El Caballero de Olmedo

Lope de Vega Carpio


Teatro, tragedia, tragicomedia



Personas que hablan en ella

Don ALONSO, caballero
Don RODRIGO
Don FERNANDO
Don PEDRO
El REY don Juan, el II
El CONDESTABLE
TELLO, criado gracioso
Doña INÉS, dama
Doña LEONOR
ANA, criada
FABIA, vieja hechicera y alcahueta
MENDO
Un LABRADOR
Una SOMBRA
CRIADOS
ACOMPAÑAMIENTO
GENTE

Acto primero

(Sale DON ALONSO.)

ALONSO:
Amor, no te llame amor
el que no te corresponde,
pues que no hay materia adonde
no imprima forma el favor.
Naturaleza, en rigor,
conservó tantas edades
correspondiendo amistades;
que no hay animal perfeto
si no asiste a su conceto
la unión de dos voluntades.
De los espíritus vivos
de unos ojos procedió
este amor, que me encendió
con fuegos tan excesivos.
No me miraron altivos,
antes, con dulce mudanza,
me dieron tal confïanza,
que, con poca diferencia,
pensando correspondencia,
engendra amor esperanza.
Ojos, si ha quedado en vos
de la vista el mismo efeto,
amor vivirá perfeto,
pues fue engendrado de dos;
pero si tú, ciego dios,
diversas flechas tomaste,
no te alabes que alcanzaste
la victoria que perdiste
si de mí solo naciste,
pues imperfeto quedaste.

(Salen TELLO, criado, y FABIA.)

FABIA:
¿A mí, forastero?

TELLO:
A ti.

FABIA:
Debe pensar que yo
soy perro de muestra.

TELLO:
No.

FABIA:
¿Tiene alguna achaque?

TELLO:
Sí.

FABIA:
¿Qué enfermedad tiene?

TELLO:
Amor.

FABIA:
Amor, ¿de quién?

TELLO:
Allí está,
y él, Fabia, te informará
de lo que quiere mejor.

FABIA:
Dios guarde tal gentileza.

ALONSO:
Tello, ¿es la madre?

TELLO:
La propia.

ALONSO:
¡Oh, Fabia! ¡Oh, retrato! ¡Oh, copia
de cuanto naturaleza
puso en ingenio mortal!
¡Oh, peregrino doctor,
y para enfermos de amor
Hipócrates celestial!
Dame a besar la mano,
honor de las tocas, gloria
del monjil.

FABIA:
La nueva historia
de tu amor cubriera en vano
vergüenza o respeto mío;
que ya en tus caricias veo
tu enfermedad.

ALONSO:
Un deseo
es dueño de mi albedrío.

FABIA:
El pulso de los amantes
es el rostro. Aojado estás.
¿Qué has visto?

ALONSO:
Un ángel.

FABIA:
¿Qué más?

ALONSO:
Dos imposibles bastantes,
Fabia, a quitarme el sentido;
que es dejarla de querer
y que ella me quiera.

FABIA:
Ayer
te vi en la feria perdido
tras una cierta doncella,
que en forma de labradora
encubría el ser señora,
no el ser tan hermosa y bella;
que pienso que doña Inés
es de Medina la flor.

ALONSO:
Acertaste con mi amor;
esa labradora es
fuego que me abrasa y arde.

FABIA:
Alto has picado.

ALONSO:
Es deseo
de su honor.

FABIA:
Así lo creo.

ALONSO:
Escucha, así Dios te guarde.
Por la tarde salió Inés
a la feria de Medina,
tan hermosa que la gente
pensaba que amanecía;
rizado el cabello en lazos,
que quiso encubrir la liga,
porque mal caerán las almas
si ven las redes tendidas.
Los ojos, a lo valiente,
iban perdonando vidas,
aunque dicen los que deja
que es dichoso a quien la quita.
Las manos haciendo tretas,
que como juego de esgrima
tiene tanta gracia en ellas,
que señala las heridas.
Las valonas esquinadas
en manos de nieve viva;
que muñecas de papel
se han de poner en esquinas.
Con la caja de la boca
allegaba infantería,
porque sin ser capitán,
hizo gente por la villa.
Los corales y las perlas
dejó Inés, porque sabía
que las llevaban mejores
los dientes y las mejillas.
Sobre un manteo francés
una verdemar basquiña,
porque tenga en otra lengua
de su secreto la cifra.
No pensaron las chinelas
llevar de cuantos la miran
los ojos en los listones,
las almas en las virillas.
No se vio florido almendro
como toda parecía;
que del color natural
son las mejores pastillas.
Invisible fue con ella
el amor, muerto de risa
de ver, como pescador,
los simples peces que pican.
Unos le ofrecieron sartas,
y otros arracadas ricas;
pero en oídos de áspid
no hay arracadas que sirvan.
Cuál da a su garganta hermosa
el collar de perlas finas;
pero como toda es perla,
poco las perlas estima;
yo, haciendo lengua los ojos,
solamente le ofrecía
a cada cabello un alma,
a cada paso una vida.
Mirándome sin hablarme,
parece que me decía,
«No os vais, don Alonso, a Olmedo,
quedaos agora en Medina».
Creí me esperanza, Fabia;
salió esta mañana a misa,
ya con galas de señora,
no labradora fingida.
Si has oído que el marfil
del unicornio santigua
las aguas, así el cristal
de un dedo puso en la pila.
Llegó mi amor basilisco,
y salió del agua misma
templado el veneno ardiente
que procedió de su vista.
Miró a su hermana, y entrambas
se encontraron en la risa,
acompañando mi amor
su hermosura y mi porfía.
En una capilla entraron;
yo, que siguiéndolas iba,
entré imaginando bodas.
¡Tanto quien ama imagina!
Vime sentenciado a muerte,
porque el amor me decía,
«Mañana mueres, pues hoy
te meten en la capilla».
En ella estuve turbado;
ya el guante se me caía,
ya el rosario, que los ojos
a Inés iban y venías.
No me pagó mal. Sospecho
que bien conoció que había
amor y nobleza en mí;
que quien no piensa no mira,
y mirar sin pensar, Fabia,
es de ignorantes, y implica
contradicción que en un ángel
faltase ciencia divina.
Con este engaño, es efecto,
le dije a mi amor que escriba
este papel; que si quieres
ser dichosa y atrevida
hasta ponerle en sus manos,
para que mi fe consiga
esperanzas de casarme,
tan en esto amor me inclina,
el premio será un esclavo
con una cadena rica,
encomienda de esas tocas,
de mal casadas envidia.

FABIA:
Yo te he escuchado.

ALONSO:
¿Y qué sientes?

FABIA:
Que a gran peligro te pones.

TELLO:
Excusa, Fabia, razones,
si no es que por dicha intentes
como diestro cirujano,
hacer la herida mortal.

FABIA:
Tello, con industria igual
pondré el papel en su mano,
aunque me cueste la vida,
sin interés, porque entiendas
que, donde hay tan altas prendas,
sola yo fuera atrevida.
Muestra el papel, que primero
lo tengo de aderezar.

ALONSO:
¿Con qué te podré pagar
la vida, el alma que espero,
Fabia, de esas santas manos?

TELLO:
¿Santas?

ALONSO:
¿Pues, no, se han de hacer
milagros?

TELLO:
De Lucifer.

FABIA:
Todos los medios humanos
tengo de intentar por ti,
porque el darme esa cadena
no es cosa que me da pena:
más confïada nací.

TELLO:
¿Qué te dice el memorial?

ALONSO:
Ven, Fabia, ven, madre honrada,
porque sepas mi posada.

FABIA:
Tello...

TELLO:
Fabia...

FABIA:
No hables mal;
que tengo cierta morena
de extremado talle y cara.

TELLO:
Contigo me contentara
si me dieras la cadena.

(Vanse. Salen doña INÉS y doña LEONOR.)

INÉS:
Y todos dicen, Leonor
que nace de las estrellas.

LEONOR:
De manera que sin ellas
¿no hubiera en el mundo amor?

INÉS:
Dime tú; si don Rodrigo
ha que me sirve dos años,
y su talle y sus engaños
son nieve helada conmigo,
y en el instante que vi
este galán forastero,
me dijo el alma, «Éste quiero».
Y yo lo dije, «Sea ansí».
¿Quién concierta y desconcierta
este amor y desamor?

LEONOR:
Tira como ciego Amor,
yerra mucho, y poco acierta.
Demás, que negar no puedo,
(aunque es de Fernando amigo
tu aborrecido Rodrigo,
por quien obligada quedo
a intercederte por él),
que el forastero es galán.

INÉS:
Sus ojos causa me dan
para ponerlos en él,
pues pienso que en ellos vi
el cuidado que me dio,
para que mirase yo
con el que también le di.
Pero ya se habrá partido.

LEONOR:
No le miro yo de suerte
que pueda vivir sin verte.

(Sale ANA, criada.)

ANA:
Aquí, señora, ha venido
la Fabia... o la Fabiana.

INÉS:
¿Pues quién es esa mujer?

ANA:
Una que suele vender
para las mejillas grana,
y para la cara nieve.

INÉS:
¿Quieres tú que entre, Leonor?

LEONOR:
En casas de tanto honor
no sé yo cómo se atreve;
que no tiene buena fama;
mas, ¿quién no desea ver?

INÉS:
Ana, llama esa mujer.

ANA:
Fabia, mi señora os llama.

(Vase. Sale FABIA, con una canastilla.)

FABIA (Aparte):
(¡Y cómo si yo sabía
que me habías de llamar!)
¡Ay! Dios os deje gozar
tanta gracia y bizarría,
tanta hermosura y donaire;
que cada día que os veo
con tanta gala y aseo,
y pisar de tan buen aire,
os echo mil bendiciones;
y me acuerdo como agora
de aquella ilustre señora
que con tantas perfecciones
fue la fénix de Medina,
fue el ejemplo de lealtad.
¡Qué generosa piedad
de eterna memoria digna!
¡Qué de pobres la lloramos!
¿A quién no hizo mil bienes?

INÉS:
Dinos, madre, a lo que vienes.

FABIA:
¡Qué de huérfanas quedamos
por su muerte malograda!
La flor de las Catalinas
hoy la lloran mis vecinas;
no la tienen olvidada.
Y a mí, ¿qué bien no me hacía?
¡Qué en agraz se la llevó
la muerte! No se logró.
Aun cincuenta no tenía.

INÉS:
No llores, madre, no llores.

FABIA:
No me puedo consolar
cuando le veo llevar
a la muerte las mejores,
y que yo me quedo acá.
Vuestro padre, Dios le guarde,
¿está en casa?

LEONOR:
Fue esta tarde
al campo.

FABIA:
Tarde vendrá.
Si va a deciros verdades,
mozas sois, vieja soy yo...
Más de una vez me fïó
don Pedro sus mocedades;
pero teniendo respeto
a la que pudre, yo hacía,
como quien se lo debía,
mi obligación. En efeto,
de diez mozas, no le daba
cinco.

INÉS:
¡Que virtud!

FABIA:
No es poco,
que era vuestro padre un loco;
cuanto veía, tanto amaba.
Si sois de su condición,
no admiro de que no estéis
enamoradas. ¿No hacéis,
niñas, alguna oración
para casaros?

INÉS:
No, Fabia.
Eso siempre será presto.

FABIA:
Padre que se duerme en esto,
mucho a sí mismo se agravia.
La fruta fresca, hijas mías,
es gran cosa, y no aguardar
a que la venga a arrugar
la brevedad de los días.
Cuantas cosas imagino,
dos solas, en mi opinión,
son buenas, viejas.

LEONOR:
¿Y son?

FABIA:
Hija, el amigo y el vino.
¿Veisme aquí? Pues yo os prometo
que fue tiempo en que tenía
mi hermosura y bizarría
más de algún galán sujeto.
¿Quién no alababa mi brío?
¡Dichoso a quien yo miraba!
Pues, ¿qué seda no arrastraba?
¡Qué gasto, qué plato el mío!
Andaba en palmas, en andas.
Pues, ¡ay Dios!, si yo quería,
¿qué regalos no tenía
de esta gente de hopalandas?
Pasó aquella primavera,
no entra un hombre por mi casa;
que como el tiempo se pasa,
pasa la hermosura.

INÉS:
Espera.
¿Qué es lo que traes aquí?

FABIA:
Niñerías que vender
para comer, por no hacer
cosas malas.

LEONOR:
Hazlo ansí,
madre, y Dios te ayudará.

FABIA:
Hija, mi rosario y misa:
esto cuando estoy de prisa,
que si no...

INÉS:
Vuélvete acá.
¿Qué es esto?

FABIA:
Papeles son
de alcanfor y solimán.
Aquí secretos están
de gran consideración
para nuestra enfermedad
ordinaria.

LEONOR:
Y esto, ¿qué es?

FABIA:
No lo mires, aunque estés
con tanta curiosidad.

LEONOR:
¿Qué es, por tu vida?

FABIA:
Una moza,
se quiere, niñas, casar;
mas acertóla a engañar
un hombre de Zaragoza.
Hase encomendado a mí...
Soy piadosa... y en fin es
limosna, porque después
vivan en paz.

INÉS:
¿Qué hay aquí?

