De la Naturaleza de las Cosas

De rerum natura

Lucrecio


Poesía, tratado, filosofía



Libro primero

Madre de los Romanos, encanto de los dioses y de los hombres, pulcra Venus: Tú alientas los astros que en el ámbito de los cielos giran, las fértiles tierras y el inmenso Océano; todo animal por ti vive y por ti goza de la acción benéfica del Sol; ante la presencia tuya el cielo viste galas, huyen los vientos, la tierra produce olorosas flores, el mar se riza, el espléndido Olimpo llena de luz el Universo, la primavera brilla y el céfiro fecundo, libre, vuela; todos los seres que llenan los espacios, nutridos por tu influencia, festejan tu venida ¡oh diosa!; la gente alegre baila en el ameno prado ó á nado pasa arrebatados ríos; cuanto vive y siente, atraído por tus goces, te sigue hacia donde tú lo impulsas; y lo mismo en el dilatado mar que en los empinados montes, en los intranquilos ríos que en los pacíficos campos, y en el obscuro bosque, mansión de aves, todos los corazones por ti arden en irresistible llama de amor, y con estímulo deleitoso los siglos se propagan.

Y puesto que influyes en el mundo soberanamente, de tal modo que en él sin ti nada tendría vida y nada sería agradable, inspira estos versos que escribo destinados al estudio de la Naturaleza de las cosas, y dedicados á nuestro Memmio, á quien adornar quisiste en otros días con tus más nobles dones: por él ¡oh diosa! demando tu favor. Haz, entre tanto, que los horrores militares duerman en la tierra y en el mar, y como tienes poder para conservar á los mortales paz tranquila, ya que el gran Mavorte que á su gusto rige las batallas suele quedar en tus brazos preso y de intenso amor herido, cuando sediento de contemplar tu albo pecho, inclinada la cabeza y embebecido en tus ojos en éxtasis prolongado tenga de tus labios pendiente su voluntad, y cuando desfallecido en tu regazo yazga y tu dulce persuasión le quebrante la ira, pídele que conceda á los Romanos paz serena; porque ni yo podría en época de aflicciones para mi patria dedicarme con ánimo reposado á entonar mis cantos, ni tampoco el ilustre Memmio podría oirme, impulsado á las armas por la común defensa.

Para las lecciones que en forma de dádivas te dedico, reclamo tu atención libre de prejuicios y reposada, querido Memmio; no desprecies las enseñanzas que en ellas se contienen sin haberlas antes contrastado con razón serena: voy á disertar contigo acerca del orden de lo infinito y de la esencia de los dioses; voy á explicarte lo que entiendo respecto á los elementos de que la Naturaleza ha constituido las cosas y á los cuales éstas revierten cada vez que pierden una forma, y considera que doy el nombre de elementos á esos simplicísimos cuerpos generadores que son los primeros principios de todo cuanto existe.

Por su esencia, los númenes deben disfrutar eterna vida en ocio imperturbable: indiferentes á nosotros y á nuestras cosas, exentos de peligros y de aflicciones, ricos por su propia naturaleza puesto que nada necesitan, son insensibles á nuestras virtudes é indiferentes á nuestra ira.

Cuando la humanidad, abatida por el terror, se humillaba ante el aspecto horrible del fanatismo que desde las regiones aéreas dirigía á los mortales tremendas amenazas, un sabio de Grecia fué el primero que se atrevió á resistir al monstruo y á levantar contra él los ojos: ni la fama de los dioses, ni rayos, ni temeroso estruendo de las concavidades del espacio pudieron abatirlo; por lo contrario, los obstáculos estimularon su energía y abrió las cerradas puertas de la Naturaleza; su genio vencedor pasó adelante y arrojó á distancia las murallas flamígeras del mundo: entonces escrutó la inmensidad con mirada vigorosa, y vencedor de ella nos dió á conocer lo que existe y lo que no puede existir en el mundo, así como descubrió que toda potencialidad de los seres está limitada por su peculiar esencia; de este modo la superstición fué á su vez subyugada y la victoria nos elevó á lo infinito.

Temo, sin embargo, te figures que voy á iniciarte en protervas doctrinas y á franquearte el camino del mal; por lo contrario, la superstición ha producido muchas veces crímenes y sucesos execrables: por ella varones famosos de Grecia, capitanes fuertes, profanaron en Aulide con la sangre de Ifigenia el altar de Diana. La cabellera virginal recogida con fúnebre banda fluctuante; junto al altar el afligido padre; al lado los sacerdotes que ocultan los puñales; alrededor el pueblo que lloroso contempla á la joven; ésta, muda por el terror y agobiada por el espanto, cae sobre sus rodillas... á la infeliz no sirve ser la primera que diera nombre de padre al rey... impías manos de ministros la levantan y la conducen trémula ante las aras, no para que celebre solemnes ritos de Himeneo acompañada por lucido cortejo, sino para que muera casta pero deshonestamente bajo los golpes de su mismo padre, en el instante en que amor la destinaba á tierno esposo; y muere para que el viento no estorbe la feliz partida de la flota griega. ¡Á qué horribles males la superstición puede llevar á los hombres!

Tú mismo, dominado por los discursos terroríficos de los vates, ¿querrás separarte de mi lado? ¿Supondrás acaso que también yo puedo fingirte delirios que cambien las reglas de tu vida ó turben tus dichas con temores? Y no te he de censurar; porque si los hombres comprendiesen cuál es el término cierto de sus infortunios, bien podrían resistir á las religiones y despreciar las amenazas de los vates; pero en la actualidad no hay saber bastante ni motivo suficiente para rechazarlas, mucho más cuando se temen penas eternas después de la muerte; pues todavía se ignora cuál sea la naturaleza del alma, si es creada con el cuerpo ó si á éste se agrega en algún momento, é igualmente se ignora si con el cuerpo fallece ó si va á visitar las extensas y negras lagunas del Orco, ó bien si merced á divina disposición emigra para el cuerpo de varios animales, como cantó nuestro Ennio, primero digno de eterno renombre que del risueño Helicón bajó á Italia coronado con laurel inmarcesible. En versos inmortales Ennio describió el tenebroso infierno, donde no existen almas ni cuerpos, sino espectros y pálidas imágenes: allí se le acercó la sombra del siempre floreciente Homero, y con efusión cariñosa entre lágrimas de recuerdos le explicó la naturaleza de las cosas.

Antes de investigar las leyes referentes á las etéreas regiones, al curso del Sol y de la Luna y á los fenómenos terrestres, debemos inquirir la naturaleza de nuestra alma, la de nuestra vitalidad y la de todos los objetos que de cerca se nos ofrecen cuando estamos en posesión de nuestras facultades, y que después, cuando nos hallamos abatidos por enfermedad ó subyugados por el sueño, nos perturban hasta el punto de que lleguemos á pensar que ven y oyen después de muertos aquellos seres cuyos despojos cubren ya la tierra.

Ni me engaño si pienso cuán difícil sea explicar en versos latinos las investigaciones de los Griegos consideradas obscuras (propósito que ha de obligarme á emplear palabras nuevas), ya por deficiencias del idioma, ya por la novedad del asunto. Pero tu virtud por una parte, y por otra el suave goce que me promete el trato de tu amistad, me animan á emprender la difícil labor y me inducen á velar durante las apacibles noches para escoger las frases que he de emplear en mis versos, destinados á iluminar tu inteligencia con clara luz que te permita penetrar en las cosas ocultas.

Y pues no se disipan aquel terror y aquellas tinieblas del espíritu ni con el lucir del Sol, ni con la brillantez del día, sino con el estudio reflexivo de la Naturaleza en cuanto ésta se nos ofrece, sírvanos de exordio este principio: De nada nunca puede producirse maravillosamente algo. Ahora, muchas veces, los mortales, dominados por el temor, cuando no pueden explicarse las causas de los fenómenos que se realizan en la tierra ó en la inmensidad del espacio, las suponen dependientes de la voluntad de númenes; pero cuando se persuadan de que nada puede formarse de nada, emprenderán obra de investigación que les hará conocer cómo pueden producirse los seres sin la intervención de dioses.

Y si de nada surgiesen los seres, también de éstos confusamente podrían formarse diversos géneros, sin necesidad de gérmenes: así, del mar podrían nacer hombres y de la tierra la estirpe de escamas y los volátiles; en los aires se producirían tímidos corderos, toros y caballos; las fieras, originadas por el acaso, poblarían desiertos y tierras cultivadas; los mismos frutos no se producirían siempre de los mismos árboles, sino todos aquéllos de todos éstos brotarían; porque si no existieran elementos formativos diferenciados, ¿qué orden podría suponerse en la generación? Pero cada ser es creado, nace y toma rumbo en los espacios de la vida merced á un propio determinado germen, y tiene la peculiar naturaleza que corresponde á los elementos que lo constituyen; luego todo, no de todo indiferentemente se produce, sino cada ser de otro que tenga adecuada virtualidad.

Después de todo, ¿por qué en primavera vemos la rosa, las espigas en tiempo de calor, en el húmedo otoño las vides, si no es porque en épocas fijas se congregan los elementos propios de cada especie y permiten á las jóvenes plantas exponer impunemente á la luz del día sus tiernos tallos, porque las condiciones del medio que les rodea son adecuadas para su vida? Es lo cierto que si de nada los seres se formasen, nacerían súbitamente en épocas inciertas y en todos sitios, porque la potencia productora funcionaría sin orden.

Y por igual motivo, si éstos á la nada se debieran, no sería necesaria la acción del tiempo sobre las semillas; entre la infancia y la juventud no habría relación continua; de la tierra los árboles ya corpulentos brotarían. Pero es patente que no es ese el orden natural: todo crece paulatinamente de germen propio y con sujeción á las condiciones de su especie; de tal modo, que puedes comprobar cómo el desarrollo íntegro de cada ser es dependiente del crecimiento de la materia de que el mismo ser está constituido.

Aún más sucede: la tierra no podría dar buenos productos si careciera del beneficio de lluvias periódicas, y los animales, privados de alimentos, no podrían propagar su especie ni sostener la vida. Puedes reconocer que son muchos los elementos simples, comunes á innumerables cuerpos, de modo igual que integran á muchas palabras unas mismas letras, antes que admitir la existencia de cosa alguna independiente de aquellas substancias primarias. ¿Por qué no ha producido la Naturaleza hombres que atravesasen á pié el Océano, como si éste fuera un vado, ó que pudieran deshacer con las manos las montañas, ó que mantuvieran la vida largos siglos, si no es porque todas las creaciones de la materia han de tener entre sí regular adaptación? Preciso es, pues, declarar que nada se forma de la nada, y que todas las cosas que participan de la vida presuponen el desarrollo de un germen.

Vemos, por último, que los terrenos labrados producen más que los faltos de cultivo y que la mano del agricultor mejora los frutos: luego es evidente que las tierras se nutren de elementos primarios y aumentan su fecundidad cuando aquellos principios de vida se renuevan mediante la remoción del suelo por el corvo arado. Si tales elementos no existiesen, los productos naturales mejorarían espontáneamente, sin auxilio de trabajo nuestro.

Ocurre que la Naturaleza en tiempos sucesivos descompone los cuerpos y los reduce á sus elementos simples; no aniquila, empero, á ningún ser. Pues si los elementos fuesen destructibles, las cosas perecerían repentinamente; una débil acción bastaría para separar sus partes y para anular el nexo que las uniera; por lo contrario, podemos comprobar que los elementos son eternos y que la muerte no es más que una descomposición de concreciones materiales por efecto de natural impulso, que al obrar sobre los cuerpos ensancha los poros de éstos y disgrega sus moléculas.

Demás de lo dicho, si el tiempo que todo lo transforma consumiese la materia, ¿de dónde la potencia generadora restablecería en la existencia las especies de animales? ¿De dónde la tierra derivaría alimentos para nutrir y perfeccionar los seres? ¿De dónde caudalosos ríos y manantiales ingenuos extraerían las aguas para pagar á los mares su tributo? ¿Cómo el éter sostendría la gravitación de los astros? Si los elementos se extinguieran, ya se habrían consumido, agotados por los siglos; pero si han superado al tiempo y desde la eternidad no cesan de actuar en transformaciones continuas, ciertamente su esencia es inmortal. Luego ningún ser puede extinguirse totalmente.

Las cosas, finalmente, serían destruidas por una misma fuerza natural si los elementos componentes de ellas no fuesen eternos ó estuviesen ligados con débil cohesión; para deshacerlas bastaría un contacto, que aunque leve, fuera suficiente para inutilizar la resistencia de moléculas desprovistas de perpetua fuerza de atracción. Como la materia no muere, subsiste en una forma hasta que circunstancias complejas debilitan la adaptación de cada objeto con el medio en que se mueve; cuando este caso llega, los cuerpos se descomponen y sus elementos vuelven dispersos al Todo universal de que procedían.

También se confunden las lluvias en el seno materno de la tierra, adonde el próvido éter las precipita; por su influencia las brillantes mieses dan brotes, reverdecen los árboles, cuyas ramas, después de crecer, se inclinan encorvadas por el fruto que sirve de alimento á los hombres y de pasto á los animales; de esa fecundidad surge la juventud, y las ciudades se renuevan; las aves canoras, en las florecientes selvas, entonan sus cantos harmoniosos; los ganados se esponjan, y de sus hinchadas ubres mana sabrosa leche con la que se embriagan retozones corderillos en la pradera alegre. Lo que desaparece de nuestra vista no se extingue, sino se transforma: la vida surge de la muerte.

Si bien es cierto que los seres en actualidad nunca de la nada han brotado ni se aniquilan totalmente, debes también tener por cierto que aun cuando para los sentidos carezcan de apariencias muchos cuerpos elementales, la existencia de éstos se halla comprobada por la razón.

El tormentoso viento con inmenso impulso revuelve los mares, sumerge los buques, dispersa las nubes y forma fuertes formidables torbellinos que los campos barren, árboles talan, arbustos destrozan, llenan las planicies con los despojos de victorias obtenidas en las montañas y agitan los mares con aterrador estruendo. Pero aunque notas el viento, no ves los principios elementales de que se compone; es como un soplo que conmueve las nubes, el mar y la tierra; es también como río cuyo caudal enriquecen aguas torrenciales que bajan de las montañas con impulso asolador, y á las veces destruye los puentes más sólidos, y á las veces con impetuoso movimiento se desborda, combate y arrastra cuanto se opone á su furia; cuando los fuertes vientos dominan, empujan á todo lo que les resiste, lo acometen, lo rodean, lo envuelven en remolinos y lo elevan á la atmósfera. Por sus efectos, los aires y los ríos se nos muestran como sensibles en cierto grado.

Tampoco son visibles las emanaciones odoríficas que afectan nuestro olfato, ni vemos el sonido, el calor, ni el frío, que indudablemente son fenómenos de cuerpos que se ponen en inmediata relación con nuestros órganos; y todo y cualquier contacto sólo puede realizarse mediante la intervención de substancias corpóreas.

Ropas colocadas á orillas del mar fácilmente se humedecen, y expuestas luego á la acción del Sol pronto pueden quedar secas: no se habrá visto la manera cómo el fluido acuoso penetrara en ellas y después saliera evaporado por el calor; pero es indudable que uno y otro fenómeno se deben á la influencia de mínimas partículas, imperceptibles para la vista.

Después de muchos años de uso el anillo se desgasta en el dedo; con el tiempo gota á gota el agua horada la piedra; la reja del arado se desbasta con el trabajo en los campos; las piedras de los caminos con el rozamiento de los piés se pulimentan; la diestra mano de las estatuas de bronce colocadas en las puertas de la ciudad disminuye de volumen con los repetidos besos de los devotos. La deficiencia de nuestros sentidos no nos permite penetrar en la íntima labor que se realiza en la Naturaleza y que da por resultado un desvanecimiento gradual de varios cuerpos, la formación de algunos por la acumulación de corpúsculos imperceptibles, y la disgregación de otros por la ruptura de los vínculos que unen sus partes componentes, de modo parecido al socavamiento que la sal de las aguas marinas produce con lentitud en enormes promontorios que amenazan al mar con su elevada cumbre. Luego en la Naturaleza obra la agregación y disgregación de partes mínimas é invisibles.

Pero no de concreciones corpóreas se compone solamente la Naturaleza; también en ella existen espacios desocupados: y te será útil conocer los fundamentos de esta verdad, porque en la investigación de las cosas no conviene proceder con divagaciones, y mi opinión respecto de la extensión no ocupada por cuerpos compuestos, á la que llamaré vacío, es de fácil comprobación.

Porque si así no fuera, no sería explicable la razón de movimiento; y si los cuerpos no pudieran cambiar de posición, no sería posible que se cumpliera aquella ley; pero es indudable que presenciamos el movimiento, lo mismo en el mar que en la tierra y en las alturas: y ese mudar constante de los seres en sí mismos y con relación á los demás, y aun la misma generación, no se efectuarían si no existiera espacio: la materia acumulada yacería en perpetuo reposo.

Añadiré que todos los cuerpos, aun los más duros, son porosos: las piedras poseen intersticios por entre los cuales corre el agua que después gotea en los antros; las substancias alimenticias disueltas se distribuyen por todas las partes del animal; los árboles crecen y dan frutos en sazón oportuna, porque los jugos nutricios suben por el tronco y luego se reparten por las ramas; los sonidos se transmiten á las casas á través de los muros; el frío penetra hasta lo interior de los huesos: tales efectos de penetración de los cuerpos se deben al vacío.

Además, ¿cómo podremos explicarnos el peso diferente que tienen cuerpos de igual volumen? Si en la báscula se colocasen un vellón de lana y un trozo de plomo de idéntico tamaño, pesarían lo mismo si tuvieran igual densidad, porque es propiedad de la materia la pesantez que al vacío negó la Naturaleza; por este motivo afirmamos que de dos cuerpos de igual volumen y de diferente peso el más leve ha de tener mayor espacio vacío entre sus moléculas; luego la razón demuestra con toda claridad que el vacío existe en la Naturaleza.

Para que no te subyugue un error que acerca de este punto sostienen algunos, voy desde luego á combatirlo. Dicen que así como los peces nadadores pueden abrirse paso por entre las masas líquidas, las cuales vuelven á cerrarse detrás de ellos, así también los diferentes cuerpos moverse pueden y cambiar de lugar en el espacio aunque éste no se halle vacío: pero la razón patentiza la falsedad de esta argumentación; ¿cómo podrían los peces avanzar si las ondas no se replegasen ante el paso de ellos? ¿Y cómo podrían las masas acuosas precipitarse hacia donde los peces no pueden ir? Será, pues, necesario reconocer que los cuerpos están privados de movimientos ó que las concreciones corpóreas existen en el vacío, donde ejercitan su potencia motriz.

En fin, si dos superficies planas en contacto repentinamente quedan separadas, dejan entre sí un vacío que no se puede llenar de improviso, porque el aire, aunque sutil, no ocupa un espacio sin haber circulado antes por alrededor. El que pretendiese que después de separados los dos cuerpos que han estado próximos, el espacio que resulta entre ellos se llenara por dilatación del aire que antes existiera condensado entre los dos planos superpuestos, se equivocaría ciertamente: el vacío se formó al quedar separados los cuerpos; antes no existía, y cuando lo hubo se llenó de aire, y no antes. Ni del modo que se imaginan algunos el aire puede reducirse, ni dado el supuesto de que así pudiera condensarse, el hecho se efectuaría sin la mediación de espacios vacíos. Necesario es, pues, confesar que el vacío existe en la Naturaleza.

Muchos otros argumentos podría exponerte en confirmación de la tesis que sustento; pero lo anotado basta para que tu clara inteligencia te descubra lo demás que omito. Así como canes montívagos hallan entre apretados ramajes el escondido lugar que sirve de refugio á la fiera, después que el olfato les da á conocer la pista que aquélla siguió en su huida, así también unas reflexiones te conducirán á otras que te permitan descubrir secretos de la Naturaleza, y consiguientemente la verdad.

Pero si vacilaras en la empresa y no te decidieras á hacer por ti mismo ese trabajo de investigación, prometo ¡oh Memmio! darte á conocer con suave frase y decisión firme todo lo que á grandes sorbos he bebido en copiosas fuentes de verdad, si bien temo que la vejez con su lenta labor consiga consumir el soplo de nuestra vida antes de que yo pueda exponerte en versos harmoniosos la serie de argumentos que he reunido á tal asunto pertinentes; pero ahora comenzaré por repetirte la síntesis de lo ya dicho.

Todo lo que la Naturaleza es en sí, está constituido por los cuerpos y por el vacío en que aquéllos se hallan y se mueven: los sentidos, que son fundamento de certeza y auxiliar de la razón, porque sin ellos ésta se vería envuelta en numerosas dificultades para explicarse las causas de los fenómenos, dan testimonio de que los cuerpos existen por sí; y la reflexión demuestra que todos esos cuerpos tienen precisa colocación y necesariamente se mueven con distintas direcciones en un lugar ó espacio al que denominamos vacío, como antes he dicho.

Por lo mismo, nada existe que no se halle comprendido en los cuerpos compuestos ó en el vacío donde están disueltos los elementos simples; no hay una tercera especie en la Naturaleza; todo cuanto concreto es, aunque mínimo y exiguo, tiene su peculiar extensión, grande ó pequeña, y al ser perceptible para el tacto, está incluido en la suma de los cuerpos: todo lo demás que pueda ser atravesado por éstos ó les sirva de residencia, pertenece al espacio que llamamos vacío.

Aún añadiré que todo lo que se mueve por sí mismo, permanece sujeto á la acción de agentes ó facilita espacios que permitan colocación y movimiento á otros cuerpos; nada que no sea cuerpo goza del derecho de moverse ó ser movido; el vacío le deja campo libre; así, además de los cuerpos, además del espacio, no hay una tercera clase de entidades que tengan existencia en la Naturaleza: ni nuestros sentidos perciben ni la razón alcanza lo contrario; lo que no es materia ni espacio es propiedad ó accidente; propiedades de los cuerpos son aquellas condiciones que están dadas conjuntas con las cosas de las que no pueden separarse y á las que no se pueden arbitrariamente agregar, tal como el calor respecto del fuego, el peso respecto de las piedras, la fluidez del agua, la tangibilidad de todos los cuerpos, la intangibilidad del espacio; pero por lo contrario, la esclavitud, libertad, riqueza, pobreza, guerra, paz y todos los modos de la existencia que pueden variar sin que se altere la naturaleza de las cosas reciben el nombre de accidentes.

El tiempo tampoco existe por sí; lo percibimos con relación á las cosas, como atravesado en la continuación, desde el origen, por el momento actual y por la secuencia. Nadie puede sentir el tiempo en el instante en que desligado lo considere del movimiento de las cosas ó de la plácida quietud.

También cuando se habla de la robada Tindárida y de la guerra que arruinó á las troyanas gentes, debemos reconocer que esos hechos no existieron por su propia virtualidad: cuando el curso de los acontecimientos deja atrás irrevocablemente unos cuantos siglos de los hombres, lo que ocurre es que unos hechos han dado lugar á otros; así se prueba que todos los sucesos accidentes son de los cuerpos ó del espacio.

Si no existiese la materia de las cosas ni tampoco el lugar ó espacio en que las cosas tienen su lugar, ni el fuego amoroso que la hermosura de Helena despertó en el corazón del frigio raptor habría encendido una guerra que produjo muchas batallas, ni la célebre máquina construida por los Griegos habría vomitado ejércitos que á sangre y fuego destruyeron á Troya. Bien puedes ver que los acontecimientos no tienen una existencia real como los cuerpos y el espacio, sino son modificaciones de esos dos principios.

Bajo el nombre de cuerpos comprendemos los elementos simples de la Naturaleza y también todos los seres que de ellos pueden formarse. Los elementos son indestructibles, y su indivisibilidad en todo se demuestra. Difícil, sin embargo, es concebir su perfecta solidez cuando consideramos que el sonido, la voz y el rayo atraviesan las paredes de las casas; que el hierro metido en el fuego se hace incandescente; que del seno de los volcanes saltan desmenuzadas duras piedras; que el oro, por la acción del fuego, se liquida y el hielo se deshace; que el frío y el calor se transmiten á la plata; que si tenemos en las manos un vaso, nos impresionamos de la temperatura de los cuerpos líquidos que en él vertemos. Luego en los objetos no existe solidez perfecta. Pero á fin de que mejor domines estas verdades que la Naturaleza muestra y la razón demuestra, voy á auxiliarte con algunas reflexiones encaminadas á hacerte observar que aunque todos los cuerpos no sean completamente sólidos, lo son los elementos simples que los integran.

Primeramente, considero ya probado que la Naturaleza consta de dos porciones entre sí diversas: los cuerpos y el espacio en que aquéllos residen; es necesario que ambas regiones existan puras, independientemente la una de la otra; donde hay cuerpo no hay espacio; donde hay espacio no hay materia: y es indudable que si los elementos simples son perfectamente sólidos, no pueden contener vacío.

En segundo lugar, si hay vacíos entre las moléculas de que los cuerpos se componen, preciso es afirmar que esos vacíos están limitados por la materia que los rodea; luego no tiene razonable fundamento la opinión de que todo cuerpo encierra vacíos no determinados por materia sólida: todos los cuerpos son, en suma, agregados de elementos simples, en los que no es posible confundir la materia con el vacío. La materia, pues, consta de sólidos principios eternos, aunque sean disolubles los cuerpos que constituyen.

Por cierto que si no existiese espacio susceptible de quedar desocupado, todo sería sólido; y si por lo contrario, no hubiera substancias sin determinaciones corporales que llenaran los sitios, que constituyeran las cosas, todo lo que forma el espacio quedaría desocupado y vacío. Distintos son, pues, cuerpo y espacio: ni todo es materia, ni todo está vacío; luego la propia fluidez de las esencias corporales establece perfecta distinción entre la materia y el espacio.

Los elementos simples de la materia no pueden ser perjudicados en su exterior ni penetrados de modo alguno; por lo mismo, ninguna acción puede alterarlos, según ya te he demostrado en líneas anteriores. Y como la ruptura de los cuerpos, su descomposición, su fraccionamiento, su penetración por el agua, su modificación por el fuego, su destrucción por agentes de diversa especie sólo pueden efectuarse mediante el vacío, hasta el punto de que más propensos á pronta descomposición son los cuerpos que tienen más concavidades entre sus moléculas, es evidente que si los elementos primarios son, como ya te he enseñado, sólidos, también han de ser eternos.

Además, si la materia no fuese eterna, hace ya muchos siglos que todas las cosas habrían sido aniquiladas y habrían vuelto á surgir espontáneamente; pero si es cierto, como he procurado hacer patente, que de nada no puede crearse algo y que los seres se transforman pero no se pierden totalmente, debe ser también cierto que los cuerpos generadores han de ser inmortales, para que disueltas unas concreciones corpóreas en tiempos oportunos, de ellos puedan reproducirse otras. Es decir, que los siglos tienen duración y los seres se renuevan, merced á la perdurabilidad y solidez de los elementos de la materia.

En fin, si en la Naturaleza no tuviesen límites las divisiones de los cuerpos, también las substancias materiales llegarían á una tenuidad indefinida; con el recorrer de los siglos quedarían agotadas, y los cuerpos que de ellas se formasen no tendrían firmeza ni duración, y podrían quedar extinguidos antes de alcanzar pleno desarrollo; porque la muerte sería más rápida que la reproducción, y las pérdidas del tiempo ya pasado no podrían ser reparadas por el tiempo futuro; pero como vemos que los siglos corren y que las sucesiones se realizan con un equilibrio siempre igual y proporcionado á las fuerzas consumidas, hemos de considerar que la división de la materia tiene un límite de contrapeso regular.

Admitido que los elementos de la materia sólidos y simples son, pueden, sin embargo, tener una consistencia débil y constituir el fuego, el aire, el agua, la tierra, mediante una movilidad especial de las moléculas que generan esos cuerpos entre cuyas partes existen igualmente espacios vacíos; por lo contrario, si los principios de las cosas tuvieran de propia naturaleza débil cohesión y deleznable estructura, no podrían formar las grandes masas pétreas que constituyen el armazón de nuestro mundo, ni servirían para la composición del hierro y otros cuerpos duros. Luego los elementos primarios deben ser sólidos y simples, y la diversa condensación que en sus combinaciones experimenten deberá ser el origen de los diferentes seres y de los distintos grados de resistencia y densidad que éstos ofrecen.

La Naturaleza se determina en hechos constantes que regularizan el crecimiento y la duración de los seres y circunscriben la acción de las especies vivientes en esfera que no pueden franquear: muchas clases de pájaros se distinguen de otras análogas únicamente por la presencia constante de algunas pintas en su plumaje. Indudablemente se da en todos los seres un complejo invariable de materia; si los elementos que los integran no fuesen fijos, la Naturaleza no se mostraría en leyes, es decir, en hechos constantes, y carecería de orden. Cada ser tiene aptitudes acomodadas á su constitución, y por ese motivo se reproducen las especies, entre las cuales se conservan y se transmiten hábitos, gestos, estaturas, instintos y predilecciones por tales ó cuales alimentos.

Y ciertamente el elemento primordial de los cuerpos es tan tenue, que los sentidos no pueden apreciarlo; no consta de partes; es lo más infinitamente pequeño que hay en la Naturaleza, y apenas puede considerarse como cuerpo, ya que nunca existe por sí solo é independiente de otros que constituyen la masa de la materia; unidos entre sí fuertemente hasta el punto de resistir la acción de toda fuerza, los elementos de la materia son considerados como sólidos y simples, aunque constan de mínimas porciones homogéneas enlazadas entre sí con vigor imperecedero: así es que mientras la Naturaleza sea, serán, sin disminuir en nada, esos principios, propios de toda generación y de todo crecimiento.

Además, si no hubiese un término mínimo infranqueable en la composición de los cuerpos, éstos constarían de infinitas partes, y cualquiera de ellas se podría dividir en mitades y éstas en otras indefinidamente; entonces, ¿qué diferencia última se daría entre las masas grandes y pequeñas? Ninguna, porque todas serían igualmente fraccionables infinitamente. Pero como á la razón repugna esa conclusión absurda, preciso es reconocer que los elementos simples son las últimas divisiones posibles de los cuerpos de la Naturaleza, y consiguientemente por este motivo debe también confesarse que los tales elementos son sólidos y eternos.

Últimamente, si la Naturaleza creadora al descomponer los seres no los redujera á sus partes mínimas indivisibles, no podría reparar la vida, porque los cuerpos compuestos carecen de las condiciones de atracción, peso, repulsión, concurso y movimiento adecuadas para engendrar los seres. Luego si la división de los cuerpos fuera infinita, aún nos veríamos obligados á reconocer que á lo menos algunos que existen de toda eternidad, todavía no han sido alterados por los peligros y accidentes anexos á la vida; y si todos los cuerpos fuesen frágiles, la Naturaleza habría sido inconstante en favor de los que han podido resistir los embates de los siglos.

Por tanto, los que afirmaron que el fuego es elemento de la materia y origen del Universo estaban desprovistos de razón; Heráclito fué el primero que defendió esta doctrina y obtuvo alto renombre entre los Griegos superficiales, prendados de un obscuro lenguaje, pero no entre los sensatos que buscaban la verdad. Aquéllos sólo admiraban lo que se les decía con palabras misteriosas, y consideraban como cierto cuanto se les exponía en frases gratas al oído por su encantadora sonoridad.

Y ¿cómo tan variadas especies existentes han podido ser creadas, pregunto, sólo del fuego? El fuego en estado de condensación ó de rarefacción, muestra siempre una igual naturaleza en sus partes y en su conjunto: será más intenso cuanto más condensado éste se halle, pero ni de su condensación ni de su rarefacción podría originarse la extraordinaria variedad de seres que puebla el mundo: á pesar de todo, si los apóstoles de la doctrina que impugno admitieran la teoría de la materia en el espacio, podrían hallar alguna explicación relativa á la real existencia de seres de diversa atracción molecular: pero como no aceptan esa opinión, marchan entre vacilaciones y dudas, y al cabo se alejan cada vez más del conocimiento de la verdad, quizá abrumados por las dificultades que su investigación ofrece. Ni aun reparan en que si los cuerpos estuvieran separados completamente del espacio en que se concretan, no habría en el mundo más que una sola masa y de esta nada se desprendería: lo contrario sucede con el fuego, del cual se derivan centellas y chispas bastantes para hacer patente que el fuego no es una masa compacta sino reunión de partes rodeadas de espacio.

Si por acaso creyeran que las moléculas del fuego, al apretarse mutuamente, podían mudar la naturaleza de los cuerpos, este aserto equivaldría á la negación del fuego como principio elemental, porque sucedería que todo el fuego quedaba reducido á la nada y de la nada todas las cosas se crearían; y pues todo aquello que muda, se altera con el tiempo hasta que deja de existir, hay que renunciar al fuego originario, ó admitir que los cuerpos no se reducen á la nada ni de la nada las generaciones se suceden.

Ahora, pues, si los elementos simples conservan siempre su propia naturaleza y forman diferentes cuerpos, no por su distinta esencia, sino por las combinaciones que constituyen, preciso es afirmar que tales elementos de los cuerpos no son de fuego, ya se junten ó se retiren ó se disgreguen ó se muden sin faltar al orden; si la base primordial fuese fuego, nada más que fuego habría en el mundo. Lo que hay de cierto es, según pienso, que existen en la Naturaleza corpúsculos simplicísimos, los cuales por su forma, por sus atracciones, sus movimientos y el orden en que se colocan, producen el fuego y otras muchas cosas más ó menos similares á éste, así como otros cuerpos que no tienen semejanza alguna con aquél y aun algunos que pueden emitir emanaciones que afecten á nuestros sentidos ó que exclusivamente nos son conocidas por relación de tactilidad.

Decir, por tanto, que del fuego proceden todos los seres y que no existe cosa alguna independiente de ese origen, es caer en un delirio que nuestra inteligencia rechaza como contrario á las pruebas que nos da el testimonio de nuestros sentidos; y admitir como primordial materia el fuego porque se cree conocerlo perfectamente, y recusar al mismo tiempo la existencia de otros seres que con suficiente claridad se muestran ante nosotros, me parece inconsecuencia y error grave. Para conocer la verdad, ¿qué mejor guía que nuestra razón auxiliada por los sentidos, los cuales nos hacen distinguir lo falso de lo verdadero y nos dan principio de certeza? Además, ¿por qué hemos de negar la existencia de todas las cosas y admitir solamente la del fuego, ó negar que éste exista y dar como reales solamente los demás cuerpos? Parece que afirmar cualquiera de estos dos extremos es incurrir en igual demencia.

Así, los que han afirmado que el conjunto del Universo tiene su fundamento en el fuego y los que han entendido que en el aire se encuentra el origen de todos los seres, lo mismo que aquellos otros que han sostenido que en el agua reside el principio creador, ó bien que la tierra puede germinar todas las cosas ó determinarse en las infinitas diferenciaciones corpóreas existentes, según mi parecer, todos han caído en grave error, no menos que aquellos otros que suponen combinaciones dualísticas formadas con los elementos de todas las cosas, y al fuego juntan el aire, y á la tierra el agua; y también, por último, los que entienden que de esos cuatro materiales, fuego, tierra, aire y agua se han podido producir todos los seres.

Entre aquellos pensadores cumple colocar primero á Empedocles, nacido en Agrigento, isla famosa en triángulo cortada, á la que cercan azuladas ondas del mar Jónico y adornan con sinuoso regazo rocas salpicadas de reluciente sal; separada por canal estrecho y tortuoso de los promontorios de la tierra de Italia, oye el rugir de la espantosa Caribdis y siente el tremer del ruidoso Etna que, irritado, amenaza acumular en sus entrañas materiales de fuego y de aluvión hirviente para lanzar después, con fiero arrojo, de sus hórridas fauces, encendidas lavas cuyos fulgores en espiral lleguen al cielo; región admirable llena de prodigios, fecunda en bellezas contempladas con extático embeleso por la humana especie, enriquecida con dones copiosos naturales, guardada por varones esforzados, nunca produjo nada más grande y excelente que este filósofo, cuyos versos patentizaron su divino genio y le acreditaron de investigador conspicuo que parecía imposible fuera hijo de mortales.

Este, sin embargo, y otros muchos ya citados que aunque egregios le son inferiores y varios que menos renombre han obtenido, hicieron públicas útiles averiguaciones por su genio desentrañadas, más divinas, más santas y mucho más conformes con los dictados de la razón que los oráculos de la Pitonisa coronada con hojas de laurel y apoyada en el trípode apolónico; pero todos erraron al discurrir acerca de la naturaleza de las cosas, porque no supieron salvar un escollo que ha sido causa de varios naufragios.

Primeramente, porque reconocen el movimiento y no comprenden el vacío; creen que existen cuerpos suaves aislados entre sí, tales como el aire, el sol, el fuego, las tierras, los animales, los frutos, y no admiten intersticios ó vacíos en la masa de esos cuerpos.

En segundo lugar, porque entienden que es indefinida la división de los cuerpos y aun de las partes de éstos y no se explican la existencia de un mínimo indivisible; pero como nuestros sentidos nos dan testimonio de un último grado en las cosas, el cual es un mínimo no susceptible de fraccionamiento, creo que has de considerar que cuanto existe se compone de partes muy pequeñas pero indivisibles aunque escapen á la percepción de nuestros órganos terminales.

Añaden, además, que los elementos primordiales de las cosas son blandos; pero la cualidad de la blandura nos parece propia de lo que nace y muere, y si todo estuviera sujeto á esas alteraciones, la Naturaleza habría ya aniquilado muchas veces el mundo y aun éste habría vuelto á nacer de nada, aserciones que ya habrás visto cuán distantes de la verdad se hallan.

Además, debe considerarse que aquellos supuestos principios de los seres son enemigos entre sí; como venenos los unos para los otros, se combaten de muchos modos, se aniquilan, se disipan, y por su acción mutua desaparecen como el rayo, el viento y la lluvia en deshecha tempestad.

Últimamente: si todas las cosas fuesen formadas de aquellos cuatro cuerpos considerados como elementos y todas en ellos se resolviesen, ¿qué razón tendríamos para afirmar que son el principio de todos los seres y no de ellos resultado, ya que alternativamente se confunden, se disgregan y mudan su naturaleza? Si por lo contrario piensas que el aire, el agua, la tierra y el fuego no se confunden ni mudan de esencia, no podrás comprender que de su combinación resulte ningún vegetal ni animal, porque en esa conjunción se haría ostensible la propiedad inherente á cada substancia y se hallarían mezclados la tierra con los aires y las aguas con el fuego. Pero es lo cierto que todos los seres deberán tener determinadas propiedades no reveladas en los componentes, para evitar que prepondere ninguno, sino que, por lo contrario, cada cuerpo tenga un carácter propio.

Los partidarios de aquellas doctrinas derivan del cielo y de los cuerpos ígneos el fuego; éste, según ellos, se convierte en aire, el aire origina el agua, y ésta, por condensación, se modifica en tierra; después, en sentido inverso, hacen nacer de la tierra el agua y de ésta el fuego. Estas transformaciones no se alteran nunca ni se interrumpen, y consideran que siempre los elementos viajan de la tierra al cielo y del cielo á la tierra; pero tales metamorfosis son incompatibles con la probada esencia de los elementos simples, los cuales por su condición han de ser inmutables para que todas las cosas no puedan quedar aniquiladas, porque ningún objeto podrá ultrapasar las condiciones de su esencia sin dejar de ser lo que antes era. Los principios, pues, de que ya hemos hablado, por su naturaleza están exentos de toda mudanza, y por este motivo no quedan totalmente deshechos los seres que de ellos se forman. Es racional admitir que todos los cuerpos se componen de elementos, los cuales en virtud de energías, atracciones y repulsiones, unas veces constituyen el fuego y otras el aire, y siempre sirven para las transformaciones y la continuada sucesión de todos los seres.

Pero es patente, dices, que de la tierra, bajo la influencia del aire, los cuerpos nacen y se alimentan; y si en tiempo favorable la copa de los árboles no fuera agitada por las lluvias y los arbustos no se inclinaran bajo su propio peso, el Sol por su parte no daría calor, y los árboles y los animales no podrían nacer y desarrollarse. Y ciertamente; si los alimentos sólidos con líquidos saludables no se ayudasen, pronto nuestros miembros se debilitarían y se extinguiría la energía de nuestro ser y la vitalidad de nuestros órganos y de nuestros nervios. Añadiré que si el hombre y los animales necesitan propio adecuado alimento, y si los seres viven á expensas los unos de los otros, es porque está constituido cada uno por principios comunes á los demás, en relación con el total del Universo. Importa, pues, que investiguemos no solamente la naturaleza de esos principios elementales, sino también sus leyes, sus aproximaciones, sus movimientos recíprocos; pues es de toda evidencia que los principios que forman los ríos, el sol, el cielo, el mar, la tierra, son los mismos que contienen los árboles, los animales y los frutos de toda especie; todo se mueve según sus elementos constitutivos.

Sin duda notarás que en muchos de estos versos míos hay varios elementos ó letras simples comunes á numerosas palabras, y, sin embargo, ni los versos ni las palabras tienen igual significado y sonido igual: varía el valor de las letras sólo al cambiar éstas de orden. Y como los elementos primordiales de las cosas en mayor número son que las letras, pueden producir mayor suma de seres diferentes.

Examinemos ahora la homeomería de Anaxágoras, como los Griegos llaman, con una palabra expresiva de que nuestra lengua carece, la doctrina de aquel filósofo; aunque es difícil de exponer la homeomería en cuanto apenas trata de dar acerca del origen de todas las existencias una explicación, según la cual cada hueso es formado por un cierto número de huesos pequeños, cada víscera de otras muy tenues; mínimas gotas de sangre componen la sangre; moléculas de oro constituyen el oro; la tierra de pequeñas porciones de tierra procede; el fuego del fuego; y en general todas las cosas se forman por igual procedimiento.

Pero el mencionado autor en parte alguna admite el vacío ni concibe límites en la división de los cuerpos: entiendo que acerca de estos asuntos incurrió en error lo mismo que otros pensadores cuyas ideas ya dejo refutadas.

También aprecia como deleznables los elementos primarios y de igual naturaleza que las concreciones constituidas; y considera, por tanto, que están expuestos á fenecer bajo la violencia de ataques exteriores; ¿cuál de aquellos cuerpos ofrecerá entonces resistencia á la acción destructora de la muerte? ¿el fuego ó el agua? ¿por acaso el oro? ¿cuál de éstos? ¿la sangre ó los huesos? Ninguno, sin duda; porque todos esos cuerpos se descomponen como otros muchos que á nuestra vista perecen todos los días. Y ya queda antes probado que ni las cosas pueden nacer de nada ni completamente aniquilarse.

Cierto es que todos los cuerpos se nutren y crecen por la virtud de substancias primarias diluidas en los alimentos, y que nuestras venas, nuestra sangre, nuestros huesos y nervios de partes diferentes se componen; pero afirmar que los elementos de los cuerpos son la esencia de los huesos, de la sangre y de los nervios en proporción adecuada, no es decir que los principios que integran los cuerpos sólidos y líquidos hayan de constar de partes heterogéneas proporcionadas á las venas, la sangre y los huesos; porque si los cuerpos que vemos nacer de la tierra estuviesen dentro de ella en pequeña cantidad tales como se nos muestran, constaría la tierra de todas las diversas porciones que de ella surgen: y si aplicamos esta idea general á todos los casos particulares, habríamos de creer que el fuego, el humo y la ceniza están en la leña, y que ésta contiene en sí aquellos materiales en diversas porciones.

Apenas hay salida para escapar de esta conclusión; y sin embargo, de esa clase de argumentos usa Anaxágoras, el cual sostiene que todos los cuerpos llevan en sí, como en germen, otros que de ellos se derivan, y de los cuales son visibles los que principalmente están en la superficie; pero estas ideas repugnan á la sana razón, y para admitirlas sería preciso ver que el trigo, en el polvo á que lo reduce la piedra del molino, mostraba señal de la sangre ó de otras partes de nuestro cuerpo que con él se nutren, ó bien que dejase correr la sangre al ser molido entre dos piedras; y que por igual razón la hierba destilase leche tan pura y tan grata como la que se extrae de las ubres de las ovejas; menester sería también que en los terrones se hallasen legumbres, árboles, plantas en partes imperceptibles, y que los quebrados troncos descubriesen humo, ceniza, fuego y llama, en ellos ocultos; pero nada de esto sucede y es preciso confesar que en los cuerpos no se contienen otros iguales mínimos ya determinados, sino que en todos existen elementos simples que son comunes á otros muchos seres, los cuales son diferenciados por virtud de las variadas combinaciones en que aquellos elementos intervienen.

Y sin duda has observado que en las elevadas montañas las fustigadas copas de árboles, mecidas por tempestuoso vendaval, arden con fuego que deja brillar largos torbellinos de movientes llamas; pero no por eso has de entender que en la madera existe el fuego, sino que en ella hay partes que por efecto del rozamiento se inflaman y comunican el incendio á todo un bosque; pues si tanta llama hubiera estado escondida en la selva no existirían árboles que pudieran preservarse del fuego durante mucho tiempo ni bosques habría que no se hubiesen convertido ya en ceniza.

¿No comprendes, como poco antes ya te he dicho, la importancia que tienen las combinaciones de que son los elementos susceptibles, según la diferente posición y cantidad en que intervengan, y los distintos movimientos que engendren ó que reciban? ¿No sucede con esos fenómenos lo mismo que con las palabras lignis é ignis latinas, compuestas cuasi de las mismas letras aunque representan ideas muy diferentes?

En fin, si juzgas que no se puede explicar la causa de los fenómenos sin atribuir á los elementos que los producen iguales propiedades, necesario es conceder que se ríen como nosotros y que se bañan de amargas lágrimas.

Ahora, escucha y oye verdades que voy á descubrirte, y que, si no me engaño, son de exposición difícil, pero que exploraré estimulado por el premio de la gloria é impulsado por suave amor que me inspiran las Musas; animado por este sentimiento, me elevaré á las cimas del Parnaso y recorreré campos, hasta ahora no hollados por ninguna planta; iré á beber grato licor de fuentes vírgenes y me apresuraré á coger desconocidas flores con las que tejeré para mi cabeza corona insigne mejor que todas las que hasta hoy las Musas han concedido: primeramente porque enseño altas verdades é intento romper la dura esclavitud con que las religiones han abatido los ánimos, y además, porque suavizaré un estudio árido con las gracias de la poesía que convierte en agradable un asunto obscuro; así obraré conforme á razón. De igual modo que los médicos al propinar á los niños amarga medicina, untan de sabrosa miel los bordes de la copa en que la administran á fin de que inexpertos y atraídos por la dulzura que paladean sus labios, sin recelo beban el licor amargo y deban la vida á traición agradable, así yo ahora que he de explicar asuntos ásperos y desabridos para los que no están acostumbrados á ellos y fastidiosos para el vulgo, quiero exponerte mi doctrina en el ameno lenguaje de las Piéredes y con acentos de dulce harmonía, para que al buscar recreo en la lectura de mis versos, adquieras conocimiento de las leyes de la vida y del orden universal.

Ya he dicho que los elementos de la materia son siempre sólidos y se mueven en toda eternidad sin que la destrucción los alcance; pero ahora deberemos de inquirir si las concreciones corpóreas tendrán fin ó no lo tendrán, y si el espacio indefinido, en que incesantemente se mueven los principios eternos, está encerrado en límites y es susceptible de medición en algún sentido.

