiosidad, una curiosidad puramente científica. Doña Petra presentaba a su marido las más difíciles cuestiones fisiológicas y etnográficas, segura de que Avecilla lo sabía todo. Era su creencia fija: su esposo estaba al cabo de la calle de cuanto se puede saber en este mundo, y la tenía indignada que todo esto no bastara para lograr un mal ascenso en Pastos.

—Pues bien —decía D. Casto—, los gigantes van desapareciendo poco a poco; pero hubo un tiempo en que ellos dominaban y tenían al mundo entero en un puño. La historia registra varios gigantes célebres, por ejemplo, Goliat, Gargantúa…

—Y el gigante chino —se atrevió a decir Pepita, interrogando con la mirada.

—Y el gigante chino —repitió su padre, que no recordaba más gigantes registrados por la historia.

—Pero esta no es gigante —objetó doña Petra, cuyo buen sentido, sin querer ella, presentaba argumentos invencibles a la sabiduría de su esposo.

—Distingo, señora mía, distingo —dijo D. Casto—. No es gigante en sentido longitudinal; pero has de saber, esposa mía, de aquí en adelante, que hay tres dimensiones: longitud o largo, latitud o ancho, y profundidad o grueso… pero grueso vale tanto como gordo, luego esa señora es gigante en sentido lato, o mejor diré, en cuanto a la gordura o profundidad.

Esta vez triunfó el amo de la casa por completo.

—¡Y pensar que a este hombre no le llega el sueldo al último día del mes! —se dijo a sí misma doña Petra suspirando.

Un redoble de tambor que resonó fuera anunció al público que empezaba la exposición.

—Cuarenta y ocho veces me he ensenado al ilustrado público —dijo la mujer gorda a su amiga. Y después de dar al aire un suspiro, acercó la silla a las candilejas y comenzó su relato en un mal español y con voz ronca y gesto displicente.

La familia de Avecilla se había colocado en primera fila, y como don Casto era a todas luces la persona de más representación y más estatura de las del teatro, a él se dirigían las miradas y las palabras de la Goguenard. Doña Petra sintió un asomo de celos. Atribuyó aquella predilección al aire de salud de su marido.

La relación de la mujer gorda era muy sencilla. No había en ella, como en la del farsante de marras, asomo de lubricidad; se trataba la cuestión de sus buenas carnes desde un punto de vista puramente antropológico. Don Casto así lo comprendió, prestándose gustoso a ser el Santo Tomás de la reunión, es decir, el testimonio vivo del concurso, mediante el sentido del tacto.

La Goguenard decía: —Señores, esta pantorrilla —y levantando la falda de color de rosa y las enaguas mostró una mole cilíndrica de carne que se transparentaba bajo media de seda calada—, esta pantorrilla ha llamado la atención de las dos Américas, de las colonias inglesas, de la India y de toda la Europa; es de carne verdadera, aquí no hay nada falso, puede palpar el señor y se convencerá de ello…

Don Casto, como dejo dicho, no tuvo inconveniente en palpar, previa una mirada de consulta a su esposa, que aprobó orgullosa y muy contenta.

Bien sabe Dios que don Casto iba a tocar aquella carne libre de todo mal pensamiento, pero fuera que su vida exageradamente casta, si en tal virtud cabe exageración, le hubiera conservado fuegos interiores ocultos, apagados generalmente en los de su edad, fuera la emoción de la notoriedad, o lo que fuera, Avecilla se puso pálido, tragó saliva y por sus ojos pasó una nube que los oscureció por un momento. Lo que sintió don Casto es un misterio, pero es lo averiguado que tardó algunos minutos en reponerse, y no sin trabajo pudo decir al numeroso público:

—¡Carne, carne y dura!

Y todos creyeron bajo la palabra de abuelo, como le llamó inoportunamente una chula en embrión.

Para doña Petra no pasó sin ser notada la turbación de su esposo; Pepita sintió otra vez la repugnancia de poco antes al ver a su padre palpar pantorrillas de fenómenos del sexo débil. Además, el espectáculo, hasta entonces compatible con el más recatado pudor, cambió de aspecto cuando dos o tres mozalbetes se acercaron a repetir la experiencia de don Casto. Como durase la prueba del tacto más de lo que parecía regular a la mujer gorda, esta levantó la tranca y amenazó con ella, diciendo a la vez a los atrevidos y concupiscentes mancebos:

—¡Fuera, canalla!… ¡Id a palpar!…

¡Y añadió horrores!

Carcajadas del cinismo, epigramas de la desvergüenza, todo el repertorio de los lupanares se cruzó entre el concurso hasta entonces comedido y la robusta pastora de los Alpes… Los Avecilla salieron a paso largo, corridos, muy disgustados, sin hablarse, y llenos de remordimientos el esposo y la esposa.

Dejaron la feria, atravesaron el Prado y subieron por la Carrera de San Jerónimo; callaban los tres. Don Casto no se conocía, renegaba de sí. Nada de aquello era digno de una rueda del Estado, de una entidad que no debe, que no puede tener pasiones vergonzosas. Y no cabía duda, a sí propio tenía que confesárselo, por más que hasta la hora de la muerte se lo ocultase a su pobre Petra: él, don Casto, la rueda, había sentido un extraño, profundo deleite, al tocar la carne dura y fresca entre las mallas de seda… Sí, esta era la verdad, la verdad desnuda.

Doña Petra subía la calle un poco amostazada, pero reprimiéndose; no quería manifestar sus recelos; no había forma decorosa de hacerlo delante de la niña.

¡La niña! Esto era lo peor. ¡Qué cosas había visto la niña! ¡Y eran ellos, sus padres, los que le habían abierto los ojos, los que habían puesto la provocación de la lascivia ante su virginal mirada!

Pepita iba un poco avergonzada. No se atrevía a mirar a su madre; temía que le conociese aquella excitación en que la tenían los repugnantes espectáculos que dejaba atrás.

En la esquina de la calle del Príncipe fue necesario hablar algo. —¿Y ahora? —se atrevió a decir doña Petra. —A donde queráis —respondió Pepita, resignada. —¿A casa? —Es temprano —dijo apenas don Casto, hablando como aquel que no tiene saliva. —¿Vamos a ver una piececita a Variedades? —Está lejos. —Pues a Eslava, que está al paso. —Vamos a Eslava—. Y fueron.

Por el camino ya se habló algo, para olvidar, o procurando a lo menos, las escenas de los barracones. D. Casto, a quien la corbata se le iba metiendo carne adentro, aparentó jovialidad. ¡En vano! Estaban todos tres cortados, se miraban unos a otros con miedo. ¡Si algún pensamiento poco honesto, que lo dudo, había ocupado jamás a aquellos tres espíritus sencillos, no había sido ciertamente comunicado entre ellos, pues en todas sus relaciones había reinado siempre la castidad más perfecta! ¡Y ahora tenían aquel fango, aquella vergüenza en común, en la sociedad de su vida íntima! La incomodidad de esta repugnancia la sentían ellos con mucha más fuerza que yo la explico.

En Eslava les tocó ver una zarzuela llena, también, de pantorrillas y de chistes verdes. Cada alusión iba derecha a lo que guarda más el decoro del contacto de los labios. Muchas las entendía Pepita, por demasiado transparentes; otras, a fuerza de discurrir, sin poder contener el pensamiento, lo que significarían aquellos chistes que el público recibía con carcajadas maliciosas… Acabó la zarzuela y empezó el baile.

—¡Más pantorrillas! —gritó D. Casto sin poder contenerse y a punto de ser estrangulado por la corbata. Y puesto en pie, intimó a los suyos la orden de retirada.

Cogieron las mujeres sus abrigos y salieron a la calle, no sin que les acompañara el público de las alturas con ese castañeteo de la lengua con que se echa a los perros de todas partes y a los espectadores impacientes de los teatros, según moderna costumbre, menos culta que bien intencionada.

Salieron los Avecilla abochornados, llegaron a su casa, que estaba cerca, y sin hablar de las emociones de la noche, Pepita se fue a su alcoba, después de dar un beso en la frente de su padre. A su madre no se atrevió a besarla. Don Casto observó que la niña estaba agitada, descompuesta, que tropezaba con las sillas; y el color encendido, el sudor que le caía en copiosas gotas por sienes y frente, notó que le sentaban muy mal. Aquella noche su hija no era la de siempre, la tranquila hermosura que cosía a la máquina en enaguas, durante el verano, enseñando la hermosa garganta, nada más que la garganta, y alegre y sin aquellas brasas en las mejillas.

Cuando don Casto estuvo solo con su esposa, en esa hora en que los matrimonios bien avenidos y de larga vida conyugal, se acarician comunicando ideas, hablando de los hijos y de la hacienda, en esa hora, resumen del día, Avecilla miró, por fin, a Petra, cara a cara. Ella bajó los ojos, perdonando y pidiendo perdón a un mismo tiempo. Se sentía culpable de una sordidez que era una virtud necesaria para su miserable hacienda.

—¡Pobre hija mía! ¡Poco se ha divertido esta noche! —dijo el padre.

—¡Poco! —contestó la madre.

Y sin decírselo, pensaron los dos a un tiempo: —¡La hemos ultrajado! —Don Casto, exagerado en todo y amigo de la hipérbole, hasta de pensamiento, fue más allá; pensó también así: —¡La hemos prostituido!

Silencio otra vez. Doña Petra se acostó primero; volvió a rezar, porque le pareció que las oraciones de aquella tarde ya no servían, y quiso purificarse con otro rosario de coronilla. En tanto, don Casto paseaba por la sala en mangas de camisa, con los tirantes colgando, y así estuvo hasta que se le ocurrió una frase que reputó oportuna porque no decía nada y decía mucho. Mientras procuraba, maquinalmente y en vano, quitarse la corbata, mirándose al espejo, exclamó en voz alta, para que doña Petra le oyera:

—¡Lo barato es caro!

Este aforismo económico—alegórico—moral, como para sí le llamó Avecilla, no mereció respuesta ni comentarios por parte de doña Petra, sin embargo de que lo había entendido perfectamente. —¡Acuéstate, Avecilla! —fue lo que ella dijo.

—Bien quisiera; pero, la verdad, esta maldita corbata… estos malditos resortes, esta industria transpirenaica… ¡No sé por dónde metió la niña esta punta de acero! ¡Ay!

—¿Qué es eso, Avecilla?

—Nada, un pinchazo… ¿Pero, Señor, por dónde se saca eso?… Y lo peor es que me aprieta, me ahoga… ¡Parece un remordimiento esta corbata!… ¡Puf! ¡Renuncio, renuncio!

—¡Ven acá, hombre, a ver si yo puedo!

Doña Petra tampoco pudo.

Avecilla va y viene del espejo a la cama, de la cama al espejo; ni él ni su digna Petra son capaces de encontrar el resorte de aquella condenada máquina del plastrón.

—Comprendo lo de Sedán —gruñe don Casto, dando pataditas en el suelo—. No se parece la mecánica de esta corbata a la del Estado; en la máquina pública todo es armonía, relación; aquí… ¡no hay diablos que den en el intríngulis de este artefacto!… Si por aquí, nada; si tiro de aquí, menos —y sudaba sangre el buen señor. —¡Llama a Pepita! —dijo doña Petra.

—¡No en mis días! ¡Déjala dormir en el sueño de la inocencia! —y continuó:

—Estoy resuelto, ¡me acostaré con corbata y con camisa! ¡Yo, que no he consentido jamás que me hicieran dormir con ropa almidonada! ¡Pero, en fin, me sacrificaré! ¡Todo, antes que interrumpir el sueño de la inocencia! Porque aún será el sueño de la inocencia, ¿verdad, Petra mía?

—¡Pues claro, hombre!

Ambos esposos pensaban en lo mismo, en la pantorrilla de Mlle. Goguenard.

Don Casto se acostó sin quitarse la corbata. Apagó la luz. —Duerme —dijo a su señora. —¿Y tú? —¡Yo! ¿Quién duerme con este lazo al cuello?… ¡Soñaría que me daban garrote! —¿Pues por qué no quieres despertar a Pepita? —¡Que duerma, que duerma la inocencia… su padre vela!

Reinó el silencio en la oscuridad. Don Casto, sentado en la cama, apoyada la espalda en los almohadones, daba suspiros al viento con la fuerza de muchos fuelles. Doña Petra no suspiraba, pero tampoco dormía. Un reloj dio las dos.

—¡Si hubiéramos ido a la Zarzuela! —se atrevió a decir doña Petra, como continuando una conversación entablada de espíritu a espíritu, sin necesidad de palabras, entre los cónyuges.

—¡Sí; debimos haber ido a la Zarzuela!

—Pero como tú dices que es un espectáculo híbrido.

—Eso es cierto, híbrido.

Nueva pausa. Nuevo atrevimiento de doña Petra.

—¿Y qué significa eso de híbrido?

—Petra —respondió el viejo, ocultando mal su enfado—, diversas y varias veces te tengo reprendido, en el tono de la más cordial amistad, ese espíritu concupiscente de preguntarlo todo. Y sobre que más pregunta un necio que responde un sabio, debo advertirte que yo no recuerdo en este momento lo que esa palabreja significa; pero ten por seguro que la zarzuela es un espectáculo híbrido, pues yo lo he leído en críticos famosos y a ellos me atengo. Y duerme y calla, que harto tengo yo con esta maldita corbata para martirio de esta noche, y si no fuera un absurdo en el terreno de la economía, ya habría cogido unas tijeras…

—¡Jesús, hombre! ¡Una corbata que costó tantos reales!

—¡Pues por eso digo que sería un absurdo!

Durmió doña Petra y al cabo don Casto también, y soñó que le llevaban al patíbulo, como había previsto, y que por el camino del patíbulo había tendidas mujeres gordas, entre cuyas piernas mal cubiertas tenía que pasar don Casto, pisando carne por todos lados… Doña Petra no soñó nada. A la mañana siguiente, la rueda administrativa se despertó en D. Casto con grandes ansias de funcionar. Pepita, contra su costumbre, no se había levantado todavía. Avecilla se alegró en el fondo del alma. Salió muy temprano, sin hacer ruido, y como las oficinas no estarían aún abiertas, se fue al Retiro. —¡Oh! ¡La naturaleza —pensaba don Casto—, único espectáculo gratuito y moralizador! Cuando quiera que Pepita se distraiga y dé libre vuelo a su imaginación, la traeré al Retiro por la mañana, en vez de llevarla al teatro por la noche. Aquí las flores deleitan el sentido del olfato, las aves el del oído, la naturaleza entera el de la vista, las brisas el del tacto, que según aseguran los sabios, está esparcido por todo el cuerpo, y por último, podemos corrernos con un cuartillo de leche de vaca, recreo sabrosísimo del gusto, leche con bizcochos… —y siguió perdiéndose en aquel idilio y entre las enramadas del Retiro.

Cuando entró en la oficina, ya estaban trabajando, es decir, leyendo periódicos, algunos compañeros.

—¡Hola, hola, Casto! —se permitió decirle un vejete, el único que le tuteaba—. ¡Parece que se trasnocha!… Sero venis. ¡Y qué cara, qué palidez, qué ojos hinchados! ¡Ah, Casto, Casto! ¡Me parece que andas en malos pasos!…

—Señores, ¿quién ha contado aquí?…

—¡Todo se sabe! —dijo el viejo con malicia, para descubrir algo.

—¡Me han visto en la barraca de la mujer gorda! —pensó Avecilla horrorizado—. ¡Pues bien, señores, juro con la mano puesta sobre el corazón, por mi honor y por los Santos Evangelios, que mi curiosidad era puramente artístico—científica! Es cierto que la pantorrilla de aquella robusta señora…

—¡Bravo, bravo, confiesa! —gritaron todos a coro.

No se le dejó proseguir; ya no pudo en su vida explicar aquellas palabras, y quedó como artículo de fe en la oficina que don Casto Avecilla era como los demás, que tenía una querida y era robusta.

—En fin, caballeros —dijo don Casto, renunciando a explicarse porque no le dejaban—, todo lo que ustedes quieran será; pero yo les ruego por caridad que alguno que entienda estas trampas de las corbatas con resorte, me libre de este dogal que me sofoca.

—¡Uf! —respiró don Casto, moviendo la cabeza, sacudido ya el ominoso yugo.

Respiró con libertad; ¡pero ay!, su reputación de casto esposo, de modelo de padres de familia, había desaparecido para siempre.

¿Y su hija? Su hija… ¿había perdido la inocencia aquella noche?

Yo le diré al lector, en secreto, que no hubo tal cosa.

Pero cuando, años después, la pobre Pepita, como tantas otras, sucumbió a los pérfidos halagos del amor de infantería y fue víctima de los engaños de un subteniente, huésped de la casa, don Casto, llorando su deshonra, se atribuyó toda la culpa de tan grande infortunio…

—¡Sí, sí! —exclamaba medio loco, mesándose las venerables canas—. ¡Yo la prostituí aquella maldita noche, por no llevarla a un teatro clásico, por querer ahorrar ocho reales! ¡Lo barato es caro, lo barato es caro!… ¡Yo bien decía!

Y doña Petra, por todo consuelo, repetía cien y cien veces:

—¡Si hubiéramos ido a la Zarzuela!


Zaragoza, 1882.

El hombre de los estrenos

Yo le conocí una vez que mudé de fonda, que, como diría D. Juan Ruiz de Alarcón:

«Sólo es mudar de dolor».

Entré en el comedor a las doce del día, y me vi solo.

Habían almorzado ya todos los huéspedes, menos uno, cuyo cubierto, intacto, estaba enfrente del mío.

A las doce y cuarto entró un caballero robusto, alto, blanco, de grandes ojos azules claros, con traje flamante, si bien de corte mediano, pechera reluciente, bigote engomado. Parecía un elegante de provincia.

Me saludó con una cabezada, y con voz sonora, rimbombante, gritó, mientras daba una palmadita discreta:

—¡Perico, fritos!

Pedía huevos fritos, según colegí del contexto, o sea de los huevos que aparecieron acto continuo, fritos efectivamente.

El caballero, a quien sin más misterio llamaré desde ahora D. Remigio, pues este era su nombre, D. Remigio Comella, para que se sepa todo, colocó a su lado, a la derecha, sobre el terso mantel, cinco periódicos, uno sobre otro. Desenvolvió el primero, después de hacer igual operación con la servilleta, que puso sobre las rodillas no sin meter una punta por un resquicio del chaleco de piqué blanco. Paseó una mirada de águila… del Retiro por la plana primera del papel impreso, que olía así como a petróleo; dio la vuelta a la hoja con desdén, miró todas las columnas de la segunda plana de arriba a abajo, y al llegar a la tercera, respiró satisfecho; me miró a mí casi sonriendo, dobló otra vez el periódico a su modo y se abismó en la lectura de aquellas letras borrosas, que apestaban.

Por cada bocado de pan mojado en la yema de huevo leía media plana. Terminó su lectura, cogió otro periódico y volvió a las andadas. Al llegar a la plana tercera, siempre doblaba el papel y me miraba a mí como aquel que está reventando por decir algo. Así leyó todos los periódicos. ¡Y los huevos, fríos, sin acabar de cumplir su misión sobre la tierra!

Yo soy muy aprensivo, sin que esto sea pretender bosquejar mi biografía, soy muy aprensivo; y por aquel tiempo escribía en los periódicos de Madrid revistas de teatro, que Dios me haya perdonado. Aquellos huevos fríos se me estaban indigestando a mí. ¿Dónde hay cosa más contraria a la higiene que comer y andar, es decir, comer y leer al mismo tiempo? Yo, que tengo el estómago un poco averiado —olviden ustedes este dato en cuanto quieran— y que ya por la época a que me refiero estimaba mucho más la salud que el veredicto del público ilustrado y el fallo de la crítica en la prensa periódica, estaba sintiendo las náuseas que debiera sentir aquel señor que devoraba párrafos incorrectos en vez de almorzar como Dios manda. Dos o tres veces estuve tentado a recitar aquello de

«Bebiendo un perro en el Nilo,
al mismo tiempo corría.
—Bebe quieto —le decía
un taimado cocodrilo».

Pero es claro que contuve mi deseo. No temía yo hacer el papel de cocodrilo inocente, pero al desconocido no le gustaría el de perro. Más adelante, cuando fuimos amigos íntimos, de esos que se insultan, le llamé muchas veces animal, y él a mí crítico apasionado, que era, en su opinión, el mayor improperio. Pero entonces todavía no teníamos confianza. No habíamos cambiado ni una palabra.

Yo conocí por la topografía de los periódicos, que el otro leía las revistas de teatros. La noche anterior había habido un estreno. Demasiado lo sabía yo, que no me había acostado hasta los dos por cumplir mi deber, mal pagado, de llamar majadero en buenas palabras al autor del drama.

Entre los periódicos que se tragó mi comensal estaba el mío. Fue el último que leyó. Mi revista le hizo torcer el gesto varias veces y convertir las cejas en acentos circunflejos. Y de vez en cuando me miraba a mí, distraído, como consultándome, como preguntando qué me parecía aquello que estaba leyendo él.

Un incidente del servicio nos obligó a cambiar algunas palabras; él las enganchó en otras relativas ya a la prensa, y yo aproveché la ocasión para decirle —o reventaba— que se le habían enfriado los huevos y que era malo leer y comer. No sé si fue indiscreción, pero se lo dije.

Él, agradecido, empezó a abrirme su corazón y me preguntó si había visto «el drama de anoche».

Dije que sí. —Qué tal me parecía. —Muy bien —respondí—; así deben ser los dramas. —Lo mismo opinaba él, y se le antojaba que algunos críticos eran sobrado exigentes.

—En el drama de anoche hay moralidad, hay verosimilitud, hay exposición, enlace y desenlace imprevisto. ¿Qué más querrán estos periodistas?

Sin embargo, me confesó que él no podía pasar sin leer todo, absolutamente todo lo que decía la prensa acerca de un drama al día siguiente del estreno; leía, comparaba, juzgaba; no había mayor placer.

—¿Es usted literato? —le pregunté.

—No, señor; soy de Cuenca. He venido en alzada, quiero decir, me han traído ante el Tribunal Supremo; vengo a ver si consigo, a fuerza de recomendaciones, que se haga justicia, que casen una sentencia; y al mismo tiempo pienso asistir a la boda de un hermano de mi mujer, empleado en Hacienda.

—Todo es casar.

—¡Ja, ja, ja! Eso es. No está mal. Eso es… casación… casamiento… perfectamente… Equívoco o juego de palabras… ¿Usted escribe?

Vacilé un momento; pero como no estoy acostumbrado a mentir, así Dios me salve, respondí al cabo:

—Sí, señor… por cobrar… Y como no sé hacer otra cosa… No, y eso… lo hago mal, pero es lo único que puedo hacer…

Me embrollé en mis alardes de modestia. Quería yo decir que escribía sin ilusiones, y que cualquier otro oficio sería más difícil para mí.

—¿Es V. escritor festivo? —preguntó el comensal abriendo mucho los ojos, creo que dispuesto a soltar una carcajada si yo decía que sí.

—¿Festivo?… No, señor; por mi desgracia soy escritor de todos los días…

—¡Ja, ja, ja! Muy bien, juega V. muy bien con el vocablo…

—Crea V. que es sin querer.

—Yo he querido decir si era V. autor satírico… humorístico… vamos…

—Sí; ya sé, ya sé. Pues diré a V. Según caen las pesas. Cuando hay que llamar tonto a un escritor, sería muy feo decírselo con seriedad; entonces soy satírico o humorístico, como V. quiera.

—¿Es V. crítico según eso?

—Algunos amigos de la prensa me lo han llamado, pero yo no puedo asegurárselo a V.; pero crea V. que si lo soy es sin intención. Y V., ¿cómo tiene esa afición al teatro y a la crítica viviendo en Cuenca, donde no creo yo que la escena… ?

—Diré a V., yo vivo y no vivo en Cuenca. Quiero decir, que vengo a Madrid muy a menudo y paso aquí grandes temporadas. A veces traigo a mi mujer.

—¿Tiene V. niños?

—Cuatro. El mayor es así… (una vara).

—¿Y la señora es también aficionada?…

—A la Dulce Alianza y a los pastelillos del Suizo. Pero si la llevo en coche, va al teatro también. A los estrenos no me gusta llevarla. Ya ve V., siempre hay exposición.

—¿Exposición?…

—Claro… con esto del naturalismo y el idealismo, y lo de si el teatro moraliza o no… yo he tenido ya tres lances y varias bofetadas. Mire V., aquí para entre nosotros (bajando la voz para que no le oiga Perico), tengo pensado trasladarme a Madrid. Cuenca se me cae encima. Allí no saben lo que es arte. No se discute nada. Si casamos la sentencia y se casa mi cuñado… es lo más probable que cojamos los trastos y nos vengamos aquí todos. El suegro de mi cuñado es persona de buenas aldabas, y yo… creo que, sin alabarme, en Contribuciones soy un espada. He rematado los consumos una vez en Cuenca. Me arruiné y arruiné a mi mujer; pero práctica no me falta… En fin, que me casen el pleito y que se case Ángel, y Dios dirá.

El Sr. Comella había comido ya los huevos fritos, unos langostinos a la vinagreta y un bisté, rociándolo todo con Burdeos de su uso particular. Estaba colorado, se limpiaba los bigotes a cada trago y se incorporaba muchas veces para hablarme.

—Mire V., no tengo inconveniente en decir a usted todo esto, porque me ha inspirado confianza desde el primer momento, y basta que sea V. crítico…

—Le advierto a V. que además soy doctor en Derecho civil y canónico, y tengo algunas tierras… aunque pocas…

—Bien; eso no importa…

—Se lo digo a V. por lo de la confianza.

Me levanté; Comella hizo lo mismo; me tendió la mano derecha y me ofreció los objetos siguientes:

Él.

Su mujer.

Los cuatro niños.

Una casa, una choza, en la calle *** núm.***, en Cuenca.

Alguna renta consolidada.

Y una fábrica de papel si se casaba la sentencia de marras.

Yo no le ofrecí a él más que mi humilde persona.

* * *

Ocho días después no me lo podía quitar de encima. Iba conmigo a la redacción, al Bilis—Club, en la Cervecería Escocesa (no sé si irá todavía), y siempre que yo tenía dos butacas para un teatro, una era suya sin remedio. Él me obsequiaba a mí tanto, me pagaba tantos cafés, tanta cerveza, tantas cosas, por más que yo protestaba, y hasta me enfurecía, que no había manera de desairarle. Había que pagarle con algo. Yo, billetes de Banco no los tenía; le daba billetes de teatro. Le pagaba con tifus, según la jerga corriente, sus numerosas atenciones. Así como a otros les da un poco de vergüenza presenciar gratis las comedias, a Remigio (le quito el don por la confianza que ya teníamos) a Remigio le gustaba mucho; se daba tono, y no paraba hasta que se lo hacía entender a los circunstantes. Estar ocupando las butacas del Tal o la Cual… ¡qué honor!, ¡si lo supieran en Cuenca!

Con una semana de anticipación se enteraba de la noche en que había un estreno.

Él iba a la redacción a buscar las butacas. Si el autor del drama en capilla era tan amable que me regalaba los billetes, el orgullo de Remigio rayaba en insoportable. Se sentaba en la butaca, molestando sin ninguna consideración al vecino, «mísero mortal, que ni conocería al autor probablemente, y habría pagado un dineral por sentarse allí».

Antes de tratarme era enemigo de Echegaray. Me confesó que era de los que gritaron «¡Fuera!» la noche del estreno de Mar sin orillas. También me confesó que cuando iba al teatro por su dinero no tenía criterio fijo; solía arrimarse disimuladamente a los grupos de críticos que disputaban; y si había entusiasmo en la sala y en los pasillos, se metía en medio del corro a que acudía, sin disimulo.

—Más de una vez me vi rodeado, sin saber cómo, de Revilla, Bofill, Cañete, Picón, Llana, Bremón, Alfonso y otros muchos, a ninguno de los cuales tenía el honor de tratar. Pero todos me tomaban por amigo de los demás, y como yo era el único que no hablaba, todos se dirigían a mí. Francamente, esto me ponía loco de orgullo. ¡Qué lástima no conocer a cualquiera de aquellos señores para hacerle presentarme a los demás!

—Por regla general —continuaba Remigio— yo prefería el teatro moral y optimista. Cuando un padre rico, v. gr., perdonaba a su hijo la calaverada de haberse casado con una pobre honrada, y todo se volvía contento y bromitas inocentes en el escenario, a mí se me caían lágrimas así, y lloraba y reía; y salía del teatro diciendo: «Esto edifica».

