Los Muchachos de Jo

Louisa May Alcott


Novela



I. Diez años después

―Jamás hubiera podido creer a quien me pronosticase los cambios ocurridos en este lugar durante los diez últimos años ―dijo Jo a su hermana Meg.

Con orgullo y satisfacción ambas dirigieron una mirada a su alrededor. Luego tomaron asiento en uno de los bancos de la plaza de Plumfield.

―Así es. Son transformaciones debidas al dinero y a los buenos corazones ―respondió Meg―. Tengo la convicción de que el señor Laurence no podía tener mejor monumento que ese colegio, debido a su generosidad. Y mientras esa casa exista perdurará la memoria de tía March.

―¿Recuerdas, Meg? Cuando niñas creíamos en las hadas. Incluso estábamos preparadas para pedirle ―si se nos aparecía una― tres cosas. Las que yo quería pedir las he logrado: dinero, fama y afectos ―dijo Jo, mientras componía su peinado con un gesto que ya de niña le era característico.

―También se cumplieron mis peticiones y las de Amy. Sería completa nuestra dicha, como un cuento de hadas, si mamá, John y Beth estuvieran aquí ―la emoción quebró la voz de Meg. ¡Quedaba tan vacío el sitio de la madre!…

Silenciosamente, Jo tomó la mano de Meg y compartió su emoción. Las miradas de ambas hermanas vagaron por el grato y familiar panorama, mientras mentalmente asociaban pensamientos felices y tristes recuerdos.

En efecto, muchos y grandes cambios se habían operado en el pacífico Plumfield hasta convertirlo en un lugar de gran actividad.

La casa de los Bhaer se mostraba más hospitalaria que nunca, exhibiendo sus reformas, su bello jardín y cuidado césped. Ofrecía un aspecto de paz y prosperidad del que careció en otras épocas.

En la cercana colina se levantaba el majestuoso colegio construido a expensas del legado del señor Laurence. Por los senderos que fueron campo de travesuras de la chiquillería iban y venían ahora estudiantes de ambos sexos. Jóvenes que disfrutaban de las ventajas que la sabiduría, bondad y riquezas habían puesto a su alcance.

En el cielo ―antes surcado por majestuosas águilas― volaban ahora infantiles y multicolores cometas.

Entre los árboles, a las puertas de Plumfield, podía divisarse la finca donde Meg vivía, y muy cercana a la misma, la mansión donde el señor Laurence se había refugiado cuando el incesante progreso de la población llegó al extremo de que se instalara una fábrica de jabón junto a la residencia que entonces habitaba.

Los cambios importantes empezaron al emigrar nuestros amigos de Plumfield, y trajeron la prosperidad para la pequeña comunidad.

El profesor Bhaer, como presidente del colegio, y el señor March, en su calidad de capellán, vivían felices por la realización de su sueño.

Por su parte, las hermanas se habían repartido tácitamente el cuidado de la gente joven: Meg era la incondicional amiga de todas las muchachas; Jo, la inevitable confidente y defensora de los jóvenes; Amy, la protectora de todo aquel que necesitase ayuda. Ella proporcionaba a los estudiantes necesitados lo preciso para continuar los estudios. No es de extrañar, pues, que su casa hubiese sido bautizada con el significativo nombre de «Monte Parnaso», como morada de la música, la cultura y la belleza.

Como es natural, los doce niños con que había comenzado el colegio estaban esparcidos por el mundo. Habían tomado distintos derroteros, muy de acuerdo con sus naturales inclinaciones. Sin embargo, todos tenían siempre un cariñoso recuerdo para Plumfield, y con frecuencia aparecían por aquel lugar a recordar tiempos felices.

Luego, saturados de recuerdos, emprendían nuevamente sus deberes con redoblado ardor, con un intenso deseo de ser útiles a sus semejantes. Porque recordar los inocentes días de la infancia mantiene la ternura del corazón.

En breves palabras relataremos la historia de cada uno. Luego seguiremos con un nuevo capítulo de sus vidas.

Franz vivía en Hamburgo con un pariente suyo. Contaba ya veintiséis años y prosperaba en el comercio.

Emil era marino. Nunca otro más alegre que él surcó los mares. Su vocación marinera despertó súbitamente tras un viaje por mar, y pudo realizarla gracias a un pariente suyo, alemán, que le empleó en sus negocios marítimos. Era, pues, completamente feliz.

Dan seguía inquieto, vagabundo. Habíase dedicado a investigaciones geológicas en América del Sur. Ensayó luego un arrendamiento de ganado en Australia. Por aquel tiempo se hallaba en California, dedicado a prospecciones mineras.

Nath estudiaba con ahínco en el Conservatorio de Música, con el deseo de pasar un par de años en Alemania para perfeccionarse en sus estudios.

Jack iba en camino de hacer fortuna con los negocios de su padre. Dolly seguía en el colegio, así como Jorge, a quien seguían llamando «Relleno». Por su parte, Ned estudiaba Derecho.

Dick y Billy habían fallecido. De su pérdida se consolaron todos pensando en lo poco afortunados que habían sido en vida.

A Teddy y a Rob se les llamaba «el león y el cordero», a causa de su opuesto carácter. Mientras el primero era bravo e impetuoso, como el rey de la selva, el segundo era tranquilo y sumiso hasta la exageración. Ted destacaba por su voz bronca y enérgica, su crespo y rebelde cabello rubio y sus largas extremidades. Jo veía en él todos los defectos, antojos y faltas que ella poseyó de niña. Por este motivo era a la vez su orgullo y preocupación cuando pensaba en el futuro de aquel muchacho de inteligencia precoz y de condiciones extraordinarias.

Rob era su reverso. Dulce, apacible, afectuoso y de excelente carácter. Respecto a él su madre no tenía preocupación alguna. Le consideraba el mejor de los hijos.

John «Medio-Brooke» había coronado sus estudios en forma muy brillante. Su madre, Meg, intentó en vano inclinarle hacia la carrera eclesiástica. Deseaba ilusionadamente verle convertido en clérigo y se complacía imaginando oír su primer sermón. Pero John bien pronto manifestó unas intenciones bien distintas: deseaba ser periodista. Aunque Meg no quiso forzar su voluntad, Jo se indignó. Le parecía horrible tener un periodista en la familia.

Fiel a sus deseos, pese a las protestas de los mayores y a las bromas de los amigos, «Medio-Brooke» puso en práctica su determinación. Tío Teddy le alentaba en secreto.

También las muchachas se habían transformado mucho.

Daisy era como una compañera para su propia madre. Dulce, afectuosa y de excelente carácter.

Jossie tenía catorce años recién cumplidos y a esa edad era la más original muchacha, cuyas excentricidades causaban asombro. Por encima de todo, sentía delirio por el arte escénico y, aunque su madre y hermana se divertían con ella, en el fondo las inquietaba aquella afición.

Bess era ya una bellísima mujercita, que conservaba las delicadas maneras que le valieron el apodo de «Princesita».

Pero el orgullo de la comunidad era Nan. A los dieciséis años inició la carrera de medicina, que terminó a los veinte. Ahora era una linda mujercita, enérgica, activa y segura de sí misma. Bien lo demostraba con hechos al terminar la carrera de médico como anticipó, muy niña aún, cuando dijo resueltamente a Daisy:

―Yo no quiero una familia que esté pendiente de mí. Deseo la independencia. Con un botiquín y una caja de instrumental, andaré curando gente por ahí.

Nadie podía apartarla del camino elegido. Era tenaz.

No faltaba quien lo había intentado. Eran muchos los jóvenes que le habían ofrecido «una bonita casita y una familia a quien cuidar». Pero Nan no atendió ningún requerimiento. Bromeaba con los enamorados, les decía que tenían cara de enfermos y les ofrecía sus servicios médicos. Tal actitud fue enfriando los ánimos de sus pretendientes, que poco a poco fueron desistiendo.

Hubo uno que no abandonó, perseverando en una mezcla de constancia y tozudez: era Tom, que desde la infancia estaba encariñado con Nan.

Tom llevó a tal extremo su abnegación, que incluso estudió medicina como Nan, para poder estar con ella, cuando lo que a él le gustaba era el comercio. Pero Nan no se conmovía, aunque su amistad con él era firme y sincera.

La tarde en que Jo y Meg conversaban en la plaza de Plumfield, Nan y Tom se acercaban al pueblo por el mismo camino. Pero no iban uno al lado del otro.

Nan andaba elásticamente, ajena a la proximidad de Tom, que un trecho más atrás se esforzaba en atraparla sin hacer ruido para hacerse el encontradizo.

Nan era hermosa. Franca la mirada, fácil la sonrisa, firme y seguro el gesto, sano el color. De inmediato daba la impresión de entereza y seguridad que dominaba a los demás sin proponérselo ella.

Vestía con sencillez, pero con elegancia. Cualquiera que se cruzaba con ella volvía luego la mirada para admirarla, hermosa, alegre, sana y decidida.

Todas esas virtudes y más aún le encontraba Tom. Pero su esfuerzo en aquel momento estaba dedicado exclusivamente en alcanzarla. Cuando estuvo a unos metros de ella, la llamó. Ella se detuvo.

―¡Ah! ¿Pero eres tú, Tom?

―En efecto. Pensé que tal vez estuvieses paseando y…

―Lo adivinaste ―y tomando un aire profesional que desarmaba a Tom, preguntó―: ¿Qué tal va tu garganta?

Tom quedó desconcertado. Una supuesta irritación de garganta fue la excusa inventada días atrás para estar un rato con ella.

―¿Mi garganta?… ¡Ah, sí, claro! Pues… ya está bien. Lo que me recetaste obró maravillas. Eres un médico genial.

―Sí, ¿eh? Pues tú, como médico, eres una calamidad. Debieras saber fingir mejor y que para curar tu supuesta irritación te receté agua con azúcar.

Nan se puso a reír al ver el compungido aspecto del muchacho. Luego, ya seria, preguntó:

―¡Oh, Tom, Tom!… Dime ¿cuándo van a terminar todas esas tonterías?

―¡Oh, Nan, Nan!… ¿Dejarás algún día de burlarte de mí?

Sus risas se juntaron espontáneamente.

―Ya desesperaba de verte en toda la semana, salvo que inventase una excusa para ir a consultarte a la clínica. ¡Estás siempre tan ocupada!

―Eso es precisamente lo que debieras hacer tú ―sentenció Nan nuevamente seria―. Ocúpate de los libros. De otro modo no terminarás nunca los estudios.

―¡Dichosos libros! Estudio bastante. Entre libros y disecciones de cadáveres… Creo que un hombre de mi edad puede aspirar a tener algún rato de expansión, ¿no? De otra manera no podría soportar esas cosas tan desagradables.

―Si es desagradable para ti, ¿por qué no lo dejas? Mejor será dedicarte a otra cosa. Sabes bien que siempre consideré un disparate lo que estás haciendo.

Tom enrojeció pero siguió en sus trece.

―Seguiré adelante aunque me cueste la vida. Tú sabes bien por qué. Tengo aspecto de salud, pero en el corazón tengo una dolencia, que sólo puede curarme un médico en este mundo. Pero… ese médico no quiere.

La expresión de Tom al decir estas últimas palabras era tan resignada, que casi resultaba cómica. Nan frunció el entrecejo; ella sabía cómo tratarle.

―Ese médico trata de curarte, pero eres un enfermo díscolo. Veamos, ¿fuiste al baile como te indiqué?

―Sí, señor doctor.

―¿Y dedicaste tus atenciones a la encantadora señorita West?

―Sí, señor doctor…, aunque yo no veo que sea tan encantadora. Toda la santa noche bailé con ella y…

―Y ese corazón tan sensible que tienes, ¿no percibió ninguna influencia nueva?

―No, señor doctor. ¡Es decir, sí!

―¿Sí?… ―preguntó Nan con interés.

―Sí. Tenía unas ganas terribles de bostezar. Incluso lo hice cuando bailaba con ella. Además, cuando terminado el baile la llevé hacia su madre, lancé un suspiro de alivio que creo fue oído en toda la sala.

Nan contuvo la risa a duras penas. Con aire profesional recetó:

―Repita la dosis y estudie los resultados. Pronostico que dentro de poco estará usted curado y pedirá a gritos más medicina de ésa.

―¡Jamás, doctor! Esa medicina no va bien a mi constitución.

―Eso debo decirlo yo, no el enfermo.

Anduvieron en silencio durante un ratito. Se apreciaban sinceramente. El silencio trajo a Nan unos recuerdos lejanos.

―¡Cuánto nos hemos divertido en este bosque! ¿Te acuerdas cuando caíste del nogal y casi te rompes la nuca?

―Imposible olvidarlo. ¿Y cuando me empapaste de ajenjo?… ¿Y cuando quedé colgado de una rama por la chaqueta? ―Aquellos recuerdos hicieron reír a Tom como un chiquillo.

―¿Y cuando le pegaste fuego a la casa? ¿Todavía te llaman el «Atolondrado»?

―Sólo Daisy. Por cierto, hace una semana que no la veo. Bonita chica, ¿eh?

―En efecto, así es. Estos días está con tía Jo. Podrías aprovechar para tratarla y…

―¡Usted no lleva buenas intenciones, mi querido doctor! Nath me rompería el violín en la cabeza. Además, es otro el nombre que tengo grabado en mi corazón. Si tu lema es «No me rendiré», mi divisa es «Esperanza». Veremos quién vencerá al final.

―Eso son ilusiones de chiquillos y ahora ya somos mayores. Las cosas han cambiado mucho ―replicó Nan y, mirando ante sí, cambió de conversación―. Mira, ¡qué hermoso se ve desde aquí el «Parnaso».

―Muy hermoso, pero a mí me gusta más el viejo Plum. Tía March disfrutaría de poder ver los cambios que se han producido.

Ante la puerta se pararon a contemplar el hermoso paisaje que a sus ojos se ofrecía.

Pero un grito los sacó de su contemplación. Se volvieron con sorpresa y vieron a un muchacho alto, delgado, de pelo rojizo y encrespado, saltando como un canguro para salvar los zarzales. A su zaga corría una muchacha, entre furiosa y divertida; parecía ni darse cuenta de los pinchazos y desgarrones que las zarzas le producían.

―¡Tom, detenlo, por favor! ¡No lo dejes escapar! ¡Nan, ayúdame a salir de entre los pinchos! ―pedía a gritos la chiquilla.

Tom pudo interceptar el paso al muchacho y retenerle sujeto, pese a los intentos que hacía por soltarse. Entretanto, Nan acudió en ayuda de la chiquilla.

―Pero ¿qué es lo que os ha ocurrido? ―Y al preguntarlo, Nan se afanó en desprender la ropa de la niña de los pinchos que la sujetaban.

Jossie se explicó:

―Verás. Estaba yo estudiando mi papel. Me gusta hacerlo sentada en una rama baja, cerca del arroyo. Cuando más descuidada estaba, llegó éste; con la caña de pescar me quitó el libro de las manos y antes de que bajara del árbol, salió corriendo llevándose el libro.

Se explicaba con gran lujo de ademanes y con una expresión entre risueña y enfadada.

―Ya verás cuando me suelte. ¡Te pegaré una bofetada!…

Teddy, «el león», pudo desprenderse de Tom. Entonces, leyendo la obra teatral que el libro contenía, empezó a hacer una serie de ademanes ridículos y gestos exagerados, que lograron hacer reír a todos. Era realmente un chico gracioso.

Desde la plaza sonaron unos aplausos demostrativos de que la representación del travieso muchacho había tenido más espectadores.

Entonces Nan, Tom, Jossie y Teddy se encaminaron a la plaza al encuentro de Jo y Meg que eran quienes habían aplaudido la exhibición.

Mientras Jo se esforzaba en vano en alisar el rebelde pelo de su hijo y recuperaba el libro de la chiquilla, Meg trataba de componer los desgarrones que presentaba la falda de Jossie. Ya estaban todas acostumbradas la estas escenas.

Apareció entonces Daisy y la conversación se generalizó.

―¿No sabéis? Acaban de preparar una cantidad enorme de pastas para el té ―anunció Teddy con entusiasmo.

―¡Oh! Ted es un aficionado a ellas. La última vez comió tantas que ha engordado con exceso.

Y al decir eso, Jossie miraba maliciosamente a su primo, que precisamente destacaba por su delgadez.

Nan se excusó.

―Me gustaría quedarme. Pero tengo que visitar a Lucy Dove. Tiene un panadizo que ya debe ser cortado. Tomaré el té en el colegio.

Tom aprovechó la oportunidad.

―¿Sabes? Te acompañaré con objeto de sumar experiencias. Además, así podré ayudarte.

―¡Callad, por favor! ―suplicó «el león»―. Daisy se pone mala oyendo hablar de operaciones. Mejor será dedicarnos a las pastas de té.

―¿Qué se sabe del «Comodoro? ―preguntó Tom.

―Está camino de casa. También Dan va a venir pronto. ¡Oh, qué ganas tengo de tener reunidos a todos los muchachos en el Día de Gracias! ―contestó Jo, ilusionada ya con la idea.

―Por poco que les sea posible ninguno va a faltar. Incluso Jack sería capaz de arriesgar un dólar con tal de asistir a uno de nuestros almuerzos de viejos camaradas ―rió Tom.

―Y valdrá la pena, creo yo. Ya estamos cebando el pavo. Va a estar…

Y Teddy se relamía sólo de pensarlo.

―Además tendremos que organizar otra fiesta para cuando se marche Nath ―sugirió Nan, y añadió―: Estoy convencida que va a tener mucha suerte por esos mundos.

Daisy se ruborizó al oír que mencionaban a Nath, y en su fuero interno compartió el pronóstico de Nan.

―Tía Teddy dice que Nath tiene mucho talento y que después de pasar un tiempo en el extranjero estará en condiciones de labrarse un porvenir aquí.

―Son inútiles los pronósticos, cuando se refieren a gente joven ―terció Meg, suspirando―. Lo realmente importante es que sean buenos y de provecho. Por lo demás cada cual actúa en la vida según su íntima inclinación. Al que realmente quisiera ver establecido es a Dan. Tiene ya veinticinco años y ¿qué es lo que desea? Yo creo que ni él mismo lo sabe.

―Por de pronto podemos asegurar que la experiencia está siendo su mejor guía. No te quepa duda, ya encontrará algún lugar que le agrade y en él echará raíces. Por mi parte, aunque no llegase a hacer nada grande en la vida, me conforme con que sea un hombre honrado.

La defensa que Jo hizo de Dan, «la oveja negra», entusiasmó a Ted que le tenía como un ídolo. El muchacho aplaudió a rabiar.

―¡Muy bien, mamá! Dan vale por doce Jacks o por doce Neds, que andan por ahí desesperados por hacerse ricos. Ya verás como algún día nos sorprenderá con algo importante…

―También yo lo creo así ―intervino Tom―. Dan es de los que hace cosas gloriosas. Tiene fibra de genial. Ahora, ¿qué será? Lo mismo puede sorprendernos bajando las cataratas del Niágara dentro de un barril, como escalando el Everest solo y en invierno.

―Algo hay de eso ―aceptó Jo―. Pero yo prefiero que mis muchachos saquen directamente la experiencia de la vida. Lo que no me gustaría de ninguna manera es dejarlos solos en una gran ciudad, expuestos a infinidad de tentaciones. No me preocupa Dan, no. Se está forjando el carácter y como su fondo es bueno…

―¿Qué se sabe de John? ―preguntó Tom.

―Va por la ciudad como un desesperado. Tiene que apechugar con todo, desde las reseñas de los sermones a las carreras de caballos. Pero tiene voluntad y auténtica afición. Yo estoy convencida de que llegará a ser un auténtico gran periodista ―afirmó proféticamente tía Jo.

―«En nombrando al ruin de Roma…» ―exclamó Tom, gratamente sorprendido, mirando a un joven que se acercaba corriendo, y con un periódico sobre la cabeza.

Como una tromba, Ted corrió al encuentro de su primo, y gritó a todo pulmón en son de burla:

―¡Extra! ¡Extra! ¡Diario de la noche! Espantosa catástrofe…, ha explotado un polvorín. ¡Huelga de estudiantes de latín! ¡Extra! ¡Extra!

Por su parte, «Medio-Brooke» gritó también alegremente:

―¡Atención! ¡Ha llegado el «Comodoro»!

La noticia fue acogida por el grupo con alegría. Todos quisieron leer el periódico que anunciaba la llegada del Brenda, con matrícula de la ciudad de Hamburgo.

―He podido hablar con él. Está bien. Muy contento y curtido por el sol y el aire marino. Está muy contento. Espera ser segundo piloto, ya que el otro ha sufrido un accidente y está con una pierna rota…

Instintivamente pensó Nan: «Tendré que visitarle». Pero la conversación continuaba:

―¿Y Franz?

―¡Otra noticia! ¡Franz se va a casar! Sí, sí. La novia se llama Ludmilla Hildegard Blumenthal. De muy buena familia, y muy bella. Franz desea venir a ver al tío para pedirle el consentimiento. Luego, ¡ya lo tenemos convertido en un auténtico burgués!

―Es una alegría para mí. Nada me satisface tanto como ver que mis muchachos se van casando. Que encuentren excelentes mujercitas. Ahora ya estaré tranquila con respecto a Franz ―exclamó Jo, con satisfacción.

―Pues yo pienso lo mismo ―dijo Tom, mirando a Nan por el rabillo del ojo―. Soy de la opinión qué tanto los jóvenes como las muchachas deben apresurarse a contraer matrimonio. Cuanto antes, mejor. ¿No es cierto, John?

―Sí, claro. Siempre que se encuentre pareja. Desde luego no es conveniente que los jóvenes se vayan de Nueva Inglaterra. La población femenina excede a la masculina y a este paso no sé…

Nan aprovechó la oportunidad.

―Mejor así. Si sobran mujeres, nosotras podremos dedicarnos a lo que más nos agrade sin defraudar a nadie.

Tom dio un respingo al oír estas palabras. El suspiro que se le escapó hizo reír un buen rato a todos los concurrentes.

―Las mujeres útiles como tú son muy necesarias ―dijo Jo, mientras seguía remendando calcetines―. Por eso estoy orgullosa de tus propósitos y te deseo grandes éxitos. Incluso pienso a veces que también yo debí permanecer soltera. Sin embargo, me casé, y no lo siento.

―Tampoco yo. Porque ¿qué hubiera sido de mí sin mi mamaíta? ―exclamó Teddy cómicamente, Y con un súbito arranque, estrujó a su madre. Más que un abrazo era un zarpazo de oso.

Una vez se hubo librado de la efusión de su vehemente hijo, Jo recompuso su peinado, enderezó el cuello de su vestido y falsamente severa reprendió a Ted.

―Si de vez en cuando te lavaras las manos y reprimieras tus impulsos, mis vestidos te lo agradecerían. No te quepa duda.

En aquel momento sonó la voz de Jossie, que se hallaba en la plaza, algo separada del grupo. Con un gran patetismo, empezó a recitar los versos de «Julieta en la tumba». Tanto arte y realidad puso en su declamación que cuando terminó todos prorrumpieron en aplausos, que ella recibió sofocada, como sorprendida.

Jo arrojó un ramillete multicolor a su sobrina. Estaba compuesto por los calcetines que acababa de zurcir y era como un ramo de flores a una artista insigne.

―Ahora comprendo lo que sentiría mamá cuando yo decía que sería actriz ―se lamentó Meg.

―No tendrás más remedio que aceptar lo inevitable, Meg ―dijo Jo―. Es evidente que tu hija ha nacido para actriz.

John «Medio-Brooke», para contentar a su madre, quiso reprender a Jossie, pero la muchacha se burló de él.

Jo se puso a reír, verdaderamente divertida.

―Vaya par de hijos tienes, Meg. Jossie tenía que haber sido hija mía, y Rob, hijo tuyo. Sólo que entonces mi casa sería la torre de Babel y la tuya un paraíso.

Y recogiendo sus enseres de labor se levantó y, con Meg, empezó el regreso a su casa, dejando a Ted burlándose de Jossie.

Nan emprendió el camino hacia el domicilio de sus pacientes. A su zaga ―cómo no― el constante Tom, feliz de poder hacerle compañía.

II. «El Parnaso»

El nombre era el más apropiado que se le podía haber puesto. Parecía realmente la mansión de las Musas, especialmente aquella tarde.

A través de una de las ventanas de la biblioteca podía verse a Clío, Calíope y Urania. En el salón, bailaban Terpsícore y Talía. Erato paseaba con su amante por el jardín, y de la sala de música salían las voces de un afinado coro. Era la mansión de las artes. Laurie, nuestro antiguo amigo, era un Apolo algo maduro ya; pero siempre guapo y simpático. Las preocupaciones y dificultades, de un lado, y el bienestar posterior, de otro, le habían remodelado. Era ahora un distinguido caballero, sereno y señorial, sencillo y amable.

Indudablemente, a ciertas personas les conviene la prosperidad y no las envanece. Son como flores que crecen mejor a pleno sol. Otras, en cambio, viven mejor en un modesto rincón.

Laurie, como su esposa, era de los primeros. Desde su boda, la vida fue para ellos como una especie de poema. No sólo feliz, sino también útil, pródiga en bondad, que unida a su fortuna permitía una constante y callada caridad.

El lujo de su casa era refinado, pero no ostentoso. Artistas de toda índole sabían que encontrarían en ella la amable hospitalidad de aquellos magnánimos anfitriones, amantes de todo cuanto representase belleza. Laurie se mostraba especialmente generoso con los músicos. Amy favorecía mayormente a jóvenes pintores, mucho más desde el momento en que su hija compartió con ella la inclinación a estas artes.

Sus hermanas sabían bien dónde la encontrarían. Por eso fueron directamente al estudio, donde trabajaban madre e hija. Bess se afanaba retocando un busto de un niño. Amy estaba terminando otro busto, el de su marido.

Podría decirse que el tiempo no había dejado huella en Amy. Después de diez años, sólo gracias a la felicidad vivida podía conservarse tan bella y joven. Era una dama muy distinguida. Por su posición e inclinación había adquirido una gran cultura. Tanto en los modales, en el gesto, en el hablar, como en el vestir elegante y sencillo, revelaba la delicadeza de sus gustos y un innato refinamiento.

Bess era el vivo retrato de su madre. De ella había heredado la bella figura de Diana cazadora, sus ojos azules, la blancura de su cutis y el fino y dorado pelo. Esta belleza se completaba con una naricilla correcta y una boca de perfecto trazo, que recordaban las de su padre. Vestida como estaba, con la sencilla blusa de trabajo, resultaba encantadora.

Jo entró alegremente en el estudio:

―Interrumpid vuestro trabajo y oídme. Traigo noticias.

Madre e hija dejaron sus obras y con Laurie, que acudió presuroso avisado por Meg, rodearon a Jo para escucharla. Ella les comunicó las nuevas que tenía de Franz y de Emil.

Laurie bromeó:

―Eso es peligroso, Jo. Te prevengo. Va a declararse una epidemia en tu rebaño, que lo diezmará. Eso se contagia. Prepárate, porque en esos próximos diez años van a ocurrir grandes cosas. Tus muchachos se meterán en aventuras y…

―Lo sé. Espero poder sacarlos con bien de ellas. Indudablemente es una responsabilidad para mí. Pedirán mi consejo en sus asuntos amorosos. Incluso querrán que se los solucione… En parte me gusta: lo confieso. En cuanto a Meg, más que gustarle le entusiasmará.

―¿Tú crees? No creo que goce mucho cuando Nath zumbe alrededor de Daisy. Verás, como director de orquesta también recibo alguna confidencia de los muchachos. También me piden consejo y me gustaría poder dárselo ―dijo Laurie ya en serio.

Discretamente, Jo indicó la conveniencia de no hablar de aquello en presencia de Bess, que se había puesto de nuevo a trabajar.

Laurie sonrió.

―¿Bess? No hay cuidado. No se entera de nada. En este momento, con su arte, es como si se encontrara en Atenas. De todas formas, es conveniente deje ya eso. Lleva demasiado tiempo en el estudio y conviene dosificar esfuerzos.

Se acercó a Bess y la tomó por los hombros.

―Debieras dejar eso por ahora. ¿Por qué no vas a enseñar a tía Meg los nuevos cuadros? ―Al hablar a su hija, Laurie la miraba con la complacencia con que Pigmalión debió mirar a Galatea. Consideraba a Bess como la más bella obra de arte de la casa.

―Muy bien, papá. Pero dime, ¿qué te parece lo que estoy haciendo?

―¿Quieres mi opinión sincera? Allá va, pues. Debo advertirte que ese niño tiene un carrillo más abultado que el otro. Sobre su frente tiene algo que más se parece a unos cuernos que a unos rizos rebeldes. Ahora, si dejamos aparte estos detalles, creo que podría rivalizar con los querubines de Rafael. Estoy orgulloso de ti.

Laurie subrayó sus palabras con francas risas. Recordaba las primeras tentativas artísticas de Amy y, hoy por hoy, le era imposible tomar en serio las obras de Bess.

―Lo que pasa es que sólo ves belleza en la música ―protestó Bess.

―En ti también la veo, hijita. Y no sé qué puede ser arte, sino lo eres tú. Pero te quiero más humana. Que sepas dejar la arcilla y el mármol para salir al sol, correr, bailar y saltar. Deseo que mi hija sea una niña absolutamente normal, aunque tenga alma de artista. ¿Comprendido?

Bess abrazó a su padre con mimoso gesto. Muy seriamente, pero con gran ternura contestó:

―No olvido nunca, papá, que me han dicho que tengo que hacer algo de que pueda estar orgullosa. Mamá insiste muchas veces en que no trabaje tanto. Pero, cuando estoy en el estudio, olvido todo lo demás. Me siento feliz y el tiempo pasa sin que me dé cuenta. Pero ahora voy a complacerte. Saltaré y correré como tú deseas.

Se despojó de la blusa que dejó en un rincón y salió del estudio. Parecía que con ella se iba la luz.

Amy suspiró; luego habló a su esposo:

―Me alegro que le hayas hablado en estos términos. Es demasiado joven para dedicarse al trabajo con tanto afán. Sueña demasiado con su arte. He de confesar que buena parte de culpa es mía. Veo con simpatía sus aficiones y tal vez por eso no la refreno bastante.

―Pero no olvides que una hija no debe ser necesariamente el espejo de su madre. Ni conviene que lo sea ―sentenció Jo―. Lo lógico es que padre y madre compartan el goce y la satisfacción de educarlos a fin de que en los hijos se manifiesten las características de ambos. No de uno solo.

―¡Estupendo, Jo! ―aplaudió Laurie―. Presentía que me ayudarías. Estoy algo celosillo de Amy por causa de Bess. Yo quisiera que no absorbiera tanto a nuestra hija. Que la niña se me pareciese más en los gustos y preferencias… ¿Sabes? Se me ocurrió una idea. Podemos convenir un trato. Nos la repartiremos por temporadas. En una época procuraré ir formándola yo; en otra, tú… ¿Te parece bien, Amy?

―Es muy acertado. Además, gustándote a ti me complace aceptarlo.

Los tres quedaron un momento silenciosos. Amy miró al jardín por la ventana para ver a Bess. Los recuerdos acudieron a su memoria.

―¡Cómo me gustaba montar a horcajadas en la rama baja del viejo peral! Ni montando caballos auténticos he gozado tanto como entonces.

―Había peleas por montar. ¿Y las famosas botas viejas? ¿Os acordáis de ellas? ―rió Jo―. Nos iban grandísimas, pero ¡qué apuestas nos sentíamos con ellas!

―Mis más gratos recuerdos son menos románticos. Se refieren a la cazuela, a las salchichas… ¡Cuánto hemos gozado! ¡Cuánto tiempo ha pasado ya de todo aquello! ―Y al decirlo, Laurie miraba a Amy y a Jo, como si le costase relacionarlas con aquellas muchachitas, fina y delicada la primemera y terriblemente revoltosa la segunda.

―Pareces empeñado en hacernos aparecer como viejas ―protestó Amy―. La realidad es que acabamos de florecer. Es más, con nuestros capullos alrededor formamos un bonito ramo.

Para refrendar sus palabras, Amy compuso los pliegues de su vestido de muselina rosa y saludó gentilmente.

―De todo ha habido. Rosas, espinas, hojas muertas… No, no han faltado las preocupaciones. Incluso ahora ―añadió Jo.

―Bueno, bueno, bueno. No vayamos ahora a ponernos ―tristes. Permítanme, bellas damas, acompañarlas hacia el salón. Tomaremos una taza de té. Creo que ha de sentarnos de maravilla.

En el salón encontraron a Meg. En aquella habitación se había instalado una especie de santuario familiar. En las paredes había tres retratos, y sobre dos rinconeras, sendos bustos de mármol. Los únicos muebles eran un diván y una mesa ovalada con un búcaro de flores.

Los bustos eran de John y de Beth, ambos obra de Amy. Reflejaban la serena placidez y belleza que recuerda aquella frase: «el yeso representa la vida, el barro la muerte y el mármol la inmortalidad». A la derecha, colgaba el retrato del señor Laurence, con su clásica expresión en la que armonizaban la bondad y la altivez. Frente por frente, el retrato de tía March, legado a Amy, en que aparecía con un enorme tocado, ampulosas mangas y largos mitones.

En el sitio de honor figuraba el retrato de la madre amada, pintada por un gran artista, al que ella favoreció cuando era un desconocido. El lienzo era magnífico; tan lleno de vida que desde él parecía lanzar un perenne consejo a sus hijas: «Sed felices; aún estoy entre vosotras».

Las tres hermanas permanecieron un momento en silencio mirando el retrato de su madre. El recuerdo estaba en sus corazones y ningún otro podía reemplazarlo.

Con voz emocionada, Laurie formuló un deseo:

―Lo mejor que deseo para mi hija es que llegue a ser una mujer como vuestra madre. Todo lo bueno que pueda haber en mí a ella se lo debo.

En aquel momento, en el salón de música se oyó una voz juvenil que empezó a cantar el Ave María. Era Bess que, sin saberlo, parecía querer complacer el deseo de su padre cantando aquella dulce plegaria que tanto gustaba a «mamá».

Como atraídos por aquella voz llegaron Nath y John, Teddy y Jossie; después lo hicieron también el profesor con su fiel Rob, «el cordero».

El profesor Bhaer había encanecido, pero estaba fuerte y alegre como en sus mejores tiempos. Era feliz enseñando. Roberto se le parecía tanto que ya se le llamaba también «el joven profesor», lo cual le complacía mucho hasta el punto de esforzarse en imitar a su padre. Con expresión radiante, el profesor se sentó al lado de su esposa.

―De manera que vamos a tener entre nosotros al alguno de los chicos, ¿eh?

―¡Oh, Fritz! Estoy encantada con lo de Emil. Espero que lo de Franz te parezca bien. ¿Conocías a Ludmilla? Será una buena boda, ¿verdad? ―preguntó Jo, mientras servía a su esposo una taza de té. Inconscientemente se acercó a él, como lo hacía en ocasiones buscando refugio y protección.

―¡Oh, sí! Será una buena boda. A Ludmilla la conocía cuando fui a colocar a Franz. Entonces era una muchachita, pero muy bella y cariñosa. Me parece que Franz será feliz. Los Blumenthal son alemanes como yo, y esa boda unirá más la vieja patria con la nuestra.

―En cuanto a Emil, ¡va a ser segundo piloto en el próximo viaje! ¡Qué contenta estoy de que los chicos vayan saliendo adelante! Por ti especialmente. Sacrificaste tanto por ellos y por mí… ―dijo Jo con emoción, poniendo su mano sobre la de su marido, con la dulzura de una novia.

Rió él para disimular su turbación. Se inclinó suavemente y le susurró muy quedo al oído:

―El afortunado fui yo. De no haber venido a América no te habría conocido, mi queridísima Jo. Los tiempos duros ya pasaron, gracias a Dios. Ahora, la bendición de vivir a tu lado es insuperable.

Repentinamente, Teddy tuvo una de sus ocurrencias. A grandes voces gritó:

―¡Atención, señoras y señores! Aquí hay una parejita haciéndose el amor.

Jo quedó azorada por las risas de los presentes, provocadas por «el león». En cambio su marido sonreía satisfecho. Al profesor le complacía pregonar lo muy enamorado que estaba de su esposa.

A una señal del señor Bhaer, se acercó Nath, que respetuosamente escuchó las palabras de aquel hombre que tanto apreciaba.

―Tengo unas cartas de recomendación para ti. Van dirigidas a unos antiguos y buenos amigos míos de Leipzig, cuya ayuda te será muy valiosa en tu nueva vida. Tómalas y procura vencer la añoranza de tus primeros tiempos.

―Muchas gracias, señor. Sé que la sentiré de todos ustedes. Luego, cuando vaya haciendo nuevas amistades y progresando en la música, ya será distinto ―contestó Nath con sentimiento. Deseaba y temía el momento de dejar a todos sus viejos amigos. Lo sentía de veras. No podía remediarlo.

Era un hombre ya. Pero en sus ojos azules había todavía aquella ingenuidad de sus años infantiles, y de su expresión casi podría adivinarse la extraordinario afición que sentía por la música. Modesto, afectuoso y atento, Jo le consideraba digno de cariño y confianza. Sin embargo, dudaba acerca de sus posibilidades de ser alguien importante, salvo que el nuevo rumbo que emprendiera diera más entereza a su carácter.

―Todas tus cosas las ha marcado Daisy. De modo que en cuanto hayas recogido tus libros podremos hacer el equipaje ―le dijo Jo con naturalidad. Estaba tan acostumbrada a la partida de sus muchachos que ya era imposible la alterase una súbita excursión al Polo Norte.

Nath enrojeció al oír el nombre de Daisy mientras el corazón aceleraba el ritmo de sus latidos sólo de pensar que las blancas manos de la muchacha habían marcado su ropa con tanto cariño. Interiormente deseaba triunfar para poner gloria y dinero a ―los pies de Daisy.

Jo lo sabía bien. Aunque Nath no era el hombre que ella hubiera deseado para su sobrina comprendía que la influencia de la muchacha podía hacerle mucho bien. Tal vez por ella sería capaz de superarse y triunfar. Por otra parte, era indudable que se querían.

Sin embargo, Meg no se sentía satisfecha. Ella deseaba para su hija el mejor hombre del mundo. Se mostraba amable con el muchacho, pero, con la firmeza de que son capaces las personas de carácter dulce, se mantenía intransigente. Había sido siempre una romántica, pero tratándose del porvenir de su hija se mostraba firme. Opinaba que Nath no estaba aún suficientemente formado y que el porvenir de los músicos no solía tener mucha solidez. En cuanto a Daisy, era excesivamente joven para pensar en amoríos. Más adelante… tal vez. Ahora, no.

Como siempre, la interrupción de Teddy fue ruidosa y ocurrente:

―¡Atención! Ahí llegan Platón y sus discípulos.

«Platón», según el muchacho, era el señor March; sus discípulos, los muchachos y muchachas que le acompañaban.