El Universo es infinito; de lo contrario tendría extremos: pero no pueden concebirse límites sino por quien está fuera de ellos mismos y puede llevar su consideración más allá de los puntos en que termina lo limitado. Creeríamos que el Universo tiene límites, cuando pudiéramos señalar sus extremos; pero el mundo no puede tener esas fronteras, porque en cualquiera parte de él que ocupáramos habríamos de ver que teníamos por delante para contemplar espacios infinitos.

Además, si consideramos limitado el espacio y suponemos que en sus extremos alguien se coloque y dispare una flecha con violento impulso, ¿piensas que el objeto así lanzado habría de recorrer el aire constantemente, ó supones que algún obstáculo se opondría á su vuelo? Hay que decidirse por uno de los términos de ese dilema; pero cualquier partido que sigas te ha de obligar á reconocer que no hay extremos finales en el Universo; porque ya supongas que la flecha sea detenida por un obstáculo ó ya imagines que incesantemente vuele, es lo cierto que nunca podrás figurarte que llega á tocar el límite del mundo; y si por acaso creyeras que alguna vez terminaría su marcha, habré de preguntarte: ¿qué se haría entonces de la flecha? Forzosamente nunca podrá tocar el fin del espacio y siempre le quedará una ilimitada extensión que recorrer.

Aún hay más: si el Universo estuviese incluido ó colocado en una determinada porción del espacio, tendría necesarios límites; las grandes masas por su propia gravedad ocuparían el fondo y allá en las mayores alturas no podría subsistir ningún ser ni habría aire ni Sol: toda la materia yacería confusa en caótica eternidad; pero no es esto lo que ocurre; los cuerpos, en el orden harmónico universal, no pueden permanecer en constante quietud porque no existe ese lugar profundo en que se hacinaran para el reposo: en movimiento incesante los seres se reproducen y se organizan en virtud de los subsidios que reciben de los elementos eternos activos universales que forman las concreciones corpóreas.

En fin, es patente que la Naturaleza ha determinado los límites de los cuerpos; las colinas están circunscriptas por el aire, el aire por los montes, las tierras altas por el mar y el mar está encerrado entre las tierras altas. No tiene, sin embargo, el Universo nada que lo termine; la Naturaleza y el espacio ocupado por los mundos, forman como un río que perpetuamente corre y que avanza sin encontrar límites: así el Universo no tiene término alguno; es infinito.

El Universo de ningún modo puede quedar circunscripto; la Naturaleza está en todas partes; con la materia se limita el vacío y el vacío con la materia; pero espacio ocupado y espacio vacío todo es materia con mayor ó menor rarefacción; el Universo infinito así se muestra. Si tanto el espacio como la concreción corpórea no determinasen recíprocamente sus respectivos límites, ni el mar, ni la tierra, ni la bóveda brillante del espacio, ni la progenie humana, ni los cuerpos sacrosantos de los númenes podrían durar un solo instante; las partes simplicísimas de la materia, faltas de cohesión, se elevarían por el infinito espacio desocupado, sin orden ni harmonía, y nunca llegarían á formar cuerpos determinados concretos por estar siempre separadas. Ciertamente los elementos de la materia no se han movido por reflexivo determinado impulso en las direcciones en que hoy se hallan, ni han establecido por cálculo convencional ó por concierto libre el orden que constituye el Universo; lo que ha sucedido es que fluctuantes por toda eternidad en el inmenso espacio y agitados con impulsiones recíprocas, después de seguir toda clase de movimientos y toda especie de combinaciones, han llegado por adaptaciones recíprocas y por harmonía derivada de sus propias condiciones á constituir esta Suma total del Universo; y del cumplimiento de la ley emanada necesariamente de su acción invariable en el transcurso de innumerables siglos, se ha establecido el orden existente, en cuya virtud las aguas de los ríos abundosas proveen al mar de las pérdidas sufridas; la tierra, fertilizada por el Sol y por la reversión de sus vapores, renueva la pompa de sus producciones; florecen las especies de animales, y los cuerpos fulgurantes etéreos envían siempre sus destellos. Ese concierto de la Naturaleza sería con facilidad interrumpido si infinitos elementos no trabajasen continuamente en la renovación de los organismos; porque así como los seres individuales mueren cuando están privados de alimento, así también el Universo llegaría á aniquilarse cuando la materia interrumpiese la constante labor que le da movimiento y vida.

Y no por efecto de presiones exteriores podría conservarse el orden en que el Universo está constituido; impulsos de fuera para adentro, repetidos con frecuencia, engendrarían otros nuevos que en unos casos mantendrían la harmonía del Universo; pero otras veces las partes de la materia, forzadas por el choque, saltarían y dejarían espacio suficiente para que las porciones aglomeradas pudieran desprenderse de todo enlace y dispersarse. Es, pues, necesario que la acción de los primeros cuerpos obre sin interrupción; y debe reconocerse que esas presiones exteriores al existir suponen y demuestran que los elementos de la materia son infinitos.

Con relación á estas ideas, no debes de creer ¡oh Memmio! que todos los cuerpos tiendan, como algunos dicen, hacia un centro del Universo, y que nuestro mundo no sienta influencias exteriores que coadyuven á la gravitación general, porque todas sus regiones por sí mismas buscan el centro del equilibrio (opinión ideada en favor de la teoría que sostiene la acción de la pesantez ejercida de abajo hacia arriba, y de que algunos cuerpos vivan en la tierra en dirección contraria á los que están en la superficie en una posición parecida á la que tiene con nuestro cuerpo su propia imagen proyectada en las tranquilas ondas). Con esas ideas pretenden algunos explicarse el hecho de que animales de varia especie puedan residir en las regiones inferiores del mundo; de que nosotros mismos no podamos elevarnos á las alturas, y el hecho de que haya sobre la tierra individuos que ven el Sol cuando nosotros contemplamos las estrellas, y que tengan con nosotros las estaciones cambiadas, aunque disfruten como nosotros de días y noches.

En aquel error han caído los que atrevidamente dedujeron falsas conclusiones de hechos exactos. No es posible imaginar un punto medio en el espacio ilimitado, y aunque nos lo figuráramos no podríamos reconocerle una acción propia y especial sobre los cuerpos. Todo y cualquier lugar del espacio que llamamos vacío, ya sea designado con el nombre de centro ó con otro distinto, deja paso á los cuerpos graves; porque no hay un sitio donde al llegar un cuerpo arrastrado por su propio peso este cuerpo sea obligado á permanecer estático en el vacío; el espacio no puede impedir que un cuerpo cualquiera pesado lo penetre con arreglo á las leyes de la Naturaleza. Por ese motivo, la atracción del centro no es bastante para conservar la harmonía de la creación.

Fingen también que la tendencia hacia el centro no es propia de todos los cuerpos, sino de aquellos especialmente compuestos de tierra ó de agua, tales como los ríos que se despeñan desde altos montes para confundirse en el vasto Océano, ó como la sólida porción del mundo; por lo contrario, las tenues auras y los cálidos vapores siempre tienden á separarse del centro, y si vemos que la bóveda celeste de fulgores brilla y que su claridad nos alumbra, es porque en ella se reunen elementos que por ser ligeros de la tierra escapan, aunque desde allí contribuyen á la nutrición de los seres animados y á la fructificación frondosa de los árboles. Así también suponen que por encima de las estrellas existe un firmamento que todo lo rodea, el cual, mediante eficaz presión ejercida sobre nuestro mundo, evita que salga del centro fuego celeste que franquee los términos de la mansión humana; impide que todo sea invadido por completo desorden; que el cielo caiga sobre nuestras cabezas y la tierra se abra debajo de nuestros piés; que nuestros cadáveres, destrozados y envueltos entre las ruinas del cielo y de la tierra, se confundan en profundo caos; que los elementos primarios queden sin energía, y rotas las puertas de la disolución, se precipiten por ellas en turba amontonada todos los seres, y de cuanto existe no quede más que universal desierto.

Pero si comprendes bien las razones que te expongo, ya que las unas auxilian á las otras, no ha de robarte más negra noche la claridad que te ilumine para que puedas penetrar en el arcano de la Naturaleza; porque de unas cosas brotará luz bastante para que distingas otras.

Libro segundo

Grato ha de sernos contemplar desde la playa el vasto mar agitado por el aquilón, y presenciar desde tierra la desesperada lucha que el náufrago sostenga con la tempestad, no porque gocemos con el infortunio ajeno, sino porque nos consideremos libres de peligros que tan próximos veamos: también será grato asistir desde lejos sin temores ni zozobras á las contiendas inhumanas de dos ejércitos que en el campo se destrocen; pero todavía ha de ser más agradable estar en posesión de las doctrinas de los pensadores, y observar serenamente desde esas alturas del saber las agitaciones de los hombres que sin guía buscan á tientas los caminos del bienestar, y para hallarlos pretenden supremacías de nobleza ó distinciones de genio y pasan días y noches entre afanes é inquietudes que les permitan acumular riquezas.

¡Oh pobre inteligencia de los hombres! ¡Oh energías mal empleadas! ¡Entre cuántas densas tinieblas y entre cuántos inútiles peligros la vida corre! ¿Cómo no se comprende que las leyes naturales permiten la vida sin dolor del cuerpo, y sin preocupaciones y sobresaltos del alma?

Por lo que se refiere al cuerpo, cuyas necesidades son escasas, debo decir que no es difícil eximirlo de muchos dolores y proporcionarle varios placeres en harmonía con las reclamaciones de la Naturaleza: si no disfrutas de festines nocturnos alumbrados por lámparas igníferas sostenidas en la mano derecha por estatuas juveniles; si en tu casa no brilla el oro ni resuena por doradas bóvedas el sonido harmonioso de las cítaras, aun así podrás tener alguna dicha si te decides á disfrutar de la frescura de las hierbas junto al río, á la sombra de los árboles dadivosos de goces que nada cuestan; y principalmente en los risueños prados, cubiertos durante la primavera de matizadas florecillas. Lo mismo inquieta la fiebre ardiente de ambición al rico potentado que vive entre púrpuras y riquezas, que al infeliz que yace tendido en burdo lecho.

La opulencia, las distinciones sociales y el poder no libran de dolores al cuerpo ni proporcionan felicidad al alma: aunque mandes innumerables ejércitos extendidos por la campiña y cobijados por amplias banderas, y aunque dispongas de fuerte escuadra esparcida por dilatados mares, las preocupaciones del fanatismo no huirán de tu ánimo amedrentado ni la idea de la muerte y sus terrores darán sosiego á tu corazón.

Son las grandezas ilusiones insensatas: los temores y sobresaltos de los hombres ignorantes no se ahuyentan con estruendo de armas, ni con esplendor de corona reluciente, ni con la majestad de purpurino manto, ni con la altura de soberbio trono. ¿Aún puedes dudar de que esos terrores que agobian á los hombres son producidos únicamente por la ignorancia? Como niños que de todo tienen miedo por la noche, así nosotros, durante el día, nos vemos rodeados por ilusorias sombras y fantasmas vanos que no se disipan con el rayo solar ó con la luz diurna, pero que se desvanecen mediante el uso de la razón tranquila y el estudio reflexivo de la Naturaleza.

Voy ahora á explicarte la causa del movimiento é impulso que reciben los elementos de la materia para engendrar los cuerpos y descomponerlos, y también te explicaré la fuerza y la rapidez con que nadan sin cesar en el inmenso espacio; sigue, pues, la ilación de mis discursos. Nuestro mundo material no forma un todo inmóvil: hay diminución en todos los cuerpos, los cuales están sujetos á emanaciones, pérdidas y rozamientos que los rebajan, los reducen y aun los ocultan á nuestros ojos; pero estos fenómenos en nada perjudican á la suma universal, porque los sumandos no desaparecen sino cambian de sitio: cuando la vejez por una parte se inclina, por otra la juventud se yergue: no hay descanso en la Naturaleza; el mundo siempre con incesantes mudanzas se renueva; la vida de los que mueren se transmite á los que nacen; pomposas generaciones se elevan, mientras otras se desvanecen; todas las cosas mudan de perspectiva, y todos los que participamos de la existencia tomamos de unos en otros el turno de la vida, como los corredores en los juegos sagrados se pasan de mano en mano la antorcha luminosa.

Si piensas que los principios de las cosas pueden tener descanso para recibir de éste un nuevo impulso y movimiento, incurres en error; todos los cuerpos elementales que existen en el espacio han de obedecer la dirección propia de su peso y de su esencia ó la dirección á que los obligue la influencia de otros elementos: así unos y otros se encuentran en el vacío y obran entre sí por su propia gravedad y por su peculiar dureza y solidez, sin que nada extraño á ellos modifique su rumbo. Y para que más claramente comprendas el perpetuo movimiento de los principios de la materia, te he de recordar que en el Universo no hay lugar alguno que pueda considerarse inferior y sirva de asiento á los cuerpos que sean precipitados por la acción de la pesantez, pues el espacio es infinito y tiene por límites la inmensidad, como ya he demostrado en otra ocasión.

Los primeros cuerpos ningún reposo tienen en el vacío inmenso: impelidos por constante fuerza de atracción y de repulsión á movimiento perenne, se alejan á largas distancias ó se aproximan hasta confundirse con arreglo á la especial fuerza en ellos dominante; cuando la atracción molecular es grande, se produce una concentración corpuscular que sirve de base al hierro, á las duras peñas y á otras substancias de análoga naturaleza; y cuando la atracción es muy débil, las moléculas tienden á dispersarse en el espacio y con su movilidad originan el fluido aéreo que nos beneficia y el rutilante esplendor del Sol que nos ilumina.

Muchos mínimos cuerpos, no obstante, vagan por el espacio en perpetua agitación y disociados siempre al parecer del movimiento general; de este hecho diariamente se muestra ante nuestros ojos una imagen sensible cuando en estancia obscura penetran por un pequeño resquicio los rayos de luz solar; entonces se ven corpúsculos sin cuento que de mil modos se agitan y en todas direcciones se mueven, como si entre ellos hubiera oposición tenaz y cruda guerra, porque jamás cesan de combatir entre sí, de unirse y de separarse. Su actividad no tiene término, y del hecho que menciono puedes conjeturar cuál sea el movimiento de los cuerpos engendradores de los seres, ya que el ejemplo recordado ha de servirte de medio para comprender vestigios de fenómenos importantes.

Tales corpúsculos, cuya movilidad y cuyas agitaciones son perceptibles á nuestra vista merced al contraste de los rayos de Sol en la obscuridad, tienen un movimiento causado por impulsiones clandestinas que determinan separaciones y afluencias producidas por su propia acción imperceptible, que obran sobre ellos mismos y que también comunican á otros cuerpos de masas más tenues, los cuales influyen sobre otros más fuertes; y así, el movimiento de los cuerpos simples se propaga de unos en otros, de igual forma que pasa con esas moléculas hechas perceptibles por la luz del Sol: pero las causas de ese movimiento aún nos son desconocidas.

Ahora, con pocas palabras que al asunto dedique ¡oh Memmio! podrás comprender la gran movilidad de que los elementos están dotados: cuando la aurora esparce sobre la tierra sus primeros arreboles, y las aves, esparcidas por el bosque, saltan de rama en rama y llenan los aires de suaves melodías, vemos el Sol que de súbito aparece y baña con torrentes de luz toda la Naturaleza; las emanaciones de aquel astro no atraviesan un espacio completamente vacío; en su paso encuentran obstáculos que retardan la carrera de las ondas luminosas, las cuales se hacen para nosotros visibles á medida que se ponen en contacto con el fluido del aire. Pero los cuerpos simples que en el vacío se mueven y no encuentran obstáculo alguno independiente de ellos mismos, deben correr con rapidez mil veces mayor que las ondas luminosas emanadas del Sol, á no ser que se retarden por su propia acción; y sería insensato suponer que los primeros cuerpos concertaran entre sí un plan para regularizar sus movimientos.

Pero hay quien juzga, ignaro, que la materia sin la voluntad de dioses puede, por condición propia, proveer á las necesidades humanas, formar las estaciones, producir los frutos y facilitar la reproducción de las especies todas; no reparan en que por impulso natural todo ser ciegamente contribuye á la propagación de su especie y que estímulos de atracciones y de goces naturales contribuyen á la generación. Por eso han imaginado la intervención de dioses creadores, desmentida por la razón y contrariada por los hechos. No basta que nosotros desconozcamos la propia naturaleza de los elementos para figurarnos creaciones fantásticas: la vista del inmenso espacio y la contemplación de los fenómenos que constituyen el mundo, son bastantes para probar que el mundo no ha podido ser obra de fuerza directiva inteligente, porque no pocos defectos lo deforman; pero ya te probaré estas verdades ¡oh Memmio!; continuemos ahora la exposición de nuestro asunto.

Entiendo que ahora es ocasión de hacerte comprender que ningún cuerpo es capaz de elevarse por su propia fuerza: y no incurras en error ante la presencia de las llamas que al formarse de repente se dirigen hacia arriba; también suben los árboles y las mieses que al brotar del suelo siguen en su crecimiento dirección contraria á la que parece exigida por la gravedad. Si la llama se eleva hasta alcanzar el techo del edificio, cuyo maderamen devora con insaciable afán, ciertamente no lo hace por gusto, sino porque una fuerza extraña obra sobre ella. Así también, la sangre que se escapa de vena abierta en nuestro cuerpo tiñe de púrpura todo lo que toca. ¿No has observado la violencia con que el agua arranca empalizadas firmes? Habían sido formadas con grandes precauciones; fuerzas enormes se habían empleado en esa obra; pero las aguas trabajaban con tanto más ardor para destruirla, cuanto más sobresalían de la superficie líquida las estacas, y al cabo éstas fueron vencidas. Pero según mi opinión, esos datos no nos autorizan para dudar de que los cuerpos bajen cuando fuerza mayor no contraría el efecto de su propio peso: una acción extraña obliga á la llama á elevarse en las regiones atmosféricas, á pesar de que en cuanto dependiera exclusivamente de ella tendría inclinación á bajar. ¿No ves nocturnos meteoros de fuego que se muestran en el infinito espacio y forman diversas ondulaciones por entre las cuales parece que se abre una comunicación con la Naturaleza? ¿No te figuras que en ocasiones se inclinan hacia la tierra estrellas y astros? También el Sol, desde las inmensas alturas, por todas partes prodiga su calor y su luz que los campos fertilizan, y su acción se ejerce hacia abajo; igualmente puedes notar que el rayo se abre camino á través de las nubes é impetuosamente cae sobre la tierra.

Ardientemente deseo que de estas observaciones derives el principio de que, por su propia gravedad, los cuerpos tienden á caer, pero que en circunstancias especiales de lugar y tiempo, en su caída se apartan de la línea recta, aunque su retirada apenas merezca el nombre de desviación; sin esas declinaciones, los cuerpos simples caerían pesadamente en el vacío, como vemos que se precipitan sobre la tierra las gotas de lluvia; los elementos de la materia no coincidirían nunca, y la Naturaleza sería improductiva.

Alguien ha supuesto que los cuerpos más pesados caen en línea recta sobre los más ligeros, y que así originan movimientos productores; pero esa teoría repugna á la razón. Cierto es que en el agua y en el aire caen los cuerpos con una velocidad proporcionada á su peso, porque más pronto es vencida la resistencia de las ondas acuosas y fluidas, cuanto mayor es la potencia representada por el cuerpo que las penetra; pero no sucede lo mismo en el espacio desocupado; éste puede ser invadido sin obstáculo por todos los seres, y, por lo mismo, en el vacío todos los cuerpos se mueven con igual celeridad é independientemente de su volumen y de su peso. De estas afirmaciones se deduce que nunca los cuerpos más graves podrán caer sobre los más leves, ni rozarlos ni cambiar sus movimientos, de modo adecuado para que la Naturaleza produzca los seres.

Necesario es repetir una y mil veces que los cuerpos simples en su caída tienen una mínima declinación. No trato de inventar movimientos oblicuos que la observación no haya revelado; es patente, y de ello la vista nos da testimonio, que los cuerpos no siguen en su caída una dirección oblicua; pero ¿quién puede afirmar sólo por la autoridad de sus imperfectos sentidos, que los cuerpos al caer no se aparten algo de la línea recta?

Si es cierto que entre todos los movimientos ó manifestaciones de la vida hay una regular perpetua conexión, y que todas las cosas en el mundo se producen dentro de un orden inquebrantable, cierto ha de ser también que la declinación de los cuerpos simples no puede originar combinación alguna que rompa los lazos del destino y perturbe la ley que á cada hecho convierte en causa de lo infinito, pero engendra la libertad de que gozan los seres animados para dirigirse hacia donde el deseo los incita, aunque en nuestras acciones domine un agente motriz, que es origen de los movimientos voluntarios, en cuya virtud nos determinamos, no por las atracciones de tiempo fijo ó de lugar cierto, sino por los impulsos de nuestra alma. Es indiscutible que la voluntad es la fuerza propulsora del movimiento, cuyos estímulos se extienden por todo el cuerpo. ¿No has tenido ocasión de observar que los caballos dispuestos para la carrera, en el instante en que se abren las puertas del circo, se inquietan y se estremecen, porque no pueden lanzarse desde luego hacia donde los empuja su ardoroso instinto? Extendidas por todo el cuerpo las energías de la vida, han de auxiliarse recíprocamente para realizar, en conexión estrecha, las determinaciones de la voluntad. Por tanto, en el corazón surge el principio del movimiento, la voluntad imprime á éste la dirección, y seguidamente se comunica á todo el organismo.

No sucede lo mismo cuando, obligados por fuerza extraña y movidos por coacción poderosa, tomamos dirección que nos repugna; es evidente que en este caso y á pesar nuestro toda la materia de que constamos cede por de pronto á las circunstancias, y se deja subyugar hasta que la voluntad recobra su imperio sobre los miembros y puede refrenarlos: ¿no ves, por tanto, que si á los hombres empuja en muchos casos una fuerza extraña que es contraria á su voluntad y que los impele en dirección determinada, siempre queda en nosotros mismos una energía que puede resistirla, y á su arbitrio hacerse obedecer por los miembros, hasta rechazar la violencia y ponerla en fuga?

Debemos, pues, confesar que en los elementos de la materia, aparte de la acción de la gravedad y de las atracciones que en ellos reside, hay otra fuerza de la que el movimiento se origina y de la que surge para nosotros el principio de la facultad volitiva. No hay efecto sin causa: y así como la gravedad se opone á que las series de los movimientos de los cuerpos sean producidos por impulso ajeno á los cuerpos mismos, sino que han de ser consecuencia necesaria de las propiedades de los seres, así también el alma no ha de obrar sólo por extraños impulsos, ni ha de permanecer pasiva obediente á acciones recibidas de fuera, sino ha de tener una declinación de propia energía creadora de libres determinaciones independientes de las tornadizas é inciertas circunstancias de lugar y de tiempo.

Nunca han sido los elementos de la materia más densos ni más raros. Ni aumentar ni disminuir les es lícito; así, igual movimiento que hoy tienen, han tenido en los siglos pasados y conservarán en los venideros: por iguales causas, por ley constante, se producirán en lo sucesivo los mismos seres que hasta hoy en las mismas condiciones, y existirán, y crecerán, y tendrán las cualidades que les son propias en el concierto de la Naturaleza. No hay ninguna fuerza que pueda cambiar el orden universal: tampoco hay sitio para donde pueda escapar del Todo alguna parte de la materia, ni entrada por donde penetren en el mundo cuerpos extraños y trastornen los movimientos de la Naturaleza.

Y no es de admirar que esto ocurra; también á pesar del continuo movimiento de los cuerpos simples parece que todo el Universo yace en inmóvil quietismo, excepto aquellos seres que tienen actividad propia; como los elementos de la materia están fuera de la penetración de nuestros sentidos, es indudable que aun cuando no podamos ver sus agitaciones, éstas existirán, si bien ocultas para nosotros, de igual modo que en ocasiones dadas no podemos precisar los movimientos que ejecutan algunos seres que vemos á largas distancias. El ganado lanar sube á las altas colinas atraído por las viciosas hierbecillas donde centellean perlas de luciente rocío, en tanto que los tiernos corderillos, saciados del dulce lácteo licor, se ejercitan alegres y retozones en luchas inocentes. Si reparamos en este cuadro desde lejos, lo veremos todo confuso, y sólo distinguiremos lo blanco del ganado que se destaca de lo verde obscuro de la colina. Observemos dos grandes ejércitos que llenan vasta extensión de los campos y se ocupan en simulacros de guerra; ya se mueve la audaz caballería en torno de las legiones; ya recorre con variables ímpetus campos que se estremecen; el fulgor de las armas llega hasta el cielo; el reflejo del bronce brilla en la tierra; el suelo retumba con el paso militar; el clamor del combate resuena en los montes y se transmite á los vecinos lugares: pues estas escenas, vistas desde elevadas montañas, parecen mudas, reposadas, y su centelleo se considera procedente de los mismos campos.

Medita ahora acerca de las cualidades de los cuerpos simples en cuanto aquéllas se refieren á su peculiar forma, que puede ser algo variada, como lo atestigua el hecho de que los seres, aun los que pertenecen á la misma especie, no son idénticos. No es de admirar que los elementos sean algo distintos en su figura, porque son numerosísimos, y no todos han de tener igual forma é iguales condiciones; la especie humana, los escamosos y mudos habitantes de las aguas, los árboles corpulentos, las fieras, las varias aves que plumadas trinan en las lindas y frescas márgenes de arroyos, en las proximidades de las fuentes y de los lagos, y que se mueven con vuelos circulares por los desiertos bosques, se componen de muchos individuos que, comparados entre sí dentro de cada especie, revelan diferencias varias; si así no fuera, entre nosotros mismos la madre no conocería sus hijos ni los hijos á sus madres; y como podemos ver, entre los hombres no existen notables signos diferenciales. Cuando en los templos, junto á los altares de los dioses, muere sacrificado el novillo, de cuyo pecho palpitante corre caliente sangre, la madre, desamparada, recorre los bosques, y deja en el húmedo terreno grabada la huella de su pesuña hendida, y escruta con indagadores ojos el espacio entero para ver si encuentra á su perdido hijo, y se detiene en los bosques, y de bramidos llena la selva umbrosa, y vuelve para el corral, y queda inmóvil, atormentada por los recuerdos de su hijo: ni los tiernos pimpollos de los árboles, ni las hierbas adornadas con reluciente aljófar, ni los arroyos que corren entre amenas márgenes, le dan placer ni le hacen olvidar su tormento; otros novillos que saltan mientras alegres pastan, no le quitan su tristeza, porque ninguno es el que ella ansiosa busca. Los cabritillos de trémulas voces reconocen á sus cornígeras madres, y lo mismo que los corderos de tiernos balidos, cada uno conducido por la Naturaleza, se dirige á las atractivas ubres que ha de alimentarlos con su dulce leche.

Si comparas los granos de una espiga hallarás entre ellos diferencias, aunque todos sean semejantes; lo mismo observarás en las conchas que á algunos terrenos cubren, en las argentadas olas del Océano, en las arenas de la playa, y, por último, en todas las especies creadas, cuyos individuos no son completamente idénticos, porque ninguna mano los ha tallado con sujeción á un molde; la Naturaleza los hizo, y por el espacio vagan, con diversas formas.

Así es fácil de explicar por qué es más intenso el fuego del rayo que el producido por nuestra industria ó por la combustión de hachas resinosas: quizá el celeste fuego del rayo conste de elementos más sutiles que otro cualquiera, y por este motivo puede penetrar en poros inaccesibles para llamas que tengan otro origen: la luz se comunica á través de córnea lámina, pero no así el agua; ¿por qué? Porque los cuerpos simples componentes de la luz son más sutiles que los asociados para formar el transparente líquido.

Vemos que el vino pasa rápidamente por el filtro, pero que el aceite penetra con mucha lentitud: se efectúa este fenómeno porque los elementos del líquido oleoso componen moléculas más compactas que los del jugo de la vid, ó bien porque aquéllas se entrelazan y por su densidad ofrecen mayor resistencia á la división.

Además, leche y miel afectan el órgano gustativo con grata sensación, mientras que amargo ajenjo y ruda centaura hieren el paladar con sabor repugnante: de este hecho y de otros parecidos puedes inducir que el gusto agradable se produce cuando moléculas esféricas y lisas pasan por las membranas sápidas; y que la impresión desagradable se origina por el rozamiento que en las fibras papilosas efectúan cuerpos ásperos enlazados con nexo indisoluble.

Las diferentes sensaciones de dolor y de placer que experimentamos, se deben á las impresiones que en nuestros órganos terminales producen los cuerpos, según la forma y condición de sus moléculas componentes; y tú no supondrás que el chirrido estridente de áspera sierra se produce lo mismo que las dulces melodiosas notas halladas en las fecundas cuerdas de la lira por los dedos flexibles de músico hábil. Ni considerarás que iguales son las moléculas productoras de los miasmas fétidos procedentes de cadáver consumido por el fuego, que las emanaciones del azafrán mimoso de Cilicia, ó los aromas de Pancaya, utilizados para perfumar los templos.

Ni pensarás que los agradables colores que nuestra vista alegran tienen los mismos principios materiales que aquellos que nos molestan y hasta provocan lágrimas ó que hacen retirar los ojos con horror; todo, pues, lo que agrado produce á los sentidos, consta de moléculas suaves; pero lo que ocasiona incomodidad ó disgusto, se compone de elementos ásperos y rudos. Pero también hay primarios cuerpos, que ni son perfectamente lisos ni ásperos del todo, sino rodeados de ángulos salientes que producen algún escozor, pero que no dañan, los cuales se hallan en la fécula y en la ínula. El fuego ardiente y el granizo helado afectan nuestros órganos de un diferente modo por la especial estructura de sus elementos, de lo que nos da claro indicio el tacto.

El tacto, pues, el tacto ¡oh, espléndido tesoro de númenes! es el sentido universal del cuerpo, ya cuando se excita por causa exterior, ya cuando se estimula por impulso interno, bien si motiva gozosas efusiones de amor, bien si por violencia sufrida engendra en nuestro ser incomodidad ó pena; hecho este último que puedes comprobar por ti mismo al sentir el contacto de un objeto sobre cualquiera parte de tu cuerpo. Según mi entender, las diferentes sensaciones que experimentamos, sólo se explican por la variedad de los principios materiales que las provocan.

Los cuerpos duros y compactos deberán estar compuestos de partículas ganchudas, muy unidas y entrelazadas, como si formasen ramas. En este género figura, en primer lugar, el diamante, superior en dureza á todos los cuerpos; después, la fuerte piedra, el inflexible hierro y el bronce, de que se forman los goznes que al abrir de las puertas gimen.

Los líquidos, masas fluidas, deben estar compuestos de partículas esféricas y pulimentadas, que no se entrelazan, y en superficies inclinadas con rapidez ruedan.

Los fluidos que fácilmente se disipan, como el humo, las nubes y las llamas, han de estar formados de partes exactamente redondas y pulidas, y poco encorvadas para que puedan agujerear y penetrar las piedras; esas partículas no tienen entre sí completo enlace, según nos demuestran los sentidos, y, como puedes fácilmente conocer, las moléculas de esos cuerpos, si bien agudas, no pueden tener forma de gancho.

No te extrañe el ver cuerpos líquidos que son igualmente amargos, tales como las aguas del Océano: sus elementos componentes de la parte fluida, serán lisos, redondeados, pero unidos á otros que por sus cualidades producen dolor, aunque no tengan la trabazón de ganchos. Así, cuando fácilmente ruedan y causan desagradable impresión en nuestros órganos, los elementos de estos cuerpos han de ser redondos y ásperos.

Para que puedas fácilmente persuadirte de que en la salada ninfa de Neptuno se mezclan substancias ásperas y suaves, observa el resultado que ofrece la separación de sus moléculas; el agua del mar recalada en la tierra se hace dulce porque sus partículas amargosas más densas y menos redondeadas que las otras quedan suspendidas en los sitios por donde el agua penetra y se filtra.

Á las razones que te he expuesto debo añadir otra, ligada á las anteriores y que en sí misma contiene su prueba; las formas de las moléculas no pueden ser variables en número indefinido, porque si lo fueran habrían ya conseguido un incremento ilimitado; y en verdad, cuerpos de tan mínimo tamaño no pueden ser susceptibles de muchas formas: figúrate los cuerpos divididos en tres ó más partes, y combina éstas de todos los modos que te sean posibles; varíalas de abajo á arriba, de derecha á izquierda, y pronto habrás terminado tu empeño; si quieres darles nuevas formas tienes que fraccionarlas más. No es posible, por tanto, ampliar el número de las combinaciones sin que aumente el volumen de los cuerpos; y así nada hay que permita creer en la infinidad de formas de las moléculas, sino mediante la suposición de que estas últimas fueran de tamaño considerable, y ya he procurado probarte que esto es imposible.

Si no fuera así, los ricos trajes del Oriente, la hermosa púrpura de Melibea, teñida con las conchas de Tesalia y la dorada belleza del pavo real quedarían olvidados fácilmente por otros colores más brillantes; el sabor de la miel, el grato aroma de la mirra, el canto del cisne, y la cítara de Febo con sus melodiosos arpegios, quedarían olvidados por otros mejores, pues nuevas series de sensaciones más agradables las unas que las otras habrían de sucederse. Un semejante progreso indefinido se daría en todas las cosas, y los ojos, los oídos, el olfato, nunca se acomodarían á un orden de impresiones. Pero como nada sucede parecido á esto que acabo de indicar, y las cualidades de los cuerpos tienen límites invariables, es necesario confesar que las moléculas no pueden adoptar formas infinitas.

Finalmente, del fuego á la nieve, y de ésta á aquél existe un espacio limitado; el frío y el calor están en los extremos de esta clase de sensaciones, y entre ellos ocupa el medio la temperatura templada en distintos grados. Luego debemos de convenir en que esas cualidades tienen límites invariables, cuyas fronteras son la llama y el hielo.

Y todavía he de añadir alguna reflexión que sirve de base á lo que después ha de seguir. Aun cuando las moléculas varían en número de formas limitado, son infinitas las que en cada una de ellas figuran. Si el número de formas es finito, ha de haber infinitos elementos que las revistan, porque de lo contrario sería finito el Universo, afirmación esta última contraria á lo que ya he demostrado.

Voy ahora inmediatamente á exponerte en suaves, aunque pocos versos, cómo por ser infinitos, los elementos pueden, por sus atracciones y repulsiones recíprocas, sostener el orden universal.

Si reparas en que hay comarcas donde escasean notablemente los animales de alguna especie, como si la Naturaleza con ellos fuera poco generosa, te haré observar que esos mismos animales abundan en otras regiones más adecuadas para ellos, como sucede á los cuadrúpedos gigantes de trompa anguímana, de los cuales en India hay bastantes para formar en torno de las ciudades ebúrneo impenetrable muro; tan numerosas allí son esas fieras como escasas entre nosotros.

Pero te concederé la existencia ideal de un ser único de singular forma que no tenga semejante en toda la redondez de la tierra: si los principios naturales que lo constituyen no fueran infinitos, no podría ser producido, ni vivir, ni sostenerse. Imaginemos que nuestros ojos pueden percibir los elementos finitos de ese ente singular que vagaran en los ámbitos del Universo: ¿cuándo, dónde, con qué fuerza, de qué modo podrían reunirse adecuadamente aquellos cuerpos simples dispersos en tan confuso piélago? Según mi parecer, tal asociación no puede racionalmente concebirse. Así como después de borrasca tormentosa causante de naufragios el mar arroja á la playa en toda la extensión del globo remos, timones, antenas, velas, mástiles y flotantes cuerdas, ante cuya vista los mortales comprenden las traiciones de las pérfidas ondas y de ellas desconfían más tarde aun cuando las vean plácidas, argentadas y risueñas, así también los finitos elementos de un ser revueltos con otros y repelidos por las olas de la materia, nadarían dispersos eternamente en ellas; y si por un acaso improbable pudieran juntarse alguna vez, su unión sería momentánea por incapacidad para sostenerse. Pero la experiencia nos hace ver que es necesaria la formación de los seres é indispensable su crecimiento; luego es racional admitir que en toda especie de seres se dan igualmente elementos infinitos en adecuada proporcionalidad.

Ni los movimientos destructores pueden prosperar continuamente hasta sepultar en sueño eterno la vida, ni tampoco los movimientos creadores pueden conceder á los cuerpos constante duración; así podemos observar que unos y otros, desde tiempo inmemorial, mantienen entre sí guerra abierta con variable éxito, de tal modo, que ya son unos derrotados ya vencedores; también notamos que se mantiene cierto equilibrio en los nacimientos y las muertes, y nunca la noche ha ocultado al día, ni la aurora ha descorrido el velo de las sombras sin que al mismo tiempo se haya oído el grito desgarrador del niño que viene á la vida y los sollozos lastimeros de los que otorgan á la amistad los últimos deberes impuestos por la muerte.

Preciso es tener en cuenta y en la memoria conservar grabado el principio de que todos los cuerpos que podemos conocer constan de varios elementos, y que no hay uno solo del que fundadamente creamos que se halla constituido por una sola clase de elementos. Y el número de éstos es mayor, y sus especies más distintas en aquellos cuerpos dotados de más diferentes propiedades.

Primeramente, la Tierra en sí posee los elementos generadores de las corrientes líquidas que nutren los ríos y renuevan los mares, y también contiene los principios de que se alimenta el fuego que le devora las entrañas, como hace el Etna, que algunas veces, con furia impetuosa, expulsa de sus entrañas materiales encendidos. Igualmente posee los gérmenes de nítidos frutos, de dorados granos útiles á las humanas gentes, y de los pastos que sirven de alimento á las bestias que vagan por los montes.

Por este motivo, la consideran madre de los dioses y de los animales, y creadora de la especie humana: los poetas de la antigua Grecia, al dedicarle sus cantos, se la figuraban sentada sobre un carro tirado por leones; decían que se hallaba flotante en el espacio para darnos á entender que nuestro Mundo no puede tener otro mundo por base: las fieras obedientes del carro, significaban que las mayores energías deben abatirse al celo afectuoso de los padres; fingían que llevaba la frente adornada con mural corona para recordar los sitios elevados que guarnecen las ciudades. De este modo sacan en procesión la imagen de la Madre divina que aún hoy mismo causa terror á ciertas gentes: por uso de antiguos ritos lleva nombre de Madre Ida, y se la considera acompañada por catervas frigias, porque las gentes de aquella región fueron las primeras que enseñaron al mundo el cultivo de los cereales; en las procesiones de la Santa Madre, siguen á ésta castrados sacerdotes, que por su origen hacen pensar que aquellos que traten mal á la diosa é ingratos sean para sus progenitores, son indignos de tener posteridad: los acompañantes de la simbólica imagen atruenan el aire con redoblados repiquetes de tambor, ruidos de timbales, ecos amenazadores de corneta retorcida y desapacibles rumores de la flauta frigia que llenan de terror el ánimo; traen también los ministros picas y dardos que son instrumentos de muerte, y con los cuales aterran al meticuloso vulgo y á los perversos é ingratos que no rinden adoración á la majestad de la diosa.

Llevada así la muda estatua y paseada por las ciudades populosas produce no pocas utilidades debidas á la generosidad de los devotos: de oro y de plata se adornan las calles; ricos tesoros y abundantes olorosas flores se dedican á la Santa Madre y á su cortejo; una tropa de hombres armados, á quienes los Griegos dan el nombre de curetas frigios, bailan al mismo tiempo que hacen vibrar cadenas, y juegan hasta verter sangre; en la cabeza esos hombres llevan terroríficos penachos que recuerdan los que dicen que usaban en Creta los antiguos sacerdotes para encubrir con su ruido los lloros de Júpiter, mientras que varios niños danzaban en torno de la cuna y con metálicos instrumentos, de que estaban provistos, atronaban el espacio para evitar que Saturno devorase al joven dios y produjera incurable herida en el tierno corazón de la divina Madre. Este es el origen de la costumbre de llevar gente armada en las procesiones de la diosa, y tal vez ese rito obedezca igualmente á la idea de recordar que los hombres deben estar dispuestos para defender la patria y para ser amparo de sus parientes.

Aunque estas fábulas nos encanten por la brillantez de las formas con que han sido expuestas, la recta razón las rechaza. Por su esencia los númenes deben disfrutar eterna vida en ocio imperturbable: indiferentes á nosotros y á nuestras cosas, exentos de peligros y de aflicciones, ricos por su propia naturaleza, puesto que de nada necesitan, son insensibles á nuestras virtudes é indiferentes á nuestra ira.

Y en verdad la Tierra ha carecido en todo tiempo de sensaciones, y todos los diversos frutos que bajo la acción del Sol existen se forman de los variados y múltiples elementos que aquélla contiene. Á pesar de todo, si alguien quiere llamar Neptuno á los mares, Ceres á los frutos farináceos, y Baco al vino, usará así nombres extraños á los que posee nuestra lengua, pero puede hacerlo, y también puede llamar divina Madre á la Tierra, aunque sepa que es falso lo que dice.

Desde tiempos remotos el ganado lanígero, la estirpe guerrera de caballos, y la especie bovina han vivido bajo una misma temperatura, han usado los mismos pastos y han bebido en iguales surtidores de agua y respirado los mismos aires; no obstante, sus especies han sido siempre muy distintas, y cada individuo de ellas ha conservado por herencia los instintos y las costumbres de sus respectivos padres. También entre las hierbas, lo mismo que entre las aguas, hay diferentes clases, porque sus principios constitutivos no son idénticos. Es todo animal un compuesto de huesos, músculos, sangre, venas, calor, humores, vísceras y nervios, substancias que entre sí difieren porque están formadas de distintos elementos. Además, debemos suponer que en los cuerpos combustibles existan diversos principios que originen luz, chispas, ceniza y humo; y en general, de todos los cuerpos conocidos debemos pensar que constan de diversos elementos generadores de los múltiples fenómenos en que se manifiestan.

Hay muchos seres de los que parten emanaciones que afectan igualmente al paladar y al olfato como si estos sentidos fueran uno solo; entre aquellos seres se cuentan los que inmola ante el ara de los dioses la hipocresía cuidadosa de ocultar sus crímenes: indudablemente esos cuerpos han de contener elementos de forma diferente. Llegan á la membrana pituitaria las emanaciones odoríferas que no tocan ó tocan inútilmente el velo del paladar, y afectan las papilas de ese último órgano moléculas sápidas que no tienen entrada en el sentido olfatorio: de estos hechos puede inducirse que los principios materiales que afecten distintos órganos, tienen diferentes formas. En una aglomeración, pues, de materia hay la conjunción de variados cuerpos simples; y los seres son el resultado de una mezcla general de distintos elementos.

Sin duda, en estos mismos versos que lees encontrarás muchas letras que son comunes á numerosas palabras y vocablos que son idénticos, pero que en diferentes casos desempeñan distinto oficio: hay verdaderamente en estas líneas muchas letras iguales, sílabas idénticas, versos que contienen unas mismas determinadas palabras, pero á pesar de todo hay diferencia en las dicciones y en los períodos, porque sus elementos no están igualmente combinados. De igual modo, aunque varios cuerpos de la Naturaleza tengan elementos comunes no serán iguales si tienen distinta composición; así también la raza humana, las frutas y los gallardos arbustos se diferencian notablemente aunque tengan elementos comunes.

Pero no ha de pensarse que los elementos de la materia se puedan ligar indiferentemente: si ocurriera así, el mundo se compondría de innumerables monstruos; habría seres mitad hombres y mitad fieras; del cuerpo de algunos animales brotarían especies vegetales; juntos se verían productos de la tierra y del mar, y se encontrarían Quimeras que arrojarían de su negra boca horrible fuego para devorar al mundo. Pero es patente que nada ocurre parecido á las suposiciones citadas, y debemos afirmar, por tanto, que todos los seres se forman de elementos fijos é invariables para cada especie, y con regularidad se conservan y se propagan.

Este orden permanece siempre igual; los alimentos dan á todos los animales substancias que, esparcidas por todo el cuerpo de aquéllos, contribuyen al sostenimiento de su vida y al movimiento engendrador de sus acciones vitales; pero todo lo que el animal ingiere y no sirve para que se le asimile mediante las funciones de nutrición, la Naturaleza lo restituye á la tierra ó del cuerpo se escapa sin ser notado; carece de las propiedades adecuadas, y, por tanto, no participa de todas las funciones de la vida orgánica. Pero no entiendas que solamente los animales estén sujetos á las leyes indicadas; todos los seres se regulan por ellas: mas como son diferentes entre sí las cosas que la Naturaleza ha producido, necesariamente los principios que las constituyen no pueden ser iguales, no porque haya moléculas de muchas diferentes formas, sino porque se combinan en distintas proporciones.

Como los principios difieren, necesario es que también sean varias sus propiedades de distancias, direcciones, conexión, gravedad, atracción, repulsión y movimiento: estas cualidades no solamente nos dan medios para distinguir unos animales de otros, sino también para comprender la separación que hay entre la tierra y las aguas, y entre la atmósfera y la tierra.

Medita ahora acerca de las observaciones que voy á exponerte en forma sencilla: no entiendas que son blancos los elementos de los cuerpos que tú ves blancos; lo mismo te digo respecto á los objetos que nos parecen negros ó de cualquier otro color; ningún color existe en los cuerpos de la materia, ni parecido ni diferente al que vemos en los objetos. Y si piensas que no serían perceptibles los seres privados de color, te equivocas en verdad; los ciegos de nacimiento, que nunca han logrado percibir la luz del Sol, por el tacto conocen los cuerpos cuyo color nunca han podido apreciar; mediante este ejemplo, fácil nos será comprender la existencia de cuerpos sin color. Nosotros mismos en las tinieblas palpamos como ciegos los objetos, y adquirimos representación de ellos, aunque no distingamos su color.

Ahora te explicaré el fundamento de la observación precedente: cualquier color puede mudarse en otro, pero los principios materiales no pueden sufrir cambio alguno; es necesario que éstos permanezcan inmutables cuando el mundo no ha quedado ya reducido á la nada. Todo cuanto puede transformarse, por el mismo hecho está sujeto á la muerte, á dejar de ser lo que antes era. Guárdate, pues, de creer que los cuerpos simples sean teñidos, si no quieres admitir que el mundo pueda quedar aniquilado.

Con todo, si la Naturaleza ha negado color á los cuerpos simples, los ha enriquecido con formas varias, por las cuales, mediante circunstancias múltiples, pueden mostrarse diversamente colorados, según las distintas posiciones que entre sí guarden las combinaciones en que intervienen, y los movimientos á que son impelidos; todas estas son condiciones que influyen para que un cuerpo que en ciertos casos como negro se nos ofrece, en otros tenga brillante blancura; así vemos que las aguas marinas, cuando son agitadas por furiosa tempestad, se muestran como blancas en las rizadas ondas. Puedes objetar que si los elementos de un cuerpo que nos parece negro se adicionan á otros, con los cuales se confunden, ó si pierden alguna cantidad, ó si cambian de posición, adquirirán, quizá, blancura; pero observa que si el mar constase de principios materiales azules, en ninguna ocasión aparecería blanco, aun cuando lo perturbase agitación violenta, porque moléculas azules nunca darían apariencia de brillante mármol.

Si los elementos que forman el mar, aunque de varios colores teñidos, pudieran dar un solo color, de manera igual que varias figuras pueden componer un cuadrado perfecto en dimensiones, necesario sería que en el mar se descubriesen los distintos colores que intervinieran para la formación de uno solo, como en el cuadrado se perciben las distintas figuras que lo forman; y en los demás cuerpos también se notarían los matices desemejantes que compusieran un color determinado. Pero la diferencia de las figuras, convenientemente colocadas, no es un obstáculo para la composición de líneas exteriores que formen cuadrado perfecto, mientras que la diferencia de colores elementales perjudica la composición de un color brillante; además, si con arreglo á estas ideas el color blanco ó negro no resulta de elementos que son exclusivamente blancos ó solamente negros, sino de una alianza de principios distintamente coloridos, no hay razón para suponer que los cuerpos simples tengan color; más creíble sería que la blancura dimanara de elementos sin color que no de cuerpos negros ó de otro color contrario.