Pero semejantes ideas, contra las cuales esgrimía yo entonces mi pluma en los periódicos, fueron pronto ridículas a los ojos de mi amigo el de Cuenca.

Era yo —y sigo siendo, aunque más prudente— muy entusiástico partidario del teatro de Echegaray; y mi buen Remigio, sea porque creía pagarme así las butacas, o por conciencia, se convirtió en un defensor temerario e imprudentísimo de mis aficiones.

Y tan allá fue en lo de sostener que el teatro de Fulano era ñoño, y el de Zutano inverosímil, y el de Mengano inocente, que al fin juzgó que yo era tibio, y luchaba por su cuenta en los pasillos. Mientras estábamos en las butacas, yo procuraba contenerle… y buena falta le hacía.

Se levantaba el telón. Ya empezaba Remigio a batirse, a comprometerse; él, un padre con cuatro hijos.

—¡Chis!, ¡chitón!, ¡silencio!, ¡esas toses! —gritaba, y clavaba unos ojos insultantes en un pacífico espectador que buscaba su butaca inútilmente cerca de las nuestras.

—¡Silencio!, ¡dejar oír!

—Caballero, busco mi sitio.

—No es aquí.

—Número 7, fila tercera… mire usted.

—¡Pero de orquesta, señor; pero de orquesta! —gritaba Remigio furioso, con voz apagada.

—¡Chis!, ¡chitón! —le decían a él entonces los vecinos.

—Usted dispense… —murmuraba el de la orquesta.

¡Qué había de dispensar Remigio!

—¡Valiente animal! —decía a media voz, casi deseando que lo oyera el otro—. Será un envidioso…

Y volviéndose a mí, furioso porque había perdido una escena —¿qué ha pasado?, ¿quién es su padre? —me preguntaba—. Entéreme usted en dos palabras.

Y yo, con gran paciencia, me ponía a enterarle, aunque sin poder decirle quién era el padre, porque tampoco yo lo sabía…

Remigio ponía la atención en mi relato y los ojos en el escenario, y de repente me interrumpía y me asustaba, gritando como un loco:

—¡Bravooo! ¡Bravooo! —con unas asonancias en la boca que daban miedo. Era que otros entusiastas aplaudían un pensamiento, y Remigio, que no lo había oído, repetía los aplausos como un eco.

—¡Bravooo! ¡Bravooo! —insistía en gritar, y acto continuo, volviéndose a otro espectador, preguntaba:

—¿Qué ha dicho? ¿Qué ha dicho? ¿Por qué hemos aplaudido?

Pero en aquel instante tosían en los palcos y en las butacas de atrás; tosían de buena fe probablemente, pero Remigio se volvía, miraba con descaro, desafiando al mundo entero, comprometiéndose; miraba a los palcos y gritaba:

—¡Esas toses! ¡Silencio!

—¡Que calle él!

Y callaba; pero una frase de Calvo le entusiasmaba inmediatamente, y Remigio se levantaba estrujando los adornos del sombrero de una señora ¡pobre señora!, que tenía delante.

—Señora, V. dispense —tenía yo que decir; porque mi amigo, que ya no se sentaba en todo el acto, lo que se llama sentarse, aplaudía, aplaudía sin cesar; todo, todo era sublime, lo que oía y lo que no oía.

Ya habían llegado los tiempos ominosos en que empezó a ser moda llamar al autor en medio de un acto para aplaudirle alguna ocurrencia, y Remigio era de los primeros en pedir el careo de Echegaray con el público, sobre todo si había habido toses que a él, a Comella se le antojasen maliciosas, o una voz imprudente de ¡fuera! o ¡silencio!

—¿Cómo silencio? ¿Cómo fuera? Ahora verán ustedes…

—¡No irritarle! —decía yo a los vecinos muerto de vergüenza. Pero ya no era tiempo.

—¡El autor! ¡Ahora mismo el autor! ¡Él solo, que salga él solo! ¡Fuera Calvo, fuera Vico! ¡Fuera el apuntador! ¡El autor solo!…

Terminado el primer acto, Remigio se proponía sacar al poeta cinco o seis o veinte veces, y le sacaba. Cuando por la ley de la inercia el público seguía aplaudiendo y llamando al poeta, Comella salía a los pasillos. La felpa del sombrero, que él se había puesto al revés, estaba erizada como símbolo del entusiasmo y del cabello de Remigio. Claro que no era por tal cosa, sino porque, distraído, Comella había peinado a contra pelo su chistera, como él decía, mientras oía extático los versos de Echegaray.

En los pasillos y en el foyer era ella. Remigio ya no callaba cuando los críticos se dirigían a él; es más, se dirigía él a los críticos, y los trataba con una confianza inmotivada.

Los críticos le conocían todos por las disputas de los estrenos. Ya no le creían amigo de un colega, sino crítico lui—même. Citaba a Shakespeare, y a Sardou, y a San Sardou, como un condenado.

«¡Para él no había ídolos!».

Gritaba como un energúmeno.

«En el teatro no debía haber moralidad. ¡Abajo el teatro casero! ¡Abajo la moral en el teatro!».

«En último caso, él, Remigio, estaba dispuesto a batirse por sus creencias artísticas».

Volvía a la butaca. Ya tenía echado el ojo a dos o tres enemigos del autor; ya sabía dónde se sentaban.

Comenzaba otro acto. Había lucha.

Un espectador decía:

—¡Chisss!

—¡Animal! —vociferaba mi hombre, mi energúmeno.

—¡Silencio!

—¡Fuera!, ¡a la cárcel!, ¡envidiosos!…

Si el otro, allá lejos, insistía en no encontrar aquello bueno, Remigio, que no podía sufrir más (llamaba él sufrir a lo que había hecho), se ponía en pie, y volviéndose del lado de su enemigo, decía más alto:

—¡Calle la cábala! ¡Será algún cesante!… ¡Que calle ese cesante! ¡Le habrá dejado cesante Echegaray!

—¡Fuera ese! —decían los de atrás.

—¡No me da la gana!

Las señoras le miraban con miedo; algunas, jóvenes, con cierta curiosidad benévola; aunque todas se inclinaban a creer que estaba algo loco.

Al salir del teatro yo tenía que taparle bien, sobre todo, la boca. Sudaba a mares. Su sombrero sudaba también, con todos los pelos tiesos. Nos metíamos en un coche; si no, pulmonía segura para Remigio.

Llegábamos a casa. Se acostaba. A la mañana siguiente se presentaba en mi cuarto con cercos morados en los ojos, y pálido.

No había podido dormir en paz. Había soñado que se había batido con Fernanflor, el cual le había cortado las narices con una pluma.

Y añadía:

—Vea V. lo que son los sueños; porque precisamente el Sr. Fernanflor esquivó una disputa que yo le proponía.

—Le tendrá a V. miedo.

—Probablemente. Verá V. cómo fue. Tenía él que pasar por donde yo estaba, entre dos butacas.

—«¿Me permite V.?» —me dijo, muy fino.

Yo, antes de permitirle, le pregunté:

—«¿Qué le parece a V.?, ¿qué opina V.?».

Calló Remigio.

—¿Y qué contestó Fernanflor? —pregunté yo después de un rato.

—Nada… subterfugios.

—Usted dijo: «¿Qué opina V.?» y él, ¿qué contestó?

—¿Él? «Opino… que me deje usted pasar».

* * *

Pasó tiempo. Remigio Comella fue y vino de Madrid a Cuenca, de Cuenca a Madrid cinco o seis veces, y tras el último viaje, se presentó en la fonda con su mujer y los chicos.

Buscó casa; un piso tercero en la calle de Ferraz, a lo último, cerca del Guadarrama. Allá se fue, no sin despedirse con abrazos de todos sus amigos de la fonda.

—Lo que V. sentirá ahora —le decía un senador vitalicio, que la estaba entregando por culpa de la gota— lo que V. sentirá ahora será no poder frecuentar tanto los teatros.

—¿Por qué? ¿Por qué he de perder yo una sola función?

—Hombre, como se va V. tan lejos…

—¡Bah!, eso no importa. ¿Y el tranvía? Y en último caso tengo buenas piernas. Mire V., más fácil es venir a los estrenos desde la calle de Ferraz que desde Cuenca… y sin embargo…

Ya no me acompañaba Remigio ni al café, ni al teatro. Nos veíamos pocas veces. Yo le creía muy ocupado con negocios. Pero, por supuesto, a los estrenos no faltaba.

Ya no le entusiasmaba Echegaray.

Dejaba hacer, dejaba pasar, como los economistas.

Le vi muy preocupado, y le pregunté una noche:

—Oye (nos tuteábamos ya; fue una exigencia suya) ¿qué te pasa? ¿Te ha salido mal lo del pleito?

—¿Qué pleito?

—Aquella sentencia… la que te traía a Madrid, ¿la casaron o no?

—¡Qué la habían de casar, hombre!… es decir, si la casaron, demasiado que la casaron…

—Pues entonces estás de enhorabuena.

—¡Qué he de estar!, ¡quita allá! Figúrate que yo lo había entendido al revés. Yo creía que casar una sentencia era conformarse con ella. La Audiencia había sentenciado a mi favor; yo manejé mis influencias, pidiendo que casaran la sentencia… y la casaron. Cuando fui a dar las gracias a los magistrados, me enteré de que me habían arruinado. Casar, casar… una sentencia… yo creía que era como en las comedias, arreglarlo todo a pedir de boca. Pero esos curiales todo lo entienden al revés. Casar una sentencia no es decir que está bien, que se aprueba, como yo creía.

—De modo que por eso andas cabizbajo… tristón…

—¿Por eso? Chico, poco me conoces. Tengo yo más ánimos…

—¿Y entonces? ¿Es que no se casó tu cuñado?

—Ese sí que no se casó; de modo que he quedado sin recomendación, sin destino…

—¡Ah, vamos! Ahora me explico tu melancolía.

—¡Quita allá, hombre! ¿Por no ser presupuestívoro había de estar yo triste? No faltaba más. ¿Qué son los empleados? Sanguijuelas… lacayos… Yo no me ahogo en tan poca agua… ¡Empleado! ¿Quién puede servir aquí? ¡Si en este país no hay Gobiernos!…

—Y entonces, ¿por qué diablos andas preocupado, tristón?…

—¿Que por qué? ¿Y tú que eres crítico me lo preguntas? ¿Te parece a ti que esto es teatro ni nada? No tenemos autores, no tenemos actores, no tenemos público, no tenemos sentido común… Esto no es teatro… Y vosotros no sois críticos. Se acabó el teatro; eso tengo.

Y dio media vuelta y se fue.

Le encontré otra noche en el Español.

Se paseaba en el foyer con unos caballeros a quienes yo no conocía, pero con los cuales le había visto ya varias veces.

Me acerqué a él, le pregunté primero qué noticias tenía del drama (había estreno, claro).

—¡Psh! —y escupió con desprecio—. Como todos. ¿Qué se ha de esperar de un idealista como Sánchez? (el autor). Mucho lirismo, mucho hablar del honor y del deber… pero ¿verdad?, ni pizca… Es como los demás. El teatro agoniza. Mejor diré; ya ha muerto. ¿Y los actores?

Me le habían vuelto naturalista. No sabía yo quién, pero me le habían vuelto. Debían de haber sido aquellos señores taciturnos y mal vestidos que le acompañaban.

—Oye —le pregunté—, y en vista de que no hay teatro, de que ha muerto el teatro, y de que te casaron la sentencia y no se te casó el pariente, ¿no piensas volverte a Cuenca?

—¿A Cuenca? No, hombre, no. Vete tú. ¿Quién se mete en una provincia? Aquí no hay teatro, es claro; pero en Cuenca menos. Además, de un día a otro puede haber una revolución.

—No lo creo, nadie se mueve.

—Una revolución en el teatro, hombre. Yo me río de la política. En la política no andan más que medianías. Yo hablo del teatro siempre.

—¿Y quién va a hacer esa revolución, y qué va a hacer esa revolución?

—¿Qué va a hacer? Pues no dejar títere con cabeza. ¿Te parece a ti que esos caracteres son caracteres? ¿Que ese lenguaje es lenguaje?… Y en cuanto a quién va a hacer la revolución… pues, ¿quién sabe?… Tal vez el que menos se piense…

Nos interrumpió el timbre. Empezaba el primer acto.

* * *

Después del final de la comedia:

Remigio, con el sombrero puesto a guisa de solideo (el sombrero ya no tiene erizada la felpa), sujeta a un idealista muy bien vestido y perfumado, por las solapas de la levita.

El idealista se defiende como puede, y procura salvar la gardenia del ojal que amenazan los dedazos de Comella.

—Pero, ¿qué aplaude usted ahí, santo varón? (Y sacude al idealista como si pudiera dar peras). ¿Aplaude usted los caracteres? No puede ser, porque esos personajes son de cartón.

—¿Cómo de cartón?

—Sí, señor; de cartón (sin soltar), de cartón—piedra, si usted quiere, pero al fin cartón. Son unos personajes que dan ganas de tirar al blanco.

(Estoy seguro de que Remigio hubiera fusilado a los actores sin remordimiento; hasta tal punto estaba convencido de aquella teoría del cartón de los personajes idealistas).

Y continuaba mi amigo:

—¡Si se le ven los hilos!

—¿Qué hilos?

—Los alambres; los hilos de que están colgados esos polichinelas… Vamos a ver: a usted cuando le pisan un callo o le seducen a su mujer…

—¡Caballero, mi mujer… !

—Bueno, su señora…

—No, si no es eso; es que la hipótesis…

—Bueno, pues la hipótesis… en fin, cuando se la birlan a usted ¡caramba! (echaba fuego naturalista por los ojos) cuando se la birlan o le pisan el callo de que dejo hecho mérito, ¿prorrumpe usted en décimas calderonianas, ni se acuerda para nada de que hay fango en la tierra y de que el crimen es un lodazal? Responda usted sí o no.

—Pero, hombre, el arte… el teatro…

—¿Es natural que en una situación apurada de la vida nos pongamos a escoger las palabras y a buscar consonantes y vocablos de tantas o cuantas sílabas?

—Y diga usted, y usted dispense —contestó el idealista, salvando al fin la gardenia del ojal y librándose de las manos al natural de Remigio—; y diga usted, y cuando usted suelta un taco, porque le pisan un callo, un par de blasfemias en prosa porque le pisan la mujer (como usted diría), ¿le pagan a usted tres o cuatro duros todos los presentes por la gracia y se la mandan repetir?

—No, señor; pero ya sé a dónde va usted…

—Pues claro; voy a que para oír ternos secos y hablar como usted habla ahora conmigo, nadie querrá pagar su dinero. ¿No dice usted que todo el mundo habla en prosa? Pues por eso queremos que el poeta nos hable en verso en la escena. ¿Que cuesta trabajo escoger las palabras, buscar los consonantes y la medida? Pues que cueste, mejor. ¿No se le pagan al autor sus derechos? ¡Pues que los sude! Lo dice la Biblia: ganarás el pan con el sudor de tu rostro…

—¡Bravo!, ¡bravo! —gritan los del corro.

Remigio, antes de retirarse, vencido, pero no humillado, en compañía de sus siniestros nuevos amigos, me preguntó al oído:

—¿Te parece que debo desafiar a ese hombre?

* * *

Cada vez marchaba peor el teatro en concepto de Remigio, que se iba haciendo un desaseado. Ya no era un elegante de provincia. Era un Adán de Madrid. No pensaba en su mujer, ni en sus hijos, ni en peinarse. No pensaba más que en la realidad.

Había que llevar la realidad al teatro; lo demás era perder el tiempo.

—Yo autor —decía— primero me dejaba quemar que consentir que se representara una obra mía en esos escenarios tan pequeños. ¿Qué realidad de carne y hueso puede desarrollarse en esas cuatro tablas?

—¿De modo que, según tú, debiera representarse en la plaza de toros?

—Pues claro. Y otra cosa. Quieren que una acción verosímil se desenvuelva en tres actos y en tres horas. Pasemos por eso de que haya acción, aunque no debe haberla; pero ¿cómo ha de suceder cosa importante en tan poco tiempo?

—¿Pues cuánto tiempo pedirías tú?

—¡Yo! Todo el que hiciese falta. Y el público, si se preciaba de ilustrado, se aguantaría en su sitio. ¿Hacían falta cuarenta días con sus cuarenta noches, como cuando lo del Diluvio? Pues eso. Allí se estarían los espectadores, en sesión permanente, todo el tiempo necesario, o sea novecientas sesenta horas. Lo demás es gana de divertirse, profanar el arte. El teatro ha de ser así, o no tiene razón de ser.

—Pero, dime, ¿quién iba a ser el innovador?

Remigio encogió los hombros. Sonrió con misterio, como hacen en las novelas idealistas. (Por cierto que si él lo hubiera sabido no hubiera sonreído así).

Y se fue.

—Éste algo trama —me quedé pensando.

El hombre de los estrenos suele tener mal fin: acaba muchas veces (no todas) por echar su cuarto a espadas, su cana al aire… por escribir él el drama de sus sueños. No todos, no todos, repito, acaban así; pero… el corazón me daba que Remigio se proponía restaurar el teatro Español, haciéndole pasar al mundo, a la realidad, como él gritaba furioso al hablar de sus locuras.

* * *

Lo que yo temía.

Remigio acabó por ahí, por reformador del teatro. No cabe negar que en su obra, que me leyó (para eso son los amigos), hacía entrar el mundo, todo el mundo, en el escenario.

Le llevó aquello (lo llamaba siempre así; no era drama, ni comedia, ni nada representable; era… aquello), lo llevó a un empresario que había contratado muchas veces compañías extranjeras y que tenía sus ribetes de realista.

El empresario le dijo:

—Amigo, eso está perfectamente; ahí entra toda la creación, punto más, punto menos; cada cual habla el lenguaje que le es propio; pasa por la escena todo el mundo; pero por lo mismo, por lo mismo que en esa obra entra el mundo entero… su obra de usted no puede entrar en mi teatro; no cabe. Ya ve usted, el contenido no puede contener el continente… Esto no es disculpa de empresario; son habas contadas.

Remigio, muy a su pesar, se avino a reducir el cuadro.

Ya cabía aquello en el escenario.

Pero hubo otro inconveniente.

Él me refería así, casi llorando, su nueva desgracia:

—En mi obra pasa un acto en una alcantarilla, y el empresario se niega a presentar esa especie de catacumbas urbanas.

—Pero ¿por qué? Yo he visto una zarzuela idealista en que hay un escalo y salen a escena las alcantarillas…

—No, si por eso ya pasa él. Alcantarillas como las de esa zarzuela las admite el empresario.

—¿Entonces… ?

—Soy yo quien no puede admitirlas. Me lo prohíbe mi dignidad, mi credo artístico. Esa zarzuela, tú lo has dicho, era idealista. Alcantarillas idealistas también las consiente mi hombre; pero yo…

—¿Pero tú… ?

—Ya ves; yo necesito que haya… olor local.

* * *

Así se volvió loco mi amigo Remigio Comella, que como él decía, hubiera sido un buen empleado en Contribuciones, a… a no haber estrenos en el mundo.


Oviedo, 1884.

Las dos cajas

I

Ventura había nacido para violinista. Fue esta una convicción común a todos los de su casa desde que tuvo ocho años el futuro maestro. Nadie recordaba quién había puesto en poder del predestinado el primer violín, pero sí era memorable el día solemne en que cierta celebridad de la música, colocando una mano sobre la cabeza de Ventura, como para imponerle el sacerdocio del arte, dijo con voz profética: «Será un Paganini este muchacho». A los doce años Ventura hacía hablar al violín y llorar a los amigos de la casa, complacientes y sensibles. La palabra genio, que por entonces empezaba a ser vulgar en España, zumbaba algunas veces en los oídos del niño precoz. Un charlatán, que examinaba cráneos y levantaba horóscopos a la moderna, estudió la cabeza del músico y escribió esto en un papel que cobró muy caro:

—Será un portento o será un imbécil; o asombrará al mundo por su habilidad artística, o llegará a ser un gran criminal embrutecido.

La madre de Ventura comenzó a inquietarse. El pavoroso dilema la obligaba a desear, más que nunca, la gloria del artista para su hijo.

—¡Cualquiera cosa, decía, antes que malvado!

El padre sonreía, seguro del triunfo. Cierto tío materno, aficionado también a estudiar chichones, que era la moda de entonces en muchos pueblos de poco vecindario, exclamaba con tono de Sibila:

—¡El templo de la gloria o el presidio! ¡El laurel de Apolo o el grillete!

Ventura estaba seguro de no ir a presidio, a lo menos por culpa suya.

Mucho amaba la música, pero no era un maniaco del arte, y cultivaba sus buenos sentimientos leyendo muchos libros de esos que confortan la voluntad recta, y haciendo todo el bien que podía. Su inteligencia era precoz como su habilidad de artista, y a los quince años ya tenía bastante juicio para comprender que, ante todo, era hombre y que aquellas teorías que le predicaban parientes y amigos respecto a la misión excepcional del artista, a la moral especial del genio, eran inmorales y muy peligrosas.

Débil de carácter, se dejaba imponer las costumbres y el uniforme de genio; pero en el fondo de su alma no se dejaba corromper. Tenía vanidad como todos, y se creía y se sentía un gran músico; pero no por lo que ya sabía hacer, que era lo que admiraban los necios, sus paisanos, parientes y amigos, sino por lo que llevaba dentro de sí, y no podían comprender sus imprudentes admiradores. Amaba mucho más sus sueños que los triunfos ruidosos que iba alcanzando. Por amor a su padre, que era el encargado de cobrar y tener vanidad, Ventura daba conciertos, que le valían ovaciones nunca vistas. Y el buen muchacho, con una sonrisa un poco triste, inclinaba la cabeza, llena de rizos negros, sobre el violín, como un amante se reclina sobre el seno de su amada; saludaba al público y miraba después al rincón en que se escondía su padre, como consagrando a este todos aquellos aplausos y diciendo: «Son tuyos, para ti los quiero nada más». Para sí prefería otros placeres menos vanos. Él había descubierto en sus soledades de artista misterios de la música, que eran expresión de las profundidades más bellas e inefables del alma. Creía, con fe inquebrantable, que de su instrumento querido podían brotar notas que dijesen todo lo que él inventaba en sus deliquios de inspiración solitaria; pero también sabía que buscar esas notas era empresa superior a sus fuerzas actuales. No bastaba lo que enseñaban los maestros para expresar aquello. Cuanto cabe en la técnica de cualquier arte bello era inútil para aprender aquella misteriosa manera de ejecución, que era necesaria para llegar al último cielo de la poesía que él columbraba en la música. Si le hubiesen mandado escribir todo lo que él comprendía de aquella nueva estética aplicada a la música, ni aproximadamente hubiera sabido explicar sus ideas. Ni podía hablar con nadie de aquello. Músicos muy celebrados, hasta artistas verdaderos algunos, no le comprendían.

Un célebre compositor llegó a decirle muy seriamente:

—Ventura, déjate de ilusiones y estudia. Puedes ser un grande hombre, y te vas a convertir en un maniaco. Toca lo que tocan los demás, procurando tocarlo mejor, y así conseguirás la gloria y la fortuna.

Lo que se consiguió con esto, fue que el soñador no hablara más a nadie de sus sueños, pero no quiso abandonar aquella esperanza de encontrar lo que él llamaba «la música sincera». Se le había metido en la cabeza y hasta en el corazón, que todos los usados recursos de la instrumentación eran falsos, afectados; que los efectos de la armonía, y más aún los de las combinaciones melódicas, eran lo más contrario de la sencillez verdadera, que no es la rebuscada. Como para él era el arte religión, pero no en el sentido pedantesco y trivialmente impío en que esto suele decirse, sino como formando parte la expresión artística de la religión misma, como una especie de oración perpetua del mundo, creía que era profanación, pecado, blasfemia la falta de ingenuidad en las formas musicales; halagar los sentidos, expresar lo que quiere referirse a los sentimientos puros con voluptuosas caricias de aire en los oídos, le parecía traición del arte. No quería inventar una música nueva en absoluto; dejaba para quien tuviera las facultades del compositor esta gran empresa; pero pensaba que aun lo que está escrito, lo bueno, que era poco según él, se podía ejecutar de modo que esa noble y santa sinceridad apareciese en ello. Esto era lo que él procuraba. Pero no acababa de encontrar el medio. Consagraba a tan peregrino intento el tiempo y el trabajo que otros dedicaban a perfeccionarse en el tecnicismo del arte, según corrientemente se entendía y ponía por obra. Hubo ya quien empezó a decir que había violinistas de menos fama que Ventura superiores a él.

—Ese chico se duerme sobre el violín —exclamó un crítico famoso, de esos que hablan de música porque los demás no entienden, no porque ellos sepan.

Hizo mucha fortuna la frase, y algún gacetillero la repitió mejorada en tercio y quinto por la ocurrencia de darla en latín: Quandoque bonus dormitat Homerus.

El padre de Ventura quiso contestar con un comunicado en el mismo periódico, y sólo se contuvo persuadido por los argumentos del tío, aficionado a la craneoscopia.

—Ríete de cuentos, Rodríguez —decía el tío—, todos los gacetilleros del mundo, con todos los latines del mundo, no pueden impedir que tu hijo tenga muy desarrollado el órgano de la filarmonitangibilidad.

Esta palabreja, que el tío había compuesto, pareció a la familia un argumento indestructible.

—Que hablen los envidiosos lo que quieran —exclamaba el sabio— todo lo que puedan decir no impedirá que filo signifique amo; armonía, lo que ello mismo dice, armonía, y tango, gis, ere, tetigi, tactum, tocar. Son habas contadas; latín y griego. Pero, amigo, el estudio de las lenguas sabias no se improvisa.

II

Pasaban los años. Ventura había alcanzado muchos triunfos, ya era célebre. Pero aquella fama no crecía. Sobre todo, los sueños del padre respecto a la precocidad del chico se habían desvanecido. Como todos los que no tienen un conocimiento justo de lo que vale el talento, ponía el Sr. Rodríguez la mayor importancia de la gloria en conseguirla muy pronto. Lo que él necesitaba era que su hijo fuese una celebridad europea a la edad en que otros juegan al marro. Pero el muchacho había llegado a los veinte años y el emperador de todas las Rusias no le había llamado todavía para que enseñara a tocar el violín a czarewich. Rodríguez leía un diccionario de celebridades todas las noches como si fuera la Leyenda de Oro o el Año Cristiano. Sabía la vida y milagros artísticos de todos los músicos, pintores, poetas y escritores precoces. La anécdota de César llorando ante la estatua de Alejandro, porque a la edad del griego él no había conquistado el mundo, le llegaba al alma al Sr. Rodríguez. Quería despertar en su hijo la noble emulación, como él llamaba a la envidia, y le recordaba los triunfos del inmortal Rafael, y la inspiración precoz de muchos eminentes compositores; y aun de Jesús disputando en el templo con los doctores, quería sacar una provechosa enseñanza. Hasta el niño campanólogo le echaba en cara y ponía por ejemplo. Otras veces era la situación económica de la familia la que sacaba a relucir; hablaba de los sacrificios, del capital anticipado para hacerle un violinista eminente. De este argumento no se reía Ventura como de los otros. Contestaba con dinero. ¿No estaban desahogados todos? ¿No vivían como unos príncipes? ¿No tenía Rodríguez un caballo de paseo?

—Bueno, bueno… —decía el padre, torciendo el gesto— pero… eso es poco.

La envidia seguía trabajando. Había algunos periódicos que, sistemáticamente, combatían el amaneramiento y la incorrección del violinista Rodríguez. Era una notabilidad, ¿cómo negarlo? Pero el mundo marcha, y él se empeñaba en no estudiar, y Pérez y Gómez, francamente, iban proyectando una triste sombra sobre la fama de Rodríguez…

Esto decían los periódicos enemigos. Se fundó una revista profesional, Euterpe, para desacreditar a Ventura. La dirigía un señor de la orquesta y la pagaba Gómez, el otro violinista famoso. Rodríguez, padre, quiso desafiar a Gómez, pero Ventura amenazó con romper el violín si no se despreciaba aquella ignominia de las calumnias.