FABIA:
Polvos de dientes, jabones
de manos, pastillas, cosas
curiosas y provechosas.

INÉS:
¿Y esto?

FABIA:
Algunas oraciones.
¡Qué no me deben a mí
las ánimas!

INÉS:
Un papel
hay aquí.

FABIA:
Diste con él
cual si fuera para ti.
Suéltale. No le has de ver,
bellaquilla, curiosilla.

INÉS:
Deja, madre...

FABIA:
Hay en la villa
cierto galán bachiller
que quiere bien una dama;
prométeme una cadena
porque le dé yo, con pena
de su honor, recato y fama.
Aunque es para casamiento,
no me atrevo. Haz una cosa
por mí, doña Inés hermosa,
que es discreto pensamiento.
Respóndeme a este papel,
y diré que me la ha dado
su dama.

INÉS:
Bien lo has pensado
si pescas, Fabia, con él
la cadena prometida.
Yo quiero hacerte este bien.

FABIA:
Tantos los cielos te den,
que un siglo alarguen tu vida.
Lee el papel.

INÉS:
Allá dentro,
y te traeré respuesta.

(Vase.)

LEONOR (Aparte):
(¡Que buena invención!)

FABIA (Aparte):
(Apresta,
fiero habitador del centro,
fuego accidental que abrase
el pecho de esta doncella.)

(Salen don RODRIGO y don FERNANDO.)

RODRIGO:
Hasta casarme con ella,
será forzoso que pase
por estos inconvenientes.

FERNANDO:
Mucho ha de sufrir quien ama.

RODRIGO:
Aquí tenéis vuestra dama.

FABIA (Aparte):
(¡Oh necios impertinentes!
¿Quién os ha traído aquí?)

RODRIGO:
Pero, ¡en lugar de la mía
aquella sombra!

FABIA:
Sería
gran limosna para mí;
que tengo necesidad.

LEONOR:
Yo haré que os pague mi hermana.

FERNANDO:
Si habéis tomado, señora,
o por ventura os agrada
algo de lo que hay aquí,
si bien serán cosas bajas
la que aquí puede traer
esta venerable anciana,
pues no serán ricas joyas
para ofreceros la paga,
mandadme que os sirva yo.

LEONOR:
No habemos comprado nada;
que es esta buena mujer
quien suele lavar en casa
la ropa.

RODRIGO:
¿Qué hace don Pedro?

LEONOR:
Fue al campo; pero ya tarda.

RODRIGO:
Mi señora, doña Inés...

LEONOR:
Aquí estaba... Pienso que anda
despachando esta mujer.

RODRIGO (Aparte):
(Si me vio por la ventana
¿quién duda que huyó por mí?
¿Tanto de ver se recata
quien más servirla desea?)

FERNANDO:
Ya sale.

(Salga doña INÉS con un papel en la mano. LEONOR le habla a ella.)

LEONOR:
Mira que aguarda
por la cuenta de la ropa,
Fabia.

INÉS:
Aquí la traigo, hermana.
Tomad, y haced que ese mozo
la lleve.

FABIA:
¡Dichosa el agua
que ha de lavar, doña Inés,
las reliquias de la holanda
que tales cristales cubre!

(Finje que lee.)

Seis camisas, diez toallas,
cuatro tablas de manteles,
dos cosidos de almohadas,
seis camisas del señor,
ocho sábanas. Mas basta;
que todo vendrá más limpio
que los ojos de la cara.

RODRIGO:
Amiga, ¿queréis feriarme
ese papel, y la paga
fïad de mí, por tener
de aquellas manos ingratas
letra siquiera en las mías?

FABIA:
¡En verdad que negociara
muy bien si os diera el papel!
Adiós hijas de mi alma.

(Vase.)

RODRIGO:
Esta memoria aquí había
de quedar, que no llevarla.

LEONOR:
Llévala y vuélvela, a efeto
de saber si algo le falta.

INÉS:
Mi padre ha venido ya.
Vuesas mercedes se vayan
o le visiten; que siente
que nos hablen, aunque calla.

RODRIGO:
Para sufrir el desdén
que me trata de esta suerte,
pido al Amor y a la Muerte
que algún remedio me den.
Al Amor, porque tan bien
puede templar tu rigor
con hacerme algún favor;
a la Muerte, porque acabe
mi vida; pero no sabe
la Muerte, ni quiere Amor.
Entre la vida y la muerte
no sé qué medio tener,
pues Amor no ha de querer
que con tu favor acierte;
y siendo fuerza quererte,
quiere el Amor que te pida
que seas tú mi homicida.
Mata, ingrata, a quien te adora;
serás mi muerte, señora,
pues no quieres ser mi vida.
Cuanto vive de amor nace,
y se sustenta; de amor,
cuanto muere. Es un rigor
que nuestras vidas deshace.
Si al amor no satisface
mi pena, ni la hay tan fuerte
con que la muerte me acierte,
debo de ser inmortal,
pues no me hacen bien ni mal
ni la vida ni la muerte.

(Vanse los dos.)

INÉS:
¡Qué de necedades juntas!

LEONOR:
¿No fue la tuya menor?

INÉS:
¿Cuándo fue discreto amor
si del papel me preguntas?

LEONOR:
¿Amor te obliga a escribir
sin saber a quién?

INÉS:
Sospecho
que es invención que se ha hecho
para probarme a rendir
de parte del forastero.

LEONOR:
Yo también lo imaginé.

INÉS:
Si fue ansí, discreto fue.
Leerle unos versos quiero.
«Yo vi la más hermosa labradora,
en la famosa feria de Medina,
que ha visto el sol adonde más se inclina
desde la risa de la blanca aurora.
Una chinela de color, que dora
de una columna hermosa y cristalina
la breve basa, fue la ardiente mina
que vuela el alma a la región que adora.
Que una chinela fue victoriosa,
siendo los ojos del amor enojos,
confesé por hazaña milagrosa.
Pero díjele dando los despojos:
"Si matas con los pies, Inés hermosa,
¿qué dejas para el fuego de tus ojos?"»

LEONOR:
Este galán, doña Inés,
te quiere para danzar.

INÉS:
Quiere en los pies comenzar,
y pedir manos después.

LEONOR:
¿Que respondiste?

INÉS:
Que fuese
esta noche por la reja
del huerto.

LEONOR:
¿Quién te aconseja,
o qué desatino es ése?

INÉS:
No es para hablarle.

LEONOR:
Pues, ¿qué?

INÉS:
Ven conmigo y lo sabrás.

LEONOR:
Necia y atrevida estás.

INÉS:
¿Cuándo el amor no lo fue?

LEONOR:
Huir de amor cuando empieza.

INÉS:
Nadie del primero huye,
porque dicen que le influye
la misma naturaleza.

(Vanse. Salen don ALONSO, TELLO y FABIA.)

FABIA:
Cuatro mil palos me han dado.

TELLO:
¡Lindamente negociaste!

FABIA:
Si tú llevaras los medios...

ALONSO:
Ello ha sido disparate
que yo me atreviese al cielo.

TELLO:
Y que Fabia fuese el ángel
que al infierno de los palos
cayese por levantarte.

FABIA:
¡Ay, pobre Fabia!

TELLO:
¿Quién fueron
los crüeles sacristanes
del facistol de tu espalda?

FABIA:
Dos lacayos y tres pajes.
Allá he dejado las tocas
y el monjil hecho seis partes.

ALONSO:
Eso, madre, no importara,
si a tu rostro venerable
no se hubieran atrevido.
¡Oh, qué necio fui en fïarme
de aquellos ojos traidores,
de aquellos falsos diamantes,
niñas que me hicieron señas
para engañarme y matarme!
Yo tengo justo castigo.
Toma este bolsillo, madre...
y ensilla, Tello; que a Olmedo
nos hemos de ir esta tarde.

TELLO:
¿Cómo, si anochece ya?

ALONSO:
Pues, ¿qué? ¿Quieres que me mate?

FABIA:
No te aflijas, moscatel,
ten ánimo; que aquí trae
Fabia tu remedio. Toma.

ALONSO:
¿Papel?

FABIA:
¡Papel!

ALONSO:
No me engañes.

FABIA:
Digo que es suyo, en respuesta
de tu amoroso romance.

ALONSO:
Hinca, Tello, la rodilla.

TELLO:
Sin leer no me lo mandes;

(Lee.)

ALONSO:
«Cuidadosa de saber si sois quien presumo, y deseando que lo seáis, os suplico que vais esta noche a la reja del jardín de esta casa, donde hallaréis atado el listón verde de las chinelas, y ponéoslo mañana en el sombrero para que os conozca».

FABIA:
¿Qué te dice?

ALONSO:
Que no puedo
pagarte ni encarecerte
tanto bien.

TELLO:
De esta suerte
no hay que ensillar para Olmedo.
¿Oyen, señores rocines?
Sosiéguense, que en Medina
nos quedamos.

ALONSO:
La vecina
noche, en los últimos fines
con que va expirando el día,
pone los helados pies.
Para la reja de Inés
aun importa bizarría;
que podrá ser que el amor
la llevase a ver tomar
la cinta. Voyme a mudar.

(Vase.)

TELLO:
Y yo a dar a mi señor,
Fabia, con licencia tuya,
aderezo de sereno.

FABIA:
Detente.

TELLO:
Eso fuera bueno
a ser la condición suya
para vestirse sin mí.

FABIA:
Pues bien le puedes dejar,
porque me has de acompañar.

TELLO:
¿A ti, Fabia?

FABIA:
A mí.

TELLO:
¿Yo?

FABIA:
Sí;
que importa a la brevedad
de este amor.

TELLO:
¿Qué es lo que quieres?

FABIA:
Con los hombres, las mujeres
llevamos seguridad.
Una muela he menester
del salteador que ahorcaron
ayer.

TELLO:
Pues, ¿no le enterraron?

FABIA:
No.

TELLO:
Pues, ¿qué quieres hacer?

FABIA:
Ir por ella, y que conmigo
vayas solo a acompañarme.

TELLO:
Yo sabré muy bien guardarme
de ir a esos pasos contigo.
¿Tienes seso?

FABIA:
Pues, gallina,
adonde voy yo, ¿no irás?

TELLO:
Tú, Fabia, enseñada estás
a hablar al diablo.

FABIA:
Camina.

TELLO:
Mándame a diez hombres juntos
temerario acuchillar,
y no me mandes tratar
en materia de difuntos.

FABIA:
Si no vas, tengo de hacer
que él propio venga a buscarte.

TELLO:
¿Que tengo de acompañarte?
¿Eres demonio o mujer?

FABIA:
Ven, llevarás la escalera;
que no entiendes de estos casos.

TELLO:
Quien sube por tales pasos,
Fabia, el mismo fin espera.

(Vanse. Salen don RODRIGO y don FERNANDO, en hábito de noche.)

FERNANDO:
¿De qué sirve inútilmente
venir a ver esa casa?

RODRIGO:
Consuélase entre estas rejas,
don Fernando, mi esperanza.
Tal vez sus hierros guarnece
cristal de sus manos blancas;
donde las pone de día,
pongo yo de noche el alma;
que cuanto más doña Inés
con sus desdenes me mata,
tanto más me enciende el pecho,
así su nieve me abrasa.
¡Oh rejas, enternecidas
de mi llanto, quién pensara
que un ángel endureciera
quien vuestros hierros ablanda!
¡Oíd! ¿Qué es lo que está
aquí?

FERNANDO:
En ellos mismos atada
está una cinta o listón.

RODRIGO:
Sin duda las almas atan
a estos hierros, por castigo
de los que su amor declaran.

FERNANDO:
Favor fue de mi Leonor.
Tal vez por aquí me habla.

RODRIGO:
Que no lo será de Inés
dice mi desconfïanza;
pero en duda de que es suyo,
porque sus manos ingratas
pudieron ponerle acaso,
basta que la fe me valga.
Dadme el listón.

FERNANDO:
No es razón,
si acaso Leonor pensaba
saber mi cuidado ansí,
y no me le ve mañana.

RODRIGO:
Un remedio se me ofrece.

FERNANDO:
¿Cómo?

RODRIGO:
Partirle.

FERNANDO:
¿A qué causa?

RODRIGO:
A que las dos nos le vean,
y sabrán con esta traza
que habemos venido juntos.

(Dividen el listón. Salen don ALONSO y TELLO, de noche.)

FERNANDO:
Gente por la calle pasa.

TELLO:
Llega de presto a la reja;
mira que Fabia me aguarda
para un negocio que tiene
de grandísima importancia.

ALONSO:
¿Negocio Fabia esta noche
contigo?

TELLO:
Es cosa muy alta.

ALONSO:
¿Cómo?

TELLO:
Yo llevo escalera,
y ella...

ALONSO:
¿Qué lleva?

TELLO:
Tenazas.

ALONSO:
Pues, ¿qué habéis de hacer?

TELLO:
Sacar
una dama de su casa.

ALONSO:
Mira lo que haces, Tello;
no entres adonde no salgas.

TELLO:
No es nada, por vida tuya.

ALONSO:
Una doncella, ¿no es nada?

TELLO:
Es la muela del ladrón
que ahorcaron ayer.