Como no existen colores sino por la acción de la luz, y ésta no puede llegar á los principios elementales de las cosas, lícito es afirmar que los cuerpos simples no tienen color. Y ¿cómo sería posible que pudiera existir un color permanente en la obscuridad, cuando observamos que aun durante el día los colores de las cosas experimentan mudanzas, según que éstas son bañadas por un rayo de luz vertical ú oblicuo? Este fenómeno se observa en el plumaje que adorna la cerviz de la paloma y corona su cuello: cuando el Sol lo envuelve, en unas ocasiones ostenta el puro color del rubí, en otras una verde mezcla de esmeralda y de azul cerúleo: la cola del pavo real, bañada por la luz, muda frecuentemente sus matices, según la forma en que recibe los rayos luminosos. Luego es preciso reconocer que los colores se engendran por el contacto de la luz, y sin esta condición no existen ni pueden concebirse.

Más fuertemente se impresiona la pupila en presencia de los objetos bañados de blancura, que ante el negro ó cualquier otro color; pero éste es inútil en aquellas cosas de las cuales tomamos conocimiento por medio del tacto, en las que lo esencial es la forma. Por este motivo debe justamente afirmarse que los elementos primitivos, cuyas funciones se realizan por contacto y proximidad, para nada necesitan la cualidad del color.

Además de lo dicho, si los colores no dependen en verdad de la figura de los cuerpos, y éstos, al formarse, pueden revestir cualquiera coloración, ¿por qué no se muestran teñidos indiferentemente de varios modos? En este caso, muchas veces el cuervo, al atravesar el espacio con su vuelo, debería impresionar gratamente nuestros ojos con la albura brillante de su plumaje, y los cisnes en ocasiones ostentarían el color negro, ó una diversidad de matices. Puede notarse el hecho de que el color de los cuerpos se pierde al mismo tiempo que éstos sufren distintas divisiones, y llega el caso de que, en objetos muy fraccionados, el color se extingue: pruebas de este fenómeno ofrecen el oro cuando se reduce á suave polvo, y la púrpura cuyo luciente color de escarlata se pierde cuando se convierte en delgados hilos: de estas observaciones puedes inferir que las cosas pierden su color á medida que se acercan á la menor división de que sean susceptibles.

Por último, si admites la existencia de cuerpos incapaces de producir sonido ó de emitir corrientes odoríferas, no podrás atribuir á todos los cuerpos cualidades que afecten al oído y al olfato; y de igual modo has de reconocer que los objetos no perceptibles por la vista deberán estar privados de color, como aquellos otros que no dan olor ni sonido han de carecer de las cualidades necesarias para afectar nuestros órganos correspondientes; por este motivo, el ánimo sagaz conoce que si hay cuerpos á los que faltan condiciones para impresionar algunos de nuestros sentidos, también los habrá desprovistos de color.

Pero no creas que solamente de color carecen los cuerpos simples; falta á ellos también condiciones para ser modificados por la acción del frío ó del calor y para impresionar nuestros nervios auditivos, gustativos y olfatorios. Tú mismo, si pretendes componer suave esencia con extracto de olorosa mejorana, de licor de mirra y de la flor de nardo, que difunde exhalaciones de néctar, buscarás sin duda para que te sirva de base el aceite más inodoro, á fin de que no altere el perfume de las flores que utilizas.

Los elementos primarios que entran en la composición de todos los cuerpos no desprenden emanaciones; por tanto, no dan olor, ni color, ni son fríos, templados, calientes ó sabrosos, ni tienen los otros accidentes que implican descomposición, tales como fragilidad, flexibilidad, porosidad, corruptibilidad y blandura. Debemos de confesar que los elementos simples carecen de todas esas cualidades, ante la consideración que nos suministra el hecho evidente de que la Naturaleza nunca se pierde en la nada.

Después de estas observaciones, es de exigencia el reconocer que todos los cuerpos, y entre ellos los que están dotados de sensaciones, de principios materiales insensibles proceden: no hay ni siquiera un dato que sirva para refutar esta afirmación: la experiencia nos lleva como por la mano para que ante los hechos patentes nos veamos obligados á reconocer que todos los animales se producen de substancias insensibles.

Facilísimo es ver que de restos corrompidos nacen gusanos cuando abundantes lluvias dan excesiva humedad á la tierra. Parecidos cambios sufren todos los cuerpos de la Naturaleza. Las aguas de ríos, los frutos de selvas frondosas, los fértiles prados de sonrientes praderas, en ganados se convierten; los ganados contribuyen á la formación y crecimiento de nuestro cuerpo, y éste, en no pocas ocasiones, ha servido para nutrir las fieras y darles energía.

La Naturaleza convierte en cuerpos vivos las partes principales de que los alimentos constan, y de ellas también da vitalidad á los sentidos de los seres animados; no de manera distinta, en llamas transforma la leña y reduce á fuego muchos materiales. ¿Notas ahora la importancia que tendrá para nuestro estudio el fijar la posición que los elementos primitivos pueden tener entre sí, y el orden en que realizan sus movimientos mutuos? ¿Qué es lo que influye en nuestro ánimo, lo que mueve nuestro ser, lo que da actividad á nuestros sentidos, si no crees que lo insensible de lo sensible se produce? Este aserto no quiere decir que, en ocasión alguna, las piedras, la madera y la tierra en confusión mezcladas, puedan engendrar las sensaciones de la vida.

Nunca he pretendido afirmar que todos los elementos, sin restricción alguna, puedan en cualquier instante producir cuerpos sensibles: lo que sostengo es que el hecho de las sensaciones y del movimiento proviene del orden, número, disposición, forma, colocación y otras circunstancias de los elementos primarios componentes de los cuerpos. Lo mismo sucede en la organización especial propia de la hierba de nuestros campos y de los árboles de nuestras florestas: cuando estos vegetales, penetrados por la acción continua de las lluvias, se descomponen y pierden algunas de sus antiguas propiedades, originan múltiples gusanillos, porque sus principios materiales constitutivos experimentan una combinación nueva adecuada á la producción de aquellos animáculos.

Además, como observamos que la facultad de sentir es dependiente de los nervios, de las vísceras y de las venas, que son partes blandas destructibles, si entendiéramos que los cuerpos dotados de sensibilidad sólo se formaban de elementos sensibles, supondríamos que eran igualmente blandos. Y si creyéramos que esos elementos sensibles eran imperecederos, deberíamos imaginar que cada una de las partes del ser que integran era susceptible de sentir ó que ellos tenían vida propia semejante á la de los animales: pero es evidente que ningún miembro aislado puede tener sensaciones ni recibir de otros impresiones de ninguna clase: la mano ú otra cualquiera parte del cuerpo, si de éste queda separada, es incapaz de moverse y de sentir. Consideremos ahora la suposición de que los elementos primitivos que integran los seres animados tuviesen como éstos vida propia: ¿de qué manera podrían ser llamados principios de las cosas, cuando tendrían francas las puertas de la muerte y por ellas se precipitarían, como vemos que perecen continuamente los animales de cuya naturaleza participaban?

Y si fuera posible que los principios generadores tuviesen la misma condición de seres animados, la conjunción que entre ellos se estableciera no podría originar más que un acervo inconmensurable de animales, de modo igual que los hombres, los rebaños y las fieras por Venus impulsados sólo engendran hombres, rebaños y fieras de su misma especie. En el caso de que supusiéramos que los elementos al congregarse perdían la facultad sensorial que les fuese inherente y en cambio adquirían otra resultante de la masa, ¿no sería necesario indagar la causa que les obligara á despojarse de sus condiciones propias? Pero si vemos, como ya antes he dicho, que huevos de aves en aves se transforman, y que la descomposición de restos inanimados expuestos en la tierra á la acción de las lluvias crea camadas palpitantes de gusanos, forzoso es reconocer que de cuerpos insensibles surgen los seres dotados de sensibilidad.

Si alguno pretendiera que lo sensible puede surgir de lo insensible sólo en virtud de mudanza efectuada en esto último durante una evolución parecida á la que experimenta el animal desde el estado embrionario hasta que se muestra á luz, sería preciso hacerle saber que á todo nacimiento precede indeclinablemente la formación de un organismo, que no hay mudanza donde no hay un ente capaz de ser mudado, y que no pueden surgir las sensaciones sino en seres sensibles; luego antes de que haya una determinación corpórea cualquiera, los materiales que han de integrarla se hallarán confundidos en el aire, en el agua, en la tierra y en el fuego, y no podrán de modo alguno establecer entre sí mutuas relaciones que den por resultado la vida manifestada en sensaciones y movimiento.

Choques violentos que repentinamente conmuevan la constitución de un animal, pueden variar la posición de los elementos materiales de éste, y consiguientemente confundir las facultades de su alma y trastornar las funciones de su cuerpo, hasta el punto de que la acción de la vida se anule y la materia sacudida en los miembros rompa los lazos del alma y ésta sea lanzada fuera por todos los poros. Aun así, esas contrarias fuerzas ¿podrán hacer algo más que apartar y disolver?

Pero si los choques son menos rudos, la energía vital puede resistirlos, calmar el desorden que produzcan sobre el cuerpo atacado, reconstituir éste, dominar la acción destructora de la muerte, la cual podría haberse apoderado en un momento de cuasi todo el organismo, y sostener la vida próxima á desvanecerse. ¿Cómo, si así no fuera, habría de ocurrir que en ciertas ocasiones los sentidos cercanos á la extinción pudieran reverter á la vida y consolidar la unidad del alma, sin ceder al movimiento de inmediata disolución que los empujara?

Es también cierto que el cuerpo vivo experimenta dolor cuando los principios materiales que integran sus vísceras son perturbados en su posición ordinaria; pero cuando éstos recuperan su estado normal, aquél vuelve á sentir bienestar agradable. Y como los elementos no constan de partes que puedan separarse y volverse á reunir, lícito será afirmar de ellos que no pueden ser ofendidos por el dolor ni lisonjeados por el placer: luego son incapaces de sensaciones.

En fin, si para explicarse las sensaciones de los animales hubiera que atribuir á éstos una composición de principios sensibles, ¿qué sucedería? Deberíamos admitir que los elementos constitutivos del hombre eran agitados por trémula risa, vertían lágrimas que les inundasen boca y mejillas, perspicuamente investigaban las causas de los fenómenos y hasta indagaban su propia íntima estructura: porque si los elementos que componen al hombre han de ser equiparados al hombre mismo, deberán constar de principios materiales y éstos de otros, y así indefinidamente. Según estos datos, si me hablas de un ser que se comunica, ríe y sabe, deberé pensar que dicho ser está compuesto de substancias simples que hagan lo mismo. Pero si pensamos que esta afirmación es un delirio de mente perturbada porque un ser puede reir aunque no esté formado por elementos que rían; y saber y comunicar sus ideas con docto razonamiento, sin que sus principios constitutivos sean elocuentes ni sabios, ¿cómo podremos negar que los seres sensibles resulten de componentes insensibles?

Todos somos originarios del Cielo; éste, padre de todos, envía gérmenes creadores á nuestra madre la Tierra que, fecundada, produce nítidas frutas, lozanos arbustos, el género humano y toda clase de animales á cuyas necesidades provee con alimentos útiles para la vida individual y para la propagación de las especies: por este motivo con razón se da á la Tierra nombre de madre. Cuanto de la Tierra dimana vuelve otra vez á ella; y cuanto proviene de las regiones celestiales otra vez tiene entrada en las mansiones etéreas. Los cuerpos simples de la materia, aun cuando los veamos convertidos en inútiles sobrantes excretados, son eternos: la muerte, que destruye las formaciones compuestas, deja incólumes los componentes; cuando más, los separa á fin de que la Naturaleza vuelva á asociarlos de otro modo, en nuevas formas, con diferentes colores, en integraciones dotadas de sensibilidad ó sin esta condición. Los hechos apuntados te harán conocer que es necesario estudiar con detenimiento las combinaciones variadas, las diversas posturas y los diferentes cambios que experimentan los primeros elementos, ya que de ellos y de sus mudanzas de posición surge la vida y dependen el nacimiento y la muerte. En estos mismos versos puede observarse que la significación de ellos depende ciertamente del orden en que están colocadas las palabras que los componen: con las mismas letras se forman vocablos representativos de las ideas de cielo, mar, tierra, astros, sol, frutos, árboles y animales: en muchas ocasiones la inversión de letras determina significados muy distintos. Así también sucede con los elementos de la materia: si cambian de lugar, posición, orden, cantidad y proporciones, cambian las cosas que integran, y la figura de ellas, y su peso, y sus relaciones recíprocas.

Dispón ahora tu ánimo para escuchar nuevos razonamientos: otra serie de consideraciones pugnan vehementemente por llegar á tus oídos, y verdades no generalizadas voy á darte á conocer. Así como nada hay tan fácil que al iniciarse no parezca de concepción difícil, así también nada hay grande ni admirable en un principio que no pierda poco á poco su importancia cuando lo contemplamos mucho tiempo: si el color puro y brillante del espacio sideral, las estrellas que la noche adornan, y la luz esplendorosa del Sol y de la Luna apareciesen á nuestra vista de improviso por vez primera, ante sus maravillas quedaríamos sorprendidos; ¿qué cosa podría ser comparada con tan admirables portentos y qué personas se hubieran atrevido á imaginar, antes de presenciarlos, tan soberbios espectáculos? pero hoy los vemos sin asombro alguno, y tan acostumbrados á ellos estamos, que apenas hay alguien que se digne levantar los ojos para contemplar la arquitectura del cielo. Así la novedad de las reflexiones que voy á presentarte, no debe causar prevenciones en tu ánimo; por lo contrario, debe estimular tu atención á fin de que medites en los hechos que voy á exponerte y admitas mis razones si crees que son verdaderas, ó las rechaces si las consideras falsas. Trato de indagar si el infinito espacio puede traspasar el ámbito del mundo, y lo que puede haber más allá de la redondez de la tierra hasta donde la mente pueda alcanzar, y el ánimo, libre de prevenciones, consiga elevar su vuelo.

Primeramente, al considerar todas las cosas, ya sea de un lado para otro, ya de arriba para abajo, no se hallan límites al Todo, y como ya te he dicho, esta evidencia se proclama por sí misma y se demuestra por todo el orden natural. De ningún modo ha de juzgarse verosímil que en el infinito espacio donde en número ilimitado con movimiento eterno vuelan gérmenes de muchas formas, se hayan creado solamente este orbe terráqueo y ese cielo que lo rodea; y haya, por tanto, muchísimos elementos primitivos encerrados en perpetuo ocio. Todo cuanto existe ha sido hecho por la Naturaleza, y los principios de las cosas, por su propia condición, después de movimientos varios inútiles, discordantes, destructivos, casuales, han originado este conjunto de tierras, mares, cielo, y el género de animales: luego es preciso reconocer que en el infinito espacio existirán sin duda otros muchos agregados semejantes á este que forma nuestro mundo.

Además, siempre que en la Naturaleza haya una cantidad conveniente de materia y sitio que le sea adecuado, si no hay causa que se le oponga, por necesidad han de producirse algunos seres. Ahora bien; como los elementos de la materia se dan constantemente en número que no podría contarse durante los siglos, y todos han de poseer igual aptitud para moverse en el espacio y unirse en combinaciones varias, debemos creer que en la inmensidad habrá otros mundos como el nuestro y otros hombres y otras fieras.

Ocurre también que en el mundo ningún ser hay único en su especie que nazca aislado y crezca en la soledad; de cada género hay numerosos individuos: puedes comprobar esta afirmación sólo con observar lo que sucede entre los animales, pues lo mismo que abundan las fieras errantes en los montes y la progenie humana y las mudas especies escamosas y las razas volátiles, es racional suponer que de igual modo la Tierra, el Sol, la Luna, los mares y todas las entidades que nosotros vemos no han de ser únicos en el concierto universal, sino pertenecerán á un orden numeroso, y estarán sujetos á las leyes de vida y muerte, lo mismo que los demás grupos formados por numerosos individuos.

Después del génesis del Mundo y del día de la creación de mar y tierra, formado ya el Sol, quedaron en torno de aquél muchos elementos surgidos del Todo universal que los contenía: de ellos el mar y las tierras obtuvieron sucesivo aumento, el espacio se embelleció con el templo del cielo cuyos elevados techos están situados muy lejos de la tierra, y se originó la circulación del aire. Los elementos, por la acción de sus atracciones y repulsiones, se reparten por todos sitios, y se juntan entre sí los que son de la misma especie: los propios del agua al agua; con adiciones de tierra la tierra aumenta; el fuego se aviva con el fuego; el éter con el éter, hasta que la Naturaleza, creadora siempre, haya elevado el crecimiento á su límite normal; y cuando se dé el caso de que en las corrientes de la vida, plenamente ocupadas, no puedan tomar curso nuevas adiciones, habrá proporcionalidad entre las restituciones y las pérdidas: en el apogeo de la vida la Naturaleza habrá de restringir sus fuerzas productoras.

Y los cuerpos que ves llegar á su madurez con paulatino é incesante crecimiento se asimilan más que gastan, porque el producto de las substancias alimenticias circula en ellos sin obstáculo por las venas y los vasos, en tanto que los poros no se dilatan cuanto sería necesario para que dichos cuerpos sufrieran grandes pérdidas; es indudable que éstas siempre existen, pero el ser las repara fácilmente mientras que no llega al término del crecimiento. Desde que alcanza esa altura, empieza á descender y poco á poco el vigor se le agota y las fuerzas se le extinguen: cuanta más extensión ocupe un cuerpo vivo que haya tocado la meta del regular desarrollo, mayores pérdidas ha de experimentar: ya el jugo de las substancias nutricias no circula bien por sus venas; ya le es insuficiente la alimentación; ya la Naturaleza no renueva en aquel ser las fuerzas que el mismo consume diariamente; entonces el cuerpo debe perecer porque lentamente ha disminuido en densidad todo lo que ha perdido en emanaciones, y de este modo ha entibiado la energía de la vida: los seres en la vejez no pueden suplir lo que les falta, y abatidos, incapaces para resistir los choques de todos los cuerpos que giran á su alrededor, necesariamente sucumben.

Así, combatido por todos lados, el edificio del Mundo quedará alguna vez destruido; porque si bien no cesará de improviso la renovación de los medios que sirven para rehacer y sustentar los seres, como las corrientes de la vida poco á poco dejarán de recibir los recursos que enriquecen su caudal, porque la Naturaleza extinguirá los manantiales tributarios, los siglos morirán por consunción. Observemos que hoy la Tierra mantiene animales exiguos, cuando en el principio de la vida organizada creó individuos corpulentos, razas fuertes; pensemos también que las actuales especies no descenderían de los espacios por dorada cuerda ni serían producidas por los mares que baten con furor las rocas; la Tierra pudo antes crearlas y ahora sólo puede sostenerlas; espontáneamente hacía surgir del suelo tallos de doradas mieses, sonrientes viñas que utilizaban los mortales, viciosos pastos y sabrosas frutas; pero hoy esos vegetales, para dar buenos productos, exigen el auxilio del trabajo nuestro: los bueyes sufren bajo el peso del arado; los agricultores consumen sus fuerzas en la ruda tarea de labrar los campos; las cosechas disminuyen, los esfuerzos aumentan: el viejo campesino apenado considera la esterilidad de sus continuadas fatigas, compara los tiempos actuales con los pasados y envidia la fortuna que disfrutaban sus abuelos; refiere que en aquellos remotos días los hombres respetaban lo ajeno y estaban satisfechos con el producto de sus terrenos, que aunque muy reducidos, producían abundosos frutos. Lo que ese humilde labrador no ve, es que todo cuanto existe consume lentamente su propio vigor, hasta que extenuado se pierde en el piélago de la decrepitud.

Si de estas verdades te penetras, considerarás desde luego á la Naturaleza como libre del dominio de soberbios señores, gobernada por sí propia, y de númenes completamente desligada. ¡Oh, dioses que en dulce paz vivís con tranquila, sosegada calma! ¿cuál de vosotros rige el Universo y sustenta en su mano vigorosa el poder moderador de todo cuanto existe? ¿cuál gobierna los espacios siderales? ¿cuál hace fructíferas las tierras con la mediación de fenómenos etéreos y provee oportunamente en todos sitios á la vida? ¿cuál extiende las tinieblas, condensa las nubes, desata las tempestades y fulmina rayos que muchas veces destruyen vuestros mismos templos y con frecuencia recorren extensiones dilatadas en la que dejan ilesos á muchos malvados y matan á hombres virtuosos no merecedores de tan fatal desastre?

Libro tercero

Á ti ¡oh varón ilustre, gloria de las gentes griegas, primero que de tenebrosa obscuridad supo extraer clara luz que iluminase los senderos de la vida! á ti sigo. Sobre las huellas de tus pasos coloco mis piés, no porque pretenda rivalizar contigo, sino porque deseo imitarte. ¿Cómo podría la golondrina contender con el cisne, ó cómo débil cordero de miembros trémulos podría disputar en la carrera con fogoso caballo? ¡Oh genio creador de la ciencia! Tus sabias lecciones son para nosotros rico patrimonio, y en tus discursos, lo mismo que en el floreciente prado la abeja liba miel de color de rosa, nosotros tomamos áureos conceptos, áureos y dignos de ser repetidos eternamente. Bastó que tu razón clamara que el orden universal no era obra de inteligencia divina, para que se disiparan los terrores del ánimo y el Mundo quedara abierto á nuestra investigación: vemos el Todo formarse en el vacío, y se nos aparece el poder de los dioses en sede neutral jamás sacudida por los vientos ni rociada por nubes tempestuosas, ni violada por los copos de nieve que penetrante frío condensa, pero rodeada siempre del límpido éter lleno de sonriente luz difundida á largas distancias. La Naturaleza todo lo da hecho á los dioses; éstos no sienten alterada en ningún tiempo y con motivo alguno la paz del ánimo: por lo contrario, nunca ven los antros aquerusios, y pueden siempre observar, sin que bajo sus piés les estorbe el suelo, todas las escenas que se ejecutan en el vacío. Ante esas consideraciones experimento divino placer y cierto asombro, porque, merced á tus investigaciones, están para nosotros de manifiesto los arcanos todos y toda la obra de la Naturaleza.

Hasta aquí he discurrido acerca de los elementos que son principios constitutivos de todas las cosas, y acerca de las distintas figuras de las moléculas que espontáneamente giran en el espacio con movimiento eterno. Ahora debemos estudiar la naturaleza del ánimo, aclarar en qué consiste la esencia del alma, y poner en ruinas el temible Aqueronte, que turba todo bienestar de la vida humana, tiñe todas las cosas con las preocupaciones de la muerte, y no permite el goce tranquilo de ningún placer puro y honesto.

Porque si bien no faltan hombres que alardean de considerar más temibles la infamia y las enfermedades que los abismos de la muerte, y entienden que el origen de nuestra alma es el mismo que el de la sangre, y dicen, por último, que nuestras lecciones les son inútiles, advierte que hacen esas afirmaciones, más por vana presunción y deseo de renombre, que por tener firmes convicciones. Esos mismos hombres, si proscriptos de la patria se encuentran, ó si retirados de la vida social se hallan, ó si les abruma torpe acusación, ó viven, finalmente, afligidos por numerosas desdichas, adondequiera que, míseros, se retiran, celebran funerales, inmolan ovejas negras, dedican sacrificios á los Manes, y cuanto más el infortunio los agobia, tanto más inclinan su ánimo á la superstición. En tiempos de adversidades, es cuando conviene observar á los hombres, porque entonces se dan éstos fácilmente á conocer: proceden como sienten, la máscara se les cae y se muestran como son.

La avaricia y el ciego afán de honores que á tantos míseros hombres empujan á traspasar los linderos de la justicia, á hacerse criminales ó encubridores de crímenes, y á pasar días y noches engolfados en inquietud penosa que les permita acumular riquezas, son calamidades que afligen la vida, y que se deben en mucha parte al temor de la muerte. El menosprecio, la indigencia y la ignominia, se consideran estados incompatibles con la dulzura de la vida, y casi como antesalas de la muerte. Para huir de tales situaciones, y colocarse lejos de ellas, los hombres, desatentados, compran honores con sangre que vierten de sus conciudadanos, amontonan crímenes para multiplicar ávidos sus tesoros, se alegran, impíos, de los funerales del hermano, y aun odian y temen, recelosos, los festines de sus próximos parientes.

La envidia, por igual razón, con temores mortificantes, se despierta en muchos, ante cuya vista se muestra el poder como la presa de unos cuantos que disfrutan riquezas y distinciones brillantes, mientras que ellos viven en las tinieblas y se arrastran por el lodo: algunos mueren con la preocupación de las estatuas y el renombre, y otros, á quienes el temor de la muerte inspira odio contra la vida y la luz, llevan el infierno en su triste pecho; se olvidan de que es manantial de todos los males ese miedo que veja la inocencia, rompe los vínculos entre amigos y arranca de los corazones la piedad. ¡Y aun muchas veces ha habido hombres que por vivir, para retardar las penas del Aqueronte, han hecho traición á sus padres y á su patria! Como niños que de todo tienen miedo por la noche, así nosotros, durante el día, nos vemos rodeados por ilusorias sombras y fantasmas vanos que no se disipan con el rayo solar ó con la luz diurna, pero que se desvanecen mediante el uso de la razón tranquila y el estudio reflexivo de la Naturaleza.

Primeramente digo que el ánimo, al que damos con frecuencia el nombre de entendimiento, es régimen y consejo de la vida, y forma parte de nosotros no menos que las manos, los piés y los ojos. Muchos sabios piensan que el ánimo no reside en lugar determinado, por cuanto es la exteriorización de la vitalidad del cuerpo ó la harmonía de los sentidos, según dicen los Griegos; y aunque nos hace vivir consciamente, no es susceptible de ocupar espacio, como sucede respecto á la salud que no es parte del cuerpo, sino modo regular de la existencia de éste, y no se halla fija en sitio alguno; pero entiendo que esa opinión es errónea. Algunas veces el cuerpo exteriormente sufre mientras que se experimenta bienestar interno; otras veces el ánimo se halla triste y el cuerpo disfruta salud, y en ocasiones el dolor que ofende los piés no daña la cabeza. Además, aunque blando sueño debilita los miembros y priva al cuerpo del uso de los sentidos, hay personas que en ese estado se agitan de muchos modos, y tienen sensaciones de alegría, de inquietud y de tristeza.

Ahora puedes conocer que también el alma se halla en los miembros del ser sensible, y que no es la harmonía el sostén del cuerpo. Desde luego se observa que si á éste se priva de algunas partes, la vida subsiste muchas veces conservada por el resto del organismo; pero si decrece la temperatura de nuestro cuerpo, ó si se espira una cantidad de aire mayor que la conveniente, en el momento las venas saltan y se descomponen los huesos. Puedes inducir de repetidas observaciones de esta clase, que no todas las partes del cuerpo son de igual importancia, ni todas contribuyen igualmente á la salud, y que los vapores cálidos y el aire vital son los primeros agentes de la vida y las últimas resistencias que escapan de los miembros moribundos.

Por tanto, averiguada ya la naturaleza del ánimo y del alma que son partes constitutivas del hombre, la palabra Harmonía debe devolverse á los Griegos, que faltos de expresiones adecuadas para representar ciertos pensamientos nuevos, quizá la derivaron de ignoradas fuentes ó la adquirieron de la elevada cima del sonoro Helicón; guárdenla ellos y sigamos nuestro discurso. Opino que el ánimo y el ánima entre sí mantienen unión estrecha, de la que resulta una substancia distribuida en todo el cuerpo; ésta, en cuanto dirige los actos humanos, recibe el nombre de ánimo y también entendimiento ó inteligencia, y tiene su centro en lo íntimo del pecho, donde laten las emociones de pavor y miedo, y se originan los estímulos del placer; pero el alma se extiende por todo el cuerpo, y aun cuando recibe impulsos del ánimo, tiene conciencia de sí misma, y en sí propia se ocupa cuando ninguna cosa exterior la solicita. Y así como la cabeza y los ojos, en muchos casos duelen, pero no hacen partícipes de su malestar á todo el cuerpo, así también la mente alguna vez sufre daño ó goza beneficio, y no transmite al alma las sensaciones correspondientes; empero, cuando terror extraordinario perturba el ánimo, también el alma en todos los órganos se impresiona; todo el cuerpo se cubre de sudor y palidez, la lengua vacila, se extingue la voz, los ojos se nublan, los oídos zumban, los miembros se relajan.

Muchas veces vemos que los hombres sucumben al peso del terror del ánimo: por este hecho observado, fácilmente puede conocerse cuál sea la conjunción que hay entre el ánimo y el ánima; ésta, golpeada por la fuerza del ánimo, inmediatamente comunica á todo el cuerpo la impresión recibida.

Las consideraciones precedentes nos enseñan que el ánimo y el alma son corpóreos; porque si agitan los miembros, si privan de reposo al cuerpo, si alteran nuestro semblante y dirigen al hombre (ya que la observación nos hace ver que ninguno de aquellos hechos se realizan sino mediante un contacto, y que no puede haber contacto sino entre cuerpos), ¿no estaremos obligados á confesar que el ánimo y el alma son de naturaleza corpórea?

Pero es, además, seguro que las funciones del cuerpo y del ánimo se corresponden, y que este último no recibe más impresiones que las comunicadas por aquél; si horrible dardo que hiere nuestros nervios y punza nuestros huesos, no nos roba la vida, nos producirá, cuando menos, un desfallecimiento invasor del organismo y una dulce pesadez que nos obligará á inclinarnos, á pesar de los esfuerzos que hagamos para erguirnos. Luego indudablemente es corpórea la naturaleza del ánimo ya que experimenta los efectos de penetrante arma.

Voy ahora á tratar de explicarte lo que entiendo acerca de la esencia del ánimo y de las substancias que lo componen. Desde luego afirmo que es un concreto sutil de elementos sutilísimos: considera reflexivamente esta opinión, y la hallarás confirmada. Nada hay que tenga la rapidez con que el ánimo concibe y realiza sus proyectos; la Naturaleza no ha formado ningún cuerpo más activo. Como es tan móvil, debe estar integrado por glóbulos muy tenues que pueden ser agitados por cualquier débil impulso; el agua, apenas tocada, se mueve y fluctúa por estar compuesta de elementos sutiles; más consistente la miel, es más pesada, corre con lentitud, sus moléculas se adhieren entre sí porque son poco pulidas, algo pesadas, menos globosas; el viento más leve dispersa con prontitud una grande cantidad de simiente de adormideras, pero no produce efecto sobre pesadas masas de hierro ó de piedra. Los cuerpos son movedizos en proporción al pulimento y tenuidad de sus moléculas, y son más resistentes aquellos que contienen elementos ásperos y voluminosos.

Ahora bien: como la naturaleza del ánimo es notablemente movible, necesario es que esté formada por corpúsculos simplicísimos, muy ligeros y redondos. Y el conocimiento de este postulado ¡oh querido amigo! te será muy útil y de oportunas aplicaciones.

De otra observación se infiere cuál sea la tenue contextura del ánimo y en qué reducido lugar se contendría si pudiera condensarse: cuando el hombre llega al reposo de la muerte, después de quedar deshecho el tejido propio del ánimo y del alma, bien podrás ver que el cuerpo no pierde forma ni peso: la muerte se lleva la sensibilidad y el aura de la vida, pero deja intacto lo demás. Luego es necesario que el alma, unida á las venas, vísceras y nervios, esté formada por principios muy tenues, ya que al desvanecerse ella el cuerpo no pierde gravedad ni pierde su forma: también, cuando por evaporación se disipan la esencia del vino, el aroma de los perfumes ó el delicado sabor de los manjares, los cuerpos respectivos conservan la misma apariencia y el mismo peso, porque los elementos que les daban color y sabor, diluidos en el conjunto, eran extraordinariamente sutiles. Ante la consideración de estos hechos, una y muchas veces deberemos de afirmar que el ánimo y el ánima constan de principios materiales mínimos, cuya desaparición de un cuerpo, en que se manifiestan, no disminuye en nada el peso y el volumen del cuerpo mismo.

No por eso ha de pensarse que el alma sea simple; el moribundo exhala cierta aura tibia que supone especial combinación de calor y de aire frío: las moléculas del calor están muy separadas, y entre ellas pueden penetrar y situarse elementos primordiales aéreos.

Hasta ahora hemos hallado que la naturaleza del ánimo tiene tres componentes, pero no son bastantes por su condición para engendrar las sensaciones: no se puede concebir que aquellos principios, por sí solos, puedan crear movimientos sensoriales y dar actividad á la inteligencia: es necesario que admitamos un cuarto principio impulsor, aunque no sepamos darle nombre, si bien consideremos que ha de ser movedizo, de elementos muy finos, pequeños y veloces: este agente innominado imprime en nuestros nervios la acción y la energía de la vida; puesto en agitación, transmite su corriente al calor y al aura vital, y establece el movimiento para todo el organismo; entonces la sangre late en las venas; las vísceras devienen sensibles, y los huesos y la médula se hallan capacitados para sentir impresiones de dolor y de placer.

Pero si en esa cuarta esencia substancial del ánimo penetra el dolor, se produce una conmoción general del cuerpo, y en éste no queda sitio donde la vida se refugie; por tanto, las partes del alma tienden á salir por todos los poros: sin embargo, las más de las veces, el trastorno ocasionado por efecto del dolor no traspasa la superficie del cuerpo, y la vida se repone para nueva larga duración.

Defectos de nuestra lengua patria no me permiten, á pesar de mis deseos, explicarte claramente las relaciones que entre sí mantienen aquellos elementos mezclados; intentaré, no obstante, dilucidar el asunto, aunque sea sumariamente y hasta donde me sea posible. En concertada indestructible unión se mueven los primeros principios; nada hay que pueda separarlos; son como varias fuerzas unidas en un solo cuerpo; la potencia de todos en ningún caso puede ser ejercida por cualesquiera de ellos aisladamente. De igual modo que en las vísceras de los animales se producen condiciones adecuadas para la percepción del olor, calor y sabor, y constituyen facultades propias, no de órganos aislados, sino de un cuerpo que sea perfecto; así también el calor, el aire y el aura vital, combinados, integran una sola substancia, en la cual surge aquel agente que da impulso al movimiento de todo el organismo y dota de sensibilidad á las vísceras: este poder motor se encarna en lo interior de nuestros miembros: nada hay más íntimo en nuestro cuerpo que ese agente; es como el alma de nuestra alma, que ejerce influencia en todo nuestro ser; es la fuerza impulsora del ánimo y la esencia del alma, fuerza y esencia ocultamente unidas; en su formación entran elementos muy pequeños y muy pocos, pero aun así late y domina en todo el cuerpo, y es, volveré á decirlo, el alma de nuestra alma. Deberemos, pues, afirmar que el aura, el aire y el calor se extienden, combinados, por todo el cuerpo en regular proporción; porque si alguno de esos elementos preponderase, no formarían un solo todo. Si el nexo entre el aire, el calor y el aura vital se rompiese, de su desequilibrio sobrevendría la muerte.

El calor enciende, además, en ira el ánimo: con su ardiente impulso la sangre hierve y los ojos brillan: por su parte el aire, que es frío extremadamente, provoca el temor y por excitación de éste se agita en convulsiones; por último, el aura, que es tibia, de plácida calma nos llena el corazón y lleva la serenidad á todo el organismo. El calor predomina en aquellos seres que se distinguen por temperamento efervescente dispuesto á la ira, entre los cuales figura en primer término el león que es todo bravura y valentía; de su pecho brotan pavorosos rugidos; no puede contener los ímpetus de la violencia: el aire influye especialmente en los venados, los cuales, agitados por el frío que hiela sus vísceras, tiemblan por cualquier motivo: por efecto del aura templada los bueyes gozan vida apacible; ni los torbellinos de ciegas cóleras los arrebatan con accesos de ira, ni del hálito helado los entorpecen con temores los miasmas que penetran hasta la médula; es, por tanto, el buey, animal que tiene su propia situación entre el tímido venado y el fogoso león.

Así pasa al género humano: la educación puede modificar la índole de algunos hombres; pero éstos conservan siempre vestigios de la señal que en su constitución les marcó Naturaleza. No creas posible arrancar la propensión á los vicios que en algunos se manifiesta, ni evitar que otros dejen arrebatarse por la ira, aquél sucumba á injustificado temor, ó éste se dedique excesivamente á determinadas complacencias: mucho difieren entre sí los caracteres de los hombres y las costumbres que de ellos se derivan. No pretendo hacer ahora una disquisición acerca de las causas ocasionales de esos fenómenos que señalo, ni tampoco á exponer los dictados que corresponden á las figuras de los elementos que tantas variedades crean; pero por inducción de los hechos observados me atrevo á decir que las naturales inclinaciones se modifican notablemente con auxilio de la enseñanza y con auxilio de la razón; nada hay que nos incapacite para gozar vida propia de dioses.

La naturaleza ó manera de ser de cada individuo está constituida por todo el cuerpo, del cual es norma y regla de vida: entre el cuerpo y su propia naturaleza no hay diferencias de origen ni puede haber separación: la muerte los disuelve. De igual modo que no es factible desligar el incienso y su propio olor sin destruir la naturaleza de ambos, así también no es posible extraer del cuerpo los constitutivos del ánimo y del ánima sin que los tres se deshagan: sus respectivos elementos desde el principio de cada existencia determinada, se hallan de tal modo enlazados, que por igual contribuyen á la vida íntegra del ser: en nada puede revelarse el ánimo sin el cuerpo, y nada puede éste sentir sin la impulsión del ánimo: sus acciones combinadas encienden la vida y dan sensibilidad á los órganos.

Además, cuerpo sin alma nunca es engendrado, ni crece, ni subsiste después de la muerte: podrá el agua por la acción del calor evaporarse en parte y en parte quedar incólume; pero los órganos corporales no pueden tener vida sin alma: cuando ésta falta es cuando aquéllos perecen penetrados de corrupción. Desde la iniciación vital del ser, el alma y el cuerpo con movimientos mutuos están íntimamente unidos, de tal manera que si en el útero materno quedaran desligados sería cuando el ser muriera: luego si una y la misma es la causa de la existencia del cuerpo y del alma, una y la misma ha de ser su naturaleza.

Aún más: si alguien supusiera que el cuerpo no experimenta sensaciones y pensara que solamente el alma, por todo aquél extendida, es capaz de ese movimiento á que damos el nombre de facultad de sentir, sostendría una opinión opuesta á la verdad; y, por lo contrario, ¿quién se atreverá á decir que el cuerpo siente por sí propio, sin la intervención del alma, cuando ésta se revela constantemente? El cuerpo deja de ser sensible cuando el alma de él se retira: pierde el cuerpo durante la vida muchas cosas que no le son adecuadas, y en el momento de la muerte pierde otras. Decir, pues, que los ojos no pueden objeto alguno distinguir porque son meras aberturas que sirven al ánimo para hacer sus observaciones, es delirar y proceder contra el dictamen de los sentidos: con auxilio de los ojos se forman las imágenes para las representaciones. Muchas veces la presencia de una luz muy viva, al molestarnos, perturba también el fenómeno de la visión; pero si los ojos no fuesen más que ventanas para mirar, no podrían influir en las funciones visuales. Además, si los trastornos que en ocasiones sufrimos no pasaran de los ojos, sin ellos el alma podría distinguir las cosas y nunca experimentaría contrariedades.

Acerca de este orden de ideas no debes admitir como verdaderas todas las que afirmaba el ilustre Demócrito, el cual entendía que los elementos primarios del cuerpo en precisa relación corresponden á otros iguales del alma; porque es lo cierto que los principios de ésta han de ser más tenues y en número más reducido que los del cuerpo en el cual aquéllos se encuentran esparcidos. Lo que podemos asegurar es, que los elementos constitutivos del alma son todos los que en los órganos existen capaces de sensaciones. No nos produce molestia el polvo que á nuestros piés se adhiere, ni el color gredoso que tiñe el semblante, ni la niebla nocturna; tampoco nos afectan los débiles filamentos que las arañas en los caminos colocan, ni los despojos que lanzan al suelo, ni las plumas de las aves, ni el vilano que del cardo se desprende y después de fluctuar en el aire cae lentamente con vacilaciones debidas á su levedad; ni aun siquiera notamos el paso de los insectos que se arrastran ó el de los débiles mosquitos que sobre nosotros se posan. Por tanto, las partes de que se compone la textura de nuestros miembros deben ser impresionadas con cierta relativa intensidad para que los elementos del alma dispersos en todo el cuerpo reciban la sensación correspondiente, se activen, choquen y ejerciten sus acciones concertadas.

Más decisiva influencia ejerce el ánimo que el alma en la función de moderar la vida y dirigir las acciones de los seres racionales: inmediatamente que falta el ánimo, no puede el alma permanecer ni un solo instante en nuestros miembros y abandona el cuerpo al frío de la muerte para elevarse por las regiones del infinito espacio; pero disfrutan de la vida los seres que del ánimo gozan, aunque el cuerpo sufra incomodidades y haya perdido parte del alma entre dolorosos estremecimientos de próxima descomposición: mientras exista la potencia sensitiva que reside en el ánimo, no se extingue el aliento vital: por muy contrariados que se encuentren los miembros, es posible la reposición de la vida que se les escapa, en tanto conserven un pequeño lazo con el alma; como es fácil que subsista la facultad de la visión aunque los ojos se hallen lesionados. Puedes ofender las órbitas, cortar los párpados, herir el globo ocular, pero si dejas intacta la pupila, conservarás la vista sin grave modificación; por lo contrario, si dañas la parte central del ojo, á pesar de ser tan pequeña y aun cuando todos los demás órganos exteriores de aparato visual se hallen en buen estado, perderás la vista, y la obscuridad te envolverá quizá para siempre: de modo igual se cumplen las leyes relativas al ánimo y al ánima.

Ahora debes de considerar que juntamente con los animales nacen y mueren sus respectivos ánimos y almas. Procuraré explicarte en versos dignos de tu atención, esa verdad que he adquirido en virtud de continuados é incesantes estudios; pero ten desde ahora en cuenta que aquellas dos substancias, por su unión indisoluble, constituyen una sola y voy á comprenderlas también bajo una sola denominación; así, cuando en lo sucesivo te hable del alma y te diga que es mortal, entiende que me refiero lo mismo al ánimo que al alma.

Ya he procurado hacer patente que en la formación del alma sólo entran elementos muy delicados y aún más sutiles que los componentes del agua, de las nubes y del humo, supuesto que su movilidad característica se exalta prontamente por la más sencilla causa, aunque ésta no sea más que la mera representación de atmosféricos vapores, como sucede cuando en sueños nos emocionan el simulacro de los perfumes de los altares y el humo de las víctimas sacrificadas en honor de los dioses. Así como se extiende por todas partes el agua contenida en un vaso que se quiebra, y como en los aires el humo y las nieblas se disipan, cree que de igual manera nuestra alma, cuando del cuerpo se aleja, se desvanece en menos tiempo del que los miembros necesitan para su descomposición. Y si el cuerpo, que es como el vaso del alma, queda abatido por un golpe mortal ó extenuado por falta de sangre, ¿podrá retener el alma aunque sea con auxilio de la presión del aire, fluido que al cabo es más fácil de penetrar que nuestros músculos?

El alma y el cuerpo se forman simultáneamente; á la vez se desarrollan y al mismo tiempo envejecen: si tierno y endeble es el cuerpo durante los primeros años de la vida, tenue y débil es el alma; cuando la edad fortalece los miembros, el alma se activa y la razón se muestra ampliada; cuando el desgaste de las fuerzas durante los años transcurridos encorva el cuerpo y embota los órganos, también se rebaja el ingenio, se entorpece la lengua y se apaga el entendimiento; y, por último, cuando el instante de la muerte llega, todo acaba. En esta ocasión el alma como humo se desvanece, confundida en las etéreas auras: viene á la vida juntamente con el cuerpo, con él crece, y juntamente sucumbe con él bajo el peso de las fatigas acumuladas por los años.

Podemos también observar que al cuerpo atacan excesivos males y duros dolores, y al alma afligen cuidados, tristezas y sobresaltos; luego están igualmente sujetos á la muerte.

Muchas veces, por causa de las dolencias que ofenden al cuerpo, el ánimo se turba, el juicio se extravía, la razón desfallece: cae el cuerpo abatido por letargo invencible que le obliga á cerrar los ojos é inclinar la cabeza, y en tanto el ánimo yace en sopor imperturbable; en ese estado el paciente no oye la voz ni conoce las facciones de los circunstantes que junto á su lecho se esfuerzan, entre suspiros profundos y lágrimas que les bañan el rostro, por restituirlo al goce de la vida. Luego si la enfermedad afecta íntegramente á todo el ser que la sufre, es indispensable confesar que el alma se disuelve cuando en ella penetra el contagio morboso. El dolor y los padecimientos son precursores de la muerte: nos lo ha enseñado la experiencia.

Finalmente, cuando al hombre domina la fuerte acritud del vino, cuyo intenso ardor se extiende por sus venas, ¿por qué los miembros lo abaten, las piernas le flaquean, la lengua le vacila, el entendimiento le falta, los ojos le lloran? ¿Por qué ese hombre, rendido por la embriaguez, exhala gritos, vierte llanto, profiere injurias, comete excesos? ¿Cuál es el motivo inmediato de esos fenómenos sino la fuerza del vino, que perturba el alma cuando también trastorna las funciones del cuerpo? Y todo lo que puede ser alterado con seguridad perece cuando una causa extraña modifica radicalmente las necesarias condiciones de su existencia.

Más aún; no pocas veces ante nuestros ojos se presenta el triste espectáculo de un infeliz que atacado repentinamente por grave mal cae al suelo como herido por un rayo: de la boca le salen espumas á borbotones; temblor convulsivo se apodera de sus miembros; estertores pavorosos de su pecho brotan; se agita con violencia, se retuerce con angustias, se arquea con frenesí: la enfermedad ha invadido todo el cuerpo, ha penetrado en el organismo, y el alma, afectada, manifiesta su estado por estremecimientos epilépticos, de igual manera que las más inferiores capas de agua cuando en el mar penetra el viento se mueven, se arremolinan y se muestran á la superficie convertidas en espumosas irritadas olas: el dolor de aquel desdichado tiene un cierto desahogo en los gemidos que exhala; cuando menos disminuye al escapar algunos gases del modo que tienen salida los elementos de la voz: algunas veces, perturbaciones de esa clase ocasionan la demencia cuando el ánimo y el ánima sorprendidos por un daño imprevisto en su primer movimiento rompen el concierto de su unión. Al disminuir la causa del ataque sufrido por el enfermo, el humor corrompido se restituye á los vasos linfáticos de donde proviniera, el paciente comienza á incorporarse, tembloroso y vacilante se yergue y recobra poco á poco el uso de la razón y de los sentidos. Puedes conocer, ante la consideración de casos como el que te he presentado, que el alma es combatida por diferentes quebrantos, muy penosos, y que en ocasiones se agita dolorosamente en el cuerpo cuya vida integra. ¿Y creerás que si la vida se ausenta de un cuerpo subsistirá por sí sola en medio del aire expuesta á todos los vientos?