Bess corrió a su encuentro. Desde que faltaba la abuelita, ella cuidaba del abuelo. Era conmovedor ver su solicitud, y contrastaban sus rubios cabellos con los blancos del viejecito cuando ella se inclinó para acercarle la butaca.

Laurie le ofreció té y pastelillos. Sin embargo el señor March tomó un vaso de leche fresca que Bess le ofrecía.

Se acercó entonces Jossie, acalorada por una discusión sostenida como de costumbre con Teddy, que gozaba molestándola. Apasionadamente, la muchacha preguntó:

―Dime, abuelo: ¿es cierto que las mujeres han de obedecer siempre a los hombres, sólo porque son más fuertes? ―y deseaba una respuesta negativa para apabullar a su primo.

―Así ha sido hasta ahora. Se trata de una antigua creencia. Pero las cosas van cambiando y mucho tendrán que apretar los jóvenes de ahora si quieren seguir llevando la batuta. Porque las muchachas van cada día más preparadas ―le contestó el abuelo.

―¡Claro que sí! ―corroboró Jossie, ya más animada―. Yo demostraré que una mujer puede hacer un trabajo tan bien como un =hombre. No quiero reconocer que mi cerebro sea menos valioso que el de ese cabezota, aunque sea algo más pequeñito que el suyo. ¡No quiero!

Teddy no se molestó por la alusión. Al contrario, continuó burlándose de su prima.

―Bueno, bueno. Pero yo de ti no movería así la cabeza. Porque tu pequeño cerebro debe rebotar dentro de ella de un lado a otro.

Para subrayar su broma, Teddy rió a grandes carcajadas. El abuelo intervino:

―Vamos a ver. ¿Cómo habéis empezado vuestra guerra civil?

Ted se lo explicó:

―Estábamos leyendo La Ilíada. Al llegar al pasaje en el que Zeus dice a Juno que si intenta averiguar sus planes le dará unos latigazos, Jossie se enfadó porque Juno se calla sumisamente. Yo le he dicho que me parecía muy bien que obedeciese porque las mujeres, que no entienden mucho de según qué cosas, deben obedecer a los hombres.

―La verdad es que no me convencéis ni tú ni los héroes de Homero. ¡Valientes héroes! Todo lo esperaban de las diosas Palas, Venus y Juno, y ellas, aunque diosas, eran mujeres. No lo olvides, Fred. Yo prefiero héroes como Napoleón y Grant. ¡Esos lo eran de verdad! ―replicó Jossie con ardor.

Tío Laurie intervino con una sonrisa comprensiva.

―Así me gusta, muchachos. Que defendáis con ardor vuestros puntos de vista. Nosotros seremos testigos de vuestra pelea oratoria. ¡Adelante con la polémica!

Pero en aquel momento apareció Jo, reclamando al «león» para la cena. Teddy dudó un momento, pero después siguió a su madre.

Jossie aprovechó la oportunidad para vengarse de las pullas que su primo siempre le lanzaba.

―¡Oh, qué vergüenza! Un soldado que abandona el campo de batalla porque la cena le espera.

Ted encajó bien el golpe. Señalando cómicamente a su madre contestó:

―Si no fueras tan ignorantuela sabrías que el primer deber del buen soldado es la obediencia. Y como el general ha dicho a cenar…, ¡pues a cenar!

En aquel momento entró un joven en la estancia. Estaba muy moreno, vestía un traje azul, y su rostro expresaba una gran alegría.

―¡Ah, de la casa! ¿Dónde se han metido ustedes?

―¡Emil! ¡Es Emil! ―gritó Jossie, y junto con Teddy corrieron a abrazar al recién llegado.

Pronto estuvieron todos reunidos a su alrededor, visiblemente satisfechos de tenerle entre ellos.

El recién llegado fue saludando a todos, feliz y emocionado.

―Realmente, no pensaba poder escapar hoy. Pero se presentó la oportunidad y como veis la aproveché bien. Pero en Plum no encontré ni un alma. ¡Afortunadamente aquí están todos los que buscaba! ¡Qué alegría! ―Y mientras así hablaba, permanecía como centro del grupo, erguido, con las piernas separadas como para conservar el equilibrio en un barco zarandeado por las olas.

―¡Oh, Emil, hueles a brea y a salobre! ¡Me encanta aspirar tu aroma!

―¡Tate, Jossie! Que te veo las intenciones. Deseas saber qué es lo que traigo, ¿verdad? Ahora lo veremos. Pero déjame fondear.

Sin soltar los paquetes que llevaba, Emil tomó `asiento. Luego empezó a distribuirlos formulando animadas observaciones.

―Para Jossie, la impaciente, las flores del mar: este collar de coral.

La muchacha lo recibió con entusiasmo, y se lo puso con presteza.

―El trabajo de las sirenas, para Ondina. ―Con estas palabras entregó una cadenita de plata con nacaradas conchas a la contentísima Bess.

―Daisy será feliz con un violín, ¿no es así? ―Y le entregó un afiligranado broche en forma de violín.

―Ahora le toca al turno a tía Jo. ¿Veis este oso tan bonito? Pues se le abre la cabeza y aparece un tintero.

―¡Muy bien, «Comodoro»! ―aplaudió Jo, verdaderamente complacida.

―Como tía Meg tiene debilidad por las cofias, le pedí a Ludmilla que me comprase unos encajes. Aquí están, espero que te agraden.

Meg tomó aquellos finísimos trabajos casi con veneración.

―Continuemos. Elegir algo para tía Amy es realmente difícil. Tiene de todo y de gusto superior. Espero que le agrade esa miniatura. A mí me recuerda a Bess cuando era chiquitita.

Amy tomó de manos de Emil el ovalado medallón, y lo contempló con satisfacción. En él había pintada una Madona con un rubito Niño en brazos, envuelto en su manto azul. Encantada, se lo colgó del cuello mediante una cintita azul que Bess llevaba para sujetar sus cabellos.

―También para Nan he encontrado el regalo apropiado.

―¿Sí? ¿Qué es? ¿De qué se trata? ―preguntaron todos, intrigados.

―Veréis. Es difícil encontrar un objeto de adorno para un médico. De modo que le traigo eso.

Ante la curiosa mirada de todos hizo balancear unos pendientes de lava, trabajada para darle la forma de sendas calaveras.

―¡Oh, qué horror! ―exclamó Bess a quien repugnaban las cosas feas.

―Pero si Nan no usa pendientes ―aclaró Jo.

―No importa ―continuó Emil sin inmutarse―. Será muy capaz de ponérselos para fastidiaros. Ya sabéis que a los médicos les gusta ir molestando a la gente.

Viendo que los muchachos esperaban también sus obsequios, los tranquilizó.

―Para vosotros traigo una infinidad de chucherías. Las tengo en la bodega. Quiero decir e el baúl. Pero como sabía que las mujeres no me dejarían hablar si antes no las obsequiaba… En fin, ahora vamos a intercambiar noticias. Contadme, contadme.

Tranquilamente sentado sobre la mejor mesa de mármol de Amy, Emil tomó la palabra. Preguntando cosas y explicando otras, estuvo hablando a diez nudos por hora hasta que Jo los llamó a todos para el té familiar que preparó en honor del «Comodoro».

III. Consecuencias de la fama

En la vida de la familia March no habían faltado sorpresas. Sin embargo, ninguna fue mayor que el inesperado triunfo de Jo como escritora. Como consecuencia de este éxito, Ugly Duckling, «el patito feo», resultó más aún que un bello cisne: se convirtió en una auténtica gallina de los huevos de oro. Porque sin apenas darse cuenta de ello, Jo se vio convertida en una escritora famosa y dueña de una pequeña fortuna debida a los libros, que ella usaba para superar los momentos difíciles.

La cosa tuvo su origen un año en que todo iba mal en Plumfield. Fue una época mala en la que incluso llegó a tambalearse el colegio. Abrumada por el trabajo, Jo cayó enferma. Laurie y Amy estaban viajando por el extranjero, y los Bhaer, por dignidad, se resistieron a pedir ayuda a nadie. Recluida forzosamente en su habitación, Jo se desesperaba buscando la forma de salir de aquel atolladero. Como único recurso se le ocurrió escribir para incrementar sus escasos ingresos familiares.

Casualmente llegó a sus oídos que un editor precisaba un libro para muchachas. Jo no lo pensó más. Febrilmente se puso a escribir una novelita en la que recogió varias escenas vividas por ella misma y por sus hermanas. Sin gran esperanza pero anhelando probar fortuna envió la novela al editor.

Era cosa sabida que a Jo las cosas le salieran al revés. Su primer libro, que le costó años completar y en el que había depositado sus más fervientes ilusiones, no alcanzó ni mucho menos el éxito esperado. A lo sumo, produjo a su autora unos centenares de dólares y ningún éxito literario. Sin embargo, la novelita que escribió en momentos de apuro, sin otra ambición que ganar con ella algún dinero que entonces le era muy necesario, dio a Jo fama y dinero.

Ella fue la más sorprendida. Pero no dudó. Siguió escribiendo con éxito cada vez mayor. La fama no la envanecía. Ni siquiera quería aceptarla. Pero el dinero no podía rechazarlo y mucho menos en aquellos momentos. Gracias al mismo, la familia Bhaer superó su bache económico y pudo afrontar el porvenir con mayor tranquilidad.

Jo se sentía pagada pudiendo proporcionar a su querida madre un bienestar material, que tan merecido tenía. Disfrutaba al verla sentada apaciblemente en su habitación, o dedicándose a obras de caridad que tanto placer le causaban. Poder proporcionar todo esto a aquella santa mujer, darle una vejez dichosa, era un pago completo a todos los esfuerzos. Jo no deseaba nada mejor.

Esto era lo bueno que había obtenido de su éxito como escritora. Pero, como todo en la vida, también había una parte que si no podía calificarse de mala, sí en cambio era molesta y engorrosa. Por ejemplo: la esclavitud que impone la fama. El público era un poco como propietario del pasado, presente y futuro de Jo. Por el solo hecho de haber leído sus novelas ya ¿se consideraban con derecho para escribirle e importunarla con peticiones, advertencias, críticas, elogios, consejos… Personas que ella no conocía debían ser atendidas casi como amigas de toda la vida, porque rechazarlas era tanto como exponerse a ser llamada orgullosa. Las peticiones para obras de caridad le llovían continuamente y era delicado tratarlas. Porque, por mucho que Jo se esforzaba, no podía remediar todas las calamidades que le comunicaban y, cuando debía reducir o suprimir sus dádivas, se la llamaba avara, egoísta…

Incluso representaba un problema contestar todas las cartas que le enviaban.

La continua producción literaria de Jo y su total entrega al trabajo llegaron a debilitarla. Ella pensaba en su fuero interno que debía mucho a todos aquellos que leían sus obras, pues gracias a ellos había salido de un mal trance. Por esta razón se esforzó en corresponderles mientras pudo.

Pero, cansada físicamente y agotada la paciencia, llegó un momento en que decidió cambiar. Ella tenía derecho a su propia vida. Desde entonces se dedicó más a la familia y no se dejó envolver por la red del éxito que corta toda libertad. Y la libertad era, precisamente, lo que más amaba Jo desde pequeñita.

Consideró haber hecho suficiente con esparcir autógrafos, fotografías y biografías por todo el país. O permitiendo que los artistas merodeasen por su casa buscando sorprenderla en su trabajo. O que las maestras y maestros acompañasen a grupos de colegiales hacia la «mansión de la insigne escritora», de la que todos procuraban llevarse algún recuerdo con aire de triunfo.

Para dar una idea del estado a que llegaron las cosas, bastará detallar lo que ocurrió un día. Una jornada cualquiera, en la que Jo se sintió una vez más víctima de sus admiradores.

―Hace falta una ley que proteja a los desgraciados autores ―se lamentó Jo ante un enorme montón de cartas que acababa de recibir―. Es importante que se defiendan los derechos de autor. Pero para mí lo es mucho más que se defienda mi tiempo. ¿No dicen que el tiempo es oro? ¿Y que la paz es salud? Pues no puedo disfrutar en paz de mi tiempo. Como si no me perteneciera. Dicen que son mis admiradores y obran como si fuesen enemigos, acosándome, atosigándome a todas horas y de todas formas. En ocasiones me dan ganas de refugiarme en la selva. Tal vez entonces podría respirar a pleno pulmón, sin que se me estudiara y observase. Ni siquiera en América, la libre América, es libre una persona de cerrar las puertas de su casa a quien le resulte molesto.

Mientras hablaba así, Jo leyó con desgana alguna de las cartas. Luego prosiguió:

―Hay que tomar una decisión y la tomo. No voy a contestar ninguna de estas cartas. ¿Ves ésta? Juraría que ya he mandado seis autógrafos a su autor. Seguramente los quiere para venderlos. ¿Y esta otra? Me escribe una colegiala. Si la contesto, escribirán todas sus condiscípulas. Nada; lo dicho: todas las cartas al cesto. No faltaría más.

La acción siguió a la palabra y al cesto fueron todas. Teddy se ofreció:

―Mientras tú desayunas, yo puedo leer algunas.

Tomó una de ellas y la leyó con curiosidad, porque el sello correspondía a una nación sudamericana.

―Oye ésa, mamá: «Señora: Ya que el cielo premió sus esfuerzos con la fortuna, me atrevo a dirigirme a usted confiando querrá proporcionarnos fondos para adquirir un nuevo servicio para el altar de nuestra capilla. Cualquiera que sea la religión de usted, estoy seguro responderá generosamente a la petición que le formulamos. Respetuosamente le saluda, X. Y. Zavier».

―Contéstale con una amable negativa. Dile que todo cuanto puedo dar lo destino a alimentar y vestir a los pobres que tengo a la puerta de mi casa. Ésa es mi acción de gracias por mis éxitos.

Jo miró uno de los sobres. La letra grande y desigual y los renglones torcidos le hizo suponer acertadamente que la había escrito un niño. Ganada por la curiosidad, le dijo a Teddy:

―Ésa la contestaré yo mismo. Es de una niña enferma, que me pide un libro que desde luego le enviaré. Pero no puedo atender a todos. ¿Y ésa que tienes?

―Es una cartita corta y simpática ―contestó Rob, que se había unido a la tarea―. «Querida señora Bhaer: He leído todas sus obras varias veces. Son estupendas. No deje de escribir, por favor. Su admirador, Billy Babcock».

―Sí. Realmente es simpática. De este niño debieran aprender muchos mayores. Ha leído las obras varias veces y sólo entonces se atreve a expresar su opinión, sin pedir nada a cambio de la alabanza. Ya que no pide contestación, escríbele y le das las gracias por su atención.

Rob se echó a reír leyendo otra carta.

―Escucha, escucha ésa. Es de una señora de Inglaterra. Tiene siete hijas. Te pide le aconsejes a qué podría dedicarlas… ¡Y la mayor tiene solamente doce años!

―Bueno, la contestaré también. Yo no tengo hijas, por lo cual mi consejo tal vez no sea el mejor. Pero a esa edad lo mejor que puede hacer es dejarlas correr y triscar. Que crezcan sanas y fuertes. Luego, tiempo habrá de pensar en su carrera.

―Aquí hay la de un individuo que pregunta si conoces alguna joven apropiada para él, que se parezca a las heroínas de tus novelas.

―Dale las señas de Nan ―sugirió «el león» en son de burla―. Sería inteteresante saber si era capaz de domarla.

―Esta otra es la de una señora que desea adoptes a su ―hijo y le envíes un par de años al extranjero para que estudie Bellas Artes.

―¡Ni pensarlo! Con vosotros dos tengo bastante.

Estos son unos ejemplos tan sólo. La correspondencia era abundantísima. Cada día en aumento. Cada día, también, más absurda. Esto justificaba sobradamente la decisión de Jo de prestarles la mínima atención posible. Era la única manera de defender su tiempo y defenderse ella misma.

―Bueno, ahora me pondré a trabajar, porque las continuaciones no pueden esperar más. Voy muy retrasada. No estaré para nadie. Sea quien fuere. Aunque se presentase la mismísima Reina Victoria.

―Espero que la jornada te sea fructífera ―le contestó su esposo, que también había estado despachando su correspondencia―. Almorzaré en el colegio con el profesor Plock que hoy nos visita. Los Junglinge van al «Parnaso». De forma que podrás trabajar tranquila.

Besó cariñosamente la frente de su esposa y salió, llevando los bolsillos llenos de libros, una cartera con diversas muestras de piedras para la clase de geología y un viejo paraguas.

―Desde luego, si todos los maridos fuesen como tú, todas las escritoras rendirían mucho más y vivirían más y mejor ―murmuró Jo, saludando afectuosamente al profesor Bhaer, en marcha ya hacia el colegio.

Siguiendo los pasos de su padre, tan cargado de libros como él y con idéntico caminar cachazudo y tranquilo, Rob se encaminó a la escuela.

Observándolos tan iguales y sabiendo lo buenos y pacíficos que eran, Jo sonrió complacida.

―Ahí van mis dos profesores. ¡Dios los bendiga!

Emil ya no estaba en casa. Había regresado al barco. Teddy andaba aún por la habitación, pretextando buscar algo.

Antes de ponerse a escribir, Jo quiso dar los últimos toques al arreglo de la salita. Estaba arreglando un visillo de la ventana cuando divisó a un artista tomando un croquis de la casa. Simultáneamente, vio detenerse un coche ante la puerta, y unos instantes después sonaba la Campanilla.

―Allá voy, mamá ―se ofreció Teddy, mientras con un manotazo trataba de dominar un mechón que le caía por los ojos.

―No deseo ver a nadie. Arréglate como puedas para darme tiempo a escapar ―murmuró Jo, disponiéndose a esconderse. Pero antes de lograrlo, un hombre entró en la habitación. Llevaba una tarjeta en la mano.

Jo tuvo el tiempo justo para esconderse tras una cortina. Teddy se encaró al desconocido con el ceño fruncido.

―Estoy escribiendo una serie de artículos para el Saturday Tatler. Deseo hablar con la señora Bhaer ―y mientras decía esto con acento de importancia tomaba mentalmente nota de todos los detalles de la habitación, con objeto de aprovechar el tiempo.

―La señora Bhaer tiene por costumbre no recibir periodistas.

―Pero seguramente hará una excepción conmigo. Unos segundos tan sólo…

―El caso es que no puede ser. Porque en este momento no está en casa. ―Y mientras afirmaba seriamente esto, Teddy trataba de adivinar si su madre había salido ya por la ventana como otras veces tuvo que hacer.

―¡Vaya, sí que lo siento! Volveré otro día. ¿Es ése su estudio? ―mientras hablaba se esforzaba por entrar en el aposento.

Teddy hizo honor a su apelativo de «león». Con firmeza mantuvo a raya al intruso.

―No. No lo es.

―Usted podría ayudarme. Por ejemplo: ¿qué edad tiene la señora Bhaer? ¿Dónde nació? ¿Cuál fue la fecha de su boda? ¿Cuántos hijos tiene?

―Verá…, tiene cerca de sesenta años; nació en Nueva Zembla; hoy, precisamente, se cumplen cuarenta años de su boda y tiene once hijos.

La disparatada respuesta y la cara totalmente seria de Teddy contrastaban tanto, que el periodista se echó a reír. Se daba por vencido.

Pero en el mismo instante irrumpió en la casa una señora seguida por tres muchachas recién acicaladas.

―Hemos venido desde Oshkosh, y desde luego no queremos marcharnos sin ver a nuestra querida tía Jo. Mis hijas han leído todos sus libros y están verdaderamente desesperadas por conocerla. Ya me doy cuenta de que es una hora intempestiva. Pero como debemos ir a ver a Holmes, a Longfeller y otras varias celebridades no podemos escoger. Dígale ahora mismo que no nos molestará esperar un poco, si aún está arreglándose. ¡Ah! Y dígale también que soy la señora Eratus Kingsbury Parmalee, de Oshkosh.

Teddy quedó sin entender la mitad de esta parrafada, dicha a toda velocidad y con aire de suficiencia. El muchacho quedó boquiabierto, mirando a las jovencitas. Al fin reaccionó.

―La señora Bhaer no está en casa. Si ustedes quieren pueden entretenerse mirando por ahí. Luego pueden pasar al jardín.

―¡Oh, gracias, gracias! ¡Qué sitio más encantador! Aquí es donde escribe, ¿verdad? Y éste debe ser su retrato, ¿no es cierto? Así me la imaginaba yo. ¡Qué serenidad, qué espíritu!

El retrato que alababan representaba a la honorable señora Norton. Se habían confundido porque estaba representada con la pluma en la mano, en actitud de escribir.

Teddy tuvo que hacer un auténtico esfuerzo para no reír a carcajadas. Maliciosamente, señaló el retrato de su madre colgado detrás de la puerta. Era una obra muy desafortunada.

―Su retrato es aquél… Lo pintó mi tía y hay que reconocer que es bastante malo.

En su fuero interno, Teddy disfrutó lo indecible al ver los esfuerzos de las muchachas para disimular su desilusión. La más joven, que apenas contaría doce años de edad, manifestó su contrariedad al comprobar que su ídolo era un ser vulgar según aquel retrato.

―Pensaba que tendría unos dieciséis años y que se peinaba con dos largas trenzas. ―dijo, enfriando ya su entusiasmo―. Mejor será que nos vayamos. Podemos dejar nuestros cuadernos por si la señora Bhaer quiere escribir en ellos algún pensamiento suyo.

Su madre y sus hermanas trataron de disculparla y alabaron el retrato, del que hicieron grandes elogios que sonaban a falsos.

Parecía que iban a marcharse cuando la señora Kingsbury vio en la estancia contigua una mujer de mediana edad, con un pañuelo en la cabeza, atareada en sacar el polvo. Antes de que Teddy pudiera evitarlo la impetuosa señora se encaminó a la otra habitación y habló con su habitual rapidez.

―Ya que no podemos hablar con ella veamos por lo menos su santuario.

Teddy vio fracasados sus esfuerzos. Su madre iba a ser descubierta. A causa del artista que dibujaba en el jardín no pudo salir por la ventana y ahora sería identificada rápidamente porque acababan de ver su retrato.

La señora Kingsbury miraba todo aquello como si estuviera en éxtasis. Gracias a esto no pudo advertir que el rincón que ella admiraba contenía el butacón del señor Bhaer, con sus cómodas zapatillas al pie, sus habituales cigarros y un montón de correspondencia a él dirigida.

―¡Qué emoción! Parece como si advirtiese en este rincón la presencia de la Inspiración. Niñas, de aquí han salido esas obras maravillosas… que nos han conmovido, que nos han deleitado, que han hecho vibrar nuestra sensibilidad… ¡Qué emoción! Joven, ¿nos permite quedarnos con un pequeño recuerdo? Algo que ella haya tocado. Una pluma, un papel. Cualquier cosa.

En aquel momento, una de las muchachas se acercó a Jo.

―¡Mamá, ésa es la señora Bhaer! ¡Es ella!

La señora Kingsbury volvió a mirar a la mujer que ella había creído una criada.

―¡Claro! ¡Naturalmente que sí! ¡Qué agradable sorpresa!

Y cerrando el paso a la apurada Jo que trataba de escabullirse, la señora Kingsbury le soltó su rápida y ruidosa verborrea:

―Por favor, señora Bhaer. Comprendemos que está usted muy atareada. No se preocupe por nosotras. Así como va está usted muy bien. ¿Verdad, niñas? Permítanos estrechar su mano, por lo menos. Será un honor y un placer para nosotras.

Resignadamente, Jo les ofreció su mano.

―Si algún día va usted a Oshksh no tendrá ocasión de pisar su suelo. Porque el pueblo la llevará en hombros, en triunfo. Tal es la admiración que se le profesa.

Ante esta perspectiva, Jo anotó en su mente la decisión de no visitar aquella población ni por error. ¡Porque si todos los habitantes eran como la señora Kingsbury!…

Satisfechas ya por el contacto directo con la famosa escritora, madre e hijas prosiguieron su itinerario, corriendo y atropellándose para poder visitar aquella misma mañana a Holmes, Longfeller «y otras celebridades».

Una vez libre de aquellas inoportunas visitas, Teddy y Jo respiraron aliviados.

―No me has dejado tiempo para escabullirme. Estuve oyendo los embustes que has soltado al periodista. ¿Qué va a pensar de nosotros? Claro que insistía tanto… ¡Dios mío, ni en casa puedo estar ya tranquila! ¡Son tantos contra una sola!…

Mientras Jo se lamentaba, Teddy estaba mirando hacia el jardín. Súbitamente se animó y con cara de guasa se dirigió a su madre.

―Pues eso no fue nada. Ahora, ahora viene lo bueno. Por el jardín avanza un verdadero ejército. Parece un colegio de señoritas con sus profesores al frente. ¡Ya se desparraman por el jardín!

Jo se llevó las manos a la cabeza. Dio media vuelta y desapareció escaleras arriba.

―¡Por favor, Teddy, enfréntate a los invasores! ¡Defiende mi tranquilidad!

El muchacho salió al encuentro de aquellos ruidosos visitantes y pudo evitar que penetrasen en la casa a base de una excusa. Lo que no pudo conseguir es que se desparramaran por el jardín, se sentaran por el césped y se dispusieran a almorzar allí como si fuera un parque público. Cuando finalmente se fueron quedaron visibles muestras de su paso: por las flores que se llevaron «como recuerdo de la gran escritora» y por los papeles que dejaron, como muestra de su poco cuidado.

Parecía imposible que las adversidades de aquel día fuesen superadas. En realidad, la calma duró unas horas, que Jo procuró aprovechar trabajando con intensidad. Su labor pronto hubo de interrumpirse, porque Rob llegó, jadeando por la carretera, con una mala noticia.

―¡Mamá, mamá! Prepárate en seguida. Van a venir los colegiales del Young Men’s Christian Union. Me vienen pisando los talones. ¡Y son bastantes! Papá pensó que seguramente querrías recibirlos. Dice que siempre atiendes mejor a los chicos que a las chicas.

―Naturalmente que sí. Los muchachos siempre son comedidos. No hacen ni dicen tantas estupideces. Las chicas, en su afán de demostrar sus sentimientos, se muestran empalagosas y sin pizca de sinceridad. ¡En fin, nos prepararemos! Aunque tengo la esperanza de que se desanimen, porque esos nubarrones presagian un chaparrón.

Jo intentó proseguir la tarea. Se había fijado la obligación de escribir treinta cuartillas diarias y estaba muy retrasada. Sonrió cuando oyó el primer trueno y vio caer el agua en fuerte chubasco. Pero cuando ya se creía segura, y se deleitaba mirando la lluvia salvadora, quedó paralizada por la sorpresa viendo una procesión de paraguas avanzando inexorablemente hacia su casa.

―¡Oh no; no es posible! Si son docenas…, vienen todos. Son más de cien.

Jo se arregló maquinalmente, mientras daba instrucciones para hacer frente a aquel auténtico ejército.

―Por la lluvia no hay más remedio que recibirlos en casa. Lo van a poner todo perdido. Colocad un barreño aquí para los paraguas, poned felpudos en la puerta, retirad las alfombras…

Dando precisas y enérgicas órdenes a Rob, a Teddy y a las criadas, lo preparó como mejor pudo.

Al llegar los colegiales a la puerta, el profesor Bhaer les dio la bienvenida con un breve discurso, que los muchachos oyeron encantados sin importarles en absoluto la lluvia que seguía cayendo.

Jo se compadeció de ellos. Salió a recibirlos y les pidió que pasasen al salón, cosa que todos hicieron con entusiasmo.

El barreño del vestíbulo quedó lleno de paraguas empapados y el perchero saturado de sombreros.

Trap, trap, trap, trap… Pares y pares de botas enfangadas fueron pisando rítmicamente el parquet de la casa, dejando visibles sus huellas. Vestíbulo y salón quedaron como un campo de batalla.

Con la mejor buena fe del mundo aquellos muchachos ofrecieron a Jo sus variadísimos obsequios: una colección de mariposas, una tórtola enjaulada, una cesta hecha con mimbres, un banderín del colegio, un castillo de papel… Jo saludó a los muchachos uno por uno, y les agradeció sus atenciones.

Pero cuando terminó pudo darse cuenta que sobre la mesa aparecía un considerable montón de tarjetas para que ella les dedicase una frase y un autógrafo. Ahora le tocaba a ella.

Resignadamente, Jo satisfizo la petición de aquellos muchachos.

Por fortuna salió entonces el sol, y brilló el arco iris con todo su esplendor. Los maestros decidieron que era el momento apropiado para marcharse.

Antes, no obstante, entonaron un himno en honor de Jo, «la insigne escritora», con más voluntad que acierto. Las voces eran potentes, seguramente demasiado, pero desafinaban con extraordinario acierto.

―¡Hurra! ¡Hurra! ¡Hurra!

Cuando se hubieron marchado, Jo miró desolada alrededor suyo. Se necesitarían horas y horas de enérgica limpieza para remediar los efectos de aquella ruidosa visita.

―Ellos no han tenido la culpa de que lloviera. Después de todo no han sino lo pesados que suelen ser otros. Pero necesito trabajar, tengo necesidad de hacerlo.

Pero estaba visto que era un día aciago. Al poco rato, Mary se presentó, conteniendo la risa a duras penas.

―Lo siento. Pero se presentado una señora que pide autorización para cazar langostas en su jardín.

―¿Qué dices? ―preguntó Jo con incredulidad.

―Sí, sí. Langostas o saltamontes, que es lo mismo. Le dije que usted estaba muy ocupada y me contestó: «Tengo una colección de saltamontes de las principales celebridades. Me falta uno del jardín de la señora Bhaer».

Jo rió, divertida por la extravagancia.

―Que se lleve todos los que quiera. No deseo otra cosa que librarme de ellos.

Mary no tardó en volver. Reía con ganas, sin disimulo.

―Ahora pide alguna prenda que usted haya usado. Está haciendo un cubrecama con retales de prendas famosas.

―Dale aquella toquilla roja. Y ¡por favor, Mary! Desearía trabajar. ¡Por favor!

Una vez más se presentó Mary.

―¡Señora, señora! Se ha metido un hombre en casa. Tiene un aspecto muy sospechoso. Le he dicho que usted no recibía a nadie y ha dicho que no se iría sin verla.

―¡Eso ya pasa de la raya! Por la fuerza no debemos someternos. Ahora bajo para tratar debidamente a ese impertinente ―exclamó Jo, ya decididamente enfadada.

Mary siguió a Jo, sofocada e indignada, pero deseosa de ver otra vez a aquel hombre misterioso, que a pesar de su aspecto desaliñado parecía muy interesante.

―Ha dicho que si no le recibía, lo iba usted a lamentar.

―Además, con amenazas, ¿eh? ¡Vamos, pues!

Súbitamente sonó una voz. Grave, firme, segura, y con un tonillo burlón.

―¿Y no es cierto que lo sentiría usted?

Jo quedó un segundo paralizada por la emoción. Luego bajó corriendo los escalones que faltaban y se abalanzó sobre el desconocido para abrazarle afectuosamente. Mary lo veía sin creerlo.

―¡Dan, Dan! ¡Hijo de mi alma! ¡Qué sorpresa! ¿De dónde sales ahora?

―De California. He venido sólo para verla, mamá Bhaer. ¿No lo habría lamentado si no llega a recibirme?

―¡Por Dios, calla, calla! ¿No recibirte yo a ti? Si llevo más de un año deseando verte…

IV. Dan

Más de una vez había pensado Jo que Dan parecía llevar sangre india en las venas. No sólo por su amor a los espacios libres y a las aventuras, sino incluso por su aspecto físico. Era muy alto, de miembros esbeltos y musculosos. Muy moreno, frente despejada, ojos negrísimos, y de mirada penetrante. Ponía tanto vigor y entusiasmo en todos sus actos que incluso parecía rudo. Pero todo era fruto de su apasionado modo de sentir y vivir las cosas.

Hablaba a Jo, feliz de poder hacerlo.

―¿Que yo he olvidado todo esto? No. De eso no se me puede acusar. Ése ha sido el único hogar auténtico que he tenido. Una prueba: en cuanto la suerte me ha sonreído, ¿qué es lo que he hecho? Correr a participarlo a tía Jo, a la familia Bhaer, a todos los amigos. Ni siquiera me he detenido para adecentarme. Por eso voy así, y más parezco un búfalo que otra cosa.

Y mesándose la barba rió alegremente.

―A mí me gusta el aspecto que tienes. Sabes que siempre me entusiasmaron los bandidos y piratas. A Mary sí la has asustado. Es nueva en casa y no te conocía. Jossie probablemente tampoco te conocerá. Pero Teddy, sí. Te adora y no bastará tu barba para disimular. Casi han pasado dos años desde tu última estancia aquí. ¿Cómo te ha ido desde entonces, Dan?

―De primera. Sabes que el dinero me tiene sin cuidado teniendo el preciso para vivir. No quiero la preocupación de una fortuna. Tengo un pequeño pero próspero negocio, ¿De qué me servirá entonces ahorrar?

―El dinero no lo es todo, hijo, pero es muy necesario. Debes pensar que cualquier día querrás casarte y establecer un hogar fijo…

―¿Casarme yo? ¡Ja, ja, ja, ja…! ¿Quién va a querer casarse con un vagabundo como yo? Me gustan las aventuras, ir de un lado para otro. Me encanta lo nuevo, lo desconocido. Y ya se sabe, a las mujeres les atrae todo lo contrario. Lo tranquilo, lo seguro, lo estable…

―Eso es lo que tú crees. De jovencita, a mí me entusiasmaban los hombres como tú. Los aventureros, los atrevidos. Ya encontrarás una mujer, ya. Entonces frenarás tus ímpetus.

Con una sonrisa burlona, Dan preguntó de repente:

―¿Qué diría usted si de repente me presentara casado con una india?

Jo no se inmutó. Cuando se trataba de Dan todo podía esperarse.

―La recibiría encantadísima si era una buena muchacha. ¿Es que acaso piensas casarte con…?

―¡Oh, no, no! Era sólo una broma para asustarte. La realidad es que no tengo tiempo para ocuparme de «esas tonterías», como diría Teddy. Por cierto, ¿cómo está «el león»?

Durante largo rato Jo estuvo hablando con entusiasmo de sus hijos. Pronto llegaron Teddy y Rob, precediendo al profesor Bhaer. Con exclamaciones de alegría se abalanzaron sobre Dan, y entre los dos muchachos y aquel tosco hombretón se entabló una lucha simulada, alegre y divertida, que terminó con los dos chiquillos hechos un ovillo por su forzudo adversario.

Juntos tomaron el té, generalizándose la conversación. Dan parecía enjaulado, pese a encontrarse a gusto con la familia Bhaer. Pero estaba acostumbrado a los grandes espacios. A largas zancadas recorría la habitación, se asomaba a la ventana y aspiraba profundamente, como ansioso del aire libre.

En una de las vueltas vio aparecer a Bess. La muchacha quedó parada en el umbral, y miró a Dan.

―¡Dan! ¿No me conoces?

―¡Caramba, si es Bess! Yo creí que era una princesa. ¡Cómo has crecido y qué bonita estás!

Inmediatamente entró Jossie que se lanzó en carrerrilla sobre Dan, fundiéndose ambos en un abrazo.

―Ahora me doy cuenta de que estoy haciéndome viejo ―rió Dan―. Lo que eran unas mocosuelas son ahora unas mujercitas.

Llevando a las dos muchachas cogidas por los hombros, a la derecha la rubia Bess y a la izquierda la morena Jossie, Dan volvió al grupo que estaba en el salón.

Jossie hablaba con entusiasmo.

―Estás altísimo y tan moreno… ¿Sabes? Se me ocurre una idea genial. Vamos a representar Los últimos días de Pompeya. Tenemos el león y los gladiadores. Pero nos falta un hombre de tu color para el papel de Arbaces. Estarás irresistible vestido de egipcio. No lo dudes.

Dan se tapó cómicamente los oídos para evitar aquel diluvio de palabras. Inmediatamente llegaron los Laurence, Meg y su familia, y poco después Nan, seguida del inevitable Tom.

Con todos ellos se formó una tertulia de la que el centro, como es natural, fue Dan. Todos le acosaban a preguntas para que les detallase sus andanzas, y él lo hizo en forma tan amena e interesante, que a todos tuvo subyugados. Las muchachas, impacientes por saber lo que les había traído de aquellas maravillosas tierras; los mayores, admirando la energía y valor de Dan.

―Supongo que poco tiempo estarás aquí, ¿me equivoco? ―preguntó Laurie. Luego añadió―: De todas formas, ten presente que la especulación es un juego peligroso. Hoy tienes mucho y mañana nada.

―Por ahora no pienso ocuparme de eso. Tengo entre ceja y ceja probar suerte como granjero en el Oeste. Será un sedante después de la agitación de estos últimos tiempos. De ganados ya me ocupé en Australia y tengo una valiosa experiencia.

Todos sonrieron porque sabían que aquella «valiosa experiencia» del joven Dan se debía a un fracaso sufrido como ganadero.

―Me parece una estupenda idea, Dan ―aprobó Jo―. Te estable―ces, nosotros sabremos donde estás y, si es necesario, podemos enviarte a Teddy. Podría emplear en tu granja la mitad de la energía que le sobra.

El «león» arrugó el ceño. No le seducía la vida de granjero.

―Me parece mucho más interesante el negocio de minas ―y al decir eso con aire de suficiencia, examinaba y sopesaba las muestras de mineral que Dan había traído para el profesor.

John «Medio-Brooke» dio rienda suelta a su fantasía y a su vocación de periodista.

―Como eres capaz de grandes cosas, mejor será que fundes una nueva ciudad. Necesitarás un periódico y yo me encargará de él. Haremos grandes cosas. Siempre será mejor que buscar oportunidades en esos periódicos de por ahí.

―También podríamos fundar un nuevo colegio. Esas gentes del Oeste están ansiosas de aprender ―intervino el señor March, ilusionándose con aquella fantasía.

―Por mi parte, me sería muy grato colaborar económicamente ―se ofreció el señor Laurie.

―No sé, no sé ―dudó Dan, aunque halagado por el interés y la confianza de sus amigos―. Una granja le sujeta a uno… por lo menos durante algún tiempo. Claro está que luego puede dejarse. Hay que meditarlo bien. Precisamente deseo un consejo antes de elegir.

―Yo creo, Dan, que una granja te parecerá una cárcel, después de haberte acostumbrado a una vida tan libre ―sugirió Jossie, porque prefería que Dan siguiera aquella vida de aventuras.

―Y para el arte, ¿hay alguna cosa allí que tenga interés? ―preguntó Bess. E interiormente pensaba que tal como estaba Dan, a contraluz, sería un maravilloso modelo.

―Naturalmente que sí. La naturaleza es lo más artístico que existe. E indiscutiblemente la del Oeste es maravillosa. Bellos animales, magníficos paisajes… ―afirmó Laurie, deseoso de animar aquella idea que estaba germinando―. Incluso las prosaicas calabazas son allá como apropiadas para convertirse en carrozas para la «Cenicienta».

Nan se sumó al proyecto, medio en serio, medio en broma.

