Cuentos

Leopoldo Lugones


Cuentos, colección



Lector

Toma este cuaderno de treinta y dos páginas breves, firmadas por el gran poeta Leopoldo Lugones. Vete con él a casa, y, si es una noche polar como esta, deja que sople afuera el viento helado... Acércate a la luz apacible de tu lámpara, siéntate frente a la dilecta compañera que te aguarda, abre el cuaderno e invítala a que te escuche... Cuando hayas terminado la lectura de los siete cuentos de su contenido, que son siete obras maestras en su género, ella te agradecerá sin demostraciones la inefable emoción estética experimentada, amándose y amándote silenciosamente un poco más...

Los pastorcitos

Pedro era un muchacho muy listo, aunque rústico pues había pasado siete de sus quince años guardando las ovejas de su padre, un pobre hombre con muchos hijos y cuya mujer vivía enferma.

Todos los hermanos de Pedro trabajaban, excepto el último, muy pequeño aún; así, no es de extrañar que el chico fuera tan serio como servicial, aunque no sabía leer ni tenía ideas sobre la civilización; en cambio poseía otras habilidades: silbaba muy bien imitando a todos los pájaros; manejaba la honda con singular destreza; conocía a fondo los senderos del bosque y los atajos de la montaña, y no había fruta cuyo sabor ignorase. Además, se sabía las flores de corrido, chapurreaba con bastante soltura el idioma del arroyo, que sea dicho de paso, era terriblemente embrollado cuando le daba a éste por meterse guijarros en la boca para tartamudear —al revés de Demóstenes;— le estimaban en todos los nidos por su honradez, y por su habilidad le temían en las colmenas. No está demás añadir también que ordeñaba muy correctamente las ovejas cuando era menester, que nadie mejor que él podía dar noticia de los más suculentos pastos y de las más eficaces hierbas para curar los males de sus subordinadas. Estas, le correspondían con aquella beata docilidad a la cual deben el rango que ocupan en ciertas metáforas religiosas y literarias. Si Pedro conocía el balido de cada una, cada una conocía la voz de Pedro con encantadora perfección; y era para él una gloria cuando por las tardes regresaban al aprisco, contener sus veleidades de retozo e independencia, con amonestaciones y silbidos que introducían frecuentemente, porque hubo casos, aunque muy extraordinarios, de rebelión, en que la honda de Pedro debió funcionar para mantener el orden.

Cuando nacían los corderos, la alegría del chico llegaba a su colmo. con qué solicitud les cuidaba y protegía, corrigiendo la inexperiencia de las madres jóvenes, remediando la indiferencia de algunas, compartiendo por la noche su mezquina camita con los recién nacidos que se extraviaban del corral cercano y le buscaban vacilantes sobre sus patas temblonas, con los huérfanos que les lamían la cara tan triste y silenciosamente, a la luz de la luna! Aquellos animalitos eran una especie de hermanos suyos, más queridos que los otros, porque eran más inferiores, y al mismo tiempo algo así como hijos, según entendía eso el muchacho en el temeroso titubeo de su pubertad inminente.

Siete años llevaba Pedro de vivir con la majada desde el alba hasta la noche. ¡Si había visto él nacer corderos! De algunos era hasta abuelo ya, según le parecía. Pero resultó que con los años, variaron profundamente las ideas de Pedro, sin que él se diera cuenta de ello. Ahora, como estaba más vigoroso, era más bueno. Le gustaba menos correr, sin duda porque comenzaba a pensar; ya no hablaba solo, pero recogía flores para la virgen que estaba allá en la casa, en su nicho, junto a la cama de madre. Mientras las ovejas pacían por las cañadas verdes, él, recostado bajo algún árbol corpulento, en la silenciosa apacibilidad del campo, si no dormía, inventaba cuentos ¿Para quién? Para nadie quizás, pues no los refería a los otros niños.

Y mientras su pensamiento trabajaba, como era laborioso, empleaba sus manos también en algo útil. Sólo que en vez de fabricar trampas de pájaros como antes, estaba ahora ocupado con mucho ahinco en la construcción de una flauta. Estas aficiones musicales de los últimos tiempos, coincidieron con un notable aumento de sensibilidad: Pedro, que había sido siempre un intrépido cazador, sentía lágrimas en los ojos ante una urraca que su hermano menor tenía cautiva.

Cuando una personita de quince años, que no sabe leer y que no tienen ideas de ningún género sobre la civilización, recoge flores en vez de hablar sola, inventa cuentos que no cuenta a nadie, fabrica una flauta y llora por los pájaros cautivos, se puede asegurar que algo grave acontece. Ahora bien: lo único grave que puede acontecerle a uno cuando tiene quince años, es enamorarse.

¿Pedro estaba enamorado, entonces?

No lo sé, amiga de mi corazón; mas oye con interés lo que sigue de la historia, y sobre todo no se lo preguntes a nuestro partorcito, porque él en verdad no sabría responder. ¿Enamorado? Y ¿qué será eso de enamorado? contestaría Pedro de seguro. Pero como no es el nombre lo que forma la cosa, continuemos narrando, y digamos que en la vida de Pedro había algo no expresado aún en estas líneas, por considerarlo trivial, cuando tal vez resulte interensantísimo.

Solía Pedro encontrar en sus peregrinaciones una pastora de las cercanías, menor que él, pues contaba apenas doce años. Era una niña tan desmirriada y pobre que daba pena y tan tímida que daba risa, pues era casi tonta y por todo lloraba. Pedro, que empezó por querer adiestrarla en topografía, botánica y ornitología debió renunciar bien pronto, descorazonado por esa candidez eternamente resuelta en lágrimas. La abandonó, se alejó de ella, tomando por otros senderos, aunque sin negarle su ayuda si llegaba a encontrarla en trabajos para recoger las ovejas, o llevar los corderos recién paridos, cuando eran más de dos y la noche se aproximaba.

Ahora bien: habían transcurrido justamente cuatro meses sin que los niños se vieran, cuando una mañana, a la hora en que el sol comienza a apretar y las ovejas buscan la sombra de los árboles para efectuar la rumia, Pedro vió venir a la pastora por el mismo camino que él trajera horas antes; y lo que nunca, sintió una alegría. Al fin, por tonta y fea que fuese, su ausencia se había hecho notar en aquel bosque tan solitario. Los niños se dieron los buenos días sin aspavientos ni transportes, con cierta seriedad que les molestaba sin que supieran por qué. Y entonces Pedro notó que la chica, si bien continuaba siendo tonta, no era fea ya como cuatro meses antes. Esto le puso, francamente, de mal humor. ¿Por qué? Tal vez porque ahora tendría que reconocer en ella cierta superioridad. Pedro era demasiado altivo para sufrirla de buen grado. Como se sentía inquieto por aquella circunstancia fué impertinente:

—Estás más gorda, Juanita, la dijo; y ya no tienes los ojos lagañosos, como antes.