Cuando podemos comprobar que el entendimiento y el cuerpo que en enfermedad caen se curan por la Medicina, tenemos que reconocer que ese hecho da testimonio de la condición mortal del ánimo, el cual, si experimenta modificaciones, ha de estar sujeto á pérdidas y aumentos como todas las demás substancias que pueden cambiar; pero lo que es inmortal no es susceptible de alteraciones, porque si alguna vez dejara de ser lo que antes ha sido, ó perdiera la más mínima parte de su estructura, al traspasar los límites de su naturaleza, podría también llegar hasta la muerte; luego el ánimo ya padezca ó ya sea curado con auxilio de la Medicina, como perecedero se nos muestra en ambos casos. De esta manera la verdad combate los sofismas, cierra el camino á todo subterfugio y con razonados argumentos alcanza victoria sobre los errores.

Muchas veces presenciamos la muerte lenta de un hombre cuyos miembros pierden poco á poco la sensibilidad; primeramente quedan lívidas sus extremidades inferiores; después la muerte, desde los piés se apodera de las piernas; luego sube, avanza y en todas partes deja las señales de su letal aliento. Como el alma, por su naturaleza, no existe reducida á un lugar sino se halla en todo el cuerpo, ante la consideración del caso precedente, debe calificarse de mortal, porque si piensas que puede refugiarse y encogerse en órganos que no están invadidos por la destrucción que adelanta, habrías de admitir que las sensaciones se acumulan en aquellos puntos donde las energías anímicas se concentran; pero como nada que autorice esta suposición se ha observado hasta ahora, hay que reconocer que el alma queda lacerada en los miembros dañados, y, por consiguiente, es víctima de la muerte; pero aun en el caso de que el alma pudiera replegarse para huir de los miembros atacados, deberíamos también considerarla mortal, porque, en definitiva, lo mismo importa que perezca dispersada en los aires ó encogida en una masa. De todas maneras, siempre resulta que para el hombre las sensaciones poco á poco se extinguen y la vida poco á poco se consume.

El entendimiento forma parte del hombre, y en la constitución de éste ocupa lugar determinado, como los oídos, los ojos y los demás órganos que ejercen funciones propias en circunstancias dadas para el cumplimiento de las leyes de la vida. Así como no sería posible que las manos, la nariz y los ojos gozaran de sensaciones separados del cuerpo correspondiente, sino que en este caso, corrompidos caerían en disolución, así también el ánimo no puede tener existencia real fuera del cuerpo en que está contenido; aunque más exacto fuera decir que el ánimo y el cuerpo forman una sola substancia que mutuamente se integran.

En fin; el cuerpo y el alma viven en cuanto están unidos: alma sin cuerpo, aun admitida la suposición de que pudiera existir, no produciría las sensaciones de la vida; y cuerpo sin alma carece de energías y de movimientos voluntarios: si de la órbita queda separado el globo ocular, no servirá para la función de ver; igualmente el alma y el ánimo por sí mismos nada son, porque sus partes componentes se hallan distribuidas por las vísceras, venas, huesos y nervios, están adaptadas al cuerpo adecuadamente constituido, y no pueden vivir independientes: si la actividad anímica y el cuerpo rompieran sus antiguas relaciones, se dispersarían y no podrían volver á la vida; pero inmediatamente después que el alma se aleja del cuerpo, los principios formativos de una y de otro disueltos quedan: si el alma pudiera ser en el aire como era antes en un cuerpo organizado, también funcionaría en el aire y éste llegaría á ser animado. Cuando en los aparatos de los animales hay algún desequilibrio, sobreviene la espiración del aura vital y se extinguen la sensación del ánimo y la actividad del alma, sensación y actividad que son dos efectos dependientes de una misma causa.

Además, es un hecho que no puede soportar el cuerpo la ausencia del alma: inmediatamente que ésta falta, aquél presenta pestilenciales síntomas de próxima descomposición: ¿es posible dudar de que la vitalidad anímica escapa, y en el espacio se desvanece como el humo? La alteración que sufre todo cuerpo vivo cuando es alcanzado por la muerte, ¿no es claro indicio de que el alma, fundamento de la vida, en un momento descompuesta, huye por todos los poros y conductos del cuerpo? Debes declarar que son muchas las pruebas de que deshecha la estructura del alma, sus elementos se ausentan del cuerpo y disgregados se confunden en las auras etéreas.

Frecuentemente el alma, sacudida por violencias extrañas y aun dentro de las condiciones ordinarias de la vida, conmueve los órganos y parece que va á abandonar repentinamente el cuerpo: una extrema languidez altera el semblante como si la muerte fuera inmediata; una debilidad excesiva se apodera de los miembros que amenazan con una inminente dislocación; los sentidos suspenden sus funciones; las fuerzas del organismo carecen de suficiente energía para mantener los lazos de la existencia; el ánima y el ánimo perturbados, parecen próximos á perecer, y positivamente dejarían el cuerpo si el choque experimentado por ellos adquiriera alguna mayor violencia. Y si convulsiones y trastornos tales sufre el alma dentro del cuerpo, ¿cómo puedes pensar que fuera de él y confundida en el inmenso espacio, sea capaz de resistir los embates exteriores y vivir, no ya perpetuamente, sino un solo instante?

No parece que el moribundo note que el alma se le escape íntegra del cuerpo, ni que le suba por el tubo aéreo hasta la faringe, sin duda porque la parte existente en cada órgano en él se extingue, como desaparece la actividad de todos los sentidos en la misma región donde se manifiesta; pero si fuera inmortal nuestra potencia de conocer, al desprenderse del cuerpo inspiraría alborozo y no tristeza al moribundo, porque gozaría de verse libre de la vestimenta que la había envuelto, así como la serpiente se alegra al dejar la piel que la cubre ó como el venado se regocija cuando pierde las viejas astas.

¿Por qué la reflexión y la inteligencia no se ofrecen jamás como originadas solamente en la cabeza, ó en los piés ó en las manos, sino en sede establecida á la vez en todas las regiones corporales, ya que desde el momento en que se produce un ser cada sentido surge y permanece en un determinado sitio del cuerpo, de tal modo, que nunca se da el caso de que se interrumpa el orden existente y todas las funciones indiferentemente se ejecuten por todos los órganos? Entre las cosas hay correlación estable, y nunca en las aguas de los ríos estallará un incendio ni el agua se helará entre voraces llamas.

Si fuera inmortal la naturaleza del alma y ésta pudiera sentir del cuerpo separada, en ese estado independiente poseería, según mi entender, cinco sentidos que le fueran propios; no de otra manera podemos suponer que las almas vaguen en los infiernos, y así lo han pensado los pintores y los poetas de todos los siglos cuando representan á las almas revestidas de sentidos corporales; pero si es cierto que el alma sin cuerpo no puede tener ojos ni conservar la nariz, ni las manos, ni la lengua ni los oídos, cierto ha de ser también que no puede tener sensaciones ni existir.

Es indudable que las funciones vitales residen en todo el cuerpo y que todo éste se encuentra igualmente animado; si repentinamente un golpe divide en dos porciones á un ser vivo, y cada una de esas partes cae en diferente dirección, no debe dudarse de que también el alma quede fraccionada en dos mitades, cada una de las cuales acompañará á la parte correspondiente del cuerpo; empero, si puede partirse no puede ser eterna. Frecuente es que, en los combates, carros falcíferos con rapidez extraordinaria separen miembros que siguen calientes y palpitantes sobre el suelo, ya porque sobrecogida el alma por lo instantáneo del golpe no ha sentido el dolor del daño, ya porque absorta en los accidentes de la pelea no ha cuidado más que de valerse de los miembros como instrumentos de batalla. Un guerrero no se entera durante algunos instantes de que arrebatadoras hoces y rápidos carros lo han privado ¡infeliz! del brazo izquierdo y del escudo con que se amparaba de los golpes; otro, empeñado en escalar un muro, no advierte por un momento que ha perdido el brazo derecho; otro intenta apoyarse en un pié que le falta y que á su lado ve tendido en el suelo, donde, moribundos, tartalean los dedos; también la cabeza, del cuerpo separada, rueda, cubierta en sangre, y mueve los ojos y muda el semblante, mientras que el tronco vida y calor conserva hasta que se evaporan las reliquias del alma. Si de una serpiente que vibra la lengua y te amenaza cortas la cola en varias partes con afilado hierro, pero de manera que la porción anterior le quede intacta, notarás que durante algún tiempo cada pedazo se agita, se retuerce y despide substancias venenosas, en tanto que la cabeza se vuelve y clava los dientes en el sitio herido para atenuar el dolor. ¿Supondremos que hay tantas almas como partes separadas? Entonces cada ser animado tendría á su disposición un número de almas no determinable. Lo que podemos afirmar es que el alma se fracciona al dividirse el cuerpo; y en este caso alma y cuerpo, igualmente divisibles, son igualmente mortales.

Si el alma fuere de inmortal naturaleza y se uniera al cuerpo en el instante en que éste apareciera á luz, ¿cómo no sabemos de propia experiencia absolutamente nada anterior á la vida y no conservamos el menor vestigio de las acciones pasadas? Y si tanto se altera el alma que llega á olvidar todo lo pasado, entiendo que el estado á que se reduce difiere poco de la muerte. Conducidos por estas observaciones hemos de vernos obligados á confesar que todas las almas que antes hayan vivido murieron, y que las ahora existentes ahora se han producido.

Además de lo expuesto, si el cuerpo ya formado recibe la potencia vivificadora del alma cuando traspasa los umbrales de la vida, entonces, con seguridad, no la sentiríamos crecer con los miembros en todo el cuerpo, en la sangre toda, sino viviría, como en una jaula, indiferente á las mudanzas que el cuerpo tiene durante la edad, y no se desenvolvería con el desarrollo del cuerpo. Así, dígase y repítase que las almas tienen principio y están sujetas á las leyes de la muerte. Y tampoco puede racionalmente pensarse que una substancia determinada, sólida, se junte estrechamente al cuerpo y no siga la suerte de éste; lo contrario es lo que los hechos manifiestan, porque el alma se halla en todas las partes del cuerpo, en las vísceras, en las venas, en los nervios, en los huesos y hasta en los dientes, como lo patentiza el dolor que en éstos experimentamos frecuentemente, las sensaciones desagradables que sufrimos cuando se toma en la boca agua helada y las molestias que al masticar se tienen cuando en los alimentos se hallan algunas asperezas. Y como la unión es tan perfecta, no es creíble que el alma se salve de las incomodidades que padecen las articulaciones, los nervios y los huesos, que tan íntimamente la poseen.

Y si llegaras á suponer que la substancia extraña que se une al cuerpo es líquida, aumentarás los motivos de precisa disolución, porque ésta será más rápida cuanto más extendida se considere el alma, ya que los líquidos se evaporan y luego desaparecen transformados: divididos el ánimo y el alma entre todos los órganos, así como los alimentos, después de la digestión, convertidos en nueva substancia se reparten por todos los miembros, de igual modo si aquéllos, aunque íntegros, penetran en el cuerpo, en él se disolverán pronto, y sus partículas circularán en todos los vasos y venas; se formará así nueva alma, que, originada por la anterior, se extenderá en los miembros, y distribuida entre éstos, perecerá también. Según puede conjeturarse por lo expuesto, el alma, aun considerada como un líquido, tendría su día de nacimiento y su día de muerte.

¿Por acaso algunos elementos del alma permanecen en el cuerpo después de la muerte de éste? Entonces no puede gozar del beneficio de la inmortalidad, porque tendrá que sufrir diminución en sus partes componentes. Y si en toda su perfecta unidad se retira del cuerpo, y en éste no queda la más mínima porción de ella, ¿por qué motivo de los cadáveres descompuestos brotan numerosos gusanos? ¿Cómo se forman tantos insectos sin huesos y sin sangre, que bullen en los entumecidos miembros?

Si entiendes que esos animálculos reciben de fuera sus respectivas almas, las cuales se unen á sus cuerpos, deberás observar que es muy sorprendente el hecho de que tantos miles de almas de insectos vermiculares concurran á un sitio donde se halla un cadáver en descomposición; pero aún hay en este asunto para estudiar una cuestión que se divide en dos: si las almas de esos gusanos escogen por su propia iniciativa los embriones que les sirven de materiales para fabricar las casas en que se han de introducir; ó si desde luego se introducen en cuerpos ya formados. No se comprende por qué motivo las almas de los gusanos, que sin cuerpos transitan libremente, exentas de frío, de hambre y de otras molestias, se decidan á construir un cuerpo, donde, al encerrarse, han de sufrir no pocas incomodidades, mediante el contacto que tengan con el cuerpo que les sirva de envoltura; pero si las almas hubieran de construir las moradas en que se aposentasen, deberían recibir fuerzas útiles, acomodadas á ese fin. No es lícito creer que las almas fabriquen para su uso los cuerpos y los órganos en que han de residir, ni tampoco es admisible la idea de que se introduzcan ó establezcan en cuerpos formados con anterioridad; pues no hay conexión ni enlace que puedan existir por consentimiento común del cuerpo y del alma.

En fin; ¿por qué la cruel ferocidad de los leones se conserva en su especie? ¿Por qué entre las zorras es hereditaria la astucia y entre los gamos el temor que les obliga á estar siempre fugitivos? Y con respecto á los demás géneros de animales, ¿por qué en todos los grupos hay cualidades permanentes que se transmiten, si no es porque hay elementos especiales que de igual modo contribuyen á la formación del alma que á la del cuerpo? Si aquélla fuese inmortal y residiera ya en un cuerpo, ya en otro, no habría costumbres propias de cada especie animal, y se vería muchas veces al perro de origen hircano esquivar temeroso la presencia del cornígero ciervo, y al rapaz gavilán temblar y huir al ver que se le aproximaba una paloma; los hombres perderían la racionalidad y brillaría el saber de las fieras.

Incurren en grave error los que suponen que sin dejar de ser inmortal el alma, se acomoda á los cuerpos en que se aposenta; pero lo que muda se disuelve, luego muere: si las partes cambian desaparece el orden que constituyen; y por tanto, se perderían en los miembros y morirían juntas con el cuerpo. Si dicen que las almas de las personas siempre á otros cuerpos humanos pasan, preguntaré también que cómo puede suceder que el alma de un sabio esté oculta en un necio, y cómo los potros no tienen la destreza del caballo, si no es porque se origina cada alma de germen propio de su especie y se desarrolla con el total del cuerpo; y si piensan que al habitar en cuerpos nuevos el alma se rejuvenece, implícitamente declaran que el alma es mortal porque la mudanza supone desaparición de las sensaciones y extinción de la vida.

¿Y cómo podrían el alma y el cuerpo alcanzar una igual fuerza y perfección si no tuvieran un solo y el mismo origen? ¿Por qué en la senectud las almas todas, sin excepción, abandonan á los miembros? ¿Acaso temen que encerradas en un cuerpo cercano ya á la corrupción, ó metidas en un edificio vetusto puedan ser víctimas de la ruina? Pero tales peligros no podrían alcanzar á seres inmortales.

Además, parece ridículo imaginarse que las almas, evocadas por Venus, acudan presurosas al acto de la generación y del nacimiento y contiendan entre sí en número considerable con extraordinario celo para disputarse el nuevo cuerpo; á no ser que entre las almas exista un pacto federativo en cuya virtud la primera que llegue con vuelo rápido sea la preferida, y de este modo aquéllas no consuman sus fuerzas en inútiles batallas.

Finalmente; ni en el aire se encuentran árboles, ni en el mar nubes, ni los peces viven en los campos, ni en la madera hay sangre, ni en las piedras savia: un propio lugar es adaptado para la vida y crecimiento de cada ser, y no hay alma sin cuerpo dotado con sangre y nervios. Si pudiera haber energía anímica sin aquellos órganos, también sería fácil que el alma tuviera su residencia en la cabeza, en los hombros, en los piés ó en cualquiera otra parte del cuerpo, supuesto que de todas maneras siempre quedaría en la misma persona ó en el mismo vaso. Pero si no podemos dar por cierto que en nuestro cuerpo exista un lugar fijo donde el ánimo y el alma puedan residir y crecer, tampoco debemos admitir como verdadera la idea de que puedan existir fuera del cuerpo: necesario es, pues, afirmar que cuando el cuerpo muere también el alma se disipa.

Y ciertamente, unir lo mortal con lo eterno y suponer una recíproca influencia entre lo uno y lo otro es delirar. ¿Puede haberse discurrido mayor absurdo que el de juntar cosas tan diversas y contrarias como son las comprendidas en lo perecedero y perdurable, y pretender que soporten en continua repugnancia daños comunes?

Para que un cuerpo subsista eternamente es necesario, ó que sus componentes sean por completo sólidos y resistan el choque, la penetración y la disociación producidos por otros cuerpos, como sucede á los elementos de la materia, de los cuales con extensión hemos tratado anteriormente, ó que no sea susceptible de choques, como el vacío, que permanece siempre intacto y nunca puede ser destruido, ó, por último, que no esté rodeado por un espacio al que sean lanzados sus fragmentos; de esta manera última es eterna la Suma de las sumas, fuera de la cual no hay nada que pueda alterarla ó disolverla, ni lugar en que se disipe, ni agentes que la disminuyan ó quebranten. Pero, como ya he demostrado, el alma no tiene solidez absoluta, porque en todas las concreciones hay que admitir intersticios; ni tiene las condiciones del vacío, porque hay en la Naturaleza otros cuerpos que pueden producir trastornos en su composición y rodearla de invencibles peligros; existe, además, un espacio infinito donde la energía anímica puede anularse y los elementos del alma pueden ser precipitados á la disolución. Luego para el alma no están cerradas las puertas de la muerte.

Si por acaso fuera considerada inmortal porque resguardada se encuentra de agentes exteriores que intenten combatirla, ó porque no puede ser directamente atacada, y si lo fuera podría rechazar el golpe antes de ser herida, el que así pensara se colocaría en una posición muy distinta de la verdad. Además de las dolencias que afligen al cuerpo y que interesan al alma, ésta sufre amarga incertidumbre por los sucesos futuros que le producen no pocos sobresaltos, y tiene remordimientos por los errores cometidos en épocas pasadas: añade el delirio, que es propia enfermedad del alma, la falta de memoria y el terror de ser arrojada en las negras ondas del letargo.

Nada es la muerte y nada nos importa desde que se considera inmortal la naturaleza del alma; y así como no sufrimos ahora por los padecimientos pasados en el tiempo ni por motivo de las luchas sostenidas con los invasores cartagineses en las guerras que con hórrido tumulto hicieron estremecer hasta á los astros, y mantuvieron en espectación al mundo, que dudaba acerca de cuál de los dos pueblos había de dominarlo por mar y tierra, así también, cuando la vida se haya extinguido en nosotros por la separación del alma y del cuerpo, nada tendrá influencia sobre nosotros, ni causa alguna despertará nuestras sensaciones aunque se confundan la tierra con el mar y el mar con el cielo.

Y si después de separados de nuestro cuerpo el ánimo y la actividad anímica aún conservaran la facultad de sentir, nada podría importarnos ese hecho, supuesto que somos producto de íntima unión constituida por el cuerpo y el alma. Si transcurrido algún tiempo después de nuestra muerte pudieran volverse á unir del modo que ahora lo están nuestras partes integrantes, y por segunda vez nos fuera dada la luz de la vida, tal suceso en nada podría afectarnos por haberse interrumpido la continuidad de nuestra existencia. Nada que nos haya pasado antes de que tuviéramos conciencia de nosotros mismos, puede importarnos, como no debe afligirnos preocupación alguna por lo que hagan de nuestros restos las futuras generaciones. Si meditamos acerca de las mudanzas y movimientos que indudablemente ha experimentado la materia durante una serie de pasados siglos, habremos de convenir en que los elementos pueden haberse combinado en otras ocasiones lo mismo que lo están hoy; pero la memoria no puede conservar recuerdos acerca de esos cambios por las pausas que ha habido en la existencia y por los distintos movimientos extraños á las sensaciones á que pueden haber estado sometidos los elementos del alma. La muerte exime y libra de todo sufrimiento á aquel individuo que sin duda habría de padecer cualquier daño en el supuesto de que viviera dentro de algún tiempo como ahora vive. Debemos considerar, por tanto, que en la muerte nada hay que nos inspire legítimo temor, porque no puede sufrir quien no existe; y para el efecto de las sensaciones no hay diferencia entre el objeto que nunca ha sido capaz de tenerlas, y el ser á quien la muerte eterna salvó de mortal vida.

Cuando veas que un hombre se indigna al considerar lo que hagan de él después de muerto, porque teme que su cadáver sea arrojado á un pudridero ó consumido por las llamas ó devorado por las fieras, lícito ha de serte suponer que no habla con sinceridad y que en el corazón abriga ciertas preocupaciones, aunque niegue creer que alguien sienta después de muerto. Opino que no dice lo que piensa, porque entiendo que el tal individuo, si habla de su muerte con temores, es porque se figura que asiste á ella, que una parte de su propio ser le sobrevive, que su cadáver se destina para pasto de las fieras voladoras ó de las vivíparas, que se apena de sí mismo, que no se resuelve á desprenderse definitivamente de sus restos, ante los cuales él mismo en posesión de su juicio se encuentra colocado, y se indigna por haber sido creado mortal; se considera de pié junto á su propio cadáver, y sin pensar en que la muerte no deja otro él existente, deplora su desaparición, y llora y se queja herido por el dolor. Desagradable juzgan muchos la idea de ser devorado por las fieras; pero no comprendo que se considere mejor el ser quemado por las voraces llamas que rodean el cuerpo yacente, ó ser envuelto en miel, ó congelado por el frío, ó encerrado en sepulcro marmóreo, ó ser comprimido por montón de tierra apisonado.

Pero ya familia alegre y excelente esposa no saldrán á recibirte, ni cariñosos hijos correrán á buscar tus besos y á inflamar tu pecho con mal contenido placer; ya no podrás realizar empresas gloriosas para ti y para las personas de tu amor: «infeliz, ¡oh infeliz! dirán, un solo día infesto destruyó los goces de tu vida,» y no añadirán á esas palabras «pero también te libró de una vez de toda clase de pesares;» porque si meditaran libres de prevenciones y reflexionaran acerca de lo que piensan, desterrarían toda congoja del ánimo y todo miedo. Sin duda alguna, cuando yazgas inanimado por la muerte estarás exento, para toda eternidad, de dolores y pesares; pero nosotros, junto á ti, aun después de convertido en cenizas, verteremos tristes lágrimas y abrigaremos en el pecho para siempre la pena que nos devore. Pero hay motivo para preguntar: ¿qué es lo que en este suceso hay de amargo para el que muere, si queda reducido á quietud y puede consumirse en el tiempo que dure el luto de sus parientes y deudos?

Muchas veces en los festines, los comensales, recostados, con las copas levantadas y con la frente oculta por las coronas, exclaman: «Breve es la dicha del pobre hombre, y cuando se marcha no es posible hacerla volver.» Tal vez les amargará lo dulce de aquel momento la idea de la muerte, con las ansias de ardiente sed que les devore y les abrase, ó con algún otro deseo que les atormente.

Cuando la inteligencia y el cuerpo entregados al sueño descansan, nadie de sí cuida ni de su existencia: de igual modo, cuando eterno sueño nos subyugue ningún deseo nos ha de volver á atormentar; pero los elementos de las sensaciones, aun cuando en el sueño se hallan detenidos, no se disuelven y pueden funcionar nuevamente. La muerte es todavía menos que el sueño, si es que se puede llamar menos que algo lo que nada es. Á la muerte sigue la disolución de la materia; y por esa causa nadie que haya sido asaltado por el frío intenso que sigue á la desaparición de la vida, ha vuelto á despertar.

En suma, si la Naturaleza emitiera voz inteligible y de este modo se expresara: «¿Por qué te entregas, mortal, con tanto exceso al dolor y á la aflicción? ¿por qué gimes y lloras ante la idea de la muerte? Si hasta ahora te ha sido grata la vida y los placeres para ti no se han perdido como si hubieran sido puestos en vaso taladrado y se hubieren extinguido ó escapado fácilmente, ¿por qué no te separas de la vida como convidado satisfecho, y por qué, necio, no te entregas con ánimo tranquilo al reposo? Y si los placeres que pudieras tener ya se han extinguido y la vida sólo te proporciona sinsabores, ¿por qué deseas aumentar tus días que te producirán nuevos disgustos, y al cabo concluirán sin hacerte ningún bien, y por qué no anhelas el fin de la vida que será también el término de tus trabajos? Considera que desde ahora en adelante, por mucho que me esforzara, nada encontraría que te proporcionara placer, porque las cosas siempre son las mismas. Si tu cuerpo ha resistido el desgaste de los años y tus miembros aún no vacilan, también deberás pensar que las cosas continuarán siempre lo mismo, aunque vivas largos siglos y aunque nunca mueras,»—¿qué responderíamos, sino que era justa la demanda interpuesta por la Naturaleza y fundado el motivo de sus palabras?

Pero si fuera un desdichado el que se lamentara de la llegada próxima de la muerte, ¿con cuánto mayor motivo y con cuánta mayor dureza no le podría decir llena de indignación: «Oculta esas lágrimas, hombre insaciable, son inútiles tus quejas?» Y si fuera un anciano rendido bajo el peso de la edad el que temiera la muerte, la Naturaleza podría decirle: «Has gustado todos los placeres, ¿y todavía te quejas? Tu inmoderado afán por despreciar lo que posees y desear lo que no tienes ha mermado en la mitad los goces que has podido tener en la vida, y ahora te alcanza la muerte antes de que tu avidez quede satisfecha: lo que ya en turno has disfrutado en tu larga edad, déjalo para que lo usufructúen los que vienen detrás de ti en la vida; es necesario.»

Con razón, según pienso, con razón hablaría, acusaría y reprendería de este modo la Naturaleza. La vejez, decrépita, cede siempre el paso á la juventud: los seres á costa los unos de los otros se suceden. Nada se pierde en los profundos abismos del Tártaro; la materia de hoy es necesaria para el advenimiento de las generaciones futuras; y éstas pasarán muy pronto, como aquélla no tardará en seguirte: los seres que ahora son perecerán de igual modo que sucumbieron los que gozaron antes de la vida: cada ser nace de otro y á ninguno es dada la vida á perpetuidad.

Reflexiona, además, cuán nula es para nosotros la edad pasada antes de nuestro nacimiento. La Naturaleza nos muestra en lo que ha existido hasta ahora lo que será en lo sucesivo: ¿y qué encontramos de horrible y de triste en la muerte de los que fueron? ¿no es, por acaso, un sueño muy tranquilo?

Todos los tormentos, sin excepción alguna, de los que se dice que son propios del profundo Aqueronte, á esta nuestra vida real pertenecen. El mísero Tántalo que teme ser aplastado por masa enorme suspendida en el aire, según la fábula, en su vano temor que le agobia representa á los hombres necios que, aterrorizados, atribuyen á los dioses todo lo que es obra del acaso.

No hay Ticio yacente en las orillas de un río del infierno, y no hay buitres que le coman constantemente las entrañas: habían de ser éstas de un tamaño suficiente para cubrir toda la tierra y ocupar la inmensidad del espacio, y no serían bastantes para servir de pasto durante la eternidad á aquellas insaciables fieras aladas; ni puede ser interminable el dolor, ni cuerpo alguno puede servir de inacabable alimento. Pero en realidad, Ticio es imagen de aquellos á quienes amor tiraniza, ansiedades atormentan y pasiones devoran.

Ante nuestros ojos tenemos también la alegoría de Sísifo, aplicable á aquellos que resuelven pedir al pueblo los haces y las cortantes segures, y siempre tienen que retirarse tristes y desairados. Solicitar honores que en rigor nada valen, pero cuya consecución es muy difícil, es lo mismo que luchar esforzadamente por llegar hasta la cumbre de una montaña, cargado con una piedra enorme, que siempre, al ser acercada á la cima se resbala, y después de recorrer el inclinado plano del monte, con la violencia adquirida rueda por la llanura.

Satisfacer todas las exigencias del deseo; dar al ánimo cuantiosos dones, sin conseguir nunca dejarlo saciado; gozar los frutos y aprovechar los beneficios de las estaciones anuales que en rueda se nos presentan alternativamente, sin que basten á contentar los caprichos, todo esto se me figura que está representado en las Doncellas, de las cuales se cuenta que en su florida edad se ocupan en llenar de agua vasos que no tienen fondo, y nunca logran su objeto.

El Cerbero, las Furias y el obscuro Tártaro, cuyas fauces despiden espantosas aceleradas llamas, nunca han existido ni pueden existir. Como consecuencia de los crímenes perpetrados y de las maldades hechas, aquí, en la vida, el malvado padece temores y castigos; la cárcel, la horrible pena de ser arrojado á un precipicio desde alta roca, los azotes, los verdugos, la flecha, la pez, la tea; y si para el criminal faltasen aquellos suplicios, la propia conciencia, que hasta las intenciones penetra, se encargaría de castigarlo. Si á todas las aflicciones ordinarias se juntan las preocupaciones que infunde la inseguridad en una vida posterior, el desconocimiento de los males que se padecen y el temor de que éstos puedan ser aumentados con la muerte, bien puede afirmarse que la vida es verdadero infierno de los necios.

Sin vacilar, tú mismo puedes reconvenirte del siguiente modo: «Anco el bueno que fué mejor que tú, malvado, en muchas cosas, cerró sus ojos á la luz; todos los reyes y potentados que en otros tiempos gobernaron á muchas gentes sucumbieron á pesar de su poder: aquel mismo que en remotos días supo atravesar los mares y enseñó á sus legiones á pasarlos sin riesgo, y salvó en la obscuridad los abismos de las aguas y despreció los estruendos del Océano, también murió por la separación del alma y el cuerpo: Escipión, rayo de la guerra, terror de Cartago, entregó sus huesos á la tierra, lo mismo que el más vil de sus esclavos: los investigadores de las ciencias, los ordenadores de las artes, y los compañeros de las Musas, entre los cuales Homero lleva el cetro, en sueño eterno reposan: Demócrito, cuando advirtió que su inteligencia se debilitaba por el natural efecto de la edad, voluntariamente rindió su cabeza á la muerte: el mismo Epicuro, aquel que por su genio superó á todos los individuos de la raza humana, y como brillante Sol eclipsó todas las estrellas que en el cielo del saber hasta su época habían lucido, también llegó al término de la vida. ¿Y tú, asustado y temeroso, te indignas porque tienes que morir, cuando tu vida es una lenta agonía? ¿Pues no consumes una parte de tu existencia en el sueño? Y aun despierto, ¿no sueñas muchas veces, y en otras tampoco dispones de tu inteligencia perturbada con preocupaciones? ¿Cómo quieres vivir si no sabes hallar, desdichado, los motivos de los males que te rodean, y cuando la incertidumbre y los prejuicios te oprimen el ánimo que vacila entre errores?»

Si los hombres pudiesen conocer el origen de sus desdichas, no sufrirían en el ánimo la abrumadora pesadumbre, que oprime su pecho. Cada cual procura distraerse, y entre agitaciones y afanes vive con inquietud, ignora lo que desea, no sabe lo que busca, y como si quisiera librarse de sus propias preocupaciones, incesantemente cambia de sitio aunque no encuentra el que le sirva para deponer su carga.

Uno abandona su palacio suntuoso porque no halla en él tranquilidad, é inmediatamente regresa porque no se considera lejos de su casa más feliz que en ella; otro corre á una quinta de su propiedad con la precipitación que llevaría si fuera á apagar un incendio, y apenas pasa los umbrales de su nueva residencia se encuentra incómodo y procura con el sueño olvidarse de sí mismo, ó vuelve con la misma agitación á su habitual morada: parece que todos pretenden huir de su propia persona, y como no lo consiguen se resignan á sufrir sus ansias y desasosiegos: ninguno conoce las causas de su malestar; pero si cada cual pensara con reposo, dejaría preterida toda clase de vanos empeños y buscaría remedio para su desdicha en la investigación de los fenómenos naturales, pues no se trata de arreglar intereses del momento, sino de conocer lo que sea de los hombres después de la muerte y por toda eternidad.

Finalmente, ¿por qué el deseo de vivir nos abate con tantos males, y por qué nos hacen temblar tan dudosos peligros? Ciertamente el fin de la existencia, para todos los mortales, ha de llegar, y no es posible evadirse de él ni evitarlo; hay que morir.

Sabemos además que aquí, donde siempre hemos residido, ningún completo goce hemos de tener, aunque se prolongara nuestra existencia, porque siempre nos ha de parecer mejor que lo presente aquello que no tenemos, y después que lo hubiéramos conseguido con el mismo afán desearíamos otra cosa; de este modo, siempre nos ha de abrasar la misma sed de prolongar la vida, y nunca dispondremos de un solo instante en que deje de preocuparnos la suerte futura y el destino que en lo por venir nos aguarda.

Y, por último, no ha de pensarse que la duración de la eternidad sea menor cuanto más vivamos; aunque lográsemos aumentar el número de los días de nuestra existencia, y aunque pudiéramos vivir muchos siglos, siempre nos esperará eterna muerte. Aquél que hoy mismo haya alcanzado el término de su vida, no estará muerto menos tiempo que los que sucumbieron hace ya muchos meses y muchos años.

Libro cuarto

Voy á elevarme á las cimas del Parnaso, y á recorrer campos hasta ahora no hollados por ninguna planta; iré á beber grato licor de fuentes vírgenes, y me apresuraré á coger desconocidas flores, con las que tejeré para mi cabeza corona insigne mejor que todas las que hasta hoy las Musas han concedido; primeramente, porque enseño altas verdades, é intento romper la dura esclavitud con que las religiones han abatido los ánimos, y, además, porque suavizaré un estudio árido con las gracias de la poesía, que convierte en agradable cualquier asunto obscuro; así obraré conforme á razón. De igual modo que los médicos, al propinar á los niños amarga medicina, untan de sabrosa miel los bordes de la copa en que la administran, á fin de que, inexpertos y atraídos por la dulzura que gustan sus labios, sin recelo beban el licor amargo y deban la vida á traición agradable, así yo, ahora que he de explicar asuntos ásperos y desabridos para los que no están acostumbrados á ellos, y fastidiosos para el vulgo, quiero exponerte mi doctrina en el ameno lenguaje de las Piéredes, y con acento de dulce harmonía, para que, al buscar recreo en la lectura de mis versos, adquieras conocimiento de las leyes de la vida y del orden universal.

Ya he considerado los principios elementales de las cosas y las diferentes formas que afectan, los movimientos á que se hallan sujetos eternamente los cuerpos simples por su propia condición y la manera como de ellos pueden ser creados todos los seres, y, por último, la naturaleza del alma, síntesis de las fuerzas que al cuerpo animan, y la reversión de ésta á sus primeros principios, cuando se disgrega de un cuerpo cuya vida sensible había constituido. Ahora deseo comunicarte algunas otras ideas pertinentes á los mismos temas, y para hacerlo con fruto debo empezar por decirte que hay algunas entidades, á las que vamos á dar el nombre de simulacros de las cosas, las cuales son como unas membranas que rodean á todos los cuerpos, cada cual á aquel de que procede, en forma de emanaciones vaporosas que lo circundan, que vuelan hacia uno y otro lado á impulso de las auras, y que, unas veces, cuando estamos despiertos, se nos ofrecen con terrorífica apariencia, y otras, cuando el sueño nos abate, se nos muestran con figuras horribles, de tal manera, que en la obscuridad nos producen terror y cierta soporífera languidez, y dan ocasión para que algunos entiendan que los simulacros son almas escapadas del Aqueronte, ó sombras de los difuntos errantes entre los vivos, ó restos que después de la muerte de cada individuo permanecen entre nosotros; como si el cuerpo y el alma no perecieran juntos y no se resolvieran en los elementos que los constituían.

Digo, pues, que los simulacros, tenues membranas producidas por desprendimientos de la totalidad del cuerpo de los seres, forman una especie de substancia cortical, libre, aérea, que reproduce con exactitud la imagen ó efigie de los cuerpos de que se derivan.

Esta explicación es fácil de entender aun para aquellos que tengan rudo ingenio, porque todos pueden ver y sentir á cada momento densas emanaciones de algunos cuerpos difundidas en el aire, como el humo que de la leña se desprende y el calor que se origina del fuego; pero todavía existen otras de contextura más condensada y viva, como la túnica de abrigo que la cigarra suelta en la estación ardiente, las membranas que los novillos de su cuerpo despiden al nacer y el vestido que lúbrica serpiente deja entre los espinos á merced del viento. Esas observaciones demuestran que de las superficies de los cuerpos emanan propias sutiles imágenes, las cuales unas por condensación de sus moléculas componentes se hacen ostensibles, mientras que otras, por disgregación de estas mismas, no adquieren apariencias fenomenales; permiten asegurar los hechos estudiados que esas partes desprendidas de la superficie de todos los objetos en cierto modo conservan la forma de sus cuerpos generadores, de los cuales más se apartan á medida que más obstáculos se les oponen en el momento de su aparición.

Porque no solamente de lo interior de los seres se exhalan esos corpúsculos sino también de lo exterior, como antes he dicho y como podemos comprobar con los colores: las colgaduras amarillas, rojas ó moradas que ondean pendientes de las vigas de los teatros tiñen de su color la escena, las decoraciones, á los senadores, á las matronas y las estatuas de los dioses; y cuanto más se evita que en el teatro penetre la plena luz del día, más encantos ofrece á la vista el reflejo movedizo de los colores. Si éstos se desprenden, como creemos notar, de la superficie de los paños, también habrá otros cuerpos que de igual modo emitan sus propias imágenes, pero muy sutiles y finísimas, tanto que sean imperceptibles para nuestra vista, aunque ofrezcan fieles vestigios de los cuerpos que las hayan producido.

Los olores, el humo, el calor, y otras emanaciones similares á éstas, se difunden fácilmente en el aire porque tienen su origen en lo interior de los cuerpos, y al salir de éstos hallan obstáculos que los obligan á separarse de la línea recta y á esparcirse por donde logran abrirse camino; pero la tenue película de los colores, puede, al extenderse, conservar la misma forma que tiene en los cuerpos de que procede, porque, de lo exterior surgida, nada se le opone para que siga la dirección recta.

Los simulacros se muestran en los espejos, en el agua, en las superficies pulimentadas; y pues tienen la misma apariencia de los seres que representan, han de ser imágenes de estos mismos. Es indudable que los cuerpos sensibles de fáciles emanaciones se reflejarán mejor que aquellos otros de moléculas muy tenues cuyo poder para manifestarse ha de ser muy escaso.

Cuerpos hay, no obstante, que nos dan sus imágenes muy disipadas, y, por lo extendidas, invisibles; pero si las emanaciones que repetidamente exhalan chocan en un espejo, se recogen, se reunen, se reflejan y se hacen perceptibles para el sentido de la vista: por esta causa los espejos representan fielmente la figura de las cosas que tienen delante.

Ahora debes considerar cuán delicadas y sutiles han de ser las imágenes de cuerpos que existen sumamente pequeños, tanto que la vista más perspicaz apenas distinguirlos consigue. Con este motivo voy á confirmarte en pocas palabras lo que ya sabemos acerca de la tenuidad de los primeros principios de las cosas.

Animales hay tan pequeños que son como la tercera parte del tamaño que tienen los cuerpos más diminutos que puede la vista dominar. ¿Cómo calcularemos el volumen de los intestinos de esos animales? ¿Cómo será el tejido muscular de su corazón? ¿Cómo sus ojos, sus miembros, sus articulaciones? ¡Qué pequeñez! ¿Y podremos concebir la sutileza de los elementos que componen su ánimo y su alma? ¿Podrás imaginar algo más pequeño y más delicado?

La panace, el amargo ajenjo, el suave abrótano y la triste centáurea exhalan penetrante olor, significativo de los simulacros que de esas plantas brotan y luego vuelan de muchos modos, aunque sin energía para hacerse perceptibles á la vista; pero nadie podrá apreciar la relación que existe entre el tamaño de las moléculas componentes de esas emanaciones y el de los cuerpos de que se han producido.

Pero no pienses que en el aire vagan solamente los simulacros que de los cuerpos se desvían; hay también otros que se forman espontáneamente y residen en ese cielo, que es llamado aire, en el cual afectan distintas figuras y no cesan de moverse de muchos modos: son los que forman las nubes que crecen y cambian de apariencias en el cielo, cuya extensión visible muchas veces cubren; en unas ocasiones parecen gigantes que vuelan y poco á poco extienden la obscuridad por todas partes; en otras semejan grandes montes, que de la tierra se desprenden para acompañar al Sol en su curso; y algunas veces se muestran con la forma de bestia feroz, que guía y distribuye las nubes.

¡Con cuánta facilidad los simulacros de esa clase emanan continuamente de las cosas, y con cuánta rapidez se desvanecen! Unos penetran en cuerpos de condiciones análogas al paño; otros son detenidos por objetos como la madera y las piedras, incapaces para reflejarlos; pero otros simulacros emitidos por seres colocados frente á un espejo ó cuerpo diáfano, lúcido y compacto, si bien no entran en éste como en el paño, tampoco se desvanecen como si estuvieran en presencia de cuerpos opacos y antes de ser reproducidos en imagen, por virtud del fenómeno de la reflexión. Tan pronto como un cuerpo se halla enfrente de una superficie pulimentada, en ésta aparece la efigie de aquél; este hecho, repetido muchas veces, te demostrará que de los objetos se derivan tenues figuras de textura tenue. Luego los simulacros se producen con rapidez incomparable.

Y así como la luz solar en breve tiempo se propaga en el espacio mediante emanaciones innumerables, de igual modo es preciso que los simulacros se emitan incesantemente en todas direcciones para que sea posible que en cualquier sitio donde se coloque un espejo, éste reproduzca la imagen de las cosas que se le presentan, con su forma peculiar y con su propio color.

En ocasiones, cuando el cielo está claro y limpio, de repente la obscuridad reemplaza á la luz, como si todas las imaginadas tinieblas del infierno se hubieran precipitado para ocupar las cavidades celestes; todo lo envuelve noche tempestuosa; ruidos procedentes de las alturas llenan de pavor á los mortales. Pues bien; nadie podrá explicar la relación exacta que exista entre la imagen que se nos muestra y el cuerpo que produce el fenómeno que absortos contemplamos.

Preciso es declarar con insistencia que esas emanaciones, al ponerse en contacto con nuestros ojos excitan el fenómeno de la visión. Constantemente de ciertos cuerpos se desprenden olores, como de los fluidos surge frío, del Sol calor y de los mares sal que socava los edificios situados en las playas: por el aire vagan siempre muchos sonidos; cuando paseamos por las orillas del mar notamos el gusto á salobre que nos impresiona débilmente; cuando asistimos á la preparación del absintio paladeamos el amargor de esa planta perenne. Luego es indudable que de todos los cuerpos se desprenden mínimas partes que se diseminan por el espacio; no permanecen en reposo, ni pueden ser detenidas en su curso; por su medio experimentamos continuas sensaciones, y en todo caso podemos ver, oir y oler.

Además, si en la obscuridad reconocemos por el tacto un cuerpo que antes hubiéramos visto á la luz, deben ser muy semejantes las causas inmediatas del tacto y de la visión; por igual motivo, si en las tinieblas tocamos un objeto de figura cuadrangular y de él adquirimos idea, ¿lo podremos confundir á la luz con otro de distinta forma? Luego la principal causa para la visión la dan las mismas imágenes, sin las cuales no podríamos tener representaciones de las cosas.

Los simulacros de que ahora hablo se emiten de todos los cuerpos y se dispersan por todas partes; y como los ojos no nos sirven más que para ver, cualquiera cosa á la cual los convertimos solamente nos da la imagen de su propio color y de su propia forma, único medio de conocer los cuerpos á distancia, pues tocan á nuestros ojos las emanaciones que los cuerpos exhalan y de las cuales se llena el espacio: la corriente de esas emanaciones circula por el aire, se desliza junto á los órganos visuales, roza levemente la pupila y sigue su curso. También de ese modo conocemos las distancias que nos separan de las cosas; porque á medida que es mayor la masa de aire movida por las emanaciones al tocar nuestros ojos, más velozmente se aleja y más distante se nos figura el objeto que miramos. Ese movimiento es sumamente rápido, y por esta razón simultáneamente formamos juicio de las cosas y de las distancias á que se encuentran.

Y no debe producir extrañeza el hecho de que los simulacros, si bien formados por pequeñísimas partes invisibles afecten el órgano de la visión y nos permitan percibir las cosas: también sentimos el aire frío, no por la influencia de cada una de sus moléculas componentes, sino por el efecto que nos comunica la totalidad del fluido aéreo. Parecida impresión recibimos por el contacto con cualquier otro cuerpo: si ponemos un dedo sobre una piedra tocaremos de ella un punto de la superficie colorada; pero la representación que en el acto nos formemos será correspondiente á la cualidad y dureza de toda la piedra.

Ahora considera por qué motivo en el espejo se ve la imagen de las cosas, y por qué parece reflejada á cierta distancia de aquél: ese fenómeno obedece á la misma causa que nos hace ver á lo lejos desde lo interior de la casa, cuya puerta esté abierta, los objetos que se hallan fuera, aunque fronteros. Dos corrientes de aire hieren la vista; se extiende una entre la puerta y el observador, y conduce á los ojos de éste la imagen de la puerta y la de las cosas que se hallan á los dos lados de esta última; la otra que impresiona en segundo lugar, y es procedente de fuera, guía las imágenes de los objetos exteriores. Lo mismo se nota en el espejo, cuya imagen viene á nosotros conducida por el aire existente en el espacio que media entre él y nuestros ojos. Así la vemos de seguida, lo primero; y después, en segundo término, cuando la vista puede fijarse en el espejo, percibimos en él reflejada nuestra propia imagen, que otra corriente de aire nos trae. Queda así explicada la causa que nos hace ver la imagen á cierta distancia del espejo. Dos corrientes de aire, una después de otra, producen este resultado.

Todas las cosas que están á nuestra derecha, en el espejo se ven á la izquierda, porque la imagen del cuerpo que de frente se halla ante el metal bruñido, también de frente se refleja, y, por tanto, en posición cambiada. Igualmente, si en una mascarilla de greda aplicas barro humedecido y lo aprietas fuertemente, obtendrás una figura, en la cual, además de aparecer las partes salientes como entrantes, notarás que el ojo derecho se muestra como izquierdo, y el izquierdo como derecho.

Sucede también que la imagen transmitida por unos espejos á otros, cinco ó seis veces se reproduce. Todo lo que detrás de ti queda, ó debajo ó á los lados, aun cuando se halle muy distante, lo puedes ver reflejado varias veces en los espejos con que adornas tu casa; cada uno copia la imagen proyectada en otro, y si uno la presenta hacia tu derecha, otro la da á la izquierda, y en un tercero la verás restituida á su primera posición.

No obstante lo dicho, las imágenes aparecen iguales en un espejo compuesto de varias facetas; al mismo lado ofrecen todas la parte correspondiente á nuestra mano derecha; pero también sucede que las imágenes reflejadas se encuentren, se junten y den otra en la forma primitiva, ya porque la simetría se deshaga por la conjunción de unas y otras, ó ya porque la figura se cambie al convertirse para nosotros.

Los simulacros avanzan y se alejan con nosotros, é imitan nuestros movimientos; pero si nos retiramos definitivamente del sitio en que se halle el espejo, éste deja de dar nuestra efigie. Es ley de la Naturaleza, en todo caso, que la imagen recibida en el espejo sea igual á la reflejada.

La presencia de cuerpos brillantes ofende á los ojos, los cuales procuran evitarla; el Sol ciega á aquel que lo mira de frente, porque sus rayos son intensos y porque los simulacros que emite con rapidez atraviesan las distancias, y con sus fulgores lesionan los ojos y trastornan el aparato visual; una claridad viva contiene moléculas de fuego, y como éste, quema los ojos al penetrar en ellos.