―Funda la ciudad, Dan. Crecerá de prisa y mientras, tendré tiempo para conseguir el título de médico. Yo seré el médico de la nueva ciudad, que llamaremos Dansville en honor y gloria de su fundador.

―No va a ser posible. Porque Dan no admitirá en su ciudad mujeres de menos de cuarenta años. Menos aún si son jóvenes y bonitas ―dijo Tom, que veía con inquietud la admiración que Dan despertaba en Nan.

―Los médicos están por encima de las leyes. De manera que eso no reza para mí. En Dansville, como todo serán personas sanas, activas y enérgicas, seguramente no habrá enfermedades. ¡Ah, pero eso sí! Descalabraduras y huesos rotos por domar potros salvajes o heridas causadas por los indios no van a faltar. De modo que un médico irá muy bien, ¿no crees, Dan?

―Cuento contigo, doctora. En cuanto haya un sitio apropiado será para ti. No temas, no te faltará trabajo. Aunque tenga que romper algún hueso a alguien para proporcionártelo.

―No creo que te costara romperlos porque debes tener una fuerza colosal. ¿Permites que te toque el brazo? A ver… ¿No decía yo? ¡Eso son bíceps! ¡Mirad, mirad, muchachos, qué dureza y qué desarrollo!

Tom no pudo soportar aquel entusiasmo de Nan. Disimuladamente se retiró a la habitación contigua. Mirando las estrellas a través de la ventana dobló el brazo varias veces comprobando la consistencia de sus músculos, que dicho sea de paso dejaba bastante que desear.

Dan seguía hablando:

―No me entusiasma la idea de la granja. En cambio sí me gustaría hacer algo por mis amigos indios de Montana. Necesitan ayuda de verdad. Fueron engañados y llevados a unas tierras que nada producen, y muchos mueren. Como son una tribu pacífica nadie se ocupa de ellos. En cambio, los sioux que siempre están a punto de amotinarse consiguen del gobierno todo cuanto desean, porque les temen. Yo conozco la lengua de los de Montana y podría ser su agente. Además, teniendo como tengo algún dinero, creo que lo justo sería compartirlo con ellos. ¿No os parece?

El apasionamiento y vehemencia de Dan se contagiaron a todos, especialmente por tratarse de remediar una injusticia y ayudar a unos necesitados. Jo, para quien la desgracia de los demás era insoportable, reaccionó con presteza.

―Hazlo, Dan, hazlo.

―Sí, sí. Hazlo ―aplaudió Teddy―. Hazlo y llévame contigo.

Laurie era más prudente. Por eso preguntó:

―¿Quieres ampliar más detalles? Así podremos aconsejarte si es o no convenientes.

En pocas palabras Dan contó cuanto sabía de los indios de Montana. Terminó emocionado:

―Son gente noble y valerosa, tratados injustamente. A mí me querían mucho. Incluso les debo la vida. Me llamaban Dan «Nube de Fuego», y mi rifle les tenía entusiasmados porque era el mejor que habían visto. Ahora pasan por unos momentos muy difíciles y me gustaría poder ayudarles.

Nadie se acordaba ya de Dansville. La nueva perspectiva les tenía ya completamente ganados, pero el señor Bhaer sugirió que como un agente solo poco podía hacer en favor de una tribu sería mejor procurarse primero alguna influencia. Entretanto, sería interesante estudiar el asunto de las tierras por si fuera conveniente.

―Me parece muy bien ―aceptó Dan―. Me llegaré a Kansas para estudiar las posibilidades sobre el terreno.

―Muy bien. Pero tu dinero se quedará aquí, Dan ―sonrió el señor Laurie, pero firmemente decidido―. Te conozco muy bien y sé que eres tan generoso que lo darías al primer desconocido que lo necesitase. Yo seré tu administrador.

―Me saca un peso de encima. Cuando tengo dinero parece que me quema. Ardo en deseos de gastarlo.

Sacó un cinturón forrado en cuyo interior había colocado una considerable suma de dinero.

―Tome usted. Si me ocurriera algo, disponga de esto en la forma que crea más conveniente. Tal vez sirva para ayudar a algún bribonzuelo, como sirvió el de usted para ayudarme a mí.

Precedido de la inevitable canción, que anunciaba su presencia, llegó Emil. Tras él, Nath. Ambos saludaron efusivamente a Dan y se renovaron las explicaciones.

Para hablar más libremente los muchachos y muchachas salieron a la plaza. El señor March y el profesor se retiraron al despacho, Meg y Amy fueron a preparar una serie de golosinas. Quedaron en el salón Jo y Laurie, oyendo a través del ventanal la conversación de los jóvenes en la plaza.

―Ahí está lo mejor de nuestro gran rebaño. Faltan algunos para siempre. Otros están desperdigados por todo el mundo. Pero éstos son mi orgullo y mi consuelo.

―Realmente ―admitió Laurie― hemos de estar contentos comparando lo que son y lo que eran o prometían ser. El cambio se debe a la educación que les hemos inculcado.

―De las chicas se encarga Meg; ella es prudente, cariñosa y paciente y se aviene muchísimo con todas ellas. Los chicos son para mí. Pero debo admitir que cada día dan mayores quebraderos de cabeza. Crecen y se empeñan en volar. Es difícil retenerlos y en ocasiones totalmente imposible como lo fue con Jack y con Ned. Dolly y Jorge «Relleno» vuelven en ocasiones por aquí e incluso aceptan algún consejo. Ahora los que más me preocupan son los que van a salir al mundo. Emil tiene un excelente corazón, y a la larga, eso siempre ayuda. Nath es algo débil de carácter y en cuanto a Dan, ya lo ves, está todavía por domar.

―Dan es un chico que vale. Casi siento que se limite voluntariamente a ser granjero. Si se lo propusiera podría ser mucho más. Quedándose aquí…

―¿Aquí? No, Laurie. De momento le conviene el trabajo y el aire libre. Con el tiempo irá bajando sus ímpetus. Nos quiere mucho y haría cualquier cosa por nosotros. Pero no debemos retenerle. Que corra, que vaya por doquier. Y que siempre sepa dónde encontrarnos cuando necesite ayuda.

Jo conocía bien a Dan. Le veía como un potro no domado, al que debe dejarse saltar y brincar hasta el fin de sus fuerzas. Luego suele ocurrir que el más rebelde potro es el más dócil una vez domado. Sin embargo, la vida debía tratarle muy duramente antes de que esto ocurriese.

Hasta Laurie y Jo llegaron las exclamaciones que provocaron los regalos de Dan. Poco después de las exclamaciones llegó Jossie. Venía radiante de alegría.

―Me ha traído un traje de india. Es auténtico. Ahora ya puedo representar el papel de Namioka en Metamora. ¡Qué alegría!

―Y para Bess, ¿qué es lo que ha traído? ―preguntó Jo, interesada.

―Nada menos que una cabeza de búfalo disecada.

―¿Una cabeza de búfalo? ¡No es posible! Aunque Dan es capaz de todo… ―exclamó el señor Laurie, divertido.

―Pues es cierto. Dice Dan que así podrá modelarla.

En efecto, eso repitió Dan una y otra vez a la indignada Bess.

―Piensa, Bess, que no progresarás si te empeñas en modelar siempre angelitos y gatitos. Debes intentar algo de más carácter, fuerte, vigoroso. Yo creo que una cabeza de búfalo…

―Muy bien. Puedo probar. Y cuando me canse colgaré esta cabezota en un lugar preferente para que nos recuerde a ti.

Dan se puso a reír a grandes carcajadas del enfado de Bess, que la niña se esforzaba en disimular, sin conseguirlo.

―Ya me doy cuenta de que no te agrada, y lo siento. Tomo nota para no invitarte a mi granja del Oeste, si es que llego a tenerla. Sería muy ordinaria para ti, ¿verdad?

―No me preocupa en absoluto. Voy a ir unos años a Roma. Lo mejor del arte universal puede encontrarse allí. No basta una vida entera para gozar tanta belleza.

―No digo que Roma no tenga cosas bonitas ―insistió Dan, medio convencido y en parte también para enfadar a Bess―, pero la Naturaleza ofrece cosas que no tienen rival. Piensa en un caballo al galope, libre y feliz en una pradera inmensa; las crines al viento, la armonía en todos sus movimientos. Si no encuentras belleza en ella, me doy por vencido. Es que no puedes encontrarla en nada.

―Tiempo me quedará para ver si esos caballos son más bellos que los del Capitolio y los de San Marcos. Procura no burlarte de mis angelitos y gatitos y yo no lo haré de tu salvaje Oeste.

―Eso ya está mejor. También vendrás a vernos al Oeste. Yo creo que debe conocerse bien el propio país antes de ir al extranjero.

―Pero debiéramos adoptar todo lo que los extranjeros tienen mejor que nosotros ―intervino Nan, que era de ideas avanzadas.

―¿Por ejemplo?

―En Inglaterra las mujeres tienen el derecho de voto. En los Estados Unidos, no.

Daisy quiso evitar una nueva discusión, pero a Dan le divertía.

―Cuando fundemos la nueva ciudad podrás votar. No sólo eso. Podrás ser alcalde, diputado y todo lo que se te antoje.

La conversación fue interrumpida por el anuncio de la cena. Sin excepción le hicieron los honores, y dieron cuenta con sano apetito de los suculentos platos.

Siguió luego una breve velada, ya más tranquilos los ánimos, hasta que poco a poco todos fueron retirándose del comedor.

Dan quedó en la terraza sentado cómodamente. Gozaba del aire que olía a heno recién cortado, a flores y a tierra húmeda.

Contemplaba las estrellas que tantas veces le habían guiado en sus solitarias caminatas por las praderas.

Jo se le acercó sin hacer ruido. Pensaba que tal vez era aquella la hora de las confidencias. El momento propicio para que el joven vertiera todo cuanto había en su interior.

Suavemente preguntó:

―¿En qué piensas, Dan?

Sin volverse, contestó, Dan con su ruda franqueza:

―En que daría cualquier cosa para fumar una buena pipa.

Aquella contestación decepcionó a Jo y le hizo reír al propio tiempo.

―Muy bien, señor fumador empedernido. Puedes hacerlo en tu cuarto. Pero ten cuidado de no quemarme la cama.

Dan se levantó. En el acento de Jo había advertido un tono de desilusión. Con toda la delicadeza de que era capaz se inclinó y besó a Jo.

―Buenas noche, madre.

A ella se le alegró el corazón. Era rudo, pero como un niño.

V. De vacaciones

Al día siguiente empezaron las vacaciones. En el momento del desayuno la alegría era general. Tía Jo, que estaba sirviendo, hizo observar:

―¡Oh! Ahí en la puerta hay un perro…

Más que perro era un perrazo. Se trataba de un enorme sabueso que permanecía en el umbral de la puerta sin decidirse a entrar.

Dan le habló:

―¡Vaya, vaya, amiguito! De modo que te has escapado, ¿eh? ¿No podías esperar a que viniese a buscarte? ―Y aclaró a todos los demás―: Es mi perro. Lo dejé con la yegua y mi equipaje en la hospedería antes de venir aquí. Pensé que si venía con ellos nos cerraríais las puertas.

Rió de buena gana su propia broma, porque sabía que en aquella casa sería siempre bien recibido en cualquier circunstancia.

El perro avanzó hacia Dan. Se levantó sobre sus patas traseras e intentó lamerle la cara, cosa que el joven esquivó a duras penas.

Dan miró hacia afuera. Su rostro se animó.

―Ahora comprendo. Don no ha venido solo. Lo han traído de la hospedería. También a Octto. Bueno…, ¡qué remedio!

―¿Tienes dos perros? ―preguntó Teddy.

―No. Octto es mi yegua. Vamos a verla.

En un momento quedó olvidado el almuerzo, porque todos salieron al jardín.

La yegua acudió al encuentro de su amo. Cariñosamente restregó su morro contra la cara de Dan, y relinchó alegremente.

Teddy quedó boquiabierto.

―¡Vaya, eso sí que es una yegua!

―Es realmente muy bonita, Dan. Y de aspecto muy inteligente. Se diría que quiere hablar.

―A su manera se hace entender.

―¿Qué significa Octto? ―preguntó Rob.

―Relámpago. Por su velocidad merece bien este nombre. Halcón Negro me la dio a cambio de mi rifle. Ella y yo hemos corrido grandes aventuras. ¿Veis esta cicatriz?

Todos se acercaron para ver mejor una pequeña señal que las crines de la yegua ocultaban.

―Cierto día salimos Halcón Negro y yo en busca de búfalos para la tribu. Las praderas estaban desiertas sin rastro alguno de los rebaños. Nos fuimos alejando del campamento durante varias jornadas hasta estar totalmente faltos de alimentos. Ni un animal a nuestro alcance. Ni un pájaro. Yo estaba realmente preocupado aunque procuraba disimularlo. Entonces Halcón Negro me dijo: «Voy a enseñarte cómo podemos resistir hasta que vuelvan los búfalos».

―¿Y cómo lo hiciste? ―preguntó Teddy.

―Comiendo gusanos como los australianos ―sugirió Rob.

―Cociendo hierbas y hojas ―digo Jo.

―Mataste uno de los caballos ―aventuró Teddy, más expeditivo.

―No. No matamos ningún caballo. Pero los sangramos. Aquí precisamente. Halcón negro les hizo una breve incisión, que nos permitió recoger parte de su sangre. Luego la cocimos con unas hojas de salvia.

―Pobre Octto ―se lamentó Jo, acariciando la yegua.

―No fue un corte doloroso, ni mucho menos peligroso. Además, la pérdida de sangre, que para nosotros representó un sano alimento, para ella no tenía importancia porque podía pastar y recuperarse. Por fortuna los búfalos volvieron y no tuvimos necesidad de repetir la operación. Pero se habría podido hacer sin peligro alguno para estos nobles animales.

Al «león» le llamó la atención una correa que pendía del cuello de la yegua.

―¿Para qué sirve esta correa?

―Cuando nos tendemos en plena carrera a uno de los lados del caballo, para disparar por debajo de su cuello, esta correa sirve para que nos podamos sujetar. ¿Quieres que haga la prueba?

―¡Si, sí, hazla!

Dan montó de un salto. Casi inmediatamente Octto inició un armonioso y rítmico galope a través del prado. Súbitamente, la yegua pareció haber desmontado al jinete, que sin embargo no estaba por el suelo. Luego el jinete reapareció en la silla, para tenderse inmediatamente al otro flanco de manera que pudo verse cómo iba colocado y dónde se sujetaba.

Hizo más aún. En plena marcha montó y desmontó varias veces. Corrió al lado de la yegua, y la mantuvo sujeta de las bridas. Montó con la cara hacia atrás y ejecutó otras muchas habilidades, que demostraban su extraordinaria pericia de jinete.

Si acaso hasta el momento hubiese sido indiferente a Teddy, desde entonces habría contado con la admiración del chiquillo. Pero como Dan había sido siempre el ídolo del «león», aquellas piruetas acabaron de entusiasmarle.

También Jo se animó. Por un momento añoró aquellos tiempos en que era una revoltosa muchacha, que habría corrido a pedir a Dan que le enseñase aquellas habilidades.

―Es realmente maravilloso. Mejor que un número de circo. Me figuro que Nan deberá trabajar mucho componiendo huesos rotos. Lo digo por Tom. Mírale, mírale.

El profesor miró hacia donde estaba Tom. Vio al joven mordiéndose los labios y malhumorado ante las exclamaciones de entusiasmo con que Nan coreaba la exhibición del jinete. Sí, Tom probablemente querría imitarle.

Después de un corto galope de la yegua negra, Dan desmontó de un limpio salto ante el grupo, que prorrumpió en aplausos y felicitaciones. Teddy no tardó en pedir que se le dejase montar, a lo que accedió Dan porque Octto era tan dócil y manejable como briosa y veloz.

El ejemplo habría sido imitado por todos, pero llegaron los bártulos de Dan, que contenían los regalos, y eso fue lo que entonces acaparó la atención general.

―No me gusta llevar peso cuando viajo ―aclaró Dan―. Pero esta vez es distinto. Os iba a ver a vosotros, tenía dinero… y me he cargado como una acémila.

Así era. De los amplios baúles fueron saliendo cosas y cosas, que entusiasmaban a la concurrencia. Unas por su rareza, otras por lo valiosas; todas tenían algo interesante.

―Esa piel de lobo de las praderas será una alfombra para tía Jo.

―Es muy bonita, Dan. Me gusta muchísimo.

―Esa otra de oso pardo para el despacho del profesor.

El señor Bhaer acarició aquel pelaje con auténtica complacencia.

―Esos son trajes de indio. Auténticos. De piel de ante, adornados con abalorios y rabos de raposa.

Un momento después Teddy, Rob, Jossie y la misma Bess estaban más o menos vestidos con aquellos trajes o llevando las clásicas plumas. Teddy estaba armando un ruido fenomenal lanzando grandes alaridos que querían ser indios y bailando a grandes saltos, blandiendo hachas y arcos con flechas.

Dan sacó también una serie de hierbas medicinales, cuyo secreto sólo conocían los indios, delicados y curiosos trabajos en madera, mantas indias de tejido multicolor y originales dibujos, exóticos pájaros disecados, muestras de minerales para el profesor, puntas para hachas y flechas de sílex. Para Laurie había también unos melancólicos cantos indios grabados en unas tiras de corteza de abedul.

También salió la anunciada y esperada cabeza de búfalo. Enorme, majestuosa. Fascinaba por el poder que representaba, aunque a Bess no le hizo ninguna gracia. Para ella había también unos idolillos de barro cocido, policromados con tinturas vegetales.

Observando aquel despliegue de pieles, trajes, animales disecados, vestidos, armas e ídolos indios, el perrazo Don y la yegua Occtto, Jo sonrió con buen humor.

―Ya sólo faltarían unas tiendas.

―… y traigo dos ―interrumpió Dan, con acento burlón.

―Bueno, pues las dos tiendas plantadas por ahí y un asado campestre. ¿Qué nos darían tus amigos los Montana, Dan?

―Para obsequiaros os darían lengua de búfalo asada, jamón de oso, tuétanos con miel y frutas ácidas de las praderas. Para beber, agua limpia de los arroyos.

Aquél fue el principio de las vacaciones. Ruidoso, alegre y movido, como presagio de lo que habían de ser los días venideros.

Entre Dan y Emil animaron aquella pequeña colonia. Algunos colegiales, cuyas familias vivían muy distantes y estaban faltos de recursos para ir de vacaciones, se quedaron en Plumfield. Otros fueron acomodados en el «Parnaso» y todos se esforzaron en hacerlas gratos aquellos días.

Emil se encontraba tan a gusto entre los chicos como entre las chicas. Su carácter alegre le abría siempre un hueco. Dan sentía cierto respetuoso temor de las «lindas estudiantes». Cuando estaba ante ellas, y era frecuentemente porque ellas le buscaban, se sentía cortado, como inseguro. Eso era debido a que quería aparecer como un hombre bien educado y, por temor a soltar alguna inconveniencia, se retenía demasiado.

Aunque con ellas hablase poco, le encontraban simpatiquísimo. Le llamaban el «español», debido a sus ojos negros y a su tez morena. Pero Dan no se sentía expansivo.

Los paseos a caballo o en barca, las excursiones, las veladas musicales, algún baile al aire libre y las representaciones teatrales se sucedían en cadena. Nunca faltaba motivo de diversión y distracción.

Incluso Bess, por complacer a su padre, dejó de pasar horas y horas modelando en el estudio y colaboró activamente en las diversiones comunes. Pronto adquirió mejor color por aquella vida al aire libre.

Teddy se estaba revelando como un jinete de innatas condiciones y, en cuanto le dejaban, intentaba una y otra vez emular las exhibiciones de Dan con su montura.

Quien salía ganando era Jossie, que se veía libre de las travesuras y pullas del muchacho pelirrojo.

Rob, siempre pacífico, encontró amplia ocasión para practicar en la fotografía. Armado con su cámara y trípode, se fue ganando la admiración de todos por las cada vez más logradas fotografías, en las cuales ponía el gusto de un artista en la selección y composición, y el cuidado de un técnico en el revelado. Su modelo favorita era la lindísima y espiritual Bess.

Nath preveía, deseaba y temía su próxima partida. Por eso aprovechó al máximo las ocasiones de estar junto a Daisy. Faltaban sólo unos siete días para la partida del Brenda, y el tiempo pasaba rápidamente.

Llegó el momento de la partida de Nath. Dan, que ya estaba impaciente por reanudar su vida aventurera, anunció que le acompañaría y que luego marcharía por las suyas.

Por esta doble marcha se organizó un baile de despedida, que se celebró en el «Parnaso».

Tom se presentó ante Nan. Iba radiante de alegría por la oportunidad de bailar con ella. Se había esmerado de tal manera, que parecía un figurín. Pero Nan arrugó la nariz ante su presencia.

―¡Por Dios, Tom! ¿Eres tú quien huele así?

El muchacho enrojeció de placer, porque creyó que era una lisonja.

―Sí. Me he puesto un poco de cosmético para mantener el peinado y… ya ves.

―¿Un poco dices? ¡Si huele que apesta! Te habrás puesto un tarro, ¡seguro!

La sonriente cara de Tom se cambió instantáneamente por otra de aturdimiento. Tímidamente balbució:

―¿Tú crees que he puesto demasiado?

La respuesta de Nan fue concluyente. Con gran energía movió su abanico para alejar aquel perfume envolvente, y con voz firme dictó la sentencia:

―No intentes bailar conmigo. Ni te acerques siquiera. Me marearía.

El martirio de Tom aumentó aún cuando llegó Dan. Como no había tenido tiempo de encargarse un traje más apropiado para el baile, se le ocurrió vestir las ropas de charro mejicano que poseía. Su éxito fue total. Aquel traje negro recamado de bordados plateados, camisa blanca de encaje, fajín de seda roja y ancho sombrero le daban un aspecto interesantísimo. Al andar con pausados y elásticos pasos tintineaban las espuelas de plata y sus ojos parecían aún más negros que de ordinario. Desde que entró en la sala fue el centro de las miradas femeninas.

Emil tenía también un gran éxito. Los uniformes siempre gustan a las mujeres, especialmente cuando quien los lleva es un apuesto joven, alegre, bullicioso y excelente bailarín.

Jo, Meg y Amy procuraron animar a los remisos, a los tímidos. Las hermanas bailaron con ellos para que tomasen confianza. Cuando la tomaron, empezaron a bailar con entusiasmo de tal forma que los pisotones y empellones se sucedían sin interrupción.

También el profesor Bhaer y el señor Laurie dedicaron especial atención a las chicas menos agraciadas, vestidas con poca elegancia, o simplemente aquellas que la juventud, más egoísta, tenía un poco olvidadas. Era de admirar la exquisitez con que lo disimulaban.

Cansados de aquel trajín, Jo y Laurie se encontraron en un aparte.

―Tomémonos un respiro, Jo. Lo merecemos. Mientras, podemos contemplar unos cuadros que acabo de adquirir.

―Me parece excelente. Me han zarandeado tanto para bailar que me duele todo el cuerpo.

Desde la sala de música y encuadrados por el marco de un ventanal vieron a un interesante grupo.

Eran el señor March, sentado en la terraza sobre un cómodo butacón; a sus pies, sobre unos cojines, Bess. Y de pie ante ellos, gesticulando con vehemencia, Dan.

―Observa, Jo. Parecen Otelo y Desdémona.

―Así es. El brillante atuendo de Dan y su color cetrino, acentuado por las sombras, su apasionamiento, su voz grave, todo, todo es de un Otelo. Bess, tan dulce, vestida de blanco, de dorados cabellos que la luna ilumina, es una inmejorable Desdémona. ¡Ay! Casi me alegro de que Dan se vaya. Es demasiado pintoresco, demasiado arrebatador. Hay tantos corazones románticos por aquí, que causaría estragos sin proponérselo.

Un poco más allá, en la misma terraza, otra escena teatral. Pero tragicómica. La componían Nan y el inevitable Tom.

―¿Es que se ha herido en la cabeza? ―preguntó alarmado Laurie a Jo.

―¡Qué va! ―respondió ella riendo―. Nan le ha prohibido acercarse a ella porque olía demasiado, y él lo ha solucionado liándose la cabeza con un pañuelo. Lo que no sé es lo que estarán haciendo ahora.

Lo que Nan estaba haciendo era practicar en Tom, por necesidad, sus habilidades médicas.

Sintiéndose romántico, Tom había querido ofrecerle una rosa con tan mala fortuna, habitual en él, que se le clavó una espina. Al muchacho le fue de maravilla, porque ahora su mano estaba retenida por las de Nan, empeñada en sacarle el pincho.

―¿Duele?

―No, Nan. No duele. Me agrada. Me tiraría de cabeza al rosal si tú habías de quitarme los pinchos.

―Pruébalo. A lo mejor entonces tengo un enfermo más grave y te quedas como un cactus.

―¡Oh, Nan, porque no…!

―Por favor, Tom No acerques a mí tu perfumada cabezota. Me marea, ya te lo dije. En una cabeza, Tom, lo importante no es lo de fuera, sino lo de dentro.

―En mi cabeza, como en mi corazón, estás tú.

Jo y Laurie apenas podían contener la risa.

―Deberías intervenir, Jo. Aconseja al muchacho que deje de insistir. Está haciendo un papel demasiado ridículo.

―Ya se lo he insinuado muchas veces, pero es constante y tenaz hasta la ceguera. Necesita alguna emoción fuerte.

Jo y Laurie siguieron su paseo. Poco después se detuvieron un momento para contemplar a Teddy.

―¡Vaya, ya está haciendo alguna de las suyas! ―se lamentó la madre.

―Espera, espera. Veamos en qué consiste.

Teddy estaba sobre un taburete, sosteniéndose sobre un solo pie. La otra pierna la tenía levantada hacia atrás, el cuerpo proyectado hacia adelante y las manos en actitud de querer alcanzar algo lejano. Jossie y dos amiguitas comentaban alegremente aquella exhibición.

Laurie, que en todo veía algo artístico, comentó:

―Se diría que es Mercurio intentando volar.

Si lo intentaba o no quedó en el secreto. Porque súbitamente cedió el taburete ante el peso del «león» que cayó tan largo como era. Con la misma rapidez se levantó, pero el taburete quedó prendido en su pierna, por más que con alocados gestos y grandes aspavientos intentó quitárselo.

Al oír las risas de Jossie y sus amigas, Teddy convirtió hábilmente su estéril lucha en una danza salvaje. Jo le miraba con una mal reprimida sonrisa.

―Es un auténtico potro por domar.

―Puede que tengas razón. Pero en todo caso, un auténtico potrillo pura sangre. Tiene carácter y no se arredra por nada.

―Estos «cuadros» que acabamos de ver enmarcados por las ventanas ―dijo Jo― son cuadros de vida y animación. Tal vez en algún libro salgan reproducidos algún día. Me has dado una buena idea.

Jorge «Relleno» y Dolly también asistieron a la fiesta. Aposentados en un rincón, junto a una mesa atiborrada de golosinas, se dedicaron durante la velada a comer y criticar.

Se esforzaban en aparentar finos modales y en hablar en forma distinguida, pero sus intentos se contradecían con la prisa y voracidad con que engullían sin parar. A pesar de todo, para ellos todo resultaba vulgar, basto y pueblerino.

En otro rincón tuvo lugar una conversación muy interesante.

―¡Es una fiesta magnífica! ―exclamó una muchacha mirando admirativamente a su alrededor―. ¿Te diviertes?

―Sí. Pero es que en esta casa es todo tan elegante, que aún con mis mejores vestidos me encuentro ridícula.

―Deberías pedir consejo a la señora Brooke. Conmigo fue muy atenta. Parece «imposible la maña que tiene. Con un par de retoques que me indicó, mi vestido parece realmente otro. Tiene un gusto exquisito en todo y se desvive por ayudar.

―Realmente resultas monísima con este vestido. Seguiré tu consejo y preguntaré a Meg. En realidad, ya me aconsejó en otros problemas y a Mary Clay también.

―A mí me aconsejó gimnasia. Me daba mucha rabia, porque me estaba poniendo como un tonel. Pero ahora ya lo digo tranquilamente porque lo he podido evitar.

―Son toda la familia muy buena gente. El señor Laurence paga todas las cuentas de Amelia Merril. ¿No lo sabías? Cuando su padre se arruinó, ella se vio obligada a dejar el colegio. Pero el señor Laurence corre con todos los gastos.

―¿Y el profesor Bhaer? ¿A cuántos chicos da clase gratuitamente por las tardes en su casa? A muchos, no lo dudes.

En la terraza fue reuniéndose un grupo numeroso. Cómodamente sentados en los peldaños de la escalinata, daban cuenta entre bromas de una suculenta cena fría.

Con su habitual sinceridad, Nan dijo:

―Lamento de veras que estos chicos se vayan. Vamos a estar aburridísimas.

―Yo también. E incluso Bess, que exige que los hombres sean un modelo de elegancia, hace un momento se lamentaba de lo mismo ―contestó Daisy.

―Allí está hablando con Dan. ¡Hay que ver lo que ha cambiado Dan! ¿Te acuerdas que siempre nos perturbaba con sus bromas? Decíamos que acabaría siendo pirata. Ahora me parece el más guapo y distinguido de la reunión.

―No estoy de acuerdo, Nan ―contestó la enamorada Daisy―. A mí me gusta mucho más Nath. Encuentro muy atractivo a Dan, lo confieso, pero me cansa con su desbordante energía.

―Eso es precisamente lo que me encanta ―interrumpió Nan con entusiasmo―. Un hombre debe ser fuerte, tenaz, activo, enérgico, audaz y si me apuras un poco… tal vez hasta un poquitín pendenciero. Sólo a un hombre así se le puede dar el título de «rey de la creación». En cambio, fíjate en Tom…

―Es un buen muchacho.

―Sí. Lo es. Nunca lo he puesto en duda. Pero ¿qué es lo que hace? Está perdiendo el tiempo, convirtiéndose en el hazmerreír de todos. No creas que no lo siento, no. Por mi gusto, ningún chasco le daría, pero si le trato con simpatía se forja esperanzas y vuelve a la carga sin darse cuenta de la realidad. Si le rechazo, ¿qué hace entonces? Se lamenta y enfurruña, como un niño que no le dan la golosina que quiere. La vida es lucha. Y el hombre debe luchar.

―La mayoría de las chicas desearían un enamorado tan fiel y constante ―aseguró Daisy―. Es muy bonita esta fidelidad.

―Lo juzgas así porque eres una sentimental. Los hombres deben volar por su cuenta. Estoy convencida de que a Nath le irá bien. También Tom debiera hacer lo mismo en lugar de estudiar Medicina sin vocación.

―¿Tú crees?

―No lo dudes. Los hombres deberían demostrarnos de lo que son capaces y dejamos a nosotras que también lo demostrásemos, antes de que se convirtieran en unos amos absolutos y las mujeres en esclavas. Como aún no se hace así, se producen muchos errores.

―Estoy de acuerdo ―exclamó solemnemente Alicia Heath, una joven que como Nan tenía un carácter firme―. Que se den oportunidades a las mujeres para que demuestren su valía. Y la demostraremos sin duda alguna.

―¡Enarbolad la bandera de la igualdad, mujeres! ―arengó John «Medio Brooke»―. Luchad por vuestros derechos y contad con mi leal colaboración y ayuda.

Su gesto teatral hizo reír a todos. Luego añadió:

―Aunque si en la vanguardia de las mujeres van Alicia y Nan, toda ayuda sobra.

―Gracias, John. Eres un buen chico. Admiro a los hombres sinceros que saben aceptar que no son dioses. Hay que verlos enfermos como yo los veo para darse cuenta de su verdadero valor, de su fortaleza.

―¡Así se habla! ―coreó John por seguirle la corriente.

Nan siguió hablando con calor del derecho de las mujeres. Unos aprobaban, otros disentían, y todos armaban gran revuelo.

Emil buscaba gresca con humorísticas intervenciones. Dan observaba, gozaba con aquel despliegue de energía.

―Vamos a ver ―siguió Nan―, parece que todos estamos aquí. Someteremos la cuestión a votación. Dan y Emil piensan como nosotras. No en vano han recorrido medio mundo; Tom y Nath han tenido hermosos ejemplos para decidirse también; de John y de Rob estamos orgullosas, y ellos están de acuerdo; Ted es un inconstante, y en cuanto a Dolly y Jorge, aunque ellos piensen ser unos grandes hombres, aún están por formar. Empecemos por el «Comodoro».

―Estoy dispuesto.

―¿Crees en el derecho de las mujeres?

―Creo. Tanto es así que estoy dispuesto a cambiar mis marineros por mujeres. Si ellas nos guían para volver a tierra, también nos guiarían en el mar.

―Muy bien, los marinos han sido nobles y generosos. Ahora tu, Dan. ¿Te parece justo que nos igualemos a vosotros?

―Sin dudarlo. Y desafío a quien diga lo contrario.

Nan sonrió a Dan con complacencia. Le agradaba aquella firmeza.

―Ahora le toca a Nath. Tal vez piense lo contrario, pero no se atreverá a decirlo. Sin embargo, yo espero que nos defienda ahora con su voto sin esperar a que la batalla ya esté ganada. Porque entonces ya no tendría mérito.

Nan dijo aquellas palabras para espolear a Nath. Quería que reaccionara de su abulia y languidez. Sin embargo, le dolió haber dicho aquello.

Nath enrojeció vivamente. Luego, con conmovedora expresión contestó:

―Sería el más ingrato de los hombres si no deseara lo mejor para las mujeres. Porque a ellas debo cuanto soy y todo cuanto podré ser en la vida.

Las muchachas aplaudieron y Nan le arrojó un ramo como premio, porque también se había emocionado.

Luego, adoptando un tono solemne, casi judicial, Nan interpeló a Tom.

―Tomás Bangs, diga la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad… si es que puede.

Tom se esforzó en seguir la broma. Levantó la mano con solemnidad como dispuesto a jurar.

―Creo en las mujeres, en su entereza, en su valor y en su inteligencia. También creo en su resistencia. Y estoy dispuesto a morir por ellas. Especialmente por una…

Todos rieron ante la clara insinuación de Tom. Pero Nan no se inmutó.

―Morir, morir. Los hombres siempre hablan de morir por nosotras las mujeres. Morir es muy cómodo. Cuesta más vivir, luchar cada día. Prometed a las mujeres que las haréis felices y cumplidlo. Morir por ellas sería dejarlas viudas… y desprestigiar a los médicos.

Como siempre que se enfrentaba con Nan, Tom quedó corrido, sin saber qué responder. Ella lo advirtió y puso fin a la cuestión.

―De todas formas, aprobado, Tom. Es satisfactorio ver que Plumfield va a dar al mundo seis hombres. Espero que ninguno de los seis nos defraudará. Y ahora, a bailar de nuevo. Pero cuidado con las bebidas frías; cuando mejor van causan descomposición.

Aquellas últimas palabras de Nan fueron una ducha helada para el romántico Tom. Pero ella era así: desconcertante.

VI. Últimos consejos

El día de la partida era domingo. En grupo se encaminaron a la iglesia disfrutando en su paseo de un tiempo magnífico. Daisy se quedó en casa alegando jaqueca. Jo comprendió que era la congoja de la próxima partida de su amado lo que tenía, y se quedó junto a ella.

Antes, Meg habló claramente:

―Daisy sabe bien cuáles son mis deseos y puedo confiar en ella. De Nath debes encargarte tú, Jo. Hazle comprender bien claro que no me gustan ni deseo estos amoríos y que si no lo comprende así me veré obligado a prohibir toda correspondencia.

―No te preocupes, Meg. Hablaré con Nath. En realidad ya quería hacerlo, lo mismo que con Emil y Dan. Puedes marchar tranquila a misa con tu John, que más parece un novio que un hijo tuyo. Porque hoy estás guapísima y más joven que nunca.

―Me halagas para ayudar a Nath. Pero en eso no transijo. Lo sabes muy bien. De modo que haz lo posible por complacerme.

―Descuida, hablaré con el chico.

No tuvo que esperar mucho Jo para hacerlo. Poco después de haber marchado Meg del brazo de su apuesto John apareció Nath. En su paso había algo furtivo. Deseaba aprovechar los últimos momentos para estar con Daisy.

Jo le vio y le llamó. Nath no tuvo más remedio que acudir a su lado.

―Siéntate un momento, Nath. Aquí en la sombra es―taremos bien y podremos charlar un rato.

―Con mucho gusto ―contestó él, por compromiso.

―Apenas he tenido tiempo de enterarme de tus planes y me gustaría conocerlos.

―Aspiro a grandes cosas, que sé que me costarán. Como sé muy bien que si puedo empezar a luchar por ellas es gracias a lo que usted y el señor Laurie hacen por mí.

―No debes dar gracias con palabras, sino con actos. En tu carrera encontrarás muchas tentaciones, de las que sólo tu buen juicio podrá librarte. Es una ocasión que tienes para demostrar lo que valen tus principios. Como todo el mundo, cometerás equivocaciones, pero debes aprender a corregirte a tiempo. Procura estar siempre en paz con tu conciencia, hacer fuerte tu ánimo contra la adversidad y ser tan sencillo y afectuoso como ahora. Esto es lo importante.

―Lo procuraré, mamá Bhaer. Tal vez no llegue a ser un genio de la música. No lo sé. De lo que sí estoy convencido es de que no cambiará nada en mi corazón. Usted sabe que lo dejo aquí.

Sin poderlo remediar, Nath dirigió una esperanzada mirada hacia la ventana, tras la cual pensaba podía estar Daisy.

―Precisamente quería hablarte de eso. Voy a decirte algo que tal vez sea un poco duro. Tú me lo perdonarás, porque sabes que yo simpatizo lealmente contigo.

―¿Va la hablarme de Daisy? sí, hábleme del ella!

―Escucha bien. Voy a tratar de darte un consejo y un consuelo al mismo tiempo. Todos sabemos que Daisy te quiere. Todos sabemos también que su madre se opone a vuestras relaciones. Ella obedecerá a su madre. Los jóvenes pensáis que vuestros sentimientos son eternos. La realidad es que nadie muere de amor.

Al decir esto Jo sonrió pensando que en otras circunstancias consoló a un enamorado, que había olvidado ya sus penas.

Nath no contestó. Solamente negó con la cabeza.

―Pueden ocurrir dos cosas, más que probables. Que te enamores en Alemania o que te entusiasmes tanto con la música que olvides este amor que ahora tanto valoras. Además, también es muy posible que Daisy te olvide con el tiempo. Por eso os aconsejo que no os prometáis nada. Que ambos quedéis libres, como dos buenos amigos. Luego, el tiempo dirá.

Nath levantó la mirada. En su expresión había tristeza e incredulidad.

―¿De verdad cree que las cosas van a suceder así? ¿Que se olvida cuando se ama de veras?

Jo no se atrevió a afirmarlo, porque realmente no lo pensaba. El muchacho se animó ante aquel silencio.

―Entonces, si estuviera en mi lugar, ¿qué haría usted?