Ella se limitó a sonreir, porque lo sabía, y además para que se le viera bien la boca que estaba muy roja, y los dientes muy lindos y muy blancos.

Pedro notó perfectamente aquel ingenuo despliegue de atractivos, y su molestia subió de punto.

—Y veo que juntas flores, añadió por decir algo, indicando una margarita que llevaba en el corpiño.

—Sí, como tú, respondió Juanita.

Pedro refunfuñó:

—Es que ahora ya no junto más flores.

La niña volvió a sonreír.

—Mira, "también" le he puesto a mi cordero una cinta colorada en el cuello, y un cascabel.

—"¿También?" reflexionó Pedro: ¿a caso él había tenido nunca corderos con cintas y cascabeles? La pobrecita empezaba ya a disparatar como de costumbre. Y el muchacho cortó bruscamente aquel diálogo:

—Adios, Juanita; me voy para el arroyo.

—Adios, Pedro.

La había llamado Juanita al despedirse, y antes, cuando era más chica la decía Juana a secas. ¡Y habría imbécil como él!... ¡Pues no le había dicho que se iba al arroyo, cuando su despedida no era más que un pretexto para ocultarse! Bueno, con no ir estaba todo arreglado. Sin embargo fué.

Y pasaron de esto muchos días, y los muchachos seguían encontrándose, y no obstante su afirmación de la primera vez, Pedro juntaba flores con Juanita, y la contaba todos los cuentos que había inventado en la soledad de las deprimentes siestas, y se lavaba la cara todos los días, y se encontraba lleno de un valor sobrenatural para saltar los precipicio y escudriñar las cuevas de la montaña. Como era buen filósofo, se había dado cuenta de que todo cuanto experimentaba tenía por causa un irresistible deseo de dar un beso a la pastorcita. Estaba seguro de que no se lo negaría, y dudaba. Y todas las manañas se decidía, y todas las tardes regresaba sin haber consumado su decisión. Semejante estado, le desmejoraba visiblemente y Juanita le preguntaba inquieta:

—¿Por qué estás siempre tan pálido?

El chico no respondía, pero el alma le temblaba en los labios y los ojos se le ponían más obscuros. Aquella boquita roja que le hablaba con tanto cariño, era la causa. Mas, ¿acaso su dueña le entendería si lo confesara? ¡Era tan tontuela que probablemente se iría a reír!... Los días pasaban así, angustiosamente largos, sin que nada pareciera intervenir en favor de Pedro, cuando una tarde el amor hizo un milagro.

He aquí como ocurrieron los sucesos:

Juanita volvía para la casa con dos corderos nacidos ese día. En verdad los nacidos eran tres, y su compañero la ayudaba, como de costumbre, cargando el tercero. La tarde olorosa sobrenaturalizaba el bosque con su matiz violeta. Allá, en el horizonte de la montaña, negra ya, se exhalaba la noche. Los niños, demasiado llenos de alma, no podían hablar. Una temblorosa angustia les enfriaba los dedos. Del cielo límpidamente enorme, el crepúsculo enviaba un adiós a las vagas desolaciones del paisaje. ¡Una tarde más, pensaba el muchacho; una tarde de pena como las anteriores, como las otras, en la eterna impasibilidad de aquel cielo que insinuaba tantas cosas sublimes, de aquella tierra tan obstinadamente entregada a la cálida incubación de sus gérmenes!

De pronto, la niña lanzó un grito. Pedro emergió de la hondura de sus sueños, con una sacudida. Juanita se había dejado caer sobre una piedra, a la orilla del sendero, y con rostro afligido enseñaba al chico su pie desnudo en cuyo talón asomaba una gotita de sangre fresca.

¡Vamos! No era nada grave; una espina que él extraería con cuidado. Arrodillóse ante la pastorcita, tomó en sus manos, delicadamente, el pequeño pie, y examinó la herida. Sería injusto no alabar de paso el heroísmo de Pedro, pues aquel incidente adquiría para él la solemnidad trágica de un desastre de universos. ¡Por una espina! Sí; por una espina; ¡pero el piecesito que tenía entre las manos era tan nervioso y la espina había penetrado tanto! Con los dedos no podía extraerla, pues apenas sobresalía de la epidermis. Tendría que emplear los dientes y quizá Juanita se desmayara de dolor.

Juanita se mostraba muy valiente, y accedía a la operación de buen grado, lo que dió a Pedro el valor necesario para afrontar el trance. Asió, pues la espina con los dientes, y sintiendo en su propio corazón el dolor, más que Juanita en el pie, seguramente, la atrajo de un tirón con admirable limpieza.

Y entonces le llegó a la niña su turno de afligirse. Pedro lanzó a su vez un grito, llevándose las manos a la boca. De sus labios apretados sobresalía la espina que acababa de extraer, clavada allí sin duda, según presumió la inocente Juanita.

¡Vamos! No era nada grave; no había por qué hacer esos visages tan terroríficos. Ella sabía ahora cómo se hacía en semejantes casos. Y sin vacilar un instante, inflamada por la más expresiva caridad, la boquita rosada se pegó a la boca de Pedro...

Cuando volvieron del éxtasis, todas las estrellas del firmamento estaban asomadas, mirándolos. Y en la confusión deliciosa del placer descubierto una idea alarmante les vino. ¿Qué se había hecho de la espina? Sin duda alguno de los dos se la había tragado, y les iba a agujerear el estómago después de haberles servido como dulce pretexto. Sencillamente, sin comunicarse su mutua inquietud, aceptaron el sacrificio, pensando que el amor era demasiado bueno para que no resultara dulce el precio de espinas con que tasa sus favores.

Y desde entonces, en la comarca, ha sido imposible saber cuál de los dos se había tragado la espina.

¿Una mariposa?

No podía dar yo a Alicia tantos detalles de las flores como ella me pedía, pero por fuertes razones.