ALONSO:
Repara
en que acompañan la reja
dos hombres.

TELLO:
¿Si están de guarda?

ALONSO:
¡Qué buen listón!

TELLO:
Ella quiso
castigarte.

ALONSO:
¿No buscara,
si fui atrevido, otro estilo?
Pues advierta que se engaña.
Mal conoce a don Alonso,
que por excelencia llaman
«el caballero de Olmedo».
¡Vive Dios, que he de mostrarla
a castigar de otra suerte
a quien la sirve!

TELLO:
No hagas
algún disparate.

ALONSO:
Hidalgos,
en las rejas de esa casa
nadie se arrima.

RODRIGO:
¿Qué es esto?

FERNANDO:
Ni en el talle ni en el habla
conozco este hombre.

RODRIGO:
¿Quién es
el que con tanta arrogancia
se atreve a hablar?

ALONSO:
El que tiene
por lengua, hidalgos, la espada.

RODRIGO:
Pues hallará quien castigue
su locura temeraria.

TELLO:
Cierra, señor; que no son
muelas que a difuntos sacan.

(Retírenlos.)

ALONSO:
No los sigas. Bueno está.

TELLO:
Aquí se quedó una capa.

ALONSO:
Cógela y ven por aquí;
que hay luces en las ventanas.

(Vanse. Salen doña LEONOR, y doña INÉS.)

INÉS:
Apenas la blanca aurora,
Leonor, el pie de marfil
puso en las flores de abril,
que pinta, esmalta y colora,
cuando a mirar el listón
salí, de amor desvelada,
y con la mano turbada
di sosiego al corazón.
En fin, él no estaba allí.

LEONOR:
Cuidado tuvo el galán.

INÉS:
No tendrá los que me dan
sus pensamientos a mí.

LEONOR:
Tú, que fuiste el mismo hielo,
¡en tan breve tiempo estás
de esa suerte!

INÉS:
No sé más
de que me castiga el cielo.
O es venganza o es victoria
de amor en mi condición.
Parece que el corazón
se me abrasa en su memoria.
Un punto solo no puedo
apartarla dél. ¿Qué haré?

(Sale don RODRIGO, con el listón verde en el sombrero.)

RODRIGO (Aparte):
(Nunca, amor, imaginé
que te sujetara el miedo.
Ánimo para vivir;
que aquí está Inés.) Al señor
don Pedro busco.

INÉS:
Es error
tan de mañana acudir;
que no estará levantado.

RODRIGO:
Es un negocio importante.

INÉS (Aparte): (No he visto tan necio amante.)

LEONOR (Aparte):
(Siempre es discreto lo amado,
y necio lo aborrecido.)

RODRIGO (Aparte):
(¿Que de ninguna manera
puedo agradar una fiera
ni dar memoria a su olvido?)

INÉS:
¡Ay, Leonor! No sin razón
viene don Rodrigo aquí,
si yo misma le escribí
que fuese por el listón.

LEONOR:
Fabia este engaño te ha hecho.

INÉS:
Presto romperé el papel;
que quiero vengarme en él
de haber dormido en mi pecho.

(Salen don PEDRO, su padre, y don FERNANDO con el listón verde en el sombrero.)

FERNANDO:
Hame puesto por tercero
para tratarlo con vos.

PEDRO:
Pues hablaremos los dos
en el concierto primero.

FERNANDO:
Aquí está; que siempre amor
es reloj anticipado.

PEDRO:
Habrále Inés concertado
con la llave del favor.

FERNANDO:
De lo contrario, se agravia.

PEDRO:
Señor, don Rodrigo...

RODRIGO:
Aquí
vengo a que os sirváis de mí.

(Hablan bajo don PEDRO y los dos galanes. Doña INÉS y doña LEONOR hablan aparte.)

INÉS:
(Todo fue enredo de Fabia.

LEONOR:
¿Cómo?

INÉS:
¿No ves que también
trae el listón don Fernando?

LEONOR:
Si en los dos le estoy mirando,
entrambos te quieren bien.

INÉS:
Sólo falta que me pidas
celos, cuando estoy sin mí.

LEONOR:
¿Qué quieren tratar aquí?

INÉS:
¿Ya la palabras olvidas
que dijo mi padre ayer
en materia de casarme?

LEONOR:
Luego bien puede olvidarme
Fernando, si él viene a ser.

INÉS:
Antes presumo que son
entrambos los que han querido
casarse, pues han partido
entre los dos el listón.)

PEDRO:
Ésta es materia que quiere
secreto y espacio. Entremos
donde mejor la tratemos.

RODRIGO:
Como yo ser vuestro espere,
no tengo más que tratar.

PEDRO:
Aunque os quiero enamorado
de Inés, para el nuevo estado,
quien soy os ha de obligar.

(Vanse los tres hombres.)

INÉS:
¡Qué vana fue mi esperanza!
¡Qué loco mi pensamiento!
¡Yo papel a don Rodrigo!
¿Y tú de Fernando celos!
¡Oh forastero enemigo!
¡Oh Fabia embustera!

(Sale FABIA.)

FABIA:
Quedo;
que lo está escuchando Fabia.

INÉS:
Pues, ¿cómo, enemiga, has hecho
un enredo semejante?

FABIA:
Antes fue tuyo el enredo,
si en aquel papel escribes
que fuese aquel caballero
por un listón de esperanza
a las rejas de tu huerto,
y el ella pones dos hombres
que le maten, aunque pienso
que a no se haber retirado
pagaran su loco intento.

INÉS:
¡Ay, Fabia! Ya que contigo
llego a declarar mi pecho,
ya que a mi padre, a mi estado
y a mi honor pierdo el respeto,
dime, ¿es verdad lo que dices?
Que siendo ansí, los que fueron
a la reja le tomaron,
y por favor se le han puesto.
De suerte estoy, madre mía,
que no puedo hallar sosiego
si no es pensando en quien sabes.

FABIA (Aparte):
(¡Oh, qué bravo efecto hicieron
los hechizos y conjuros!
La victoria me prometo.)
No te desconsueles, hija;
vuelve en ti, que tendrás presto
estado con el mejor
y más noble caballero
que agora tiene Castilla;
porque será por lo menos
el que por único llaman
«el caballero de Olmedo».
Don Alonso en un feria
te vio, labradora Venus,
haciendo las cejas arco
y flechas los ojos bellos.
Disculpa tuvo en seguirte,
porque dicen los discretos
que consiste la hermosura
en ojos y entendimiento.
En fin, en las verdes cintas
de tus pies llevastes presos
los suyos; que ya el amor
no prende por los cabellos.
Él te sirve, tú le estimas;
él te adora, tú le has muerto;
él te escribe, tú respondes;
¿quién culpa amor tan honesto?
Para él tienen sus padres,
porque es único heredero,
diez mil ducados de renta;
y aunque es tan mozo, son viejos.
Déjate amar y servir
del más noble, del más cuerdo
caballero de Castilla,
lindo talle, lindo ingenio.
El rey en Valladolid
grandes mercedes le ha hecho,
porque él solo honró las fiestas
de su real casamiento,
Cuchilladas y lanzadas
dio en los toros como un Héctor;
treinta precios dio a las damas
en sortijas y torneos.
Armado parece Aquiles
mirando de Troya el cerco;
con galas parece Adonis...
¡Mejor fin le den los cielos!
Vivirás bien empleada
en un marido discreto.
¡Desdichada de la dama
que tiene marido necio!

INÉS:
¡Ay, madre! Vuélvesme loca.
Pero, ¡triste!, ¿cómo puedo
ser suya, si a don Rodrigo
me da mi padre don Pedro?
Él y don Fernando están
tratando mi casamiento.

FABIA:
Los dos haréis nulidad
la sentencia de ese pleito.

INÉS:
Está don Rodrigo allí.

FABIA:
Esto no te cause miedo,
pues es parte y no jüez.

INÉS:
Leonor, ¿no me das consejo?

LEONOR:
¿Y estás tú para tomarle?

INÉS:
No sé; pero no tratemos
en público de estas cosas.

FABIA:
Déjame a mí tu suceso.
Don Alonso ha de ser tuyo;
que serás dichosa espero
con hombre que es en Castilla
«la gala de Medina,
la flor de Olmedo».

FIN DEL PRIMER ACTO

Acto segundo

(Salen TELLO y don ALONSO.)

ALONSO:
Tengo el morir por mejor,
Tello, que vivir sin ver.

TELLO:
Temo que se ha de saber
este tu secreto amor;
que con tanto ir y venir
de Olmedo a Medina, creo
que a los dos da tu deseo
que sentir, y aun que decir.

ALONSO:
¿Cómo puedo yo dejar
de ver a Inés, si la adoro?

TELLO:
Guardándole más decoro
en el venir y el hablar;
que en ser a tercero día,
pienso que te dan, señor,
tercianas de amor.

ALONSO:
Mi amor
ni está ocioso, ni ese enfría.
Siempre abrasa, y no permite
que esfuerce naturaleza
un instante su flaqueza,
porque jamás se remite.
Mas bien se ve que es león
amor; su fuerza, tirana;
pues que con esta cuartana
se amansa mi corazón.
Es esta ausencia una calma
de amor, porque si estuviera
adonde siempre a Inés viera,
fuera salamandra el alma.

TELLO:
¿No te cansa y te amohina
tanto entrar, tanto partir?

ALONSO:
Pues yo, ¿qué hago en venir,
Tello, de Olmedo a Medina?
Leandro pasaba un mar
todas las noches, por ver
si le podía beber
para poderse templar;
pues si entre Olmedo y Medina
no hay, Tello, un mar, ¿qué me debe
Inés?

TELLO:
A otro mar se atreve
quien al peligro camina
en que Leandro se vio,
pues a don Rodrigo veo
tan cierto de tu deseo
como puedo estarlo yo;
que como yo no sabía
cuya aquella capa fue
un día que la saqué...

ALONSO:
¡Gran necedad!

TELLO:
...como mía,
me preguntó, «Diga, hidalgo,
¿quién esta capa le dio?
porque la conozco yo».
Respondí, «Si os sirve en algo,
daréla a un crïado vuestro».
Con esto, descolorido,
dijo, «Habíale perdido
de noche un lacayo nuestro;
pero mejor empleada
está en vos. Guardadla bien».
Y fuése a medio desdén,
puesta la mano en la espada.
Sabe que te sirvo, y sabe
que la perdió con los dos.
Advierte, señor, por Dios,
que toda esta gente es grave,
y que están en su lugar,
donde todo gallo canta.
Sin esto, también me espanta
ver este amor comenzar
por tantas hechicerías,
y que cercos y conjuros
no son remedios seguros
si honestamente porfías.
Fui con ella, que no fuera,
a sacar de un ahorcado
una muela; puse a un lado,
como Arlequín, la escalera.
Subió Fabia, quedé al pie,
y díjome el salteador;
"Sube, Tello, sin temor,
o si no, yo bajaré.»
¡San Pablo! Allí me caí.
Tan sin alma vine al suelo,
que fue milagro del cielo
el poder volver en mí.
Bajó, desperté turbado
y de mirarme afligido,
porque, sin haber llovido
estaba todo mojado.

ALONSO:
Tello, un verdadero amor
en ningún peligro advierte.
Quiso mi contraria suerte
que hubiese competidor,
y que trate, enamorado,
casarse con doña Inés;
pues, ¿qué he de hacer, si me ves
celoso y desesperado?
No creo en hechicerías,
que todas son vanidades;
quien concierta voluntades
son méritos y porfías.
Inés me quiere, yo adoro
a Inés, yo vivo en Inés;
todo lo que Inés no es
desprecio, aborrezco, ignoro.
Inés es mi bien; yo soy
esclavo de Inés; no puedo
vivir sin Inés; de Olmedo
a Medina vengo y voy.
porque Inés mi dueña es
para vivir o morir.

TELLO:
Sólo te falta decir,
«Un poco te quiero Inés.»
¡Plega a Dios que por bien sea!

ALONSO:
Llama, que es hora.

TELLO:
Yo voy.

(Llama en casa de don PEDRO. ANA y doña INÉS, dentro de la casa.)

ALONSO:
¿Quién es?

TELLO:
¡Tan presto! Yo soy.
¿Está en casa Melibea?
Que viene Calisto aquí.

ANA:
Aguarda un poco Sempronio.

TELLO:
¿Si haré falso testimonio?

INÉS:
¿Él mismo?

ANA:
Señora, sí.

(Ábrase la puerta y entran don ALONSO y TELLO en casa de don PEDRO.)

INÉS:
¡Señor mío!

ALONSO:
Bella Inés,
esto es venir a vivir.

TELLO:
Agora no hay que decir,
«Yo te lo diré después.»

INÉS:
¡Tello, amigo!

TELLO:
¡Reina mía!

INÉS:
Nunca, Alonso de mis ojos,
por haberme dado enojos
esta ignorante porfía
de don Rodrigo esta tarde
he estimado que me vieses.
[… … … …]

ALONSO:
Aunque fuerza de obediencia
te hiciese tomar estado
no he de estar desengañado
hasta escuchar la sentencia.
Bien el alma me decía,
y a Tello se lo contaba
cuando el caballo sacaba,
y el sol los que aguarda el día,
que de alguna novedad
procedía mi tristeza,
viniendo a ver tu belleza,
pues me dices que es verdad.
¡Ay de mí si ha sido ansí!