Jo estaba desconcertada. No sabía qué decir, porque simpatizaba con aquel sentimiento.

―Te diré lo que haría en tu lugar. Diría: «La madre de Daisy me rechaza. Yo conseguiré que se sienta orgullosa de darme su hija. Seré un gran músico para y por ella». Eso haría. Y si a pesar de intentarlo con todas las ansias no lo conseguía, algo habría logrado: ser mejor, valer más.

―Eso es lo que pensaba hacer. Lo que haré. Pero me gusta oírselo a usted. Es como una puerta abierta a la esperanza. Me doy perfecta cuenta de lo que sienten por mí. No olvidan que fui recogido por caridad, que mi padre fue músico ambulante; que pedía limosna. Pues bien, si antes fuimos ricos y por los reveses de la fortuna nos vimos en tal situación, ningún Blake cometió nunca nada deshonroso. Y no voy a cometerlo yo, pase lo que pase. De eso pueden estar todos muy seguros.

Nath hablaba con un calor y una energía extrañas en él. Jo pensó si estarían todos algo equivocados con él. Tal vez ese amor fuese el acicate que el muchacho necesitaba para salir de su indolencia.

Pero estaba ya tan excitado que procuró calmarle:

―Hazlo así, Nath. Nadie podrá negar entonces tu mérito y estoy convencida que mi hermana te verá con otros ojos. ¡Ánimo, muchacho! Alégrate. Escríbeme semanalmente. Yo te contaré todo cuanto pase en este lugar. Y, cuando escribas a Daisy, ya sabes, como a una amiga. Lo demás debes ganarlo a pulso.

―Lo ganaré. Trabajaré sin descanso.

―Pero no vayas a enfermar.

―Descuide. Tengo en cuenta sus consejos. ―Y el muchacho señaló el libro de consejos que Jo le había dado la víspera.

La señora Bhaer aún añadió otros de palabra. Luego se interrumpió al ver llegar a Emil.

―Bueno, ya nos hemos desahogado, ¿eh, Nath? Ahora quisiera hablar un momento con el «Comodoro». Puedes ir a hablar un ratito con Daisy.

Nath no se lo hizo repetir. Salió corriendo.

Emil estaba de broma, como siempre.

―¿Por qué no vienes conmigo, tía? A bordo estarías como en casa. Cuando atracásemos, verías otros países.

―Yo ya estoy anclada aquí. Soy un barco viejo.

―¿Viejo? ¡Ni soñarlo! Pero ¿sabes? Una cosa me gusta. Eso que no estropeas las despedidas con lágrimas.

―¿Para qué? ―bromeó Jo―. Las lágrimas son gotas de agua salada. Y un marino ve tantas que ya no les prestaría atención. Cuando tengas un barco propio, efectuaré un viaje contigo. Lo deseo de verdad.

―Si llego a tener un barco, su nombre será Jovial Jo. Tú serás la madrina y presidirás el primer viaje.

―Siempre he soñado con un viaje por mar. También en vivir un naufragio en un mar embravecido…

―Si ése es tu gusto procuraremos complacerte. El capitán dice que le traigo la suerte y el buen viento. Será cuestión de esforzarse para proporcionarte una tormentita.

―Todo lo tomas a broma, Emil, y eso es bueno en ocasiones. Pero ahora vas a embarcarte como oficial. Tu deber será mandar, no sólo obedecer. ¿Estás preparado debidamente? Mandar cuesta más. Es de mayor responsabilidad. No debes permitir tampoco que el poder te convierta en un tirano.

―Pierde cuidado. Ya tengo experiencia en viajes anteriores. Procuraré conseguir que me quieran, no que me teman.

―Obedece al capitán. No hacerlo sería insubordinarte y por este camino nunca llegarías a serlo tú.

―Descuida, tía. Seré un buen oficial. Más adelante un buen capitán. Y te llevaré. Queda decidido.

―Otra cosa quiero decirte. Leí en algún lugar que todas las cuerdas de los barcos de la armada británica llevan trenzado un cordelito rojo que las identifica dondequiera que estén. La virtud, la honradez, el valor y la buena reputación, o sea, todo lo que forma el carácter de una persona, es ese cordelito encarnado que señala al hombre bueno dondequiera que se encuentre. Trata de que se te conozca por tu conducta en todas partes y en todas las ocasiones. La vida del mar es dura, ya lo sé. Pero siempre se puede ser un caballero. Tanto como tu cuerpo, cuida de tu alma. Y cumple tu deber hasta el fin.

Emil oyó aquellas palabras completamente serio. De pie ante Jo, con la gorra en la mano, casi firme. Luego contestó con acento seguro:

―Así será, si Dios quiere.

Poco después la señora Bhaer terminó con Emil para aprovechar la circunstancia de que Dan se acercaba.

―Ven aquí, Dan. Después de tu paseo te vendrá bien sentarte un rato.

―No quisiera molestar. En realidad no estoy cansado en absoluto.

―Tengo ganas de charlar. Como buena mujer…

―Como guste. ¿Sabe una cosa? Llega el momento de la marcha y no parece alegrarme demasiado. Como si no lo desease.

―Te estamos civilizando, Dan. Ésa es la causa. Llegará el momento en que desearás echar raíces.

―Eso pienso también. Parece que me canse de estar siempre solo. Incluso pienso si no me habré equivocado desechando los libros por sistema. Ahora tendría una cultura. En cambio…

La señora Bhaer tuvo dificultades en disimular su sorpresa. Porque sorprendente era ese súbito afán de Dan por los libros y la cultura.

―Ahora lo ves así, Dan, porque vas cambiando. Pero un tiempo atrás, lo que realmente precisabas era expansionar tu caudal de energía, dar suelta a tu inquietud. Lo que pasa es que ahora vas viendo las cosas de otra manera. Tiempo llegará en que estaré absolutamente orgullosa de ti.

A Dan le agradó aquella afirmación, pero no lo creía posible y lo dijo sinceramente.

―No creo que llegue ese día. Aún soy medio salvaje. Intento establecerme, pero termino cansándome del ocio y emprendiendo una nueva aventura. No me extrañaría nada que cualquier día ocurriese algo.

Jo se inquietó.

―Imagino que habrás tenido alguna aventura peligrosa, Dan. No quiero preguntarte si tú no me lo cuentas por propia iniciativa. Pero si pudiera ayudarte en algo…

―No hay que darle demasiada importancia ―se excusó Dan―. Aunque confieso que Frisco no es precisamente un nido de ángeles.

―Ese dinero que has traído, ¿lo has ganado en el juego?

―No. En el juego gané mucho dinero. Pero acabé por perderlo todo. Éste que he traído lo gané especulando, que no deja de ser un juego, pero de categoría. El otro juego lo dejé antes de que fuese demasiado tarde. Las cartas son mala compañía.

―Gracias doy a Dios porque lo decidiste. No vuelvas a jugar. Si sintieras esa tentación, aléjate a tus praderas, a tus montañas. Ésa es una pasión que lleva a todo lo peor.

―Por este lado no hay cuidado. Ya estoy bien escarmentado. Lo que realmente me preocupa es mi carácter. Cuando me excito, no me contengo. Bien está que uno se lie la manta a la cabeza cuando lucha con un búfalo. Pero con un hombre ya es distinto. Quisiera dominarme más, porque temo que algún día mate a alguien. Por ejemplo: me sacan de quicio las personas falsas, los hipócritas.

―Esta agresividad la tienes de pequeño. Comprendo bien lo que eso representa, porque también yo he debido luchar para dominarme. Pero por mucho que te cueste, debes conseguirlo. No se puede permitir que por un momento de ira o de ofuscación se pierda toda la labor de una vida. Te aconsejo como a Nath. En los momentos difíciles, la oración es un buen consuelo y la mejor ayuda.

―Con sinceridad debe confesar que rezo pocas veces. Pero procuro dominarme todo cuanto puedo. Lo mejor será que me vuelva a las Rocosas y no regrese hasta que esté manso como un cordero.

―O bien todo lo contrario. Que procures alternar con personas de verdadera categoría moral que te vayan puliendo. A mí me parece que con nosotros no has estado violento, ¿verdad? Eso es porque te hemos tratado con cariño, con lealtad y con sencillez.

―No crea que no lo agradezco…

―Cuanto te vayas procura leer mucho. Yo te proporcionará ahora algunos libros.

Ambos se encaminaron hacia los estantes llenos de libros.

―Escoja libros de viajes y aventuras. No me dé libros piadosos, porque no los leo con gusto.

Jo se volvió y le miró serenamente.

―Dan, no te esfuerces en aparecer peor de lo que eres. Ni hables con desprecio de las cosas buenas. No vayas a abandonar la religión por una falsa vergüenza, que sólo sienten los hombres sin carácter. No es necesario hablar de religión a todas horas. Basta que obres de acuerdo con, ella y le tengas abierto siempre el corazón para todo lo bueno que de ella pueda venirte. No rechaces esta esperanza. Ella te ayudará a superarte.

La mirada de Dan se dulcificó bajo las palabras de Jo. Tenía en realidad un corazón bueno y generoso, pero a sus rudas maneras parecía estorbarle cualquier concesión de tipo espiritual.

Jo prosiguió; sabiendo que había llegado a la conciencia del muchacho:

―En tu equipaje he visto aquella Biblia que te regalé. Me alegra que la conserves. Pero más contenta estaría si se viera menos nueva, más usada. Haz una cosa por mí, Dan. Muy poca cosa. Prométeme que cada domingo, estés donde estés, la leerás un ratito. Siempre te enseñará algo. Siempre te guiará. ¿Lo harás, Dan? No te pido mucho.

―Lo haré ―y en el rostro de Dan nació una amplia sonrisa, sincera, como todas sus reacciones. Jo no quiso hablar más. Se consideraba dichosa con aquella seguridad.

Por eso dejó los sermones y consejos y se dedicó a elegir algunos libros. Dan también curioseó en la biblioteca.

―¡Vaya! aquí está Sintram. Recuerdo que ése era uno de los pocos cuentos que me gustaban cuando niño. ¿Se acuerda usted?

Jo tomó el libro. Mientras lo hojeaba deteniéndose en las láminas fue trazando una comparación.

―Tú y Sintram tenéis muchas analogías. Como él, tú debes luchar solo. Tus enemigos son el pecado y las pasiones; el mal espíritu te hace andar errante por el mundo en busca de fuer» za y paz. Incluso como Sintram tus dos compañeros son una yegua y un perro: Octto y Don. No tienes armadura para defenderte, como él, pero acabo de aconsejarte una que te irá maravillosamente: la Biblia. ¿Recuerdas que Sintram luchaba por su madre? Lucha y vence por ella, Dan.

Era conmovedor ver aquel hombrón, ganado por aquellas sugerencias; Sin embargo, se resistía. Quería aparecer duro, escéptico.

―No es posible que tengamos el mismo fin Sintram y yo. Él encontró a su madre, yo…

―… a ti te espera en el cielo.

―¡Bah! No me convence esa idea. ¿Por qué había ella de esperarme?

―¿Preguntas por qué, Dan? Yo te lo diré. Porque las madres nunca olvidan, si son buenas. Y la tuya lo era. Ella huyó lejos de tu madre para salvar a su hijito, para salvarte a ti, de su mala influencia. Si ella viviera todavía, tu vida habría sido mucho más feliz, Haz que su enorme sacrificio no haya sido estéril.

Sorprendida por el silencio de Dan, Jo le miró. Por un instante pudo ver una lágrima rebelde deslizándose por su mejilla curtida.

Al sentirse observado, con un enérgico restregón Dan la hizo desaparecer al momento.

―Bien, me llevaré el libro y lo leeré. Me gustaría encontrar a mi madre donde quiera que ella esté. Pero duda que sea posible…

―Llévatelo y ten la seguridad de que «tus dos madres» pensaran siempre en ti.

La partida de los viajeros fue muy emocionante. Numerosos pañuelos agitados con emoción los despidieron. Ellos correspondían mientras se alejaban, dedicando sus postreros adioses a mamá Bhaer.

Jo se enjugó unas lágrimas. Casi murmurando dijo:

―Tengo el presentimiento de que a uno de los tres ya no volveré a verle… o le veré totalmente cambiado. ¡Que Dios los guarde!

VII. El león y el cordero

La marcha de los tres jóvenes fue la señal para una desbandada casi completa.

El profesor llevó a Jo a las montañas para que descansase. Los Laurence se tomaron unas vacaciones en la orilla del mar. La familia de Meg y los hijos de Jo se turnaban en la vigilancia y cuidado de las casas, en Plumfield, entre visitas al mar o a la montaña.

Cuando ocurrieron los sucesos que vamos a relatar, en Plumfield estaban Meg, Daisy, Rob y Teddy. Los dos muchachos acababan de regresar.

Como Nan había ido a pasar una semana con su amiga, y John y Tom estaban de excursión, el lugar había quedado desierto.

El hombre de la casa era Rob que ayudado del viejo Silas estaba de vigilante general.

Tal vez fueran los efectos del aire de mar, pero el caso es que Teddy estaba más revoltoso que nunca. Meg andaba literalmente de cabeza a causa de las travesuras de su sobrino. Octto, la yegua de Dan que estaba temporalmente a su cuidado, estaba rendida de cansancio porque «el león» no le daba tregua. El perro Don estaba ya cansado de lucir sus habilidades ante el muchacho y se rebelaba gruñéndole.

―Me parece que este perro está enfermo. No obedece ya, apenas bebe ni come. Mira que si le ocurriese algo… ¡Dan nos mataba!

―Debe ser el calor. Pero es posible que añore a su amo. O tal vez presiente que a Dan le ha ocurrido algo. Yo he oído decir que los perros…

―¡Bah! ¿Cómo puede saberlo el perro? Lo que pagó que se está acostumbrando a la vida de holganza. ¡Eh Don, ven acá!

―Déjalo, hombre. Mañana podemos llevarlo al veterinario. Él nos dirá si está enfermo.

Pero Teddy ya estaba lanzado, y no atendió a razonamientos. Intentó hacerse obedecer sin conseguirlo. Insistió varias veces ordenando con severidad. Pero el perro estaba irritado y no hacía más que gruñir.

―De manera que no obedeces, ¿eh?

Teddy se había ofuscado ya. Cogió un palo que tenía al alcance y se dirigió hacia Don. El perro se le enfrentó, gruñendo sordamente. Pero el muchacho estaba ciego a cuanto no fuera su propósito. Sin ver el peligro que ello podía representar siguió en su intento.

―¡Deténte, Ted! ―gritó Rob.

Y viendo que su hermano no le hacía ningún caso, porque ya hurgaba al perro con el bastón, se puso frente a Don para impedir fuese maltratado.

―Me plantas cara, ¿eh? Tú verás ahora.

Con rapidez Teddy sujetó a Don con la cadena. El perro pareció desconcertado, porque sólo había sido sujetado así un par de veces por su amo. Sele erizó el pelo y hasta tembló de rabia.

―Vamos a ver ahora. Te daré tu merecido.

―¡No le pegues, Ted! ¡Te lo prohíbo!

El pacífico Rob había dado una orden tajante a su hermano. Pero Teddy estaba demasiado enardecido y con el palo golpeó al perro.

Cuando levantaba el brazo para repetir el golpe, Don se abalanzó hacia él, descompuesto por la rabia, aumentada por el hecho de estar encadenado.

Temiendo por su hermano, cegado por la ira, Rob se interpuso con tan mala fortuna que el perrazo cerró sus fauces sobre una de sus piernas, en la que produjo una apreciable herida.

Serenamente, Rob amansó al perro con dulces palabras. El noble animal pareció darse cuenta del tremendo error sufrido, y quedó sumiso a los pies del bravo muchacho.

Luego Rob se dirigió cojeando hacia la casa, seguido de Teddy que estaba consternado.

A solas, los dos hermanos miraron la herida con detención. No era profunda, pero sangraba. Teddy quiso animarle.

―¡Bah, no es gran cosa! Yo me he hecho heridas mucho peores.

―No pienso en la herida. Lo que me asusta es la hidrofobia ―y con toda sencillez, Rob agregó―: Aunque de todas formas, prefiero que me haya mordido a mí que a ti.

Al oír aquella terrible palabra Teddy quedó aterrado.

―¡Oh, no, Rob! ¡No es posible! ¿Qué podemos hacer?

―Hay que llamar a Nan. Está pasando unos días en casa de Alicia. Mientras, me lavaré la herida. No creo que Don esté rabioso, pero se me ha ocurrido la idea pensando que el perro últimamente ha estado algo raro.

Teddy voló al encuentro de Nan, con la que volvió al poco rato.

La muchacha miró atentamente la herida. Luego habló serenamente:

―No podemos esperar a saber si Don está rabioso, ni nos queda tiempo para buscar un médico. Podemos hacer algo, pero me apena hacerlo porque te va a doler.

En aquel momento Nan no actuaba como una profesional. El amor que sentía por los dos muchachos y la ansiedad que veía en sus rostros llevaban las lágrimas a sus ojos.

―Ya lo sé, Nan. Hay que quemar la herida, ¿verdad? Hazlo inmediatamente. Lo soportaré. Pero será mejor que Ted se vaya.

El valor de aquel muchacho, tan tranquilo, tan reposado, era patético. Incluso cuando iba a soportar una dolorosa prueba se preocupaba más de su hermano que de sí mismo.

Teddy, haciendo esfuerzos desesperados por no llorar, afirmó rotundamente:

―Si él lo soporta, yo también lo aguantaré. No quiero irme por nada del mundo. Debo estar con Rob. No faltaría más…

―Muy bien, Ted. Quédate con Rob un momento. En seguida vuelvo.

Era día de plancha y afortunadamente el fuego estaba encendido.

Sin perder un segundo Nan puso un asador en el fuego. Mientras se ponía al rojo vivo, rogó a Dios que le diera fuerzas para soportar la prueba.

Trémula de angustia, Nan procedió a cauterizar la herida. Rob lo soportó con un valor extraordinario y sólo un leve gemido se escapó de su apretada boca. Teddy ayudó cuanto pudo, pero la impresión y el remordimiento pudieron más que su fortaleza y cuando Nan hubo terminado le vio tendido, desmayado, sin haber dicho nada.

Una vez repuesto Teddy, Nan le dio instrucciones:

―Ensíllame a Octto. Iré a ver al doctor Morrison. Tú, Rob, no te muevas en absoluto. Procurad que nadie se entere. Se alarmarían sin fundamento.

Después de una buena galopada, Nan contó detalladamente el accidente y el remedio al doctor, que aconsejó se llevase el perro al veterinario, por si acaso, aunque quitó importancia al asunto.

El veterinario se hizo cargo del perro, y dio seguridades de que no padecía hidrofobia.

Estas autorizadas opiniones tranquilizaron a Nan. Pero quedaba por resolver la cuestión de ocultar el accidente a los demás.

Afortunadamente, el carácter tranquilo de Rob le había acostumbrado a pasar largas horas leyendo en su habitación. Eso le permitió descansar sin que le encontrasen raro.

Teddy era otra cosa. Estaba tan preocupado e impresionado por lo ocurrido y por las terribles consecuencias que podía haber tenido, que a cada paso estaba a punto de delatarse. Nan tuvo que imponerse para tranquilizarle, incluso administrándole algún calmante. Pero no pudo evitar que en el muchacho se produjera una gran transformación. Seguía siendo inquieto, pero cuando la obstinación iba a producirse en él, se sobreponía en el acto, y hacía marcha atrás.

Desde aquel momento, el travieso y revoltoso «león» aprendió a mirar a su tranquilo y pacífico hermano con una admiración, que los que no estaban en el secreto encontraban extraña.

A la vuelta de la familia Bhaer, Jo lo comentó con su esposo.

―Me admira el cambio experimentado por Ted. No sé si atribuirlo a la influencia de Meg, o a las comidas de Daisy. Pero parece otro.

―También Rob parece más sereno y firme. Más hombre. Debe ser que van creciendo.

En un rincón de la estancia, ajeno por completo a la conversación de sus padres, Ted escuchaba atentamente las explicaciones geológicas de Rob, al que tenía pasado un brazo por el hombro. Era una escena inconcebible un tiempo atrás, porque el «león» siempre se había burlado de las pacíficas aficiones del «cordero», que ahora respetaba y casi compartía.

La realidad es que el sereno y callado valor de Rob le habían admirado profundamente.

La ligera cojera de Rob la atribuyeron a una caída casual y sin importancia en la escalera. Así los padres quedaron tranquilos.

El profesor Bhaer los llamó:

―Rob, Teddy, acercaos. Con mamá comentábamos el cambio operado en vosotros. ¿A qué se debe?

―Verás ―dijo Rob enrojeciendo por la mentira, porque nunca mentía―, hemos estado solos estos días. Nos hemos dedicado más el uno al otro…

―… y ¡claro! ―añadió Ted, con cara de inocencia―, estamos más compenetrados.

Teddy lo quiso arreglar mejor aún, sin darse cuenta que se metía en un laberinto.

―Me he dado cuenta de que Rob vale muchísimo más de lo que pensaba y ¡claro!…

―Pues no lo veo tan claro. ¿A causa de qué has podido valorar mejor a Rob? ―preguntó Jo, con agudeza.

―Yo pensé que no era valiente y…

Ted ya empezaba a estar apurado. Sofocado y acosado a preguntas, ya no atinaba a salir del atolladero.

―¿No será que en nuestra ausencia le has atormentado mucho y ahora estás arrepentido, o simplemente temes que nos lo cuente?

Ted calló. Era demasiado noble para mentir y no deseaba decir la verdad. Entonces su madre se interesó más aún.

―Vamos a ver, Rob. Puesto que Teddy no quiere contestar, prosigue tú.

―Mamá es que…

―Deseo que me lo cuentes todo. Algo ha ocurrido y debemos saberlo.

―Contesta a mamá, Rob ―ordenó el profesor.

Procurando quitar importancia a la cosa y, especialmente, disculpando en lo posible a su hermano, Rob contó lo sucedido.

Los padres quedaron aterrados pensando en las terribles consecuencias que el genio y obstinación del muchacho podían haberle acarreado.

«El león» no parecía tal. Avergonzado por su acción, parecía empequeñecido. Por gusto habría desaparecido de las miradas de sus padres, que nunca había visto tan severas.

Jo se abrazó a Rob entre sollozos. Aquella escena aún encogió más a Ted, que se sentía culpable del dolor de su madre, como antes lo fue del de su hermano.

El profesor permaneció sereno y ecuánime.

―Mujer, no te pongas así. Ya todo ha pasado, afortunadamente. En el fondo debemos estar orgullosos del valor demostrado por nuestro hijo. Y si la prueba ha servido para unirlos más…

Jo besó otra vez a Rob. Luego miró a Teddy:

―Ahora comprendo tu cambio. Era el arrepentimiento por tu acción y la admiración hacia el valeroso hermano del que muchas veces te habías burlado. Pero no basta el arrepentimiento; debes hacerte el firme propósito de corregir esta terquedad.

―Sí, mamá. Estoy dispuesto a dominarla.

―Yo te ayudaré. También a mí me costó lograrlo.

Valerosamente, Ted se dirigió a sus padres.

―Podéis imponerme el castigo que queráis, que lo aceptaré de buen grado. Pero perdonadme como ya me perdonó Rob.

―Ya has sido bastante castigado por la preocupación. No hace falta otro castigo.

Sin darse cuenta, los cuatro terminaron abrazados, gozosos de que lo que podía haber sido una desgracia irreparable pudiese atraer, como paradoja, un bien para uno de ellos.

Jo, como siempre, estuvo en todo.

―Me ha admirado también el comportamiento de Nan. Es una gran muchacha con un magnífico carácter. ¿Qué podría hacer para demostrarle mi extraordinaria gratitud?

Teddy explotó:

―Es muy fácil. Procura que Tom la deje en paz.

―No es mala idea ―añadió Rob―. La atormenta a todas horas con su insistencia. Apenas la deja estudiar.

―Me parece excelente. Nadie tiene derecho a estorbarla en su firme propósito de ser médico, para lo que tantas virtudes posee. Ella podría ceder en un momento de cansancio y entonces, ¡adiós carrera! Veremos qué es lo que podemos hacer.

Pero la intervención de Jo no fue necesaria. Sabido es que en materia de amor las intervenciones ajenas tienen poca efectividad.

VIII. La sirenita actriz

Mientras que los dos hermanos habían pasado tan mal trago, Jossie se divertía extraordinariamente en Rocky Nook. Los Laurence sabían convertir el descanso veraniego en algo atractivo en grado sumo.

Bess adoraba a su primita. Por otra parte, Amy estaba decidida a pulirla por considerar que tanto si llegaba a ser actriz como si no, una perfecta educación social le sería muy conveniente.

Jossie y Bess estaban pasando unos días maravillosos. Juegos, excursiones por las vecinas montañas, baños en el mar, largas galopadas y animadas reuniones se sucedían sin interrupción.

Todo el mundo las colmaba de atenciones. Era lógico que no deseasen nada más.

Sin embargo, Jossie estaba interiormente inquieta. La causa estribaba en la señorita Cameron, su famosa e inaccesible vecina.

La señorita Cameron era una actriz de primera categoría. Una auténtica gloria de la escena que después de una cargadísima temporada, y, según se decía también, a causa de un desengaño amoroso, se había recluido a descansar en una magnífica torre cercana a la de los Laurence.

Los tíos de Jossie la conocían bien, pero sabían de su deseo de aislarse, y lo respetaban escrupulosamente. Pero Jossie ardía de, impaciencia por conocerla.

―Tengo que hablar con ella. Deseo conocerla.

―Pero ¿no ves que no desea tratar con nadie?

―Es igual, Bess. Si me las ingenio, tratará conmigo. Por ejemplo, podría subirme a aquel pino que está junto a su verja y dejarme caer en su jardín. O tal vez…, ¡eso!, pasar galopando y hacer que el caballo me derribe ante su puerta. Seguro que me asistiría.

―Pero, Jossie, debes tener juicio.

Jossie continuaba sus fantasías.

―No sería mala idea simular que me ahogo cuando ella vaya a bañarse. Pero no. A lo mejor mandaba un bañista a que me salvase. Y yo deseo entrar en contacto con ella.

―No precipites los acontecimientos ―aconsejaba juiciosamente Bess―, probablemente se presentará alguna oportunidad.

Mientras así hablaban paseaban tranquilamente por la playa, esperando la hora del baño que aquel día tomarían por la tarde, porque por la mañana estuvieron de pesca.

―Podemos ir hacia la roca grande. Allá es donde menos gente hay. Especialmente por la tarde estará casi desierto.

Se encaminaron hacia allá. Jugaron un rato en la arena y después se zambulleron en las transparentes y quietas aguas.

De repente, Jossie se movilizó. Emocionadísima, indicó a su prima:

―Mira, Bess. Allá está. ¿No la ves?

―¡Es la señorita Cameron!

―En efecto, ella misma. ¡Qué suerte! Ahora podré estudiarla detenidamente y ver cómo anda y se mueve. ¡Qué elegancia! ¡Qué finura!

―No debieras escrutar así; Jossie. Eso no es correcto. Menos aún sabiendo que desea aislarse de la gente ―dijo Bess, con su habitual delicadeza.

―¡Pero es que se trata de una oportunidad única! Mira, mira, ahora se acerca a las rocas. Está melancólica, ¿no te parece? Mira como observa las olas. ¡Yo voy hacia allá!

―¡Espera, Jossie, por favor! No debes ser indiscreta.

―No te preocupes. Disimularé.

No muy segura de la prudencia de su prima, Bess la siguió. Jossie fue bordeando la orilla saltando de roca en roca. Estaban en una pequeña enseñada rocosa que por carecer casi de playa era muy poco frecuentada. Precisamente por este motivo la eminente y bella actriz estaba allí: porque no había gente.

Con distintos motivos, las dos muchachas se fueron acercando. Estaban a pocos metros cuando la señorita Cameron dejó escapar una exclamación de sorpresa y disgusto:

―¡Oh, qué lástima!

Bes susurró:

―¿Te das cuenta? Ya nos ha visto y se ha molestado.

―No. Mírala. No es por nosotras. Parece que le ha caído algo al agua ―replicó Jossie, que no perdía de vista a su ídolo.

En efecto. La señorita Cameron escrutaba las aguas con inquietud, como buscando alguna cosa.

―¿Ha perdido algo, señorita?

La actriz miró hacia la muchacha que tal cosa preguntaba.

―En efecto. Descansaba en esta roca y me ha caído una pulsera. Representa mucho para mí. Desde aquí parece que se ve.

Era la oportunidad deseada por Jossie. Y con su natural viveza y decisión la aprovechó.

―Yo la atraparé.

Hecha esta afirmación se lanzó de cabeza al agua, y desapareció en ella.

―¡Oh no, puede correr peligro! ―dijo la actriz.

―No se preocupe por Jossie. Nada como un pez.

Jossie apareció jadeando por el esfuerzo. Sacó la mano del agua y al abrirla salieron una serie de piedrecitas.

―¡He fallado! Pero no se preocupe. La encontraré.

Aspiró con fuerza y se zambulló nuevamente. Desde arriba podía vérsela nadar con soltura, rastreando el fondo. La señorita Cameron miró a Bess. Como se parecía tanto a su madre le preguntó:

―Usted es la hija del señor Laurence, ¿verdad? Está muy crecida ya. ¿Cómo están todos en casa?

―Muy bien, muchas gracias.

―Dígale a su papá que iré a verlos. No deseo visitas ni recepciones, pero naturalmente con ustedes debo hacer una excepción. Y la haré con muchísimo gusto.

―A mamá y a papá les encantará también recibirla. Y en cuanto a mi prima, se volverá loca de alegría.

En aquel momento afloraba nuevamente Jossie. Además de unas piedras había atrapado unas algas. Las tiró con disgusto y se dispuso a continuar su labor.

―¡Por favor, chiquilla, déjalo! Has hecho mucho ya y temo por ti.

―Tengo un lema: «No renunciar nunca». He dicho que la encontraré, ¡pues la encontraré!

―Es una muchacha tenaz. Si en todo pone tanto empeño…

―Así es. ¿Y sabe usted una cosa? Está dispuesta a ser actriz. La tiene a usted como una diosa y no sosiega desde que supo que usted vivía ahí.

―¿De verdad? ―preguntó la actriz con complacencia―. Entonces, ¿por qué no vinieron ay visitarme? Generalmente huyo de las aspirantes a actriz. La mayoría son tan engreídas como ignorantes. Pero tratándose de ustedes…

Jossie salió nuevamente a la superficie, esta vez con éxito. Quiso anunciarlo tan de prisa, que empezó a hablar cuando aún la cubría el agua. El resultado fue que tragó unos sorbos del líquido salado, que la hicieron resoplar como una marsopa. Recobrado el aliento, expresó su alegría ruidosamente.

―¡Ya está, ya está! ¡La he encontrado!

En cuatro brazadas llegó a la orilla y subió a las rocas con presteza. Con una gentil reverencia entregó la pulsera a la señorita Cameron.

―Muy bien. Muchas gracias, gentil sirenita. Eres tan servicial como excelente nadadora. ¿Cómo podré pagar esta amabilidad?

Aquellas palabras sonaron como música celestial para Jossie.

Había imaginado tantas escenas para acercarse a la actriz soñada, había deseado con tanta intensidad que se presentase una ocasión, y ahora le preguntaban «¿Cómo podré pagar esta amabilidad?».

Pero aunque fuese un sueño había que aprovecharlo. Por si acaso. Y para ello había que salir de aquel éxtasis.

―De una manera muy sencilla, señorita Cameron. Por favor, dígame que sí.

―Pero ¿a qué debo decir que sí?

―¡Ah, claro! Con la emoción… Permítame visitarla. Una vez. Una sola vez. Me gustaría que fuese usted quien me dijera si tengo aptitudes o no para la escena. Nadie mejor que usted. Lo verá en seguida. Y si me lo dice usted… yo lo creeré a ciegas. ¿Querrá usted hacerlo?

―¿Cómo negarlo? Me has hecho un gran favor, eres sobrinita del señor Laurie y, especialmente, eres también una incondicional admiradora que ama la escena… Son muchas virtudes, ¿no te parece? Concedido.

―¡Oh, gracias, gracias! ¡Qué ilusión, señorita Cameron! ¿De verdad que no sueño, Bess? ¡Pellízcame!

―¿Te parece bien mañana a las once? Charlaremos, me demostrarás qué es lo que puedes hacer y yo te daré mi opinión.

―Yo la aceptaré. Si usted me dice que no sirvo, me esforzaré en dominar este ardiente deseo. Si el veredicto es favorable, haré todos los esfuerzos para seguir adelante. No me importarán los sacrificios.

―Entonces, ¿hasta mañana?

―Hasta mañana. Hoy no dormiré de ilusión.

Así fue. Aquella noche no pegó un ojo y al día siguiente se encontró en un estado de nervios extraordinario.

A tío Laurie le divirtió mucho lo de la pesca de la pulsera. Tía Amy se esforzó en elegirle el mejor vestido y en prepararla para que tuviese la mejor apariencia posible.

Cuando aún faltaba más de una hora para la entrevista, Jossie estaba totalmente preparada. Su impaciencia la tenía hecha un manojo de nervios.

Un rato antes desapareció para volver con un bonito ramo de flores silvestres, arreglado con indudable gracia.

Quiso ir sola.

―Así estaremos con mayor libertad. Bess. Reza por mí, pide a Dios que ella diga que puedo servir. ¡Tío, por favor, no te rías! Éste es un momento solemne en mi vida. ¡Oh Dios mío! ¡Qué feliz soy!

Tía Amy la arregló cuidadosamente, le dio los últimos toques y con su esposo y Bess la despidieron, viéndola marchar con un bagaje de ilusiones.

A medida que se acercaba a la torre de la actriz, Jossie fue recuperando su acostumbrado aplomo. Llamó con seguridad a la puerta y siguiendo a un criado entró en un saloncito.

En la habitación había multitud de retratos de actores y actrices famosos en sus más logradas creaciones. Después de curiosear un poco, instintivamente fue copiando las actitudes de aquellos artistas distinguidos. Poco a poco se fue animando. Incluso llegó a recitar algunos fragmentos de obras, acompañando la voz con el gesto.

Jossie estaba tan absorta que no advirtió la entrada de la señorita Cameron, la cual pudo estudiarla un momento.

―Bien, veamos qué nos ofrecerá nuestra sirenita.

Jossie se sorprendió por aquel jovial saludo. Pero reaccionó bien.

―Me gustaría ofrecerle estas flores. Son modestas. Flores silvestres, recogidas por mí esta mañana. He pensado que una actriz tan famosa no encontrará ya placer en las flores de invernadero. Éstas son más… más ¡más auténticas!

―Muy delicado el gesto. Y muy acertado. Tú debes ser también quien ha recogido y dejado en la verja de mi jardín unos ramitos parecidos a éstos, que varias mañanas hemos encontrado. ¿Es cierto?

―Sí, señorita. No pensé tener ocasión de hablarle. Pero quería ofrecerle el testimonio de mi admiración.

Aquella actriz, acostumbrada a toda clase de ofrendas, se conmovió ante la de aquella niña. Era un delicado y sentido homenaje. Auténtico y enternecedor.

―Pues sí. Me gustan las flores silvestres y en esta ocasión me gusta mucho también la persona que me las trae. Estoy tan acostumbrada a las alabanzas, insinceras y rebuscadas, que aprecio extraordinariamente los afectos puros y sinceros como el tuyo.

En la voz de la actriz hubo un leve tono de tristeza y melancolía. Se decía de ella que se había dedicado al arte en forma total, como consecuencia de unos amores desgraciados, que la habían afectado muchísimo.

Como si quisiera olvidar pensamientos tristes, la actriz habló con un acento más duro y autoritario.

―Manos a la obra ya. Demuestra lo que eres capaz de hacer. Por supuesto habrás pensado en un fragmento de Romeo y Julieta, ¿verdad? ¡Pobre Julieta! ¡Cómo me la asesinan!

Jossie había pensado, en efecto, empezar por Julieta. Pero como pudo percibir el tonillo de burla de la actriz, astutamente cambió de planes. Resueltamente y con una gran sinceridad declamó la escena de la locura de Ofelia. Aunque tan joven, la feliz entonación, lo acertado de las inflexiones, la propiedad del gesto, incluso su mismo vestido blanco y las flores silvestres de que se había adornado y que desparramó sobre la imaginaria tumba, le dieron una gran propiedad.

Tal fue su acierto que la señorita Cameron aplaudió entusiasmada y no regateó elogios.

Aquello envalentonó a Jossie.

Después recitó un fragmento de comedieta, lleno de gracia y juvenil malicia, terminado en un sollozo muy bien logrado.

―¡Muy bien! La cosa va resultando mucho mejor de lo que yo esperaba. ¿Otra cosa?

La muchacha recitó el discurso de Porcia con muy buen resultado. Ante el éxito, tuvo un fallo. No quiso renunciar a lo que más le gustaba e incluyó en el programa la escena del balcón de Romeo y Julieta.

Al terminar estaba segura de haberlo hecho perfecto. Esperaba oír nuevamente los aplausos de su insigne oyente. Por eso su decepción fue tremenda cuando la actriz empezó a reír a carcajadas.

―Siempre me dijeron que lo hacía bien ―dijo Jossie, resentida―. Lamento que usted no piense igual.

―No lo hiciste bien. Eso está mal, muy mal, querida niña. Y no te extrañe. ¿Qué puede saber una niña del amor, del temor, de la muerte? Eso no es para tu edad. Deja la tragedia por ahora. Tiempo vendrá en que podrás afrontarla.

―Pero usted me aplaudió en el papel de Ofelia.

―Lo representaste bien. Pero fue una Ofelia juvenil, de tu edad. No precisamente la que Shakespeare imaginó. Mejor estuviste en la comedia; era cómica y patética a la vez. La parte de Porcia fue excelente. Éste debe ser el camino. Te educará la voz y te enseñará matices de expresión. Tienes una voz muy bonita y la mejorarás.

―Menos mal que tengo algo bonito ―suspiró la niña con desencanto.

―Mi opinión es leal. Absolutamente sincera. Siempre lo he hecho así aunque muchos se han molestado por no creer en sus aptitudes. Pero generalmente no me he equivocado. Otras, en cambio, tenían cualidades innatas. Les dije que siguieran. Unas lo hicieron, otras no pudieron soportar los sacrificios. La fama no está a la vuelta de la esquina.

―Pero yo…

―A menos que hubieras sido un auténtico genio, de los que no suelen existir, a los quince años no puede decirse aún si se tienen o no buenas condiciones. Eres demasiado joven aún.

―Yo no creo ni pretendo ser un genio. Lo único que deseaba saber es si tengo condiciones o no para seguir estudiando y sacrificándome. No me importa estudiar cuanto sea necesario, años y años. Pero me dolería estar obcecada y pretender algo que está lejos de mi alcance. No pretendo ser una Siddons ni una señorita Cameron a pesar de que me ilusionaría.