Así llevé la conversación hacia las mariposas. Ella me escuchaba muy atenta, y todos los pormenores de la vida de los insectos despertaban intensamente su atención. Las blancuzcas larvas, ingeniosas tejedoras, las misteriosas crisálidas durmiendo en su sueño de rejuvenecimiento y de sombra, el despertar de las alas al amor del sol, como en un suspiro de luz... Cuando agotados ya mis conocimienfos entomológicos, proponía pasar a otro tema, ella, con la adorable impertinencia de sus trece años, dijo:

—Hágame usted de eso un cuento.

Y yo preferí contarla una historia, en que, por cierto, hay también un amor.

Cuando Lila tuvo que partir para un colegio en Francia, conversó con Alberto que era primo suyo; conversó cosas que debieron ser muchas, porque hablaron tres horas sin parar; importantes, porque hablaron muy bajito; y tristes, porque al separarse él tenía los ojos hinchados y ella las naricitas muy rojas y el pañuelo bastante húmedo: a lo menos más húmedo que de costumbre, y no por exceso de heliotropo.

La tarde en que partió Lila, se puso muy triste la casa de la abuela, y Alberto dió en pensar, mientras miraba llorar a la pobre vieja, que su traje negro era de luto por su padre y que su madre había muerto cuando él nació. Pasaron así, largos, muchos días de silencio extenuantes. Alberto no hablaba a la abuela porque no sabía que decirla, y la señora, viendo al chico tan triste, no podía sino llorar más, comprendiendo que semejante tristeza era inconsolable. Porque ella sabía muy bien que los primos eran novios y que por lo tanto tenían que llorar mucho si eran novios de verdad.

Fué entonces que Alberto se hizo cazador de mariposas. Aprendió a manejar la red con delicadeza, a clasificar las lindas prisioneras, a colocarlas muy artísticamente en lucidas vitrinas, cada una en su alfiler, con las alas bien tendidas. Aquello le distraía, por más que ciertas veces, sobre todo en la tarde, cuando manchaban el cielo grandes colores desvanecidos y los árboles se vestían de silencio, llorase un poco todavía recordando estas palabras de Lila: "Si me olvidas, yo te recordaré de algún modo, tenlo seguro, que no he dejado de quererte". Pero no lloraba mucho en verdad, y cada vez lloraba menos.

Poco a poco las mariposas llegaron a preocuparle por completo, y ya no tuvo otro cuidado, que su colección, cada día más brillante y numerosa. La abuela; viéndolo contento, fomentaba aquella silenciosa y honda afición, y nunca tuvo Alberto que lamentar la falta de un alfiler o de una vitrina. Pronto Lila no fué para él sino un recuerdo: aunque la quería mucho, ya no experimentaba ninguna necesidad de llorar. Ahora pensaba:

—¡Si viera mi colección!...

Nada más pensaba. Verdad es que sólo tenía diez y siete años. Yo también tuve una novia a los diez y siete años, pero ella murió en mí entre una noche y una aurora. Así están hechas las cosas: para que haya en el mundo cosas tristes y nada más.

Quedamos, pues, en que Alberto no lloraba ya por Lila. Además, sucedió algo que vino a interesarle sobremanera.

Una tarde paseaba con su red abierta bajo los tilos del jardín. El sol, como un cáliz volcado cuyo vino ardiente se derramaba en olas sangrientas sobre una tremenda pompa sacrílega, bajaba entre nubes gloriosas. Había silencio bajo los árboles. De repente, sobre una mata de juncos, Alberto percibió una mariposa de especie desconocida. Era blanca, pero tenía sobre las alas dos manchas azules como dos violetas. No recordaba él haber visto otra igual ni en las colecciones ni en los libros técnicos. Era verdaderamente una maravilla, un ejemplar completamente nuevo, y es de suponer que desearía poseerlo. Entregóse a la cacería con pasión. Pero aquella mariposa era terriblemente sagaz y siempre se colocaba fuera del alcance de la red, aunque no huía definitivamente de su vista. Y así se pasó la tarde, y vino la noche, y Alberto se acostó muy contrariado, y soñó hasta el amanecer con una mariposa blanca que tenía dos manchas azules en las alas. Y al otro día volvió a encontrarla en el mismo sitio, persiguiéndola otra vez infructuosamente y volviendo a soñar con ella. Por fin, el tercer día, después de una hora de carreras tan inútiles como las anteriores:

—Si estuviera Lila, pensó, me ayudaría a tomarla y yo no sufriría así.

Justamente entonces la mariposa vino a colocarse muy cerca de él, sobre una madreselva. Arrojó la red y lanzó un grito de júbilo. Estaba presa.

La abuela admiró mucho a su vez el hermoso insecto, que inmediatamente fué elevado en un largo alfiler, con las debidas precauciones, para no ajar sus bellas alas.

Pero, ¡cosa extraña! Al otro día la mariposa amaneció viva, siempre palpitando dolorosamente, sin que los más poderosos tósigos lograran matarla. Y sucedió que, como agitaba tanto las alas, éstas fueron perdiendo sus lindas escamillas, y a los seis días justos (¡que tanto duró el martirio de la pobre!) las alas eran sólo dos armazones descoloridos.

Entonces intercedió la abuela, y Alberto, que ya no tenía ningún interés en conservar aquel modesto animalucho, tan empeñado en no morirse, consintió en desclavarlo del alfiler y en dejarlo libre de irse donde quisiese. Y la mariposa, aunque algo trabajosamente, desapareció poco después en el viento.

—¿Y Lila? — preguntó Alicia con interés.

—La historia de Lila es muy corta y muy triste: al poco tiempo de entrar en el colegio, donde pronto se hizo notar por su docilidad y su tristeza, enfermó de melancolía. Nadie lo advirtió porque ella no se quejaba jamás. Unicamente había palidecido mucho, y después de estudiar lloraba. Parece que por la noche tenía sueños porque su compañera de habitación la oyó decir una vez al acostarse:

—Cuando aquí es de noche en mi país es de día; mientras duermo, sueño que estoy allí y eso me consuela.

Su palidez no inquietó, porque con el cambio de clima y la separación de los suyos, era natural que estuviese un poco mala; y su silencio fué atribuído al desconocimiento casi completo que tenía de la lengua de Francia. Además, como el silencio es una virtud en los colegios de señoritas internas, eso le valió muy buenas clasificaciones de conducta. Y así vivió Lila diez meses, hasta que una mañana la encontraron muerta en su camita blanca, advirtiendo que había muerto no por lo pálida y silenciosa que estaba, sino porque la cubría un frío muy grande, como si estuviera envuelta en luz de luna.