Los ictéricos ven todas las cosas teñidas con el color amarillo, como si de su organismo dimanaran partículas de aquel color, las cuales se mezclaran con los simulacros, ó bien porque sus ojos están saturados de moléculas de esa coloración é impresionan las imágenes que se les aproximan.

Desde un sitio obscuro vemos los objetos que se encuentran rodeados por la luz, porque si bien las sombras que se hallan próximas á los ojos invaden á éstos, son inmediatamente rechazadas por los rayos luminosos que también penetran en los órganos de la vista, y por su acción enérgica, viva y veloz, disipan las tinieblas; cuando todas las partes de los ojos que habían sido ocupadas por la obscuridad quedan iluminadas, los simulacros de los cuerpos que están en la luz se introducen en ellas y se efectúa el fenómeno de la visión. Por lo contrario, desde un sitio bañado por la claridad no se puede ver lo que haya en un próximo lugar obscuro, porque las sombras, al llegar en segundo término, obstruyen los órganos de la visión y no dejan que pasen los simulacros emanados por los cuerpos.

Muchas veces desde lejos contemplamos las cuadradas torres de las ciudades, y se nos figura que son redondas, porque los ángulos rectos de sus lados contiguos se nos representan como obtusos, ó bien porque se desvanecen á nuestra vista y no los podemos precisar: á proporción que aumentan las distancias los simulacros pierden poco á poco su forma por el choque de los cuerpos que flotan en el aire; y cuando el ángulo degenera lentamente á nuestra vista, nos imaginamos ver el volumen de un cilindro de piedra, no perfecto, sino algo desvanecido y confuso.

Parece que nuestra sombra se mueve en el Sol, imita nuestros movimientos y sigue nuestros pasos, como si fuera posible que el aire, de luz privado, tuviese idoneidad para repetir los actos de los hombres y copiar sus gestos, ya que nada más que aire envuelto en la obscuridad es lo que llamamos sombra: falta el Sol en algunos puntos de la Tierra porque nuestros cuerpos impiden el libre acceso de los rayos del astro luminoso; pero cuando el obstáculo se retira, el Sol luce y por ese motivo creemos que la sombra nos acompaña siempre. Constantemente se dispersan los haces luminosos que se forman sin cesar, como se encogen y consumen los hilos de lana que sucesivamente se arrojan al fuego. Es fácil de explicar, pues, que la Tierra pierda la luz y que al recobrarla desvanezca las negras sombras que la hubieran envuelto.

No concedemos que los ojos se engañen: propio de ellos es distinguir si hay luz ú obscuridad y en qué sitio; pero incumbe á la razón el discernir si la sombra que vemos en un lugar es la misma que estuvo en otra parte, ó si es diferente, como he dicho antes de ahora: los ojos no pueden conocer la Naturaleza de las cosas: no atribuyas, por tanto, á los ojos defectos propios del ánimo.

Nos parece que está inmóvil el barco en que navegamos, y se nos figura que marchan cosas que están fijas: cuando con velas hinchadas la nave que nos conduce hiende las ondas y nos transporta velozmente, creemos que huyen de nosotros los campos y las colinas: las estrellas se nos muestran como estacionadas en la bóveda etérea, aunque siempre están en movimiento y aparecen en un lado para ir á perderse en el opuesto después de haber lucido su brillante masa en los espacios siderales: de igual manera creemos ver en reposo el Sol y la Luna, aunque la razón nos dice que se mueven: desde el mar se observa, como si formaran una sola isla que brotase de las aguas, varias montañas entre cuyas gargantas podría maniobrar numerosa flota: los niños, después de dar muchas vueltas creen al pararse que la casa anda con movimiento de rotación, y que giran las columnas de la sala en que juegan, y aun temen que el edificio se desplome sobre ellos.

Cuando en cumplimiento de las leyes de la Naturaleza el Sol comienza á dirigir sus trémulos rayos por encima de las montañas, y crees ver que el rojo disco reposa en ellas y con su manto de fuego las toca, repara que esos montes no distan de nosotros dos mil tiros de saeta, y muchas veces ni aun quinientos; entre esas montañas y el Sol median muchos mares que tienen por cubierta el cielo, é innumerables tierras ocupadas por diversas clases de gentes y muchas especies de fieras. En un charco de agua de muy escasa profundidad, formado entre las piedras de la calle, parece que se ven un cielo abierto, nubes aglomeradas, un profundo abismo y muchos cuerpos escondidos bajo la tierra.

Cuando en medio de un río que pasamos por un vado se detiene el caballo que montamos y dirigimos la vista hacia las aguas, nos parece que el cuadrúpedo, aunque inmóvil, es llevado contra la corriente; y si á cualquiera otra parte convertimos la mirada creeremos que todos los objetos son arrastrados de igual manera.

Si contemplamos un pórtico de columnas paralelas é iguales, de modo que nuestra vista domine toda su extensión en sus dimensiones de longitud y latitud, notaremos que las columnas parecen juntarse cada vez más; que se estrecha el espacio que las separa; que el techo se aproxima al suelo; que los dos lados se tocan; y por último, veremos una capacidad confusa de forma cónica: los navegantes, que no ven más que cielo y agua, piensan que el Sol nace en las ondas y que en ellas oculta su fulgor. No creas, temerario, por estos hechos que los sentidos engañen.

Las naves en el mar batidas por el oleaje parecen destrozadas y con las banderolas deshechas, al ignorante que desde el puerto las mira; porque observa que una parte de los remos y del timón es recta, pero otra parte, sumergida en las aguas, por efecto de la refracción de la luz, á sus ojos se ofrece como si estuviera rota: durante la noche suelen verse espléndidos astros que más allá de las nubes se mueven, por el viento impelidos, en dirección opuesta á aquéllas; y claro es que vemos lo contrario de lo que es en realidad: si con un dedo te haces presión en la parte inferior del globo ocular podrás ver duplicadas las cosas; contemplarás dos luces en cada luz que mires, dobles los muebles de tu casa y los hombres con dos rostros y dos cuerpos.

Finalmente; cuando el sueño domina los sentidos con dulce sopor y el cuerpo yace en completo reposo, nos parece en ocasiones que estamos vigilantes y que nuestros miembros se mueven: en noche envuelta por densa obscuridad, creemos ver el Sol y gozar de la luz diurna; que varían de lugar los astros, el mar, los ríos, los montes; que recorremos á pié campos extensos; que de noche en el silencio oimos varios ruidos, y por último, que respondemos cuando estamos callados. Aunque muchos hechos de esa especie sean, en verdad, sorprendentes, no deben servir para quebrantar la confianza que tengamos en el testimonio de los sentidos, por más que den como realidades ilusiones fantaseadas por el ánimo y en algunas veces creamos distinguir cosas que no pueden existir. Difícil es, ciertamente, el fijar la diferencia que existe entre las apariencias fenomenales y la realidad de las cosas, pero no debe el ánimo dejarse vencer por las dudas.

Quien dice que nada se sabe, afirma contra su propia opinión; pues nada podrá saber aquél que confiesa que no puede saberse nada. No pretendo contender con el que se pone en desacuerdo consigo mismo; pero si concediese como probado el principio de que nada se sabe, aún habría de preguntar al que negase toda seguridad en el juicio formado: ¿De qué medio se vale para diferenciar lo que sea saber y no saber, y dónde pudo adquirir noticia de la verdad y del error, ya que no es posible discriminar la duda y la certeza?

Comprenderás que las ideas fundamentales provienen de los sentidos, que si no pueden engañar deben inspirarnos confianza, porque mediante la investigación de verdades nuevas ellos mismos pueden vencer sus antiguos errores. ¿Hay algo que nos merezca mayor fe que los sentidos? ¿Puede suponerse que la razón deponga contra ellos cuando todos los datos de que se vale solamente de los sentidos proceden? Si fueran falsos los antecedentes que ministran á la razón, falso ha de ser el juicio que ésta forme acerca de las cosas. ¿Podrá el oído corregir á los ojos, ó el tacto al oído? ¿Podrá el sabor rectificar al tacto, ó á los ojos el paladar? Entiendo que no, porque tiene cada aparato sensitivo su acción privativa y su peculiar energía; por esta causa ocurre que la blandura, la dureza, la frialdad y el calor se determinan por el órgano adecuado, el cual da también á conocer cómo sea lo blando, lo duro, lo frío y lo caliente; los colores de las cosas y todo lo que á los colores pertenece afectan á otro órgano, y separadamente el sabor, el olor y el sonido se originan en esfera propia. Es un hecho que unos sentidos no pueden corregir á otros ni reprenderse á sí mismos; luego todos deben inspirarnos igual confianza: lo que para los sentidos es verdad confirmada por el transcurso del tiempo, verdad es.

Y si la razón no pudiese alcanzar la causa de que los objetos realmente cuadrados nos parezcan redondos vistos á distancia, vale más traducir equivocadamente la defectuosa idea que tengamos de ambas figuras, que dejar escapar de la mano los hechos patentes, negar el principio de toda certeza y destruir los fundamentos en que descansa todo nuestro bienestar y nuestra vida. No solamente se trata de evitar que la razón por falta de base caiga arruinada, sino que la vida misma se haga imposible como sucedería en el instante en que dejáramos de confiar en los sentidos: hay que tramontar los precipicios que amenazan la existencia racional, poner en fuga los daños que puedan perjudicarla y atraer todo lo que la beneficie. Debes, pues, considerar como palabras baldías todas las que sirvan para declamar contra los sentidos.

Así como en la construcción de un edificio, si imperfectos son los planos que sirven de guía, ó si alguno de los muros que se levantan en la fábrica se aparta de la perpendicular, ó si el nivel es falso en alguna parte, la obra resulta disforme, defectuosa, inclinada, torcida, sin gracia, de techos peligrosos, y amenazará ruina, ó al cabo se desplomará como levantada contra las reglas más elementales del arte de las construcciones, así también la razón habrá de admitir errores si funciona sobre falsos datos de los sentidos.

No me parece difícil de explicar ahora el proceso que sigue para manifestarse la acción de los otros sentidos: en primer término, las ondulaciones sonoras y la voz afectan el oído cuando los elementos correspondientes llegan al pabellón de la oreja y penetran por el conducto auditivo: luego si las vibraciones excitadas por la voz y cualquier otro sonido obran sobre nuestros órganos propios, no puede negarse que son de naturaleza corpórea. En ocasiones la voz emitida ofende la garganta y los gritos lanzados con violencia irritan la tráquea, porque los principios materiales que forman la voz se precipitan en número considerable por el estrecho tubo aéreo, lo llenan, y luego al salir dañan el orificio laríngeo por donde se esparce la voz en las auras: luego si la voz y el sonido en ocasiones pueden producirnos dolor, sus elementos, no podemos negarlo, han de ser corpóreos. Y no ignoras que si alguien comienza á hablar desde que la aurora dibuja en el horizonte su tenue luz, y no cesa hasta que las sombras de la noche se extienden, experimenta cansancio de fuerzas, debilidad de nervios, languidez en todo el cuerpo, y mucho más si mantuvo la conversación en voz alta: luego es indudable que la voz es corpórea si produce detrimento mayor cuanto más se ejercita.

De elementos rudos procede la aspereza de la voz y su dulzura de elementos suaves; también corresponden á otros apropiados el atronador ruido que la trompeta envía á largas distancias, el áspero zumbido que retumba de corneta retorcida y los amargos quejidos con voz lúgubre lanzados por los cisnes que habitan los helados valles del Helicón. Cuando intentamos representar por medio de palabras nuestro pensamiento, formamos voces que los órganos bucales emiten, la lengua articula y los labios moldean con su especial configuración. Siempre que la voz articulada no tiene que recorrer un largo espacio desde los órganos que la producen hasta los oídos que la reciben, las palabras se oyen claras, distintas, con su propio sonido; pero cuando atraviesa dilatada extensión se descompone, se desvanece en las corrientes de aire; así, aun cuando oigas la voz, no podrás precisar sus inflexiones, y, por tanto, no comprenderás el significado que tengan, porque habrá llegado confusa á tu oído.

No pocas veces un edicto publicado por el pregonero llega á los oídos de varias personas como si una sola voz se dividiera en muchas y cada una fuera distintamente conducida por el aire al órgano apropiado de cada individuo. Las voces que no encuentran oído que las recoja, siguen su camino y se pierden esparcidas por los aires ó chocan en algunos cuerpos que las devuelven por repercusión: en este último caso producen muchas ilusiones porque las palabras se propagan en el espacio que las rechaza de un modo parecido á la manera como los espejos reflejan las imágenes. Enterados en las causas que producen este fenómeno, bien podremos comprender y explicar á los demás, por qué en ciertos lugares solitarios las peñas repiten los gritos articulados con que llamamos á los demás compañeros perdidos. Hay sitios, y yo conozco alguno, que reproducen seis ó siete veces las palabras que una sola vez hayamos pronunciado; inmediatamente que son emitidas, de otero en otero vuelan fielmente reflejadas. Los pueblos que residen en las cercanías de esos lugares, suponen que éstos se hallan ocupados por sátiros de piés de cabra, ninfas y faunos, los cuales bailan en las soledades, interrumpen de los bosques el silencio con nocturnos conciertos, y exhalan quejumbrosas voces acompañadas por el sonido suave de instrumentos de cuerda, y por la plañidera flauta que muy hábiles manejan. Dicen, además, que los habitantes de esos campos reciben la visita del dios Pan, el cual se les presenta con la semisalvaje cabeza adornada por pínea corona, con el caramillo entre sus labios ondulados que de los cañutos hacen brotar interminables notas, para recordar la harmonía perenne de la campestre musa. Otros varios prodigios nos cuentan los vecinos de aquellas comarcas, ya para que entendamos que su país merece las atenciones de los dioses, ó ya con otros fines, pues es muy cierto que á los hombres seduce el misterio.

Después de lo dicho, no deberá sorprender que las ondas sonoras penetren en lugares que no pueden los ojos invadir. Nadie ignora que podemos conversar con otra persona que se halle detrás de una puerta cerrada. La voz se transmite intacta en corrientes que pasan por canales tortuosos á través de los objetos, pero los simulacros de los seres no pueden circular de ese modo, porque los obstáculos que se les oponen los disgregan; en línea recta, se propagan lo mismo que las imágenes se ofrecen intactas en los espejos. Los sonidos pueden ser llevados en todas direcciones, porque de una vibración sonora se forman otras muchas, á la manera como la fugaz chispa ígnea se divide en varias que se dispersan. La voz, reproducida considerablemente, llena todos los sitios que están á nuestro alrededor, y pasa por todas partes; pero los simulacros sólo en línea recta pueden impresionar los ojos: por ese motivo nadie ve lo que hay encima de su cabeza, en tanto que ésta conserve su posición normal: si bien percibimos la voz, cualquiera que sea la dirección en que se emita, la distancia la desvanece, y al tocar nuestro oído llega confusa, por haber perdido las modulaciones características de cada palabra.

El proceso de las sensaciones gustativas es más complicado y de más difícil explicación. Como en la mano se exprime una esponja, así en el acto de la masticación extraemos de la materia alimenticia el jugo que desde luego penetra en los conductos absorbentes del paladar y en los sinuosos é intrincados que existen en la substancia porosa de la lengua: si esos jugos se componen de moléculas suaves y lisas, estimulan agradablemente los órganos del gusto al extenderse por toda la húmeda región del aparato lingual; pero si esas moléculas son ásperas, ofenden el paladar, tanto más fuertemente, cuanto mayor sea su rudeza. El placer que los sabores nos proporcionan tiene su asiento en el fondo del paladar; cuando los sucos estimulantes de la sensación gustativa, después de haber pasado por las fauces llegan al esófago, el placer desaparece, porque entonces quedan anuladas todas las cualidades sápidas de los alimentos y actúan las que sirven para la digestión, para la asimilación y para el útil entretenimiento del estómago.

Tratemos ahora de indagar por qué los mismos alimentos no convienen á todos los animales, ya que unos encuentran agradable y dulce lo que á otros molesta por amargo y áspero. Desde luego es notable que hay substancias muy útiles para el sostenimiento de algunos seres vivos, pero que son irremediablemente venenosas para otros; por el sólo contacto del humor salival humano, la serpiente se enfurece, y después de inferirse varias mordeduras muere entre congojas; para nosotros es veneno acre el eléboro que á las cabras y á las codornices nutre. Á fin de que puedas conocer el fundamento natural de esas diferencias, debes el recuerdo traer á tu memoria de lo que ya hemos dicho acerca de la distinta composición elemental de los cuerpos; si todos los animales en su forma exterior, en sus miembros, en su aspecto, son desemejantes y constituyen especies variadas, necesario es también que sean distintos sus principios integrantes, su estructura, sus vasos, todos sus órganos, su misma boca y aun su mismo paladar; lo que en unos sea pequeño, en otros será de gran volumen; lo triangular en éstos, será cuadrado, redondo ó de muchos lados en aquéllos; los conductos y sus orificios serán proporcionales, y las moléculas que en ellos se ingieran corresponderán á la figura de los órganos. Ha de haber un perfecto enlace entre la posición de los cuerpos elementales y la forma y movimiento de las moléculas, y, por tanto, la textura de los órganos de cada animal, y sus poros y sus venas han de guardar relación completa. Luego no es para extrañar el hecho de que unos hallen dulces substancias alimenticias que otros encuentran amargas, porque en los conductos del paladar de los primeros entrarán elementos muy finos, mientras que en los de los segundos se introducirán moléculas toscas, ásperas, que lesionarán las fauces.

Ahora te será fácil con estos datos resolver muchos problemas: así, cuando la abundancia de bilis origina fiebre, ó cuando cualquiera otra causa produce trastorno en el organismo, se experimentan los efectos del malestar en todo el cuerpo, sencillamente porque los elementos primarios cambian de posición; antes se hallaban dispuestos como convenía á la condición del ser que informan; ahora, dislocados, no funcionan regularmente y en ellos dominan influencias morbosas. Ya en otra ocasión hemos podido considerar que de la conjunción de elementos contrarios resulta el sabor de la miel.

Voy á explicar ahora el procedimiento seguido por las emanaciones odoríferas para influir en el aparato olfatorio. Necesario es que de los cuerpos se desprendan y se evaporen muchas partículas que inunden con sus efluvios extensos espacios, supuesto que los percibimos como provenientes de todas direcciones. En verdad, las aptitudes y los estímulos que con relación á los olores tienen los animales, han de ser variadas tanto como sus especies; las abejas, desde largas distancias son atraídas por el perfume de las flores apropiadas para la elaboración de la miel; el buitre es guiado por la fetidez cadavérica; el olor que deja en su fuga la fiera de hendida pesuña despierta la especial disposición de los perros; el cándido pato, guardador del romúleo alcázar, presiente por las corrientes del aire la aproximación del hombre. Así, por el olfato los animales se sienten obligados á buscar el alimento que les sea propio, y á huir de aquellos que les perjudiquen; de ese modo se conservan las razas vivientes.

Este mismo olor, pues, irrita las fosas nasales, y aunque las moléculas que lo producen tienen bastante alcance, no pueden ir tan lejos como las del sonido y la voz, y especialmente, según ya he dicho, como los simulacros que hieren los ojos y excitan la visión, porque aquéllas se esparcen, se propagan lentamente, se descomponen con facilidad en las auras y mueren con rapidez. Este fenómeno se realiza, en primer término, porque las emanaciones se originan sólo de la parte superficial de los cuerpos, y no admite duda que la energía de los efluvios de lo interior procede, como lo prueba el hecho de que más olor den los cuerpos que se fracturan, se machacan ó se descomponen al fuego; y en segundo lugar, se nota que las partículas estimulantes del olfato son más gruesas que las del sonido, por cuanto aquéllas no pueden penetrar á través de los muros, mientras que éstas fácilmente se transmiten. Demás de lo dicho, fácil es comprobar que las emanaciones odoríferas no dan á conocer el lugar en que se hallan los cuerpos de que dimanan; las auras los contrarían y marchan con lentitud ó se disipan; nunca proceden como diligentes mensajeros que llevan rápidas noticias de las cosas al sentido correspondiente: por esa causa muchas veces los perros pierden el rastro que siguen.

Y no solamente las emanaciones sápidas y olfatorias tienen acomodamiento desigual para los seres; también unas mismas imágenes y unos mismos colores impresionan de manera distinta á diferentes ojos, y aun á algunos produce afección dolorosa lo que á otros no molesta; por ejemplo, el gallo, que ahuyenta la noche con sus alas y saluda con vibrante voz la aurora, causa terror á los leones, que ante su presencia huyen, tal vez porque del cuerpo de aquella ave doméstica surgen substancias moleculares que se introducen en la pupila de los ojos del león, el cual, á pesar de su ferocidad, sufre con ellas dolor fuerte é irresistible; sin embargo, á nosotros no nos causan daño, bien porque las mencionadas partículas no tienen acceso en nuestros ojos, bien porque si en ellos penetran encuentran fácil salida sin ofender nuestro aparato visual.

Aprende ahora, pues, aprende á conocer en pocas palabras las substancias que mueven el ánimo, de dónde proceden y cómo á él llegan. Primeramente digo que en toda la extensión del espacio vagan y giran de variados modos innumerables y muy tenues simulacros de las cosas, los cuales al encontrarse en las auras fácilmente se coaligan, como los hilos de araña y las hojuelas de oro; es su levedad aún mayor que la de las efigies, cuyas finísimas partículas tocan en los ojos y motivan la visión, y de seguida penetran por el aparato visual, mueven la íntima naturaleza del ánimo y excitan de éste la potencia sensible; merced á ese proceso podemos representarnos Centauros, personificaciones de Escilas, triplicadas cabezas de cerberos, y aun imágenes de personas cuyos huesos cubre ya la tierra. En todas partes existen simulacros de variadas especies; unos que espontáneamente se forman en el aire, otros que son procedentes de las cosas y fuera de ellas se combinan de múltiples modos: ciertamente la imagen del Centauro no responde á ningún ser real, porque nunca ha existido un animal de su figura; pero las imágenes del hombre y del caballo pueden fácilmente encontrarse, y unirse como antes he dicho, á causa de su naturaleza sutilísima, apropiada para conjunciones sutiles. De manera igual se han formado otras representaciones; porque los simulacros por su agilidad se mueven instantáneamente y con su delicado impulso pueden mover la acción del ánimo, dotado también de admirable movilidad y de sutileza extrema.

Fácilmente puedes comprender la manera cómo se realizan esos hechos de que ya he hablado, si consideras que nuestros ojos son capaces de ver lo que en nuestra alma se halla, supuesto que la percepción de la imagen y la representación en nuestra alma son dos instantes de un mismo fenómeno; y si no podemos ver leones, como ya he dicho, sino por medio de simulacros que nuestros ojos impresionen, lícito ha de ser pensar que los simulacros de los leones llegarán á nuestro entendimiento como otros de la misma especie tocan á nuestros ojos, si bien aquéllos deben ser más tenues que los segundos. Y no por otra razón es posible que el ánimo se halle vigilante cuando el sueño abate los miembros, á no ser porque los simulacros estimulen nuestro ánimo lo mismo que si estuviéramos despiertos, y así, dormidos nos figuramos ver á personas que llegaron al término de la vida y de las cuales se apoderó la muerte. En la Naturaleza se realizan esas ilusiones por causa del profundo sueño de los sentidos que imposibilita á éstos para conocer la verdad, y del abatimiento de la memoria que, adormecida, no distingue que pertenece á la muerte algo de lo que la imaginación nos da revestido con las apariencias de la vida.

Tampoco debe extrañar que los simulacros se muevan y al parecer agiten con regularidad los brazos y otros órganos; forman una imagen más fugaz que el mismo sueño, porque en éste, apenas una primera ilusoria efigie se disipa, otra quizá muy diferente le sucede, tal vez sin solución de continuidad, y por esta causa varias imágenes sucesivas parecen una sola que cambia y varía repentinamente de gesto. Aún respecto á este orden de ideas tenemos que hacer muchas indagaciones y muchos puntos obscuros tenemos que aclarar si deseamos exponer con claridad el asunto que ahora nos preocupa.

Averigüemos antes de todo la causa de los deseos que en el alma se despiertan y de las determinaciones que ésta adopta entre dos extremos. ¿Acaso los simulacros, obedientes á las excitaciones de nuestro apetito, combinan imágenes á nuestro gusto? ¿Quizá la Naturaleza para complacernos forma en nuestra mente, sin la presencia de objeto, fantásticas efigies del cielo, de la tierra, de los mares, de asambleas, ceremonias, festines y combates, y tal vez las crea en la misma región y en el mismo lugar donde el ánimo encuentra cosas muy diferentes?

En verdad, cuando en sueños distinguimos simulacros que marchan acompasadamente, que emplean los miembros con gallardía, que usan con ligereza las extremidades torácicas y abdominales y que acompañan esos movimientos con gestos adecuados, ¿hemos de suponer que han aprendido un arte á cuyas reglas sujetan sus juegos nocturnos; ó más acertadamente creeremos que en nuestra imaginación se presentan confundidos muchos instantes diversos, como sucede con las palabras de un discurso que en gran número se juntan en sucesión apenas diferenciada por los sentidos, pero discriminada por la razón? De igual modo se presentan confundidos simulacros de muy variadas formas y especies relativas á circunstancias múltiples de tiempo y de lugar: ¡tanta es su movilidad y tanto es su número! Y como la tenuidad de esas partículas es muy grande, el ánimo para distinguirlas necesita concentrarse: todas las imágenes que una vez han sido presentes para el ánimo han desaparecido si éste no se ha dispuesto para retenerlas; con esta última condición podemos ver en lo futuro alguna cosa ya pasada, y así en efecto sucede.

¿No observas que cuando queremos ver objetos muy pequeños tenemos que fijar en ellos los ojos con atención sostenida, porque de lo contrario no llegaríamos á adquirir de los mismos una bastante representación? Y si para conocer las cosas que tenemos presentes necesitamos predisponer el ánimo á fin de que éste las contemple como si hubieran estado siempre á largas distancias, y este es un hecho comprobado por la experiencia de todos los días, ¿debe admirar que los simulacros, aun cuando existan, sean perdidos para el que no los estudia? No pocas veces aumentamos en la fantasía el tamaño de los signos de las cosas, y de este modo caemos en error y el ánimo se engaña.

Muchas veces en sueño vemos que de repente mudan las imágenes y el sexo á que pertenecen, hasta el punto de que en ocasiones una hermosa mujer se transforma en hombre: cambian el semblante y la edad. Y no debe sorprendernos esa metamorfosis, porque es lo cierto que el sueño y el olvido se parecen. En todo lo que se refiera á las ilusiones que fácilmente nos forjamos, debes proceder con mucha cautela para no incurrir en error: no creas que las pupilas de los ojos, claras y luminosas, fueron creadas precisamente para que nos sirvieran de órganos auxiliares de la visión; ni que las piernas descansan en los piés á fin de que alarguen los pasos que éstos inician; ni que los brazos se ostentan provistos de robustos músculos y terminan en manos obedientes para que realicemos los usos á que los destinamos en la vida.

Quien de ese modo interpretara los hechos que ve y ejecuta, daría pruebas de no haber comprendido las causas y los efectos del orden universal; no se hicieron los miembros para los usos á que los destinamos, sino hemos adquirido costumbres adecuadas á nuestros órganos: antes de ver no hubo ojos, como no se formaron palabras antes de que hubiera lengua que las modulase; por lo contrario, la existencia de la lengua precedió en mucho á la combinación de idiomas; antes de que hubiera sonido existiría el oído, y todos los miembros han de haberse adelantado al uso que de ellos hacemos, porque es indudable que no surgieron para un fin predeterminado.

De toda certeza es que los hombres sostuvieron combates á puñadas y se lastimaron y se hirieron antes, mucho antes de que luciente flecha rasgara el aire; la Naturaleza había enseñado al hombre á evitar las heridas antes de que el arte suspendiese del brazo izquierdo el defensivo escudo; más antigua es la necesidad de entregar el cuerpo al reposo que la fabricación de los mullidos colchones de nuestro lecho; ya se sabía mitigar la sed antes de que se inventara el vaso: todos los descubrimientos han sido fruto de la experiencia y se han hecho bajo la inspiración y para satisfacciones de la necesidad. Luego si los sentidos y los órganos que les sirven de instrumentos fueron anteriores á las funciones que desempeñan, podemos decir repetidas veces que no se formaron para que sirvieran de utilidad.

Tampoco debe nadie admirarse de que los seres animados busquen los alimentos que más se adaptan á su naturaleza. Ya te he dicho que de los cuerpos fluyen y brotan numerosas moléculas en cantidad proporcionada al movimiento que los mismos desarrollan: por la transpiración, desde lo más íntimo del organismo, salen muchas; otras por la boca se escapan en la respiración anhelante. Esas derivaciones continuas representan pérdidas que abaten el cuerpo hasta sumirlo en postración seguida por cierto dolor estimulante que obliga al ser vivo á buscar los alimentos necesarios para calmar las molestias sufridas, para reponer las fuerzas gastadas y para renovar las energías de los miembros y de las venas; también los fluidos se reparten por el cuerpo, y con su humedad se calman los ardores provocados por la combustión efectuada en el estómago, y se restringe el fuego que trata de invadir el organismo: de esta manera se apaga la ardiente sed y se calma la famélica ansiedad.

Ahora trato de inquirir la causa que nos permite andar y mover nuestros miembros de varios modos, con sujeción á nuestra voluntad, agente que impulsa la pesada masa de nuestro cuerpo; escucha, pues, mi discurso. Digo que los simulacros rozan nuestro ánimo, y, como ya expuse más arriba, le comunican cierto movimiento, del que se originan las determinaciones volitivas, que son requisito indispensable de todo lo que se proyecta ó se ejecuta; luego la formación de la imagen ante la presencia del objeto, es la primera condición para todo hacer. En cuanto el ánimo se resuelve á seguir una dirección, la energía del alma, que extendida está en los órganos y en los miembros, compele á éstos; el fenómeno se realiza sin dificultad, porque siempre el alma, unida al cuerpo, impulsa á éste, que se pone en movimiento y avanza; también el aire, que nunca deja de agitarse, en cumplimiento de su propia función, penetra en los dilatados poros del cuerpo activo, y va á esparcirse hasta por las más pequeñas partes del ser. Hay, pues, dos clases de substancias que imprimen al cuerpo el movimiento, como dos fuerzas combinadas, la del viento y la de las velas, son las que ponen en marcha la nave. Y no debe sorprender el hecho de que elementos delicadísimos puedan mover y conducir á su arbitrio el cuerpo con toda su gravedad: también el ligero viento, á pesar de su composición tenuísima, puede empujar velozmente una pesada nave, á la cual una sola mano rige en el mar, por arrebatado que esté, y un solo timón da la dirección conveniente: de igual modo las gruas y los tornos elevan masas enormes, aunque sean movidas por un débil esfuerzo.

Ahora, para explicarte el modo con que el sueño difunde la quietud por los miembros y expulsa los temores del ánimo, emplearé dulces, aunque pocos versos, pues más grato es el débil cantar del cisne que el graznar de las grullas, oído hasta en las nubes. Concédeme atento oído y ánimo reflexivo, y no rechaces sin meditación las razones que voy á exponerte, ni con prevenciones caprichosas niegues demostradas verdades: tuya, de todas maneras, será la culpa, si no adquieres aptitud para discernir con acierto.

Cuando la energía anímica dispersa por los órganos llega á descomponerse, de tal modo que una parte de ella sale fuera del cuerpo, mientras que otra parte en el interior de éste se condensa, el sueño sobreviene. En este caso, las relaciones que entre los miembros existen se quebrantan, y todos éstos caen en laxitud: el alma nos da las sensaciones, pero no puede privarnos del sueño sin que la misma substancia pensante ó racional se perturbe y sea lanzada fuera del organismo, aunque no completamente, porque el frío de la muerte se extendería por todo el ser, si en él no quedaran, como ascua entre cenizas, partículas del alma que pudieran esparcirse en los miembros á manera de súbita explosión, como del fuego latente surge la llama. Pero ahora voy á explicarte las causas que producen languidez para el cuerpo y turbación para el alma; procura que yo no vierta mis palabras en el viento.

En primer lugar, es evidente que el cuerpo, siempre en contacto con las auras aéreas, ha de recibir de éstas en su parte exterior repetidos rozamientos, que puede sufrir sin contrariedades por estar cubierto de cuero, de cerda, de concha, de piel callosa ó de cáscara; y en su parte interior ha de sentir el aire aspirado que luego por la espiración exhala; así el cuerpo, batido por dentro y por fuera, recibe choques á través de los poros hasta en sus elementos primarios constitutivos, y experimenta poco á poco abatimiento y cansancio. De este modo conturbados y dislocados de su posición normal los principios integrantes del ser, el alma se fracciona en partes, una que del cuerpo sale, otra que oculta permanece en lo interior de éste y otra que se esparce por todos los órganos; y no pueden reunirse las tres ni ejercer movimientos mutuos, porque la Naturaleza les ha cerrado las entradas y los caminos: consecuencia de este desorden es el desvanecimiento de la sensación. Cuando este caso llega, el organismo pierde su vigor, el cuerpo se debilita, languidecen todos los miembros, los brazos y los párpados decaen, las piernas se abaten extenuadas, las fuerzas desaparecen.

Y en segundo lugar, si después de la comida sobreviene el sueño, es porque el alimento cuando se distribuye disuelto en las venas, produce en éstas un efecto parecido al que en las mismas engendra el aire; el sueño es pesado cuando al dolor del hambre sigue el placer de la satisfacción, porque entonces son muchos los elementos que se reunen para activar las funciones de la vida: en esta ocasión el alma penetra en el cuerpo con mayor intensidad, se manifiesta al exterior con mayor amplitud, y sus elementos componentes más se apartan y más se esparcen.

Las cosas que más nos inquietan durante el sueño son las que constituyen especialmente nuestras habituales ocupaciones, las que más tiempo nos han entretenido, las que más han solicitado nuestra atención. Entonces el abogado instruye causas é interpreta leyes, el general trata de combates y de asaltos, el piloto lucha con el desencadenado viento y yo indago las causas del orden universal para enseñar á mis conciudadanos los secretos de la Naturaleza; otros hombres, en fin, mientras están dormidos, tienen la ilusión de varios estudios y de artes varias. Aquellos que frecuentan los espectáculos públicos, durante mucho tiempo conservan como introducidos en su alma los simulacros de las impresiones recibidas en las fiestas á que asistieron: ven reproducidos en su imaginación los mismos ejercicios, y aun en estado de vigilia se representan el bailarín que salta y mueve el flexible cuerpo, los acordes sonidos de la lira y el dulce lenguaje de las cuerdas; creen asistir á las mismas reuniones á que en alguna ocasión han concurrido y se figuran reproducidas las escenas que una vez presenciaron: ¡grande es el poder que la voluntad crea, el uso desarrolla y el hábito afirma entre los individuos de la especie humana lo mismo que entre los animales! Pueden verse caballos briosos que en profundo sueño sumidos se estremecen, se cubren de sudor, se mueven con inquietud y dan fuertes resoplidos, como si en su imaginación vieran expeditas las puertas del circo y desearan lanzarse por ellas en busca del premio de la victoria: no pocas veces se ven perros de caza que en sueño se agitan bruscamente, aullan, aspiran con ansia el aire como si buscaran el rastro de las fieras, y aun en ocasiones, al despertar en ese estado, corren detrás de los simulacros de ciervos que se figuran fugitivos, hasta que recobran la posesión de sus sentidos y se desvanecen sus errores; la mansa especie de los cachorros, acostumbrada al domicilio de sus dueños, de repente abre sus ojos, sacude el sopor que la embarga y asustada se pone de pié como si delante se le ofreciera un desconocido rostro del que tuviera que defenderse; porque tanto más incomodan las imágenes cuanto más ásperos son los elementos que las forman: por último, algunas aves, entregadas á sosegado sueño sin duda se figuran que otras rapaces se dirigen contra ellas para destruirlas entre sus garras y devorarlas en el acto, cuando de repente se lanzan presurosas en vuelo rápido y buscan refugio en los impenetrables bosques.

¡Y cuán variados movimientos agitan profundamente el alma humana! Mientras duermen, unos hombres combinan proyectos y realizan grandes empresas; otros dan batallas, vencen reyes, caen prisioneros; no pocos exhalan clamores, como si fueran degollados; muchos se quejan y profieren dolorosos gemidos, porque se imaginan que se hallan entre los dientes de una pantera ó que son despedazados por león implacable; algunos se denuncian en sueños por faltas cometidas; éstos se creen ya esclavos de la muerte; aquéllos se figuran que desde elevados montes son precipitados á un abismo y se despiertan asustados y como fuera de juicio hasta que recobran lentamente su tranquilidad; un sediento piensa que se halla junto á un río ó en las proximidades de amena fuente y que bebe el agua en abundantes sorbos; los niños, muchas veces bajo el sueño, se creen próximos á pila ó vasija conveniente, se levantan los vestidos y dejan escapar de su cuerpo líquidos sobrantes que manchan el magnífico esplendor de las bordadas estofas. También aquellos jóvenes para quienes empieza á surgir el vigor de la edad y á sus miembros da el tiempo gérmenes fecundos ven simulacros de varia especie que representan figuras bellas de color y de forma, las cuales despiertan deseos y producen efusiones que dejan abundantes señales en las ropas. Cada objeto ejerce influencia sobre su órgano propio, y solamente la imagen humana tiene poder para obligar al germen humano á escaparse de su natural residencia.

El fluido generador, como antes he dicho, ejerce en nosotros cierto influjo cuando la edad adulta fortalece los órganos: entonces se reparte por todo el cuerpo, se acumula en los nervios é irrita los aparatos propios que determinan arranques pasionales de amor ansioso de emociones tranquilizadoras. En los combates se lucha cuerpo á cuerpo, salta la sangre de allí donde se dirige enconado golpe y el vencedor tan cerca de la víctima se halla que puede sacar manchado su vestido.

Así, pues, el que recibe el dardo punzante de Venus, ya sea éste lanzado por mancebo de afeminada apariencia, ya por mujer que provoque amor con todo su porte, desea aproximarse á quien lo hiere para colmarlo de halagos: de este modo se despierta la pasión, que no es otra cosa más que el ansia de conseguir un goce apetecido: ese deseo, llamado Venus, lleva también el nombre de amor, penetra gota á gota en el corazón y nos inunda con suaves dulzuras y férvidos cuidados; pues aun cuando esté ausente la persona á quien amemos los simulacros suyos estarán con nosotros y llevaremos su grato nombre en los oídos.

Pero si los simulacros encienden en nosotros exagerada pasión, debemos huir de ellos, separarnos de todo lo que favorezca su concentración, y distraer nuestra inteligencia entre objetos varios: si una exclusiva pasión nos produce cuidados y tormentos que pueden acortar nuestra vida, porque obra como llaga que se amplía por momentos, ó como frenesí que aumenta por grados, ó como enfermedad que se agrava incesantemente, es necesario que se busquen nuevas emociones para apaciguar la anterior, y en una prudente inconstancia hallar medios para dar al sentimiento rumbo distinto.

No se priva de las dulzuras de Venus aquel que evita el amor; por lo contrario, obtiene frutos sin pasar quebrantos; pueden los individuos sanos alcanzar dichas completas, pero no aquellos miserables que tienen la razón trastornada, fluctúan con frenético ardor, fijan sus ojos y no distinguen, lastiman con sus manos crispadas y hacen daño con sus labios convulsos: todas esas rabiosas manifestaciones son incompatibles con el verdadero amor; pero Venus con delicias quebranta las penas y ahuyenta las amarguras. Se espera equivocadamente que tenga poder bastante para apagar la llama del amor el mismo ser que ha podido encenderla; pero esa pretensión es contraria al orden natural: es el amor un vivo afán que más se excita cuanto más se lisonjea. Cierto es que las substancias alimenticias sólidas ó líquidas, al asimilarse á nuestros órganos fácilmente matan la necesidad que de ellas tenemos; pero un semblante agraciado y un color bello no dan de sí más que simulacros tenuísimos que solamente producen una vaga esperanza con facilidad desvanecida en el aire: como el sediento se esfuerza en beber durante el sueño y no consigue extinguir la sed en que sus miembros arden, porque los simulacros del agua no llegan á sus labios aunque el necesitado se imagina que se halla dentro del agua, así Venus burla con los simulacros á los apasionados que no pueden apagar su deseo con la mera contemplación del objeto que aman; ni tampoco mediante el movimiento de las manos que errantes vagan inciertas por el cuerpo amado como si en él buscaran algo que los satisficiera.

Finalmente, cuando en la flor de la edad se unen dos amantes y el cariño los aproxima ante la presencia de Venus que preside la fecundación femenina, se estrechan y se halagan como si quisieran ambos confundirse en una sola alma y en solo un cuerpo; crecen sus arrebatos amorosos y sus violentos ardores, que se resuelven en efluvios de delicias; pero los afanes que se amortiguan por la satisfacción renacen después de corta pausa; vuelven el mismo frenesí, el mismo furor y la misma rabia; los amantes anhelan llegar al fin que los atrae; pero no encuentran medio de extirpar el mal que padecen, hasta que desfallecidos caen agobiados por oculto fuego que los consume ó por dardo penetrante que los hiere.

Añádase, además, que las fuerzas se consumen agotadas por anhelos eróticos; que se pasa la vida sujeta á ajena esclavitud; que se extingue la fortuna, y después se contraen deudas; que el crédito se pierde; que los deberes se olvidan; que se cae en la deshonra: se adquieren perfumes, lindo calzado procedente de Sición, joyas de oro y de verde esmeralda, ropas delicadas que se humedecen con el sudor de la persona amada; los bienes que los antepasados supieron juntar y legaron á sus herederos se disipan en fajas, tocas, estofas de Malta y de Cea, opíparos banquetes, dulces vinos, suaves perfumes, recreos, guirnaldas y coronas; y á pesar de tantos dispendios nada es bastante para endulzar la amargura que se experimenta, y de cuyo fondo surgen flores que se convierten en espinas, ya porque la propia conciencia acusa de que se lleva una vida ociosa ó perjudicial, ya porque alguna frase equívoca de la persona amada penetra hasta el fondo del corazón, ora porque en sus ojos se descubre una mirada furtiva en favor de un rival, bien porque en su fisonomía se cree hallar alguna vez una expresión de mortificante menosprecio.

Si grandes son los males que nos acarrea una pasión correspondida, mayores son los que trae consigo un amor desgraciado: es, pues, conveniente, vivir alerta para librarse de tantos peligros. Más fácil es precavernos de las celadas de amor, que romper las mallas de su red y cortar los apretados nudos con que Venus las estrecha.

Pero aun cuando ya estés dominado por el amor, todavía podrás librarte de su imperio si quieres dejar de ser esclavo y observar con ojos serenos los defectos del cuerpo y los vicios del ánimo de la persona que te subyuga. Bien sé que los hombres ofuscados por la pasión atribuyen á la beldad amada todas las perfecciones imaginables que seguramente no tiene; hasta las mujeres viciosas y repugnantes reciben mimos, respetos, atenciones y caricias de algunos hombres. Tales individuos se escarnecen los unos á los otros, se aconsejan mutuamente para pedir á Venus que los libre de su extravagante amor, y los miserables, que ven el ajeno mal, ni siquiera aciertan á comprender sus propios errores. Si la mujer amada es muy morena, para el enamorado es trigueña agraciada; si es sucia y exhala mal olor, es poco aficionada á afeites; si tiene los ojos azules, es rival de Palas; si nerviosa y seca, es como la corsa de Menelao; si enana, es una de las tres Gracias, toda encantos; si larga y desproporcionada, es la personificación de la majestad; si torpe de lengua, no quiere hablar; si muda, prudente es; si colérica y charlatana, es luz perenne; si de enfermiza constitución, es delicada; si peligrosa tos padece, es una dulce hermosura; si es gorda y de pechos abultados, es Ceres amante de Baco; si chata, es como los sátiros; si de labios gruesos, es encantadora. Jamás terminaría si hubiera de relatar todo lo que se dice en este género.

Pero aun cuando posea todas cuantas bondades quiera suponérsele y tenga de Venus toda la gracia y la belleza, ¿será la única de su especie? ¿No habrá vivido antes el mundo sin ella? ¿No estará sujeta á las mismas necesidades que afligen á las más feas, y la infeliz no se impregnará de fétidos olores que harán á los fámulos huir, al mismo tiempo que se burlan furtivamente de la hermosa?

El amante que tiene prohibida la entrada en la casa de su deidad coloca en las puertas coronas y flores, perfuma el umbral con valiosos ungüentos para ver si consigue ablandarlo y besa el inflexible quicio; pero si al cabo llega á penetrar y de ciertos olores siente algún vestigio, inmediatamente busca un pretexto para ausentarse, olvida las quejas que por tanto espacio de tiempo lanzara y se acusa de loco por no haber considerado antes que á ningún mortal pueden suponerse dones incompatibles con su naturaleza: nuestras beldades saben á qué atenerse respecto de este asunto, y ocultan con exquisito cuidado á aquellos á quienes pretenden ligarse con vínculos de amor muy estrechos, todo lo que se refiere á escenas íntimas de la vida faltas de pulcritud; pero inútilmente las ocultan, porque sin duda, cualquiera puede suponerlas mentalmente; quizá por este motivo hay mujeres amables y no fatuas que en ocasiones dadas te sabrán tolerar algunas faltas propias de la humana flaqueza.

No siempre, aunque sí algunas veces, la mujer suspira amor sin fingimiento: en esa ocasión, estrechada al cuerpo de su amante, ofrece á éste sus húmedos labios y con transportes solicita un largo espacio en la carrera del amor: de igual modo hay momentos en que todas las hembras, lo mismo las volátiles que las terrestres, las feroces que las mansas, con docilidad se someten á los férvidos ardores de sus compañeros. La Naturaleza impone esta sumisión de la que resultan fecundos goces. ¿No ves algunas veces que se martirizan aquellos á quienes une mutuo deleite? ¿No ves en los trivios cómo luchan para divorciarse canes enlazados por atracciones genéticas? Este caso nunca se daría si un mutuo instinto de común placer no los hubiera hecho sus cautivos.

Al recibir el seno de la mujer la influencia generadora masculina, la descendencia adquiere mayor semejanza con el padre ó con la madre, según de quien proceda la mayor suma de principios generativos; pero si tiene parecido con los dos, señal es de que, excitado el organismo de ambos con igual energía, uno y otro aportaron los mismos elementos para la obra común: se da el caso de que las personas se parecen á sus abuelos cuando los padres en su constitución han reunido principios materiales, dispersos en su inmediata ascendencia. Por este procedimiento, Venus reproduce las facciones de los antepasados, su voz, su cabello, su estatura; y este hecho es una prueba de que los seres constan de elementos fijos. Da origen el padre al sexo femenino y al varonil la madre: cierto es que la prole consta de gérmenes del uno y de la otra; pero en todo caso hay un principio dominante, derivado ya de la mujer, ya del varón.

