El Milagro de San Wilfrido

Leopoldo Lugones


Cuento


El 15 de junio de 1099, cuarto día de la tercera semana, un crepúsculo en nimbos de sangre había visto por vigésima quinta vez al campamento cruzado, desplegarse como una larga línea de silencios y de tiendas pardas alrededor de Jerusalén, desde la puerta de Damasco hasta donde el Cedrón penetra en el valle de Sové que los latinos llaman valle de Josafat.

Sobre la llanura que se extendía entre el campamento y la ciudad, algunos bultos denunciaban cadáveres: restos de la jornada del 13 que los francos libraron sobre la antemuralla.

El monte Moria, alzábase frente de la puerta Esterquilinaria, al mediodía. Por el norte levantaban sus cumbres desoladas el Olivete y el monte del Escándalo donde Salomón idolatró. Entre estas cumbres, el valle maldito, el valle donde imperara la herejía de Belphegor y de Moloch; donde gimieron David y Jeremías; donde Jesucristo empezó su pasión; donde Joel dijo su memorable profecía: congregabo omnes gentes, etc.; donde duermen Zacarías y Absalón; el valle adonde los judíos van á morir de todas las partes del mundo, se abría lleno de sombra y de viñas negras...

Las murallas de la ciudad, altas de cien palmos, escondían á la vista las montañas de Judea que el rey Sabio hizo poblar de cedros. El recinto quedaba oculto, y sólo se divisaba por sobre la línea de bastiones, la cumbre rojiza del Acra, la monstruosa cúpula de cobre de la mezquita Gameat-el-Sakhra levantada por Ornar á indicación del patriarca Sofronio, sobre las ruinas del templo de Salomón—y algunas palmeras.

Una agonía sedienta consumía á los soldados de la cruz. Las fuentes de Siloé y de Rogel estaban exhaustas. El viento salado apenas dejaba aproximarse las nubes hasta Jericó. Y aquello estaba tan seco, tan calcinado, que las mismas tumbas antiguas parecían clamar de sed.

Sobre las tiendas de las huestes sitiadoras, ondeaban multicolores estandartes, en cuyo trapo, al impulso de la devoción y del heroísmo, iban germinando como futuros emblemas de gloria, las trece coronas y las treinta y seis cruces principales de la heráldica, desde la sencilla cruz patente hasta las embrolladísimas dobles y contra potenzadas, que llegarían luego á su máxima complicación en el bizarro jeroglífico de la familia Squarciafichi.

Estaban allí Godofredo, Eustaquio y Balduino; los señores de Tolosa, de Foix, de Flandes, de Orange, de Rosellón, de San Pol, de l’Estoile, de Flandes y de Normandía. Ya eran todos ilustres. Guicher había hendido en dos un león; Godofredo había partido por la mitad un gigante sarraceno en el puente de Antíoco...

Una tienda rasa se alzaba entre las otras. En aquella tienda un monje flaco y viejo que tenía un báculo de olivo, vivía mojando en lágrimas toda la longitud de su barba. Era Pedro el Ermitaño.

Aquel monje sabía que la ciudad ilustre fundada en el 2023 año del mundo, era una mártir.

Desde los hijos de Jebus, hasta Sesac; desde Joas hasta Manasés, hasta Nabucodonosor, hasta Tolomeo Lago, hasta los dos Antíocos el Grande y el Epifanio, hasta Pompeyo, hasta Craso, hasta Antígono, hasta Herodes, hasta Tito, hasta Adriano, hasta Cosroes, hasta Omar—cuánta sangre había manchado sus piedras, cuánta desolación había caído sobre la reina glorificada por la salutación de Tobías: ¡Jerusalem, civitas Dei, luce splendida fulgebis! Pedro había podido observar, como san Jerónimo, que en aquella ciudad no se veía un solo pájaro.

Esa tarde, un correo expedido de Kaloni, comunicó á Godofredo que en el puerto de Jafa acababan de anclar varias naves pisanas y genovesas, en las cuales venían los marineros esperados para construír las máquinas de guerra diseñadas por Raymundo de Foix.

Acababa de hundirse el sol, cuando tomaron el camino de Arimatea cuatro caballeros enviados para guardar las naves recién llegadas á Jafa. Eran Raimundo Pileto, Acardo de Mommellou, Guillermo de Sabran y Wilfrido de Hohenstein á quien llamaban el caballero del blanco yelmo.

Era él rubio y fuerte como un arcángel. Sobre su tarja germana, sin divisa como todos los escudos de aquel tiempo, se destacaba formando blasón pleno un lirio de estaño en campo verde. Aquel lirio en forma de alabarda, era el único abierto de toda la flora heráldica; pues el de Francia permanecía aún en botón.

Pero lo extraordinario en la armadura del caballero, era su casco de metal blanquísimo, cuyo esplendor no velaba entre los demás la cimera de que carecían los yelmos de los cruzados. El nasal de aquel casco, dividiéndole exageradamente el entrecejo y bajando por entre sus ojos como un pico, daba á su faz una expresión de gerifalte.