―Si tienes esta ferviente ilusión, debo darte un consejo. Estudia y estudia. Adquiere una cultura lo más amplia posible. Todo cuanto aprendas será beneficioso para tus deseos. Serán los cimientos sobres los que edificar poco a poco, muy lentamente, la realización de tus propósitos. Pero ten en cuenta una cosa. La fama es como una perla en el fondo del mar, que muchos la buscan y muy pocos elegidos tienen la suerte de encontrar. La suerte se debe a la constancia y al sacrificio.

Jossie sonrió ante estas palabras.

―Yo encontré la pulsera en el fondo. Insistí y me sacrifiqué. Puedo ser constante y sacrificada en lo que deseo de verdad.

La Cameron sonrió a la muchacha. Le gustaba su firme decisión.

―Me gustará saber que cuando tenga que dejar la escena tú me sustituirás. Sería menos penoso para mí. En tu mano está.

―Eso sería un sueño.

―Procura cultivar tu estilo por sencillos caminos. Huye de lo grandilocuente. De lo trágico, de lo fantástico. Acógete a tu propia forma de ser, sencilla, agradable, natural, y a las obras que permitan ponerla en evidencia. Es un don especial ese de poder hacer reír o llorar, conmover y emocionar. Mucho más meritorio que helar la sangre de pavor o estimular la fantasía.

―Tío Laurie dice lo mismo.

―Es muy inteligente. Él sabe bien lo que te conviene. Déjate guiar por él y dile a tu tía Jo que escriba una obra para ti. Sencilla y humana. De las cosas que ocurren cada día, que parecen ordinarias y son sublimes. Porque todo lo que tiene vida es sublime. Cuando la representes, estaré allí para aplaudirte.

―¿De verdad? ¡Qué ilusión! Se lo diré a tía Jo. Ella escribirá algo tierno y natural.

Aún tuvo la actriz otra alegría para Jossie.

―Ayer tuviste un gesto muy bello y meritorio. Me gustaría que lo recordaras. Y para ello, esto me parece apropiado para una sirenita. ¿Te gusta esta aguamarina?

Antes de que se repusiera Jossie de su asombro, la señorita Cameron desprendió un magnífico broche que llevaba y lo colocó en el vestido de la muchacha.

Cuando Jossie llegó a casa de sus tíos los sorprendió extraordinariamente. Ellos esperaban que, según hubiese sido la calificación de la famosa actriz, Jossie habría entrado loca de alegría o llorando de desconsuelo.

Sin embargo entró serenamente, los fue besando uno a uno a los tres. Se despojó de su sombrero y con toda naturalidad dijo:

―Me falta mucho todavía. Pero con tiempo y sacrificio lo conseguirá. Ella me lo ha dicho.

Luego, acosada a preguntas, relató cuanto había sucedido en la famosa entrevista, que por cierto no fue la última.

Jossie volvió con frecuencia a ver a la actriz. De sus conversaciones nació el responsable convencimiento de que debía sacrificarse mucho, y la voluntad de hacer todo cuanto fuese necesario.

Cuando pasadas las vacaciones volvió a casa, día a día sorprendió a quienes la conocían con el cambio experimentado. Porque con una voluntad férrea se fue preparando para el papel que Dios le tenía reservado en la vida, cualquiera que fuese.

IX. Más transformaciones

Declinaba ya aquella tarde de septiembre cuando dos ciclistas subían la cuesta que llevaba a Plumfield. Su aspecto, sudoroso y polvoriento, denunciaba una larga excursión. Pero sus rostros parecían ajenos a todo cansancio, porque estaban radiantes.

Eran John y Tom.

―Adelántate, Tom, y suelta la noticia. Aunque el periodista sea yo, esta vez te cedo las primicias.

―Sí, será mejor que lo diga yo.

Tom siguió pedaleando, mientras John se detuvo ante la puerta de Dove-cote.

Al llegar Tom, Jo estaba sola, lo cual alegró al muchacho.

A la señora Bhaer le bastó una mirada para darse cuenta de que algo anormal ocurría.

―¡Bien venido, Tom! ¿Ocurre algo?

―Un lío. Un lío tremendo. Y me encuentro en medio, liado a más no poder.

―Bueno, eso no me sorprende. Es una especialidad tuya. ¿De qué se trata? ¿Has atropellado a alguien con tu bicicleta?

―Peor, mucho peor ―gimió Tom.

―¿No te habrás atrevido a recetar a nadie, verdad? Eres capaz de administrar estricnina sin darte cuenta.

―No, no es eso. Es aún peor.

―Me doy por vencida. Dime pronto qué es lo que pasa, porque ya estoy intrigada.

Tom puso una cara de auténtico pesar.

―Tengo novia.

Aquello era lo último que Jo podía esperar. Por unos instantes quedó silenciosa, con gesto de asombro.

―¿De manera que lo has conseguido? ¡No se lo perdonaré nunca a Nan! ¡Adiós carrera!

―No, no, señora Bhaer. No se trata de Nan. Es otra muchacha.

―¡Ah, bueno, entonces ya todo cambia! Pero es realmente sorprendente un cambio tan radical. ¿Cómo ha sido eso?

―Ya le contaré. Pero ¿qué dirá Nan?

―No debes preocuparte por ella. Estará la mar de contenta de haberse sacado un moscón que la importunaba a todas horas. Pero, dime, ¿quién es la novia?

―¿Es que no le escribió John acerca de ella?

―Creo recordar que se refería a una tal señorita West. ¿Es ella? Creo que se cayó…

―Ahí empezó todo. Sin querer le di un chapuzón. Naturalmente, después tuve que mostrarme galante y servicial con ella. Es lo lógico, ¿no? A todos les pareció muy natural. Si no hubiéramos ido en seguida todo se habría evitado, pero John se empeñó en quedarse para hacer unas fotografías… ¡y me perdió!

―Realmente, nadie diría que acabas de prometerte. Más pareces un recién sentenciado.

―Entre retrato y retrato, yo estaba siempre con ella…

Sacó una serie de fotografías que enseñó a Jo.

―Ya veo, debe ser ésa, ¿verdad? Siempre está junto a ti.

―Sí. Es «ella». Se llama Dora, ¿le parece a usted bonita?

―¡Hay que ver qué clase de hombre eres! ¿Me preguntas a mí si me parece bonita? Sí, me lo parece. Pero lo esencial es que te lo parezca a ti. Y que sea algo más que bonita, por supuesto.

―¡Oh, sí! Es muy hacendosa, sabe llevar una casa, coser y una infinidad de cosas. Tiene un carácter muy dulce, canta y baila que da gusto, y le encantan los libros. Los de usted los ha leído todos y me pidió que le dijera cuánto le han gustado.

―Bueno, todo eso son elogios interesados. Tú deseas que te ayude en algo. Pero primero empieza por contármelo todo.

―Se formó un grupo. La mayoría eran conocidos de John. Salimos a remar. La verdad es que lo estábamos pasando bien. De repente, ¡el chapuzón! Involuntariamente causé la caída de Dora al agua. Creí morirme del susto. Afortunadamente es una buena nadadora y todo terminó en un remojón y un bonito vestido echado a perder.

―Debió ser todo un espectáculo.

―Sí, lo fue. Como es natural nos quedamos un día para saber si el incidente había tenido otras consecuencias. La visité y me recibió muy bien. La verdad, no estaba preparado para ser tan bien tratado. Acostumbrado a los desplantes y chascos de Nan me encontré a gusto con Dora. Me sonreía, se alegraba cuando iba y se entristecía cuando me marchaba. Me escuchaba, daba importancia a todo cuanto yo decía… Eso halaga. Uno se siente un hombre importante y no un tonto que hace el ridículo tras una chica cerril.

Jo le escuchaba, contenta de que las cosas hubieran terminado así.

―No te falta razón. Yo, en tu lugar, me dedicaría definitivamente a Dora y olvidaría esta obcecación. Porque no te quepa duda que es obcecación y no otra cosa lo que tenías. Pero, dime, ¿cómo llegaste a declararte?

―Fue como consecuencia de un accidente. No tenía intención de hacerlo, pero el burro se metió de por medio…

―Oye, oye, Tom. ¿A quién te refieres al decir burro?

―A un burro, naturalmente, ¿a quién había de ser? En el grupo causaron sensación las bicicletas que John y yo traíamos. Como es natural, procurábamos lucirnos con ellas. Todas querían que les diésemos un paseo. Estaba paseando a Dora cuando se cruzó un burro ante nosotros. Yo pensé que se apartaría y seguí adelante. Cuando quise frenar viendo que no se apartaba ya era demasiado tarde. Chocamos contra el pollino que se defendió propinando un par de coces a la bicicleta. Dora y yo rodamos por el suelo. Me llevé un susto tremendo pensando que podía estar herida de consideración.

―¿Lo estaba?

―No, afortunadamente. Como consecuencia del susto tuvo un ataque de nervios. Reía y lloraba al mismo tiempo. Me conmoví. Me atolondré. La llamé «paloma mía», «querida mía», ¡qué se yo! Le pedí perdón por mi torpeza y me sorprendió quitándole importancia con una gentileza encantadora. Entonces ya no me contuve y me declaré. Y lo que es peor… ¡me aceptó!

La compungida expresión de Tom venció a Jo, que ya hacía rato estaba pugnando por dominar sus ganas de reír. Las carcajadas de la señora Bhaer fueron un alegre colofón a aquel cómico relato.

―No se ría por favor. Ahora me encuentro con Dora, que está anunciando a los cuatro vientos nuestro noviazgo, y con las promesas de amor eterno que le he hecho a Nan durante años. Además, no son sólo promesas. También la quiero de verdad.

―No sigas por este camino. Estás diciendo tonterías. Ahora te aferras a lo de Nan, porque te humilla reconocer que todas aquellas promesas no tenían base para ser hechas. Pero la realidad es que te gusta Dora. Te encuentras bien a su lado. Te sientes fuerte, capaz de muchas empresas y grandes cosas, ¿verdad? ¿Por qué crees que sucede eso?

―Yo creo que…

Jo interrumpió a Tom. Deseaba convencerle del todo ahora que era el momento oportuno.

―Sucede simplemente porque estás enamorado. Y no le des más vueltas. No se puede estar enamorado de dos personas a la vez, eso, es seguro. ¿No te parece?

―Pero ¿qué dirá Nan en cuanto se entere?

―¡Eso es lo que te preocupa! ¿Pues qué ha de decir? Pero no tardaremos en saberlo, porque ahí viene precisamente.

Así era, en efecto. Nan se acercaba con elástico y firme paso. Tom hubiera deseado fundirse en aquel momento…

Ahora se daba cuenta de las ridiculeces que había dicho a la muchacha durante años, y se avergonzaba de tener que confesar que bastó la oportunidad de pasar unas vacaciones lejos de ella, para que se enamorara de otra.

―Hola, Nan ―saludó Jo, deseosa de terminar las cosas pronto―. Tenemos noticias.

―Ya las imagino. Que Tom ha decidido dejarse crecer la barba, ¿no?

―No te burles. Nan. Acaba de llegar con John, y no ha tenido tiempo de asearse. Ha venido corriendo a darme la buena nueva.

―Algo importante será. ¿De qué se trata?

―Durante las vacaciones, Tom se ha prometido.

―¿De verdad?

Había tanta sorpresa e incredulidad en aquella pregunta, que Jo temió. Pensó que tal vez Nan en el fondo estuviese también enamorada de Tom y…

Pero la muchacha reaccionó con presteza.

―¡Cuánto me alegro, Tom! Me ha sorprendido de veras, pero me da una gran alegría.

Tom respiró ya más tranquilo, pero seguía sin atreverse a mirar a la joven.

―¿Y quién es la víctima, Tom? ―preguntó con sorna.

―Es Dora, tú ya la conoces. ¿Verdad, Nan? ―Sí, la conozco. Y me alegro por ti. Es muy buena muchacha y muy bien dispuesta. Ahora supongo dejarás tu tontería de estudiar medicina. Te aconsejo que te asocies a tu padre. En el fondo, siempre has sido un comerciante. Prosperarás y tendrás una vida plácida y feliz.

―Sí, creo que será lo mejor para mí…, bueno para nosotros.

Viendo que la cosa había sido bien acogida por Nan, Jo se atrevió ya a bromear sobre aquel noviazgo.

―Ya lo ves, Nan. Tu gusano se ha decidido a crecer y dejar de ser tu esclavo.

―Nadie se alegra más que yo. Tom es un buen chico y vale. Ahora lo demostrará en la forma que puede demostrarlo. Como médico habría sido una auténtica calamidad.

Con un sincero saludo, los dos jóvenes se desearon las mejores cosas. Luego Tom se alejó, contento de haber terminado aquella escena que había estado temiendo, aunque un poco molesto por la satisfacción que Nan había demostrado al saber que estaría libre de su asedio. A él le hubiera gustado que ella lamentase un poquitín aquel noviazgo.

Por su parte, Nan estaba contentísima. Ahora se veía libre del asedio de Tom. Ella apreciaba al muchacho, aunque no se lo demostraba porque cualquier atención o amabilidad le envalentonaba y le hacía más pesado e insistente. En el futuro, Nan tendría en Tom un buen amigo sin tener que tratarle con chascos y desplantes.

Cuando Jo quedó sola meditó un poco:

―Esto se extiende como el sarampión. Primero Franz. Luego el enamorado Nath. Ahora el caso fulminante de Tom. A John también le he observado algo raro. No sé, no sé. El amor ha irrumpido en este rincón de mundo como una epidemia.

Mientras así monologaba; sonrió al recordar lo que Teddy le había dicho la tarde anterior:

―«Mamá yo también tengo deseos de tener novia. Aún no me he decidido bien. Me gusta Jossie, pero está tonta con sus comedias y dramas. Tendré que pedir a algún amigo que me busque una».

Jo sonrió. Los años no pasan en vano. La vida sigue su curso y los niños estaban en trance de ser hombres. Era lo lógico.

Incluso el «león» quería serlo ya con su ímpetu característico.

X. John encuentra empleo

John sorprendió a Meg con su deseo.

―Necesito hablar contigo a solas de algo importante, mamá.

Ella se inquieto, temiendo algo malo, como es habitual en todas las madres.

―Ahora mismo. No serán malas noticias, ¿verdad?

John sonrió para tranquilizarla.

―No, no lo son, Incluso creo que es la noticia que deseas.

Una vez se aposentaron en el salón ante el fuego, que los primeros fríos de la estación hacían muy agradable, John habló a su madre.

―No te gusta la profesión de periodista, lo sé bien.

Ella asintió en silencio, con un gesto afirmativo.

―Pues bien: la he dejado. ¿Te alegras?

―Sí, John, me alegro mucho. Tal vez esté equivocada, pero veo esta profesión como incierta y de poco porvenir. Me gustaría verte colocado en un empleo estable y con buenas perspectivas para el futuro.

―Bien: ¿qué te parece una oficina de ferrocarril?

Meg contuvo un gesto de desagrado.

―Preferiría otra cosa para ti. Es un empleo que obliga a estar en contacto con gente brusca y ordinaria… ¿Es ése tu nuevo empleo?

―Podría serlo ―sonrió John―. ¿Acaso preferirías verme de contable en un almacén de curtidos? ¿Qué te parece, mamá?

―No me entusiasma, francamente. Ya se sabe que quien entra de contable, sigue así toda la vida. Me gustaría algo distinto…, no sé. Lo mejor del mundo para ti.

―Entonces, ¿tal vez agente de viajes?

―¡Oh, no! ¿No serás eso, verdad? Arriba y abajo constantemente, malas comidas, el riesgo de los viajes…

―Acaso te gustase que fuera secretario de un editor. Claro es que el sueldo no sería muy elevado de momento.

―Eso me parece mucho mejor ―afirmó Meg, ya más animada― porque se ajustaba más a tus aficiones. Yo sé que todos los trabajos son honrados, pero no sería muy buena madre si no deseara para ti el mejor de todos ellos. Y el mejor creo que es aquél que puedas desarrollar encontrando placer en ello. Si viviera papá, él cuidaría de orientarte y aconsejarte. No está entre nosotros, por disposición de Dios, y yo debo asumir esta tarea, que me preocupa. Temo no saber llenar el vacío que nos dejó.

Meg se detuvo, apenada por el recuerdo y orgullosa, al mismo tiempo, de que John se pareciese tantísimo a su progenitor.

―Querida mamá, tus consejos han sido siempre muy valiosos, acertadísimos y valorados por mí. Tanto es así, que ahora puedo anunciarte ya una buena noticia.

―¡Dímela, John, no esperes más! ―pidió Meg con ilusión.

―Desde hace bastante tiempo, entre tía Jo y yo tratamos de conseguirlo. No dijimos nada por si nos fallaba. Pero al fin parece que lo hemos conseguido.

―Estoy impaciente por saberlo y te recreas en demorarte.

―Conoces al señor Tiber, editor de las obras de tía Jo, con la cual tiene muy buena amistad. Es un hombre generoso, amable y esencialmente honrado. Es muy competente y entendido. Pues hay todas las posibilidades de que yo pase a ser su secretario.

―Ésa sí que sería una buena noticia, John.

―El señor Tiber debe entrar en contacto continuamente con autores de obras de todas clases. Gente culta, distinguida, estudiosa… Trabajar en aquel ambiente es efectuar una labor agradable, es tomar contacto con el mundo intelectual, es disfrutar.

―¿Tú crees que te aceptará?

―Por tía Jo, el señor Tiber conoce mis aficiones literarias. Me sometió a una dura prueba que afortunadamente pasé bien. Puede decirse que la cosa está ya hecha. No es que sea un empleo con un sueldo espléndido. Pero sí con un magnífico porvenir y un ambiente de lo mejor.

―Has heredado del abuelo la afición a los libros.

―Es posible. Me encantan los libros. Incluso quitándoles el polvo puedo decir que gozo. Si acaso no sirvo, como tía Jo, para escribirlos, encuentro una profesión de lo más honorable editar para el mundo y dar a conocer los libros que otros escriban.

―¡Qué dice Jo a todo esto?

―Está encantada. Mientras esperábamos la contestación del señor Tiber hicimos infinidad de castillos en el aire. Trabajo me costó evitar que te lo contase, tanta era su ilusión. Ella confía plenamente en el señor Tiber y está convencida de que dadas mis aficiones pocos empleos podrían encajarme como éste.

Meg estaba muy contenta.

―Presiento que tu porvenir ya no será problema. Sin embargo, quedan aún Daisy y Jossie, que me dan muchas horas de insomnio.

John, que se sentía un hombre importante ante su futuro empleo, replicó:

―Déjalas de mi cuenta, mamá. Pienso como el abuelo, que por mucho que nos esforcemos en lo contrario debemos ser lo que Dios y la Naturaleza de cada cual han dispuesto antes. Ir contra estos designios o inclinaciones suele ser perjudicial. Hemos de procurar desarrollar lo bueno y combatir lo malo pero siguiendo una inclinación interna.

―Pero es que ellas…

―Mi consejo, mamá, es que dejes a Daisy que sea feliz a su manera, no en la forma que tú desearías lo fuese. Si Nath, a su vuelta, nos demuestra que se ha portado como un hombre digno, lo mejor, creo yo, sería decirles: «Que Dios os bendiga, hijos». Y que cuidasen de preparar su nido. En cuanto a Jossie, entre tú y yo, con más tiempo por delante, trataríamos de averiguar si está llamada para la escena o para el hogar.

―Estoy de acuerdo en lo de Daisy. Ella está enamorada y parece que él también. Si en su presencia se porta dignamente, ¿qué remedio me quedará que dar mi consentimiento? Mi prohibición actual es para que pongan a prueba la firmeza de sus sentimientos.

―Y de Jossie, ¿qué me dices?

―Me dará quebraderos de cabeza, eso es seguro. Aunque me gusta la escena como a nadie, temo por ella. La vida de actriz encierra muchos peligros.

―¿Qué mal hay en que Jossie sea actriz? Ella tiene unos principios inmejorables. Es buena a toda prueba.

―¿Y si se cansa de esa vida de las tablas, donde no todo es gloria y honores, cuando sea demasiado tarde para empezar otra?

―Déjale que pruebe. Tú y yo seremos sus guardianes y mentores. Además ―añadió John sonriendo― tu prohibición sería una paradoja. ¿No vais a interpretar una obra, Jossie y tú, escrita para vosotras por tía Jo?

―Confieso que me ilusiona la representación y también que Jossie sea actriz, pero… ¡En fin, lo pensaré una vez más!

Aquella noche llegó Jossie con su sobrecito para John.

―Ha llegado la mensajera del dios Amor ―exclamó teatralmente.

―¿Ésa eres tú? ―preguntó John con sorna.

―Así es. Y te traigo un valioso mensaje ―con coquetería añadió―: Es de Alicia. ¡Alicia!

John enrojeció, aunque procuró aparentar frialdad.

―¿Ah, sí? ¿Qué querrá Alicia? Lo ignoro.

Dominando bastante bien sus impulsos de arrebatar el sobre a su juguetona hermana y leerlo vorazmente, John se encaminó pausadamente hacia ella, tomó el sobre, lo rasgó y se dispuso a leer el papelito que contenía.

―Con permiso ―se excusó ante su madre.

Jossie ardía en deseos de leerlo también.

―¿Es elocuente Alicia cuando habla de amor?

―Lo ignoro, comediante de feria.

―¿Lo ignoras? ¿No escribió ella este mensaje?

John la miró serenamente. Con calma se lo ofreció.

―Es una invitación para ir mañana al concierto. ¿Quieres leerla?

La traviesa muchacha se desilusionó. Aquello ya no le interesaba y así lo manifestó.

Con un suspiro de alivio, John hizo una bolita con el papel, y dejó que el fuego de la chimenea la consumiera.

Sabía dominarse bien.

Por su parte, Jossie quedó algo desconcertada, pero su intuición le decía que algo había entre su hermano y Alicia.

―Puede que el papel nada dijera. Pero a mí no me la pegáis. Algo hay entre vosotros.

XI. La Acción de Gracias

El Brenda navegaba con todas las velas desplegadas al viento. De persistir aquel viento favorable pronto rendiría viaje tras largo tiempo de navegación.

Eso comentaban precisamente, tomando el sol en cubierta, la esposa y la hija del capitán, y el segundo piloto, Hoffmann.

―Si el tiempo no cambia, unas semanas más y podremos servirles el mejor té del mundo.

―Que tomaré muy a gusto, por diversos motivos. Por el té en sí y para poner pie en tierra firme. Después de tanto tiempo en el mar, por mucho que queramos al barco, es lógico que ansiemos dejarlo ―contestó la esposa del capitán.

―Creo que ya tengo los zapatos destrozados de pasear por la cubierta ―añadió su hija―. En cuanto desembarquemos tengo que adquirir otros.

―Yo la acompañaré, si me lo permite ―se ofreció Emil, añadiendo con galantería de marino―: Aunque dudo que en China, tierra de mujeres de pies menudos, encontremos zapatos tan pequeños como los que usted necesita.

La madre sonrió al oír el piropo de aquel agradable joven a su hija María.

―Gracias a la amabilidad del señor Hoffmann has realizado algún ejercicio. Realmente le estoy muy agradecida, porque esta vida tan sedentaria no es apropiada para una joven. Y sin otros pasajeros en el barco, si no fuera por su constante humor y alegría, habría sido un viaje muy tedioso para nosotras.

―Ya que mamá le está ensalzando sin reservas, ¿por qué no nos canta usted alguna de sus canciones marineras? A esta hora del día es cuando mejor suena una canción melancólica. ¿No le parece?

Los dos jóvenes miraron a su alrededor. El sol se ocultaba en el horizonte, tiñendo de arrebol unas nubes algodonosas. El mar estaba en calma y sonaba dulcemente la canción del agua al ser cortada por la proa del barco.

Emil no sabía negar nada a María, de la que sólo se separaba cuando tenía una misión que cumplir por exigencias de su cargo.

De modo que, una vez más, se dispuso a complacerla. Con dulce y a la vez varonil voz entonó una canción que era una alabanza a la vida del marino y un triste recuerdo a la amada lejana.

―No me cansaría oírle cantar. Parece realmente que vive usted cuanto dice la canción ―suspiró la joven, ganada por la habilidad y arte de Emil.

―A mí también me gusta muchísimo ―añadió la madre.

De pronto, la señora Hardy se interrumpió. Miró con cierta preocupación hacia una de las escotillas, por donde salía un hilillo de humo.

―¿Qué es eso? Es humo, ¿verdad?

Emil miró al instante. Sí, era humo, no cabía duda. Por un segundo estuvo tentado de dar la alarma, pero se contuvo. No quería sembrar el pánico en aquellas dos mujeres.

―Voy a ver. Alguien debe estar fu~ mando, y no está permitido.

Con sólo acercarse a la escotilla pudo darse cuenta de que en la bodega se había declarado un incendio. Existía el problema de que si abría la escotilla se produciría un tiraje para aquella combustión amortiguada, que degeneraría en un rápido incendio. Por otra parte, no se podía navegar con fuego a bordo durante el tiempo que les faltaba para llegar a tierra.

En un instante Emil avisó al capitán y, a sus órdenes, dispuso las medidas necesarias para cortar el incendio. Vano intento. La mercancía que el Brenda transportaba era altamente combustible, y, pese a las enormes cantidades de agua que fue lanzada al interior de la bodega, el fuego aumentaba en lugar de decrecer.

En menos de una hora se hizo patente de que el siniestro acabaría con el hermoso barco. Las llamas crecían por momentos desbordando los medios de que disponía para atajarlas, y se propagaban hacia partes vitales del barco.

Luchando valerosamente contra el fuego el capitán tuvo que dar una orden muy dolorosa para él:

―¡Arriad todos los botes!

Pese a la magnitud del siniestro y a su espectacular ―desarrollo, el abandono del barco se hizo en forma ordenada y tranquila.

El capitán Hardy se mantuvo en su puesto hasta el último momento, asistido por Emil, que no se movió de su lado desde un principio.

―Todos los botes han sido arriados, capitán.

―Ordene que se alejen del barco y que se mantengan agrupados.

―Tienen ya la orden, capitán.

―Las mujeres, ¿están acomodadas?

―Lo están, señor. Pero su bote no se aleja.

―¿A qué esperan?

―A que usted decida abandonar el barco también.

El capitán miró tristemente su barco, iluminado por el pavoroso incendio. Su rostro curtido reflejaba la emoción que aquella pérdida le causaba y, en cambio, no tenía ni una queja por el dolor que le producían unas intensas heridas recibidas en sus trabajos de extinción.

―Ayúdeme, señor Hoffmann. No hay salvación para nuestra nave.

Como si aquella decisión agotara sus últimas fuerzas, el capitán se desplomó en brazos de Emil. El muchacho le alzó en vilo y, trabajosamente, se deslizó con él por la escala de cuerda hasta el bote de salvamento, que se mantenía arrimado al casco del barco.

Una vez acomodado el capitán y atendido por sus alarmadas esposa e hija, Emil tomó el mando.

―¡Adelante! ¡Bogad! ¡Alejaos antes de que sea demasiado tarde!

De pie en el bote, Emil contempló aquel hermoso e imponente espectáculo. Las llamas prendían en la arboladura del barco, la brisa llevaba millones de brillantes chispas y el mar devolvía, mil veces reflejada, la imagen de la hoguera.

―Adiós, Brenda ―murmuró Emil.

Con el hundimiento definitivo la oscuridad llegó para los tripulantes del bote. A pesar de sus esfuerzos perdieron contacto con las demás embarcaciones. Así, a la luz del alba, por todos lados había la más absoluta desolación, sin rastro alguno de los demás supervivientes.

Un rápido recuento de las provisiones vino a demostrar que éstas no iban a escasear en un plazo prudencial de tiempo. En cambio, el agua había sido almacenada en escasa cantidad y de la existente debía gastarse una buena parte para lavar las heridas del capitán.

Emil se hizo cargo de la situación, y dictó las órdenes oportunas para un severo racionamiento. Aunque estaban dentro de las líneas más frecuentadas y era de esperar, por tanto, una rápida ayuda, había que prevenirse por si la estancia en el mar, dejados a sus escasos recursos, se prolongaba excesivamente.

―Los efectos de la herida tienen amodorrado a su esposo. Pero no creo que sean graves ―afirmó Emil a la señora Hardy para animarla.

―Tiene mucha fiebre y con este sol…

―Manténganle siempre fría la cabeza con trapos empapados. Humedézcale los labios con frecuencia porque la fiebre le seca la boca.

―Tenemos poca agua, señor Hoffmann, y si se emplea para eso… ―protestó un marinero.

Emil le miró fijamente hasta hacerle bajar la vista avergonzado. Luego le contestó:

―El agua se empleará en lo que sea más conveniente. Tú tendrás tu ración como los otros. El capitán tendrá la suya y usaremos la mía para ayudar a su curación.

―Cuente usted conmigo ―se adhirió otro marinero.

―Y conmigo ―añadió otro de los tripulantes del bote.

El incidente estaba zanjado por el momento. Sin embargo, Emil se daba perfecta cuenta que debía mostrarse inflexible si quería mantener el orden en aquella pequeña embarcación, caso de que el agua escaseara de verdad. Si el pánico cundía, aquellos rudos marinos podrían convertirse en seres peligrosos.

Una solución era mantener elevada la moral. Demostrar una seguridad absoluta en la salvación de todos. Estar alegre. Esto ayudaría también a tranquilizar aquellas dos mujeres de cuya salvaguardia era ahora el encargado.

Pasó el primer día y la primera noche en forma satisfactoria. Sin embargo, al segundo día empezó a cundir el desánimo. El malhumor era patente, el desaliento crecía. Se discutía… Se presentaba resistencia a remar por parte de los marineros.

Al tercer día, el agua era escasísima y su necesidad imperiosa, batidos como estaban por aquel sol de fuego. Emil, pese a que en tres días apenas probó el líquido vital, propuso que todos los marinos renunciasen a la mitad de su ración en favor del herido y de las mujeres.

La reacción de la mayoría fue negativa. Las privaciones habían despertado en ellos los instintos primitivos y alejado todo sentimiento humanitario.

Vencido por el cansancio, porque estaba sin dormir desde la noche antes del incendio, Emil cedió la guardia a un marinero de su confianza.

Aprovechando que entonces no los podía ver, dos de los tripulantes del bote se abalanzaron sobre el barrilillo del agua, del que se bebieron todo el contenido. Luego cogieron una botella de ron que apuraron totalmente también.

Alertado por María, Emil intervino rápidamente, pero sin poder evitar la pérdida total del agua.

Aquellos dos rebeldes marinos le hicieron frente, enardecidos por el alcohol. Emil derribó a uno de ellos. El otro, perdidas sus facultades a consecuencia del ron ingerido, se lanzó de cabeza al agua en la que se debatió unos momentos tratando de nadar sin conseguirlo. Se intentó ayudarle, pero fue inútil. Su cuerpo se hundió en las profundidades del mar.

Con el corazón encogido ante tal horrorosa escena, los supervivientes acudieron a atender al marino derribado por Emil, que seguía exánime en el fondo del bote. Su sorpresa fue inaudita cuando pudieron comprobar que estaba en los estertores de la muerte por los terribles efectos del alcohol bebido en cantidad, después de haber estado unos días sin apenas comer. No hubo salvación para él.

Esta doble tragedia acabó con la moral de todos.

Sin agua, con dos mujeres a bordo y un herido enfebrecido, a merced de las olas… Sin esperanza…

Desde aquel momento, el silencio fue absoluto. Sólo alguna oración, levemente murmurada, y el enervante ruido de las olas.

Como una burla del destino, que elevó su alegría hasta el paroxismo, en el horizonte apareció una vela. ¡Estaban salvados! Pero su desánimo fue mucho mayor cuando pese a sus desesperadas señales aquel navío se alejó sin verlos.

Sintiéndose responsable de aquellas vidas y no estando en su mano hacer nada para salvarlas, Emil sufría en su fuero interno. Veía al bravo capitán, insconsciente y delirando. A su desesperada esposa, dedicada a atenderle, sin una queja, pese a las privaciones a que se veía sometida. Emil veía también a María, frágil, bonita y espiritual, haciendo frente valerosamente a aquella desesperada situación pese a estar totalmente aterrada.

La miró, especialmente, cuando oyó entonar, con débil voz, un himno que Emil conocía desde muchacho. Pese a que las preocupaciones le embargaban, Emil hizo coro a la joven, cantando aquella bonita canción-plegaria.

Emil recordaba a Jo y sus últimos consejos, y se dijo: «Pase lo que pase, aunque ellos no tengan que verme nunca más ni lleguen a enterarse de esto, quiero que puedan estar orgullosos de mí».

Después de aquel esfuerzo, quedaron medio amodorrados por el calor. De repente, un grito los despertó a todos.

―¡Llueve! ¡Llueve! ¡Está lloviendo!

Efectivamente. Con timidez al principio, con mucha mayor intensidad después, gruesas gotas fueron cayendo del cielo.

Recibieron la lluvia con alegría, con exclamaciones de gozo. Se sentían felices al notar que se empapaban los vestidos, mojándose el rostro, calándose…

Emil venció la tentación de dejarse llevar por la alegría y dispuso las cosas para aprovechar aquel feliz acontecimiento.

―¡Extended las lonas haciendo bolsas! Hay que recoger todo el agua que sea posible.

Como enormes embudos, las lonas vertían el agua de la lluvia a los barrilitos, que terminaron por llenarse.

Aquello fue sólo el principio de la felicidad. Porque al amanecer, con el cielo ya despejado de nubes, Emil avistó la proximidad de un velero.

Sus señales fueron pronto divisadas y el navío viró en su busca. Poco después se hallaban en la cubierta del Urania. Viendo que todos estaban debidamente atendidos, Emil, en funciones de capitán del barco hundido, por imposibilidad del capitán Hardy, dio detallada cuenta del accidente sufrido que supuso la pérdida del Brenda.

Ni por un momento pensó en sí mismo. Primero los demás, luego el deber.

Cuando hubo cumplido su obligación y atendido la curiosidad de los oficiales del Urania aclarándoles algunos detalles, se sintió desfallecer.

Llevaba cuatro días sin probar alimento alguno y sin beber otra cosa que unos sorbos de agua de lluvia.

Aún así, se excusó:

―No es nada. Un ligero desfallecimiento.

Fue llevado a un camarote y acostado, casi a la fuerza en una litera y revisado debidamente por el médico de a bordo.

―Estoy bien, doctor, no es nada. ¿Y los demás?

―Los he visto a todos. Tienen gran agotamiento, pero nada grave. El capitán Hardy, en cuanto se reponga de los efectos de la fiebre, tendrá que batallar con unas heridas de segundo grado. Pero estoy seguro que no habrá complicaciones.

―¡Menos mal! ¡Ah! Oiga, doctor. He perdido la noción del tiempo. ¿Qué día es hoy?

―Es el día de Acción de Gracias, muchacho. Lo celebraremos con un almuerzo al estilo de Nueva Inglaterra. Le va a sentar bien después de estos días, ¿eh?

Cuando el doctor le dejó solo, Emil dejó volar el pensamiento.

El Día de Gracias; ningún otro mejor que éste para agradecer al Creador el don de la vida y la dicha de vivirla, especialmente después de haber pasado por tales adversidades.

Pensando así, Emil, el jovial y alegre marino, el muchacho siempre dispuesto a entonar una canción o bromear con una joven, elevó mentalmente una oración:

«Gracias, señor, por todo».

XII. La Navidad de Dan

¡Cómo hubiera sufrido Jo de enterarse del paradero de Dan!

Porque Dan ¡estaba en la cárcel!

Mientras en Plumfield se celebraba la Navidad, el muchacho estaba solo en un calabozo, esforzándose por leer en la penumbra aquel librito que ella un día le regaló.

Las lágrimas que se le escapaban no eran de dolor físico. Las producían aquella sencilla y aleccionadora historia que con tanto interés leía, y todo lo que acudía a su mente.

La causa de que se hallara en aquel lugar había que buscarla en su naturaleza indómita, y puede explicarse en forma breve.

Durante el viaje, Dan trabó conocimiento con un joven simpático y expresivo. Le interesó especialmente porque explicó que se dirigía a Kansas para reunirse con unos hermanos suyos. Aquél era precisamente el destino de Dan.

El viaje era largo y pesado. Había tiempo para todo. No es raro, por tanto, que saliera una baraja y se organizara en seguida una partida.

Dan, fiel a su promesa, se abstuvo de tomar parte, pero viendo que el joven e imprudente compañero de viaje exhibía una repleta cartera de dinero decidió estar alerta. Porque dos de los jugadores no tenían muy buena catadura.

No necesitó mucho tiempo Dan para advertir que había dos jugadores confabulados en desposeer a aquel muchacho, que dijo llamarse Blair y que le recordaba vagamente a Teddy.

Blair no hizo ningún caso a su advertencia, formulada disimuladamente. No sólo siguió jugando, sino que en uno de los transbordos, que debían efectuar para enlazar al otro día con un tren distinto, Blair desapareció. Después de buscarle un buen rato, llamándose mentalmente tonto por preocuparse así de un extraño, Dan le encontró en un garito. Jugaba alas cartas con aquellos ventajistas.

Como si fuera un hermano menor, Dan pretendió llevárselo.

―No puedo ir con usted ―contestó el joven, apuradísimo―. He perdido casi todo el dinero que no me pertenecía. ¿Cómo podría presentarme ante los míos?

Con la esperanza de recuperar lo perdido, Blair deseaba seguir jugando, en vista de lo cual Dan se situó a su espalda, con objeto de evitar le siguieran haciendo trampas.

La seguridad de Dan atemorizó un poco a aquellos dos individuos. Para disimular siguieron jugando, pero limpiamente. Blair ganó entonces alguna mano lo cual le entusiasmó.

―Me parece que me da usted suerte. No se vaya, por favor. Deseo recuperar todo lo perdido.

Eso era precisamente lo que no querían los jugadores de ventaja, por lo cual decidieron volver a usar los trucos ilícitos.

A la penetrante mirada de Dan no escapó el detalle. Serenamente, pero demostrando una absoluta seguridad y un valor extraordinario, acusó a los dos sujetos:

―Acaban de hacer trampa. Se han cambiado dos cartas.

―¿Usted insinúa…,? ―preguntó uno de ellos; con mirada feroz.

―No insinúo. Afirmo. Son dos tramposos.

―¡Te voy a…!

―Yo en tu lugar me calmaría. Venga, devuelve ahora mismo a este muchacho lo que le has estafado. ¡Rápido!

Creyendo que Dan estaba pendiente de su compañero, uno de los dos jugadores intentó sacar un revólver.

Dan obró con rapidez y contundencia. De un manotazo desvió el arma en el preciso momento en que se disparaba. La bala se incrustó en el suelo de madera. Simultáneamente, con el otro puño golpeó con violencia el mentón de su enemigo, que después de dar unos traspiés cayó pesadamente contra una estufa de hierro, en la que se golpeó la cabeza.

