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Serrano tal vez no hubiera accedido a los ruegos de su tía si le hubiera propuesto un viaje más divertido; pero aquello de volver a Guadalajara, donde él había vivido seis meses a la edad de doce a trece años, le seducía, porque estaba seguro de encontrar motivos de tristeza, de meditaciones negras, o, mejor, grises; de las que le ocupaban ya casi siempre después de haber dado tantas vueltas en su cabeza a toda clase de soluciones optimistas y pesimistas.
Llegó a la triste ciudad del Henares al empezar la noche, entre los pliegues de una nube que descargaba en hilos muy delgados y fríos el agua que parecía caer ya sucia, que sucia corría sobre la tierra pegajosa. Un ómnibus con los cristales de las ventanillas rotos le llevó a trompicones, por una cuesta arriba, a la puerta de un mesón que había que tomar por fonda. Estaba frente al edificio de la Academia vieja, a la entrada del pueblo. La oscuridad y la cerrazón no permitían distinguir bien el hermoso palacio del Infantado que estaba allí cerca, a la izquierda; pero Serrano se acordó en seguida de su fachada suntuosa que adornan, en simétricas filas, pirámides que parecen descomunales cabezas de clavos de piedra. En el ancho y destartalado portal de la fonda no le recibió más personaje que un enorme mastín, que le enseñaba los dientes gruñendo. El ómnibus le dejó allí solo, y se fue a llevar otros viajeros a otra casa. La luz de petróleo de un farol colgado del techo dibujaba, en la pared desnuda, la sombra del perro.
55 págs. / 1 hora, 37 minutos.
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Publicado el 17 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.
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