El tío, el de los cráneos, dudó entonces que fuese Ventura un verdadero artista. Se preciaba de conocer el corazón humano ni más ni menos que la cabeza, y dijo tristemente en secreto a Rodríguez:

—Tu hijo no es un artista; no le lastiman las censuras, no le hacen llorar lágrimas de sangre… ¡no es un artista!

Por aquel tiempo no lo tenía para pensar en rivalidades y críticas injustas el bienaventurado mancebo. Se había enamorado. Estaba en otro mundo su pensamiento. Cuando encontraba a Gómez y a Pérez en algún concierto les apretaba la mano con efusión. —¡Hipócrita, cómo disimula! —decían ellos por lo bajo; y Ventura, con las mejillas un poco encarnadas, los ojos húmedos y muy abiertos les sonreía y alababa sus progresos en el violín. No era exclusivista; su manera soñada no era la que conocían Pérez y Gómez; pero tocaban muy bien, muy bien, por el sistema corriente. Los alababa de todo corazón. —¡Nos desprecia! —decían ellos a los amigos; y el señor de la orquesta llegaba en sus censuras a las personalidades, al insulto. Por culpa de su amor Ventura padecía grandes distracciones; le mareaban las disputas, no quería leer periódicos ni libros, y no sabía lo que pasaba en el mundo artístico. No hacía más que tocar, ganar dinero, y a sus solas querer y trabajar en lo que él entendía que era la nueva manera. Euterpe llegó a decir «que la educación debe ser armónica, que el músico no puede ser hoy, en el estado de cultura a que hemos llegado, un ignorante de las materias afines a su arte; debe conocer la historia, la estética, y sobre todo tener sentido común. Pasó la época de las grandes melenas y las extravagancias del artista: hoy el músico debe ser como todos, vestir a la moda, conocer el mundo y vivir como la gente. Lo demás es una afectación ridícula con que se quiere aparentar un genio que acaso no se tiene».

—¡Pero si mi hijo no usa melena! —gritaba Rodríguez arrugando la Euterpe entre los puños.

Ventura, después de algunas dificultades, fue correspondido; entró en casa de su novia, y como no tenía pretexto para hacer perder tiempo a la niña, ni él lo quería tener, se casó a los pocos meses.

Don Lucas Rodríguez se quedó estupefacto. Aquello era demasiado. Su cuñado tenía razón; Ventura no era un artista. ¡Qué diría Euterpe! ¡Casarse un gran violinista! Casarse, así ¡como un empleado de Consumos!… El tío meneaba la cabeza de derecha a izquierda. Aquello quería decir que la craneoscopia se había equivocado. «No era un artista. Era un instrumentista; no era un artista, no lo era; triste, tristísima confesión… ¡Pero Ventura era un burgués!».

III

El burgués se fue a vivir con su mujer, una rubia de veinte años que le amaba y le admiraba, a una casita de un barrio, donde tenía jardín con árboles tan altos junto a la tapia, que le ocultaban las casas vecinas; de modo que se creía solo, en el campo, viviendo con su esposa y su violín lejos del mundo. Los más amigos, cuando hablaban del pobre Ventura, a quien no se veía por ninguna parte, ponían una cara compungida, como si se tratase de un muerto; y todos hacían el mismo ademán expresivo; que era figurar con la mano una cuchilla o hacha y acercar el filo a la garganta, inclinando la cabeza. Con esto se quería indicar que Ventura se había degollado, había cortado la carrera: se había casado, en fin.

El ajusticiado, el verdugo de sí mismo, se creía el hombre más feliz del mundo. Su padre apenas le visitaba, y nunca le hablaba del genio ni de la misión del artista.

El tío no aparecía por su casa. Los periódicos le habían olvidado. Euterpe misma apenas se acordaba de él. El matrimonio le trajo una porción de ideas serias.

La responsabilidad de un padre de familia, como él pensaba serlo pronto, le parecía lo más grave del mundo… ¡Y él no sabía más que tocar el violín! Lo que empezaba a escasear era el dinero. ¡Si en vez del violín habré tocado yo el violón toda mi vida! ¡Si estos sueños de la música sencilla, natural, serán una locura! ¡Si tendrán razón los otros! Acaso me ciega el orgullo, y esto que yo creo falta de envidia será tal vez sobra de vanidad. ¿Por qué no han de ser, en efecto, superiores a mí Pérez y Gómez? Cuando estas ideas se le ocurrían, que solía ser al despertar, el pobre Ventura sentía un sudor frío por todo el cuerpo y en el rostro mucho calor de vergüenza… Se le figuraba que el mundo entero se reía de él; y miraba a su mujer, a su hermosa mujer, que dormía tranquila a su lado, y pensaba ¡Pobrecilla! Tal vez le espera el hambre, por lo menos las privaciones; acaso, por tener fe en un loco, ha expuesto su porvenir… ¡Y el de sus hijos! ¡Pobres hijos míos! ¡Cuando nazcáis os encontraréis sin más patrimonio… que la música sincera, una música del porvenir que inventó vuestro desdichado padre!… Pero estas amarguras de la desconfianza duraban poco. De noche, en verano, después de comer, salía al jardín con su querido instrumento; aquel violín que amaba con el mismo respeto que había en las caricias que encantaban su vida conyugal.

A sus solas, acompañado por el discreto cuchicheo de las hojas de los árboles, que la luna plateaba, y que la brisa removía, osaba el pobre Ventura tener fe en su alma de artista. El violín según él sonaba con más dulzura que en las salas ahogadas de los conciertos, donde las notas tenían que flotar en una atmósfera cargada de emanaciones impuras; parecía que las cuerdas en aquella triste soledad tranquila de la noche apacible se desperezaban con cierta gracia de ingenua confianza; la humedad del relente pasaba al timbre de la cuerda: era más fresca y algo húmeda la nota del violín… Encontraba el músico cierto parecido entre el rayo de luna que bajaba y la vibración sonora que subía… Era una corriente de cierto fluido poético que ascendía y descendía como la escala de Jacob.

—¿Dónde está lo que no es todavía y ha de ser sin falta? ¿En dónde viven, en qué espacio flotan el alma del que ha de ser hijo mío, un ángel de cabeza rizosa, toda de oro, como la de su madre, y la impalpable idea música que yo sueño, pero que es en la lógica de la belleza una realidad necesaria? Música sencilla y natural, exenta de convenciones rítmicas, amañadas y recompuestas; música de los humildes, dulzura espiritual, remedo de lágrimas y besos y ayes verdaderos, nuevo canto llano, con toda la sublime sencillez del antiguo, pero sin su monotonía; sueño mío, visión benéfica, convicción santa, esperanza, consuelo, virtud, ¡orgullo mío!… ¿En dónde estás? ¿Qué eres ahora? ¿Idea de Dios? ¿Vives ya en mi cerebro? Como palpita ya en las entrañas de mi esposa el cuerpo del ángel que aguardo, ¿palpitas ya tú dentro de mi espíritu? ¿Eres esto que vislumbro? ¿O acaso la ansiedad que siento? ¿O la alegría inexplicable, repentina y frenética de algunos momentos en que parece que todo mi ser se transforma y se eleva? ¿Dónde estás, música mía? Yo te aguardo; aquí esperaré hasta la aurora. Sé vapor del relente, extracto de aroma, rayo de luna, murmullo de la fuente o de las hojas… Ven, ven con el alba a caer sobre las cuerdas de mi violín como el rocío caerá sobre las flores.

Cuando hablaba así para sus adentros Ventura, gran retórico de lo inefable, en su violín no sonaban más que unos dulcísimos quejidos, que eran como el murmullo que hay en los nidos de las golondrinas cuando los hijuelos aguardan el alimento… Parecían los ensayos de los gorjeos de aquella bandada de ruiseñores —notas que esperaba Ventura en la próxima primavera… en la primavera de la música nueva que él debía inventar…

—Ventura, que te vas a constipar, entra —decía una voz amorosa desde una ventana de la casita, y Ventura, volviendo de repente a la realidad, estornudaba cinco o seis veces, y se metía en su cuarto, con el alma presa de un catarro crónico de desencantos. No sabía su pobre mujercita que al sacar del jardín a su marido, le sacaba del único cielo en que él podía estar contento. Un cielo en que efectivamente había música.

IV

Por lo demás, los negocios iban de mal en peor. Ventura cada vez trabajaba menos; ni él procuraba agradar a los contratistas de conciertos, ni estos le buscaban ya con el afán de antes.

Algunos reconocían aún la superioridad de Ventura, pero decían:

—El público aplaude lo mismo, y acaso más a Gómez y a Pérez, que son más seguros, que trabajan con más entusiasmo y más asiduamente.

—Vengan Pérez y Gómez, y Ventura Rodríguez allá se las haya.

Ventura notó que el mercado disminuía, que la demanda se alejaba… El orgullo, lo que él llamaba su dignidad de artista, no le permitía solicitar lo que ya no se le ofrecía espontáneamente. Muchas veces todavía le llamaban para una gran solemnidad, y él contestaba:

—Que vaya Pérez; que toque Gómez…

Cuando nació el ángel rubio que Ventura esperaba, en aquella casa se iba pasando del lujo prudente y moderado al bienestar modesto y parsimonioso en los gastos.

La aurea mediocritas empezaba a no ser aurea y se quedaba en mediocritas.

El padre de aquel inocente, que no tenía más patrimonio que la música de un sueño, creyó llegado el momento de pensar en algo, de hacer algo. Cualquier cosa menos profanar el violín. Él no podía hacer lo que Pérez y Gómez. Ni podía ni quería. Pero sobre todo, no podía. Era preciso confesarlo: la habilidad de aquellos hombres era grosera, material, cosa ajena al espíritu, a la inspiración, a la dignidad del ideal artístico… pero habilidad al cabo. La habían adquirido con mucho trabajo, a fuerza de repetir sus ensayos, dominando poco a poco el instrumento, como quien domestica una fiera. Le hacían hablar, y eso era lo que el público exigía. Ventura quería hacerle vivir, y eso era imposible por lo visto.

—Sí —pensaba él desesperado—, el violín de Gómez habla, pero como un loro, como habla Gómez. Mi violín estará mudo hasta que pueda hablar… como un poeta.

Así es que ni su voluntad, ni sus facultades le permitían sacar del violín el partido que sacaban los otros.

Era un axioma ya en todas partes:

—Gómez es más correcto que Rodríguez.

—Rodríguez toca, pero está anticuado.

Esta era una aserción probable.

Y también se decía:

—Ese chico no adelanta. Y en este siglo el que se para se hace aplastar.

—Rodríguez no estudia.

—Dicen que bebe, y por eso…

—Las mujeres; deben de ser las mujeres…

—Es su mujer; le ha cortado la inspiración, como Dalila cortó a Sansón la fuerza con los cabellos…

—Rodríguez se ha chiflado.

—Era una medianía precoz. Cuando la precocidad no le sirvió de nada, se quedó con la medianía.

—El gusto cambia; Rodríguez no sigue el gusto moderno…

—¡Rodríguez, Rodríguez! Ya me cansa tanto Rodríguez… ¡Otra celebridad! ¡Otro nombre!…

Ventura recibió algunos desaires mal disimulados del público, su antiguo esclavo, que ahora se desquitaba de los días de la servidumbre.

Tragó las lágrimas del despecho, y olvidado algún tiempo de sus aspiraciones de innovador, procuró eclipsar los triunfos de sus rivales… ¡No pudo! Pareció amanerado, inferior al modelo.

Siguió una violenta reacción de orgullo salvaje y de loca esperanza. Renunció a tocar en público por algún tiempo, y se refugió en su jardín, para dar conciertos a los pájaros dormidos. Tuvo que vivir de sus ahorros, que no eran muy gran caudal.

Un día su padre entró en casa de Ventura abriendo y cerrando puertas con estrépito. ¿Qué era aquello? ¿Se dejaba a un padre y a una madre en el arroyo? ¿Y los sacrificios? En casa no había un cuarto; todo, todo se había gastado en criar aquel portento, que no acababa de dar el fruto esperado. «Yo he gastado un capital enorme; lo he tirado todo por la ventana, estoy sin camisa. Y ¿dónde están los intereses de ese enorme capital? En el viento; mi hijo desprecia al público, y no quiere tocar delante de gente; como si no supusiera nada el capital que yo gasté en educarle y prepararle para un porvenir brillante, el señorito viene a dar conciertos a los árboles de su huerto, y se le va todo en suspiros de violín; esto es regalar una fortuna al viento. En una palabra, tu madre y yo nos venimos a vivir aquí, a no ser que prefieras dejarnos en el arroyo… ».

Las necesidades de la casa comenzaron a aumentarse; ya no bastaban los ahorros: Rodríguez, padre, no quería economizar; se había acostumbrado al papel de próximo ascendiente del genio, y ni aun después de renunciar a la gloria de su hijo podía renunciar a los gastos superfluos que a costa del genio hacía. Fue necesario volver a trabajar. Se gastaba en aquella casa tres veces más que antes. Pero Ventura tenía odio al público; no quería dar música a nadie. Prefería consagrarse a otra cosa: al comercio, la bolsa, la industria… cualquier oficio, por prosaico que fuera, antes que el violín.

Hizo varias tentativas. Se metió en empresas industriales y le engañaron. Su ineptitud para el tráfico le parecía un crimen; soy un idiota, pensaba el infeliz, nunca he servido para nada.

Y al verse torpe en los negocios más vulgares, que medianías sin cuento manejaban perfectamente, exacerbado su pesimismo, llegó a creer que ni mediano músico había sido siquiera. Entonces se le representaba su sueño del arte renovado, de la música sincera, como una visión de loco, como una estupidez trascendental. Y trabajaba en las ocupaciones que escogía como quien cumple una penitencia, gozándose casi en la repugnancia que le causaba aquel género de trabajo tan contrario a sus gustos. Se había hecho tímido como una liebre, escrupuloso, cominero. Daba al pormenor una importancia irracional, con una especie de superstición. Hizo esfuerzos dolorosos por adquirir aptitudes que le negara la naturaleza. Pero todos estos martirios eran inútiles, la ruina de la familia iba a ser inevitable.

Rodríguez padre, que había asistido como testigo mudo y acusador en su silencio a todas las derrotas de Ventura en las varias empresas que acometiera, le dijo al fin, después de un desengaño que ponía a la casa en grave apuro económico:

—Ventura, no seas tonto.

El hijo levantó los ojos hacia el padre, como pidiéndole perdón por aquellas tonterías que confesaba, que él también creía evidentes. —No seas tonto. Tú no sirves para nada más que para tocar el violín. Yo no puedo ya trabajar; o tú vuelves a tocar el violín, o tus padres, tu mujer y tu hijo se te mueren de hambre. Escoge.

Ventura escogió retorcerse las entrañas y volver a ser violinista. Entonces fue cuando la cabeza se le llenó de canas. El amor propio recibió tales golpes, tal lluvia de saetas, unas impresas, otras de viva voz, otras consistentes en hechos, tales como desaires, desdenes, desprecios, que de aquella vez Ventura se convenció de que algo se le moría dentro del alma. Era el amor propio, con todo lo que tiene de bueno y de malo, lo que se le moría.

Fue como un resorte tirante que estalla; la primera impresión fue casi agradable, un respirar tranquilo, una suspensión de dolores agudos; después, como un ángel que quisiera volar y encontrase roto el juego de las alas, el espíritu de Ventura se sintió como perniquebrado, arrastrado; ya no pretendía volver al cielo del arte: tenía conciencia de aquel descalabro interior; sabía que estaba roto por dentro, que para él se había acabado toda ambición de tender las alas invisibles, en que había creído con fe tan acendrada. Euterpe, que había entrado en el año tercero o cuarto de su publicación, volvió a hablar de Ventura Rodríguez, distinguido violinista.

Ya no le insultaba; tratábale con cierto tono de protección, contaba a los lectores pormenores de su vida, y hacía esfuerzos para persuadirlos de que le oirían con gusto. Llegaría a ser una esperanza si se ceñía a seguir el camino de los maestros Pérez y Gómez.

El padre de Ventura procuraba que los periódicos no llegasen a manos de su hijo. Pero Ventura los leía en el café. Se dejaba insultar como un muerto. Algunos críticos nuevos, que hablaban de música como si tuviesen el arte en estado de sitio y ellos fuesen capitanes generales, se encaraban con el violinista redivivo, y declaraban que había perdido mucho en el largo período de silencio en que se había obstinado. Le injuriaban los más atrevidos, y Ventura leía aquello como si se tratase de otro. Ya no quería más que el dinero que le valía su arte. En este punto era todo lo exigente que podía. Con los empresarios regateaba. Les ponía por las nubes su celebridad de otro tiempo, hablaba como un charlatán. Es más, aquellas teorías suyas de la música nueva, que eran implícita censura acerba de la manera de tocar sus rivales, las sacaba ahora a plaza, procurando ponerlas al alcance de aquellos profanos, incapaces de sentir la música de ningún tiempo ni sistema. Quería ver si así ganaba algo más, si se vendía más caro.

Poco a poco fue pagando algunas deudas, y hasta pudo mantener cierto lujo de su padre, que no podía fumar tabaco malo, ni beber vino común.

Se figuraba el músico desacreditado que él era un vivo enterrado; todos sus colegas, los músicos, los compositores, los cantantes, los críticos, los aficionados, habían ido echando sobre su cuerpo un poco del polvo del olvido, y ahora estaba separado del mundo por una capa de tierra muy pesada, muy pesada. Se hablaba de él como de un aparecido. El elemento joven del arte y de la crítica no le conocía ya, en cuanto le sonaba su nombre, no sabía a qué…

Pero a él no le daba esto pena. Ni pena ni gloria, repetía por lo bajo. Y no atendía más que a ganar dinero para sostener los gastos de su casa.

Un día le llamaron para tocar en la inauguración de un café monstruo.

Rodríguez, padre, fue quien abrió la carta en que se le invitaba y se le ofrecía una buena suma.

—¿Supongo que no aceptarás?… ¡Esto es demasiado!

—Demasiado es todo —contestó sonriendo Ventura— pero acepto.

—¿Que aceptas?

—Está muy bien pagado —y fue.

Por aquel tiempo empezaron a olvidarle los periódicos: ni para humillarle le nombraban.

¿Tocaba peor que antes Ventura? No se puede asegurar que sí ni que no. Pero es cosa evidente que tocaba con menos fe, como una máquina. ¿Y la música sincera? ¿Aquella manera nueva de tocar que él estaba descubriendo? Aquello era su remordimiento. Ya no creía en aquel arte restaurado. Había sido un sueño del orgullo; una extravagancia de una medianía que se revela y quiere ser eminencia, no por el camino recto, sino discurriendo novedades raras, absurdas.

Eso era él, según él mismo. ¿Cómo se había convencido de ello? ¿Con pruebas sacadas de sus estériles ensayos, de sus tentativas inútiles? ¡Oh!, no por cierto, eso no. Ni un solo argumento, ni un solo sofisma había podido discurrir contra la nueva manera de la música que en los tiempos felices de la vigorosa inspiración, de la reflexión seria y sabia, se le había aparecido como una necesidad lógica del arte. Pues entonces, ¿por qué había perdido la fe? No lo sabía a punto fijo. Por todo lo demás; por culpa de Euterpe, de Rodríguez, padre, del empresario, de Gómez, de Pérez, por culpa del mundo… ¡en fin, por el diablo!, ¿qué sabía él? Pero le daba vergüenza haber creído en su invención y haber sacrificado a ella la felicidad de su familia.

Empezó a escasear el trabajo en la corte. No bastaba buscarlo con afán y sin poner condiciones: iba faltando demanda… y Ventura admitió contratas con empresarios de provincias.

Dejó a su padre y a su madre en Madrid, y se fue a recorrer Andalucía y Castilla, Cataluña y Aragón con su violín, su mujer y su angelillo. Lo único que había salido como él lo había soñado.

Era hermoso como una flor su Roberto. —¡Adiós, Madrid!—. Todo Madrid le había aplaudido… y aquel todo Madrid se quedaba allá arriba… entre aquellos faroles que se iban apagando en la niebla… Pronto sería Rodríguez como un muerto olvidado; es decir, nada multiplicado por nada… ¡Buen viaje!

V

El Iris se abría a las ocho de la mañana en invierno. Los mozos, soñolientos, barrían, limpiaban los bancos, deshacían las torres de sillas que había sobre las mesas, y se iban los más a dormir otra vez. Quedaban dos o tres para el poco servicio de la mañana. Leía uno el Diario, periódico de primer orden en la provincia; otro jugaba con el gato. En el mostrador, silencio. El piano, bien cerrado y abrigadito con su funda verde, extendía su cola sobre la plataforma de pino blanco, majestuoso en su sueño de toda la mañana. Estaba la plataforma en medio de la sala, rodeada por un antepecho de madera pintada de azul y oro. Sobre un musiquero había algunos libros y piezas sueltas de música. Al otro lado del piano una silla alta forrada de terciopelo carmesí, oriunda de algún teatro. Allí se sentaba «el señor de Madrid», la celebridad que cobraba cinco duros todas las noches y cenaba de balde. Los mozos del Iris no ocultaban su orgullo. La cerillera del portal, que vendía toda la prensa de Madrid y de provincias, oía con religiosa atención a Lucas, el mozo más viejo del Iris, por la milésima vez, su maravillosa narración.

—El señor de Madrid fue contratado primero por esos granujas del café del Gran Mundo, esos tipos llenos de fantasía que se están empeñando hasta las orejas por hacernos perder a todos… pero ¿ve usted cuánto rumbo y cuánto convite a los de los papeles?, pues bueno, señora Engracia, por peso de más, peso de menos, el señor de Madrid se quedó sin la contrata y los de allá sin su músico. Entonces el amo, que lo supo, el amo, que sabe gastar de veras y sin ponerlo en el diario, fue ¿y qué hizo? Pues nada, llamó al señor de Madrid y le dijo:

—¿Que los cinco duros?, pues los cinco duros ¿y que cena?, pues que cena.

—Ahora los de allá, despechaos, claro, dicen que valiente ganga, que ellos hacen más ruido; que este señor de Madrid es un arruinao, un trasto viejo; y la verdad es que la gente se va al Gran Mundo, porque este pueblo, señora Engracia no es filantrópico, y vamos… que no sabe de música; pero V. lo sabe, V. le ha oído, el de Madrid toca como un ángel; y el pobrecillo pone una cara de bueno pa tocar…

La señora Engracia estaba de acuerdo con Lucas, y no había disputa; el mozo se volvía a retozar con el gato.

Por la tarde el Iris se llenaba de gente del campo, que en aquella tierra dejan sus faenas mucho antes de que el sol se ponga. Con su manta al hombro muchos, casi todos con su pañuelo de colores atado a la cabeza, entraban con aire satisfecho, pisando fuerte y llamando recio al mozo.

De cinco a siete había música. Pero nada más que de piano. El señor de Madrid tocaba por la noche.

El pianista ganaba cuatro pesetas y cenaba también. Era un viejo calvo, grueso, lacio, mustio. La expresión de su rostro era la de un carnero cansado, momentos antes de morir. Vivía de cobrar un tanto por ciento al clero catedral por derechos de habilitado, y de tocar el piano en el Iris. En lo mejor de su edad, a los treinta años, había compuesto habaneras y algunas variaciones sobre la jota; pero ya no escribía música; la copiaba y le iba mejor; se vendía, aunque barata. Él prefería la introducción de Semíramis, Safo, La Cenerentola, pero el público quería novedades peligrosas, música francesa, una prostitución. Y tocaba lo que mandaba el amo del Iris.

Menos mal por las noches, desde que había venido el señor Rodríguez, un violinista muy aceptable, de la buena escuela. Don Ramón Betegón, el pianista, concluida su tarea de la tarde se iba a comer y volvía al Iris a las ocho y media.

Ya estaba allí Rodríguez, con su mujer, su hijo y la niñera, alrededor de una mesa cerca de la plataforma.

—Doña Carmen, muy buenas noches —decía Betegón.

Daba un beso a Robertito, un apretón de manos a Ventura y se iba al piano.

Razón tenía Lucas; los habitantes de aquella ciudad noble y leal no eran filantrópicos. El café estaba lleno, eso sí; pero no había lo que en aquella tierra, y en otras muchas se llama todavía personas decentes.

Acudían muchos artesanos con los tiznes del trabajo en la cara, de mano callosa y torpe en el manejo de vidrios y lozas del servicio; abundaban los mozos de coches y carros, los pillastres de variadas profesiones, algunas ilícitas; había algunos soldados, casi todos con galones, más cabos que sargentos, y más distinguidos que cabos. Y sobre todo, muchos campesinos que viven en la heroica ciudad y son capaces de madrugar con el sol y acostarse tarde, por darse aires de señorío y desembrutecerse con el café y la música. Algunas mujeres honradas, de pueblo, acompañaban a sus maridos padres o hijos mirándolo todo con curiosos ojos que no ven claro, saboreando el gasto con usura; hablaban en voz baja y tomaban su café con religiosa ceremonia, pensando en la importancia de los 25 céntimos que cuesta.

El sexo débil estaba más bulliciosamente representado por algunas mozas del partido, que ordinariamente guardaban la compostura debida, pero que a veces olvidaban su comedimiento riendo como en el lupanar. Algún prudente ¡chisss!… de Lucas imponía silencio, y la buena crianza volvía a reinar en aquella reunión, donde los pobres procuraban adquirir uno de los vicios más necios de los que pueden gastar dos reales en lo superfluo y mucho tiempo en lo innecesario.

Una noche tocaba Ventura Dichter und Baüer (poeta y aldeano), y le acompañaba con mucho gusto el Sr. Betegón en el piano. Allí cerca, junto a la plataforma, Carmen, la digna esposa, el consuelo constante de tantas pesadumbres, apoyaba un codo en la mesa de siempre y contemplaba amorosa a su marido. Carmen era ya su único admirador; en realidad su único público. ¡Aquellos labriegos, aquellos artesanos le oían como quien oye llover! Se les había dicho que el señor de Madrid cobraba cinco duros (eran tres pero se había convenido en decir cinco), y con esto tenían bastante: saboreaban el café y el placer de estar oyendo a un ricazo de la corte, que estaba allí para divertirles a ellos. Entre los pillastres había quien le miraba con cierta insolencia, como diciendo: no creas que me asustas, yo he oído cosas mejores, he estado en Madrid y no me asombro por tan poco.

Al terminar una pieza sonaban algunos aplausos; era cuando querían que se repitiese, por gusto de hacer trabajar más a los músicos, por sacarle más jugo al real del café. Después de la repetición nunca se aplaudía, porque eso sería pedir otra repetición, y allí no se querían gollerías. Los domingos había muchos más consumidores: venían al Iris niños y perros, y el estrépito era infernal. Cuando algún trozo de música alegre les llegaba al alma, como un solo hombre los baturros pedían «¡La jota, la jota! Venga la jota… ».

Carmen se ponía como un tomate allá abajo, en su banco pegado a la pared, y miraba al pobre Ventura como diciéndole:

—¡Perdónales, no saben lo que hacen!… —y a Ventura aquello de «¡la jota!» le sonaba como si dijeran —¡Crucifícale, crucifícale!

Carmen tomaba café en el Iris; el niño jugaba con la niñera, porque su padre quería tenerle cerca, le necesitaba allí para decidirse a ganar el pan de cada día. A las diez madre, hijo y criada se iban a casa muy tapaditos. Ventura no dejaba a nadie el cuidado de envolver a Roberto en mantones y pañuelos; le daba cien besos y le ponía en brazos de la muchacha.

Carmen se despedía con una sonrisa animadora… y él los veía marchar, triste, con una tristeza dulce, lánguida, resignada; y entonces, a solas ya con su violín, entre aquel populacho bueno, pero sin ojos para sus penas ni para su arte, tocaba Ventura, sin conocerlo acaso, como en sus mejores tiempos, mejor tal vez, tal vez como lo pedía aquella su invención de la música sencilla, sincera, buena, santa, de que ya no se acordaba, o por lo menos en que ya no creía. Y entre el ruido de las cucharillas, patadas, toses, voces de «¡café!, ¡que mancho!, ¡mozo! ¡El Imparcial!» sonaba el violín como una queja de un alma dolorida por pena eterna, ante un Dios eternamente sordo a las quejas de las almas. Don Ramón Betegón, impasible, abofeteaba el piano y aprovechaba los solos de Ventura para dar tres o cuatro chupaditas al cigarro… Ventura tocaba entonces en el Iris como en su jardín de Madrid; los parroquianos eran testigos tan inteligentes como los árboles… peores, porque los árboles no pedían la jota.