Ni evitan númenes divinos la reproducción de los seres ni se oponen á que reciba el dulce nombre de padre ningún hombre, ni tienen eficacia las súplicas dirigidas á Venus, como suponen los ilusos que vierten sangre de sacrificios en los altares y dedican obsequios á dioses, mientras que piden abundantes medios para que su matrimonio sea fecundo. Se fatigan inútilmente con tales súplicas y tales ofrendas: es inevitable la esterilidad cuando la simiente es muy densa ó demasiado tenue; si es débil resulta inútil por falta de adherencia; si es crasa tiene gravedad inconveniente para la invasión de las células apropiadas y para la identificación consiguiente en ellas. Es indudable que para la eficacia de las funciones regidas por Venus son necesarias condiciones de adaptación entre los esposos: no todos los enlaces producen el mismo resultado: mujeres hay que han sido estériles en varios himeneos, y al celebrar otro, han podido rodearse de numerosos juguetones hijos; y también hay hombres que no han logrado sucesión con varias compañeras, y de un nuevo contrato han conseguido varios hijos que les alegren su vejez. Estos hechos, por su repetición, prueban que el humor espermático masculino y femenino debe tener adecuidad y no ser más craso ni más tenue que lo conveniente para que su conjunción no sea baldía. Los alimentos contribuyen mucho á la calidad del fluido generador, pues con unos se forma pesado y denso y con otros suave y ligero; y, por último, en los efectos de la función influye la forma de realizarla; según dicen, ésta es más eficaz more ferarum quadrapedumque ritu, porque la eyaculación se facilita cuando el pecho femenino está inclinado y alzada la región lumbar. Ciertos movimientos impúdicos son perjudiciales para la generación; hay cansancio inútil, fuerzas perdidas, la reja del arado fuera del surco, la simiente arrojada en terreno yermo: hagan lo que gusten las meretrices para producir mayores alucinaciones y para evitar resultados futuros, pero nuestras esposas no deben caer en deshonestidades.

La mujer menos hermosa consigue hacerse amar sin la intervención de dioses y sin las saetas de Venus; pues una conducta morigerada, unos modales dignos y un cuidado honesto de su persona harán apetecible su trato; después el hábito creará el amor. Golpes sucesivos, aunque débiles, triunfan de los cuerpos duros: ¿no ves de qué manera gotas de agua que sin cesar caen, al cabo de algún tiempo llegan á horadar las peñas?

Libro quinto

¿Quién puede cantar dignamente con inspirado estro en honor de tales asuntos y de investigaciones tales? ¿Quién tiene bastante elocuencia para expresar los elogios que merece el esclarecido genio del que nos enriqueció con dones tan preciados? Nadie, pues creo que varón tan ilustre no tuvo mortal naturaleza, y todo el que aprecie la sublimidad de su obra sin duda habrá de exclamar, ínclito Memmio: «Un dios fué, un dios el que descubrió las causas de la vida cuyo conocimiento se llama ahora Sabiduría, el que por arte propia separó nuestra existencia de las agitadas olas y profundas tinieblas que la rodeaban y la transportó á mar sereno por clara luz iluminado.»

Compara con las suyas las empresas antiguas realizadas por otros que se estiman como dioses. Ceres, según dicen, dió á los hombres los cereales y Baco el vino; dos regalos sin los cuales bien podríamos vivir, como pasan muchas naciones que aun hoy mismo no los poseen; pero nadie puede ser feliz si carece de virtudes, y por tanto, debe ser considerado como dios supremo aquel que entre las gentes divulgó lecciones que endulzan las amargas aflicciones de la vida.

Si pensaras que Hércules por sus trabajos merece tan distinguida preferencia, te colocarías á mucha distancia de la razón: ¿qué terror pueden causarnos hoy el león de Nemea con su inmensa boca siempre abierta, y el horrendo jabalí de Arcadia? ¿qué valdrían en nuestro tiempo el toro de Creta y la hidra de serpientes venenosas que representa la peste de Lerna? ¿qué importancia tendrían para nosotros la triple fuerza del tricorpóreo Gerión, y los caballos de Diómedes que por la nariz lanzaban fuego en Tracia, en la comarca de Bistania próxima al monte Ismaro? ¿y las temibles garras de las aves que habitaban las riberas del lago Estínfalo en Arcadia? ¿y el furioso dragón de encarnizados ojos que enroscado en el árbol correspondiente guardaba las manzanas de oro del jardín de las Hespérides, situado en el litoral Atlántico, á cuyos puertos ni nosotros ni los Bárbaros pretenden arribar? ¿qué daño nos podrían causar los otros monstruos de parecida especie si vivieran hoy como eran antes de ser vencidos? Creo que ninguno: en toda la tierra hay animales feroces que invaden los elevados montes y las profundas selvas, y fácilmente podemos evitar su arriesgado encuentro.

Pero si los vicios penetran en el corazón ¡qué rudas batallas nos dan y qué peligros nos crean! ¡Cuántos anhelos, temores é inquietudes produce la sórdida avaricia! ¡cuántos males corroen nuestra alma evocados por la soberbia, la deshonestidad, la petulancia, la ociosidad y el lujo!

Y el haber subyugado á tantos enemigos, no con el empuje de las armas, sino con las enseñanzas de la razón, ¿no es motivo suficiente para que un hombre sea colocado entre los dioses? Pero hizo todavía más: habló divinamente acerca de los dioses inmortales y puso de relieve ante el mundo los arcanos de la Naturaleza.

De este genio he de seguir la senda, y desde luego continuaré la exposición de mis razonamientos, destinados á patentizar que tienen todos los seres criados una cierta necesaria duración, porque nada hay que pueda substraerse á las leyes de la vida. He tratado ya del alma, que se forma con el cuerpo y no puede ser eterna, y también de los simulacros ó imágenes que en sueños se nos presentan como sombras de personas que han existido y nos asustan: ahora el orden exige que te hable de la creación y descomposición del mundo; acerca de las atracciones y repulsiones de los cuerpos simples que han podido originar la Tierra, el Cielo, el Mar, las Estrellas, el Sol y el globo de la Luna; de qué modo nacieron los animales terrestres y tenemos representaciones de otros que nunca han existido; de la manera cómo los individuos de la especie humana comenzaron á comunicarse mediante la palabra modulada por inflexiones de la voz; de cómo el temor de lo ignorado engendró en nuestra alma la idea de los dioses y dió motivo para la invención de los sagrados bosques, lagos, templos, altares y simulacros de los númenes.

Te explicaré, además, las causas del curso del Sol y de los movimientos de la Luna y de la energía con que la Naturaleza gobernante los dirige, para que no entiendas que entre el Cielo y la Tierra han surgido por libre determinación de ellos mismos y bajo la inspección de dioses con el fin de favorecer el desarrollo de los animales y de los frutos. Muchos hombres que llegaron á considerar imposible la existencia de esas divinidades en las regiones celestes, cuando tratan de conocer la marcha regular del Universo, y especialmente en lo que se refiere al etéreo espacio, empujados por su ignorancia se despeñan de nuevo en las obscuridades profundas de las religiones y consideran cómodo admitir los tiranos dioses que á su gusto reparten el bien y el mal: los desgraciados no saben distinguir entre lo que puede ser y lo que no puede ser, y no conocen que todo lo existente en cierto grado participa de la potencia universal.

Ahora, pues, para no cansarte más con promesas, observa primeramente los mares, las tierras y el cielo, tres cuerpos que son, ¡oh Memmio! de naturaleza desemejante, de especie diferente, de textura diversa, pero que serán arruinados en un día y así quedará deshecha la máquina del mundo, por tantos años conservada. No se me oculta lo extraña que parecerá la teoría de la subversión futura y lo difícil que me ha de ser la divulgación de verdades nunca enunciadas y que no pueden comprobarse con los sentidos, únicas puertas por donde es posible que la evidencia penetre en nuestra alma; pero las expondré, á pesar de estos inconvenientes, pues quizá no esté muy lejano el día en que pruebas claras apoyen mis enseñanzas, y aun tal vez que nuestro mundo llegue á trastornarse entre convulsiones: ¡ojalá no sucedan así las cosas, y no sean los hechos sino la reflexión despertada por mis ideas el medio que te demuestre que es posible la demolición del mundo!

Antes de que empiece á explicarte las leyes en que descansa el orden universal, leyes más sagradas y más ciertas que los oráculos dictados por la Pitonisa de laurel coronada y subida en el trípode apolónico, voy á ofrecerte algunas consideraciones que tu ánimo levanten: no caigas en la debilidad de creer que en consonancia con lo que las religiones dicen, la Tierra, el Sol, el cielo, el mar, las estrellas y la Luna sean cuerpos divinos que han de permanecer como ahora se muestran, eternamente, y que son impíos como los Gigantes, y merecedores de horribles penas aquellos malvados que afirman la posibilidad de que se deroguen los fundamentos del mundo, se apague el rutilante luminar del día y mueran los llamados seres inmortales.

Tan distantes se hallan de la condición divina esos cuerpos y tan indignos son de figurar colocados entre los dioses, como que, según cuanto puede comprenderse, constan solamente de una materia bruta incapaz de sensaciones; porque no puede suponerse que á todos los cuerpos sea dado poseer alma inteligente y sensible: así como no pueden existir árboles en el aire, nubes en el mar, peces en el campo, en la madera sangre y savia en la piedra, de igual modo no puede nacer alma sin cuerpo ni existir sin nervios y sangre, porque el orden consiste en la determinación de cada ser con arreglo á sus condiciones constitutivas; y si otra cosa fuera posible, también sería fácil que el ánimo surgiese en la cabeza, en los hombros ó en otra parte del cuerpo, si de cualquier modo estaba en el mismo individuo, en el mismo vaso; pero como ya sabemos que el ánimo y el alma crecen y se desarrollan en esfera propia, no tenemos razón para afirmar que fuera de los seres animados puedan existir, ya sea en las profundidades de la Tierra ó en el fuego del Sol, ya en las masas de agua ó en la extensión del aire. Luego no tan solamente aquellos cuerpos carecen de esencia divina, sino también de sensaciones que les den vitalidad animada.

Y por este motivo no debes creer que en alguna parte del mundo haya mansiones destinadas para residencia de númenes: si éstos son delicadas substancias que los sentidos no pueden percibir y la inteligencia apenas comprender, y si escapan además á nuestro tacto, deberán tener relaciones con algo que del orden sensible exceda, porque no puede tocar lo que es incapaz de ser tocado. Luego la morada propia de los dioses debe ser muy diferente de la nuestra y tan sutil como su cuerpo; afirmación que en otro lugar te demostraré extensamente.

Decir, pues, que para bien de los hombres quisieron los dioses formar el mundo y que por este favor les debemos gratitud; pensar que eterno es é inmortal ha de ser lo existente; añadir que es un crimen aportar razones encaminadas á probar que es destructible ese edificio labrado por inteligencia divina, y fingir otras invenciones de esa especie ¡oh Memmio! es delirar. ¿Qué beneficio habría de producir á los inmortales nuestra gratitud, para que ese incentivo los moviera á realizar una obra destinada solamente para nuestra dicha? ¿Qué motivos podrían tener los dioses que desde toda eternidad habían vivido en reposo, para concebir deseos de cambiar de vida en un momento dado? Aspira á una mudanza de posición aquel que en su antiguo estado se encuentra mal; pero el que no ha sufrido nunca daño y en serenidad pasa ilimitado tiempo, ¿cómo puede sentir impulsiones para alterar su calma? Y si la eternidad yacía en triste confusión hasta que brilló el origen creador de las cosas, á nosotros ¿qué mal podía causarnos el no haber nacido? Puede apetecer la vida el que felicidades goza desde que participa de ella; pero el que nunca gustó delicias, ¿qué pierde si no es creado?

¿Cómo pudo germinar para los dioses el modelo de todas las cosas y la idea del hombre? ¿cómo los númenes concibieron la obra que después llevaran á cabo? Si la Naturaleza misma en desdoblamientos sucesivos no dió la creación hecha, ¿de qué modo los dioses conocieron la fuerza de los elementos simples y las aplicaciones que ofrecía? En todo tiempo los primeros principios atraídos y repelidos mutuamente, por la acción de su propia gravedad se han agitado con movimientos múltiples en el espacio y de variadas maneras se han asociado en combinaciones creadoras: no es, pues, admirable el hecho de que en el transcurso de los tiempos, como resultado preciso de sus mudanzas y movimientos, hayan constituido una Suma total con energías bastantes para ser renovada perpetuamente.

Pero aunque no conociera las cualidades propias de los principios generadores de todas las cosas, aún me atrevería á asegurar, mediante la contemplación del cielo y de todas las cosas existentes en el espacio, que de ningún modo el Universo ha podido ser hecho para nosotros por inspiración divina: ¡tantos defectos contiene!

Primeramente, en todo cuanto cubre la inmensa extensión del cielo hay una parte considerable ocupada por altas montañas, por bosques donde las fieras dominan, por estériles rocas, inmensos lagos, y el mar, que en su dilatada extensión comprende muchas regiones, y además, dos partes vedadas al hombre por insufrible calor y asiduo hielo; aun lo restante sería convertido por la Naturaleza espontáneamente en selva si la acción humana, estimulada por las necesidades de la vida, no acometiera trabajos muy penosos para remover la tierra con el rudo arado, para excitar los gérmenes asimilables del suelo y promover la fecundidad de las glebas; porque sin esta labor la tierra no se desenvolvería para dar producto útil; todavía en muchas ocasiones, después de costosos esfuerzos cuando las plantas florecen ó cuando fructifican son quemadas por ardiente sol, ó azotadas por fuertes huracanes, ó destruidas por los hielos, ó dispersados sus frutos por tempestades violentas.

¿Por qué en el mar y en la tierra nacen y se propagan razas de horribles fieras, enemigas crueles de la especie humana? ¿por qué las estaciones del año vienen acompañadas de un propio séquito de enfermedades? ¿por qué hay tantas muertes prematuras?

También el niño, como náufrago arrojado á la playa por embravecidas olas, yace desnudo en el suelo, necesitado con urgencia de todo auxilio, desde el momento en que la Naturaleza lo arranca del seno materno para presentarlo á la clara luz: con tristes lamentos llena el lugar en que se halla, y motivadamente, pues el desgraciado comienza desde aquel instante una carrera de infortunios. En cambio los mansos ganados y las armadas fieras crecen cómodamente, no experimentan necesidad de juguetes ni aun siquiera de aprender el medio expresivo de que se vale su cariñosa nodriza; tampoco tienen que preocuparse con los vestidos que han de usar en las varias estaciones, y no echan de menos armas para defenderse ni fortalezas que los guarden, porque, para ellos, abundantemente la tierra produce y la Naturaleza es pródiga.

Y pues los cuerpos sólidos, los líquidos, las leves auras, los cálidos vapores y cuanto constituye el Universo nacen y mueren, también nuestro mundo ha de estar sujeto á la misma ley; porque no puede un todo substraerse de la condición que afecta por igual á todas sus partes. Si veo que todos los miembros y todos los organismos del mundo perecen y se remueven, lícito ha de serme afirmar que también el Cielo y la Tierra habrán tenido un tiempo de aparición y caerán en ruina.

No supongas, Memmio, que discurro precipitadamente al afirmar que la Tierra y el fuego serán consumidos por la muerte, y que el agua y el aire también perecerán: he dicho que desaparecerán para renacer y crecer de nuevo.

Una parte de la Tierra abrasada por el fuego del Sol y pisada por nuestros piés se convierte en torbellinos de polvo que la violencia de los vientos dispersa; otra parte es destruida por las lluvias y aun las márgenes de los ríos son continuamente devoradas por el batir de las corrientes; y, por último, como todo cuerpo que sirve de alimento á otro necesariamente ha de sufrir diminución, y la Tierra no solamente es sepulcro sino también es madre de muchos seres, indudable es que la Tierra ha de estar sujeta á pérdidas y reposiciones continuas.

Con sucesivas renovaciones de agua el mar, los ríos, las fuentes siempre abundan y se perpetúan; y no es menester decir que su caudal es favorecido por continuos tributos que de varias partes les llegan, pero también disminuido por incesantes evaporaciones que causa el Sol con su ardiente influencia y por otras pérdidas que ocasionan los vientos con su fuerte soplo: otras porciones de agua penetran en la tierra por medio de filtraciones ó en sal se convierten, ó vuelven sobre su curso y se juntan al nacimiento de los ríos para correr límpidas por los cauces que les facilitan paso.

Tratemos ahora del aire, el cual en todos los momentos sufre numerosas variaciones: los efluvios que brotan de los cuerpos en ese vasto Océano se pierden y á la vez éste da materiales para la renovación de todas las cosas; de lo contrario, todo cuanto existe con el tiempo en aire se convertiría: contribuyen, pues, todos los cuerpos mediante sus continuas emanaciones á la formación del aire, y éste da elementos para la composición de todos los seres.

El Sol, perenne foco de claridad, etéreo astro que baña el cielo con su brillo continuamente renovado, sin cesar enriquece su corriente luminosa con no interrumpidas producciones de luz, porque siempre sus rayos se extinguen al llegar á su destino. Te será fácil convencerte de la exactitud de esa observación si reparas en que al ponerse las nubes entre el Sol y nosotros el manantial luminoso queda cortado é inmediatamente desaparece en su parte inferior; entonces la Tierra se obscurece en la porción correspondiente á las nubes interpuestas: de este hecho puedes inferir que los cuerpos necesitan luz de renovación no interrumpida, que todo rayo luminoso al momento en que surge se consume, y que no podríamos ver los objetos si faltasen las continuas emisiones de luz solar.

También las luces de que nos valemos por la noche, artificialmente obtenidas en lámparas y antorchas de las que se derivan torrentes de humo y de llamas, dan fulgores vacilantes pero no interrumpidos, porque la rapidez con que su corriente se renueva es tal que súbitamente reemplaza á la luz que va á extinguirse por otra nueva que se forma. Algo parecido sucede con el Sol, la Luna y las estrellas, y, por tanto, lejos de considerar inalterables esos cuerpos debes creer que nos alumbran por efecto de sus continuas emisiones tan pronto consumidas como renovadas.

Finalmente; ¿no ves de qué manera el tiempo deja marcado su paso en las piedras, y cómo torres elevadas sucumben, rocas se deshacen en polvo, templos y estatuas de dioses se destruyen y acaban en ruinas, sin que esos dioses puedan salvar los límites de las cosas ó contrariar las leyes de la Naturaleza? ¿No vemos que otros monumentos levantados en honor de los hombres también se quebrantan como cuerpos minados por vejez? ¿No sabemos que de lo alto de algunas montañas se desprenden enormes bloques de granito incapaces para sufrir inmutables la demolición del continuo suceder? Pues no caerían como arrancados repentinamente ó bajo la acción de un choque si hubieran resistido los continuados asaltos del tiempo.

Considera esa inmensa capa que rodea la Tierra, la cual, según algunos dicen, en sí contiene y absorbe todo cuanto existe; principio también tuvo y tendrá fin porque toda materia que sirve para nutrir á otros seres se desgasta, así como aumenta cuando varios elementos se le incorporan.

Además, si el Cielo y este mundo que habitamos carecieran de principio y siempre hubieran existido, ¿por qué no se conoce algún poeta que haya cantado hechos gloriosos anteriores á la guerra de Tebas y á la destrucción de Troya? ¿por qué no se conserva de otras nobles acciones el recuerdo engalanado con fama inmortal?

Con certeza el Universo tiene cierta novedad y nuestro mundo aún está en sus comienzos; su edad es muy corta: por este motivo aún las artes no han adelantado y algunas hay que ahora se inventan; hasta hoy no ha empezado la marina á hacer progresos y la harmonía musical á perfeccionarse; en fin, el conocimiento de la naturaleza de las cosas hace muy poco tiempo que se ha iniciado, y soy el primero que lo puede comunicar en nuestra lengua patria.

Porque si crees que todas estas cosas han existido antes de ahora, pero que la razón humana pereció consumida por fuego devorador y que las ciudades fueron arruinadas por los trastornos del mundo, ó que torrentes copiosos de lluvias han podido sobre éste furiosos descargar hasta sumergirlo, más fácil te será creer en la futura destrucción del Cielo y de la Tierra; pues si una vez cayeron tantas desdichas sobre el mundo y éste pasó tantos peligros, el efecto sería más destructor si la causa que lo combatiese fuera más enérgica: y, en verdad, nosotros mismos para creernos mortales el único fundamento que tenemos es el de saber que participamos de la misma condición que otros á quienes la Naturaleza arrebató la vida.

Para que un cuerpo subsista eternamente es necesario, ó que sus componentes sean por completo sólidos y resistan el choque, la penetración y la disociación producidos por otros cuerpos, como sucede á los elementos de la materia, de los cuales con extensión hemos tratado anteriormente, ó que no sea susceptible de choques, como el vacío, que permanece siempre intacto y nunca puede ser destruido, ó, por último, que no esté rodeado por un espacio al que sean lanzados sus fragmentos; de esta manera última es eterna la Suma de las sumas, fuera de la cual no hay nada que pueda alterarla ó disolverla, ni lugar en que se disipe, ni agentes que la disminuyan ó quebranten. Pero como ya he demostrado, el mundo no tiene solidez absoluta, porque en todas las concreciones hay que admitir intersticios; ni tiene las condiciones del vacío porque hay en la Naturaleza otros cuerpos que pueden producir trastornos en su composición y rodearlo de invencibles peligros; existe, además, un espacio infinito donde el globo terráqueo puede anularse y sus elementos ser precipitados á la disolución. Por tanto, el Cielo, el Sol, la Tierra y los mares no tienen cerradas las puertas de la muerte, sino franqueadas de par en par. Y si el mundo está sujeto á muerte no ha podido existir sin tener comienzo; alguna vez debió salir de la indeterminación durable de los tiempos.

Y la impía guerra que los más importantes organismos del mundo entre sí mantienen desde tiempos muy remotos, ¿crees que nunca tendrá fin? Tienden el Sol y otros focos de calor á absorber todos los líquidos y á obtener sobre ellos una victoria hasta ahora no alcanzada á pesar de sus esfuerzos; intentan acumuladas aguas caer en aluvión sobre el Océano y ocasionar un diluvio ó producir extensa inundación, pero los vientos arrebatadores y los ardientes rayos de Sol secarían los mares antes de que las aguas llegaran á conseguir aquel resultado. Con igual constancia sostienen los dos rivales guerra llevada á todas las cosas; pero consideremos que, si la tradición no miente, ya una vez se dió el caso de que el fuego dominase victorioso en toda la Tierra y otra vez ocurrió que las aguas la invadieron casi por completo. Cuando el fuego venció, parte del mundo fué abrasado por causa de la inexperiencia del jovenzuelo Faetonte, que dejó marchar en fogosa carrera los caballos del Sol por todas las tierras y considerable extensión del espacio; pero el Padre Omnipotente, impulsado por terrible indignación, disparó rayo certero sobre el atrevido mozo, y éste cayó herido; entonces Febo, después de la desgracia de su hijo se presentó en el Cielo, tomó la dirección del eterno luminar del mundo, sujetó los caballos, aún jadeantes, los colocó en el camino que debían recorrer y restableció el orden: esta fábula y otras semejantes cantadas por los poetas griegos de la antigüedad son desechadas con desprecio por la razón, porque ésta comprende que si el fuego hubiera llegado á dominar en la Tierra mediante una inmensa cantidad de moléculas ígneas por todas partes extendidas, forzosamente ó el fuego habría sido apagado por contraria fuerza ó el mundo habría quedado consumido por voraz incendio. Y cuando las aguas resultaron vencedoras, según dicen, muchas ciudades fueron destruidas y en su trabajo demoledor las contuvo una opuesta energía procedente de fuera del Universo; entonces las lluvias cesaron y los ríos disminuyeron su furia.

De cuál sea el proceso que los principios de la materia hayan seguido para la formación del Cielo, de la Tierra, del profundo Océano y del curso del Sol y de la Luna, trataré ahora con método; pues ciertamente ni por deliberación se han colocado en orden los elementos de las cosas, ni por combinaciones concertadas han adoptado los movimientos que siguen: por su propia gravedad impelidos, por choques numerosos empujados los unos por los otros, de múltiples maneras atraídos, se juntaron, se repelieron, se combinaron, se desunieron, y después de variaciones indefinidas, llegaron á asociarse en masas y éstas formaron el protoplasma que se desenvolvió en tierra, mar, cielo y seres animados.

Aún el disco del Sol no iluminaba con su espléndida luz el espacio, ni existían las estrellas del mundo, ni mar, cielo, tierra ó aire ni cosa alguna semejante á las que nos rodean; había solamente confusión caótica de elementos. Pero algunas partes comenzaron á disgregarse de esa masa; por afinidad se formaron moléculas, se configuró el mundo, seguidamente en la continuación del propio desenvolvimiento de éste se determinaron sus miembros, y de toda clase de cuerpos simples se constituyeron sus órganos; entonces la discordia de los principios materiales, motivada por la diversidad de sus atracciones, movimientos, gravedad y resistencia, se hizo más cruda; sus varias formas sirvieron de obstáculo para que en unidad indiferenciada se mantuviesen, y por necesidad se formaron masas homogéneas disgregadas del conjunto; de la tierra quedó separado el alto cielo; todas las aguas constituyeron el mar y el fuego etéreo brilló aparte.

Primeramente, los elementos más graves y más intrincados se unieron y se colocaron en medio de las capas inferiores, y cuanto más se enredaron apretadamente, con mayor rapidez se desprendió de ellos la materia idónea para la formación del mar, las estrellas, el Sol, la Luna y el ámbito del mundo; de estos últimos los principios generadores son más ligeros, más redondos y más pequeños que los de la Tierra, y por la misma causa, el éter, con algunas partículas ígneas que le acompañaron, fueron los primeros cuerpos determinados que por los poros de la masa térrea pudieron escapar y constituirse; así como frecuentemente vemos brillantes gotas de rocío que bajo la acción de matutina áurea luz de claro sol centellean sobre las hierbas, ó como exhalan suaves nieblas los lagos y los ríos, ó como de la tierra se desprenden emanaciones vaporosas que forman en las alturas una especie de tejido que oculta á nuestra vista el cielo, así también el éter, aunque fluido y ligero, por condensación formó una especie de envoltura que rodea nuestro mundo. Siguió la formación del Sol y de la Luna, globos que en los espacios giran entre el éter y la Tierra; ni ésta ni aquél pudieron atraerlos, porque dichos globos no son bastante pesados para quedarse en la parte inferior, ni tan ligeros que puedan volar por las mayores alturas: así han permanecido en una intermedia situación donde se revuelven como cuerpos vivos y partes que son del mundo; también algunos órganos de nuestro cuerpo no pueden cambiar de posición mientras otros se mueven.

Ya esta obra cumplida, la Tierra, de repente, en el sitio en que existe la inmensa extensión cerúlea, abrió amplias fosas donde se recogió el líquido salado: en el decurso de los días, condensada la tierra cada vez más y batida por los rayos solares en la dirección del centro á la periferia quedó libre de los elementos acuosos y los mares aumentaron su volumen; también las moléculas de aire y fuego se acumularon en las alturas hasta muy lejos del mundo; al mismo tiempo los montes se levantaron y aparecieron formadas las llanuras; porque no es posible que las rocas sobresalgan sino cuando el resto de la tierra queda abatido. Así el globo terrestre en concreción diferenciada por su peso y consistencia se constituyó, y el limo del mundo por su propia gravedad se precipitó, como heces, á su fondo.

Primeramente está el mar, por encima el aire, después el éter y el fuego, fluidos todos que si bien constan de elementos puros simples, por su composición resultan unos más ligeros que otros; el menos denso de todos es el éter, que se acumula sobre las ondas del aire, con las cuales nunca se confunde, y libre les deja el dominio de las peligrosas tempestades y de las violentas borrascas; y con marcha regular circula de su brillante luz acompañado. Una muestra del movimiento con que el éter puede moverse, nos da el mar que en constante flujo y reflujo se agita.

La causa del movimiento de los astros canto é investigo ahora. Si lo que en realidad gira es el vasto recinto que los contiene, será necesario suponer que los dos polos del mundo se hallan comprimidos y estrechados por corrientes de aire que tienden á encontrarse; una superior, que empuja á nuestro cielo en la misma dirección que siguen los cuerpos relucientes del mundo, y otra inferior, que en sentido contrario casi los arrastra, como vemos que en los ríos se mueven las ruedas y los cangilones de noria. Si el cielo permanece inmóvil, será necesario admitir que los astros giran con movimientos circulares, ya porque el fluido etéreo, elástico y sutil como es, tienda á escaparse y en movimiento rápido siga la dirección de la superficie curva, fenómeno que daría motivo á la revolución de los cuerpos siderales, ya porque el movimiento sea dado á éstos por el aire exterior, ó bien porque esos mismos seres estén dotados de propias energías para buscar de una parte á otra del espacio el alimento ígneo que los atrae. Difícil es declarar cuál de estos sistemas que tratan de explicar el movimiento del mundo sea el más conforme á la realidad; y por mi parte, después de atender á los hechos que la observación nos da á conocer, referentes á tantos mundos parecidos al nuestro como la Naturaleza ha constituido, me limito á exponerte las causas, admitidas como bastantes, que pueden poner en movimiento á los astros: una ha de haber, sin duda, que desempeñe funciones tan graves; pero cuál sea ella, no se atreverá á afirmarlo quien proceda cautamente en asunto de tanta importancia.

Nos veremos obligados á admitir que la Tierra pierde poco á poco su volumen y disminuye en la misma proporción su gravedad si la suponemos inmóvil en el centro del Universo y asentada sobre capas de aire, á las cuales se halle unida en relación perfecta, como lo testifica el hecho de que no actúe sobre ellas de modo que las haga descender, de igual modo que los miembros del hombre no oprimen á éste, ni la cabeza ejerce presión sobre el cuello, ni el peso de todo el cuerpo abruma á los piés, aunque un objeto extraño menos grave que su propio individuo cause molestia á cualquiera persona. Para apreciar el equilibrio que resulta entre varias cosas, debe tenerse en cuenta el lazo de unión que las liga: la Tierra no es un cuerpo extraño que de repente se haya colocado encima de masas de aire, sino un ser que en todo tiempo se ha desenvuelto con ellas, y de este modo es del Universo un sumando, lo mismo que todo miembro de un cuerpo es parte de este mismo.

Tan pronto como la Tierra sufre el sacudimiento de una tempestad comunica el impulso recibido á todo lo que se halla en su propia superficie, fenómeno que no se podría efectuar si no estuviese ligada en unión íntima con los fluidos aeriforme y eterino: los tres cuerpos tienen raíces entrelazadas y las mismas desde toda la duración de los tiempos. ¿No ves de qué manera, aun siendo el cuerpo con su pesantez carga abrumadora para el alma con su delicadeza, lo puede ésta sostener en virtud de la íntima unión que entre ellos existe? ¿Y qué fuerza puede regir los veloces movimientos del cuerpo, sino el poder del alma, que gobierna los miembros? ¿No has notado que siempre la unión de una débil substancia y de un cuerpo muy pesado ofrece como producto una considerable energía, según se observa en la combinación del aire con la Tierra y en la formación del alma con el cuerpo?

Ni el disco del Sol puede ser mayor ni menor su fuego de lo que á los sentidos se muestran. Si de un foco ígneo surgen luz y calor que hasta nosotros llegan con toda la plenitud de su influencia á pesar del espacio que hayan recorrido, parece que en el trayecto no han debido perder volumen ni intensidad; y puesto que el calor y la luz del Sol mueven nuestras sensaciones y tiñen de color los objetos, el tamaño y la forma de aquel astro serán, con escasa diferencia, tales como los vemos.

La Luna, ya se mueva en el espacio iluminada con luz propia, ya brille con fulgores reflejados, como quiera que sea, no tiene mayor volumen, según parece, que el que distinguimos desde la Tierra. Todos los cuerpos que á distancia colocados vemos á través de grandes masas de aire, se nos muestran confusos y como si no tuvieran delineadas sus márgenes; pero la Luna se nos ofrece claramente con forma bien determinada y con límites perfectamente marcados: luego necesario es que sea, allá en las alturas, tal como desde aquí la percibimos. Últimamente, los puntos brillantes que ves en el etéreo espacio (ya que distinguimos en la Tierra su luz y notamos su claro centelleo y su ardor, y por tanto, nada han de haber perdido en la distancia, cualquiera que sea ésta, que los separa de nosotros), lícito es pensar que no han de ser mucho mayores ni menores que los contemplamos.

Y no te admire el hecho de que el Sol, aunque no sea muy grande, pueda emitir luz bastante para llenar los mares, la Tierra, el cóncavo Cielo, y esparcir por todas partes su calor; tal vez sea como un manantial único de donde proceda toda la luz de este mundo, ó sea foco donde los elementos ígneos se acumulen para repartirla después por toda la Naturaleza. ¿No ves cómo una fuente, quizá pequeña, riega extensos prados y á veces inunda las campiñas? Puede suceder que el fuego del Sol, aunque escaso, toque en las capas de aire que rodean al astro luminoso, y éstas conviertan en llamas el fuego que reciben, como las mieses y la paja son devoradas por incendio que produce una sola chispa; y acaso el Sol, aunque resplandece mucho con luz rosácea, en el espacio del éter esté rodeado por abundantes fuegos sin brillantez, los cuales cumplan la función de aumentar, los rayos y el calor del astro luminoso.

Ni es fácil de explicar ni aún se conoce perfectamente la causa que al Sol obligue á pasar desde las calientes regiones á las heladas de Capricornio y después se traslade al signo de Cáncer para volver al solsticio del estío; ni por qué la Luna emplee un solo mes en recorrer el mismo espacio que representa la carrera del Sol durante un año: no es simple ni conocida, vuelvo á decir, la causa de este fenómeno, si bien es verosímil la explicación que Demócrito da acerca de este asunto: según aquel pensador, los astros, cuanto más se aproximan á la Tierra, tanto menos pueden ser envueltos en las corrientes etéreas, porque la velocidad y fuerza de éstas decrecen á medida que descienden; por este motivo el Sol, colocado en la parte inferior de las constelaciones ardientes, se atrasa en su carrera con relación á otros cuerpos sobre los cuales se encuentra, y la Luna, que aún está más baja, más distante de los cielos y más aproximada á la Tierra, acompaña mucho menos á los signos en sus movimientos; y como el torbellino la arrastra levemente, con facilidad es alcanzada por los astros que la exceden en sus giros. Por tanto, aunque parece que llega muy pronto á los signos, lo que en realidad sucede es que éstos llegan á ella más pronto.

Quizá haya en el mundo corrientes alternativas de aire procedentes de regiones diversas que puedan á tiempos fijos empujar al Sol desde los signos del estío hasta el solsticio del invierno, y después desde los helados climas hacia los cálidos signos; si fuera exacta la teoría esta, sería necesario suponer que la Luna y las estrellas, impelidas por esas corrientes alternas de aire, describen una revolución en los grandes años.

¿No ves que las nubes impulsadas por los vientos contrarios ya suben, ya bajan, y siempre siguen opuestas direcciones? ¿Y por qué los astros no han de ser llevados de igual modo por diversas corrientes y con distinto rumbo?

La noche cubre de impenetrable obscuridad la Tierra, ya porque el Sol llega disipado al término de su curso, y deja apagar sus fuegos que en el camino se han debilitado por el rozamiento con el aire, ya porque la misma fuerza que obliga á los rayos del Sol para remontarse tanto, podrá también obligarlos á prolongar su marcha por debajo de nosotros en dirección contraria.

La Aurora se presenta en tiempos fijos en los vastos dominios del éter y descubre la luz, ya porque el Sol tienda á anticipar su regreso de las regiones que debajo de nosotros quedan, y dore con sus rayos el cielo; ya porque diariamente en períodos regulares se junten fuegos y corpúsculos ígneos, y todos los días formen un nuevo Sol; así pueden verse, como la tradición dice, desde las elevadas cumbres del monte Ida, algunos fuegos dispersos que se juntan por las madrugadas y forman un globo luciente que recorre el espacio.

Y no debe causarte admiración el hecho de que en épocas fijas puedan reunirse tantas partículas de fuego que restauren el brillo y el calor del Sol, porque vemos que otros muchos fenómenos ocurren también en tiempos fijos: en las mismas épocas todos los años florecen los árboles y maduran las frutas; en la vejez se caen los dientes debilitados, y á tiempos fijos los jóvenes se cubren de menudo vello y sienten en el rostro los empujes de la barba; la lluvia, la nieve, el rayo, los vientos y las nubes siguen movimiento regular en las estaciones. Al determinarse cada ser muestra una propia energía que puesta en acción sigue invariablemente el turno que le corresponde en el orden universal. Aumenta la duración de los días cuando la de las noches disminuye y ésta crece cuando aquélla se acorta, porque el Sol, que siempre es el mismo, sobre las tierras y debajo de ellas, describe arcos desiguales que cortan el Cielo en porciones diferentes, y lo hace con tal regularidad, que da á cada parte del mundo la porción de luz de que ha privado al hemisferio opuesto, hasta que en su curso llega al fin del signo donde las noches son iguales á los días, porque la parte del espacio en que se halla se encuentra á igual distancia del aquilón y del austro, término de la rotación anual del Sol, y punto desde donde con igualdad esparce su fuego, tanto por el Cielo como por la Tierra: así á lo menos lo enseñan aquellos que han representado por medio de imágenes las regiones del cielo. Puede también suceder que el aire, muy denso en algunos sitios, no dé acceso á los vacilantes rayos del Sol, y éstos no puedan penetrar con facilidad en los rumbos del Oriente, y por este motivo las noches del invierno son muy lentas y parecen interminables por lo mucho que se retarda la aparición de la luz diurna; ó puede suceder que del año en partes alternas corren, ya más despacio, ya más aprisa, las moléculas de fuego que reunidas componen el Sol, y determinan así las estaciones.

Quizá brilla la Luna porque en ella se reflejan los rayos de la luz del Sol: en este supuesto, la claridad que nos comunique ha de ser más amplia cuanto más distante se halle del Sol, hasta que al estar enfrente de ese astro su bello y redondo aspecto brille con plena luz en el horizonte, donde contempla la desaparición del Sol por el mismo sitio en que ella se levanta. Después, en dirección contraria ocultará su luz poco á poco y esconderá su brillo á medida que se acerque al disco del Sol y camine por la mitad opuesta á la posición de los signos. Así piensan los que en la Luna no ven otra cosa más que una esfera que tiene los movimientos por debajo del Sol; y entiendo que esa opinión es aceptable.

Y puede ser que la luz que nos muestra sea propia y que en la emisión de los fulgores ofrezca distintas formas. En ese caso deberá admitirse la intervención de un cuerpo opaco que se mueva al mismo tiempo que la Luna y paralelo á ésta, á la cual tape su luz en ocasiones; y también puede la Luna ser considerada como una esfera que tenga una sola mitad iluminada y al girar en movimiento de rotación presente varios aspectos, porque primeramente nos ofrecería su parte iluminada y poco á poco ésta se ocultaría hasta desaparecer totalmente de nuestra vista; en esta opinión descansa el sistema que los Caldeos sostienen en contra del parecer de los Griegos; pero ambas explicaciones son verosímiles, y no hay bastantes datos para considerar una cualquiera de esas doctrinas superior á la otra.

No es imposible que una nueva Luna sea creada con variadas formas, de las cuales se destruya en un día la que en el anterior se haya formado, se dé otra para el siguiente día y reemplace cada una á la anterior. Es difícil negar este aserto, porque se conforma con el régimen del Universo, en el cual se rehacen las cosas: aparece la primavera acompañada por el Amor y precedida del Céfiro que bate las alas, mientras que la madre Flora le prepara camino de flores y de perfumes: después síguese el calor, tras éste la aridez y luego viene Ceres llena de polvo por el soplo de los vientos etesios; sigue el otoño, compañero de Baco, en cuyo séquito vienen tempestades, vientos, el altisonante Vulturno y el ruidoso Austro que anuncian las tormentas. Después de ellos nos visitan la nieve, el entorpecedor frío y el insufrible invierno que hace batir los dientes. Y si en tiempos fijos y con regular orden se suceden esos hechos, ¿habríamos de admirarnos si naciera y muriera la Luna en tiempos dados?

Los eclipses de Sol y los de Luna pueden ser atribuidos á varias causas: quizá pueda la Luna substraer á la Tierra la claridad del Sol y ocultar el brillo de éste por medio de la interposición de su opaca masa que absorba ó intercepte los rayos del foco luminoso: ¿y no podría existir otro cuerpo, opaco igualmente, que produzca ese efecto? ¿y no puede suceder también que el Sol en ciertas ocasiones se amortigüe y pierda su brillo que después recupere cuando haya pasado por regiones donde el aire no ofrezca adecuadas condiciones para hacer luminosas las emanaciones de aquel astro? Y si alternativamente puede la Tierra privar de luz á la Luna, y tener por debajo el Sol, mientras que el astro de revolución mensual se muestra obscurecido por la cónica sombra que se le pone delante, ¿no podrá suceder que otro cuerpo cualquiera se coloque frente al Sol, interrumpa su fulgor y nos despoje de su brillante luz? Pero si la luz de la Luna es propia, y no reflejada del Sol, ¿no podrá languidecer al pasar por ciertas regiones donde haya algún fluido contrario que apague todos sus fuegos?

Como ya he dilucidado el proceso de formación del mundo en las regiones cerúleas, los varios giros que el Sol y la Luna tienen en el espacio y la fuerza que puede impulsarlos, así como la causa probable de que algunas veces pierdan su luz y por algún tiempo nos dejen á obscuras como quien ya cierra, ya abre los ojos, y con la sombra apaga la claridad y con la claridad extingue las tinieblas; ahora debo retroceder á los comienzos del mundo, inquirir lo que en los tiempos de su antigua evolución obró la Tierra, y cuáles fueron las primeras producciones que expuso á la inconstancia de los vientos y á la influencia de la luz.

En un principio, la Tierra dió á las colinas toda clase de hierbas y de verdor; los campos fueron esmaltados de flores y de musgo; los árboles de varias especies después de crecer levantaron sus ramas á las auras; así como á las aves y cuadrúpedos, cuando se hallan en la primera edad, les brotan respectivamente plumas, pelo y cabello, así también la Tierra empezó á dar hierbas y arbustos, y después produjo la especie animal con diferentes destinos y agrupados sus individuos en clases distintas; ciertamente los animales no caerían del Cielo, ni los habitantes de la Tierra brotarían de las saladas aguas. Por esta razón con motivo se da nombre de Madre á la Tierra, porque es el origen de todo lo existente sobre ella. Si vemos que aun hoy nacen de la Tierra bajo la acción de la humedad y del Sol muchos animales, no deberá sorprendernos la consideración de que en la época de efervescencia de sus energías, la Naturaleza pudiera producir seres vivientes de gran volumen y muy numerosos.

Primeramente nacieron los pájaros y toda la variada especie de volátiles, los cuales comenzaron á salir de los huevos con el calor primaveral, de igual modo que las cigarras aun en nuestros días dejan sus envolturas en el estío y de seguida se lanzan á buscar su alimento. En aquel tiempo apareció también la raza humana: moléculas adecuadas existentes en el agua y en el fuego, atraídas por lugares apropiados en los campos, sirvieron para promover el crecimiento de ovarios fecundos unidos á la tierra por especiales raíces, y cuando el embrión formado llegó á la época de madurez, su energía propia le permitió salir de la humedad para respirar el aire libre, y la Naturaleza, abierta por todas partes, introdujo en las venas del nuevo ser zumos sabrosos parecidos á la leche.

Así como las mujeres después del parto sienten en los pechos exuberancia de agradable jugo que sirve de grato alimento para sus recién nacidos, la Tierra de esta manera sustentaba á sus criaturas humanas; la plácida temperatura hacía innecesario todo abrigo, y el suelo cubierto de menudo césped les preparaba agradable y cómodo lecho. No sufría el mundo en aquella remota edad el penetrante frío, ni los nimios calores, ni los fuertes vientos; esos fenómenos han tenido también su época de aparición. Justamente merece la Tierra el nombre de madre, porque ella fué la que dió vida al género humano, cuasi á la vez que formó á los animales de toda especie, lo mismo á los que viven errantes por las tierras que aquellos otros de variadas formas que vuelan por los aires. Pero la energía prolífica de la Tierra había de tener un término; así como los años esterilizan á la mujer también consumieron la fecundidad de la Tierra; el tiempo muda la naturaleza del mundo; los estados se suceden; nada permanece estacionario; todo cambia; todo se transforma para que todo tenga vida. Se consume un cuerpo en putrefacción ó sucumbe herido por la vejez, al mismo tiempo que otro se levanta por el lado opuesto y se fortifica; así en el transcurso de los días se muda la naturaleza del mundo; incesantemente cambia de estado; no puede hacer hoy lo que antes hiciera; hoy hace lo que antes no podía hacer.

Muchas especies de animales debieron forzosamente perecer: las que ahora existen se han conservado, unas por la virtud de su energía, de su astucia, de su ligereza, y otras por el auxilio que les concedemos en cambio de la utilidad que nos reportan; el cruel león y otras bestias feroces, á su fuerza deben su propia conservación; la zorra á sus ardides; el ciervo á su carrera; pero el fiel y vigilante perro, los animales de carga, la sufrida oveja y el laborioso buey están sostenidos por nuestra protección; siempre se veían perseguidos por las fieras, anhelantes de paz, deseosos de entregarse á los pastos sin peligros, y nosotros les ofrecemos esas ventajas en recompensa del provecho que nos proporcionan. Pero los animales á quienes su propia constitución ha negado fuerza de resistencia y condiciones de utilidad, ¿por qué habían de ser nuestros protegidos? Condenados á ser víctimas de las otras razas, así vivirán hasta que la Naturaleza los extinga completamente.

Entonces la Tierra tendía á producir animales de tamaño y de figura monstruosos: el más notable de éstos fué quizá el andrógino, que tenía formas propias de los dos sexos y que difería igualmente de uno y de otro: unos animales aparecían en la vida sin piés, otros sin manos, aquéllos sin boca, éstos sin ojos; y aun se producían cuerpos en que los miembros estaban mutuamente adheridos y correspondían á seres incapaces para avanzar ó retroceder, para huir de los peligros y para proporcionarse alimentos.

Como éstos surgían otros monstruos en tanto que la Naturaleza establecía un orden; pero no pudieron avanzar en la edad ni desarrollarse ni reproducirse. Para el cumplimiento de esta última función y transmitir á otros seres la vida recibida, son necesarias algunas circunstancias: en primer lugar la adecuación de los alimentos; en segundo lugar la formación de gérmenes fecundos esparcidos en todo el cuerpo y la constitución de apropiados canales conductores; y en tercer término la adaptación de los órganos sexuales con mutuos goces.

Pero ni han existido Centauros ni podían formarse especies de naturaleza doble y de cuerpo doble con miembros de razas distintas; combinación de elementos heterogéneos es imposible. Á nadie ha de ser difícil comprender esta verdad.

En primer término, el caballo á los tres años de su vida se halla en la fuerza de su edad; pero no así el hombre, que todavía en ese tiempo busca el pecho que lo amamanta; el número de años que disminuye la fuerza de los caballos y obliga á éstos á rendirse bajo el peso de la vejez, es el mismo que representa la juventud del hombre y la época en que éste fortifica sus miembros y en que su rostro se cubre de vello. No creas que de la unión de semillas de caballos y de hombres pueda formarse centauros, ni que haya sido posible la existencia de Escilas que tuviesen la mitad inferior del cuerpo de figura y forma de perro, ni otros monstruos de este género compuestos de miembros incompatibles porque pertenezcan á seres que tienen diferente desarrollo, diversa juventud, muy distinta índole, son excitados por Venus, de maneras varias, tienen otras costumbres y se alimentan con substancias diferentes; pues ya sabemos que nutre á las cabras la cicuta que es veneno mortífero para los hombres.