INÉS:
No lo creas, porque yo
diré a todo el mundo no,
después que te dije sí.
Tú solo dueño has de ser
de mi libertad y vida;
no hay fuerza que el ser impida,
don Alonso, tu mujer.
Bajaba al jardín ayer,
y como por don Fernando
me voy de Leonor guardando,
a las fuentes, a las flores
estuve diciendo amores,
y estuve también llorando.
«Flores y aguas, les decía,
dichosa vida gozáis,
pues aunque noche pasáis,
veis vuestro sol cada día.»
Pensé que me respondía
la lengua de una azucena
—¡qué engaños amor ordena!—
«Si el sol que adorando estás
viene de noche, que es más,
Inés, ¿de qué tienes pena?»

TELLO:
Así dijo a un ciego un griego
que le contó mil disgustos,
«Pues tiene la noche gustos,
para qué te quejas, ciego?»

INÉS:
Como mariposa llego
a estas horas, deseosa
de tu luz… no mariposa,
fénix ya, pues de una suerte
me da vida y me da muerte
llama tan dulce y hermosa.

ALONSO:
¡Bien haya el coral, amén,
de cuyas hojas de rosas,
palabras tan amorosas
salen a buscar mi bien!
Y advierte que yo también,
cuando con Tello no puedo,
mis celos, mi amor, mi miedo
digo en tu ausencia a la flores.

TELLO:
Yo le vi decir amores
a los rábanos de Olmedo;
que un amante suele hablar
con las piedras, con el viento.

ALONSO:
No puede mi pensamiento
ni estar solo ni callar;
contigo, Inés, ha de estar,
contigo hablar y sentir.
¡Oh, quién supiera decir
lo que te digo en ausencia!
Pero estando en tu presencia
aun se me olvida el vivir.
Por el camino le cuento
tus gracias a Tello, Inés,
y celebramos después
tu divino entendimiento.
Tal gloria en tu nombre siento,
que una mujer recibí
de tu nombre, porque ansí,
llamándola todo el día,
pienso, Inés, señora mía,
que te estoy llamando a ti.

TELLO:
Pues advierte, Inés discreta,
de los dos tan nuevo efeto,
que a él le has hecho discreto,
y a mí me has hecho poeta.
Oye una glosa a un estribo
que compuso don Alonso
a manera de responso,
si los hay en muerto vivo.
«En el valle a Inés
le dejé riendo.
Si la ves, Andrés,
dile cuál me ves
por ella muriendo.»

INÉS:
¿Don Alonso la compuso?

TELLO:
Que es buena, jurarte puedo,
para poeta de Olmedo.
Escucha.

ALONSO:
Amor lo dispuso.

TELLO:
Andrés, después que las bellas
plantas de Inés goza el valle,
tanto florece con ellas
que quiso el cielo trocalle
por sus flores sus estrellas.
Ya el valle es cielo, después
que su primavera es,
pues verá el cielo en el suelo
quien vio, pues, Inés es cielo,
«en el valle a Inés.»
Con miedo y respeto estampo
el pie donde el suyo huella.
Que ya Medina del Campo
no quiere aurora más bella
para florecer su campo.
Yo la vi de amor huyendo,
cuanto miraba matando,
su mismo desdén venciendo
y aunque me partí llorando,
«la dejé riendo.»
Dile, Andrés, que ya me veo
muerto por volverla a ver,
aunque cuando llegues, creo
que no será menester;
que me habrá muerto el deseo.
No tendrás que hacer después
que a sus manos vengativas
llegues, si una vez la ves,
ni aun es posible que vivas
«si la ves, Andrés.»
Pero si matarte olvida
por no hacer caso de ti,
dile a mi hermosa homicida
que por qué se mata en mí,
pues que sabe que es mi vida.
Dile, «Crüel, no le des
muerte si vengada estás,
y te ha de pesar después».
Y pues no me has de ver más,
«dile cuál me ves.»
Verdad es que se dilata
el morir, pues con mirar
vuelve a dar vida la ingrata,
y así se cansa en matar,
pues da vida a cuantos mata;
pero muriendo o viviendo,
no me pienso arrepentir
de estarla amando y sirviendo;
que no hay bien como vivir
«por ella muriendo.»

INÉS:
Si es tuya, notablemente
te has alargado en mentir
por don Alonso.

ALONSO:
Es decir,
que mi amor en versos miente.
Pues, señora, ¿qué poesía
llegará a significar
mi amor?

INÉS:
¡Mi padre!

ALONSO:
¿Ha de entrar?

INÉS:
Escondeos.

ALONSO:
¿Dónde?

(Ellos se entran, y sale don PEDRO.)

PEDRO:
Inés mía,
¡agora por recoger!
¿Cómo no te has acostado?

INÉS:
Rezando, señor, he estado,
por lo que dijiste ayer,
rogando a Dios que me incline
a lo que fuere mejor.

PEDRO:
Cuando para ti mi amor
imposibles imagine,
no pudiera hallar un hombre
como don Rodrigo, Inés.

INÉS:
Ansí dicen todos que es
de su buena fama el nombre;
y habiéndome de casar,
ninguno en Medina hubiera,
ni en Castilla, que pudiera
sus méritos igualar.

PEDRO:
¿Cómo habiendo de casarte?

INÉS:
Señor, hasta ser forzoso
decir que ya tengo esposo,
no he querido disgustarte.

PEDRO:
¡Esposo! ¿Qué novedad
es ésta, Inés?

INÉS:
Para ti
será novedad; que en mí
siempre fue mi voluntad.
Y ya, que estoy declarada,
hazme mañana cortar
un hábito, para dar
fin a esta gala excusada;
que así quiero andar, señor,
mientras me enseñan latín.
Leonor te queda, que al fin
te dará nieto Leonor.
Y por mi madre te ruego
que en esto no me repliques,
sino que medios apliques
e mi elección y sosiego.
Haz buscar una mujer
de buena y santa opinión,
que me dé alguna lición
de lo que tengo de ser,
y un maestro de cantar,
que de latín sea también.

PEDRO:
¿Eres tú quien habla, o quién?

INÉS:
Esto es hacer, no es hablar.

PEDRO:
Por una parte, mi pecho
se enternece de escucharte,
Inés, y por otra parte,
de duro mármol le has hecho.
En tu verdad edad mi vida
esperaba sucesión;
pero si esto es vocación,
no quiera Dios que lo impida.
Haz tu gusto, aunque tu celo
en esto no intenta el mío;
que ya sé que el albedrío
no presta obediencia al cielo.
Pero porque suele ser
nuestro pensamiento humano
tan vez inconstante y vano,
y en condición de mujer,
que es fácil de persuadir,
tan poca firmeza alcanza,
que hay de mujer a mudanza
lo que de hacer a decir,
mudar las galas no es justo,
pues no pueden estorbar
a leer latín o cantar,
ni a cuanto fuere tu gusto.
Viste alegre y cortesana;
que no quiero que Medina,
si hoy te admirare divina,
mañana te burle humana.
Yo haré buscar la mujer
y quien te enseñe latín,
pues a mejor padre, en fin,
es más justo obedecer.
Y con esto, adiós te queda;
que para no darte enojos,
van a esconderse mis ojos
adonde llorarte pueda.

(Vase, y salgan don ALONSO y TELLO.)

INÉS:
Pésame de haberte dado
disgusto.

ALONSO:
A mí no me pesa,
por el que me ha dado el ver
que nuestra muerte conciertas.
¡Ay, Inés! ¿Adónde hallaste
en tal desdicha, en tal pena,
tan breve remedio?

INÉS:
Amor
en los peligros enseña
una luz por donde el alma
posibles remedio vea.

ALONSO:
Éste, ¿es remedio posible?

INÉS:
Como yo agora le tenga
para que este don Rodrigo
no llegue al fin que desea
bien sabes que breves males
la dilación los remedia;
que no dejan esperanza
si no hay segunda sentencia.

TELLO:
Dice bien, señor; que en tanto
que doña Inés cante y lea,
podéis dar orden los dos
para que os valga la Iglesia.
Sin esto, desconfïado
don Rodrigo, no hará fuerza
a don Pedro en la palabra,
pues no tendrá por ofensa
que le deje doña Inés
por quien dice que le deja.
También es linda ocasión
para que yo vaya en venga
con libertad a esta casa.

ALONSO:
¡Libertad! ¿De qué manera?

TELLO:
Pues ha de leer latín,
¿no será fácil que pueda
ser yo quien venga a enseñarla?
Y verás, ¡con qué destreza
le enseño a leer tus cartas!

ALONSO:
¡Qué bien me remedio piensas!

TELLO:
Y aún pienso que podrá Fabia
servirte en forma de dueña,
siendo al santa mujer
que con su falsa apariencia
venga a enseñarla.

INÉS:
Bien dices;
Fabia será mi maestra
de virtudes y costumbres.

TELLO:
¡Y qué tales serán ellas!

ALONSO:
Mi bien, yo temo que el día,
que es amor dulce materia
para no sentir las horas,
que por los amantes vuelan,
nos halle tan descuidados,
que al salir de aquí me vean,
o que sea fuerza quedarme.
¡Ay Dios! ¿Qué dichosa fuerza!
Medina a la Cruz de Mayo
hace sus mayores fiestas.
Yo tengo que prevenir,
que, como sabes, se acercan;
que, fuera de que en la plaza
quiero que galán me veas,
de Valladolid me escriben
que el rey don Juan viene a verlas;
que en los montes de Toledo
le pide que se entretenga
el condestable estos días,
porque en ellos convalezca,
y de camino, señora,
que honre esta villa le ruega;
y así, es razón que le sirva
la nobleza de esta tierra.
Guárdete el cielo, mi bien.

INÉS:
Espera; que a abrir la puerta
es forzoso que yo vaya.

ALONSO:
¡Ay, luz! ¡Ay, aurora necia,
de todo amante envidiosa!

TELLO:
Ya no aguardéis que amanezca.

ALONSO:
¿Cómo?

TELLO:
Porque ya es de día.

ALONSO:
Bien dices, si a Inés me muestras.
Pero, ¿cómo puede ser,
Tello, cuando el sol se acuesta?

TELLO:
Tú vas despacio, él aprisa;
apostaré que te quedas.

(Vanse. Salen don RODRIGO y don FERNANDO.)

RODRIGO:
Muchas veces había reparado,
don Fernando, en aqueste caballero,
del corazón solícito avisado.
El talle, el grave rostro, lo severo,
celoso me obligaban a miralle.

FERNANDO:
Efetos son de amante verdadero;
que en viendo otra persona de buen talle,
tiene temor que si le ve su dama,
será posible o fuerza codicialle.

RODRIGO:
Bien es verdad que él tiene tanta fama,
que por más que en Medina se encubría,
el mismo aplauso popular le aclama.
Vi, como os dije, aquel mancebo un día
que la capa perdida en la pendencia
contra el valor de mi opinión traía.
Hice secretamente diligencia
después de hablarle, y satisfecho quedo,
que tiene esta amistad correspondencia.
Su dueño es don Alonso, aquel de Olmedo,
alanceador galán y cortesano,
de quien hombres y toros tienen miedo.
Pues si éste sirve a Inés, ¿qué intento en vano?
O cómo quiero yo, si ya le adora,
que Inés me mire con semblante humano?

FERNANDO:
¿Por fuerza ha de quererle?

RODRIGO:
Él la enamora,
y merece, Fernando, que le quiera.
¿Qué he de pensar, si me aborrece agora?

FERNANDO:
Son celos, don Rodrigo, una quimera
que se forma de envidia, viento y sombra,
con que lo incierto imaginado altera,
una fantasma que de noche asombra,
un pensamiento que a locura inclina,
y una mentira que verdad se nombra.

RODRIGO:
Pues, ¿cómo tantas veces a Medina
viene y va don Alonso? ¿Y a qué efeto
es cédula de noche en una esquina?
Yo me quiero casar; vos sois discreto;
¿qué consejo me dais, si no es matalle?

FERNANDO:
Yo hago diferente mi conceto;
que ¿cómo puede doña Inés amalle,
si nunca os quiso a vos?

RODRIGO:
Porque es respuesta
que tiene mayor dicha y mejor talle.

FERNANDO:
Mas porque doña Inés es tan honesta,
que aun la ofendéis con nombre de marido.

RODRIGO:
Yo he de matar a quien vivir me cuesta
en su desgracia, porque tanto olvido
no puede proceder de honesto intento.
Perdí la capa y perderé el sentido.

FERNANDO:
Antes, dejarla a don Alonso, siento
que ha sido como echársela en los ojos.
Ejecutad, Rodrigo, el casamiento,
llévese don Alonso los despojos
y la victoria vos.

RODRIGO:
Mortal desmayo
cubre mi amor de celos y de enojos.

FERNANDO:
Salid galán para la Cruz de Mayo,
que yo saldré con vos; pues el rey viene,
las sillas piden el castaño y bayo.
Menos aflige el mal que se entretiene.