VI

Como iba diciendo, una noche Carmen miraba desde su banco, apoyada en la mesa, a su querido mártir, como ella para sí le llamaba siempre. El público empezaba a acudir.

Suppé, interpretado, como decía Betegón, por Ventura, adquiría nueva gracia y dulzura.

Los ojos del violinista apenas se fijaban algunos segundos en el papel que tenía delante; miraba más a su mujer, con amor inagotable, tan puro y grande, como el primer día de novios. Se diría que de los ojos de Carmen una corriente eléctrica iba hasta los ojos de Ventura, y le llevaba consigo la inspiración, la habilidad artística, aquella manera sublime de interpretar, según el pianista.

Otras veces el violinista miraba a su hijo, que al pie de la plataforma iba y venía, ora procurando coger una pierna de su padre, para lo que metía su mano de muñeca entre los balaustres, ora saltando alrededor del piano, como si fuera mariposa, y la música luz que le atraía. Para seguir los movimientos del niño el padre vigilante necesitaba hacer mil contorsiones, sin dejar de tocar con aquella suavidad y elegancia exquisita de siempre: daba vueltas en redondo; se inclinaba, se ponía sobre las puntas de los pies… parecía un músico excéntrico que lucía su habilidad entre piruetas.

Después del Poeta y aldeano hubo un descanso de cinco minutos.

Don Ramón y Ventura fueron a sentarse junto a Carmen. Con la finura del mundo tomó Betegón media copa de anís doble. Roberto se había subido a las rodillas de su padre, que le acariciaba con la barba y la mejilla, como si fuera su violín, inclinando sobre el niño la cabeza, con los ojos medio cerrados, pálido y triste con una tristeza que estaba ya petrificada en las arrugas de su rostro. Podía Ventura sonreír, hasta reír a carcajadas; allí estaban las arrugas para protestar, como una fe de muerto de aquel espíritu que se vio adulado con el apodo de genio.

Don Ramón se levantó y volvió al piano. Le siguió poco después Rodríguez. Comenzaron la Stella confidente.

Entonces entró en el café un subteniente de caballería. Se sentó en una mesa que estaba enfrente de la mesa de Carmen. Pidió café, distraído. Tardó en notar que tocaban el piano y el violín. Atendió. Le gustaba aquello. Se sentó en otra mesa, más cerca del piano. Miró en derredor y echó de ver que allí no había más personas regulares que él y aquella señora… debía de ser la de uno de los músicos.

—¡Demonio!, qué bien toca ese hombre —pensó, y llamó al mozo.

—Es el señor Rodríguez, un músico de Madrid.

—¿Rodríguez? Rodríguez… ¡Ah!, sí, creo haber oído…

El subteniente se puso el sable entre las piernas y clavó los ojos en el violinista. Positivamente estaba entusiasmado. A los pocos compases le hizo acordarse de su madre, que estaba en el otro mundo, y de su novia, que le había dado calabazas. Era forastero, estaba muy solo y muy triste, tenía mucha nostalgia, según él llamaba a su aburrimiento, y aquella música le estaba llegando al alma. ¡Qué modo de tocar! ¡Y no hay aquí más que plebe!… Él también había tocado algo. Era la flauta, pero todo es tocar. Además era poeta. Sentía muy bien.

—¡Pues no se me saltan las lágrimas! Mozo, una copa del Mono… Y aquella señora debe de ser la suya… es guapa. ¡Canario ya lo creo, muy guapa!

También él era guapo. Alto, rubio, muy esbelto, de aspecto marcial como un dragón, pero de ojos dulces como un ángel. Y el bigote fino y bien peinado. Era muy guapo. Carmen le había visto desde el momento en que entró.

Había observado su atención, su asombro, su entusiasmo, su enternecimiento. Pero cuando él la miró, ella separó los ojos y los fijó en su marido. Y así estuvieron: el militar yendo con la vista y el alma del violinista a Carmen, de Carmen al violinista.

Carmen mirando a su esposo con fijeza y viendo al subteniente.

Ventura arrebatado por la música y la contemplación de sus amores, Roberto y Carmen, no veía al de caballería. Terminó la Stella y los músicos volvieron a la mesa. El público, que no quería repetir, no aplaudió; el subteniente abrió las manos, pero al ver aquella frialdad, se las metió intactas en los bolsillos. —¡Qué lástima!, tenía que marcharse sin remedio. Era tarde, le esperaba el coronel. Pagó y salió visiblemente disgustado, según observación de Carmen.

—Tendrá una ocupación urgente —pensó— ¡esos militares!…

A la noche siguiente el de caballería se presentó a las nueve menos cuarto. Se trataba del Non tornó.

El sentimentalismo del amo del café, se imponía hasta a los músicos que cobraban cinco duros nominales, tres en efectivo. Ventura vio entrar al subteniente, y no le cayó en saco roto aquel extraño consumidor de café y música. En una de las vueltas que daba con el violín en el brazo para seguir los juegos de Roberto, vio Rodríguez al simpático alférez, que tenía los ojos inflamados por la admiración, la boca entreabierta, la mirada fija en el músico. Dio otra vuelta y vio lo mismo. El alférez, no cabía duda, era un admirador. Ventura se lo agradeció en el alma: le echó mil bendiciones con el arco; y aunque haciéndose el desentendido, con una coquetería de artista, se esforzó cuanto pudo, tocó lo mejor que supo; y todo aquello iba dedicado al subteniente, a quien aparentaba no ver siquiera. Carmen notó que su marido se acercaba radiante, como si viniera de un gran triunfo; pero él no dijo nada.

—Está V. hoy contento —dijo D. Ramón, que siempre estaba triste, y sólo simpatizaba con los desconsolados.

—Sí, me siento bien hoy. Y además el médico me ha dicho que lo de Roberto no es nada.

—Sin embargo, yo recomiendo el aceite de hígado de bacalao… ese niño crece poco; mire V., parece un tapón.

—Pobrecito mío —exclamó la madre— te llaman tapón.

—Un tapón muy bonito, pero un tapón, señora… Mire V., apostaría a que cabe en la caja del violín de su padre. Se le podría enterrar en ella.

—¡Jesús! —gritó Carmen estremeciéndose—, no tanto… y no lo quiera Dios.

Mientras la madre apretaba al niño contra su corazón, Ventura tembló reparando en la caja del violín; en efecto parecía un ataúd para un angelito… como un violín. Era de madera negra con chapas de plata.

—Stradella… Pietà signore… —dijo don Ramón, y puso con solemnidad las manos sobre el teclado.

Ventura tocaba con una tristeza religiosa, que llegaba a las entrañas al subteniente. Pensó este que aquello del infierno era muy verosímil. Pidió otra media copa de anís del Mono, y se abismó en reflexiones religiosas. La existencia de Dios era evidente. Pero, a Dios gracias, era un Señor infinitamente justo y misericordioso, que no había de incomodarse porque un subteniente aburrido se enamorase platónicamente de la mujer de un notable violinista. Porque, no había para qué ocultárselo a sí mismo, él se iba enamorando de aquella señora. ¡Su posición y su postura eran tan interesantes! Además, él veía en ella un reflejo del talento de su marido. Él había empezado, y seguía, admirando al músico como tal, pero no era cosa de enamorarse de él… y… naturalmente, se enamoraba de su mujer… por lo platónico.

Carmen se confesaba en aquel instante a sí misma que toda la noche había pensado en el subteniente, que le era muy simpático, aparte de ser buen mozo; porque se le veía que admiraba a Ventura, que sentía aquella manera, que ella comprendía también, y muy a su costa, por cierto.

La casta esposa notó al cabo que las miradas del alférez se repartían entre ambos cónyuges… Pero no lo tomó a mala parte. Con no mirarle ella a él bastaba. Y precisamente para verle no necesitaba mirarle. Ventura volvió a tocar para su admirador; ya le quería, sin saber por qué.

—¡Qué vueltas da el mundo! —pensaba—, yo desprecié a un público de inteligentes, de maestros… ¡y ahora me sabe a miel agradar a un alférez que no sabrá ni tocar la corneta!…

Ventura hacía prodigios de habilidad, de gracia, de elegancia; el violín lloraba, gemía, blasfemaba, imprecaba, deprecaba… todo lo que quería el brazo. El entusiasmo y el enternecimiento del militar eran sinceros. Pero le gustaba la mujer del violinista, sin menoscabo del arte. La música le cargaba de electricidad, pero la electricidad se le escapaba al depósito común de las pasiones terrenas por los ojos de aquella señora.

Pasaron días y días. El subteniente debía de estar de guarnición, porque no se marchaba. No faltaba ni una noche al Iris. También Ventura le veía en sueños. Le veía, vestido de capitán general, acercarse a él, que estaba en un trono; y después de muchos saludos con el tricornio, le entregaba una corona de laurel y oro, y se marchaba, andando hacia atrás y con grandes reverencias. Rodríguez ya se atrevía a sonreír frente al alférez, y a dedicarle sus saludos cuando había aplausos.

Una noche, que se pidió la jota, le agradeció mucho que impusiera silencio a un baturro, que gritaba:

—¡Otra, otra, pues!

Pero no quería hablarle. Prefería tener aquel admirador a distancia. Acaso sería un majadero —aunque no lo encontraba probable— y era preferible no conocerle. Así se podía figurar en él al mismo Wagner disfrazado.

El subteniente tampoco deseaba acercarse. Se le antojaba indigno de su nobleza valerse de la amistad para probar fortuna; todo quería deberlo al poder de sus ojos, nada a la falsedad de una estratagema.

Ventura dijo una noche a su mujer:

—¿No te has fijado en aquel subteniente?

—¿Cuál?

—Aquel, no hay más que ese. Viene todas las noches. Creo que le gusta lo que toco.

—No tendría nada de particular —contestó ella.

Siempre había sido Carmen muy fiel esposa. Amaba y admiraba a su Ventura. Pero hacía muchos años que en las caricias, en los cuidados, en las confidencias del músico había una profunda tristeza, una desesperación resignada, atónita, humilde, casi servil, que daba frío y sombra en derredor: parecía el contacto de aquel dolor mudo, el contacto de la muerte; no era posible respirar mucho tiempo la atmósfera de desconsuelo en que Ventura vivía: todo organismo debía de sentir repugnancia cerca de aquella frialdad pegajosa… la intimidad del músico amenazaba con una especie de asfixia moral.

VII

Una noche, en Semana Santa, ideó don Ramón Betegón una especie de concierto sacro, y después de otras cosas se tocó el Stabat Mater, de Rossini. La música religiosa le daba a Ventura escalofríos. Un sacerdote de esos que tiemblan con la hostia en la mano, puesta toda el alma en el misterio, no consume con mayor unción y pureza de espíritu que las que había en el alma de Ventura al hacer llorar a los ángeles y gemir a María en los sonidos de su violín, su sagrario.

Aquella noche, hasta los baturros entendían algo, y había en el café un silencio de iglesia. El subteniente estaba en su sitio; Carmen en el suyo, toda de negro. Ventura, en el momento en que hablaba con el violín de la soledad de la Virgen al pie de la Cruz, fija la mirada en su esposa, notó en el rostro de ella una dulcísima sonrisa que no iba hacía él; volviose, y tuvo tiempo de ver llegar aquella corriente de amor triste y lánguido al rostro del alférez, que recibió la sonrisa besándola con otra… Dum pendebat filium, decía el violín a su manera, mientras Ventura se ahogaba. Tuvo valor para seguir espiando miradas y sonrisas… Iban y venían, y él las sorprendía, no en el camino, que allí eran invisibles, sino al llegar a Carmen, o al llegar al alférez. ¡Qué sonreír, qué mirar! Y ellos, ¡qué ciegos!, no veían que él los observaba. Ya se ve, el éxtasis los tenía esclavos; la música sencilla, sincera, que sonaba allí en toda su grandeza, en el lamento religioso… los arrastraba a regiones de luz, al mundo invisible de la poesía. ¡Era él quien les facilitaba aquel palacio encantado del sueño del amor!… ¡Infames, infames!, debió de decir el violín también, porque se puso ronco de repente, desafinó de manera terrible. Betegón volvió la cabeza… y vio a Ventura con la suya hundida entre las manos y las manos apoyadas en el antepecho de la plataforma. El violín estaba en el suelo, roto bajo los pies del Sr. Rodríguez.

VIII

Cuando aquella noche, suspendido el concierto, por indisposición del violinista, volvieron a casa Carmen y Ventura, Roberto, que se había quedado en casa muy dormidito, despertó con dolor en la garganta. Otro tenía, en la garganta también, su padre; pero al ver al niño calenturiento, medio ahogado, Ventura se sintió bien de repente, o mejor, no volvió a sentirse. Ocho días duró la enfermedad del niño, y en todo ese tiempo el padre no pensó en sus propios males. Carmen nada sabía de las nuevas penas de su esposo, pues creía que era un secreto para él y para el mundo entero su debilidad, que ella misma maldecía. Velaba al pie de la cuna, queriendo satisfacer con la penitencia del amor de madre puesto en tortura las culpas de pensamiento de la esposa infiel.

Ni una palabra de Ventura pudo hacerle sospechar que su falta estaba descubierta.

Roberto murió a los ocho días. Carmen estuvo enferma de peligro. Ya convaleciente, Ventura le dijo:

—Carmen, tu madre podría cuidarte muy bien, mejor que yo. Allá en tu pueblo hay otros aires… Allí la salud vendrá de prisa.

—Sí, vamos… —contestó ella.

—No, yo no. Vas tú sola.

—¿Y tú?

—¡Yo me quedo… con mi hijo!

IX

Bien se acordaba; a Roberto le habían metido en una caja estrecha y larga, es decir, no muy larga; ¡el pobre niño era tan chiquitín! Había crecido poco. ¿Qué importaba ya? La caja tenía chapas de metal blanco y estaba pintada de azul…

Ventura se vio solo en su casa. Ya podía hacer lo que quisiera. Si era una extravagancia, que fuese… Demasiadas veces se había sometido a los caprichos de los demás. Y ahora iba él a hacer su gusto. Ya estaba de acuerdo con el guarda del cementerio. Su dinero le había costado. Salió a las doce de la noche; debajo de la capa llevaba un bulto, que no debía de pesar mucho. Ventura corría por la carretera; después dejó el camino real; tomó a la izquierda… allí era… aquella masa negra. Llegó a una verja… dio tres golpes en el hierro. Abrieron.

—¿Es V., señorito?

—Sí, Ventura.

El guarda se llamaba como él. Era un viejo con cara risueña.

—Venga V. por aquí. Cuidado no tropiece V. con las cruces. No haga el menor ruido, no se despierten los perros… ¡Ya están aquí! ¿Ve usted? ¡Silencio, Canelo; chito, Ney!…

La luna se asomó para ver la extraña ceremonia.

—Con franqueza, señorito; yo me fío de usted… pero… la verdad… en esa caja cabe un recién nacido y algo más gordo… Yo no digo que haya trampa… pero… la verdad… ver y creer.

Ventura respondió:

—¿Dice V. que es aquí?

—Sí, señor, debajo de esa cruz amarilla está el chiquitín.

Ventura se sentó en el suelo. Apoyó un codo en el bulto que puso a su lado sobre la tierra y dijo:

—Cave V., Ventura.

Cavó el otro Ventura, y pronto tropezó el hierro con la madera.

—Ya está ahí.

—Limpie V. otro poco, que se vea la tapa…

Se vio la tapa azul, ya muy sucia y raída… El músico se tendió a lo largo en el camposanto.

—Ahora meta V. eso ahí dentro.

—Señorito, yo quisiera…

—Abra V. con esa llave.

Ventura cogió el bulto que había traído Rodríguez. Era una caja negra, parecida a un ataúd de niño, y tenía chapas de plata. El guarda abrió y vio dentro un violín con las cuerdas rotas.

—Ahora haga V. lo convenido.

La caja negra cayó sobre la azul, y encima fue cayendo la tierra. Ventura Rodríguez se había puesto en pie, al borde de la sepultura. El enterrador, que trabajaba inclinado, se irguió de repente y miró con miedo al músico… ¡Un hombre que enterraba un violín!… ¡Si sería!…

Rodríguez adivinó el pensamiento, y sonriente dijo:

—No tema V.; no estoy loco.


Madrid, Junio 1883.

Bustamante

¡Pero, señor, si él no lo negaba, si ya sabía que tenía razón su mujer! ¿Que la plaza estaba por las nubes? ¡Claro! ¿Que todo costaba el doble de lo que valía tres años atrás? ¡Cierto! ¿Que un padre con tres hijos de pocos años y de muchos dientes, no podía consagrarse al arte poco lucrativo, aunque muy honroso, de hacer charadas en verso, ora improvisadas, ora discurridas si tenían intríngulis? Corriente. En todo eso estaba él, y ya había escrito tres cartas al señor López, el diputado, pidiéndole un destino; por cierto que López no le había contestado a ninguna… Pero que se respetase su vocación. ¡Qué mal hacía él a nadie descifrando logogrifos y discurriendo otros muchos más complicados! La vocación no se discute. Él había nacido para aquel género de literatura y había que dejarle en paz o lo echaba todo a rodar, y se comía a sus propios hijos con dientes y todo, como el dios Saturno de la mitología.

Su primer hijo era hija y se llamaba Paz, pero Bustamante la llamaba mi primera; y a Gil, que seguía, le llamaba mi segunda y a María de la O, mi tercera.

—Bustamante —le dijo una noche su mujer, que le llamaba por el apellido y ya estaba hasta el moño de charadas—, es necesario que vayas a Madrid y le saques a López una credencial aunque sea de las entrañas.

—Sí, esposa mía, estoy conforme; me trasladaré a la capital, veré a López y si no me da eso, le pondré en los Pasatiempos del Eco de los Pósitos como chupa de dómine con esta charadita, que se me ha ocurrido ahora:

Prima es neutro, aunque te asombre,
mi segunda pega bien,
y mi todo es un mal hombre
que me la pega también.

—¡Bustamante! Para no decir más que tonterías… más vale que te duermas. (Estaban en el lecho nupcial).

—Bueno, esposa mía, pues en tal caso, la solución en el número próximo; quiero decir que hasta mañana.

Y dio media vuelta y se quedó dormido.

* * *

Pocos días después llegaba a Madrid nuestro Bustamante, que se llamaba Miguel Paleólogo, según él, aunque lo de Paleólogo no estaba en el calendario y sí en la historia bizantina. Pero creía Bustamante que Paleólogo era el apellido de un San Miguel no Arcángel. De todas maneras, él llegó a Madrid en el tren correo, a las ocho de la mañana.

Su mujer le había recomendado que fuese a parar a la misma fonda de López, aunque le costase muy caro este lujo. El propósito de doña Pascuala era que su Miguel, su Bustamante, como ella decía, se agarrase a los faldones del diputado desde el ser de día hasta las altas horas de la noche, que eran para doña Pascuala las diez. Prometió Miguel a su esposa hacerlo como ella pedía, pero en cuanto llegó a la corte, donde no había estado hacía diez años, le entró mucho miedo a todo lo grande, y la fonda cara se le apareció como un Medina Zara, como un palacio de cristal, y el diputado López como un sátrapa de siete colas (apéndices que él atribuía a los sátrapas).

No se atrevió a entrar en la gran fonda y dio al cochero las señas de la de Pepito Rueda, un estudiante de su pueblo, más andaluz que su padre, que era de Utrera. Pepito Rueda era muy amigo de Bustamante, que le doblaba la edad; pero consistía el aquel de la amistad en que ambos eran de genio alegre y amigos de la literatura, cada uno según sus posibles. Pepito mojaba algo en varios periodiquitos satíricos de la corte. Escribía unas crónicas del Senado llamando animales a todos los senadores desde el marqués de la Habana para abajo, y, es claro, el director del periódico le quitaba de las crónicas los insultos, que él llamaba las ocurrencias, y además no le pagaba.

Con la influencia que se ha visto que Rueda tenía en la prensa, había conseguido publicarle a Bustamante más de una charada en los diarios y revistas de Madrid. Bustamante estaba muy agradecido a Rueda, por más que también por su propio mérito tenía Miguel de par en par abiertas las columnas de varios periódicos. Esta frase, que repetía sin cesar, parecíale muy elegante y fue grande su asombro cuando en cierta ocasión le convencieron de que las columnas no tenían para qué abrirse y menos de par en par. Lo cierto era que él desde el pueblo había empezado a mandar la solución de la charada y del logogrifo y hasta del salto de caballo al Almacén de las modas, al Correo elegante, a La Camelia, periódicos de señoritas, y al Eco de los Pósitos. Al principio, aunque la solución fuese la que él decía, no le contestaban los periódicos, pero después… ¡Ah! Qué emoción tan pura, tan intensa la suya cuando leyó por vez primera en el Eco de los Pósitos lo siguiente: —«Correspondencia particular. Sr. D. M. P. B. Ha acertado usted. El todo es Carratraca, pero los versos de usted no se pueden publicar, porque el chiste que V. emplea al descifrar algunas sílabas no es del gusto del público moderno».

La Camelia era más lacónica y más elocuente, decía: «El Sr. D. Miguel Paleólogo Bustamante de… nos envía la solución de la charada del número anterior: Bobadilla. Dice así:

»Mi primera y mi segunda
es defecto personal,
y mi segunda primera
ante una moza con sal…
Así empieza tu charada
y veo con claridad
que prima y segunda es boba
y así, puedo continuar.
Tercia y segunda es cantante
—pero escribiéndolo mal—.
¿Y prima y cuarta se come?,
pues no me diga V. más.
El todo es una estación…
Bobadilla… claro está».

No ocultaba Bustamante que le costaba mucho trabajo hacer estos versos y otros por el estilo, y si no se hubieran inventado los ripios los hubiera inventado él para salir de tamaños apuros. Y aquí me permitiré una digresión a la retórica y poética de este literato de su pueblo, digresión útil porque pinta la manera de matar versos que tienen muchos escritores de cabeza de partido. Bustamante, considerando que el escribir versos era operación que hacía sudar y llegaba a calentar la cabeza, creía, lleno de lógica, que el mayor mérito de un verso (vulgo poesía) estaba en que fuera muy grande; cuantos más renglones mejor. ¿No tiene más mérito un andarín que anda cinco horas sin descansar que otro que sólo ande tres horas? ¿No apuestan los andarines a quién aguante más? Así era Bustamante, un poeta de resistencia; y así creía él que debían ser los poetas. El cambiar de metro se le antojaba una abdicación. Nada de redondillas (que además nunca le salían a derechas), romance y tente tieso; pero romance con un solo asonante (él no lo llamaba así) aunque fuese más largo el verso que de Gibraltar a Madrid.

Ahora sí, eso de que habían de estar mal los romances si caían en copla completa (consonante) le parecía a Miguel una barbaridad, con permiso de Ruedita. El que las palabras acabasen con las mismas letras, exactamente, ¿no era mérito mayor?, ¿no tenía más dificultad?, pues cuantos más consonantes en el romance, mejor. Sin saber por qué, prefería los romances agudos, porque el recurso de los verbos en infinitivo (si era en a, e o i el romance) le parecía muy útil, y cuando no bastaba eso, valía aquello de: Zas, ya, ¡tras!, ¡ah!, ¡quia!, ¡voto va!, pues, ¡eh!, ¡pardiez!, en fin, grano de anís, ¡por San Gil!, y otras interjecciones y frasecillas por el estilo.

Bustamante, como íbamos diciendo, en vez de ir a la fonda de López buscó la posada de Rueda y sorprendió al literato estudiante en el lecho, tres horas escasas después de haberse acostado el autorcillo satírico, que trasnochaba, por no ser menos que otros.

—¿Quién está ahí? —gritó asustado Rueda, que tenía la mala costumbre de cerrar su cuarto por dentro.

—¡Soy yo! —le respondió—. Mi primera en el pentagrama, mi segunda un senador, (si se le pone una diéresis) de varias obras autor.

Quería decir Mi—Güell… y Renté.

Pepito abrió, y volvió corriendo a meterse en la cama.

—¡Arriba, perezoso! —gritó el del pueblo, dejando una maleta sobre la cómoda, una manta de viaje sobre la mesa de escritorio, un paraguas sobre una silla y la sombrerera sobre la cama.

Rueda no protestó: pero no quería levantarse; le hacía daño madrugar.

—¿Cómo se entiende? ¡Arriba!

Y ¡cataplum!, el robusto autor de charadas cogió el colchón por una punta, dio un tirón y Pepito vino al suelo. No había manera de ofenderse. Así las gastaban allá. La verdad era que el empingorotado López no hubiera sufrido una broma de este calibre.

Almorzaron juntos y temprano, después de lavarse y cepillarse el del pueblo. Se le ajustó lo más barato que se pudo un cuarto con vistas a un pasillo que comunicaba, aunque no directamente, con una galería, y allí se acomodó el buen provinciano que tenía la convicción de que en Madrid todos viven así, apretados y a oscuras, y por esto no se quejó. ¡Para lo que él pensaba parar en casa!

—¿El café lo tomaremos con esos señores, por supuesto? —dijo después de almorzar Bustamante, que había encontrado el vinillo bueno y no se lo había escatimado por aquello de que lo mismo pagaba bebiendo mucho que bebiendo poco.

Esos señores eran los redactores del Bisturí, periódico en que a la sazón escribía el empecatado Rueda. Los redactores del Bisturí eran varios estudiantes —in partibus infidelium—, de la facultad de Medicina.

El Bisturí hablaba de política, de teatros, de todo, y especialmente tenía por objeto desacreditar —si tanto podía—, a los altivos catedráticos de San Carlos que osaban dejar suspensos a los malos estudiantes, aunque fuesen periodistas. Rueda era el único redactor no técnico como él decía, del periódico. Se le había buscado por su gran fama de escritor satírico y por sus ideas materialistas, demostradas en varios ataques humorísticos al culto y al clero. Esto último no le gustaba a Bustamante, fervoroso creyente, aunque no fanático, porque en él la religión era una necesidad de artista; creía por temperamento; sin un ideal no comprendía la existencia. Y al decir esto, suspiraba mirando una guitarra que también había traído consigo. En fin, lo mejor era la tolerancia, y él perdonaba de buen grado a los señores redactores del Bisturí su falta de principios religiosos, en gracia a la sección de «Charadas y acertijos» que publicaban en la cuarta plana.

Pepito advirtió que los literatos no iban al café tan temprano.

—Bueno, pues entonces iré yo antes a ver a ese López, que tiene que sacarme un destino. Espérame tú en el café, y yo iré a eso de las dos para que me presentes a esos jóvenes ilustres.

Salieron de casa juntos y en la Puerta del Sol se separaron. Bustamante bajó por la calle del Arenal. Iba hacia la casa de López como si lo llevasen al matadero; se paraba ante todos los escaparates. En la vidriera de un café vio colgados de un cordel varios periódicos. El Bisturí estaba entre ellos. Sintió cierto orgullo. ¡Él, que acababa de llegar del pueblo, era amigo de los que escribían aquel papel impreso! ¡Había almorzado con uno de los redactores! El viejecillo que vendía los papeles no pudo notar la sonrisa de lástima con que le estaba mirando Miguel Paleólogo. Compró El Bisturí y entró en el café. ¡Qué diablo! Tiempo había de ver al señor López, que después de todo, no escribía en los papeles ni hablaba en el Congreso ni era tan gran personaje como creía su mujer.

—¿Qué quiere el señorito? —le preguntó un mozo distraído. Bustamante quiso cerveza. Mala hora para tomar cerveza, pero no encontró en su memoria bebida más propia de un literato, como él era sin duda y cada vez más.

—¿Quién sabe —pensaba, mientras ponía cara de vinagre a la cerveza que tragaba—, quién sabe? Acaso mis relaciones literarias me sirvan mejor que López para mi pretensión. Donde menos se piensa… Y esta prensa satírica… influye mucho. Tal ministro que se ríe de todas las minorías, tiembla ante una caricatura o ante unos versitos satíricos de pie quebrado. Es muy posible que El Bisturí tenga más influencia que López.

Y para matar el tiempo en vez de ir a visitar al diputado, pidió papel y pluma y se puso a escribir.

No a su mujer, no. Escribió el nombre y apellido de los ministros y comenzó a manchar el pliego con versos, encima de los cuales puso: Anagramas políticos.

Así esperó la hora de ser presentado a los satíricos del Bisturí.