Desde la estufa, cayó pesadamente al suelo, sangrando abundantemente por la cabeza y quedando inmóvil. En un instante se armó un tumulto espantoso. Dan cogió a Blair por un hombro. Con firmeza le ordenó:

―No te preocupes por mí. ¡Escápate!

Así lo hizo el muchacho, perdiéndose de vista. Dan, en cambio, permaneció allí, y se dejo detener. Pasó la noche en la comisaría.

Días después fue juzgado por homicidio involuntario y condenado a un año de trabajos forzados y ello gracias a la existencia de circunstancias atenuantes.

En el juicio, Dan dio como suyo el nombre de David Kent, con objeto de que sus amigos no se enteraran de los hechos en el caso de que la prensa relatase lo sucedido.

Sabía positivamente que si avisaba al señor Laurence acudiría en su auxilio inmediata y eficazmente. Pero no quiso pasar por la vergüenza.

―No he sabido contenerme, mía es la culpa. Mío debe ser el castigo.

Pese a estos pensamientos, a punto estuvo de enloquecer durante su encierro. Paseaba por la celda como una hiena enjaulada, con gran regocijo del carcelero, hombre duro y cruel.

El capellán de la cárcel, por el contrario, era dulce y bondadoso. Trató de consolar a Dan, pero hubo de desistir por hallarle impenetrable a las buenas palabras. Con muy buen sentido, aquel sacerdote pensó que el duro trabajo aplacaría aquel carácter indomable.

Dan fue destinado a una fábrica de escobas. Buscó consuelo en la actividad y trabajó incansablemente. Ello le granjeó la aprobación del maestro, pero también la rabia y el desprecio de los penados, que se veían puestos en evidencia por él.

Un día y otro día. Semana a semana… Escobas, escobas… Silenciosos paseos por los patios carcelarios, siempre en fila india, entre criminales de lo más abyecto; era un tormento físico y moral insufrible para Dan.

―Lo soportaré sin quejarme ―se decía a cada momento.

Pero había tal brillo en sus ojos cuando veía una injusticia o una brutalidad, que los guardianes comentaban entre sí:

―Ése es peligroso. Cualquier día estallará.

En la cárcel había un hombre llamado Mason, cuya condena estaba pronta a expirar. Sin embargo, era evidente que por próximo que estuviera su fin, difícilmente llegaría a vivirlo, porque su salud estaba quebrantadísima.

Dan le ayudaba en todo cuanto podía, haciendo buena parte de su trabajo, que Mason no habría podido terminar.

También hubo para Dan momentos de desánimo. En la soledad de la celda meditaba en ocasiones, y los sombríos pensamientos laceraban su alma.

―Todo ha terminado para mí. Ya no tengo remedio. He arruinado mi vida definitivamente. ¿Para qué luchar más para ser mejor? ¡Si es inútil! Mejor será que cuando salga me dedique a gozar de todo sin importarme nada más.

En otras ocasiones iba más lejos todavía:

―¿Para qué esperar al término de la condena? Debo escaparme. En esta cárcel me consumiría. Tengo que buscar un plan.

Y pensaba durante horas descabellados y atrevidos planes de fuga.

Luego, llegaba el sueño piadoso, y la paz volvía a su atormentada vida.

La víspera del Día de Acción de Gracias visitó la cárcel una comisión de un comité benéfico. Temeroso de ser reconocido por alguno de sus miembros, Dan entró en la capilla cabizbajo.

Una señora, de muy agradable aspecto maternal, les dirigió la palabra para contarles una historia:

―Eran dos soldados, caídos en el frente con una herida similar. Ambos deseaban conservar la mano derecha, que en la paz les había de dar su sustento, pero siguieron diferentes caminos. Mientras uno se sometió dócilmente a todas las curas prescritas por los médicos y aceptó incluso la amputación de la mano cuando no hubo más remedio, el otro se resistió a toda intervención, temiendo se la cortasen también. Este segundo murió de gangrena y el primer soldado, si bien con una mano menos, conservó la vida y aprendió a valerse con la otra. Está vivo y contento.

La señora miró a aquellos presos, algunos de ellos criminales endurecidos.

―Vosotros sois soldados caídos en la batalla de la vida. Tenéis el camino de resistiros, de rechazar todo ayuda, de rebelaros contra todos…, pero irá en vuestro perjuicio. Tenéis también la oportunidad de tomarlo como un aviso, como una corrección necesaria y cuando la condena termine, podréis iniciar una nueva vida. Pensad en esas esposas, hijos, padres y amigos que esperan. Haced que su espera la den por bien empleada.

Aquellas palabras llegaron al corazón de Dan, y borraron todos sus deseos de evasión. Cuando estaba en la celda meditando llegó el capellán del penal.

―Mason acaba de fallecer, Kent.

―Era un buen hombre. Lo siento mucho. De verdad.

―Antes de morir me dejó un encargo. Me pidió que te dijera: «No lo hagas, Kent. Pórtate bien y espera al fin de la condena.»

Dan no respondió.

―Espero que no decepcionará al hombre que le dedicó su último pensamiento. Adivino que desea escapar. Rechace esta idea. Aunque lo consiguiese, lo cual es prácticamente imposible, el fugarse le haría más mal que bien. Los caminos honrados estarían decididamente cerrados para usted y siempre más viviría perseguido por los hombres y por su propia conciencia. No lo dude ni un momento.

Aquellas dos circunstancias influyeron en Dan, que se avino a charlar de vez en cuando con el capellán, que lentamente y gracias a su extraordinaria bondad fue curando aquellas heridas espirituales.

Las horas de desesperación, el deseo casi doloroso de salir a los grandes espacios, de huir y gritar, siguieron presentándose de vez en cuando. Pero cada vez que Dan dominaba estas inclinaciones, modelaba en realidad una voluntad de hierro que le convertía en un auténtico hombre.

Al llegar Navidad sintió unos deseos irresistibles de saludar a sus amigos. Para ello, escribió a la esposa del difunto Mason, para que desde el lugar donde vivía, en otro Estado, cursara la carta a Plumfield. De esta manera no podríán localizarle ni que se lo propusieran.

Después, procurando dominarse y tomarlo como una disciplina necesaria para su formación, prosiguió para Dan la vida carcelaria.

Día a día, hora a hora, minuto a minuto…, pensando en el día de la salida.

XIII. El Año Nuevo de Nath

―Estoy preocupada por Dan. Exceptuando un par de postales nada sabemos de él desde su marcha. Nath escribe a menudo. De Emil tuvimos carta hace poco. Pero ese Dan… ―se lamentó Jo a su esposo.

―Sabes que es un hombre de acción. Habla poco, escribe menos y realiza mucho.

―Sin embargo, prometió informarme. Dan cumple siempre sus promesas. Temo que algo le haya ocurrido.

A los pies de Jo y buscando sus caricias permanecía el perrazo Don, que Dan había dejado al cuidado de los Bhaer.

Teddy también quiso tranquilizarla.

―Dan es así, mamá. No dice nada y de pronto aparece siendo propietario de una mina de oro.

―Tal vez esté en Montana. Lo de los indios parecía atraerle más que lo de la granja en Kansas ―sugirió Rob, que ayudaba a su madre a despachar la numerosa correspondencia recibida.

―Sin embargo, insisto. Tengo el presentimiento de que algo malo le ha ocurrido.

―Si es así pronto lo sabremos. Las malas noticias viajan rápidas. Mientras, escucha lo que cuenta Nath en su carta.

Leyó el profesor la brillante descripción que en su carta hacía Nath de las reuniones literarias y musicales a las que había tenido ocasión de asistir. De los esplendores de la Ópera, de las atenciones de sus nuevos amigos, de lo mucho que le agradaba estudiar bajo la dirección de un maestro como Bergmann. También hablaba de sus esperanzas de ganar dinero y gloria y de su eterna gratitud hacia los que hacían posible tanta ventura.

Jo se alegró.

―Ésas son buenas noticias. Me alegro de verdad.

―Esperemos que todo eso no se le suba a la cabeza. No faltan tentaciones de todas clases, que Nath deberá aprender a resistir ―contestó el profesor.

Aquellas palabras eran proféticas. Nath estaba experimentando directamente una lección.

Con la alegría e ingenuidad que le caracterizaban, Nath se había lanzado a disfrutar ampliamente de todo cuanto estaba a su alcance, en un abuso de la libertad en que podía desenvolverse lejos de los suyos.

Con un guardarropa bien surtido, una buena cantidad en un banco y sin que nadie conociera su pasado, irrumpió en sociedad bajo los auspicios del conocidísimo profesor Bhaer y del acaudalado señor Laurence, motivos todos que contribuyeron a que se le abrieran innumerables puertas.

Si se añade que Nath hablaba muy bien el alemán, era simpático y tenía indudable talento musical, se comprenderá que se le recibiera bien en un círculo de la sociedad en el que muchos pretendían entrar sin conseguirlo.

Estas facilidades trastornaron un poco a Nath. Alternando siempre con personas de fortuna y alta categoría se vio obligado a dejar creer que él estaba en idéntica situación. Sin llegar a mentir, dejó vislumbrar que poseía fortuna personal muy elevada, que sus relaciones eran de lo más distinguido y sus influencias muy efectivas.

La continuación tuvo un reflejo en lo económico. Obligado a obrar de acuerdo con la supuesta personalidad creada dejó la modesta pensión en la que inicialmente se alojara.

Además, debía corresponder a las amables invitaciones de sus nuevos y ricos amigos con otras invitaciones no menos rumbosas.

De todo esto, como es natural, nada decía en sus cartas. Contaba sus éxitos en sociedad, pero no la carrera de gastos en la que se había metido.

En Plumfield se analizaban sus cartas y se discutía sobre él.

―Ya lo dije. No está acostumbrado a manejar dinero. Se estropeará ―se lamentaba el profesor.

―La cantidad le puede parecer enorme a él, pero no lo es, ni mucho menos. Esperemos aún que la vida le dé una lección. Estoy seguro que no adquirirá deudas. Es demasiado honrado ―aseguró Laurie.

Nath tenía momentos en que veía claramente que no obraba bien. Pero aquella vida era muy atractiva.

―Este mes, y no más. Al mes próximo, vida de estudio y sacrificio. Debo hacerlo y lo haré.

Pero no ponía en práctica los buenos propósitos.

Hizo amistad con una jovencita, que vivía con su madre. Eran de buena familia, pero sin fortuna. La posición que suponían a Nath y los amigos de que alardeaba le hacían especialmente atractivo para ellas.

Por este motivo le recibían y se esforzaban en agasajarle, con gran contento del joven.

Llegaron las Navidades y con ellas una serie de sorpresas desagradables. La primera se la llevó Nath al visitar a Minna, que así se llamaba la mencionada muchacha, con una serie de obsequios para ella y para su madre.

Le recibió la señora, abordando en seguida un delicado asunto. Ella deseaba saber inmediatamente cuáles eran las intenciones de Nath, porque si no era para casarse no podía consentir que Minna perdiese más tiempo. En fin, que ya era tiempo de formalizar las relaciones.

Aquella situación espantó a Nath. Él no podía ni deseaba prometerse a Minna ni era cierta la situación que le suponían. No le quedaba más remedio que decir la verdad.

La dijo sin ambages, declarando la humildad de su nacimiento, la carencia de fortuna y que los estudios los pagaba un protector.

Inmediatamente salió de aquella casa para no volver más.

Poco después, un compañero de estudios le anunció su inmediato viaje a América, pidiéndole la dirección del profesor Bhaer para visitarle.

―Me presentaré como amigo tuyo y me atenderá. Sobre todo cuando sepa que siempre nos divertimos juntos.

―Verás…, es que… ―balbució Nath.

Aquello era un pequeño problema. Porque aquel amigo era muy capaz de contar todo cuanto hacía, y Nath no lo deseaba. Para salir del paso sólo había una solución.

―Toma, ésa es su dirección.

Y se la dio de tal manera que no era probable que consiguiese localizar al profesor por mucho que lo intentase. Pero cuando las preocupaciones de Nath tomaron incremento alarmante fue al llegar a casa.

―¡Dios mío, qué es eso!

Eran facturas. Montones de facturas que ante la proximidad de fin de año le habían sido enviadas para que atendiese su pago. Modestas unas, de mayor importe otras, entre todas formaban una considerable cantidad, que aterró a Nath.

―¡Qué locura! ¿Cómo soluciono ahora eso?

Además de las facturas había una carta de casa. Le felicitaban el Año Nuevo.

Miró en derredor decidido a buscar un remedio.

―Venderé todo eso. Volveré a la pensión donde estaba. Trabajaré en lo que sea. Pero no les pediré más dinero. Me quieren tanto que no puedo defraudarlos.

Uno de sus primeros pasos fue contárselo lealmente al profesor Bergmann, quien le aconsejó debidamente para que del lance sacase la oportuna lección.

―Te prometo no divulgar esto. Pero tú debes hacer lo restante. Estudia mucho y trabaja cuanto sea necesario.

―Lo haré, profesor. Una lección de esas basta para aprender.

XIV. Gala teatral en Plumfield

Reseñar la historia de la familia March sin aludir a sus representaciones teatrales sería olvidar algo de importancia.

Al construirse el colegio, Laurie quiso que se le añadiera un teatro, reducido, pero completísimo. En su telón aparecía Apolo rodeado de las Musas, y por ingenio y habilidad del pintor el dios era muy parecido al señor Laurence.

El ingenio y la habilidad de la familia proporcionó toda clase de artistas para este teatro. Llegaron a representar obras de gran calidad.

Jo quiso prescindir de las obras entonces en boga, casi siempre adaptadas del francés, amaneradas y parecidas todas ellas. Quiso recoger una serie de facetas de la vida humilde, con mezcla de lo cómico y lo patético, deseando demostrar que la verdad y la sencillez tenía un gran encanto.

Laurie la ayudó con entusiasmo. Incluso llegaron a ponerse los nombres de Beaumont y Fletcher, como coautores de la obra.

Los días que precedieron al de Navidad fueron de auténtico esfuerzo para todos los componentes del cuadro escénico, para la orquesta, los decoradores y cuantos intervenían de un modo u otro en la obra.

Pero Jo y Laurie batían todos las marcas de actividad, cuidando con esmero los detalles, corrigiendo defectos, subsanando errores…

Llegó por fin el día esperado.

―¡Qué aspecto tiene el teatro! ―comentaban los invitados al entrar.

―Está arreglado con muchísimo gusto. Les felicito ―añadían caos.

Así era. Nada podía mejorarse ya.

―¿Ha llegado ya? ―preguntaba Jossie a cada momento.

―¿Quién?

―¡Quién ha de ser! La señorita Cameron.

Aquella pregunta fue contestada negativamente varias veces. Por fin alguien avisó a la excitada muchacha.

―Jossie, Jossie, ¡ahí está!

Jossie miró discretamente desde detrás del telón. Sí, allá estaba. Radiante, bellísima y elegantemente vestida, sentada en el lugar de honor.

―Sí, es ella. ¡Qué responsabilidad la mía!

John se acercó a su hermana y la encontró temblando de excitación.

―Procura serenarte, Jossie. Lo ha» ces muy bien y a la señorita Cameron le gustará. Pero debes dominar tus nervios. Serían tus peores enemigos.

Unos instantes después se levantó el telón.

La velada se iniciaba con un paso de comedia de época. Alicia era una coqueta marquesa y John un atrevido barón. Sus aventuras hicieron reír con ganas a la concurrencia, especialmente las intervenciones de Jossie en el papel de una pizpireta, curiosa y entremetida doncella que todo lo fisgoneaba. La muchacha dio a su papel una dosis de comicidad y juvenil picardía, que lo hicieron encantador.

Cuando ya la marquesa se rendía al asedio del barón en el escenario se oyó un crujido.

El barón saltó y gracias a su rapidez pudo evitar que el bastidor de uno de los decorados cayese encima de la pareja. La marquesa quedó sin habla.

La inesperada situación complació al público que rió de buena gana ante los esfuerzos de John para enderezar el decorado, mientras la blanca peluca le tapaba los ojos.

Uno de los tramoyistas subió a una escalera por la parte interior, e intentó sujetar el bastidor con tan mala fortuna que se le escapó el martillo.

John estaba debajo y recibió el martillazo precisamente en la cabeza.

Cayó rápido el telón y ocultó a los espectadores una emotiva escena. Alicia había corrido hacia el caído John, y mientras intentaba restañar la sangre que empezaba a manarle de la herida repetía:

―John, John, háblame. Háblame. ¡Por favor!

Hay quien asegura que John tardó en hablar, porque en aquella postura y con la asistencia de Alicia se encontraba como nunca se había hallado.

Nan acudió al instante con su inevitable botiquín, y con mano segura curó y vendó al muchacho.

También acudió Jo, alarmada en un principio. Pero al asegurársele que nada grave había ocurrido lo tomó a chacota.

―Supongo que la herida no le impedirá seguir trabajando. Fracasaría mi obra.

Compareció también Laurie. Alegremente, pese al incidente, preguntó a Jo, llamándola por su nombre de «guerra»:

―¿Qué tal tus nervios, Fletcher?

―Alterados como los tuyos, aunque trates de disimularlos, Beaumont.

―No te preocupes, saldrá bien.

―Eso espero. Hemos trabajado con entusiasmo y hay mucha vida real en la obra.

Así era. Se levantó el telón para empezar la obra de Jo.

La escena representaba una cocina campesina en la que una mujer de pelo cano zurcía calcetines y mecía una cuna.

El monólogo de Meg, pues ella era la campesina de la obra, tenía una gran humanidad. Habló de su hijo Sam, empeñado en alistarse en el ejército, de su nietecita Dolly, que soñaba con los placeres y comodidades de la ciudad, y con el nietecito, que su desgraciada hija Elisa le había confiado antes de morir.

En la estancia entró entonces un hombre, desaliñado, de repulsivo aspecto, que reclamó el niño a la campesina, como padre del mismo. Todos los espectadores que conocían a la señora Meg, y su dulzura y suavidad, quedaron maravillados de la briosa reacción que tuvo en la escena. En su papel se negó a entregar el niño que su hija le había confiado. El malvado amenazó, insultó y, ante su resistencia, trató de apoderarse por la fuerza de la criatura.

La brava abuela se le enfrentó, llegándole a golpear con el atizador del fuego, y el acto terminó con la campesina teniendo a su nieto en brazos, asustado y llorando de verdad, mientras el mal padre quedaba acobardado ante su valerosa defensa.

Los aplausos fueron sinceros y duraderos.

El segundo acto presentó la actuación de Jossie en el papel de Dolly, una muchacha empeñada en marchar a la ciudad, seducida por el lujo y las diversiones. Jossie representó admirablemente su papel, mostrando un desprecio total hacia todo lo del campo. Luego, para tratar de convencer a su madre, se mostró mimosa, seductora, irritada, suplicante, y en todos estos matices estuvo soberbia.

Jo observó a la señorita Cameron y vio que varias veces aprobó con la cabeza la actuación de la muchacha. Ello le complació mucho.

Después de ceder a los ruegos de la hija, la campesina tiene que ceder también a los del hijo, que decide alistarse.

El acto terminó con la viejecita meciendo al nieto, como único consuelo y esperanza.

En el tercer acto, Jossie lució con todo su esplendor. No en vano Jo lo había escrito pensando en este lucimiento. Representaba la vida en la ciudad, las fiestas, las tentaciones y la hipocresía que la bonita e inocente joven encuentra. Y especialmente, una escena dramática en la que al principio se avergüenza de su tosca e ignorante madre que ido a buscarla, pero luego reacciona con gallardía cuando observa que se burlan de ella.

En el quinto, intervinieron Nan y Tom, representando a un médico y una enfermera en un hospital de campaña. La atribulada madre campesina recorre todos los puestos de socorro después de una cruenta batalla, rezando por todos los muertos, aunque no sean sus hijos, «todos son hijos de una madre». Al fin, cuando mayor es su desesperación, encuentra al suyo, vivo pero herido.

Terminó la obra con una escena de Navidad en la modesta casa campesina, con la madre, el hijo herido, la muchacha y el nietecito. Están contentos de estar juntos, pero su alegría es tranquila. De pronto irrumpen todos los vecinos con numerosos presentes y baja el telón en un momento de alegre exaltación al amor materno.

Después de la obra, plato fuerte de la jornada, se representó una pantomima titulada Las estatuas del profesor Owlsdark.

Ataviados como los dioses del Olimpo, pero con ligeras variantes de tipo humorístico, fueron presentados los «dioses» por el profesor Bhaer, que con fina ironía fue poniendo en evidencia alguno de sus defectos, ante la risa de los espectadores que veían retratadas a personas conocidas.

Teddy fue Mercurio; Bess, Diana cazadora; Nan, Minerva defendiendo los derechos de las mujeres; Apolo, con un parche en la frente, John, y así, sucesivamente, a todos los dioses se les encontró la debida réplica terrenal. La gente gozó tanto por los humorísticos disfraces como por las posturas estatuarias que adoptaban. Los jocosos comentarios del profesor aumentaron la diversión.

Después de la fiesta se celebró una animada y suculenta cena a la que todos hicieron honor.

La única excepción fue Jossie, que esperaba el veredicto de la insigne señorita Cameron. Cuando la vio acercarse hacia ella y su madre sintió desfallecer de temor.

―La felicito, señora Brooke. Es usted una actriz formidable. Lo digo de corazón. Sabiendo eso no me extraña que sus hijos hayan heredado tan grandes dotes para la escena.

Jossie abrió la boca para hablar sin conseguirlo. Al fin, con un hilo de voz preguntó:

―Así cree usted que yo…, que yo… puedo ser…

―Sí. Creo en tus condiciones. Tanto es así, señora Brooke, que le pido ya ahora que el próximo verano me la confíe. Las dos en la playa podremos hacer grandes progresos.

Desde aquel momento, Jossie no pareció ser de este mundo, tan y tan contenta estaba.

De regreso a casa, Jo se apretujó a su esposo, más afectuosa que de ordinario.

―En el juego de las estatuas se me ha retratado muy Bien. Pues bien; te prometo que procurará contener mi impaciencia. Te lo mereces.

Y prosiguieron su camino más unidos que nunca. Eternamente enamorados…

XV. Inquieta espera

El profesor Bhaer entró en el salón donde estaba Jo. Estaba pálido. Lentamente, procurando dominarse, le habló:

―Tengo una mala noticia, Jo.

Ella se sobresaltó. En seguida pudo advertir que la cosa era grave, pues el profesor tenía gran dominio de sus sentimientos y en aquella ocasión se le veía demudado.

―¿Qué ocurre, Franz? ―preguntó alarmada.

―Es necesario tener calma, querida. Ven; siéntate.

Dominada por los peores presentimientos, Jo dejó que él la acomodara en un sillón y se sentase en un taburete, a sus pies.

―Franz me ha telegrafiado que se ha perdido el barco de Emil.

―¡Oh, Dios mío! ¿Y él?

―Verás, las noticias son escasas por ahora. El barco se hundió y algunos de los botes salvavidas han sido recogidos por otros navíos. El de Emil todavía no. Eso no quiere decir que…

―¡Franz, Franz! ¿No me ocultas la verdad? ¡Dímelo todo, por favor!

―La verdad es que no se sabe de fijo…, pero desgraciadamente los indicios son desfavorables. Los náufragos recogidos dicen que vieron a Emil con el capitán poco antes de hundirse el barco.

Aunque se resistía a creer en un fatal desenlace, Jo estuvo a punto de desmayarse por la impresión recibida.

Luego, pareciéndole imposible que a Emil le pudiera suceder nada grave, se aferró a la esperanza a pesar de que cada día que pasaba eran menores las posibilidades favorables.

Las muestras de pesar que los Bhaer recibieron fueron tantas, tan sinceras y de tan variada índole, que les conmovieron profundamente. Les demostraban que habían sabido granjearse la estima de todas las personas del pueblo.

Pero, aunque procuraron soportar la pena con resignación, les costaba hacerse a la idea de la pérdida de Emil, el jovial y cantarín muchacho, ídolo de todas las chicas.

Especialmente Jossie llegó a estar casi enferma, obsesionada día y noche por la escena del naufragio. Una carta de la señorita Cameron, diciéndole que esa primera tragedia en su vida había de tomarla como una lección, la hizo reaccionar favorablemente.

Pasaron unas semanas. Plumfield seguía anonadado por aquella inesperada desgracia cuando llegó un telegrama, que ya nadie más que Jo esperaba:

«Todos salvados. Pronto recibiréis cartas.»

La alegría fue indescriptible. Jo pareció salir de un infierno y derrochó vitalidad.

―¡Izad la bandera del colegio! ¡Que repiquen las campanas!

Los escolares más pequeñines entonaron un cántico de acción de gracias, que conmovía por la pureza de las voces y la sinceridad de su sentir.

Las cartas anunciadas no tardaron en llegar también. En una de ellas, Emil daba cuenta del incendio y naufragio, de una manera casi lacónica. En otra, la señora Hardy escribía con elocuencia en términos tan elogiosos para Emil, que enorgullecieron a la entusiasmada comunidad. El capitán ponderaba el valor, pericia y espíritu de sacrificio del muchacho y se expresaba con gran agradecimiento. En cuanto a María escribía con palabras que conmovieron a todos.

Entonces empezó otro tipo de espera. Febril, impaciente, pero alegre y bulliciosa. Todo Plumfield quería festejar a su héroe.

Rob compuso un poema épico, inspiradísimo, al que John puso música con objeto de convertirlo en himno de bienvenida.

Pero la espera se alargaría aún. Porque los salvados náufragos regresaban vía Hamburgo, donde pensaban asistir primero a la boda de Franz, retrasada como consecuencia del luto que había llevado por el resucitado Emil. Eso saldrían ganando todos, porque Franz y su esposa los acompañarían a América en su luna de miel.

Los otros ausentes vivían diversas visicitudes, que vamos a analizar antes de la llegada de Emil a Plumfield.

Nath seguía fielmente el camino trazado, muy distinto del de los primeros tiempos de su estancia en Alemania. No le importaba soportar privaciones. Quería seguir adelante, pese a todo, por respeto a quienes habían confiado en él y que estuvo a punto de defraudar.

Durante el día daba lecciones y por la noche tocaba el violín en un teatrucho de los arrabales. Se abstenía de cuanto no fuera indispensable, incluso en lo más crudo del invierno, y estudiaba todo cuanto podía.

El profesor Bergmann estaba muy contento de él y empezaba a distinguirle como alumno predilecto. Tanto es así que al llegar la primavera le propuso:

―¿Deseas formar parte del conjunto que actuará en un festival musical en Londres? Yo creo que te será conveniente en todos conceptos.

―¿Usted cree que estoy preparado para ello, profesor?

―Lo afirmo categóricamente.

―Entonces, por mi encantado. No sé cómo expresarle mi agradecimiento. ¡Es tanta mi alegría!

―Hay un modo de agradecer las oportunidades: haciéndose digno de la confianza de quien nos las proporciona.

Nath comprendió perfectamente el alcance de estas palabras. Serenamente, pero con una firmeza de la que antes no parecía capaz, contestó:

―Seré digno de esta confianza.

La excursión a Inglaterra y la ocasión que le brindaba en su carrera parecieron a Nath una dicha insuperable. Sin embargo, la vio aumentada aún con la visita que le hicieron Emil y Franz, y sobre todo cuando se enteró de lo del naufragio.

Los tres «hermanos», como se llamaban entre sí los muchachos de Jo, vivieron horas de feliz camaradería, y Nath tuvo la íntima satisfacción de demostrarles que se había superado a base de sacrificios, de modo que su mal principio era cosa olvidada.

Emil y Franz lo celebraron y le felicitaron efusivamente. Franz le invitó a su próxima boda, a celebrar en junio, y Emil, quieras que no, le llevó a un sastre para encargarle un magnífico traje con que sustituir la deficiente ropa que llevaba.

Como si las alegrías se encadenaran llegaron para Nath cartas de los suyos en las que le felicitaban por el éxito conseguido y por su magnífica demostración de hombría y firmeza. Entre las cartas había un cheque por una cantidad apreciable, que al muchacho le pareció extraordinaria.

Muy lejos, a miles de kilómetros de los tres camaradas, también Dan formaba proyectos para el futuro, contando las semanas que faltaban para verse libre en agosto próximo.

Sin embargo, a él no le esperaban ni una boda feliz, ni un recibimiento triunfal, ni grandes conciertos. Pensaba que ningún amigo le tendería la mano cuando saliese de la cárcel. No tenía ante si ni la menor perspectiva feliz.

No obstante, su triunfo había sido muy meritorio, aunque sólo Dios y el capellán del penal lo supieran. Porque la batalla había sido despiadada dentro de sí, entre el bien y la desesperación que conduce al mal.

Pero había encontrado un buen aliado en la Biblia, que se había acostumbrado a leer.

―Cuando me vea libre volveré con mis amigos los indios. Trabajaré para ayudarles, porque necesitan ayuda. Enterraré en su comprensión esta mancha de mi vida. Y, cuando haya hecho algo de lo que pueda estar contento, volveré a Plumfield. ¡Antes no!

Estaba totalmente decidido a no volver hasta borrar con algo magnífico aquello que le separaba de sus amigos.

―Conseguiré que se enorgullezcan de mí.

Y al decirlo miraba al cielo como si formulase un juramento, que estaba decidido a cumplir costase lo que costase.

XVI. En el campo de tenis

Plumfield estaba ganado para la causa del deporte. El río en que otrora sólo navegaba un bote cargado de chiquillos se veía concurridísimo de toda clase de embarcaciones de remo, desde el ligero esquife al adornado y cómodo bote de gran capacidad.

Había lugares adecuados para la práctica del baseball, por el que existía gran afición, para el atletismo y para el tenis.

Jo era asidua practicante de este último deporte, tanto que a uno de los campos de tenis le llamaban «el de Jo».

Una tarde dominical estaban aquellos lugares más concurridos que nunca. Por doquier había actividad.

Jossie y Bess competían, aunque era tanta la diferencia que ninguna opción tenía la «princesa» al triunfo. Eso la aburría y ponía de malhumor, aunque procurase contenerse por cuestión de buenos modales.

A propuesta de Bess, decidieron descansar un poco, aunque Jossie no lo deseaba. Por eso recibió tan alegremente a dos elegantísimos jóvenes que acababan de llegar.

Eran Dolly y «Relleno».

―¿Cuál de los dos quiere jugar conmigo?

«Relleno» sudó sólo de pensarlo. Dolly se ofreció.

―Encantado de hacerlo, Jossie.

―Yo acompañaré a la «Princesa» ―decidió «Relleno», sentándose cómodamente a la sombra.

También Dolly fue vencido por Jossie. Luego se sentaron los cuatro sobre el césped, aunque Dolly se levantó con presteza al ver que se había manchado ligeramente su inmaculado pantalón blanco.

Jossie rió de buena gana. Estaba satisfecha por sus triunfos en el tenis.

―Deja ya de estar pendiente de tu ropa, Dolly. No mata a nadie mancharse alguna que otra vez.

―Un caballero debe ir impecable ―contestó Dolly, con énfasis.

―No vayas a creer que el traje hace el caballero. Debe tener otras cualidades más importantes para serlo. Y tú pareces vivir para lucirte. ¿Verdad, Bess?

Viendo que Bess no contestaba por prudencia, Dolly aprovechó para contraatacar.

―El señorío también está en ser discreto en las afirmaciones. En no atacar directamente a los demás. ¿Verdad, Bess? ¿Verdad, Jorge?

«Relleno,» amodorrado por el calor y los efectos de una pesada digestión, estaba dormido ya. Como contestando a su amigo soltó un ronquido, que produjo la risa de los tres.

Poco después llegó tía Jo.

―¿Os apetece una cerveza?

La aprobación fue unánime.

―¡Estupendo!

―Es una magnífica idea.

―Tía Jo es genial y oportuna en todo.

Luego, la señora Bhaer aprovechó la oportunidad que ahora se le presentaba pocas veces para conversar con Dolly y Jorge.

Sabía que aquellos muchachos habían empezado la vida en condiciones peligrosas. Vivían alejados de su familia, disponían de dinero en abundancia, escasa experiencia de la vida, y menos amor al estudio.

Jorge era indolente y abúlico, tan mimado por el lujo que era incapaz de hacer esfuerzo de ninguna clase.

Dolly era un fatuo presumido, capaz de hacer cualquier tontería para sobresalir de los demás.

Consideró el momento apropiado para hablarles cuando sus palabras podían tener los mejores resultados.

―Os voy a hablar, como pudieran hacerlo vuestras madres, que tenéis muy lejos de vosotros ―les previno Jo.

«¡Válgame el cielo! ―pensó Dolly―. Ya tenemos el sermón encima.»

Por su parte «Relleno› procuró beberse la cerveza que quedaba.

Jo lo vio, y por ahí empezó todo.

―Esta cerveza. Jorge, no te hará daño, Pero quiero prevenirte contra otra clase de bebida. He oído que hablas de vinos y licores como si realmente entendieras de ellos. Como si los bebieras a menudo. También te oí decir que hoy en día los jóvenes beben. Pues bien; en esto hay un enorme peligro.

―Le aseguro, señora Bhaer, que sólo bebo vino con hierro, porque mamá dice que debo reponerme del desgaste que los estudios me ocasionan.

―No creo que lo que tú estudias te desgaste en absoluto. Lo que te desgasta es ese comer, que ya es tragar. Yo quisiera tenerte unos meses conmigo. Verías como conseguirías correr sin soplar y pasar los días sin comer seis o siete veces.

Tomó su mano, blanda y regordeta, con hoyuelos en los nudillos y sin marcársele siquiera un hueso.

―Observa esta mano. Es absurda en un hombre. Debiera darte vergüenza.

Jorge se excusó, algo avergonzado.

―En casa todos somos gordos. Es cuestión hereditaria.

―Mayor razón para estar sobre aviso. ¿Es que quieres acortar tu vida? ¿O pasarla como una bola de sebo dependiendo de los demás?

―No. Claro que no.

Jo vio tan asustado a «Relleno», que dulcificó su acento.

―Si usted me ayudara… Hágame una lista de lo que puedo y no puedo comer. Si soy capaz, me sujetaré a sus instrucciones.

―Hazlo así, y en un año serás un hombre musculoso. No un odre. No te quepa duda.

Entonces Jo se volvió hacia Dolly, que se había divertido a costa de su inseparable compañero. Severamente le interpeló.

―¿Cómo van tus estudios de francés, Dolly?

―¿Francés? ¡Ah, bueno! Pues bien. Sí, bastante bien.

―Tengo entendido que todo el francés que aprendes es en las novelas de cierta índole que lees, o asistiendo a todas las representaciones de comedia y revista francesas.

―Verá, no acostumbro a ir. Fui una vez, y pensé que no era apropiado para un muchacho serio. En cambio, otros mayores que yo esperaban a las artistas y las llevaban a cenar con ellos.

―¿Lo hiciste tú también?

―Una sola vez. Pero volví pronto a casa. No me gustó.

Dolly estaba ruborizado. La señora Bhaer lo notó.

―Me alegra que puedas aún ruborizarte. Pero ésa es una facultad que se pierde precisamente en sitios así. El trato con esta clase de mujeres te estropeará después para alternar con otras de tu misma clase social. Tu moral, tu refinamiento, tu cultura y educación saldrán siempre malparadas con estas amistades. Sabía que no ibas muy bien, y me dolía pensar que lo hacías para presumir de hombre de mundo, casi contra tu gusto. Pero con el tiempo serías esclavo de estas aficiones que degradan.

Dolly y Jorge estaban alicaídos por la filípica de Jo. Ella les puso una mano en el hombro.

―Os he hablado así porque os quiero, porque conozco vuestra valía y, sobre todo, porque ahora es tiempo de remediar los defectos. Estas tentaciones podéis aún dominarlas. Haciéndolo, os salvaréis vosotros y salvaréis a otros, con vuestro ejemplo. Si tenéis dificultades, acudid a mí. Sabéis que siempre os atenderé. Podéis hablarme con franqueza, porque muchas confidencias he recibido de cosas que ni aún podéis soñar.

―Comprendo cuanto nos dice ―aceptó Dolly―. Pero cuando uno se da cuenta que incluso jóvenes de buena familia son llevadas por sus padres a ver estos espectáculos, porque es moda, es difícil oponerse.

―Lo comprendo. Pero el mérito de un hombre es obrar de acuerdo con su conciencia, pese a la opinión de los demás. Incluso contra esta opinión adversa.

Jo hizo una pausa, luego prosiguió con entusiasmo:

―Cierto es que será duro resistir todas esas tentaciones que ofrecen los libros, los cuadros, los bailes, los espectáculos e incluso las propias calles. Pero si os lo proponéis, no será difícil. ¿Sabéis qué contestó John a mi hermana Meg, cuando ella se preocupaba porque como periodista debía volver tarde a casa, expuesto a mil tentaciones? ¿Lo sabéis?

―No. No lo sé.

―¿Qué dijo «Medio-Brooke»? ―preguntó «Relleno».

―Contestó con absoluta seguridad en sí mismo: «El hombre que se extravía… es porque quiere extraviarse». Nada más que eso.

Aunque exteriormente los dos muchachos procuraron «encajar» el sermón como hombres duros y curtidos en su fuero interno dieron a Jo toda la razón.

En consecuencia también se formularon un propósito de enmienda, que era precisamente lo que ella deseaba.

XVII. Entre las muchachas

Aunque la historia se refiere casi exclusivamente a los muchachos de Jo, sus vidas se relacionan íntimamente con las chicas, por cuyo motivo no puede dejárselas de lado.

En Plumfield, pequeña república, las muchachas tenían puestos adecuados a su valía personal, y tanto su formación espiritual como cultural las preparaba para ocupar dignos cargos en la vida de sociedad.

Esto no suponía ni un desprecio ni un abandono siquiera de las tradicionales labores de la mujer.

Buena prueba de ello era una de las costumbres establecidas: la costura de los sábados.

A pesar de las ocupaciones que a nadie faltaban, en las tardes de los sábados se reunían las tres hermanas con varias de las muchachas, y cosían y remendaban juntas, enseñando unas, aprendiendo las otras, y haciendo prácticas muy útiles las más. Resultaban reuniones muy agradables, porque la clase de trabajo que hacían les permitía hablar entre ellas, discutiendo puntos de interés común y sacando, por tanto, una doble enseñanza.

En ocasiones, Bess leía en alta voz escogidos libros o recitaba Jossie si se trataba de obras teatrales o simplemente poéticas.

También tenían entrada en la reunión libros de economía doméstica, cocina, primeros auxilios y puericultura.

Un día surgió una controversia acerca de las carreras femeninas. Jo fue preguntando a cada una de las muchachas qué es lo que iban a hacer.

―Seré maestra.

―Yo, médico.

―Ayudaré a mi madre.

Así otras muchas contestaciones, distintas entre sí. Pero todas con algo común; luego añadían: «Hasta que me case.»

―Muy bien. Pero ¿y si no os casáis?

―Entonces… ¡no sé!