El médico no supo ciertamente descubrir su enfermedad, aunque la examinó muy detenidamente, encontrando apenas en el pecho y en la espalda de la niña muerta dos minúsculas picaduras rojas. Nada más se pudo averiguar y sobre su tumba pusieron lirios.

El balcón donde yo acababa de referir a Alicia la historia, había sido ya invadido por la noche. Sobre nuestras cabezas brillaban, solemnizando la paz grave de la sombra, los siete mundos de Orión. El viento pasó diciendo algo que no era evidentemente para nosotros. Bruscamente comprendí que acababa de despertar un alma. ¿Con qué derecho? ¿No sabía perfectamente que la virginidad es nieve, nieve en lágrimas? Y buscaba sin resultado un epílogo vulgar que absorbiera la emoción de mi historia, cuando allí, muy cerca, Alicia, ya invisible, borrada por la noche:

—¿Y Alberto...? —dijo.

Una esperanza consoladora brilló en mi espíritu.

—¿Alberto?

—Alberto sí, ¿qué hizo después?

Las estrellas impasibles, miraban.

Alberto continuó viviendo con la abuela, muy contento, aunque lamentando que su colección hubiera perdido una mariposa.

—...¿una mariposa?...

Un buen queso

No, no; el Amor es bueno y nunca desampara a sus pacientes. Oye mi dulce amiga la historia de Inés y Florencio, para que te convenzas de tan importante verdad.

Inés y Florencio, ambos nacidos y criados en la opulenta finca donde servían, eran dos gallardos muchachos que se adoraban desde la niñez. Hasta aquí todo va bien, y aun ha de parecerte mejor si te digo que los chicos se besaban como unos glotones cuantas veces podían, con el incentivo de esas brisas campestres que en la primavera hacen estremecer tan profundamente a los bosques venerables. Cuanto podían se besaban, y hacían muy bien, a despecho de tu aspaviento convencional; cuanto podían, porque, ¡ay! no siempre les era dado.

La señora una viuda ya entrada en años, era muy beata y se escandalizaba al sólo nombre del Amor, como no fuera éste el divino. No obstante, sus amigas afirmaban que en su devoción a San Antonio, por ejemplo, no todo era desinterés celestial, llegando uno de sus primos, viejo entre santurrón y calavera, a afirmar que Santa Rita compartía aquella predilección...

Lo cierto es que había sido devota del buen santo hallador de novios, desde su más tierna juventud: y tanto, que se rezaba de memoria la novena y los trece martes.

La señora quería mucho a Inés, pero desconfiaba de Florencio, habiendo opinado ya varias veces que creía llegado el momento de buscarle empleo en la ciudad. ¡Cómo abominaba Inés en esos momentos la palidez que la cubría!

Para ella eran las preferencias y hasta los mimos compatibles con la rigidez aristocrática de la dama; pero ¡a qué precio! precisamente por esto, apenas podía hablar con su novio. Cuando no trabajaba con la vieja ama de llaves, doña Catalina, una flacucha de rigidez gendarmeril, bordaba junto a la señora en el costurero cuya suntuosidad tenía algo de bazar, mientras aquélla, en compañía de una hermana solterona que la acompañaba, consumía las horas descifrando charadas y fugas de vocales. Esto formaba su manía y su vanidad. El resto del día lo consagraba a la oración.

Sólo en la mesa tenían algún esparcimiento los muchachos. Después de servir Inés a las señoras, almorzaban con doña Catalina en un recogimiento casi terrorífico; pero a veces llamaban de adentro (generalmente para averiguar alguna fecha) y el ama acudía. ¡Ah, besos furtivos, caricias miedosas, dramitas en dos pellizcos! Era el momento de entregarse las cartas en letra menudísima y sin apartes; el minuto suspirado de decirse tantas cosas y no acertar mas que a estrecharse las manos: fugacidad deliciosa que les alegraba un día entero como una exhalación de perfume...

Ahora bien, cierta ocasión de esas, Inés y Florencio tuvieron un gran disgusto. Aquella negó rotundamente a éste un rulo que la pedía, y hasta le reprochó que hubiese mezclado aturdidamente el día anterior la leche de los quesos.

Lo primero fué una coquetería y lo segundo merece una explicación.

Inés hacía unos quesos riquísimos que la señora prefería, motivando esto mil querellas como la mencionada. Eran de comerse frescos, pero tenían un término de treinta horas que la chica respetaba con veneración; y por esto aquel reproche asumió caracteres muy serios para Florencio.

Tres días después, como la coqueta no cediera, la escribió que se iba a envenenar; y ella, alarmada al verle tan triste y para evitar que lo hiciera durante el almuerzo, le respondió con amoroso sobresalto:

"Mi rico no fué uste ya sé adorado bien de mi alma, hoy en la mesa te daré si acaso llaman, y con esto recibe muchos besos de Inés".

Hizo con el papelito una cedulilla bien apretada y la guardó en el corpiño a la espera de una oportunidad.

Fabricaba hacía rato uno de sus quesos en la lechería, dando el último amansijo a la cuajada, cuando sintió pasos. ¡Los de él!... Con la cedulilla en la mano, aguardó palpitante, pero en vez del amado noviecito, apareció doña Catalina en persona.

La cedulilla rodó por entre los dedos de Inés sobre la pasta, que sus manos oprimieron con instintiva precipitación. Por fortuna no la había visto, y en cuanto se fuera...

Pero en vano retardó su obra. La vieja no se movió de allí, y como empezara a regañar por la tardanza, el queso entró en el molde y pasó a la despensa, sin que la infeliz hubiera podido retirar de sus entrañas el secreto de su amor.

¡Qué dos días aquellos! ¡Con qué ansiedad tentó una y mil veces la puerta de aquella nefasta despensa en procura de una remota casualidad! ¡Cuántos ingeniosos hurtos concibió! ¡Cuántas promesas hizo a los santos! Pero doña Catalina no candaba nunca en falso, y los santos suelen ser tan ocupados...

Por fin una noche, mientras servían a la mesa, la catástrofe se produjo. El ama trajo, con cierta prosopopeya de mal augurio, un nuevo queso que la señora se dispuso a cortar. (Era esto un capricho de golosa, harto honorífico para Inés, bien se comprende). Un buen queso ¿Sería ese?... No, no era, porque parecía más viejo; pero sí debía de ser, porque tenía una depresión en el borde...

El cuchillo entró lentamente... entró... entró... Desprendióse la tajada..... ¡Ah, qué satisfacción! ¡No era!