Cuando Miguel Paleólogo Bustamante llegó al café en que se reunían los redactores de El Bisturí, que era el Suizo Nuevo, ya los ilustres periodistas, satíricos como diablos, estaban alrededor de una mesa discutiendo, como de costumbre. Rueda los había enterado de las condiciones físicas y morales de su colaborador el de las charadas, y como notara que sus compañeros insistían en tener en muy poco al mísero provinciano, para hacerle valer recurrió a una mentira que le pareció inocente. Les dijo que era rico, y muy capaz, si allí halagaban su vanidad, de subvencionar El Bisturí, que se moría de hemotisis.

La presentación se hizo con solemnidad. Rueda estuvo en ella muy digno y serio como un introductor de embajadores. Era el muchacho andaluz de la clase de los sosos y tristones, y en su candidez, vecina de la pobreza de espíritu, propendía a mirar todas las cosas por el lado serio, que podían no tener siquiera.

Bustamante no trató ni un momento de ocultar que estaba conmovido, realmente conmovido.

En él las impresiones fuertes se traducían en un sudor copioso y de mal tono que bajaba por la frente hasta el tejado de cejas y pestañas; en una sonrisa de barro cocido, toscamente modelado, y en un ceceo tartajoso que inspiraba compasión, quitando al más cruel las ganas de burlarse.

Los redactores de El Bisturí supieron apreciar en lo que valía la humildad del provinciano, y después de significar que era ya de la mesa, que se le admitía allí como un ingenio colaborador, siguieron las disputas interrumpidas.

Bustamante colocó su taza de café en una esquina de la mesa, juzgando que harto honor era para él disponer de tan reducido espacio; se sentó al sesgo, para tomar menos sitio, y se juró en el fondo de su «fuero interno» pagar todo el gasto aquel día. Oía y callaba, y decía a todos con la cabeza que sí, que era como ellos aseguraban, aunque se contradijeran. De vez en cuando, si la discusión se acaloraba y no temía ser oído ni visto, se acercaba a su amigo Rueda y le decía en voz baja, casi por señas a veces: —¿Quién es este?

—Este que habla tan bien, ¿quién es? —preguntó primero, señalando a un joven alto, de barba negra, de buena figura, pero insulso de expresión, lacio y repugnante, porque se hacía vivaracho y gracioso cuando la pereza meridional estaba pintada en todo él pidiendo a voces silencio, reposo, vida de vegetal, nada de excitaciones cerebrales.

—¿Ese? Ese es una notabilidad —respondió de buena fe Rueda, al oído de Miguel—. Es Merengueda, que ha escrito ya un artículo en Los Lunes de El Imparcial, unos versos en La Ilustración y todo lo que ha querido en La Raza Latina y La Moda Libre.

Paleólogo se volvió para contemplar a Merengueda a su talante.

—Sí, sí, me suena —dijo.

Merengueda era el redactor principal de El Bisturí, escribía los artículos de fondo, que tenían que ser muy intencionados, sátiras como cantáridas, y de un estilo muy alegre, familiar y… vamos, barbián como decían ellos.

Merengueda (que se llamaba Narciso), tenía la desdichada habilidad de asimilarse (frase suya) todas las muletillas de moda en los periódicos festivos que él admiraba e imitaba. Como en los artículos de esos periódicos no solía haber más gracia que la de un estilo plebeyo, chabacano, desaliñado y caprichoso, plagado de idiotismos necios, de giros y vocablos puestos en uso por una moda irracional, poco trabajo le costaba al satírico de El Bisturí parecerse hasta igualarlos a los humoristas de otros papeles muy leídos y acreditados. Por lo cual los amigos de Merengueda le tenían por un Fígaro en ciernes.

Para comenzar su artículo tenía siempre una muletilla que usaba sin conciencia de ella, creyendo que cada vez se le ocurría por la primera y que tenía gracia y originalidad.

«Pues, señor, el gobierno nos quiere hacer felices, y… ¡nada!, hay que dejarle pasar con la suya; porque, lo que digo yo, señores… ». Así empezaba un día el artículo.

Y otro día: «Pues, señor; que el gobierno se quiere quedar con nosotros».

Y otro: «Pues, señor; que el gobierno es un barbián».

Y cuando no era pues señor era decididamente.

Aquello de empezar por decididamente se le antojaba a Merengueda un recurso del mejor gusto, porque parecía como que se seguía hablando… de lo que no se había hablado todavía.

A estas y otras tonterías del satírico, que debía vender dátiles, las llamaban sus admiradores «sencillez, naturalidad, facilidad».

—¡Qué fácil es el estilo de Merengueda! —decían.

Y sí era fácil, ¡como que así puede escribir cualquiera! Las ideas del redactor en jefe (pero sin subordinados) de El Bisturí corrían parejas con su estilo. Pensaba a la moda, y con la misma desfachatez y superficialidad con que escribía. Era materialista, o mejor positivista… Que no se le hablase a él de metafísica; la metafísica había hecho su tiempo, decía con un horroroso galicismo.

Había otro redactor de El Bisturí que se pintaba solo para criticar a todos los autores y artistas del mundo.

Era el primer envidioso de España, y en su consecuencia se le hizo crítico del periódico. Lo mismo hablaba y escribía de teatros, que de novelas, de poesía lírica, de historia, de filosofía, de legislación, de pinturas, de música, de arquitectura y diablos coronados.

Se llamaba Blindado y lo estaba contra todos los ataques de la vergüenza que no conocía. Hablaba en el Ateneo, donde se reía de Moisés y de Krause. Para censurar un libro que tratase materia desconocida para él (cualquier materia), comenzaba por enterarse de la ciencia respectiva por el mismo libro, y después de deberle todos sus conocimientos sobre el asunto, insultaba al autor, en nombre de la ciencia misma y le daba unas cuantas lecciones aprendidas en su libro. Si el caso era criticar un cuadro, recurría al tecnicismo de la música, y hablaba de la escala de los colores, del tono, de una especie de melodía de los matices, de las desafinaciones, de las fugas de color; pero si se trataba de música, entonces recurría a los términos de la pintura, y decía que en la ópera o lo que fuese, no había claro—oscuro, que la voz del tenor era blanca, azul o violeta, que las frases no estaban bien matizadas, que la voz no tenía buen dibujo, etc., etc. Todo lo decía al revés. También era positivista.

Los demás redactores de El Bisturí eran de las mismas trazas. Para ellos no había eminencia respetable, trataban al Himalaya como al cerrillo de San Blas.

—Ese Campoamor está chocho —decía uno.

—¡Don Federico Rubio! ¡Don Federico Rubio! Un buen cirujano, pero no es profundo, y además es poco atrevido.

—¡Encinas! Encinas comparado conmigo es como un arbusto, como oleaster.

—¡En España no hay poetas!

—¡En España no hay médicos!

—¡En España no hay chicha… !

—¡Ni limoná!

Bustamante oyendo estos y otros disparates, y con algunas copas de cognac en el cuerpo, estaba como quien ve visiones y muy colorado. Se limpiaba el sudor del robusto cuello con el pañuelo y pensaba:

—¡Señor, si tan poco valen Campoamor, Encinas, Rubio… qué poquita cosa debe de ser mi señor López el diputado… ! Decididamente no voy a visitarle. Aquí hay que darse tono.

Y acercándose a Rueda otra vez, le dijo en voz baja:

—Oye, tú, ¿qué opinan estos señores de López… el diputado de allá… ?

Lo oyó Merengueda y gritó:

—¡Valiente animal!

—¿Quién? —preguntó Blindado.

—López, el andaluz.

—¡Oh, qué bruto!

—¡Qué zángano!

—¡Un paquidermo!

—¡Un rinoceronte!

Bustamante se puso como un pavo y dijo con tono humilde:

—No crean ustedes… también allá le tenemos por un mequetrefe… Yo no pienso pagarle la visita. ¡Es un avestruz!

—¡Un dromedario! —repitió el coro.

—Eso le decía yo a mi mujer… ¡Un dromedario!

Aquella tarde lo pagó todo, como se había ofrecido, el colaborador de las charadas.

Protestaron por fórmula algunos de los presentes, el mozo vaciló breve rato y por fin cobró.

Notó Bustamante que en aquel momento todos le miraron a él con respeto, con asombro pudiera decirse, y, mientras se ponía muy colorado, sintió una vanidad infinita.

A la puerta del casino se despidieron algunos redactores del Bisturí. Paleólogo bajó por la calle de Alcalá con Rueda, Blindado y el satírico Merengueda.

Tomaron una manuela cerca de la Cibeles y como sardinas en banasta se fueron a pasear al Retiro.

Bustamante no conocía el paseo de coches, y al llegar a la explanada, cerca del invernadero, donde se abre el horizonte como si allí debajo estuviera el Océano, al ver los perfiles de los coches de lujo destacarse sobre el cielo azul, se sintió en un mundo mejor y se le figuró que no mucho, pero algo, se fijaba en él la atención de todos aquellos señores y señoras que se dejaban arrastrar a paso de tortuga, tan serios, tan silenciosos como si el ceremonioso paseo fuera parte de una solemnidad religiosa, del dios del lujo y de la moda.

Cada vez se le iba subiendo más humo a la cabeza, y con esto y el mareo de la cerveza y el cognac y el ruido y movimiento de los coches, se puso medio borracho, muy contento, sin saber por qué, y empezó a ver visiones; se le imaginaba que Merengueda y Blindado eran dos grandes literatos que iban llamando la atención, y que él, que les había pagado el café y los acompañaba en aquel simón descubierto, también iba camino de ser un personaje.

Y tal es la perversidad humana y tanto deslumbran las grandezas de la tierra, que Miguel Paleólogo tuvo que reprocharse el criminal pensamiento de pesarle que allá en el pueblo quedasen una esposa y varios hijos, como otros tantos eslabones de una cadena y ser un hombre en aquel Madrid, como Merengueda y Blindado lo eran seguramente.

Pero Miguel no tardó en desechar tan repugnantes ideas y sentimientos y experimentó en breve la saludable y moral reacción de un cariño tierno y acendrado a los pedazos de su alma que había dejado en Andalucía. Entonces preguntó a Rueda (que iba a su lado, sentado en la ceja de la asendereada manuela):

—¿Cuánto costaría poner casa en Madrid, con mujer y tres hijos?

—Hombre… un Potosí. En Madrid la vida es muy cara…

—Sí, ya sé… ¿pero cuánto?

—Además… todo es relativo…

—Sí, ya sé… ¿pero crees tú, que… con veinte mil reales al año… ?

—¡Absurdo! —gritó Merengueda, que en aquel momento saludaba a un señor que lucía un carruaje de mucho lujo, lacayos de librea oficial y un soberbio tronco.

—¿Quién es ese? —preguntó por lo bajo Miguel a Rueda.

—El ministro de la Gobernación —contestó Pepito con afectada sencillez, como si a cada momento saludasen ellos a un ministro.

—Ni con treinta mil, si es que quiere usted comer principio, puede vivir en Madrid —añadió Merengueda, como dando más importancia a la conversación que al incidente del saludo ministerial.

—Ya metí yo la pata —pensó Miguel—, ¡cómo ha de parecerle bastante dinero mil duros a un hombre a quien saluda con la mano y sonriéndose el ministro de la Gobernación!

—En rigor, eso mismo le decía yo al diputado López —continuó Bustamante, mintiendo como un bellaco—; él me decía que bastaría aquí un destino de veinte a veinticuatro… pero yo le contesté que menos de dos mil duros… nada.

—¡Y eso para vivir con hambre! —advirtió Rueda.

—¡Lo absurdo es poner casa! —dijo Blindado.

—Aquí no se debe vivir con familia y menos con casa puesta, a no ser millonario… porque entonces se puede tener otra casa fuera de casa.

Rueda rió la gracia. Merengueda dijo sonriendo:

—No está mal.

Y Miguel Paleólogo tuvo la virtud de pueblo de no comprender el chiste.

—¡Qué barbián es ese Paco! —dijo Merengueda, que deseaba volver a lo del saludo del ministro.

—¿Qué Paco? —preguntó Bustamante.

—Romero Robledo.

La mayor gloria de Merengueda era haber dado la mano cinco o seis veces al señor Romero Robledo: había tenido también el honor de que el ministro en persona le hubiera pedido cierto artículo diciendo:

—Pollo, quiero ver ese palo que V. me pega en El Bisturí… Creo que tiene mucha gracia y a mí me gusta ver el talento, aunque sea en el enemigo…

Aquel acontecimiento no era sólo gloria de Merengueda, sino de toda la redacción. ¡El ministro sabía que El Bisturí le había dado un palo!

Desde entonces siguió pegándole… pero con palo dulce; le llamaba guapo, barbián, buen amigo, generoso, feliz mortal, etc., etcétera.

Cuando oyó todo esto del ministro, Miguel se hinchó de satisfacción y por poco tira de su asiento al pobre Rueda.

—¿Y diga V.; en qué número… salió ese palo? —preguntó Bustamante temblando de emoción.

—En el 24… sí, en el 24 creo…

¡Oh, felicidad! En el 24 precisamente venía un logogrifo suyo cuya solución era Vercingétorix.

¡Era posible que el ministro hubiese leído el logogrifo! ¡Qué honor! ¡Qué diría su mujer cuando lo supiese! Miguel recordó las picardías enigmáticas que había escrito por la mañana en el café y se prometió atenuar los insultos en verso que dirigía al de Gobernación.

Y es más, cuando el coche del ministro volvió a pasar junto a la manuela del Bisturí, Bustamante, sin que lo notasen sus amigos, saludó al señor Romero Robledo con un saludo zurdo y vergonzante, pero lleno de abnegación y desinterés; el ministro no le contestó porque no le vio siquiera. Iba sonriendo, eso sí, pero no a él, no a Paleólogo, sino al universo mundo.

Blindado no trataba a ningún ministro.

Le apestaba la política… Pero también tuvo su saludo interesante.

Una señora de unos cuarenta años, que iba sola en una carretela con escudo nobiliario, triste, aburrida se animó al ver a Blindado, se irguió y le saludó con el abanico y con la gracia del mundo.

Blindado saludó con las líneas quebradas que usaban entonces los pollos elegantes.

Rueda guiñó el ojo a Merengueda, que se puso pálido de envidia.

Miguel, temiendo ser indiscreto, no preguntó nada, pero admiró, desde otro punto de vista, al afortunadísimo Blindado, que no sólo era un gran crítico, sino que se veía saludado de aquel modo por marquesas muy elegantes, aunque jamonas.

—Decididamente —pensó Bustamante imitando el estilo de Merengueda—, estos muchachos son notabilidades y El Bisturí es un periódico de fuste. ¡Oh! ¡Si no hay como la prensa satírica!

Ya cerca del oscurecer se apearon frente al Suizo.

Miguel inmediatamente se acercó al cochero, se impuso y pagó.

—¡De ningún modo… !

—No puede ser…

—¡Cobre usted! —gritó con energía el provinciano, aludiendo al duro que había entregado al asturiano del pescante (perífrasis que prefiero a llamarle automedonte).

—Esti duro non me paez buenu, señuritu…

En efecto, aquel duro era falso, si bien no era el mismo que le había entregado Miguel.

De buena gana hubiera discutido la cuestión Paleólogo, pero le pareció ridículo tener allí a sus ilustres amigos detenidos, llamando la atención por tan poca cosa. Podían pasar el ministro y la marquesa y enterarse. ¡De ningún modo lo consentiría él!

Dio otro duro y el cochero le devolvió una peseta.

El escéptico Blindado cuando ya la manuela había desaparecido, tuvo una duda.

—Mire V. esa peseta… ¡Esa sí que será falsa probablemente… !

Miguel tuvo pronto la seguridad de que era falsa en efecto.

Blindado sonrió con amargura… y cierta satisfacción.

Y Miguel, olvidando aquel par de duros pensó admirado:

—¡Cómo conoce este hombre el corazón humano! Así él seduce marquesas y despelleja autores.

En aquel instante se le ocurrió a Blindado el siguiente galicismo:

—¿Si comiéramos en el Inglés?

La proposición fue aprobada por unanimidad, pero se le impuso una condición a Bustamante: que no había de pagar él por todos.

—¡A la inglesa! —exclamó Ruedita.

—¡A la inglesa! —repitió Blindado con menos fervor.

—Bueno, señores, no se hable de eso —respondió Paleólogo, sonriendo con malicia, que daba a entender su oculto pensamiento: pagarlo él todo. Estaba decidido a hacer carrera por allí, por la prensa satírica, y no vacilaba en sacrificar un billete de cien pesetas, que destinaba a aquella comida magna. Él había oído decir que muchos ricachos de pueblo se habían hecho hombres en Madrid sin más que dar banquetes a los personajes. Pues él quería hacer lo mismo.

Subieron a los comedores, buscaron un gabinete para cuatro cubiertos y el mozo les preguntó, con un aire de gran señor que desorientó a Bustamante:

—¿Cubierto?

Rueda y Merengueda se miraron vacilantes, pero Blindado, águila en ciertos asuntos, sobre todo en el conocimiento del corazón humano, como había pensado muy bien Bustamante, se apresuró a decir:

—¡No, hombre, no! Trae la lista.

A Miguel le extrañó que Blindado tutease al camarero de las patillas, y se dijo: —Estos hombres audaces son los que suben. ¡Cuánto daría yo por atreverme a tutear a ese… señor mozo!

El comedor en que estaban tenía su diván y espejo rectangular, de cajón en semejantes lugares comunes. Pero a Bustamante le pareció aquello un lujo superior a los propios merecimientos. El diván ancho y bien mullido le parecía un incentivo demasiado fuerte de la voluptuosidad. Cuando le dijeron que allí se comía con amiguitas y que aquellos nombres inscritos en el espejo con diamantes eran de las palomas torcaces que solían acudir al reclamo de una buena mesa, Paleólogo sintió vacilar el edificio de sus creencias morales de provinciano morigerado. Ya desde su pueblo traía el proyecto vago, indeciso, de ser infiel a su esposa una sola vez, no por nada, sino por ver de todo, por saber lo que había adelantado la civilización en cierto ramo que en su tiempo estaba muy atrasado. Aquel diván y aquel espejo le recordaron su plan en boceto de infidelidad transitoria.

Trajo el camarero la lista, que estaba en francés de folletín traducido.

Blindado puso el tarjetón en manos de Miguel diciendo:

—Que escoja el señor; es su derecho de forastero.

Miguel se puso colorado y el consabido sudorcillo de las situaciones apuradas comenzó a inundarle el cogote.

Él había traducido francés, en otra época, había leído el Telémaco y algo del Gil Blas… Pero temía que la lengua del vecino imperio, como él llamaba a Francia, y eso que hacía algunos años de la caída de Napoleón, temía que la lengua del vecino imperio se le hubiese ido de la memoria.

Lo primero que vio fue la lista de los vinos, porque había empezado por el reverso.

Pidió tres o cuatro châteaux, por lo pronto. Después se limpió el sudor con el pañuelo y volvió a la carga. Todo lo que veía tenía nombre de vino; además lo decía arriba: Vins, y esto significaba vinos o él había olvidado el francés. —Pues, señor —pensaba entre congojas—, ¿si será moda ahora emborracharse con toda clase de vinos y no comer?

—Señores —dijo en voz alta—, esto me parece demasiado egoísmo; a mí me gusta de todo, escojan ustedes.

Entonces Blindado tomó la lista, le dio la vuelta y pidió de lo más suculento y sabroso, nombrándolo en francés y preguntando a cada plato a Miguel:

—¿Le gusta a V. esto?

El otro aprobaba sin entender palabra. ¡Diablo de francés! Aquello no era lo que él había leído en el Telémaco… écrevisse… asperges. El sabio Fenelón no decía palabra de estas cosas. Indudablemente, las lenguas cambiaban, como todo. Afortunadamente él, Miguel Paleólogo, se tenía por hijo de su siglo y estaba dispuesto a comer todos aquellos que se le antojaban neologismos franceses, y hasta dispuesto a pagarlo.

Se comió bien; con los mariscos se ensañó Blindado, que tenía proyectos trascendentales. Comieron ostras, langosta, langostinos, calamares, todo ello regado con los vinos correspondientes. A mitad de comida, Miguel, que había perdido el miedo y se ahogaba en sudor, tuteó al mozo para decirle:

—Oye, tú, ¿hay encendida por ahí alguna estufa?

El mozo sonrió, dando a entender que comprendía el chiste. Miguel creía en la estufa oculta.

—La estufa la tienes tú aquí, troglodita —dijo Blindado, dando una palmadita familiar en el abdomen, respetable al fin, de Bustamante.

Y acercándose al oído del provinciano le dijo algo que le obligó a mirar al diván con ojos llenos de lujuria.

—¿Odaliscas, eh? ¡Ah, pillín! —gritó entre carcajadas grotescas el hombre de las charadas.

—¡Cuidado! —dijo Ruedita, en voz baja, a Blindado.

—¿Por qué?

—Porque me lo vas a emborrachar de veras.

—¿Y qué?

—¡No hay que abusar! —advirtió con gravedad de borracho prudente Merengueda, que comía y bebía más que todos y estaba muy pálido.

Muy bien le pareció a Bustamante lo de tomar helado antes de terminar la comida; era cosa nueva para él semejante intermedio, pero lo reputó excelente.

—¡Y mi mujer —pensaba—, que nunca da leche merengada a los chiquillos si no han hecho antes la digestión! ¡Qué preocupaciones hay en los pueblos!

—¡Preocupaciones! —siguió reflexionando—. ¡Quién sabe, después de todo, si esto de la fidelidad conyugal será también una preocupación! Después de todo, la moral es relativa, como decía hoy este talentazo de Blindado en el café.

—¿Odaliscas, eh? ¿Con que odaliscas? —repitió en voz alta, riendo como un fauno.

—¡Hola, no le ha caído en saco roto! —dijo el crítico, que aproximó su silla a la de Miguel.

Hablaron en voz baja.

Rueda y Merengueda conferenciaron también.

A los dos les daba la borrachera por la prudencia. Rueda decía:

—¡Esto es abusar! Ese Blindado cree que por venir de provincias es tonto mi amigo… ¡Quiere explotarle y degradarle… !

—¡Es un cínico! ¡Esta comida le va a costar un dineral! ¡Ha pedido de lo mejor! —respondió Merengueda, serio y sin perder bocado.

—¿A quién le va a costar un dineral?

—A Blindado… ¿Pues a quién? Ya que él la pidió así, que la pague; yo no traigo aquí más que dos duros…

—¡Pues lo menos nos sube a cinco por barba!

—¡Y ese otro bestia ha pedido tanto vino… !

—¡Y caro… ! Yo traigo seis pesetas.

—¡Pues que pague Blindado!

—¿Con qué?

—¡Qué sé yo!, con las costillas… ¡yo no pago! —y Merengueda comía, serio, taciturno, pálido, olvidado de que era un humorista de fondos políticos.

Blindado, levantando el gallo, decía:

—¿Pues qué duda tiene? La moral es relativa… tienes razón, Miguelito; has coincidido con Pascal; verdad aquí… error al otro lado de los Pirineos. El hombre es naturalmente lascivo, el pudor en la mujer, una convención… Las mujeres de unas islas… las islas… las islas… en fin,

Más allá de las islas Filipinas.

Pues bien, las mujeres de allí se arrojan al agua para acercarse a nado a las naves de los europeos y ofrecerles su cuerpo a cambio de abalorios, pañuelos de seda y otras baratijas…

—¡Así se abrió España al cartaginés! —observó Bustamante, satisfecho de haber colocado oportunamente una cita de primeras letras.

Blindado y Miguel Paleólogo quedaron en que la moral era relativa y en ir aquella noche a visitar a varias damas de las Camelias, irredimibles y hasta empeñadas.

Cuando llegó la hora de pagar, Bustamante se impuso. Estaba bastante borracho para no admitir competencia. Gritó, insistió en pagar él solo, cuando ya nadie le llevaba la contraria. Entregó, sin saber lo que hacía, un billete de cien pesetas, y el camarero le devolvió unas cuantas en una bandeja plateada. La bandeja deslumbró a Paleólogo, que se guardó aquellas creyendo que eran un dineral.

—¡La propina, hombre! —le advirtió Blindado.

—¡Ah, caballero, usted dispense… ! Toma —añadió, recordando que debía llamar de tú al mozo. Y le dio un reluciente Amadeo.

—¿A dónde vamos? —preguntó Rueda en la calle.

—¡Hombre! Vamos a ver a esas señoras… amigas de… —dijo como pudo Miguel.

—No —observó Blindado—, has de saber, compadre, que en la alta sociedad no reciben tan temprano. Ahora vamos al Real. Allí verás marquesas llanas y populares que no vacilan en codearse con cualquiera. Iremos al paraíso, que es donde están esas marquesas de incógnito. Nuestro traje no nos permite presentarnos en las butacas; los palcos por asiento son cursis… Vamos al paraíso.

—Sí, sí, vamos.

Miguel había oído en su pueblo que en el paraíso se juntaba lo mejor de Madrid; que iba allí cada marquesa y cada duquesa, así, como quiera, de trapillo. A él se lo había dicho un gobernador de provincia, que también asistía al paraíso cuando era gobernador cesante, y no se avergonzaba; iba, también, como un cualquiera.

Rueda y Merengueda, que tenían la borrachera antipática de la prudencia, dejaron solos a Blindado y Paleólogo.

—¡Nos lavamos las manos! —dijo Rueda.

—Eso es —añadió Merengueda—, no queremos ser responsables de las picardías de ese tuno.

Rueda hablaba de pedir una satisfacción a Blindado al día siguiente. Le había secuestrado al amigo, al probable protector de El Bisturí.

Miguel llegó con su nuevo Mentor madrileño al paraíso del Real.

—Sobre todo no seas tímido —le había dicho Blindado, por la escalera, que no se acababa nunca—. No seas tímido; aquí todo se hace al vapor, el amor inclusive. Siéntate junto a una chica guapa, que probablemente será hija de un título. Oprímala usted; si ella resiste al palo… písela usted el pie. (Volvía a darle tratamiento de usted.)

—¿Y si ella está en el banco inferior?

—Entonces le pisa usted una mano… Es decir, eso no; en fin, la topografía dirá a usted cómo y cuándo ha de pisar o tocar, o lo que sea.

—Sentémonos aquí, que se domina el escenario.

—No, señor, eso es cursi. No hay que ver, sino oír. Los inteligentes, los críticos nos sentamos aquí abajo.

Paleólogo siguió a su amigo a los bancos inferiores. Se sentaron en la sombra. Desde allí no se veía más que el cielo mitológico y la gradería paradisíaca. Pronto comenzó la orquesta a hacer temblar el aire. Se trataba del Rienzi, de Wagner. Paleólogo estaba aturdido con tal estrépito, y grande fue su asombro al ver levantarse a todos los de aquel banco, que eran, sin duda, los inteligentes, y gritar como energúmenos, enseñando los puños y los bastones a los dioses del techo:

—¡Más tambores! ¡Faltan tambores! ¡Se defrauda al público! ¡Más tambores!…

—¡Más tambores! ¡Dios mío! —pensaba Paleólogo—. ¿Para qué querrán tanto parche estos caballeros?

Lo que es no entenderlo: él creía que sobraban tamborileros. No tardó en olvidarse del arte para no pensar más que en una joven rubia que tenía cerca de sí, a su espalda, la cual ya le pisaba los faldones del chaquet. Era muy blanca y muy relamida, y Bustamante la tuvo por duquesa desde la primera mirada con que ella se dignó favorecerle, al volver él la cabeza para contemplarla. De mirada en mirada, el provinciano iba perdiendo la poca cabeza que le quedaba, y sin encomendarse al diablo (que a Dios no había de ser), se atrevió a pisar un pie diminuto, de la duquesita; pero se lo pisó con la mano, que todo era pisar, tratándose de Paleólogo. No había otro modo. Calló la niña y no retiró aquella monada, que tenía entre dedos gordos y blandos el atrevido lugareño.

—¡Esto es hecho! —pensó Paleólogo—. Aventura tenemos. La duquesa de Pinohermoso, pongo por pino, se ha prendado de mí… Perdone mi mujer, pero esto honra a la familia. Además, la moral es relativa y en Madrid es cursi andarse con repulgos.

Y atreviéndose más, tocó el elástico de la bota de la duquesa (que traía botas con elástico). Todavía calló la aristócrata.

A Miguel le daba vueltas el paraíso delante de los ojos… Se ahogaba… no sentía más que una audacia sin límites… Puso la mano sobre un tobillo redondo, tentador… y acto continuo creyó que le habían roto la espina dorsal, merced a un puntapié que la duquesa tuvo a bien aplicarle, salva la parte, con toda la energía de su pudor sobresaltado.