Las llamas queman y consumen el rojizo cuerpo de los leones, lo mismo que las vísceras y sangre de todos los animales. ¿Cómo pudiera suceder que ese monstruo de triple constitución llamado Quimera, con cabeza de león, cuerpo de cabra y cola de dragón, pudiera arrojar de su cuerpo fuego á llamaradas? Afirmar que por ser nueva la Tierra, y el Cielo reciente, era muy posible que se produjesen tantos monstruos, sin que en apoyo de esta idea se halle más razón que la vana y frívola de la novedad, es dar motivo para las fantásticas y absurdas suposiciones de la fábula: debe decirse lo mismo respecto de la suposición de que por las tierras circulasen ríos de oro; de que las flores de los arbustos fuesen de diamantes, y de que los hombres dotados estuviesen de fuerza y de estatura bastantes para saltar de un paso la vasta superficie de los mares y para hacer girar con las manos todo el cielo. Aunque la Tierra contenía innumerables gérmenes productores, de los cuales se formaron muchas especies de animales, no por eso hemos de creer que pudiese producir seres de elementos opuestos, y unir en un mismo individuo miembros de animales diferentes; es lo cierto que plantas, mieses y arbustos que la faz de la tierra cubren, nunca nacen juntos y confundidos, sino tiene cada uno su peculiar esfera y conservan todos las diferencias que la Naturaleza les ha señalado.

El género humano, en aquel tiempo en que andaba por los campos vagabundo, tenía más vigor que hoy, lo cual debería suceder porque la Tierra que lo había producido era también más vigorosa; los huesos del hombre eran más sólidos y más robustos; sus nervios más fuertes, sus vísceras más enérgicas; el frío no le molestaba, el calor no le afligía; ni le inquietaba la alimentación ni le preocupaban las dolencias; para él pasaban los años con indiferencia mientras vivía errante y formaba rebaño como las fieras; no trabajaba con el duro arado, ni mullía la tierra con el hierro, ni sembraba arbustos ni manejaba la hoz para podar las ramas de los altos árboles; aplacaba su hambre con lo que espontáneamente le daban el Sol, la lluvia, la Tierra; las encinas glandíferas le ofrecían abundante sustento, y las madroñeras que en el invierno se cargan de frutos de color purpurino, eran entonces más numerosas y más fecundas; el mundo, en fin, en los albores de su concreción, daba clases variadas de alimentos que, para los míseros mortales, estaban siempre de sobra. Para saciar la sed convidaban los ríos y las fuentes, y, como ahora, las aguas descendían murmuradoras desde elevadas montañas y á los animales advertían que de ellas podían beber hasta saciarse. Por la noche los hombres se acomodaban en grutas que después se llamaron templos de las ninfas, donde brotaban claros manantiales que lavaban las húmedas rocas; las húmedas rocas de centelleante musgo cubiertas, desde las cuales caían las aguas lentamente sobre las planicies para correr después abundantes por los campos.

Ni sabían utilizar el fuego ni aprovechar las pieles y otros despojos de los brutos para cubrir su desnudez; se refugiaban de la inclemencia del tiempo en lo hueco de los montes, en las selvas y florestas, y apiñados afrontaban el ímpetu de los vientos y de las lluvias. No comprendían los intereses comunes, y por tanto no habían regulado sus relaciones y tratos; cada cual se apoderaba de lo que tenía á mano: la Naturaleza no había despertado en ellos más deseo que el de vivir cada uno para sí mismo. Venus en las selvas juntaba á los amantes; á veces un mutuo ardor los conciliaba; en ocasiones el hombre acudía á la violencia para satisfacer su encendido afán, ó ganaba la condescendencia femenina por dádivas de bellotas, de madroños ó de selecta pera. De las manos y de los piés se valían para hacer guerra á los feroces animales y lanzarles pedradas á distancia, ó de cerca darles golpes con palos; de esta manera vencían á algunos, pero con frecuencia tenían que huir de ellos y buscar refugio en las cavernas. Cuando llegaba la noche, se tendían desnudos en el suelo como los jabalíes y se tapaban con hojas y ramas; no es de creer que temerosos de la noche errantes por las selvas, invocaran entre gritos y lamentos la claridad del día: por lo contrario, silenciosos y entregados á profundo sueño, esperaban que el Sol con su espléndido fulgor bañase de luz el cielo: acostumbrados á ver desde la infancia que en tiempos continuados la luz y las sombras se suceden, no se admiraban de que así ocurriera, ni temían que una interminable noche sepultase al mundo en las tinieblas después de apagar la claridad diurna. Les ocasionaban, sí, positivo temor las fieras que invadían sus moradas, perturbaban su reposo y les causaban graves daños: muchas veces, intempestivamente, durante la noche, eran visitados por el fiero león ó por el cerdoso jabalí, y llenos de temor se veían precisados á escaparse por el techo de piedra y dejar su lecho de hojas á tan incómodos huéspedes.

Y no por lo dicho ha de suponerse que la muerte hiciera más estrago que ahora entre los hombres; cierto es que muchos eran cogidos y devorados por las fieras, á las cuales ofrecían continuado banquete con su cuerpo, mientras con lamentos llenaban los bosques y las montañas; verdad es que algunas veces veían cómo sus miembros palpitantes eran encerrados en viviente sepulcro; también es cierto que no pocos hombres, aunque lograban escapar de las garras feroces, llevaban el cuerpo lleno de heridas, cuyos bordes oprimían con mano convulsa entre horribles dolores que les arrancaban gritos para llamar la muerte, y que al cabo, sin obtener alivio y sin saber curar sus heridas, de las que se apoderaban los gusanos, perdían la vida. Pero no eran como ahora llevados á la guerra millares de soldados que mueren en un solo día, en un solo instante; ni los buques arrojaban á muchas personas contra los escollos; entonces, sin peligro alguno para los hombres, el mar levantaba airado sus ondas ó apacible las calmaba: la tranquilidad de las aguas no era bastante seducción para nadie; el arte de navegar, tan homicida, no había comenzado; en la nada estaba sumido. Tal vez en remotos días la muerte era consecuencia de falta de alimentación; hoy la abundancia es causa del mismo efecto; quizá entonces, por ignorancia, los hombres morían envenenados; hoy el arte los envenena.

Tan pronto como fué conocido el uso de las chozas, de las pieles y del fuego, y vivieron en mutuo consorcio una mujer y un hombre, y éstos saborearon las honestas delicias del matrimonio y vieron prole de ellos mismos formada, el linaje humano comenzó á adquirir suaves costumbres; el fuego permitió que sobrellevaran las molestias del frío aquellos que ya no podían sufrir los rigores del invierno bajo la techumbre del cielo; Venus templó las rudezas y luego los hijos ablandaron fácilmente la dura índole de los padres: en esta situación se creó amistad entre los hombres que se habían establecido en lugares inmediatos, y fruto de ella fué el respeto mutuo y la protección concedida á la debilidad de las mujeres y de los niños, pues con voces inarticuladas y con gestos debieron de convenir en que la conmiseración por conveniencia de todos se debía otorgar á la flaqueza. Sin duda alguna este último acuerdo no fué general, pero innegablemente fué observado con lealtad por los más y los mejores, pues de lo contrario la raza humana se hubiera extinguido y no habría llegado hasta nuestros días.

La Naturaleza enseñó á usar de la lengua para emitir diferentes sonidos, y la necesidad sugirió la idea de dar nombres á las cosas, como vemos que incita á los niños que aún no saben hablar para que señalen con el dedo los objetos que desean. Cada ser experimenta impulsos acomodados á las energías de que dispone; aún el novillo no tiene astas y ya da topetazos inofensivos con la frente; los cachorros de la pantera y de la leona, antes de que dispongan de uñas y de dientes, tratan de morder y de rasgar; los hijuelos de todas las aves ensayan temblorosos vuelos antes de que las alas auxilien sus esfuerzos. Por tanto, sería locura el pensar que un solo hombre pudiera denominar todas las cosas, y luego los otros no hicieran más que imitarle; pues evidente es que si un hombre pudo articular palabras y emitir varios sonidos, los otros hombres podrían hacer lo mismo en igual tiempo.

Añadamos que si los hombres en sus relaciones no hubieran hecho uso de palabras, no habrían llegado á conocer la importancia de ellas, y por este motivo el que las hubiese inventado no habría podido llevar adelante su proyecto en favor de un lenguaje. Ningún hombre tendría fuerza bastante para hacer aprender á los otros los nombres que hubiera querido aplicar á las cosas, ni habría podido hacerse entender por medio de signos orales que los otros no conocían. Nadie prestaría oídos y dedicaría su atención á lecciones explicadas con sonidos completamente extraños, los cuales herirían sus órganos auditivos inútilmente. Y ¿por qué ha de sorprendernos que la raza humana, poseedora de órganos apropiados para significar las impresiones que la afectan, haya designado con voces especiales todas y cada una de las cosas que le rodean ó le interesan, cuando vemos que los animales domésticos y aun las mismas fieras con gritos de inflexiones distintas representan el dolor que los embarga, el miedo que los oprime, el gusto que los seduce? Estos hechos están patentes para la observación: el mastín, de formidables mandíbulas, cuando en un primer acceso de ira, contraídos los labios, muestra los temibles dientes que castañetean, lanza ladridos amenazadores que se diferencian mucho de los que emplea en otras ocasiones para significar su alarma; y cuando acaricia á sus cachorros, á los cuales da golpes con las patas desuñadas, lame con languidez y muerde con dientes amorosos, también da gritos de alegría que no pueden confundirse con los aullidos que deja oir en la soledad, ni con los gañidos que emite cuando temeroso evita el látigo de su dueño.

¿Relincha el caballo de igual modo cuando impulsado por ardoroso instinto pasa con gallardo brío por entre las yeguas, ó cuando el estrépito de las armas lo conmueve, ó cuando otra causa excita sus miembros? Por último, los pájaros, las aves de toda clase, como el halcón, el quebrantahuesos y el mergo que busca en las olas marinas su necesario sustento, dan gritos diferentes según varían las circunstancias en que se encuentran; el graznido que usan cuando toman su alimento no es el mismo que emiten cuando porfiadamente defienden una presa. También hay algunas aves que modifican su canto con arreglo al estado atmosférico: se encuentran en ese caso la antigua especie de la corneja y la grey del cuervo, los cuales, según dicen, crascitan de modo especial para anunciar viento, lluvia ó tormentas. Y pues los animales, aunque mudos sean, disponen de variedad de tonos en la voz con arreglo á las impresiones que reciben, ¿por qué no ha de considerarse natural el hecho de que los hombres hayan designado las cosas diferentes con palabras diversas?

Para que en silencio no te quede alguna duda, te diré desde luego que el rayo pudo proporcionar fuego á los mortales y ser el foco de llamas que nosotros utilizamos, como aún hoy vemos que á veces en la Tierra arden muchos cuerpos encendidos por el rayo formado en las alturas; pero también observamos que largas ramas de copudos árboles azotados por el viento rozan con otras ramas de árboles vecinos, y de empeñada colisión, entre unas y otras sostenida, brotan centellas luminosas que llevan el incendio á la arboleda; pudo, pues, el fuego tener también este origen.

El Sol nos enseñó á cocer y á ablandar las substancias dedicadas para nuestras comidas, porque los hombres notaron que los rayos del astro luminoso maduran los frutos de la Tierra; y desde que adquirieron ese conocimiento introdujeron en las costumbres y en los alimentos sucesivos cambios para los cuales el fuego sirvió de motivo fundamental.

Los señores comenzaron á edificar ciudades y á erigir castillos que les sirviesen para defensa y para refugio: los ganados y los campos fueron distribuidos, y en el reparto obtuvieron beneficio los hombres que sobresalían por su belleza, por su fuerza ó por su ingenio, que fueron en el comienzo de las sociedades los únicos signos de distinción: fué después inventada la riqueza, y apareció el oro que asumió todo valimiento y todo honor; pues sabido es que la belleza y la fuerza se rinden humildes ante el poder convencional del oro.

Regla de conducta debe ser para el hombre que arregla su vida á los dictados de la razón el considerar que las mayores riquezas consisten en la moderación y en la justicia; no es pobre el que poco desea. Hombres hay, no obstante, que hacen depender su tranquilidad y su fortuna de la opulencia y del poder; ¡error grave!: tan numeroso es el concurso de los que aspiran á obtener riquezas, que se ha hecho difícil y peligrosa la empinada senda que á ellas conduce, y aun muchas veces los que alcanzan sus alturas sirven de blanco á los dardos de la envidia que los precipita, con desprecio, al Tártaro profundo. Más vale obedecer en paz que gobernar en guerra. Dignos de lástima son los que envueltos en sudor y en sangre luchan ciegos en la estrecha vía de la ambición; no comprenden que la envidia, como el rayo, ataca principalmente los puntos elevados, y como se guían por ajeno parecer, ajustan sus actos más á lo que oyen que á sus propios pensamientos. Así los hombres son y han sido siempre, y así en lo sucesivo habrán de ser.

Pero después de las matanzas hechas por los reyes, la majestad de ellos, sus tronos, sus cetros, y los adornos ensangrentados con que la frente cubrían fueron arrojados al suelo, escarnecidos y pisoteados por las multitudes, porque llega un día en que se conculca aquello que en el anterior por miedo se adoraba; el poder volvió entonces á los pueblos, y como todos los hombres no podían gobernar, se eligieron algunos magistrados que ejercieran esa función, y se dictaron órdenes, á las cuales, por conveniencia general, todos los individuos de las tribus se hubieron de someter, pues cansados de vivir entre violencias, odios é inquietudes, estimaron agradable el yugo de la ley como garantía del derecho. Terribles eran los resultados de las meditadas venganzas (que nuestras justas leyes no toleran), y los hombres, ansiosos de salir de aquella situación de zozobras y desconfianzas, establecieron penas y castigos que engendran temores. La injusticia y la iniquidad caen en sus propios lazos; sus efectos revierten á los que las producen, pues no hay descanso ni reposo para aquel que infringe las leyes sociales, el cual, por más que se oculte de los dioses y de los hombres, vivirá siempre con recelo de que su delito se divulgue, supuesto que han existido muchos malvados que durante el sueño ó en el delirio de la fiebre de aguda enfermedad han declarado los crímenes que hubieran cometido y que habían sabido ocultar durante muchos años.

No es difícil de explicar ahora la serie de ideas que llevaron á las gentes á admitir en el mundo la intervención de dioses, en cuya honra, y por cuyo temor los pueblos levantaron altares, establecieron ritos, instituyeron ceremonias que forzosamente han de preceder y acompañar al desarrollo de toda empresa; erigieron templos, dedicaron días de fiesta, inventaron cultos. La raza humana en aquellos tiempos, aun durante la vigilia, creía ver en todas partes egregias imágenes de dioses que alcanzaban proporciones gigantescas bajo las ilusiones del sueño, y á las cuales suponía dotadas ya de sensaciones, ya de actividad, porque se le figuraba que movían los miembros y que hablaban con arrogancia como correspondía á su majestuosa figura y amplias fuerzas; les atribuía la inmortalidad, porque siempre se las representaba con igual belleza y forma, y consideraba que los dioses no habían de estar sujetos á mudanzas, porque á su volumen y resistencia no habría poder capaz de producir daño; al mismo tiempo, la prole humana tenía por muy felices á los dioses, porque los suponía exentos del temor de la muerte y se imaginaba que habían de estar con agrado entretenidos en labores maravillosas.

Cuando, además, consideraba el orden constante y regular del Cielo y el cambio periódico de las estaciones y no sabía explicarse la causa de esos fenómenos, hallaba cómodo el pensar que eran árbitros de la Naturaleza unos dioses que disponían de todas las cosas á su antojo. Y supuso colocada la residencia de esos dioses allá en las mismas alturas donde entendía que el Sol y la Luna habitan y se mueven; donde creía ver que surge la luz, nacen las sombras, se forman los meteoros, giran las noctívagas estrellas, vuelan fuegos errantes, se condensan las nubes, soplan los vientos, se forja el rayo y tienen su origen las heladas nieves, los destructores granizos, las furiosas tempestades, los horrísonos truenos que le parecían espantoso eco de las amenazas de los dioses.

Infeliz especie humana, que atribuye tales hechos á seres imaginarios, á los cuales considera influidos por acerbas iras. ¡Cuántos gemidos ha arrancado, cuántas heridas ha abierto, cuántas lágrimas ha producido á la descendencia de los hombres esa invención! La piedad no puede consistir en cubrirse la cabeza con espesos velos, dar vueltas alrededor de una estatua y visitar altares; ni tampoco en prosternarse y levantar las manos ante los templos de los dioses, y menos en inundar las aras con la sangre de cuadrúpedos, ni en hacer votos con juramento, sino en observar atentamente con ánimo sereno los sucesos todos. Cuando se levanta la vista y se contemplan los palacios celestiales del Universo, las regiones etéreas tachonadas de estrellas rutilantes y el movimiento regular del Sol y de la Luna, siente el pecho cierta vaga inquietud que anubla la abrumada frente, porque se recela que exista un alto poder capaz de gobernar á su gusto los astros; pero las dudas que asaltan la mente engendradas son por la ignorancia, la cual hace temer que el mundo haya tenido principio y tenga, por tanto, fin; que sus murallas no puedan resistir el movimiento y los choques á que están expuestas, y que, aun admitido un divino creador de la mansión terrestre, ésta no pueda vencer las inmensas dificultades de una eterna duración.

Y, además de lo dicho, ¿á quién no apoca el ánimo el espanto de los dioses, y á quién no causa estremecimientos de pavor el trepidar de la Tierra cuando ruge el estruendo formidable de horrísona tormenta y retumba el rayo en los ámbitos del Cielo? ¿No se asustan en esas ocasiones los pueblos y los individuos? Los soberbios reyes, por el temor poseídos, ¿no se abrazan temblorosos á las imágenes de sus dioses, de las que esperan que aplacen el momento en que hayan de sufrir el temido castigo correspondiente á sus crímenes? Y cuando viento impetuoso encrespa las ondas del mar y barre de la cubierta de los buques las legiones y los elefantes que llevan, el jefe de la flota, ¿no procura con súplicas, votos y promesas, aplacar la ira de los dioses para que el viento deponga su furor, se calmen las olas y el tiempo abonance? Pero clama en vano, y tal vez envuelto en agitado torbellino sea lanzado sobre las rocas donde halle infausta muerte. Parece, sin duda, que un poder oculto se burla de las preocupaciones humanas y considera despreciables las hoces y las segures que los hombres tienen en tanta estima. Y si el hombre observa que bajo sus piés la Tierra se estremece y que en ocasiones las ciudades se convierten en ruinas, ¿tiene algo de extraño que de su propia debilidad persuadido crea en poderes misteriosos de ilimitada fuerza que gobiernen arbitrariamente el Universo?

Más adelante se descubrieron el bronce, el oro, el hierro, la pesada plata y la esencia del plomo cuando las ingentes selvas de los elevados montes quedaron consumidas por el fuego, ya fuera éste prendido por el rayo, bien propagado en las florestas por los guerreros para combatirse los unos á los otros, ya encendido por hombres pacíficos deseosos de convertir las selvas en prados y tierras de labor, ó quizá utilizado por esos mismos para destruir las fieras, con cuyos despojos intentaran enriquecerse, pues el foso y el fuego se emplearon en las empresas venatorias antes de que se destinaran para ellas la engañadora red y la ruidosa jauría. Como quiera que fuese, cuando las llamas con chisporroteos crujientes devoraron los bosques y consumieron desde las altas ramas hasta las profundas raíces de los árboles, la Tierra, lo mismo que si hubiera sido cocida por el fuego, de sus abrasadas venas produjo ríos de oro, de plata, de bronce y de plomo que se precipitaron á los sitios cóncavos, donde, enfriados, ofrecieron color brillante, lustre, gracia, y al solidificarse tomaron la forma de las cavidades que los contenían. Al observar este último fenómeno, los hombres tuvieron la idea de fundir los metales y hacer con ellos objetos de distinta figura, después de batidos y adelgazados; de esta manera llegaron á fabricar unas armas que sirvieron para ataque y defensa en las batallas, otras para labrar las tierras y otras para serrar, pulir, cortar, abrir á golpes, romper y taladrar. Quisieron hacer del oro y de la plata el mismo uso que del bronce, pero inútilmente, porque ninguno de esos metales tenía la dureza necesaria para el áspero trabajo á que lo destinaban: por este motivo el bronce era muy estimado, mientras que el oro se miraba como inútil, porque fácilmente se embotaba la punta de las armas que se fundían con él; hoy, por lo contrario, el bronce ha caído en depreciación, y el oro es tenido en alta estima. Así todo muda en el tiempo: lo que un día estuvo en auge, al siguiente cayó en descrédito; lo que una vez estuvo en olvido, otra vez fué muy celebrado y de todos los hombres mereció alabanzas, honores y agasajos.

Ahora, mediante los datos que ya tienes, puedes comprender cómo se llegó al uso del hierro: las primeras y más antiguas armas fueron las manos, las uñas, los dientes, las piedras, las ramas de los árboles, y, por último, las llamas y el fuego tan pronto como fueron conocidos: poco tiempo después se descubrieron el hierro y el bronce, pero el bronce fué primeramente utilizado porque se ofrecía en abundancia y era fácil de trabajar: de bronce eran los instrumentos para labrar la tierra, las armas usadas en los combates y las empleadas para llevar la muerte por todos los sitios y proteger el hurto de ganados, pues los hombres, desnudos é inermes, se veían en la precisión de ceder ante los que llevaban armas. El hierro fué después convertido en espada; la hoz de bronce perdió la preferencia; la tierra se trabajó con férreo arado, y la voluble suerte de los combates fué encomendada al hierro.

Antes de que se usara el carro tirado por dos corceles montaban los guerreros en caballos cuyos frenos dirigían con la mano izquierda mientras con la derecha peleaban; después de la biga se inventaron la cuadriga y los carros falcíferos; más adelante, el Cartaginés astuto adiestró para los combates el torreado elefante de trompa anguina que soporta las heridas y pone en dispersión á las turbas de Marte: poco á poco la discordia acumuló medios destructores y la guerra se hizo cada vez más horrorosa; en ella tomaron parte enfurecidos toros, crueles jabalíes enseñados para atacar á los enemigos, y aun leones poderosos usados por los Partos en las avanzadas de su ejército. Esos terribles animales, sujetos por fuertes frenos y conducidos por hombres convenientemente armados para moderar la bravura de las fieras, cuando sentían la sangre humeante se enardecían, dispersaban los ejércitos de un lado y de otro, sacudían la melena, y, sin que nadie pudiese contenerlos, se lanzaban á la matanza; entonces los caballos, aterrorizados con los rugidos, no obedecían al jinete, se revolvían y en carrera desenfrenada huían hacia el campo enemigo. Las leonas con furia corrían indistintamente de un ejército á otro, destruían cuanto encontraban á su paso, atacaban por la espalda á sus víctimas, y después de herirlas y de arrojarlas á tierra se entretenían en despedazarlas con sus terribles dientes y sus corvas uñas. Los toros embrocaban y pisoteaban á los jabalíes y amurcaban á los caballos, á los cuales, todavía después de muertos embestían con rabia. Los jabalíes, de prolongados colmillos, mataban á sus propios aliados, y cuando las flechas teñidas en sangre se quebraban en su cuerpo, con nueva irritación hacían destrozos entre infantes y caballeros: en vano era que los corceles para evitar las dentelladas de esas fieras se encabritaran, porque pronto sucumbían con las extremidades posteriores destrozadas. Aun los mismos brutos domesticados, cuando se hallaban en el foco de la batalla y de la furia, entre lamentos, gritos, horrores, heridas, estrago, recobraban su olvidada ferocidad, y sin que nadie pudiera sujetarlos se dispersaban, como vemos que los elefantes gravemente heridos en las guerras de nuestros días, después de hacer muchos destrozos en el ejército á que pertenecen, huyen despavoridos. Así en los tiempos ya pasados sucedió, y así hoy ocurre; pero creo que los hombres no habrán dejado quizá de presentir y de ver que tantos desastres producen grandes sufrimientos, no sólo para los que han sido sus causantes, sino también para las generaciones futuras. Y puedes creer que este mal no ha de limitarse á nuestro mundo, sino á todos los mundos formados con vario origen. Tal vez la fiereza revelada en esas luchas no haya sido inspirada por el exclusivo deseo de la victoria, sino por el instinto de propia defensa que mueve á hacer el mayor daño posible al enemigo que fiado en su fuerza amenaza con la muerte.

Vestidos anudados se usaban antes de que fuera inventado el telar; los tejidos fueron posteriores á la aplicación del hierro, porque las telas usadas ahora se prepararon con auxilio del hierro, que permitió la construcción de instrumentos delicados, tales como el cilindro, las cárcolas, el huso, el peine y la ruidosa lanzadera.

La Naturaleza indujo al hombre antes que á la mujer á trabajar la lana, porque el hombre es más ingenioso y más apto para las artes que la mujer; pero el agricultor, después de reconvenirse por dedicar su tiempo á delicadas labores, entregó éstas á su compañera y se reservó los ejercicios penosos que, después de todo, se acomodaban á la contextura de sus miembros y de sus manos.

Igualmente enseñó la Naturaleza en el principio de las sociedades á hacer las operaciones de siembra y de injerto, porque pudo observarse que de los árboles caían al suelo semillas que después, en apropiados tiempos, daban numerosos retoños; también se ensayó el ingerir brotes de una planta en otra y trasladar los arbustos: de este modo, por medio de multiplicadas tentativas, el cultivo de los campos se mejoró, y con las esmeradas labores de las tierras se consiguió ablandar los frutos salvajes. Los bosques reducidos quedaron á los más altos montes, al mismo tiempo que por las planicies y colinas se extendieron los campos cultivados, el prado, el lago, el arroyo, y con pujante lozanía el trigo, la viña y el verdoso olivar que ocupó las llanuras y montículos. Este sistema de trabajo por muchos años seguido ha dado vida á esos amenos lugares que ves llenos de árboles frutales de variedad encantadora.

Mucho antes de que los hombres supieran con harmonioso acento entonar versos agradables para el oído, habían intentado imitar con su voz el suave gorjeo de los pájaros; el céfiro que, al introducirse en lo hueco de las cañas, silba, guió al hombre para inventar los cálamos agrestes; la flauta, luego, animada por dedos flexibles y acompañada por el canto, se usó en las apartadas selvas, en los bosques, en las sombrías soledades que dieron á los pastores los primeros motivos musicales para entretener sus ocios, pues indudable es que el tiempo da ocasión para que se creen las artes que después el ingenio perfecciona. En estos dulces recreos se entretenían, con ellos alegraban su ánimo después de haber satisfecho la necesidad de alimentarse, pues todas las aspiraciones eran entonces muy sencillas: muchas veces, reunidos los pastores en sitio agradable, tendidos junto á la fuente, bajo la sombra de un árbol, gozaban del placer más puro, especialmente cuando la alegre primavera cubría los verdes prados con matizadas flores; conversaban con ingenuidad, jugaban con inocencia, reían candorosamente y en sus entretenimientos daban vida á la musa agreste; se adornaban la cabeza con brillantes coronas de flores y los hombros con guirnaldas; con rudos piés sin medida ni concierto golpeaban la tierra, madre de todos, y entre carcajadas se divertían de su propia impericia y se aconsejaban para dar novedad á sus pasatiempos. En ocasiones, á fin de estar vigilantes y defenderse del sueño, cantaban con variaciones de tono y recorrían con los labios á medio cerrar los agujeros del cálamo. También hoy pasamos distraídos las veladas, y aunque ajustamos nuestros recreos á reglas de buen gusto no saboreamos con certeza el agrado y la dulzura de nuestros ratos de solaz en mayor proporción que la gente rústica de otros días.

En mucho estimamos lo que está presente, si antes no hemos conocido algo mejor; pero lo nuevo perjudica á lo antiguo, y cambia las costumbres; así hemos despreciado el fruto de la encina, el lecho de hojas secas y el uso de las pieles: también el vestido formado con restos de fieras fué en su tiempo una extraña novedad, y no me atreveré á decir que su inventor no fuera objeto de enconada envidia; quizá el infeliz sucumbiera víctima de la traición de algunos que se apoderaran de sus despojos teñidos en sangre, aunque los asesinos fueran de cierto incapaces para aprovechar útilmente el fruto de su maldad.

En aquellos tiempos remotos se luchaba por la posesión de pieles de animales; hoy se combate por obtener el oro y la púrpura; más culpables somos indudablemente que nuestros antecesores, porque ellos necesitaban las pieles para preservarse del frío, y nosotros para ningún objeto de verdadera precisión utilizamos el oro, la púrpura y los ricos bordados, ya que para vestirnos serían suficientes las plebeyas telas. ¡Es triste que la raza humana gaste la vida en contiendas y disgustos motivados por cosas fútiles, y no ponga freno á la codicia que la corroe, quizá porque aún no sabe que los goces puros tienen un límite que no se puede franquear sin peligro! Las vanidades quebrantan la existencia de los individuos, crean perturbaciones entre los pueblos y originan guerras que destruyen las sociedades.

El Sol y la Luna, antorchas luminosas que con luz perenne recorren toda la extensión del movedizo templo del mundo, enseñan á los hombres que los tiempos se repiten en constantes estaciones, porque todo en la Naturaleza existe con sujeción á leyes fijas y con orden invariable.

Ya el hombre vivía abrigado en sus palacios, ya en la Tierra se habían constituido las naciones, y el mar era surcado por numerosos buques, y en vigor había pactos federativos entre los pueblos, cuando los poetas comenzaron á consignar en versos los hechos pasados; pero como los elementos de la escritura eran de muy reciente invención, nuestra Edad apenas conoce de los pueblos antiguos más sucesos que los indagados por el raciocinio, apoyado en los vestigios existentes.

Las artes de la navegación, del cultivo de los campos, de las fortificaciones, de la aplicación de las leyes, de la fabricación de armas, apertura de caminos, tejidos de telas y otras de igual utilidad, y también las artes recreativas como la poesía, la pintura y la escultura, de la necesidad y de la experiencia han sido fruto. Paulatinamente el tiempo, en oportuna sazón, ha producido inventos que la industria humana ha mejorado; más adelante las artes se han concedido mutuo auxilio, y de este modo se elevarán hasta la cumbre de la perfección.

Libro sexto

La primera ciudad que á los hombres facilitó con abundancia los frutos de los campos y proporcionó comodidades por virtud de sabias leyes que supo dictar fué Atenas, de nombre esclarecido, ciudad insigne que hizo placentera la vida al producir aquel varón ilustre, nacido solamente para anunciar verdades, el cual, aunque fallecido ya hace mucho tiempo, como recompensa por las investigaciones divinas que hizo y divulgó conserva su gloria hasta los cielos elevada. Ese genio, cuando vió que los hombres, aun con el uso de muchas cosas originarias de satisfacciones, riquezas, honores, grandezas, reputación distinguida transmisible á los descendientes, llevaban el corazón á duras penas reducido y el ánimo sujeto á esclavitud de tristes incertidumbres, pensó que el mal no estaba en las cosas, sino en el hombre mismo, es decir, no en el líquido, sino en el vaso, que por estar envenenado corrompe todo lo que en él se vierte, ó que nunca se llena por ser excesivamente permeable, ó que da ingrato sabor á su contenido por estar manchado interiormente. Con sanas verdades empezó á limpiar el corazón de los seres humanos; encerró la codicia y el temor de éstos en reducida esfera; hizo conocer en qué consiste el sumo bien á que todos podemos aspirar y el camino que á su posesión en línea recta nos lleva; investigó la causa de los males que los hombres sufren; explicó los motivos de que todas las personas, según sus peculiares condiciones, estén sujetas á contingencias engendradas necesariamente por la Naturaleza y atribuidas por necedad al acaso ó á la fortuna; hizo patente el medio libertador de todas las preocupaciones, y mostró al género humano cuán vanos y fútiles son los temores que inquietan el pecho. Como niños que de todo tienen miedo por la noche, así nosotros durante el día nos vemos rodeados por ilusorias sombras y fantasmas vanos que no se disipan con el rayo solar ó con la luz diurna, pero que se desvanecen mediante el uso de la razón tranquila y el estudio reflexivo de la Naturaleza: investiguemos con perseverancia sus arcanos.

Y como ya he demostrado que el mundo es perecedero, que el cielo ha tenido principio y que los cuerpos todos por cuanto nacieron han de caer en disolución, escucha, pues, el resto de mi discurso, ya que he limpiado de estorbos mi camino y tengo la esperanza de poder recorrerlo con mi carro victorioso. En presencia de los fenómenos que se desarrollan en el Cielo y en la Tierra, los hombres, sobrecogidos por el temor, con ánimo humillado han creído en dioses, y ante la fingida representación de éstos se han postrado, porque la ignorancia de las causas de los fenómenos les ha permitido pensar que todo lo existente podía estar sometido al imperio de seres arbitrarios y que todo lo que no se podían explicar era obra de númenes. Aquellos mismos que están convencidos de que los dioses por nada se preocupan y de que todas las cosas de la Naturaleza se realizan dentro de un orden invariable, cuando los ojos levantan para contemplar las etéreas regiones vuelven á caer en superstición religiosa y admiten la existencia de tiranos á los cuales ¡míseros! atribuyen supremo y despótico poder para repartir á su capricho el bien y el mal, porque ignoran las condiciones de lo que puede ser y de lo que no puede ser, y los límites en que toda energía se encierra: este error fundamental trasciende á toda la esfera de su pensamiento. Si no apartas de tu mente esas ideas, si no crees que tales cuidados son impropios de los dioses é incompatibles con la paz de que gozan, tendrás presentes sus imágenes en todo momento, no porque pura substancia de dioses pueda ser de enconos susceptible y de entretenerse en preparar crueles castigos, sino porque tú mismo, si crees que hay dioses movidos por resentimientos, no tendrás un instante de paz, no entrarás sosegado en los templos, y los simulacros de sus cuerpos santos como nuncios de sus divinas formas, á ti no llegarán sin que la inquietud y el temor te agiten. De este proceder ¡qué vida tan triste se origina! Aunque en servicio de la razón he expuesto ya muchas verdades, me restan por declarar otras de las que te hablaré en pulidos versos, con especialidad referentes á los fenómenos del Cielo. Trataré, pues, de los efectos de las tempestades y del rayo, para que te abstengas de considerar el Cielo dividido en partes, y de indagar cuál es la que dió origen al fuego, dónde estaba éste escondido, la manera cómo pudo rasgar las capas del espacio y salir de ellas sin hallar obstáculo, efectos que sólo puede atribuir á seres imaginarios el que desconoce la causa de que proceden. Y para que pueda llegar felizmente al término de mi carrera, muéstrame el camino que debo recorrer, hábil Musa Calíope, recreo de los hombres y encanto de los dioses, pues si tú me guías ganaré corona insigne de alto aprecio.

El cerúleo firmamento es perturbado con ruidoso trueno cuando nubes impelidas por contrarios vientos se mueven en las altas regiones del aire y chocan entre sí: el sonido, sin embargo, no parte del sitio en que sereno el Cielo se muestre; allí donde las nubes se condensan y se amontonan es donde se engendra el estampido redoblante del bronco trueno. Las nubes son cuerpos cuya densidad es extraordinariamente menor que la de la madera ó de las piedras, pero mayor que la de la nieve y la del humo, como lo hace patente el hecho de que no se rinden bajo su propia gravedad como ceden las piedras, y reunen en sí materiales para la formación del granizo y de la nieve, que el humo no podría contener.

Unas veces en la ilimitada extensión del espacio producen las nubes ruido semejante al que ocasionan en los teatros los fluctuantes paños pendientes de las vigas y columnas de esos edificios; otras veces lo mismo que si fuesen rotas violentamente por los vientos crepitan como tenues láminas que se rasgan, y éste es el crujido propio de los truenos, ó como hojas de papiro que vuelan llevadas por el viento, ó como ropas colgadas sacudidas por el vendaval; también algunas veces no chocan las nubes unas con otras, sino corren juntas en la misma dirección y se tropiezan y rozan con ruido seco y prolongado que lastima nuestro oído y dura hasta que se desenlazan.

También ocurre otro fenómeno que origina fragoroso estruendo bastante para ocasionar un horrible temblor en todo el mundo, como si los fundamentos de éste se derrumbaran por tan violenta acción: cuando una corriente de viento huracanado se halla contrariada y envuelta por las nubes, pretende escapar de la prisión, forma torbellinos que desarrollan mayor energía mientras más obstáculos encuentran en las nubes, y, por último, en éstas el viento abre una salida por donde huye precipitadamente con atronador ruido. Y no debe sorprender este hecho, cuando vemos que el aire contenido en una vejiga que de repente se rompe, al salir de ella causa una explosión atronadora.

Hay otra razón que explique el fuerte ruido que ocasiona en las nubes el viento impetuoso: vemos que muchas veces se muestran como divididas en forma arborescente y tal vez entonces produzca el viento en ellas un resultado parecido al que origina en las ramas y las hojas de un espeso bosque. También los vientos pueden acometer de frente y con violencia á las nubes hasta romperlas; pues podemos comprender que su ímpetu en las altas regiones sea muy enérgico si tenemos en cuenta que en las capas inferiores ha de ser más moderada, y no obstante, descuaja los árboles. Nubes hay, además, acumuladas á manera de ondas que al separarse batidas por el viento braman horrísonas como río desbordado que halla obstáculos á su paso, ó como el Océano agitado por una tempestad.

También en ocasiones el fuego del rayo caerá de unas nubes en otras, y si estas últimas contienen extraordinaria cantidad de vapor acuoso, aquél se extinguirá con estruendo, así como el hierro incandescente arrojado al agua en el momento en que extraído es de la forja se apaga con estridente chirrido; pero si el rayo cae en nube seca ésta se inflamará con estrépito, lo mismo que monte laurífero en que se prenda fuego animado por torbellinos de viento impetuoso; porque no hay combustible que arda en llamas voraces con más crepitante ruido que el délfico laurel á Febo consagrado.

Muchas veces el hielo y el granizo se forman cuando el viento condensa, empuja y amontona las nubes, las cuales en este caso ruidosamente se deshacen en lluvia congelada.

El relámpago se produce mediante la inflamación de moléculas de fuego procedentes de contrarias nubes; y puede cualquiera representarse este fenómeno si observa que del choque violento del hierro ó de una piedra contra otra piedra surgen chispas que brillan á distancia: aunque el relámpago y el trueno son simultáneos, llega á nuestra vista el fenómeno óptico antes que á nuestro oído el fenómeno acústico, porque la marcha de las ondas luminosas es mucho más rápida que la de las ondas sonoras; y de esta verdad puedes convencerte si observas desde lejos el trabajo del podador que corta las ramas inútiles de un árbol, pues verás el ademán del golpe antes que oigas el sonido que éste ocasione, y de igual modo y por la misma causa ves el relámpago antes de que oigas el trueno.

Otra explicación puede también darse del relámpago que las nubes colora con luz trémula durante la tempestad: cuando el viento se introduce en cualquier nube y mediante agitación continua llega á abrir en el centro de ella una salida como hace pocos momentos he dicho, en su vertiginosa movilidad se inflama, porque, según puedes comprobar, todo cuerpo que en virtud del movimiento alcance una temperatura muy elevada arde; y aun una bala de plomo se funde cuando voltea por un largo trayecto. Entonces el aire comprimido, al romper la nube obscura, con estrépito se desparrama convertido en relámpagos cuyos fulgores ofuscan la vista; el estruendo atronador llega al oído algún tiempo después que la luz haya impresionado los ojos, pero tales fenómenos suponen una aglomeración de nubes impelidas con violencia.

Pero no te engañes en el juicio que formes de las nubes, y considera que desde aquí vemos su longitud y su anchura pero no su volumen ni la distancia á que se hallan de nosotros; hay que representarse las nubes como si fuesen masas enormes parecidas á montañas que se transportaran de un lado á otro por el ímpetu de los vientos, ó se acumulasen y comprimiesen en las alturas cuando el aire está encalmado: podrás de este modo tener idea de la importancia de sus moles en las cuales aparecen huecos que semejan cavernas abiertas en las rocas aéreas: aquellas cavidades son ocupadas por el viento engendrador de tempestades, el cual, como si no pudiera permanecer encerrado ruge amenazador á manera de fiera cautiva, corre en todas direcciones, produce dentro de las nubes espantosos ruidos, se traslada de una parte á otra, extrae chispas de fuego del lugar en que se halla, las reune, y en los cóncavos hornazos las agita hasta que rompe la nube y escapa con brillantes ráfagas de luz.

También el relámpago con su color dorado y su velocidad extraordinaria dirigida hacia la Tierra podrá originarse de la substancia formativa de las nubes que estará mezclada con elementos ígneos, si bien cuando las nubes están secas y tienen el color y el brillo de la llama deben ese aspecto á la luz del Sol que las colora y les comunica alguna parte del fuego que el astro luminoso esparce. Después, cuando el viento reune las partículas de fuego dispersas y comprime las nubes, aquellas partículas se escapan y presentan los colores brillantes de la llama.

Y aun solamente la rarefacción de las nubes puede originar la formación del relámpago, porque el viento, al separarlas y disolverlas, de ellas deriva los elementos capaces de producir fulgores; pero en este caso el destello que se engendra no va acompañado por terrorífico tumulto.

Los efectos del rayo dan á conocer la naturaleza de éste: la violencia que lleva en su caída, el destrozo que ocasiona en los cuerpos con que choca, el vapor sulfúreo de que satura la atmósfera por el sitio que recorre, son indicios de fuego y no signos de viento ni de agua. Al caer incendia los tejados de las casas y luego la llama que en ellos se levanta quema los edificios: en la Naturaleza se forma el rayo de los más sutiles elementos ígneos existentes, los cuales fuerza tienen bastante para que nada los pueda resistir; el rayo atraviesa, como el sonido, los más sólidos muros, traspasa los metales, funde instantáneamente el oro y el bronce, impresiona de tal modo los vasos llenos de vino, que obliga á éste á disiparse porque las paredes de la vasija se relajan, sus poros se agrandan y por ellos los elementos del vino se escapan fácilmente, efecto que no podría seguramente producir el Sol en el espacio de muchos años; ¡tanto en potencia calórica y en actividad el rayo excede al Sol!

Ahora, acerca de la formación del rayo y del ímpetu con que destroza de un solo golpe las torres, arruina los edificios, arranca techos y vigas, desmocha y demuele monumentos levantados por los hombres, deja exánimes á éstos, mata ganados y hace otras cosas de este género, voy á hablar; y sin detenerme en promesas entro desde luego en el asunto.

En las nubes amontonadas y condensadas allá á grandes alturas se forma el rayo; así es que no hay motivo para recelar de él ó temerlo cuando el Cielo está sereno ó ligeramente intranquilo; y la experiencia nos lo testifica: pero cuando las nubes se ennegrecen y se acumulan en toda la extensión de la atmósfera, crecen las tinieblas, el aqueronte llena todas las cavidades del Cielo, pavorosa noche nos llena de temor y el miedo nos embarga, entonces la tempestad se prepara y el rayo comienza á formarse.

Negra nube se resuelve en copiosa lluvia como río de pez del cielo descendido que en abundantes ondas al mar se precipita; allá á distancia densas tinieblas se extienden acompañadas por tempestades, y con ellas, rayos, huracanes, fuegos, terribles remolinos, y en la Tierra las gentes asustadas, transidas de temor, buscan refugio en sus casas; debemos creer que el volumen de las nubes que por encima de nosotros se forma es tal que deja la Tierra á obscuras y con su extraordinaria mole tapa la luz del Sol: en la Tierra no caería tan enorme cantidad de agua, bastante para llenar los campos y los ríos, si la etérea región no hubiera sido invadida por las nubes.

Todo, pues, está lleno de elementos ígneos y aéreos, y por este motivo en todas partes se oyen roncos truenos y se ven los esplendores del relámpago, pues según ya te he dicho, elementos innumerables de fuego que se dilatan y se encienden con el Sol, llenan algunas cavidades de las nubes, y cuando el viento empuja á éstas, las arroja unas sobre otras y las oprime, también segrega de ellas una cantidad de corpúsculos de fuego, con los cuales se confunde: así el huracán estalla y en fragua ardiente el rayo se forja.

El viento se inflama de uno de estos dos modos: ó bien por causa de la rapidez con que se mueve, ó bien porque roza con el fuego; cuando este hecho ocurre, ya por causa de su propio movimiento, ya por el contacto del fuego, el rayo se completa, rasga las nubes desde la parte alta á la inferior, esplendor instantáneo ilumina el cielo con luz sulfúrea que deslumbra á los mortales, y con rudo estruendo el trueno ruge como si la bóveda celeste se derrumbara sobre la Tierra; una trepidación sacude nuestro globo, y por todo el espacio en repercusión repetida se transmite el estruendo, propagado por las nubes en contacto: sigue fuerte aguacero, como si el Cielo se deshiciera en lluvia, ó como si un nuevo diluvio sobre nosotros viniera; ¡tanto es el terror que producen el soplar furioso del viento, el rasgarse de las nubes, el correr impetuoso del encendido rayo!

Puede ocurrir que una corriente de aire en su rápida carrera encuentre una voluminosa nube poseedora del rayo, la rompa con su violencia, y de este modo abra libre paso á un torbellino de fuego al que llamamos rayo en nuestra lengua. Y sucesivamente acontecerá lo mismo con otras nubes al impulso de los vientos.

También puede suceder que el viento, desprovisto de calor durante su carrera, se inflame después de perder en su curso partículas groseras que en sí contenga y no puedan atravesar las auras, y después de apropiarse elementos ígneos que mezclados á los de su propia composición produzcan fuego; como vemos que acontece con los cuerpos glandiformes de plomo lanzados con violencia á largas distancias y que en su veloz marcha dejan elementos fríos, y de otros cálidos se apoderan.

Quizá la violencia de mismo choque excite el fuego, aun cuando en su primer impulso esté frío el viento, ya que éste por su propio ímpetu puede producir moléculas de fuego y extraerlas, además, de otro cuerpo con el que se ponga en contacto: de igual modo que de un pedernal golpeado con hierro se arrancan chispas, y aun cuando el metal se halle frío el choque es suficiente para que de él broten ígneas partículas, así también el impulso de los vientos podrá ser bastante para que los objetos que reciban su acción se inflamen si contienen moléculas apropiadas. Sería una temeridad el decir que el viento, capaz de recorrer inmensas distancias, por su propia naturaleza ha de ser necesariamente frío; aunque no se inflamara en su curso, al término de su carrera debería llegar, cuando menos, entibiado por el calor.

La velocidad del rayo, la potencia que desarrolla en su caída y la rapidez con que ejerce su acción provienen de la energía natural de sus elementos desde que se asociaron en el seno de la nube, energía aumentada y desenvuelta en su lucha con el medio vaporoso en que se hallaron: cuando la nube no puede resistir el redoblado empuje que sobre sus paredes internas ejerce el fuego destructor, abre una salida por donde el rayo se escapa como piedra lanzada por la catapulta.

No debe olvidarse que los elementos componentes del rayo han de ser muy fríos y muy diminutos y sus efectos irresistibles supuesto que se introducen por todas partes; no hay nada capaz de contener su marcha; pero todos los cuerpos más pesados que el aire tienden á caer, y si á esa propiedad se añaden los efectos de la impulsión, se comprenderá que el rayo, mientras desciende, aumente su velocidad como si aumentara su peso: de esta manera es fácil de explicarse que aquel meteoro con energía poderosa destruya todos los obstáculos que para su marcha encuentre en su camino.