RODRIGO:
Si viene don Alonso, ya Medina
¿qué competencia con Olmedo tiene?

FERNANDO:
¿Qué loco estáis!

RODRIGO:
Amor me desatina.

(Vanse. Salen don PEDRO, doña INÉS vestida en hábito, y doña LEONOR.)

PEDRO:
No porfíes.

INÉS:
No podrás
mi propósito vencer.

PEDRO:
Hija, ¿qué quieres hacer,
que tal veneno me das?
Tiempo te queda...

INÉS:
Señor,
¿que importa el hábito pardo
si para siempre le aguardo?

LEONOR:
Necia estás.

INÉS:
Calla, Leonor.

LEONOR:
Por lo menos estas fiestas
has de ver con galas.

INÉS:
Mira
que quien por otras suspira,
ya no tiene el gusto en éstas.
Galas celestiales son
las que ya mi vida espera.

PEDRO:
¿No basta que yo lo quiera?

INES:
Obedecerte es razón.

(Sale FABIA, con rosario y báculo y antojos.)

FABIA:
Paz sea en aquesta casa.

PEDRO:
Y venga con vos.

FABIA:
¿Quién es
la señora doña Inés,
que con el Señor se casa?
¿Quién es aquella que ya
tiene su esposo elegida,
y como a prenda querida
esos impulsos le da?

PEDRO:
Madre honrada, ésta que ves,
y yo su padre.

FABIA:
Que sea
muchos años, y ella vea
el dueño que vos no veis.
Aunque en el Señor espero
que os ha de obligar piadoso
a que aceptéis tal esposo,
que es muy noble caballero.

PEDRO:
¡Y cómo, madre, si lo es!

FABIA:
Sabiendo que anda a buscar
quien venga a morigerar
los verdes años de Inés,
quien la guíe, quien la muestre
las sémitas del Señor,
y al camino del amor
como a principianta adiestre,
hice oración en verdad,
y tal impulso me dio,
que vengo a ofrecerme yo
para esta necesidad,
aunque soy gran pecadora.

PEDRO:
¿Ésta es la mujer, Inés,
que has menester?

INÉS:
Ésta es
la que he menester agora.
Madre, abrázame.

FABIA:
Quedito,
que el cilicio me hace mal.

PEDRO:
No he visto humildad igual.

LEONOR:
En el rostro trae escrito
lo que tiene el corazón.

FABIA:
¡Oh, qué gracia! ¡Oh, qué belleza!
Alcance tu gentileza
mi deseo y bendición.
¿Tienes oratorio?

INÉS:
Madre,
comienzo a ser buena agora.

FABIA:
Como yo soy pecadora,
estoy temiendo a tu padre.

PEDRO:
No le pienso yo estorbar
tan divina pecadora.

FABIA:
En vano, infernal dragón,
la pensabas devorar.
No ha de casarse en Medina;
monasterio tiene Olmedo;
Domine, si tanto puedo,
«ad juvandum me festina».

PEDRO:
Un ángel es la mujer.

(Sale TELLO, de gorrón.)

TELLO:
Si con sus hijas está,
yo sé que agradecerá
que yo me venga a ofrecer.
El maestro que buscáis
está aquí, señor don Pedro,
para latín y otras cosas,
que dirán después su efecto.
Que buscáis un estudiante
en la iglesia me dijeron,
porque ya de esta señora
se sabe el honesto intento.
Aquí he venido a serviros,
puesto que soy forastero,
si valgo para enseñarla.

PEDRO:
Ya creo y tengo por cierto,
viendo que todo se junta,
que fue voluntad del cielo.
En casa puede quedarse
la madre, y este mancebo
venir a darte lición.
Concertadlo, mientras vuelvo,
las dos.

(A TELLO.)

¿De dónde es, galán?

TELLO:
Señor, soy calahorreño.

PEDRO:
¿Su nombre?

TELLO:
Martín Pelaez.

PEDRO:
Del Cid debe de ser deudo.
¿Dónde estudió?

TELLO:
En la Coruña,
y soy por ella maestro.

PEDRO:
¿Ordenóse?

TELLO:
Sí, señor,
de vísperas.

PEDRO:
Luego vengo.

(Vase.)

TELLO:
¿Eres Fabia?

FABIA:
¿No lo ves?

LEONOR:
¿Y tú Tello?

INÉS:
¡Amigo Tello!

LEONOR:
¿Hay mayor bellaquería?

INÉS:
¿Qué hay de don Alonso?

TELLO:
¿Puedo
fïar de Leonor?

INÉS:
Bien puedes.

LEONOR:
Agraviara Inés mi pecho
y mi amor, si me tuviera
su pensamiento encubierto.

TELLO:
Señora, para servirte
está don Alonso bueno,
para las fiestas de mayo,
tan cerca ya, previniendo
galas, caballos, jaeces,
lanza y rejones; que pienso
que ya le tiemblan los toros.
Una adarga habemos hecho,
si se conciertan las cañas,
como de mi raro ingenio.
Allá le verás, en fin.

INÉS:
¿No me ha escrito?

TELLO:
Soy un necio.
Ésta, señora es la carta.

INÉS:
Bésola de porte y leo.

PEDRO (Habla dentro):
Pues por el coche, si está
malo el alazán.

(Sale.)

¿Qué es esto?

TELLO (Aparte):
(¡Tu padre! Haz que lees, y yo
haré que latín te enseño.)
Dominus...

INÉS:
Dominus...

TELLO:
Diga.

INÉS:
¿Cómo más?

TELLO:
Dominus meus.

INÉS:
Dominus meus.

TELLO:
Ansí,
poco a poco irá leyendo.

PEDRO:
¿Tan presto tomas lición?

INÉS:
Tengo notable deseo.

PEDRO:
Basta; que a decir, Inés,
me envía el ayuntamiento
que salga a las fiestas yo.

INÉS:
Muy discretamente han hecho,
pues viene a la fiesta el rey.

PEDRO:
Pues sea con un concierto
que has de verlas con Leonor.

INÉS:
Madre, dígame si puedo
verlas sin pecar.

FABIA:
¿Pues no?
No escrupulices en eso
como algunos tan mirlados,
que piensan, de circunspectos,
que en todo ofenden a Dios,
y olvidados de que fueron
hijos de otros como todos,
cualquiera entretenimiento
que los trabajos olvide
tienen por notable exceso.
Y aunque es justo moderarlos,
doy licencia, por lo menos
para estas fiestas, por ser
jugatoribus paternos.

PEDRO:
Pues vamos; que quiero dar
dineros a tu maestro,
y a la madre para un manto.

FABIA:
A todas cubra el del cielo,
y vos, Leonor, ¿no seréis
como vuestra hermana presto?

LEONOR:
Sí, madre, porque es muy justo
que tome tan santo ejemplo.

(Vase, y salgan don ALONSO y TELLO.)

REY:
No me traigáis al partir
negocios que despachar.

CONDESTABLE:
Contienen sólo firmar;
no has de ocuparte en oír.

REY:
Decid con mucha presteza.

CONDESTABLE:
¿Han de entrar?

REY:
Agora no.

CONDESTABLE:
Su santidad concedió
lo que pidió vuestra alteza
por Alcántara, señor.

REY:
Que mudase le pedí
el hábito porque ansí
pienso que estará mejor.

CONDESTABLE:
Era aquel traje muy feo.

REY:
Cruz verde pueden traer.
Mucho debo agradecer
al pontífice el deseo
que de nuestro aumento muestra,
con que irán siempre adelante
estas cosas del infante
en cuanto es de parte nuestra.

CONDESTABLE:
Éstas son dos provisiones,
y entrambas notables son.

REY:
¿Qué contienen?

CONDESTABLE:
La razón
de diferencia que pones
entre los moros y hebreos
que en Castilla han de vivir.

REY:
Quiero con esto cumplir,
Condestable, los deseos
de fray Vicente Ferrer,
que lo ha deseado tanto.

CONDESTABLE:
Es un hombre docto y santo.

REY:
Resolví con él ayer
que en cualquiera reino mío
donde mezclados están,
a manera de gabán
traiga un tabardo el judío
con una señal en él,
y un verde capuz el moro.
Tenga el cristiano el decoro
que es justo; apártese dél;
que con esto tendrán miedo
los que su nobleza infaman.

CONDESTABLE:
A don Alonso, que llaman
«el caballero de Olmedo»,
hace vuestra alteza aquí
merced de un hábito.

REY:
Es hombre
de notable fama y nombre.
En esta villa le vi
cuando se casó mi hermana.

CONDESTABLE:
Pues pienso que determina,
por servirte, ir a Medina
a las fiestas de mañana.

REY:
Decidle que fama emprenda
en el arte militar,
porque yo le pienso honrar
con la primera encomienda.

(Vanse. Sale don ALONSO.)

ALONSO:
¡Ay, riguroso estado,
ausencia mi enemiga,
que dividiendo el alma,
puedes dejar la vida!
¡Cuán bien por tus efetos
te llaman muerte viva,
pues das vida al deseo,
y matas a la vista!
¡Oh, cuán piadosa fueras,
si al partir de Medina
la vida me quitaras
como el alma me quitas!
En ti, Medina, vive
aquella Inés divina,
que es honra de la corte
y gloria de la villa.
Sus alabanzas cantan
las aguas fugitivas,
las aves que la escuchan,
las flores que la imitan.
Es tan bella, que tiene
envidia de sí misma,
pudiendo estar segura
que el mismo sol la envidia,
pues no la ve más vella
por su dorada cinta,
ni cuando viene a España,
ni cuando va a las Indias.
Yo merecí quererla.
¡Dichosa mi osadía!
Que es merecer sus penas
calificar mis dichas.
Cuando pudiera verla,
adorarla y servirla,
la fuerza del secreto
de tanto bien me priva.
Cuando mi amor no fuera
de fe tan pura y limpia,
las perlas de sus ojos
mi muerte solicitan.
Llorando por mi ausencia
Inés quedó aquel día,
que sus lágrimas fueron
de sus palabras firma.
Bien sabe aquella noche
que pudiera ser mía.
Cobarde amor, ¿qué aguardas,
cuando respetos miras?
¡Ay, Dios, qué gran desdicha,
partir el alma y dividir la vida!

(Sale TELLO.)

TELLO:
¿Merezco ser bien llegado?

ALONSO:
No sé si diga que sí;
que me has tenido sin mí
con lo mucho que has tardado.

TELLO:
Si por tu remedio ha sido,
¿en qué me puedes culpar?

ALONSO:
¿Quién me puede remediar,
si no es a quien yo le pido?
¿No me escribe Inés?

TELLO:
Aquí
te traigo cartas de Inés.

ALONSO:
Pues hablarásme después
en lo que has hecho por mí.

(Lea.)

«Señor mío, después que os partistes no he vivido; que sois tan cruel, que aun no me dejáis vida cuando os vais.»

TELLO:
¿No lees más?

ALONSO:
No.

TELLO:
¿Por qué?

ALONSO:
Porque manjar tan süave
de una vez no se me acabe.
Hablemos de Inés.

TELLO:
Llegué
con media sotana y guantes;
que parecía de aquellos
que hacen en solos los cuellos
ostentación de estudiantes.
Encajé salutación,
verbosa filatería,
dando a la bachillería
dos piensos de discreción;
y volviendo el rostro, vi
a Fabia...

ALONSO:
Espera, que leo
otro poco; que el deseo
me tiene fuera de mí.

(Lea.)

«Todo lo que dejastes ordenado se hizo; sólo no se hizo que viviese yo sin vos, porque no lo dejastes ordenado.»

TELLO:
¿Es aquí contemplación?

ALONSO:
Dime cómo hizo Fabia
lo que dice Inés.

TELLO:
Tan sabia
y con tanta discreción,
melindre e hipocresía,
que me dieron que temer
algunos que suelo ver
cabizbajo todo el día.
De hoy más quedaré advertido
de lo que se ha de creer
de una hipócrita mujer
y un ermitaño fingido.
Pues si me vieras a mí
con el semblante mirlado,
dijeras que era traslado
de un reverendo alfaquí.
Creyóme el viejo, aunque en él
se ve de un Catón retrato.

ALONSO:
Espera; que ha mucho rato
que no he mirado el papel.

(Lea.)

«Daos prisa a venir, para que sepáis cómo quedo cuando os partís, y cómo estoy cuando volvéis.»

TELLO:
¿Hay otra estación aquí?

ALONSO:
En fin, ¿tú hallaste lugar
para entrar y para hablar?

TELLO:
Estudiaba Inés en ti;
que eras el latín, señor,
y la lición que aprendía.

ALONSO:
Leonor, ¿qué hacía?

TELLO:
Tenía
envidia de tanto amor,
porque se daba a entender
que de ser amado eres
digno; que muchas mujeres
quieren porque ven querer.
Que en siendo un hombre querido
de alguna con grande afeto,
piensan que hay algún secreto
en aquel hombre escondido.
Y engáñanse, porque son
correspondencias de estrellas.

ALONSO:
Perdonadme, manos bellas,
que leo el postrer renglón.

(Lea.)

«Dicen que viene el rey a Medina, y dicen verdad, pues habéis de venir vos, que sois rey mío.»
Acabóse el papel.