La duquesita le llamó sin vergüenza y mal cabayero y le preguntó retóricamente que por quién la había tomado, añadiendo que si estuviese allí su papá… Pero estaba la mamá, que llamó a Alfredito, un novio para la niña, sentado un poco más arriba. Alfredito desafió in continenti al provinciano, entre los siseos del público. En el escenario andaban a sablazos con gran estrépito también. Miguel aceptó el reto sin ver, oír ni entender; creía que estaba loco, y escapó de aquellos bancos perseguido por los silbidos del público inteligente. En el entreacto, Blindado salió en busca de Miguel, le dijo que no valía la pena abroncarse por tan poco. Aquella señorita no era duquesa, sino hija de un empleado en consumos, una cursi de las pocas que se deslizaban entre la buena sociedad del paraíso. Por eso ella había gritado. Cuando diera con una verdadera señora, vería Paleólogo cómo no se quejaba por mucho que él se insinuara.

Sin embargo, Bustamante se juró a sí mismo no insinuarse más, y se fue a los bancos altos de la izquierda (del espectador), para contemplar a su gusto a la familia real, que estaba en frente, allá abajo, en su palco de diario. Tomó unos gemelos de alquiler y embelesado admiraba al rey, a la reina y a las infantas. Un profundo sentimiento de amor a la monarquía y a la dinastía le embargaba el alma; la música hacía mayor su entusiasmo. El rey tomó unos gemelos muy grandes, paseó la mirada por el teatro, y… ¡oh, placer! se le antojó mirar hacia arriba… ¡Paleólogo creyó que le miraba a él y que le miraba con fijeza!… No, no debía de ser a él… ¡pero sí… era a él!… En rigor, no era un desconocido, así, en absoluto, para Su Majestad. Al pasar el tren real por el pueblo, siendo Paleólogo concejal, había saludado a Su Majestad en la plataforma del wagón… y el rey se había sonreído e inclinado la cabeza… como ahora… También se sonreía ahora.

—¡Oh, no cabe duda, es a mí!

Y Paleólogo saludó a S. M., que ni siquiera veía al ex concejal.

El entusiasmo dinástico le duró hasta el final de la ópera. Contemplando estaba a sus anchas, con los ojos metidos por los cristales de los gemelos, cómo la familia del monarca se despedía del público, a los acordes de la marcha real, cuando oyó dos silbidos a su lado, muy cerca y toses y otros ruidos subversivos… Volvió la cabeza indignado, ardiendo en celo monárquico y se encontró con un guardia de orden público que, sujetándole por el cuello de la camisa le intimó la rendición de su persona con todos sus derechos ilegislables.

—Todos los de este banco… desde aquí… hasta aquí… ¡presos!

—¡Pero, señor!…

—¡Silencio!

Y la autoridad, en forma de media docena de polizontes, llevó al mísero Paleólogo a la prevención, en compañía de otros seis malhechores, todos estudiantes menos él.

—¡Blindado! —gritaba Miguel al bajar aquella escalera que había subido lleno de ilusiones.

Pero Blindado no aparecía.

Durmió en la prevención el mísero Bustamante. Así pasó su primera noche en Madrid.

Y al día siguiente, tuvo que salir desterrado a Guadalajara, con otros estudiantes.

La Correspondencia lo decía: «Don Miguel Bustamante, alumno de la facultad de Medicina; Don Pedro Pérez, de la de Farmacia, y Don Antonio Gómez, de la de Ciencias, han sido desterrados a Guadalajara a consecuencia del escándalo del Teatro Real, de que ya dimos cuenta a nuestros lectores».

Los primeros días de su destierro en Guadalajara se aburrió mucho Miguel Paleólogo. Su carácter de víctima de nuestras disensiones políticas, le tenía muy orgulloso y descontentadizo. Hablaba poco con la patrona, nada en la mesa, iba al café y pedía su veneno correspondiente por señas, y sin decir una palabra pagaba.

Empezó a escribir sus memorias para entretener sus ocios.

Un extracto de aquel diario nos ahorrará muchos párrafos de soporífera narración.

Copio:

«Guadalajara es un poblachón que yace bajo el poder de un militarismo invasor.

»No se ve más que capotes azules y franjas de pantalón partidas en dos.

»Me han presentado en el café a varios caballeros alumnos de la Academia de Ingenieros. Simpatizamos.

»Presentación en el Casino. No hay más que caballeros alumnos. Un joven toca el piano… con los tacones y las espuelas.

»Me va gustando Guadalajara. Los paisanos me llaman ya el ingeniero, por mis relaciones con el elemento militar. Después de todo, los ejércitos permanentes son una necesidad.

»Velita, que es el diablo y además una cosa que llaman aquí perdigón, es mi íntimo amigo.

»Velita me aconseja que enamore a doña Nicolasa, que ignora mi estado. Cierto que la moral es relativa, como decía muy bien Blindado, pero, ¿y si don Serapio, el hermano de doña Nicolasa, averigua mis planes y me desloma?

»¡Dios mío!, ¡en buena me he metido! ¡Un desafío con doña Nicolasa!, lo que yo me temía. Leo lo escrito y enmiendo: el desafío no es con doña Nicolasa sino con don Serapio, su hijo, digo, su hermano. No sé lo que me escribo. ¿Por qué sería doña Nicolasa tan sensible y yo tan calavera y tan… tan… tarantán? ¡A buena hora mangas verdes!, después del burro muerto…

»Leo lo de mangas verdes y no lo borro porque me he propuesto escribir en estilo familiar y decir todo lo que siento, confesar mis debilidades y darme bombo siempre que lo merezca, como lo hacía J. J. Rousseau.

»Me he portado bastante bien sobre el terreno. Don Serapio me pidió una explicación y yo se la di por consejo de Velita. Pagué la cena para todos aquellos señores y ya no se hablará más del asunto. Pero permítaseme consagrar un suspiro a la memoria de estos amores efímeros y dulces, y a la de su víctima propiciatoria, como creo que se dice, aunque no estoy seguro. ¡Ay, pobre Nicolasa!

»¡Gran éxito! En la tertulia de las de Pintiparado hemos representado charadas Velita y yo, con acompañamiento de caballeros alumnos y señoritas de la localidad y de Marchamalo. Yo he representado varias fábulas de Esopo. Dicen que el asno lo figuraba tan bien que no me faltaba más que rebuznar. No, y yo hubiera rebuznado, pero la charada clásica debe ser muda.

»Me ha llamado a su despacho el señor gobernador. Tengo un poco de miedo, aunque poco. ¿Será por lo de doña Serapia, digo, Nicolasa (¡ingrato!) o será por causas políticas?

»Era por causas políticas. Mis charadas de El Bisturí me han comprometido. Se me sigue causa en rebeldía y el gobernador me entrega al juez, que me entregará a la guardia civil.

»¡Yo sí que voy a entregarla de esta!

»¡La gloria es un martirio! La Academia en masa me ampara y pide al gobernador casi amotinada, que aplace mi prisión… pero a mí no me llega la camisa al cuerpo. Esos caballeros alumnos, cuya buena intención agradezco, pueden empeorar mi causa.

»El gobernador acaba de acceder a la petición de los ingenieros y se dará en el teatro esta misma noche una función a mi beneficio. Yo representaré charadas y haré de hijo en Verdugo y sepulturero. Después, saldré entre civiles del teatro. Definitivamente, soy un mártir de las ideas y un genio. Lo de genio no se lo diré a nadie por ahora, pero lo soy…

»Necesito coordinar mis ideas… ¡Qué emociones!… El teatro lleno de uniformes… la escena llena… de roses… En cuanto yo exclamé:

Yo derribo una cabeza
siempre del primer hachazo…

los caballeros alumnos, como otros tantos caballeros energúmenos, se levantaron, locos de entusiasmo, y a gritos, a palmadas, hasta sablazos creo, improvisaron la ovación más descomunal de todos los siglos, por lo menos de todos los siglos en que ha habido ingenieros militares. ¡Qué entusiasmo! El tablado se cubrió de roses, después se cubrió de caballeros alumnos. Velita me quiso ahogar en un abrazo.

»Me sacaron en procesión por las calles.

»El gobernador mandó a los civiles para rescatarme… Palos, sablazos, tiros… ¡qué sé yo! Dormí en el calabozo de la Academia. Aquello fue una equivocación, pero dormí dentro del fuero militar.

»Al día siguiente comparecí ante el director de la ilustre escuela. Era un brigadier medio ciego, muy ordenancista y de muy malas pulgas. Me llamó caballero alumno y me mandó arrestado, mientras se me formaba sumaria. Creyó que era yo ingeniero. No me permitió sacarle de su error y fui arrestado en nuevo calabozo.

»Ocho días después, salíamos desterrados para Andalucía 'varios alumnos de la Academia de ingenieros militares, entre ellos el Sr. D. Miguel Paleólogo Bustamante, complicado en otras causas políticas'. Al menos así lo decía La Correspondencia.

»Yo me encontré, de justicia en justicia, entregado a la de mi pueblo. Entré en mis lares en calidad de estudiante, periodista y caballero alumno de ingenieros, desterrado por causas políticas.

»Mi mujer, mis hijos lloran conmigo en el destierro, algo menos penoso por las dulzuras del hogar.

»Como sigo cesante, el pan, el poco pan que comemos es negro. ¡El negro pan del destierro!

»Toda mi familia, todos mis vecinos, se esfuerzan por consolarme… pero ¡ay!, en vano, mi llanto es inagotable.

»Por mucho que ellos quieran endulzar mi amargura, yo no dejaré de ser una víctima de nuestras disensiones políticas.

»¡Soy un desterrado!

»Cierto que esta es mi esposa, estos mis hijos, esta mi casa, este mi lecho, este mi gorro, mi inveterado gorro de dormir…

»Pero, ¿y el sol de la patria?

»PALEÓLOGO».


Oviedo, 1884.

Zurita

I

—¿Cómo se llama V.? —preguntó el catedrático, que usaba anteojos de cristal ahumado y bigotes de medio punto, erizados, de un castaño claro.

Una voz que temblaba como la hoja en el árbol respondió en el fondo del aula, desde el banco más alto, cerca del techo:

—Zurita, para servir a V.

—Ese es el apellido; yo pregunto por el nombre.

Hubo un momento de silencio. La cátedra, que se aburría con los ordinarios preliminares de su tarea, vio un elemento dramático, probablemente cómico, en aquel diálogo que provocaba el profesor con un desconocido que tenía voz de niño llorón.

Zurita tardaba en contestar.

—¿No sabe V. cómo se llama? —gritó el catedrático, buscando al estudiante tímido con aquel par de agujeros negros que tenía en el rostro.

—Aquiles Zurita.

Carcajada general, prolongada con el santo propósito de molestar al paciente y alterar el orden.

—¿Aquiles ha dicho V.?

—Sí… señor —respondió la voz de arriba, con señales de arrepentimiento en el tono.

—¿Es V. el hijo de Peleo? —preguntó muy serio el profesor.

—No, señor —contestó el estudiante cuando se lo permitió la algazara que produjo la gracia del maestro. Y sonriendo, como burlándose de sí mismo, de su nombre y hasta de su señor padre, añadió con rostro de jovialidad lastimosa—: Mi padre era alcarreño.

Nuevo estrépito, carcajadas, gritos, patadas en los bancos, bolitas de papel que buscan, en gracioso giro por el espacio, las narices del hijo de Peleo.

El pobre Zurita dejó pasar el chubasco, tranquilo, como un hombre empapado en agua ve caer un aguacero. Era bachiller en artes, había cursado la carrera del Notariado, y estaba terminando con el doctorado la de Filosofía y Letras; y todo esto suponía multitud de cursos y asignaturas, y cada asignatura había sido ocasión para bromas por el estilo, al pasar lista por primera vez el catedrático. ¡Las veces que se habrían reído de él porque se llamaba Aquiles! Ya se reía él también; y aunque siempre procuraba retardar el momento de la vergonzosa declaración, sabía que al cabo tenía que llegar, y lo esperaba con toda la filosofía estoica que había estudiado en Séneca, a quien sabía casi de memoria y en latín, por supuesto. Lo de preguntarle si era hijo de Peleo era nuevo, y le hizo gracia.

Bien se conocía que aquel profesor era una eminencia de Madrid. En Valencia, donde él había estudiado los años anteriores, no tenían aquellas ocurrencias los señores catedráticos.

Zurita no se parecía al vencedor de Héctor, según nos le figuramos, de acuerdo con los datos de la poesía.

Nada menos épico ni digno de ser cantado por Homero que la figurilla de Zurita. Era bajo y delgado, su cara podía servir de puño de paraguas, reemplazando la cabeza de un perro ventajosamente. No era lampiño, como debiera, sino que tenía un archipiélago de barbas, pálidas y secas, sembrado por las mejillas enjutas. Algo más pobladas las cejas, se contraían constantemente en arrugas nerviosas, y con esto y el titilar continuo de los ojillos amarillentos, el gesto que daba carácter al rostro de Aquiles era una especie de resol ideal esparcido por ojos y frente; parecía, en efecto, perpetuamente deslumbrado por una luz muy viva que le hería de cara, le lastimaba y le obligaba a inclinar la cabeza, cerrar los ojos convulsos y arrugar las cejas. Así vivía Zurita, deslumbrado por todo lo que quería deslumbrarle, admirándolo todo, creyendo en cuantas grandezas le anunciaban, viendo hombres superiores en cuantos metían ruido, admitiendo todo lo bueno que sus muchos profesores le habían dicho de la antigüedad, del progreso, del pasado, del porvenir, de la historia, de la filosofía, de la fe, de la razón, de la poesía, de la crematística, de cuanto Dios crió, de cuanto inventaron los hombres. Todo era grande en el mundo menos él. Todos oían el himno de los astros que descubrió Pitágoras; sólo él, Aquiles Zurita, estaba privado, por sordera intelectual, de saborear aquella delicia; pero en compensación tenía el consuelo de gozar con la fe de creer que los demás oían los cánticos celestes.

No había acabado de decir su chiste el profesor de las gafas, y ya Zurita se lo había perdonado.

Y no era que le gustase que se burlaran de él; no, lo sentía muchísimo; le complacía vivamente agradar al mundo entero; mas otra cosa era aborrecer al prójimo por burla de más o de menos. Esto estaba prohibido en la parte segunda de la Ética, capítulo tercero, sección cuarta.

El catedrático de los ojos malos, que tenía diferente idea de la sección cuarta del capítulo tercero de la segunda parte de la Ética, quiso continuar la broma de aquella tarde a costa del Aquiles alcarreño, y en cuanto llegó a la ocasión de las preguntas, se volvió a Zurita y le dijo:

—A ver, el señor don Aquiles Zurita. Hágame V. el favor de decirme, para que podamos entrar en nuestra materia con fundamento propio, ¿qué entiende V. por conocimiento?

Aquiles se incorporó y tropezó con la cabeza en el techo; se desconchó este, y la cal cubrió el pelo y las orejas del estudiante. (Risas.)

—Conocimiento… conocimiento… es… Yo he estudiado Metafísica en Valencia…

—Bueno, pues… diga V., ¿qué es conocimiento en Valencia?

La cátedra estalló en una carcajada: el profesor tomó la cómica seriedad que usaba cuando se sentía muy satisfecho. Aquiles se quedó triste. «Se estaba burlando de él, y esto no era propio de una eminencia».

Mientras el profesor pasaba a otro alumno, para contener a los revoltosos, a quien sus gracias habían soliviantado, Zurita se quedó meditando con amargura. Lo que él sentía más era tener que juzgar de modo poco favorable a una eminencia como aquella de los anteojos. ¡Cuántas veces, allá en Valencia, había saboreado los libros de aquel sabio, leyéndolos entre líneas, penetrando hasta la médula de su pensamiento!

Tal vez no había cinco españoles que hubieran hecho lo mismo. ¡Y ahora la eminencia, sin conocerle, se burlaba de él porque tenía la voz débil y porque había estudiado en Valencia, y porque se llamaba Aquiles, por culpa de su señor padre, que había sido amanuense de Hermosilla!

Sí, Aquiles era un nombre ridículo en él. Su señor padre le había hecho un flaco servicio; ¡pero cuánto le debía!, bien podía perdonarle aquella ridiculez recordando que por él había amado los clásicos, había aprendido a respetar las autoridades, a admirar lo admirable, a ver a Dios en sus obras y a creer que la belleza está en todo y que la poesía es, como decía el gran Jovellanos, «el lenguaje del entusiasmo y la obra del genio». ¡Oh dómine de Azuqueca, tu hijo no reniega de ti, ni de tu pedantería, a la que debe la rectitud clásica de su espíritu, alimento fuerte, demasiado fuerte para el cuerpo débil y torcido con que la naturaleza quiso engalanarle interinamente!

Pero, aquel mismo señor catedrático, seguía pensando Zurita, ¿hacía tan mal en burlarse de él? ¡Quién sabe! Acaso era un humorista; sí, señor, uno de esos ingenios de quien hablan los libros de retórica filosófica al uso. Nunca se había explicado bien Aquiles en qué consistía aquello del humour inglés, traducido después a todos los idiomas, pero ya que hombres más sabios que él lo decían, debía de ser cosa buena. ¿No aseguraban algunos estéticos alemanes (¡los alemanes!, ¡qué gran cosa ser alemán!) que el humorismo es el grado más alto del ingenio? ¿Que cuando ya uno, de puro inteligente, no sirve para nada bueno, sirve todavía para reírse de los demás? Pues de esta clase, sin duda, era el señor catedrático: un gran ingenio, un humorista, que se reía de él muy a su gusto. Claro, ¿a quién se le ocurre llamarse Aquiles y haber estudiado en Valencia?

II

Tenía ya treinta años. Hasta los quince había ayudado a su padre a enseñar latín; a los veinte se había hecho bachiller en artes en el Instituto de Guadalajara; después había vivido tres años dando paso de Retórica, Psicología, Lógica y Ética a los niños ricos y holgazanes. Un caballero acaudalado se lo llevó a Oviedo en calidad de ayo de sus hijos, y allí pudo cursar la carrera del Notariado. A los veinticinco años la historia le encuentra en Valencia sirviendo de ayuda de cámara, disfrazado de maestro, a dos estudiantes de leyes, huérfanos, americanos. A cada nuevo título académico que adquiría Zurita cambiaba de amo, pero siempre seguía siendo criado con aires de pedagogo. Parecía que su destino era aprenderse de memoria, a fuerza de repetirlas, las lecciones que debían saber los demás. Al cabo supo todo lo que ignoraban los que medraron mucho más que él. Zurita les enseñaba… y ellos no aprendían; pero ellos subían y él no adelantaba un paso.

Estas reflexiones no son de Zurita. Aquiles seguía pensando que era muy temprano para medrar. A los veintisiete años emprendió la carrera de filosofía y letras, que, según él, era su verdadera vocación. «Ahora me toca estudiar a mí» se dijo el infeliz, que no había crecido de tanto estudiar; que tenía una palidez eterna, como reflejo de la palidez de las hojas de sus libros.

¿De qué vivía Zurita después que dejó de enseñar Retórica y cepillar la ropa a sus discípulos? Vivía de sus ahorros. El ahorro era una religión y una tradición familiar para Aquiles. El amanuense de Hermosilla, el que había copiado en hermosa letra de Torío toda la Ilíada en endecasílabos, había sido, además de humanista, avaro; guardaba un cuarto y lo ponía a parir; y a veces los cuartos del dómine de Azuqueca parían gemelos. Desde niño Aquiles que tenía la moral casera por una moral revelada, se había acostumbrado al ahorro como a una segunda naturaleza. La idea del fruto civil le parecía tan inherente a las leyes de la creación como la de todo desarrollo y florecimiento. Así como la tierra —o sea Demetera según Zurita— de su fecundo seno saca todos los frutos, así el ahorro en el orden social produce el interés, su hijo legítimo. Malgastar un cuarto le parecía al tierno Aquiles tan bárbara acción como hacer malparir a una oveja o aplastarle en el vientre los póstumos recentales, o como destrozar un árbol robándole la misteriosa savia que corría a nutrir y dar color de salud a los frutos incipientes.

Cuando leyó, hombre ya, la apología que escribió Bastiat del petit centime, Aquiles lloró enternecido. Bastiat fue para él un San Juan del evangelio económico.

Aquello que la ciencia le decía lo había él adivinado. Pero ¡con qué elocuencia lo demostraba el sabio! ¡La religión del interés! ¡La religión del ahorro! ¡Las armonías del tanto por ciento!… Esto era lo que él había aprendido empíricamente en el hogar bendito. «El dómine de Azuqueca era, además de un Quintiliano, un Bastiat inconsciente!». Zurita alababa la memoria de su padre, que tenía un altar en su corazón; y prestaba dinero a interés a sus condiscípulos. Como él era estoico, le costó poco trabajo vivir como un asceta; apenas comía, apenas vestía; su posada era la más barata de Valencia; le sobraba casi todo el sueldo que le daban los estudiantes americanos, como antes le había sobrado la soldada que recibía del ricacho de Oviedo. Cuando Zurita se decidió a estudiar de veras, con independencia, sin dar lecciones ni limpiar botas, reunía, merced a sus ahorros y a los que heredara de su padre, una renta de dos mil trescientos reales, colocada a salto de mata, en peligrosos parajes del crédito, pero a un interés muy respetable, en consonancia con el riesgo. Cobraba los intereses a toca—teja, sin embargo, merced a su fuerza de voluntad, a su constancia en el pedir y a la pequeñez de las cantidades que tenían que entregarle sus deudores. Por cobrar una peseta de intereses daba tres vueltas al mundo, y abrumaba al deudor con su presencia, y se dejaba insultar. Siempre cobraba. Peseta a peseta y a lo más duro a duro, recogía sus rentas, las rentas de aquel capital esparcido a todos los vientos. De los dos mil trescientos reales le sobraban al año los trescientos para aumentar el capital. Las matrículas no le costaban dinero, sino disenterías, porque las ganaba a fuerza de estudiar. Su presupuesto exigía que los estudios se los pagase el Estado. Tenía por consiguiente, que ganar de seguro el premio llamado… matrícula de honor; tenía que estudiar de manera que a ningún condiscípulo pudiese ocurrírsele disputarle el premio. Y conseguía su propósito. No había más que sacrificar el estómago y los ojos. Con sus dos mil reales pagaba la posada y se vestía y calzaba. Su ambición oculta, la que apenas se confesaba a sí mismo, era ir a Madrid. Su gran preocupación eran las eminencias, a quien también llamaba aquellas lumbreras. Aunque sus aficiones intelectuales y los recuerdos de las enseñanzas domésticas le inclinaban a las ideas que se suele llamar reaccionarias, en punto a lumbreras admiraba las de todos los partidos y escuelas, y lo mismo se pasmaba ante un discurso de Castelar que ante una lamentación de Aparisi. ¡Si él pudiese oír algún día y ver de cerca a todos aquellos sabios que explicaban en la Universidad Central, en el Ateneo y hasta en el Fomento de las Artes! A los muchachos valencianos que estudiaban en Madrid les preguntaba, cuando volvían por el verano, mil pormenores de las costumbres, figuras y gestos de las lumbreras. Leía todos los libros nuevos que caían en sus manos, y se desesperaba cuando no entendía muy bien las modernas teorías.

Quedarse zaguero en materia científica o literaria se le antojaba el colmo de lo ridículo, y los autores que le atraían a su causa en seguida eran los que trataban de ignorantes, fanáticos y trasnochados a los que no seguían sus ideas. Por más que el corazón le llamaba hacia las doctrinas tradicionales, al espiritualismo más puro, los libros de cubierta de color de azafrán, que entonces empezaban a correr por España anunciando, entre mil galicismos, que el pensamiento era una sección del cerebro, trastornaban el juicio del pobre Zurita.

La duda entró en su alma como un terremoto, y sus entrañas padecieron mucho con aquellos estremecimientos de las creencias. Muchas veces, mientras sacaba lustre a las botas de algún discípulo muy amado, su pensamiento padecía torturas en el potro de una duda acerca de la permanencia del yo. —¿El yo de hoy es el yo de ayer, señor Zurita? —le había preguntado un filósofo que acababa de cursar el doctorado de letras en Madrid, y venía con una porción de problemas filosóficos en la maleta.

Zurita a sus solas meditaba: «Mi yo de hoy ¿es el mismo de ayer? Este que limpia estas botas ¿es el mismo que las limpió ayer?». Y para sacar mejor el lustre, contrayendo los músculos de la boca, arrojaba sobre la piel de becerro el aliento de sus pulmones.

El aliento salía caliente, y esto le recordaba la teoría de Anaxímenes y en general las de toda la escuela jónica; y el materialismo antiguo, empalmado con el moderno se le volvía a aparecer mortificándole con sus negaciones supremas de lo espiritual, inmortal y suprasensible. El pobre muchacho pasaba las de Caín con estas dudas. En materias literarias también su pensamiento había sufrido una revolución, como decía Zurita, imitando sin querer el estilo de las lumbreras. —¡Él, que se había criado en el estilo más clásico que pudo enseñar amanuense de retórico!— Ya se había acabado la retórica complicada de las figuras, y según veía por sus libros, y según lo que le decían los estudiantes que venían de Madrid, ahora la poesía era objetiva o subjetiva, y el arte tenía una finalidad propia con otra porción de zarandajas filosóficas todas extranjeras. Para enterarse bien de todas estas y otras muchas novedades, deseaba, sin poder soñar con otra cosa, verse en la corte en las cátedras de la Universidad Central, cara a cara con el profesor insigne de Filosofía a la moda y con el de literatura trascendental y enrevesada.

Llegó el día esperado con tal ansia, y Zurita entró en la corte, y antes de buscar posada, fue a matricularse en el doctorado de Filosofía y Letras. Licenciado ya se había hecho, según queda apuntado.

En la fonda de seis reales sin principio en que hubo de acomodarse, encontró un filósofo cejijunto, taciturno y poco limpio que dormía en su misma alcoba, la cual tenía vistas a la cocina por un ventanillo cercano al techo… y no tenía más vistas.

Era el filósofo hombre, o por lo menos filósofo, de pocas palabras, y jamás a los disparates que decían los otros huéspedes en la mesa quería mezclar los que a él pudieran ocurrírsele. Zurita le pidió permiso la primera noche para leer en la cama hasta cerca de la madrugada. Separaba los dos miserables catres el espacio en que cabía apenas una mesilla de nogal mugrienta y desvencijada; allí había que colocar el velón de aceite (porque el petróleo apestaba), y como la luz podía ofender al filósofo, que no velaba, creyó Zurita obligación suya pedir licencia.

El filósofo, que tendría sus treinta y cuatro años y parecía un viejo malhumorado, seco y frío, se desnudaba mirando a Zurita, que ya estaba entre sábanas, con gesto de lástima orgullosa, y contestó:

—Usted, señor mío, es muy dueño de leer las horas que quiera, que a mí la luz no me ofende para dormir. El mal será para V., que con velar perderá la salud y con leer llenará el espíritu de prejuicios.

No replicó Zurita, por falta de confianza pero no dejó de asombrarle aquello de los prejuicios. Poco a poco, pero sin trabajo, fue consiguiendo que el filósofo se dignara soltar delante de él alguna sentencia, no a la mesa al almorzar o al cenar, sino en la alcoba antes de dormirse.

Como Zurita observase que el señor don Cipriano, que así se llamaba, y nunca supo su apellido, sobre todo asunto de ciencia o arte daba sentencia firme y en dos palabras condenaba a un sabio y en media absolvía a otro, se le ocurrió preguntarle un día que a qué hora estudiaba tanto como necesitaba saber para ser juez inapelable en todas las cuestiones. Sonrió don Cipriano y dijo:

—Ha de saber el licenciado Zurita que nosotros no leemos libros, sino que «aprendemos en la propia reflexión, ante nosotros mismos, todo lo que hay puesto en la conciencia para conocer en vista inmediata, no por saberlo, sino por serlo».

Y se acostó el filósofo sin decir más, y a poco roncaba.

Zurita aquella noche no podía parar atención en lo que leía, y dejaba el libro a cada pocos minutos, y se incorporaba en su catre para ver al filósofo dormir.

Empezaba a parecerle un tantico ridículo buscar la sabiduría en los libros, mientras otros roncando se lo encontraban todo sabido al despertar.