Pero al cortar el segundo bocado, la señora notó algo duro en la pasta, escarbó un poco, y el papel maldito apareció.

Tan insólito era aquello, que produjo un solemne silencio. La señora, con una calma fría, más terrible que las amenazas de los profetas, desdoblaba lentamente la cedulilla; y en ese momento la chica, desde el fondo de su anonadamiento, balbuceó al azar, con una voz en que desfallecían sollozos:

—Se me cayó del seno...

El papel acabó de desenvolverse.

Y ¡oh! cincuenta veces oportuno "Tyrothrix fiiiformis", y otras tantas sublime "bacterium lacti" , "bacillus butyrricus", y cuantos suculentos microbios, acedan, sazonan y maduran esas maravillas del arte caseoso: los ácidos de la fermentación habían decolorado la anilina, y sólo aparecían vagamente, en un matiz rojizo, palabras sueltas, sin ningún significado al parecer:


adorado bien de mi alma,
en la mesa , s ca
llama, con sto ree
e os e es


Las cejas de la señora se fruncieron ante tan profanas palabras...

...Pero ¿qué cambio es ese en sus facciones? ¿Por qué mira ahora a Inés con enternecida benevolencia?

Es que acaba de dar con el secreto del involuntario criptógamo y comprende lo temerario de su sospecha.

En efecto; ¿no correspondían exactamente esas palabras a la oración del noveno martes de San Antonio?

"Mi divino Jesús, único y adorado bien de mi alma, que en la mesa eucarística os llamáis, con justo derecho, el pan de los fuertes... ".

¡Chica ejemplar! Se pasaba copiando oraciones durante sus asuetos ¡quién lo creyera! ¿Reprenderla? Nunca: pues ¿a qué mayor gloria podía aspirar un queso?

Y desde entonces, bajo la advocación complaciente del beato paduano — mi patrón querido — qué besos, qué locos besos se dieron los chicos al almorzar.

Piuma al vento

¡Qué gran payaso aquel "Pass-key"!

Cuando concluían los saltos mortales de doble tumbo por sobre una fila de doce caballos y tres hombres encimados, en un silencio casi solemne de la orquesta; cuando remataba sus proezas de fuerza, asiendo un piquete de la barra con su brazo rígido, para bajar, girando en espiral sobre este único apoyo, hasta dar sentado en el piso; cuando terminaban los vuelos vertiginosos de los trapecios y las serenatas grotescas, rasgueadas con un pie tras de la nuca, venía la suerte clásica.

El colega Arlequín soplaba hacia el techo, por medio de una cerbatana, una pluma de pavo real. La pluma surgía veloz, como un cohete, llegaba al techo casi; luego, describiendo una lenta curva, caía, caía titubeando, y el payaso la recibía en la punta de su nariz. Cambiaba sus posturas, se descoyuntaba en todas las formas, sosteniéndola siempre; simulaba la cacería de un ratón por toda la pista, manteniendo el sutil equilibrio; llegaba hasta ponerse de espaldas y erguirse otra vez, sin perderlo, mientras los violines susurraban un airecillo tirolés. Y la infalible de su acierto sorprendía.

Ni los juegos ecuestres que la húngara de lozanas piernas ejecutaba, ni los equilibristas japoneses, ni los excéntricos yanquis, ni el ciclista francés con sus paradójicas geometrías, ni el parque zoológico con sus curiosidades, entusiasmaban tanto al público como aquella suerte de la pluma. Había de veras algo artístico en el juego fino y elegante da aquel payaso, que vestía todo de blanco como el "Gilles" de Watteau; una especie de flexible esgrima, en complicación de curvas silenciosas como los trazos de un blando lápiz, cierta vaga angustia en aquella destreza obligada a luchar con el aire, como con un duende invisible, y hasta cierto incentivo de azar en la indecisa levedad de esa pluma...

—¿...Te acuerdas Gabriela?

El payaso estaba enamorado, sin embargo; y este "sin embargo" es un mérito que le agrego, pues bien se sabe cuánto rompen el equilibrio las palpitaciones de corazón. Estaba enamorado de una muchacha rubia que una noche le tiró flores a la pista. Sola en su palco, afrontó sin desconcertarse el murmullo de asombro canallesco que semejante arte produjo: y el payaso, admirado de aquel heroísmo que le llenó el pecho con un calor de buen vino, la adoró.

Nunca había amado en serio, absorto desde chico por la preocupación de su arte, distrayendo apenas tal cual noche en parrandas de camaradería, cuya torpeza no incitaba a reincidir.

Pero aquella muchacha galante, con su excesivo perfume de flor estrujada, su fugacidad de capricho y sus intrínsecas maldades de ponzoña, le enloquecía.

Llegó a querer todos sus artificios — sus artificios más que sus encantos — las falsas ojeras, el carmín comprado, el lunar postizo y hasta el ceceo que acaramelaba sus palabras. Y el idilio duró un mes, al cabo del cual tuvieron una disputa.

Berta sostuvo (se llamaba Berta) que aquello de la pluma no podía ser. Que tenía un peso en la punta y por esto caía tan bien, o alguna pega, o algo, ¡que sabía ella!... ¡Nunca había estado en circos!... Dijo mil disparates hirientes, y por último sostuvo que debía tratarse de un imán.

En vano intentó su amante disuadirla, riendo de sus tonterías al principio; después ofendido hasta el alma por esa duda. Tres años de trabajo obscuro le había costado aquello, de cólera, de desazones, de torturados abandonos: aquella futilidad que hacía reír... Y ella, ella tan luego, no creía?...

Por último Berta propuso que la próxima vez, acabado el juego, le diese la pluma para verla bien; pues ¡qué quería!... No se alcanzaba a convencer. Pero allá, en el circo mismo ¿eh?... Y si la pluma no tenía nada, vería cómo erraba el golpe!

El despechado artista aceptó.

Dos días después llegó el momento. Berta resplandecía en su palco. Pasaron los malabaristas, los yanquis, el trapecio, la barra, los saltos, los perros sabios que aquella noche estrenaban una nueva habilidad, concertando y llevando a cabo un duelo por los amores de una doncella. Pasó, la húngara en su caballo negro, pasó la familia Bill con sus palomas amaestradas.. hubo un silencio... un ondulante cuchilleo.... y el director de la compañía avanzó hasta la mitad del circo.

—Respetable público por una indisposición repentina del payaso "Pass-key", se suspende la suerte de la pluma.