TELLO:
Todo en el mundo se acaba.

ALONSO:
Poco dura el bien.

TELLO:
En fin,
le has leído por jornadas.

ALONSO:
Espera, que aquí a la margen
vienen dos o tres palabras.

(Lea.)

«Poneos esa banda al cuello,
¡Ay, si yo fuera la banda!»

TELLO:
¡Bien dicho, por Dios, y entrar
con doña Inés en la plaza!

ALONSO:
¿Dónde está la banda, Tello?

TELLO:
A mí no me han dado nada.

ALONSO:
¿Cómo no?

TELLO:
Pues, ¿qué me has dado?

ALONSO:
Ya te entiendo; luego saca
a tu elección un vestido.

TELLO:
Ésta es la banda.

ALONSO:
Extremada.

TELLO:
Tales manos la bordaron.

ALONSO:
Demos orden que me parta.
Pero, ¿ay, Tello!

TELLO:
¿Qué tenemos?

ALONSO:
De decirte me olvidaba
unos sueños que he tenido.

TELLO:
¿Agora en sueños reparas?

ALONSO:
No los creo, claro está;
pero dan pena.

TELLO:
Eso basta.

ALONSO:
No falta quien llama a algunos
revelaciones del alma.

TELLO:
¿Qué te puede suceder
en una cosa tan llana
como quererte casar?

ALONSO:
Hoy, tello, al salir el alba,
con la inquietud de la noche,
me levanté de la cama,
abrí la ventana aprisa,
y mirando flores y aguas
que adornan nuestro jardín,
sobre una verde retama
veo ponerse un jilguero,
cuyas esmaltadas alas
con lo amarillo añadían
flores a las verdes ramas.
Y estando al aire trinando
de la pequeña garganta
con naturales pasajes
las quejas enamoradas,
sale un azor de un almendro,
adonde escondido estaba,
y como eran en los dos
tan desiguales las armas,
tiñó de sangre las flores,
plumas al aire derrama.
Al triste chillido, Tello,
débiles ecos del aura
respondieron, y, no lejos,
lamentando su desgracia,
su esposa, que en un jazmín
la tragedia viendo estaba.
Yo, midiendo con los sueños
estos avisos del alma,
apenas puedo alentarme;
que con saber que son falsas
todas estas cosas, tengo
tan perdida la esperanza,
que no me aliento a vivir.

TELLO:
Mal a doña Inés le pagas
aquella heroica firmeza
con que atrevida contrasta
los golpes de la fortuna.
Ven a Medina, y no hagas
caso de sueños ni agüeros,
cosas a la fe contrarias.
Lleva el ánimo que sueles,
caballos, lanzas y galas,
mata de envidia los hombres,
mata de amores las damas.
Doña Inés ha de ser tuya
a pesar de cuantos tratan
dividiros a los dos.

ALONSO:
Bien dices. Inés me aguarda;
vamos a Medina alegres.
Las penas anticipadas
dicen que matan dos veces,
y a mí sola Inés me mata,
no como pena, que es gloria.

TELLO:
Tú me verás en la plaza
hincar de rodillas toros
delante de sus ventanas.

FIN DEL SEGUNDO ACTO

Acto tercero

(Suenan atabales y entran con lacayos y rejones don RODRIGO y don FERNANDO.)

RODRIGO:
Poca dicha.

FERNANDO:
Malas suertes.

RODRIGO:
¡Qué pesar!

FERNANDO:
¿Qué se ha de hacer?

RODRIGO:
Brazo, ya no puede ser
que en servir a Inés aciertes.

FERNANDO:
Corrido estoy.

RODRIGO:
Yo, turbado.

FERNANDO:
Volvamos a porfïar.

RODRIGO:
Es imposible acertar
un hombre tan desdichado.
Para el de Olmedo, en efeto,
guardó suertes la Fortuna.

FERNANDO:
No ha errado el hombre ninguna.

RODRIGO:
Que la ha de errar os prometo.

FERNANDO:
Un hombre favorecido,
Rodrigo, todo lo acierta.

RODRIGO:
Abrióle el amor la puerta,
y a mí, Fernando, el olvido.
Fuera de esto, un forastero
luego se lleva los ojos.

FERNANDO:
Vos tenéis justos enojos.
Él es galán caballero,
mas no para escurecer
los hombres que hay en Medina.

RODRIGO:
La patria me desatina;
mucho parece mujer
en que lo propio desprecia,
y de lo ajeno se agrada.

FERNANDO:
De ser de ingrata culpada
son ejemplos Roma y Grecia.
Dentro ruido de pretales y voces

VOZ 1:
¡Brava suerte!

VOZ 2:
¡Con qué gala
quebró el rejón!

FERNANDO:
¿Qué aguardamos?
Tomemos caballos.

RODRIGO:
Vamos.

VOZ 1:
Nadie en el mundo le iguala.

FERNANDO:
¿Oyes esa voz?

RODRIGO:
No puedo
sufrirlo.

FERNANDO:
Aun no lo encareces.

VOZ 2:
¡Vítor setecientas veces
el caballero de Olmedo!

RODRIGO:
¿Qué suerte quieres que aguarde,
Fernando, con estas voces?

FERNANDO:
Es vulgo, ¿no le conoces?

VOZ 1:
Dios te guarde, Dios te guarde.

RODRIGO:
¿Qué más dijeran al rey?
Mas bien hacen; digan, rueguen
que hasta el fin sus dichas lleguen.

FERNANDO:
Fue siempre bárbara ley
seguir aplauso vulgar
las novedades.

RODRIGO:
Él viene
a mudar caballo.

FERNANDO:
Hoy tiene
la Fortuna en su lugar.

(Sale TELLO con rejón y librea, y don ALONSO.)

TELLO:
¡Valientes suertes, por Dios!

ALONSO:
Dame, Tello, el alazán.

TELLO:
Todos el lauro nos dan.

ALONSO:
¿A los dos, Tello?

TELLO:
A los dos;
que tú a caballo y yo a pie,
nos habemos igualado.

ALONSO:
¡Qué bravo, Tello, has andado!

TELLO:
Seis todo desjarreté,
como si sus piernas fueran
rábanos de mi lugar.

FERNANDO:
Volvamos, Rodrigo, a entrar,
que por dicha nos esperan,
aunque os parece que no.

RODRIGO:
A vos, don Fernando, sí;
a mí no, si no es que a mí
me esperan para que yo
haga suertes que me afrenten,
o que algún toro me mate,
o me arrastre o me maltrate
donde con risa lo cuenten.

(Vanse los dos.)

TELLO:
Aquéllos te están mirando.

ALONSO:
Ya los he visto envidiosos
de mis dichas y aun celosos
de mirarme a Inés mirando.

TELLO:
¡Bravos favores te ha hecho
con la risa! Que la risa
es lengua muda que avisa
de lo que pasa en el pecho.
No pasabas vez ninguna
que arrojar no se quería
del balcón.

ALONSO:
¡Ay, Inés mía!
¡Si quisiese la Fortuna
que a mis padres les llevase
tal prenda de sucesión!

TELLO:
Sí harás, como la ocasión
de este don Rodrigo pase;
porque satisfecho estoy
de que Inés por ti se abrasa.

ALONSO:
Fabia se ha quedado en casa;
mientras una vuelta doy
a la plaza, ve corriendo,
y di que esté prevenida
Inés, porque en mi partida
la pueda hablar; advirtiendo
que se esta noche no fuese
a Olmedo, me han de contar
mis padres por muerto, y dar
ocasión, si no los viese,
a esta pena, no es razón;
tengan buen sueño, que es justo.

TELLO:
Bien dices; duerman con gusto,
pues es forzosa ocasión
de temer y de esperar.

ALONSO:
Yo entro.

TELLO:
Guárdete el cielo.

(Vase don ALONSO.)

Pues puedo hablar sin recelo
a Fabia, quiero llegar.
Traigo cierto pensamiento
para coger la cadena
a esta vieja, aunque con pena
de su astuto entendimiento.
No supo Circe, Medea,
ni Hécate lo que ella sabe;
tendrá en el alma una llave
que de treinta vueltas sea.
Mas no hay maestra mejor
que decirle que la quiero,
que es el remedio primero
para una mujer mayor;
que con dos razones tiernas
de amores y voluntad,
presumen de mocedad,
y piensan que son eternas.
Acabóse. Llego, llamo.
Fabia... Pero soy un necio;
que sabrá que el oro precio,
y que los años desamo,
porque se lo ha de decir
el de las patas de gallo.

(Sale FABIA.)

FABIA:
¡Jesús, Tello! ¿Aquí te hallo?
¡Qué buen modo de servir
a don Alonso! ¿Qué es esto?
¿Qué ha sucedido?

TELLO:
No alteres
lo venerable, pues eres
causa de venir tan presto;
que por verte anticipé
de don Alonso un recado.

FABIA:
¿Cómo ha andado?

TELLO:
Bien ha andado,
porque yo le acompañé.

FABIA:
¡Extremado fanfarrón!

TELLO:
Pregúntalo al rey, verás
cuál de los dos hizo más;
que se echaba del balcón
cada vez que yo pasaba.

FABIA:
¡Bravo favor!

TELLO:
Más quisiera
los tuyos.

FABIA:
¡Oh, quién te viera!

TELLO:
Esa hermosura bastaba
para que yo fuera Orlando.
¿Toros de Medina a mí?
¡Vive el cielo! Que les di
reveses, desjarretando,
de tal aire, de tal casta,
en medio de regocijo,
que hubo toro que me dijo,
«Basta, señor Tello, basta.»
«No basta», le dije yo,
y eché de un tajo volado
una pierna en un tejado.

FABIA:
¿Y cuántas tejas quebró?

TELLO:
Eso al dueño, que no a mí.
Dile, Fabia, a tu señora,
que ese mozo que la adora
vendrá a despedirse aquí;
que es fuerza volverse a casa,
porque no piensen que es muerto
sus padres. Esto te advierto.
Y porque la fiesta pasa
sin mí, y el rey me ha de echar
menos, que en efeto soy
su toricida, me voy
a dar materia al lugar
de vítores y de aplauso,
si me das algún favor.

FABIA:
¿Yo favor?

TELLO:
Paga mi amor.

FABIA:
¿Que yo tus hazañas cause?
Basta, que no lo sabía.
¿Qué te agrada más?

TELLO:
Tus ojos.

FABIA:
Pues daréte mis antojos.

TELLO:
Por caballo, Fabia mía,
quedo confirmado ya.

FABIA:
Propio favor de lacayo.

TELLO:
Más castaño soy que bayo.

FABIA:
Mira cómo andas allá,
que esto de ne nos inducas
suelen causar los refrescos;
no te quite los gregüescos
algún mozo de San Lucas;
que será notable risa,
Tello, que donde lo vea
todo el mundo, un toro sea
sumiller de tu camisa.

TELLO:
Lo atacado y el cuidado
volverán por mi decoro.

FABIA:
Para un desgarro de un toro,
¿qué importa estar atacado?

TELLO:
Que no tengo a toros miedo.

FABIA:
Los de Medina hacen riza,
porque tiene ojeriza
con los lacayos de Olmedo.

TELLO:
Como ésos ha derribado,
Fabia, este brazo español.

FABIA:
Mas, ¿qué? ¿Te ha de dar el sol
adonde nunca te ha dado?

(Vanse. Ruido de plaza y grita, y digan dentro)

VOZ 1:
¡Cayó don Rodrigo!

ALONSO:
¡Afuera!

VOZ 2:
¡Qué gallardo, qué animoso
don Alonso le socorre!

VOZ 1:
Ya se apea don Alonso.

VOZ 2:
¡Qué valientes cuchilladas!

VOZ 1:
Hizo pedazos el toro.

(Salgan los dos; y don ALONSO teniéndole.)

ALONSO:
Aquí tengo yo caballo;
que los nuestros van furiosos
discurriendo por la plaza.
Ánimo.

RODRIGO:
Con vos le cobro.
La caída ha sido grande.

ALONSO:
Pues no será bien que al coso
volváis; aquí habrá crïados
que os sirvan, porque yo torno
a la plaza. Perdonadme,
porque cobrar es forzoso
el caballo que dejé.

(Vase y sale don FERNANDO.)

FERNANDO:
¿Qué es esto? ¡Rodrigo y solo!
¿Cómo estáis?

RODRIGO:
Mala caída,
mal suceso, malo todo;
pero más deber la vida
a quien me tiene celoso
y a quien la muerte deseo.

FERNANDO:
¡Que sucediese a los ojos
del rey y que viese Inés
que aquel su galán dichoso
hiciese el toro pedazos
por libraros!

RODRIGO:
Estoy loco.
No hay hombre tan desdichado,
Fernando, de polo a polo.
¡Qué de afrentas, qué de penas,
qué de agravios, qué de enojos,
qué de injurias, qué de celos,
qué de agüeros, qué de asombros!
Alcé los ojos a ver
a Inés, por ver si piadoso
mostraba el semblante entonces,
que, aunque ingrato, necio adoro;
y veo que no pudiera
mirar Nerón riguroso
desde la torre Tarpeya
de Roma el incendio, como
desde el balcón me miraba;
y que luego, en vergonzoso
clavel de púrpura fina
bañado el jazmín del rostro,
a don Alonso miraba;
y que por los labios rojos
pagaba en perlas el gusto
de ver que a sus pies me potro,
de la Fortuna arrojado
y de la suya envidioso.
Mas, ¡vive Dios!, que la risa,
primero que la de Apolo
alegre el oriente y bañe
el aire de átomos de oro,
se le ha de trocar en llanto,
si hallo al hidaguillo loco
entre Medina y Olmedo.