Algunas veces había visto al don Cipriano en los claustros de la Universidad; pero, como sabía que no era estudiante, no podía averiguar a qué iba allí.

Una noche, en que la confianza fue a más se atrevió a preguntárselo.

El filósofo le dijo que él también iba a cátedra, pero no con el intento de tomar grados ni títulos, sino con el de comulgar en la ciencia con sus semejantes, como también Zurita podía hacer, si le parecía conveniente.

Contestó Aquiles que nada sería más de su agrado que estudiar desinteresadamente y comulgar en aquello que se le había dicho.

A los pocos días Zurita comenzaba a ser krausista como el señor don Cipriano, con quien asistía a una cátedra que ponía un señor muy triste. Sin dejar las clases en que estaba matriculado, consagró lo más y lo principal de su atención a la nueva filosofía (nueva para él) que le enseñaba el señor taciturno, con ayuda del filósofo de la posada. Don Cipriano le decía que al principio no entendería ni una palabra; que un año, y aun dos, eran pocos para comenzar a iniciarse en aquella filosofía armónica, que era la única; pero que no por eso debía desmayar, pues, como aseguraba el profesor, para ser filósofo no se necesita tener talento. Estas razones no le parecían muy fuertes a Zurita, porque ni él necesitaba tales consuelos, ni había dejado de entender una palabra de cuantas oyera al profesor.

A esto replicaba don Cipriano que lo de creer entenderle era un puro prejuicio, preocupación subjetiva, y el declarar que entendía, prueba segura de no entender.

Cada día iba estando más clara para el buen Aquiles la doctrina del maestro; pero como don Cipriano se obstinaba en probarle que era imposible que comprendiese de buenas a primeras lo que otros empezaban a vislumbrar a los tres años de estudio, el dócil alcarreño se persuadió al cabo de que vivía a oscuras y de que el ver la luz de la razón iba para largo. Tendría paciencia.

Cuando el catedrático de los anteojos le preguntó si era hijo de Peleo y lo que era conocimiento en Valencia, Aquiles desahogó la tristeza que le produjo el ridículo en el pecho de su filósofo de la posada.

—Merecida se tiene usted esa humillación, por asistir a esas cátedras de pensadores meramente subjetivos, que comienzan la ciencia desde la abstracción imponiendo ideas particulares como si fueran evidentes.

—Pero, señor don Cipriano, como yo necesito probar el doctorado…

—Déjese usted de títulos y relumbrones. ¿No es usted ya licenciado? ¿No le basta eso?

—Pero, como quiero hacer oposición a cátedras…

—Hágalas usted.

—¿Cómo, sin ser doctor?

—A cátedras de Instituto.

—Pero esas no tienen ascensos, ni derechos pasivos, y si llego a casarme…

—¡Ta, ta, ta! ¿Qué tiene que ver la ciencia con las clases pasivas ni con su futura de usted? El filósofo no se casa si no puede. ¿No sabe usted, señor mío, amar la ciencia por la ciencia?… Concrétese usted a una aspiración; determine usted su vocación, dedicándose, por ejemplo, a una cátedra de Psicología, Lógica y Ética, y prescinda de lo demás. Así se es filósofo, y sólo así.

Zurita no volvió a la cátedra del señor de los ojos ahumados.

Perdió el curso, es decir, no se examinó siquiera, ni volvió a pensar en el doctorado, que era su ambición única allá en Valencia.

Lo que a él le importaba ahora ya no era un título más, sino encontrar a Dios en la conciencia, siendo uno con Él y bajo Él.

Buscaba Aquiles, pero Dios no aparecía de ese modo.

Su vida material (la de Zurita) no tenía accidentes dignos de mención. Pasaba el día en la Universidad o en su cuartito junto a la cocina. En la mesa le dejaban los peores bocados y los comía sin protestar. La patrona, que era viuda de un escritor público y tenía un lunar amarillo con tres pelitos rizados cerca de la boca, la patrona miraba con ojos tiernos (restos de un romanticismo ahumado en la cocina) a su huésped predilecto, al pobre Zurita, capaz de comer suelas de alpargata si venían con los requisitos ordinarios de las chuletas rebozadas con pan tostado. Nunca atendía al subsuelo Aquiles. Debajo del pan, cualquier cosa; él de todos modos lo llamaría chuleta. Mascaba y tragaba distraído; si el bocado de estopa, o lo que fuese, oponía una resistencia heroica a convertirse en bolo alimenticio y no quería pasar del gaznate, a Zurita se le pasaba por la imaginación que estaba comiendo algo cuya finalidad no era la deglución ni la digestión; pero se resignaba. ¡Era cuestión tan baladí averiguar si aquello era carne o pelote!

¡Con qué lástima miraba Aquiles a un huésped, estudiante de Farmacia, que todos los días protestaba las chuletas de doña Concha (la patrona), diciendo que «aquello no constituía un plato fuerte, como exigían las bases del contrato, y que él no quería ser víctima de una mistificación»! ¡Si estaría lleno de prejuicios aquel estudiante! Doña Concha le servía un par de huevos fritos sucedáneos de la chuleta. El estudiante de Farmacia, por fórmula, pedía siempre la chuleta, pero dispuesto a comer los huevos. La criada acudía con el plato no constituyente, como le llamaban los otros huéspedes; el de Farmacia, con un gesto majestuoso, lo rechazaba y decía «¡huevos!» como pudiera haber dicho Delenda est Carthago. La chuleta del estudiante, según los maliciosos, ya no era de carne, era de madera, como la comida de teatro. Esto se confirmó un día en que doña Concha, haciendo la apología de la paciencia gástrica de Zurita, exclamó: «¡Ese ángel de Dios y de las escuelas sería capaz de comerse la chuleta del boticario!».

Don Cipriano ya no almorzaba ni comía en la casa. No venía más que a dormir.

Zurita le veía pocas veces en la cátedra del filósofo triste. El otro le explicaba su ausencia diciendo:

—Es que ahora voy a oír a Salmerón y a Giner. Usted todavía no está para eso.

En efecto, Zurita, aunque empezaba a sospechar que su profesor de filosofía armónica no daba un paso, se guardaba de dar crédito a estas aprensiones subjetivas, y continuaba creyendo al sabio melancólico bajo su palabra.

Una noche D. Cipriano entró furioso en la alcoba; Zurita, que meditaba, con las manos cruzadas sobre la cabeza, metido en la cama, pero sentado y vestido de medio cuerpo arriba; Zurita, volviendo de sus espacios imaginarios, le preguntó:

—¿Qué hay, maestro?

—¡Lea V.! —gritó D. Cipriano, y le puso delante de los ojos un papel impreso en que al filósofo de seis reales sin principio y a otros como él les llamaban, sin nombrarles, attachés, o sea agregados, del krausismo. Zurita se encogió de hombros. No comprendía por qué D. Cipriano se irritaba; ni ser agregado de la ciencia le parecía un insulto, ni quien escribía aquello, que era un pensador meramente discursivo, de ingenio, pero irracional (según la suave jerga de D. Cipriano), merecía que se tomase en cuenta su opinión.

El filósofo llamó idiota a Zurita y apagó la luz con un soplo cargado de ira.

III

Muy en serio había tomado Aquiles lo de ver dentro de sí —siendo uno con él— a Su Divina Majestad. Se le antojaba que de puro zote no encontraba en sí aquella unidad en el Ser que para D. Cipriano y el catedrático triste era cosa corriente.

El filósofo se retiraba tarde, pero dormía la mañana. Aquiles se acostaba para que no se le enfriasen los pies al calentársele la cabeza; y sentado en el lecho, que parecía sepultura, meditaba gran parte de la noche, primero acompañado de la mísera luz del velón, después de las doce a oscuras; porque la patrona le había dicho que aquel gasto de aceite iba fuera de la cuenta del pupilaje. Mientras D. Cipriano roncaba y a veces reía entre sueños, Zurita pasaba revista a todos los recursos que le habían enseñado para prescindir de su propio yo, como tal yo finito (este que está aquí, sin más). El sueño le rendía, y cuando empezaban a zumbarle los oídos, y se le cerraban los ojos, y perdía la conciencia del lugar y la del contacto, era cuando se le figuraba que iba entrando en el yo en sí, antes de la distinción de mí a lo demás… y en tan preciosos momentos se quedaba el pobre dormido. De modo que no parecía Dios.

Se quejaba el infeliz a su mentor, y don Cipriano le decía:

—Cómprese V. una cafetera y tome mucho café por la noche.

Así lo hizo Aquiles, aunque a costa de grandes sacrificios. Como se alimentaba poco y mal, y no tomaba ordinariamente café, por espíritu de ahorro, el moka de castañas y otros indígenas le produjo los primeros días excitaciones nerviosas, que le ponían medio loco. Hacía muecas automáticas, guiñaba los ojos sin querer y daba brincos sin saberlo. Pero conseguía su propósito: no se dormía.

Aunque el Ser en la Unidad no acababa de presentársele, tenía grandes esperanzas de poseer la apetecida visión en breve. ¡El café le hacía pensar cada cosa! A lo mejor le entraba, sin saber por qué y sin motivos racionales, un amor descomunal a la Humanidad de la Tierra, como decía él, copiando a D. Cipriano. Lloraba de ternura considerando las armonías del Universo, y la dignidad de su categoría de ser consciente y libre le ponía muy hueco. Todo esto a oscuras y mientras roncaba D. Cipriano.

Pero ¡oh dolor!, al cabo de pocas semanas el café perdió su misterioso poder, y le hizo el mismo efecto que si fuese agua de castañas, como efectivamente era. Volvía a dormirse en el instante crítico de disolverse en lo Infinito, siendo uno con el Todo, sin dejar de ser este que individualmente era, Zurita.

—Pero V., D. Cipriano —preguntaba desconsolado el triste Aquiles al filósofo cuando este despertaba (ya cerca de las doce de la mañana)—, ¿V. ve realmente a Dios en la Conciencia, siendo uno con Él?

—Y tanto como veo —respondía el filósofo mientras se ponía los calcetines, de que no haré descripción de ningún género. Baste decir, por lo que respecta a la ropa blanca del pensador, que no había tal blancura, y que si era un sepulcro D. Cipriano, no era de los blanqueados por fuera; la ropa de color había mejorado, pero en paños menores era el mismo de siempre.

—Y diga V., ¿dónde consiguió ver por primera vez la Unidad del Ser dentro de sí?

—En la Moncloa. Pero eso es accidental; lo que conviene es darse grandes paseos por las afueras. En las Vistillas, en la Virgen del Puerto, en la Ronda de Recoletos, en Atocha, en la Venta del Espíritu Santo y en otros muchos parajes por el estilo he disfrutado muchas veces de esa vista interior por que V. suspira.

Desde entonces Zurita dio grandes paseos, a riesgo de romper las suelas de los zapatos, pero no consiguió su propósito; le robaron el reloj de plata que heredara de sus mayores, mas no se le apareció el Ser en la Unidad.

—¿Pero V. lo ve? —repetía el aprendiz.

—¡Cuando le digo a V. que sí!

Zurita empezaba a desconfiar de ser en la vida un filósofo sin prejuicios. «¡Este maldito yo finito, de que no puedo prescindir!».

Aquel yo que se llamaba Aquiles le tenía desesperado.

Nada, nada, no había medio de verse en la Unidad del ser pensado y el ser que piensa bajo Dios. ¡Y para esto había él perdido el curso del Doctorado!

El hijo del dómine de Azuqueca se hubiera vuelto loco, de fijo, si Dios, que veía sus buenas intenciones, no se hubiera compadecido de él apartando de su trato a don Cipriano, que se fue a otra posada, y no volvió por la de Zurita ni por la Universidad, y trayendo a España nuevas corrientes filosóficas, que también habían de volverle la cabeza a Aquiles, pero de otro lado.

Por aquel tiempo recibió una carta de una antigua amiga de Valencia que se había trasladado a Madrid, donde su esposo tenía empleo, y le llamaba para que, si era tan bueno, diese lección de latín a un hijo de las entrañas, mucho más mocoso que amigo de los clásicos. No pensaba Zurita aceptar la proposición, pues aunque sus rentas eran lo escasas que sabemos, a él le bastaban, y la filosofía, además, no le permitía perder el tiempo en niñerías por el vil interés; pero fue a ver a la señora para decírselo todo en persona.

Era la dama, o rica o amiga de aparentarlo, porque su casa parecía de gran lujo y allí vio, palpó y hasta olió Zurita cuanto inventó el diablo para regalo de los sentidos perezosos. Lo peor de la casa era el marido, casi enano, bizco, y de tan malos humores, que los vomitaba en forma de improperios de la mañana a la noche; pero estaba poco en casa, de lo que se mostraba muy contenta la señora. Esta llamada doña Engracia, era beata de las orgullosas, de las que se ponen muy encarnadas si oyen hablar mal de los curas malos, como si fuesen ellas quien les cría; su virtud parecía cosa de apuesta, más la tenía por tesón que por amor de Dios, que era como no tenerla. Siempre hablaba de privaciones de penitencias; pero, como no fuera de lo desagradable, lo pobre y lo feo, no se sabía de qué se privaba aquella señora, rodeada de seda y terciopelo, que pisaba en blanduras recostando el cuerpo, forrado de batista, en muebles que hacían caricias suaves como de abrazos al que se sentaba o tendía en ellos. Verdad es que ayunaba y comía de vigilia siempre que era de precepto, y otras veces por devoción; pero sus ayunos eran pobreza del estómago, que no resistía más alimento, y sus vigilias comer mariscos exquisitos y pescados finos y beber vinos deliciosos. No tenía amante doña Engracia, y como el marido bizco y de forma de chaparro no hacía cuenta, sus veintinueve años (los de la dama) estaban en barbecho. No le faltaban deseos, tentaciones, que ella atribuía al diablo; pero por salir con la suya rechazaba a cuantos se le acercaban con miras de pecar. Mas la ociosa lascivia hurgaba, y como no tenía salida, daba coces contra los sentidos que se quejaban de cien maneras. Pasaba la señora el día y la noche en discurrir alguna traza para satisfacer aquellas ansias sin dejar de parecer buena, sin que hubiera miedo de que el mundo pudiese sospechar que las satisfacía. Y al cabo el diablo, que no podía ser otro, le apuntó lo que había de hacer, poniéndole en la memoria al don Aquiles Zurita que había conocido en Valencia.

Para abreviar (que no es esta la historia de doña Engracia, sino la de Zurita), la dama consiguió que el filosofastro «le sacrificara», como ella dijo, una hora cada día para enseñar latín al muchacho. Al principio la lección la tenían a solas maestro y discípulo; pero, pasada una semana, la madre del niño comenzó a dejar olvidados en la sala de la lección pañuelos, ovillos de hilo, tijeras y otros artículos, y al cabo no hacía ya más que entrar y salir, y más al cabo no hacía más que entrar y no salir; con lo que Zurita, a pesar de su modestia e inocencia prístina, comenzó a sospechar que doña Engracia se había aficionado a su persona.

¡Rara coincidencia! Observación parecida había hecho en la posada, notando que la patrona, doña Concha, suspiraba, bajaba los ojos y retorcía las puntas del delantal en cuanto se quedaba sola con él. Los suspiros eran de bomba real allá en la noche, cuando Aquiles meditaba o leía, y la viuda, que dormía pared por medio, velaba distraída en amorosas cavilaciones. En una ocasión tuvo el eterno estudiante que dejar las ociosas plumas (que eran de paja y pelote duro) porque la disentería le apuraba —¡tanto estudiar!— y a media noche, descalzo y a oscuras, se aventuró por los pasillos. Equivocó el camino, y de golpe y porrazo dio en la alcoba de doña Concha. La viuda, al sentir por los pasillos al joven, había apagado la luz y esperaba, con vaga esperanza, que una resolución heroica del muchacho precipitase los acontecimientos que ella en vano quería facilitar a fuerza de suspiros simbólicos. Doña Concha era romántica tan consecuente como Moyano, y hubiera preferido una declaración a la luz de la luna y por sus pasos contados, con muchos preparativos, graduada y matizada; pero, ya que el ardiente doncel prefería un ataque brutal, ella estaba dispuesta a todo, aunque reservándose el derecho de una protesta tímida y débil, más por lo que se refería a la forma que por otra cosa. Doña Concha tenía cuarenta años bien conservados, pero cuarenta…

Cuando conoció su error, que fue pronto, Zurita se deshizo en excusas y buscó precipitadamente la puerta. Entonces el pudor de la patrona despertó como el león de España de 1808 y comenzó a gritar: «¡Ladrones!, ¡ladrones! ¿Quién anda ahí?… ¡Oigan la mosquita muerta!», y otros tópicos de los muchos que ella conocía para situaciones análogas. El amor propio no le dejó a la viuda creer lo de la equivocación, y se inclinó a pensar que el prudente Aquiles, en un momento de amor furioso, se había levantado y había acometido la empresa formidable de que luego se arrepintiera, tal vez por la pureza de su amor secreto.

Ello es que la viuda siguió suspirando, y hasta se propasó, cuando vino la primavera, a dejar todas las mañanas en un búcaro de barro cocido un ramo de violetas sobre la mesilla de noche del filosofastro.

Comprendiendo Aquiles que aquella pasión de doña Concha le distraía de sus reflexiones y le hacía pensar demasiado en las calidades del yo finito, decidió dejar la posada de las chuletas de cartón—piedra, y sin oír a los sentidos, que le pedían el pasto perpetuamente negado, salió con su baúl, sus libros y su filosofía armónica de la isla encantada en que aquella Circe, con su lunar junto a la boca, ofrecía cama, cocido y amor romántico por seis reales… sin principio.

Más peligrosa era la flirtation de doña Engracia, que cada día se insinuaba con mayor atrevimiento. Vestía aquella señora en casa unos diablos de batas de finísima tela que se pegaba al cuerpo de diosa de la enemiga como la hiedra al olmo; se sentaba en el sofá, y en la silla larga, y en el confidente (todo ello blando, turgente y lleno de provocaciones), con tales posturas, doblándose de un modo y enseñando unas puntas de pie, unos comienzos de secretos de alabastro y unas líneas curvas que mareaban, con tal arte y hechicería, que el mísero Zurita no podía pensar en otra cosa, y estuvo una semana entera apartado de su investigación de la Unidad del Ser en la conciencia, por no creerse digno de que ideas y comuniones tan altas entrasen en su pobre morada.

Según huían los pensamientos filosóficos, despertaban en el cerebro del hijo del dómine recuerdos de los estudios clásicos y se le aparecía Safo con aquel zumbar de oídos, que a él también le sorprendiera algunas veces cuando doña Engracia se le acercaba hasta tocarle las rodillas con las suyas. Entonces también le venía a la memoria aquello de Ovidio en la Elegía IV de Los Amores:

Quidquid ibi poteris tangere, tange mei…

¡Ovidio! De coro se lo sabía Aquiles, pero ¡con qué desinterés! Sin que un mal pensamiento surgiese en su mollera, consagrada a las humanidades, en la juventud risueña Aquiles había traducido y admirado, desde el punto de vista del arte, todas las picardías galantes del poeta de las Metamorfosis. Sabía cómo había que enamorar a una casada, las ocasiones que se debían aprovechar y las maniobras a que se la sujetaba para que no pudiera inspirar celos al amante el marido. Pero todo esto le parecía antes a Zurita bromas de Ovidio, mentiras hermosas para llenar hexámetros y pentámetros.

Mas ¡ay!, ahora los dísticos del poeta de los cosméticos volvían a su cerebro echando fuego, cargados de aromas embriagadores, con doble sentido, llenos de vida, significando lo que antes Aquiles no podía comprender. ¡Cuántas veces, mientras estaba al lado de doña Engracia, como un palomino aturdido, sin dar pie ni mano, venían a su imaginación los pérfidos consejos del poeta lascivo!

¡Y qué extraña mezcla harían allí dentro los versos del latino y los sanos preceptos de los Mandamientos de la Humanidad vulgarizados en francés por el simpático filósofo de Bruselas Mr. Tiberghien! «¡Vaya una manera de buscar lo Absoluto dentro de mí siendo uno conmigo!», pensaba Zurita.

—Sin embargo —añadía— yo no sucumbiré, porque estoy decidido a no declararme a doña Engracia, y ella, es claro que no se atreverá a ser la que envide; porque, como dice el condenado pagano, no hay que esperar que la mujer emprenda el ataque, aunque lo desee:

Vir prior accedat; vir verba precantia dicat:
Excipiet blandas comiter illa preces.
Ut potiare roga; tantum cupit illa rogari.

pesar de tanto latín, Aquiles y Ovidio se equivocaron por esta vez, porque doña Engracia, convencida de que el tímido profesor de Humanidades jamás daría el paso definitivo, el que ella anhelaba, se arrojó a la mayor locura. Pálida, con la voz temblona, desgreñada, se declaró insensata un día al anochecer, estando solos. Pero Aquiles dio un brinco enérgico y dejó el bastón (pues capa no tenía) en casa de aquella especie de Pasifae enamorada de un cuadrúpedo.

—¡Sí, un cuadrúpedo! —iba pensando por la calle él— por que debiendo haber huido antes, esperé a esta vergüenza, y estoy en ridículo a los ojos de esa mujer, y no muy medrado a los de mi conciencia, que mucho antes quiso el remedio de la fuga, y no fue oída.

Pero si al principio se apostrofó de esta suerte, más tarde, aquella misma noche, reflexionando y leyendo libros de moral, pudo apreciar con más justicia el mérito de su resistencia. Comió muy mal, como solía, pues para él mudar de posada sólo era mudar de hambre, y las chuletas de aquí sólo se diferenciaban de las de allá en que las unas podían ser de jaco andaluz y las otras de rocín gallego; mas para celebrar el triunfo moral del ángel sobre la bestia, como él decía, se toleró el lujo de pedir a la criada vino de lo que costaba a dos reales botella. Ordinariamente no lo probaba. Salió de su casa Aquiles a dar un paseo. Hacía calor. El cielo ostentaba todos sus brillantes. Debajo de algunos árboles de Recoletos, Zurita se detuvo para aspirar aromas embriagadores, que le recordaban los perfumes de Engracia. ¡Oh, sí, estaba contento! ¡Había vencido la tentación! ¡Aquella hermosa tentación!… ¿Quién se lo hubiera dicho al catedrático de los anteojos ahumados? Aquel pobre Aquiles tan ridículo había rechazado en poco tiempo el amor de dos mujeres. Dejemos a un lado a doña Concha, aunque no era grano de anís; pero ¿y doña Engracia? Era digna de un príncipe. Pues bien, se había enamorado de él, le había provocado con todas las palabras de miel, con todos los suspiros de fuego, con todas las miradas de gancho, con todas las posturas de lazo, con todos los contactos de liga… y la mosca, la salamandra, el pez, el bruto, el ave no habían sucumbido. ¿Por qué se había enamorado de él aquella señora? Zurita no se hacía ilusiones; aun ahora se veía en la sombra, entre los árboles, y reconocía que ni fantaseada por la luz de las estrellas su figura tenía el patrón de Apolo. Doña Engracia había amado en él el capricho y el misterio. Aquel hombre tímido, para quien un triunfo que otros divulgaban era una abominación, un pecado irredimible, callaría hasta la muerte. El placer con Zurita era una singular manera del placer solitario. «Además, añadía para sus adentros Aquiles, yo sé por la Historia que ha habido extrañas aberraciones del amor en ilustres princesas; una se enamoró de un mono, otra de un enano, aquella de un cretino… y Pasifae de un toro, aunque esto es fabuloso; ¿por qué no se ha de enamorar de mí una mujer caprichosa?». Esta humildad positiva con que Zurita reconocía la escasez de sus encantos, esta sublime modestia con que se comparaba a un mono, le inundaba el alma de una satisfacción y de un orgullo legítimos.

Y así, muy en su derecho, suspiró, como quien respira después de un aprieto, mirando a su sombra desairada, y en voz alta, para oírse a sí mismo, exclamó contento (compos voti, pensó él):

—¡Oh, lo que es psicológicamente considerado… no soy una vulgaridad!

IV

Pasaron meses y meses, y un año, y más. Zurita seguía en Madrid asistiendo a todas las cátedras de ciencia armónica, aunque en el fondo de su fuero interno —como él lo llamaba— ya desesperaba de encontrar lo Absoluto, el Ser, así en letra mayúscula, en el propio yo «no como este a distinción de los demás, sino en sí, en lo que era antes de ser para la relación del límite, etc.». El mísero no podía prescindir del yo finito aunque le ahorcasen.

Sin embargo, no renegaba del armonismo, aunque por culpa de este se estaba retrasando su carrera; no renegaba porque a él debía su gran energía moral, los solitarios goces de la virtud. Cuando oía asegurar que la satisfacción del bien obrar no —es un placer intenso, se sonreía con voluptuosa delicia llena de misterio. ¡Lo que él gozaba con ser bueno! Tenía siempre el alma preparada como una tacita de plata para recibir la presencia de lo Absoluto, que podía ser un hecho a lo mejor. Así como algunos municipios desidiosos y dinásticos limpian las fachadas y asean las calles al anuncio de un viaje de SS. MM., Zurita tenía limpia, como ascua de oro, la pobre pero honrada morada de su espíritu, esperando siempre la visita del Ser. Además, la idea de que él era uno con el Gran Todo le ponía tan hueco y le daba tales ínfulas de personaje impecable, que el infeliz pasaba las de Caín para no cometer pecados ni siquiera de los que se castigan como faltas. Él podría no encontrar lo Absoluto, pero el caso era que persona más decente no la había en Madrid.

Y cuando discutía con algún descreído decía Aquiles triunfante con su vocecilla de niño de coro:

—Vea V.; si yo no creyera en lo Absoluto, sería el mayor tunante del mundo; robaría, seduciría casadas y doncellas y viudas.

Y después de una breve pausa, en que se imaginaba el bendito aquella vida hipotética de calavera, repetía con menos convicción y menos ruido:

—Sí, señor, sería un pillo, un asesino, un ladrón, un libertino…

Por aquel tiempo algunos jóvenes empezaban a decir en el Ateneo que el mentir de las estrellas es muy seguro mentir; que de tejas arriba todo eran conjeturas; que así se sabía lo que era la esencia de las cosas como se sabe si España es o no palabra vascongada. Casi todos estos muchachos eran médicos, más o menos capaces de curar un constipado, alegres, amigos de alborotar y despreocupados como ellos solos. Ello es que hablaban mucho de Matemáticas, y de Física, y de Química, y decían que los españoles éramos unos retóricos, pero que afortunadamente ellos estaban allí para arreglarlo todo y acabar con la Metafísica, que, según parecía, era lo que nos tenía arruinados.

Zurita, que se había hecho socio transeúnte del Ateneo, merced a un presupuesto extraordinario que amenazaba labrar su ruina, Zurita oía con la boca abierta a todos aquellos sabios más jóvenes que él, y algunos de los cuales habían estudiado en París, aunque pocos. Los enemigos de la Metafísica se sentaban a la izquierda, lo mismo que Aquiles, que era liberal desde que era armónico. Algunas veces el orador antimetafísico y empecatado decía: «Los que nos sentamos en estos bancos creemos que tal y que cual». Zurita saltaba en la butaca azul, porque él no creía aquello. Su conciencia comenzó a sufrir terribles dolores.

Una noche un joven que estaba sentado junto a él y a quien había visto dos años atrás en la Universidad cursando griego y jugando al toro por las escaleras, se levantó para decir que el krausismo era una inanidad; que en España se había admitido por algunos, porque acabábamos de salir de la primera edad, o sea de la teológica, y estábamos en la metafísica; pero era preciso llegar a la edad tercera, a la científica o positiva.

Zurita no durmió aquella noche. Lo de estar en la segunda edad le parecía un atraso y, francamente, él no quería quedarse a la zaga.

Volvió al Ateneo, y… nada, todos los días lo mismo.

No había Metafísica; no había que darle vueltas. Es más, un periódico muy grande, a quien perseguía mucho el Gobierno por avanzado, publicaba artículos satíricos contra los ostras que creían en la psicología vulgar, y los equiparaba a los reaccionarios políticos.

Zurita empezó a no ver claro en lo Absoluto.

Por algo él no encontraba el Ser dentro de sí, antes del límite, etc., etc.

«¿Sería verdad que no había más que hechos?

»Por algo lo dirían aquellos señoritos que habían estudiado en París, y los otros que sabían o decían saber, termodinámica».