Y como en previsión del murmurado descontento, apareció, en su azulino traje de marquesita Luis XV, Mlle. Olivie la bailarina.

Los diarios de la mañana siguiente anunciaron que "Pass-key" se había suicidado, ignorándose las causas de su fatal resolución; y hasta escribieron necrológicas, muy filosóficas por cierto.

La pluma, que yo ví, no tenía artificio alguno.

La tortilla de Juanito

Cuento, no sé ninguno de amor; pero te narraré una historia que podría ser un cuento, aun cuando estos salen más entretenidos, bien lo veo, pues tienen en su favor el encanto de la mentira...

No más que por verte hacer otra vez ese pucherito de guindas almibaradas, dijera yo mil perrerías de la Verdad; pero tu mohín (pongámoslo en estilo reporticio) es injustificado.

Por tu sexo y tus primaveras que cabrían, bien contadas, en un soneto con estrambote; por tu sexo, tus primaveras y la delicada gracia de tu rostro en que anticipan sus palideces románticos insomnios; por tu sexo, tus primaveras, tu graciosa faz y la esbeltez de tu busto, que semeja un fino ramillete; sin mencionar tus lindas manos, ni elogiar tus lindos pies que la falda avara cubrirá bien pronto—por todo eso, María Eugenia, eres una obra de arte y en consecuencia esencialmente artificial. Como Estela, como Eulalia, como Hortensia, como todas tus hermanas en juventud y en hermosura, has nacido para la mentira, la divina mentira de belleza que todos cultivamos en nuestro huertecillo interior.

No te impacientes si me encuentras filósofo, pues mi filosofía es amable y justifica todos los artificios del tocador, condenando solamente sus excesos, por antiestéticos, pues digan lo que quieran los moralistas, las mujeres pintadas son adorables.

Demasiado fea es la realidad para empeñarse tanto en poseerla, y por eso ha de predominar siempre, sobre toda razón, la coquetería con sus agridulces falacias, manifiestas de igual modo en tus afeites y en las margaritas con que Rosa, la novia de Juanito, se refregaba las mejillas... Pero ahora recuerdo que aun no sabes quiénes son Rosa y Juanito.

Rosa es la chiquilla más avispada del lugar y tiene doce años; Juanito es el chico más callado de la población y tiene catorce. Va para tres que la madre de Rosa murió, y su padre se llama Manuelote el carretero, un jastial a quien suponen malo por que es terriblemente forzudo, aunque debe de ser bueno porque Rosa tiene calzones bordados y canta a gritos en su casa. Es fácil ver lo primero cuando ella pone a secar la ropa sobre el cerco de ramas, y oír lo segundo cuando lava en el traspatio.

Juanito, que es huérfano, vive con su tía la señora Águeda, solterona a quien tachan de cicatera porque tiene una nariz de huso y se ha vuelto un poco beata; pero que no debe de serlo, pues recogió al chico y le cría por su cuenta, no contando para vivir sino con sus gallinas.

Las gallinas de la señora Águeda son célebres en los alrededores, tanto por la diversidad de sus razas cuanto por la calidad de sus huevos, que Juanito lleva todos los sábados al mercado de la ciudad. Esto constituye lo más pesado de su tarea, limitada, por lo demás, a la recolección diaria del suculento producto.

Efectivamente, todos los días, a eso de las once, cuando el bochorno empieza a difundir modorras de estío, y suenan en todas direcciones, como broncas matracas, los cacareos denunciadores, Juanito sale con su cesto y se interna en el bosquecillo inmediato, pues las gallinas, completamente libres, anidan en los matorrales.

Algunas se alejan mucho, siendo necesario vigilarlas para que no vayan a quedarse por ahí cluecas y se las coman los zorros. Así, la señora Águeda suele no extrañar las demoras de Juanito pero en los últimos tiempos estas son tan prolongadas, que ha debido regañarle. Además, volvió al otro día con el asa del canasto rota; y aunque le ha puesto un cordel en reemplazo, no es lo mismo, pues aquel se balancea demasiado.

Juanito soporta en silencio las amonestaciones de su tía y vuelve a demorarse. Empero, la producción de huevos no disminuye, y él, fortalecido por esto, sostiene que cómo no va a tardar, si el pasto ha disminuído mucho con el picoteo, y las gallinas, buscándolo más lejos, se han vuelto muy calaveras ahora...

El bosquecillo en cuestión llega hasta la falda de una loma donde Rosa suele pastorear su majada, pues Manuelote es rico y tiene cabras, y dos carretas con tres yuntas de bueyes, y tres caballos.

Fueran inútiles los rodeos, hubiéndoseme: ya escapado que Rosa es novia de Juanito: y entre chicos campesinos, es decir un poco bobos, y pobres, es decir antipáticos, no cabe noviazgo sin amor. Eso queda para tus amiguitas, que sueñan con los honorables cuarentones del comercio y de la industria, y para tí cuando pienses en nodos. El amor así a la tremenda, con lágrimas y sin encajes, es una grosería de palurdos y de pobretes, que pondría en ridículo a una señorita bien. Pero como Juanito y Rosa eran dos salvajillos, se adoraban.

Ahora bien, Manuelote había sospechado algo de esto, advertido por el colorete de las margaritas, y por ciertos indicios más serios, como ser el quedarse Rosa durante grandes ratos con la aguja a media puntada, y el cambiarse varias veces al día, pasando del azul al rosa y del rosa al azul, la cinta de sus cabellos.

Verdad es que a Juanito le pasaba lo mismo, pues se arañaba rabiosamente con el peine, no queriendo andar ya sino de pantalón blanco muy bien planchado.

Manuelote interrogó un día a su hija, mas despertó tal indignación en ella, y tan copiosas lágrimas, que vaciló.

—¿Pero qué creía de ella, por Dios?... ¿Por qué mujer la tomaba?... ¡Malos!.... ¡Malos!.... Todos eran malos con ella!... El también, aunque fuera su padre. No la quería nada, nada, nadita!...

La cosa pasó, no sin cierto asombro de Manuelote ante lo intempestivo de aquella crisis, e hicieron las paces con muchas caricias, tan exageradas por parte de Rosa, que casi se lo comió a besos.

Tres días después, Manuelote buscaba por la falda de la loma que conocemos el rastro de uno de sus bueyes, cuando sintió el murmullo de un diálogo. Era, no cabía duda, la voz de Rosa: y así por ver con quien hablaba, como por bromear, sorprendiéndola, se deslizó hasta un tronco inmediato al sitio.