FERNANDO:
Él sabrá ponerse en cobro.

RODRIGO:
Mal conocéis a los celos.

FERNANDO:
¿Quién sabe que no son monstruos?
Mas lo que ha de importar mucho
no se ha pensar tan poco.

(Vanse. Salen el REY, el CONDESTABLE y criados.)

REY:
Tarde acabaron las fiestas;
pero ellas han sido tales
que no las he visto iguales.

CONDESTABLE:
Dije a Medina que aprestas
para mañana partir;
mas tiene tanto deseo
de que veas el torneo
con que te quiere servir,
que me ha pedido, señor,
que dos días se detenga
vuestra alteza.

REY:
Cuando venga,
pienso que será mejor.

CONDESTABLE:
Haga este gusto a Medina
vuestra alteza.

REY:
Por vos sea,
aunque el infante desea,
con tanta prisa camina,
estas visitas de Toledo
para el día concertado.

CONDESTABLE:
Galán y bizarro ha estado
el caballero de Olmedo.

REY:
¡Buenas suertes, condestable!

CONDESTABLE:
No sé en él cuál es mayor,
la ventura o el valor,
aunque es el valor notable.

REY:
Cualquiera cosa hace bien.

CONDESTABLE:
Con razón le favorece
vuestra alteza.

REY:
Él lo merece
y que vos le honréis también.

(Vanse. Salen don ALONSO y TELLO, de noche.)

TELLO:
Mucho habemos esperado,
ya no puedes caminar.

ALONSO:
Deseo, Tello, excusar
a mis padres el cuidado.
A cualquier hora es forzoso
partirme.

TELLO:
Si hablas a Inés,
¿qué importa, señor, que estés
de tus padres cuidadoso?
Porque os ha de hallar el día
en esas rejas.

ALONSO:
No hará;
que el alma me avisará
como si no fuera mía.

TELLO:
Parece que hablan en ellas,
y que es en la voz Leonor.

ALONSO:
Y lo dice el resplandor
que da el sol a las estrellas.

(LEONOR, en la reja.)

LEONOR:
¿Es don Alonso?

ALONSO:
Yo soy.

LEONOR:
Luego mi hermana saldrá,
porque con mi padre está
hablando en las fiestas de hoy.
Tello puede entrar; que quiere
daros un regalo Inés.
Quítase de la reja

ALONSO:
Entra, Tello.

TELLO:
Si después
cerraren y no saliere,
bien puedes partir sin mí;
que yo te sabré alcanzar.

(Ábrese la puerta de casa de don PEDRO, entra TELLO, y vuelve doña LEONOR a la reja.)

ALONSO:
¿Cuándo, Leonor, podré entrar
con tal libertad aquí?

LEONOR:
Pienso que ha de ser muy presto,
porque mi padre de suerte
te encarece, que a quererte
tiene el corazón dispuesto.
Y porque se case Inés,
en sabiendo vuestro amor,
sabrá escoger lo mejor,
como estimarlo después.

(Sale doña INÉS a la reja.)

INÉS:
¿Con quién hablas?

LEONOR:
Con Rodrigo.

INÉS:
Mientes, que mi dueño es.

ALONSO:
Que soy esclavo de Inés,
al cielo doy por testigo.

INÉS:
No sois sino mi señor.

LEONOR:
Ahora bien, quiéroos dejar;
que es necedad estorbar
sin celos quien tiene amor.
Retírase

INÉS:
¿Cómo estáis?

ALONSO:
Como sin vida.
Por vivir os vengo a ver.

INÉS:
Bien había menester
la pena de esta partida
para templar el contento
que hoy he tenido de veros,
ejemplo de caballeros,
y de las damas tormento.
De todas estoy celosa;
que os alabasen quería,
y después me arrepentía,
de perderos temerosa.
¡Qué de varios pareceres!
¡Qué de títulos y nombres
os dio la envidia en los hombres,
y el amor en las mujeres!
Mi padre os ha codiciado
por yerno para Leonor,
y agradecióle mi amor,
aunque celosa, el cuidado;
que habéis de ser para mí
y así se lo dije yo,
aunque con la lengua no,
pero con el alma sí.
Mas, ¡ay! ¿Cómo estoy contenta
si os partís?

ALONSO:
Mis padres son
la causa.

INÉS:
Tenéis razón;
mas dejadme que lo sienta.

ALONSO:
Yo lo siento, y voy a Olmedo,
dejando el alma en Medina.
No sé cómo parto y quedo.
Amor la ausencia imagina,
los celos, señora, el miedo.
Así parto muerto y vivo,
que vida y muerte recibo.
Mas, ¿qué te puedo decir,
cuando estoy para partir,
«puesto ya el pie en el estribo»?
Ando, señoras, estos días,
entre tantas asperezas
de imaginaciones mías,
consolado en mis tristezas
y triste en mis alegrías.
Tengo, pensando perderte,
imaginación tan fuerte,
y así en ella vengo y voy,
que me parece que estoy
«con las ansias de la muerte».
La envida de mis contrarios
temo tanto, que aunque puedo
poner medios necesarios,
estoy entre amor y miedo
haciendo discursos varios.
Ya para siempre me privo
de verte, y de suerte vivo,
que mi muerte presumiendo,
parece que estoy diciendo,
«Señora, aquesta te escribo».
Tener de tu esposo el nombre
amor y favor ha sido;
pero es justo que me asombre,
que amado y favorecido
tenga tal tristeza un hombre.
Parto a morir, y te escribo
mi muerte, si ausente vivo,
porque tengo, Inés, por cierto
que si vuelvo será muerto,
«pues partir no puedo vivo».
Bien sé que tristeza es;
pero puede tanto en mí,
que me dice, hermosa Inés:
«Si partes muerto de aquí,
¿cómo volverás después?»
Yo parto, y parto a la muerte,
aunque morir no es perderte;
que si el alma no se parte,
¿cómo es posible dejarte,
«cuanto más volver a verte»?

INÉS:
Pena me has dado y temor
con tus miedos y recelos;
si tus tristezas son celos,
ingrato ha sido tu amor.
Bien entiendo tus razones;
pero tú no has entendido
mi amor.

ALONSO:
Ni tú, que han sido
estas imaginaciones
sólo un ejercicio triste
del alma, que me atormenta,
no celos; que fuera afrenta
del hombre, Inés, que me diste.
De sueños y fantasías,
si bien falsas ilusiones,
han nacido estas razones,
que no de sospechas mías.

INÉS:
Leonor vuelve.

(LEONOR sale a la reja.)

¿Hay algo?

LEONOR:
Sí...

ALONSO:
¿Es partirme?

(A doña INÉS.)

LEONOR:
Claro está.
Mi padre se acuesta ya,
y me preguntó por ti.

INÉS:
Vete, Alonso, vete. Adiós.
No te quejes, fuerza es.

ALONSO:
¿Cuándo querrá Dios, Inés,
que estemos juntos los dos?

(Retíranse doña INÉS y doña LEONOR.)

Aquí se acabó mi vida,
que es lo mismo que partirme.
Tello no sale, o no puede
acabar de despedirse.
Voyme; que él me alcanzará.

(Al entrar don ALONSO, una SOMBRA con una máscara negra y sombrero, y puesta la mano en el puño de la espada, se le ponga delante.)

ALONSO:
¿Qué es esto? ¿Quién va? De oírme
no hace caso. ¿Quién es? Hable.
¡Que un hombre me atemorice
no habiendo temido a tantos!
¿Es don Rodrigo? ¿No dice
quién es?

SOMBRA:
Don Alonso.

ALONSO:
¿Cómo?

SOMBRA:
Don Alonso.

ALONSO:
No es posible.
Mas otro será, que yo
soy don Alonso Manrique.
Si es invención, meta mano.
Volvió la espalda.

(Vase la SOMBRA.)

Seguirle
desatino me parece.
¡Oh, imaginación terrible!
Mi sombra debió de ser,
mas no; que en forma visible
dijo que era don Alonso.
Todas son cosas que finge
la fuera de la tristeza,
la imaginación de un triste.
¿Qué me quieres, pensamiento,
que con mi sombra me afliges?
Mira que temer sin causa
es de sujetos humildes.
O embustes de Fabia son,
que pretende persuadirme
porque no me vaya a Olmedo,
sabiendo que es imposible.
Siempre dice que me guarde,
y siempre que no camine
de noche, sin más razón
de que la envidia me sigue.
Pero ya no puede ser
que don Rodrigo me envidie,
pues hoy la vida me debe;
que esta deuda no permite
que un caballero tan noble
en ningún tiempo la olvida.
Antes pienso que ha de ser
para que amistad confirme
desde hoy conmigo en Medina;
que la ingratitud no vive
en buena sangre, que siempre
entre villanos reside.
En fin, es la quinta esencia
de cuantas acciones viles
tiene la bajeza humana
pagar mal quien bien recibe.

(Vase. Salen don RODRIGO, don FERNANDO, MENDO y LAÍN.)

RODRIGO:
Hoy tendrán fin mis celos y su vida.

FERNANDO:
Finalmente, ¿venís determinado?

RODRIGO:
No habrá consejo que su muerte impida,
después que la palabra me han quebrado.
Ya se entendió la devoción fingida,
ya supe que era Tello, su crïado,
quien le enseñaba aquel latín que ha sido
en cartas de romance traducido.
¡Qué honrada dueña recibió en su casa
don Pedro en Fabia! ¡Oh, mísera doncella!
Disculpo tu inocencia, si te abrasa
fuego infernal de los hechizos de ella.
No sabe, aunque es discreta, lo que pasa
y así el honor de entrambos atropella.
¡Cuántas casas de nobles caballeros
han infamado hechizos y terceros!
Fabia, que puede transponer un monte;
Fabia, que puede detener un río,
y en los negros ministros de Aqueronte
tiene, como en vasallos, señorío;
Fabia, que de este mar, de este horizonte,
al abrasado clima, al norte frío
puede llevar a un hombre por el aire,
le da liciones. ¿Hay mayor donaire?

FERNANDO:
Por la misma razón yo no tratara
de más venganza.

RODRIGO:
¡Vive Dios, Fernando,
que fuera de los dos bajeza clara!

FERNANDO:
No la hay mayor que despreciar amando.

RODRIGO:
Si vos podéis, yo no.

MENDO:
Señor, repara
en que vienen los ecos avisando
de que a caballo alguna gente viene.

RODRIGO:
Si viene acompañado, miedo tiene.

FERNANDO:
No lo creas, que es mozo temerario.

RODRIGO:
Todo hombre con silencio esté escondido.
Tú, Mendo, el arcabuz, si es necesario,
tendrás detrás de un árbol prevenido.

FERNANDO:
¡Qué inconstante es el bien, qué loco y vario!
Hoy a vista de un rey salió lucido,
admirado de todos a la plaza,
y, ¡ya tan fiera muerte le amenaza!

(Escóndense y salga don ALONSO.)

ALONSO:
Lo que jamás he tenido,
que es algún recelo o miedo,
llevo caminando a Olmedo.
Pero tristezas han sido.
Del agua el manso rüido
y el ligero movimiento
de estas ramas con el viento,
mi tristeza aumentan más.
Yo camino, y vuelve atrás
mi confuso pensamiento.
De mis padres el amor
y la obediencia me lleva,
aunque ésta es pequeña prueba
del alma de mi valor.
Conozco que fue rigor
el dejar tan presto a Inés...
¡Qué escuridad! Todo es
horror, hasta que el aurora
en las alfombras de Flora
ponga los dorados pies.
Allí cantan. ¿Quién será?
Mas será algún labrador
que camina a su labor.
Lejos parece que está.
Pero acercándose va.
Pues, ¡cómo! ¡Lleva instrumento,
y no es rústico el acento,
sino sonoro y süave!
¡Qué mal la música sabe,
si está triste el pensamiento!

(Canten desde lejos en el vestuario y véngase acercando la voz como que camina.)

VOZ:
«Que de noche le mataron
al caballero,
la gala de Medina,
la flor de Olmedo».

ALONSO:
¡Cielos! ¿Qué estoy escuchando?
Si es que avisos vuestros son,
ya que estoy en la ocasión,
¿de qué me estás informando?
Volver atrás, ¿cómo puedo?
Invención de Fabia es,
que quiere, a ruego de Inés,
hacer que no vaya a Olmedo.

VOZ:
«Sombras le avisaron
que no saliese,
y le aconsejaron
que no se fuese
el caballero,
la gala de Medina,
la flor de Olmedo».

ALONSO:
¡Hola, buen hombre, el que canta!

LABRADOR:
¿Quién me llama?

ALONSO:
Un hombre soy
que va perdido.

LABRADOR:
Ya voy.

(Sale un LABRADOR.)