Discutiendo tímidamente en los pasillos con un paladín de los hechos, con un enemigo de toda ciencia a priori, Zurita, que sabía más lógica que el otro, le puso en un apuro, pero el de los hechos le aplastó con este argumento:

—¿Qué me dice V. a mí, santo varón, a mí, que he comido tres veces con Claudio Bernard, y le di una vez la toalla a Vulpián, y fui condiscípulo de un hijo del secretario particular de Littré?…

Zurita calló, anonadado. ¡Se vio tan ridículo en aquel momento! ¿Quién era él para discutir con el hombre de la toalla… ? ¿Cuándo había comido él con nadie?

Dos meses después Aquiles se confesaba entre suspiros «que había estado perdiendo el tiempo lastimosamente». El armonismo era una bella, bellísima y consoladora hipótesis… pero le faltaba la base, los hechos…

«¡No había más que hechos por desgracia!».

—Bien; pero ¿y la moral?

¿En virtud de qué principio se le iba a exigir a él en adelante que no se dejara seducir por las patronas y por las señoras casadas?

«Si otra Engracia… », y al pensar esto se le apareció la hermosa imagen de la provocativa adúltera, que le enseñaba los dientes de nieve en una carcajada de sarcasmo. Se burlaba de él, le llamaba necio, porque había rechazado groseramente los favores sabrosos que ella le ofrecía… y resultaba que no había más que hechos, es decir, que tan hecho era el pecado como la abstención, el placer como la penitencia, el vicio como la virtud.

«¡Medrados estamos!», pensaba Zurita, desanimado, corrido, mientras se limpiaba con un pañuelo de hierbas el sudor que le caía por la espaciosa frente…

«Y a todo esto, yo no soy doctor, ni puedo aspirar a una cátedra de Universidad; tendré que contentarme con ser catedrático de Instituto, sin ascensos y sin derechos pasivos; es decir, tengo que renunciar a la familia, al amor casto, mi sueño secreto de toda la vida… ¡Oh, si yo cogiese ahora por mi cuenta al pícaro de don Cipriano, que me metió en estos trotes de filosofía armónica… !».

Y la Providencia, o mejor, los hechos, porque Zurita ya no creía en la Providencia (por aquellos días a lo menos), la casualidad en rigor, le puso delante al mismísimo don Cipriano, que volvía de los toros con su familia.

¡Sí, con su familia! Venía vestido de negro, con la levita muy limpia y flamante, y sombrero de copa, que tapaba cuidadosamente con un pañuelo de narices, porque empezaban a caer gotas; lucía además el filósofo gran pechera con botonadura de diamantes, cadena de oro y una cara muy afeitada. Daba gozo verlo. De su brazo derecho venía colgada una señora, que trascendía a calle de Toledo, como de cuarenta años, guapetona, blanca, fina de facciones y grande de cara, que no era de muchos amigos. La filósofa, que debía de ser garbancera o carnicera, ostentaba muchas alhajas de mal gusto, pero muy ricas. Delante del matrimonio una pasiega de azul y oro llevaba como en procesión un enteco infante, macrocéfalo, muy emperifollado con encajes, seda y cintas azules.

En otra ocasión Zurita no se hubiera atrevido a detener a don Cipriano, que pasaba fingiendo no verle, pero en aquel momento Aquiles tuvo el valor suficiente para estorbar el paso a la pareja rimbombante y saludar al filósofo con cierto aire triste y cargado de amarga ironía. Temblábale la voz al decir:

—Salud, mi querido maestro; ¡cuántos siglos que no nos vemos!

La filósofa, que le comía las sopas en la cabeza a Zurita, le miró con desprecio y sin ocultar el disgusto. Don Cipriano se puso muy colorado, pero disimuló y procuró estar cortés con su antigua víctima de trascendentalismo.

En pocas palabras enteró a Zurita de su nuevo estado y próspera fortuna.

Se había casado, su mujer era hija de un gran maragato de la calle de Segovia, tenían un hijo, a quien había bautizado porque había que vivir en el mundo; él ya no era krausista, ni los había desde que Salmerón estaba en París. El mismo don Nicolás, según cartas que don Cipriano decía tener, iba a hacerse médico positivista.

—Amigo mío —añadió el ex—filósofo poniendo una mano sobre el hombro de Zurita— estábamos equivocados; la investigación de la Esencia del Ser en nosotros mismos es un imposible, un absurdo, cosa inútil; el armonismo es pura inanidad (¡dale con la palabreja!, pensaba Zurita), no hay más que hechos. Aquello se acabó; fue bueno para su tiempo; ahora la experimentación… los hechos… Por lo demás, buena corrida la de esta tarde; los toros como del Duque; el Gallo superior con el trapo, desgraciado con el acero… Rafael, de azul y oro, como el ama, algo tumbón pero inteligente. Y ya sabe V., si de algo puedo servirle… Duque de Alba, 7, principal derecha…

La hija del maragato saludó a Zurita con una cabezada, sin soltar, es decir, sin sonreír ni hablar; y aquel matrimonio de mensajerías desapareció por la calle de Alcalá arriba, perdiéndose entre el polvo de un derribo…

—¡Estamos frescos! —se quedó pensando Zurita—. De manera que hasta ese Catón se ha pasado al moro; no hay más que hechos… don Cipriano es un hecho… y se ha casado con una acémila rica… y hasta tiene hijos… y diamantes en la pechera… Y yo ni soy doctor… ni puedo acaso aspirar a una cátedra de Instituto, porque no estoy al tanto de los conocimientos modernos. Sé pensar y procurar vivir con arreglo a lo que me dicta mi conciencia; pero esto ¿qué tiene que ver con los hechos? En unas oposiciones de Psicología, Lógica y Ética, por ejemplo, ¿me van a preguntar si soy hombre de bien? No, por cierto.

Y suspirando añadía:

—Me parece que he equivocado el camino.

En un acceso de ira, ciego por el desencanto, que también deslumbra con sus luces traidoras, quiso arrojarse al crimen… y corrió a casa de doña Engracia, dispuesto a pedirle su amor de rodillas, a declarar y confesar que se había portado como un beduino, porque no sabía entonces que todo eran hechos, y nada más que hechos…

Llegó a la casa de aquella señora. El corazón se le subió a la garganta cuando se vio frente a la portería, que en tanto tiempo no había vuelto a pisar…

—El señor Tal, ¿vive aquí todavía?

—Sí, señor; segundo de la izquierda…

Zurita subió. En el primer piso se detuvo, vaciló… y siguió subiendo.

Ya estaba frente a la puerta, el botón dorado del timbre brillaba en su cuadro de porcelana; Aquiles iba a poner el dedo encima…

¿Por qué no? No existía lo Absoluto, o por lo menos, no se sabía nada de ello; no había más que hechos; pues para hecho, Engracia, que era tan hermosa…

—Llamo —se dijo en voz alta para animarse.

Y no llamó.

—¿Quién me lo impide? —preguntó a la sombra de la escalera.

Y una voz que le sonó dentro de la cabeza respondió.

—Te lo impide… el imperativo categórico… Haz lo que debes, suceda lo que quiera.

Aquiles sacudió la cabeza en señal de duda.

—No me convenzo —dijo; pero dio media vuelta y a paso lento bajó las escaleras.

En el portal le preguntó la portera…

—¿Han salido? Pues yo creía que la señora estaba…

—Sí —contestó Zurita—, pero está ocupada… está… con el imperativo categórico… con un alemán… con el diablo, ¡señora… !, ¿a V. qué le importa?

Y salió a la calle medio loco, según se saca del contexto.

V

Aquiles Zurita frisaba con los cuarenta años cuando, según el estilo de un periódico de provincia que se dignó dar la noticia, vio, al fin, coronados sus esfuerzos con el merecido galardón de una cátedra de Psicología, Lógica y Ética, en el Instituto de Lugarucos, pueblo de pesca, donde un americano pródigo había fundado aquel centro de enseñanza para los hijos de los marineros que quisieran ser pilotos.

Cinco oposiciones había hecho Aquiles antes de obtener, al fin, el merecido galardón. Dos veces había aspirado a regentar una clase de Retórica, y tres a una de Psicología. En el primer combate le derrotó un orador florido; en el segundo, un intrigante; en el tercero, el Ministro, que no quiso darle la cátedra a pesar de ir Aquiles en el lugar principal de la terna, por considerarle peligroso para la enseñanza. El ministro se fundaba en que Zurita había llamado a Dios Ser Supremo en el programa, y así, con letra mayúscula 12.

Cuando, lleno de canas y arrugas, casi ciego, llegó a firmar la nómina, Aquiles aborrecía ya el oficio mecánico de sabio de Real orden. Aquella ciencia que él había amado tanto sin pensar en el interés, les servía a otros para ganar un mendrugo falsificándola, recortándola y dislocándola, a gusto del que repartía la sopa universitaria.

«Unos cuantos lugares comunes, que se repetían cien y cien veces en los ejercicios, algunas perogrulladas profesadas con pedantería, unos pocos principios impuestos por la ley, predicados con falso entusiasmo, para acreditar buenas ideas… esto, y nada más, era la ciencia de las oposiciones».

—¡Dios mío, qué asco da todo esto! —pensaba Zurita, el eterno estudiante, que había nacido para amarlo y admirarlo todo, y que se veía catedrático de cosas que ya no amaba, ni admiraba, ni creía.

«¡Todo extremo, todo insensatez! En los Ateneos, mozalbetes que reniegan de lo que no han estudiado, audaces lampiños que se burlan de la conciencia, de la libertad humana; que manifiestan un rencor personalísimo a Su Divina Majestad, como si fuesen quisquillas de familia… y ante el Gobierno, esos mismos jóvenes, ya creciditos, u otros parecidos, quemando incienso ante la ciencia trasnochada del programa oficial… ¡qué asco, señor, qué asco!

»Ni aquello es ciencia todavía, ni esto es ciencia ya, y aquí y allá ¡con qué valentía se predica todo! Es que los opositores y los ateneístas no son completamente honrados; no lo son… porque aseguran lo que no saben, sostienen lo que no sienten».

Estos monólogos, y otros muchos por el estilo, los recitaba el catedrático de Lugarucos en frente de las olas, en la playa solitaria, melancólica, de arena cenicienta.

Zurita era una de las personas más insignificantes del pueblo; nadie hablaba de él para bien ni para mal. Su cátedra en el Instituto era de las que se consideraban como secundarias. El fundador se había empeñado en que se enseñase Psicología, Lógica y Ética, y se enseñaba, pero, ¿para qué? Allí lo principal eran las matemáticas y la Náutica, la Geografía y la Física después, la Economía mercantil acaso; pero la Psicología, ¿para qué les servía a los muchachos? El director le había advertido a Zurita desde el primer día que en su cátedra no había que apurar mucho a los alumnos que necesitaban el tiempo para estudios técnicos, de más importancia que la filosofía.

Aquiles había bajado la cabeza mientras despedazaba con los dientes un palillo. Estaba conforme, de toda conformidad; los pilotos de Lugarucos no necesitaban para nada absolutamente saber que el alma se dividía en tres facultades, sobre todo considerando que después resultaba que no había tal cosa, ni menos saber que la inteligencia tiene once funciones, cuando no las tiene tal.

—¡Ya me guardaré yo —le decía Aquiles al mar— de enervar el espíritu de esos chicos robustos, morenos, tostados por el sol, ágiles, alegres, valientes, crédulos, ansiosos de aventuras y tierra nueva! Que aprendan a manejar los barcos, y a desafiar las tormentas, y a seguir las corrientes del agua, a conocer las lenguas y las costumbres de los países lejanos; que aprendan a vivir al aire libre, por el ancho mundo… y en cuanto a Psicología, Lógica y Ética basta una salve. ¡Mal haya el afán de saber Psicología y otras invenciones diabólicas que así me tiene a mí de medrado física y socialmente!

Zurita, por cumplir con la ley, explicaba en cátedra el libro de texto, que ni pinchaba ni cortaba; lo explicaba de prisa, y si los chicos no entendían, mejor; si él se embrollaba y hacía oscuro, mejor; de aquello más valía no entender nada. En cuanto hacía buen tiempo y los alumnos querían salir a dar un paseo por mar, ¡ancha Castilla!, se quedaba Zurita solo, recordando sus aventuras filosóficas como si fueran otros tantos remordimientos, y comiéndose las uñas, vicio feo que había adquirido en sus horas de meditación solitaria. Era lo que le quedaba del krausismo de don Cipriano, el morderse las uñas.

En una ocasión exponía Zurita en clase la teoría de las armonías preestablecidas, cuando estalló un cohete en el puerto.

—¡Las Gemelas! —gritó en coro la clase…

—¿Qué es eso?

—Que entran las Gemelas, el bergantín de los Zaldúas…

Y todos estaban ya en pie, echando mano al sombrero.

—¡Un bergantín en Lugarucos!

La cosa era mucho más importante que la filosofía de Leibniz . Además era un hecho…

—¡Vayan ustedes con Dios! —dijo Zurita sonriéndose y encogiendo los hombros. Y quedó solo en el aula.

Y cosas así, muchos días.

La Psicología, la Lógica y la Ética en Lugarucos no tenían importancia de ningún género, y a los futuros héroes del cabotaje les tenía sin cuidado que la volición fuese esto y la razón lo otro y el sentimiento lo de más allá.

Además, ¿qué filosofía había de enseñar a estos robustos hijos de marineros, destinados también a la vida del mar?

—No lo sé —decía a las olas Zurita—. ¿La filosofía moderna, la que pasa por menos fantástica? De ningún modo. Una filosofía que prescinde de lo Absoluto… mala para marinos. ¡Que no se sabe nada de lo Absoluto… !, pues ¿y el mar? ¿Dónde habrá cosa más parecida a ese Infinito de que no quieren que se hable?

Quitarles la fe a los que habían de luchar con la tormenta le parecía una crueldad odiosa.

Muchas veces, cuando desde lo alto del muelle veía entrar las lanchas pescadoras que habían sufrido el abordaje de las olas allá fuera, Zurita observaba la cara tostada, seria, tranquila, dulce y triste de los marinos viejos. Veíalos serenos, callados, tardos para la ira, y se le antojaban sacerdotes de un culto; se le figuraba que allá arriba, tras aquel horizonte en que les había visto horas antes desaparecer, habían sido visitados por la Divinidad; que sabían algo, que no querían o no podían decir, de la presencia de lo Absoluto. En el cansancio de aquellos rostros, producido por el afán del remo y la red, la imaginación de Aquiles leía la fatiga de la visión extática…

Por lo demás, él no creía ya ni dejaba de creer.

No sabía a qué carta quedarse. Sólo sabía que, por más que quería ser malo, libertino, hipócrita, vengativo, egoísta, no podía conseguirlo.

¿Quién se lo impedía?

Ya no era el imperativo categórico, en quien no creía tampoco mucho tiempo hacía; era… eran diablos coronados; el caso estaba en que no podía menos de ser bueno.

Sin embargo… ¡tantas veces iba el cántaro a la fuente… !

El cántaro venía a ser su castidad, y la fuente doña Tula, su patrona (¡otra patrona!), hipócrita como Engracia, amiga de su buena fama, pero más amiga del amor. Otra vez se le quería seducir, otra vez su timidez, su horror al libertinaje y al escándalo eran incentivo para una pasión vergonzante. Doña Tula tenía treinta años, había leído novelas de Belot y profesaba la teoría de que la mujer debe conocer el bien y el mal para elegir libremente el bien; si no, ¿qué mérito tiene el ser buena?

Ella elegía libremente el mal, pero no quería que se supiera. Su afán de ocultar el pecado era vanidad escolástica. No quería dar la razón a los reaccionarios, que no se fían de la mujer instruida y literata. Ella no podía dominar sus fogosas pasiones, pero esto no era más que un caso excepcional, que convenía tener oculto; la regla quedaba en pie: la mujer debe saber de todo para escoger libremente lo bueno.

Doña Tula escogió a Zurita, porque le enamoró su conocimiento de los clásicos y el miedo que tenía a que sus debilidades se supieran.

Gertrudis tenía unos dedos primorosos para la cocina; era, sobre todo, inteligente en pescado frito, y aun la caldereta la comprendía con un instinto que sólo se revela en una verdadera vocación.

Con los mariscos hacía primores. Si se trataba de dejarlos como Dios les crió, con todos sus encantos naturales, sabiendo a los misterios del Océano, doña Tula conservaba el aroma de la frescura, el encanto salobre con gracia y coquetería, sin menoscabo de los fueros de la limpieza; pero si le era lícito entregarse a los bordados culinarios del idealismo gastronómico, hacía de unas almejas, de unas ostras, de unos percebes o de unos calamares platos exquisitos, que parecían orgías enteras en un bocado, incentivos y voluptuosos de la pasión más lírica y ardiente… ¿Qué más? El mismo Zurita, entusiasmado cierto día con unos cangrejos que le sirvió doña Gertrudis sonriente, llegó a decir que aquel plato era más tentador que toda la literatura erótica de Ovidio, Tibulo y Marcial…

¡Cómo había comido, y cómo comía ahora el buen Aquiles!

En esta parte, diga él lo que quiera, le había venido Dios a ver. Sin conocerlo el mismo catedrático de Ética, que a pesar de los desengaños filosóficos se cuidaba poco de la materia grosera, había ido engordando paulatinamente, y aunque seguía siendo pálido y su musculatura la de un adolescente, las pantorrillas se le habían rellenado, y tenía carne en las mejillas y debajo de la barba. Todo se lo debía a Tula, a la patrona sentimental y despreocupada que ideaba planes satánicos respecto de Aquiles.

Era este el primer huésped a quien había engordado exprofeso la patrona trascendental de Lugarucos.

Tula (Gertrudis Campoarana en el siglo) era toda una señora. Viuda de un americanete rico, se había aburrido mucho bajo las tocas de la viudez; su afición a Jorge Sand primero, a Belot después, y siempre al hombre, le había hecho insoportable la soledad de su estado. La compañía de las mujeres la enojaba, y no habiendo modo de procurarse honestamente en Lugarucos el trato continuo del sexo antagónico, como ella decía, discurrió (y discurrió con el diablo) fingir que su fortuna había tenido grandes pérdidas y poner casa de pupilos decentes para ayuda de sus rentas.

De este modo consiguió Tula rodearse de hombres, cuidar ropa masculina, oler a tabaco, sentir el macho en su casa, suprema necesidad de su existencia.

En cuanto a dejarse enamorar por los pupilos, Tula comprendió que era muy peligroso, porque todos eran demasiado atrevidos, todos querían gozar el dulce privilegio; había celos, rivalidades, y la casa se volvía un infierno. Fue, pues, una Penélope cuyo Ulises no había de volver. Le gritaba la tentación, pero huía de la caída. Coqueteaba con todos los huéspedes, pero no daba su corazón a torcer a ninguno.

Además, el oficio de patrona le fue agradando por sí mismo; a pesar de que era rica, el negocio la sedujo y amó el arte por el arte, es decir, aguó el vino, echó sebo al caldo, galvanizó chuletas y apuró la letra a la carne mechada, como todas las patronas epitelúricas. Era una gran cocinera, pero esotéricamente, es decir, para sus amigos particulares; al vulgo de los pupilos los trataba como las demás patronas que en el mundo han sido.

Mas llegó a Lugarucos Aquiles Zurita, y aquello fue otra cosa. Tula se enamoró del pupilo nuevo por los motivos que van apuntados, y concibió el plan satánico de seducción a que antes se aludía. Poco a poco fue despidiendo a los demás huéspedes, y llegó un día en que Zurita se encontró solo a la mesa. Entonces doña Tula, tímida como una gacela, vestida como una duquesa, le propuso que comieran juntos, porque observaba que estando solo despachaba los platos muy de prisa, y esto era muy malo para el estómago. Aquiles aceptó distraído.

Comieron juntos. Cada comida era un festín. Pocos platos, para que Zurita no se alarmase, pero suculentos y sazonados con pólvora de amor. Tula se convirtió en una Lucrecia Borgia de aperitivos eróticos.

Pero el triste filósofo comía manjares excelentes sin notarlo.

Por las noches daba muchas vueltas en la cama, y también notaba después de cenar un vigor espiritual extraordinario, que le impelía a proyectar grandes hazañas, tal como restaurar él solo, por sí y ante sí el decaído krausismo, o fundar una religión. Lo más peligroso era un sentimentalismo voluptuoso que se apoderaba de él a la hora de la siesta, y al oscurecer, al recorrer los bosques de castaños, las alamedas sembradas de ruiseñores o las playas quejumbrosas.

Doña Tula dejaba hacer, dejaba pasar. Creía en la Química.

No se insinuaba demasiado, porque temía la fuga del psicólogo. Se esmeraba en la cocina y se esmeraba en el tocador. Mucha amabilidad, muchas miradas fijas, pero pacíficas, suaves; muchos perfumes en la ropa, mucha mostaza y muchos y muy buenos mariscos… Esta era su política, su ars amandi.

Lo cual demuestra que Gertrudis tenía mucho más talento que doña Concha y doña Engracia.

Doña Concha quería seducir a un huésped a quien daba chuletas de caballo fósil… ¡Imposible!

Doña Engracia quemaba con los ojos al macilento humanista, pero no le convidaba a comer.

Así él pudo resistir con tanto valor las tentaciones de aquellas dos incautas mujeres.

Ahora la batalla era formidable. Cuando Aquiles comprendió que Tula quería lo que habían querido las otras, ya estaba él bastante rollizo y sentía una virilidad de que antes ni aún noticia tenía. La filosofía materialista comenzó a parecerle menos antipática, y en la duda de si había o no algo más que hechos, se consagró al epicureísmo, en latín por supuesto, no en la práctica.

Leyó mucho al amigo de Mecenas, y se enterneció con aquel melancólico consuelo del placer efímero, que es la unción de la poesía horaciana.

Ovidio también se le apareció otra vez con sus triunfos de amor, con sus noches en vela ante la puerta cruel de su amada, con sus celos de los maridos, con aquellos cantos rápidos, ardientes, en que los favores de una noche se pagaron con la inmortalidad de la poesía… Y pensando en Ovidio fue cuando se le ocurrió advertir el gran peligro en que su virtud estaba cerca de doña Gertrudis Campoarana.

Aquella Circe le quería seducir sobre seguro, esclavizándole por la gula. Sí, Tula era muy literata y debía de saber aquello de Nasón

«Et Venus in vinis ignis in igne fuit».

Aquellos cangrejos, aquellas ostras, aquellas langostas, aquellos calamares, aquellos langostinos en aquellas salsas, aquel sauterne, no eran más que la traducción libre del verso de Ovidio

«Et Venus in vinis ignis in igne fuit».

«¡Huyamos, huyamos también ahora! —pensó Aquiles suspirando—. No se diga —le dijo al mar, su confidente— que mi virtud venció cuando tuvo hambre y metafísica, y que sucumbe cuando tiene hartazgo y positivismo. Yo no sé si hay o no hay metafísica, yo no sé cuál es el criterio de la moralidad… ; pero sería un cobarde sucumbiendo ahora».

Y aunque algún neófito naturalista pueda acusar al pobre Aquiles de idealismo e inverosimilitud, lo histórico es que Zurita huyó, huyó otra vez: huyó de Tula como había huido de Concha y de Engracia.

Y eso que ahora negaba en redondo el imperativo categórico.

La carne, aquel marisco hecho carne, le gritaba dentro: ¡amor, mi derecho!

Pero la Psicología, la Lógica y la Ética, que ya no estimaba siquiera, le gritaban: ¡abstención, virtud, pureza… !

Y el eterno José mudó de posada.

VI

Aquiles salió de las redes de Tula con una pasión invencible: la pasión por el pescado, y especialmente por los mariscos.

Aunque algo se había enamorado de la patrona, al cabo de algunos meses consiguió olvidarla. Pero el regalo de su mesa para toda la vida se le había pegado al alma. ¡Como había comido allí no volvería a comer en la vida! Esta desconsoladora convicción le acompañó hasta el sepulcro.

Y con el mismo fervor con que en mejores tiempos se había consagrado a la contemplación del Ser en sí dentro del yo antes del límite, etc., se consagró a buscar en mercados y plazas el mejor pescado.

Él, que había sido un hombre insignificante mientras no fue más que catedrático de Psicología, Lógica y Ética, comenzó a llamar la atención de Lugarucos por su pericia en materia de culinaria ictiológica.

Meditó mucho y acabó por adivinar qué peces debían entrar y cuáles no en una caldereta clásica, y qué ingredientes debían sazonarla.

Pronto fueron célebres en todo el partido judicial las calderetas del catedrático de Psicología.

Cuando en la playa o en el mercado se discutía si un besugo, un bonito o una merluza estaban frescos o no, se nombraba árbitro al Sr. Zurita si pasaba por allí.

Y él, sonriente, con aquel gesto humilde que conservaba a pesar de su gloria y de sus buenas carnes, después de mirar y oler la pieza decía:

—¡Fresco!, o ¡apesta!

Y a nadie se le ocurría apelar.

Cuando los señores catedráticos tenían merienda, que era a menudo, Aquiles era votado por unanimidad presidente de la comisión organizadora… y presidía el banquete y era el primero en ponerse alegre.

Sí, había acabado por tomar una borrachera en cada festín. Ergo bibamus!, decía, recordando que era hijo de un dómine.

Y en el seno de la confianza, decía en tales momentos de expansión al que le quería oír:

—¡Huí de la sirena, pero no puedo olvidar los primores de su cocina! ¡Podré volver a amar como entonces, pero no volveré a comer de aquella manera!

Y caía en profunda melancolía.

Todos sus compañeros sabían ya de memoria los temas constantes de las borracheras de Aquiles: Tula, el marisco, la Filosofía… todo mezclado.

Mientras estaba en su sano juicio nunca hablaba ya de filosofía, ni tal vez pensaba en ella. En cátedra explicaba como una máquina la Psicología oficial, la de texto, pero nada más; le parecía hasta mala educación mentar las cuestiones metafísicas.

Pero en alegrándose era otra cosa. Pedía la palabra, se ponía sobre la mesa hollando los manteles, y suplicaba con lágrimas en los ojos a todos aquellos borrachos que salvasen la ciencia, que procurasen la santa armonía, porque él, en el fondo de su alma, siempre había suspirado por la armonía del análisis y de la síntesis, de Tula y la virtud, de la fe y la razón, del krausismo y los médicos del Ateneo…

—¡Señores, señores: salvemos la raza humana que se pierde por el orgullo! —exclamaba, llorando todo el vino que había bebido, puestas las manos en cruz—. Se os ha dicho nihil mirari!, no maravillarse de nada; pues yo os digo, en verdad: admiradlo todo, creedlo todo, todo es verdad, todo es uno y lo mismo… ¡Ah!, queridos hermanos, en estos instantes de lucidez, de inspiración por el amor, yo veo la verdad una, yo veo dentro de mí la esencia de todo ser; yo me veo como siendo uno con el todo, sin dejar de ser este…

—¡Este borracho, este grandísimo borracho! —interrumpía el catedrático de Agricultura, gran positivista y no menos ebrio. Y cogiendo por las piernas al de Psicología le paseaba en triunfo alrededor de la mesa, mientras Aquiles seguía gritando:

—¡Todo está en todo y el quid es amarlo todo por serlo, no por conocerlo… ! Yo amo a Tula en lo absoluto, y la amo por serla no por conocerla…

El de Agricultura daba con la carga en tierra, y Aquiles interrumpía sus reminiscencias de filósofo idealista para dormir debajo de la mesa la borrachera de los justos.

Y entonces, como si se tratase de un juicio de los muertos en Egipto, empezaban ante el cuerpo de Aquiles los comentarios y censuras de los amigos:

—¡Qué pesado se pone cuando le da por su filosofía!

—Bien; pero únicamente habla de eso cuando se emborracha.

—¡No faltaba más!

—Y lo cierto es que no se puede prescindir de él.

—¡Imposible! Es el Brillat—Savarin del mar.

—¡Qué manos!

—¡Qué olfato!

—¡Qué tacto!

—¡Qué instinto culinario!

—Debía escribir un libro de cocina marítima.

—Teme el qué dirán. Al fin es catedrático de Filosofía.

VII

Ya hace años que murió Zurita, y en Lugarucos cada vez que se trata de comer pescado, nunca falta quien diga:

—¿Se acuerdan ustedes de las calderetas de aquel catedrático de Psicología y Lógica?

—¡Ah, Zurita!

—¡El gran Zurita!

Y a todos se les hace la boca agua.


Publicado el 23 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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