―Os he preguntado eso ―afirmó Jo― sabiendo bien la respuesta. Lo supeditáis todo en la vida al casamiento. Pero ¿y si no os casáis? No pensáis bien. Vuestros proyectos deben prever la posibilidad de quedaros solteras, lo cual no debe aterraros. No es ninguna deshonra y en este estado podéis ser muy útiles a la sociedad y a vosotras mismas.

―¡Vaya panorama halagador! ―bromeó una chica.

―Pues es halagador de verdad. Elevarse y cultivarse una misma y servir y ayudar a los demás son motivos suficientes para llenar una vida. Aparte de que en ocasiones se encuentra el premio. Por ejemplo, yo misma, y sin merecerlo. Cuidé durante un tiempo a una vieja algo rara. Interiormente me consideraba desafortunada, pero me esforcé siempre en ser amable, cortés, educada. La traté con cariño, con atenciones… y la viejecita me dejó esta finca cuando yo no lo podía ni siquiera imaginar.

―¡Qué gracia, por una finca así también me sacrificaría yo! ―rió una.

―Pero hay que hacerlo sin esperar premio. Simplemente, tener dispuesta la rueca que Dios ya mandará el lino.

Así, entre bromas y veras, cosiendo y aprendiendo las lecciones sobre la vida iban penetrando en aquellas mujercitas, que estaban destinadas a crear nuevos hogares o mejorar el nivel cultural de las mujeres de otras épocas, gracias a la labor de una abnegada familia.

No era raro ver a la muchacha más despierta de la clase, o a la que mejores notas conseguía en latín, esforzándose en coser un sencillo delantal, mientras otras, menos inteligentes en los estudios, la ayudaban a corregir los defectos.

Aquella tarde, Jo les dio una inesperada noticia.

―Hoy tendremos una visita. Recibiremos a lady Ambercombrie.

―¡Oh, señora Bhaer! ¿Por qué no nos avisó antes? ¿Cómo vamos a recibir a una lady con estos vestidos de diario?

―No conocéis a esa señora. Lady Arbercombrie y su esposo dedican su vida al bien de sus semejantes. El señor está estudiando en nuestro país los sistemas penitenciarios, y ella los métodos de enseñanza. Son sencillos en todo, afables en el trato y humildes. Ellos están más a gusto en reuniones así que en las de alta sociedad, donde el esplendor y el lujo a duras penas tapan la hipocresía.

Pese a las palabras de Jo, confirmadas por Amy y Meg, aquellas chicas estaban intranquilas. No ocurre cada día la circunstancia de recibir una representante de la aristocracia británica, y ellas hubieran deseado estar vestidas con sus mejores galas.

Cuando lady Ambercrombie entró quedaron decepcionadas. Incluso hubo alguna, más atrevidilla, que contuvo a duras penas una sonrisa de burla. Todo porque aquella señora tenía un físico poco agraciado y una forma de vestir no demasiado elegante.

Jo se dio cuenta de esta errónea impresión. Ayudada por sus hermanas fue interrogando a la noble señora, la cual habló sencillamente de las escuelas nocturnas sostenidas por su esposo, de la pensión que su esposo obtuvo del gobierno para las viudas desamparadas, de cómo unos amigos, nobles también, se dedicaban a regenerar mujeres descarriadas, otros fundaban bibliotecas para gente modesta, construían nuevas casas para los trabajadores, luchaban para suavizar las condiciones de las cárceles inglesas, y mil otras acciones que grandes intelectuales, destacados miembros de la nobleza, industriales y terratenientes, realizaban sin otro fin que el de ayudar a sus semejantes y hacer más dichosa su vida.

Esto impresionó más a las muchachas que cuanto pudieran decirles en su casa en cien sermones. Aquello probaba que gentes que valían mucho consideraban a los necesitados como hermanos.

Cuando lady Ambercrombie se despidió lo hizo amablemente, saludando una por una a todas las muchachas e interesándose por sus trabajos, a los que acertó a elogiar según lo merecían.

Nuevamente solas, quedó en ellas la impresión de que acababan de recibir una lección bellísima: la del amor a los semejantes.

XVIII. Día de apoteosis

El buen tiempo se sumó a la festividad del día. En el ambiente todo era luz, color y alegría.

Flores y gallardetes adornaban el colegio Laurence. Los alumnos, ataviados con sus mejores galas, esperaban con ilusión el acto de la entrega de premios y cuanto rodeaba la ceremonia.

Representantes de otros centros escolares, personalidades distinguidas y familiares de los alumnos acudían a distintos lugares, convirtiendo el colegio en el corazón de la zona, que irradiaba vida e ilusión.

Jo, alma de todas las celebraciones, iba atareada como siempre corrigiendo fallos y mejorando todo lo que podía.

Por esta causa descuidó un poco la vigilancia de Teddy. «El león» aprovechó este momento para arreglarse lo más elegante que pudo.

Cuando al fin su madre le vio se mostró inflexible.

―Por favor, Teddy. ¿De dónde has sacado este sombrero de copa? Anda, anda, ve a casa y cámbialo por otro más adecuado. Por lo visto deseas que las burlas de nuestros paisanos nos obliguen a marchar corriendo de aquí.

Eso de las burlas era un motivo suficiente para convencer a Teddy. Marchó a casa y cambió el sombrero por otro de paja. Se consoló colocándose un cuello duro, tan alto y rígido, que se vio obligado a andar como si tuviera tortícolis o mirase a los demás con aire de superioridad.

Se atrevió a más. Incluso se colocó un bigotillo postizo de los usados en representaciones teatrales. Cuando se cruzaba con su madre se llevaba mano a la cara disimuladamente para ocultarlo. Sin embargo, al final fue descubierto y, muy a pesar suyo, tuvo que dejarlo.

Se inició la fiesta. Hubo las consabidas poesías, en las que más brillaban los buenos deseos que la auténtica calidad poética. Todo el mundo se sentía feliz y contento.

Alicia Heath consiguió un clamoroso éxito con su breve y sentido parlamento, cordial y humano. Por la sinceridad de su contenido y por la forma como supo decirlo llegó al corazón de todos los oyentes. Los aplausos fueron unánimes.

También habló el profesor Bhaer. Cada año lo hacía y representaba un placer para él dirigirse a aquellos amados discípulos para darles un paternal consejo. También al público le gustaba oírle.

Un plato fuerte lo constituyó el himno de la escuela. Eran tantas y tan potentes las voces que lo cantaron, era tal el entusiasmo, que fue un milagro que los techos y paredes resistieran aquella atronadora y no muy afinada melodía.

Luego, ya oscurecido, se hizo una pausa antes de empezar la fiesta nocturna, pausa que los escolares aprovecharon para pasear por Plumfield en animados corros.

Pronto todos los grupos se constituyeron en uno solo, en torno de un coche que por las trazas acababa de realizar un largo viaje.

Con la misma rapidez corrió la voz:

―Han llegado Franz y Emil…

Era una maravillosa noticia para la familia Bhaer. Entre los recién llegados y Jo, el profesor y Teddy se abrió un pasillo de personas sonrientes, felices y curiosas, que contemplaron cor emoción el abrazo colectivo.

―¡Os presento a mi esposa! ―exclamó Franz en, cuanto pudo hablar.

Era en verdad una bonita mujercita su esposa. Rubia, distinguida y con una sonrisa maravillosa que les entusiasmó. Todos le felicitaron, y puede decirse que desde aquel momento ya la consideraron una más, como si siempre la hubieran conocido.

―¡Escuchadme a mí también! ―gritó Emil con potente voz―. ¿No os habéis fijado en nada? También yo traigo a mi esposa.

No era una de las clásicas bromas de Emil. Era realidad. Junto con él, María, la bella y valerosa hija del capitán Hardy, la compañera de viaje primero, de aventuras después, se había convertido en compañera suya para todo lo que la vida les pudiera deparar.

―Emil, Emil, ¿por qué no nos has advertido? ―le recriminó Jo con dulzura―. Os habríamos preparado una recepción adecuada a vuestros méritos.

En cambio, ahora había acudido a recibirlos envuelta en una bata hogareña y con los bigudíes puestos, porque su llegada coincidió con el momento en que se estaba arreglando para la fiesta nocturna.

―Quise hacer como tío Laurie. Aproveché que estaba libre de servicio y tenía la marea a favor, y, ¡zas!, me casé. No fuera que malos vientos se me la llevaran hacia otra dirección.

María se acercó más aún a Emil. En su cariñosa mirada se veía bien claro que estos malos vientos no podían existir. Estaban muy unidos.

Hubo un momento en que todos hablaban en tropel. El profesor, Franz y Ludmilla, en idioma alemán; Emil, con las tías. Luego se fue serenando la reunión, agrupándose todos alrededor de Emil, el héroe de la fiesta.

Todos deseaban oír, de sus propios labios, la aventura del «Brenda».

Emil los tuvo prendidos de su relato, gráfico y expresivo. Los oyentes se emocionaron al compás de la narración, aunque el marino procurase pasar por alto algunos detalles que a él hacían referencia. Sin embargo, su esposa, la dulce María, completaba estos detalles con encendidas palabras en favor de la resistencia, valor, decisión y abnegación de Emil.

―Siempre recordaré aquellos días. Recordaré también el comportamiento valeroso y sereno de dos mujeres, una de ellas casi una niña, en momentos en que incluso muchos hombres flaquearon.

María contestó:

―Es posible que haya mujeres de conducta valerosa, pero hay hombres capaces de tanta ternura y espíritu de sacrificio como ellas. Yo sé de uno que renunció a su ración en favor de dos mujeres, aunque estaba desfallecido de hambre; que durante horas y horas sostuvo con sus brazos a un herido enfebrecido; que gobernó con firmeza y acierto, ayudó con delicadeza y sacrificio. Que nos salvó.

Una salva de aplausos coronó aquellas palabras dichas con todo el amor y admiración que María sentía por su esposo Emil.

El marino tosió para disimular su turbación. Quiso quitarle importancia a la cosa, con la humildad que sólo poseen los auténticos héroes.

―No hice más que lo que debía. Era mi deber. Además, si aquel martirio hubiese continuado, es muy posible que entre todos el más malvado hubiera sido yo. Aquellos dos marinos enloquecieron ante el peligro y no reaccionaron a tiempo. ¡Pobres hombres!

―No pienses más en ello, Emil ―le dijo María, amorosamente―. Mejor será recordar los felices momentos que pasamos en el Urania, cuando nos salvaron y papá mejoró rápidamente.

Emil se animó. También la concurrencia se sintió interesada por conocer otro capítulo de su historia, más alegre y feliz.

―En Hamburgo lo pasamos maravillosamente. Tío Hermann se multiplicó para que el capitán Hardy fuera atendido debidamente. Su esposa, hoy mi madre política, no se separaba de él y… ¡claro está!, María y yo teníamos mucho tiempo para estar juntos.

La miró cariñosamente y continuó:

―Supo aprovecharlo bien. Lo cierto es que cuando me di cuenta, ya la había aceptado como segundo piloto de mi nuevo barco. ¡Y dice que no se separará de mí!

El tono jocoso de estas palabras fue coreado con carcajadas. María se sonrojó con timidez.

―¡Por favor, Emil, no digas tonterías! ¿Qué dirán…?

―¡Oh, le conocemos bien! ―terció el profesor―. Sabemos que es un buen muchacho a carta cabal, pero bromista y burlón. La cierto es que puede considerarse muy afortunado con su boda contigo, María.

―El capitán quería que esperásemos un tiempo antes de casarnos ―intervino Emil―. Pero yo le dije que si no nos conocíamos ya, después de lo que habíamos pasado juntos, nunca nos conoceríamos. Además, si me separaba de María, ya no podría responder de mi pericia como marino.

―Pero algún día habrás de dejarla en tierra, ¿no? ―preguntó Jo.

―Pues no, hemos decidido que María irá siempre conmigo.

―¿Es verdad eso, María? ―preguntó Daisy con admiración.

―Es verdad. He visto a mi marido y capitán puesto a prueba por los elementos. Con él estaré más tranquila que esperándole en tierra.

―¡Qué romántico! ―añadió Bess―. Será como un larguísimo viaje de bodas.

Jo miró a aquella inglesita con admiración. Bajo su apariencia frágil y delicada escondía un corazón valeroso.

―Así habla la mujer de un marino. Tienes suerte, Emil, y la mereces. Todos saben que yo era la única que esperaba tu vuelta, contra toda lógica, casi `contra toda esperanza. Tenía el presentimiento de que habías de volver.

―Me ayudaron mucho los consejos que tío Fritz y tú me disteis al marchar. Recordé siempre aquella veta encarnada del cordaje de la armada británica, y pensé que yo también debía distinguirme en todas las ocasiones y en todos los lugares. Fuese cual fuese la prueba, mientras quedase algo de mí, debía tener la marca que distingue.

―Tus acciones te han distinguido, hijo. Procura que siempre sea así. En unas ocasiones obtendrás premio, como ahora al conseguir el amor de María; en otras, no habrá otro pago que el saber que has cumplido como debías. Pero eso sólo ya es un pago. Y muy importante por cierto.

Emil miró con satisfacción alrededor suyo, y se recreó en todos los pequeños detalles de la habitación.

―Es curiosa la forma como uno recuerda pequeños detalles, a los que nunca prestó atención, en cuanto se ve en peligro. Cuando estábamos sin agua, a merced de las olas y medio desfallecidos, recordaba como si lo estuviera viendo cada detalle de esta casa. Incluso los olores. El del café recién hecho, al despertar. El de los pastelillos de jengibre, que tanto me han gustado siempre. Y estos recuerdos fueron un auténtico tormento. Moral, porque temía perderlos para siempre con todo lo que suponía, y físico, porque aquellos olores eran terribles cuando se necesita comer y beber. Por cierto, ¿tenéis ahora algún pastelillo de jengibre?

Los había. Siempre había alguna golosina dispuesta eu aquella casa. Mientras Emil daba buena cuenta de ellos, las mujeres conversaron animadamente con María, a quien encontraron encantadora.

Entretanto, Franz contó lo de Nath.

―Por su delgadez y su maltratada ropa me di cuenta inmediatamente que algo había ocurrido. Como él nada dijo, nada dije. Pero el profesor Baumgarten y Herr Bergmann me contaron luego toda la verdad. Nath había gastado más de lo debido y estaba procurando reparar imprudencias pasadas a base de un trabajo y sacrificio realmente agotadores. Baumgarten pensó que eso podría serle muy provechoso, y por este motivo guardó silencio hasta la llegada.

―Me satisface la reacción de Nath ―intervino el profesor―. Demuestra una integridad moral muy meritoria. No todos sabemos soportar dignamente la humillación para reparar equivocaciones.

Con su habitual oportunismo Jo decidió intervenir:

―Sabes, Meg, que siempre he creído en el muchacho. Le faltaba una prueba, la ha tenido y ha sabido salir de ella por sus propias fuerzas y, con toda seguridad, pensando en Daisy.

―Yo también me alegro, especialmente por él mismo, Jo. Supongo que acabaré por ceder. Parece una epidemia de enamoramientos. Incluso temo que cualquier día Jossie me pida novio.

Jo era muy perspicaz. Sabía que Meg estaba cediendo un poco y por tanto era la ocasión de defender a Nath. Por eso, después de sus virtudes, decidió hablar de sus éxitos.

―¿Y ese ofrecimiento que Nath ha tenido de Bergmann? ¿Es ventajoso? ―Jo lo sabía muy bien, porque Laurie se lo había explicado ya.

―Efectivamente ―contestó Franz―. Lo es en todos los sentidos. Representa un prestigio, una oportunidad para adelantar, y si les satisface es de esperar que venga aquí con la orquesta. Se trata de algo seguro para ahora y un trampolín para el futuro.

―¿Y de qué te habló?

―Cuando al fin me contó todo, se mostró muy contento por esta oportunidad, y repitió cien veces: «Díselo a Daisy.» ¡Ah! Tiene un aspecto magnífico con una romántica barba rubia.

La reunión se prolongó por espacio de varias horas y se olvidaron otras obligaciones sociales.

Cuando finalmente se dio acomodo a las dos parejas de recién casados y cada cual se retiró a su casa, Meg iba pensando que debería hablar con Daisy y, en lugar del rotundo «No», decirle algo así como «Ya veremos… si vosotros os queréis…»

Había sido realmente un día apoteósico en muchos aspectos. La felicidad había volado sobre Plumfield.

XIX. Rosas blancas

Jossie bajó al jardín. Deseaba coger unas rosas blancas con objeto de obsequiar a las novias. Cuidadosamente elegía las más hermosas, dispuesta a lucirse en su delicada atención para sus nuevas primas.

En esta tarea vio acercarse a John. Cabizbajo, pensativo, marchando pausadamente como agobiado por sus pensamientos. Ni siquiera se dio cuenta de la presencia de su hermana hasta que ella le llamó.

―¡Ah, hola! No te había visto. ¿Qué haces ahí, calamidad?

Jossie sonrió. Le gustaba ser llamada así por su hermano con aquella mezcla de suave ternura y de tonillo burlón.

―Cogiendo rosas para las novias. ¿No te gustaría tener una?

―¿Una novia o una flor? ―bromeó él.

―Podrías tener las dos. La novia te la buscas tú. La flor te la daré yo.

John no respondió. Sin darse cuenta se le escapó un suspiro que su hermana notó. La animosa muchacha decidió ayudarle.

―¿Por qué no te decides? ¿No ves lo feliz que puede ser la gente? Si tienes alguna intención, ponla en práctica. Porque «ella» tardará poco en marchar, y para no volver.

John se mordió los labios para contenerse. Con expresión indiferente preguntó:

―¿A quién te refieres?

―¿A quién va ser? A Alicia, naturalmente. Te quiero de veras y deseo ayudarte. Sigue mi consejo y habla con Alicia antes de que se marche.

―Bien, marisabidilla. ¿Puedes decirme también de qué forma debo hablarle?

―Hay varios procedimientos. En teatro, los enamorados se declaran de rodillas, pero es incómodo y ridículo. Otros escriben versos, cosa que ya debes haber intentado. No sé. La forma es más bien cosa tuya.

―Te hablaré con franqueza. Estoy enamorado de Alicia. Tú lo has notado y casi todo el mundo; incluso ella, seguramente, lo ha notado también. Pero cuando voy a hablarle… no sé…, tal vez el miedo a que me diga que no…, el caso es que no puedo.

Se quedó pensativo, mirando a Jossie y al rosal. Tuvo una idea:

―Me parece que le voy a escribir.

Pero Jossie le interrumpió con alegría.

―¡Ya lo tengo! Es algo maravilloso. Para ella, que es tan sensible y romántica, y para ti, que tienes el alma de poeta.

―Por favor, Jossie, no lo tomes a broma. ¿De que se trata? Dímelo, por favor.

―No, no es broma. No podría bromear con una cosa que te atormenta. Verás, en un libro leí que un enamorado ofreció a su amada tres rosas. Una, que era tan sólo un capullo; otra a medio abrir; una tercera abierta en todo su esplendor. Según la rosa que ella eligiera, quería decir que también le quería un poquito, que le correspondía o que le aceptaba plenamente.

―¿Y si no escogiera ninguna?

―¡Oh, John! ¿Por qué has de ser tan pesimista? Alicia vale mucho, pero también vales tú. Si no lo pruebas, nunca lo sabrás.

―Pero tal vez Alicia no comprenda el significado…

―No lo dudes más. Alicia lo sabe, porque también leyó el libro.

John quedó un momento pensativo. Le gustaba la idea. Era delicada y sugeridora. Recreándose en sus propios pensamientos sonrió con anticipada felicidad.

Brevemente pidió a Jossie:

―Pon las rosas, por favor.

La muchacha lo hizo con el mejor de los cuidados, y deseó que diera buen resultado. John escribió con mano casi trémula por la emoción unas breves líneas:


«Querida Alicia:

»Conoces el significado de estas flores. ¿Quieres ponerte una o todas ellas? Seré más feliz de lo que ya soy.

»Tuyo siempre

John.»
 

Entregó la tarjeta a la bulliciosa Jossie.

―Confío en ti, hermana. De esto depende mi felicidad.

Jossie salió, deseosa de cumplir el encargo inmediatamente.

Entregó primero los ramos a las dos novias, que se lo agradecieron como una delicada atención. Luego, llevó las tres rosas a Alicia. Aquellas tres rosas conmovieron a Alicia. Estaba sola en la habitación porque Daisy y Meg estaban en la de al lado. Nadie pudo ver, por esta causa, el rubor que cubrió su rostro, ni las lágrimas de felicidad que se deslizaron por sus mejillas.

No hubo vacilación en lo que ella deseaba. Por su gusto, inmediatamente hubiera escogido la esplendorosa rosa abierta, como una aceptación sin reservas.

Y sin embargo no lo hizo. ¿Por qué?

Recordó a su madre inválida y a su anciano padre, que la necesitaban, especialmente ahora que había terminado los estudios y estaba en situación de ganarse la vida.

Era un grave problema para ella. Un problema del que dependía su felicidad. Pero conocía su deber y había que cumplirlo.

―No sería justo pedir a John que esperase. El sacrificio debo hacerlo yo sola sin encadenarle a una larga espera.

Con lágrimas en los ojos ―pero entonces de dolor― cogió el blanco capullo.

―Ese significa esperanza. Pero, aunque lo quiero muchísimo, ni eso puedo darle. ¿Cuánto habría de esperar?

Abatida por la tristeza quedó sumida en sus pensamientos.

Pasaron unos instantes. Unas voces hablando en la vecina habitación llegaron a los oídos de Alicia, alejando sus dolorosos pensamientos. Como es natural no habría escuchado, pero al oír el nombre de John no pudo resistir.

―¿Viste a John cuando Alicia recitó aquel discurso? Si no lo detengo, la abraza delante de todos. Estaba entusiasmado.

―También a mí me gustó su actuación. Vale mucho Alicia. ¿Tú crees que John siente por ella…?

―Seguro que sí. No podría negarlo. Sin embargo, nada me ha dicho. Yo creo que es porque tiene pocas esperanzas y prefiere reservárselo para sí. Deseo que todo le salga bien.

―No debiera de ser de otra manera, Daisy. ¿Qué muchacha con sentido común puede rechazar a nuestro John? ¿Hay algún joven mejor que él?

―No, mamá.

―Seguramente no sabes lo último que ha hecho. Ha gastado todos sus ahorros para pagar una operación al pobre Barton, que se estaba quedando ciego. Ni yo lo hubiera sabido de no haberme enterado en forma casual. ¿Te das cuenta?

Alicia se emocionó al oír aquello. Por esto perdió algunas frases de la conversación. Luego siguió escuchando:

―¿A ti te gustaría Alicia, madre?

―Muchísimo. No he conocido muchacha más completa que ella.

―Es una suerte. Así John no conocerá la pena que yo conozco. Si su elegida te gusta a ti…

Alicia oyó entonces un rumor indefinido. Pensó que con toda seguridad madre e hija estaban abrazadas y quizá de ello saliera una tolerancia de Meg para Nath.

No quiso escuchar más. La forma como hablaban de ella la decidió. En su corazón podían muy bien tener cabida el amor y el deber y, ante todo, debía una franca explicación a John, mucho más extensa de lo que las rosas podían expresar.

Con mano firme prendió las tres rosas sobre su corazón, como mensaje elocuente para quien había de interpretarlo.

Cuando Alicia bajó a reunirse con los invitados, John estaba ausente muy a pesar suyo. Por pura y molesta obligación estaba ayudando al abuelo a atender a unos señores, que alargaban más de la cuenta sus discusiones filosóficas.

Pudo al fin desprenderse de tan intempestiva presencia, y corrió al salón. Solamente pensando en facultades extrañas que tienen los enamorados se comprende que John descubriese inmediatamente a Alicia, que esperaba en un rincón, turbada por la emoción y la esperanza.

Con todo el salón por delante, John miró ávidamente. Sí, llevaba una rosa. ¿Cuál de ellas? Pero no, no era una; eran dos. ¿O acaso las tres?

―Lleva las tres. ¡Las tres!

Esta exclamación la dijo casi en voz alta. Una señora que estaba a su lado detuvo a John, que se lanzaba impetuosamente en busca de Alicia, para preguntarle algo.

El muchacho contestó de forma tan incoherente, tan fuera de lugar, que la buena mujer quedó desconsolada.

―Es una auténtica vergüenza que los jóvenes de hoy día beban como nunca lo hicieron sus padres. Incluso este chico que parece excelente.

Aquella interrupción había dado ocasión a que Daisy y «Relleno» mosconeasen ya alrededor de Alicia. John hubo de contener el impulso de la sangre, aunque no respondía de él si aquellos inoportunos no se marchaban pronto.

Se alejaron al fin, porque Alicia se esforzó en no hacerles demasiado grata su compañía. Cuando quedó sola, John se acercó.

―Alicia, Alicia…

Ella le miró dulcemente con emoción contenida.

―¿Cómo podré pagarte en toda mi vida, Alicia? Es la felicidad lo que me concedes. ¿Qué podré hacer yo para compensarte?

―¡Por Dios, John, aquí no! Y no hables nunca de pagar. Soy yo la que no te merezco.

―¡Oh, sí! Mereces mil veces la mejor.

―John, por favor, ten prudencia. Los demás se reirían y no podemos consentir que se rían de eso que tanto vale para nosotros.

El muchacho se contuvo. Calló, pero en su mirada había todas las promesas de felicidad que sus labios deseaban también convertir en palabras.

―Pero somos muy jóvenes aún…, será preciso esperar… y sabremos hacerlo, ¿verdad?

―Sí, Alicia. Lo que tú dispongas.

Como acostumbraba a suceder con rara frecuencia, Tom Bangs fue inoportuno una vez más. Sin darse cuenta en absoluto de la intimidad de aquella pareja fue hacia ellos.

―No lo soporto más. Por todas partes oigo hablar de filosofía, de educación, de arte… ¿Por qué no habrá un poco de música? ¡Eso mismo! Alicia, ¿quieres cantarnos algo?

La muchacha vio en aquella propuesta la solución para decir a John lo que aún no le había dicho. Así, pues, aceptó.

Interpretó con excelente estilo, mejor voz y una vibración interior que sólo dos personas comprendían, una bonita canción, a la que arregló la letra sobre la marcha.

De esta forma dijo a John que debían tener paciencia porque eran muy jóvenes, y porque dos viejecitos esperaban que se les endulzasen los últimos días de su vida; pero que aquella espera fortificaría sus esperanzas en un futuro feliz.

Cuando la canción terminó, John se acercó a ella.

―Estás muy acalorada. Necesitas tomar un poco el aire.

Salieron al jardín, donde conversaron durante largo rato. Entre los dos quedó el secreto de la conversación.

Aquella noche, John comunicó la buena nueva a su familia. Meg, Daisy y Jossie le felicitaron con gran alegría, haciendo algo suya la felicidad del muchacho.

Cuando ya iban a acostarse, Meg retuvo a Daisy.

―Cuando vuelva Nath, también tú tendrás flores blancas, hija mía.

Daisy correspondió con un impetuoso abrazo y unas lágrimas de alegría.

XX. Vida por vida

La estancia de Franz y Emil en Plumfield, con sus respectivas esposas, sirvió para que las mismas se identificaran totalmente con sus nuevos familiares.

Ludmilla era una verdadera ama de casa con múltiples habilidades. María tenía un don, adquirido en sus múltiples viajes, que la hacía adaptarse instantáneamente a todos los ambientes y ser siempre una compañera ideal.

Tía Jo llegó a la conclusión de que podía despreocuparse bastante de los dos muchachos, porque con tan excelentes compañeras habían de tener un buen sostén en todas las circunstancias de la vida.

Las relaciones de John y Alicia satisfacían a toda la familia. Todos estaban de acuerdo que por su extremada juventud debían esperar todavía. Ellos esperaban, pero eran completamente felices con esa esperanza.

También las cosas se arreglaron para Daisy. Instantáneamente había recuperado su perdida alegría. Era otra vez la muchacha cantarina, jovial y animada que siempre fue.

Jossie vivió la dicha, para ella inmejorable, de pasar un mes en la playa con la señorita Cameron, de la que aprendió muchísimo.

Tom y Dora seguían desconcertando a la gente. Hablaban, se les veía juntos, pero no concretaban nada. Tom parecía más irresoluto que nunca.

O sea que, en general, las cosas marchaban bien para los muchachos y, por tanto, la tranquilidad de Jo iba en aumento.

Había una excepción solamente: la constituida por Dan.

De forma muy espaciada habían recibido últimamente noticias suyas. Por toda dirección, para que le contestasen, les había mandado la de «Casa de la señora Mason. Para entregar a…»

La última carta, llegada en septiembre, decía:

«Por fin me encuentro nuevamente aquí, probando fortuna con lo de las minas aunque por poco tiempo. He desechado la idea de la granja y pronto os daré cuenta de mis planes. Estoy bien de salud, muy ocupado y contento. D. K.»

Al decir Dan «contento» quería decir libre. Porque habiendo cumplido su condena buscó el contraste de un trabajo muscular que le rehiciese del largo encierro. Gozó lo indecible luchando con un pico contra la roca.

También halló placer en trabar amistad con aquellas rudas y sencillas gentes que no conocían su pasado y en ir regenerándose poco a poco.

Había llegado el mes de octubre. Caía el agua a torrentes y Jo estaba removiendo los cajones. Sacó una repleta carpeta con una anotación: «Cartas de los chicos.»

―Hace más de un mes que no ha escrito. Tiene tiempo sobrado de contar todos sus planes, que me gustaría conocer.

Al poco de haber expresado este deseo llegó Teddy. Llevaba un periódico en la mano, y estaba excitadísimo.

―¡Mamá, mamá! Ha ocurrido una catástrofe… en una mina… Veinte hombres atrapados… ¡Y Dan los ha salvado! Dan es un héroe. Todos los periódicos hablan de él.

―¡Por favor, dame el periódico! Déjame que lo lea yo. ¡Pronto!

La información era extensa. Contaba que veinte hombres quedaron atrapados en una mina inundada, en la que iban a morir ahogados sin remisión. Dan, que fue el único en recordar la existencia de una galería en desuso, ya tapiada, se ofreció voluntario para intentar el salvamento de los mineros.

No permitió que nadie más se expusiera y fue descolgado solo. No solamente abrió el paso, sino que penetró en la galería inundada para llamar, guiar y recoger a los mineros atrapados. Desde aquella salida salvadora los veinte hombres fueron izados uno a uno, quedando Dan el último.

Cuando en último lugar Dan intentó trepar, las cuerdas, ya muy desgastadas, cedieron y cayó desde considerable altura, quedando herido de gravedad. Al fin se le consiguió rescatar y los propios mineros que él había salvado le llevaron triunfalmente en camilla hasta el hospital.

Las esposas de los mineros besaban su rostro y sus manos, ennegrecidas y manchadas de sangre. Los dueños de la mina prometieron recompensarle espléndidamente.

―Lo sabía. Lo sabía. Ese chico tenía que hacer algo grande… si antes no le pegaban un tiro o le ahorcaban por alguna de sus locuras. Ahora tiene que vivir con nosotros. De esta forma se recuperará totalmente.

Teddy la estaba incitando.

―Debieras ir a curarle, mamá. Yo te acompañaré. Sabes que Dan me quiere más que a nadie, y le agradará verme.

Laurie entró en la habitación con un periódico en la mano.

―¿Conoces la noticia, Jo? ¿Qué te parece? ¿Me marcho ahora mismo a cuidar de este valiente?

―¡Ojalá pudieras hacerlo! Pero a lo mejor es sólo un rumor.

―He telefoneado a John para que lo compruebe. Si es verdad me marcharé inmediatamente. Si puede ser le traeré aquí; si no se le puede trasladar, me quedaré con él.

―¿Podré acompañarte, tío? Yo le podría cuidar muy bien, ¿verdad, Rob?

―Sí. Pero si mamá no te deja, estoy dispuesto a ir yo.

―No, ni uno ni otro. A los demás no puedo retenerlos, pero a los míos sí. En cuanto os separaseis de mí, desastre seguro. Llevamos un año muy movido: bodas, naufragios, inundaciones, compromisos matrimoniales…

Laurie rió.

―Es la ley de la vida, mi querida amiga. Todo se mueve, todo evoluciona. Hoy retienes a tus hijos, más adelante no podrás hacerlo. Y cuando sean ellos los que echen a volar, nos tendremos que consolar mutuamente, ¿no es cierto?

―Ahora quien me inquieta es Dan.

―Pronto tendremos noticias por John. En cuanto las tengamos, saldré inmediatamente.

Las noticias llegaron y confirmaron lo que decían los periódicos.

Laurie marchó sin perder un minuto. Teddy le acompañó hasta la ciudad y estuvo ausente todo el día. Pero Jo no se inquietó.

―Está enfadado porque no le he dejado ir. Esta noche volverá con John y Tom, más manso que un cordero. Le conozco bien.

Pero en eso se equivocaba Jo. Porque al llegar la noche, ni había aparecido Ted, ni nadie sabía nada de él. Empezaba a cundir la alarma, cuando llegó un telegrama de Laurie, puesto en una estación de su itinerario. Decía:


«Encontré a Ted en el tren. Me lo llevo. Escribo.

T. Laurence»
 

Rob dijo juiciosamente:

―Teddy ha emprendido el vuelo antes de lo que suponías, pero va en buena compañía. Además, a Dan le alegrará tenerle consigo.

Jo oscilaba entre la furia y la inquietud.

―Cuando vuelva, le castigaré severamente. Mira que si le pasara algo. ¡Pobre hijo mío! Si es un niño todavía… ¡Pobrecillo! La culpa la tiene Laurie. Debe estar divirtiéndose con la travesura. Ya le apañaré también.

Así era. Laurie se divertía extraordinariamente con Teddy. Se sorprendió al verle en la estación, sin más equipaje que una botella de vino reconstituyente para Dan dispuesto formalmente a emprender el viaje.

Le gustó la decisión de su sobrino, un chiquillo aún. La entereza y el valor que demostraba y, especialmente, el que su acto estuviera guiado por el afecto hacia otra persona, en ese caso Dan.

Siendo como era un hombre generoso, Laurie admiraba a los generosos. Así es que no lo pensó más. Decidió llevar consigo a Ted.

Después de un largo viaje localizaron a Dan. Cuando llegaron a su lado estaba realmente enfermo. Tan enfermo que pasó varios días en pleno delirio sin conocer ni al señor Laurence ni al «león».

Ambos le cuidaron solícitamente y se esmeraron cuanto pudieron. Además, escribieron con frecuencia a Plumfield. En las cartas no sólo dieron noticias del estado de Dan; Teddy incluyó en ellas vivas demostraciones de arrepentimiento por haberse ido sin el permiso materno.

Aquellas cartas calmaron el enojo de los padres. Especialmente, cuando en una de ellas Ted contó que las primeras palabras conscientes de Dan, al recobrar el conocimiento, fueron: «¡Hola, Ted!».

En una de sus cartas decía Laurie:

«Dan está muy cambiado, no por el accidente y enfermedad, sino por algo ocurrido antes. No sé qué puede ser, aunque tú lo descubrirás pronto. Ha envejecido bastante, pero su carácter es mucho mejor. Me conmueve ver la forma cómo mira a Ted, al que aprecia muchísimo, tanto que la presencia del chico le ha ayudado a curarse. No desea hablar del último año pasado, dice tan sólo que tuvo un fracaso. Otra cosa curiosa es que antes le molestaban las expresiones de afecto. Pues bien; ahora le encanta que la gente le tenga en buen concepto; le place sentirse alabado a todas horas, como si tuviera necesidad de oír decir a los demás que él es una buena persona.»

Aquella carta despertó la fantasía de Jo. ¿Qué podía haberle ocurrido a Dan? ¿Qué podía haber en su pasado?

Redactó una carta invitándole a pasar una temporada en casa y puso más cuidado en ella que en escribir un artículo para uno de sus libros.

Aquella carta no la leyó más que Dan y consiguió el efecto deseado.

Cierto día de noviembre un coche se detuvo ante la puerta de Plumfield. Descendió Laurie y ayudó a apearse a un hombre que apenas podía tenerse en pie: era Dan. Teddy cuidó del equipaje y los tres entraron en la casa, donde fueron recibidos por los Bhaer con grandes demostraciones de afecto.

A Jo se le oprimió el corazón al mirar a Dan aunque lo disimuló admirablemente.

Aquel muchacho fornido, de ágiles y felinos movimientos, de enérgicos y poderosos ademanes presentaba un aspecto desastroso. Con los ojos hundidos, la cara pálida y demacrada, esquelético el cuerpo, precisaba de ayuda para poder avanzar paso a paso, como si cada uno que daba le costase un sufrimiento.

―Quede bien claro que ahora mando yo en el enfermo ―dijo Jo con una seriedad que trataba de ocultar su pena―. Y ordeno que se retire ahora mismo a descansar.

Dan se sometió de buen grado, con alegría, a aquella dulce disciplina. Con mucho esfuerzo llegó hasta la habitación que ya tenía preparada, y se dejó caer en una especie de silla camilla, dichoso de estar en aquella casa. Jo le dio el alimento casi en silencio. Luego quedó a su lado hasta que Dan, quebrantado por el largo viaje, se durmió plácidamente.

―¿Qué te ha parecido, Jo? ―Preguntó Laurie.

―Es terrible lo que ha pasado.

―Así debe ser. Y eso que tú juzgas solamente por el aspecto. Pero hay otras cosas que me hacen pensar mucho en él.

―¿Cuáles son? ―preguntó Jo con interés.

―Quisiera equivocarme. Pero creo que Dan ha cometido un crimen y ha sufrido las consecuencias. Cuando llegamos, deliraba. Hablaba en alta voz de un juicio, del carcelero, de un hombre muerto y de unos hombres llamados Blair y Mason. De vez en cuando, sin reconocerme todavía, me alargaba la mano preguntándome si yo querría perdonarle. En una ocasión deliraba con gran excitación. Estaba frenético, casi violento. Para calmarle, le puse las manos sobre los hombros y ¿sabes cómo reaccionó?

―¿Cómo?

―Se calmó instantáneamente y me suplicó una y otra vez que no le pusiera las esposas. Te aseguro que era horrible oírle pedir que le trajesen a Plumfield para morir en paz aquí.

―No me angusties con esos presagios, Laurie. Dan no morirá aún. Vivirá, y, si ha hecho algo malo, se arrepentirá. No me importa que haya faltado a los Diez Mandamientos. Le seguiré queriendo e igual te sucederá a ti, y juntos le ayudaremos a levantarse para que se convierta en un hombre de provecho. Puede haber hecho algo malo, pero no está pervertido. No digas nada a nadie y dentro de poco me lo habrá contado todo. Estoy segura de ello.

Esta conversación pudo tener efecto gracias a que los demás estaban pendientes de Teddy. «El león» lucía unas magníficas botas de vaquero, de cuero repujado, con espuelas de plata, y se cubría con un amplio sombrero de cow-boy. Sus ademanes estaban de acuerdo con su atuendo.

Pasaron unos días de quietud y tranquilidad para Dan. Los solícitos cuidados de Jo y la reconfortante alimentación le iban animando físicamente.