Veisme aquí.

ALONSO (Aparte):
(Todo me espanta.)
¿Dónde vas?

LABRADOR:
A mi labor.

ALONSO:
¿Quién esa canción te ha dado,
que tristemente has cantado?

LABRADOR:
Allá en Medina, señor.

ALONSO:
A mí me suelen llamar
el caballero de Olmedo,
y yo estoy vivo.

LABRADOR:
No puedo
deciros de este cantar
más historia ni ocasión,
de que a una Fabia la oí.
Si os importa, ya cumplí
con deciros la canción.
Volved atrás. No paséis
de este arroyo.

ALONSO:
En mi nobleza,
fuera ese temor bajeza.

LABRADOR:
Muy necio valor tenéis.
Volved, volved a Medina.

ALONSO:
Ven tú conmigo.

LABRADOR:
No puedo.

(Vase.)

ALONSO:
¡Qué de sombras finge el miedo!
¡Qué de engaños imagina!
Oye, escucha. ¿Dónde fue,
que apenas sus pasos siento?
¡Ah, labrador! Oye, aguarda.
«Aguarda», responde el eco.
¡Muerto yo! Pero es canción
que por algún hombre hicieron
de Olmedo, y los de Medina
en este camino han muerto.
A la mitad dél estoy.
¿Qué han de decir si me vuelvo?
Gente viene... No me pesa;
si allá van, iré con ellos.

(Salgan don RODRIGO y don FERNANDO y su gente.)

RODRIGO:
¿Quién va?

ALONSO:
Un hombre. ¿No me ves?

FERNANDO:
Deténgase.

ALONSO:
Caballeros,
si acaso necesidad
los fuerza a pasos como éstos,
desde aquí a mi casa hay poco;
no habré menester dineros
que de día y en la calle
se los doy a cuantos veo
que me hacen honra en pedirlos.

RODRIGO:
Quítase las armas luego.

ALONSO:
¿Para qué?

RODRIGO:
Para rendillas.

ALONSO:
¿Saben quién soy?

FERNANDO:
El de Olmedo,
el matador de los toros,
que viene arrogante y necio
a afrentar los de Medina,
el que deshonra a don Pedro
con alcahuetes infames.

ALONSO:
Si fuérades a lo menos
nobles vosotros, allá,
pues tuvistes tanto tiempo,
me hablárades, y no agora,
que solo a mi casa vuelvo.
Allá en las rejas adonde
dejastes la capa huyendo,
fuera bien, y no en cuadrilla
a media noche, soberbios.
Pero confieso, villanos,
que la estimación os debo,
que aun siendo tantos, sois pocos.

(Riñan.)

RODRIGO:
Yo vengo a matar, no vengo
a desafíos; que entonces
te matara cuerpo a cuerpo.
Tírale.

(Disparen dentro.)

ALONSO:
Traidores sois;
pero sin armas de fuego
no pudiérades matarme.
¡Jesús!

(Cae.)

FERNANDO:
¡Bien lo has hecho, Mendo!

(Vanse don RODRIGO, don FERNANDO y su gente.)

ALONSO:
¡Qué poco crédito di
a los avisos del cielo!
Valor propio me ha engañado,
y muerto envidias y celos.
¡Ay de mí! ¿Qué haré en un campo
tan solo?

(Sale TELLO.)

TELLO:
Pena me dieron
estos hombres que a caballo
van hacia Medina huyendo.
Si a don Alonso habían visto
pregunté; no respondieron.
¡Mala señal! Voy temblando.

ALONSO:
¡Dios mío, piedad! ¡Yo muero!
Vos sabéis que fue mi amor
dirigido a casamiento.
¡Ay, Inés!

TELLO:
De lastimosas
quejas siento tristes ecos.
Hacia aquella parte suenan.
No está del camino lejos
quien las da. No me ha quedado
sangre. Pienso que el sombrero
puede tenerse en el aire
solo en cualquiera cabello.
¡Ah, hidalgo!

ALONSO:
¿Quién es?

TELLO:
¡Ay, Dios!
¿Por qué dudo lo que veo?
Es mi señor. ¡Don Alonso!

ALONSO:
Seas bien venido, Tello.

TELLO:
¿Cómo, señor, si he tardado?
¿Cómo, si a mirarte llego
hecho una fiera de sangre?
¡Traidores, villanos, perros;
volved, volved a matarme;
pues habéis, infames, muerto
el más noble, el más valiente,
el más galán caballero
que ciñó espada en Castilla!

ALONSO:
Tello, Tello, ya no es tiempo
más que de tratar del alma.
Ponme en tu caballo presto
y llévame a ver mis padres.

TELLO:
¡Qué buenas nuevas les llevo
de las fiestas de Medina!
¿Qué dirá aquel noble viejo?
¿Qué hará tu madre y tu patria?
¡Venganza, piadosos cielos!

(Llévase a don ALONSO. Salen don PEDRO, doña INÉS, doña LEONOR, y FABIA.)

INÉS:
¿Tantas mercedes ha hecho?

PEDRO:
Hoy mostró con su real
mano, heroica y liberal,
la grandeza de su pecho.
Medina está agradecida,
y por la que he recibido
a besarla os he traído.

LEONOR:
¿Previene ya su partida?

PEDRO:
Sí, Leonor, por el infante,
que aguarda al rey en Toledo.
En fin, obligado quedo;
que por merced semejante
más por vosotras lo estoy,
pues ha de ser vuestro aumento.

LEONOR:
Con razón estás contento.

PEDRO:
Alcaide de Burgos soy.
Besad la mano a Su Alteza.

INÉS (Aparte, a FABIA):
¡Ha de haber ausencia, Fabia!

FABIA:
Más la Fortuna te agravia.

INÉS:
No en vano tanta tristeza
he tenido desde ayer.

FABIA:
Yo pienso que mayor daño
te espera, si no me engaño,
como suele suceder;
que en las cosas por venir
no puede haber cierta ciencia.

INÉS:
¿Qué mayor mal que la ausencia,
pues es mayor que morir?

PEDRO:
Ya, Inés, ¿qué mayores bienes
pudiera yo desear,
si tú quisieras dejar
el propósito que tienes?
No porque yo le hago fuerza;
pero quisiera casarte.

INÉS:
Pues tu obediencia no es parte
que mi propósito tuerza.
Me admiro de que no entiendas
la ocasión.

PEDRO:
Yo no la sé.

LEONOR:
Pues yo por ti la diré,
Inés, como no te ofendas.
No la casas a su gusto.
¡Mira qué presto!

PEDRO:
Mi amor
se queja de tu rigor,
porque, a saber tu disgusto,
no la hubiera imaginado.

LEONOR:
Tiene inclinación Inés

a un caballero, después

que el rey de una cruz le ha honrado;

que esto es deseo de honor,

y no poca honestidad.

PEDRO:
Pues si él tiene calidad
y tú le tienes amor,
¿quién ha de haber que replique?
Cásate en buen hora, Inés.
Pero, ¿no sabré quién es?

LEONOR:
Es don Alonso Manrique.

PEDRO:
Albricias hubiera dado.
¿El de Olmedo?

LEONOR:
Sí, señor.

PEDRO:
Es hombre de gran valor
y desde agora me agrado
de tan discreta elección;
que si el hábito rehusaba,
era porque imaginaba
diferente vocación.
Habla, Inés, no estés ansí.

INÉS:
Señor, Leonor se adelanta;
que la inclinación no es tanta
como ella te ha dicho aquí.

PEDRO:
Yo no quiero examinarte,
sino estar con mucho gusto
de pensamiento tan justo
y de que quieras casarte.
Desde agora es tu marido;
que me tendré por honrado
de un yerno tan estimado,
tan rico y tan bien nacido.

INÉS:
Beso mil veces tus pies.
Loca de contento estoy.
Fabia.

FABIA (Aparte):
(El parabién te doy,
si no es pésame después.)

(Salen el REY, el CONDESTABLE y gente, don RODRIGO, y don FERNANDO.)

LEONOR:
¡El rey!

PEDRO:
Llegad a besar
su mano.

INÉS:
¡Qué alegre llego!

PEDRO:
Dé vuestra alteza los pies,
por la merced que me ha hecho
del alcaidía de Burgos,
a mí y a mis hijas.

REY:
Tengo
bastante satisfacción
de vuestro valor, don Pedro,
y de que me habéis servido.

PEDRO:
Por lo menos lo deseo.

REY:
¿Sois casadas?

INÉS:
No, señor.

REY:
¿Vuestro nombre?

INÉS:
Inés.

REY:
¿Y el vuestro?

LEONOR:
Leonor.

CONDESTABLE:
Don Pedro merece
tener dos gallardos yernos,
que están presentes, señor,
y que yo os pido por ellos
los caséis de vuestra mano.

REY:
¿Quién son?

RODRIGO:
Yo, señor, pretendo
con vuestra licencia, a Inés.

FERNANDO:
Y yo a su hermana le ofrezco
la mano y la voluntad.

REY:
En gallardos caballeros
emplearéis vuestras dos hijas,
don Pedro.

PEDRO:
Señor, no puedo
dar a Inés a don Rodrigo,
porque casada la tengo
con don Alonso Manrique,
el caballero de Olmedo,
a quien hicistes merced
de un hábito.

REY:
Yo os prometo
que la primera encomienda
sea suya.

RODRIGO (Aparte):
(¡Extraño suceso!)

FERNANDO (Aparte):
(Ten prudencia.)

REY:
Porque es hombre
de grandes merecimientos.

(Sale TELLO.)

TELLO:
Dejadme entrar.

REY:
¿Quién da voces?

CONDESTABLE:
Con la guarda un escudero
que quiere hablarte.

REY:
Dejadle.

CONDESTABLE:
Viene llorando y pidiendo
justicia.

REY:
Hacerla es mi oficio.
Eso significa el cetro.

TELLO:
Invictísimo don Juan,
que del castellano reino,
a pesar de tanta envidia,
gozas el dichoso imperio;
con un caballero anciano
vine a Medina, pidiendo
justicia de dos traidores;
pero el doloroso exceso
en tus puertas le ha dejado,
si no desmayado, muerto.
Con esto yo, que le sirvo,
rompí con atrevimiento
tus guardas y tus oídos;
oye, pues te puso el cielo
la vara de la justicia
en tu libre entendimiento,
para castigar los malos
y para premiar los buenos;
la noche de aquellas fiestas
que a la Cruz de Mayo hicieron
caballeros de Medina,
para que fuese tan cierto
que donde hay cruz hay pasión,
por dar a sus padres viejos
contento de verle libre
de los toros, menos fieros
que fueron sus enemigos,
partió de Medina a Olmedo,
don Alonso, mi señor,
aquel ilustre mancebo
que mereció tu alabanza,
que es raro encarecimiento.
Quedéme en Medina yo,
como a mi cargo estuvieron
los jaeces y caballos,
para tener cuenta de ellos.
Ya la destocada noche,
de los dos polos en medio,
daba a la traición espada,
mano al hurto, pies al miedo,
cuando partí de Medina;
y al pasar un arroyuelo,
puente y señal del camino,
veo seis hombres corriendo
hacia Medina, turbados,
y, aunque juntos, descompuestos.
La luna, que salió tarde,
menguado el rostro sangriento,
me dio a conocer los dos;
que tal vez alumbra el cielo
con las hachas de sus luces
el más oscuro silencio,
para que vean los hombres,
de las maldades los dueños,
porque a los ojos divinos
no hubiese humanos secretos.
Paso adelante, ¡ay de mí!,
y envuelto en su sangre veo
a don Alonso expirando.
Aquí, gran señor, no puedo
ni hacer resistencia al llanto,
ni decir el sentimiento.
En el caballo le puse
tan animoso, que creo
que pensaban sus contrarios
que no le dejaban muerto.
A Olmedo llegó con vida
cuanto fue bastante, ¡ay cielo!,
para oír la bendición
de dos miserables viejos,
que enjugaban las heridas
con lágrimas y con besos.
Cubrió de luto su casa
y su patria, cuyo entierro
será el del fénix, señor;
después de muerto viviendo
en las lenguas de la fama,
a quien conserven respeto
la mudanza de los hombres
y los olvidos del tiempo.

REY:
¡Extraño caso!

INÉS:
¡Ay de mí!

PEDRO:
Guarda lágrimas y extremos,
Inés, para nuestra casa.

INES:
Lo que de burlas te dije,
señor, de veras te ruego.
Y a vos, generoso rey,
de esos viles caballeros
os pido justicia.

(A TELLO.)

REY:
Dime,
pues pudiste conocerlos,
¿quién son esos dos traidores?
¿Dónde están? ¡Que vive el cielo,
de no me partir de aquí
hasta que los deje presos!

TELLO:
Presentes están, señor;
don Rodrigo es el primero,
y don Fernando el segundo.

CONDESTABLE:
El delito es manifiesto,
su turbación lo confiesa.

RODRIGO:
Señor, escucha...

REY:
¡Prendedlos!
Y en un teatro mañana
cortad sus infames cuellos;
fin de la trágica historia
de «El caballero de Olmedo».


FIN DE LA COMEDIA


Publicado el 13 de octubre de 2019 por Edu Robsy.
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