Rosa, monísima con su mejillas pintadas, los ojos bajos, visible la palpitación de su pecho en el escotito de su corpiño demasiado infantil, estaba sentada sobre la afrontuosidad de una peña, y hacía con el ruedo de su delantal un rollito muy apretado. Juanito, de pie ante ella, empinado el sombrero, cruzadas las manos a la espalda, balanceaba el canasto lleno de huevos, ya golpeándose con él las pantorrillas.

Rosa hablaba:

"¿Para qué se lo hacía decir tanto?... Sí, le quería y pensaba mucho en él. Tenía una estrellita para pensar en él cuando le venia la tristeza de la tarde."

—¿Y el beso que me prometiste ayer?... suplicó Juanito.

Hubo una larga pausa.

—¿...y el beso? — volvió a preguntar el muchacho.

Acometió a Rosa un temblor tan fuerte que casi la hizo caer, y bruscamente rompió a llorar. Juanito giró una mirada afligida, visiblemente turbado ante aquella situación en la cual nada se le ocurría. La chica sollozó:

—Si te prometí Juanito... Pero... no puedo...

Y entonces apareció Manuelote.

Tan petrificados se quedaron, que Rosa cesó de llorar, con las manos crispadas a la altura del rostro y corriéndole entre los dedos lágrimas rosas, pues el carmín floral se le desteñía: en cuanto a Juanito, dejó caer el cesto sin notarlo y permaneció en su sitio, temblándole ligeramente los labios pálidos.

Manuelote avanzó furibundo. ¿Fuera de ahí esa mocosa! Y encarándose con Juanito:

—Ah, bribón! Con que eras tú, no? Vas a ver ahora!

Amagó un bofetón que indudablemente no pensaba dar: el chico intentó retroceder, tropezó y cayó sentado sobre el canasto.

Un ¡ay! de Rosa desvió las furias paternales.

—A casa! A casa, he dicho!

Echó ella a correr, y el monstruo la siguió con enormes trancos.

Apenas desaparecieron, Juanito brincó presuroso, y olvidando el maltrecho cesto se internó por los matorrales, hacia lo más intrincado, no volviera aquel bárbaro, y le rompiera dos costillas.

Cuando se consideró seguro, empezó a caminar lentamente, cavilando sobre su situación, y hasta creo—Dios me perdone — que maldijo su amor en un arranque de despecho.

Pero el buen Amor velaba por él, como vas a verlo.

Entretanto, Manuelote había conferenciado con la señora Águeda, refiriéndole el suceso. Ella, es claro, se horrorizó con toda la sencillez de su virginidad resignada; pero, compasiva al fin, no pudo menos de preguntar:

—Y le pegó fuerte, Manuel? Le pegó, diga?...

—No, no; qué le iba a pegar. Eso quedaba para ella; cada cual arreglaba a sus muchachos.

La señora Águeda se dispuso a ser terrible. Eligió entre varios lazos, sin decidirse por ninguno, a decir verdad; pero arrebatada de indignación cuanto viera al culpable, improvisaría con cualquiera un látigo.

El momento crítico llegó, Juanito venía lentamente, sollozando; pues como infiriera por la cura de su tía que algo grave iba a pasar, simuló un copioso llanto.

La señora Águeda no se conmovió. Puesta en jarras frente a la puerta, fruncido el ceño, pálida, casi blanca la punta de su larga nariz, esperó que el reo pasara. Y como notase que había perdido el canasto, si indignación aumentó. ¡Ahora sí que le escarmentaría de veras!

Todo esto mientras Juanito llegaba. Pero cuando pasó por detrás, notando en qué estado venían sus pantalones blancos. toda su ira rebotó sobre Manuelote

—El bruto!... Qué manera de castigar al pobre chico! Y quería más azotes aún! Como sería la paliza que le dió cuando....

Así fué cómo el buen Amor salvó a Juanito de una soba.

Las manzanas verdes

Entre las casas de Naira y de Braulio, había un manzano; pero este manzano pertenecía verdaderamente a la casa de Naira. Braulio y Naira eran dos pequeños campesinos que se amaban:

Amábanse, pero eran desdichados. Pues Naira vivía minuciosamente vigilada por la tía Miseración que era también su madrina y que la había criado.

No abandonada aún con la timidez la sumaria correspondencia de los suspiros, sorprendiólos la tía una tarde, muy arrobados y colorados, al pie del árbol solariego; tan tembloroso él en la turbación de su dicha: que las piernas se le volvieron longanizas y no pudo moverse, sintiéndose horriblemente descubierto e idiota; anonadada ella por emoción tan tumultuosa, que sólo supo arderse más en rubor como una brasa soplada, y bajar mucho la cabeza, y denunciarse más con las dos lágrimas clarísimas y grandes en que desbordaron sus párpados presurosos.

Y para colmo, al airado "¿qué haces aquí?" de la tía, su confusión habíale impuesto la necedad de responder:

— Buscaba manzanas... —Manzanas en febrero! Cuando no son todavía más que bolitas verdes de insoportable acritud.

Todo lo cual fué empeorado aún por el aturullado Braulio, que añadió con la falsedad más visible de este mundo:

—Buscábamos manzanas...

La tía adoraba a Naira; pero tenía, respecto al decoro, escrúpulos tiránicos, y hasta cierto inconsciente escándalo de solterona —quizás inconsciente por cierto, pues gozaba de una inmensa bondad— ante el esplendor de aquella primavera.

Así, no pudo menos, mientras endilgaba por un brazo a la chica en autoritario rumbo de hogar defendido, no pudo menos de volverse hacia Braulio, diciéndole con la indignación irónica que merecía su falsedad:

—¿Manzanas, atrevido? ¡Están verdes!

Los chicos, a decir verdad, no se habían dicho una palabra, y hasta ignoraban el secreto de su encanto. Los catorce años de él y los doce de ella, eran demasiado ignorantes para definirlo; pero, despedido Braulio inexorablemente de la casa de Naira, el dolor habló en él y muy luego comprendió que estaba enamorado.

El ridículo incidente del manzano, había cavado, no obstante, un abismo para el chico. Aun hallando sola a Naira, jamás hubiese osado declararle su amor.

Entonces, después de bien padecer, como es justo, decidió emplear el lenguaje de los símbolos, caro a los amantes, ideando una estratagema.