Contábase á propósito de aquella prenda, una rara historia. Decíase que casado su dueño á los veinte años, antes de uno mató á la esposa en un arrebato de celos. Descubierta luego la inocencia de la víctima, el señor de Ilohenstein fué en demanda de perdón á Pedro el Ermitaño, quien le puso en el pecho la cruz de los peregrinos.

Antes de partir, quiso orar el joven en la tumba de su esposa. Sobre aquel sepulcro, había crecido un lirio que él decidió llevarse como recuerdo; mas al cortarla, la flor se transformó en un casco de plata, dando origen al sobrenombre del caballero. Poseídos aún del milagro que hizo llover lirios sobre la cabeza de Clodoveo, no tenían los camaradas del héroe por qué dudar de su aventura, mucho más cuando él la abonaba con su valentía y con un voto de castidad.

La noche estaba ya densa sobre los montes. Los caballeros cruzaron al trote de sus cabalgaduras, como cuatro sombras en rumor de hierro, la garganta estéril que une á Jerusalén con Sichem y Neápolis; el torrente donde David tomó las cinco piedras para combatir al gigante; el valle del Terebinto, el de Jeremías, dolorosa entrada de los montes de Judea poblados de jabalíes; los arrabales de Arimatea, los de Lydia sembrados de aquellas palmas idumeas bajo las cuales curó Pedro al paralítico; y al llegar al pozo de la virgen, la llanura de Sarón, cubierta de alelíes y tulipanes se desplegó ante ellos desde Gaza hasta el Carmelo, y desde los montes de Judea hasta los de Samaría, denunciándose en la obscuridad con el aroma de sus flores. Tal iban evocando los pasajes de la sacra historia por los mismos lugares de su tránsito, aquellos ilustres guerreros.

Wilfrido habíase rezagado un tanto. Los otros tres mantenían su piadosa conversación; y el señor de Sabran refirió á sus compañeros la historia de la ciudad adonde se dirigían.

Jafa está, decía, en la heredad de Dan y es más antigua que el diluvio. En ella murió Noé; á ella venían las flotas de Hiram cargadas de cedro; en ella se embarcó Jonás para cruzar el mar, aquel Gran Mar “que vió á Dios y retrocedió”, dice el Salmista; ella sufrió el peso de cinco invasiones y fué incendiada por Judas Macabeo. Allí resucitó Pedro á Tabita; allí Cestio y Vespasiano repletaron de oro sus legiones; y en su ciudadela manda ahora en nombre del Soldán, el feroz Abu-Djezzar-Mohamed ibn-el-Thayybel-Achary, á quien llaman familiarmente Abu-Djezzar, y cuyos sicarios recorren estos parajes buscando el rastro de los guerreros de Cristo.

El señor de Mommellou añadió á su vez que Jafa había sido teatro de las fábulas del paganismo. Su nombre era el de una hija de Eolo; y San Jerónimo cuenta que le enseñaron allí la roca y el anillo en que Andrómeda fué entregada al monstruo de Neptuno. Plinio añade que Escauro llevó á Roma los huesos de dicho animal, y Pausanias refiere que existe todavía la fuente donde Perseo se lavó las manos cubiertas por la sangre del combate.

Y todo lo contaron los caballeros Acardo de Mommellou y Guillermo de Sabran, porque sabían muchas letras de historia aprendidas en los pergaminos de los monasterios.

De repente, al llegar junto á las ruinas de una cisterna seca, advirtieron que Wilfrido no iba ya con ellos. Era indudable que se había extraviado en tan peligroso sitio, pero no podían buscarle, pues de las naves que iban á custodiar dependía la toma de la ciudad santa. Y por si era tiempo aún, galoparon soplando sus cuernos hacia las murallas próximas.

Abu-Djezzar gobernaba la ciudadela. La fortaleza se levantaba, dominando el mar, entre un bosquecillo de nopales y de granados. Mil musulmanes defendíanse allí esperando auxilios de Cesárea ó de Solima. Los fosos estaban llenos de agua y levantados los rastrillos, que apenas dejaban paso á las partidas de merodeadores.

Wilfrido de Ilohenstein, despojado de sus armas, fué traído ante el señor de la ciudadela. Era éste un musulmán de ojos aguileños y perfil enérgico como un hachazo.

—Perro, le dijo apenas le tuvo á su alcance; ya sabemos la situación de vuestros soldados que mueren de sed bajo los muros de Solima. Dime, pues lo sabes, si los cristianos abrigan todavía esperanzas.

Una sonrisa heroica iluminó la juventud del caballero.

—Sarraceno, replicó; los condes de Flandes y de Normandía acampan al norte, allá mismo donde fué apedreado san Esteban; Godofredo y Tancredo están al Occidente; el conde de Saint-Gilles al sur, sobre el monte Sión. Ya sabes dónde se hallan nuestras tropas, y también que los soldados de Cristo no retroceden. Pues bien, óyelo Sarraceno: Antes de un mes, los soldados de Cristo entrarán en Jerusalén por el norte, por el occidente y por el mediodía.

Abu-Djezzar rugió de rabia.