Además, como la velocidad de los cuerpos que caen aumenta en proporción al espacio recorrido, y el ímpetu de ellos crece á medida que se hace mayor su velocidad, es evidente que el choque de esos mismos cuerpos, de grandes alturas procedentes, ha de ser muy enérgico, porque durante su carrera habrán logrado agregar á su masa muchos elementos dispersos. Por consiguiente, el rayo podrá asimilarse del aire, durante su descenso rápido, algunos principios que aumenten su potencia y su velocidad. Conviene recordar que hay algunos cuerpos que permanecen incólumes á la acción del rayo, pues como éste es fuego, se abre su camino por los más imperceptibles poros y sólo destruye aquellos cuerpos formados de moléculas que no se descomponen fácilmente y reciben el choque de la exhalación: el bronce bajo su acción se funde sin resistencia y el oro se liquida porque son metales compuestos de cuerpos simples cuyos apretados lazos se desatan mediante la influencia del calor.

Las regiones aéreas y la Tierra son frecuentemente agitadas por fúlgidos fuegos en el otoño y durante los floridos y alegres días de la primavera. No hay en el invierno condensación de calórico; no hay en el estío vendavales ni acumulación de nubes; y en cambio en las estaciones medias se reunen todas las condiciones apropiadas para la formación del rayo: el calor y el frío se presentan en lucha, entablan discordia, originan corrientes impetuosas de los aires y producen tormentas: la primavera es la transición del frío al calor, ó bien el período en que el frío y el calor combaten; el otoño, que es también la transición del calor al frío, igualmente es otra época de lucha entre aquellos dos estados de la temperatura; por ese motivo ambas estaciones se llaman de guerra del año; y si épocas de guerra son, no ha de extrañarse que en ellas los rayos y las borrascas perturben el espacio como consecuencia de la discordia etérica mantenida por el fuego de un lado, y de otro por los vientos y las nubes.

Cuando se indaga sin prevenciones es fácil conocer las causas del ignífero rayo y sus efectos; pero nada se aprende con las inútiles canturías del fanatismo tirreno que pretende averiguar intenciones de misteriosos númenes mediante la observación de la llama del fuego y de la forma con que el rayo penetra en el muro y sale de él por el opuesto lado, y aun supone vaticinar lo porvenir por las circunstancias concurrentes en aquel meteoro.

Porque si es Júpiter ó cualquiera de los otros dioses el autor del terrorífico estruendo que hace temblar la bóveda celeste y de los rayos que por todas partes caen, ¿por qué estos últimos no se dirigen contra los criminales que impunemente cometen infamias sin que el fuego divino les traspase el pecho, castigo que serviría de ejemplaridad para los mortales, y en cambio el hombre justo que nunca ha hecho el menor daño y no tiene falta alguna que expiar se encuentra muchas veces envuelto en llamas y devorado por el fuego del Cielo? y ¿por qué en ocasiones caen los rayos en lugares desiertos y se pierde su acción? ¿será para que se ejerciten y den luego certeros golpes? y ¿por qué el Padre divino se ha de entretener en disparar dardos que se embotan en la tierra y no los reserva para lanzarlos contra sus enemigos? ¿por qué el mismo Júpiter jamás en tiempo tranquilo fulmina rayos ni produce truenos? ¿acaso condensa las nubes para bajar en ellas y disparar sus dardos con más certera puntería? entonces ¿para qué los hace caer algunas veces en el mar y con ellos traspasa las ondas, líquido insensible, cuerpo acuoso?

Pero si quiere que precavidos evitemos el rayo ¿por qué no permite que los hombres lo vean cuando es lanzado? Y si quiere sorprendernos desprevenidos ¿por qué lo arroja en ocasiones en que podemos evitarlo? ¿por qué permite que se extienda la obscuridad y haya estruendos y ruido precursores? ¿Y puedes creer que al mismo tiempo dispare rayos con direcciones diversas, ya que es conocido el hecho de que simultáneamente caigan en distintos sitios? Luego, indudablemente, la misma razón hay para que á diferentes lugares bajen rayos al mismo tiempo como para que llueva á la vez en varias regiones.

Finalmente, ¿qué argumentos serán bastantes para justificar la resolución de los númenes, si de ellos depende que el rayo destroce templos, soberbios edificios que para honra suya fueron erigidos, y caigan por tierra sus primorosas estatuas, destinadas exclusivamente para su culto? ¿por qué especialmente ataca el rayo las alturas, según puede comprobarse por los vestigios que de ellos siempre se encuentran en la cima de las montañas?

Por lo expuesto fácil es comprender la formación de los torbellinos ígneos que desde las nubes al mar descienden, y á los cuales dieron los Griegos el nombre de serpientes de fuego, por su aspecto; figuran á veces columnas que parecen poner en comunicación las nubes y los mares y se ven rodeados de numerosas olas movidas por viento huracanado; los buques sorprendidos por el meteoro corren grave peligro: cuando la violencia del viento no es bastante para romper las nubes que lo envuelve, se extiende poco á poco hacia la parte inferior en forma de columna que descansa en el mar, ó como una masa que mediante la tensión conseguida por un brazo poderoso, desde las nubes llegara hasta las olas y por ellas se esparciera. Cuando el viento consigue penetrar en la nube con ella desciende y se introduce en las olas, que se agitan y revuelven horriblemente; la nube lo sigue en todos sus movimientos y cuando la masa que ambos forman se apodera del Océano, levanta espantoso huracán en el cual parece que el mar hierve con estrépito extraordinario.

Pero también ocurre que el torbellino del viento después que contribuye para que en los aires se junten los elementos que forman la nube, en ésta se envuelve, y en la Tierra forma una columna como la tromba marina: la nube cuando llega hasta las planicies se resuelve en huracán terrible, en viento fuerte que todo lo arrasa á su paso: verdad es que en la Tierra son raros estos meteoros porque las montañas oponen á los vientos innumerables obstáculos, en tanto que son frecuentes en los mares porque su plana superficie deja á los vientos campo libre.

Se forman las nubes cuando muchos cuerpos ásperos que vuelan diseminados por la región del Cielo se asocian de repente, y á pesar de su débil ligadura forman un tejido apretado. Al principio constituyen solamente ligeras nubes, pero éstas se reunen, se estrechan, se acumulan, é influidas por la acción del viento producen una tempestad.

Observa, además, que mientras más elevadas son las montañas, más obscurecida con una especie de vapor amarillento se nos presenta su cima, sin duda porque las nubes en el primer momento de su formación no son para nosotros perceptibles hasta que el viento las condensa; y cuando se reunen en número considerable, se aglomeran y desde los húmedos vértices de las montañas se elevan y se extienden por las aéreas planicies; la razón nos hace, por tanto, comprender que son más ventosos los sitios más elevados, y fácilmente podemos comprobar la verdad de este aserto si ascendemos á elevados montes.

De la amplia superficie de los mares la Naturaleza segrega un crecido número de corpúsculos, como lo testifica la saliginosa humedad que se apodera de los trajes colocados en la playa: esos cuerpos que del mar proceden en forma de vapores también contribuyen á la composición de las nubes; de la misma sangre se desprende vapor acuoso; de los ríos y de la Tierra surgen emanaciones cálidas que se elevan, invaden el Cielo y forman espesas nubes que por las ondas etéreas son impelidas para abajo y condensadas, y de esto modo el azul del Cielo queda obscurecido.

Puede también suceder que partículas propias de nubes y tempestades vengan de otros mundos para reunirse á las del nuestro; pues ya he demostrado que los cuerpos simples son innumerables, que son eternos, y que dotados están de suma agilidad, condición esta última por la cual en poco tiempo recorren un dilatado espacio: no te sorprenderá seguramente, el hecho de que las tempestades se desaten y las tinieblas se extiendan, desde el lugar en que empiezan á condensarse por las tierras llanas, por los montes y por el mar, supuesto que los elementos encuentran expeditas las entradas y las salidas por la mediación del fluido etéreo que forma para las moléculas aéreas como una especie de canales conductores.

Ahora intento explicarte el fenómeno de acumulación de vapores en las altas nubes y la manera de condensarse y formar las lluvias que riegan toda la superficie de la Tierra. Observa primeramente que de los cuerpos terrestres se desprende vapor acuoso que unido con otras materias apropiadas forman las nubes con las cuales crecen de modo parecido á lo que sucede en nuestro organismo, en el que al mismo tiempo que los miembros crecen, también aumentan los elementos del sudor, de la sangre y de otros humores: las emanaciones del mar en cantidad considerable llevadas por el viento, como vemos que algunas veces suben movidos por el aire pequeños flequillos de lana, constituyen las nubes en unión con los vapores de los ríos, y de otros muchos corpúsculos de agua provenientes de varios sitios: cuando los vapores acumulados se condensan por el soplo de los vientos, se desvanecen en lluvia, ora por la presión que el aire sobre ellos ejerce de continuo, bien porque el mismo peso de los vapores condensados aumenta la gravitación de las nubes y determina las lluvias.

Pero cuando la acción del aire ha separado mucho las nubes, por efecto del calor del Sol, la lluvia es simplemente como una destilación parecida á la que se nota en la cera, cuando impresionada por el fuego se deshace en gotas: el fuerte aguacero sobreviene cuando á la gravedad propia de los vapores condensados se une la presión y el ímpetu iracundo de los irritados vientos que obran sobre las masas de agua.

Si muchos elementos de agua en las nubes se congregan, la lluvia es muy pertinaz, y, mientras cae, los hombres se ven obligados á permanecer largo tiempo refugiados en las casas, especialmente si en una región se amontonan voluminosas nubes procedentes de varios lados y si la Tierra por medio de los vapores restituye á la atmósfera la humedad que de ella recibe y á medida que la recibe.

Cuando en días tempestuosos los rayos solares se hallan en oposición á las nubes que se deshacen en lluvia, del fondo obscuro de la atmósfera se destacan los colores del arco iris. Y cuanto á los otros meteoros que en las alturas se ofrecen y tienen relación con las nubes y los vientos, como las nieves, el granizo y el hielo que las aguas endurece y con frecuencia anula el ímpetu de veloces ríos, fácil es por sus efectos determinar sus orígenes, especialmente cuando se conocen las propiedades de los elementos simples y por ellas el poder que éstos desarrollan.

Ahora escucha mis razonamientos acerca del origen de los terremotos: sin duda la Tierra es interiormente lo mismo que en el exterior, y así como en la superficie suya hay vientos, cavernas, lagos, lagunas, precipicios y rocas, también se hallarán en el seno de la Tierra: ríos internos habrá en gran número, los cuales con su impetuosa corriente arrastrarán sumergidas rocas; y razonable es afirmar que cosas iguales dondequiera que se hallen han de parecerse.

Admitidas como conformes á la realidad estas ideas, se comprenderá que la Tierra sufra estremecimientos cuando se derrumben en su seno enormes cavernas abatidas por la acción del tiempo: montañas que en lo interior de la Tierra se desploman han de producir profundos sacudimientos que en lo exterior se dejen sentir como temblores á veces espantosos: de igual manera un carro aunque no sea muy pesado hace tremer los edificios de las calles por donde pasa, y lo mismo acontece cuando brioso caballo arrastra una carroza cuyas ruedas están férreamente guarnecidas.

Quizá masa enorme de tierra por la vejez quebrantada caiga en depósito de aguas subterráneo y con su caída ocasione á la Tierra un movimiento de trepidación; como vemos que un vaso lleno de agua agitada vacila y no queda inmóvil hasta que el líquido en él contenido entra en reposo.

Cuando el viento reunido en los profundos subterráneos hacia un lado se acumula con todas sus fuerzas y con toda su violencia, la Tierra oscila en igual dirección; y los edificios que sobre ella se encuentran, igualmente se inclinan tanto más cuanto más elevados sean; amenazan ruina; pierden la línea vertical: los hombres ante aquellos indicios temen sucumbir y que la Naturaleza no pueda ya contener la demolición del mundo. Y con efecto, si los vientos no necesitaran reponerse, nada habría capaz de refrenarlos y nada sería suficiente para evitar sus destructores efectos; pero como unas veces se contraen y otras se dilatan, no siempre los peligros se convierten en funestas realidades; la Tierra se levanta después de haberse inclinado; pierde el equilibrio, pero pronto lo recupera por su propio peso. De esta manera se explica que los edificios vacilen más cuanto más elevados son, hasta el punto de que los más bajos apenas sienten las trepidaciones del suelo.

Algunos temblores pueden ser ocasionados por vientos súbitos, impetuosos, que soplan en la superficie de la Tierra; pero otros son producidos por grandes masas de aire que se acumulan en cavernas subterráneas, donde se agitan de mil maneras hasta que abren en la corteza terrestre una salida que se convierte en un abismo: así fueron destruidas la fenicia Sidón y Egina del Peloponeso: innumerables ciudades han sucumbido en grandes terremotos; muchas otras con todos sus habitantes han sido también sorbidas por los mares. Pero si el viento permanece en lo interior de la Tierra, con furioso ímpetu penetra por todas las cavidades que en ella existen y origina fuertes movimientos sísmicos: de modo parecido á éste el frío que penetra en nuestro cuerpo se introduce en nuestros miembros todos y temblor convulsivo nos produce aun contra nuestra voluntad. Durante los terremotos, los moradores de las ciudades, embargados por el miedo, temen que debajo de sus piés y encima de su cabeza la muerte amenazadora se presente: creen que va á hundirse el techo de sus casas y que la Naturaleza de un solo golpe va á desquiciar el mundo para henchir con sus despojos los abiertos é insaciables abismos. Y aun cuando tales temerosas gentes creen que el Cielo y la Tierra son incorruptibles y destinados, por consiguiente, á vida eterna, la presencia del peligro hace vacilar su fe y lleva á su alma el temor de que en la Tierra se abran cavernas profundas en las que el mundo entero se precipite y la Naturaleza de este modo quede convertida en montón informe de ruinas.

Debo ahora explicar de qué depende que el mar nunca aumente su volumen: causa, en efecto, sorpresa á primera vista, la consideración de que el caudal de aguas que en él penetra, ya procedente de ríos numerosos, ya de tempestades, ora de lluvias, ora de manantiales, no determine crecimiento en el Océano; pero se desvanece la admiración cuando se observa que todas esas masas líquidas que en el mar se pierden con relación á la importancia de éste son como una gota imperceptible.

En cambio, el calor del Sol evapora del mar una cantidad de agua no pequeña; y si los rayos solares pronto dejan secos los vestidos mojados sometidos á su influencia, ¿cuál no será el efecto que produzcan en toda la dilatada extensión de los mares? Hemos, pues, de pensar que el Sol, aunque débil se muestre, por más que en cada sitio del mar produzca escasa evaporación, en el total del Océano ha de causar enormes pérdidas.

También los vientos que barren toda la superficie de los mares han de arrebatar á éstos alguna parte de su caudal: pues observamos que durante una sola noche con su fuerte soplo secan los encharcados caminos y endurecen el barro acuoso.

Te he informado igualmente de que las nubes se apoderan de una cantidad de agua del mar, con la cual riegan todas las tierras cuando á impulso de los vientos se deshacen en lluvias.

Y, por último, si la tierra es un cuerpo innegablemente poroso y está en contacto con el mar, éste recibe de aquélla tributos que reponen su caudal; también da á la tierra aguas que, bien por filtraciones, bien por retrocesos abundantes, en los manantiales se acumulan, y ya purificadas suben á la superficie y corren por los cauces que les facilitan paso.

Ahora me propongo inquirir la causa de que el Etna por sus espantosas fauces arroje torbellinos de fuego: no creas que la terrible tempestad ardiente que abrasó los sicilianos campos fuese prevista por los pueblos vecinos y que éstos después de contemplar el Cielo envuelto en amenazadoras llamas y torbellinos de humo que henchían el espacio y con sus horrores presagiaban una próxima ruina esperasen, aunque llenos de temor, los sucesos que la Naturaleza les deparara.

Á fin de que puedas comprender esos fenómenos, será necesario que estudies todo el orden natural en sus múltiples manifestaciones, que medites reposadamente acerca de la Suma de todas las cosas y consideres que la inmensidad del Cielo es apenas una partícula del Universo, como el hombre es una molécula de nuestro mundo. Cuando te hayas penetrado bien de estas verdades, muchos hechos naturales que hoy te admiran dejarán de sorprenderte.

¿Quién de nosotros se extraña de que haya personas cuyos órganos sean embargados por el ardor de la fiebre ó cuyos miembros padezcan dolores sintomáticos de acerba enfermedad? De pronto los piés del enfermo se entumecen; agudo malestar ataca sus dientes, invade sus ojos; erisipela gangrenosa lentamente se apodera de su cuerpo y lo quema: hechos de esta clase á nadie admiran, porque es general la creencia de que emanaciones procedentes de muchos cuerpos, vapores de la Tierra derivados y exhalaciones del aire engendran numerosos males que al crecer y progresar causan funestos accidentes. Hay, pues, motivos suficientes para afirmar que la Naturaleza, infinita como es en la Tierra y en el Cielo, ha acumulado elementos en número bastante para que en ocasiones puedan sacudir el mundo, producir tempestades en el mar y en la Tierra, proveer de fuego el Etna é incendiar el Cielo. De este modo se comprende bien que el celeste espacio pueda arder en llamas como sucede en días tormentosos cuando, estrechada la cohesión de las moléculas del agua, lluvias torrenciales inundan la Tierra. Grande se considera ese incendio: también parece grande un río á aquel que no haya visto otro mayor; grande parece un hombre, un árbol, un cuerpo de cualquiera especie si no se conocen otros que los excedan en tamaño; pero todos los seres y aun el Cielo, el mar y la Tierra no son más que pequeñas partes de la Suma universal.

Voy ahora á explicar de qué modo el Etna, repentinamente irritado, arroja llamas que suben al espacio desde los hornos encendidos en su seno: la montaña del volcán no es una masa compacta; cavernas profundas formadas entre enormes piedras la componen; esas cavernas están llenas de viento, y por tanto, de aire, porque el viento no es más que el aire violentamente agitado; cuando éste se inflama comunica su calor á las piedras, á la Tierra, de donde rápidas llamas y fuego devorador se elevan, hasta las gargantas de la montaña y por ellas salen para invadir una extensión inmensa entre espeso y negro humo y piedras de gran tamaño: no debe dudarse de que tanta fuerza desarrollada proviene del viento inflamado.

Nótese además que esa montaña arranca de las proximidades del mar cuyas olas van á batir el principio de su base; algunas de sus cavernas se comunicarán con el lecho de las aguas y desde allí subirán hasta la cima del encendido monte; por esas aberturas penetrarán vientos que motivarán la formación de llamas, levantarán torbellinos de arenas, desprenderán de las cuevas corpulentas rocas, y dispararán á las nubes esa mezcla que sale de los abiertos cráteres, palabra griega que equivale á las dos latinas de bocas y fauces.

Hay hechos cuya causa ocasional no puede precisarse, aunque desde luego se comprende que estará entre varias conocidas; por ejemplo, si desde cierta distancia vieses un hombre muerto en el suelo tendido, no podrás afirmar con seguridad de acierto el motivo originario de la desgracia; pensarás que la muerte habrá sido causada por hierro, frío, enfermedad ó veneno, y solamente los testigos oculares de ella podrán determinar entre esas causas posibles y necesarias la única verdadera: esta observación tiene muchas aplicaciones.

Un caso á este propósito digno de atención nos ofrece en Egipto el Nilo, único río que después de crecer en el verano se desborda y se extiende por los campos: sin duda sus periódicas inundaciones han de proceder de una de las causas que á continuación expongo:

Tal vez en la estación estival el viento aquilón sople en las bocas del río en dirección contraria al curso de éste y al de los vientos etesios que dominan durante la misma época del año en toda aquella región; en este supuesto, las aguas, repelidas, acumuladas, llenarán sus cauces, rebosarán de ellos é inundarán los campos: sirve de apoyo á este aserto el hecho de que la corriente del viento Norte, que viene de las constelaciones heladas, es opuesta á la dirección del río, que sigue la del austro, originado en clima cuyos habitantes por la influencia del extremado calor son negros.

Quizá en la desembocadura del río durante una época en que el mar es agitado por fuertes vientos se acumulen montones de arena que levanten en esa parte el lecho del Nilo, é impidan el curso libre de la corriente y aun el desagüe de ésta.

Puede suceder que las nubes procedentes de las regiones septentrionales en tiempos dados sean impelidas por los vientos etesios, hacia las comarcas donde el río tiene sus fuentes, y acumuladas y condensadas allí, por su propia gravedad descarguen abundantes lluvias.

Y, por último, es posible que las nieves de las altas etiópicas montañas, derretidas por el calor del Sol cuando este astro dirige á la Tierra más directamente sus rayos, sirvan para acrecentar el caudal del Nilo.

Ahora te explicaré la procedencia de las tradiciones referentes á los terrenos y lagos conocidos por avernos. Desde luego, el nombre vale tanto como sitios dañosos para las aves, porque, en efecto, inmediatamente que en su vuelo llegan á los parajes que fueron designados con aquella denominación, impresionadas por los aires que de ellos se desprenden, olvidan el vuelo, pierden la fuerza de las alas, se precipitan con la cabeza para abajo, hacia la tierra ó hacia el agua, según el averno de que se trate. En Cumas del monte Vesubio hay uno de esta clase del cual se exhalan vapores calientes, espesos como el humo: en los muros de Atenas, precisamente en la cima de la ciudadela, hay otro cerca del cual se erigió el templo de la tritonia Palas: á él no se atreven á acercarse las rudas cornejas aun cuando el humo de los holocaustos las convide, y no porque teman el furor de la diosa Minerva, á cuyo servicio están destinadas según los poetas griegos han fingido y cantado, sino porque huyen de las exhalaciones de aquel lugar para ellas muy perjudiciales.

Se cuenta que en Siria existe otro averno á cuyas proximidades no pueden los cuadrúpedos impunemente llegar, porque al intentarlo, vapor mefítico los envenena y los deja muertos de improviso como si hubieran sido inmolados por fuerza oculta en honor de los dioses que en ellos residen. Todas las cosas han sido creadas por leyes naturales; el estudio de sus causas nos da á conocer su origen, y es necedad el creer que aquellos sitios sean las entradas del Orco por donde los manes atraen hacia las márgenes del Aqueronte á las almas de este mundo, como piensa el vulgo que la aspiración de los ciervos arrastra á las serpientes por escondidas que se hallen; escucha y sabrás que esas opiniones repugnan á la razón: acerca de este asunto me propongo hablar ahora.

Ya en otras ocasiones he dicho que la Tierra contiene un crecido número de corpúsculos de variadas figuras, que son origen de la vida, causa de enfermedades, motivo de muerte: esos principios elementales según las diferencias de su forma, de su naturaleza y de su disposición para las combinaciones, son más ó menos beneficiosos á los animales; algunos hay que nos lastiman los oídos; otros con emanaciones picantes nos dañan el órgano olfatorio; varios son peligrosos al tacto; muchos molestan al paladar; no pocos ofenden el aparato de la visión, y además hay otros cuerpos simples en escaso número que influyen en todas las sensaciones, algunas muy dolorosas, que experimentamos.

Algunos árboles con sus emanaciones producen fuerte dolor de cabeza al inadvertido que bajo su engañadora sombra se recuesta en la hierba: en los altos montes de Helicón se halla un árbol cuyas flores matan á los hombres que las huelen, y sin duda esas peligrosas exhalaciones surgen de la Tierra, la cual contiene elementos de formas diferentes, de varias propiedades, y aptos para muy distintas combinaciones. El humo de la pavesa que resulta en lámpara recién apagada tiene un olor tan incómodo é ingrato que á veces provoca ataques nerviosos á los que lo perciben; las mujeres dejan escapar de las manos la delicada labor en que se entretenían, por causa de una extremada languidez que de ellas se apodera al aspirar el fuerte olor del castóreo, especialmente si se hallan en uno de los períodos en que pagan á la Naturaleza el tributo mensual; hay también otras substancias que relajan los miembros y hacen languidecer el alma en su residencia: si se toma un prolongado baño caliente, ó bien si en él se entra después de haber asistido á opíparo banquete, hay peligro de sufrir grave daño: el olor del carbón encendido, ¿no puede perturbar nuestro cerebro si no tomamos la precaución de beber agua antes de aspirarlo? Las emanaciones del vino matan al que está abatido por fiebre ardiente: ¿no ves también que de la Tierra se deriva el azufre y en ella se conglutina el betún de infecto olor? Cuando el duro hierro descubre las minas de oro y plata, ¿no deja también paso á envenenados vapores que del fondo de ellas se exhalan? ¿dónde tienen los auríferos metales esos miasmas que tanto ofenden? ¡qué rostros, qué colores tienen los mineros! ¿no has visto, no has oído que mueren en poco tiempo y en muy temprana edad los infelices que se ven reducidos á trabajos tan duros? Necesario es que la Tierra expulse esos vapores y que éstos se dispersen por el espacio.

Esos lugares, llamados avernos, de los cuales se derivan exhalaciones mortíferas que se elevan por los aires y corrompen las auras respirables, son focos de infección hacia los que se precipitan las aves que en su atmósfera penetran influidas por la acción del veneno que aspiran, y cuando caen sus miembros se relajan y su vida se extingue: en el primer momento las domina especial angustiosa convulsión, pero después cuando sin fuerzas descienden hasta el mismo sitio donde tienen salida los venenosos vapores, sofocadas por el aire denso que las rodea exhalan el último aliento.

Puede ser también que las exhalaciones del averno corrompan el aire de tal manera que formen una especie de atmósfera viciada ó rarificada, y tan pronto como las aves lleguen á ese lugar pierdan las fuerzas y sus alas claudiquen: en ese estado no pueden las aves usar del aire ni de las alas, y caen á tierra, donde yacen después que sus almas les salen por los poros y se esparcen por el vacío.

El agua de los pozos refresca en el verano porque el calor afloja las tierras y por los dilatados poros de ésta da salida á los ígneos elementos que ella misma encierra; por consiguiente, cuanto más denso es el calor que en el suelo de un lugar se experimenta, más fresca está el agua que en lo interior se oculta; y, por lo contrario, si el frío oprime y contrae la superficie de un terreno, las moléculas de calor extendidas por todas partes entran en los pozos donde permanecerán como sujetas por compresión.

Cerca del templo de Júpiter Ammón hay un surtidor de agua que, según vulgar opinión, es fría mientras brilla luz diurna y caliente por la noche: ese manantial es objeto de admiración para los hombres capaces de creer que oculto el Sol por debajo de la Tierra llena la fuente con sus fuegos mientras la noche nos envuelve con sus sombras. Pero la razón rechaza esa hipótesis; porque si el Sol, con la fuerza de sus rayos, cuando está sobre nuestro horizonte no puede por contacto directo calentar el agua, mucho menos lo podrá hacer cuando se halla debajo de nosotros, y cuando tendría que atravesar con sus fulgores una masa de espesor considerable: ¿pues no vemos que los rayos del Sol apenas dan razón de su presencia á través de los muros de nuestras casas? ¿Cuál será, pues, la causa productora de ese fenómeno? Sin duda la tierra en que se halla ese manantial es más permeable que otras y compuesta de moléculas más impresionables al calor; durante el tiempo en que las tinieblas dominan, la tierra se enfría y se contrae como si por la mano fuese apretada; entonces las moléculas de fuego se recogen en el agua y comunican su calor á ésta, que á su vez lo transmite al paladar y al tacto; y cuando el Sol naciente con sus rayos abre los poros de la tierra, pasan por ésta las ígneas moléculas y el calor escapa del agua; por este motivo es fresca durante el día la de aquella fuente. Pero además debe notarse que el agua por la influencia del calor se enrarece y pierde mediante la evaporación muchas partículas ígneas que encierra, de igual modo que otras veces expulsa las de frías nieves que en sí contiene, disuelve el hielo y desata los vínculos con que éste la retuviera.

Un manantial hay cuyas aguas, aunque al tacto son frías, hacen arder la estopa y encienden las hachas resinosas que en ellas se arrojen: esas aguas deben contener una cantidad extraordinaria de principios ígneos, y aun así, no tienen bastante actividad para calentar sus raudales. Una especial influencia obliga á sus moléculas á elevarse desde el fondo de la fuente á la superficie del agua y dispersarse en los aires, como surtidor de agua dulce que brota en el mar y separa á un lado las ondas salíferas. Hay, con efecto, regiones en que el mar ofrece á los navegantes sedientos un surtidor de agua dulce, libre de sal: de un modo parecido en aquellos otros sitios se escaparán de los manantiales algunos elementos ígneos que sirvan para inflamar la estopa y las teas, pues tanto la una como las otras se componen también de partículas comburentes. ¿No has reparado que si á una lámpara apagada aproximas una luz vuelve á encenderse aun antes de que ésta la toque? ¿No sucede lo mismo con la tea? Otros muchos cuerpos hay que arden sólo por las exhalaciones del fuego y sin necesidad de ponerse en contacto con éste: una cosa parecida á la que indico debe ocurrir en la mencionada fuente.

Ahora trato de inquirir la ley de atracción que sobre el hierro ejerce la piedra por los Griegos llamada magnética del nombre de la provincia de Magnesia en que tiene su nacimiento; á los hombres causa admiración el ver que varios trozos de la citada piedra forman una cadena de anillos, que se sostienen por recíprocas atracciones, y que algunas veces cinco piedras ó más, adheridas las unas á las otras, aunque agitadas por el viento no se desunan: tan activa es la energía que desarrollan.

Para explicar cierto orden de hechos hay que establecer algunos principios elementales que faciliten los medios para llegar á la posesión de la verdad: te pido, pues, que me concedas atento oído y ánimo sereno.

Si vemos los cuerpos es porque de todos surgen emanaciones que se extienden por nuestro alrededor, tocan nuestros ojos y determinan la visión: de muchos se exhalan moléculas odoríferas como del agua se desprende frío, del Sol calor y de las olas del mar el vapor saliginoso que socava los edificios situados en la playa: las ondas sonoras nunca dejan de impresionar nuestro oído; paladeamos el sabor de sal mientras pasamos por las orillas de los mares, y nos incomoda el amargor del ajenjo cuando asistimos á su preparación. Luego es indudable que todas las cosas tienen desprendimientos moleculares que afectan nuestros sentidos; y no hay quien no admita que alguna vez sufran intermitencias esas emisiones, pues es un hecho que en todo momento la vista, el olfato y el oído pueden impresionarse.

Repetiré ahora para auxiliar tu memoria que todos los cuerpos son porosos como he demostrado al principio de la presente obra poética: esta afirmación envuelve un dato fundamental para el conocimiento de muchas verdades, y especialmente para la dilucidación del asunto que voy ahora á tratar: necesario se hace, por tanto, que insista en la prueba de que las moléculas componentes de todos los cuerpos están separadas por pequeños intersticios. Por las bóvedas de las grutas se filtra el agua gota á gota; en todas las partes de nuestro cuerpo hay conductos para la transpiración; de nuestra piel brota la barba y el vello; el alimento diluido en los conductos venosos lleva la vida y el sostenimiento á todos los miembros y órganos del cuerpo y no priva de su influencia ni aun á las uñas; el calor y el frío se transmiten á través del bronce, y pasan la plata y el oro, como puede comprobarse en vasos de uno de esos metales que tengamos en la mano y en los que hayamos vertido cualquiera substancia líquida; los sonidos y algunos olores fuertes atraviesan gruesos muros; el calor y el frío traspasan las corazas de hierro que sirven para ceñir el cuerpo; muchas enfermedades infecciosas penetran en nosotros por las puertas de nuestros poros porque la Tierra y los aires están llenos de corpúsculos que se insinúan en nosotros y nos dañan. Después de fijarnos en esos detalles, convendremos en que ningún cuerpo carece de poros. También sucede que las emanaciones de los seres no tienen todas las mismas propiedades, y, por tanto, no producen igual efecto en todos los cuerpos sobre los cuales obran: el Sol que seca y endurece la tierra también derrite el hielo, liquida enormes témpanos de nieves aglomerados en la cima de las montañas y disuelve la cera; el fuego que licua el oro y el bronce, aprieta y condensa las carnes y las pieles; el agua que endurece el hierro ablandado por el calor, ablanda la piel y la carne por el calor endurecidas: el pino silvestre, cuyas hojas son para las barbudas cabras manjar delicioso preferible al néctar y á la ambrosía, para los hombres tiene insufrible sabor amargo: el cerdo huye de la mejorana y de toda substancia olorosa como de venenos mortíferos que á nosotros nos deleitan, y, por lo contrario, nosotros consideramos abominable y repugnante el lodo que para el cerdo es delicioso baño, de cuyo disfrute nunca se encuentra satisfecho.

Aún añadiré otra observación antes de entrar de lleno en el estudio del asunto que me he propuesto poner en claro. Los innumerables poros que en el cuerpo hay, por cuanto sirven para funciones diversas, han de ser entre sí desemejantes: es innegable que todos los animales poseen varios sentidos, cada uno de los cuales tiene su especial esfera de actividad: la impresión del sonido se recibe en un propio órgano, en otro la del gusto, en otro la del sabor, con arreglo á muy complejas circunstancias; pero si es cierto que algunos simulacros atraviesan las piedras, otros se introducen por los poros de la madera y otros, como los del calor, pasan á través del oro, de la plata y del vidrio, mientras hay muchos incapaces para comunicarse de ese modo, también debe ser cierto que tan variadas apariencias de un mismo fenómeno en una principalísima parte sean debidas, como ya en otra ocasión he demostrado, á las diferencias de los huecos ó poros que la Naturaleza deja abiertos entre las moléculas de todos los cuerpos. Conocidos estos antecedentes, se nos muestra al descubierto la causa que origina la atracción del hierro.

Primeramente, es necesario que de la piedra magnética se desprenda una especie de fluido muy activo que tenga la propiedad de rarificar el aire que media entre la misma piedra y la anilla ó cualquier otro objeto de hierro; luego que de ese modo queda entre los dos cuerpos un espacio vacío las exhalaciones de los elementos férricos se precipitan en él y la anilla de que proceden seguirá la misma dirección. No hay cuerpo que tenga sus moléculas más apretadas ni sus elementos más estrechamente unidos que el hierro, cuya estructura, por lo densa, es más inaccesible para el calor: por ese motivo no es de admirar que si las partículas componentes de una anilla de hierro se dirigen hacia el vacío, la anilla íntegra siga la misma ruta hasta encontrar la piedra magnética á la cual quede unida por invisibles lazos. Las emanaciones magnéticas forman alrededor de la piedra que las produce una especie de circuito y quedan sujetos á su acción todos los cuerpos de hierro que en él se hallen, los cuales, como no pueden por su propia gravedad elevarse en las auras, han de recibir sucesivas impulsiones del aire.

Otro motivo hay que favorece la progresión y aumenta el movimiento de la anilla, la cual, no bien se halla dentro del vacío formado por la piedra magnética es empujada hacia adelante por las capas de aire que la rodean; y como el mismo aire penetra también en los intersticios del hierro, obra en la anilla de igual modo que el viento cuando hincha las velas de un buque é impulsa la marcha de éste. Los cuerpos contienen aire en sus poros; y ese fluido sutilísimo que permanece oculto en el hierro, agitado por la influencia del imán que sobre la anilla obra contribuirá también de varias maneras á que ésta siga la dirección que la atrae.

Pero la piedra magnética unas veces atrae al hierro y otras lo rechaza: en Samotracia tuve ocasión de ver una cubeta de bronce en la cual habían introducido trozos y limaduras de hierro y encima de ellos una piedra imán: el hierro se movía de un lado á otro como fugitivo impaciente; parecía que el bronce había provocado una discordia entre aquellos cuerpos: este fenómeno que observé quizá proviniera de que las exhalaciones vaporosas del bronce habían ocupado los intersticios del hierro antes de que las de la piedra de Magnesia hubieran podido en ellos penetrar, y tal vez estas últimas pugnaran por apoderarse de la substancia férrica y henchir su tejido: lo cierto es que mediante la interposición del bronce el hierro siempre rechaza al imán, al cual fácilmente se adhiere en otras circunstancias.

Y se comprende bien que la piedra magnética no atraiga á todos los cuerpos: el oro, por su densidad, no es accesible á su influencia; la madera tiene poros muy abiertos y por ellos pasan las emanaciones del imán sin producir efecto; pero el hierro, con respecto á su textura, se halla colocado entre aquellas dos substancias; y cuando está impregnado en moléculas de bronce la piedra magnética lo rechaza.

Pero no todos los cuerpos son extraños á especiales uniones, y pudiera citarte muchos casos de afinidad íntima entre cosas diferentes: la cal sirve de lazo para juntar unas piedras con otras; con la pasta hecha de piel de toro los trozos de madera se unen de tal modo, que podrán romperse por cualquiera parte más bien que por los bordes adheridos con auxilio de la cola; el jugo de la uva se mezcla muy bien con los raudales cristalinos de murmuradoras fuentes, alianza que no puede aquélla efectuar con la pez, que es muy pesada, ni con el aceite, que es muy ligero; el color purpúreo del conchil se identifica notablemente con la tela de lana, y no pueden separarse con el agua, aunque ésta se emplease en la misma cantidad que los mares juntos contienen; el oro y la plata perfectamente se incorporan; varias clases de cobre con el plomo forman distintas especies de bronce. De muchos otros enlaces y de otras varias aleaciones pudiera hablarte; pero considero que una detenida relación de este género sería inútil y además te produciría cansancio y enojo, cuando persigo el objeto de hablarte poco para decirte mucho. La alianza de cuerpos que tienen prominencias correspondientes á depresiones de otros afines resulta perfecta y durable: también los cuerpos se ligan fuertemente por medio de anillos ó de ganchos; y de esta manera última es como se establece la unión entre las moléculas de la piedra de Magnesia y las del hierro.

Ahora te explicaré el origen de las epidemias que de improviso invaden muchas veces algunas comarcas y causan horrible mortandad entre los hombres y entre las bestias. En primer término, existen en el espacio, como ya te he demostrado, muchísimos corpúsculos, de los cuales unos son favorables á la vida y otros son auxiliares de la muerte. Cuando estos últimos se congregan casualmente en gran número, inficionan el aire y perturban la marcha regular de la existencia. Los gérmenes de enfermedades pestilentes, ó vienen transportados por las nubes y las tempestades, quizá desde lejanos climas, ó surgen del mismo país mediante alteraciones producidas en el cielo y en la atmósfera, por intempestivas lluvias y calores excesivos. ¿No has observado que los productos de una región llevados á otra se resienten y se corrompen con la mudanza de clima y de aguas? La influencia del aire es evidente: ¿es el mismo el cielo británico y el de Egipto por donde el eje del mundo se abate? ¿Es igual la temperatura media del Ponto, y la que desde las poblaciones gaditanas se extiende hasta los territorios en que el calor del Sol ennegrece á la raza humana? Aunque esas cuatro regiones se hallan expuestas á todos los vientos, bajo un mismo cielo, hay tanta diferencia en el color y la fisonomía de sus respectivos habitantes, como en las dolencias á que estos últimos están expuestos.

La elefantiasis es una molestia que domina en las proximidades del Nilo, en medio del Egipto, y no en otra parte; en Ática se padecen dolores de piernas, y en Acaya mal de ojos. De igual modo hay otros muchos lugares que son propensos á varios dolores, sin duda por la influencia del aire. Cuando éste, saturado ya de miasmas infectos, forma corrientes que invaden algunas comarcas, se extienden por ellas con lentitud como las nubes y corrompen su atmósfera; al llegar á la nuestra, la inficiona, se la asimila, pero la hace extraña á nosotros mismos.

El contagio de la nueva calamidad prontamente se apodera de las aguas, se posesiona de los frutos de la tierra y de otras substancias que sirven de alimento á los hombres y de pasto á los animales, y se mezcla con el aire que nos vemos precisados á respirar, aun cuando conozcamos el peligro de absorber el veneno que lo emponzoña. Con igual energía que á los hombres, la pestilencia ataca á la especie bovina y á los baladores rebaños. El mismo efecto nos produciría el aspirar voluntariamente un aire viciado, que el apropiarnos por necesidad el que la Naturaleza nos proporciona, dañado con substancias nocivas para nuestra salud y para nuestra vida.

Una epidemia de esa clase causada por vapores mortíferos ocasionó horribles estragos en Cecropia, y dejó desiertos sus campos y ciudades; hizo su aparición en el centro de Egipto; por el aire atravesó el espacio, por el mar recorrió las distancias, y se estableció en los muros de Pandión, cuyos habitantes fueron víctimas de repugnante dolencia ó de angustiosa muerte. La enfermedad se iniciaba por una intensa fiebre, á la que seguía fuerte dolor de cabeza; después los ojos de los pacientes se entumecían é inflamaban, su laringe se llenaba de úlceras que brotaban negra sangre y obstruían los conductos de la voz; su lengua, intérprete del ánimo, rodeada por ensangrentada costra purulenta, quedaba inmóvil aunque penetrada por dolor agudo; con las secreciones ponzoñosas que se escurrían por el esófago de los enfermos, éstos sentían que el mal se amparaba de su pecho, se apoderaba de su corazón y entorpecía todos los hilos de la vida; su boca exhalaba hedor no menos fétido que el de cadáveres corrompidos; su alma carecía de fuerzas para manifestarse, y su cuerpo, como desmadejado, parecía yacer tendido á las puertas de la muerte. Pero luego sobrevenían aflicciones y tormentos nuevos, estertores profundos, gemidos redoblados por el día y por la noche, rigidez en los miembros, nerviosas contracciones, extenuación, abatimiento, fatigas; los pacientes no tenían mucho calor en su piel, y sus extremidades estaban templadas, y eso no obstante, su cuerpo lleno de profundas llagas, parecía rojo, como si lo hubiese invadido la erisipela; fuego interior consumía á los desdichados, y les penetraba los huesos; en su estómago, como si fuese encendida hornaza, ardía llama devoradora; les abrumaba el peso de las ropas, y se exponían desnudos al frío y al aire; algunos, impelidos por el ardor que les quemaba las entrañas, en su furor desesperado se precipitaban á helados ríos; otros, rabiosamente, con la boca abierta, se arrojaban á los pozos, como si quisieran beberse toda el agua que en ellos encontraran, aun cuando la sed que sufrían tan insaciable era con un torrente como con la que pudiera contener un pequeño vaso; el malestar no les permitía punto de reposo; sus miembros se rendían abatidos; ningún bienestar les proporcionaba la medicina, que ante la epidemia se declaraba impotente; faltos de sueño, movían con frenesí los ojos desencajados, sufrían mortales angustias, horror y espanto perturbadores de la mente, ira y tristeza manifestadas con fruncimientos de cejas y convulsiones del rostro, zumbido en los oídos, respiración anhelante, sudor que les bañaba el cuello, tos violenta que entre ahogos les arrancaba tenues y escasos esputos de color amarillento y de sabor salado, retorsiones de las manos, temblor intenso, frío helado, que desde los piés avanzaba poco á poco hasta dominar el tronco. Ya en el último período, los enfermos tenían la nariz comprimida y afilada, los ojos y las sienes hundidos, la piel fría y dura, los labios estirados, el semblante horroroso. Y en ese estado morían; á los ocho ó diez días de enfermedad exhalaban el último suspiro. Si alguno de los atacados podía librarse de la muerte, porque sus abiertas llagas supurasen todo el humor corrompido que en ellas se contenía, ó porque expulsara abundante cantidad de negras materias excrementicias, al cabo, en una próxima recaída perdía la existencia; de la nariz le brotaba sangre fétida, penosos dolores de cabeza le torturaban, y de este modo sus fuerzas se extinguían. Si la hemorragia se contenía pronto, la dolencia aparecía en los nervios, se extendía á los miembros todos, y se fijaba especialmente en los órganos de la generación; algunos enfermos, guiados por el instinto de conservar la vida, entregaban al cortante hierro la parte de su cuerpo elegida por el mal; unos perdían la característica de su viril sexo, otros las manos, otros los piés; ¡tan grande era el horror que la muerte inspiraba! Había personas que perdían totalmente sus facultades intelectuales, y ni aun siquiera conservaban idea de su propia personalidad. Aunque los cadáveres quedaban insepultos y yacían amontonados, ni los cuadrúpedos ni las aves de rapiña se les aproximaban por no poder resistir el pestilente olor que despedían; si los tocaba algún animal, éste era en el acto víctima de la muerte: ni ave alguna osaba mostrarse á la luz del día, ni las fieras dejaban por las noches el obscuro bosque; la epidemia había debilitado á todas y mataba á muchas; los perros, animales fieles, caían abatidos en las calles, y entre fatigas y horribles tormentos, quedaban sin vida, que la dolencia les arrebataba. Los cadáveres eran sacados sin pompa alguna de las casas. No había remedio conocido contra el mal; la medicina que había asegurado á unos enfermos el goce de la vida y el disfrute de la luz del Sol, precipitaba la ruina de otros.

Lo más aflictivo y terrible en aquel período calamitoso, era que todo el que se hallaba acometido por la dolencia, sabía desde luego que iba á morir; y, como criminal sentenciado á la última pena, veía de continuo ante sus ojos la amenaza de la muerte y perecía entre desesperaciones y terrores. Numerosas víctimas hacía el contagio; la enfermedad se propagaba fácilmente de unos individuos á otros; aquellos que por miedo á la muerte huían de la vista de sus deudos y amigos sucumbían también, pero sin recibir el menor socorro, abandonados, lo mismo que ganado vacuno ó rebaño lanígero; y los que auxiliaban á parientes y amigos y por decoro ó compasión entraban en lucha con la pestilencia, entre dolores, quejas, lamentos y ayes eran arrollados por la asoladora catástrofe, que de este modo la vida se llevó de los mejores ciudadanos; muchos, después de haber inhumado los restos de todas las personas de su estima, fatigados, tristes, lacrimosos, dominados por el espanto, abatidos, cansados y sin fuerzas, se tendían en el lecho donde, rendidos, se entregaban á la muerte. En aquel tiempo no se veían por todos sitios más que enfermos desesperados, cadáveres en montón, enlutados que arrastraban su pena. Lo mismo el pastor de cualquiera clase de animales que el robusto conductor del corvo arado eran vencidos por la epidemia, y allá, ocultos en sus chozas, languidecían de dolores y de miseria y espiraban. Revueltos yacían los cadáveres de los padres y de los hijos: éstos daban el último suspiro sobre el cuerpo, inanimado ya, de la madre ó del padre. El mayor contingente que á la enfermedad se ofrecía era procedente de los campos, cuyos moradores, tan pronto como experimentaban los primeros síntomas de la dolencia, se acogían á la ciudad, en la cual la muerte hallaba juntas numerosas víctimas en todas las casas.

Muchos hombres, tocados por la peste, morían en las calles; otros, movidos por sed abrasadora, á rastras, con mil trabajos, llegaban á las fuentes públicas donde bebían con ánimo de hartarse, pero antes de conseguirlo, morían sofocados. Los caminos se hallaban invadidos por enfermos, desfallecidos, moribundos, cubiertos de harapos y llenos de podredumbres, con los huesos descarnados en algunos sitios y en otros con la piel lívida, llena de llagas que manaban asqueroso pus y ya con la corrosión misma de la tumba. Despojos impuros de la muerte habían sido con profusión depositados en los alcázares de los dioses; cadáveres en gran número eran llevados á los templos, cuyos guardas á su antojo disponían de sus improvisados huéspedes sin tratar de inquirir cuál fuese la religión y cuáles fueran los dioses de cada uno, porque el dolor excedía á toda preocupación; las ceremonias fúnebres, con tanto rigor observadas en otro tiempo, se habían dejado olvidadas: la consternación era general; los habitantes, como dislocados, en todas sus acciones daban pruebas de la perturbación que les trastornaba el juicio; cada uno enterraba á sus parientes como podía; de hogueras preparadas por unas familias, otras extrañas se apoderaban á viva fuerza para sus difuntos, y entre clamores ingentes sostenían sangrientos combates á fin de impedir que arrojaran de la pira los cadáveres antes de que fueran consumidos por el fuego.


Publicado el 5 de agosto de 2020 por Edu Robsy.
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