La estación fué mala. El manzano perdió casi toda su fruta antes de que llegara a pintar. Verdad es que algo insólito concurría a agravar las naturales plagas, pues durante varias noches la tía creyó oír ruidos en el árbol: quizá alguna comadreja. Pero andaba mal de salud para levantarse, y Naira tenía miedo.

Así llegó mayo, precozmente frío para peor. La pobre tía Miseración tosía mucho, pero, enternecida por la enfermedad, mimaba como nunca a Naira cuyo perdón era ya completo.

Naira se había puesto endiabladamente bonita, la cual aumentaba, como es natural, el dolor de Braulio, que seguía sin poder hablarla. Su furtiva comunicación tuvo que limitarse a señalarle dos o tres veces el manzano.

Una siesta, la tía, que decididamente enfermaba, cosía disfrutando del solcito ya invernal, al pie del árbol, cuando Naira notó de pronto que se había dormido. Sueño profundo, sin duda, en la tibia apacibilidad de la huerta.

Naira decidió, entonces subir al manzano. Por más que escudriñara desde abajo la copa, no podía discernir hasta entonces el ademán de Braulio.

Unas cuantas trepadas, lleváronla con ágil suavidad de ardilla hasta los altos gajos. Allá, entre las hojas, quedaban solamente cinco manzanas. Exigua cosecha que hizo, sin embargo, desfallecer dulcemente su alma; pues sobre el carmín de cuatro de ellas resaltaban en verde tierno otros tantos corazones atravesados por la flecha inmortal.

Pero cuando su mano se extendía hacia la quinta fruta, sintió un vértigo de pronto.

Sobre el caballete de la pared medianil que los gajos del árbol cobijaban, apareció la cabeza de Braulio. Una mirada le rebeló todo; y heroico, rojo, deliciosa y terriblemente audaz para el corazoncillo de Naira, el imprudente comenzó a subir.

Inútiles fueron los ademanes desesperados con que la chica procuró contenerle. El caso es que, no pudiendo ya descender hubo de esperarle, muda, en esa deliciosa alarma que la mujer goza como una embriaguez suprema bajo el imperio de la intriga y la fatalidad.

Candentes de intimidad, breves palabras explicaron todo. De esas palabras cuyo anhelo siente en soplos que anticipan besos, muy junto a ella la orejita muy roja.

"El trepó durante las pasadas noches al árbol, buscó al tanteo las frutas, pegó sobre ellas los papelitos destinados a impedir la coloración del punto que cubriesen, para declararle así su amor, con galantería pastoril, en la noble madurez de las manzanas."

¡Ah, y también se había vengado! Podía verse esto en la única fruta no cortada aún por Naira.

Resaltaban sobre ella, en efecto, en zurdas letras, estas palabras: "la tía"; y al lado mismo una calavera con las dos tibias de rigor.

¿Como resistir al beso que merecían, sin duda, tan buen amante y tan graciosa ocurrencia?

¡Ay! Pero aquel beso provocó una catástrofe. Pues sin que supieran cómo, hete aquí que, al unirse sus labios, Naira dejó escapar de su regazo las frutas.

Al cuádruple golpe despertó la tía; y recogiendo el cuerpo del delito (afortunadamente la manzana vengativa quedaba en poder de Braulio) levantó la cabeza.

Bastaba la pintura de las frutas para revelarle todo; así es que hubo de prenderse en gran cólera.

Pero la actitud de los chicos era tan cómica, estaban verdaderamente tan necios y tan lindos, que la tía se echó a reír, diciendo:

—Vamos, Braulio, vamos. Tira la otra manzana.

¡La otra manzana! Aquí sí que se hundía toda la felicidad.

Entonces Naira tuvo una inspiración. Arrebató la fruta a su compañero, y de un mordisco se comió la injuriosa figura.

La tía, sin embargo, perdonó todo, a cambio de la verdad. Y desde entonces los chicos, pronto consumadas las bienhechoras frutas, sólo tuvieron que apresurarse a madurar sus adolescencias como sendas manzanas, para ir lo más pronto posible, bajo la tierna honestidad de la tía Miseración — mística policía de esa angelical embriaguez — a renovar la cosecha en el Paraíso...

Flores de durazno

Junto al rancho medio arruinado, hay tres durazneros de avanzada edad, que tiritan de frío al vientecillo de la tarde, porque la escarcha los ha dejado completamente desnudos. El campo, amarillento en la extenuación de sus hierbas marchitas; la casa color de tierra, bastante ladeada, como un animal que cojea; los árboles deshojados, cuyos varillajes recuerdan vagamente destrozados miriñaques del tiempo ido: la inmensidad del horizonte, del cielo claro, bajo el cual se fatiga el silencio, sugieren indefinibles tristezas. El calor prematuro de los últimos días no ha podido conmover la austera taciturnidad de los campos, que continúan pensando en la muerte. Y como apenas una cosa se pone triste, adquiere algo de humano, aquel paisaje cobra aspecto de viudez y los bueyes flacos que por él cruzan, tienen paso de personas. Una carreta ha puesto el colmo a esa melancolía de la triste campaña. Cruzó, rechinando nostalgias, dando barquinazos: parecía reumática. Rudamente, quejábase la madera, achacaba torturas á la azuela indocta. Entre los rayos de las ruedas enormes había pedazos de cielo. Y cuando el vehículo pasó, sus anchos surcos dejaron en la llanura una interminable paralela, que semejaba la persecución infinita de un pensamiento geométrico. Aquello está decididamente melancólico. Lleva mal cariz la meditación de las cosas. Por el lejano camino, el polvo reseco se arremolina con bruscos giros, baila la tromba en pequeño, furioso, mas deshecho, a poco andar, en la aburrida laxitud del ambiente. Pero, ¿no hay algo que se mueve bajo los árboles desnudos, allí, cerca del rancho, al amor de la perezosa resolana? Diríase que son la muchacha dueña de casa y un mozo, que de seguro no pertenece a ésta. Tomados están de las manos, y parece que respetan el vasto silencio de las campiñas, pues no hablan. No hablan, porque tienen los labios ocupados en una deliciosa ocupación. Usted, señorita, creerá que se están besando. Yo no lo sé; pero es lo cierto que los viejos árboles, quienes, no obstante su grave aspecto, sienten la inquietud del extemporáneo calor, á la muchacha, que acaba de apoyarse en ellos distraídamente, los viejos árboles le han cubierto las manos de besos en forma de florecillas rosadas.

Y este año ya no habrá frutos... es decir duraznos, a los menos...


Publicado el 22 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.
Leído 18 veces.