—Cortad maderos, gritó á sus soldados; haced una cruz y clavad en ella á este perro. ¡Que muera como su Dios!

Tres horas después, los soldados venían en grupos á contemplar el mártir. Wilfrido de Hohenstein, clavado en una cruz muy baja, parecía estar muerto en pie. Desnudo enteramente, cruzado su cuerpo de rayas rojas, la cabeza doblada, los cabellos rubios cubriéndole los ojos, las manos y los pies como envueltos en púrpura, semejaba una efigie de altar. La muerte no conseguía ajar su juventud, realzándola más bien como una escarcha fina sobre un mármol artístico. El patíbulo daba al mar, sobre la ciudad ruinosa, desamparado bajo el cielo. Y los soldados admiraban en voz baja, con palabras bárbaramente desgarradas en vómitos guturales, aquella juventud enemiga, tan viril bajo los cabellos rubios ceñidos ya por una gloria de apogeos.

El cuerpo de Wilfrido de Hohenstein no era ya sino un despojo. Estaba muy blanco, casi transparente, como un vaso de alabastro que ha dejado correr todo su vino; y bajo sus párpados entreabiertos, se vislumbraba una minúscula estrella azul.

Un buitre sirio, á inmensa altura, mecíase entre los cenitales esplendores. Los soldados lo vieron y entonces recordaron. Aunque la agonía del caballero fué larga, era indudable que ya estaba muerto. El agá se aproximó y levantó uno de los párpados. La estrellita azul se había apagado en el fondo de la órbita. De la comisura labial, desprendíase un hilo de sangre.

Nadie se atrevió á abofetearle, á pesar de que era la costumbre, porque su sueño apaciguaba con su inmensa blancura. Tendieron simplemente la cruz y empezaron á desclavarle. Pero la mano derecha resistía tanto, que el agá la cortó con su gumía dejándola clavada en el poste. Y como la cruz aquella podía servir para ajusticiar otros perros, resolvieron conservarla en la armería.

La mano permaneció así durante un mes. Nadie se acordaba ya de aquello, cuando el 12 de julio de 1099, un emisario sarraceno vino en su caballo moribundo á decir á Abu-Djezzar que los cristianos arrojando escalas sobre los muros de Solima, al rayar la aurora, y encerrados en fuertes ingenios de madera, hacían llover sobre los fieles del Profeta un aguacero de aceite y pez hirviendo.

Abu-Djezzar mandó afilar los alfanjes y descendió á la armería para inspeccionar los arneses de peones y caballeros.

Lucían los hierros en la penumbra de la sala. Había allí lorigas de Egipto, yataganes de Damasco; lanzas españolas, largas de diez palmos; adargas de cuero de hipopótamo, tomadas á los nubios; estribos tajantes al uso berberisco y puñales bizantinos que parecían de agua.

El musulmán recorría con ojo satisfecho aquel arsenal provisto por el califa, de tantas y tan hermosas armas. Sus babuchas sonaban en las lozas de la galería, y soberbiamente envuelto en su albornoz, examinábalo todo.

Habíase quitado el turbante, y su cabeza afeitada ostentaba en el occipucio el penacho de cabellos por donde el ángel Gabriel le conduciría al Paraíso el día del juicio. Nadaban en sus ojos dos chispas, y bajo su labio crispado, la dentadura fijaba un brillo siniestro.

Desde su sitio percibía la cruz disimulada en la sombra donde amarilleaba la mano del mártir. Y andando, andando, se encontró debajo de ella con la mirada fija en una de las perchas de la armería.

En ese momento eran las tres de la tarde. El caballero de l’Estoile acababa de saltar sobre las murallas de Jerusalén.

Y como el agá apareciera en la puerta, Abu-Djezzar le increpó:

—¡Alá los extermine! ¡Malditos perros!...

No pudo concluir. La mano, espantosamente viva, se había abierto como una garra, retorciéndose en su clavo y enredando entre sus dedos los cabellos del infiel.

El agá, loco de horror, huyó á lo alto de la ciudadela. Los soldados acudieron, mas nadie se atrevió á tocar aquella formidable reliquia que mantenía invenciblemente agarrada la presa enemiga.

Abu-Djezzar yacía muerto al pie de la cruz, con la lengua apretada entre los dientes y tendidos los brazos que descuartizaba una convulsión.

Esa misma tarde el agá hizo arrojar por sobre las murallas el siniestro crucifijo, sin que la mano volviera á abrirse desde entonces. Y los cristianos de Jafa, sabederos del hecho por un prisionero de la ciudadela tomado pocos días después, condujeron en procesión aquel trofeo erigiendo un altar al caballero del blanco yelmo, que padeció muerte de cruz entre los infieles el 16 de junio del año 1099 de Cristo.


Ahora, en el convento de los franciscanos de Jafa, puede verse bajo una urna de cristal, clavada en su trozo de madera y asiendo un puñado de cabellos, todavía fresca como para consolar la décima séptima agonía de Jerusalén, la mano blanca de san Wilfrido de Hohenstein.


Publicado el 16 de julio de 2021 por Edu Robsy.
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