Hablaba poco. No tenía grandes deseos de hacerlo y, ayudado por Jo, se excusaba en el médico que le recomendaba no se cansase. Sólo los viejos amigos podían visitarle, pese a que eran muchísimos los que deseaban hacerlo.

Cuando le hablaban de su proeza contestaba:

―Cualquiera en mi lugar habría hecho lo mismo. No podía dejar morir a aquellos hombres. No tiene importancia.

Una tarde que estaban a solas, Jo le preguntó:

―¿Acaso no es agradable pensar que has devuelto esposos, padres e hijos a mujeres que los amaban?

―Sí. Es muy agradable pensar eso. Porque lo es. Consuela pensar que veinte vidas compensan con creces el haber…

Dan se calló de repente, y se mordió los labios. Hablando bajo el impulso de una fuerte emoción interior había estado a punto de delatarse.

Jo quiso aprovechar la oportunidad para sonsacarle.

―Es algo maravilloso eso de haber salvado vidas con riesgo de la propia.

―«Quien pierde su vida, la salvará» ―murmuró Dan.

Aquella máxima sorprendió a Jo. Era extraordinario oírla en boca de Dan.

―Dan, ¿leíste el libro que te di?

―Sí, lo leí. No sé mucho aún de él, pero aprenderé.

―No sabes cuánto me alegra oírte hablar así. Sé que algo te aflige, Dan. Cuéntamelo. Confía en mí. Debes compartir tu pena y te resultará más ligera.

―Me gustaría contárselo…; lo estoy deseando…, pero temo hacerlo. Porque si usted no me perdona no podré mantenerme a flote.

―Las madres lo perdonan todo. Ten la seguridad de que no te abandonaré nunca. Aunque el mundo entero se volviera contra ti.

Jo tomó entre las suyas una de las manos de Dan. La mantuvo fuertemente estrechada y aquel contacto pareció decidir al muchacho. Lentamente, con largas y penosas pausas, sin osar levantar ni una vez la mirada, Dan contó su triste historia.

Jo escuchó en silencio sin interrumpirle ni una sola vez.

―… eso es todo. Ahora, ¿puede usted perdonarme? ¿Querrá tener en su casa a un ave de presidio?

Nada dijo Jo, porque la emoción se lo impedía. Pero su acción fue lo bastante reveladora para suplir las palabras.

Con los ojos inundados de lágrimas abrazó a Dan y puso su atormentada cabeza sobre su pecho de madre, porque era una madre para él.

Así lo comprendió Dan, que se abandonó a aquella caricia maternal, sediento de afecto y comprensión.

Aquella confesión, aquella humillación ante la persona más querida, y aquel suave abandono al afecto que se le mantenía pese a todo, doblegaron su orgullo produciéndole una sensación de alivio que nunca soñó poder experimentar.

―¡Pobre hijo mío! ¡Cuánto habrás sufrido durante este año! Te creíamos libre como el viento y… Pero, Dan, ¿por qué no lo dijiste? ¿Acaso dudabas de nosotros? Te hubiéramos ayudado.

―Estaba avergonzado. Me dolía causarle una decepción que ahora procura disimular. Pero no le importe demostrármelo. Es natural y tengo que acostumbrarme a soportarlo como pena merecida.

―Es verdad que me apena tu culpa, pero me alegra tu arrepentimiento. Nadie más que mi esposo y Laurie sabrán la verdad. A ellos se la debemos, pero sabes bien que opinarán como yo.

―Sí, deben saber, aunque seguramente ellos no me perdonarán como usted. Cuéntelo en mi nombre. Pero me gustaría que ni Ted ni… las chicas llegasen a enterarse.

Y en los tristes ojos de Dan había una súplica humilde, que conmovió a Jo.

―Será como tú deseas. No te preocupes.

Dan deseaba aclarar un punto muy importante.

―No se trataba de un asesinato, fíjese usted. Fue en defensa propia. El tiró y yo le contesté obligado. Pero no tenía intención de matarle. Sin embargo, estoy tan apenado como si lo hubiese deseado realmente. Yo ya he cumplido mi penitencia y creo que es mejor que aquel infame haya abandonado este mundo.

―¡Por Dios, Dan, no hables así!

―¿Por qué no? Desprecio a los bribones. Me gustaría que desaparecieran todos. Yo no lo hice a propósito, pero tampoco lamento que ya no exista. Aunque mejor habría sido que me hubiese matado él… De todas formas mi vida ya está arruinada…

Jo comprendió que la sombra de la cárcel pasaba por el recuerdo de Dan. El muchacho había pasado por la prueba del fuego que le purificó, pero a costa de dejar una marca indelebre en su memoria, que se le aparecería a cada momento importante de su vida.

―¿Arruinada dices? ¡Nada de eso! A causa de todo lo que has pasado, has aprendido a apreciar más la vida. Ha sido un año mucho más provechoso de lo que tú crees. Ahora estás en situación de comenzar de nuevo y todos te ayudaremos porque ahora tenemos más confianza en ti que nunca tuvimos.

―Sé muy bien que nunca podré volver a ser el de antes. Estoy envejecido, y ahora que estoy de nuevo aquí nada me importa. Déjeme quedarme una temporadita más. No muy larga, no. Solamente para que pueda andar un poco más. Luego me iré y nunca volveré a molestarles.

―No quiero que hablemos más, Dan ―cortó Jo―. Estas ideas sombrías se deben a tu debilidad física. Te recuperarás, volverás a estar fuerte y sano y encontrarás la forma de ayudar a tus amigos los indios. Aquella antigua energía la tendrás de nuevo, y ahora estará acompañada de una paciencia que antes te faltaba. No lo dudes ni por un momento, Dan.

Poco después Jo dejaba a Dan, descansado espiritualmente y más animado. Ella, en cambio, tenía un nuevo pesar que sumar a los suyos.

La señora Bhaer contó a su esposo y a Laurie cuanto le acababa de ser revelado. Ambos se conmovieron profundamente por la tragedia. Sin embargo, como Jo había previsto, reaccionaron favorablemente.

Por esto, un rato después, los tres celebraron consejo para determinar qué es lo que debía hacerse para remediar aquella catástrofe.

XXI. El caballero de Aslaugha

La confidencia hecha a Jo operó un gran cambio en Dan. Se sentía como si se hubiera quitado un peso de encima.

En muy pocas ocasiones tenía aún destellos de su impetuosidad, pero moralmente se esforzaba en demostrar su afecto y agradecimiento a todos aquellos amigos, siendo con ellos sumamente cariñoso.

Tanto el señor Laurence como el profesor Bhaer evitaron hablarle de su pasado. Tan sólo un fuerte apretón de manos renovándole su ofrecimiento de amistad y alguna palabra de estímulo demostraron que estaban en el secreto.

Laurie interesó a influyentes amistades suyas en el asunto de los indios de Montana, a fin de que movieran los resortes gubernamentales para obtener las necesarias facilidades.

En cuanto al profesor Bhaer se esforzó en facilitar a la hambrienta inteligencia del muchacho los conocimientos de que carecía. Fue el profesor un maestro paciente y hábil, un preceptor inteligente y un auténtico padre del muchacho.

Los chicos y chicas divertían a Dan con sus travesuras y conversaciones y rivalizaban en prodigarle atenciones de todas clases.

―Estoy realmente como un sultán. Bellas mujeres que me atienden y magníficos payasos que me divierten ―decía Dan, con buen humor.

Daisy preparaba la comida, Nan comprobaba los medicamentos, Jossie leía y recitaba para evitar su aburrimiento y Bess le distraía con sus libros, ilustrados con láminas de arte, e incluso trayendo la cabeza de búfalo para modelarla en presencia del convaleciente.

Dan llamaba a Jossie «Madrecita», pero para Bess siempre mantuvo el apodo de «Princesita». Su proceder con ambas era muy distinto.

Mientras Jossie le impacientaba y aturdía con frecuencia con su alborotado proceder, aceptaba y toleraba todo cuanto venía de Bess.

También las tres hermanas le atendían tanto como podían. Pero Meg estaba muy atareada en casa, Amy estaba enfrascada preparando una excursión a Europa para la próxima primavera y Jo estaba absorbida en su novela, muy retrasada ya.

Jo escribía en la habitación vecina de la ocupada por Dan, a quien podía ver con sólo levantar la cabeza.

La cortina existente entre ambas habitaciones, generalmente, estaba descorrida, y permitía ver al grupo de enfermo y acompañantes. A un lado, Bess con su blusón gris de escultora modelaba afanosamente.

Al otro, Jossie con el libro. Entre ambas, Dan, tumbado en el diván entre un sinfín de almohadones.

Jo observó al trío, con curiosidad primero, con auténtico interés después.

Porque en la mirada de Dan observó algo inquietante. Podía notar que no estaba atento a la lectura de Jossie. Sus ojos estaban fijos en Bess y sólo los apartaba cuando ella levantaba casualmente la mirada. En ocasiones eran dulces y pensativos. En algún momento, ardientes y suplicantes. Pero luego su mirada volvía a ser triste, sombría, desesperada, como la del que contempla una felicidad que le está prohibida.

Alguien llamó a Jossie, que se excusó antes de salir.

Bess se ofreció a reemplazarla.

―Gracias, Bess. Me gustará que continúes. Comprendo que soy muy exigente con vosotras.

―Nada de eso, Dan. Es natural. Te ves obligado a quedarte en casa cuando siempre has estado libre y suelto…

Aquellas palabras fueron como un golpe para él. Habían sido dichas con toda inocencia, pero trajeron a su memoria algo que quería olvidar.

Jo pensó que era la ocasión propicia para acercarse a Dan y a Bess. Parecía prudente hacerlo así.

―¿Qué puedo leer, tía? A Dan lo mismo le da una cosa que otra. Mejor que sea corto porque Jossie volverá en seguida.

Antes de que la señora Bhaer pudiera contestar, Dan sacó un libro de debajo un almohadón.

―¿Quieres leerme el tercer cuento de este libro? Me gusta mucho ―pidió el muchacho.

Bess miró con sorpresa el libro.

―¡Me sorprendes, Dan! Nunca hubiera dicho que te gustase eso tan romántico.

―No tenía mucho que leer y casi me lo sé de memoria. Este cuento, El caballero de Aslaugha, me encanta. Creo que Edwualdo es demasiado suave, pero Froda es estupendo. Con sus cabellos dorados, lo imaginaba como tú.

La «Princesita» enrojeció por el piropo.

―Estoy segura que sus cabellos no le fastidiaban tanto como ―a mí los míos. Me recogeré las trenzas.

―¡Oh, no lo hagas! ―suplicó él―. Me gusta verlos brillar así. Además, de esta forma están más en carácter para leer el cuento Rizos de Oro.

Azorada por los cumplidos, Bess comenzó la lectura que Dan siguió con delectación.

Esto permitió a Jo observarle detenidamente, y ver la expresión de serena placidez que se apoderaba de él, como si siguiese la lectura del cuento, dándole forma en su pensamiento y gozándose en hacerlo.

El encantador cuento de Fouqué se refería al caballero Froda y a la hermosa hija de Sigurd, una especie de espíritu que aparecía junto a su amante en los momentos de peligro o de prueba; así como en los de triunfo y alegría, siendo siempre su guía y guardiana, inspirándole valor, nobleza y lealtad y ayudándole a llevar a cabo grandes hazañas en el campo de batalla. Por ella aprende a hacer sacrificios en favor de los amados y triunfo, de sí mismo mediante el resplandor de aquel cabello de oro, que de día y de noche brilla ante él. Hasta que después de muerto, el caballero encuentra al adorable espíritu para recibirle y recompensarle.

De todos los cuentos del libro, éste era el menos apropiado para Dan. Incluso Jo quedó sorprendida de que lo hubiera preferido e incluso hubiese captado el sutil significado.

Sin embargo, ya Dan había demostrado en otras ocasiones una rara virtud para apreciar la belleza en lugares inéditos para otros. En el perfil de las montañas, en las nubes, en el color de las flores o el galope de un caballo. Lo que pasaba es que no acertaba a describir lo que su alma sensible percibía. Era como una gran roca por cuyo interior corriera una veta de oro oculta a todos.

Ahora que el sufrimiento de alma y cuerpo domó sus fuertes pasiones, había taladrado también la firmeza de su carácter, aquella roca de que estaba constituido, y quedaba a la vista algo muy distinto de él. Algo interior, sensible y muy valioso.

Aquella paz, aquella belleza espiritual y física que él buscaba, aquella cultura y sensibilidad estaban representadas para Dan por la tierna Bess. Esto estaba ahora muy claro para Jo.

Y con toda la vehemencia de que era capaz se sentía atraído hacia la chiquilla, pero estaba obligado a contener sus impulsos, porque en su pasado había algo que ocultar.

Jo sintió oprimírsele el corazón. Aquello era irrealizable. La luz y las tinieblas no estaban más separados entre sí que lo estaban Bess con su inmaculada blancura y Dan, manchado de grave pecado.

La tranquila actitud de Bess demostraba que no tenía ni la más remota idea de todo aquello. Pero ¿podrían contenerse durante mucho tiempo los expresivos ojos de Dan?

Y cuando se denunciasen, que tarde o temprano ocurriría, ¡qué tragedia para él! ¡Qué violencia para ella!

―¿Qué es lo que puedo hacer? ¿Tendré suficiente valor para hacerlo? ―se decía Jo―. Este muchacho necesita ayuda y, sin embargo, debe intervenirse a tiempo para matarle una ilusión, tal vez la única que tiene, porque es irrealizable.

Bess acabó de leer el cuento. Dan le preguntó:

―¿Te ha gustado también?

―Mucho. Tiene un bello significado. Sin embargo, siempre me gustó más Undine.

―Es muy natural. Parece escrito expresamente para ti. Lirios, perlas, almas y agua pura. A mí me gustaba Sintram. Pero una temporada que estuve…, que estuve un poco triste me aficioné a éste. Me hizo mucho bien. Había como un mensaje que era un aliento espiritual.

Dan hablaba a la muchacha con dulzura, pero se revolvía inquieto en los almohadones. Pensando Bess que deseaba otra clase de distracción cogió el periódico.

―Las noticias de Bolsa no te interesan. Las pasaremos, pues. Las informaciones musicales te dejan frío. Aquí hay algo que antes solía apasionarte.

―¿De qué se trata?

―De un suceso. ¿Lo leo?

―Tú misma, si te parece.

―Dice: «Un hombre mata a otro…»

―¡No! ¡No! No lo leas, por favor…

Aquel ruego salió de lo más hondo del atormentado muchacho y sorprendió a la «Princesita». Jo se impresionó por el dolor que representaba para Dan, que se tapó la cara con un brazo como huyendo de la luz.

Bess se acercó a su tía.

―Me parece que debe querer dormir.

―Sí, déjale. Ya le cuidaré yo ahora.

Cuando la señora Bhaer se decidió a acercarse a Dan, éste dormía realmente. Como si el sueño quisiera liberarle de malos recuerdos.

Más compadecida de él que nunca, Jo se sentó a su lado, en una sillita baja. Deseaba pensar la forma de resolver aquel conflicto, y deseando estuviera en su mano conseguirlo.

El sueño de Dan era inquieto. Tenía, no obstante, una mano cerrada sobre su pecho con un ademán firme y resuelto.

En uno de los bruscos movimientos, causados por alguna pesadilla, la mano que tenía sobre el pecho se escurrió hasta llegar al suelo. Luego abrió la mano. Jo vio con sorpresa que de aquellos crispados dedos se desprendía un pequeño estuche de confección india. Quedó asombrada.

―Debe ser un amuleto indio ―se dijo, recogiéndolo y examinándolo con curiosidad―. Tiene el cordón roto. Se lo repararé y se lo pondré mientras sigue durmiendo.

Pero al moverlo, del estuchito cayó una fotografía, recortada para que ajustase.

Jo la recogió con presteza.

Era un retrato de Bess. Debajo de su bello rostro había dos palabras escritas: Mi Aslaugha.

Ya no cabía duda alguna. Lo que podían haber sido suposiciones suyas, ahora quedaba confirmado por desgracia.

Con un suspiro, Jo se dispuso a restituir aquella fotografía a su estuche, devolvérselo a Dan y fingir que ignoraba su secreto. Cuando se lo iba a poner vio con sobresalto que él la estaba observando.

―¡Oh, creí que dormías!…

―¿Vio usted el retrato?

―Lo vi, Dan.

―Así, ya sabe usted lo loco que soy.

―Dan, siento en el alma que…

―¡Bah!, no se preocupe por mí. No pensaba confiárselo nunca, pero me alegra que lo sepa. Comprendo perfectamente que se trata de un sueño absurdo. Ese ángel no podría ser nunca para mí más que una ilusión de todo lo dulce, bueno y bello que hay en la vida.

A Jo le apesadumbró aquella resignación sin esperanza.

―Por duro que sea, hijo mío, esa es la única manera de ver el problema. Tú eres fuerte y razonable. Así comprenderás que el secreto debe quedar entre los dos, y tendrás la suficiente fuerza para conseguirlo.

―No se preocupe, mamá Bhaer. Ni una palabra ni una mirada mía me delatarán. Nadie podrá imaginar nunca lo que yo siento. Y si mi sentir queda oculto, ¿hay algún mal en que conserve esta ilusión?

―Debes esforzarte en combatirla ahora. Esta ilusión irrealizable te atormentará si la alimentas.

Dan denegó con la cabeza, con firmeza pero tristemente.

―No me atormentará más de lo que me atormenta el remordimiento. Antes al contrario, al pensar en ese ángel de bondad que es Bess hallaré la fuerza necesaria para vivir y para ser bueno, pese a todo lo que la vida quiera reservarme.

Dan quedó un momento pensativo, luego, ~como si hubiera estado recordando días difíciles, habló nuevamente, con voz enronquecida por la emoción.

―En el penal, cuando la desesperación me aconsejaba barbaridades, cuando sólo proyectaba huir para correr una vida de aventuras, el recuerdo de Bess fue la barrera que me contuvo.

Jo le animó a que hablara con el fin de que encontrase alivio en relatar aquello que durante tanto tiempo le había quemado en su interior.

―Cuéntamelo todo, Dan.

―Usted sabe que nunca fui aficionado a los libros. Sin embargo, por consejo del sacerdote, procuré leer para distraer y alejar los malos pensamientos.

Hizo una pausa, y siguió.

―Tenía la Biblia, que poco a poco fui comprendiendo. Pero tenía también este otro libro de cuentos y leyendas, que me entretuvo mucho. Al principio la narración preferida era Sintram, después, poco a poco, fue este de Aslaugha que me hacía recordar la feliz época del verano último que pasé con ustedes.

Conmovía oír a Dan, siempre fuerte y valeroso. Ahora estaba postrado en el lecho, y recordaba el origen de un sueño romántico que le ayudó a superar la desesperación.

―Me acostumbré a pensar que yo era Fronda y que veía el resplandor del cabello de Aslaugha, que me prometía una nueva vida lejos de aquellos muros. La imaginaba en una de las pocas estrellas que el estrecho ventanuco de mi Calabozo me permitía ver. Usted dirá que todo eso son tonterías, ¿verdard? Quizá tenga razón. Pero en todo caso, esas tonterías obraron el milagro de contener mis ímpetus, de que me esforzase en dominar mi carácter desbocado, en ser mejor, en aceptar con humildad el castigo, en proyectar una nueva vida de honradez, trabajo y ayuda a mis semejantes.

Se enardecía mientras hablaba, le brillaban los ojos de apasionamiento.

―Si eso son tonterías, ¡benditas sean! No me las quite. Con ellas no hago mal a nadie. No me aconseje que borre esta ilusión de mi corazón. Poco importa que no pueda ser nunca realidad. Pero necesito amar algo y prefiero estar enamorado de una quimera, como Fronda lo estaba de un espíritu, que de cualquiera de esas chicas vulgares a las que yo compararía a todas horas con la maravillosa «Princesita».

La tranquila desesperación de Dan llenó de dolor el corazón de Jo. Pero no quiso darle esperanzas, porque ella entendía que no las había y habría sido cruel mantener esta ilusión.

Sin embargo, aquel amor sin esperanza podía servir para purificar su vida y elevarle por encima de lo que hubiera sido sin esa ilusión.

Pocas mujeres aceptarían casarse con él, en sus actuales circunstancias, con su pasado, con un presente aventurero e inestable y con un futuro cargado de dudas.

Por otra parte, pensó Jo, era mejor que siguiera solo. No fuera a resultar como su padre: un hombre guapo, atractivo, interesantísimo, sin escrúpulo alguno y responsable de más de un desengaño amoroso.

―Tienes razón, Dan. Me parece muy bien que conserves esa inocente ilusión, si ha de servirte de ayuda y consuelo. Tal vez más adelante se presente en tu vida otra ilusión que pueda sustituirla.

―¡Jamás! ¡Ni lo deseo ni es posible! ―exclamó Dan con exaltación.

―Nunca puede decirse. Pero, aunque no se presentase otra ilusión, debes comprender que no hay esperanza alguna. Bess es el encanto de sus padres, su auténtico orgullo. El mejor pretendiente del mundo les parecería poco digno de ella.

―Lo sé muy bien, y estoy de acuerdo con usted y con ellos. Nadie la merece.

―Llévala como guía en tu vida. Que sea como una estrella que te oriente en los momentos difíciles para saber ir siempre por el buen camino.

Tía Jo no pudo continuar. Las lágrimas que ella pugnaba por contener afloraron a sus ojos y corrieron libremente por sus mejillas.

Dan se sintió aliviado al ver compartida su pena. Poco después se repuso de la emoción e incluso trató de restar importancia a todo para consolar a Jo.

Era un auténtico hombre. Un carácter noble, curtido por la adversidad. Todavía hablaron largo rato bajo la luz crepuscular. Aquel secreto que compartían, aquella conversación clara y sincera, les unió mucho más de lo que siempre habían estado.

Cuando terminaron, la larga y fría noche invernal estaba ya muy avanzada.

Jo se acercó a la ventana. Antes de bajar la cortina dijo alegremente a Dan:

―Ya que te gusta tanto el lucero de la tarde, míralo. Hoy parece que luce con mayor esplendor que nunca.

Luego le tomó la mano con ternura.

―Y no olvides nunca que si la voluntad de Dios te niega esta niña angelical siempre tendrás aquí a esta vieja amiga dispuesta a ser una ayuda para ti, una confidente o, si tú me aceptas como a tal…, una segunda madre, orgullosa de este hijo.

Esta vez Dan no la decepcionó como en otra ocasión al decirle que deseaba fumar. El muchacho había, cambiado mucho y no se avergonzaba ya en demostrar sus sentimientos.

Por esto tomó a la señora Bhaer entre sus brazos y solemnemente le contestó:

―No lo olvidaré jamás. Porque en usted he encontrado la mejor y más inapreciable ayuda que pude nunca soñar. Por eso repetiré siempre: ¡Dios la bendiga!

XXII. Las últimas escenas

Después de una noche de reflexión, Jo pensó que algo debía hacer.

―Esto es como un Barril de pólvora y la presencia de Bess es el fuego. Lo prudente será alejarla. Sí; esto será lo mejor.

De acuerdo con este pensamiento Jo visitó a su hermana Amy. No le contó el secreto de Dan. Había prometido no hacerlo. Pero bastó que hiciese a Amy una velada insinuación para que ésta se alarmara y decidiese alejar a su hija por una temporada.

Precisamente Laurie iba a salir para Washington con objeto de gestionar una ayuda para el plan de Dan. Cuando se le sugirió que Bess podría acompañarle, acogió la idea con entusiasmo. No en vano estaba algo celosillo de su esposa, pensando que su hija pudiera quererla más que a él.

La conspiración de Jo salió perfectamente. Sin embargo, aun cuando la idea era buena, se sentía culpable de traición hacia Dan, y temía el momento de enfrentarse de nuevo con él. Pero Dan no la recriminó. Acogió la noticia de la marcha de Bess con aparente calma. Tan sólo pudo notarse una ligera palidez en su ya pálido rostro y cómo apretaba la mandíbula para contenerse. Sin embargo, no protestó. Sabía que tarde o temprano aquello iba a suceder y estaba dispuesto a soportarlo, cuando llegara la ocasión, sin una muestra de desfallecimiento. La ingenua Bess, ignorante del drama en el que estaba incluida, fue a despedirse de Dan. El muchacho, ya prevenido por la señora Bhaer, estaba desempeñando admirablemente su papel, sometiendo a dura disciplina sus emociones para que no se manifestasen.

Lo habría conseguido plenamente de no ser porque la misma Bess, sin darse cuenta, provocó la reveladora reacción.

Dan le había cogido la mano sosteniéndola con delicadeza. Sonriendo con tristeza le dijo:

―Adiós, «Princesita», adiós. Si no volviéramos a vernos, acuérdate alguna vez del viejo Dan.

Ella, pensando que su pesimismo se refería a su quebrantada salud actual, le contestó cariñosamente:

―¿No volver a vernos? ¡Dios no lo querrá así! Estamos muy orgullosos de ti y para nosotros siempre será una felicidad tenerte aquí. No lo dudes ni un momento, Dan.

Aquella mirada llena de sincero y puro afecto hizo comprender a Dan, más que nunca, lo que estaba perdiendo con aquella separación.

Hubo una lucha en su interior. Súbitamente, tomó entre sus manos aquella cabecita dorada y besó con veneración, casi con adoración y con el máximo respeto, aquellos cabellos cuyo recuerdo le acompañaría toda la vida.

La única palabra que dijo pareció más bien un sollozo.

―¡Adiós!

Y ocultando el rostro a la sorprendida mirada de Bess huyó corriendo a encerrarse en su habitación, donde nadie podría ver su cruel sufrimiento.

Aquella brusca despedida, aquel desgarrador «adiós» asustaron un poco a Bess. Su instinto de mujer le hizo comprender que algo había en todo aquello, desconocido para ella hasta el momento.

Quedó mirando la puerta por la que había marchado Dan, con las mejillas encendidas por el rubor.

Jo intervino:

―Debes comprender que todo lo que ha pasado le ha vuelto más sensible a las emociones. Le ha enternecido separarse de una persona querida, como le dolería separarse de cualquiera de los que nos quedamos aquí con él.

―Comprendo. Los efectos de la caída y de la enfermedad…

―No se trata de eso, Bess. Debe bastarte saber que ha tenido que soportar algo muy triste para él. Pero podemos y debemos estar orgullosas de nuestro Dan. Ha sido tan valiente y firme en lo espiritual como lo fue al salvar aquellos mineros con peligro de su vida.

―¡Pobre Dan! Supongo que habrá perdido a alguna persona muy querida. Tenemos que ser siempre muy cariñosas con él.

Jo dejó que Bess creyera eso. Sin embargo, la verdad no era muy distinta, porque Dan perdía a una persona querida, la más querida por él, al alejarse de aquella muchacha de cabellos rubios y sentimientos delicados.

La perdió primero con su crimen. Ahora perdía la posibilidad de tenerla cerca con la marcha de Bess a Washington.

Si fácil fue convencer a la inocente muchacha, en cambio Ted no se daba por satisfecho con tanta facilidad.

Estaba fuera de sí por la extraordinaria reserva de Dan. En vano Jo le había prohibido terminantemente que molestase a Dan con preguntas; alegando que su debilidad aconsejaba no charlase demasiado. La perspectiva de la próxima marcha de su héroe decidió definitivamente al «león».

Deseaba obtener una clara y satisfactoria versión de las aventuras que había vivido, y que él imaginaba extraordinariamente emocionantes.

Esa idea la sacó a través de algunas palabras oídas al propio Dan cuando estaba delirando.

Así, aprovechando un momento en que estaba poco vigilado, le interpeló directamente:

―Siempre te he tenido por mi mejor amigo.

―Es una satisfacción para mí, Ted.

―¿No lo eres, acaso?

―Estoy seguro. A ningún otro hombre aprecio más.

―Eso pienso. Por esto me atrevo a pedirte que me cuentes con detalle todas tus cosas.

―¡Válgame el cielo! ¿Otra vez?

―No me refiero a lo de las granjas de Kansas, ni a lo de los indios de Montana. No me importan tus anteriores aventuras en Australia. Lo que deseo que me cuentes son tus aventuras desde que te fuiste de aquí el año pasado.

―¡Oh, aquello no puede interesar a nadie! No hice apenas nada…

―¿Por qué?

―Tenía otras cosas que hacer.

―¿Cuáles?

―Escobas. ¿Te parece bien?

―Por favor, Dan, no estoy bromeando.

―Ni yo tampoco, Teddy. No podría hacerlo con eso. Sólo que tú me preguntaste, y yo contesto.

―¿Para qué hiciste escobas? ―siguió preguntando el muchacho, decidido a llegar al final por el camino que fuese.

―Para no hacer cosas mucho peores.

―Mira, Dan. Pareces olvidar que durante tu enfermedad te velé y cuidé…

―No lo olvido, Teddy, y te lo agradeceré siempre. Sin embargo, no debieras echármelo en cara. Las cosas se hacen o no se hacen.

―¡Oh, no me interpretes mal! Quiero decir que como te velé, tuve ocasión de oír algunas palabras tuyas, dichas a causa de la fiebre.

Dan se alarmó. Súbitamente interesado preguntó:

―¿Qué es lo que oíste?

―Nombraste a Blair y a Mason…; dijiste que uno había caído…, que otro echó a correr…

―No deseo hablar de eso, Ted.

―¡Hazlo, Dan, cuéntamelo! ¿No somos amigos? Demuéstramelo con eso. ¡Debió de ser algo apasionante!

―No fue nada de lo que pueda estar orgulloso.

―¡Oh sí, seguro! De otra manera no lo hubieras hecho.

El muchacho le acosaba, cada vez más interesado. Dan llegó a pensar que bien podía decírselo, pero…

―No quisiera que Jossie… o Bess… se enterasen.

―Cuenta conmigo, Dan. Será nuestro secreto.

Dan llegó a la conclusión de que sería mejor contarle un conjunto de medias verdades, convenientemente disfrazadas. Así colmaría su ansia de saberlo todo.

―La de cosas que habrás imaginado, Teddy. Y es que cuando se oye alguna palabra suelta, uno fuerza la imaginación. Total: salen verdaderas novelas.

―¿Me lo vas a contar?

―Verás: Blair era un chico con el que hice cierta amistad durante el viaje a Kansas. Mason era un individuo que estaba en… en una especie de hospital de altas paredes…, en el que estuve en cierta ocasión. Blair se fue con sus hermanos y Mason murió allá. Eso es todo.

―¿Pero quién fue el que escapó?

―Supongo que me refería a Blair.

―Saqué la impresión por tus palabras que hubo una lucha. ¿La hubo?

―Efectivamente.

―En la lucha mataste a alguien. ¡Oh, no quiero decir que fueses malo, no! Yo sé bien que en aquellas tierras es necesario responder a la violencia con la violencia. Tú no asaltaste diligencias, ni robaste ganado, de eso estoy seguro. Pero a lo mejor ayudaste a colgar algún cuatrero. O tuviste que liquidar algún bribón…

Aunque Dan procuraba aparecer burlón no pudo evitar una ligera, contracción en su rostro y apretar los puños con fuerza al decir Teddy estas palabras. El muchacho lo notó instantáneamente.

―¡Ah, es eso! No puedes negarlo. Estaba seguro que acabaría sabiéndolo. ¿Por qué no me lo cuentas con detalle? A menos que lo hayas jurado… Dime, Dan.

―Así fue. Lo juré.

El muchacho quedó decepcionado.

―Si juraste no contarlo, no lo cuentes, claro está. Pero por lo menos podrás decirme a cuántos mataste.

―A uno solo.

―Debía ser un malvado, ¿verdad?

―Sí, lo era.

―Supongo que luego estarías una temporada encerrado.

―Bastante larga.

―Pero luego saliste y como primera providencia vas y salvas la vida a veinte mineros. ¡Todo es interesantísimo! Pero no te preocupes, a nadie lo contaré.

―¡Pobre de ti si lo hicieras!

Hubo un momento de silencio, ya saciada la curiosidad del turbulento chico.

―Escucha, Ted. ¿Sentirías haber matado a un hombre? Un facineroso, por supuesto.

―No, si era cumpliendo un deber. En la guerra, por ejemplo, o en defensa propia…, pero si fuera en un arrebato de ira, supongo que luego lo sentiría mucho. Tu caso fue una lucha noble, ¿verdad?

―La razón estaba de mi parte. Sin embargo, hubiera preferido no haber vivido esta experiencia.

―Creo que lo comprendo. Pero no temas, a nadie lo diré. Especialmente a las mujeres. Ellas no comprenderían ni aprobarían nunca una cosa así.

Pasaron varias semanas, lentas y tranquilas. Dan se impacientaba al no recibir las credenciales que le permitirían actuar como representante o agente de los indios de Montana.

Cuando por fin recibió la noticia de que le habían sido concedidas, insistió en partir inmediatamente. Tenía interés en alejarse pronto y enfrascarse en su misión, altruista y humanitaria, para ver si en ella encontraba sino el olvido, por lo menos el consuelo.

En una desapacible mañana del mes de marzo partió Dan. Montado en su yegua Octto y seguido por el perrazo Don, el caballero Sintram volvió a enfrentarse con sus enemigos. Unos enemigos que le hubieran vencido sin la ayuda de Dios y la de unos auténticos amigos.

Pocos días después conversaban Amy y Jo.

―Son tantas las despedidas que he tenido que soportar que pienso si la vida no será sólo eso: una eterna despedida. Lo malo es que a medida que pasa el tiempo soporto peor las separaciones.

―La vida ofrece sus compensaciones, Jo. Incluso a eso.

―¿A qué te refieres?

―Hemos despedido ahora a Dan ―dijo Amy―, pero Nath está a punto de llegar.

―Tal vez tengas razón. Sólo pienso en la despedida de Dan porque es la primera a la cual ha faltado alguno de nosotros, pudiendo estar presente.

―¿Te refieres a Bess? Era lo más prudente, me parece.

Jo asintió con el gesto, y suspiró.

―Sí, Amy. Probablemente tienes razón. Pero pienso en lo que habría dado él para poder verla por última vez…

En aquel momento entró Laurie y su presencia tuvo la virtud de deshacer aquel ambiente triste y melancólico. Como siempre, Laurie tenía la obsesión de los cuadros vivientes. Abrió solemnemente la puerta del salón y exclamó con viveza:

―Mirad; un nuevo cuadro. Yo lo titularía «Sólo un violín», de Anderson.

En efecto, a través del marco de la puerta podía verse a un joven, radiante de dicha y placer, asediado y saludado.

Daisy perdió por un momento su habitual aplomo y corrió a su encuentro sollozando de alegría. Sin darse cuenta siquiera los dos jóvenes se encontraron fundidos en un abrazo.

También Meg abrazó a Nath. Aquello fue la señal para que lo hicieron John y Jossie, que por el gesto de su madre veían al triunfador violinista como a un nuevo hermano.

Jossie le saludó teatralmente.

―Fuiste un modesto gorrión. Eres segundo violinista. ¡Y serás el primero!

Como es natural entre personas tan amantes del arte pronto» pidieron a Nath que interpretase alguna pieza.

El muchacho no se hizo rogar. En realidad lo estaba deseando.

Su actuación fue magistral. Maravilló tanto por su perfección, que denotaba los indudables progresos realizados por Nath, como por el temple y energía que vibraron en las notas, que parecían impropias del tímido Nath que ellos habían conocido.

Pero es que la vida le había transformado en otro hombre, seguro de sí, decidido.

Lo demostró al dirigirse a los que le aplaudían y felicitaban tras su actuación.

―Permítanme que toque ahora una pieza que posiblemente recordarán, pero que nadie como yo puede recordar con tanto cariño.

Hecho el silencio comenzó a interpretar la melodía callejera que les hizo oír por primera vez el día de su llegada a Plumfield.

Sí; recordaban la canción. Y tímidamente al principio y con mayor seguridad después, cantaron todos aquellas melancólicas estrofas que tan bien expresaban los sentimientos del violinista.

De vuelta a su casa, Jo pareció salir de su pasajera tristeza.

―Me siento más animada. Es cierto que algunos de nuestros muchachos no han resultado como esperábamos. Pero otros, en cambio, como el mismo Nath, han superado nuestras más optimistas previsiones.

―Así es en realidad ―corroboró el profesor.

―Como tú eres quien más mérito tiene en el cambio de Nath, te felicito de todo corazón. Estoy orgullosa de ti, porque lo estoy de él.

―Poco podemos hacer. Sembrar la buena semilla y confiar que caiga en tierra fértil. Es cierto que yo sembré. También lo es que tú vigilaste que las aves no comieran la semilla. Laurie le dio agua en abundancia. De modo que de esta cosecha todos somos un poco responsables.

―En Dan pensé haber sembrado sobre terreno estéril. Ahora confío que fructifique y sus frutos superen los de los demás chicos. Su caso será aún más meritorio.

Jo seguía fiel a su oveja negra, porque las demás iban andando y pastando tranquilamente ante ella.

Al llegar a este punto de la historia el autor siente deseos de ponerle fin de una manera brusca. Un terremoto o una inundación que borrase Plumfield y sus alrededores de la faz de la tierra sería un buen final.

Pero sería también una desagradable impresión para los lectores que hayan seguido la narración. Antes de que formulen la clásica pregunta: «¿Y qué fue de ellos?», haremos un breve resumen.

Todos los matrimonios fueron afortunados y felices. En general, todos alcanzaron las metas propuestas.

Bess y Jossie consiguieron fama y dinero con su arte y, más adelante, contrajeron ventajosos matrimonios, en los que fueron muy dichosas.

Nan permaneció soltera conforme a sus deseos. Dedicó su vida al cuidado y atención de los demás y llegó a ser un médico insustituible en la comarca.

Tampoco se casó Dan. Fiel a su «Princesita» vivió con sus amigos, los indios de Montana, a los que defendió en todos los terrenos. Murió por ellos y se llevó a la tumba un secreto que Jo guardó celosamente, un rizo dorado y una fotografía que eran su talismán.

Jorge «Relleno» engordó y prosperó al mismo tiempo. De resultas de un pantagruélico banquete falleció de apoplejía.

Por su parte, Dolly vivió alegremente, y despilfarró más de la cuenta. Cuando tuvo necesidad, se empleó como asesor en una casa de modas.

John, «Medio-Brooke», llegó a ser socio accionista de la editorial, y siempre encontró gran placer en su trabajo.

Rob siguió los pasos de su padre y ejerció el cargo de profesor en el colegio Laurence.

Finalmente, queda Teddy. Contra los pronósticos de quienes temían llegara a parecerse al indómito y aventurero Dan, a medida que fue creciendo varió de tal forma que a la edad apropiada llegó a ser un elocuente y famoso predicador, en el que no se sabía qué admirar más, si la agudeza de su inteligencia o el ardor con que defendía sus convicciones. Fue, desde luego, el mayor orgullo de su madre, la inefable «tía Jo».


Publicado el 17 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.
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